Desconectados: tigre

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en la actualidad DES CONECTADOS A sólo una hora del vértigo urbano CUATRO HISTORIAS UNIDAS POR UN DESTINO COMÚN: EL DELTA DEL TIGRE, SU PARAÍSO PERSONAL. PERSONAS QUE BUSCAN HUIR DEL RITMO DE LA GRAN CIUDAD PARA VIVIR Y TRABAJAR MANO A MANO CON LA NATURALEZA. E n Tigre el ritmo es otro. No impor- ta que sea el horario pico de la ma- ñana, esa franja en la que en la ciu- dad los bocinazos aturden, el em- botellamiento arde y la gente viaja en los colectivos confundida en un mar de brazos, bolsos y piernas. En Tigre el ritmo se aletarga aunque sea la hora más transitada. En época de clases, en la lancha de las 9 salen todas las maestras, que comparten el transporte con los alum- nos que suben con guardapolvo blanco y que van a la escuela que está en una de las islas. Ahí, los asientos de madera sirven como la prolongación de la sala de profe- sores o del patio del colegio, donde todos se encuentran y socializan. Es común ver también entre los pasajeros un hombre de traje negro con un maletín en la mano, seguramente la rareza de su oficina, que cuenta con la ventaja de poder excusar su faltazo por culpa de la Sudestada o de la marea alta que lo dejó aislado. Se ven po- cos turistas durante la semana, distinto de Por MELISA MIRANDA CASTRO Fotos: IGNACIO ARNEDO “Con la isla ocurre un sentimiento que es absoluto: o amás la isla o no la soportás. Es un lugar muy salvaje. La naturaleza acá manda, lo mismo que los silencios que angustian a mucha gente”. (Silvia Sergi, fotógrafa)

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7Días. Sociedad. Historias de vida de quienes eligieron Tigre como lugar para vivir.

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DESCONECTADOSA sólo una hora del vértigo urbano

CUATRO HISTORIAS UNIDAS POR UN DESTINO COMÚN: EL DELTA DEL TIGRE, SU PARAÍSO PERSONAL. PERSONAS QUE BUSCAN HUIR DEL RITMO DE LA GRAN CIUDAD PARA VIVIR Y TRABAJAR MANO A MANO CON LA NATURALEZA.

En Tigre el ritmo es otro. No impor-ta que sea el horario pico de la ma-ñana, esa franja en la que en la ciu-dad los bocinazos aturden, el em-botellamiento arde y la gente viaja en los colectivos confundida en un

mar de brazos, bolsos y piernas. En Tigre el ritmo se aletarga aunque sea la hora más transitada. En época de clases, en la lancha de las 9 salen todas las maestras, que comparten el transporte con los alum-nos que suben con guardapolvo blanco y que van a la escuela que está en una de las islas. Ahí, los asientos de madera sirven como la prolongación de la sala de profe-sores o del patio del colegio, donde todos se encuentran y socializan. Es común ver también entre los pasajeros un hombre de traje negro con un maletín en la mano, seguramente la rareza de su ofi cina, que cuenta con la ventaja de poder excusar su faltazo por culpa de la Sudestada o de la marea alta que lo dejó aislado. Se ven po-cos turistas durante la semana, distinto de

Por MELISA MIRANDA CASTRO

Fotos: IGNACIO ARNEDO

“Con la isla ocurre un sentimiento que es absoluto: o amás la isla o no la soportás. Es un lugar muy salvaje. La naturaleza acá manda, lo mismo que los silencios que angustian a mucha gente”. (Silvia Sergi, fotógrafa)

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Las áreas en mayor peligro en la Argentina son: el Pastizal Pampeano (sólo el 1% protegido), el Chaco húmedo (3,26%) y el Mar Argentino (menos del 1%).

La Argentina cuenta con 435 Áreas Protegidas (AP), que se traducen en 21.515.053 hectáreas. De ellas, 3.656.300 corresponden a la jurisdicción federal y 17.858.700 a la provincial.

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rio Cocchi, autodenominado “islero”.Él vive en “La Real”, en lo que hasta el ‘75 fue la fábrica de la sidra. Es fotógrafo e hizo su carrera en Noticias Argentinas y Clarín. En 2001, unos meses antes de la renuncia a la presidencia de Fernando De la Rúa, fue despedido del diario y con esa indemnización buscó comprarse una casa. Mirando junto a su pareja inmobilia-rias de Tigre descubrió que por el precio que podía comprarse un PH en Matade-ros, conseguían esta propiedad con una hectárea de terreno. Una vez que compraron el lugar, se die-ron cuenta de las posibilidades turísticas que tiene la zona. Y armaron un safari fotográfi co, caminatas y expedición en canoas. Además, tienen algunas cabañas que alquilan y un pequeño barcito para los huéspedes. Cocchi pasa sus días en su casa de las orillas del Río Carapachay, cuidando el parque, arreglando cosas do-mésticas y atendiendo a los turistas que se hospedan en las cabañas. Una vez por semana vuelve al continente para cubrir fotográfi camente la página de turf en el hipódromo de San Isidro para diario Po-pular. Mario no es el único fotógrafo abducido por los encantos de la isla, Silvia Sergi también sucumbió y cambió su casa de microcentro por una en el Delta, más o menos por la misma época. Hace diez años que está instalada ahí, vive con sus hijos, uno de 14 y otro de 8, que van al colegio lo-cal en una de las islas. Ella, trabaja desde su casa, retrata la vida isleña y cuando lo necesita viaja a Buenos Aires al laborato-rio. “Con la isla ocurre un sentimiento que es absoluto: o amás la isla o no la soportás. Es un lugar muy salvaje. La naturaleza acá manda, lo mismo que los silencios que angustian a mucha gente. Acá es vivir fue-ra de la sociedad de consumo, entonces, no son muchos los que quieren eso. La gente lo que extraña es no poder ir al kiosco o ver vidrieras, pero lo recreativo de acá es muy lindo porque es salir a remar, hacer actividades con la naturaleza”, refl exiona Silvia.

LA NATURALEZA GOBIERNAEn el Delta, la naturaleza es ama y señora y hay que estar muy atento a las señales que envía. Por ejemplo, para saber hasta donde va a subir la marea (que depende del viento) basta con mirar los nidos del caracol en los troncos o escuchar a las ga-

lo que pasa el fi n de semana o en el verano cuando los locales son invadidos por los domingueros que buscan como ellos des-conectarse y liberarse del estrés. Pero sólo por un ratito.En la vida isleña la cotidianeidad no tiene que ver con correr todo el día aturdido por las presiones que impone la ciudad, sino con una interacción permanente con la natura-leza. La rutina es salir a remar, hacer depor-tes acuáticos, caminar las islas, mantener el jardín y cortar el pasto o arreglar algo que se haya roto en la casa. Gracias a la búsqueda incesante de tranquilidad, en los últimos diez años, Tigre adquirió nuevos habitantes que huyeron del cemento en busca de una mejor calidad de vida, lejos del consumo compulsivo, la urgencia y el caos imperante en la urbe. Se enamoraron del lugar e hicie-ron de él su nueva casa. Son los que jamás volverían a vivir en la gran ciudad.

COTIDIANEIDAD ISLEÑAUna vez que la lancha deja el puerto y se encausa en su recorrido, el ruido del mo-tor es el único sonido que se impone al del paisaje, aunque para los isleños y los isleros (diferencia entre los nacidos en las islas y los nuevos pobladores) no es una molestia. Más bien, lo reconocen como parte irremplazable del folclore del Delta y la única manera de no perderse el medio que los lleva a tierra fi rme. “Este lugar tiene códigos propios, muy distintos a la ciudad; si no tenés confl ictos con esos códigos, te adaptás perfectamen-te a la vida del Delta. Si pretendés salir al muelle y que te pase un colectivo, olvidá-te. Hay que cambiar la rutina, cuando vas a hacer las compras tenés que tratar de traer la mayor cantidad de cosas posibles, porque lo que te olvidaste signifi ca espe-rar un día o tres horas más”, explica Ma-

“Hoy sólo tengo 70 colmenas, porque en 1995 hubo una gran fumigación por el dengue y de las 300 colmenas que tenía me quedaron sólo 15”. (Marta Mattone, apicultora)

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“Este lugar tiene códigos propios, muy distintos a la ciudad; si no tenés confl ictos con esos códigos, te adaptás perfectamente a la vida del Delta. Si pretendés salir al muelle y que te pase un colectivo, olvidate”. (Mario Cocchi, empresario turístico)

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“Mi mamá hacía unos ravioles riquísimos con un yuyo llamado cerraja. Junté un poco, e hice una tarta. Todos me decían ‘¡nos vas a envenenar!’, pero quedó bárbaro”. (Rosa Cruz, ama de casa)

llaretas anunciando agua. Silvia recuerda la primera vez que vivió una marea. Justo cuando faltaba un escalón para que entre a su casa, se cortó la luz y ella y sus hijos comenzaron a subir todos los muebles. Finalmente, no pasó nada, al otro día la marea bajó y todo volvió a su normalidad, aunque con mucho más barro y cosas que dejó el río. Rosa Cruz, vecina de Silvia, vive sobre el río Capitán, y también tiene anécdotas de las mareas. Ella nació en el Delta y vivió toda su vida ahí. Ahora, está jubilada y decidió terminar el secundario, por eso se queda durante la semana en la ciudad de Tigre porque no le coinciden los horarios de la lancha. Rosa recuerda un día en que la marea empezó a subir mien-tras ella y su esposo estaban trabajando como caseros en un club de la zona. Esta-ba cocinando matambres, y tuvieron que mudarse a las casas de fi n de semana que cuidaban. Cuando el agua llegaba a una, subían los muebles y se pasaban a la de al lado. Recién en la cuarta pudo terminar de cocinar sus matambres. Como buena isleña, Rosa conoce todos los secretos y mañas de la zona. En el muelle “Yo y tú” crió a sus hijas, que vivieron con ella hasta que terminaron el secundario y tuvieron que ir a Buenos Aires a continuar sus estudios. Ella trabajó toda su vida en el Museo Sarmiento y muchas veces le tocaba cocinar. Un día, la lancha almacén ya había pasado y se habían olvidado de comprar comida, en la heladera sólo que-daban dos huevos, un ajo, una cebolla y un poco de harina. Entonces, salió a buscar ingredientes de la fl ora local para cocinar, siguiendo las recetas de su madre. “Tomé camino abajo por el costado del arroyo Re-yes, porque mi mamá hacía unos ravioles riquísimos con un yuyo llamado cerraja. Junté un poco, lo lavé, lo herví e hice una tarta. Todos me decían ‘¡nos vas a envene-nar!’, pero quedó bárbaro”, relata.A partir de ahí surgió la idea junto a una compañera del museo, de armar un libro con recetas isleñas. Fueron preguntándo-le a la gente por los platos autóctonos que preparaban como chupín de bagre, nu-trias o bocadillos de glicina, así lograron juntar 100. El libro todavía no fue publi-cado, pero cuando salga será a benefi cio de alguna fundación.

LA SEÑORA DE LAS ABEJASMarta Mattone nació en Floresta pero a los 21 se instaló en Tres Bocas. Cuando se

mudó no tenía vecinos, sólo las abejas del colmenar que su padre había construido. Desde 1996, cuando murió su padre, que-dó ella sola a cargo de todo.En el ‘84 las cosas eran distintas en Tres Bocas, que hoy tiene restaurantes y pro-veedurías. En esa época Marta tuvo un accidente cuando trabajaba con la jalea y manipulaba permanganato de potasio, y la sustancia y la miel caliente se le caye-ron en la cara. No tenía auto ni lancha, su marido tuvo que correr a hablar por telé-fono público para conseguir algún trans-porte, les prestaron una lancha y llegaron al Instituto del Quemado, pero Marta se había quedado sin piel en toda la cara. Los médicos no le daban ninguna espe-ranza, pero su padre le preparó agua con propóleo y con eso se lavaba las heridas. A los 20 días su piel se había regenerado totalmente y ahora no le quedan rastros de aquel incidente. A diferencia de entonces, ahora la ida y vuelta de la isla es mucho más fácil, el marido de Marta trabaja en Saavedra y viaja todos los días. La apicultora tam-

bién se traslada bastante al continente, ya que lunes, miércoles y viernes va al gimnasio en San Fernando. El resto de los días trabaja sola en su colmenar, sólo contrata alguna persona que la ayude cuando es época de cosecha (en diciem-bre y a mitad de año). “Hoy sólo tengo 70 colmenas, porque en 1995 hubo una gran fumigación por el dengue y de las 300 colmenas que tenía me quedaron sólo 15”, narra Marta, que también tuvo grandes pérdidas con la inundación del 89, ya que el agua llegó a la altura de los primeros cajones. En pocos años, el Delta cambió mucho y acrecentó su población, que acepta adap-tarse a los caprichos de la naturaleza. Hoy, los pobladores originales se sienten un poco invadidos, porque el boom inmobi-liario avanza, así como el turismo que to-dos los fi nes de semana explota quebran-do lo que todos valoran: la paz de la zona. Claro, que luego viene el lunes, y entonces ellos vuelven a respirar entre mate y mate el silencio y la tranquilidad que nada sin apuro entre riachos.

“Mi mamá hacía unos ravioles riquísimos co