Cuentos (I) - Guy de Maupassant

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"Cuentos" Vol. IdeGuy de Maupassant (http://es.wikipedia.org/wiki/Guy_de_Maupassant)Recopilación realizada por Ediciones del Sur (http://www.edicionesdelsur.com/)

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CUENTOS I

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Guy de Maupassant

Cuentos I

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Publicado por Ediciones del Sur. Córdoba. Argentina.Julio de 2005.

Distribución gratuita.

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Ilustración de la portada: “Dos jovencitas sentadas”.Pierre Auguste Renoir.

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ÍNDICE

A las aguas ................................................................... 6Amor............................................................................. 18Aparición ..................................................................... 25Blanco y azul ............................................................... 34Bola de Sebo ................................................................ 41Campanilla .................................................................. 93Campesinos ................................................................. 100Cantó un gallo ............................................................. 109Cariños de familia ...................................................... 116Carta de un loco .......................................................... 152Carta que se encontró a un ahogado ......................... 160Claro de luna ............................................................... 168Condecorado................................................................ 175Confesiones de una mujer .......................................... 183Crónica ......................................................................... 189Cuento de Navidad ..................................................... 196Después ....................................................................... 203Diario de un viajero .................................................... 211Dos amigos .................................................................. 218

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A LAS AGUAS

DIARIO DEL MARQUÉS DE ROSEVEYRE

12 DE JUNIO 1880.– ¡A Loëche! ¡Quieren que vaya a pa-sar un mes a Loëche! ¡Misericordia!¡ Un mes en esta ciu-dad que dicen ser la más triste, la más muerta, la másaburrida de las villas! ¡Qué digo, una ciudad! ¡Es un agu-jero, no una ciudad! ¡Me condenan a un mes de baño..., enfin!

13 DE JUNIO.– He pensado toda la noche en este viajeque me espanta. ¡Sólo me queda una cosa por hacer, voy allevar una mujer! ¿Podrá distraerme esto, tal vez? Y ade-más yo aprenderé, con esta prueba, si estoy maduro parael matrimonio.

Un mes a solas, un mes de vida en común con alguien,de una vida en pareja completa, de conversación a todaslas hora del día y de la noche. ¡Diablos!

Estar con una mujer durante un mes, es verdad, no estan grave como tenerla de por vida; pero es de por sí muchomás serio que estar con ella por una noche. Sé que podré

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devolverla, con algunos cientos de luises; ¡pero entoncespermaneceré solo en Loëche, lo que no es nada divertido!

La elección será difícil. No quiero ni una coqueta niuna espabilada. Es necesario que no me sienta ni ridícu-lo ni orgulloso de ella. Quiero que se diga: “El Marquésde Roseveyre está de buena suerte”; pero no quiero quese cuchichee: “Ese pobre Marqués de Roseveyre!”. Ensuma, tengo que exigir a mi pasajera compañera todaslas cualidades que exigiría a mi compañera definitiva. Laúnica diferencia que se puede establecer es aquella queexiste entre el objeto nuevo y el objeto de ocasión. ¡Bah!,¡se puede encontrar, voy a pensar en ello!

14 DE JUNIO.– ¡Berthe!... He aquí mi acompañante. Vein-te años, guapa, recién salida del Conservatorio, esperan-do un papel, futura estrella. Buenos modales, altivez,carácter y... amor. Objeto de ocasión pudiendo pasar pornuevo.

15 DE JUNIO.– Está libre. Sin compromiso de negocioso de corazón, ella acepta, yo mismo he encargado sus ves-tidos, para que no tenga aspecto de jovencita.

20 DE JUNIO.– Basilea. Duerme. Voy a comenzar misnotas de viaje.

De hecho, ella es encantadora. Cuando llegó a la esta-ción delante de mí, no la reconocía, hasta tal punto teníaaspecto de mujer de mundo. Verdaderamente tiene por-venir esta niña.... en el teatro.

Me pareció cambiada en sus modales, en su andar, ensu actitud y sus gestos, en la forma de sonreír, en la voz,en todo, irreprochable, en fin. ¡Y peinada! ¡Oh! Peinadade una forma divina, de una manera encantadora y senci-lla, en una mujer que ya no tiene que atraer las miradas,que ya no tiene que agradar a todos, cuyo papel ya no esseducir, a primera vista, a los que la vean, sino que quie-re gustar a uno solo, discreta y únicamente. Y esto se

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dejaba ver en todo su aspecto. Se mostraba tan finamen-te y tan completamente, la metamorfosis me pareció tanabsoluta y hábil, que le ofrecí mi brazo como hubiera he-cho con mi mujer. Ella lo tomó con soltura como si se tra-tara de mi mujer.

Frente a frente en el portalón permanecimos en unprimer momento inmóviles y mudos. Después ella levan-tó su velo y sonrió... Nada más. Un sonreír de buen tono.¡Oh! Me daba miedo besarla, la comedia de la ternura, eleterno y banal juego de las jóvenes. Pero no, ella se con-tuvo. Es fuerte.

Más tarde hemos charlado un poco como dos jóvenesesposos, un poco como dos extraños. Era amable. Muchasveces sonreía mirándome. Era yo ahora quien tenía ga-nas de abrazarla. Pero permanecí tranquilo.

En la frontera, un funcionario abrió bruscamente lapuerta y me preguntó:

—¿Su nombre, señor?Me sorprendió. Respondí:—Marqués de Roseveyre.—¿A dónde se dirige usted?—A las termas de Loëche, en le Valais.Escribió en un registro. Respondió:—¿La señora es su mujer?¿Qué hacer? ¿Qué responder? Levanté los ojos hacia

ella dudando. Ella estaba pálida y miraba a lo lejos...Sentí que iba a ofenderla muy gratuitamente. Y ade-

más, en fin, sería mi compañía durante un mes.Dije:—Sí, señor.De repente la vi enrojecer. Me sentí feliz.Pero en el hotel, llegando aquí, la propietaria le ten-

dió el registro. Ella me lo pasó muy rápidamente; me dicuenta de que ella me estaba mirando mientras escribía.

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¡Era nuestra primera noche de intimidad!... ¿Una vezpasada la página, quien leería este registro? Yo escribí:“Marqués y marquesa de Roseveyre, dirigiéndose aLoëche.”

21 DE JUNIO.– Seis de la mañana. Bâle. Salimos paraBerne. Decididamente tengo buena mano.

21 DE JUNIO.– Diez de la noche. Jornada singular. Es-toy un poco emocionado. Esto es tonto y divertido.

Durante el trayecto, hemos podido hablar un poco. Sehabía levantado un poco temprano; estaba cansada; dor-mitaba.

Tan pronto estuvimos en Berne, quisimos contemplarese panorama de los Alpes que yo no conocía en absoluto;y he aquí que salimos por la ciudad, como dos recién ca-sados.

Y de repente percibimos una llanura desmesurada, yallá abajo, allá abajo, los glaciares. De lejos, así, no pare-cían inmensos; sin embargo, aquella vista me produjo unescalofrío en las venas. Un resplandeciente sol ponientecaía sobre nosotros; el calor era terrible. Fríos y blancospermanecían ellos, los montes helados. El Jungfrau, elVierge, dominando a sus hermanos, extendía su anchafalda de nieve, y todos, hasta perderse de vista, se alza-ban a su alrededor, los gigantes de cabeza blanca, las eter-nas cimas heladas que el agonizante día hacía más cla-ras, como plateadas, sobre el azul oscuro de la noche.

Su infinidad inerte y colosal daba la sensación de co-mienzo de un mundo sorprendente y nuevo, de una re-gión escarpada, muerta, petrificada pero atrayente comoel mar, llena de un poder de seducción misteriosa. El aireque había acariciado sus cimas siempre heladas parecíavenir hacia nosotros por encima de los campos estrechosy floridos, muy diferente al aire fecundante de las llanu-

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ras. Tenía algo de desapacible y de poderoso, de estéril,como un aroma de espacios inaccesibles.

Berthe, ensimismada, observaba sin cesar, sin poderpronunciar ni una palabra.

De repente me cogió la mano y la apretó. Yo mismosentía en el alma esa especie de fiebre, esa exaltaciónque nos sobrecoge delante de ciertos espectáculos ines-perados. Agarré esa pequeña mano temblorosa y la llevéa mis labios; y la besé, a fe mía, con amor.

Permanecí un poco turbado.¿Pero por quien? ¿Por ellao por los glaciares?

24 DE JUNIO.– Loëche, diez de la noche.Todo el viaje ha sido delicioso. Hemos pasado medio

día en Thun, contemplando la ruda frontera de monta-ñas que debíamos franquear al día siguiente.

Al amanecer, atravesamos el lago, el más hermoso deSuiza tal vez. Unas mulas nos esperaban. Nos sentamossobre sus lomos y partimos. Después de haber desayuna-do en un pueblecito, comenzamos a escalar, entrando len-tamente en la garganta que sube poblada de árboles, siem-pre dominada por las altas cumbres. De territorio en si-tio, sobre las pendientes que parecen venir del cielo; sedistinguen puntos blancos, chalets construidos allí no sesabe cómo. Atravesamos torrentes, percibimos, a veces,entre dos puntiagudas cimas y cubiertas de abetos, unainmensa pirámide de nieve que parecía tan próxima quehubiéramos jurado alcanzarla en diez minutos, pero queapenas habríamos llegado en veinticuatro horas.

A veces atravesábamos caos de piedras, estrechas lla-nuras tapizadas de rocas desprendidas como si dos mon-tañas se hubieran enfrentado en esta contienda, dejandosobre el campo de batalla los restos de sus miembros degranito.

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Berthe, extenuada, dormía sobre su animal, abriendode vez en cuando los ojos para ver de nuevo. Acabó poradormecerse, y yo la sujetaba por una mano, feliz de sucontacto, de sentir a través de su vestido el suave calorde su cuerpo. Llegó la noche, todavía subíamos. Nos pa-ramos delante de la puerta de un pequeño albergue per-dido en la montaña.

¡Dormimos! ¡Oh! ¡Dormimos!Al amanecer, corrí a la ventana, y prorrumpí en un

grito. Berthe llegó a mi lado y se quedó estupefacta yembelesada. Habíamos dormido en la nieve.

Todo a nuestro alrededor, montes enormes y estéri-les cuyos huesos grises sobresalían bajo su abrigo blanco,montes sin pinos, sombríos y helados, se elevaban tan altoque parecían inaccesibles.

Una hora después de estar en ruta de nuevo, percibi-mos, al fondo de este embudo de granito y de nieve, unlago negro, sombrío, sin una onda, que durante largo tiem-po habíamos seguido. Un guía nos trajo algunos edelweiss,las flores blancas de los glaciares. Berthe hizo un rami-llete para su blusa.

De repente, la garganta de peñascos se abrió delantede nosotros, descubriendo un horizonte sorprendente:toda la cadena de los Alpes piamonteses más allá del va-lle del Ródano. Las enormes cumbres, de lugar en lugar,dominaban la multitud de cimas menores. Eran el monteRose, arduo y macizo; el Cervin, recta pirámide dondemuchos hombres han muerto, el Dent-du-Midi; otros cien-tos de puntos blancos, relucientes como cabezas de dia-mantes, bajo el sol.

Pero bruscamente el sendero que seguíamos se detu-vo al borde de un precipicio, y en el abismo, en el fondodel agujero negro de dos mil metros, encerrado entrecuatro muros de rectos peñascos, sombríos, salvajes, so-

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bre una capa de hierba, percibimos algunos puntos blan-cos con bastante parecido a corderos en un prado. Eranlas casas de Loëche.

Fue necesario dejar las mulas, siendo el camino tanpeligroso. El sendero desciende a lo largo de la roca, ser-pentea, gira, va, vuelve, sin jamás perder de vista el pre-cipicio, y siempre también el pueblo que crece a medidaque nos acercamos. Es a lo que se le llama el pasaje de laGemmi, uno de los más bellos de los Alpes, si no el másbello.

Berthe, apoyándose en mí, prorrumpía gritos de ale-gría y gritos de pavor, feliz y temerosa como un niño. Comoestábamos a algunos pasos de los guías y ocultos por unvoladizo de la roca, me abrazó. Yo la abracé...

Yo me había dicho:—En Loëche, pondré cuidado en hacer entender que

no estoy con mi mujer.Pero por todos lados yo la había tratado como tal, en

todas partes la había hecho pasar por la Marquesa deRoseveyre. No podía ahora inscribirla bajo otro nombre.Y además la habría herido en el corazón, y verdadera-mente era encantadora.

Pero le dije:—Querida amiga, llevas mi apellido, la gente me cree

tu marido; espero que te comportes con todo el mundocon una extrema prudencia y una extrema discreción.Nada de conocidos, de charlas, de relaciones. Que te creannoble, actúa de forma que nunca tenga que reprocharmelo que he hecho.

Ella respondió:—No tenga miedo, mi pequeño René.26 DE JUNIO.– Loëche no es triste. No. Es salvaje, pero

muy hermosa. Este muro de rocas altas de dos mil me-tros, de donde se deslizan cientos de torrentes semejan-

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tes a hilillos de plata; este ruido eterno del agua que dis-curre; este pueblo sepultado en los Alpes desde donde seve, como desde el fondo de un pozo, el sol lejano atrave-sar el cielo; el glaciar vecino, muy blanco en la escotadu-ra de la montaña, y ese pequeño valle lleno de arroyos,lleno de árboles, pleno de frescura y de vida, que des-ciende hacia el Ródano y deja ver en el horizontes lascimas nevadas del Piémont: todo esto me seduce y meencandila. Tal vez si... si Berthe no estuviera aquí?...

Es perfecta, esta niña, reservada y distinguida másque nadie. Yo escucho decir:

—¡Qué hermosa es, esta marquesita!...27 DE JUNIO.– Primer baño. Descendemos directamen-

te de la habitación a las piscinas, donde veinte bañistastiemblan, ya vestidos con largos vestidos de lana, juntoshombres y mujeres. Unos comen, otros leen, otros char-lan. Mueven delante de sí pequeñas tablas flotantes. Aveces juegan al anillo, lo que no siempre es decoroso. Vis-tos a través de las galerías que rodean el baño, tenemosaspecto de gruesos sapos en una tinaja.

Berthe ha venido a sentarse a esta galería para char-lar un poco conmigo. La han mirado mucho.

28 DE JUNIO.– Segundo baño. Cuatro horas de agua. Lastomaré de ocho en ocho horas. Tengo por compañerosbañistas el Príncipe de Vanoris (Italia), el Conde Lovenberg(Austria), el barón Samuel Vernhe (Hungría u otra par-te), además una quincena de personajes de menor impor-tancia, pero todos nobles. Todo el mundo es noble en lasvillas termales.

Ellos me piden, uno tras otro, ser presentados aBerthe. Yo respondo: “¡Sí!” y me retiro. Me creen celoso,¡qué tontería!

29 DE JUNIO.– ¡Diablos! ¡Diablos! La Princesa de Vanorisha venido ella misma en persona a buscarme, deseando

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conocer a mi mujer, en el momento en que entrábamos enel hotel. Yo le presenté a Berthe, pero le he rogado condelicadeza que evitara encontrarse con esta dama.

2 DE JULIO.– El Príncipe nos ha agarrado del cuellopara llevarnos a su apartamento, donde los bañistas in-signes tomaban el té. Berthe era, sin duda alguna, mejorque todas las damas; ¿pero qué hacer?

3 DE JULIO.– ¡A fe mía, qué le vamos a hacer! Entreestos treinta hidalgos, ¿no se encuentran al menos diezde fantasía? ¿Entre estas dieciséis o diecisiete mujeres,están más de doce seriamente casadas, y de estas doce,más de seis irreprochables? ¡Tanto peor para ellas, tantopeor para ellos! ¡Ellos lo han querido!

10 DE JULIO.- Berthe es la reina de Loëche! ¡Todo elmundo está loco por ella; la celebran, la miman, la ado-ran! Por otra parte, ella es soberbia en gracia y distin-ción. Me envidian.

La Princesa de Vanoris me ha preguntado:—¡Ah!, Marqués, ¿dónde ha encontrado este tesoro?Yo tenía deseos de responder:—¡Primer premio del Conservatorio, curso de come-

dia, contratada en el Odeón, libre a partir del 5 de agostode 1880!

¡Qué cara hubiera puesto, Dios mío!20 DE JULIO.– Berthe es realmente sorprendente. Ni

una falta de tacto, ni una falta de gusto; ¡una maravilla!10 DE AGOSTO.– París. Se acabó. Tengo el corazón he-

cho polvo. La víspera de la partida creí que todo el mun-do iba a llorar.

Decidimos ir a ver amanecer sobre el Torrenthon, lue-go de volver a descender a la hora de nuestra partida.

Nos pusimos en marcha hacia media noche, sobre unasmulas. Los guías portaban faroles: y la larga caravana seextendía por el camino sinuoso del bosque de pinos. Lue-

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go atravesamos los pastos donde rebaños de vacas erra-ban en libertad. Después alcanzamos la región de las ro-cas, donde la misma hierba desaparecía.

A veces, en la sombra, se distinguía, sea a derecha,sea a izquierda, una masa blanca, un amontonamiento denieve en un agujero de la montaña.

El frío llegaba a ser mordiente, pinchaba los ojos y lapiel. El viento desecante de las cimas soplaba, quemandolas gargantas, aportando los hálitos helados de cien luga-res de picos congelados.

Cuando llegamos a nuestro destino era ya de noche.Desembalamos todas las provisiones para beber el cham-pán al amanecer.

El cielo palidecía sobre nuestras cabezas. Vimos depronto un obstáculo a nuestros pies; luego, a unos cien-tos de metros, otra cima.

El horizonte entero parecía lívido, sin que se distin-guiera nada todavía a lo lejos.

Pronto descubrimos, a la izquierda, una enorme cima,el Jungfrau, después otra, después otra. Aparecían pocoa poco como si fueran levantándose a lo largo del naci-miento del día. Y nosotros quedábamos estupefactos deencontrarnos así en el medio de estos colosos, en estepaís desolado de nieves eternas. De repente, en frente,se nos mostró la desmesurada cadena del Piémont. Otrascumbres aparecieron al norte. Realmente era el inmensopaís de los grandes montes de frentes helados, desde elRhindenhorn, pesado como su nombre, hasta el fantasmaapenas visible del patriarca de los Alpes, el Mont Blanc.

Unos eran orgullosos y rectos, otros acuclillados, otrosdeformes, pero todos homogéneamente blancos, como sialgún Dios hubiera arrojado sobre la jorobada tierra unsábana inmaculada.

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Unos parecían tan cerca que habríamos podido saltarsobre ellos; otros estaban tan lejos que apenas los distin-guíamos.

El cielo se volvió rojo; y todos enrojecieron. Las nu-bes parecían sangrar sobre ellos. Era maravilloso, casipavoroso.

Pero pronto la nube encendida palideció, y toda la ar-mada de cumbres insensiblemente se volvió rosa, de unrosa suave y tierno como los vestidos de una jovencita.

Y el sol apareció por encima de la capa de nieves.Entonces, de repente, el pueblo entero de los glaciaresse hizo blanco, de un blanco brillante, como si el horizon-te estuviera lleno de una multitud de cúpulas de plata.

Las mujeres, extasiadas, miraban.Se estremecieron; un tapón de champán acababa de

saltar; Y el Príncipe de Vanoris, ofreciendo un vaso aBerthe, gritó:

—¡Bebo por la Marquesa de Roseveyre!Todos clamaron: “¡Yo bebo por la Marquesa de Rose-

veyre!”Ella montó encima de su mula y respondió:—¡Yo bebo por todos mis amigos!Tres horas más tarde, cogimos el tren para Ginebra,

en el valle del Ródano.Tan pronto estuvimos a solas Berthe, tan feliz y con-

tenta hace un rato, se puso a sollozar, el rostro entre susmanos.

Yo me lancé a sus rodillas:—¿Qué tienes? ¿Qué tienes? Dime, ¿qué tienes?Ella balbuceó entre sus lágrimas:—¡Es... es... es pues que se ha acabado ser una mujer

honesta!

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¡Verdaderamente, en ese momento estuve a punto decometer una tontería, una gran tontería...!

No la hice.Dejé a Berthe entrando en París. Tal vez más tarde

habría sido demasiado débil.

(El diario del Marqués de Roseveyre no ofrece nin-gún interés durante los dos años siguientes. En la fecha20 de julio de 1883 encontramos las líneas siguientes).

20 DE JULIO DE 1883.- Florencia. Triste recuerdo den-tro de poco. Me paseaba por los Cassines cuando unamujer hizo parar su coche y me llamó. Era la Princesa deVanoris. Tan pronto me tuvo al alcance de la voz:

—¡Oh!, Marqués, mi querido Marqués, ¡qué contentaestoy de reencontrarlo! Rápido, rápido, deme noticias dela Marquesa; es realmente la mujer más encantadora quehe visto en toda mi vida!.

Me quedé sorprendido, no sabiendo qué decir y gol-peado en el corazón de una forma violenta. Balbuceé:

—No me hable nunca de ella, Princesa, hace tres añosque la he perdido.

Ella me cogió la mano.—¡Oh! ¡Cómo lo siento, amigo mío!Se fue. Me sentí triste, descontento, pensando en

Berthe, como si acabáramos de separarnos.¡El Destino muy a menudo se equivoca!Cuántas mujeres honestas habían nacido para ser

mujerzuelas, y lo demuestran.¡Pobre Berthe! Cuántas otras habían nacido para ser

mujeres honestas...y ésta... más que las demás... tal vez....En fin, no pensemos más.

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AMOR

PÁGINAS DEL «DIARIO DE UN CAZADOR»

...EN LA crónica de sucesos de un periódico acabo de leerun drama pasional. Uno que la ha matado y se ha matadodespués; es decir, uno que amaba. ¿Qué importan él yella? Sólo su amor me importa; y no porque me enternez-ca, ni porque me asombre, ni porque me conmueva ni mehaga soñar, sino porque evoca en mí un recuerdo de lamocedad, recuerdo extraño de una cacería en que se meapareció el Amor como se aparecían a los primeros cris-tianos cruces misteriosas en la serenidad de los cielos.

Nací con todos los instintos y las emociones del hom-bre primitivo, muy poco atenuados por las sensaciones ylos razonamientos de la civilización. Amo la caza con pa-sión, y la bestia ensangrentada, con sangre en su pluma-je, ensangrentándome las manos, me hace desfallecer degusto.

Aquel año, al final del otoño, se presentó impetuosa-mente el frío, y mi primo Karl de Ranyule me invitó a

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cazar con él a la alborada; había patos magníficos en lospantanos de su posesión.

Mi primo, un buen mozo de cuarenta años, encarna-do, con mucha vida en el cuerpo y muchos poles en lacara, semibruto y semicivilizado, de alegre carácter, do-tado de ese esprit gaulois que tan agradablemente velalas deficiencias del ingenio, vivía en una especie de corti-jo con aires de castillo señorial, escondido en un ampliovalle.

Coronaban las colinas de la derecha y de la izquierdahermosos bosques señoriales, con árboles antiquísimos ypoblados de caza excelente. Algunas veces se abatían allíáguilas soberbias, y esos pájaros errantes, que raramen-te se aventuran en países demasiados poblados para suazorada independencia, encontraban en aquella selvasecular asilo seguro, como si reconocieran en ella algunarama que en otros tiempos los acogiera durante sus ex-cursiones sin rumbo.

El valle estaba cubierto de exuberantes pastos rega-dos abundantemente, que señalaban, con la gradación enel calor, el camino del pantano allá a lo lejos, casi en elfondo de la finca.

Mi primo lo cuidaba con esmero digno del mejor delos parques, y con razón, pues era aquel pantano la mejorregión de caza que he conocido Entre aquellos innumera-bles islotillos verdes que le daban vida había arroyuelosestrechos por los que se deslizaban las barcas. Mudassobre el agua muerta, frotando los juncos, ahuyentaban alos peces y a los pájaros que desaparecían, éstos entre lasespigas, aquellos entre las raíces de las altas hierbas.

Soy admirador apasionado del agua: el mar demasia-do grande, demasiado vivo, de imposible posesión; los ríosque pasan, que huyen, que se van, y, sobre todo, los pan-

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tanos en que bulle la vida indescifrable de los animalesacuáticos. Un pantano es un mundo sobre la tierra, unmundo aparte, con vida propia, con pobladores perma-nentes y con habitantes de un día; con sus ruidos, con susvoces, y, singularmente, con un característico misterio;nada que tanto conturbe, que tanto inquiete, que tantoasuste algunas veces. ¿Por qué ese miedo singular que sesiente en esas llanuras cubiertas de agua? ¿Será por elrumor vago de las aguas, por los fuegos fatuos, por el si-lencio profundo que lo envuelve en las noches de calma,por la bruma caprichosa que viste con sudario de muertea los juncos, por el hervor casi imperceptible de aquelmundo tan dulce, tan fugaz; pero más aterrador a vecesque el estruendo de los cañones de los hombres y de lastempestades del cielo? ¿Qué tendrán en común los pan-tanos de los países del ensueño y esas regionesespantables que ocultan un secreto inescrutable y peli-groso?

Un misterio profundo, grave, flota sobre aquellas bru-mas: ¡el misterio mismo de la creación! ¿No fue en el aguasin movimiento y fangosa, en la humedad triste de la tie-rra, mojada bajo los colores del sol, donde vibró y surgió ala luz el primer germen de vida?

***

Llegué por la noche a casa de mi primo. Hacía un fríoque helaba las piedras.

Durante la comida en la vasta sala, donde los mue-bles y las paredes y el techo estaban cubiertos de pájarosdisecados, y donde hasta mi primo, con aquella chaquetade piel de foca, parecía un animal exótico de los paíseshelados, el buen Karl me dijo lo que había preparado paraaquella misma noche.

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Debíamos ponernos en marcha a las tres de la madru-gada, con objeto de llegar a las cuatro y media al puntodesignado para la cacería. Allí nos habían construido unacabaña para abrigarnos de ese viento terrible de la ma-ñana que rasga las carnes como una sierra, la corta comouna espada, la hiere como una aguja envenenada, la re-tuerce como tenazas y la quema como el fuego.

Mi primo se frotaba las manos.—Nunca he visto una helada como esta —me decía.Y a las seis de la tarde teníamos 12 grados bajo cero.Apenas terminada la comida, me eché en la cama y

me quedé dormido, mirando las llamas que regocijabanla chimenea.

A las tres en punto me despertaron. Me abrigué conuna piel de carnero, y después de tomar cada uno dostazas de café hirviendo y dos copas de coñac abrasador,nos pusimos en camino acompañados por un guarda y pornuestros perros «Plongeon» y «Pierrot».

Al dar los primeros pasos me sentía helado hasta hashuesos. Era una de esas noches en que la tierra parecemuerta de frío. El aire glacial hace tanto daño que parecepalpable; no lo agita soplo alguno; diríase que está inmó-vil; muerde, traspasa, mata los árboles, los insectos, lospajarillos que caen muertos sobre el suelo duro y se en-durecen en seguida para el fúnebre abrazo del frío.

La luna, en el último cuarto, pálida, parecía tambiéndesmayada en el espacio; tan débil que no le quedaban yafuerzas para marcharse y se estaba allí arriba inmóvil,paralizada también por el rigor del cielo inclemente. Re-partía sobre el mundo luz apagadiza y triste, esa luz ama-rillenta y mortecina que nos arroja todos los meses al fi-nal de su resurrección.

Karl y yo íbamos uno al lado del otro, con la espaldaencorvada, las manos en los bolsillos y la escopeta debajo

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del brazo. Nuestro calzado, envuelto en lana a fin de quepudiéramos caminar sin resbalar por la escurridiza tie-rra helada, no hacía ruido: yo iba contemplando el humoblancuzco que producía el aliento de nuestros perros.

Pronto estuvimos a la orilla del pantano y nos inter-namos por una de las avenidas de juncos que la rodean.

Nuestros codos, al rozar con las largas hojas del jun-co, iban dejando en pos de nosotros un ruidillo misterio-so que contribuyó a que me sintiese poseído, como nunca,por la singular y poderosa emoción que hace siemprenacer en mí la proximidad de un pantano.

Aquel en el cual nos encontrábamos estaba muerto,muerto de frío.

De pronto, al revolver una de las calles de juncos, apa-reció a mi vista la choza de hielo que habían levantadopara ponernos al abrigo de la intemperie. Entré en ella, ycomo todavía faltaba más de una hora para que se desper-taran las aves errantes que íbamos a perseguir, me envol-ví en mi manta y traté de entrar un poco en calor.

Entonces, echado boca arriba, me puse a mirar a laluna, que, vista a través de las paredes vagamente trans-parentes de aquella vivienda polar, aparecía ante mis ojoscon cuatro cuernos.

Pero el frío del helado pantano, el frío de aquellas pa-redes, el frío que caía del firmamento, se metió hasta mishuesos de una manera tan terrible que me puse a toser.

Mi primo Karl, alarmado por aquella tos, me dijo lle-no de inquietud:

—Aunque no matemos mucho hoy, no quiero que teresfríes; vamos a encender lumbre.

Y dio orden al guardia para que cortara algunos jun-cos.

Hicieron un montón de ellos en medio de la choza,que tenía un agujero en el techo para dejar salir el humo;

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y cuando la llama rojiza empezó a juguetear por las cris-talinas paredes, éstas empezaron a fundirse suavementey muy poco a poco, como si aquellas piedras de hielo echa-ran a sudar. Karl, que se había quedado fuera, me gritó:

—Ven a ver esto.Salí y me quedé absorto de asombro. La choza, en for-

ma de cono, parecía un monstruoso diamante rosa, colo-cado de pronto sobre el agua helada del pantano. Y den-tro se veían dos sombras fantásticas: las de nuestros pe-rros que se estaban calentando.

Un graznido extraño, graznido errante, perdido, se oyóallá en lo alto, por encima de nuestras cabezas. El reflejode nuestra hoguera despertaba a las aves salvajes.

No hay nada que me conmueva tanto como ese pri-mer grito de vida que no se ve y que corre por el airesombrío, rápido, lejano, antes de que se aparezca en elhorizonte la primera claridad de los días de invierno. Meparece, a esa hora glacial del alba, que ese grito fugitivo,escondido entre las plumas de un pajarraco, es un suspi-ro del alma del mundo.

—Apaguen la hoguera —decía Karl—, que ya ama-nece.

Y, en efecto, comenzaba a clarear, y las bandadas depatos formaban amplias manchas de color, pronto borra-das en el firmamento.

Brilló un fogonazo en la oscuridad; Karl acababa dedisparar su escopeta; los perros salieron a la carrera.Entonces, de minuto en minuto, unas veces él, otras yo,nos echábamos la escopeta a la cara en cuanto por enci-ma de los juncos aparecía la sombra de una tribu volado-ra. Y «Pierrot» y «Plongeon», sin aliento, gozosos, entu-siasmados, nos traían, uno tras otro, patos ensangrenta-dos que, moribundos, nos miraban melancólicamente.

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Había amanecido un día claro y azul; el sol iba levan-tándose allá, en el fondo del valle. Ya nos disponíamos amarcharnos cuando dos aves, con el cuello estirado y lasalas tendidas, se deslizaron bruscamente por encima denuestras cabezas. Tiré. Una de ellas cayó a mis pies. Erauna cerceta de pechuga plateada. Entonces se oyó un gri-to en el aire, grito de pájaro que fue un quejido corto,repetido, desgarrador; y el animalito que había salvadola vida empezó a revolotear por encima de nuestras ca-bezas mirando a su compañera, que yo tenía muerta en-tre mis manos.

Karl, rodilla en tierra, con la escopeta en la cara, lamirada fija, esperaba a que estuviese a tiro.

—¿Has matado a la hembra? —dijo—. El macho noescapará.

Y, en efecto, no se escapaba. Sin dejar de revolotearpor encima de nosotros, lloraba desconsoladamente.

No recuerdo gemido alguno de dolor que me hayadesgarrado el alma tanto como el reproche lamentablede aquel pobre animal, que se perdía en el espacio.

De cuando en cuando huía bajo la amenaza de la esco-peta, y parecía dispuesto a continuar su camino por elespacio. Pero no pudiendo decidirse a ello, pronto volvíaen busca de su hembra.

—Déjala en el suelo —me dijo Karl—. Verás como seacerca.

Y así fue. Se acercaba, inconsciente del peligro quecorría, loco de amor por la que yo había matado.

Karl tiró: aquello fue como si hubiera cortado el hiloque tenía suspendida al ave. Vi una cosa negra que caía;oí el ruido que produce al chocar con las juncos, y «Pie-rrot» me la trajo en la boca.

Metí al pato, frío ya, en un mismo zurrón... y aquelmismo día salí para París.

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APARICIÓN

SE HABLABA de secuestros a raíz de un reciente proceso.Era al final de una velada íntima en la rue de Grenelle,en una casa antigua, y cada cual tenía su historia, unahistoria que afirmaba que era verdadera.

Entonces el viejo marqués de la Tour-Samuel, deochenta y dos años, se levantó y se apoyó en la chimenea.Dijo, con voz un tanto temblorosa:

Yo también sé algo extraño, tan extraño que ha sidola obsesión de toda mi vida. Hace ahora cincuenta y seisaños que me ocurrió esta aventura, y no pasa ni un messin que la reviva en sueños. De aquel día me ha quedadouna marca, una huella de miedo, ¿entienden? Sí, sufrí unhorrible temor durante diez minutos, de una forma talque desde entonces una especie de terror constante haquedado para siempre en mi alma. Los ruidos inespera-dos me hacen sobresaltar hasta lo más profundo; los ob-jetos que distingo mal en las sombras de la noche me pro-ducen un deseo loco de huir. Por las noches tengo miedo.

¡Oh!, nunca hubiera confesado esto antes de llegar ala edad que tengo ahora. En estos momentos puedo con-tarlo todo. Cuando se tienen ochenta y dos años está per-

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mitido no ser valiente ante los peligros imaginarios. Antelos peligros verdaderos jamás he retrocedido, señoras.

Esta historia alteró de tal modo mi espíritu, me tras-tornó de una forma tan profunda, tan misteriosa, tan ho-rrible, que jamás hasta ahora la he contado. La he guar-dado en el fondo más íntimo de mí, en ese fondo dondeuno guarda los secretos penosos, los secretos vergonzo-sos, todas las debilidades inconfesables que tenemos ennuestra existencia.

Les contaré la aventura tal como ocurrió, sin intentarexplicarla. Por supuesto es explicable, a menos que yohaya sufrido una hora de locura. Pero no, no estuve loco,y les daré la prueba. Imaginen lo que quieran. He aquí loshechos desnudos.

Fue en 1827, en el mes de julio. Yo estaba de guarni-ción en Ruán.

Un día, mientras paseaba por el muelle, encontré aun hombre que creí reconocer sin recordar exactamentequién era. Hice instintivamente un movimiento para de-tenerme. El desconocido captó el gesto, me miró y se meechó a los brazos.

Era un amigo de juventud al que había querido mu-cho. Hacía cinco años que no lo veía, y desde entoncesparecía haber envejecido medio siglo. Tenía el pelo com-pletamente blanco; y caminaba encorvado, como agota-do. Comprendió mi sorpresa y me contó su vida. Una te-rrible desgracia lo había destrozado.

Se había enamorado locamente de una joven, y se ha-bía casado con ella en una especie de éxtasis de felicidad.Tras un año de una felicidad sobrehumana y de una pasióninagotada, ella había muerto repentinamente de una en-fermedad cardíaca, muerta por su propio amor, sin duda.

Él había abandonado su casa de campo el mismo díadel entierro, y había acudido a vivir a su casa en Ruán.

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Ahora vivía allí, solitario y desesperado, carcomido porel dolor, tan miserable que sólo pensaba en el suicidio.

—Puesto que te he encontrado de este modo —medijo—, me atrevo a pedirte que me hagas un gran servi-cio: ir a buscar a mi casa de campo, al secreter de mi habi-tación, de nuestra habitación, unos papeles que necesitourgentemente. No puedo encargarle esta misión a un sub-alterno o a un empleado porque es precisa una impene-trable discreción y un silencio absoluto. En cuanto a mí,por nada del mundo volvería a entrar en aquella casa.

»Te daré la llave de esa habitación, que yo mismo ce-rré al irme, y la llave de mi secreter. Además le entrega-rás una nota mía a mi jardinero que te abrirá la casa.

»Pero ven a desayunar conmigo mañana, y hablare-mos de todo eso.

Le prometí hacerle aquel sencillo servicio. No era másque un paseo para mí, su casa de campo se hallaba a unascinco leguas de Ruán. No era más que una hora a caballo.

A las diez de la mañana siguiente estaba en su casa.Desayunamos juntos, pero no pronunció ni veinte pala-bras. Me pidió que lo disculpara; el pensamiento de lavisita que iba a efectuar yo en aquella habitación, dondeyacía su felicidad, lo trastornaba, me dijo. Me pareció enefecto singularmente agitado, preocupado, como si en sualma se hubiera librado un misterioso combate.

Finalmente me explicó con exactitud lo que tenía quehacer. Era muy sencillo. Debía tomar dos paquetes decartas y un fajo de papeles cerrados en el primer cajón dela derecha del mueble del que tenía la llave. Añadió:

—No necesito suplicarte que no los mires.Me sentí casi herido por aquellas palabras, y se lo dije

un tanto vivamente. Balbuceó:—Perdóname, sufro demasiado.Y se echó a llorar.

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Me marché una hora más tarde para cumplir mi mi-sión.

Hacía un tiempo radiante, y avancé al trote largo porlos prados, escuchando el canto de las alondras y el rít-mico sonido de mi sable contra mi bota.

Luego entré en el bosque y puse mi caballo al paso.Las ramas de los árboles me acariciaban el rostro, y aveces atrapaba una hoja con los dientes y la masticabaávidamente, en una de estas alegrías de vivir que nos lle-nan, no se sabe por qué, de una felicidad tumultuosa ycomo inalcanzable, una especie de embriaguez de fuerza.

Al acercarme a la casa busqué en el bolsillo la cartaque llevaba para el jardinero, y me di cuenta con sorpre-sa de que estaba lacrada. Aquello me irritó de tal modoque estuve a punto de volver sobre mis pasos sin cumplirmi encargo. Luego pensé que con aquello mostraría unasensibilidad de mal gusto. Mi amigo había podido cerrarla carta sin darse cuenta de ello, turbado como estaba.

La casa parecía llevar veinte años abandonada. Labarrera, abierta y podrida, se mantenía en pie nadie sa-bía cómo. La hierba llenaba los caminos; no se distinguíanlos arriates del césped.

Al ruido que hice golpeando con el pie un postigo, unviejo salió por una puerta lateral y pareció estupefactode verme. Salté al suelo y le entregué la carta. La leyó,volvió a leerla, le dio la vuelta, me estudió de arriba aba-jo, se metió el papel en el bolsillo y dijo:

—¡Y bien! ¿Qué es lo que desea?Respondí bruscamente:—Usted debería de saberlo, ya que ha recibido den-

tro de ese sobre las órdenes de su amo; quiero entrar enla casa.

Pareció aterrado. Declaró:—Entonces, ¿piensa entrar en... en su habitación?

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Empecé a impacientarme.—¡Por Dios! ¿Acaso tiene usted intención de interro-

garme?Balbuceó:—No..., señor..., pero es que... es que no se ha abierto

desde... desde... la muerte. Si quiere esperarme cincominutos, iré... iré a ver si...

Lo interrumpí colérico.—¡Ah! Vamos, ¿se está burlando de mí? Usted no pue-

de entrar, porque aquí está la llave.No supo qué decir.—Entonces, señor, le indicaré el camino.—Señáleme la escalera y déjeme sólo. Sabré encon-

trarla sin usted.—Pero.... señor... sin embargo...Esta vez me irrité realmente.—Está bien, cállese, ¿quiere? O se las verá conmigo.Lo aparté violentamente y entré en la casa.Atravesé primero la cocina, luego dos pequeñas habi-

taciones que ocupaba aquel hombre con su mujer. Fran-queé un gran vestíbulo, subí la escalera, y reconocí lapuerta indicada por mi amigo.

La abrí sin problemas y entré.El apartamento estaba tan a oscuras que al principio

no distinguí nada. Me detuve, impresionado por aquelolor mohoso y húmedo de las habitaciones vacías y cerra-das, las habitaciones muertas. Luego, poco a poco, misojos se acostumbraron a la oscuridad, y vi claramente unagran pieza en desorden, con una cama sin sábanas, perocon sus colchones y sus almohadas, de las que una mos-traba la profunda huella de un codo o de una cabeza, comosi alguien acabara de apoyarse en ella.

Las sillas aparecían en desorden. Observé que unapuerta, sin duda la de un armario, estaba entreabierta.

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Me dirigí primero a la ventana para dar entrada a laluz del día y la abrí; pero los hierros de las contraventa-nas estaban tan oxidados que no pude hacerlos ceder.

Intenté incluso forzarlos con mi sable, sin conseguir-lo. Irritado ante aquellos esfuerzos inútiles, y puesto quemis ojos se habían acostumbrado al final perfectamente alas sombras, renuncié a la esperanza de conseguir másluz y me dirigí al secreter.

Me senté en un sillón, corrí la tapa, abrí el cajón in-dicado. Estaba lleno a rebosar. No necesitaba más quetres paquetes, que sabía cómo reconocer, y me puse abuscarlos.

Intentaba descifrar con los ojos muy abiertos lo escri-to en los distintos fajos, cuando creí escuchar, o más biensentir, un roce a mis espaldas. No le presté atención, pen-sando que una corriente de aire había agitado alguna tela.Pero, al cabo de un minuto, otro movimiento, casi indis-tinto, hizo que un pequeño estremecimiento desagrada-ble recorriera mi piel. Todo aquello era tan estúpido queni siquiera quise volverme, por pudor hacia mí mismo.Acababa de descubrir el segundo de los fajos que necesi-taba y tenía ya entre mis manos el tercero cuando un pro-fundo y penoso suspiro, lanzado contra mi espalda, mehizo dar un salto alocado a dos metros de allí. Me volví enmi movimiento, con la mano en la empuñadura de mi sa-ble, y ciertamente, si no lo hubiera sentido a mi lado, hu-biera huido de allí como un cobarde.

Una mujer alta vestida de blanco me contemplaba, depie detrás del sillón donde yo había estado sentado unsegundo antes.

¡Mis miembros sufrieron una sacudida tal que estuve apunto de caer de espaldas! ¡Oh! Nadie puede comprender,a menos que los haya experimentado, estos espantosos yestúpidos terrores. El alma se hunde; no se siente el cora-

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zón; todo el cuerpo se vuelve blando como una esponja,cabría decir que todo el interior de uno se desmorona.

No creo en los fantasmas; sin embargo, desfallecí bajoel horrible temor a los muertos, y sufrí, ¡oh!, sufrí en unosinstantes más que en todo el resto de mi vida, bajo la irre-sistible angustia de los terrores sobrenaturales.

¡Si ella no hubiera hablado, probablemente ahora es-taría muerto! Pero habló; habló con una voz dulce y dolo-rosa que hacía vibrar los nervios. No me atreveré a decirque recuperé el dominio de mí mismo y que la razón vol-vió a mí. No. Estaba tan extraviado que no sabía lo quehacía; pero aquella especie de fiereza íntima que hay enmí, un poco del orgullo de mi oficio también, me hacíanmantener, casi pese a mí mismo, una actitud honorable.Fingí ante mí, y ante ella sin duda, ante ella, fuera quienfuese, mujer o espectro. Me di cuenta de todo aquello mástarde, porque les aseguro que, en el instante de la apari-ción, no pensé en nada. Tenía miedo.

—¡Oh, señor! —me dijo—. ¡Puede hacerme un granservicio!

Quise responderle, pero me fue imposible pronunciaruna palabra. Un ruido vago brotó de mi garganta.

—¿Quiere? —insistió—. Puede salvarme, curarme.Sufro atrozmente. Sufro, ¡oh, sí, sufro!

Y se sentó suavemente en mi sillón. Me miraba.—¿Quiere?Afirmé con la cabeza incapaz de hallar todavía mi voz.Entonces ella me tendió un peine de carey y murmuró:—Péineme, ¡oh!, péineme; eso me curará; es preciso

que me peinen. Mire mi cabeza... Cómo sufro; ¡cuanto meduelen los cabellos!

Sus cabellos sueltos, muy largos, muy negros, me pa-recieron, colgaban por encima del respaldo del sillón yllegaban hasta el suelo.

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¿Por qué hice aquello? ¿Por qué recibí con un estreme-cimiento aquel peine, y por qué tomé en mis manos suslargos cabellos que dieron a mi piel una sensación de fríoatroz, como si hubiera manejado serpientes? No lo sé.

Esta sensación permaneció en mis dedos, y me estre-mezco cuando pienso en ella.

La peiné. Manejé no sé cómo aquella cabellera de hie-lo. La retorcí, la anudé y la desanudé; la trencé como setrenza la crin de un caballo. Ella suspiraba, inclinaba lacabeza, parecía feliz.

De pronto me dijo «¡Gracias!», me arrancó el peine lasmanos y huyó por la puerta que había observado que es-taba entreabierta.

Ya solo, sufrí durante unos segundos ese trastornode desconcierto que se produce al despertar después deuna pesadilla. Luego recuperé finalmente los sentidos;corrí a la ventana y rompí las contraventanas con un fu-rioso golpe.

Entró un chorro de luz diurna. Corrí hacia la puertapor donde ella se había ido. La hallé cerrada e infran-queable.

Entonces me invadió una fiebre de huida, un pánico,el verdadero pánico de las batallas. Cogí bruscamente lostres paquetes de cartas del abierto secreter; atravesécorriendo el apartamento, salté los peldaños de la esca-lera de cuatro en cuatro, me hallé fuera no sé por dónde,y, al ver a mi caballo a diez pasos de mí, lo monté de unsalto y partí al galope.

No me detuve más que en Ruán, delante de mi aloja-miento. Tras arrojar la brida a mi ordenanza, me refugiéen mi habitación, donde me encerré para reflexionar.

Entonces, durante una hora, me pregunté ansiosa-mente si no habría sido juguete de una alucinación. Cier-tamente, había sufrido una de aquellas incomprensibles

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sacudidas nerviosas, uno de aquellos trastornos del ce-rebro que dan nacimiento a los milagros y a los que debesu poder lo sobrenatural.

E iba ya a creer en una visión, en un error de missentidos, cuando me acerqué a la ventana. Mis ojos, porazar, descendieron sobre mi pecho. ¡La chaqueta de miuniforme estaba llena de largos cabellos femeninos quese habían enredado en los botones!

Los cogí uno por uno y los arrojé fuera por la ventanacon un temblor de los dedos.

Luego llamé a mi ordenanza. Me sentía demasiadoemocionado, demasiado trastornado para ir aquel mismodía a casa de mi amigo. Además, deseaba reflexionar afondo lo que debía decirle.

Le hice llevar las cartas, de las que extendió un reci-bo al soldado. Se informó sobre mí. El soldado le dijo queno me encontraba bien, que había sufrido una ligera inso-lación, no sé qué. Pareció inquieto.

Fui a su casa a la mañana siguiente, poco después deamanecer, dispuesto a contarle la verdad. Había salidoel día anterior por la noche y no había vuelto.

Volví aquel mismo día, y no había vuelto. Aguardé unasemana. No reapareció. Entonces previne a la justicia.Se le hizo buscar por todas partes, sin descubrir la másmínima huella de su paso o de su destino.

Se efectuó una visita minuciosa a la casa de campoabandonada. No se descubrió nada sospechoso allí.

Ningún indicio reveló que hubiera alguna mujer ocul-ta en aquel lugar.

La investigación no llegó a ningún resultado, y laspesquisas fueron abandonadas.

Y, tras cincuenta y seis años, no he conseguido averi-guar nada. No sé nada más.

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BLANCO Y AZUL

MI PEQUEÑA barca, mi querida barquita, toda blanca conuna red a lo largo de la borda, iba suavemente, suave-mente sobre la mar en calma, en calma, adormilada, den-sa, y también azul, azul de un azul transparente, líquido,donde la luz se hundía , la luz azul, hasta las rocas delfondo.

Los chalets, los hermosos chalets blancos, todos blan-cos, observaban a través de sus ventanas abiertas el Me-diterráneo que venía a acariciar los muros de sus jardi-nes, de sus hermosos jardines llenos de palmeras, deáloes, de árboles siempre verdes y de plantas siempre enflor.

Le dije a mi marinero, que remaba despacio, que sedetuviera delante de la puerta de mi amigo Pol. Y gritécon todos mis pulmones:

—¡Pol, Pol, Pol!Apareció en su balcón, asustado como un hombre que

uno acaba de despertar. El enorme sol de la una, deslum-brándolo, le hacía cubrirse los ojos con la mano.

Le grité:

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—¿Quieres dar una vuelta ?—Voy, respondióY cinco minutos más tarde subía en mi barquita.Le dije a mi marinero que se dirigiera hacia alta mar.Pol había traído su periódico, que no había podido leer

por la mañana, y, tumbado al fondo del barco, se puso aojearlo.

Yo miraba la tierra. A medida que me alejaba de laorilla, toda la ciudad aparecía, la hermosa ciudad blanca,tendida totalmente al borde de las olas azules. Después,por encima, la primera montaña, la primera grada, ungran bosque de abetos, lleno también de chalets, de cha-lets blancos, aquí y allá, parecidos a orondos huevos depájaros gigantes. Se esparcían a medida que nos aproxi-mábamos a la cima, y sobre la cumbre se veía uno muygrande, cuadrado, un hotel, tal vez, y tan blanco que pa-recía que se había vuelto a pintar la misma mañana.

Mi marinero remaba apáticamente, en meridionaltranquilo; y como el sol que quemaba en el medio del cie-lo azul me cansaba los ojos, miré hacia el agua, el aguaazul, profunda, a la cual los remos destruían su reposo.

Pol me dijo:—Siempre nieva en París. Hay helada todas las no-

ches a 6 grados.Yo aspiraba el aire tibio inflando mi pecho, el aire

inmóvil, adormilado sobre el mar, el aire azul. Y volví alevantar los ojos.

Y vi detrás la montaña verde, y por encima, allá, lainmensa montaña blanca aparecía. No se la descubría enun instante. Ahora, comenzaba a mostrar su gran paredde nieve, su alta pared brillante, cercada por una tenuecintura de cimas heladas, de cimas blancas, agudas comopirámides, a lo largo de la orilla, la suave orilla cálida,donde crecen las palmeras, donde florecen las anémonas.

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Le dije a Pol:—Aquí está la nieve, mira. Y le mostré los Alpes.La extensa cadena blanca se extendía hasta perderse

de vista y crecía en el cielo con cada golpe de remo queazotaba el agua azul. La nieve parecía tan vecina, tan pró-xima, tan espesa, tan amenazante que me daba miedo,me daba frío.

Luego descubrimos más abajo una línea negra, dere-cha, cortando la montaña en dos. Allá donde el sol de fue-go dijo a la nieve de hielo: «Tú no irás más lejos».

Pol, que sujetaba siempre su periódico, pronunció:—Las noticias de Piémont son terribles. Las avalan-

chas han destruido dieciocho pueblos. Escucha esto; y leyó:«Las noticias del valle de Aoste son terribles. La pobla-ción enloquecida no tiene ya descanso. Las avalanchassepultan una y otra vez los pueblos. En el valle de Lucer-na los desastres son también graves. En Locane, sietemuertos, en Sparone, quince, en Romborgogno, ocho, enRonco, Valprato, Campiglia, que la nieve ha cubierto, con-tamos treinta y dos cadáveres. En Pirronne, en Saint-Damien, en Musternale, en Demonte, en Massello, enChiabrano, los muertos son igualmente numerosos. Elpueblo de Balzéglia ha desaparecido completamente bajola avalancha. Nadie recuerda haber visto semejante cala-midad.

»Detalles horribles nos llegan de todas las costas. Heaquí una entre mil:

»Un valiente hombre de Groscavallo vivía con su mu-jer y sus dos niños. La mujer estaba enferma desde hacíamucho tiempo.

»El domingo, día del desastre, el padre cuidaba a sumujer, ayudado por su hija, mientras que su hijo estabaen casa de un vecino.

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»De repente, una enorme avalancha cubre la choza yla destruye. Una gruesa viga, al caer, corta casi en dos alpadre, que muere en el instante. La madre fue protegidapor la misma viga, pero uno de sus brazos queda cortadoy triturado debajo.

»Con su otra mano podía tocar a su hija, prisioneraigualmente bajo el montón de madera. La pobre pequeñagritó “Socorro” durante casi treinta horas. De vez en cuan-do decía: “Mamá, dame tu almohada para mi cabeza. Meduele.”

»Sólo la madre ha sobrevivido.»Nosotros observábamos ahora la montaña, la enorme

montaña blanca que siempre crecía, mientras que la otra,la montaña verde, no parecía más que una enana a suspies.

La ciudad había desaparecido en la lejanía.Nada más que la mar azul alrededor de nosotros, bajo

nosotros, delante de nosotros, y los Alpes blancos detrásde nosotros, los Alpes gigantes con su pesada capa denieve.

Por encima de nosotros, el cielo ligero ¡de un suaveazul dorado de luz!

¡Oh! ¡Hermoso día!Pol continuó:—¡Debe de ser horroroso esta muerte, bajo esta pesa-

da espuma de hielo!Y suavemente llevado por el mar, acunado por el

movimiento de los remos, lejos de tierra, de la que noveía más que la cresta blanca, pensaba en esta pobre ypequeña humanidad, en esta insignificancia de vida, tanmodesta y tan hostigada, que se movía sobre este granode arena perdido en la polvareda de los mundos, en estamiserable tropa de hombres, diezmado por las enferme-dades, aplastado por las avalanchas, sacudido y pertur-

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bado por los temblores de tierra, en estos pobres peque-ños seres invisibles desde un kilómetro, y tan locos, tanvanidosos, tan pendencieros, que se matan unos a otros,no teniendo más que unos días para vivir. Yo comparabalas moscas que viven unas horas con los animales que vi-ven algunos años, con los universos que viven algunossiglos. ¿Qué es todo esto?

Pol dijo:—Sé una buena historia de nieve.Le dije:—Cuenta.Él siguió:—¿Te acuerdas del gran Radier, Jules Radier, el gua-

po de Jules?—Sí, perfectamente—Tú sabes cómo estaba orgulloso de su cabeza, de sus

cabellos, de su torso, de su vigor, de sus bigotes. Él teníatodo mejor que los demás, pensaba. Y era un destrozacorazones, un irresistible, uno de esos buenos mozos demedia estopa que tienen mucho éxito sin que uno separealmente por qué.

»Ellos no son ni inteligentes, ni finos, ni delicados,pero tienen un temperamento de galantes chicos carni-ceros. Esto es suficiente.

»El pasado invierno, estando París cubierto de nieve,fui a un baile a casa de una galante mujer, que conoces, labella Sylvie Raymond.»

—Sí, perfectamente.—Jules Radier estaba allí, llevado por un amigo, y yo

vi cómo él agradaba mucho a la señora de la casa. Yo pen-sé: «He aquí uno al que la nieve no molestará en absolutopara irse esta noche».

»Luego me ocupé yo mismo de buscar alguna distrac-ción entre el montón de bellas disponibles.

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»No tuve éxito. No todo el mundo es Jules Radier yme fui, completamente solo, hacia la una de la mañana.

»Delante de la puerta, una decena de simones espe-raban tristemente a los últimos invitados. Parecían te-ner ganas de cerrar sus ojos amarillos, que miraban lasaceras blancas.

»Como no vivía lejos, quise volver a pié. Y al girar lacalle percibí una cosa extraña: una gran sombra negra,un hombre, un gran hombre, se meneaba, iba, venía, pati-naba en la nieve levantándola, arrojándola, esparciéndo-la delante de él. ¿Era un loco? Me acerqué con precau-ción. Era el bello Jules.

»Sujetaba con una mano sus botines de charol y de laotra sus calcetines. Su pantalón estaba subido por enci-ma de sus rodillas, y corría en redondo, como en una doma,empapando sus pies desnudos en esta espuma helada,buscando los lugares donde permanecía intacta, más es-pesa y más blanca. Se movía, daba coces, hacía movimien-tos de encerador de suelo.

»Permanecí estupefacto.»Murmuré:»—¡Pero qué! ¿Perdiste la cabeza?»Él respondió sin pararse:»—En absoluto, me lavo los pies. Figúrate que he se-

ducido a la bella Sylvie. ¡Hay una oportunidad! Y creoque mi buena suerte va a materializarse esta misma no-che. Al hierro candente hay que batir de repente. Yo nohabía previsto esto, sino habría tomado un baño.»

Pol concluyó:—Como puedes ver la nieve es útil para alguna cosa.Mi marinero, cansado, había dejado de remar. Per-

manecimos inmóviles sobre el agua serena.Le dije al hombre:—Volvamos. Y él retomó los remos.

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A medida que nos aproximábamos a tierra, la altamontaña blanca disminuía su altura, se hundía detrás dela otra, la montaña verde.

La ciudad volvió a aparecer, semejante a una espu-ma, una espuma blanca, al borde del mar azul. Los cha-lets se mostraron entre los árboles. Ya no percibíamosmás que una línea de nieve, por encima, la línea labradade cimas que se perdía a la derecha, hacia Niza.

Después, una única cumbre quedó visible, una grancumbre que desaparecía poco a poco ella misma, comidapor la costa más próxima.

Y pronto no vimos nada más que la orilla de la ciu-dad, la ciudad blanca y el mar azul sobre el que se desli-zaba mi barquita, mi querida barquita, al suave ruido delos remos.

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BOLA DE SEBO

DURANTE varios días habían atravesado por la ciudad losrestos del ejército derrotado. Más que tropas, aquellaseran hordas desbandadas. Los soldados tenían la barbacrecida y sucia y el uniforme hecho jirones, y avanzabanvacilantes y abatidos, sin bandera y sin regimiento. To-dos parecían anonadados, derrengados, andando sólo porcostumbre y cayéndose de fatiga en cuanto se detenían.La mayoría eran movilizados, gentes pacíficas, rentistastranquilos, rendidos bajo el peso del fusil; o jóvenes vo-luntarios decididos, vivarachos, propensos al pánico yprontos para el entusiasmo, dispuestos al ataque como ala huida. También, entre ellos, algunos pantalones rojos,restos de una división diezmada en una gran batalla; sol-dados de uniforme oscuro alineados con los de artillería,y de trecho en trecho el brillante casco de un dragón detardo paso, que seguía a duras penas la marcha más lige-ra de los soldados de línea.

Pasaban, a su vez, con trazas de bandoleros, legionesde francotiradores, con nombres heroicos, como Los Ven-gadores de la Derrota, Los Ciudadanos de la Tumba, LosAmigos hasta la Muerte.

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Sus jefes, antiguos comerciantes en telas o en granos,ex mercaderes de sebo o de jabón, guerreros de circuns-tancias, nombrados oficiales por su dinero o por el largode sus bigotes, cubiertos de armas, de franela y de galo-nes, hablaban con voz altisonante, discutían planes decampaña, pretendiendo sostener solos sobre sus hombrosfanfarrones a la Francia agonizante, aunque en realidadtemían a sus propios soldados, gentes de pelo en pecho,valientes hasta más no poder, saqueadores y viciosos,como todos los mercenarios de su especie.

Por aquellos días se decía que los prusianos iban aentrar en Rouen.

La Guardia Nacional, que hacía dos meses practicabacon gran lujo de precauciones frecuentes reconocimien-tos en los bosques vecinos, fusilando a menudo a sus pro-pios centinelas, aprestándose al combate cada vez queun conejo removía la maleza, ya había regresado a suscasas. Sus armas, sus uniformes, todo el mortífero empa-que con que había aterrorizado hacía poco los caminosnacionales en tres leguas a la redonda, desaparecieronsúbitamente.

Los últimos soldados franceses acababan, como he-mos dicho, de atravesar el Sena para ganar Pont-Audemerpor Saint-Sever y Bourg-Achard, y tras ellos su general,desesperado, tratando en vano de reunir los dispersosrestos de su ejército, arrastrado asimismo en el tremen-do desastre de un pueblo acostumbrado a vencer y desas-trosamente derrotado a pesar de su legendaria bravura,marchaba a pie entre dos de sus ayudantes.

Todo esto daba a la ciudad un aspecto de calma pro-funda, de inquieta y terrible expectativa que parecía pe-sar sobre ella, imponiéndole un silencio solemne. Muchosburgueses acaudalados, embotados por el comercio, es-peraban ansiosamente a los vencedores, temblando que

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considerasen como armas de combate los asadores o losgrandes cuchillos de cocina.

La vida parecía detenida, paralizada, suspensa; lastiendas permanecían cerradas, las calles mudas. De cuan-do en cuando un transeúnte, intimidado por este silen-cio, se deslizaba rápidamente a lo largo de las paredes.

La angustia de la expectación hacía desear la llegadadel enemigo.

En la tarde del día que siguió a la partida de las tro-pas francesas, algunos alanos salidos de no se sabe dón-de atravesaron velozmente la ciudad. Más tarde, unamasa negra descendió por la parte de Santa Catalina, entanto que otras dos oleadas de invasores aparecían porlos caminos de Darnetal y de Boisguillaume. Las vanguar-dias de los tres cuerpos se unieron en un momento preci-so sobre la Plaza del Ayuntamiento, y por todas las callesafluentes desembocó el ejército alemán desplegando susbatallones que hacían resonar en el empedrado el com-pás de su paso rítmico y duro.

Las voces de mando lanzadas con voz extraña y gutu-ral resonaban en el interior de las casas que parecíanmuertas y desiertas, mientras que detrás de las vidrie-ras cerradas algunas curiosas miradas espiaban a aque-llos hombres victoriosos, dueños de la ciudad y de susvidas y haciendas por derecho de conquista. Los vecinos,en sus habitaciones sombrías, sentían el abatimiento queproducen los cataclismos, las grandes hecatombes de latierra, contra las cuales toda prudencia y toda fuerza soninútiles. Esta sensación reaparece cuantas veces se alte-ra el orden establecido de las cosas; siempre que deja deexistir la seguridad personal, y las leyes de los hombreso de la naturaleza, se encuentran a merced de una bruta-lidad inconsciente y feroz. El terremoto aplastando bajosus derribadas casas a un pueblo entero; el río desborda-

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do que arrastra en revuelta confusión hombres, animalesy árboles, o el ejército victorioso acuchillando a los quese defienden, haciendo a los demás prisioneros y ensa-ñándose en nombre del sable, glorificando a Dios entreel humo de la pólvora y el estampido del cañón, son otrostantos azotes de la humanidad, que destruyen todacreencia en la eterna justicia, toda la confianza que senos enseña a tener en la protección del cielo yen la ra-zón humana.

Comenzaba la tropa a alojarse y pequeños destaca-mentos llamaban a las puertas de las casas, desapare-ciendo en seguida dentro de ellas. Aquello era, tras lainvasión, la ocupación. Comenzaba para el vencido el de-ber de mostrarse generoso con los vencedores. Al cabode algún tiempo, una vez desaparecidos los primeros te-rrores, se restableció la calma. En muchas casas el oficialprusiano comía en la mesa con la familia. Alguno bieneducado lamentaba lo sucedido, compadecía a Francia ycon gran cortesía manifestaba la repugnancia que le ins-piraba tal guerra. Estos sentimientos le eran agradeci-dos, teniendo en cuenta, además, que un día u otro po-drían tener necesidad de su protección. Adulándolo, talvez se evitaban tener que alimentar a unos cuantos más.¿Y por qué ofender a aquel de quien en la actualidad sedependía por entero?

Obrar de tal modo, fuera más temeridad que valentía.Y la temeridad ya no es uno de los defectos de los habitan-tes de Rouen, como en la época de las heroicas defensascon que se hizo ilustre la ciudad. Por último —razón su-prema fundada en la proverbial urbanidad francesa—,decíase que era muy lícito ser cortés dentro de casa conel soldado extranjero, con tal de no familiarizarse con élen público. Fuera del domicilio, ya no se conocían; perodentro de él, hablábase a gusto con el alemán, y éste per-

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manecía cada vez más largo tiempo, por las noches, alamor de la lumbre ante el hogar común.

También la ciudad iba recobrando poco a poco su as-pecto habitual. Los franceses no salían aún, pero los sol-dados alemanes hormigueaban por las calles. Por lo de-más, los oficiales de húsares azules, arrastrando con arro-gancia sus mortíferos instrumentos sobre las losas, noparecían sentir por los simples paisanos mucho mayormenosprecio que los oficiales de cazadores que un añoantes frecuentaban los mismos cafés.

Sin embargo, había un no sé qué en el ambiente; algosutil y desconocido, una intolerable atmósfera de extra-ñeza; algo como un olor difuso: el olor de la invasión. Lle-naba los domicilios particulares y las plazas públicas, cam-biaba el sabor de los alimentos, produciendo esa impre-sión que se experimenta al hallarse de viaje muy lejos,entre tribus bárbaras y peligrosas.

Los vencedores exigían dinero, mucho dinero. Loshabitantes pagaban siempre; para eso eran ricos. Pero,cuanto más opulento se vuelve un negociante normando,más le hace sufrir todo sacrificio, toda partícula de sufortuna que ve deslizarse a manos de otro.

Y así sucedía que dos o tres leguas más abajo de laciudad, siguiendo el curso del río, hacia Croisset, Diep-pedalle o Diessart, los marineros y los pescadores extraíancon frecuencia del fondo del agua algún cadáver alemán,hinchado dentro de su uniforme, muerto de una cuchilla-da o de un estacazo, con la cabeza aplastada por una pie-dra, o arrojado al agua de un empujón desde lo alto delpuente. Los légamos del río sepultaban aquellas vengan-zas oscuras, salvajes y legítimas, heroísmos incógnitos,mudos ataques, más peligrosos que las batallas a camporaso y sin la resonancia de la gloria. Porque el odio alextranjero arma siempre el brazo de algunos intrépidosdecididos a morir por un ideal.

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De todos modos, como los invasores, aún sometiendola ciudad a su inflexible disciplina, no cometieron ningu-no de los horrores que según pública voz y fama decíaseque iban realizando en toda la carrera de su marcha triun-fal, las gentes se animaban y la necesidad de los negociosiba de nuevo manifestándose en el ánimo de los comer-ciantes del país. Algunos tenían grandes intereses com-prometidos en El Havre, ocupado por el ejército francés,y quisieron hacer la prueba de llegar a dicho puerto yen-do por tierra a Dieppe, donde se embarcarían.

Se puso en juego la influencia de los oficiales alema-nes conocidos, y se obtuvo del general en jefe una autori-zación para la partida.

Así, pues, habiéndose tomado para el viaje una dili-gencia de cuatro caballos, e inscrito diez personas en casadel mayoral, se fijó la marcha para un martes de madru-gada, antes del alba, con el fin de evitar que se reunieragente.

Desde algún tiempo antes las heladas habían endure-cido el suelo; y el lunes, a eso de las tres, grandes nuba-rrones oscuros procedentes del norte trajeron nieve, quecayó sin interrupción durante toda la tarde y toda la no-che.

A las cuatro y media de la madrugada se reunieronlos viajeros en el patio del hotel de Normandía para su-bir al coche.

Estaban medio dormidos y tiritando de frío bajo lasmantas y abrigos. Veíase poco en la oscuridad, y lo abul-tado de los gruesos y amplios trajes de invierno hacíaque todos aquellos cuerpos se asemejasen a gordos cléri-gos vestidos con sus largas sotanas. Dos de los viajeros sereconocieron; un tercero les abordó y trabaron conversa-ción. “Voy con mi mujer”, decía uno. “Yo también.” “Y yo.”El primero añadió: “Ya no volveremos a Rouen, y si los

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prusianos se acercan a El Havre nos iremos a Inglate-rra”. Todos ellos eran de naturaleza semejante y no esextraño que tuvieran los mismos proyectos.

Aún no habían empezado a enganchar el coche. Unmozo de cuadra, que se alumbraba con una pequeña lin-terna, salía de vez en cuando por una puerta oscura, paradesaparecer inmediatamente por otra. Los caballos he-rían con los cascos el suelo, produciendo un ruido amor-tiguado por el estiércol de las pesebreras, y en el fondodel edificio se oía una voz masculina que blasfemaba ha-blando a los caballos. Un ligero rumor de cascabeles anun-ció que se preparaban los arneses; este rumor se convir-tió bien pronto en un tintineo claro y continuo, acompa-sado por los movimientos del animal y acompañado porel ruido mate de las herraduras al golpear el suelo.

La puerta se cerró súbitamente. Cesó todo ruido. Losburgueses, helados, habían enmudecido, quedándose in-móviles y rígidos.

Una espesa cortina de blancos y brillantes copos caíasin interrupción, borrando las formas, espolvoreando lascasas y cubriéndolas con una helada capa; el profundo si-lencio que envolvía a la ciudad en una atmósfera tranquilay glacial era interrumpido solamente por el vago y flotan-te rumor de la nieve al caer, rumor sin nombre, sensaciónmás que ruido, amontonamiento de átomos ligeros queparecen querer llenar el espacio, cubrir el mundo.

Volvió a aparecer el hombre con su linterna, arras-trando del extremo de un ronzal un caballo escuálido quese resistía a caminar. Lo arrimó a la lanza, hebilló lostiros, dio varias vueltas en torno de él para asegurar losarneses, sirviéndose de la mano que le quedaba libre, puestenía que alumbrarse con la otra. Al dirigirse en buscadel segundo caballo, notó a los inmóviles viajeros, blan-cos ya por la nieve, y les dijo:

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—¿Por qué no suben al coche y estarán abrigados, porlo menos?

Nadie había pensado en cosa tan sencilla y no hubonecesidad de repetírselo; todos se precipitaron a ocuparsus asientos. Los tres hombres, después de instalar a susmujeres en el fondo, subieron al coche; las siluetas inde-cisas de los demás se dirigieron a ocupar los últimos asien-tos sin cambiar palabras entre sí.

El suelo del carruaje estaba cubierto de paja y los piesse hundían en ella. Las señoras, que habían entrado pri-mero, traían pequeños calentadores de cobre que funcio-naban con un combustible químico; prepararon estos apa-ratos y durante algún tiempo enumeraron a media vozsus ventajas, repitiéndose cosas que ya sabían de largotiempo.

Enganchada por fin la diligencia, con seis caballos envez de cuatro, a causa de lo penoso del arrastre, una vozpreguntó desde fuera:

—¿Está arriba todo el mundo?Otra voz contestó desde dentro:—Sí.Y arrancaron los caballos.Avanzaba el carruaje despacio, muy despacio, a paso

lento. Hundíanse las ruedas en la nieve; la caja enterachirriaba con sordos crujidos; los animales resbalaban,daban resoplidos, echaban vaho; y el gigantesco látigo delcochero restallaba constantemente, revolvíase en todosentido, enlazándose y desenlazándose como una serpien-te sutil, cruzando bruscamente alguna grupa redonda, laque se distendía entonces con un esfuerzo más violento.

Imperceptiblemente iba amaneciendo. Ya no caíanaquellos copos livianos que uno de los viajeros, ruanés depura sangre, había comparado a una lluvia de algodón.Una claridad turbia se filtraba a través de grandes nubes

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oscuras y densas, que abrillantaban la blancura de loscampos, donde ora se presentaba una fila de altos árbo-les cubiertos de escarchas, ora una choza con un capu-chón de nieve.

Dentro del carruaje mirábanse unos a otros curiosa-mente, a la triste claridad de aquel amanecer.

En los mejores sitios del fondo dormitaban frente afrente el señor y la señora de Loiseau, comerciantes devinos al por mayor, de la calle del Grand-Port.

Antiguo dependiente de un amo arruinado en el ne-gocio, Loiseau tomó en traspaso el establecimiento e hizofortuna. Vendía muy barato pésimos vinos a los modes-tos taberneros del campo, y pasaba entre sus conocidos yamigos por un bribón consumado, un verdadero norman-do lleno de astucia y de jovialidad.

Tan extendida estaba su fama de ladrón, que ciertodía un señor Toumel, autor de fábulas y canciones, inge-nio mordaz y sutil —una gloria local— había propuestoen la prefectura a las señoras, a quienes veía algo aburri-das y soñolientas, jugar un poco al “Pájaro volador”. Lafrase voló a través de los salones del prefecto, y entrandoen los de la ciudad, hizo desternillar de risa durante unmes a todo el mundo en la provincia.

Loiseau era célebre, además, por sus supercherías detodas clases, sus bromas buenas o pesadas, y nadie ha-blaba de él sin añadir inmediatamente: “Es impagableeste Loiseau”.

Era pequeño de estatura, con un vientre en forma deglobo y la cara apoplética encuadrada entre unas patillasgrises.

Su mujer, alta, fuerte, resuelta, con la voz hombrunay la decisión rápida, era el orden y la aritmética de lacasa de comercio que él animaba con su alegre actividad.

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Al lado de ellos, en actitud digna, como si pertenecie-se a una casta superior, estaba el señor Carré-Lamadon,hombre importante, del comercio de algodones, propie-tario de tres hilanderías, oficial de la Legión de Honor ymiembro del Consejo General. Había sido durante todoel imperio jefe de la oposición moderada, únicamente porhacerse pagar más cara su hostilidad a la causa que com-batía con armas corteses, según su propia expresión. Laseñora Carré-Lamadon, mucho más joven que su marido,era el consuelo de los oficiales de buena familia, envia-dos de guarnición a Rouen.

Junto a su marido se veía pequeñita, aniñada, bonita,arropada entre sus pieles y mirando con ojos afligidos ellamentable interior del carruaje.

Sus vecinos, el conde y la condesa Hubert de Bréville,llevaban uno de los nombres más antiguos y de más abo-lengo de Normandía. El conde, viejo gentilhombre, deaspecto majestuoso, se esforzaba en acentuar, por mediode afeites y artificios, su natural parecido con el rey En-rique IV, que, según una leyenda gloriosa para la familia,había tenido amores con una dama de Bréville, que re-sultó embarazada, por cuyo hecho el marido había llega-do a ser conde y gobernador de provincia.

Colega del señor Carré-Lamadon en el Consejo Ge-neral, el conde Hubert representaba en el departamentoal partido orleanista. La historia de su casamiento con lahija de un insignificante armador de Nantes había per-manecido siempre en el misterio. Pero como la condesatenía aires de gran señora, recibía como nadie y pasabapor haber sido amante de uno de los hijos de Luis Felipe,toda la nobleza la solicitaba y su salón había llegado a serel primero de todos, el único donde se conservaba la clá-sica galantería y al que se hacía difícil la entrada.

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La fortuna de los Bréville, toda en bienes raíces, al-canzaba, según se decía, a quinientas mil libras de renta.

Estas seis personas que ocupaban el fondo del cocheformaban el partido de la sociedad pudiente, serena, fuer-te; gentes honradas, autorizadas, de las que tienen reli-gión y principios.

Por una rara casualidad, todas las mujeres estabanen el mismo banco; la condesa tenía además por vecinasa dos buenas monjitas, que pasaban las cuentas de unoslargos rosarios, mascullando Padrenuestros y Avemarías.Una de ellas era anciana, con el rostro salpicado de cica-trices de viruela, como si hubiese recibido a boca de jarroen plena cara una andanada de metralla. La otra, muymenudita, tenía linda y delicada cabeza, puesta sobre unpecho de tísica devorada por esa sed inextinguible queabrasa a los mártires e iluminados.

Frente a las dos religiosas, atraían las miradas de to-dos un hombre y una mujer.

El hombre, muy conocido, era el demócrata Cornudet,espanto de las gentes respetables. Desde veinte añosatrás, sus grandes barbas rojas se remojaban en los bocksde todos los cafés democráticos. Con sus hermanos y susamigos se había comido una bonita fortuna que heredóde su padre, antiguo confitero, y esperaba con impacien-cia el establecimiento de la República para obtener porfin el puesto merecido por tantas comilonas revolu-cionarias. El 4 de septiembre, quizá por efecto de unabroma, creyóse nombrado prefecto; pero cuando trató detomar posesión del cargo, los mozos de la oficina, únicosque no quedaron cesantes, se negaron a reconocerle, loque lo obligó a retirarse. Buen muchacho, por lo demás,inofensivo y servicial, se había ocupado con un ardor in-comparable en organizar la defensa. Había hecho abrirzanjas en las llanuras, esparcir por el suelo todos los ar-

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bolillos de los bosques inmediatos, sembrar de obstácu-los todos los caminos; y al aproximarse el enemigo, satis-fecho de sus preparativos, se había replegado rápidamentea la ciudad. Pensaba hacerse más útil en El Havre, don-de iban a ser necesarios nuevos atrinche-ramientos.

La mujer sentada a su lado, una de esas a quienes sellama “galantes”, era célebre por su precoz obesidad, quele valió el apodo de Bola de Sebo. Pequeña, redonda portodas partes, gorda a reventar, con dedos hinchados, es-trangulados en las falanges, parecidos a sartas de peque-ñas salchichas; con su piel lustrosa y tersa, y unos pechosenormes, que abultaban muchísimo bajo el corpiño, nodejaba de ser, sin embargo, apetecible y apetecida, puesseducía su frescura. Su cara era una manzana roja, uncapullo de peonía próxima a florecer; en ella abríanse,arriba, un par de magníficos ojos negros, sombreados porlargas y espesas cejas, que arrojaban su sombra hasta elinterior de ellos, y abajo una boca encantadora, pequeña,húmeda para los besos, adornada con unos dientecillosrelucientes y menudos.

Afirmábase que poseía mil cualidades inapreciables.En cuanto la reconocieron, principiaron los cuchicheosentre las mujeres honradas; y las palabras “prostituta”,“vergüenza pública”, se pronunciaron tan alto que la hi-cieron levantar la cabeza. Echó entonces a sus vecinosuna mirada tan provocadora y atrevida, que reinó al pun-to gran silencio, y todos bajaron la vista, a excepción deLoiseau, que la miraba a hurtadillas con aire picaresco.

Pero muy pronto se reanudó la charla entre las tresseñoras, a quienes la presencia de aquella pécora habíaconvertido súbitamente en amigas casi íntimas. Pareciólesque debían formar como un haz, con sus honores de espo-sas, frente a aquella perdida sin vergüenza; porque el amorlegal trata con altanería a su colega el amor libre.

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También los tres señores, aproximados por un instin-to conservador ante Cornudet, hablaban de dinero concierto tono desdeñoso para los pobres. El conde Hubertenumeraba los perjuicios que le habían ocasionado losprusianos, las pérdidas que supondrían los ganados ro-bados y las cosechas destruidas, con un aplomo de granseñor diez veces millonario, a quien semejantes desas-tres apenas le molestarían un año. El señor Carré-Lamadon, muy experto en la industria algodonera, habíatenido la precaución de enviar a Inglaterra seiscientosmil francos, una bicoca que economizaba para cualquieraocasión. En cuanto a Loiseau, se las había sabido arre-glar para vender a la administración militar francesa to-dos los vinos comunes que le quedaban en la bodega, deforma que el Estado le debía una considerable cantidad,que esperaba cobrar en El Havre.

Y los tres dirigíanse rápidas y expresivas miradas.Aun cuando de condición diferente, sentíanse por el di-nero hermanos en la gran masonería de los ricos, de losque hacen sonar el oro al introducir la mano en los bolsi-llos de los pantalones.

Iba el carruaje con tanta lentitud que a las diez de lamañana sólo habían caminado cuatro leguas. Los hom-bres descendieron de él tres veces, para subir a pie lascuestas. Principiaban a inquietarse, porque había que al-morzar en Totes, y se desconfiaba ya de llegar allí antesde la noche. Cada cual husmeaba por descubrir algúnmesón en el camino, cuando la diligencia se atascó en unmontón de nieve, y se necesitaron dos horas para hacerlaarrancar de nuevo.

El apetito iba en aumento y trastornaba los ánimos;no se columbraba ningún bodegón ni taberna, pues laproximidad de los prusianos y el paso de las tropas fran-cesas, medio muertas de hambre, habían asustado a to-dos los comerciantes.

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Corrieron los señores en busca de víveres por todaslas granjas de orillas de la carretera; pero no encontra-ron ni pan, porque el desconfiado lugareño ocultaba susprovisiones de reserva por miedo a ser robado por la tro-pa, que cuando encontraba algo que masticar lo tomaba ala fuerza.

A eso de la una de la tarde, Loiseau anunció que nopodía soportar el dolor de estómago.

Todo el mundo sufría, como él, hacía ya largo tiempo,y el violento deseo de comer, aumentando siempre, ha-bía acallado todas las conversaciones.

De cuando en cuando alguno bostezaba; otro lo imita-ba bien pronto, y cada uno, por turno, según su carácter,su educación o su posición social, abría la boca estrepito-samente o con disimulo, aplicando a ella la mano paratapar las abiertas fauces por donde salía un ligero vapor.

Bola de Sebo se inclinó varias veces como si buscasealgo bajo sus faldas. Vacilaba un momento, miraba a susvecinos y se volvía a incorporar tranquilamente. Las ca-ras estaban pálidas y crispadas. Loiseau afirmaba quehubiera pagado mil francos por un jamón. Su mujer hizoun gesto como tratando de protestar; pero después secalmó. Sufría horriblemente cada vez que oía hablar dedinero derrochado, y no admitía sobre este punto ningu-na broma.

—El caso es —dijo el conde— que no comprendo cómono he pensado en traer provisiones.

Todos se hacían el mismo reproche.Sin embargo, Cornudet llevaba una botella llena de

ron; ofreció y se le rehusó el obsequio fríamente. SóloLoiseau aceptó dos gotas, y al devolver el frasco dio lasgracias:

—Es bastante aceptable; esto calienta el estómago yengaña el hambre.

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El alcohol le devolvió su buen humor y propuso hacercomo en un barco náufrago: comerse al más gordo de losviajeros. Esta alusión indirecta a Bola de Sebo extrañó alas gentes bien educadas. Nadie contestó; sólo Cornudetse sonrió. Las dos buenas hermanas habían cesado demascullar su rosario, y con las manos hundidas en susamplias mangas se mantenían inmóviles, bajando obstina-damente los ojos, ofreciendo, sin duda, al cielo, aquel su-frimiento que les enviaba.

Por fin, a eso de las tres, Bola de Sebo, al notar que sehallaba en medio de una llanura interminable, sin un solopueblo a la vista, se decidió a coger de entre sus faldas,bajo la banqueta, su larga cesta cubierta con una serville-ta blanquísima.

Sacó primeramente un platito de loza y un pequeñovaso de plata y después una gran cazuela de barro, den-tro de la cual había dos pollos enteros, envueltos en unaligera capa de gelatina; aún quedaban en el cesto otrascosas apetitosas: pasteles, frutas, golosinas, provisiones,en fin, para un viaje de tres días sin tener necesidad decomer los horribles guisos de las posadas. Cuatro cuellosde botellas asomaban entre aquellos paquetes. Bola deSebo separó un ala del pollo y delicadamente se puso acomer, ayudándose con un panecillo de los que en Nor-mandía llaman Regencia.

Todas las miradas estaban fijas en ella. Pronto se di-fundió el olor, haciendo dilatarse las ventanillas de lasnarices y llenarse las bocas de abundante saliva, con unacontracción dolorosa de la mandíbula inferior por bajode las orejas. El desprecio de las señoras hacia aquellaperdida iba haciéndose feroz: sentían ganas de matarla oecharla del coche abajo, a la nieve, con su vaso, su cesta ysus provisiones.

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Pero Loiseau devoraba con los ojos la cazuela del po-llo, y exclamó:

—Con gran acierto, la señora ha sido más precavidaque nosotros. Hay personas que siempre piensan en todo.

Levantó ella hacia él la cabeza y dijo:—¿Usted gusta, caballero? Es duro ayunar desde el

alba.El hizo un saludo.—A fe mía, francamente, no rehúso; ya no puedo más.

En la guerra como en la guerra, ¿no es cierto, señora?Y echando una ojeada alrededor, añadió:—En momentos como el presente, uno se alegra de

encontrar gente servicial.Desplegó un periódico, para no mancharse los panta-

lones, y con la punta de una navaja que siempre llevabaen el bolsillo, tomó un muslo de pollo, lo hizo trozos conlos dientes y luego lo masticó con satisfacción tan evi-dente que provocó en el carruaje un gran suspiro de an-gustia.

En tanto Bola de Sebo, con voz humilde y dulce, pro-puso a las dos hermanitas que compartieran su colación.Ambas aceptaron al punto, y sin alzar la vista se pusie-ron a comer a escape, luego de balbucear las gracias.Cornudet no rechazó tampoco la oferta de su vecina, y seformó, con las monjas, una especie de mesa, extendiendoperiódicos sobre las rodillas.

Las bocas se abrían y cerraban sin tregua, llenándose,masticando, tragando ferozmente. Loiseau, en su rincón,engullía con ahínco, y en voz baja inducía a su esposa aque lo imitase. Resistióse ella por mucho tiempo, mascedió por fin tras un crispamiento que sintió en las tri-pas. Entonces su marido, redondeando la frase, pidiópermiso a su “encantadora compañera de viaje” para ofre-cer un bocadillo a la señora de Loiseau. Aquélla contestó:

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—Con mucho gusto, caballero.Y Bola de Sebo con amable sonrisa alargó la cazuela.

Al descorchar la primera botella de Burdeos se produjoun gran embarazo; no había más que un vaso. Dio la vuel-ta después de haberlo limpiado. Únicamente Cornudet,por galantería, puso sus labios en el sitio húmedo toda-vía donde los había puesto su vecina.

Desde este momento, rodeados de gentes que comían,sofocados por las emanaciones de las viandas, el conde yla condesa de Bréville, así como el señor y la señora Carré-Lamadon, empezaron a sufrir el suplicio odioso que hizocélebre a Tántalo. De pronto la mujer del manufactureroexhaló un suspiro que obligó a volver a todos la cabeza; sehabía quedado más blanca que la nieve que cubría la ca-rretera; sus ojos se cerraron, su cabeza cayó sobre el pe-cho; había perdido el conocimiento. Su marido, alarma-do, imploraba el socorro de todos. Nadie acertaba a po-ner remedio, cuando la más vieja de las dos monjas, sos-teniendo la cabeza de la enferma, acercó a sus labios elvaso de Bola de Sebo y le hizo tragar unas gotas de vino.La hermosa señora empezó a volver en sí, abrió los ojos,sonrió y declaró con voz moribunda y débil que ya se sen-tía fuerte y buena. Pero a fin de que el accidente no serenovase, la religiosa la obligó a beber un vaso lleno deBurdeos, añadiendo:

—Esto no es otra cosa que hambre.Entonces Bola de Sebo, ruborizada y tímida, balbuceó

mirando a los cuatro viajeros que permanecían en ayu-nas:

—No me atrevo a ofrecer a estas señoras y a estoscaballeros...

Y se calló, temiendo un desaire. Loiseau tomó la pa-labra:

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—¡Caramba! Señores, en estos casos todos somos her-manos y nos debemos mutua protección; vamos, señoras,nada de ceremonias, ¡qué diablos!, acepten. ¿Sabemosacaso si encontraremos alguna posada donde pasar lanoche? Al paso que vamos, es posible que no lleguemos aTotes hasta mañana por la tarde.

Aún dudaban todos, no queriendo nadie ser el prime-ro en asumir la responsabilidad de la aquiescencia. Elconde, por fin, cortó por lo sano. Se volvió hacia la gruesamuchacha, intimidada por todo aquello, y tomando suaspecto altanero de gentilhombre, le dijo:

Aceptamos con reconocimiento, señora.El primer paso estaba dado. Una vez cruzado el

Rubicón, lo demás era fácil. La cesta fue vaciada. Conte-nía aún un pâté de foie gras, un pedazo de lengua ahuma-da, peras de Crassane, una torta de Pont-l‘Evéque,pastelillos y un frasco de cebollas y pepinillos en vina-gre. Bola de Sebo, como la mayoría de las mujeres, adora-ba los aliños.

No era posible comerse las provisiones de la mucha-cha sin dirigirle la palabra. Se empezó a hablar con ciertareserva al principio, pero al ver su prudencia, pronto seabandonaron a charlar de todo.

Las señoras de Bréville y Carré-Lamadon, que eranmuy tratables, estuvieron graciosas con delicadeza. Lacondesa, especialmente, manifestó esa amable condescen-dencia de las damas muy nobles, a las que ningún contac-to puede manchar, y estuvo encantadora. Mas la señoraLoiseau, mujer fuerte, con alma de gendarme, permane-ció esquiva, hablando poco y comiendo mucho.

Se habló, naturalmente, de la guerra. Refiriéronsehorribles actos de los prusianos, rasgos de valor de losfranceses; y todas aquellas personas que iban huyendo,rindieron su homenaje a la ajena valentía. Bien pronto

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dieron principio las anécdotas propias y Bola de Seborefirió cómo había abandonado Rouen, expresándose converdadera emoción, con ese ardor de palabra con que fre-cuentemente expresan las prostitutas sus arrebatos na-turales.

Al principio creí que podría quedarme —dijo—. Te-nía mi casa llena de provisiones, prefería dar de comer aalgunos soldados a expatriarme no sé a dónde. ¡Pero cuan-do vi a los prusianos, no fui dueña de mí misma! De cóle-ra se me subió la sangre a la cabeza; he llorado de ver-güenza todo el día. ¡Vamos, si yo fuese hombre!... Mirabadesde mi balcón a esos cochinos, con su casco puntiagu-do, y mi criada me tenía sujetas las manos para impedir-me que les tirase los muebles encima. Después vinierona alojarse en mi casa: entonces me abalancé al pescuezodel primero. ¡No son más difíciles de estrangular que cual-quier otro! Y hubiera concluido con aquél si no me hubie-sen separado tirándome del moño. Después de eso tuveque esconderme. Por último, a la primera ocasión esca-pé..., y aquí me tienen ustedes.

La felicitaron mucho. Crecía en el aprecio de sus com-pañeros de viaje, los que no se habían mostrado tan re-sueltos como ella; y, escuchándola, Cornudet tuvo unasonrisa aprobativa y benévola, de apóstol; de igual modooye un cura las alabanzas de un devoto a Dios, pues losdemócratas de muchas barbas tienen el monopolio delpatriotismo, a la manera que los clérigos tienen el de lareligión. Habló a su vez con tono doctrinal, con ese énfa-sis aprendido en las proclamas que a diario se pegan enlas esquinas, y acabó por un trozo elocuente, con el cualzarandeó magistralmente al “crapuloso de Bardinguet”.

Pero Bola de Sebo se enojó al punto, porque era bona-partista. Púsose más roja que una cereza y exclamó, tar-tamudeando de indignación:

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—Ya hubiera yo querido verlos a ustedes en su lugar;¡eso hubiese sido lo justo, ah, sí! ¡Ustedes son los que lehan hecho traición! ¡Si la Francia hubiera estado goberna-da por hombres afeminados como ustedes, estábamos lu-cidos!

Cornudet, impasible, mostraba su desdeñosa sonrisay su aire de superioridad; pero era de suponer que iban aempezar las frases gruesas, cuando el conde se interpusoy calmó no sin trabajo a la exasperada joven, proclaman-do con autoridad que todas las opiniones sinceras eranrespetables. Sin embargo, la condesa y la manufacturera,que sentían en el fondo de su alma ese odio irrazonablede las gentes de buen tono por la República y esa instin-tiva ternura que alimentan en su pecho todas las muje-res por los gobiernos militaristas y despóticos, se sen-tían a su pesar atraídas por esta prostituta, llena de dig-nidad, cuyos sentimientos se parecían tanto a los suyos.

La cesta se agotó. No había costado mucho tiempo elvaciarla, sintiendo, desde luego, que no fuese más gran-de. La conversación continuó algún tiempo, aunque sehabía enfriado algo después de comer.

La noche se echaba encima, la oscuridad se iba ha-ciendo más profunda cada vez y el frío, más sensible du-rante la digestión, hacía tiritar a Bola de Sebo, a pesar desu grasa. Entonces la señora de Bréville le ofreció su ca-lentador, cuyo combustible había sido renovado variasveces desde la mañana, y la muchacha aceptó con vivezaporque tenía los pies helados. Las señoras Carré-Lama-don y Loiseau prestaron los suyos a las religiosas.

El cochero había encendido los faroles. Su luz vivailuminaba a ambos lados del camino la nieve que parecíadeshacerse bajo aquel movible reflejo y atravesaba la nubede vapor que exhalaban las grupas sudorosas de los caba-llos.

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Dentro del coche apenas se distinguía ya, pero depronto se notó un movimiento entre Bola de Sebo yCornudet; y Loiseau, cuya mirada exploraba entre lassombras, creyó ver al hombre de la larga barba separarsevivamente como si hubiera recibido algún puñetazo pro-pinado en secreto.

Frente a la carretera aparecieron de pronto unos pun-tos luminosos. Era Totes. Habían caminado once horas,que con las dos de descanso que, divididas en cuatro ve-ces, se había dado a los caballos para respirar y comer elpienso, hacían trece. Entró el coche en la población y sedetuvo frente al Hotel del Comercio.

Se abrió la portezuela. Un ruido muy conocido hizoestremecer a los viajeros; era el choque de la vaina de unsable sobre el suelo. Inmediatamente la voz de un ale-mán se oyó, gritando una orden.

A pesar de que la diligencia no se movía, nadie osóbajar, como si temiesen ser acuchillados al salir. El co-chero apareció llevando en la mano una de las linternas,cuya luz penetró súbitamente en el interior del carruajeiluminando las dos filas de espantadas caras, cuyas bo-cas abiertas y ojos dilatados denotaban la sorpresa y elterror y pánico de que estaban poseídas.

Junto al cochero veíase, en plena luz, un oficial ale-mán, un joven alto, sumamente flaco y rubio, oprimidopor el uniforme como una señorita por el corsé y que lle-vaba ladeada la gorra plana y charolada, que le hacía ase-mejarse a un lacayo de hotel inglés. Sus grandes bigotesde largos pelos rígidos, que iban afilándose indefinida-mente por ambas guías hasta rematar en un solo hilo ru-bio, tan tenue que no se veía su terminación, parecía ha-cer peso sobre las comisuras de la boca, tirando de susmejillas e imprimiendo a los labios un pliegue severo.

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Invitó a los viajeros a apearse, diciéndoles con tonoseco y en un francés de alsaciano:

—Señoras y señores, hagan el favor de bajar. Las dosreligiosas fueron las primeras en obedecer, con esa doci-lidad de santas habituadas a todas las sumisiones. Enseguida aparecieron el conde y la condesa, detrás el fa-bricante y su mujer, y luego Loiseau, que empujaba de-lante de él a su robusta mitad. Al bajar este último, porun sentimiento de prudencia más bien que de cortesía,dijo al oficial:

—Buenos días, caballero.El oficial, insolente como persona todopoderosa, lo

miró sin contestar.Bola de Sebo y Cornudet, aunque estaban junto a la

portezuela, fueron los últimos en bajar, graves y altane-ros ante el enemigo. La gorda prostituta trataba de do-minarse y de permanecer tranquila; el demócrata ator-mentaba con mano trágica y algo temblona sus barbasrojizas. Querían demostrar dignidad, comprendiendo queen tales trances cada cual representa un poco a su país; eindignados por la flexibilidad de espinazo de sus compa-ñeros de viaje, trataba ella de manifestarse más orgullo-sa que sus vecinas las mujeres honradas, mientras queél, imaginando que debía dar ejemplo, completaba con suactitud la misión de resistencia que se había impuesto,iniciada con sus trabajos de zapa en las calles.

Entraron en la vasta cocina del hotel; y habiendo he-cho el alemán que le presentasen el pasaporte firmadopor el general en jefe, documento en que constaban losnombres, señas personales y profesión de cada pasajero,examinó despacio a toda aquella gente, confrontando laspersonas con los informes escritos.

Luego dijo bruscamente:—Está bien.

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Y desapareció.Todos, entonces, respiraron. Aún tenían hambre y

pidieron de comer. Necesitábase media hora para servir-les; y, mientras dos criadas se ocupaban de los preparati-vos, los viajeros fueron a visitar los dormitorios. Todoséstos se encontraban en un largo corredor que terminabaen una puerta vidriera señalada con un número.

Iban a sentarse a la mesa cuando apareció el hostele-ro. Era un antiguo comerciante de caballos, un gordo as-mático que se pasaba la vida haciendo gorgoritos, ron-quidos, silbidos y gargarismos con la laringe. Había here-dado de su padre el sobrenombre de Follenvie.

—¿La señorita Elisabeth Rousset? —preguntó.—Soy yo —contestó Bola de Sebo volviéndose tem-

blorosa.—Señorita, el oficial prusiano desea hablarle con ur-

gencia.—¿A mí?—Sí, si es usted la señorita Elisabeth Rousset. Bola

de Sebo se turbó, reflexionó un momento y después ma-nifestó rotundamente:

—Será cierto, pero no voy.Un movimiento de sorpresa se inició a su alrededor;

todos discutían, buscaban la causa de esta orden. El con-de se aproximó:

—Hace mal, señora —le dijo—, pues su negativa po-dría ocasionar considerables perjuicios, no sólo a usted,sino también a sus compañeros. Hay que someterse a laley del más fuerte. Tal petición no puede, con seguridad,acarrearle peligro alguno; sin duda, se trata de algunaformalidad olvidada.

Todos fueron del mismo parecer y uniéndose a él lerogaron, la aconsejaron, casi la obligaron, hasta que ter-

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minó por convencerse. La mayoría temía las complica-ciones que pudieran resultar de su testarudez.

—Por ustedes no más lo hago —dijo finalmente.—Y todos le damos las gracias —exclamó la condesa

apoderándose de una de sus manos con efusión.Bola de Sebo salió. Los demás esperaron que volviese

para sentarse a la mesa. Todos lamentaban no haber sidollamados en lugar de aquella joven violenta e irascible ypreparaban mentalmente mil bajezas para el caso de serllamados a su vez.

Pero al cabo de diez minutos la joven apareció sofoca-da, roja de cólera, exasperada y resoplando:

—¡Oh! ¡El canalla, más que canalla! —balbuceó. Suscompañeros tenían prisa de saber lo que había sucedido,pero ella no pronunció una palabra más; y como el condeinsistiese, le contestó con gran dignidad:

—No, no puedo hablarles de esto, y además... no lesincumbe.

La sopa humeante y exhalando un aroma exquisitoesperaba en la mesa. Todos se sentaron. A pesar de esteincidente, la cena fue alegre. Como la sidra era buena, elmatrimonio Loiseau y las dos monjas la tomaron por eco-nomía. Los demás pidieron vino, menos Cornudet, quequiso cerveza.

Tenía su manera propia de descorchar la botella, sa-car espuma al líquido y mirarlo contemplativamente la-deando el vaso, que levantaba después, poniéndolo entresus ojos y la lámpara para apreciar bien el color. Cuandobebía, sus barbazas, que habían adquirido el matiz de subrebaje predilecto, parecían estremecerse de ternura;torcía los ojos para no perder de vista el vaso, y tenía laapariencia de ejecutar la única función para la cual habíanacido. Dijérase que establecía en su cerebro ciertaaproximación y como afinidad entre las dos grandes pa-

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siones que ocupaban toda su existencia; la cerveza y larevolución; y de seguro, no podía probar la una sin pen-sar en la otra.

El señor y la señora Follenvie comían en un extremode la mesa. El, con estertores de locomotora reventada,tenía demasiado ahogo en el pecho para poder hablarcomiendo; pero ella no callaba nunca. Refirió todas susimpresiones a la llegada de los alemanes, lo que éstoshacían, lo que decían, renegando de ellos, en primer tér-mino, porque le costaban dinero, y después porque teníados hijos en el ejército. Al hablar dirigíase sobre todo a lacondesa, halagada de conversar con una dama noble.

Bajaba la voz para decir las cosas delicadas, y su ma-rido la interrumpía de vez en cuando para decirle:

—Mejor haría callándose, señora Follenvie.Pero ella, sin hacerle caso alguno, continuaba:—Sí, señora; esa gentuza no hace más que comer pa-

tatas y tocino, y después tocino y patatas. Y no se creanustedes que son limpios. ¡Nada de eso! Se ensucian entodas partes, con perdón de ustedes. ¡Y si les vieran ha-cer ejercicios! Se meten todos en un campo y durante horasy días marcha adelante, marcha hacia atrás, vuelta poraquí, vuelta por allá... ¡Si al menos cultivasen tierra o tra-bajasen en su país! ¡Pero no, señora! ¡Esos malditos noson cosa de provecho para nadie! ¡Y que el pobre pueblolos mantenga para no aprender sino a asesinar! Yo no soymás que una vieja sin educación, es verdad; pero al ver-los sudar el quilo pataleando desde el alba a la caída dela tarde, dígome: “Cuando hay personas que hacen tan-tos descubrimientos para ser útiles, ¿es justo que otrasse tomen tales molestias para ser dañinas?” En verdad,¿no es una abominación eso de matar a las gentes, seanprusianos, ingleses, polacos o franceses? Si uno se vengade quien le haya hecho un daño, obra mal, puesto que se

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le castiga; pero cuando extermina a nuestros mozos a ti-ros, cual si fuesen animales de caza, ¿estará bien hecho,puesto que se dan condecoraciones al que más destruye?¡En verdad, les aseguro que nunca entenderé yo eso!

Cornudet alzó la voz para decir:—La guerra es una barbarie cuando se ataca a un ve-

cino pacífico; pero es un deber sagrado cuando se defien-de a la patria.

—Sí; cuando se defiende es otra cosa —dijo la viejaposadera, bajando la cabeza en señal de aquiescencia—;pero, ¿no sería más lógico que los reyes dirimiesen suscontiendas y se matasen mutuamente, puesto que la ma-yoría de las veces se hacen la guerra por gusto?

Los ojos de Cornudet se iluminaron y prorrumpió:—¡Bravo, ciudadana!El señor Carré-Lamadon reflexionaba profundamen-

te. Aunque era fanático por los capitanes ilustres, el buensentido de aquella campesina le hacía pensar en la opu-lencia que producirían al país tantos brazos desocupadosy, por consiguiente, ruinosos: tantas fuerzas que se con-sumían improductivas, empleándolas en los grandes tra-bajos industriales, que exigirán siglos para concluirse.

En esto, Loiseau, abandonando su sitio, se fue a ha-blar en voz baja con el posadero. El rechoncho individuoreíase, tosía, escupía; su enorme abdomen saltaba de gustocon las bromas de su vecino, y le compró seis toneles deBurdeos para la primavera, cuando se hubiesen ido losalemanes.

Apenas terminada la comida, sintiéndose rendidos decansancio, se fueron todos a acostar.

Loiseau, que había estado observando, hizo meterseen la cama a su esposa, y después pegó unas veces la ore-ja y otras el ojo al agujero de la llave, para tratar de des-cubrir lo que él llamaba “los misterios del corredor”.

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Al cabo de una hora, poco más o menos, oyó un rocede vestidos; miró a escape y vio a Bola de Sebo, que pare-cía más gorda todavía, con una bata de cachemira azulguarnecida de encajes blancos. Llevaba una vela en lamano y se dirigía hacia el cuarto numerado que estaba alfinal del pasillo. Pero entreabrióse una puerta lateral, ycuando aquélla volvió, al cabo de algunos minutos, la si-guió Cornudet en paños menores. Ambos hablaron baji-to, y luego se pararon. Bola de Sebo parecía prohibir conempeño la entrada en su alcoba. Desgraciadamente paraél, Loiseau no oía las palabras; pero, por último, comolevantasen la voz, pudo pescar algunas. Cornudet insis-tía con viveza, diciendo:

—¡Vamos, tonta!... ¿Y qué te importa eso?...Ella empleaba un tono rebosante de indignación.—No, querido; hay circunstancias en que ciertas co-

sas no se hacen; y, además, aquí sería eso una vergüenza.Sin duda, él no comprendía, y preguntó el porqué. Ella

se enfadó, y alzando más el tono, replicóle:—¿Por qué? ¿No comprende por qué? ¿Cuando hay

alemanes en la casa, quizá en el dormitorio de al lado?Callóse él. Aquel pudor patriótico, en una mujer pú-

blica, que no se dejaba acariciar cerca del enemigo, nopudo por menos de despertar en su corazón su desfalle-cida dignidad, puesto que, luego de haberla besado sola-mente, se volvió a su cuarto a paso ligero.

Loiseau se apartó, muy encendido, de la cerradura,dio un brinco en su aposento, púsose el pañuelo de sedaen la cabeza, y levantó la sábana bajo la cual yacía el fuer-te esqueleto de su costilla, a quien despertó con un beso,murmurando:

—¿Me amas, querida?Toda la casa quedó en silencio. Pero bien pronto se oca-

sionó en alguna parte, en una dirección indeterminada

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—lo mismo podía ser en el desván que en el granero—, unronquido fuerte, monótono, regular, un ruido sordo y pro-longado, con retemblores de caldera a gran presión. Eraque dormía el señor Follenvie.

Como se había acordado continuar el viaje a las ochode la mañana siguiente, todos se reunieron en la cocina;pero el vehículo, con una montera de nieve sobre la vara,estaba solitario en el centro del patio, sin caballería y sinconductor. En vano se buscó a éste por las cuadras, porlos pajares, por las cocheras. Resolviéronse entonces to-dos los hombres a recorrer el pueblo, y salieron. Fuerona parar a la plaza, con la iglesia en el fondo, y a los doslados unas casas bajas donde se veían soldados prusia-nos. El primero que hallaron estaba pelando patatas. Elsegundo, más adelante, fregaba una barbería. Otro, conbarbas que le llegaban a los ojos, besaba a un chiquilloque no cesaba de llorar, aunque lo mecía en sus rodillaspara tratar de apaciguarle. Y las robustas aldeanas, cu-yos maridos estaban en el ejército territorial, indicabanpor señas a sus obedientes vencedores el trabajo que erapreciso realizar: partir leña, rehogar la sopa, moler café;uno de ellos hasta lavaba la ropa de su patrona, una an-ciana impedida.

Asombrado el conde, interrogó al sacristán, que salíade casa del cura. El viejo ratón de iglesia respondió:

—¡Oh, éstos no son malos! Según se dice, no son pru-sianos. Son de más lejos, no sé de dónde; todos dejaron ensu país mujer e hijos, y... vamos, que no les gusta la gue-rra. Estoy seguro de que en su país también lloran porestos hombres; y buena miseria habrá en sus casas, comoen las nuestras. Y gracias a que aquí todavía no somosmuy infortunados, por ahora, pues no hacen daño y tra-bajan como si estuvieran en sus propias casas. Ya ve us-

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ted, caballero; los pobres han de ayudarse... Los grandesson quienes hacen la guerra.

Cornudet, indignado ante la cordial inteligencia rei-nante entre vencedores y vencidos, se retiró, prefiriendoencerrarse en el hotel. Loiseau hizo un chiste.

—Repueblan —murmuró.El señor Carré-Lamadon dijo una cosa seria:—Reparan daños.Pero no se encontraba al cochero. Lo descubrieron,

por fin, en el café del pueblo, sentado familiarmente conel ordenanza del oficial prusiano. El conde le interpeló,diciendo:

—¿No tenía usted orden de enganchar a las ocho?—Sí, señor; pero luego me han dado otra.—¿Cuál?—La de no enganchar.—¿Quién le ha dado esa orden?—¡Caramba! El oficial prusiano.—¿Por qué?—Lo ignoro. Vaya usted a preguntárselo. Me ha pro-

hibido enganchar y no engancho. Eso es todo.—¿Y él mismo es quien se lo ha dicho a usted?—No, señor; la orden me la dio el posadero de su

parte.—¿Y cuándo?Anoche al irme a la cama.Los tres hombres regresaron muy intranquilos. Pre-

guntaron por el señor Follenvie, pero la sirvienta contes-tó que el amo no se levantaba nunca antes de las diez, acausa del asma. Había prohibido terminantemente quese le despertara antes, excepto en caso de incendio. Qui-sieron ver al oficial, pero era imposible, aun cuando sealojaba en la fonda. El único autorizado para hablarle deasuntos civiles era el señor Follenvie. No hubo más re-

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medio que esperarle. Las mujeres subieron a sus habita-ciones y se entretuvieron en cualquier cosa.

Cornudet se instaló bajo la campana del gran hogarde la cocina, donde ardía una buena fogata. Hizo que lellevaran allí una mesita con una botella de cerveza, y sacóla pipa, que entre los demócratas gozaba de una conside-ración casi igual a la de él mismo, como si sirviera a lapatria con servir a Cornudet. Era una magnífica pipa deespuma, admirablemente curada, tan negra como los dien-tes de su dueño, pero aromática, curva, reluciente, fami-liarizada con su mano y complemento de su fisonomía.Permaneció inmóvil, con los ojos fijos ora en las llamasdel hogar, ora en la espuma que coronaba su vaso de cer-veza; y cada vez que bebía, pasaba con aire satisfecho suslarguiruchos dedos por su espesa melena, relamiéndoselos bigotes franjeados de espuma.

Loiseau, bajo pretexto de estirar las piernas, se dedi-có a recorrer los comercios del pueblo, tratando de colo-car sus vinos. El conde y el manufacturero se pusieron ahablar de política. Adivinaban el porvenir de Francia; eluno creía en los Orleáns; el otro en un salvador descono-cido, un héroe que surgiría en el momento supremo, des-esperado: ¿una especie de Du Guesclin, otra Juana deArco, tal vez? ¿O quizá otro Napoleón I? ¡Ah! ¡Si el prínci-pe imperial no fuera tan joven!... Cornudet los escuchabasonriendo, como hombre que estuviera en el secreto deldestino. Su pipa embalsamaba el ambiente de la cocina.

A eso de las diez apareció el señor Follenvie. Todos leinterrogaron ansiosamente, pero él no pudo hacer otracosa que repetir dos o tres veces, sin una variante, estaspalabras:

—El oficial me ha dicho así: “Señor Follenvie, maña-na usted prohibirá que se enganche el coche de esos via-

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jeros; no quiero que partan sin orden mía. ¿Entendido?Creo que bastará con esto”.

En vista de semejante orden, todos querían hablar aloficial. El conde le envió su tarjeta, a la que el señor Carré-Lamadon añadió su nombre y todos sus títulos. Elprusiano contestó que recibiría a dichos señores a eso dela una, después de haber almorzado.

Las señoras aparecieron, y, a pesar de la inquietud,comieron con regular apetito. Bola de Sebo parecía en-ferma y fuertemente emocionada.

Acababan de tomar café cuando se presentó el orde-nanza diciendo que podían ver a su amo los dos señores.

Loiseau se unió a la comisión. Cornudet, a quien setrató de llevar para dar más solemnidad a la petición, senegó rotundamente, declarando con altivez que no que-ría tener nada de común con los alemanes. Y pidiendootro bock se volvió a sentar frente a la chimenea.

Los comisionados subieron y fueron introducidos enuna de las mejores habitaciones del hotel, donde el oficialles recibió tendido en una butaca, los pies sobre la chime-nea, fumando una larga pipa de porcelana y envuelto enuna bata escarlata, escamoteada, sin duda, en la casa aban-donada de algún burgués de mal gusto. Ni se levantó, nisaludó, ni los miró siquiera. Era una hermosa muestra dela natural desvergüenza del militar victorioso.

—¿Qué quieren? —preguntó, al cabo de algunos ins-tantes.

El conde tomó la palabra:—Deseamos partir, caballero.—No.—¿Podríamos saber el porqué de tal medida?—Porque no me da la gana.—Le haré observar respetuosamente, caballero, que

su general en jefe nos ha dado un pasaporte para Dieppe,

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y creo que no hemos cometido falta alguna para merecerel rigor de usted.

—Ya he dicho que no quiero... No tengo más que aña-dir... Pueden irse.

Después de inclinarse, los tres caballeros salieron.La tarde fue terrible. Nadie comprendía el porqué de

aquel capricho del alemán, y las ideas más extrañas seapoderaban de todos. Hubo una discusión interminableen la cocina, donde se reunieron, emitiéndose opinionesinverosímiles.

Quizá trataban de guardarlos como rehenes, pero...¿con qué objeto? Tal vez conducirlos prisioneros, o quizápedirles un considerable rescate. Este pensamiento losllenaba de pánico. Los más ricos eran los que más se ate-rraban, viéndose ya obligados, para conservar la vida, avaciar en las manos de aquel soldado insolente sus sacosrepletos de oro. Se devanaban los sesos para inventarmentiras aceptables, disimulando sus riquezas para pa-sar por pobres, por indigentes. Loiseau se quitó la cade-na del reloj, guardándola en un bolsillo. La noche, que seiba echando encima, aumentaba la confusión. Se encendie-ron las luces, y como aún faltaban dos horas para cenar, laseñora Loiseau propuso una partida de treinta y una. To-dos aceptaron. Aquello sería una distracción. Cornudetmismo apagó políticamente su pipa y tomó parte.

El conde barajó las cartas y dio. Bola de Sebo hizotreinta y una de mano, y bien pronto el interés de la par-tida calmó los exaltados ánimos. Sin embargo, Cornudetpudo observar que el matrimonio Loiseau se entendíapara hacer trampas.

Al sentarse a la mesa, el señor Follenvie reapareció ycon voz asmática anunció:

—El oficial prusiano me manda preguntar a la seño-rita Elisabeth Rousset si no ha cambiado aún de parecer.

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Bola de Sebo se puso de pie, pálida como la cera; des-pués, roja de emoción, sintió un arranque de cólera talque apenas podía pronunciar palabra. Por fin estalló:

—Dígale a ese canalla soez, a ese crápula, a esa carro-ña de prusiano, que jamás consentiré. ¿Lo ha oído bien?¡Jamás!, ¡jamás!, ¡jamás!

El obeso fondista salió. Entonces Bola de Sebo fuerodeada, interrogada, apremiada por todo el mundo paraque explicase el motivo de su misteriosa visita. Al princi-pio la prostituta resistió, pero bien pronto pudo más suexasperación, y dijo a gritos:

—¿Que qué quiere?... ¿Que qué quiere?... ¡Pues quie-re... acostarse conmigo!

Nadie se anduvo con melindres al oír estas palabras;tan viva fue la indignación. Cornudet rompió una copa,al ponerla con violencia sobre la mesa. Hubo un clamorde reprobación contra aquel innoble militarote, un hura-cán de ira, una unión de todos para resistir, como si acada cual se le hubiera reclamado una parte del sacrifi-cio que a Bola de Sebo le exigían. El conde manifestó conasco que aquella gentuza se conducía como los antiguosbárbaros. Las mujeres, sobre todo, manifestaron a Bolade Sebo una lástima enérgica y cariñosa. Las religiosas,que solamente se mostraban a las horas de comer, baja-ron la cabeza y no dijeron nada.

Sin embargo, una vez pasado el primer ímpetu de fu-ror, los viajeros cenaron; pero se habló poco; todos esta-ban pensativos.

Las señoras se retiraron temprano, y los hombres,mientras fumaban, organizaron una partida de écarté, ala cual invitaron al señor Follenvie, con el propósito deinterrogarle diestramente sobre los medios que conven-dría emplear para vencer la resistencia del prusiano. Peroel fondista no pensaba sino en sus naipes, sin atender a

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ninguna otra cosa, sin contestar nada, y repitiendo sincesar:

Al juego, señores, al juego.Tan absorta estaba su atención, que se olvidaba de

escupir, lo cual producía en su garganta un ruido seme-jante al de un cañón de órgano. Sus pulmones sibilantesemitían toda la gama musical del asma, desde las notasgraves y profundas hasta los agudos gorgoritos de losgallitos jóvenes cuando empiezan a cantar.

Embebido en el juego, se negó a subir cuando su mu-jer, que no podía tenerse de sueño, fue a buscarlo. Tuvoque irse sola, porque era de las que madrugaban con elsol; al revés de su marido, trasnochador recalcitrante,siempre dispuesto a pasar la velada con los amigos.

—Pon la leche junto al fuego —le gritó.Y siguió jugando. Cuando ya nadie podía humanamen-

te continuar, a causa del sueño, decidieron irse a la cama.Al día siguiente todo el mundo se levantó temprano

también, con la esperanza indeterminada, con el vagodeseo de irse, con el terror de tener que pasar un día másen aquella horrible y reducida posada. Pero los caballospermanecían en la cuadra y el cochero no aparecía. Porhacer algo, pasaron una parte del tiempo mirando al co-che.

El desayuno fue muy triste; se había producido unareacción contra Bola de Sebo, manifestando ante ella unafrialdad originada por el cambio de modo de pensar desus compañeros, pues la noche, gran consejera, habíamodificado los juicios hechos el día siguiente. Casi es se-guro que recriminaban a Bola de Sebo el no haber ido abuscar secretamente al alemán para proporcionarle aldespertar una sorpresa agradable. ¿Podía haber cosa mássencilla? ¿Quién, por otra parte, se había de enterar denada? Hasta hubiera podido salvar las apariencias ha-

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ciendo decir al oficial que se había compadecido de ella.¡Para ella esto carecía de importancia!

Pero nadie osaba confesar todavía esos pensamien-tos. Llegó la tarde, y aburridos mortalmente, se aceptó laproposición del conde, de hacer una excursión por losalrededores del pueblo. Después de abrigarse convenien-temente, la pequeña sociedad partió, a excepción deCornudet, que prefería quedarse cerca del fuego, y de lasdos monjas, que pasaban el día en la iglesia o en casa delcura.

El frío, más intenso cada vez, picaba cruelmente en lanariz y las orejas; los pies estaban tan doloridos, que cadapaso era un trago de sufrimiento; y cuando llegaron alcampo el panorama se les apareció tan horriblementelúgubre sobre aquella ilimitada blancura, que todo elmundo determinó volver a casa, con el alma helada y elcorazón transido.

Las cuatro señoras, seguidas de cerca por los treshombres, emprendieron el regreso.

Loiseau, que veía clara la situación, manifestó rotun-damente que no estaba dispuesto a continuar de aquelmodo por el capricho de una ramera. El conde, siemprecortés, contestó que no se podía exigir de una mujer tanpenoso sacrificio, y que en caso de verificarlo, debía serespontáneo, salir de ella. El señor Carré-Lamadon hizonotar que si los franceses, como era de esperar, hacíanun avance ofensivo sobre Dieppe, el encuentro no podíatener lugar sino en Totes. Esta reflexión puso en cuidadoa sus dos compañeros.

—Si pudiéramos escapar a pie —dijo Loiseau. El con-de se encogió de hombros.

—¿Con esta nieve? ¿Y con nuestras mujeres? Esto sincontar con que inmediatamente saldrían en nuestra per-

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secución, que nos cogerían y seríamos conducidos prisio-neros a merced de los soldados.

Todo esto era cierto. Se hizo alrededor del conde unsilencio afirmativo.

Las señoras hablaban de modas; pero una especie detirantez parecía distanciarlas.

De pronto, al extremo de la calle, apareció el oficialprusiano. Sobre la nieve que cerraba el horizontedestacábase su esbelta silueta, su talle de avispa con uni-forme. Andaba con las piernas abiertas, con ese movimien-to peculiar de los militares que procuran no mancharselas botas, esmeradamente lustradas.

Al pasar junto a las señoras se inclinó, mirando condesdén a los hombres; éstos tuvieron la dignidad de nodescubrirse, aun cuando Loiseau esbozó un ademán comode quitarse el sombrero.

Bola de Sebo púsose encendida hasta las orejas, y lastres señoras casadas sufrieron una gran humillación al serencontradas por aquel soldado en compañía de aquellaramera a quien él había tratado con tanta desenvoltura.

Entonces hablaron de él, de su aspecto, de su cara. Laseñora de Carré-Lamadon, que había tenido tratos conmuchos oficiales y los juzgaba como perita en la materia,encontró que aquél no estaba mal del todo, y hasta la-mentó que no fuese francés, porque hubiera sido un hú-sar muy guapo; por quien de seguro se apasionarían to-das las mujeres.

Una vez en casa ya no supieron qué hacer. Hasta sedijeron palabras agrias por cosas insignificantes. La cena,silenciosa, duró poco, y cada cual subió a acostarse con laesperanza de dormir para matar el tiempo.

A la mañana siguiente todos tenían cara de fatiga. Losánimos estaban exasperados. Las mujeres apenas habla-ban con Bola de Sebo.

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Oyóse el repique de unas campanas, tocando a bau-tizo.

La gorda muchacha tenía un hijo criándose en casa deunos labradores de Yvetot. No lo veía ni siquiera una vezal año, y apenas si se acordaba de él; pero, al pensar enaquel niño a quien iban a bautizar; despertóse en su almauna ternura brusca y violenta por el suyo, y determinóasistir a la ceremonia.

En cuanto salió todos se miraron unos a otros; luegoaproximaron las sillas, pues comprendieron que se iba adecidir algo. Loiseau tuvo una idea: era de parecer quese le propusiese al oficial quedarse solo con Bola de Seboy dejar que se marcharan los demás.

El señor Follenvie se encargó también de este reca-do, pero volvió a bajar casi al instante. El alemán, cono-cedor de la naturaleza humana, lo puso de patitas en lapuerta. Su voluntad inquebrantable era retener a todo elmundo hasta satisfacer su deseo.

Entonces la señora de Loiseau dio rienda suelta a sutemperamento plebeyo:

—¡Pues no faltaría otra cosa sino morirnos de vejezaquí! Ya que el oficio de esta ramera es el de hacer esocon todos los hombres, me parece que no tiene derecho apreferir a ninguno. Demasiado sabemos todos que enRouen no hacía asco a nadie... ¡ni a los cocheros! ¡Sí, seño-res: hasta con el cochero de la prefectura ha tenido quever! ¡Lo sé perfectísimamente, porque compra el vino encasa! ¡Y hoy, que se trata de sacarnos de un mal paso, sehace la remilgada! ¡La muy perdida!... A mí me pareceque se conduce demasiado bien ese oficial. Tal vez estéprivado de eso hace mucho tiempo, y aquí nos tenía anosotras tres, a quienes con seguridad preferiría. Y lejosde eso, se contenta con la de todo el mundo. Respeta a lasseñoras casadas. Y no debemos olvidar que es aquí el amo.

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No tenía más que decir “ésta quiero”, y tomarla por lafuerza con ayuda de sus soldados.

Las otras dos damas sintieron un leve escalofrío. Losojos de la linda señora de Carré-Lamadon brillaban yhabíase puesto un poco pálida, cual si sintiera que ya lahabía tomado el oficial por la fuerza.

Los hombres, que discutían aparte, se acercaron.Loiseau, furibundo, quería entregar atada de pies y ma-nos aquella “miserable” al enemigo. Pero el conde, descen-diente directo de tres generaciones de embajadores ydotado de un físico de diplomático, era partidario de laastucia.

—Habría que convencerla —dijo.Conspiraron entonces para lograrlo.Se acercaron más las mujeres, bajaron la voz, y se ge-

neralizó la conversación, emitiendo cada cual su pare-cer. Pero todo dentro de la mayor decencia. Las señoras,especialmente, encontraban delicadezas de giros, sutile-zas de expresión encantadoras para decir las cosas másescabrosas. Un extraño no hubiese comprendido nada:tantas eran las precauciones del lenguaje. Pero la delga-da capa de pudor que barniza a toda mujer de sociedadno recubre sino la superficie, y éstas se encendían conaquella aventura picante, divertíanse locamente en elfondo, sintiéndose en su elemento, manoseando el amorcon la sensualidad de un cocinero goloso que dispone unbanquete para otra persona.

Por sí mismo renacía el buen humor: tan picarescales parecía al fin la historia. El conde hizo chistes algoverdes, pero tan bien dichos, que obligaban a sonreír. Asu vez Loiseau dejó escapar algunas picardías más cru-das, las que no ofendieron a nadie. Y la idea brutalmenteexpresada por su mujer estaba fija en todos los cerebros:“Puesto que hacer aquello era el oficio de esa mujer, ¿por

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qué había de negarse a aquel hombre antes que a otro?”.La linda señora de Carré-Lamadon hasta parecía pensarque, en su lugar, rechazaría ella menos a éste que a otrocualquiera.

Hicieron largos preparativos para el bloqueo, como sise hubiese tratado del sitio de una fortaleza. Cada cualeligió el papel que había de representar, los argumentosen que se apoyaría, las maniobras que debía llevar a cabo.Se dispuso el plan de ataque, las estratagemas emplea-das y las sorpresas del asalto para obligar a aquella ciu-dadela viva a recibir al enemigo dentro de su recinto.

Cornudet fue el único que, separado del grupo, semanifestaba completamente ajeno al asunto.

Tan profunda era la atención que embargaba los áni-mos, que nadie sintió entrar a Bola de Sebo. Un ligero¡chist! susurrado por el conde obligó a volver a todos lavista. Era ella. Se hizo bruscamente el silencio y un cier-to embarazo impidió que se le dirigiera inmediatamenteel saludo. La condesa, más ágil que las demás en las arti-mañas sociales, le preguntó:

—¿Ha estado divertido el bautizo?La muchacha, emocionada aún, contó lo que había vis-

to: describió caras, actitudes y hasta el aspecto de la igle-sia. “Siempre es bueno rezar de cuando en cuando”, aña-dió.

Hasta la hora del desayuno las señoras extremaronsu amabilidad con ella para aumentar su confianza y po-der contar con su docilidad cuando llegara el caso.

Tan pronto se sentaron a la mesa empezaron lospreparativos de ataque. Dieron principio por una vagaconversación sobre el sacrificio. Se citaron ejemplos his-tóricos: Judith y Holofernes; después, sin fundamento,Lucrecia con Sixto; Cleopatra haciendo pasar por su tá-lamo a todos los generales enemigos y reduciéndolos al

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servilismo de esclavo. Toda una historia fantástica, naci-da en la imaginación de aquellos millonarios ignorantes,se quiso hacer pasar por moneda de ley. Según ellos, lasciudadanas romanas iban a Capua para adormecer entresus brazos a Aníbal y con él a sus lugartenientes y a todaslas falanges de mercenarios. Se citó a todas aquellas mu-jeres que habían detenido la marcha triunfal de los con-quistadores, haciendo de su cuerpo un campo de batalla,un medio de dominación, un arma, a todas las que pormedio de heroicas caricias han vencido a los más repug-nantes y odiosos seres, sacrificando su castidad a la ven-ganza y a la abnegación.

Se habló asimismo, en términos velados, de aquellainglesa de gran familia que se había dejado inocular unahorrible y contagiosa enfermedad para transmitírsela aBonaparte, salvado milagrosamente por haber experimen-tado de súbito una extraña debilidad ala hora de la citafatal.

Y todo esto se había contado de un modo convenientey moderado. Algunas veces estallaba una frase de espon-táneo entusiasmo, propio para excitar la emulación.

Al terminar se hubiera podido sacar en consecuenciaque la única misión de la mujer en la tierra debiera serun perpetuo sacrificio de su persona, un abandono conti-nuo a los apetitos de la soldadesca.

Las dos monjitas parecían no oír nada, absortas enprofundas meditaciones. Bola de Sebo no desplegó loslabios.

Durante toda la tarde la dejaron reflexionar. Pero envez de llamarla “señora”, como habían hecho hasta en-tonces, se le empezó a decir “señorita”, sin que nadie su-piese con certeza el porqué, como si la hubieran queridohacer bajar un escalón en la estimación que ella sola se

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había ganado, haciéndola comprender su vergonzosa si-tuación.

Acababa de servirse la sopa cuando el señor Follenvieapareció repitiendo su frase de la víspera:

—El oficial prusiano pregunta a la señorita ElisabethRousset si aún no ha cambiado de parecer.

—No, señor —respondió la joven secamente.A la hora de comer, la coalición se debilitó. Loiseau

dijo tres palabras y las tres desgraciadas. Todos se deva-naban los sesos buscando nuevos ejemplos, sin encontrar-los, cuando la condesa, sin premeditación quizás, experi-mentó un vago deseo de rendir homenaje a la religión,interrogando a la más vieja de las monjas sobre las gran-des acciones de la vida de los santos. Era evidente quemuchos habrían cometido actos que ante nuestros ojosparecerían crímenes y que, sin embargo, la Iglesia absuel-ve siempre cuando se realizan a mayor gloria de Dios opor el bien del prójimo. Este era un poderoso argumentoy la condesa no quiso desaprovecharlo. Entonces, sea poruna de esas tácitas comprensiones, de esas veladas com-placencias en la que son maestros cuantos llevan un há-bito eclesiástico, sea sencillamente por efecto de una fe-liz ininteligencia o por una caridad estúpidamente com-prendida, la vieja religiosa aportó a la conspiración unformidable apoyo. La creían tímida, pero sorprendió atodos mostrándose enardecida, habladora, violenta. Se-gún ella, jamás había sido turbada por las tentaciones dela casuística; su doctrina parecía una barra de hierro; sufe no vacilaba jamás; en su conciencia no albergaba escrú-pulos de ningún género. Encontraba sencillísimo el sa-crificio de Abraham, puesto que ella misma estaba dis-puesta a matar a sus padres si se lo ordenaban desde arri-ba; nada, a su parecer, podía disgustar al Señor cuando laintención era laudable. La condesa, sacando partido de

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la sagrada autoridad de su inesperada cómplice, hizodeducir una especie de edificante paráfrasis de este axio-ma moral: “El fin justifica los medios”.

—Entonces, hermana mía —pregunto—, ¿cree ustedque Dios acepta todos los caminos y perdona el acto im-puro cuando es puro el motivo?

—¿Qué duda cabe, señora? Una acción vituperable ensí se vuelve muchas veces meritoria por el pensamientoque la dicta.

Y de esta suerte seguían desentrañando la voluntadde Dios, previendo sus decisiones, atribuyéndole interésen cosas que a la verdad no se encaminaban a El en lomás mínimo.

Todo esto era encubierto, hábil, discreto. Pero cadapalabra de la santa mujer con tocas abría una brecha enla indignada resistencia de la ramera. Extraviándose lue-go un poco la conversación, la religiosa habló de las casasde su orden, de su superiora, de sí propia y de su delica-da vecina, la querida hermana San Nicéforo. Habían sidollamadas de El Havre para cuidar, en los hospitales, acientos de soldados enfermos de viruela. Hizo una pintu-ra de aquellos infelices, describiendo con detalles su en-fermedad. ¡Y mientras se veían detenidas en el caminopor los caprichos de aquel prusiano, podía morir grannúmero de franceses a quienes quizás hubieran salvadoellas! Su especialidad consistía en cuidar militares; ha-bía estado en Crimea, en Italia, en Austria, y al referirsus campañas se reveló de súbito como una de esas reli-giosas de tambor y corneta, que parecen nacidas paraseguir a los campamentos, recoger heridos entre los re-molinos de las batallas, y domar mejor que un jefe, conuna palabra, a los soldados indisciplinados; una verda-dera “hermana rataplán”, cuyo rostro devastado, acribi-

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llado por innumerables agujeros, semejaba una imagende los desastres de la guerra.

Después de ella, nadie dijo nada: tan excelente lespareció el efecto.

Una vez terminada la comida subieron a escape a susdormitorios, para no bajar hasta bastante tarde, a la si-guiente mañana.

El almuerzo fue tranquilo. Daban tiempo a la semillasembrada la víspera para germinar y dar sus frutos.

Propuso la condesa dar un paseo por la tarde; enton-ces, según estaba convenido, el conde ofreció el brazo aBola de Sebo y fue solo con ella en pos de los otros.

Hablóle con ese tono familiar, paternal, algo desde-ñoso que los hombres sesudos emplean con las rameras,llamándola “niña querida”, tratándola desde lo alto de suposición social, de su respetabilidad indiscutible. Entróa renglón seguido en el fondo del asunto:

—Entonces, ¿prefiere usted tenernos aquí expuestos,y aun usted misma, a todas las violencias resultantes deun choque con las tropas prusianas, antes que consentiren una de esas complacencias que tan a menudo ha otor-gado usted en su vida?

Bola de Sebo no respondió.Trató de convencerla por la dulzura, por la razón, por

los sentimientos. Supo permanecer como “el señor con-de”, y también mostrarse galante cuando fue preciso, pi-ropeador, amable por último. Exaltó el servicio que ibaella a prestarles, hablando de la gratitud de todos; luego,de pronto, dijo, tuteándola con donaire:

—¿Sabes, querida, que podrá vanagloriarse el talprusiano de haber disfrutado de una chica como no en-contrará muchas en su país?

Bola de Sebo no contestó, y se reunió con los demás.Tan pronto regresó al fonducho, subió a su cuarto y no

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volvió a reaparecer. La inquietud de todos era inmensa.¿Qué haría? Si resistiese, ¡qué complicación!

Llegó la hora de comer; la esperaron en vano. Entrandoentonces el señor Follenvie, anunció que la señoritaRousset se sentía indispuesta y que podían sentarse a lamesa. Todos aguzaron el oído. El conde se acercó al posa-dero y le preguntó en voz baja:

—¿Ya está?—Sí.Atendiendo a las conveniencias, no dijo una palabra a

sus compañeros; se limitó a hacerles una ligera señal conla cabeza. En el acto salió de todos los pechos un gransuspiro de alivio y se pintó la alegría en todos los sem-blantes. Loiseau gritó:

—¡Caramba! ¡Pago el champaña, si lo hay en el esta-blecimiento!

La señora de Loiseau estuvo a punto de desmayarsecuando vio volver al patrón con cuatro botellas en lasmanos. Todos se habían puesto de pronto comunicativosy joviales; una alegría chispeante reinaba en los ánimos.El conde pareció notar que la señora Carré-Lamadon eraencantadora; el fabricante piropeó a la condesa. La con-versación fue viva, jovial, llena de bromas escabrosas.

De súbito, con ansiedad en la cara y alzando los bra-zos, dijo Loiseau, enronqueciendo:

—¡Silencio!Callaron todos, sorprendidos, casi asustados. Enton-

ces él alargó la cabeza para aguzar el oído, hizo con am-bas manos una señal para que callasen, alzó los ojos haciael techo, escuchó nuevamente y con voz natural exclamó:

—Tranquilícense ustedes; todo va bien.No sabían si hacer como que no comprendían, pero

muy pronto una rápida sonrisita apuntó en todos los la-bios.

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Un cuarto de hora después volvió a empezar la mis-ma comedia, que se renovó varias veces más en la velada,simulando que interpelaba a alguien del piso de encima,dándole consejos de doble sentido, propios del ingeniode un viajante de comercio. A veces tomaba un aire com-pungido para suspirar: “¡Pobre chica!”; o bien murmura-ba entre dientes, con ademán rabioso: “¡Prusiano sinver-güenza, vaya una suerte!”. Algunas veces, cuando nadielo podía pensar, gritaba con voz vibrante varios: “¡Basta,basta!”; y añadía, como hablando a solas: “¡Con tal que lavolvamos a ver! ¡Con tal que no la mate el miserable!”.

Aunque estas bromas eran de gusto lamentable, di-vertían a todos sin mortificar a nadie, porque la indigna-ción depende más que nada del medio ambiente, y la at-mósfera que en rededor se había creado estaba cargadade maliciosos pensamientos.

A los postres hasta las señoras hicieron discretas yespirituales alusiones. Los ojos brillaban; se había bebi-do demasiado. El conde, que conservaba hasta en sus ex-pansiones las apariencias de gravedad que le caracteri-zaban, encontró una comparación atrevida entre aquellasituación y el fin de una invernada en el polo y la alegríade los náufragos al descubrir un camino hacia el sur.

Loiseau, enardecido, se levantó con una copa dechampaña en la mano:

—¡Brindo por nuestra liberación!Todo el mundo se puso en pie, aclamándole. Hasta

las monjas, invitadas por las señoras, se vieron obligadasa humedecer sus labios en aquel vino espumoso que ja-más habían probado. Dijeron que se parecía mucho a lalimonada gaseosa, con la diferencia de que era más fino.

—Es una desgracia no tener piano —dijo Loiseau—,porque podríamos ensayar una cuadrilla.

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Cornudet no había dicho una palabra; no había hechoun gesto; parecía sumergido en graves pensamientos, yde cuando en cuando estiraba sus barbas con ademán fu-rioso, como si quisiera alargarlas más. A eso de las doce,cuando se dio la señal de retirarse, Loiseau, tambaleándo-se, le dijo farfullando y dándole palmaditas en el vientre:

—No está usted de buen humor esta noche. ¿No dicenada, ciudadano?

Cornudet levantó bruscamente la cabeza, y dirigien-do a la reunión una mirada brillante y terrible:

—¡Lo que acaban de hacer ustedes —dijo— es unainfamia!

Y levantándose, salió de la habitación, repitiendo:—¡Una infamia!Esta frase fue un jarro de agua fría. Loiseau, confuso,

se había quedado como un imbécil, pero pronto recobrósu aplomo; y de repente, soltando a reír, exclamó:

—¡Están verdes, mi viejo, están verdes!Como nadie entendía estas frases, hubo de contar lo

que él llamaba “misterios del corredor”. Otra vez volvie-ron a estallar las carcajadas con formidable alegría. Lasseñoras se divertían como locas. El conde y el señor Carré-Lamadon lloraban de risa. No querían dar crédito a aque-llo.

—¿Pero es cierto? ¿Está seguro? De modo que él que-ría...

—Les repito que lo he visto.—Y ella... ¿rehusó?...—Porque el prusiano estaba en la habitación de al

lado.—¡No es posible!—Lo juro.El conde se ahogaba, el industrial se apretaba el estó-

mago con ambas manos. Loiseau continuó:

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—Ustedes comprenden, esta noche no le ha parecidograciosa, pero ni un poquito.

Y todos volvieron a empezar, enfermos de tanto reír:se inflaban, tosían, parecían atacados de apoplejía.

Por fin se separaron. La señora Loiseau, que era de lanaturaleza de las ortigas, hizo notar a su marido, en elinstante de meterse en la cama, que la señora de Carré-Lamadon, la muy hipócrita, se había reído toda la nocheúnicamente de dientes afuera.

—Cuando a una mujer —añadió— le gusta el unifor-me, lo mismo le da, te lo aseguro, que el que lo vista seaprusiano o francés. ¿No es esto asqueroso, Dios mío?

Y durante toda la noche en la oscuridad del corredorse oyeron algo así como estremecimientos, ruidos ligerosapenas perceptibles, semejantes a soplos, rozar de piesdescalzos, crujidos insignificantes. Y de seguro que na-die se durmió hasta muy tarde, pues por largo tiemposalieron rayos de luz por debajo de las puertas. Elchampaña produce tales efectos: se dice que perturba elsueño.

A la mañana siguiente, un claro sol de invierno hacíarelucir la nieve. La diligencia, enganchada por fin, espera-ba delante del zaguán, mientras que una bandada de pa-lomas blancas, con sus cabezas escondidas casi entre lasplumas y con sus ojitos de color de rosa, manchados en elcentro por un puntito negro, se paseaban gravemente porentre las patas de los seis caballos, buscando su alimentoen el humeante estiércol esparcido entre ellos.

El cochero, envuelto en su piel de carnero, fumabauna pipa en el pescante, y todos los pasajeros, radiantes,hacían empaquetar con rapidez provisiones para el restodel viaje.

No se esperaba más que a Bola de Sebo. Al cabo apa-reció.

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Parecía un poco turbada, avergonzada; avanzó tími-damente hacia sus compañeros, quienes, todos con unmismo movimiento, le volvieron la espalda como si no lahubieran visto. El conde ofreció con dignidad el brazo asu esposa y la apartó de aquel contacto impuro.

La gorda prostituta se detuvo estupefacta; después,reuniendo todo su valor, abordó a la mujer del manufac-turero con un “buenos días, señora” humildemente mur-murado. La interpelada se limitó a hacer con la cabezaun saludo imperceptible, acompañado de una mirada devirtud ultrajada. Todos aparentaban ocuparse en algo, ymanteníanse lejos de ella, como si llevara en sus faldas elgermen de una infección. Luego se precipitaron hacia elcoche, adonde llegó ella sola, la última, sentándose denuevo en el sitio que ocupó durante la primera etapa delviaje.

Afectaban no verla, no conocerla, y la señora Loiseau,mirándola de lejos con indignación, dijo a media voz a sumarido:

—Felizmente, no se sentó a mi lado.Se movió el pesado vehículo y reanudaron el viaje. Al

principio no hablaba nadie. Bola de Sebo no osaba levan-tar la vista. Se sentía indignada contra sus compañeros yal propio tiempo humillada por haber cedido, por haber-se dejado manchar por los besos de aquel prusiano entrecuyos brazos la arrojaron hipócritamente.

De pronto la condesa, dirigiéndose a la señora deCarré-Lamadon, rompió aquel penoso silencio:

—¿Conoce usted, acaso, a la señora de Etrelles?—Sí, es una de mis mejores amigas.—¡Qué mujer más encantadora!—¡Deliciosa! Una verdadera naturaleza superior, muy

instruida además, y artista hasta la médula; canta comoun ruiseñor y dibuja maravillosamente.

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El fabricante hablaba con el conde, y en medio delestrépito de las ventanillas las palabras “cambio”, “pri-ma”, “vencimiento” se oían de cuando en cuando.

Loiseau, que había sustraído al posadero la vieja ba-raja, grasienta por cinco años de roce sobre las mesassucias, empezó un bésigue con su mujer.

Las dos monjas descolgaron de su cintura el largo ro-sario, hicieron a un tiempo la señal de la cruz y acto se-guido empezaron a mover los labios vivamente, aumen-tando por momentos su precipitación y la velocidad deaquel vago murmullo, como si se tratase de una carrerade oremus. De cuando en cuando besaban una medalla,se persignaban de nuevo y volvían a empezar su rápido ycontinuo mascullar.

Cornudet, inmóvil, meditaba.Al cabo de tres horas de viaje, Loiseau recogió sus

cartas, diciendo:—Tengo apetito.Entonces su mujer, de un paquete minuciosamente

atado, sacó un pedazo de carne fiambre. Lo cortó con lim-pieza en lonjas delgadas y los dos cónyuges empezaron acomer.

—Será preciso imitarlos —dijo la condesa.Todos asintieron y la de Bréville sacó las provisiones

preparadas para los dos matrimonios.Apareció una de esas cajas de loza cuya cubierta lleva

pintada una liebre para indicar que allí debajo yace elsusodicho animal dentro de un pastel; después salierona relucir suculentos embutidos mezclados con otras vian-das escogidas. Un gran trozo de queso gruyére salió deentre un periódico en que iba envuelto, conservando ensu grasosa superficie el título de la sección “Varios suce-sos”.

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Las dos monjas desenvolvieron un salchichón que olíaa ajo, y Cornudet, sumergiendo ambas manos en los gran-des bolsillos de su gabán, sacó en la una cuatro huevosduros y en la otra un pedazo de pan. Arrancó las cásca-ras, las tiró al suelo entre la paja y empezó a comer loshuevos, haciendo caer sobre su espesa barba pequeñaspartículas de amarillo claro que en aquel sitio semejabanestrellas diseminadas.

Bola de Sebo, con la prisa y el aturdimiento de su des-pertar aquella mañana, no había pensado en nada y con-templaba exasperada, sofocada de rabia, a toda esa genteque comía plácidamente. Sintió una crispación de cóleratumultuosa y abrió la boca para arrojarles al rostro suconducta, envuelta en una tempestad de injurias que lesubían a los labios; pero era tal la exasperación que sen-tía, que la estrangulaba y no la dejaba hablar.

Nadie la miraba: nadie pensaba en ella. Se sentía aho-gada en el desprecio de esos honestos canallas que lahabían sacrificado en su provecho y repudiado despuéscomo cosa inútil y sucia. Entonces pensó en su hermosacesta llena de cosas apetecibles, que habían devoradoglotonamente; en aquellos dos pollos relucientes de ge-latina, en sus pasteles, en sus peras, en sus cuatro bote-llas de Burdeos; y su furor, amenguado ahora como unacuerda que al tenderse demasiado se rompe, amenazabacon convertirse en lágrimas. Hizo esfuerzos terribles, man-teniéndose rígida, devorando sus sollozos como los ni-ños, pero las lágrimas subían reluciendo en los extremosde sus pestañas, hasta que bien pronto, destacándose delos ojos, resbalaron lentamente por sus mejillas. Otras yotras siguieron a éstas, más rápidas, resbalando como lasgotas de agua filtrada por una roca y cayendo con regula-ridad sobre la redonda curva de su pecho. Y procuraba

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mantenerse derecha, la mirada fija, la faz rígida y pálida,con la esperanza de que nadie la viera.

Pero la condesa lo notó y llamó la atención a su mari-do con una seña. Encogióse él de hombros como para de-cir: “¿Qué le vamos a hacer? No es culpa mía”. La señoraLoiseau sonreía con aire de triunfo, murmurando:

—Llora su vergüenza.Las dos monjas se habían puesto otra vez a rezar, des-

pués de haber liado en un papel los restos de su salchi-chón.

Cornudet, que digería sus huevos, extendió sus lar-gas piernas bajo la banqueta de enfrente, se echó paraatrás, se cruzó de brazos, sonrió como un hombre que acabade dar con una buena diversión, y se puso a silbar laMarsellesa.

Todos pusieron mal gesto. De seguro, el himno popu-lar no gustaba mucho ni poco a sus vecinos. Se mostrabannerviosos, rechinaban los dientes, y tenían aspecto de ha-llarse prontos a aullar como los perros cuando oyen unorganillo callejero. El lo notó y ya no se detuvo. A veces,hasta tarareaba las palabras de la letra:

Amoursacré de lapatrie,Conduis, soutiens nos bras vengeurs! Liberié, liberté

/chérie,Combats avec tes défenseurs!La diligencia iba más aprisa, por estar más dura la

nieve. Y hasta que llegaron a Dieppe, durante las largasy aburridas horas de viaje, al compás del vaivén del ca-rruaje, continuó hasta bien entrada la noche su silbidomonótono y vengador, con tenacidad feroz, obligando alos cansados y exasperados ánimos a seguir el canto has-ta el final, a recordar la letra correspondiente a cada com-pás.

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Y Bola de Sebo lloraba sin cesar. A veces, un sollozomal contenido se extinguía en las tinieblas entre los acor-des de la canción.

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CAMPANILLA

¡SON EXTRAÑOS, esos antiguos recuerdos que nos obsesio-nan sin que podamos desprendernos de ellos!

Este es tan viejo, tan viejo, que no puedo comprendercómo ha permanecido tan vivo y tenaz en mi mente. Hevisto después tantas cosas siniestras, emocionantes o te-rribles, que me asombra que no pase un día, ni un sólodía, sin que la figura de la tía Campanilla aparezca antemis ojos, tal como la conocí, en tiempos, hace mucho, cuan-do yo tenía diez o doce años.

Era una vieja costurera que venía una vez a la sema-na, todos los martes, a repasar la ropa en casa de mispadres. Mis padres vivían en una de esas casas de campollamadas castillos y que son simplemente antiguas man-siones de tejado puntiagudo, de las cuales dependen cua-tro o cinco granjas agrupadas a su alrededor.

El pueblo, un pueblo grande, una villa, aparecía a unoscientos de metros, agolpado en torno a la iglesia, una igle-sia de ladrillos rojos ennegrecidos por el tiempo.

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Así, pues, todos los martes la tía Campanilla llegabaentre seis y media y siete de la mañana y subía ensegui-da al cuarto de costura para ponerse al trabajo.

Era una mujer alta y flaca, barbuda, o mejor dichopeluda, pues tenía barba en toda la cara, una barba sor-prendente, inesperada, que crecía en penachos inverosí-miles, en mechones rizados que parecían diseminados porun loco en aquel gran rostro de gendarme con faldas. Lostenía sobre la nariz, bajo la nariz, alrededor de la nariz,en el mentón, en las mejillas; y sus cejas, de un espesor yde una largura extravagantes, completamente grises, tu-pidas, erizadas, parecían enteramente un par de bigotescolocados allí por error.

Cojeaba, no como cojean los lisiados normales, sinocomo un barco anclado. Cuando asentaba sobre la piernasana el gran cuerpo huesudo y desviado, semejaba tomarimpulso para remontar una ola monstruosa, y después,de repente, se lanzaba como para desaparecer en un abis-mo, se hundía en el suelo. Su marcha despertaba la ideade una tempestad, de tanto como se balanceaba al mismotiempo; y su cabeza, siempre tocada con un enorme gorroblanco, cuyas cintas flotaban a su espalda, parecía atra-vesar el horizonte, del norte al sur y del sur al norte, acada uno de sus movimientos.

Yo adoraba a esta tía Campanilla. Tan pronto comome levantaba subía al cuarto de costura, donde la encon-traba instalada cosiendo, con un estufilla bajo los pies.En cuanto yo llegaba, me obligaba a coger la estufilla y asentarme encima para que no me acatarrase en aquellavasta pieza fría, situada bajo el tejado.

—Eso te hace circular la sangre —decía.Me contaba historias mientras zurcía la ropa con sus

largos dedos ganchudos, que eran muy vivos; sus ojos, trasunas gafas con cristales de aumento, pues la edad había

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debilitado su vista, me parecían enormes, extrañamenteprofundos, dobles.

Tenía, por lo que puedo recordar de las cosas que medecía y que conmovían mi corazón de niño, un alma mag-nánima de pobre mujer. Sus juicios eran lisos y llanos.Me contaba los acontecimientos del pueblo, la historiade una vaca que se había escapado del establo y a la quehabían encontrado, una mañana, ante el molino de ProsperMalet, viendo cómo giraban las alas de madera, o la his-toria de un huevo de gallina descubierto en el campana-rio de la iglesia sin que nadie entendiera nunca qué ani-mal había ido a ponerlo allí, o la historia del perro deJean-Jean Pilas, que había ido a recuperar a diez leguasdel pueblo los calzones de su amo robados por un tran-seúnte mientras se secaban frente a la puerta despuésde una mojadura. Me contaba estas ingenuas aventurasde tal forma que adquirían en mi mente proporciones dedramas inolvidables, de poemas grandiosos y misterio-sos; y los ingeniosos cuentos inventados por poetas y queme narraba mi madre, por la noche, no tenían el sabor, laamplitud, la potencia de los relatos de la aldeana.

Ahora bien, un martes en que me había pasado todala mañana escuchando a la tía Campanilla, quise volver asubir a su lado por la tarde, después de haber ido con elcriado a coger avellanas en el bosque de Hallets, detrásde la granja de Noirpré. Lo recuerdo todo tan claramen-te como las cosas de ayer.

Ahora bien, al abrir la puerta del cuarto de costura,vi a la vieja costurera tendida en el suelo, al lado de susilla, boca abajo, con los brazos extendidos, sujetando aúnla aguja en una mano y, en la otra, una de mis camisas.Una de sus piernas, la larga sin duda, con una media azul,se estiraba bajo la silla; y las gafas brillaban junto a lapared, habiendo rodado lejos de ella.

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Escapé lanzando agudos gritos. Acudieron; y me en-teré al cabo de unos minutos de que la tía Campanillahabía muerto.

No sabría expresar la emoción profunda, punzante,terrible, que crispó mi corazón de niño. Bajé a pasitoscortos al salón y fui a esconderme en un rincón oscuro,hundido en una inmensa y antigua butaca donde me arro-dillé para llorar. Sin duda me quedé allí mucho tiempo,pues cayó la noche.

De repente entraron con una lámpara, aunque no mevieron, y oí a mi padre y mi madre conversar con el médi-co, cuya voz reconocí.

Habían ido a buscarlo a toda prisa y él explicaba lascausas del accidente. No entendí nada, por lo demás.Después se sentó, y aceptó una copa de licor y unas galle-tas.

Seguía hablando; y lo que dijo entonces se me quedó yse me quedará grabado en el alma hasta la muerte. Creoque incluso puedo reproducir casi exactamente los tér-minos que utilizó.

—¡Ah! —decía— ¡pobre mujer! Fue mi primera clien-te. Se rompió la pierna el día de mi llegada y ni siquierahabía tenido tiempo de lavarme las manos al bajar de ladiligencia cuando vinieron en mi busca a toda prisa, puesera grave, muy grave.

«Tenía diecisiete años y era una chica guapísima, ¡muyguapa, mucho! ¡Quién lo diría! En cuanto a su historia,jamás la conté; y nadie, salvo yo y otra persona que ya noestá en la comarca, la supo nunca. Ahora que ha muerto,puedo ser menos discreto.

«En aquella época acababa de instalarse en la villa unjoven maestro que tenía un hermoso rostro y el esbeltotalle de un suboficial. Todas las muchachas corrían trasél, y se hacía el interesante, pues además le tenía mucho

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miedo al director de la escuela, su superior, el señorGrabu, que no todos los días se levantaba de buenas.

«El señor Grabu empleaba ya entonces como costure-ra a la hermosa Hortense, que acaba de morir en su casay a la cual bautizaron más adelante como Campanilla,después de su accidente. El maestro se fijó en la guapachiquilla, quien sin duda se sintió halagada por la elec-ción del inexpugnable conquistador; el caso es que lo amó,y que él consiguió una primera cita, en el desván de laescuela, al final de todo un día de costura, al llegar lanoche.

«Ella fingió regresar a casa, pero en lugar de bajar laescalera al salir de casa de los Grabu, la subió, y fue aocultarse entre el heno, para esperar a su enamorado. Élse reunió en seguida con ella, y empezaba a galantearlacuando la puerta del desván se abrió de nuevo y aparecióel maestro de escuela, preguntando:

«—¿Qué hace usted aquí arriba, Sigisbert?«Viéndose cogido, el joven maestro, azarado, respon-

dió estúpidamente:«—Subí a descansar un rato en las gavillas, señor

Grabu.«El desván era muy grande, muy vasto, estaba absolu-

tamente negro; y Sigisbert empujaba hacia el fondo a ladesconcertada joven, repitiendo:

«—Váyase, escóndase. Voy a perder mi puesto, ¡esca-pe, escóndase!

«El maestro de escuela, al oír susurros, prosiguió:«—¿No está usted solo?«—¡Claro que sí, señor Grabu!«—Claro que no, puesto que está hablando.«—Le juro que sí, señor Grabu.

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«—Pronto voy a saberlo —prosiguió el viejo; y, cerran-do la puerta con doble vuelta de llave, bajó a buscar unavela.

«Entonces el joven, un cobarde como hay muchos, per-dió la cabeza y repetía, enfurecido de repente:

«—Escóndase, que no la encuentre. Por su culpa voy aperder mi pan. Va usted a destrozar mi carrera.. ¡Escón-dase de una vez!

«Se oía la llave que giraba de nuevo en la cerradura.«Hortense corrió al tragaluz que daba a la calle, lo

abrió bruscamente, y luego, con voz baja y resuelta:«—Venga usted a recogerme cuando él se haya mar-

chado —dijo.«Y saltó.«El señor Grabu no encontró a nadie y volvió a bajar,

muy sorprendido.«Un cuarto de hora después, Sigisbert entraba en mi

casa y me contaba su aventura. La joven se había queda-do al pie del muro, incapaz de levantarse, porque habíacaído de dos pisos. Fui a buscarla con él. Llovía a cánta-ros, y me llevé a mi casa a la pobre infeliz, cuya piernaderecha se había roto en tres sitios, y los huesos habíandesgarrado la carne. No se quejaba, y se limitaba a decircon admirable resignación:

«—¡Justo castigo! ¡Justo castigo!«Mandé en busca de ayuda y de los padres de la cos-

turera, a quienes les conté la fábula de un carruaje des-bocado que la había atropellado y lisiado ante mi puerta.

«Me creyeron y los gendarmes buscaron en vano, du-rante un mes, al responsable del accidente.

«¡Y eso es todo! Y afirmo que esta mujer fue una he-roína, de la raza de las que realizan las más nobles accio-nes históricas.

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«Aquel fue su único amor. Ha muerto virgen. Es unamártir, un alma hermosa, ¡una abnegada sublime! Y si yono la admirase totalmente no les habría contado su his-toria, que nunca quise decirle a nadie en vida de ella, yacomprenderán ustedes por qué razón.»

El médico había enmudecido. Mamá lloraba. Papápronunció unas palabras que no entendí bien; y despuésse marcharon.

Y yo me quedé de rodillas en mi butaca, sollozando,mientras oía un extraño ruido de pasos pesados y de cho-ques en la escalera.

Se llevaban el cuerpo de Campanilla.

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CAMPESINOS

I

LAS DOS cabañas juntas, al pie de una colina, cerca de unbalneario; los dos campesinos hacían el mismo esfuerzopara buscar en la tierra infecunda el pan de los suyos; lasdos familias eran numerosas: el padre, la madre y cuatrohijos. Frente a las dos puertas, la chiquillería piaba des-de la mañana hasta la noche. Los dos mayores tenían seisaños y los dos pequeños quince meses. Los dos matrimo-nios y los nacimientos de cada criatura se habían verifi-cado, simultáneamente casi, en los dos hogares.

Cuando los niños jugaban juntos, apenas distinguíanlas dos madres cuáles eran los propios y cuáles los delvecino; los dos padres los confundían absolutamente; losocho nombres bailaban en sus cabezas, mezclándose a to-das horas, y cuando querían llamar a uno, con frecuenciallamaban a tres antes de acertar con el verdadero.

Dejando a la espalda el balneario de Rolleport, la pri-mera de las dos viviendas que aparecía era la de losTubaches, que tenían tres hembras y un varón; la segun-

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da era la de los Vallin, que tenían una hembra y tres va-rones.

Todos vivían trabajosamente con sopitas, papas y airepuro. A las siete de la mañana, al mediodía y a las seis dela tarde, cada matrimonio llamaba a los suyos para re-partir la comida, como los que guardan patos reúnen alos animalitos. Las criaturas se colocaban alineadas jun-to a una mesa, barnizada por el roce de medio siglo. Elmenor de todos apenas llegaba con la boca al nivel de lamesa. Les ponían delante un plato con pan remojado enel agua en que se habían cocido patatas, media col y trescebollas, y todos lo devoraban como hambrientos; la ma-dre daba de comer al menor. Un poco de carne cocida losdomingos era un regalo para todos, y aquel día el padremascaba reposado, repitiendo:

—Así comería yo siempre.Una tarde de octubre se detuvo bruscamente ante las

dos cabañas un ligero cochecillo, y una señora joven, quelo guiaba, dijo al caballero que iba con ella:

—¡Oh! ¡ Mira, Henry; mira qué grupo de niños!El hombre no contestó, acostumbrado a semejantes

admiraciones, que para él eran un dolor y casi un repro-che.

La mujer seguía:—Quiero besarlos. ¡Ah! ¡Cuánto me gustaría uno como

aquel pequeño!Y apeándose de un salto se acercó a los niños y cogió

a uno de los más pequeños, el de los Tubaches, lo alzóentre los brazos, lo acarició apasionadamente, le cubrióde besos la cara sucia, el pelo ensortijado y rubio y llenode tierra, y las manecitas, que agitaba el infeliz para li-brarse de aquel ataque.

Luego la señora subió al coche, alejándose al trote lar-go de los caballos. Pero volvió a la semana siguiente, se

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apeó, acarició al niño, se sentó junto a él, en el suelo, loatiborró de dulces, repartiendo algunos a los demás, yjugó con todos como una chiquilla, mientras que su mari-do la esperaba pacientemente, sin abandonar su frágilcochecillo.

Repitió la visita, conoció a los padres y acabó yendotodas las tardes, repartiendo muchas golosinas y algu-nas monedas.

Era la esposa de Henry de Hubiéres.Una mañana su marido se apeó del coche tras ella, y

sin pararse con los niños entraron en la cabaña de losTubaches.

La mujer y el marido estaban cortando leña y encen-diendo lumbre para el almuerzo. Quedaron muy sorpren-didos, ofrecieron sillas y aguardaron silenciosos. La se-ñora, con voz entrecortada y temblorosa, dijo:

—Buenas gentes, vine a su casa porque deseo... deseollevarme al chiquitín...

Los campesinos, de pronto, no haciéndose cargo de lacosa, no dijeron nada.

La señora, ya más tranquila, prosiguió:—No tenemos hijos ni familia; estamos enteramente

solos mi marido y yo. Si nos lo dieran, lo cuidaríamos...¿Quieren?

La mujer iba entendiendo, y habló:—¿Quiere usted llevarse a nuestro Carlos? No, eso,

no.Entonces intervino el señor de Hubiéres con estas

razones:—Mi mujer no se ha expresado claramente. Quere-

mos adoptar al niño, pero el niño podría venir a ver a suspadres. Si es bueno con nosotros, como esperamos, here-dará toda nuestra fortuna. Y si llegásemos a tener hijos,la repartiría con ellos como un hermano. Pero si no fuese

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agradecido a nuestras atenciones, al llegar a su mayoríade edad dispondría de veinticinco mil francos, que desdehoy estamos dispuestos a dejar depositados a su nombre.Como también hemos de atenderlos a ustedes, les daría-mos una pensión vitalicia de cien francos mensuales. ¿Mecomprenden?

La campesina se había levantado furiosa.—¿Quiere usted que le vendamos a Carlos? ¡Ah! Esas

cosas no se le piden a una madre. No, no; eso es una infa-mia.

El hombre no decía nada, grave y reflexivo; pero apro-baba con un movimiento de cabeza lo que decía su mujer.

La señora de Hubiéres, contrariada y triste, arrancóen llanto, y volviéndose hacia su marido, con la voz en-trecortada entre sollozos, una voz de niña mimada,balbució:

—¡No quieren, Henry, no quieren!Entonces el marido insistió:—Pero no es lo que ustedes imaginan. El hijo no lo

venden. Aseguran su porvenir, su felicidad, su...La campesina exasperada, lo interrumpió.—Sí, ya lo sabemos todo; ya lo hemos oído todo; ya lo

imaginamos todo. Váyanse ustedes y que no volvamos averlos en esta casa. No es honrado querer quitar un hijo asu madre de ese modo.

Al salir, la señora de Hubiéres notó que había dospequeñuelos, y preguntó entre lágrimas, con la tenaci-dad propia de una mujer mimada:

—Pero el otro pequeñito, ¿no será también de uste-des?

Tubache respondió:—Es de los vecinos; entren ustedes a ver si ellos quie-

ren.

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Y el hombre se retiró al interior de su vivienda, en laque resonaban aún las exaltadas voces de su mujer.

Los Vallin estaban en la mesa, comiendo tranquila-mente rebanadas de pan con un poco de manteca, la cualtomaban con la punta del cuchillo de un plato colocadoentre los dos.

El señor de Hubieres hizo de nuevo sus proposicio-nes, pero más insinuante, con más precauciones orato-rias y más astucia.

Los dos campesinos bajaron la cabeza, negándose; perocuando se fijaron en que les darían cien francos mensua-les, reflexionaron un poco, sobrecogidos, consultándosecon la mirada.

—¿Qué dices tú a eso? —preguntó la mujer. El hom-bre dijo, sentenciosamente:

—No es una bicoca.Entonces la señora de Hubiéres, que temblaba de an-

gustia, les habló del porvenir del chiquillo, de su felici-dad futura, de cuánto podía darles con el tiempo. Elcampesino preguntó:

—Y esta renta de cien francos mensuales, ¿quedarápor escritura hecha ante notario?

El señor de Hubiéres contestó:—Seguramente; mañana mismo.La mujer, que meditaba, dijo:—Cien francos al mes no es bastante para que me pri-

ve del gusto de ver al niño; además, el niño, dentro dealgunos años, trabajaría, nos ayudaría, ganaría tambiénalgo. Han de ser ciento veinte.

La señora de Hubiéres, saltando impacientemente,lo concedió en seguida. Y como quería llevarse al niño,dio cien francos de regalo, mientras el caballero extendíay firmaba un documento provisional. El alcalde y un ve-

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cino, a los cuales llamaron aprisa, hicieron de testigoscomplacientes.

Y la señora, satisfecha, radiante, se llevó a la criatu-ra, que berreaba, como se llevaría de un almacén el ju-guete deseado.

Los Tubaches, desde la puerta, los vieron alejarse, yquedaron severos, mudos, arrepentidos acaso de su ne-gativa.

II

No se habló más del pequeño Juanito Vallin. Sus pa-dres iban cada mes a cobrar sus ciento veinte francos acasa de un notario, y vivían poco satisfechos de sus veci-nos, porque la mujer de Tubache los llenaba de imprope-rios, repitiendo sin cesar, de puerta en puerta, que senecesitaba ser criminal para vender a un hijo; aquello eraun horror, a su juicio y al de las gentes honradas; unatorpeza, una porquería.

Y luego alzaba entre sus brazos a su Carlitos, gritán-dole, como si la criatura estuviera en el caso de compren-derlo, y para que todos la oyesen:

—Yo no te vendí; no soy capaz de venderte, ángel mío.Yo no vendo a mis hijos. No soy rica, pero no vendo a mishijos.

Durante algunos años repitió lo mismo todos los días;cada hora, las alusiones groseras fueron vociferadas paraque llegasen a casa de los vecinos. La Tubache terminópor juzgarse muy superior a todas las madres de aque-llos contornos, porque no había querido ceder a su Car-los como la Vallin cedió a su Juan.

Y los que hablaban del asunto decían:

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—Claro que la proposición era tentadora; rechazán-dola, se portó como una buena madre.

La citaban como un modelo, y Carlitos llegó a los die-ciocho años con esta idea repetida sin cesar, considerán-dose muy superior a los otros muchachos, porque su ma-dre no quiso venderlo.

Los Vallin, algo aislados, vivían tranquilamente, gra-cias a la pensión. Esto enardecía más los odios y los furo-res de la familia Tubache, que luchaba contra la miseria.

Su hijo mayor fue soldado. El segundo murió. Sóloquedaba Carlos para ayudar a su padre, para procurar elsustento de su madre y dos hermanas.

Tenía veintiún años, cuando una mañana vio llegarun lucido coche que se paraba frente a las cabañas. Uncaballero joven, con su cadena de oro, se apeó, ayudandoluego a bajar a una señora de pelo blanco.

La señora le dijo:—Es ahí, en la segunda casa, hijo mío.Y el joven entró en la de los Vallin.La mujer levantaba los manteles y el hombre dormi-

taba en un rincón. Ambos alzaron los ojos. y el joven lesdijo:

—Buenos días, papá; buenos días, mamá.Se irguieron los dos, como espantados. La mujer bal-

buceó:—¿Es nuestro hijo? ¿Es mi Juan? ¿Eres tú?El joven la estrechó entre sus brazos, besándola y re-

pitiendo:—Buenos días, mamá.En tanto el hombre, tembloroso, decía con la calma

propia de su carácter:—¿Ya está el chico de vuelta? —como si lo hubiera

visto un mes antes.

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Pasados los primeros momentos, los padres quisie-ron lucir al chico; que todos lo vieran. Lo llevaron a casadel alcalde, a casa del cura y a casa del maestro.

Carlos, desde la puerta de su cabaña, los vio pasar.Por la noche, cenando, les dijo a sus padres:—Fueron ustedes muy tontos dejando que se lleva-

ran al hijo de los Vallin.La madre respondía obstinadamente:—No quisimos vender a un hijo nuestro.El padre callaba. El hijo insistió:—No es muy desagradable que lo sacrifiquen a uno

como a Juan.Entonces el padre dijo, encolerizado:—¿Nos reprochas que no te vendiésemos?Y el joven respondió, brutalmente:—Sí, lo reprocho. Fueron ustedes unos mentecatos.

Padres como ustedes hacen la desgracia de sus hijos.Merecen ahora que yo los abandone.

La buena mujer lloraba, gemía, tragando cucharadasde sopa, vertiendo la mitad.

—¡Y una se mata por criar a sus hijos!Entonces el mozo exclamó:—Para lo que soy, me valiera más no haber nacido.

Viendo al otro, me ha dado un vuelco el corazón y he pen-sado: «¡Así podría ser yo!»

Se levantó, prosiguiendo:—Lo mejor que puedo hacer es largarme de aquí. No

quiero reprochar a todas horas la conducta de mis pa-dres, que me hundieron en la miseria. ¡Nunca, nunca losperdonaré!

Los dos viejos callaban, aterrados, llorosos.El muchacho seguía:—No. Esta idea es demasiado triste; prefiero irme a

otra parte, buscar mi vida lejos de aquí.

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Abrió la puerta; resonaron voces alegres en el exte-rior: los Vallin festejaban a su hijo afortunado. EntoncesCarlos, apretando los puños y dando una fuerte patadaen el suelo, miró a sus padres con ojos llenos de ira, di-ciéndoles:

—¡Miserables! ¡Eh!Y desapareció entre las negruras de la noche.

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CANTÓ UN GALLO

I

BERTA DE AVANCELLES había desatendido hasta entoncestodas las súplicas de su desesperado admirador el barónJoseph de Croissard. Durante el invierno en París, elBarón la había perseguido ardorosamente, y después or-ganizaba diversiones y cacerías en su residencia señorialde Carville, procurando agradar a Berta.

El marido, el señor de Avancelles, no veía nada nientendía nada, como siempre acontece. Según públicaopinión, estaba separado de su mujer por impotencia fí-sica, motivo suficiente para que la señora lo despreciase.Además, tampoco su figura lo recomendaba: era un hom-brecillo rechoncho, calvo, corto de brazos, de piernas, decuello, de nariz, de todo.

Berta, por el contrario, era una arrogante figura, unahermosa mujer, morena y decidida, riendo siempre conrisa franca y sonora. Sin preocuparse jamás de la presen-cia de su marido, quien públicamente la llamaba «señorapuches», miraba con cierta expresión complacida y cari-

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ñosa los robustos hombros, los bigotes rubios y soberbiosde su admirador invariable y tenaz, el barón JosephCroissard.

Sin embargo, Berta no había hecho aún concesión al-guna.

El Barón se arruinaba por ella, proyectando sin cesarfiestas campestres, cacerías, placeres nuevos, a los cua-les invitaba a las más distinguidas personas que vera-neaban en aquella comarca.

Todos los días los perros aullaban por el bosque, per-siguiendo al zorro y al jabalí; cada noche deslumbrantesfuegos artificiales mezclaban sus resplandores fugaces conlos de las estrellas, mientras que las ventanas del salónproyectaban sobre los paseos ráfagas de luz cruzadas acada punto por movibles sombras.

Era otoño. Las hojas caídas de los árboles revolotea-ban sobre el césped como bandada de pajarillos. El aireestaba impregnado con perfumes de tierra húmeda, comoel olor de la carne cuando se despoja una mujer, despuésde una fiesta, de los vestidos que la cubrieron.

II

Cierta noche, al principio del verano, la señora deAvancelles había respondido al señor de Croissard, quienla hostigaba con sus ruegos:

—Si he de caer, amigo mío, será cuando caigan lashojas de los árboles. Por ahora no tengo tiempo; estoymuy distraída.

Él recordó siempre aquella frase burlona y atrevida,y a fuerza de insistir un día tras otro, acortaba las distan-cias y conquistaba el corazón de la mujer que, sin duda,

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sólo resistía ya por cierto respeto a las convenienciasmundanas.

Se trataba de una gran cacería, y la víspera la señorade Avancelles le había dicho al Barón, riendo:

—Si mata usted a un jabalí, me obligo a premiarle.Desde antes de amanecer, el Barón estaba ya en el

monte reconociendo todos aquellos lugares en que la fie-ra podía ocultarse; acompañó a sus monteros, dispuso latraílla, lo organizó todo, preparando su triunfo, y cuandolos cuernos de caza dieron aviso para la partida, compa-reció embutido en un estrecho traje, rojo y oro, irguién-dose con tantas energías como si en aquel instante acabasede abandonar la cama.

Salieron los cazadores. El jabalí, perseguido por losperros, corrió a través de las malezas; los caballos galo-paban por los angostos senderos del bosque, mientras quepor los caminos más anchos, algo distantes, rodaban sinruido los coches del acompañamiento.

Berta, maliciosamente, retenía lo más posible al Ba-rón en un paseo interminable, bordeado por doble fila deencinas que lo cubrían formando bóveda.

Estremeciéndose de amor y de inquietud, escuchabacon un oído la conversación burlona de su adorada, y conel otro escuchaba sin cesar el trompeteo de los ojeadoresy los ladridos de los perros que se alejaban.

—¿Ya no me quiere usted? —decía ella.—¿Cómo puede usted imaginarlo? —contestaba él.—Porque la caza le interesa más que yo —proseguía

Berta.—¿No me ha ordenado usted que mate un jabalí? —sus-

piraba el Barón.—Sí, pero es necesario que lo mate usted estando yo

presente —añadió ella con seriedad.

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Entonces el Barón, estremecido, clavó la espuela ydijo, impacientándose:

—Pero, señora, es imposible si no salimos de aquí.—Nada; como dije ha de ser —añadió Berta, riendo—,

y si no es como dije..., peor para usted.Entonces ella le habló con ternura, apoyando una mano

en el brazo del hombre o acariciando, como distraída, lascrines de su caballo.

III

Torcieron a la derecha, por un camino estrecho, y depronto, para evitar una rama que le impedía el paso, ellase inclinó sobre su acompañante de tal modo que le hizocosquillas en la cara con su abundante y rizado cabello.Entonces él no pudo contenerse y, apoyando en la mejillade la mujer sus bigotazos rubios, la besó con fiereza.

Ella no se rebeló de momento, quedando inmóvil bajoaquella caricia abrasadora; pero al poco rato se sacudióviolentamente, y, sea por casualidad, sea de intento, suslabios encontraron los del hombre.

Luego el caballo de Berta salió al galope y el Barón lasiguió; así fueron mucho rato en silencio y sin dirigirse niuna mirada.

El tumulto de la cacería estaba ya próximo; la espe-sura parecía estremecerse, y de pronto, rápido, tronchan-do las ramas de los arbustos, ensangrentado, sacudiendoa los perros que lo hacían presa, el jabalí apareció.

Entonces el Barón, riendo triunfalmente, dijo:—Quien me quiera, que me siga.Y desapareció entre los matorrales como si el bosque

se lo hubiera tragado.

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Cuando Berta llegó, minutos después, a una calva delbosque donde no había malezas ni árboles que privaranla vista, el Barón se levantaba del suelo, manchado, conla chaquetilla rota y las manos ensangrentadas; el jabalí,tendido a sus pies, mostraba en el cuello el cuchillo decaza del Barón, hundido hasta el puño. Regresaron denoche, con antorchas encendidas, en un ambiente suavey melancólico. La luna plateaba los resplandores rojizosde las teas; columnas de humo ennegrecían el azul delcielo. Los perros comían las entrañas y tripas del jabalí,saltando y ladrando. Los ojeadores y los monteros hacíanruidosa música, turbando el silencio del bosque, repeti-da por los ecos ocultos de lejanos valles, despertando alos ciervos y turbando en sus madrigueras a los conejos.

Las aves nocturnas revoloteaban sorprendidas, y lasdamas, alteradas por tantas emociones dulces y violen-tas, apoyándose en el brazo de los caballeros se aparta-ban por las avenidas arenosas, antes de que los perrosacabaran su festín.

IV

Dominada por los entusiasmos y placeres del día,Berta dijo al Barón:

—¿Quiere usted que demos un paseo por el parque?Y él, sin responder, tembloroso, emocionado y desfa-

llecido, la siguió.Se besaron bajo las ramas, casi desprovistas de hojas,

que dejaban paso a la claridad suave de la luna, y su amor,sus deseos, sus ansias de caricias adquirieron tal vehe-mencia, que a punto estaban de caer al pie de un árbol.

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Los cuernos de caza habían enmudecido. Los perrosno ladraban ya.

—Retirémonos —dijo Berta.Cuando se hallaron frente a la casa, ella murmuró con

voz temblorosa:—Amigo mío, estoy fatigada; quiero acostarme.Y mientras él abría los brazos para estrecharla dán-

dole el último beso, ella escapaba murmurando:—No, no...; voy a dormir. ¡Quien me quiera que me

siga!Pasada una hora, cuando toda la casa, en silencio,

parecía muerta, el Barón salió de su cuarto y se acercó apaso de lobo a la puerta de su amiga. Llamó dulcemente;pero como ella no respondía, se resolvió a entrar. El pes-tillo no estaba echado.

Ella deliraba, de codos en la ventana.Él se arrojó a sus pies, besando el cuerpo de la mujer

a través de la bata de noche; Berta callaba, hundiendosus dedos finos en la cabellera del Barón.

Y de pronto, desligándose, como si hubiera tomadouna importante resolución, murmuró con expresión atre-vida, pero en voz baja:

—Vuelvo en seguida; aguárdeme usted aquí.Entonces, a tientas, confundido, con las manos tem-

blorosas, el Barón se desnudó de prisa y se hundió entrelas sábanas; se revolvía y se estiraba con delicia; casi ol-vidaba sus amores al sentir su cuerpo rendido acariciadopor el suave lienzo.

V

Ella no volvía; acaso tardaba expresamente para quelanguideciera su esperanza. El Barón cerraba los ojos, se

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hundía gozoso en un bienestar exquisito; soñaba dulce-mente, aguardando con delicia la cosa deseada. Pero pocoa poco se entumecía toda su carne; su pensamiento seoscurecía, incierto, borroso. La fatiga poderosa lo vencióal fin; se quedó dormido.

Dormía con un sueño pesado; el invencible sueño delos cazadores. Durmió hasta la aurora.

De pronto, como había quedado abierta la ventana,resonó en la habitación el canto de un gallo. Bruscamen-te sorprendido por aquel grito penetrante, abrió los ojosel Barón.

Sintiendo junto a su cuerpo el de una mujer, hallán-dose en un lecho que no era el suyo y no recordando nada,sorprendido, preguntó al despertar:

—¿Qué? ¿Dónde estoy? ¿Qué sucede?Entonces Berta, que no había dormido en toda la no-

che, mirando a aquel hombre despeinado, con los ojosenrojecidos y los labios secos, respondió, con la mismaimplacable altivez que usaba para tratar a su marido:

—No es nada. Que ha cantado un gallo. Vuelva usteda dormirse, caballero, y no le importe; ya no tiene ustednada que hacer.

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CARIÑOS DE FAMILIA

EL TRANVÍA de Neuilly había dejado atrás la puerta Mailloty corría en línea recta a todo lo largo de la gran avenidaque va a parar al Sena. La maquinilla, enganchada a suvagón, pitaba para que se apartasen de su camino, escu-pía su vapor, jadeaba como corredor al que falta el alien-to, y sus émbolos se movían con ruidos precipitados depiernas de hierro. Caía sobre la calle el pesado calor deuna tarde de verano, y, aunque no soplaba brisa alguna,ascendía del suelo un polvillo blanco, calizo, opaco, as-fixiante y cálido que se pegaba a la húmeda piel, cegabala vista, penetraba en los pulmones.

La gente salía a la puerta de sus casas, en busca deaire.

El vagón de pasajeros tenía bajadas las ventanillas, ytodas sus cortinas ondeaban, sacudidas por la rápida ca-rrera. Eran pocas las personas que iban dentro, porqueen días tan calurosos la gente prefería viajar en la impe-rial o en las plataformas. Iban obesas señoras de vestidospresuntuosos, burguesas de barriada que suplen la dis-tinción de la que carecen con una tiesura inoportuna, ofi-

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cinistas cansados del despacho, de caras amarillentas,cintura doblada y un hombro algo más alto que otro, delmucho trabajar encorvados sobre la mesa. La expresiónintranquila y triste de sus rostros revelaba también pre-ocupaciones domésticas, constantes apuros monetariosy viejas esperanzas definitivamente fracasadas; porquetodos ellos formaban parte de ese ejército de pobres hom-bres raídos, que vegetan económicamente en mezquinascasas de yeso, que tienen por jardín un arriate y se alzanen medio de esos campos de los alrededores de París, enlos que se aprovechan los residuos de todos los pozosnegros.

Muy próximo a la portezuela, un hombre bajito y gor-do, de cara abotagada y barriga que le caía entre las pier-nas, vestido todo él de negro, conversaba con otro alto yseco, de aspecto desaliñado, con un traje blanco muy su-cio y un viejo panamá en la cabeza. Se expresaba el pri-mero con lentitud, y sus titubeos daban a veces la impre-sión de tartamudez; era el señor Caraván, y ocupaba elcargo de oficial primero en el Ministerio de Marina. Elotro había sido antaño oficial de Sanidad a bordo de unbarco mercante, y acabó estableciéndose en la plazoletade Courbevoie, en donde ejercitaba sobre la desgraciadapoblación los inseguros conocimientos de medicina quehabía recogido en su vida aventurera. Llamábase Chenet,y se hacía llamar doctor. Corrían malas lenguas sobre sumoralidad.

El señor Caraván llevó siempre la vida rutinaria delos burócratas. Todas las mañanas, desde hacía treintaaños, marchaba indefectiblemente a su despacho por elmismo camino, y se tropezaba, a la misma hora y en losmismos lugares, con las mismas caras de hombres que sedirigían a sus negocios, y por idéntico camino regresaba

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todas las tardes, encontrando rostros idénticos, que ibaviendo envejecer.

Todos los días compraba por unas monedas su perió-dico en la esquina del faubourg Saint-Honoré, iba luegoen busca de dos panecillos, y penetraba finalmente en elMinisterio, a la manera del reo que se constituye en pri-sión. Una vez dentro, se dirigía con paso rápido y corazóndesasosegado a su despacho, temiendo siempre encon-trarse con una reprimenda motivada por cualquier posi-ble negligencia suya.

Ningún incidente vino jamás a variar la rutina monó-tona de su existencia, porque nada le afectaba, como nofuesen los asuntos de oficina, el escalafón y las gratifica-ciones. No sabía hablar de otra cosa que de los asuntosdel servicio, lo mismo cuando se encontraba en el Ministe-rio que cuando estaba con los suyos —porque se habíacasado con la hija de un colega, que no llevó consigo dotealguna—. Atrofiado por la tarea embrutecedora y coti-diana, no había en su espíritu lugar para pensamientos,esperanzas, ensueños, que no guardasen relación con suMinisterio. Pero todos sus goces de empleado tenían undejo de amargura que los echaba a perder: el acceso a loscargos de jefe y subjefe de los señores comisarios de Ma-rina, de los hojalateros, mote que se les daba por sus ga-lones de plata. Este era el tema que todas las noches, ymientras cenaba, le daba ocasión para exponer ante suesposa, que compartía sus rencores, los irrebatibles ar-gumentos que demostraban la iniquidad que suponía,desde todo punto de vista, el dar puestos en París a unasgentes cuyo puesto estaba en el mar.

Era ya viejo, pero su vida se había deslizado sin queél se diese cuenta, porque había pasado, sin transición,del colegio al Ministerio, y si en aquél temblaba de los pa-santes, en éste siguió temblando de los jefes, que le inspi-

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raban verdadero pánico. El umbral del despacho de es-tos déspotas de oficina lo azogaba de pies a cabeza y deaquel terror continuo le había quedado su cortedad, laactitud humilde y una como tartamudez nerviosa.

Conocía de París lo que puede conocer un ciego al quesu perro deja cada día bajo la misma puerta, y los hechosy escándalos que leía en su periódico barato no teníanpara él otro alcance que el de unos cuentos fantásticos,inventados a capricho para distracción de los pobresempleados. Pasaba por alto las informaciones políticas,que ya su periódico le servía desfiguradas y a gusto delpartido que lo pagaba; él era hombre de orden, reacciona-rio, sin partido determinado, pero enemigo de todas las“novedades”. Por las tardes, cuando subía por la avenidade los Campos Elíseos, miraba aquella agitada muche-dumbre de paseantes y la marea retumbante de los ca-rruajes con los ojos de un viajero extrañado que atraviesapaíses lejanos.

Por haber cumplido aquel mismo año los treinta deservicio obligatorio, lo habían condecorado a primeros deenero con la cruz de la Legión de Honor, que sirve a lasadministraciones militarizadas para recompensar la lar-ga y lamentable servidumbre —que ellas califican de lea-les servicios prestados de estos tristes galeotes, rema-chados a la carpeta verde. Aquella inesperada dignidadalteró de arriba abajo sus costumbres, revistiéndolo deuna idea nueva y elevada de su capacidad. Suprimió enadelante los pantalones de color y las americanas de fan-tasía, y ya sólo vistió pantalones negros y levita larga, enla que su “cinta”, muy ancha, resaltaba más. De la noche ala mañana se transformó en otro Caraván, de hablar hue-co, porte majestuoso, protector, que se afeitaba todas lasmañanas, se limpiaba con más esmero las uñas y se mu-daba cada dos días de ropa interior, movido de un legíti-

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mo sentimiento de decoro y de respeto a la Orden nacio-nal.

Estando en casa, no se le caía de la boca lo de “mi cruz”.Acometióle un orgullo tan desmedido, que se le hacía in-soportable el ver cinta alguna en el ojal de la solapa delos demás. Las condecoraciones extranjeras, sobre todo,lo sacaban de quicio —“no se debía tolerar que nadie lasllevase en Francia”—, y tenía especial inquina al doctorChenet, a quien todas las tardes encontraba en el tranvíaluciendo siempre un distintivo, fuese blanco, azul, ana-ranjado o verde.

Por lo demás, desde el Arco de Triunfo hasta Neuilly,la conversación de aquellos dos hombres nunca variaba.Al igual que los días precedentes, empezaron en esta oca-sión por ocuparse de ciertos abusos locales que los exas-peraban a los dos, poniendo al alcalde de Neuilly por lossuelos. Caraván, cosa inevitable estando con un médico,abordó el capítulo de las enfermedades, con la esperanzade espigar gratuitamente algunos consejos interesantes,y quién sabe si una consulta, dándose maña para que nose le viese el juego. Es preciso decir que su madre le traíaintranquilo de un tiempo a esta parte. La acometían sín-copes frecuentes y prolongados, pero no admitía que lacuidasen como era debido, aunque había cumplido ya losnoventa.

Caraván mostrábase enternecido con la avanzadaedad de su madre, y hacía con insistencia al doctor Chenetla misma pregunta: “¿Ve usted a mucha gente de susaños?”. Y se frotaba las manos de gusto, no precisamenteporque estuviese muy interesado en que aquella buenaseñora se eternizase sobre la tierra, sino porque la pro-longada vida de la madre era como una promesa para elhijo.

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Siguió diciendo: “La verdad es que en mi familia sevive largo. Tengo la certeza de que yo mismo, salvo acci-dente, me moriré de viejo.” El oficial de Sanidad le lanzóuna mirada compasiva, examinó un instante la caracoloradota de su vecino, el gordo cerviguillo, la panza quele colgaba entre las piernas de una gordura fláccida, elcontorno apoplético de oficinista sedentario y sin nervio,y, como resultado de ese examen, se echó atrás de unpapirotazo el panamá de color arratonado que le cubríala cabeza, y contestó con retintín:

—De eso hay mucho que hablar, compadre, porque suvieja es de temperamento nervioso, y usted es gordo yfofo.

Caraván se calló, desconcertado.El tranvía llegó a la estación. Los dos compañeros

echaron pie a tierra, y el señor Chenet convidó a un tragode vermú en el café del Globo, que se hallaba enfrente, ydel que uno y otro eran clientes habituales. El dueño,amigo de ambos, les alargó dos dedos de la mano, y ellosle dieron un apretón por encima de las botellas del mos-trador; después se dirigieron a una mesa en la que habíatres aficionados al dominó que no se habían movido deallí en toda la tarde. Se cruzaron frases cordiales, y elinevitable “¿Qué hay de nuevo?”. Los jugadores siguie-ron con su partida. Cuando los recién llegados se retira-ron, les dieron las buenas tardes. Los jugadores les alar-garon las manos sin alzar la cabeza y cada cual se fue acomer a su casa.

Ocupaba Caraván, cerca de la plazoleta de Courbevoie,una casita de dos pisos, y en el bajo estaba instalado unpeluquero.

Dos dormitorios, el comedor y la cocina, con un juegoúnico de sillas, desencoladas y vueltas a encolar, que pa-saban de una habitación a otra, según lo exigía el mo-

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mento, componían el departamento que la señora Caravánse entretenía en limpiar, en tanto que su hija María Lui-sa, de doce años, y su hijo Felipe Augusto, de nueve, seentregaban a toda clase de travesuras en los arroyos dela avenida, alternando con los pilluelos del barrio.

Caraván había instalado a su madre en el piso supe-rior; ésta se había hecho popular en aquellos alrededo-res por su avaricia, y su delgadez hacía decir a la genteque el Señor había echado mano, al hacerla, de sus mis-mos principios de ahorro. Siempre malhumorada, no pa-saba día sin riñas y arrebatos furiosos. Apostrofaba des-de su ventana a los vecinos que salían a la puerta de suscasas, a los vendedores ambulantes de frutas y verduras,a los barrenderos y a los muchachos, y éstos, en vengan-za, la iban siguiendo de lejos cuando salía a la calle, y legritaban: “¡Ensuciacamas!”.

Una criadita normanda, de un atolondramiento increí-ble, atendía los quehaceres de la casa, y dormía en el se-gundo piso, junto a la vieja, por si le sobrevenía algúnaccidente.

Al entrar Caraván en casa, su mujer, atacada de laenfermedad crónica de hacer limpieza, sacaba brillo conun trapo de franela a la caoba de las sillas, desparrama-das por la soledad de las habitaciones. Siempre teníapuestos los guantes de hilo; se adornaba la cabeza conuna cofia de cintajos multicolores, que se le ladeaba so-bre una oreja, y cuando alguien la sorprendía con la cera,el cepillo, el limpiametales o la lejía, recitaba el mismoestribillo:

—No soy rica; todo es sencillo en mi casa, y el únicolujo que puedo permitirme es el de la limpieza, que, des-pués de todo, suple a cualquier otro.

Estaba dotada de un sentido práctico tenaz, y su ma-rido se dejaba llevar en todo por ella. Primero en la mesa,

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y después en la cama, charlaban todas las noches largo ytendido de los asuntos de la oficina, y aunque él le lleva-ba veinte años, se desahogaba con ella como con un direc-tor espiritual y no se apartaba de sus consejos.

Jamás había sido bonita, y en aquella época era fea,menuda y flaca. Su desmañada manera de vestir ocultósiempre ciertos débiles atributos femeninos que se hu-bieran puesto de realce con un poco de arte en la disposi-ción de su tocado. Las faldas parecían colgarle siemprede un lado, y tenía el hábito, que llegaba a tomar visos detic nervioso, de rascarse a cada momento, en cualquierparte, sin preocuparse de los que estaban delante. Encuestión de adornos de su persona, no iba más allá de loscintajos de seda, entrelazados profusamente en las co-fias presuntuosas que usaba en casa.

Así que vio entrar a su marido, se levantó, y besándo-le en las patillas, le preguntó:

—¿Te acordaste de ir a casa de Potin, querido? Lapregunta se refería a un encargo que él había prometidohacer.

Se dejó caer, aterrado, en una silla: era la cuarta vezque lo olvidaba.

—Es una fatalidad —decía—, es una fatalidad: mepaso el día pensando en que tengo que ir, pero así quellega la hora de salir se me va de la memoria.

Al verlo afligido, ella le dijo para consolarlo: ¿Qué másda? Ya te acordarás mañana. Y ¿qué hay de nuevo por elMinisterio?

—Un acontecimiento: otro hojalatero más que ha sidonombrado subjefe.

Ella se puso muy seria:—¿En qué oficina?—En la de compras al extranjero.Ella mostró enfado:

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—Entonces ha sido para el puesto de Ramón, preci-samente el que yo hubiera querido para ti. ¿Y Ramón?¿Retirado?

El balbució: “¡Retirado!”. Esto la encolerizó, y la cofiase le vino al hombro:

—Se acabó, pues. No hay que pensar en ese momio. Y¿cómo se llama el tal comisario?

—Bonassot.Echó ella mano al anuario que tenía siempre al alcan-

ce, y buscó: “Bonassot. Tolón. Nació en 1851. Alumno co-misario en 1871. Subcomisario en 1875”. De súbito le pre-guntó:

—¿Es de los que han navegado?Esta pregunta tranquilizó a Caraván. Su panza viose

sacudida por un acceso de regocijo:—Lo mismo que Balin, lo mismísimo que Balin, su jefe

y agregó, riéndose con más fuerza, una broma muy gasta-da que a los del Ministerio los divertía muchísimo—: Queno los envíen de inspección al apostadero naval dePoint—du Jour, porque se marearían en la escampavía.

Pero su mujer seguía muy seria, como si no le hubieseoído, y al fin murmuró rascándose la barbilla:

—¡Qué lástima, no disponer de un diputado! Si al-guien contase en la Cámara todo lo que ocurre en esacasa, el ministro saltaría en el acto...

Le cortaron la frase los gritos que estallaron en laescalera. María Luisa y Felipe Augusto, que regresabande la calle, se propinaban, a medida que subían, bofeta-das y puntapiés. La madre se precipitó furiosa, tomó acada uno por un brazo, y de una sacudida vigorosa losmetió en el departamento.

Al ver a su padre, corrieron hacia él: los besó con ter-nura, con fruición; luego se sentó, los puso sobre sus ro-dillas y lió con ellos una charla íntima.

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Felipe Augusto era un rapazuelo feo de ver, despei-nado, sucio de los pies a la cabeza, con expresión de idio-ta. María Luisa se asemejaba ya a su madre, se expresabaigual que ella, repetía sus dichos y hasta imitaba sus ges-tos. También ella preguntó:

—Y ¿qué hay de nuevo por el Ministerio? A lo que elpadre contestó, regocijado:

—Que tu amigo Ramón, el que viene a cenar con no-sotros todos los meses, nos abandona, Lisita. Han puestoen su lugar a un nuevo subjefe.

Clavó ella la mirada en la cara de su padre, y le dijocon un tono de lástima, propio de niña precoz:

—Otro más que te ha echado a la cola, ¿no es eso? Alpadre se le cortó la risa, y no contestó; después, para cam-biar de conversación, preguntó a su mujer, que se habíapuesto a limpiar los vidrios:

—¿Mamá sin novedad, arriba?La señora Caraván dejó de frotar, se volvió, enderezó

la cofia que se le escapaba hacia la espalda y contestó conlabios trémulos:

—De tu madre te quiero hablar, precisamente. ¡Meha hecho una de las suyas! Figúrate que la señora Lebaudin,la mujer del peluquero, subió hace un rato para pedirmeprestado un paquete de almidón; yo había salido y tumadre la ha echado de la puerta, tratándola de mendiga.Me ha tenido que oír la vieja; aunque se ha hecho la des-entendida, como siempre que se le cantan las verdades;pero que te conste que está tan sorda como yo; todo losuyo es cuquería, y la prueba la tienes en que se ha subi-do derechita a su cuarto, sin decir esta boca es mía.

Caraván, corrido, no contestó y en ese instante hizoacto de presencia la criadita para anunciar precisamen-te que la cena estaba lista. Entonces él echó mano a unpalo de escoba que tenían siempre oculto, y dio tres gol-

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pes en el cielo raso. Luego pasaron al comedor, y la seño-ra Caraván, la joven, sirvió la menestra, mientras espe-raban que bajase la anciana. Esta se retrasaba, y la sopaiba enfriándose, en vista de lo cual se pusieron a comersin prisa; quedaron vacíos los platos y volvieron a espe-rar. La señora Caraván, furiosa, la tomó con su marido:

—Lo hace a propósito, ¿comprendes? Porque sabe quete pones siempre de su parte.

El marido, muy perplejo y cogido entre dos fuegos,envió a María Luisa en busca de su abuela, y se quedóinmóvil, con los ojos bajos, mientras su mujer daba golpe-citos rabiosos con la punta de su cuchillo en el extremoinferior de su vaso.

La puerta se abrió de improviso y volvió a entrar laniña, sola, sin aliento y muy pálida, diciendo precipita-damente:

—Abuela está caída en el suelo.Caraván se puso en pie de un salto, tiró la servilleta

sobre la mesa y se lanzó hacia el piso de arriba, resonan-do en la escalera su paso firme y precipitado. Su mujer,que supuso que era todo una treta de su suegra, le siguiósin prisa, encogiéndose despectivamente de hombros.

La anciana yacía cuan larga era boca abajo, en mediode la habitación. Cuando su hijo dio vuelta al cuerpo, apa-reció su cara seca e inmóvil, de piel amarillenta, arruga-da, curtida, con los ojos cerrados, apretados los dientes,flaca y rígida.

De rodillas junto a ella, gimoteaba Caraván:—¡Pobre madre mía, pobre madre mía!Pero la otra señora Caraván dictaminó, después de

mirarla unos momentos:—¡Bah! Otro síncope más, y eso es todo. Créeme, lo

ha hecho para estropearnos la cena.

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Trasladaron el cuerpo a su cama, lo desnudaron porcompleto, y todos —Caraván, su mujer y la criada— sededicaron a darle fricciones. Pero por más que hicieronno volvió en sí. Enviaron entonces a Rosalía en busca deldoctor Chenet. Vivía en el muelle, en dirección a Suresnes.La distancia era grande y la espera fue larga. Pero, al fin,llegó, y después de examinar, palpar y auscultar a la an-ciana, pronunció el veredicto:

—Esto se acabó.Caraván se arrojó sobre el cuerpo, sacudido por sollo-

zos precipitados. Besaba convulsivamente la cara rígidade su madre, llorando con tal profusión, que sus lágrimascaían como gotas de agua sobre el rostro de la difunta.

La otra señora Caraván sufrió un acceso bastante de-coroso de dolor; en pie detrás de su marido, lanzaba débi-les gemidos y se frotaba con obstinación los ojos.

De improviso se enderezó Caraván; tenía el rostroabotagado, los ralos cabellos en desorden y estaba feísi-mo con la sinceridad de su dolor.

—¿Está usted seguro, doctor..., completamente segu-ro? El oficial de Sanidad se acercó rápidamente, manipu-ló el cadáver con destreza profesional, y en seguida ex-presó:

—Vea, amigo; fíjese en este ojo.Levantó el párpado y apareció bajo su dedo la mirada

de la anciana, como cuando estaba viva, con la pupila unpoco más dilatada tal vez. Caraván recibió un golpe enpleno corazón, y el espanto caló hasta el tuétano de sushuesos. El señor Chenet cogió el brazo crispado, tiró delos dedos para abrirlos con fuerza y con la expresión ai-rada de quien discute con un contradictor, siguió dicien-do:

—¿Y esta mano? ¿Qué me dice de esta mano? Tran-quilícese: yo no me equivoco nunca en casos como éste.

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Caraván se dejó caer otra vez sobre la cama, se revol-có, casi casi berreó; su mujer, entre tanto, sin dejar delloriquear, hacía lo necesario. Acercó la mesa de noche,la cubrió con un paño blanco, colocó encima cuatro velas,las encendió, sacó de detrás del espejo de la chimenea unmanojo de boj que estaba allí colgado, lo colocó en mediode las velas sobre un plato y llenó éste de agua clara, afalta de agua bendita. Cruzó por su cabeza un pensamien-to, y cogiendo un pellizco de sal lo echó en el agua, imagi-nando sin duda que así suplía la bendición.

Cuando terminó de ejecutar aquel simbolismo, inse-parable de la muerte, permaneció en pie, inmóvil. El ofi-cial de Sanidad, que la había ayudado, le dijo por lo bajo:

—Hay que llevarse de aquí a Caraván.Hizo una señal afirmativa, se acercó a su marido, que

seguía sollozando de rodillas, y lo alzó por un brazo, atiempo que el señor Chenet lo levantaba del otro. Empe-zaron por sentarlo en una silla; su mujer, besándole en lafrente, le echó un pequeño sermón. El oficial de Sanidadapoyaba sus razonamientos, le recomendaba entereza,valor, resignación; en fin, todo lo que nadie tiene en lasdesgracias fulminantes. Cuando ya no tuvieron nada quedecir, volvieron a cogerlo del brazo y se lo llevaron.

Lagrimeaba, como un muchacho grande, con hiposconvulsivos, desmadejado, con los brazos colgantes y laspiernas flojas; bajó la escalera sin darse cuenta, movien-do maquinalmente los pies.

Lo dejaron en el sillón que ocupaba siempre para co-mer, frente a su plato casi vacío, que aún tenía la cucharametida en un resto de sopa. Y allí se quedó, sin moverse,con la mirada clavada en su vaso, tan entontecido que nipensar podía.

En un rincón del comedor hablaba la señora Caraváncon el médico: se enteraba de las formalidades que había

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que llenar, pedía informes prácticos. El señor Chenet queparecía estar esperando algo, acabó por coger su sombre-ro y se despidió diciendo que no había cenado. Ella excla-mó entonces:

—Pero cómo, ¿no ha cenado usted? Quédese, doctor;quédese. Se le servirá de lo que hay, porque ya supondráque nosotros no estamos para comer gran cosa.

Rehusó, excusándose; ella insistió:—Quédese, se lo ruego. En momentos como éste, se

agradece la compañía de los amigos. Además, tal vez us-ted consiga que mi marido se consuele un poco. Está muynecesitado de que le den ánimos.

El doctor asintió con la cabeza, y dejó el sombreroencima de un mueble.

—Siendo así, acepto, señora.Dio ella instrucciones a Rosalía, que estaba como des-

atinada, y tomó asiento a la mesa, según dijo, “para hacerque comía, y acompañar al doctor”. Se volvió a servir lasopa fría. El señor Chenet aceptó otro plato. Vino des-pués una fuente de cuajada a la lionesa, que esparció unaroma de cebolla, decidiéndose la señora Caraván a pro-barla.

—Está sabrosísima —dijo el doctor.La señora se sonrió:—¿Verdad que sí? —se volvió hacia su marido para

decirle—: Haz por comer un poco, mi pobre Alfredo, aun-que sólo sea para echar alguna cosa al estómago. Piensaen que tienes que velar.

Caraván alargó dócilmente el plato, lo mismo que sehabría metido en cama si se lo hubiesen pedido, obede-ciendo en todo, sin resistencia y sin reflexión. Y comió.

El doctor se sirvió a sí mismo por tres veces: la señoraCaraván pinchaba de cuando en cuando con su tenedoruna buena presa, y la engullía con calculado descuido.

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Cuando sacaron una ensaladera rebosante de maca-rrones, murmuró el doctor:

—¡Caramba!... Esto parece cosa buena.La señora Caraván no dejó esta vez a nadie sin servir.

Llenó hasta los platillos en que metían sus dedos los ni-ños, y éstos, sin nadie que se ocupase de ellos, bebíanvino puro y se acometían a puntapiés por debajo de lamesa.

El señor Chenet trajo a colación el gusto de Rossinipor este plato italiano. De pronto soltó esta gracia:

—Se podría hacer un cuplé:El maestro Rossini pedía macarrones...Pero nadie le prestaba atención. La señora Caraván

quedóse de pronto pensativa, y repasaba mentalmentelas probables consecuencias de aquel acontecimiento,mientras que su marido hacía bolitas de pan entre losdedos, las colocaba luego en el mantel y se quedaba mi-rándolas fijamente con expresión estúpida. Le abrasabauna sed ardiente, y a cada momento se llevaba a la bocael vaso lleno de vino hasta los bordes. La conmoción y eldolor habían hecho perder el aplomo a su razón; ésta pa-recía flotar, girar ingrávida en el repentino estupor delos comienzos de una digestión difícil.

Por su parte, el doctor bebía como una cuba y daba yaseñales de estar borracho; la misma señora Caraván, queno bebía más que agua, sufría la reacción que sigue a todasacudida nerviosa, se mostraba excitada, inquieta, y sucabeza estaba algo confusa.

El señor Chenet empezó a referir anécdotas, que a élle parecían chistosas, de escenas mortuorias. En los su-burbios de París, donde abunda la población procedentede provincias, se tropieza uno con la indiferencia propiadel campesino hacia los difuntos; ya pueden ser éstos elpadre o la madre. Hay una irrespetuosidad, una incons-

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ciencia feroz, que es corriente en el campo, pero muy raraen la capital.

—La semana pasada, sin ir más lejos —agregó—, mellaman de la calle de Puteaux, y allá voy. Me encuentrocon que el enfermo era ya cadáver, y junto a la cama a lafamilia, que se bebía tranquilamente una botella de anís,que habían comprado el día anterior, para satisfacer uncapricho del moribundo.

La señora Caraván no le escuchaba; toda su atenciónestaba concentrada en la herencia. El señor Caraván sehabía quedado con el cerebro vacío y era incapaz de com-prender nada.

Se sirvió el café, muy cargado, como para levantar losánimos. Se le regó de coñac, y cada taza hizo subir a lasmejillas de los bebedores un súbito rubor, confundiendoaún más las últimas ideas de aquellos espíritus ya vaci-lantes.

El doctor echó mano de pronto a la botella del aguar-diente, y sirvió a todos la última. No hablaban; embota-dos por el suave calor de la digestión, embebidos, a pesarsuyo, en el bienestar puramente animal que el alcoholproporciona después de comer, saboreaban muy despa-cio el coñac azucarado, que formaba un almíbar amari-llento en el fondo de las tazas.

Los chicos se habían quedado dormidos y Rosalía losacostó.

Maquinalmente, empujado por la necesidad de atur-dirse que domina a los desgraciados, se sirvió Caravánaguardiente varias veces. Sus ojos, de mirada estúpida,resplandecían.

El doctor se levantó, al fin, para marcharse, y cogió asu amigo del brazo:

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—¡Ea!, venga conmigo —le dijo—. Le sentará bien unpoco de aire fresco. No conviene estarse quieto cuandonos domina la pena.

El otro obedeció dócilmente, se puso el sombrero,tomó el bastón y salió; los dos, agarrados del brazo, fue-ron caminando hacia el Sena, bajo la claridad de las es-trellas.

Flotaban hálitos embalsamados en la noche calurosa,porque era la estación en que todos los jardines del con-torno se cuajan de flores, y sus perfumes, que duermendurante el día, parecen despertar cuando llega el cre-púsculo, y se esparcen, diluidos en las brisas ligeras quecorren por la oscuridad.

La ancha avenida estaba desierta y silenciosa, flanquea-da por dos hileras de faroles de gas, que se alargaban hastael Arco de Triunfo. Allá lejos, envuelto en roja neblina,rebullía París ruidosamente. Era como un retumbo con-tinuo, al que de tiempo en tiempo parecía responder a lolejos, en la llanura, el silbido de un tren, que se acercabaa toda marcha, o que huía, cruzando la provincia, hacia elocéano.

Al recibir aquellos dos hombres en la cara el aire dela calle, se quedaron al pronto sorprendidos; el doctor setambaleó, y Caraván sintió que se multiplicaban los vér-tigos que venían acometiéndole desde la cena. Caminabacomo entre sueños, con la inteligencia embotada, parali-zada, sin que el dolor le aguijonease, embargado por unaespecie de insensibilidad moral que le hacía incapaz desufrir; parecía que le hubiesen quitado un peso del alma,y los tibios vapores que se esparcían en la noche aumen-taban esta sensación de alivio.

Cuando llegaron al puente, torcieron a mano dere-cha, y el río les lanzó en pleno rostro una fresca bocana-da. Corría, melancólico y sosegado, delante de un corti-

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naje de altos álamos, y las estrellas nadaban en el agua,zarandeadas por la corriente. La neblina blancuzca queflotaba en el ribazo de enfrente enviaba a sus pulmonesun olor de humedad; Caraván se detuvo bruscamente,sorprendido por aquel aroma de río que agitaba en sucorazón memorias muy lejanas.

Volvió a ver de improviso a su madre, la de otros tiem-pos, la de su niñez, de rodillas y encorvada delante de lapuerta de su casa, allá en Picardía, lavando en el arro-yuelo que cruzaba el jardín la ropa amontonada a su lado.En medio del silencio sereno del campo oía el golpear dela ropa sobre la tabla y su voz que gritaba: “Alfredo, tráe-me jabón”. Era este mismo olor de agua que corre, la mis-ma neblina que se desprendía de las tierras empapadas,la misma vaporosidad pantanosa; aquel sabor le habíaquedado para siempre, imborrable, y volvía a sentirloprecisamente la noche misma en que su madre acababade morir.

Se detuvo como envarado por un suave arrebato dedesesperación. Fue un relámpago que aclaró de golpe todoel alcance de su desgracia; aquel soplo errante que se atra-vesó en su camino lo precipitó en el negro abismo de losdolores irremediables. Sintió el alma desgarrada poraquel separarse para siempre. Quedaba su vida trunca-da por la mitad; su juventud entera desaparecía, engulli-da por aquella muerte. Allí acababa el antiguamente; seesfumaban las memorias de la adolescencia; nadie que-daba ya para hablarle de las cosas de antes, de las perso-nas que conoció en otros tiempos, de su tierra, de él mis-mo, de las intimidades de su vida pasada. Era un pedazode su mismo ser el que había dejado de existir; en adelan-te, le correspondía morir al resto.

Empezó a llamar, uno tras otro, a sus recuerdos. Apa-reció la mamá, de más joven, vestida de prendas que se

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habían ajado sobre ella, que de tanto usarlas parecíaninseparables de su persona; veíala en mil momentos queya tenía olvidados: con rasgos que ya se habían borrado,con sus gestos, las inflexiones de su voz, con sus costum-bres, manías, indignaciones, con las arrugas de su cara,los movimientos de sus dedos descarnados y en todas lasactitudes familiares que ya no volvería a tener más.

Lanzó algunos gemidos, agarrándose al doctor. Susfláccidas piernas temblaban; toda su voluminosa perso-na sufría las sacudidas de los sollozos, mientras quebalbucía:

—¡Madre mía, pobre madre, pobre madre mía!... Perosu compañero, que seguía borracho y que soñaba con aca-bar la velada en ciertos lugares que frecuentaba en secre-to, se impacientó con aquel acceso agudo de dolor, lo hizosentarse en la hierba de la orilla y lo abandonó al poco ratocon el pretexto de que tenía que ver a un enfermo.

Caraván lloró largo rato; cuando se le agotaron laslágrimas; cuando todo su dolor se derritió en agua, comoquien dice, experimentó otra vez alivio, sosiego, tranqui-lidad súbita.

Había salido la luna, y bañaba el horizonte con su luzplácida. Los grandes álamos se erguían con reflejos deplata, y la niebla se alzaba sobre la llanura como nieveflotante; ya no nadaban las estrellas en el río; revestíalouna capa de nácar y seguía deslizándose, rizado por esca-lofríos brillantes. La atmósfera era suave y perfumada labrisa. El sueño de la tierra estaba impregnado de langui-dez y Caraván bebía aquella suavidad de la noche; aspi-raba profundamente y tenía la sensación de que un fres-cor, un sosiego, una paz sobrehumana le iba calando has-ta la extremidad de sus miembros.

Sin embargo, no se resignaba a dejarse invadir poraquel bienestar, y repetía:

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—Madre mía, pobre madre.Y hacíase fuerza para llorar, recurriendo a una espe-

cie de sentido del deber de hombre honrado; pero todoera en vano, y los mismos pensamientos que hacía pocole habían arrancado tan grandes sollozos no despertaronya en él tristeza alguna.

Se levantó con el propósito de volver a su casa, y des-hizo lo andado con paso lento, envuelto en la tranquilaindiferencia de la naturaleza serena, y con el corazónapaciguado, a pesar suyo.

Al llegar al puente, distinguió la linterna del últimotranvía que estaba preparado para arrancar y, más allá,los ventanales iluminados del café del Globo.

Lo acometió la necesidad de contarle a alguien la ca-tástrofe, de excitar la conmiseración, de hacerse el inte-resante. Adoptó una expresión compungida, empujó lapuerta del establecimiento y avanzó hacia el mostrador,en el que el dueño vociferaba como siempre. Había calcu-lado ya la impresión que produciría: todos los concurren-tes se pondrían en pie al verlo, yendo hacia él con la manoextendida: “Pero ¿qué le pasa?”. Nadie reparó en el des-consuelo que se retrataba en su rostro. Puso los codossobre el mostrador y se apretó la frente entre las manos,murmurando:

—¿Dios mío, Dios mío!El dueño se quedó mirándolo.—¿Se siente enfermo, señor Caraván?Este contestó:—No, querido amigo; es que acaba de fallecer mi ma-

dre.El dueño dejó escapar un “¡Ah!” distraído: pero en

aquel instante gritó desde el fondo del local un cliente:—Oiga, un bock, por favor.El dueño le contestó en el acto con su vozarrón:

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Ahora mismo. ¡Bruum! Ya está y se precipitó con suservicio, dejando a Caraván estupefacto.

Los tres aficionados al dominó seguían jugando, ab-sortos y como pegados a los asientos, en la misma mesaen que los vio antes de cenar. Caraván se acercó paramendigar compasión. Advirtiendo que no se daban porenterados de su presencia, se decidió a hablar:

—Después que estuve aquí me ha ocurrido una grandesgracia.

Los tres alzaron un poco la cabeza al mismo tiempo,pero sin quitar ojo a las fichas que tenían en la mano.

—¿Sí? ¿Qué ha sido?Acaba de fallecer mi madre.Uno de los jugadores murmuró: “¡Vaya!”, con ese tono

de lástima que suena a falso, de los indiferentes. Otro,que no encontró de momento palabras, movió la cabeza ydejó escapar una especie de silbido triste. El tercero re-anudó el juego, como diciéndose para sus adentros. “Sino es más que eso...”.

Caraván esperaba una de esas frases que, como sueledecirse, brotan del corazón. Al ver la acogida que se ledispensaba, se alejó, indignado de la tranquilidad quedemostraban ante el dolor de un amigo, aunque para en-tonces aquel dolor se había embotado de tal manera queni él mismo lo sentía.

Se marchó.Su mujer, en camisón, le esperaba sentada en una si-

lla baja, junto a la ventana abierta, dándole siempre vuel-tas a la idea de la herencia.

—Desnúdate —le dijo—. Tenemos que hablar; perolo haremos en la cama.

El levantó la cabeza, señalando el techo con la mira-da:

—Pero... arriba no hay nadie.

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—Sí, señor; está Rosalía con ella, y tu la relevarás alas tres, cuando hayas echado un sueño.

Por lo que pudiera ocurrir, Caraván se quedó en cal-zoncillos, se ató un pañuelo alrededor del cráneo y sereunió con su mujer, que acababa de meterse entre lassábanas.

Permanecieron un rato sentados, el uno junto al otro.Ella meditaba. A pesar de la hora que era, su cofia lucíaun nudo rosa y se ladeaba hacia una oreja, para no apar-tarse de la invencible costumbre de todas las que se po-nía.

De improviso, volvió la cara hacia su marido, y le dijo:—¿Sabes si tu madre ha hecho testamento?El titubeó:—Yo creo... que no... Desde luego que no... no lo ha

hecho.La señora Caraván clavó su mirada en los ojos de su

marido, y cuchicheó con voz rabiosa:—Pues se ha portado cochinamente, después de diez

años que llevamos matándonos por servirle, dándole casay poniéndole mesa. No habría sido tu hermana capaz dehacer por ella lo que nosotros, ni yo tampoco lo habríahecho de haber sabido el paso que me esperaba. Te digoque eso es una mancha para su memoria. Me dirás quenos abonaba una pensión; pero no es con dinero con loque se pagan las atenciones de los hijos; se deja constan-cia de ellas, después de la muerte, con un testamento.Eso es lo que hacen las gentes que tienen dignidad. Demodo, pues, que me he molestado y me he desvivido enbalde. ¡Es una indecencia! ¡Es una verdadera indecencia!

Caraván, fuera de sí, repetía:—Mujer, mujer, por favor; yo te lo ruego.Ella acabó por calmarse, y volvió al tono de sus dia-

rias conversaciones:

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—Habrá que avisar a tu hermana mañana temprano.El dijo con sobresalto:—Es cierto; no se me había ocurrido. Le pondré un

telegrama en cuanto amanezca.Ella le interrumpió, como mujer que lo tiene todo pre-

visto:—No, envíaselo entre las diez y las once, para que

tengamos tiempo de desenvolvernos antes que lleguen,porque desde Charenton hasta aquí tienen para dos ho-ras o más. Les diremos que no sabías lo que hacías. Conavisarles por la mañana hemos cumplido.

Caraván se dio una palmada en la frente y exclamócon el acento de cortedad que adoptaba siempre para re-ferirse a su jefe, porque sólo con pensar en él ya se echa-ba a temblar:

—Habrá que avisar también al Ministerio.Ella replicó:—¿Avisar? ¿Por qué? En momentos como éste, nadie

puede molestarse por un olvido. Si me hicieses caso, noavisarías; tu jefe se tendría que callar y le harás pasar unberrinche.

—¡Pero bien gordo que lo va a pasar cuando vea quefalto! Tienes razón, tu idea es genial. Se le van a atragan-tar las palabras cuando le diga que ha muerto mi madre.

El chupatintas, encantado de la jugarreta, se frotabalas manos, imaginándose la cara que pondría su jefe. Enaquel momento, y en la habitación de encima de él, yacíael cuerpo de la anciana, y a su lado dormía la criada.

La señora Caraván permanecía en actitud recelosa,como obsesionada por un problema difícil de expresar.Pero, al fin, se decidió:

—Tu madre te dijo que era para ti su reloj, el de lamuchacha del emboque, ¿no es cierto?

El rebuscó en su memoria, y contestó:

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—Sí, en efecto; pero de esto hace mucho tiempo; fuecuando vino a vivir aquí. Me dijo: “El reloj será para ti, sime cuidas bien”.

La señora Caraván, tranquilizada con esto, se expre-só ya con todo sosiego:

—Siendo así, habrá que ir por él, creo yo, porque sidamos tiempo a que venga tu hermana, no consentirá quelo tomemos.

El titubeaba:—¿Crees tú?...Ella se molestó.—¡Naturalmente que lo creo! Una vez que lo tenga-

mos aquí, si te he visto no me acuerdo; nuestro y nadamás que nuestro. Lo mismo que la cómoda que tiene ensu habitación, la de la cubierta de mármol: ésa me la dioa mí un día que estaba de buenas. Bajaremos las dos co-sas al mismo tiempo.

Caraván no parecía muy convencido.—¡Pero mujer, contraemos una gran responsabilidad!

Ella se revolvió, furiosa:—¿De veras? ¿Vas a ser el mismo de siempre? Eres

capaz, por no dar un paso, de dejar que tus hijos se mue-ran de hambre; de eso eres tú capaz. Puesto que ella mela dio, nuestra es la cómoda; no vas a decir que no. Y si lemolesta a tu hermana, que venga a decírmelo a mí. Mu-cho se me da a mí de tu hermana. ¡Ea, levántate, y traere-mos en seguida las cosas que tu madre nos ha dado!

Trémulo y derrotado, salió Caraván de la cama y fuea meterse los pantalones; pero ella no le dejó:

—¿Para qué te vas a vestir? Sube en calzoncillos, nohay necesidad de más; yo iré tal como estoy.

Los dos echaron a andar en ropas menores; subieronlas escaleras sin hacer ruido, abrieron con precaución lapuerta y entraron en la habitación.

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Las cuatro velas encendidas alrededor del plato deboj bendito parecían ser los únicos guardianes de la an-ciana, que descansaba rígida, porque Rosalía dormía conleve ronquido, repantigada en su poltrona, con las pier-nas estiradas, las manos cruzadas encima de la falda, lacabeza caída a un lado y la boca abierta.

Caraván se posesionó del reloj. Era uno de tantos ca-chivaches grotescos que produjo en abundancia el arteimperial. Una figura de chica joven, de bronce dorado,con la cabeza adornada de flores variadas, tenía en la manoun emboque cuya bola servía de péndulo.

—Dámelo a mí, y coge ya el mármol de la cómoda —ledijo su mujer.

Obedeció, dando resoplidos, y se echó al hombro elmármol con no pequeño esfuerzo.

Hicieron un viaje. Caraván se agachó al pasar la puertay las escaleras temblando; su mujer caminaba de espal-das, alumbrándole con una mano y sujetando con la otrael reloj, debajo del brazo.

Una vez dentro de su departamento, dejó ella esca-par un profundo suspiro:

—Lo más difícil está hecho; vamos por lo demás. Perolos cajones del mueble estaban completamente llenos deropa de la anciana. Había que esconderla en algún lado.

La señora Caraván tuvo una inspiración:—Súbeme el baúl de madera de pino que hay en el

vestíbulo. No vale ni dos francos. Aquí estará perfecta-mente.

Una vez el baúl arriba, comenzó el traslado.Uno tras otro, iban sacando los puños y cuellos posti-

zos, las camisas, las cofias, todos los modestos trapos deaquella buena mujer que estaba tendida allí, a sus mis-mas espaldas, y los iban colocando metódicamente en elbaúl de madera, de forma que cayese en el engaño la se-

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ñora Braux, la otra hija de la difunta, a la que se esperabaque llegase sin falta al día siguiente.

Terminada esta tarea, bajaron en primer lugar loscajones y después el cuerpo del mueble, agarrándolo cadauno de un lado. Estuvieron largo rato calculando en quésitio quedaría mejor. Optaron por colocarlo en el dormito-rio, frente a la cama, entre las dos ventanas.

Puesta la cómoda en su sitio, colocó en ella la señoraCaraván su propia ropa. El reloj quedó encima de la chi-menea de la sala; la pareja se quedó estudiando el efectoque producía. Su satisfacción fue completa e inmediata.

—¡Magnífico! —exclamó ella.Y él respondió:—Sí, magnífico.Entonces se acostaron. Apagó ella la vela, y al poco

rato dormían todos en los dos pisos de la casa.Era pleno día cuando Caraván abrió los ojos. Desper-

tó con la cabeza algo aturdida, y tardó algunos minutosen acordarse del acontecimiento. Le dio un gran vuelcoel corazón y saltó de la cama, muy emocionado, con ganasde llorar.

Subió inmediatamente a la habitación del piso supe-rior. Rosalía continuaba durmiendo, en la misma postu-ra que la víspera, porque se había pasado toda la nocheen un solo sueño. La envió a su trabajo, cambió las velasgastadas por otras y se quedó contemplando a su madre,mientras cruzaban por su cerebro los pensamientos apa-rentemente profundos, las vulgaridades religiosas y filo-sóficas que asaltan a las inteligencias corrientes en pre-sencia de la muerte.

Al oír que lo llamaba su mujer, bajó. Había preparadoella una lista de todo lo que tenía que hacer por la maña-na, y se la entregó. Al ver todos aquellos renglones, sequedó Caraván aterrado:

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1º Declarar la defunción en la Alcaldía.2º Avisar al médico que certifica las defunciones.3º Encargar el féretro.4º Pasar por la iglesia.5º Avisar a la funeraria.6º Ir a la imprenta a buscar las esquelas.7º A casa del notario.8º Poner un telegrama a la familia.Y una barahúnda de otros pequeños encargos. Cogió

su sombrero y se marchó.Como la noticia había corrido, empezaron a llegar

vecinas para ver a la muerta.En la peluquería de la planta baja habíase desarrolla-

do ya una escena a este propósito entre la mujer y elmarido, que estaba afeitando a un cliente.

La mujer, sin dejar de hacer calceta, murmuró:—Otra que se ha ido; pero ésta era una avara como no

hay muchas. La verdad es que yo no le tenía ninguna sim-patía, pero no tendré más remedio que ir a verla.

El marido refunfuñó mientras enjabonaba la barba delpaciente:

—¡Vaya un capricho! ¡Hay que ser mujer para eso! Noles basta con fastidiar a la gente en vida, que ni aun des-pués de muerto le dejan a uno tranquilo.

Pero su esposa, sin desconcertarse, siguió diciendo:—No puedo resistirlo; tengo que ir. No pienso en otra

cosa desde que ha amanecido. Creo que si no la viese noconseguiría olvidarme de ella en toda mi vida. Cuando lahaya mirado bien y me haya quedado con su cara, me sen-tiré tan satisfecha.

El de la navaja se encogió de hombros y se explayócon el señor a quien estaba raspando la mejilla:

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—¿Me quiere usted decir qué ideas tienen en la cabe-za estas condenadas mujeres? Lo que es a mí, maldita lagracia que me hace ver a un muerto.

Pero su mujer había escuchado sus palabras y le con-testó sin turbarse:

—¿Y qué quieres? Somos así.Dejó encima del mostrador su trabajo de punto y su-

bió al primer piso.Habían llegado ya dos vecinas y conversaban acerca

del suceso con la señora Caraván, que les daba toda clasede detalles.

Se dirigieron a la cámara mortuoria. Las cuatro pe-netraron a paso de lobo; rociaron, una después de otra, lasábana con el agua salada, se arrodillaron, se persignaron,mascullando una oración; volvieron a ponerse en pie ypermanecieron largo rato contemplando el cadáver conojos dilatados y boca de asombro, mientras la nuera de ladifunta se tapaba la cara con un pañuelo, simulando unhipo desesperado.

Cuando ésta se volvió para salir de allí, descubrió, enpie junto a la puerta, a María Luisa y a Felipe Augusto,en camisa los dos, mirando con curiosidad. Olvidó su fin-gido dolor y se lanzó hacia ellos con la mano en alto, gri-tando iracunda:

—¿Queréis largaros de aquí, condenados?Al subir diez minutos después con una nueva horna-

da de vecinas, y después de rociar nuevamente con elagua sobre la suegra con el ramo de boj, de rezar, llori-quear y cumplir con todos los ritos, se volvió a tropezarcon sus dos hijos, que otra vez le habían seguido los pa-sos. Otra vez les dio ella de coscorrones, por no faltar asu deber; pero en la siguiente ocasión ya no se preocupóde ellos, y siempre que volvía con nuevas visitas, losrapazuelos iban detrás, se arrodillaban también en un

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rincón y repetían invariablemente cuanto veían hacer asu madre.

A primera hora de la tarde fue disminuyendo la mu-chedumbre de curiosas. Al rato, ya no vino nadie. La se-ñora Caraván bajó a su casa, para ocuparse de todos lospreparativos de la ceremonia fúnebre, y la muerta se que-dó completamente sola.

La ventana de la habitación estaba abierta. Penetra-ba un calor tórrido, con bocanadas de polvo; cerca delcuerpo inmóvil danzaban las llamas de las cuatro velas.Algunas mosquitas trepaban, iban y venían por la sába-na, por el rostro de ojos cerrados, por las dos manos esti-radas.

María Luisa y Felipe Augusto habían salido a corre-tear por la avenida. Se vieron en seguida rodeados decamaradas, principalmente de chicas, que son las másdespiertas y las que primero presienten los misterios dela vida. Preguntaron éstas como si ya fuesen personasmayores:

—¿Se ha muerto tu abuela?—Sí, ayer por la noche.—Y ¿cómo es un muerto?María Luisa explicaba, daba detalles de las velas, del

manojo de boj, de la cara. Se despertó una gran curiosi-dad en todos los pequeños y pidieron subir a ver a lamuerta.

María Luisa organizó inmediatamente un primer viajecon cinco chicas y dos chicos: los mayores, los más atrevi-dos. Los obligó a descalzarse para que no los sintieran; seescabulló la banda dentro de la casa y subió con la ligere-za de una tropa de ratoncillos.

Dentro ya de la habitación, arregló la hija el ceremo-nial, imitando a su madre. Condujo solemnemente a suscamaradas, se arrodilló, hizo la señal de la cruz, movió

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los labios, roció el lecho, y cuando los chicos, apelotonados,se acercaban con temor, curiosidad y placer para contem-plar el rostro y las manos, ella estalló de improviso enfalsos sollozos, cubriéndose los ojos con su pañuelo. Secalmó bruscamente, acordándose de los que esperaban ala puerta, y se llevó corriendo a todos los presentes, pararegresar en seguida con otro grupo, y luego con otro, por-que todos los rapazuelos de los alrededores, hasta losmendigos desharrapados, acudían para participar enaquella diversión desconocida. Y en cada visita repetíala nieta de cabo a rabo, con absoluta perfección, todos lospasos y muecas de la madre.

Pero acabó por cansarse. Atraídos por otro juego, sealejaron los chicos. Entonces se quedó la anciana abuelacompletamente olvidada por todo el mundo.

La sombra inundó la habitación, y la inquieta llamade las velas hacía bailar destellos sobre el rostro, seco yarrugado.

Caraván subió a eso de las ocho, cerró la ventana ypuso otras velas. Entraba ya con toda naturalidad, comosi llevase viendo durante meses el cadáver. Hasta com-probó que aún no presentaba síntomas de descomposi-ción, y se lo comunicó a su mujer cuando iban a sentarsepara cenar. Ella contestó:

—Pero si parece de madera; es capaz de conservarseun año.

Nadie habló una palabra mientras comían la menes-tra. Los niños, que habían correteado todo el día, dormi-taban en sus sillas, extenuados de fatiga, y todos calla-ban.

La luz de la lámpara se amortiguó de improviso. Laseñora Caraván se apresuró a subir la mecha, pero elaparato carraspeó, y la luz se apagó. ¡Se habían olvidadode comprar aceite! Mandar por él a la tienda retrasaría

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la cena; se buscaron velas, pero no había más que las queestaban encendidas arriba, en la mesilla de noche.

La señora Caraván, rápida en tomar decisiones, en-vió a Maria Luisa en busca de dos. Quedaron esperándo-la a oscuras.

Se oyeron con toda claridad los pasos de la niña en laescalera. Hubo unos segundos de silencio; se la oyó luegoque bajaba precipitadamente. Abrió la puerta, espanta-da, aún más emocionada que la víspera, cuando anuncióla catástrofe, y murmuró casi ahogándose:

—¡Ay papá; la abuelita está vistiéndose!Caraván se enderezó tan violentamente, que su silla

fue a dar con la pared. Balbuceó:—¿Que se está...? Pero ¿qué es lo que dices? María

Luisa repitió, agarrotada por la emoción:—Que sí..., que se viste. que la abuelita se está... vis-

tiendo para bajar.Se precipitó como un loco escaleras arriba; seguíale

su mujer, presa del más completo aturdimiento. Se detu-vo aquél delante de la puerta del segundo piso, trémulode espanto, sin atreverse a entrar. ¿Qué es lo que iban aver sus ojos? Más valerosa, la señora Caraván dio vueltaal cerrojo y penetró en la habitación.

La estancia parecía más sombría; una figura alargaday flaca se movía en el centro. Era la vieja, que estaba enpie; al salir del sueño letárgico, medio inconsciente toda-vía, se había puesto de lado, se incorporó sobre un codo yapagó tres de las velas que ardían junto al lecho mortuo-rio. Después, recobrando fuerzas, se levantó para buscarsus trapos. La falta de la cómoda la desorientó al princi-pio, pero fue desocupando el baúl hasta encontrar susprendas, y se vistió tranquilamente. Vació el plato de agua,volvió a colocar el manojo de boj detrás del espejo, puso

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las sillas en su sitio, y se disponía a bajar cuando apare-cieron ante ella el hijo y la nuera.

Caraván tuvo un arranque, le tomó las manos, la besó,con lágrimas en los ojos; su mujer, a espaldas suyas, re-petía con tono hipócrita:

—¡Qué felicidad! ¡Oh, qué felicidad!Sin enternecerse, sin dar siquiera muestras de com-

prender, rígida como una estatua y glacial la mirada, selimitó la vieja a preguntar:

—¿Estará pronto la comida?El, sin saber lo que decía, balbució:—Si te estábamos esperando, mamá.La cogió del brazo con una solicitud extraordinaria,

mientras que la señora Caraván, la joven, con la vela enla mano para alumbrarlos, bajaba de espaldas las escale-ras, escalón por escalón, lo mismo que había bajado lanoche anterior delante de su marido cargado con el már-mol.

Al llegar al primer piso estuvo a punto de tener unencontronazo con unas personas que subían. Eran losparientes de Charenton: la señora Braux, seguida de suesposo.

Alta, gruesa, con barriga de hidrópica, que la obliga-ba a echar el torso hacia atrás, abrió los ojos de espanto yestuvo a pique de echar a correr. El marido, zapatero ysocialista, pequeño y de barba cerrada, que le llegaba hastala nariz, un verdadero mono, refunfuñó sin pizca de emo-ción:

—Pero ¡cómo! ¿Es que acaba de resucitar?Cuando la señora Caraván vio quiénes eran, quiso

decirles algo con muecas desesperadas, y luego en vozalta:

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—¡Cómo! ¡Vosotros aquí! ¡Qué sorpresa más agrada-ble! La señora Braux, atónita, no sabía qué pensar, y con-testó a media voz:

—Nos pusimos en camino al recibir vuestro telegra-ma, suponiendo que todo había terminado.

Su marido, detrás de ella, la pellizcaba para que secallase, y con sonrisa maliciosa, que su barba tupida nodejaba ver, exclamó:

—Habéis sido muy amables invitándonos. Nos pusi-mos en camino inmediatamente.

Esta manera de expresarse era una alusión a la hosti-lidad que desde hacía tiempo reinaba entre los dos ma-trimonios. Como la vieja llegaba en ese instante al des-cansillo, se adelantó con vehemencia y restregó en susmejillas la pelambrera de su cara, gritándole a la oreja,porque era sorda:

—¿Cómo seguimos, madre? Siempre tan tiesa, ¿eh?La señora Braux, pasmada de ver bien viva a la que cal-culaba encontrar muerta, ni siquiera se decidía a besar-la, obstruyendo con su enorme barriga el descansillo ycortando el paso a todos.

La anciana, inquieta y recelosa, pero sin abrir la boca,miraba a toda aquella gente, y sus ojillos, grises, duros einquisidores, iban del uno al otro, rezumando pensamien-tos demasiado claros, que embarazaban a sus hijos.

Caraván dijo, queriendo aclarar la situación:—Ha estado algo enferma, pero ya pasó; ahora se en-

cuentra perfectamente. ¿Verdad, madre?La vieja, entonces, reanudando la marcha, contestó

con voz resquebrajada y como lejana:—Ha sido un síncope; oía todo lo que hablabais. Si-

guió a estas palabras un silencio lleno de perplejidades.Entraron en el comedor, y se sirvió una cena improvisa-da en pocos minutos.

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El único que se mantenía sereno era el señor Braux.Su cara de maligno gorila se contraía con muecas y deja-ba caer frases de doble sentido que ponían en evidenteaprieto a todos.

El timbre del vestíbulo sonaba a cada instante, y acada llamada entraba desatinada Rosalía en busca deCaraván, y éste salía precipitadamente tirando su servi-lleta. Su cuñado llegó a preguntarle si es que era aquel sudía de recibir. A lo que contestó balbuciendo:

—Son nada más que encargos.Le trajeron un paquete, y en su atolondramiento pro-

cedió a abrirlo: recuadradas de negro, aparecieron lasesquelas. Enrojeció hasta los ojos, cerró el paquete y se lometió en el pecho.

Su madre no lo había visto; tenía clavados obstinada-mente los ojos en su reloj, cuyo emboque dorado se co-lumpiaba encima de la chimenea. El silencio era glacial,y el embarazo de todos, cada vez mayor.

De pronto la vieja, volviendo hacia su hija la cara arru-gada de bruja, puso en la mirada un escalofrío de malig-nidad, y dijo:

—Ven el lunes con tu pequeña, que quiero verla. Laseñora Braux contestó, radiante:

—Sí, mamá.La señora Caraván, la joven, palideció y desfallecía

de angustia.Los dos hombres, entre tanto, se fueron soltando a

hablar, enzarzándose, sin motivo que valiese la pena, enuna discusión política. Braux, que defendía las doctrinasrevolucionarias y comunistas, bregaba irritado, y le bri-llaban los ojos en el rostro peludo:

—¡Caballero —gritaba—, la propiedad es un robo quese hace al trabajador; la tierra es de todos; las herenciasson una infamia y una vergüenza!...

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Calló bruscamente, corrido, como quien se da cuentaque acaba de soltar una majadería. Después agregó, conmenos vehemencia:

—No es ésta ocasión para discutir esos temas. Se abrióla puerta y apareció el doctor Chenet. Tuvo un instantede azoramiento, se rehízo en seguida y se acercó a la vie-ja:

—¡Ajá, la abuelita! Hoy la encuentro bien. Me daba enlas narices, créame; y hace un momento, subiendo la es-calera, me lo decía a mí mismo: apuesto a que me la en-cuentro levantada a la abuela.

Le dio unas suaves palmaditas en la espalda, y agre-gó:

—Fuerte como el Puente Nuevo; van ustedes a vercómo nos entierra a todos.

Tomó asiento, aceptando el café que le ofrecían, in-terviniendo en la conversación de los dos hombres, y apo-yando a Braux, porque él también había andado mezcla-do en la Commune.

La vieja se sintió cansada, y quiso retirarse. Caravánse apresuró a ayudarla. Ella clavó los ojos en los de él, yle dijo:

—Lo que vas a hacer es subirme en seguida mi reloj ymi cómoda.

Se cogió del brazo de su hija y desapareció con ella,mientras él balbucía:

—Sí, mamá.Los esposos Caraván quedaron consternados, mudos,

perdidos en un horrible desastre, mientras Braux se fro-taba las manos de gusto, paladeando su café.

Loca de ira, la señora Caraván se fue de improvisohacia él, gritándole a voz en cuello:

—Usted es un ladrón, un tunante, un canalla... Le es-cupo a usted a la cara..., le..., le...

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Se ahogaba, sin dar con la frase; pero él se reía, y con-tinuaba bebiendo.

Su mujer, que regresaba en aquel mismo instante, sefue hacia su cuñada, y las dos, una voluminosa, de barri-ga amenazadora, la otra, epiléptica y seca, de voz altane-ra y mano trémula, se lanzaron a boca llena montones deinjurias.

Chenet y Braux se interpusieron, y éste cogió a sumujer por los hombros y la echó fuera, gritándole:

—Basta ya, pedazo de burra, no hace falta alborotartanto.

Se oyó cómo se alejaban por la calle, riñendo. El se-ñor Chenet se despidió.

Los esposos Caraván quedaron frente a frente. En-tonces él se dejó caer en una silla, le corrió por las sienesun sudor frío, y murmuró:

—¿Y qué le digo yo mañana a mi jefe?

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CARTA DE UN LOCO

QUERIDO doctor, me pongo en sus manos. Haga usted demí lo que guste.

Voy a decirle con toda franqueza mi extraño estadode ánimo, y juzgue si no sería mejor que cuidasen de mídurante algún tiempo en una casa de salud, en vez dedejarme presa de las alucinaciones y sufrimientos queme atormentan.

Ésta es la historia, larga y exacta, de la singular en-fermedad de mi alma.

Vivía yo como todo el mundo, mirando la vida con losojos abiertos y ciegos del hombre, sin sorprenderme nicomprender. Vivía como viven las bestias, como vivimostodos, cumpliendo todas las funciones de la existencia,analizando y creyendo ver, creyendo saber, creyendo co-nocer lo que me rodea, cuando un día me di cuenta deque todo es falso.

Fue una frase de Montesquieu la que súbitamente ilu-minó mi pensamiento. Es ésta: «Un órgano de más o demenos en nuestra máquina nos hubiera dado una inteli-gencia distinta. En una palabra, todas las leyes asenta-

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das sobre el hecho de que nuestra máquina es de una de-terminada forma serían diferentes si nuestra máquinano fuera de esa forma.»

He pensado en esto durante meses, meses y meses, ypoco a poco ha penetrado en mí una extraña claridad, yesa claridad ha creado ahí la oscuridad.

En efecto, nuestros órganos son los únicos interme-diarios entre el mundo exterior y nosotros. Es decir, queel ser interior que constituye el yo se halla en contacto,mediante algunos hilillos nerviosos, con el ser exteriorque constituye el mundo.

Pero, además de que ese ser exterior se nos escapapor sus proporciones, su duración, sus propiedades in-numerables e impenetrables, sus orígenes, su futuro osus fines, sus formas lejanas y sus manifestaciones infini-tas, nuestros órganos, sobre la parcela que de él pode-mos conocer, no nos suministran otra cosa que informestan inseguros como poco numerosos.

Inseguros, porque únicamente son las propiedades denuestros órganos las que determinan para nosotros laspropiedades aparentes de la materia.

Poco numerosos, porque al no ser nuestros sentidosmás que cinco, el campo de sus investigaciones y la natu-raleza de sus revelaciones se hallan necesariamente muyrestringidos.

Me explico: la vista nos indica las dimensiones, lasformas y los colores. Nos engaña en esos tres puntos.

No puede revelarnos otra cosa que los objetos y seresde dimensión media, proporcionados a la estatura huma-na, lo cual nos lleva a aplicar la palabra grande a deter-minadas cosas y la palabra pequeño a otras, sólo porquesu debilidad no le permite conocer lo que es demasiadovasto o demasiado menudo para él. De ahí resulta que no

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se sabe ni se ve casi nada, que el universo casi entero lequeda oculto, la estrella que habita el espacio y elanimálculo que habita la gota de agua.

Incluso aunque tuviera cien millones de veces su po-tencia normal, aunque viese en el aire que respiramostodas las especies de seres invisibles, así como los habi-tantes de los planetas próximos, todavía quedarían nu-merosos infinitos de especies de animales más pequeñosy mundos tan lejanos que jamás alcanzaría.

Así pues, todas nuestras ideas de proporción son fal-sas porque no hay límite posible en la magnitud ni en lapequeñez.

Nuestra apreciación sobre las dimensiones y las for-mas no tiene ningún absoluto al venir determinada úni-camente por la potencia de un órgano y por una compa-ración constante con nosotros mismos.

Hemos de añadir que la vista todavía es incapaz dever lo transparente. Un cristal sin defecto la engaña. Loconfunde con el aire que tampoco ve.

Pasemos al color.El color existe porque nuestra vista está hecha de

modo que transmite al cerebro, en forma de color, las di-versas formas en que los cuerpos absorben y descompo-nen, siguiendo su constitución química, los rayos lumi-nosos que dan en ellos.

Todas las proporciones de esa absorción y de esa des-composición constituyen matices.

Así pues, este órgano impone a la inteligencia su modode ver, mejor dicho, su forma arbitraria de constatar lasdimensiones y de apreciar las relaciones de la luz y lamateria.

Analicemos el oído.Somos juguetes y víctimas, más todavía que en el caso

de la vista, de ese órgano fantasioso.

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Dos cuerpos, al chocar, producen cierta vibración dela atmósfera. Ese movimiento hace estremecerse en nues-tra oreja cierta pielecilla que trueca inmediatamente enruido lo que en realidad no es otra cosa que una vibra-ción.

La naturaleza es muda. Pero el tímpano posee la pro-piedad milagrosa de transmitirnos en forma de sentidos,y de sentidos diferentes según el número de vibraciones,todos los estremecimientos de las ondas invisibles delespacio.

Esa metamorfosis realizada por el nervio auditivo enel breve trayecto de la oreja al cerebro nos ha permitidocrear un arte extraño, la música, la más poética y precisade las artes, vaga como un sueño y exacta como el álge-bra.

¿Qué decir del gusto y del olfato? ¿Conoceríamos losperfumes y la calidad de los alimentos sin las propieda-des peregrinas de nuestra nariz y nuestro paladar?

Sin embargo, la humanidad podría existir sin oído,sin gusto y sin olfato, es decir, sin ninguna noción delruido, del sabor y del olor.

Así pues, si tuviéramos algunos órganos menos, des-conoceríamos cosas admirables y singulares, pero si tu-viéramos algunos más, descubriríamos a nuestro alrede-dor una infinidad de otras cosas que nunca supondremospor falta de medio para constatarlas.

Por lo tanto, nos equivocamos cuando juzgamos loConocido, y estamos rodeados de Desconocido inexplo-rado.

Por lo tanto, todo es inseguro, y puede apreciarse dediferentes maneras.

Todo es falso, todo es posible, todo es dudoso.

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Formulemos esta certidumbre sirviéndonos del viejoproverbio: «Verdad a este lado de los Pirineos, error alotro lado.»

Y decimos: verdad en nuestro órgano, error en el deal lado.

Dos y dos no deben ser cuatro fuera de nuestra at-mósfera.

Verdad en la tierra, error más lejos, de donde deduz-co que los misterios vislumbrados como la electricidad,el sueño hipnótico, la transmisión de la voluntad, la su-gestión y todos los fenómenos magnéticos sólo siguenocultos para nosotros porque la naturaleza no nos ha pro-porcionado el órgano o los órganos necesarios para com-prenderlos.

Después de haberme convencido de que todo lo queme revelan mis sentidos sólo existe para mí tal como yolo percibo, y de que sería totalmente diferente para otroser organizado de otro modo, después de haber llegado ala conclusión de que una humanidad hecha de otra formatendría sobre el mundo, sobre la vida y sobre todo ideasabsolutamente opuestas a las nuestras, porque el acuer-do de las creencias sólo deriva de la similitud de los ór-ganos humanos, y las divergencias de opiniones provie-nen únicamente de ligeras diferencias de funcionamien-to de nuestros hilillos nerviosos, he hecho un esfuerzo depensamiento sobrehumano para suponer lo impenetra-ble que me rodea.

¿Me he vuelto loco?Me he dicho: «Estoy rodeado de cosas desconocidas.»

He supuesto al hombre desprovisto de orejas y he su-puesto el sonido como suponemos tantos misterios ocul-tos; el hombre constata fenómenos acústicos cuya natu-raleza y procedencia no podría determinar. Y he tenidomiedo de todo lo que me rodea, miedo del aire, miedo de

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la oscuridad. Desde el momento en que no podemos co-nocer casi nada, y desde el momento en que todo es ili-mitado, ¿qué es el resto? ¿No es el vacío? ¿Qué hay en elvacío aparente?

Y ese terror confuso de lo sobrenatural que acosa alhombre desde el nacimiento del mundo es legítimo, por-que lo sobrenatural no es otra cosa que lo que permanecevelado para nosotros.

Entonces he comprendido el espanto. Me ha pareci-do que rozaba constantemente el descubrimiento de unsecreto del universo.

He intentado aguzar mis órganos, excitarlos, hacer-les percibir por momentos lo invisible.

Me he dicho: «Todo es un ser. El grito que pasa en elaire es un ser comparable a la bestia, puesto que nace,produce un movimiento y se transforma incluso paramorir. Por lo tanto, el espíritu pusilánime que cree enseres incorpóreos no se equivoca. ¿Quiénes son?»

¡Cuántos hombres los presienten, se estremecen cuan-do se acercan, tiemblan con su imperceptible contacto!Uno los siente a su lado, alrededor, pero es imposibledistinguirlos, porque no tenemos los ojos que los verían,o mejor dicho el órgano desconocido que podría descu-brirlos.

Así pues, sentía en mí, más que nadie, a esos tran-seúntes sobrenaturales. ¿Seres o misterios? ¿Lo sé aca-so? No podría decir lo que son, pero siempre podría se-ñalar su presencia. Y he visto —he visto un ser invisi-ble— hasta donde puede verse a esos seres.

Permanecía noches enteras inmóvil, sentado ante mimesa, con la cabeza entre las manos y pensando en esto,pensando en ellos. De pronto creí que una mano intangi-ble, o más bien un cuerpo inasequible, rozaba ligeramen-

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te mi pelo. No me tocaba, por no ser de esencia carnal,sino de esencia imponderable, incognoscible.

Pero una noche oí crujir el entarimado a mis espal-das. Crujió de un modo singular. Me estremecí. Me volví.No vi nada. Y no volví a pensar en ello.

Pero al día siguiente, a la misma hora, se produjo elmismo ruido. Tuve tanto miedo que me levanté, seguro,completamente seguro de que no estaba solo en mi cuar-to. No se veía nada sin embargo. El aire estaba límpido ytransparente en todas partes. Mis dos lámparas ilumina-ban todos los rincones.

El ruido no se repitió y fui calmándome poco a poco;sin embargo, permanecía inquieto y me volvía a menudo.

Al día siguiente me encerré a hora temprana, buscan-do la forma en que podría conseguir ver lo Invisible queme visitaba.

Y lo vi. Estuve a punto de morir de terror.Había encendido todas las bujías de mi chimenea y de

mi lustro. La habitación estaba iluminada como para unafiesta. Sobre la mesa ardían mis dos lámparas.

Frente a mí, la cama, una vieja cama de roble con co-lumnas. A la derecha, mi chimenea. A la izquierda, lapuerta, con el cerrojo echado. A mi espalda, un grandísi-mo armario de luna. Me miré en él. Tenía unos ojos ex-traños y las pupilas muy dilatadas.

Luego me senté como todos los días.La víspera y la antevíspera el ruido se había produci-

do a las nueve y veintidós minutos. Esperé. Cuando llegóel momento preciso, percibí una sensación indescripti-ble, como si un fluido, un fluido irresistible hubiera pe-netrado en mí por todas las parcelas de mi carne, sumien-do mi alma en un espanto atroz. Y se produjo el crujido,justo a mi lado.

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Me incorporé volviéndome tan deprisa que estuve apunto de caerme. Se veía como en pleno día, ¡pero yo nome vi en el espejo! Estaba vacío, claro, lleno de luz. Yo noestaba dentro, y sin embargo me hallaba enfrente. Lo mirécon ojos enloquecidos. No me atrevía a avanzar hacia él,sintiendo que entre nosotros se interponía él, lo Invisi-ble, y que me tapaba.

¡Qué miedo pasé! Y he aquí que empecé a verlo en-vuelto en bruma en el fondo del espejo, en una brumacomo a través del agua; y me parecía que aquella aguafluía de izquierda a derecha, lentamente, volviéndomemás preciso segundo a segundo. Era como el final de uneclipse. Lo que me tapaba no tenía contornos, sino unaespecie de transparencia opaca que iba aclarándose pocoa poco.

Y finalmente pude verme con claridad, como hagotodos los días cuando me miro.

¡Lo había visto!Y no he vuelto a verlo.Pero lo espero sin cesar, y siento que mi cabeza se

extravía en esa espera.Permanezco horas, noches, días y semanas delante del

espejo esperándolo. ¡Ya no viene!Ha comprendido que yo lo había visto. Mas yo sé que

lo esperaré siempre, hasta la muerte, que lo esperaré sindescanso, delante de ese espejo, como un cazador al ace-cho.

Y en ese espejo empiezo a ver imágenes locas, mons-truos, cadáveres horribles, toda clase de bestias espanto-sas, de seres atroces, todas las visiones inverosímiles quedeben acosar la mente de los locos.

Ésta es mi confesión, querido doctor. Dígame qué debohacer.

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CARTA QUE SE ENCONTRÓ A UN AHOGADO

¿ME PREGUNTA usted, señora, si me burlo? ¿No puede us-ted creer que un hombre no haya sentido jamás amor?Pues bien: no, no he amado nunca, nunca.

¿De qué depende eso? No lo sé... Pero no he sentidojamás ese estado de embriaguez del corazón que llamanamor. Jamás he vivido en ese ensueño, en esa locura, enesa exaltación a que nos lanza la imagen de una mujer, nime vi nunca perseguido, obsesionado, calenturiento, em-bebecido por la esperanza o la posesión de un ser conver-tido de pronto para mí en el más deseable de todos losencantos, en la más hermosa de todas las criaturas, másinteresante que todo el universo. En mi vida he lloradoni he sufrido por ninguna de ustedes. Tampoco he pasa-do las noches en vela pensando en una mujer. No conozcoese despertar que su pensamiento y su recuerdo ilumi-nan. No conozco tampoco la excitación enloquecedora deldeseo, cuando se le espera, y la divina melancolía senti-mental, cuando ella ha huido, dejando en el cuarto unperfume sutil de violeta y de carne.

Jamás he amado.

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Muy a menudo me he preguntado a qué es esto debi-do y, verdaderamente, no lo sé muy bien. Aunque lleguéa encontrar varias razones, se refieren a la metafísica, yno sé si las apreciará usted.

Analizo demasiado a las mujeres para dejarme domi-nar por sus encantos. Pido a usted mil perdones por estaconfesión que explicaré. Hay en toda criatura dos natu-ralezas diferentes: una moral y otra física.

Para amar tendría que descubrir, entre esas dos na-turalezas, una armonía que no hallé jamás. Siempre unade las dos hállase a mayor altura que la otra; unas vecesla naturaleza física, y otras la moral.

La inteligencia que tenemos el derecho de exigir auna mujer para amarla no tiene nada de común con lainteligencia viril. Es más y es menos. Es menester queuna mujer tenga el entendimiento franco, delicado, sen-sible, fino, impresionable. No necesita dominio ni inicia-tiva en el pensamiento, pero es menester que tenga bon-dad, elegancia, ternura, coquetería y esa facultad de asi-milación que en poco tiempo la hace semejante al hom-bre, cuya vida comparte. Su primerísima cualidad debeser la sutileza, ese delicado sentido que es para el almalo que el tacto es para el cuerpo. La revelan mil cosasinsignificantes: los contornos, los ángulos y las formas enel orden intelectual.

Las mujeres bonitas, en general, no tienen una inteli-gencia en consonancia con su persona. A mí, el menordefecto de concordia me hiere la vista al primer momen-to. Esto no tiene importancia en la amistad, que es unpacto en el cual se transige con los defectos y las cualida-des. Se puede, al juzgar a un amigo o a una amiga, dándo-se cuenta de sus buenas condiciones, prescindir de lasmalas y apreciar con exactitud su valor, abandonándosea una simpatía íntima, profunda y encantadora.

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Para amar, hay que ser ciego, entregarse completa-mente, no ver nada, no razonar, no comprender. Hay quehallarse dispuesto a adorar las debilidades tanto comolas bellezas y, para esto, renunciar a todo juicio, a todareflexión, a toda perspicacia.

Soy incapaz de cegarme hasta ese punto y muy rebel-de a la seducción no razonada.

Pero no es esto todo. Tengo tan elevado concepto dela armonía, que nada realizará nunca mi ideal. ¡Va usteda tacharme de loco! Escúcheme. Una mujer, a mi juicio,puede tener un alma deliciosa y un cuerpo encantador,sin que su alma y su cuerpo estén perfectamente de acuer-do. Quiero decir que las personas que tienen la nariz deuna forma especial no pueden pensar de cierto modo. Losgruesos no tienen el derecho de usar las mismas pala-bras que los delgados. Señora: usted, que tiene los ojosazules, no puede observar la existencia, juzgar las cosas ylos acontecimientos como si tuviera los ojos negros. Losmatices de su mirada deben corresponder fatalmente conlos matices de su pensamiento. Para comprender todoesto tengo el olfato de un perro perdiguero. Ríase si leplace, pero es tal como lo digo. Creí, sin embargo, haberamado un día durante una hora. Me dejé dominar tonta-mente por la influencia de las circunstancias que nos ro-deaban. Me había dejado seducir por un espejismo bo-real. ¿Quiere usted que le refiera esta historia?

Una noche me tropecé con una encantadora personita,muy exaltada, la cual, para satisfacer una fantasía poéti-ca, quería pasar la noche conmigo en una lancha, en me-dio del río; yo hubiera preferido un cuarto y una cama,pero, a pesar de todo, acepté la barca y el río.

Estábamos en el mes de junio. Mi amiga había escogi-do una noche de luna para dar rienda suelta a su exalta-ción.

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Comimos en un ventorrillo, a la orilla del agua, y a lasdiez nos embarcamos. La aventura me parecía estúpida;pero como mi compañera me gustaba, no me enfadé. Sen-tándome en el banco frente a ella, cogí los remos y parti-mos.

No podía negar que el espectáculo era encantador.Bordeábamos una isla montañosa, llena de ruiseñores, yla corriente nos impulsaba rápidamente por el agua, cu-bierta de reflejos plateados. Por doquiera oíamos el gritomonótono y claro de los sapos; croaban las ranas en lasorillas, y los rumores del agua corriente formaban alre-dedor nuestro un sonido confuso, casi imperceptible, in-quietante, que nos daba una vaga sensación de miedomisterioso.

El encanto de las noches cálidas y de las aguas bri-llantes con el reflejo de la luna nos invadía.

Daba gusto vivir y, navegando de aquel modo, soñar ysentir al lado de una mujer tierna y hermosa.

Encontrábame algo conmovido, emocionado, embria-gado por la claridad de la luna y con la obsesión de micompañera. «Siéntese usted a mi lado», me dijo. Obedecí.Ella repuso: «Dígame versos». Pareciéndome demasiado,me negué a complacerla. Insistió. Decididamente le gus-taban las cosas por todo lo alto; quería que se tocara lacuerda del sentimiento a toda orquesta, desde la lunahasta la rima. Acabé por ceder y le recité, por burla, unadeliciosa composición de Luis Bouilhet, cuyas estrofasdicen:

Odio ante todo al lagrimoso vateque frente al estrellado firmamentomusita un nombre, al que sin Lisa o Juanale parece vacío el universo.

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¡Oh, qué graciosa gente la que cuelgafaldas sobre la fronda de los llanos,y en la verde colina cofias blancaspara que el mundo tenga algún encanto!

¿Qué sabe de la música divina,vibrante voz de la Natura eterna,quién no gusta de ir solo en las cañadasy al susurrar del bosque sueña en hembras?

Creí se enfadaría, mas no fue así.—¡Qué verdad es eso! —murmuró.Quedéme estupefacto. ¿Habría comprendido?Poco a poco nuestra barca se acercó a la orilla, pene-

trando bajo un sauce, que la detuvo. Cogiendo a mí com-pañera por el talle, acerqué con dulzura los labios a sucuello. Pero me rechazó con un movimiento irritado ybrusco, diciendo:

—¡Suélteme! ¡Es usted un grosero!Procuré atraerla. Ella se defendía y, agarrándose al

árbol, por poco vamos al agua. Juzgué prudente desistirde mis pretensiones. Entonces ella dijo:

—Le ruego que siga remando. ¡Estoy tan bien aquí!¡Sueño! ¡Es tan agradable!

Después, con un poco de ironía en el acento, añadió:—¿Tan pronto ha olvidado usted los versos que acaba

de recitar?Era justo. Callé.—Vamos, reme usted —me dijo, y cogí de nuevo los

remos.Empezaba a parecerme la noche muy larga, y ridícula

mi actitud.Mi compañera me preguntó:—¿Quiere usted hacerme una promesa?

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—Sí. ¿Cuál?—Permanecer tranquilo y correcto, discretamente,

mientras yo...—¿Qué?—Verá usted. Quisiera echarme en el fondo de la bar-

ca, a su lado, mirando las estrellas.—Comprendo —exclamé.—No, no comprende usted —replicó ella—. Vamos a

echarnos uno al lado del otro; pero le prohíbo que metoque, que me abrace; en fin..., que..., que me acaricie...

Prometí. Entonces ella advirtió:—Si hace usted un movimiento inconveniente, haré

zozobrar la barca.Y nos echamos en el suelo, uno al lado del otro. Los

vagos balanceos de la canoa nos mecían. Los ligeros ru-mores de la noche, llegando más distintos al fondo de laembarcación, nos hacían vibrar, estremeciéndonos. ¡Sen-tía crecer en mí una extraña y punzante emoción, unaternura infinita, algo como una necesidad de abrir losbrazos para estrechar en ellos alguna cosa, y el corazónpara amar, de entregarme a alguien, de entregar mis pen-samientos, mi cuerpo, mi vida, todo mi ser!

Mi compañera murmuró como en un sueño:—¿En dónde estamos? ¿Dónde vamos que parece que

abandono este mundo? ¡Qué dulzura más grande! ¡Oh! Sime amara usted... un poco.

El corazón me latía con violencia. Nada pude respon-der; me pareció que la amaba. No sentía ningún deseoviolento. Estaba muy bien de aquel modo a su lado; meparecía suficiente aquello.

Y permanecimos largo rato, largo rato, inmóviles. Noshabíamos cogido una mano; una fuerza misteriosa noscontenía: una fuerza desconocida, superior, una alianzapura, íntima, absoluta de nuestros cuerpos que eran el

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uno del otro sin tocarse. ¿Qué significaba aquello? ¿Lo séyo? ¿Amor quizá?

El día clareaba poco a poco. Eran las tres de la ma-drugada. Lentamente una inmensa claridad invadía elcielo. La canoa tropezó con algo. Me incorporé: habíamosllegado a un islote.

Permanecía en éxtasis, encantado. Frente a nosotros,en toda la extensión, el firmamento se iluminaba de unrojo violáceo, salpicado de nubes entrelazadas semejan-tes a un humo dorado. El río estaba de color purpúreo ytres casas de la orilla parecían arder.

Inclinéme hacia mi compañera para decirle:—Mire usted.Pero me callé de pronto enloquecido y solamente la

vi a ella. También ella estaba bañada en la luz rosada, unrosa de carne mezclado con un poco del matiz del cielo.Sus cabellos eran de color de rosa, de color de rosa erantambién sus ojos y sus dientes, su traje, sus encajes, susonrisa. Todo era del color de rosa. Y tan enloquecidoestaba que creí tener a la aurora ante mí.

Se levantó dulcemente tendiéndome sus labios.Inclinéme hacia ellos, estremecido, delirante; sintiendomuy bien que iba a besar el cielo, la dicha, un sueño con-vertido en mujer, un ideal descendido a la humanidad.

Pero entonces ella me dijo:—Tiene usted una oruga en el pelo.¡Y por esto sonreía!Me pareció que había recibido un fuerte golpe en la

cabeza.De pronto sentíme como si hubiera perdido toda la

esperanza que tenía en el mundo.Esto es todo, señora. Es pueril, tonto, estúpido. Des-

de ese día creo que no amaré jamás... Pero... ¿quién sabe?

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[El joven sobre cuyo cuerpo se halló esta carta fue sa-cado ayer del Río Sena, entre Bougival y Marly. Un mari-nero compasivo, que lo había registrado para saber sunombre, presentó el papel que acabamos de copiar.]

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CLARO DE LUNA

EL PADRE Marignan llevaba con gallardía su nombre deguerra. Era un hombre alto, seco, fanático, de alma exal-tada, pero recta. Decididamente creyente, jamás teníauna duda. Imaginaba con sinceridad conocer perfectamen-te a Dios, penetrar en sus designios, voluntades e inten-ciones.

A veces, cuando a grandes pasos recorría el jardín delpresbiterio, se le planteaba a su espíritu una interroga-ción: «¿Con qué fin creó Dios aquello?» Y ahincadamentebuscaba una respuesta, poniéndose su pensamiento en ellugar de Dios, y casi siempre la encontraba. No era per-sona capaz de murmurar en un transporte de piadosahumildad: «¡Señor, tus designios son impenetrables!» Elpadre Marignan se decía a sí mismo: «Soy siervo de Dios;debo, por tanto, conocer sus razones de obrar, y adivinarlas que no conozco.»

Todo le parecía creado en la naturaleza con una lógi-ca absoluta y admirable. Los principios y fines se equili-braban perfectamente. Las auroras se habían hecho parahacer alegre el despertar, los días para madurar el trigo,

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las lluvias para regarlo, las tardes oscuras para predis-poner al sueño, y las noches para dormir. Las cuatro es-taciones correspondían totalmente a las necesidades dela agricultura; y jamás el sacerdote sospecharía que nohay intenciones en la naturaleza, y que todo lo que exis-te, al contrario de lo que él pensaba, se sometió a las du-ras necesidades de las épocas, de los climas y de la mate-ria.

Sin embargo, el padre Marignan odiaba a las mujeres,las odiaba inconscientemente y las despreciaba por ins-tinto. Repetía casi siempre las palabras de Cristo: «Mu-jer, ¿qué hay de común entre tú y yo?» Y entonces añadía:«Se diría que el mismo Dios estaba descontento de aque-lla creación suya.» Para él, la mujer era la criatura doceveces impura de que habla el poeta. Era el ser tentadorque había arrastrado al pecado al primer hombre y quecontinuaba la obra infernal, el ente flaco, peligroso, mis-teriosamente perturbador. Y más aún, que su cuerpo deperdición detestaba a su alma amorosa.

En alguna ocasión había sentido esa ternura femeni-na envolviéndole, y aunque se supiese inexpugnable, seexasperaba ante la necesidad de amar que palpitaba in-cesantemente en tales criaturas.

En su opinión, la mujer sólo existía para tentar alhombre y probarlo. Nadie debería aproximarse a ella sinlas precauciones defensivas y los recelos que se tienenante las celadas. Y en verdad se parecía a una celada, delabios suplicantes y brazos abiertos, tendida al hombre.

El padre Marignan apenas tenía indulgencia para lasreligiosas, cuyo voto las hacía inofensivas; pero, a pesarde ello, las trataba con rudeza, porque sentía que, latenteen el fondo de sus corazones enclaustrados, tenían aque-lla perpetua ternura, alcanzándolo a él, aunque fuese cura.

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La presentía en aquellas miradas más húmedas depiedad que las de los frailes, en aquellos éxtasis donde setransparentaba siempre la mujer, en aquellos transpor-tes de amor a Cristo que lo indignaban, porque en ellastodo era materia; veía la maldita ternura en la propiadocilidad, en la dulzura de la voz cuando le hablaban, enlos ojos puestos en el suelo, en las lágrimas resignadas, siél las reprendía con dureza.

Sacudía la sotana en las puertas del convento y salíade allí rápidamente como si huyese de un peligro.

Tenía el cura una sobrina que vivía con su madre enuna casita próxima. Se le había metido en la cabeza hacerde ella una hermana de la caridad.

Era bonita, alegre y zalamera. Cuando el padre la re-prendía se limitaba a reír, y cuando la regañaba de veraslo besaba con vehemencia, apretándolo contra su cora-zón, mientras el sacerdote, involuntariamente, procura-ba deshacerse de aquel abrazo, que al mismo tiempo leproporcionaba una dulce alegría y despertaba en él lasensación de paternidad que yace en el fondo de todohombre.

Muchas veces le hablaba de Dios, de su Dios, mien-tras caminaban por los campos; pero la joven no lo escu-chaba y miraba el cielo, las hierbas, las flores, con unaalegría de vivir que se le asomaba a los ojos. En algunasocasiones corría para coger una mariposa, exclamando altraerla consigo: «Mire tío, ¡qué linda es! ¡Hasta sientodeseos de besarla!» Y esta necesidad de besar insectos oflores encorajinaba, irritaba y revolvía al padre, que unavez más tropezaba con la enraizada ternura que germinasiempre en el corazón femenino.

Pero un día, la mujer del sacristán, que cuidaba de lasfaenas domésticas de la casa del padre Marignan, le co-

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municó cautelosamente que su sobrina tenía un enamo-rado.

Sintió un asombro tan grande que quedó sofocado, sinpoder hablar, con la cara llena de jabón, pues en aquelmomento empezaba a afeitarse.

Tan pronto como se halló en estado de reflexionar yde poder pronunciar alguna palabra, exclamó:

—¡Está usted mintiendo, Melania! ¡Eso no es verdad!Mas la campesina juró solemnemente:—¡Que Nuestro Señor no me dé más de una hora de

vida si yo le miento, señor cura! Ella se entrevista con éltodas las noches después que su señora hermana estáacostada. Se encuentran en las márgenes del río. Si qui-siera verlos e ir allá, es entre las diez y la media noche.

El párroco dejó el afeitado de su cara y púsose a pa-sear de un lado para otro, como hacía siempre en las oca-siones de grave meditación. Cuando volvió a afeitarse, secortó tres veces entre la nariz y la oreja.

Durante todo el día se mantuvo silencioso, lleno deindignación y de cólera; a su indignación de eclesiásticoante el invencible amor, se unía una exasperación de pa-dre moral, de tutor, de director espiritual engañado, elu-dido por una criatura; esa cólera egoísta de los padres aquienes la hija anuncia que hizo sin ellos y sin su consen-timiento la elección del marido.

Después de comer intentó leer un rato, pero no lo con-siguió; se sentía cada vez más indignado. Al sonar las dieztomó el bastón, una enorme rama de árbol que llevabasiempre en sus caminatas nocturnas cuando iba a llevarlos Sacramentos a algún moribundo. Contempló sonrien-do la enorme garrota con sólido puño campesino mien-tras la agitaba amenazadoramente, y, de repente, la le-vantó y, con los dientes apretados, golpeó una silla, cuyorespaldo roto cayó al suelo.

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Al abrir la puerta para salir, se detuvo sorprendidopor la extraordinaria luz de la luna, bella como casi nun-ca suele verse.

Poseedor de un espíritu entusiasta, espíritu que to-dos los padres de la iglesia, esos poetas soñadores, debe-rían tener, se sintió repentinamente distraído de lo quetanto le preocupaba, impresionado por la grandiosa yserena belleza de la pálida noche.

En el jardincillo del presbiterio, bañado por suave luz,los árboles en flor alineados en filas dibujaban sobre elpaseo sus sombras de frágiles ramos de hojas que nacían,en tanto la madreselva gigante, unida al muro de la casa,exhalaba deliciosos aromas como azucarados, que vaga-ban en la noche fresca y clara como un alma perfumada.

El párroco respiró hondo, bebiendo el aire como losebrios beben vino, y fue caminando a pasos lentos, feliz,maravillado, olvidándose casi de la sobrina.

Cuando llegó al campo se paró para contemplar la lla-nura inundada por la luna acariciadora, sumergida en elencanto suave y lánguido de las noches serenas.

Las ranas lanzaban al espacio, incesantemente, susnotas cortas y metálicas, y ruiseñores lejanos dejaban oíruna música que provocaba los sueños y no obligaba a pen-sar; esa música leve y vibrante que parece creada paralos besos, bajo la seducción de la luna.

El cura continuó su camino con el corazón turbadosin que supiese el porqué. Sentíase de repente débil yagotado; tenía deseos de sentarse, de quedarse allí a con-templar y admirar a Dios a través de su obra.

A lo lejos, siguiendo las ondulaciones del riachuelo,serpenteaba la línea extensa de los chopos. Una neblinafría, un vapor blanco que atravesaban los rayos de luna,tornándolo plateado y brillante, estaba suspendido alre-dedor y encima de sus márgenes y envolvía el curso tor-

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tuoso de las aguas en una especie de algodón leve y trans-parente.

Una vez más se detuvo el padre Marignan, empapadohasta el fondo de su alma de un enternecimiento crecien-te, irresistible. Y una vaga inquietud lo iba invadiendo;sentía nacer dentro de sí una de sus habituales interro-gaciones:

¿Con qué fin había creado Dios semejante noches?Pues, si estaban destinadas al sueño, a la inconsciencia,al reposo, al olvido de todo, ¿para qué hacerlas más be-llas que los días, más dulces que las auroras y las tardes?Y ¿por qué razón ese astro lento y seductor (más poéticoque el sol y que parece destinado, de tal manera es dis-creto, a iluminar cosas demasiado deliciosas y misterio-sas para la luz del día) transformaba las tinieblas en trans-parencia?

¿Por qué razón el más hábil de los pájaros cantores nodescansaba como los otros y se hacía oír en la sombraperturbadora?

¿Para qué envolvía el mundo aquel fino velo?¿Y porqué los estremecimientos del corazón, la emo-

ción del alma y la languidez del cuerpo?¿A quién estaba destinado aquel desdoblar de encan-

tos que los hombres no contemplaban, porque reposabanen sus lechos?

¿Para quién, entonces, ese espectáculo sublime, esaabundancia de poesía lanzada del Cielo a la tierra?

Y el párroco no encontraba explicación. Pero he aquíque distantes, a la orilla del prado, bajo la bóveda de losárboles húmedos y brillantes de rocío, habían aparecidodos sombras caminando muy unidas.

El hombre era más alto e iba abrazado al cuello de sucompañera; de vez en cuando la besaba en la cabeza. Sus

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figuras animaron de repente el paisaje inmóvil que losrodeaba como un marco divino creado para ellos.

Se diría que no eran más que un solo ser para quiense destinaba aquella tranquila y silenciosa noche; veníanen dirección al sacerdote como una respuesta viva, la res-puesta que el Señor concedía a su pregunta.

Él continuó allí con el corazón palpitante, turbado,imaginando ver una escena bíblica como los amores deRuth y Booz o la realización de un designio de Dios enuno de aquellos grandes cenáculos de que hablan las Escri-turas. Se acordó de los versículos del Cantar de los can-tares, de las llamadas de amor, de todo el calor de esepoema ardiente de ternura.

Y se dijo a sí mismo: «Tal vez Dios hiciese estas no-ches para velar de ideal los amores de los hombres.»

Iba retrocediendo frente a la abrazada pareja que avan-zaba siempre. Era la sobrina, sin duda. Sin embargo, elsacerdote se preguntaba a sí mismo si no iría él a desobe-decer a Dios. Pues, ¿no era que Dios permitía el amor alrodearlo de un esplendor así?

Y el cura huyó, desorientado, casi con vergüenza, comosi acabase de penetrar en un templo en el que no tuvieraderecho de entrar.

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CONDECORADO

HAY PERSONAS que nacen con un instinto, una vocación o,sencillamente, un deseo especial que despierta en cuan-to principian a balbucir y a pensar.

El señor Sacrement, desde su infancia, tuvo una ideafija: ser condecorado. Muy niño aún, prefería siempre alos quepis, a los fusiles y espadas, las cruces de la Legiónde Honor, hechas de plomo, y saludando a su mamá comoun caballero, arqueaba mucho el pecho para lucir el col-gajo.

No bastándole su aplicación —o su inteligencia— paraconseguir el título de bachiller y queriendo emplear enalgo su vida, siendo rico pudo casarse con una hermosamuchacha.

Vivían en París como burgueses distinguidos, pero sintrato social, orgullosos de conocer a un diputado, a suentender futuro ministro, y a dos o tres jefes de sección.

Pero la idea fija que Sacrement concibió en su infan-cia no lo abandonaba, y sentíase humillado no pudiendolucir en el ojal de su levita el menudo lazo rojo.

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Los caballeros condecorados que se cruzaban conSacrement en el bulevar lo angustiaban. Al mirar sus oja-les adornados, lo roía un desasosiego celoso. Algunas tar-des, mientras paseaba sus constantes ocios, se decía:

«A ver cuántos encuentro desde la Magdalena hastala calle Drouot».

Despacio, inspeccionaba todos los pechos con ojosperspicaces, muy acostumbrados a descubrir la cinta rojadesde lejos. Llegando al fin de su camino, se asombrabasiempre de las cifras.

«¡Nueve oficiales y dieciséis caballeros! ¡Me resultanmuchos! ¡Prodigan estúpidamente las condecoraciones!A ver cuántos encuentro ahora».

Y volvía lentamente, desesperándose cuando unamuchedumbre apresurada interrumpía su minuciosa in-vestigación, haciéndole tal vez pasar alguno por alto.

Sabía en qué barrios abundan más. En el del PalaisRoyal son frecuentes. En la avenida de la Opera no haytantos como en la calle de la Paz. La derecha del bulevarestá mejor frecuentada que la izquierda.

También era indudable que los condecorados prefe-rían ciertos cafés y ciertos espectáculos. Cuando el señorSacrement veía un grupo de señores de cierta edad, pa-rados en las aceras, interrumpiendo el paso, imaginaba:

«Son oficiales de la Legión de Honor».Y lanzábase al arrollo con deseo de saludarlos.Los oficiales —había hecho esta observación mil ve-

ces— tienen otro porte que los sencillos caballeros; yer-guen la cabeza de un modo particular. A la legua se notaque su categoría es muy diferente, que disfrutan de unaconsideración más elevada.

En algunas ocasiones también le acometía el furorcontra todos los condecorados, manifestando una espe-cie de odio socialista.

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Y al volver a su casa, rabioso de haberse tropezadocon tantísimo cintajo —como lo estaría un hambrientodespués de pasar frente a las vitrinas llenas de manja-res— decía descomponiéndose de gesto y de voz:

—¿Cuándo nos veremos libres de un Gobierno tancochino?

Su mujer, sorprendida, le preguntaba:—¿Qué te sucede?Y él respondía:—Me sucede, que ya estoy harto de ver tanta injusti-

cia. ¡Oh, cuánta razón tenían los comunalistas!Después de comer salía... y se paraba, contemplando

las cruces en los escaparates de los comercios. Detenida-mente, iba examinando todos aquellos emblemas de for-mas distintas y variados colores. Hubiera querido tener-las todas y, en una ceremonia pública, en un salón in-menso, ante una muchedumbre maravillada, lucirlas a lacabeza de un cortejo prendidas todas en los delanterosde una casaca, resplandeciendo como una estrella y en-tre los rumores de admiración y respeto.

Pero ¡ay! ¡No tenía un miserable título que lo hicieseacreedor a ser condecorado!

Meditaba:«La Legión de honor es muy difícil de conseguir para

un hombre que no desempeña cargos públicos. ¿Y si mepropusiera obtener las Palmas académicas?».

No sabiendo cómo intentarlo, confió a su mujer aque-llos proyectos. Al oírlo, quedóse la señora estupefacta.

—¿Oficial de Academia, tú?... ¿Qué méritos hiciste?Él se descompuso:—¡Precisamente! Quiero saber qué méritos he de ha-

cer para lograrlo. Antes de contestar, reflexiona lo que tedicen. Hay momentos en que pareces una estúpida.

Ella sonrió:

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—Es verdad. Pero ignoro eso que tú no sabes tampoco.Él llevaba su propósito:—Si lo preguntases al diputado Rosselin, acaso nos

diese una idea luminosa. Comprenderás que no sería de-coroso en mí abordar esas conversaciones. En cambio, unamujer puede preguntarlo todo; a nadie le extraña.

La señora cumplió el encargo. El diputado Rosselinprometió recomendar el asunto al ministro. Y como elseñor Sacrement no lo dejaba en paz, el diputado Rosselin,harto de soportar sus impertinencias, le dijo que hicierauna instancia enumerando sus méritos.

¿Qué méritos? Era preciso justificar algunos.Y preparó un folleto acerca del Derecho del pueblo a

ser instruido. No lo pudo acabar por falta de conocimien-tos.

Buscó asuntos más fáciles, intentando sucesivamen-te dos o tres. El primero: Instrucción de los niños por lasimple vista. Proponía que se fundaran en los barriospobres una especie de teatros gratuitos para las criatu-ras. Los padres los acompañarían desde la más tiernaedad, y valiéndose de proyecciones de linterna mágica,se les facilitarían las nociones de todos los conocimien-tos humanos. Los ojos, instruyendo al cerebro, fijaríanlas imágenes en la memoria.

¿No sería bien sencillo enseñar así Historia, Geogra-fía, Botánica, Física, Zoología, Anatomía, etc.?

Hizo imprimir el folleto y envió un ejemplar a cadadiputado, diez a cada ministro, cincuenta al presidentede la República, diez a los diarios de París y cinco a los deprovincias.

En otro estudio, trató de las Bibliotecas ambulantes,proponiendo al Estado la fundación de un servicio a do-micilio, hecho en carros muy semejantes a los que llevanlos verduleros y fruteros.

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Cada ciudadano tendría derecho a que le sirvieranpara su lectura diez volúmenes mensuales, pagando cin-co céntimos nada más.

«El pueblo —sostenía el señor Sacrement en su folle-to— sólo se molesta para sus placeres. Puesto que no buscala instrucción, la instrucción ha de ir a buscarle».

Nadie se ocupó de sus opúsculos. Pero el autor hizosu instancia y le contestaron diciendo que se tomaría notay se instruiría el expediente.

Aguardó creyéndolo cosa hecha...Nada le comunicaban.Dicidióse a presentarse y solicitó audiencia del mi-

nistro de Instrucción Pública. Fue recibido por un oficialde secretaría, el cual auguró al solicitante que su preten-sión era bien acogida y que la fortaleciese con estudiosnuevos y nuevas publicaciones. Así lo hizo el señorSacrement.

Al mismo tiempo, el diputado Rosselin —que por lovisto iba interesándose ya por su gloria— le dio algunosconsejos prácticos y excelentes. También él estaba con-decorado, lucía en el ojal un lacito rojo, sin haberse dadocuenta de los motivos que determinaron una distincióntan apetecida.

El diputado Rosselin, frecuentando mucho la casa delseñor Sacrement, le indicó estudios nuevos y lo presentóen sociedades especialmente consagradas a dilucidar os-curos problemas científicos para obtener honoríficas re-compensas. Hasta en el Ministerio lo apadrinó.

Y un día que almorzaba con el matrimonio —lo cualera ya frecuente—, dijo el diputado Rosselin al señorSacrement, estrechándole una mano:

He conseguido para usted algo de mucha importan-cia. El Comité de trabajos históricos le comisiona para

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que busque documentos relativos a un asunto en variasbibliotecas de Francia.

El señor Sacrement, emocionado, ya no pudo seguircomiendo.

A los ocho días emprendió su viaje.Fue de ciudad en ciudad estudiando los catálogos, re-

buscando en los desvanes de las bibliotecas atestados delibrotes polvorientos, víctima de la odiosidad de los bi-bliotecarios.

Pero hallándose en Ruán una noche, sintió de prontoansias de acariciar a su mujer, y tomó el tren de las nue-ve, que le permitiría llegar antes del amanecer a su casa.

Llevaba una llave de la puerta. Entró con sigilo, es-tremeciéndose de placer, gozoso de la sorpresa que pre-paraba. Su mujer se había cerrado por dentro en su alco-ba. ¡Qué fastidio!

Entonces el señor Sacrement gritó, golpeando la puer-ta:

—¡Yo soy! ¡Juana!Ella debió de sentir una impresión muy terrible, por-

que la oyó saltar de la cama y hablar en voz alta comocuando se padece una pesadilla. Luego, entró en su toca-dor, abriéndolo y cerrándolo precipitadamente, hizo mu-chas evoluciones por el cuarto, yendo y viniendo con lospies desnudos.

Al fin, preguntó:—¿De veras eres tú, Alejandro?—Sí, mujer; yo soy. ¡Abre!Abrióse la puerta, y la mujer se arrojó en brazos del

marido, balbuciendo:—¡Ah! ¡Qué miedo! ¡Qué sorpresa! ¡Qué alegría!El señor Sacrement, como de costumbre, comenzó a

desnudarse metódicamente.

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Luego descubrió, sobre una silla, el abrigo que solíadejar en el perchero, y cogiéndolo, se quedó asombradoal ver lucir una cinta roja en el ojal de la solapa.

Tartamudeó:—Este... este..., este abrigo... ¡está... condecorado!Su mujer, de un brinco, lanzóse hacia él queriéndole

quitar de las manos aquella prenda:—No; deja; te equivocas... Dámelo.Pero el señor Sacrement, teniéndolo bien agarrado,

como un loco, repetía:—¿Por qué? ¿Por qué? Tú lo sabes; ¿qué abrigo es éste?

No es el mío, puesto que lleva la cinta de la Legión deHonor.

Ella procuraba por todos los medios arrancárselo,descompuesta y turbada:

—Óyeme... Atiéndeme... Déjalo... No me hagas ha-blar... Es un secreto... Un secreto...

Él, incomodándose, palidecía:—¡Necesito saber qué hace aquí ese abrigo, que no es

el mío!La mujer, entonces, le dijo al oído:—Sí... Calla..., júrame ser prudente... Escucha... ¡Sí!...

¡Estás condecorado!Sacudióle de tal modo su emoción que, soltando el

abrigo, fue a desplomarse sobre un sofá.—Que yo estoy... ¿Dices que... me han condecorado?—Sí... Es un secreto... Un secreto.Entre tanto, guardaba el abrigo en un armario, bajo

llave, y volviéndose hacia su marido, temblorosa y páli-da, prosiguió:

—Sí; es un abrigo que te mandé hacer para sorpren-derte. Pero había jurado no decirte nada. Tu nombramien-to no será oficial hasta que pase un mes o mes y medio,cuando termines tu comisión histórica. No debía decírte-

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lo hasta entonces. El diputado Rosselin ha obtenido parati ese honor.

El señor Sacrement, desfallecido, balbuceó:—Rosselin... Rosselin... Condecorado... Me ha conde-

corado... A mí..., él... ¡Ah!Tuvo que beber agua para calmarse.Una tarjeta yacía en el suelo. El señor Sacrement la

recogió, leyendo en ella:Armando Rosselin

Diputado—¡Lo estás viendo! ¡Inocente! —dijo la mujer. Enton-

ces él rompió a llorar de alegría.Y a la semana siguiente anunciaba el Diario Oficial

que el señor Sacrement era nombrado caballero de laLegión de Honor, en virtud de los servicios excepciona-les prestados por él mismo.

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CONFESIONES DE UNA MUJER

AMIGO mío, me ha pedido usted que le cuente los recuer-dos más vivos de mi existencia. Soy muy vieja, sin parien-tes, sin hijos; puedo, pues, libremente confesarme conusted. Prométame sólo que jamás desvelará mi nombre.

He sido muy amada, usted lo sabe; y a menudo amé yotambién. Era muy hermosa; puedo decirlo hoy, cuandoya nada queda. El amor era para mí la vida del alma,como el aire es la vida del cuerpo. Hubiera preferido morira existir sin ternura, sin un pensamiento siempre clava-do en mí. Las mujeres pretenden con frecuencia no amarsino una sola vez con todo el poder de su corazón; confrecuencia me ocurrió que amaba tan violentamente queme parecía imposible que aquellos transportes finaliza-sen. Y sin embargo se extinguían siempre de una formanatural, como un fuego falto de leña.

Le contaré hoy la primera de mis aventuras, en la queyo fui muy inocente, aunque determinó las otras.

La horrible venganza de ese espantoso farmacéuticode Le Pecq me ha recordado el terrible drama al cual asistímuy a mi pesar.

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Estaba casada desde hacía un año, con un hombre rico,el conde Hervé de Ker..., un bretón de vieja cepa al cual,por supuesto, no amaba. El amor, el verdadero, necesita,o por lo menos así lo creo, libertad y obstáculos al mismotiempo. El amor impuesto, sancionado por la ley, bende-cido por el sacerdote, ¿es amor? Un beso legal nunca valelo que un beso robado.

Mi marido era de elevada estatura, elegante y todoun gran señor de aspecto. Pero carecía de inteligencia.Hablaba de un modo terminante, emitía opiniones cor-tantes como cuchillos. Se le notaba una mente llena deideas preconcebidas, infundidas en él por sus padres quea su vez las habían recibido de sus antepasados. No vaci-laba jamás, daba sobre todo una opinión inmediata y li-mitada, sin el menor embarazo y sin comprender quepudieran existir otros modos de ver. Se notaba que aque-lla cabeza estaba cerrada, que por ella no circulaban ideas,esas ideas que renuevan y sanean un espíritu como elviento que atraviesa una casa cuyas puertas y ventanasse abren.

El castillo donde vivíamos se encontraba en plenaregión desierta. Era un gran edificio triste, enmarcadopor árboles enormes cuyo musgo hacía pensar en las blan-cas barbas de los ancianos. El parque, un verdadero bos-que, estaba rodeado por un profundo foso de esos que lla-man salto de lobo; y al final, del lado del páramo, tenía-mos dos grandes estanques llenos de cañas y de hierbasflotantes. Entre los dos, a orillas de un arroyo que losunía, mi marido había mandado construir una pequeñachoza para tirar sobre los patos salvajes.

Teníamos, amén de nuestros criados normales, unguarda, una especie de bruto adicto a mi marido hasta lamuerte, y una doncella, casi una amiga, locamente ligadaa mí. Yo la había traído de España cinco años antes. Era

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una niña abandonada. Se la hubiera tomado por una gita-na a causa de su tez morena, de sus ojos oscuros, de suscabellos profundos como un bosque y siempre encrespa-dos en torno a la frente. Contaba entonces dieciséis años,pero aparentaba veinte.

Comenzaba el otoño. Cazábamos mucho, unas vecesen las propiedades de los vecinos, otras en la nuestra; yyo me fijé en un joven, el barón de C..., cuyas visitas alcastillo se volvían singularmente frecuentes. Después dejóde venir, y no pensé más en él; pero me di cuenta de quemi marido cambiaba de actitud conmigo.

Parecía taciturno, preocupado, ya no me abrazaba; yaunque casi no entraba en mi dormitorio, que yo habíaexigido separado del suyo con el fin de vivir un poco sola,a menudo oía, de noche, unos pasos furtivos que llegabanhasta mi puerta y se alejaban tras unos minutos.

Como mi ventana estaba en la planta baja, a menudocreí también oír merodeos en la sombra, en torno al cas-tillo. Se lo dije a mi marido, que me miró fijamente du-rante unos segundos y después respondió:

—No es nada, es el guarda.Ahora bien, una noche, cuando acabábamos de cenar,

Hervé, que parecía muy alegre, contra su costumbre, conuna alegría socarrona, me preguntó:

—¿Le gustaría a usted pasar tres horas al acecho paramatar un zorro que viene por las noches a comerse misgallinas?

Me quedé sorprendida; vacilaba; pero como él me exa-minaba con singular obstinación, acabé respondiendo:

—Claro que sí, amigo mío.Tengo que decirle que yo cazaba como un hombre lo-

bos y jabalíes. Conque era muy natural que me propusie-ra aquel acecho.

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Pero mi marido de repente adoptó un aire extraña-mente nervioso; y durante toda la velada estuvo agitado,levantándose y volviéndose a sentar febrilmente.

Hacía las diez me dijo de pronto:—¿Está usted preparada?Me levanté. Y cuando él me trajo mi escopeta, pre-

gunté:—¿Hay que cargar con bala o con posta?Pareció sorprendido, y después prosiguió:—¡Oh!, sólo con posta, bastará, puede estar segura.Después, tras unos segundos, agregó con singular tono:—¡Puede usted alabarse de su sangre fría!Me eché a reír:—¿Yo? ¿Por qué? ¡Sangre fría para ir a matar un zo-

rro! Pero, ¡qué ideas tiene usted, amigo mío!Y henos aquí en marcha, sin hacer ruido, a través del

parque. Toda la casa dormía. La luna llena parecía teñirde amarillo el viejo edificio oscuro cuyo tejado de pizarrarelucía. Las dos torrecillas que lo flanqueaban ostenta-ban en su cima dos placas de luz, y ningún ruido turbabael silencio de aquella noche clara y triste, dulce y pesada,que parecía muerta. Ni el menor soplo de aire, ni un gritode un sapo, ni un gemido de lechuza; un lúgubre entorpe-cimiento se había abatido sobre todo.

Cuando estuvimos bajo los árboles del parque me asal-tó su frescura, y un olor a hojas caídas. Mi marido no de-cía nada, pero escuchaba, espiaba, parecía olfatear en lassombras, poseído de pies a cabeza por la pasión de la caza.

Pronto llegamos al borde de los estanques.Su cabellera de juncos permanecía inmóvil, ningún

soplo la acariciaba; pero por el agua corrían movimien-tos apenas sensibles. A veces un punto se agitaba en lasuperficie, y de allí partían leves círculos, semejantes aarrugas luminosas, que se agrandaban sin fin.

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Cuando llegamos a la choza donde debíamos embos-carnos, mi marido me dejó pasar delante, después armólentamente su escopeta y el chasquido seco de las piezasme produjo un extraño efecto. Me sintió temblar y mepreguntó:

—¿Es, acaso, que ya le basta a usted con esta prueba?Pues márchese.

Respondí, muy sorprendida:—Nada de eso, no he venido para regresar. ¿Está us-

ted de broma esta noche?Murmuró:—Como usted quiera.Y permanecimos inmóviles.Al cabo de una media hora, como nada turbaba la pe-

sada y clara tranquilidad de aquella noche de otoño, dije,en voz baja:

—¿Está usted seguro de que pasa por aquí?Hervé tuvo una sacudida, como si lo hubiera mordi-

do, y, con la boca pegada a mi oído:—Estoy seguro, escuche.Y volvió a reinar el silencio.Creo que empezaba a amodorrarse cuando mi marido

me apretó el brazo; y su voz silbante, cambiada, pronun-ció:

—¿No le ve usted, allá abajo, entre los árboles?Por mucho que miraba, yo no distinguía nada. Y len-

tamente Hervé apuntó, mientras me miraba fijamente alos ojos. Yo misma estaba preparada para disparar, cuan-do de pronto, a treinta pasos de nosotros, apareció a ple-na luz un hombre que avanzaba a pasos rápidos, con elcuerpo inclinado, como si viniera huyendo.

Me quedé tan estupefacta que lancé un violento grito;pero antes de que pudiera volverme, ante mis ojos pasó

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una llama, una detonación me aturdió, y vi al hombre ro-dar por el suelo como un lobo que recibe una bala.

Lancé agudos clamores, espantada, asaltada por lalocura; y entonces una mano furiosa, la de Hervé, me asiópor la garganta. Fui derribada, y después alzada en susrobustos brazos. Corrió, llevándome en vilo, hacia el cuer-po tendido sobre la hierba, y me arrojó sobre él, violen-tamente, como si hubiera querido romperme la cabeza.

Me sentí perdida; iba a matarme; y ya alzaba sobremi frente su tacón, cuando a su vez fue sujetado y derri-bado, sin que yo hubiese entendido aún lo que estabaocurriendo.

Me alcé bruscamente y vi, de rodillas sobre él, aPaquita, mi criada, que, aferrada a él como un gato furio-so, crispada, enloquecida, le arrancaba la barba, el bigotey la piel del rostro.

Después, como asaltada bruscamente por otra idea,se levantó y, arrojándose sobre el cadáver, lo estrechóentre sus brazos, besándolo en los ojos, en la boca, abrien-do con sus labios los labios muertos, buscando en ellos unhálito, y la profunda caricia de los amantes.

Mi marido, en pie, la miraba. Comprendió y, cayendoa mis pies:

—¡Oh! perdón, querida mía; sospeché de ti y he mata-do al amante de esta muchacha; mi guarda me ha enga-ñado.

Yo, por mi parte, miraba los extraños besos de aquelmuerto y aquella viviente; y los sollozos de ella, y sussobresaltos de amor desesperado.

Y en ese momento comprendí que le sería infiel a mimarido.

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CRÓNICA

¡EN FIN! ¡En fin!... Demos la bienvenida a la justicia ennuestro país, que resulta ser casi asombrosa. En quincedías ha hecho dos arrestos sorprendentes.

Ha condenado a un año de prisión a una joven bárba-ra que había destrozado con ácido sulfúrico el rostro desu rival.

Después, ocho días más tarde, castigó con la mismapena a un marido, complaciente primero, celoso a conti-nuación, que había alojado una bala de revólver en el vien-tre de su feliz rival.

Esta nueva manera de apreciar este género de deli-tos es seguramente preferible a la antigua. Sin embargo,deja mucho que desear.

En el primer caso, un médico, pasando de una more-na a una rubia, es la causa de esta horrible venganza quees peor que la muerte. Una pobre chica, desfigurada, lle-gando a ser horrorosa, llevará hasta sus últimos días lashorribles marcas de la infidelidad, muy excusable, de unhombre.

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¿Cual es, pues, el culpable, si es que hay uno? ¡Indu-dablemente el hombre!

Sin embargo éste viene simplemente como testigo adeclarar sobre los hechos.

Ahora bien, la única, la auténtica condenada, la grancastigada, es la inocente.

Un año de prisión; muy bien. Eso no es nada. Así que,por un año de prisión, podemos arrancar la nariz y lasorejas y quemar los ojos de una rival cuya belleza nosmolesta. La única manera de castigar esta confusión enla elección de la víctima y este error sobre el culpable,¿no sería condenar a reparaciones pecuniarias, las úni-cas que realmente afectan profundamente a la humani-dad? ¿No deberíamos ordenar que, durante seis años,veinte años, hasta la muerte, puesto que las atroces heri-das quedarán hasta la descomposición final, que la queha mutilado así a su rival, en lugar de castigar a la aman-te, le pague una pensión, le pase una renta, le de, si esobrera, la mitad de lo que gane y, si es rica, una sumaconsiderable?

La otra podrá ofrecérsela a los pobres si quiere.En el segundo caso, el marido, un obrero, había tole-

rado todas las escapadas de su mujer. Diez veces él lahabía perdonado y diez veces ella se volvió a marchar. Élmismo había llegado al extremo de la complacencia has-ta abrir la puerta diciendo: “Te doy ocho horas, no más.En ocho horas tienes tiempo de saciar tu capricho. Des-pués volverás y te comportarás de forma muy honesta”.

Ella respondió: “Sí, mi hombre”. Hizo su bolsita parauna semana, luego se puso en marcha, el corazón conten-to, en la creencia de la palabra jurada.

Entrando en casa de su amigo, le dijo sin dudar: “¿Sa-bes?..., tengo ocho días”.

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Él debió de responder: “¡Vale, mucho mejor! Tu mari-do es muy gentil. Le ofreceré una copa la próxima vezque nos encontremos.”

Este hombre también dormía tranquilo. Ahora bien,una mañana se encuentra frente al esposo. Va hacia él, lamano extendida, para proponerle entrar en la tabernade enfrente. ¿Qué podía temer? ¡Todavía le quedaban tresdías!

Pero el marido, violando su palabra, violando el tratohecho con su mujer, traidor como un general, que, duran-te el armisticio, mientras que la bandera blanca se balan-cea sobre los muros, dispara sobre el enemigo confiado ysin defensa, el marido le da la mano armada con un re-vólver y dispara.

Veamos, ¿es esto honesto y leal? ¿Esto?Y la culpable, la única culpable, la verdadera culpa-

ble, la esposa infiel, vuelve tranquilamente al domicilioconyugal. Además, ¡ella va a tener un año de libertad!

¡Los señores del jurado la recompensan, al fin! Elmarido daba ocho días; ¡ellos dan un año! ¡Pero en estascondiciones, todo favorece la infidelidad a su marido! Yosé de esto, mujeres, que van a reflexionar... y tal vez...

Sin embargo, deducimos que, desde hace seis meses,la moral ha cambiado en Francia. Las chicas que usanácido sulfúrico y los maridos que usan pistola están ex-puestos ahora a ir a dormir durante algún tiempo sobrela paja húmeda de los calabozos. Bueno, ¡tanto mejor!

¿Quién sabe? Dentro de un año tal vez les condena-rán a trabajos forzosos, y, en cinco años, al ya no estar elseñor Grévy, los guillotinarán.

Así que, lo que era perfectamente excusable no hacemucho, ya no lo es. No caigamos jamás bajo la mano de lajusticia, hermanos.

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Lo interesante, por ejemplo, sería saber qué deten-ciones dictarían, ante los mismos hechos y las mismascircunstancias, los jueces de los principales pueblos delmundo.

¿Cómo sería tratado este marido contradictorio porun tribunal inglés, por un tribunal español, por los tribu-nales italianos, alemanes, rusos, musulmanes, daneses oescandinavos?

Apostaría uno contra cien a que el mismo hombre, poreste mismo crimen, sería condenado a muerte aquí, ab-suelto allá, amonestado simplemente bajo tal latitud yfelicitado bajo tal otra.

El acto es el mismo, pero la manera de juzgar difieretanto, por tantas razones, a través de las tierras y lascostumbres, que el Juez errante, por ejemplo, no debesaber nunca si ha hecho algo bien o mal, si merece unestímulo o un castigo.

Recuerdo haber leído un día el relato de un crimenespantoso, de un crimen contra natura, cometido en Ita-lia, y me vino este pensamiento, recorriendo los horri-bles detalles: ese crimen es muy italiano, es perfectamenteel producto que la herencia de una raza puede hacer na-cer.

Un criminal inglés, un criminal francés, todos tam-bién crueles, pero diferentes, éste con un escepticismoinsolente, aquel con un cinismo oscuro, no habrían teni-do este tipo de fanatismo supersticioso, esta crueldadconvencida.

Yo iba de Gênes a Marsella, solo en mi vagón. Eraprimavera, hacía calor. Los soplos deliciosos de los na-ranjos, de los limoneros y de los rosales de los cuales estacosta está cubierta, entraban por las portezuelas bajadas,adormecedoras y embriagadoras.

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Dos señoras, que se habían bajado en Bordighera, ha-bían dejado sobre el banco un viejo periódico roto, unperiódico italiano, del mes de agosto de 1882.

De casualidad lo cogí y le eché un vistazo. Y hete aquílo que encontré en el informe de los tribunales:

En los alrededores de San Remo vivía una viuda consu único hijo. La mujer era mayor y no era rica, y amaba asu pequeño como a la única cosa que tenía en el mundo.

Cayó enfermo, de una enfermedad desconocida quelos médicos no determinaron. Se debilitaba, cada día es-taba más pálido y más débil. Se moría.

Por fin fue desahuciado, juzgado perdido, sin espe-ranza. La madre, loca de dolor, había llamado a todos loscuranderos del país, rogado a todas las madonnas, reza-do rosarios en todas las capillas.

Al final, fue a encontrar a una especie de hechicero,un viejo hombre temible que echaba suertes, practicabala magia y la medicina, daba a la gente todos los serviciosocultos que la ley perseguía, y que poseía, decían, secre-tos maravillosos.

Ella le suplicó que viniera, prometiendo darle todo loque él quisiera de ella si curaba a su pobre hijo, todo,incluso su vida, prodigando las ofertas exaltadas, tan fá-ciles en las horas de perturbación, y naturales, por otraparte, del amable pueblo italiano, que usa en toda oca-sión los adjetivos calificativos más expresivos.

El brujo la siguió. Y, fuese que él hubiera sido másclarividente que los médicos, fuese el azar que lo ayudó,el niño se curó, gracias a sus cuidados o, tal vez, a pesarde sus cuidados.

Cuando ella lo vio de nuevo levantado, caminando,corriendo y contento como antaño, la madre, delirantede alegría, volvió junto su salvador:

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—Vengo a mantener mi promesa —dijo—. ¿Qué quie-re que yo le dé?

Él exigió todo lo que ella poseía, todo. Campo, jardín,casa, mobiliario, dinero, todo, sin exceptuar nada salvolos trapos que la mujer y su pequeño llevaban puestos.

Ella se quedó aterrada delante de esta pretensiónimprevista y feroz.

—¡Pero yo no puedo darle todo! Soy vieja, no puedotrabajar. Él, él es demasiado joven para hacer algo toda-vía. Así que, nos haría falta mendigar.

Ella le suplicó, le mostró cómo esto sería la muertepara ellos: para ella debilitada, para el niño apenas toda-vía curado; que ella no podía llevarlo así por los caminos,tomándole la mano, sin un techo por la noche, sin unasilla para sentarse, sin una mesa para comer.

Ella le ofreció la mitad de sus bienes, las tres cuartaspartes, reservándose únicamente de qué vivir durantealgunos años, hasta que el hijo fuera mayor.

El hombre, obstinado, inflexible, rechazó y la despi-dió amenazándola con su próxima venganza “que le haríallorar sangre”, le decía.

Regresó a su casa horrorizada.Algunos días más tarde, le trajeron a su hijo agoni-

zante, retorciéndose de horribles dolores. Murió despuésde haber balbuceado que el hechicero, habiéndolo encon-trado en la calle, le había hecho tomar unas pastillas.

El hombre fue arrestado. Confesó su crimen con se-guridad, con orgullo.

—Sí —dijo— yo le envenené. Me pertenecía ya que yolo había salvado. ¿Qué se me puede reprochar? La madreno mantuvo su promesa; entonces, yo deshice lo que ha-bía hecho, yo he cogido la vida de su niño que ella medebía. Era mi derecho.

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Se intentó hacerle comprender qué acción horrible,monstruosa, había cometido.

Permaneció inquebrantable en su razonamiento.“El niño me pertenecía, puesto que yo lo había salva-

do”.......

El tribunal, había aplazado para dentro de ocho díassu decisión. No he sabido la sentencia.

Una causa parecida, en Francia, habría llegado a seruna causa célebre, como la de La Pommerais o de la seño-ra Lafarge. En Italia, ha pasado inadvertida. Aquí, estehombre habría sido sin duda condenado a muerte. Allá,tal vez ha sido condenado a un año de prisión como el quese le ha adjudicado a la del sulfúrico o al marido este mesaquí.

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CUENTO DE NAVIDAD

EL DOCTOR Bonenfantes forzaba su memoria, murmuran-do:

—¿Un recuerdo de Navidad?... ¿Un recuerdo de Na-vidad?...

Y, de pronto, exclamó:«—Sí, tengo uno, y por cierto muy extraño. Es una

historia fantástica, ¡un milagro! Sí, señoras, un milagrode Nochebuena.

«Comprendo que admire oír hablar así a un incrédulocomo yo. ¡Y es indudable que presencié un milagro! Lo hevisto, lo que se llama verlo, con mis propios ojos.

«¿Que si me sorprendió mucho? No; porque sin profe-sar creencias religiosas, creo que la fe lo puede todo, quela fe levanta las montañas. Pudiera citar muchos ejem-plos, y no lo hago para no indignar a la concurrencia, porno disminuir el efecto de mi extraña historia.

«Confesaré, por lo pronto, que si lo que voy a contar-les no fue bastante para convertirme, fue suficiente paraemocionarme; procuraré narrar el suceso con la mayor

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sencillez posible, aparentando la credulidad propia deun campesino.

«Entonces era yo médico rural y habitaba en plenaNormandía, en un pueblecillo que se llama Rolleville.

«Aquel invierno fue terrible. Después de continuasheladas comenzó a nevar a fines de noviembre. Amonto-nábanse al norte densas nubes, y caían blandamente loscopos de nieve tenue y blanca.

«En una sola noche se cubrió toda la llanura.«Las masías, aisladas, parecían dormir en sus corra-

lones cuadrados como en un lecho, entre sábanas de lige-ra y tenaz espuma, y los árboles gigantescos del fondo,también revestidos, parecían cortinajes blancos.

«Ningún ruido turbaba la campiña inmóvil. Solamen-te los cuervos, a bandadas, describían largos festones enel cielo, buscando la subsistencia, sin encontrarla, lan-zándose todos a la vez sobre los campos lívidos y pico-teando la nieve.

«Sólo se oía el roce tenue y vago al caer los copos denieve.

«Nevó continuamente durante ocho días; luego, depronto, aclaró. La tierra se cubría con una capa blanca decinco pies de grueso.

«Y, durante cerca de un mes, el cielo estuvo, de día,claro como un cristal azul y, por la noche, tan estrelladocomo si lo cubriera una escarcha luminosa. Helaba de talmodo que la sábana de nieve, compacta y fría, parecía unespejo.

«La llanura, los cercados, las hileras de olmos, todoparecía muerto de frío. Ni hombres ni animales asoma-ban; solamente las chimeneas de las chozas en camisadaban indicios de la vida interior, oculta, con las delga-das columnas de humo que se remontaban en el aire gla-cial.

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«De cuando en cuando se oían crujir los árboles, comosi el hielo hiciera más quebradizas las ramas, y a vecesdesgajábase una, cayendo como un brazo cortado a cercén.

«Las viviendas campesinas parecían mucho más ale-jadas unas de otras. Vivíase malamente; cada uno en suencierro. Sólo yo salía para visitar a mis pacientes máspróximos, y expuesto a morir enterrado en la nieve deuna hondonada.

«Comprendí al punto que un pánico terrible se cerníasobre la comarca. Semejante azote parecía sobrenatural.Algunos creyeron oír de noche silbidos agudos, voces pa-sajeras. Aquellas voces y aquellos silbidos los daban, sinduda, las aves migratorias que viajaban al anochecer yque huían sin cesar hacia el sur. Pero es imposible querazonen gentes desesperadas. El espanto invadía lasconciencias y se aguardaban sucesos extraordinarios.

«La fragua de Vatinel hallábase a un extremo del ca-serío de Epívent, junto a la carretera intransitada y des-aparecida. Como carecían de pan, el herrero decidió ir abuscarlo. Entretúvose algunas horas hablando con losvecinos de las seis casas que formaban el núcleo princi-pal del caserío; recogió el pan, varias noticias, algo deltemor esparcido por la comarca, y se puso en camino an-tes de que anocheciera.

«De pronto, bordeando un seto, creyó ver un huevosobre la nieve, un huevo muy blanco; inclinóse para cer-ciorarse; no cabía duda; era un huevo. ¿Cómo sé hallabaen tan apartado lugar? ¿Qué gallina salió de su corralpara ponerlo allí? El herrero, absorto, no se lo explicaba,pero cogió el huevo para llevárselo a su mujer.

«—Toma este huevo que encontré en el camino.«La mujer bajó la cabeza, recelosa:«—¿Un huevo en el camino con el tiempo que hace?

¿No te has emborrachado?

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«—No, mujer, no; te aseguro que no he bebido. Y elhuevo estaba junto a un seto, caliente aún. Ahí lo tienes;me lo metí en el pecho para que no se enfriase. Cómeteloesta noche.

«Lo echaron en la cazuela donde se hacía la sopa, y elherrero comenzó a referir lo que se decía en la comarca.

«La mujer escuchaba, palideciendo.«—Es cierto; yo también oí silbidos la pasada noche, y

entraban por la chimenea.«Sentaron se y tomaron la sopa; luego, mientras el

marido untaba un pedazo de pan con manteca, la mujercogió el huevo, examinándolo con desconfianza.

«—¿Y si tuviese algún maleficio?«—¿Qué maleficio puede tener?«—¡Toma! ¡Si yo supiera!«—¡Vaya! Cómetelo y no digas bestialidades.«La mujer abrió el huevo; era como todos, y se dispu-

so a tomárselo con prevención, cogiéndolo, dejándolo,volviendo a acogerlo. El hombre decía:

«—¿Qué haces? ¿No te gusta? ¿No es bueno?«Ella, sin responder, acabó de tragárselo. Y de pronto

fijó en su marido los ojos, feroces, inquietos, levantó losbrazos y, convulsa de pies a cabeza, cayó al suelo, retor-ciéndose, dando gritos horribles.

«Toda la noche tuvo convulsiones violentas y un tem-blor espantoso la sacudía, la transformaba. El herrero,falto de fuerza para contenerla, tuvo que atarla.

«Y la mujer, sin reposo, vociferaba:«—¡Se me ha metido en el cuerpo! ¡Se me ha metido

en el cuerpo!«Por la mañana me avisaron. Apliqué todos los cal-

mantes conocidos; ninguno me dio resultado. Estaba loca.«Y, con una increíble rapidez, a pesar del obstáculo

que ofrecían a las comunicaciones las altas nieves hela-

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das, la noticia corrió de finca en finca: ‘La mujer de la fra-gua tiene los diablos en el cuerpo.’

«Acudían los curiosos de todas partes; pero sin atre-verse a entrar en la casa, oían desde fuera los horriblesgritos, lanzados por una voz tan potente que no parecíanpropios de un ser humano.

«Advirtieron al cura. Era un viejo incauto. Acudió consobrepelliz, como si se tratara de auxiliar a un moribun-do, y pronunció las fórmulas del exorcismo, extendiendolas manos, rociando con el hisopo a la mujer, que se re-torcía soltando espumarajos, mal sujeta por cuatromocetones.

«Los diablos no quisieron salir.«Y llegaba la Nochebuena, sin mejorar el tiempo.«La víspera, por la mañana, el cura fue a visitarme:«—Deseo —me dijo— que asista la infeliz a la misa de

gallo. Tal vez Nuestro Señor Jesucristo la salve, a la horaen que nació de una mujer.

«Yo respondí:«—Me parece bien, señor cura. Es posible que se im-

presione con la ceremonia, muy a propósito para conmo-ver, y que sin otra medicina pueda salvarse.

«El viejo cura insinuó:«—Usted es un incrédulo, doctor, y, sin embargo, con-

fío mucho en su ayuda. ¿Quiere usted encargarse de quela lleven a la iglesia?

«Prometí hacer para servirle cuanto estuviese a mialcance.

«De noche comenzó a repicar la campana, lanzandosus quejumbrosas vibraciones a través de la sombría lla-nura, sobre la superficie tersa y blanca de la nieve.

«Bultos negros llegaban agrupados lentamente, sumi-sos a la voz de bronce del campanario. La luna llena ilu-

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minaba con su tibia claridad todo el horizonte, haciendomás notoria la pálida desolación de los campos.

«Fui a la fragua con cuatro mocetones robustos.«La endemoniada seguía rugiendo y aullando, sujeta

con sogas a la cama. La vistieron, venciendo con dificul-tad su resistencia, y la llevaron.

«A pesar de hallarse ya la iglesia llena de gente y en-cendidas todas las luces, hacía frío; los cantores aturdíancon sus voces monótonas; roncaba el serpentón; la cam-panilla del monaguillo advertía con su agudo tintineo alos devotos los cambios de postura.

«Detuve a la mujer y a sus cuatro portadores en lacocina de la casa parroquial, aguardando el instante opor-tuno. Juzgué que éste sería el que sigue a la comunión.

«Todos los campesinos, hombres y mujeres, habíancomulgado pidiendo a Dios que los perdonase. Un silen-cio profundo invadía la iglesia, mientras el cura termina-ba el misterio divino.

«Obedeciéndome, los cuatro mozos abrieron la puer-ta y acercaron se a la endemoniada.

«Cuando ella vio a los fieles de rodillas, las luces y eltabernáculo resplandeciente, hizo esfuerzos tan vigoro-sos para soltarse que a duras penas conseguimos rete-nerla; sus agudos clamores trocaron de pronto en doloro-sa inquietud la tranquilidad y el recogimiento de la mu-chedumbre; algunos huyeron.

«Crispada, retorcida, con las facciones descompues-tas y los ojos encendidos, apenas parecía una mujer.

«La llevaron a las gradas del presbiterio, sostenién-dola fuertemente, agazapada.

«Cuando el cura la vio allí, sujeta, se acercó cogiendola custodia, entre cuyas irradiaciones de oro aparecía unaostia blanca, y alzando por encima de su cabeza la sagra-

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da forma, la presentó con toda solemnidad a la vista de laendemoniada.

«La mujer seguía vociferando y aullando, con los ojosfijos en aquel objeto brillante; y el cura estaba inquieto,inmóvil, hasta el punto de parecer una estatua.

«La mujer mostrabas temerosa, fascinada, contemplan-do fijamente la custodia; presa de terribles angustias,vociferaba todavía; pero sus voces eran menos desgarra-doras.

«Aquello duró bastante.«Hubieras dicho que su voluntad era impotente para

separar la vista de la ostia; gemía, sollozaba; su cuerpo,abatido, perdía la rigidez, recobraba su blandura.

«La muchedumbre se había prosternado con la frenteen el suelo; y la endemoniada, parpadeando, como si nopudiera resistir la presencia de Dios ni sustraerse a con-templarlo, callaba. Luego advertí que se habían cerradosus ojos definitivamente.

«Dormía el sueño del sonámbulo, hipnotizada..., ¡no,no!, vencida por la contemplación de las fulgurantesirradiaciones de la custodia de oro; humillada por CristoNuestro Señor triunfante.

«Se la llevaron, inerte, y el cura volvió al altar.«La muchedumbre, desconcertada, entonó un tedeum.«Y la mujer del herrero durmió cuarenta y ocho horas

seguidas. Al despertar, no conservaba ni la más insignifi-cante memoria de la posesión ni del exorcismo.

«Ahí tienen, señoras, el milagro que yo presencié.Hubo un corto silencio y, luego, añadió:—No pude negarme a dar mi testimonio por escrito.

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DESPUÉS

—QUERIDOS —dijo la condesa— hay que ir a acostarse.Los tres, niños y niñas, se levantaron y fueron a abra-

zar a su abuela.Después vinieron a darle las buenas noches al señor

cura, que había cenado en el castillo como todos los jue-ves.

El abad Mauduit sentó a dos sobre sus rodillas, pa-sando sus largos brazos vestidos de negro por detrás delcuello de los niños y, aproximando sus cabezas con unmovimiento paternal, les besó la frente con un beso muytierno.

Después los volvió a poner en el suelo, y las pequeñascriaturas, el niño delante y las niñas detrás, se fueron.

—¿Le gustan los niños, señor cura? —preguntó la con-desa.

—Mucho, señora.La anciana señora levantó sus ojos claros hacia el sa-

cerdote.—Y... su soledad, ¿nunca le ha pesado demasiado?—Sí, a veces.

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Él se calló, dudó, y después continuó:—Pero yo no he nacido para la vida mundana.—¿Qué sabe usted de eso?—¡Oh! Lo sé bastante bien. Yo fui creado para ser sa-

cerdote, he seguido mi senda.La condesa lo observaba continuamente:—Veamos, señor cura, dígame, dígame, ¿como se de-

cidió a renunciar a todo lo que nos hace amar la vida, atodo lo que nos consuela y nos sostiene?. ¿Quién lo haempujado o inducido a apartarse del gran camino natu-ral, del matrimonio y la familia? Usted no es ni un exalta-do, ni un fanático, ni un sombrío, ni un triste. ¿Ha sidoalgún acontecimiento, una pena, lo que lo ha decidido apronunciar votos de por vida?

El abad Mauduit se levantó y se aproximó al fuego,después extendió hacia las llamas sus zapatones de sa-cerdote de pueblo. Parecía siempre dudar a la hora deresponder.

Era un enorme anciano de cabellos blancos que pres-taba sus servicios desde hacía veinte años en la comuni-dad de Saint-Antoine-du-Rocher. Los campesinos decíande él:

—Es un buen hombre.En efecto, era un gran hombre, condescendiente, fa-

miliar, bondadoso y, sobre todo, generoso. Como SanMartín, él había rasgado en dos su abrigo. Era de risafácil y lloraba también por poca cosa, como una mujer, loque le perjudicaba incluso un poco ante el carácter rudode los campesinos.

La anciana condesa de Saville, retirada en su castillode Rocher para cuidar a sus nietos después de las muer-tes sucesivas de su hijo y su nuera, quería mucho a susacerdote, y decía de él: «Es un encanto».

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Él venía todos los jueves a pasar la noche con la due-ña del castillo y se había creado entre ellos una buena yfranca amistad entre ancianos.

Se entendían casi con medias palabras, siendo los dosbuenas personas, con esa bondad de las gentes sencillasy tiernas.

Ella insistía:—Veamos, señor cura, confiese usted.Él repetía:—Yo no había nacido para la vida común. Me di cuen-

ta a tiempo felizmente, y muy a menudo he constatadoque no me he equivocado.

Mis padres, vendedores merceros en Verdiers, y bas-tante ricos, tenían muchas esperanzas puestas en mí. Memandaron a una pensión muy joven. No se sabe lo quepuede llegar a sufrir un niño en un colegio por el merohecho de la separación, del aislamiento. Esta vida uni-forme y sin ternura es buena para unos, detestable paraotros. Los seres pequeños tienen a menudo el corazónmucho más sensible de lo que uno cree y, encerrándolosasí, demasiado pronto, lejos de aquellos que aman, sepuede desarrollar hasta el exceso una sensibilidad quese exalta, que se convierte en enfermiza y peligrosa.

Yo no jugaba apenas, no tenía compañeros, pasaba mishoras echando de menos la casa, lloraba por la noche enmi cama, me rompía la cabeza para reencontrar recuer-dos de mi hogar, recuerdos insignificantes, pequeñas co-sas, pequeños sucesos. Pensaba sin cesar en todo lo quehabía dejado allá. Me convertía muy lentamente en unexaltado para quien las más ligeras contrariedades eranhorribles penas.

Con todo esto yo permanecía taciturno, cerrado enmí mismo, sin expansión, sin confidentes. Este trabajode excitación mental se hacía sobria y concienzudamen-

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te. Los nervios de los niños son rápidamente sacudidos;deberíamos vigilar a aquellos que viven en una paz pro-funda, hasta su desarrollo casi completo. Pero, ¿quiénpuede pensar que, para algunos colegiales, un castigoinjusto puede ser un dolor tan grande como lo será mástarde la muerte de un amigo? ¿Quien se da cuenta exac-tamente de que algunas almas jóvenes sufren por unanimiedad emociones terribles, y son, en poco tiempo, al-mas enfermas, incurables?

Este fue mi caso. Esta facultad de lamento se desa-rrolló en mí de forma que toda mi existencia se convirtióen un martirio.

No lo decía, no decía nada, pero poco a poco me volvíde una sensibilidad, o más bien, de una sensitividad tanviva que mi alma parecía una herida abierta. Todo lo quela tocaba le producía retortijones de dolor, vibracioneshorrorosas, y como consecuencia verdaderos estragos.¡Felices los hombres que la naturaleza ha acorazado deindiferencia y armado de estoicismo!

Llegué a los dieciséis años. Una timidez excesiva mecaracterizaba como consecuencia de esta capacidad parasufrir con todo. Sintiéndome desnudo ante todos los ata-ques del azar o del destino, temía todos los contactos,todos los acercamientos, todos los acontecimientos. Vi-vía en alerta como bajo la amenaza constante de una des-gracia desconocida y siempre esperada. No osaba ni ha-blar, ni intervenir en público. Tenía la sensación de quela vida era una batalla, una lucha espantosa donde se re-ciben golpes tremendos, heridas dolorosas, mortales. Enlugar de alimentar, como todos los hombres, la feliz espe-ranza del día después, solo mantenía un confuso temor ysentía en mí una especie de ganas de esconderme, de evi-tar este combate en el que yo sería vencido y muerto.

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Rematados mis estudios, me dieron seis meses devacaciones para escoger una carrera. Un acontecimientomuy simple me hizo de repente ver claro, me mostró elestado enfermizo de mi espíritu, me hizo comprender elpeligro y me hizo tomar la decisión de escapar.

Verdiers es una pequeña ciudad rodeada de llanurasy bosques. En la calle principal se encontraba la casa demis padres. Últimamente, pasaba mis días lejos de estamorada que tanto había echado de menos, tanto habíadeseado. Se habían despertado en mí sueños, y me pa-seaba por los campos, completamente solo, para dejarlosescapar, echar a volar.

Mi padre y madre, muy ocupados con su comercio ypreocupados por mi porvenir, no me hablaban más quede sus ventas o de mis posibles proyectos. Me queríancomo una persona positiva, de espíritu práctico; me que-rían con la razón antes que con su corazón. Yo vivía amu-rallado en mis pensamientos y tembloroso con mi eternainquietud.

Ahora bien, una tarde, después de un largo recorrido,percibí, cuando regresaba a zancadas para no llegar tar-de, un perro que corría hacia mí. Era una especie de po-denco rojo, muy delgado, con largas orejas rizadas.

Cuando estuvo a diez pasos se detuvo. Y yo hice lomismo. Entonces él se puso a agitar la cola y se aproximóa pasitos, con movimientos de temor en todo el cuerpo,doblándose sobre sus patas como para implorarme y mo-viendo suavemente la cabeza. Lo llamé. Hizo como si serebajara, con un aspecto tan humilde, tan triste, tan su-plicante, que sentí las lágrimas en los ojos. Fui hacia él,se fue, después volvió y yo me arrodillé mostrándole ter-nura a fin de atraerlo. Pon fin estuvo al alcance de mimano y, muy suavemente, lo acaricié con precaucionesinfinitas.

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Entonces él se animó, se levantó poco a poco, posósus patas sobre mis hombros y se puso a lamerme la cara.Me siguió hasta casa.

Fue realmente el primer ser que yo amaba apasiona-damente porque él me devolvía mi ternura. Mi afecto poreste animal fue, en verdad, exagerado y ridículo. Me pa-recía, confusamente, que éramos dos hermanos perdidossobre la tierra, tan aislados y sin defensa el uno como elotro. Él ya no me dejaba nunca, dormía a los pies de micama, comía en la mesa a pesar del descontento de mispadres y me seguía en mis recorridos solitarios.

A menudo me detenía sobre el borde de una zanja yme sentaba en la hierba. Sam en seguida acudía, se acos-taba a mi lado o sobre mis rodillas y levantaba mi manocon la punta del hocico a fin de hacerse acariciar.

Un día, hacia finales de junio, estando en la carreterade Saint-Pierre-de-Chabrol, vi venir la diligencia deRavereau. Se acercaba al galope tirada por cuatro caba-llos, con su maletero amarillo y la capota de cuero negroque cubría su imperial. El cochero hacía chasquear sulátigo; una nube de polvo se levantaba bajo las ruedas delpesado carruaje y después ondeaba por detrás, como unanube.

Y de repente, a medida que se acercaba hacia mí, Sam,asustado tal vez por el ruido y queriendo juntarse conmi-go, se lanzó delante de ella. La pata de un caballo lo de-rribó. Lo vi rodar, girar, volver a levantarse, volver a caersobre todas sus patas. Después la diligencia entera diodos grandes sacudidas y vi detrás de ella, en medio delpolvo, algo que se agitaba sobre la carretera. Estaba casicortado en dos, todo el interior de su vientre colgaba des-garrado, salía sangre a borbotones. Intentó levantarse,caminar, pero sólo las dos patas de delante podían mo-verse y arañar la tierra, como para hacer un agujero. Las

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otras dos estaban ya muertas. Aullaba horrorosamente,loco de dolor.

Murió en algunos minutos. No puedo expresar lo quesentí y cuánto he sufrido. Estuve en cama durante un mes.

Pero, una tarde, furioso mi padre por verme en esteestado por tan poca cosa, gritó:

—¡Qué pasará cuando tengas verdaderas penas, sipierdes a tu mujer, a tus hijos! Mira que eres tonto!

Estas palabras, desde entonces, permanecieron en micabeza, me atormentaron: «¡Qué será entonces, cuandotengas verdaderas penas, si pierdes a tu mujer, a tus hi-jos!»

Y comencé a ver claro en mí. Comprendí por qué to-das las pequeñas miserias de cada día tomaban ante misojos una importancia catastrófica. Me di cuenta de queyo estaba hecho para sufrir intensamente por todo, parapercibir todas las impresiones dolorosas, multiplicadaspor mi sensibilidad enferma, y un miedo atroz a la vidame sobrecogió.

No tenía pasiones, ni ambiciones; me decidí a sacrifi-car las posibles alegrías para evitar los dolores certeros.La existencia es corta, yo la pasaré al servicio de los de-más, aliviando sus penas y gozando con su felicidad, medecía a mí mismo. No experimentando directamente nilas unas ni las otras, no recibiría más que las emocionesdebilitadas.

Y sin embargo, ¡si usted supiera cómo la miseria metortura, me destroza! Pero lo que habría sido para mi unintolerable sufrimiento, se convirtió en conmiseración ypiedad.

Estas penas, que toco a cada instante, no las hubierasoportado cayendo sobre mi propio corazón. No habríapodido ver morir a uno de mis hijos sin morir yo mismo.Y, a pesar de todo, he mantenido un miedo tal, oscuro y

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penetrante, a los acontecimientos, que la visión del car-tero en mi casa me hace pasar cada día un escalofrío porlas venas, y sin embargo en estos momentos no tengo nadaque temer.

El abad Maudit se calló. Miraba el fuego en la chime-nea grande, como si viera allí cosas misteriosas, todo lodesconocido de la existencia que habría podido vivir sihubiera sido más atrevido delante del sufrimiento. Aña-dió con una voz más baja:

—Yo tenía razón. No estaba hecho para este mundo.La condesa no decía nada; al fin, después de un largo

silencio, dijo:—Yo, si no tuviera a mis nietos, creo que ya no ten-

dría valor para vivir.Y el cura se levantó sin decir una palabra más.Como los sirvientes dormitaban en la cocina, ella mis-

ma lo condujo hasta la puerta que daba sobre el jardín yvio hundirse en la noche su enorme sombra lenta que ilu-minaba un reflejo de lámpara.

Después ella volvió a sentarse delante de su fuego ypensó en un montón de cosas en las que no se piensa cuan-do uno es joven.

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DIARIO DE UN VIAJERO

LAS SIETE. Un pitido y partimos. El tren pasa sobre las pla-taformas giratorias, con el ruido que hacen las tormen-tas en el teatro; después se adentra en la noche jadean-do, soplando su vapor, iluminando con sus reflejos rojoslos muros, setos, bosques y campos.

Somos seis, tres en cada asiento, bajo la luz del quin-qué. Frente a mí una rolliza señora con un rechoncho se-ñor, un viejo matrimonio. Un jorobado está en la esquinaizquierda. A mi lado, un joven matrimonio, o al menosuna joven pareja. ¿Casados? La joven es hermosa, parecemodesta, pero está demasiado perfumada. ¿Qué perfu-me es éste? Lo conozco pero no lo determino. ¡Ah! Ya cai-go. Piel de España. Esto no dice nada. Esperamos.

La gruesa señora mira fijamente a la joven con un airede hostilidad que me da que pensar. El grueso señor cie-rra los ojos. ¡Ya! El jorobado se enrolla como un ovillo. Yano veo dónde están sus piernas. No percibimos nada másque su mirada brillante bajo un gorro griego con borlaroja. Después se sumerge en su manta de viaje. Se diríaque es un paquetito arrojado sobre el asiento.

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Únicamente la vieja señora permanece despierta, sus-picaz, recelosa, como un guardián encargado de vigilar elorden y la moralidad del vagón.

Los jóvenes permanecen inmóviles, las rodillas en-vueltas en el mismo chal, los ojos abiertos, sin hablar.¿Están casados?

Yo finjo dormir pero estoy al acecho.Las nueve. La señora gruesa va a sucumbir; cierra los

ojos una vez tras otra, inclina la cabeza hacia el pecho yvuelve a levantarla bruscamente. Ya está. Duerme.

¡Oh sueño, misterio ridículo que confiere al rostro losaspectos más grotescos, tú eres la revelación de la feal-dad humana. Tú haces aparecer todos los defectos, lasdeformidades y las taras! Tú haces que cada rostro toca-do por ti se transforme rápidamente en una caricatura.

Me levanto y extiendo el ligero velo azul sobre el quin-qué. Después me adormezco.

De vez en cuando, la parada del tren me despierta.Un empleado grita el nombre de una ciudad, despuésvolvemos a partir.

Llega la aurora. Seguimos el Ródano, que desciendehacia el Mediterráneo. Todo el mundo duerme. Los jó-venes están abrazados. Un pie de la joven ha salido delchal. ¡Tiene medias blancas! Es normal: están casados.No huele bien en el compartimiento. Abro una ventanapara renovar el aire. El frío despierta a todo el mundo,con excepción del jorobado que ronca como un troncobajo su manta.

La fealdad de los rostros se acentúa más bajo la luzdel nuevo día.

La señora gruesa, roja, despeinada, horrorosa, echauna mirada circular y malvada a sus vecinos. La jovenmira sonriendo a su compañero. ¡Si no estuviera casadaprimero habría mirado a su espejo!

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Llegamos a Marsella. Veinte minutos de parada. De-sayuno. Partimos de nuevo. Tenemos al jorobado de me-nos y dos viejos señores de más.

Entonces, los dos matrimonios, el viejo y el joven,desempacan provisiones. Pollo por aquí, ternera fría porallá, sal y pimienta en papel, pepinillos en un pañuelo,¡todo lo que nos puede quitar las ganas de las comidasdurante la eternidad! No conozco nada más común, másgrosero, más inconveniente, más de mal gusto, que co-mer en un vagón donde se encuentran otros viajeros.

Si hiela, ¡abran las puertas! Si hace calor, ¡ciérrenlasy fumen pipa aunque le tengan horror al tabaco; póngan-se a cantar, ladren, libérense de las excentricidades másmolestas, saquen sus botines y calcetines y córtense lasuñas de los pies; procuren, en fin, devolver a estos veci-nos maleducados la moneda de su saber vivir.

El hombre precavido trae un frasco de bencina o depetróleo para derramarlo sobre los cojines tan prontocomo uno se pone a cenar a su lado. Todo está permitido,todo es demasiado suave para los groseros que nos enve-nenan con el olor de su pienso.

Seguíamos el mar azul. El sol cae en lluvia sobre lacosta poblada de las sugestivas ciudades.

He aquí Saint-Raphaël. Allá abajo Saint-Tropez, pe-queña capital de este desconocido desierto y encantadorpaís que denominan las Montañas de los Moros. Un granrío, sobre el cual ningún puente se había construido, elArgens, separa del continente esta isla casi salvaje, don-de se puede caminar un día entero sin encontrar un ser,donde los pueblos encaramados en lo alto de los monteshan permanecido como antiguamente, con sus casas orien-tales, sus arcadas, sus puertas cimbradas, esculpidas ybajas.

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Ningún ferrocarril, ningún coche público, penetra enestos maravillosos y arbolados pequeños valles. Única-mente una antigua diligencia lleva el letrero de Hyères yde Saint-Tropez.

Pasamos rápidamente. Aquí Cannes, tan hermoso alborde de sus dos golfos, en frente de las islas de Lérinsque serían, si se las pudiese unir a la tierra, dos paraísospara las enfermedades.

Ahí el golfo de Juan; la escuadra acorazada parecedormida sobre el agua.

Niza. Han hecho, parece ser, una exposición en estaciudad. Vamos a verla.

Seguimos un boulevard con aspecto de marisma y lle-gamos, sobre una elevación, a un edificio de gusto dudo-so y que se parece, en pequeño, al gran palacio deTrocadero.

Allá dentro, algunos paseantes en medio de un caosde cajas.

La exposición, abierta desde hace ya tiempo, estarálista, sin duda, para el año próximo.

El interior sería bonito si estuviera terminado. Pero...eso está lejos.

Dos secciones me atraen sobre todo: “los comestiblesy las bellas artes”. ¡Ay! He aquí cuantiosos frutos confitadosde Grasse, caramelos, miles de cosas exquisitas para co-mer... Pero... está prohibido venderlos... Sólo se les pue-de mirar. ¡Y esto para no perjudicar al comercio de laciudad! Exponer dulzainas por el simple placer de mirary con prohibición de probarlas me parece ciertamente unade las más bellas invenciones del espíritu humano.

Las bellas artes están... en preparación. Se han abier-to, sin embargo, algunas salas donde se pueden observarunos muy hermosos paisajes de Harpignies, de Guillemet,de Le Poittevin, un soberbio retrato de la señorita Alice

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Regnault de Courtois, un delicioso Béraud, etc... El res-to... después de desembalaje.

Como cuando se visita es necesario visitar todo, quie-ro darme el gusto de una ascensión libre y me dirijo haciael globo del señor Godard y Cía.

El mistral sopla. El aerostato se balancea de formainquietante. Después se produce una detonación. Son lascuerdas del entramado que se rompen. Se prohíbe al pú-blico la entrada al recinto. A mí me ponen igualmente enla puerta.

Me subo a mi coche y observo.De segundo en segundo, algunos nuevos cabos crujen

con un singular ruido, y la piel marrón del balón se es-fuerza por salir de la mallas que la retienen. Después, derepente, bajo una ráfaga más violenta, un desgarrón in-menso abre de abajo a arriba la enorme bola volante, quese abate como una tela fláccida, reventada y muerta.

Cuando me despierto, al día siguiente, pido que metraigan los periódicos de la ciudad y leo con estupor: «Latempestad que reina actualmente sobre nuestro litoralha obligado a la administración de los globos cautivos ylibres de Niza, para evitar un accidente, a desinflar sugran aerostato. El sistema de desinflado que ha emplea-do el señor Godard es una de sus invenciones que le ha-cen el más grande honor.»

¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! ¡Oh!¡Qué bravo público!Toda la costa del Mediterráneo es la California de los

farmacéuticos. Hace falta ser diez veces millonario paraosar comprar una simple caja de pasta pectoral a estoscomerciantes maravillosos que venden la azufaita a pre-cio de diamantes.

Se puede ir de Niza a Mónaco por la Corniche, siguien-do el mar. Nada más hermoso que esta ruta esculpida en

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la roca, que rodea los golfos, pasa bajo bóvedas, corre ydiscurre en el flanco de la montaña en medio de un pai-saje admirable.

Aquí está Mónaco sobre su peñasco, y, detrás,Montecarlo... ¡Oh!... cuando uno ama el juego, comprendoque se adore a esta bonita pequeña ciudad. ¡Pero qué som-bría y triste es para los que no juegan en absoluto! No seencuentra en ella ningún otro placer, ninguna distrac-ción.

Más lejos está Menton, el punto más cálido de la cos-ta y el más frecuentado por los enfermos. Allá, las naran-jas maduran y los tuberculosos sanan.

Cojo el tren de noche para volver a Cannes. En mivagón dos damas y un marsellés que cuenta obstinada-mente dramas del ferrocarril, asesinatos y robos.

—...Conocí a un corso, señora, que venía a París consu hijo. Hablo de hace tiempo, era en los primeros tiem-pos de la línea P.L.M. Subo con ellos, puesto que éramosamigos, y hete aquí que partimos. El hijo, que tenía vein-te años, no se cansaba de ver correr el convoy , y perma-necía todo el tiempo colgado de la puerta para mirar. Supadre le decía sin cesar:

«—¡Eh!, ten cuidado, Mateo, no te inclines demasia-do, que te podrías lastimar.

«Pero el chico no respondía nada.«Yo le decía a su padre:«—Déjalo, si eso le divierte.«Pero el padre volvía:«—Vamos, Mateo, no te cuelgues así.«Entonces, como el hijo no entendía, lo agarró por su

traje para hacerlo entrar de nuevo en el vagón, y tiró.«Pero entonces el cuerpo nos cayó sobre las rodillas.

Ya no tenía cabeza, señora,... había sido cortada por un

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túnel. Y el cuello ya ni siquiera sangraba; todo se habíaderramado a lo largo del camino...»

Una de las damas emitió un suspiro, cerró los ojos, yse derrumbó hacia su vecina. Había perdido el conoci-miento...

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DOS AMIGOS

EN UN París bloqueado, hambriento, agonizante, los go-rriones escaseaban en los tejados y las alcantarillas sedespoblaban. Se comía cualquier cosa.

Mientras se paseaba tristemente una clara mañanade enero por el bulevar exterior, con las manos en losbolsillos de su pantalón de uniforme y el vientre vacío, elseñor Morissot, relojero de profesión y alma casera a ra-tos, se detuvo en seco ante un colega en quien reconoció aun amigo. Era el señor Sauvage, un conocido de orillasdel río.

Todos los domingos, antes de la guerra, Morissot sa-lía con el alba, con una caña de bambú en la mano y unacaja de hojalata a la espalda. Tomaba el ferrocarril deArgenteuil, bajaba en Colombes, y después llegaba a piea la isla Marante. En cuanto llegaba a aquel lugar de sussueños, se ponía a pescar, y pescaba hasta la noche.

Todos los domingos encontraba allí a un hombrecilloregordete y jovial, el señor Sauvage, un mercero de lacalle Notre Dame de Lorette, otro pescador fanático. Amenudo pasaban medio día uno junto al otro, con la caña

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en la mano y los pies colgando sobre la corriente, y sehabían hecho amigos.

Ciertos días ni siquiera hablaban. A veces charlaban;pero se entendían admirablemente sin decir nada, al te-ner gustos similares y sensaciones idénticas.

En primavera, por la mañana, hacia las diez, cuandoel sol rejuvenecido hacía flotar sobre el tranquilo río esepequeño vaho que corre con el agua, y derramaba sobrelas espaldas de los dos empedernidos pescadores el gra-to calor de la nueva estación, Morissot decía a veces a suvecino: «¡Ah! ¡qué agradable!» y el señor Sauvage respon-día: «No conozco nada mejor.» Y eso les bastaba para com-prenderse y estimarse.

En otoño, al caer el día, cuando el cielo ensangrenta-do por el sol poniente lanzaba al agua figuras de nubesescarlatas, empurpuraba el entero río, inflamaba el hori-zonte, ponía rojos como el fuego a los dos amigos, y dora-ba los árboles ya enrojecidos, estremecidos por un soplode invierno, el señor Sauvage miraba sonriente a Morissoty pronunciaba: «¡Qué espectáculo!» Y Morissot respondíamaravillado, sin apartar los ojos de su flotador: «Esto valemás que el bulevar, ¿eh?»

En cuanto se reconocieron, se estrecharon enérgica-mente las manos, muy emocionados de encontrarse encircunstancias tan diferentes. El señor Sauvage, lanzan-do un suspiro, murmuró:

—¡Cuántas cosas han ocurrido!Morissot, taciturno, gimió:—¡Y qué tiempo! Hoy es el primer día bueno del año.El cielo estaba, en efecto, muy azul y luminoso.Echaron a andar juntos, soñadores y tristes. Morissot

prosiguió:—¿Y la pesca, eh? ¡Qué buenos recuerdos!El señor Sauvage preguntó:

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—¿Cuándo volveremos a pescar?Entraron en un café y tomaron un ajenjo; después vol-

vieron a pasear por las aceras.Morissot se detuvo de pronto:—¿Tomamos otra copita?El señor Sauvage accedió:—Como usted quiera.Y entraron en otra tienda de vinos.Al salir estaban bastante atontados, perturbados como

alguien en ayunas cuyo vientre está repleto de alcohol.Hacía buen tiempo. Una brisa acariciadora les cosquillea-ba el rostro.

El señor Sauvage, a quien el aire tibio terminaba deembriagar, se detuvo:

—¿Y si fuéramos?—¿A dónde?—Pues a pescar.—Pero, ¿a dónde?—Pues a nuestra isla. Las avanzadas francesas están

cerca de Colombes. Conozco al coronel Dumoulin; nosdejarán pasar fácilmente.

Morissot se estremeció de deseo:—Está hecho. De acuerdo.Y se separaron para ir a recoger los aparejos.Una hora después caminaban juntos por la carretera.

En seguida llegaron a la ciudad que ocupaba el coronel.Éste sonrió ante su petición y accedió a su fantasía. Vol-vieron a ponerse en marcha, provistos de un salvocon-ducto.

Pronto franquearon las avanzadas, cruzaron unColombes abandonado, y se encontraron al borde de lasviñas que bajan hacia el Sena. Eran aproximadamente lasonce.

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Frente a ellos, el pueblo de Argenteuil parecía muer-to. Las alturas de Orgemont y Sannois dominaban todala región. La gran llanura que se extiende hasta Nanterreestaba vacía, completamente vacía, con sus cerezos des-nudos y sus tierras grises.

El señor Sauvage, señalando con el dedo las cumbres,murmuró:

—¡Los prusianos están allá arriba!Y la inquietud paralizaba a los dos amigos ante aque-

lla tierra desierta.«¡Los prusianos!» Nunca los habían visto, pero los per-

cibían allí desde hacía meses, en torno a París, arruinan-do Francia, saqueando, matando, sembrando el hambre,invisibles y todopoderosos. Y una especie de terror su-persticioso se sumaba al odio que sentían por aquel pue-blo desconocido y victorioso.

Morissot balbució:—¿Y si nos los encontráramos? ¿Eh?El señor Sauvage respondió, con esa chunga parisien-

se que siempre reaparece, a pesar de todo:—Los invitaríamos a pescadito frito.Pero dudaban de si aventurarse en la campiña,

intimidados por el silencio de todo el horizonte.Al final, el señor Sauvage se decidió:—Vamos, ¡en marcha!, pero con cuidado.Y bajaron a una viña, doblados en dos, arrastrándose,

aprovechando los matorrales para cubrirse, con ojos in-quietos y oídos alerta. Para llegar a la orilla del río lesfaltaba cruzar una franja de tierra desnuda. Echaron acorrer; y en cuanto alcanzaron la ribera, se acurrucaronentre unas cañas secas. Morissot pegó la mejilla al suelopara escuchar si alguien caminaba por las cercanías. Nooyó nada. Estaban solos, completamente solos. Se tran-quilizaron y se pusieron a pescar.

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Frente a ellos, la isla Marante, abandonada, les tapa-ba la otra ribera. La casita del restaurante estaba cerra-da, parecía abandonada hacía años. El señor Sauvage co-gió el primer zarbo, Morissot atrapó el segundo, y a cadainstante alzaban sus cañas con un animalillo plateadocoleando en el extremo del sedal: una verdadera pescamilagrosa.

Introducían delicadamente los peces en una bolsa dered de mallas muy finas, en remojo a sus pies. Y los inva-día una alegría deliciosa, esa alegría que nos asalta cuan-do recuperamos un placer amado del que nos hemos vis-to privados mucho tiempo.

El buen sol dejaba correr su calor sobre sus hombros;ya no escuchaban nada; no pensaban en nada; ignorabanal resto del mundo: pescaban.

Pero de pronto un ruido sordo que parecía llegar dedebajo de la tierra estremeció el suelo. El cañón volvía aretumbar.

Morissot volvió la cabeza, y por encima de la riberadivisó allá abajo, a la izquierda, la gran silueta del Mont-Valerien, que llevaba en la frente un copete blanco, elvapor de la pólvora que acababa de escupir.

Al punto un segundo chorro de humo partió de lo altode la fortaleza; unos instantes después resonó una nuevadetonación.

La siguieron otras, y a cada momento la montaña lan-zaba su aliento mortal, resoplaba vapores lechosos quese elevaban lentamente, en el cielo tranquilo, formandouna nube sobre ella.

El señor Sauvage se encogió de hombros:—Ya vuelven a empezar —dijo.Morissot, que miraba ansiosamente cómo se hundía

una y otra vez la pluma de su flotador, se vio asaltado de

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pronto por la cólera del hombre pacífico contra los faná-ticos que así luchaban, y refunfuñó:

—Hay que ser estúpido para matarse de esa manera.El señor Sauvage replicó:—Peor que los animales.Y Morissot, que acababa de coger una breca, declaró:—¡Y pensar que siempre ocurrirá lo mismo, mientras

haya gobiernos!El señor Sauvage lo detuvo:—La República no habría declarado la guerra...Morissot lo interrumpió:—Con los reyes, hay guerras fuera; con la República,

hay guerra dentro.Y se pusieron a discutir tranquilamente, desembro-

llando los grandes problemas políticos con la sana razónde hombres bondadosos y limitados, siempre de acuerdoen un solo punto, que nunca serían libres. Y el Mont-Valerien retumbaba sin tregua, demoliendo a cañonazoscasas francesas, segando vidas, aplastando seres, ponien-do fin a muchos sueños, a muchas alegrías esperadas, amucha felicidad deseada, sembrando en corazones de es-posas, en corazones de hijas, en corazones de madres, allálejos, en otros países, sufrimientos que nunca acabarían.

—Es la vida —declaró el señor Sauvage.—Diga más bien que es la muerte —replicó riendo

Morissot.Pero se estremecieron asustados, oyendo que alguien

caminaba detrás de ellos; y, volviendo la vista, vieron,pegados a sus espaldas, cuatro hombres, cuatro hombresaltos armados y barbudos, vestidos como criados con li-brea y tocados con gorras de plato, apuntándoles con susfusiles.

Las dos cañas se les escaparon de las manos y empe-zaron a descender río abajo. En unos segundos los cogie-

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ron, los ataron, se los llevaron, los arrojaron a una barcay los trasladaron a la isla. Y detrás de la casa que habíancreído abandonada vieron una veintena de soldados ale-manes. Una especie de gigante velludo, que fumaba, ahorcajadas en una silla, una gran pipa de porcelana, lespreguntó en excelente francés:

—¿Qué, señores? ¿Han tenido buena pesca?Entonces un soldado dejó a los pies del oficial la red

llena de peces, que se había preocupado de recoger. Elprusiano sonrió:

—¡Ah, ah! Veo que no les ha ido mal. Pero se trata deotra cosa. Escúchenme y no se inquieten. Para mí, uste-des son dos espías enviados a vigilarme. Yo los cojo y losfusilo. Ustedes fingían pescar, con el fin de disimular susintenciones. Han caído en mis manos, mala suerte; es laguerra. Pero, como ustedes han salido por las avanzadas,seguramente tienen una contraseña para regresar. Dí-ganme esa contraseña y les perdono la vida.

Los dos amigos, lívidos, el uno junto al otro, con lasmanos agitadas por un leve temblor nervioso, callaban.

El oficial prosiguió:—Nadie lo sabrá nunca, ustedes volverán tranquila-

mente a casa. El secreto quedará entre nosotros. Si seniegan, es la muerte... y en seguida. Elijan.

Ellos continuaban inmóviles, sin abrir la boca.El prusiano, sin perder la calma, prosiguió, extendien-

do la mano hacia el río:—Piensen que dentro de cinco minutos estarán uste-

des en el fondo de esa agua. ¡Dentro de cinco minutos!¿No tienen ustedes familia?

El Mont-Valerien seguía retumbando.Los dos pescadores permanecían en pie y silenciosos.

El alemán dio unas órdenes en su lengua. Después cam-bió su silla de sitio para no encontrarse demasiado cerca

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de los prisioneros, y doce hombres fueron a colocarse aveinte pasos, con los fusiles al pie.

El oficial prosiguió:—Les doy un minuto, y ni un segundo más.Después se levantó bruscamente, se acercó a los dos

franceses, cogió a Morissot del brazo, se lo llevó aparte,le dijo en voz baja:

—¡Rápido, la contraseña! Su compañero no sabránada, fingiré compadecerme...

Morissot no respondió nada.El prusiano se llevó entonces al señor Sauvage y le

propuso lo mismo.El señor Sauvage no respondió.Volvieron a encontrarse uno junto a otro.Y el oficial se puso a dar órdenes. Los soldados alza-

ron sus armas.Entonces la mirada de Morissot cayó por casualidad

sobre la red llena de zarbos, que había quedado en la hier-ba, a unos pasos de él.

Un rayo de sol hacía brillar el montón de peces, quese agitaban aún. Y lo invadió el desaliento. A pesar desus esfuerzos, se le llenaron los ojos de lágrimas. Balbució:

—Adiós, señor Sauvage.El señor Sauvage contestó:—Adiós, señor Morissot.Se estrecharon las manos, sacudidos de pies a cabeza

por invencibles temblores.El oficial gritó:—¡Fuego!Los doce disparos sonaron como uno solo.El señor Sauvage cayó de bruces. Morissot, más alto,

osciló, giró sobre sí mismo y cayó atravesado sobre sucompañero, boca arriba, mientras la sangre escapaba aborbotones por la guerrera agujereada en el pecho.

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El alemán dio nuevas órdenes.Sus hombres se dispersaron, regresando después con

cuerdas y piedras que ataron a los pies de los dos muer-tos; después los llevaron a la orilla.

El Mont-Valerien no cesaba de retumbar, coronadoahora por una montaña de humo.

Dos soldados cogieron a Morissot por la cabeza y porlas piernas; otros dos agarraron al señor Sauvage de idén-tica manera. Los cuerpos, balanceados un instante confuerza, fueron lanzados al río, describieron una curva,después se hundieron, de pie, en el río, pues las piedrasarrastraban primero las piernas.

El agua saltó, burbujeó, se agitó, después se calmó,mientras unas pequeñas ondas llegaban hasta la orilla.

Flotaba un poco de sangre.El oficial, siempre sereno, dijo a media voz:—Ahora los peces se ocuparán de ellos.Después regresó hacia la casa.Y de pronto vio la red con los zarbos en la hierba. La

recogió, la examinó, sonrió, gritó:—¡Wilhelm!Acudió un soldado de delantal blanco. Y el prusiano,

lanzándole la pesca de los dos fusilados, le ordenó:—Fríeme en seguida esos animalitos, mientras aún

están vivos. Serán deliciosos.Y volvió de nuevo a fumar su pipa.