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ANALES DEL INSTITUTO DE ESTUDIOS MADRILEÑOS TOMO XLV C. S. I. C. 2005 MADRID ANALES DEL INSTITUTO DE ESTUDIOS MADRILEÑOS TOMO XLV C. S. I. C. 2005 MADRID El tomo XLV de los ANALES DEL INSTITUTO DE ESTUDIOS MADRILEÑOS comprende estudios —referi- dos a Madrid— en los que al- ternan temas de Historia, Ar- te, Literatura, Geografía, etc., notas biográficas sobre ma- drileños ilustres y aconteci- mientos varios de la vida ma- tritense. Foto de portada: Relieve en el pedestal de la estatua de Cervantes en la Plaza de las Cortes en el que se representa a don Quijote y Sancho, original de José Piquer. PUBLICACIONES DEL INSTITUTO DE ESTUDIOS MADRILEÑOS Biblioteca de Estudios Madrileños Publicados 36 volúmenes Itinerarios de Madrid Publicados 20 volúmenes Colección Temas Madrileños Publicados 21 volúmenes Colección Puerta del Sol Publicados 3 volúmenes Clásicos Madrileños Publicados 9 volúmenes Colección Plaza de la Villa Publicados 2 volúmenes Colección Puerta de Alcalá Publicados 3 volúmenes Madrid en sus Diarios Publicados 5 volúmenes Conferencias Aula de Cultura Publicadas más de 600 conferencias Anales del Instituto de Estudios Madrileños Publicados 45 volúmenes Madrid de los Austrias Publicados 7 volúmenes Guías Literarias Publicados 3 volúmenes 9 7 7 8 4 0 5 8 4 6 3 7 0 ISSN 0584-6374

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ANALES DEL INSTITUTODE ESTUDIOS MADRILEÑOS

TOMO XLV

C. S. I. C.

2005M A D R I D

ANALESDEL

INSTITUTO

DE

ESTUDIOS

MADRILEÑOS

TOMOXLV

C. S. I. C.

2 0 0 5MADRID

El tomo XLV de los

ANALES DEL INSTITUTODE ESTUDIOS MADRILEÑOS

comprende estudios —referi-dos a Madrid— en los que al-ternan temas de Historia, Ar-te, Literatura, Geografía, etc.,notas biográficas sobre ma-drileños ilustres y aconteci-mientos varios de la vida ma-tritense.

Foto de portada:

Relieve en el pedestal de la estatuade Cervantes en la Plaza de lasCortes en el que se representa adon Quijote y Sancho, original deJosé Piquer.

PUBLICACIONES DEL INSTITUTODE ESTUDIOS MADRILEÑOS

Biblioteca de Estudios MadrileñosPublicados 36 volúmenes

Itinerarios de MadridPublicados 20 volúmenes

Colección Temas MadrileñosPublicados 21 volúmenes

Colección Puerta del SolPublicados 3 volúmenes

Clásicos MadrileñosPublicados 9 volúmenes

Colección Plaza de la VillaPublicados 2 volúmenes

Colección Puerta de AlcaláPublicados 3 volúmenes

Madrid en sus DiariosPublicados 5 volúmenes

Conferencias Aula de CulturaPublicadas más de 600 conferencias

Anales del Instituto de EstudiosMadrileños

Publicados 45 volúmenes

Madrid de los AustriasPublicados 7 volúmenes

Guías LiterariasPublicados 3 volúmenes

9 778405 846370

ISSN 0584-6374

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Anales del Instituto de Estudios Madrileños publica anualmente un volumen de más dequinientas páginas dedicado a temas de investigación relacionados con Madrid y su pro-vincia. Arte, Arqueología, Arquitectura, Geografía, Historia, Urbanismo, Lingüística, Lite-ratura, Sociedad, Economía y Biografías de madrileños ilustres y personajes relacionadoscon Madrid son sus temas preferentes. Anales se publica ininterrumpidamente desde 1966.

Los autores o editores de trabajos o libros relacionados con Madrid que deseen dara conocer sus obras en Anales del Instituto de Estudios Madrileños deberán remitirlas ala secretaría del Instituto, calle Duque de Medinaceli, 6, 28014 Madrid; reservándose ladirección de Anales la admisión de los mismos. Los originales recibidos son sometidosa informe y evaluación por el Consejo de Redacción, requiriéndose, en caso necesario,el concurso de especialistas externos.

DIRECCIÓN DE ANALES DEL INSTITUTO DE ESTUDIOS MADRILEÑOS:

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SUMARIO

Págs.

Memoria

Memoria de actividades del Instituto de Estudios Madrileños .......... 13

Artículos

Propiedad, alquiler y especulación en Madrid a mediados del si-glo XV: Alfonso Álvarez de Toledo, por MANUEL MONTERO VALLEJO .. 17

Realistas y comuneros en Madrid en los años 1520 y 1521. Introduc-ción al estudio de su perfil sociopolítico, por MÁXIMO DIAGO HER-NANDO ............................................................................................... 35

Los plateros madrileños en los años centrales del Siglo de Oro, porJOSÉ DEL CORRAL RAYA ...................................................................... 95

Criados y cofres de alhajas de los hijos de Carlos IV (1771-1794),por PILAR NIEVA SOTO ...................................................................... 105

Los retablos de la parroquia de Santiago de Madrid. Pedro de laTorre, Sebastián de Benavente y Alonso Cano, por JUAN MARÍA

CRUZ YÁBAR ...................................................................................... 155

Sobre el retablo mayor de la ermita de Nuestra Señora de la Poveda deVilla del Prado (Madrid) y sus autores toledanos, José y Alonsode Ortega (1655), por ANTONIO JOSÉ DÍAZ FERNÁNDEZ ..................... 179

La antigua Basílica de Atocha. Reconocimiento de su imagen físicaa través de elementos subsistentes: Los restos escultóricos de lafachada y un cuadro de las Descalzas Reales, por M.ª DEL CARMEN

RODRÍGUEZ PEÑAS ............................................................................. 209

El puente histórico de Ambite sobre el río Tajuña, por PILAR CORELLA

SUÁREZ ............................................................................................. 231

Iconografía madrileña inconclusa, por LUIS MIGUEL APARISI LAPORTA. 247

AIEM, XLIV (2004), 7-10 – 7 – I.S.S.N.: 0584-6374

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Estatuaria y ornamentación exterior de la catedral de la Almudena,por ALFONSO MORA PALAZÓN ........................................................... 327

Los Pozos de la Nieve de la calle Fuencarral, la parcelación y di-visión de los terrenos y su influencia en el ensanche de Madrid,por M.ª TERESA FERNÁNDEZ TALAYA ................................................... 357

Transformaciones de las estaciones ferroviarias de Madrid, porM.ª PILAR GONZÁLEZ YANCI .............................................................. 387

El botamen de la Real Botica de la Reina Madre Nuestra Señorade Madrid, por ROSA BASANTE POL y M.ª ELENA CID GARCÍA............. 421

Materiales para una toponimia de la provincia de Madrid (V), porFERNANDO JIMÉNEZ DE GREGORIO ...................................................... 439

El testamento de Felipe de Guevara, por ELENA VÁZQUEZ DUEÑAS ...... 469

La biblioteca de don Julián Antonio Rodríguez, un arquitecto ma-drileño de la Ilustración (1802), por JOSÉ LUIS BARRIO MOYA ......... 487

De libros y autores, por MERCEDES AGULLÓ Y COBO ............................. 511

La cuna de Cervantes, por JOSÉ BARROS CAMPOS ................................. 559

Algunas fábulas inéditas y otras no coleccionadas de don JuanEugenio de Hartzenbusch, por JOSÉ FRADEJAS LEBRERO ................ 589

Una novela madrileña: «La ronda de pan y huevo o El Rosario dela aurora», del escritor coruñés Antonio de San Martín, porJULIA MARÍA LABRADOR BEN .............................................................. 617

Galdós: últimos años en Madrid (y memoria de una visita al escritor),por JOSÉ MONTERO PADILLA .............................................................. 647

Medio siglo en Madrid, Sinesio Delgado, «Memorias de un escritor público de tercera fila», por JOSÉ MANUEL GONZÁLEZ FREIRE ......... 673

Una «campaña de prensa» en el Madrid de 1904, por JUAN ANTO-NIO MARRERO CABRERA .................................................................... 701

El escritor madrileño Francisco Vighi (1890-1962) y su lugar en lavanguardia española, por PEDRO CARRERO ERAS ........................... 731

Mihura, ilustrador gráfico, por ALBERTO SÁNCHEZ ÁLVAREZ-INSÚA ........ 743

La Cruz soñada: concepción y construcción del Valle de los Caídos,por CARLOS SAGUAR QUER ................................................................. 757

Anteguerra, guerra y posguerra en la crisis de la capitalidad, por ENRI-QUE DE AGUINAGA .............................................................................. 797

Topónimos madrileños: Madrid, por JOAQUÍN CARIDAD ARIAS ................. 817

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AIEM, XLIV, 2005 ÍNDICE

Págs.

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Nota

Miguel Mihura 1961. Una visión desencantada de Madrid, por AL-BERTO SÁNCHEZ ÁLVAREZ-INSÚA .......................................................... 833

Necrológicas

Gregorio de Andrés Martínez, por JULIÁN MARTÍN ABAD ....................... 841

Jaime Castillo, por M.ª TERESA FERNÁNDEZ TALAYA ............................... 845

Reseñas de libros

DURÁN, MARÍA-ÁNGELES, et al., La aportación de las mujeres a la socie-dad y a la economía de la Comunidad de Madrid, por ALBERTO

SÁNCHEZ ÁLVAREZ-INSÚA .................................................................. 849

PANIAGUA MAZORRA, ÁNGEL, Catálogo de colonias agrícolas históricas de la Comunidad de Madrid. 1850-1980, por ALBERTO SÁNCHEZ

ÁLVAREZ-INSÚA ................................................................................ 850

MARTÍN BERMÚDEZ, SANTIAGO, Las Gradas de San Felipe y Empe-ños de la lealtad. Lances y albures en el Madrid de antaño, por JULIA MARÍA LABRADOR BEN ............................................................ 852

De Madrid a los tebeos. Una mirada gráfica a la Historieta madrile-ña, por JULIA MARÍA LABRADOR BEN ................................................ 853

SÁNCHEZ, MARGARITA, Mi mapa de Madrid, por ALBERTO SÁNCHEZ ÁLVA-REZ-INSÚA ....................................................................................... 855

GUILLÉN, JORGE, Cienfuegos, por JOSÉ FRADEJAS LEBRERO .................. 856

Madrid Histórico. Editada por Madrid Histórico Editorial, S.L., por MARÍA TERESA FERNÁNDEZ TALAYA .................................................... 857

FERNÁNDEZ TALAYA, MARÍA TERESA, Santuario y Monasterio de Nues-tra Señora de Valverde. Historia y Rehabilitación, por LUIS MIGUEL

APARISI LAPORTA .............................................................................. 859

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ÍNDICE AIEM, XLIV, 2005

Págs.

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GALDÓS: ÚLTIMOS AÑOS EN MADRID (Y MEMORIA DE UNA VISITA AL ESCRITOR)

Por JOSÉ MONTERO PADILLA

Universidad Complutense de Madrid

Para un profesor de Literatura escribir sobre Galdós es siempre una inci-tación, cabría decir que una exigencia afectiva. Más aún cuando su nom-bre evoca recuerdos y circunstancias personales singularmente entraña-bles. Y, ante todo, puedo afirmar que Benito Pérez Galdós ha sido de maneraconstante uno de mis más seguros fervores literarios.

Muy niño todavía, entre mis primeras lecturas figuraron algunos de susEpisodios Nacionales, como Trafalgar, y El 19 de marzo y el 2 de mayo, yZaragoza, y Gerona, libros que yo leía afanosamente en la casa de mi abue-la paterna, en una habitación que había sido despacho de mi abuelo y dondesu biblioteca, sus muebles, sus objetos de trabajo, se conservaban cuida-dosa, respetuosa, amorosamente. Aquellos libros de mis primeras lecturaseran ejemplares de las primeras ediciones realizadas por la editorial Her-nando, con los colores de la bandera española en sus portadas.

Pero mi gusto por la lectura de esas novelas, mi admiración más ade-lante a la creación galdosiana, se fueron cimentando y confirmando con-forme el tiempo transcurría y las lecturas se ampliaban, a través de con-versaciones con José Montero Alonso, mi padre, y asimismo en la memoriafielmente conservada en mi familia, de José Montero Iglesias, muerto aúnjoven, en 1920, abuelo mío paterno, también escritor y que había conoci-do y llegado a ser amigo de Galdós, según supe en casa de mis padres sien-do yo todavía niño. Una fotografía de mi abuelo junto a don Benito ocu-paba puesto destacado en el que había sido su despacho.

Tuve noticia así de cómo Galdós pasaba los veranos e incluso otras épo-cas del año en Santander, en una casa hecha construir por él en un terre-no que había adquirido, y a la que había dado el nombre de «San Quintín»,situada en magnífico emplazamiento frente a la hermosísima bahía de lacapital cántabra. El novelista descansaba allí, y también trabajaba. Allíescribió muchos de sus libros, a cuyo final indica de manera escueta ellugar o lugares y las fechas de redacción de la obra correspondiente; así,

AIEM, XLV (2005), 647-672 – 647 – I.S.S.N.: 0584-6374

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AIEM, XLV, 2005 JOSÉ MONTERO PADILLA

Benito Pérez Galdós, en su finca San Quintín, con José Montero Iglesias.

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por ejemplo, en Cánovas, el último de los Episodios Nacionales que publi-có: «Madrid-Santander, mayo-agosto 1912.»

Le gustaba contemplar desde su casa el paso de los barcos por la bahíaal entrar o salir del puerto. Y a menudo los saludaba con banderas que teníaen el jardín. Y era frecuente que las embarcaciones correspondiesen al salu-do del escritor haciendo sonar largamente sus sirenas.

Durante sus estancias en Santander, Galdós llevaba, como es lógico, unavida más tranquila y sosegada que en Madrid. Aunque, esto sí inevitable ygustosamente: recibía visitas, muchas visitas, de habitantes de la ciudad ytambién de personas residentes en la capital montañesa durante los mesesestivales, como algunos intérpretes de las compañías teatrales que actua-ban en la capital montañesa durante los meses del estío. Así, en «San Quin-tín» estuvieron reiteradamente María Guerrero y Fernando Díaz de Men-doza, Margarita Xirgu, Leopoldo Ruiz Tatay —un gran actor de aquel tiempohoy olvidado— 1.

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GALDÓS: ÚLTIMOS AÑOS EN MADRID AIEM, XLV, 2005

1 La finca «San Quintín» de Galdós en Santander no existe ya, lamentablemente, desdehace tiempo. Si se hubiese conservado podría ser hoy una de las más importantes Casas-Museo existentes en España y un poderoso foco cultural. Sobre algunas circunstancias desu desaparición me daba interesantes noticias Ignacio Aguilera entonces director de la Biblio-teca Menéndez Pelayo en una carta de fecha 6 de abril de 1975:

«Lo único que se conserva de la finca de D. Benito en la Avenida de la Reina Victo-ria es la tapia de la finca por la parte Sur, es decir, por la citada Avenida. En la tapia hayuna puerta y junto a ella, en azulejo azul y con caracteres blancos el nombre “San Quin-tín”. Entre mis recuerdos infantiles, se me quedó grabada la imagen de D. Benito, yaciego, asomado a esa tapia, “oyendo” el paso de los barcos. Mientras no le faltó la vista,arriaba en su jardín las banderas en una grímpola y era frecuente que las embarcacio-nes correspondiesen a ese saludo con sus sirenas.

Visité muchas veces, años más tarde, la casa. D. Benito mismo dibujó su traza, asícomo la de la librería de su despacho, en el que escribió una parte muy considerable desus libros. No recuerdo ahora cuántos, pero sé que bastantes, cosa explicable pues Gal-dós, no sólo venía aquí a pasar sus largos veraneos, sino que unos cuantos años los pasóenteros. “San Quintín” era para él su primera casa, y lo prueba que aquí tenía su libre-ría, todos los autógrafos de sus obras, cuidadosamente encuadernados y guardados enuna vitrina circular, porque circular era la pequeña salita en que los conservaba. Esapieza estaba junto a su despacho, en el que había, además de la mesa de trabajo y sille-ría, un armonium. La estantería era gótica —de un gótico jesuítico, entonces en moda—y en ella, también, es claro, en letra gótica, la letanía de la Virgen. En la librería habíamuchas fotografías dedicadas, sobre todo de grandes figuras de las letras europeas.

En el vestíbulo Norte y en la escalera de acceso a las plantas superiores los origina-les —en gran tamaño, es claro— de los ilustradores de la edición de lujo de los “Episo-dios Nacionales”. Su habitación, en la segunda planta, era humildísima: una cama dehierro, y en la cabecera el grabado de D. Bartolomé Maura del Cristo de Velázquez. Enun modesto armario —idéntico al que tiene D. Marcelino en su dormitorio de esta “Casa-Museo”—, y en el armario un sombrero hongo y un chaquet. Pregunté alguna vez al difun-to guarda de la finca por qué tenía allí esas prendas, y me explicó que las había traído deMadrid porque tuvo que ir a ver al rey al Palacio de la Magdalena. Había otra pieza enesa segunda planta en la que las paredes estaban tapizadas con fotografías dedicadas deactrices y actores caracterizados para interpretar papeles de obras de D. Benito. Cuan-do éste murió, trajeron de Madrid muchísimas coronas —de flores artificiales, que por

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Acudían también con frecuencia a saludar a don Benito y charlar conél algunos escritores y periodistas montañeses, o afincados entonces en LaMontaña, entre ellos, de manera asidua, el director del diario El Cantábri-co, José Estrañi, galdosiano fidelísimo; y también, a partir de 1912, unredactor de ese periódico y director a su vez de Revista Cántabra, José Mon-tero Iglesias. Comenzó entonces y allí una relación que se mantendría yasiempre, iniciada quizá al hilo de una entrevista que Montero hizo a Gal-dós en septiembre de 1912 y que se publicaría ese mismo mes en una revis-ta madrileña 2. El autor de la entrevista cuenta así su llegada a la residen-cia de Galdós en Santander:

«[…] llegamos a «San Quintín». La huerta estaba solitaria, sin las noblesfiguras que esperábamos ver pasar entre los árboles cargados de fruta quedoraba el sol de la tarde, un sol triste de crepúsculo otoñal. Tito, el perrozalamero de D. Benito, nos recibió con alegres corcovos y nos guió haciael interior, buscando al maestro de Marianela. Estaba D. Benito en su gabi-nete de trabajo, sentado, casi tendido en una butaca, de espaldas a un amplioventanal, por donde entraba en frescas oleadas la brisa del mar, aquellatarde plácidamente rumoroso. Los ojos del maestro se cubrían con unasnegras antiparras y la cabeza se tocaba con un sombrero de color gris. Solo,D. Benito parecía estar meditando, mientras se apuraba el último tercio deun cigarro, que despedía una leve espiral de humo blanco».

Nacería después la amistad entre el periodista, galdosiano fervoroso, y elautor de los Episodios Nacionales, una amistad matizada, lógicamente, porla mucha diferencia de edad entre ambos —casi cuarenta años— y por la dis-

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AIEM, XLV, 2005 JOSÉ MONTERO PADILLA

entonces se gastaban— que le acompañaron en su último viaje, con las que se llenó otrapieza.

Pues bien, todo esto —y mucho más que ahora mismo no recuerdo— lo vendía la hijadel novelista en una cifra que no recuerdo, pero sí, porque vi algunas tasaciones de peri-tos, era aproximadamente el valor que entonces tenía el terreno que ocupó la finca, conentrada por Reina Victoria y por el Paseo de Pérez Galdós. Sé que hubo una Comisiónpara la compra de la finca y su contenido. En esos años no vivía yo en Santander, peroel verano —creo que de 1933— esa Comisión me encargó que les preparase una audien-cia con el Ministro entonces de Instrucción Pública. Así lo hice, y nos señaló fecha de unmediodía en la Magdalena, donde funcionaba entonces la Universidad Internacional. Nosrecibió bajo unos pinos próximos al Campo de Polo. A la petición de los comisionadospara que el Ministerio cooperase a la compra de “San Quintín”, tuvo que contestar elMinistro —que había pedido información a su Departamento— que para aquel ejerciciono tenía disponibles para imprevistos más que 5.000 pts. ¡Y lo triste es que era verdad!La hija de D. Benito necesitaba el dinero. Estaba casada con un funcionario del Ayunta-miento de Madrid, que se apellidaba Verde. En fin, que pasaron los tres años siguientessin reunir lo necesario para la compra. Que vino la guerra civil, y, a su término, nadiequería, por lo visto, saber nada de Galdós, y llegó un momento en que María Galdós sellevó lo que allí había (¡casi nada!) y vendió la finca a un partcular, que demolió la casae hizo construir otra, que allí está para vergüenza nuestra.»

2 Apareció impresa en la revista Mundo Gráfico, Madrid, Año II, núm. 48, 25 septiembre1912. Puede verse reproducida en el apéndice I de este artículo.

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tancia entre un escritor excepcional y ya conocido universalmente, y un perio-dista de una provincia y que iniciaba por entonces su andadura literaria. Mástarde, surgiría el proyecto de que José Montero adaptase para la escena unode los Episodios Nacionales, el titulado Un voluntario realista. El proyecto sellevó a cabo inicialmente e incluso la obra se ensayó y estuvo a punto de estre-narse en el madrileño Teatro Español, por la compañía de Margarita Xirgu.Azares e imponderables, frecuentes en la vida teatral y de los que tan sólome han llegado vagas noticias, retrasaron primero e impidieron finalmenteque la adaptación se estrenase. Alguna información sobre ello encuentro encartas de José Montero Iglesias a Benito Pérez Galdós, cartas que se conser-van en el archivo de la casa-museo del escritor en Las Palmas de Gran Cana-ria y de las que poseo fotocopias amablemente facilitadas por doña RosaMaría Quintana Domínguez, directora de la referida casa-museo.

Así, en carta fechada a 24 de agosto de 1917, José Montero dice:

«Lo que tengo escrito está en verso. Lo hago así, porque me parece queel ambiente y sus personajes van muy bien con los renglones cortos y por-que, además, quiero incorporar una obra de V. al teatro en verso, moder-no. Le anuncio a V. que la obra se llamará El cruzado».

Y en otra carta, de 26 de marzo de 1918, escribe:

«Ayer tuve el gusto de recibir su amable carta y le agradezco a V. sin-ceramente el interés que me expresa por mi salud. Ésta no es del todo satis-factoria; pero ha mejorado un poco y pronto me permitirá ver a V., acasoa fines de esta semana. Cuando tenga el gusto de verle, le entregaré el ter-cero y cuarto actos de “Un voluntario realista”, que ya estoy acabando».

Unos meses después, en el de noviembre, la obra se estaba ensayandoya en el Teatro Español, a la vez que se preparaban los decorados y el ves-tuario, según se indica en otra carta, ésta con fecha del día 18 de ese mesde noviembre:

«[…] le pongo a V. cuatro letras, primero para saludarle y luego paradecirle que han empezado en el Español los ensayos de «Un voluntario rea-lista». Ahora mismo —son las siete de la tarde— acabo de regresar, des-pués de oír decir versos a Sor Teodora y a Salvador Monsalud. Como ve V.el asunto va de prisa».

Y en la misma carta también leemos:

«Ya están pintando el decorado y hemos hablado de los trajes. Los ensa-yos son a las tres y media de la tarde».

¿Qué ocurrió después, para que la adaptación a la escena de Un volun-tario realista no llegara a estrenarse?… Varios años después, en el de 1933,

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GALDÓS: ÚLTIMOS AÑOS EN MADRID AIEM, XLV, 2005

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curiosamente el escritor José Francés, en un artículo periodístico, se refe-rirá a la obra como estrenada 3.

En el año 1915, José Montero Iglesias había pasado de la redacción deldiario santanderino El Cantábrico a la de un importante grupo de revistasmadrileñas: Mundo Gráfico, Nuevo Mundo y La Esfera, ésta última magní-fica, recién aparecida y que en seguida obtendría éxito extraordinario y unaamplísima difusión. Ya en Madrid junto con su esposa e hijos, intensificóla relación con Galdós, relación que ahora podría ser más frecuente y cer-cana. Montero se unió entonces a un grupo de escritores jóvenes afines ensu fervor galdosiano, que admiraban al gran maestro de novelistas y le ren-dían homenaje de respetuosa amistad 4. Figuraban en este grupo los escri-tores Ramón Pérez de Ayala, Emiliano Ramírez Ángel, Fernando Barreda,José Francés, Marciano Zurita, Andrés González Blanco, el escultor Victo-rio Macho… Todos ellos, juntos unas veces, otras en solitario, visitaban asi-duamente a don Benito, con el deseo de que éste no percibiera demasiadoel aislamiento que el paso del tiempo, la decadencia física inexorable y lacasi total pérdida de la visión iban causando en él. Eran los años de la lla-mada Guerra Europea o Gran Guerra.

Y un día, seguramente a finales de 1917 o a comienzos de 1918, JoséMontero Iglesias le dijo a su hijo mayor, José Montero Alonso, un niñoentonces:

—Mañana, iremos a ver a don Benito.

Montero Alonso, con la extraordinaria memoria que conservó hasta elfinal de su existencia, guardaría fiel, minucioso recuerdo de aquella visitay me la contó detalladamente en varias ocasiones. A él, estudiante enton-ces de bachillerato en el Instituto madrileño del Cardenal Cisneros, el anun-cio le causó una emoción profunda, y aquella noche casi no pudo dormiral pensar que al día siguiente iba a ver a Galdós, una figura que se le apa-recía gigantesca, como un mito.

Recordaba con precisión que la visita fue a primera hora de la tarde, enla casa, un hotelito en la calle de Hilarión Eslava, que estaba a la entradade esta calle, a la izquierda según se va desde la de Alberto Aguilera, con elnúmero 7 en el edificio. (Desaparecido éste, ahora tan sólo una lápida reme-mora que el escritor vivió y murió en ese lugar). Subieron a la primera plan-ta. En una estancia grande y sobria estaba don Benito, sentado en un buta-cón. Una manta le cubría las piernas. Su cabeza se hallaba destocada. Sugesto era tranquilo, sereno. Casi había perdido la vista ya, mas aquella tarde

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AIEM, XLV, 2005 JOSÉ MONTERO PADILLA

3 J. FRANCÉS, «El biógrafo de Pereda», en Ahora, Madrid, 11 de febrero de 1933.4 Testimonio de admiración y afectuosa devoción a Galdós da José Montero Iglesias en

uno de los capítulos de su libro Pereda: Madrid, 1919, pp. 359-82 (véase el apéndice II de esteartículo).

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no llevaba puestas las gafas oscuras que usaba casi siempre. A ambos, padree hijo, los había conducido, hasta aquella especie de salón modesto, un ser-vidor, llamado Paco, que se mostraba pendiente del escritor en todo momen-to y que anunció a los visitantes:

—Don Benito —le dijo—… Son…

En ese momento Galdós sonrió. Montero Alonso recordaría siempreaquella sonrisa bondadosa, y cómo alzó la cabeza dirigiéndola hacia quie-nes llegaban, y cuáles fueron sus primeras palabras… Habló despacio, conuna voz que parecía cansada y era a la vez afectuosa, íntima:

—¿Qué tal?… Yo aquí, ya ven, prisionero…

Preguntó por algunos amigos. Montero Iglesias le informaba sobre ellos.Se interesó por otros temas. Y prosiguió la conversación, aunque don Beni-to hablaba poco. Comentó algo sobre una obra teatral que preparaba: SantaJuana de Castilla. (Se estrenaría, en el teatro madrileño de la Princesa, lanoche del 8 de mayo de 1918).

—¡Esa noche —dijo entonces Montero— mi hijo y yo le aplaudiremos austed más que nadie!…

La actitud y el gesto de Galdós habían sido hasta ese momento sosega-dos, casi inmóviles, tal como podemos contemplarlo en la estatua hechapor el escultor Victorio Macho y que se encuentra en el parque madrileñodel Retiro. Pero, en ese instante, de pronto, su voz sonó trémula y su manobuscó la de Montero y se la estrechó fuertemente:

—¡Qué buenos son ustedes conmigo! —exclamó.

En efecto, al estreno de Santa Juana de Castilla asistieron mi abuelo ymi padre, éste con catorce años cumplidos pocos días antes.

De cuando en cuando entraba en la estancia una joven —muy bonita,aseguraba mi padre—, vestida de oscuro. Era una hija del torero Macha-quito y ahijada del novelista. También el servidor, Paco, asomaba con fre-cuencia por si quería algo don Benito. Éste interrogó, refiriéndose a mipadre:

—¿Y qué hace este muchacho? ¿Estudia? ¿Qué va a ser?

El joven Montero no decía palabra. Le resultaba imposible. Y su padreiba contestando por él. Galdós escuchaba y asentía con la cabeza.

Llegó el momento de la despedida. Montero Alonso recordaría siemprelas últimas palabras que al final de la visita le dirigió don Benito:

—… Y tú, chaval, tenme por amigo tuyo. Y sé bueno siempre…

Abandonaron la casa y salieron a la calle. Era una tarde invernal, muygris y de aire fino y frío. Padre e hijo echaron a andar y durante un rato no

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se dijeron nada. O acaso se lo estaban diciendo sin palabras. Iban a la cer-cana calle de Alberto Aguilera, en busca de un tranvía. Y mientras lo aguar-daban, el padre preguntó a su hijo:

—¿Y qué te ha parecido don Benito?

Montero Alonso, en sus últimos años, comentaba a veces:

—Creo que soy ya el único español vivo que puede decir que conociópersonalmente a Galdós…

En ocasiones, una imagen, una manifestación visual certera, puedenresumir, en expresiva síntesis, actitudes, caracteres, sentimientos, afectos…Así ocurre, con frecuencia, en determinados retratos fotográficos. Comolos hechos por Alfonso Sánchez Portela, llamado comúnmente Alfonsito enlos años iniciales de su actividad como fotógrafo, uno de los grandes fotó-grafos españoles, singularmente en el género del retrato, y, tiempo adelan-te, nombrado y conocido como Alfonso, sin necesidad de mayores preci-siones (al igual que su padre, Alfonso Sánchez García, gran fotógrafotambién). Quien quiera conocer la imagen gráfica de los españoles de granparte del siglo XX, deberá asomarse a los retratos realizados por él. Entrelos que figuran varios de Benito Pérez Galdós. En uno de ellos, muy cono-cido, se esboza ya, gráficamente, la descripción que efectúa el poeta TomásMorales en su poema La ofrenda emocionada, dedicado al insigne novelis-ta canario:

«Este luchador insigne de la apostólica traza:ayer el árbol más recio de cuantos nutrió la Razay hoy en su sillón hundido, tímido, infinito y pobre;vedle arribar a las lindes de la vejez macilenta:símbolo fiel de esta España en donde todo se cuenta—Honor, Belleza y Dineros— todo, en monedas de cobre…

Él, que llevaba en su mente incalculables tesoros;que vistió miles de ensueños con el valor de sus orosy vertió en obras eternas su gran liberalidad…Todos pasar le hemos visto por el urbano espectáculo,la gruesa bufanda al cuello y el recio bastón por báculo,encorvado bajo el noble peso de su ancianidad.[…]» 5.

En uno de los retratos de Galdós hechos por el fotógrafo Alfonso, el escri-tor aparece sentado, tocado con gorra de visera, con abrigo y larga bufan-da, y calza botas de caña; sus ojos, casi cerrados, parecen mirar sin ver gua-recidos bajo los cristales de las gafas; su mano izquierda alzada sostiene

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5 TOMÁS MORALES, Las rosas de Hércules, Prólogo de Andrés Sánchez Robayna, Santa Cruzde Tenerife: Editorial Interinsular Canaria, 1984, pp. 185-187.

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un cigarro, y la derecha, grande y todavía fuerte —o así lo semeja— se apoyacon ademán amigo en el cuello de un perro que está a su lado. Y en estasdos figuras —la de Galdós, la del perro que le acompaña—, en los gestosde ambos, en su actitud, parece condensarse el sentimiento afectivo quedon Benito tuvo siempre a los animales, y singularmente a los perros, quecon tan desdichada frecuencia constituyen metáforas e imágenes de aban-dono y desamparo. Y entonces la memoria evoca fácilmente las palabrasque Galdós puso en boca de un personaje suyo, Ángel Guerra:

«De mi dominismo quimérico como las ilusiones y los entusiasmos deuna criatura, queda una cosa que vale más que la vida misma: el amor…,el amor, si iniciado como sentimiento exclusivo y personal, extendido luegoa toda la Humanidad, a todo ser menesteroso y sin amparo» 6.

Sensibilidad, pues, espíritu amoroso que nos ayuda a comprender mejorel mundo espiritual galdosiano y que enlaza con textos de otros escritoresmás cercanos a nosotros en el tiempo. Así Miguel de Unamuno, uno de losgrandes poetas maestros del siglo XX español, poeta de lo cotidiano, anti-cipa el descubrimiento de que la poesía puede estar en todo y existir entodo, y escribe versos insólitos para su fecha de composición, como los dela Elegía en la muerte de un perro [1905-1906], o los dedicados Al perro«Remo». Así también los versos de otros autores, como José del Río Sáinz,con su soneto El perro de a bordo; y Alfonso Vidal y Planas, con su poemaEl perro ciego de «la Perdida»; y Rafael Morales, con su Gato negro en elpaseo de las Delicias; y Luis Felipe Vivanco, con La mirada del perro; y SauloTorón, con su Elegía pueril, y tantos y tantos textos más en los que la Lite-ratura es también y a la par Sensibilidad, Educación, Ética.

En el año 1913 Benito Pérez Galdós estaba ya casi ciego. Al año siguien-te, El Caballero Audaz se interesa en una entrevista por el estado de la vistadel escritor:

«[…] al llegar a la calle del Príncipe, don Benito cambia las gafas ahu-madas por las claras.

—Y de la vista ¿cómo sigue usted?…—Lo mismo —me contesta entristecido—. Perdí por completo la luz del

ojo derecho, y con el izquierdo veo algo, pero muy confuso.—Y claro, ¿no podrá usted escribir?…—Desgraciadamente, no; tengo que dictar.—Le costará a usted mucho trabajo.—Al principio, sí; acostumbrado como estaba a fijar el pensamiento por

mi misma mano, de prisa y directamente, en la cuartilla, a leerlo y releer-lo después, a que entre la creación y yo no mediara nadie, hasta al hábito

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6 B. PÉREZ GALDÓS, Ángel Guerra, edición de Obras completas, Novelas. Miscelánea, Madrid:Aguilar, 1971, p. 341.

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mismo de sentarme y coger la pluma me pareció que no podía continuarescribiendo; después, poco a poco, poniendo a contribución de la necesi-dad una gran fuerza de voluntad, he conseguido habituarme, y hoy lo hagosin el menor esfuerzo» 7.

En 1913 Galdós había estrenado Celia en los infiernos; y en 1915 apare-ce su última novela: La razón de la sinrazón; y todavía estrenará varias obrasteatrales más: Alceste, en 1914; Sor Simona, en 1915; El tacaño Salomón yMarianela, esta última en adaptación realizada por los hermanos ÁlvarezQuintero de la novela galdosiana del mismo título, en el año 1916; y SantaJuana de Castilla, su último estreno, en 1918.

Un éxito relevante obtuvo Marianela en su adaptación teatral, al igualque antes lo había supuesto como novela, una de las más populares de suautor. En esta obra, tanto en su versión para la escena como en la narra-ción, la ceguera es un una protagonista más, incorpórea pero cierta, de unahistoria sentimental. La versión escénica se estrenó en el Teatro llamadoentonces de la Princesa, María Guerrero después y hasta los días actuales.El 15 de septiembre de 1916 se efectuó un ensayo de la obra especialmen-te dedicado al autor. A un lado del escenario se colocó un sillón para donBenito, ya ciego entonces. Y se dispuso que el ensayo se hiciera sin pausas,como si se tratara ya de una representación. Un escritor y cronista teatralde aquel tiempo, Alejandro Pérez Lugín, evocará más tarde cómo transcu-rrió el ensayo:

«Apenas comenzaron a hablar los personajes cuando se arrasaron enlágrimas los ojos de don Benito; salió Marianela, y el abuelo rompió ensollozos. No pudo contestar a las breves y cariñosas interrogaciones de losQuinteros; tendiéndoles sus manos temblorosas, guardó en ellas las de estosbuenos hijos suyos, y las retuvo durante todo el acto… En las escenas cul-minantes, o acaso en aquellos momentos que despertaban un recuerdoremoto de los lejanos años en que vertió su corazón en Marianela, suspi-raba hondo, temblaba. En muchos ojos había también lágrimas» 8.

El estreno, efectuado el 18 de octubre de 1916, constituyó un éxito muygrande. Al día siguiente, un cronista del periódico El Liberal, dirá en sureseña:

«Y cuando, por fin, acabada la tragedia de aquel pobre corazón a quienel amor dio la muerte, y el público atronaba con vivas y aplausos a acto-res, a adaptadores y al viejecito admirado, éste, apoyado en Marianela,

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7 Entrevista incluida en el libro Lo que sé por mí. Confesiones del siglo, Madrid: ImprentaRenacimiento, 1915, p. 11, de donde reproduzco la cita. La misma entrevista, ampliada conotros textos, figura en el libro Galería, Madrid: Ediciones Caballero Audaz, 1943, pp. 9-22.

8 A. PÉREZ LUGÍN, «Estreno de Marianela», en El Heraldo, Madrid, 19 de octubre de 1916.

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quedó en el centro del escenario, mientras la niña descalza le echaba losbrazos al cuello y la voz, que antes humedecieron las lágrimas, decía conacento de júbilo: “—¡Qué alegría más grande, don Benito, qué alegría másgrande!”».

Uno de los varios monumentos dedicados a Galdós se encuentra en elmadrileño parque de El Retiro. Para su realización se abrió, en 1918, unasuscripción de carácter popular, y la obra se encomendó a un entonces muyjoven y ya destacado escultor, Victorio Macho, galdosiano fervoroso. Ésterepresentó al autor de los Episodios Nacionales sentado y con las piernastapadas con una manta, tal como era frecuente ver al escritor en sus últi-mos años. El artista tenía entonces su estudio en la plaza de las Vistillas,ahora de Gabriel Miró. El escritor y crítico Enrique Díez-Canedo visitó enuna ocasión ese estudio y pudo ver allí, ya terminada, la estatua de Galdós,y la describió así:

«En el silencio del estudio, la estatua nos da otra lección de majestad;tranquila, homérica de expresión la cabeza augusta; inmóviles, unidas lasmanos, que ya hicieron su tarea. Un paño cubre las piernas; el traje de hoy,disimulando sus hechuras efímeras detrás de las líneas esenciales, vistepara la eternidad la escultura» 9.

El monumento se inauguró el día 20 de enero de 1919, en acto que contócon la presencia del propio Galdós, que quiso estar junto a su estatua parapoder tocarla con sus manos, como si éstas pudiesen ver… Numerosas figu-ras de las letras españolas, y amigos y admiradores, estuvieron en el acto,que supuso un homenaje tan fervoroso como entrañable, y con momentosde intensa emoción y un temblor de despedida en las palabras que se dije-ron en ocasión tan singular.

Al año siguiente, el día 4 de enero, fallecía Galdós, en su casa de la callede Hilarión Eslava, número 7, en Madrid, la ciudad que fue escenario degran parte de su existencia y de tantas obras suyas, y ante el que había excla-mado: «¡Oh Madrid! ¡Oh Corte! ¡Oh confusión y regocijo de las Españas!»El día 5 fue enterrado en el cementerio madrileño de la Almudena. El día 8Enrique Díez-Canedo decía en una hermosa crónica:

«La muchedumbre, en desorden agravado por la ineptitud edilicia, animólas calles por donde pasaba el cortejo. Caía la tarde cuando éste se disper-só. Muy escasos coches, bastantes grupos a pie, continuaron por el arduocamino del cementerio, en la hora inquieta y desapacible. Cuando el cadá-ver fue bajado a la fosa, cerraba la noche y empezaba a iluminarse Madrid,a lo lejos. La vuelta a las calles, a las conversaciones, a los hogares, soli-

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9 E. DÍEZ-CANEDO, «La estatua», en Conversaciones literarias (1915-1920), Madrid: Edito-rial América, s. f. [1921], p. 100.

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viantados por la expectación infantil de los Reyes Magos, traía de nuevo ala mente el recuerdo de Galdós; pero ya no era el Galdós combatiente, apa-sionado, profeta de “un mundo que nace”, sino ese otro Galdós tan nues-tro, tan íntimo, que supo dar estado de arte a toda la humilde vida coti-diana y poner en sus libros tanto amor a estas cosas eternas: el trabajo delhombre, la gracia de la mujer, la risa del niño» 10.

Había finalizado una vida intensa, rica de sentimientos y pasiones, cru-zada de amores y amoríos, laboriosa, comprometida con las circunstan-cias españolas contemporáneas. Permanecía —permanecerá siempre— unacreación literaria extensísima y que constituye una de las cimas de la Lite-ratura universal. Y, sobrenadándolo todo quizá, quedaba —queda— el ejem-plo y la lección de una esperanzada pasión española, superadora de pesi-mismos y derrotas, tal como Galdós había expresado ya en unas palabrassuyas de 1900, dichas con ocasión de un homenaje que en esa fecha le tri-butaron sus paisanos canarios residentes en la capital de España:

«Ensanchemos acá y allá nuestros corazones, tengamos fe en nuestrosdestinos… Contra este pesimismo, que viene a ser, si en ello nos fijamos,una forma de la pereza, debemos protestar… No seamos jactanciosos, perotampoco agoreros, siniestros y fatídicos… Hace falta tener confianza… Deeste modo contribuiremos a formar lo que hace tanta falta: la fe nacional…sin esa gran virtud, no hay salvación posible para las naciones» 11.

APÉNDICE I

GALDÓS EN «SAN QUINTÍN»

La buena pipa.—Historia trágica.—Trofeos de arte.—El teatro Español.—Obras clásicas y dramas nuevos.—De Calderón a Villaespesa.—

Los autores noveles.—«Cánovas» y «Sagasta».—El término de los Episodios.—La máquina alevosa.—¡Qué llueve!

Un amigo de versos y de ilusiones de juventud se había obligado a presentarmea Pérez Galdós. Yo tenía el honroso encargo de visitar al maestro de los Episodios,en nombre de Mundo Gráfico, y mi amigo, que lo es respetuoso y sincero de D. Beni-

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10 E. DÍEZ-CANEDO, «España y Galdós», en Conversaciones literarias (1915-1920), ed. cit.,pp. 276-277.

11 Palabras leídas el 9 de diciembre de 1900. Las reproduzco de CARMEN BRAVO-VILLASAN-TE, Galdós visto por sí mismo, Madrid: Novelas y Cuentos, 1970, pp. 226-228.

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to, se ofreció a acompañarme. Camino de la Magdalena, donde goza de las brisasdel verano Pérez Galdós, mi acompañante picó mi curiosidad con una historia, lahistoria gloriosa de una pipa que ha venido a la boca de un poeta, desde los labiosde un almirante, pasando por otros que la soltaron cansados de gustar en su oque-dad histórica el humo amargo del tabaco inglés.

Dijo mi amigo, que es el poeta de la cachimba:

—¿Tú no conoces a D. Policarpo? D. Policarpo es un viejo simpático, amigo deGaldós. Juntos andarán ahora por el jardín de «San Quintín», viendo dorarse lasperas y abrirse los repollos, de un verde lujuriante. ¿Quieres saber la historia de lapipa?

—¿De la buena pipa?—De la pipa buena, olorosa y gentil que yo glorifico en mis labios de artista,

con el orgullo que merece un regalo de D. Policarpo. Es una pipa aventurera, querecorrió mares ignotos y horizontes lejanos, tallada en la madera de un tronco secu-lar arrancado a una selva de la vieja Bretaña, aquella selva, quizás, en que vivióencantado el brujo Merlín. D. Policarpo te regalará los oídos con la historia de lapipa… es una historia trágica… Te presentaré al viejo amigo de Galdós… Fue enlos mares remotos… Un lobo marino «pescó» un barril que flotaba sobre las olascomo resto de un naufragio… Bebieron del barril… Era un ron exquisito, que bri-llaba en las copas como sangriento color de púrpura y encendía en los cerebrosideas magníficas… Aquel ron pudo inspirar a Edgar Poe una historia maravillo-sa… Acabado el ron, viose que el barril encerraba el cadáver de un almirante inglés…Era rubio, de luengas patillas y brillante uniforme… Un Nelson malogrado… Enel bolsillo guardaba la pipa, esta pipa olorosa, digna de un prócer, de un sultán…D. Policarpo lo sabe… Ya oirás al viejo amigo de Galdós… Andarán juntos por losblancos caminitos de la huerta frondosa.

Así llegamos a «San Quintín». La huerta estaba solitaria, sin las nobles figurasque esperábamos ver pasar entre los árboles cargados de fruta que doraba el solde la tarde, un sol triste de crepúsculo otoñal. Tito, el perro zalamero de D. Beni-to, nos recibió con alegres corcovos y nos guió hacia el interior, buscando al maes-tro de Marianela. Estaba D. Benito en su gabinete de trabajo, sentado, casi tendi-do en una butaca, de espaldas a un amplio ventanal, por donde entraba en frescasoleadas la brisa del mar, aquella tarde plácidamente rumoroso. Los ojos del maes-tro se cubrían con unas negras antiparras y la cabeza se tocaba con un sombrerode color gris. Solo D. Benito, parecía estar meditando, mientras apuraba el últimotercio de un cigarro, que despedía una leve espiral de humo blanco.

Dispensóme Galdós una acogida afable y cariñosa.—¡Ah! ¿El Mundo Gráfico? —preguntó mientras cambiaba las negras antipa-

rras por unas gafas claras.—Véalo usted. Ahí estará, sobre esa mesa, entre esos papeles.Allí estaba un ejemplar de Mundo Gráfico, destacando los vistosos colores de

su cubierta, entre un montón de cartas y periódicos.—Hemos venido recordando la pipa que me regaló D. Policarpo —dijo mi amigo.—¡D. Policarpo! —contestó D. Benito. —Hoy no ha venido todavía.—Cuenta muy gentilmente la historia de la pipa.—¡La contará! ¡La oirán ustedes!

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Oí ruido de pasos en el jardín.Me dispuse a escuchar la historia con resignación.Era otro amigo de D. Benito. Entró en la estancia, sentándose frente al maes-

tro, y habló de Madrid, de periódicos, de balnearios. Mi amigo y yo recorrimos ellujoso despacho, lleno de trofeos, de cuadros y retratos, de objetos de arte, de tapi-ces, de libros y esculturas, todo ello en revuelta confusión de museo, que parecepresidir un galeón en miniatura, balanceándose por el soplo de la brisa que llegadel huerto casero. Allí Pereda, con su tipo hidalgo de caballero velazqueño; Tols-toy, envuelto en su luenga blusa, con sus barbas bíblicas; Sagasta, con la zumbade su sonrisa apenas dibujada en la boca entreabierta; Menéndez Pelayo, con sumirada soberana de águila caudal; María Guerrero, luciendo el desnudo cuello,espiritual y escultórica; Guimerá, con sus bigotes hirsutos; Echegaray, con la peri-lla puntiaguda; Cánovas, Zola, Díaz de Mendoza, Novelli, Thuillier, nombres ilus-tres, muertos gloriosos, todo un mundo de luchas, de ideas, de elocuencia, de arte…En un rincón, ediciones francesas de Walter Scott y de Hugo; luego los dibujos deMélida para las ilustraciones de los Episodios; más allá las coronas que recuerdannoches de triunfo, la apoteosis de Galdós. ¡Ah! Y una acuarela de Maura, con ladedicatoria a D. Benito, su colega en pintura, que en algo habían de parecerse losdos, según declara el mismo D. Antonio.

Mirábamos la acuarela del jefe conservador, cuando habló D. Benito:

—No; D. Policarpo no ha venido todavía.

Otra vez hubo ruido de pasos en el jardín y yo pensé en la pipa del almirante,el Nelson de las rubias patillas. Otro amigo de Galdós entró en el despacho, sen-tándose junto al maestro. Y vuelta a hablar de Madrid, de periódicos, de balnea-rios… D. Benito cortó la charla, invitándonos a salir al jardín, donde Tito ensaya-ba unos saltos acrobáticos. Sentados junto a la tapia, ante un inmenso panoramade montes y de mar, pasó un rato en silencio, agotado el tema. Solos después D.Benito y yo, quise saber de sus proyectos, de cosas de teatro, de su futura labor lite-raria. Mostróse el maestro reacio, discretamente reservado, y al fin, hablando,hablando de dramas, de periódicos y de libros, exclamó afablemente:

—¿Qué decir? Todo lo he dicho, lo he contado todo. Por cierto que no han repro-ducido alguna cosa con la debida exactitud.

Sonriendo, con tono cariñoso, hizo después una advertencia:—¡Hay que tener cuidado, amigo!Luego añadió:—Pues verá usted… Se abrirá el Teatro Español… ponga usted en Octubre, por-

que la fecha exacta depende de la llegada de Francisco Fuentes. Le estoy esperan-do… Ya le he escrito… Se abrirá con una obra de Calderón o de Lope, con El anzue-lo de Fenisa, A secreto agravio, secreta venganza… Ponga usted una obra clásica.Todo lo decidiré con Fuentes. Después estrenarán Benavente, los hermanos Quin-tero, Guimerá, Villaespesa…

—¿Villaespesa?—Sí; El Rey Galaor. De los demás títulos recuerdo ahora La Reina joven, de Gui-

merá, traducida del catalán al castellano. Y de los autores noveles, el coronel Elola,Goy de Silva, Enrique de la Vega. La obra del coronel se llama El salvaje… Lasotras… no, no recuerdo.

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En este punto me acordé de un poeta muy celebrado, cuyas estrofas, robustas ybrillantes, sonarían como un himno en la sala del Teatro Español. Yo esperaba queD. Benito pronunciase su nombre. Mas nada dijo y yo quise respetar su silencio.

—¿Y el teatro poético, D. Benito?—No sé, no sé… María Guerrero le da calor con su arte, con su talento y con su

entusiasmo; pero pasará, pasará, porque… no sé, no sé…—¿Y la juventud literaria?—Muy numerosa, sí; estudia, trabaja, quizá un poco desorientada. Yo no sé…

no quiero… no me gusta decir…No quise molestar al autor de Ángel Guerra con preguntas que pudieran serle

enojosas y seguí hablando de su labor, acabada en estos días con el nuevo episo-dio Cánovas.

—¿Cuándo sale, D. Benito?—Pronto, muy pronto, en este mes.—¿Y luego?—Luego Sagasta, que acabará en el nacimiento del rey Alfonso XIII.—¿Y después?—No sé. Veo muchas cosas a un tiempo vivas, palpitantes… Hay que caminar

despacio, con tino.—Pero no renuncia usted a seguir los Episodios hasta nuestros días…—No renuncio, no. Tampoco me comprometo. Lo pensaré, lo estudiaré… Vale

la pena… Allá veremos.—¿Y ahora?—Quiero hacer un viaje a Madrid muy pronto, muy pronto. Luego volveré a

Santander y aquí estaré hasta que vaya nuevamente a Madrid, donde pasaré losmeses del invierno.

—Ahora un retrato, D. Benito.—¿Otro?—Mire usted.—Ya veo ya. La máquina alevosa…—Es para Mundo Gráfico.—Hombre, recuerdo un retrato que me hizo Campúa cierta vez, en este mismo

sitio. Vamos allá.—¿A dónde, D. Benito?—Aquí mismo.—Ya está —dijo el fotógrafo—. Un momento y tiramos otra.—¿Otra? ¿No ha venido D. Policarpo? —preguntó D. Benito.—No ha venido, no.—Bueno, usted aquí, conmigo. Así…El autor de Trafalgar me señaló la fronda que sombrea la finca por el Oeste.—Vea usted qué fondo más pintoresco, más hermoso. Aquel pino, aquella man-

cha de verdura…Nos despedimos y comenzamos a cruzar el huerto buscando la puerta de salida.Por los altos del Promontorio caminaba, con dirección a «San Quintín», un

señor de aspecto bondadoso y simpático, que salvaba a saltitos los obstáculos dela vía. Frente a él íbamos nosotros, entonando mi amigo el elogio mitad heroico,

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mitad sentimental, de la pipa británica y escuchándole yo, asombrado de su altí-sima inspiración.

—¡D. Policarpo! Ahora conocerás la historia de la pipa —gritó triunfal mi amigoel poeta.

Le así de un brazo, giramos en redondo, rápidamente, y dimos cara al mar, queantes quedaba a nuestra espalda.

—¡Corre, que llueve! —grité yo—. Verás el Sardinero, verás el mar, hermano deaquel otro que tuvo sobre sus lomos el barril de de ron exquisito donde estuvo ensus glorias el almirante inglés.

—¡Ah, Nelson malogrado, el de la pipa aventurera!Y corrimos buscando el mar.

JOSÉ MONTERO

Santander, septiembre 1912.

(Mundo Gráfico, Madrid, núm. 48, 25 de septiembre de 1912).

APÉNDICE II

PEREDA Y GALDÓS

Todo el mundo sabe en España que el insigne autor de El Abuelo tiene una her-mosa finca en Santander. Se llama San Quintín, recordando una de las más famo-sas comedias de su dueño; tiene la entrada, al norte, por un hermoso paseo orilla-do de frondosos árboles y bautizado con el nombre del glorioso maestro, y se asomapor el sur a la nueva avenida de la Reina Victoria, dominando un espléndido pano-rama de montes y de mar.

De aquella casa, hizo Pérez Galdós, hace muchos años, su retiro veraniego. Allíse han escrito famosos libros, que llevan en la última página el nombre de San-tander y la fecha en que fueron acabados. En aquel taller del arte fue pensada latriste historia de Marianela, con la que su glorioso autor quiso rendir un tributo desu cariño a la Montaña. Allí, sobre las blancas tapias del oloroso huerto, los san-tanderinos han visto miles de veces al excelso padre de Fortunata y Jacinta, cuan-do a la caída del sol, descansaba de una tarea de muchas horas, paseando los ojosperspicaces por las grises alturas que limitan el horizonte al otro lado de la exten-sa bahía y oreando las sienes abrasadas con el fresco vientecillo de la tarde. Allítambién halló el maestro apacible refugio, cuando muchos desengaños pudieronenfriarle el alma, y hasta allí le siguieron la devoción y la lealtad de unos pocos,entre los cuales hay que nombrar el primero al viejo poeta Estrañi, que siempre hasido para Galdós hermano más que amigo. Y allí buscó la blanda caricia del cielovelado por las nieblas, cuando a sus ojos, fatigados y enfermos de tanto escribir,les hería y dañaba la luz como la punta de una espada… ¡Cuando sus ojos, que tan

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hermosas perspectivas descubrieron en el mundo del Arte, iban hundiéndose ycegándose, como los de Milton y los de Homero!

Lo que no saben todos, aunque Pérez Galdós lo tiene escrito, es que visitó laMontaña y afincó en Santander, impresionado y atraído por la emoción que le pro-dujeron las descripciones y pinturas de Pereda. Fue aquella tan profunda y tan viva,que le descubrieron la belleza de regiones tan ideales como vistas en sueños. Leíael maestro uno de los primeros volúmenes del novelista montañés y sus páginas leinspiraron la idea de hacer un viaje a la Montaña. Cerró el libro; lo volvió al estan-te, junto a un hermano suyo, y mandó preparar la maleta. A los Tipos y paisajes sedebe el milagro.

Era allá por los años de 1871. Cautivado el maestro de La Fontana de Oro porla grandeza artística de La leva y de Al amor de los tizones, buscó al maestro mon-tañés en su tierra santanderina, estimó su amistad y estrechó su mano. Desde enton-ces fueron amigos, pasearon juntos, se escribieron, hablaron de arte y de políticay se enfrascaron muchas veces en polémicas y disputas en las que la amistad jamássufrió quebranto.

Antes de conocerle, Galdós había oído decir que Pereda era «ardiente parti-dario del absolutismo»; pero no lo creía. Le dijeron también que el pintor de loscuadros montañeses había formado en la minoría carlista del Congreso; pero lecostaba creerlo. No le cabía en la cabeza. Después, tratándole, se cercioró de la«funesta verdad». El hombre a quien tanto admiraba, se encargó de confirmár-selo, echando pestes contra todo lo que a él le era simpático. Entre la concienciade los dos se abría un abismo, tan ancho y tan hondo como el que separaba a lafamilia de los Peñarrubia, de Perojales, y a los Rubárcenas, de Valdecines. Era lalucha de la luz y la sombra, de la fe y la duda o mejor de la credulidad y la nega-ción. Hablaban y discutían, reñían y se encrespaban; cedía uno terreno y lo gana-ba el otro; éste lo perdía ahora para recobrarlo después… Y al cabo, de aquellasvivas discusiones que empezaban siendo literarias o políticas y acababan con pun-tas metafísicas o ribetes filosóficos, salían siempre la amistad pura y el cariño sinmancha. ¡Qué elocuente lección para los extremosos radicales de hogaño, rojos onegros! Ni a unos ni a otros les entrará en la cabeza, aunque haya quien preten-da metérsela a golpes de mazo.

Si Galdós publicaba una novela cuya tesis no se avenía con las creencias dePereda, y esto ocurría casi siempre, el escritor montañés se descolgaba conuna larga epístola, criticando el libro desde su punto de vista y zarandeando delo lindo las doctrinas que no se hermanaban con las suyas. En poder del autorde La Estafeta romántica hay muchas cartas peredianas que formarían el máscurioso epistolario. El glorioso maestro las guarda como láminas de oro y noquiere darlas a la luz: prefiere que conserven su perfume de fraternidad en el pro-fundo cajón de la mesa donde yacen, comenzando a amarillear por la acción deltiempo.

Cuando salió Gloria, levantando una escandalosa polvareda, le pareció a Pere-da que aquellas páginas eran una grave perturbación para las conciencias. Tomóla pluma y escribió a su autor una carta desmenuzando el caso de la familia delos Lantigua y de Daniel Mortón. Luego escribió De tal palo, tal astilla, para opo-ner una teoría a otra teoría y colocar una novela frente a la otra. Y de todo aquel

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batallar, la amistad de los dos salió entonces, como siempre, antes y después,firme, recia, inconmovible, como una roca poderosa de los embates de la bo-rrasca.

Andando el tiempo, se publicó El sabor de la tierruca, y algunos demagogosexcitados y no pocos neos recalcitrantes se asustaron viendo a Pérez Galdós pro-logando el libro. ¡Y para mayor escarnio, poniendo a su autor en los mismos cuer-nos de la luna! A los pobres borregos de la demagogia y a los mansos corderos dela otra banda, les parecían tales elogios una apostasía de quien los daba y unaabdicación de quien los recibía. Ni al uno ni al otro les cogió de susto el escán-dalo. Se sonrieron un poco amargamente, porque conocían el paño. Ya Galdóspreveía la ocurrencia, y por eso en el mismo prólogo le decía al impaciente lec-tor: «Veo que te haces cruces, ¡qué simpleza! pasmado de que al buen montañésle haya caído tal panegirista, existiendo entre el santo y el predicador tan grandedisconformidad de ideas en cierto orden. Pero me apresuro a manifestarte que asítiene esto más lances, que es mucho más sabroso y, si se quiere, más autorizado.Véase por dónde lo que se desata en la tierra de las creencias, es atado en los cie-los puros del Arte. Esto no lo comprenderán quizás muchos que arden, con stri-dor dentum, en el Infierno de la tontería, de donde no los sacará nadie. Tal vez lolleven a mal muchos condenados de uno y otro bando, los unos encaperuzados ala usanza monástica, otros a la moda filosófica. Yo digo que ruja la necedad, y queen este piadoso escrito no se trata de hacer metafísicas sobre la gran disputa deJesús y Barrabás. Quédese esto en lo más hondo del tintero, y a quien Dios se ladio, Cervantes se la bendiga.»

Ya se ve que a pesar de las ideas absolutistas y del acta representativa de don Car-los, tan apartadas del credo liberal y de la diputación por la República, Pereda yGaldós fueron amigos entrañables. El castellano de Polanco quiso al autor de Glo-ria con sus ideas y a pesar de ellas; el solitario de San Quintín quiso al autor deDon Gonzalo por la firmeza y el tesón que ponía en la defensa de sus doctrinas yllegó a creer «que se desfiguraría su personalidad vigorosa si perdiera la acentua-da consecuencia y aquel tono admirablemente sombrío». No se lo imaginaba másque sectario del absolutismo y deseoso de que Felipe II resucitara para volver ahacer sus gracias en el gobierno de España, aunque bien sabía que el intransigen-te montañés era por la sencillez de sus costumbres y por la llaneza y la amenidadde su trato, «que podría derechamente llamarse democrático, el hombre más pací-fico del orbe». Así lo escribió. «A veces imagino que, por trazas del demonio, laHumanidad pierde el sentido, que el tiempo se desmiente a sí mismo y nos halla-mos de la noche a la mañana en plena situación absolutista. Llevando adelante lahipótesis, imagino que al autócrata se le ocurre una cosa muy natural, y es elegirpara primer gobernante al hombre de más ingenio de su partido. Tenemos a Pere-da de ministro universal. Pues ya podemos hacer lo que se nos antoje, porque deseguro no nos ha de chamuscar ni el pelo de la ropa, y viviremos en la más dulcede las anarquías.»

De cómo Pereda correspondía a este cariño fraternal, hay también prueba escri-ta. Cuando se estrenó La loca de la casa, se organizó en Santander un banquete enobsequio de Pérez Galdós. El hidalgo de Polanco llevó la voz cantante en la fiestay ofreció el agasajo en una historieta ingeniosísima que fue incluida en el último

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tomo de sus obras completas con el título Va de cuento. ¿La recordáis, lectores?«Érase un lugarejo… de reducidos términos y hacienda escasa, pero rico en galasy ornamentos de la naturaleza» …, y «érase al mismo tiempo un señorón de la corte,que había dado en la gracia de visitar a menudo aquel lugar, tentado de la codiciade sus bellezas naturales…». El cortesano compra un terreno «en las praderas máselevadas de la costa», donde sacuden de firme los vendavales, y labra una casa enél… Vuelto el señorón a Madrid, hace allí una de las suyas, «pero de las más sona-das», y los humildes vecinos del lugarejo acuerdan solemnemente, en «una conce-jada que tuvo que ver», acudir en su día a casa del sujeto para «rendirle homena-je». Llegado el día, cuando volvió el cortesano al lugar, «invadióle la casa elvecindario, con los trapitos de cristianar encima y el modesto agasajo bien escon-dido»; y un «arrumbado fiel de fechos» habló en representación de todos los pre-sentes, con muchos tropiezos y no pocas caídas, y dijo lo que bien supo y pudo enhonor de «la Su Mercé».

De este cuento sacó Pereda una moraleja que fue sentida ofrenda de su amis-tad y su admiración hacia el insigne autor de Marianela. «Tú, comensal perínclito—le dijo—, admirado compañero y amigo del alma; tú eres (y perdona el modo deseñalar) el señorón pudiente y campechano; nosotros, los congregados en tu derre-dor para festejarte sin agredirte, los pardillos de la aldehuela, hombres de índolesana y animosos, muchos de ellos un tanto dados al vicio de las letras, y todos, enconjunto, admiradores fervientes de los grandes maestros, como tú, en el arte decultivarlas; y yo, el arrumbado fiel de fechos que aceptó, en mal hora, el encargode echarte la soflama, y que al llegar el fiero instante de cumplir su cometido, sien-te, congojoso y trasudando, que le falta la palabra, y se le cuaja la voz en el gazna-te, y nada sabe del paradero de sus ideas, para decirte, siquiera, a lo que viene. Entan negro trance, dejándome de retóricas inútiles y atento sólo al cumplimientofiel del honroso mandato, llamo tu consideración, con el respeto debido, no hacialos humildes cestucos de nuestras humildes ofrendas, sino al hondo sentimientoque palpita en nuestros corazones al presentártelas, a la buena amistad, a la admi-ración fervorosa y al cariñoso respeto que te consagramos. Todo esto y otro tantomás que se siente mejor que se explica, junto y en una pieza, sazonado al calor denuestro regocijo, y entre fragantes hojas de laurel virgen que tan profuso crece enel florido suelo de la tierruca, que ha dilatado sus linderos al henchirse de noblevanidad desde que la diputaste por tu segunda patria; todo esto, repito, te ofrece-mos, y te lo sirvo yo con alma y vida, como plato final de este agasajo cariñoso, enla salsa de mi oficio.»

A buen seguro que entonces, como antes con el prólogo de El sabor de la tie-rruca, rugió la necedad en los dos bandos, en el demagógico y en el clerical, lo mismoentre los «encaperuzados a la usanza monástica», que entre los del vestido «a lamoda filosófica». ¡Tendría aquello que oír!

Se estrenó Electra, la obra tumultuosa, que desencadenó una tempestad de pasio-nes. El entusiasmo liberal de los más exaltados, gritó en la calle contra la Religióny apedreó los conventos. España entera se encendió en una hoguera de disputas yde odios. Ni entonces faltó la carta de Pereda a Galdós, tan llena de serenidad comode cariño. El maestro montañés no se sumaba a los aplausos; pero tampoco envol-vía al dramaturgo de Electra en un silencio que podía parecer desdeñoso. «Crea

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usted —le decía— que me veo y me deseo para buscar el tono de estos cuatro ren-glones… Bien sabe usted la cordialidad con que le quiero y le admiro, y tampocoignora cómo pienso en determinadas cuestiones, de suma delicadeza para mí, nopor obcecación apasionada, sino por convencimiento racional y profundo. De aquími conflicto en este instante, porque yo quisiera ser de los primeros en aplaudirese nuevo testimonio del talento y del ingenio con que tan prodigiosamente fueusted dotado por Dios; pero no que se sumen mis aplausos con el frenesí de lasgentes que alzaron la bandera de muerte y exterminio contra ciertas cosas que nadatienen que ver con lo que sucede en el drama; más aún: yo acepto como presidia-ble el caso de Pantoja y votaría con gusto el grillete para él y hasta (si me es lícitousar ejemplos pequeños en asunto tan grande) alguna vez he fustigado en la medi-da de mis pobres fuerzas, secuestros de esa índole abominable; pero me lo pareceaún más la del otro fanatismo, que a pretexto de la rama podrida quiere derribarel tronco sano y robusto. Nada tiene que ver, repito, una cosa con otra, y hasta creoque no ha sido la intención de usted confundirlas en su obra: creo más bien que elexagerado alcance social que ha tenido en la opinión caliente, se la han dado lascircunstancias, algo que anda de un tiempo acá en el ambiente de nuestra políticamilitante. De cualquier modo, las cosas se han sacado ahora de quicio; y a ello sedebe que, como le digo al principio, me vea y me desee al escribirle estos renglo-nes, pues en ocasión tan solemne para usted yo, que tan de veras le quiero, no deboni puedo permanecer en un silencio sospechoso; y al decirle algo, temo que le sir-van de molestia los distingos a que me obligan la lealtad de mi corazón y los debe-res de mi conciencia de cristiano viejo…»

En este bajo mundo, sobreponiéndose a todas las luchas que suelen separar alos hombres, estuvieron unidos los dos grandes maestros de la novela, como en losclaros cielos de la Inmortalidad vivirán juntos sus nombres. ¡Como en los purosespacios del arte, iluminados por luces eternas, y a los que no llega el eco de lasdisputas humanas, viven hermanadas las figuras de Marianela y Sotileza, de Glo-ria de Lantigua y Águeda Quincevillas, de Inés y Lituca, de Solita y Catalina, deLucila y Pilara…!

Yo vi un día a Pérez Galdós enternecerse como un niño, al evocar el recuerdode aquel su grande amigo de la Montaña. Fue una tarde de invierno, en Madrid,en su retiro de la calle de Hilarión Eslava, cuando el maestro y yo, solos en la pazde una estancia bien orientada al mediodía, charlábamos largamente de llevar alteatro, con la intervención de mi pobre ingenio, la bárbara pasión de Tilin, el sacris-tán de San Salomó, por la hermosa dominica Sor Teodora de Aransis.

Tenía el cielo un color azul pálido y por el alto ventanal entraba una luz fría.Soplaba el viento tristemente, trayendo en sus alas invisibles rumores de las fron-das del vecino Parque del Oeste y de la Moncloa. Era la estancia que sirve de dor-mitorio al glorioso maestro, sencilla, casi humilde, sin más adornos ni decoraciónque el busto del autor de Tormento, labrado por Victorio Macho. Sobre la cama,un crucifijo de talla abría sus brazos amorosos, perenne símbolo de abnegación,de sacrificio y de paz.

Medio tendido en una butaca estaba Galdós, con las piernas envueltas en unamanta serrana, de espaldas al ventanal, burlando el daño de la luz sobre sus ojosciegos. Fumaba sin tregua, tabaco no muy bueno. Acababa un cigarro y encendía

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otro. Y el humo iba espesándose y condensándose, hasta formar una nube que seestrellaba contra el techo y colgaba sus azules jirones de las paredes. Hablamos dela Montaña, de las tardes pasadas en el huerto de «San Quintín», unas veces vien-do deslizarse sobre las aguas de la bahía los balandros ligeros como pájaros, otrasoyendo el lejano rumor del mar embravecido debatiéndose en las rompientes delas Quebrantas. Recordamos a los fieles amigos que formaban la tertulia del viejomaestro: Estrañi, el poeta del donaire y de la gracia; Torralva Beci, un literato dealto vuelo, obscurecido en los tinglados de la política, donde él trabaja y otrosmedran; Esteban Polidura, una crónica viviente de sucesos santanderinos… Enseguida, asociando al recuerdo de la Montaña la memoria de su cantor, asomó enlabios de don Benito, el nombre de Pereda. Y sus ojos parpadearon rápidamente,como queriendo tragarse las lágrimas.

Siguió un largo silencio. El gran escritor evocaba, sin duda, días lejanos de glo-riosa juventud, aquellos días del triunfo de sus libros, cuyos títulos llevaba la famaa los más apartados rincones españoles; quizás las horas pasadas junto al insigneartista montañés, bajo el cielo gris de Cantabria.

—¡Pereda! —dijo luego—. Fuimos grandes amigos, casi hermanos… recuerdo…—¿Qué recuerda usted, maestro? —le pregunté.—Un viaje que hicimos por tierras montañesas. Me llevó Pereda en su propio

coche. Fueron cuarenta leguas por Cantabria, saliendo de Santander y parando enPotes, junto a los Picos de Europa.

—Cuente usted, don Benito… Recordar es vivir. Salieron ustedes de Santandery…

—Salimos de Santander y nos detuvimos en Santillana, la villa muerta comoBrujas, dormida, mejor, en el remanso de la Historia. Todo era soledad y silencio,porque Santillana parece el pueblo más arrinconado del mundo, el más apartadode todas las rutas de la vida activa. Vimos las casas venerables, llenas de escudos,que parecen viviendas de gente de otro siglo. Un escudo que tiene un águila atra-vesada por una flecha; otro, con un guerrero a caballo, en singular combate conun dragón; otro, con los cuarteles partidos por una cruz… Casas viejas, muy vie-jas, torcidas, llenas de jorobas… Ya se habrán caído, porque es un milagro que setengan en pie. ¡Qué bien estaba en Santillana, Pereda, con su rostro avellanado ysu perilla hidalga! Parecía el señor de la villa, que había dejado la gola, el ferre-ruelo y las calzas para disfrazarse con la ropa del siglo.

—¿Verían ustedes la Abadía…?—También. Fuimos a ella por una calle estrecha como un embudo. La puerta

principal movía a lástima. Unas series de arcos concéntricos cuajados de estrellas,cables, lacerías y otros primores ornamentales estaban rotos, destruidos…

—Esos arcos concéntricos ya no existen. La ignorancia los ha cubierto con unacapa de yeso.

—¡Bárbara mano, la culpable de tal herejía artística! —exclamó el maestro enson de protesta. Luego continuó:

—También en el interior vimos entonces capiteles, impostas y cornisas desfi-guradas por el yeso. ¡Qué hombres más brutos! Lo mejor es el claustro, con suscuatro galerías y sus columnas de variados capiteles. Trascendía a humedad y laspiedras tenían color de corcho. El suelo estaba cubierto por una vegetación medio

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salvaje, y en el osario imponía un enorme montón de calaveras, que una leve ráfa-ga de viento podía empujar y hacer caer al suelo con ruido siniestro. Una noche deinvierno en el claustro, daría mucho miedo. Luego vimos el palacio de Casa-Mena,curioseamos la biblioteca y recorrimos el hermoso parque… Salimos de Santilla-na hacia Alfoz de Lloredo, pasamos por Cóbreces, Toñanes y Ruiloba y cruzamosel monte de Tramalón. Entramos en Comillas, que da prelados como higos unahiguera… Es lo contrario de Santillana… Allí todo huele a paz y trasciende a bie-nestar y alegría. Pereda me contó no sé qué historia de una iglesia que hoy es cemen-terio… No la recuerdo…

—¿Y desde Comillas, maestro? —le pregunté.—A San Vicente de la Barquera —me respondió—. Recorrimos el pueblo, que

está asentado al pie de un cerro, mirándose en el mar, y escalamos la altura, dondeestá la iglesia. Camino del templo, pasamos entre ruinas. ¡Qué tristeza! En la igle-sia vimos la estatua del inquisidor Corro, buena escultura que recuerda por su belle-za la del doncel existente en la capilla de Bedmar, de la catedral de Sigüenza. Pere-da se adelantó a su señoría, el inquisidor de mármol, y le dijo señalándome conmucha gravedad: —Ahí le tienes… Échale a la hoguera—. Cuando salimos, reímosla ocurrencia. A la caída de la tarde, llegamos a las orillas del Nansa, pasamos juntoa las Tinas y nos detuvimos en Unquera. Allí está el límite de la tierra montañesacon la asturiana. Cenamos en el parador de Blanchard, un francés muy cortés ymuy obsequioso, que parecía arrancado a la misma veta de nuestros tradicionalesmesoneros. Dormir… no pudimos, porque el ruido era insoportable. El más leverumor retumbaba en la casa como un trueno. Pereda se levantó con un humor detodos los demonios, y yo temí por sus nervios. Fue calmándose en el camino, puesreanudamos el viaje al despuntar del día, que vino metido en nieblas. Remontan-do el curso del Deva y por San Pedro de las Vaderas, entramos en tierra de Astu-rias para salir de ella en seguida. Por el pétreo esófago de la Hermida caminamosbuen trecho, contra la corriente del río, saliendo de una estrechura para meternosen otra. Las piedras forman una enorme muralla, que aquí se resquebraja, allí secierra y más allá amenaza derrumbarse. A veces, caminábamos entre sombras. Alfin, cuando las peñas se abrieron, vimos la Hermida, con su establecimiento debaños, que era entonces de lo más primitivo en su clase; pasamos frente a Lebeña,encaramado como un águila en aquellos riscos, y allí pensé que se acababa elmundo. Se entoldó el cielo, rasgaron el espacio los relámpagos, retumbó el truenoy comenzó a llover. Aquello era un torrente que se despeñaba con espantosos bra-midos. Parecía que todas las furias, todos los trasgos, todos los diablos andabansueltos. Los vientos encontrados en la estrecha garganta, reñían y se golpeaban enuna pugna imponente por abrirse paso en el angosto cañón. ¡Cómo rugían! Gra-cias a que la lluvia cesó pronto, y pudimos seguir. Cuando abandonamos aquelantro, nos pareció salir de las fauces de un monstruo. Pasamos por Cillorigo y aca-bamos nuestra jornada en Potes, villa de buenos jamones y mejor vino. Nos acer-camos a una torre maciza y vieja, que ostenta el escudo de unos excelentes caba-lleros llamados Mendozas de la Vega, señores de Liébana. Allí nos contaron unasangrienta historia: la de un Garci González de Orejón que perdió la cabeza en unabatalla que se libró en la raya de Castilla, para disputarse el señorío de los estadoslebaniegos. De aquellos Mendozas vino al mundo el Marqués-poeta, y por aquellos

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riscos anduvo a caza de buenas mozas. Lo demuestra en una serranilla, cuandodice de una zagala:

Moçuela de Boresallá so la Lamapúsome en amores…

Ella no debió mostrarse muy fácil. Recuerde usted…

Dixo: «Cavallero,tiratvos a fuera;dexat la vaquerapassar al otero;ca dos labradoresme piden de Frama,entrambos pastores…»

—Sí, me parece recordar, maestro —le interrumpí.—Bueno —dijo—, adelante. Desde los balcones de la fonda, veíamos los picos

de la cordillera envueltos en una caperuza de nieves. Al otro día se celebraba elmercado, que tenía el mismo aspecto de los de Castilla. Todo era negro: la lana delas ovejas, la de los sacos de trigo y de garbanzos, la del traje de hombres y muje-res. Pereda dijo que se había derramado un tintero sobre la plaza.

Desde Potes regresamos a Santander, y después de pasar San Vicente de la Bar-quera elegimos nuevo camino. Vimos Treceño, Cabezón de la Sal, Barcenacionesy Quijas, pueblos muy montañeses salpicados de praderías y maizales; pero no nosdetuvimos y pasamos a escape, al vuelo, es decir, a todo correr de los caballos delcoche de mi insigne amigo 12.

Calló el maestro. ¡Dios sabe qué linaje de ideas cruzarían entonces por su memo-ria! Tiró el cigarro que traía entre los dedos, y encendió otro. Lo encajó en unaboquilla de pluma, y fumó. Ya caía la tarde, la luz era más gris y el silencio máshondo. Era la hora propicia a los recuerdos.

—¿No hizo usted otro viaje con Pereda? —me atreví a preguntar.—Sí, a Portugal —respondió don Benito. —Pero eso fue después, aunque tam-

bién han pasado muchos años. ¡Más de treinta! Pereda vino a buscarme a Madrid,y desde aquí emprendimos la excursión atravesando por Cáceres la frontera. Fuepor abril o mayo… El tiempo estaba espléndido. De un tirón nos plantamos en Lis-boa. Me pareció ciudad menos ruidosa que Madrid, aunque en algunos sitios, comoen la Rua nova do Carmo y en el Chiado se advierte bulliciosa alegría. Lo recorri-mos todo y lo vimos todo: la plaza do Comercio, el arco triunfal de la Rua Augus-ta, el monasterio de Belem, los palacios de Ajuda y de las Necesidades, las falúasreales en el Tajo, los museos y las iglesias, que parecen por el aire profano de suaspecto exterior, más que iglesias, teatros o salones de baile. Estuvimos en Cintra,que viene a ser la Alhambra portuguesa, y vimos el castillo da Pena, subiendo a él

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12 El relato puesto en boca de Galdós ofrece algunas coincidencias, no literales, con eltexto de Cuarenta leguas por Cantabria [1879]: Benito Pérez Galdós, recuerdos y Memorias,Prólogo de Federico Carlos Sainz de Robles, Madrid: Tebas, 1975, pp. 127-152.

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caballeros en sendos borricos alquilones, y desde la terraza del castillo descubri-mos y admiramos el imponente panorama de las montañas extremeñas, del Tajo,de las campiñas de Collares y del monasterio de Mafia. De vuelta en la ciudad alomos de los incansables «burrinhos», visitamos el Palacio Real, entre cuyos murospasó su cautiverio el rey Alfonso, y donde andando el tiempo residió lord Welling-ton, antes de salir para Torres Vedras. También el Castello de Mouros y la Penin-ha, y a continuación el monasterio de Alcobaza, que guarda la romántica memo-ria de doña Inés de Castro, la heroína de tantos poetas. Rápidamente, pasamos porCoimbra, que viene a ser la Salamanca de Portugal, nodriza que mana substan-ciosa leche de sabiduría. Luego fuimos a Oporto, donde saludamos a nuestro com-patriota el heroico Duero, que arrulla la ciudad y la baña, y después de ver la torrede los Clérigos y el Palacio de Cristal, corrimos al encuentro del Miño para salvar-lo y entrar en España. Atravesando Galicia, nos volvimos a nuestra casa, a la suyaPereda y yo a la mía; y luego, mientras duró el verano, charlamos mucho de Por-tugal. Estas son lejanas memorias de un desmemoriado 13.

Cuando el autor de La de Bringas acabó el relato de la excursión, era casi denoche. El maestro callaba, y el silencio tenía no sé qué de encantado y misterioso.En la penumbra sonó de pronto la voz del maestro, que decía como hablando con-sigo mismo: —Pereda… Pereda… Fuimos grandes amigos, como hermanos…

Es verdad. Ni las ideas políticas, ni el sentimiento religioso, esos grandes abis-mos abiertos entre los hombres, lograron separar a los dos maestros. La cortesía yel respeto fueron lazos que apretaron su amistad. La santa tolerancia resplandecíaen ambos espíritus. Cuando Pereda ingresó en la Academia de la Lengua, Pérez Gal-dós contestó a su discurso. Sobreponiéndose a las mezquinas luchas del mundo, erancomo dos águilas que se apartaban de la tierra para posar el vuelo en las cumbres.Y aquellas altas regiones en que volaban, eran los puros y apacibles cielos del Arte.

Pérez Galdós dibujó el diseño que sirvió para construir el panteón de Pereda enel cementerio de Polanco. En las horas de triunfo, como en los días de dolor, el cre-ador de Gloria siempre estuvo al lado del excelso padre de Sotileza, alentándole o con-solándole de palabra o por escrito. Y en la mayor angustia del señor de Polanco, cuan-do la locura mató a su hijo Juan Manuel, el artista de San Quintín le escribió unacarta. Aquellas líneas, llamaban con voces de resignación en el alma del padre dolo-rido; invocaban su conciencia cristiana; recordaban otros infortunios mayores… Conlágrimas en los ojos, Pereda leyó que su grande amigo le evocaba la bíblica figura deJob, arrastrándose en el mayor abandono, con ardientes llagas en el alma y en el cuer-po… Leyó los versículos que podían poner en su corazón un consuelo inefable:

Taedet animam meam vitae meae, dimittam adversum me eloquium meum, loquarin amaritudine animae meae…

(JOSÉ MONTERO, Pereda. Glosas y comentarios de la viday de los libros del Ingenioso Hidalgo montañés, Madrid:Imp. del Instituto Nacional de Sordomudos y de Ciegos,1919, pp. 359-82.)

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13 Con el título de Memorias de un desmemoriado, Galdós publicó una serie de recuerdosen la revista madrileña La Esfera, durante los años 1915 y 1916.

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RESUMEN: Este artículo evoca los últimos años de la vida de Benito Pérez Gal-dós a partir de la amistad con el periodista y escritor José Montero Iglesias.

ABSTRACT: This article evokes the last years of Benito Pérez Galdós’ life throughthe friendship with the writer and journalist José Montero Iglesias.

PALABRAS CLAVE: Benito Pérez Galdós. Biografía. José Montero Iglesias.

KEY WORDS: Benito Pérez Galdós. Biography. José Montero Iglesias.

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