Cuaderno16 Va de cuento narradores de Quintana Roo

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: Va de cuento Narradores de Quintana Roo Cuaderno 15 / Agosto 2013 XIII Legislatura de Quintana Roo | Gaceta del Pensamiento

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Compilación de relatos de autores radicados en Quintana Roo, México

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Cuaderno 15 / Agosto 2013

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XIII Legislatura de Quintana Roo | Gaceta del Pensamiento

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DIRECTORAZita Finol

COORDINADOR EDITORIAL Nicolás Durán de la Sierra

DISEÑOSergio Gómez Villarreal

CONSEJO EDITORIALJorge Polanco ZapataFernando Espinosa de los ReyesJuan José MoralesRaúl Espinosa Gamboa

[email protected]

Gaceta del pensamiento es una revista de carácter cultural que aparece los primeros días de cada mes con un tiraje de 3000 ejemplares. Editor responsable: Nicolás Durán González. Se distribuye en todos los municipios del estado de Quintana Roo y México DF. Certificado de licitud y contenido de la Comisión de Publicaciones y Revistas ilustradas de la Secretaría de Gobernación en trámite. Certificado de reserva de derechos de uso exclusivo del título expedido por el Instituto Nacional de Derechos de Autor en trámite.

CUADERNO 15 / Va de cuento

Grupo Editorial Estosdías SA de CVAv. Maxuxac, No. 471, entre Nizuc y Sacxán, Mz 377, Lt 06, Fraccionamiento Proterritorio, Chetumal, Q. Roo, México. C.P. 77086 (983) 118-4114, 118-4115

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Va de cuento, el décimo quinto Cuaderno de la Gaceta, difiere de los anteriores porque en su fábrica, de manera generosa, recibió el apoyo de la XIII Legislatura del Estado de Quintana Roo, un colegio ciudadano que a lo largo de sus tres años de vida se ha distinguido por su decidido apoyo a la creación y difusión de la literatura y la pintura, entre otras artes, así como al importante rescate del patrimonio cultural del Estado.

Digno de resaltarse es que el señalado apoyo legislativo se enmarca, de una manera tangible, en el espíritu de la iniciativa de la Ley de Fomento a la Lectura y el Libro presentada por el diputado Manuel Aguilar Ortega y aprobada por mayoría en enero de 2013. “Debemos hacer accesible el libro –arguyó el legislador- en igualdad de condiciones en todo el Estado, y para ello es básico aumentar su disponibilidad y acercarlo al lector”.

Así pues, este esfuerzo editorial, el último de esta legislatura, es compartido.Por otra parte, resulta invaluable también la generosidad de los escritores que hacen

posible esta segunda antología de cuentos de Quintana Roo –la primera data de agosto del 2011-, cuyos trabajos, algunos inéditos hasta ahora, da muestra clara de la alta calidad de nuestro quehacer literario. Vaya la más amplia gratitud a quienes, de una manera u otra, han hecho posible este volumen.

Nicolás Durán de la Sierra

NOTA DEL EDITOR

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MOSQUETEROSAgustín Labrada

Allá van los cuatro amigos arrastrando una carretilla desvencijada con dos perros muertos en su interior, alegres porque hoy no tienen clases, tristes por sus perros que ni la Virgen de la Caridad los puede revivir desde su nube. Ahí van Lorenzo, Yony, Bárbaro y José por el callejón pedregoso que sube hasta la loma y se convierten en mosqueteros de luto como otras veces han sido piratas y mambises, según la serie de aventuras que vean en la televisión. Pero ahora no tienen ni espadas ni armaduras ni un casco para protegerse del sol en cuya luz flotan olores de hojas húmedas. José maneja la carretilla, Yony y Bárbaro sostienen los bordes para que no pierda el equilibrio y Lorenzo aparta las piedras, maldice y llora por la muerte de sus perros Lázaro y Mariposa. El macho había nacido la noche de San Lázaro y así le llamaban los primeros días, después comenzaron a decirle Lázaro Santana, como a un famoso beisbolista. Mariposa, su madre, parecía volar con sus orejas blancas detrás de cada sombra.

Lola, la vecina, vio (cuando iba a trabajar) a un hombre vestido de azul con un sombrero negro y unas gafas oscuras. Traía uno de esos uniformes de los empleados del hospital y envenenó a todos los perros del vecindario: Terry, el del mecánico; Campeón, el pastor alemán de los Sánchez; los callejeros que se reunían frente a la bodega. Eso dijo Lola y ella sabe que está prohibida la matanza, que antes se les avisa a las personas como han hecho en otros repartos de la ciudad.

–Pero esto no es la ciudad ni el campo ni un pueblo, sino un barrio orillero o, como dice el maestro, “suburbano”, así que nos jodimos y para qué quejarse, si ya están muertos los perros y de fiesta los gatos.

Los vecinos se asoman curiosos ante la carretilla fúnebre y su lento cortejo. Algunos adultos se burlan entre dientes o miran con indiferencia para luego seguir en sus labores: clavetear unas vigas, cernir arena, beber rones baratos... Los niños, desde sus jardines, sienten envidia por el cuarteto que subirá la loma, donde suelen volar papagayos y cometas,

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pero no ven papagayos ni cometas, sino cuatro rostros serios y no se burlan porque ellos también lamentan la muerte de Lázaro Santana y, en menos medida, la de Mariposa. Sólo uno, Luis, le dice desde lejos a Yony que con tantas pecas y su pelo rojo parece un bombillo cagado de moscas y Yony le arroja una mirada que lo obliga a meterse en su casa.

–No conoce todavía la furia de Aquiles –advierte sin dejar de sostener la carretilla.Hubo una época en que Lorenzo se hacía llamar Ulises, Yony era Aquiles; Bárbaro,

Agamenón; y José, Menelao, o simplemente los griegos que combatían contra los troyanos, comandados por Gaspar, dos cuadras más allá del río. Cada pandilla marcaba su territorio. Lázaro Santana también conocía esos límites y alertaba en las noches, cuando la banda enemiga pretendía infiltrarse en el país griego. Las batallas se hacían a cualquier hora, en el barrio. Pero en la escuela se ignoraban, cada grupo en aulas y grados distintos, y se concedían así una tregua. Lázaro tiene ocho años y es jefe de la pandilla. No es tan fuerte como Bárbaro ni tan hábil para pelear como José, pero fue él quien inventó la guerra, los campamentos secretos, los arcos de bambú y los escudos de tapas de barril. Él compartió sus perros con sus amigos, ahora casi jadeantes junto a la loma mientras imaginan al asesino cruzando misterioso (de acuerdo con Lola) la calle de los laureles, donde empieza el barrio y está la Carretera Central que va de Santiago a La Habana.

Logran subir la carretilla cinco o seis metros y bajo el primer arbusto, una guásima pequeña y olorosa, la abandonan y cargan a los perros en sus brazos. Desde esa ladera, se ve el barrio que limita al oeste con un bosque y la fábrica de cerveza, fin también de la ciudad y comienzo del campo, no de cosechas y bohíos, sino de unidades militares y reserva forestal. Al norte, se confunde con otro barrio más antiguo, y al este se encuentra la calle de los laureles, línea divisoria con la mancha de edificios (algunos aún en construcción) que habitan los médicos, los ingenieros y los rusos. A cada paso crece la imagen: casas de madera, patios con árboles y calles terrosas atravesadas por un arroyo que desciende de un cerro, más allá del bosque, donde los soldados tienen radares para detectar a los aviones yanquis.

Muertos pesan más los perros. Por eso a cada trecho descansan. El dolor y las lágrimas se van volviendo ira. Bárbaro toca el hombro de Lorenzo y le dice que conseguirán otro, un pastor, tal vez. Lázaro Santana ya no mueve la cola. No ladra al amanecer ni corre detrás

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de la pelota por ese callejón pedregoso con nombre de héroe. Los héroes de la patria, diría el maestro metiéndose sus dedos en las narices y oyendo a los niños repetir de memoria los versos de José Martí y jurar cada día que serán como el Che. Pero los muertos de hoy tienen cuatro patas y están rígidos. Sudorosos, los muchachos alcanzan la cima, que es casi una meseta –en algunas tardes llena de papalotes– con un agujero en el centro, al que se baja auxiliado por bejucos y lajas en forma de escalones.

José se limpia la frente blanca con su camisa rota y va de punta a punta fingiendo que eleva un coronel, rey del aire. Yony baja al agujero, extiende sus manos y espera a los cadáveres que dejan resbalar Lorenzo y Bárbaro entre hojas y guisazos. Bajan todos, menos José, que sigue haciendo pantomimas en la loma pelada. No hay que cavar, tan sólo apartan pedruscos de cascajo azul y depositan a Mariposa y a Lázaro Santana, único can con apellido que glorifica a un pelotero, y encima un cartón, piedras y flores silvestres. Bárbaro dice una jerigonza que escuchó a su padre en un ritual de santería, y Lorenzo piensa que así hablan todos los negros si el momento es solemne.

Es casi mediodía cuando suben y ven a José parado en el extremo este, que da a la ciudad. Por ahí nadie baja ni sube. El corte es vertical y abajo hay charcos de agua oscura. José parece el vigía de una embarcación. Mientras se acercan, descubren triángulos de sangre en sus rodillas y manchas verdes de savia por todo el cuerpo. Bárbaro se coloca dos ramas de albahaca sobre sus orejas, a la manera de los romanos antiguos, para espantar a las guasasas. Desde el barrio, asciende un canto de niñas: “Al ánimo, al ánimo, la fuente se rompió. Al ánimo, al ánimo, mándala a componer...” Siempre que oían algo parecido entonaban su himno de guerra: “¡Oh, Júpiter!, ¡oh, Júpiter!, ayuda a tus guerreros valerosos, que vuelvan a la patria victoriosos...” Cantan, pero no ríen, hasta que el murmullo de las niñas se distancia en un eco.

Siguen con la vista a José que señala una humareda proveniente del hospital, detrás de los edificios y un ancho muro blanco, donde puede leerse, en letras rojas e incendiadas: Año de la Emulación Socialista.

–De allá vino el hombre del sombrero, vestido de azul –comenta José y amaga con su puño a un rival imaginario.

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Los cuatro mosqueteros sin espadas se sientan sobre una roca, bajo el sol, y miran todo el horizonte.

–Lo vamos a matar –afirma con afilada voz Lorenzo y queda momentáneamente en silencio, lanzando piedrecitas que se hunden en el agua oscura.

–Lo vamos a ahogar en ese charco.

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NEGRA ES LA PASIÓNElvira Aguilar Angulo

La desgracia le vino del suelo, le agarró los pies y le llegó a la cabeza sin que se pudiera hacer otra cosa, más que compadecerlo unos, y temerle otros. Él, lo único que hacía era mantenerse sereno y llevar el asunto con dignidad, con su cabeza muy en alto, aunque su ennegrecido corazón lloraba por dentro.

Primero fue el olor a humedad, a encierro. Después, un líquido negro comenzó a filtrarse del subsuelo formando manchas circulares que fueron cubiertas discretamente con un sofá. Cuando el problema abarcó un área mayor, se colocó una alfombra, ésta se empapó de inmediato. Fue retirada y se puso otra y otra más, hasta que ya no quedó un pedazo de nada con qué esconder las humedades que cubrieron de oscuro brillante el piso de su consultorio.

La afanadora empleó quitagrasa, ceras, ácido muriático, cloro, aguarrás y hasta orín de gato, pero las negruras seguían amplias, potentes, rebeldes.

Mariano Rosales le planteó el asunto a un colega, médico investigador, que tenía su consultorio en la misma clínica, y éste, después de observar con ojos profundos y especulativos, dijo: “Esto es un microorganismo; un hongo, por ejemplo, que al metabolizarse produce ácido, y no tiene que ser necesariamente negro, como aquí aparece, quizá al contacto con el oxígeno toma esta coloración”.

La hipótesis sonaba lógica. Al poco tiempo otro colega le comentó que el microorganismo seguro tenía su origen en el agua contaminada de la bahía, cercana unos cuantos metros, o quizá sería producto de materia orgánica. Esto último hizo suponer a Mariano que la cañería estaba perforada y que se estaban filtrando los desechos, mismos que producían los hongos.

Se hicieron los análisis pertinentes y todas las hipótesis quedaron descartadas. Una tarde, tomando café en los portales que miraban al mar, recordó a su abuela contando

que la fortuna familiar había venido de las entrañas de la tierra. Su abuelo se hizo rico con la explotación de la madera, cuando el territorio era reino de quien pudiera domar a la selva

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con sus nauyacas, su calor picante, sus indios que saltaban de cualquier árbol atacando a los fuereños, y los mosquitos, que mordían como si fueran vertebrados. Su padre, por su parte, desde la frescura de su hamaca aventó las semillas de la sandía que perezosamente mordisqueaba, y el patio, al poco tiempo, se pobló de frutos dulces, rojísimos y tan grandes, pero tan grandes, que se hizo de mucho dinero permitiendo a familias enteras retratarse montadas en las sandías, o bien, se las compraban para partirlas por la mitad, extraer su carne y utilizarlas para comercializar víveres de importación en la ribera del Río Hondo. Resultaban cómodas para el comercio y tenían larga vida.

Entonces, el ginecólogo Mariano Rosales se preguntó por qué a él no habría de venirle la suerte de las entrañas de la tierra, como dictaba la tradición familiar. No era descabellado suponer que aquello, que para esas fechas ya había hecho pequeños huecos en el suelo, pudiera ser un yacimiento de carbón mineral, o incluso petróleo. Socio como era de la clínica donde estaba su consultorio, mandaría a escarbar debajo del piso manchado de negro para extraer su futura riqueza. El gobierno podría otorgarle una buena indemnización que le alcanzaría, como mínimo, para construir su propio hospital, comprarse una lancha, viajar en su propia avioneta, adquirir un vehículo de lujo para su esposa, invertir en Suiza para asegurarse una vejez digna y dedicarse la mitad de cada año a la meditación tibetana, que tanta falta le hacía.

Dejó el café a medias y se encaminó a la universidad en busca de un geólogo amigo suyo. Mientras conducía, imaginaba las enormes perforadoras violando la tierra para rescatar la riqueza que esas entrañas pródigas se empeñaban en compartir con él, como mandato celestial, o en cumplimiento de un destino que le era propio por naturaleza, por herencia de sangre.

Un vistazo, una muestra en los dedos, y tres segundos le bastaron al geólogo para diagnosticar que aquel líquido negro no era petróleo, ni la aparición acuosa de carbón mineral. En ese momento, Mariano perdió mucho de su entusiasmo, pero lo poco que le quedó fue suficiente para ordenar nuevos estudios de laboratorio en busca de cualquier respuesta, y ésta fue que no había respuesta. La desesperación lo invadió y dejó de dormir.

El olor a humedad se volvió intenso. Ahora parecía mezclado con hierbas verdes y animales descompuestos. Mariano, además del sueño, perdió pacientes.

Para evitar la curiosidad de las dos o tres mujeres que atendía por semana, se le ocurrió

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instalar su escritorio y su silla giratoria encima del centro de la gran mancha, y eso fue lo peor; a partir de ese día comenzó a gestarse lo que vendría a ser su infelizato.

Mientras entrevistaba a una señora sintió comezón y ardor en los pies. Tan grande fue la molestia que tuvo que pedir disculpas, quitarse zapatos y calcetines, descubriendo, para asombro de su paciente y de él mismo, que de sus plantas a sus tobillos, su color natural blanco lechoso se había tornado negro brillante. La dama salió corriendo.

En adelante, Mariano sólo se quitó los calcetines para bañarse y nunca más volvió a permitir a su esposa hacerlo con él, amparándose en el pretexto de que no quería abusar de sus atenciones; pues la mujer, aún muy enamorada, gustaba tallarle la espalda con un manojo de romero fresco y secarle el cuerpo con toallas confeccionadas por ella, con las iniciales de ambos entrelazadas formando un dúo de palomas.

El amor, que durante quince años de matrimonio habían practicado puntualmente cada lunes a las diez cuarenta de la noche, siguió igual, pero ahora Mariano lo hacía con calcetines, novedad que a ella no extrañó, pues, aun después de tanto tiempo de casada, seguía brindándose a su marido a medio desvestir, como consideraba prudente en una señora.

Mariano permanecía sentado sobre el centro de la mancha varias horas por jornada, y aquella cosa siguió lamiendo con su lengua maligna su cuerpo tan blanco, que en unos cuantos días quedó convertido en un cuerpo tan negro. Entonces, además del sueño, perdió el apetito, el cabello, la ilusión de hacerse rico, las amistades, la familia, y el deseo sexual de los lunes por la noche.

Su mujer, para no abandonarlo, repetía a cada rato, en voz baja, el voto matrimonial de permanecer a su lado hasta que la muerte los separara.

Los otros socios de la clínica lo obligaron a venderles su parte y le pidieron que no se parara más por allá, debido a que su ex consultorio ya había agarrado fama de ser algo así como el foso de Satanás.

No hubo médico particular ni institución pública que quisiera atenderlo. Su esposa le dirigía la palabra sólo para lo indispensable; le tenía asco, y un poco de miedo. Inventaba excusas para no compartir la mesa con él, ni le permitía tocar nada de la casa, hasta llegó a servirle sus alimentos en vasos y platos desechables que luego quemaba. Al final le colgó una

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hamaca en el patio cerca del corral de los puercos, y le dejó a la mano una manguera y una cubeta para que se bañara. Cuando él tuvo la osadía de pedir una toalla, ella le aventó un trapo sucio de la cocina.

Mariano se quedó sin trabajo, sin amigos y sin mujer. Lo único que le quedaba era salir a caminar llevando su negra cruz a cuestas, cosa que a unos les provocaba compasión, y a otros, miedo. La infelicidad lo había tocado. Él no se quejaba. Se mantenía firme, sereno, digno, con la cabeza levantada, aunque su corazón, seguramente negro, lloraba desde muy adentro.

Una noche, acostado en su hamaca, mirando las estrellas, sintió el aroma dulce y provocador del aceite de sándalo, tantas veces saboreado entre los generosos senos de Rose Wanan, su primera mujer, su oscura dama de trastienda.

Tenía veintisiete años, una especialidad recién adquirida y un gabinete de estreno. Además, pertenecía a una familia importante, católica y recatada; la vida le deparaba cumbres y brillos.

Su madre adquiría los comestibles en Corozal, Belice, una vez por semana. Mariano, que por aquella época no tenía mucho en qué ocuparse, la acompañaba encantado. Un día entraron a la tienda del negro Wanan, hombre amable, acostumbrado a servir. Los canastos de la mujer de inmediato se llenaron con cajitas de ciruelas de Francia, pasas de Málaga, latas de espárragos y atunes de Burdeos, vinos de Borgoña, azafrán español, y otras especias que perfumaron el coche y dejaron su deliciosa estela en la carretera durante el viaje de regreso.

Antes de subir al coche, Mariano reparó en un par de ojos de pantera dócil, que espiaban a través de la cortina de encaje que daba paso a la trastienda.

La semana siguiente volvió solo. La dueña de aquellos ojos estaba detrás del mostrador iluminando todo con su belleza ingenua y excitante. Se miraron y se reconocieron en el deseo. Él llenó sus canastos y abordó su vehículo. Antes de encender el motor, sacó la cabeza por la ventanilla y le preguntó su nombre, y se fue con el Rose en lo más íntimo de su cuerpo.

Siete días más tarde, sin consultarlo con ella, le pidió permiso al negro para invitarla a comer, y media hora más tarde estaban sentados frente a dos platos de pescado con papas en vinagre sin haber pronunciado palabra, ni siquiera las buenas tardes.

Él no sabía qué decir, y ella hablaba casi nada de español. El día era caluroso, pero los

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rones estaban frescos. El aroma tibio de sándalo que despedían los senos erguidos de Rose invitaba a besarla.

La respiración agitada de ambos, así como sus cabellos alborotados por el viento, más la playita tan sola y tan clara, los empujó a uno hacia el otro de manera tan sutil, que sin darse cuenta se unieron en un solo cuerpo y fueron mecidos por las complacidas olas.

La noche les llegó rápido. Acostados en la arena miraron las estrellas mientras saboreaban pequeños tragos de ron.

Al amanecer, Mariano llevó a la muchacha a su casa. Antes de dejarla ir aspiró el sándalo de sus pechos y la despidió, deseoso de volverla a tener. Ella le dio un apretado beso en los labios y entró. Seguían sin pronunciar palabra.

El negro Wanan estaba complacido. Su vocación de servicio lo hacía ver con buenos ojos que uno de sus mejores clientes quedara totalmente satisfecho.

Mariano Rosales comenzó a visitar la tienda todos los lunes por la tarde, casi a la caída del sol. Rose le preparaba la cena y lo esperaba en la trastienda, se decían dos o tres palabras y hacían el amor. A ella le gustaba frotarse entre los senos con aceite de sándalo. Después le pedía a él que le diera un beso en la parte más tibia de su pecho; tenía la creencia de que así retendría ese amor que creía tan puro, que adivinaba tan blanco.

Después de entregarse, saboreaban laterías y vinos tomados de la tienda. Más tarde volvían a entregarse y lo hacían de nuevo, hasta que el cansancio los separaba.

En una ocasión ella le pidió una foto. Él se la llevó. La semana siguiente la observó colocada en un altar con una veladora en frente, enmarcada con nueve moñitos rojos, para, según dijo la muchacha cuando él preguntó, atrapar su amor. Él rió con la ocurrencia.

Lo que Rose había logrado atrapar era su deseo, su pasión, sus ansias de poseer su cuerpo hermoso, de dibujarlo, delimitarlo con sus labios, cercarlo como su territorio para que jamás lo tocara el enemigo.

Sus ojos muy abiertos, sus labios abundantes y tersos, su cintura juguetona y sus glúteos esplendidos y redondos, capaces de transportar bien sentados a dos hombres y tres niños, no tuvieron el poder para retener a Mariano cuando su madre le sugirió casarse con Susana, una joven cozumeleña de familia tan blanca y tan católica como la de él.

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Mariano sabía que una sugerencia de su madre era una orden y no se discutía ni se negociaba. No comentó nada a Rose. Su último lunes con ella, después de hacer el amor, la abrazó con fuerza y le dijo que lo suyo era pasión solamente, pero una pasión capaz de medir su fuerza con el Mar Caribe. La muchacha nada comento y se quedó dormida. Tiempo después comprendió que él no había sido capaz de medirse con su madre, ella era más fuerte que todos los mares.

Aquella noche, acostado en su hamaca, cobijado por el pabellón de estrellas, volvió a aspirar el aroma dulce y provocador del aceite de sándalo que brotaba de los senos de Rose, y la evocó, la deseó con tanta fuerza, que la hizo llegar hasta él, convertida en una dulce hada que descendió del cielo y se acostó a su lado, lo cobijó con la seda de su vestido y le cerró los ojos, invitándolo a dormir con su cabeza apoyada en su pecho. Quiso preguntar dónde había estado, qué había sido de su vida, pero el sueño lo venció y se dejó ir.

A la mañana siguiente Susana, aterrada, encontró a su marido sin vida, pero con una sonrisa de paz en los labios y un cálido aroma a sándalo que parecía salir de su cuerpo frío y hermosamente negro.

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EL ARCA DE NOÉJuan José Morales

Las expediciones preliminares, con naves automáticas primero y tripuladas después, habían sido todo un éxito. Ahora, ellos se encontraban ahí, desplazándose a dos mil metros de altitud sobre ese mundo cálido y húmedo, poblado por extraños animales y plantas gigantescas. Sabían cómo era, pero aún no podían verlo, envuelto como estaba por densas formaciones de nubes y torrenciales aguaceros que no parecían dejar claro alguno para descender.

Apenas cuatro años atrás, aquel viaje hubiera sido posible. Ni siquiera en teoría. Pudo planearse sólo cuando se descubrió que el tiempo, ese tiempo cuya naturaleza habían intentado explicar los físicos y filósofos durante milenios, es simplemente una forma de energía de expansión del Universo.

Es una onda que, al igual que un resorte al estirarse por efecto de un impulso inicial, se propaga en la inmensidad del espacio provocado a su paso los acontecimientos y perdiendo vigor paulatinamente, haciéndose poco a poco más lenta en el proceso. Y del mismo modo que el resorte al llegar al máximo de su extensión , la onda del tiempo terminará por detenerse y comenzar a correr hacia atrás hasta retornar al estado inicial de energía comprimida, para luego envolverse propagarse una vez más en otro ciclo de su interminable y majestuosa pulsación.

Pero aquello, la detención y la inversión del tiempo, no era un problema que preocupara a los habitantes de la nave. Ocurriría, según los cálculos, 7.6x20123 años más adelante de su época. Demasiados cientos de miles de trillones de siglos como para quitarle el sueño a nadie.

Una vez descubierta la naturaleza del tiempo, el siguiente paso fue aprovechar su propia energía para viajar al pasado. Exclusivamente hacia el pasado no al futuro, porque no se puede ir a un sitio que aún no existe, al que no ha llegado todavía la onda del tiempo.

Todo fue cuestión, nada fácil sin embargo, de diseñar y construir inversores de flujo que al concentrar la energía temporal y revertir su sentido permitirían a una nave viajar, por así decir, con la corriente normal del tiempo y a una velocidad incomparable mayor que la

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de ésta. A ellos les habían tomado sólo cuatro días y cinco horas retroceder 65 millones de años, hasta los albores de la era terciaria. Cuatro días y cinco horas necesitaban también para volver a las coordenadas espacio-temporales de partida. Los inversores de flujo -al igual que en la compresión del resorte- habían acumulado durante el viaje la energía necesaria para el retorno. O, para ser exactos, casi toda, pues inevitablemente habían pérdidas por fricción.

Pero sólo haría falta un leve impulso adicional de los reactores transformadores de fusión para compensar esa pérdida y regresar al punto de preciso de origen. Sí, al punto preciso de origen, porque a nadie le gustaría quedarse varado años, siglos o milenios atrás. En aquellos tiempos la vida había sido demasiado dura, incómoda y peligrosa.

Por supuesto, existía el riesgo de que ocurriera algo así, de que por cualquier falla –de la cual ningún aparato puede considerarse totalmente a salvo– la energía de retorno fuera insuficiente y no alcanzarán a la meta. Pese a ello, sobraron voluntarios para tripular a nave, El Arca de Noé, como la había bautizado como muy pobre imaginación el presidente del Consejo Mundial de Ciencias de la Tecnología.

Diseñada para albergar una docena de animales pequeños, de no más de un metro de alzada, y varios cientos de huevos de ejemplares mayores, que serían incubados en condiciones controladas, El Arca de Noé realizaría una de las más grandes misiones científicas de todos los tiempos: llevar dinosaurios al siglo XXII. Así aquellas fascinantes y descomunales criaturas, que por millones de años dominaron la naturaleza, volverían a vivir. Podrían ser estudiadas en detalle y serían el centro de atracción en los zoológicos.

Aquellas malditas nubes, no obstante, no dejaban el menor resquicio, como si envolvieran por entero el planeta. No dejaría de ser paradójico, pensó, que ellos, hombres procedentes de una época en la que se había logrado gobernar a voluntad el clima y el tiempo, vieran frustrado su propósito por impedimentos meteorológicos.

Media hora más tarde, no encontraban todavía un claro para descender. Los había en las altas latitudes y sobre los océanos, pero en las primeras no encontrarían dinosaurios, y un amarizaje quedaba descartado, pues la expedición no estaba preparada para ello ni –mucho menos– para atrapar animales acuáticos o voladores.

El inesperado impedimento comenzó a inquietarle. Como capitán de la nave, sentía sobre

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sus hombros todo el peso de la responsabilidad por el éxito o el fracaso. Trató de tranquilizarse. Necesitaría toda su sangre fría y su habilidad para ejecutar las delicadas operaciones de captura. Para entonces, estarían volando peligrosamente cerca del suelo, casi a la velocidad mínima de sustentación y dentro de muy estrechos límites de maniobrabilidad.

Un error en tales condiciones podría hacerlos estrellarse y quedar aislados, sin posibilidad siquiera de informar sobre lo ocurrido, porque las señales de radio no se transmiten en el tiempo, y sólo tendrían una remotísima probabilidad de ser localizados y rescatados, ya que el margen de incertidumbre en la determinación de una posición temporal, aunque muy reducido –de sólo 0.00001 por ciento– significaba que para dar con ellos a esa distancia de sesenta y cinco millones de años de las misiones de salvamento tendrían que explorar un sector de más de doce siglos.

Se recriminó por haber pensado en eso. No había hecho más que gravar su nerviosismo. Se calmó un poco, sin embargo, al recordar que las probabilidades de un accidente era sólo de una en cien mil. Según las estimaciones más conservadoras, y de una en un millón, según los cálculos más optimistas.

Súbitamente, olvido todas sus preocupaciones. Había divisado una amplia oquedad entre las nubes, una zona despejada que se ensanchaba como si las fuerzas de la atmósfera dieran la bienvenida a los primeros cazadores intertemporales. De inmediato enfiló la nave hacia allá y pudo, por fin, contemplar el imponente paisaje de árboles colosales, helechos gigantescos y vastos pantanos de oscuras aguas sobre los que flotaban tenues y móviles vapores blanquecinos.

Por alguna razón, esperaba hallar miríadas de dinosaurios. Por ellos se sorprendió un tanto al no encontrar ningún grupo. Sólo cuando maniobraba ya a poco más de cien metros sobre una somera laguneta, percibió los primeros, grises y verdosos, que corrían chapoteando y agitando la vegetación, espantados por el zumbido de los motores. Ya los había visto en las películas holográficas tomadas por las expediciones precedentes.

Ya había ensayado repetidamente, en los simuladores tridimensionalmente, las manio-bras de acoso, persecución y captura. Pero se dio cuenta de que en la práctica las cosas no serían tan fáciles. Contra los que mucha gente imaginaba, aquellos animales no tenían nada

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de torpes ni lentos, Al contrario, se movían con gran agilidad y rapidez entre la maraña de troncos, ramas, juncos y arbustos. Saltaban, cambiaban súbitamente de dirección, se escurrían bajo el follaje y se deslizaban al abrigo de las rocas. Cada vez que creía tener uno en la mira, se interponía algo que impedía atraparlo. Y fuera de la laguneta, no había a la vista ningún otro sitio libre de obstáculos sobre el cual se pudieran arrojar las redes.

Torció el rumbo y comenzó a describir un amplio arco para cortar el paso a la estampida de dinosaurios, amedrentarlos y hacerlos volver al terreno despejado, pero los perdió de vista cuando penetraron en un tupido bosque cuyos árboles emergían sus copas a mayor altura que la nave. Movió la palanca de mando para cambiar de dirección, tratando de adivinar qué rumbo tomarían los animales mientras escudriñaba las inmediaciones en busca de otra presa.

En ese momento escuchó un penetrante zumbido y en la periferia de su campo visual aparecieron unas líneas negras claramente marcadas sobre un fondo rojo. Volvió la mirada y quedo helado de espanto al contemplar en el tablero de instrumentos tres indicadores cuyos registros habían llegado casi al tope de la zona de peligro y seguían aumentando vertiginosamente. Lo remotamente, remotísimamente probable, aquello que sólo tenían una probabilidad en cien mil o en un millón de suceder, había ocurrido.

Es sorprendente la velocidad con que puede razonar la mente humana. Durante los tres segundos que transcurrieron entre ese vistazo y el desastre, se dio cuenta de que nada podía hacerse para evitarlo, que no había ya tiempo de alertar a sus compañeros, que sería inútil por lo demás decirles nada, que los tres acumuladores de flujo habían fallado de forma simultánea, que ya nunca volverían al punto de partida, que la energía acumulada a lo largo del trayecto de sesenta y cinco millones de años estaba a punto de liberarse súbitamente y que la nave iba a estallar sin remedio con una violencia comparable a la de varios millones de súper bombas de hidrógeno de cien megatones.

Es sorprendente también de qué extrañas maneras puede reaccionar un ser humano ante la inminencia de la muerte. En ese instante lo embargó una sensación de euforia, de júbilo rayano con el éxtasis, apenas empañada por el hecho de que no podría compartir su hallazgo con nadie, ni siquiera con el resto de la tripulación: había descubierto por qué se extinguieron los dinosaurios.

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CARRANZAMario Pérez Aguilar

Hacía poco más de doce meses que llovían pájaros en Carranza. Era evidente que Ladislao Acuña se había acostumbrado a aquella lluvia avícola nocturna, pues antes de caer el sol acomodaba las redes, encendía el quinqué del comedor y atrancaba puertas y ventanas para que los cuerpos de los animales no se metieran a la casa. Era entonces Carranza un grupo de ochenta casas de argamasa y techos de palma de huano erguidas junto a un camino antiguo de sascab y líquenes que remataba en un rancho abandonado a sólo trescientos metros al poniente. Sus habitantes —cuando los tuvo— estuvieron alejados no sólo de la mano de Dios sino del mismo hombre. Su armonía rectangular, sin embargo, el embalaje homogéneo de sus techos y el dimensionamiento justo de sus construcciones, contrastaban con la pureza de la selva.

Desde que se fundó en 1849 cerca de Sabán, el pueblo había florecido y se había levantado de la nada. Ahora, sin embargo, parecía perseguido por la desgracia: estaban lloviendo pájaros nocturnos.

En la primera noche del diluvio avícola, como a las doce, Ladislao despertó y estuvo expectante oyendo desde su hamaca los golpes sobre el techo. Acababa de cumplir sesenta y tres años y la fuerza de sus piernas lo traicionaban, de modo que cada mañana le costaba más trabajo incorporarse. Primero pensó que los mangos junto a la casa se estaban cayendo de maduros, pero recordó que era febrero y que los mangares ni siquiera florecían. Luego pensó que podían ser las guanábanas, no sólo porque los árboles que rodeaban la casa estaban cargados, sino porque el sonido sobre el huano era el de objetos pesados y de mayor volumen. Al cabo de un rato en que estuvo con los ojos expectantes en la oscuridad, los golpes fueron disminuyendo hasta desaparecer por completo. «Si son las guanábanas, mañana las recojo», pensó, y se sumergió de nuevo en un sueño profundo hasta que el griterío en la calle y los golpes en la puerta lo despertaron.

Era ya otro día. Lió la hamaca, la sujetó a uno de los rincones del cuarto y fue a quitar la

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tranca. Cuando abrió la puerta se topó de frente con Demetrio, y, atrás de él, pudo ver entonces los cuerpos: estaban regados en la superficie del patio, y había cientos de ellos sobre el camino.

—Son cuervos— murmuró.Cruzó el vano de la puerta y salió al patio seguido por Demetrio. Levantó a uno de los

pájaros por las patas hasta que el pico del animal quedó frente a sus ojos. Luego lo tomó de la nuca como si cargara a un recién nacido y lo examinó largo rato. El animal tenía los ojos cerrados y el pico entreabierto. Sus plumas eran negras, como la noche más oscura que se hubiera visto en esos lugares. Luego miró los otros cuerpos y devolvió el animal al suelo. Demetrio lo interrogaba con los ojos.

—Es un macho adulto—dijo Ladislao—. Todos son machos adultos, y no murieron de espanto o de envenenamiento.

—¿Entonces de qué murieron?—No lo sé— dijo Ladislao. Esto es muy extraño, y lo que supongo debe ser un absurdo.Era lunes y el pueblo entero se reunió en la iglesia para discernir sobre lo que estaba

sucediendo. Entonces fueron los niños los que aportaron la mayor cantidad de conjeturas, fantásticas y naturales, sobre la muerte inesperada de los pájaros. Las opiniones iban desde un envenenamiento colectivo a causa de ingerir cierta especie de higos verdes, hasta la historia de un halcón gigante —un tipo de Moby Dick de las alturas— que los había desnucado y arrojado al vacío. Los adultos eran los más asustados. El cuervo había sido siempre un pájaro de mal agüero y alrededor de esa creencia formularon sus conjeturas: habría que construir otro pueblo pues la muerte para todos se acercaba; habría que hacer misa tres veces al día, y los domingos cinco veces, para alejar a los malos espíritus del pueblo; habría que bendecir todas las casas para salvar a sus habitantes en esta vida y en la vida eterna; habría que regar agua bendita en las selvas aledañas; habría que impartir una educación católica a los niños en lugar de laica que se daba; y como Carranza había sido feliz, pues nadie había muerto hasta entonces, habría que ingerir agua bendita por si morían todos de golpe.

Ladislao Acuña puso las cosas en su lugar:—El cuervo es un animal como cualquiera -dijo-. Este es un asunto de vivos y no de

muertos. Por ahora hay que limpiar el pueblo, y para mañana a ver qué gallo nos canta.

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Así lo hicieron. Pero para su infortunio el mismo gallo les cantó y tuvieron que seguir limpiando el pueblo todos los días porque la lluvia nocturna de pájaros no terminaba. Al décimo día de hacer lo mismo, el cura en persona tocó a la puerta de las casas convocando a una junta urgente en la iglesia. Ladislao Acuña ya estaba perdiendo no sólo la paciencia sino también la esperanza de que su presentimiento fuera cierto. Cuando iba hacia la iglesia levantó a uno de los pájaros que había quedado en el camino después de la limpieza de ese día, y encontró el mismo semblante que había visto en el primero: sus ojos cerrados y el pico curvo entreabierto.

—No creo que estén muriendo de sed -murmuró-. El cenote está muy cerca.Fue hasta el tiradero que habían improvisado fuera del pueblo, y tuvo que taparse la nariz

para dejar al animal muerto pues la hedentina era asfixiante. Luego pasó por Demetrio a su casa y llegaron juntos a la iglesia en el momento en que la sacristía estaba atestada de gente, y permanecieron de pie junto a la puerta. El cura los había reunido para comunicarles que dejaba el pueblo. Hizo una señal de la Cruz en el aire y les explicó que había hecho un viaje miserable de nueve días hasta Mérida, en donde el Obispo le había dicho que si a su regreso seguía la lluvia de cuervos, debía abandonar —con aquellos fieles que quisieran hacerlo —de una vez y para siempre aquel pueblo del infierno. —Me hizo ver el Obispo, dijo, que las fuerzas del mal se han apoderado de estas tierras a causa de que el cenote fue una cámara de sacrificios de los rituales paganos de idólatras de otros tiempos.

Nadie quiso escuchar más. El pueblo entero se precipitó a la calle corriendo despavorido hacia sus casas. Ladislao Acuña y Demetrio tuvieron que darle paso a la gente para no ser arrollados.

—¡Es usted un bruto!—le gritó Ladislao desde la puerta. Eso es un absurdo. Todo esto pasará y Carranza será feliz como antes.

—Pues quédese usted si quiere—le contestó el cura desde el fondo. Yo me voy con los cristianos, y ojalá esos animales no le saquen los ojos.

—Estúpido—murmuró él— ¿Cómo puede ser, si ya caen muertos?El cura salió enseguida a la calle en donde varias familias ya se habían reunido llevando

sus pertenencias a lomo de burro y se marcharon para siempre. En los días que siguieron la gente continuó saliendo del pueblo. Se iban en grupos de dos y tres familias llevando cuanto podían. Antes, sin embargo, pasaban a persuadir a Ladislao.

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—En este pueblo moriré—les decía él—. Si me han de sepultar los cuervos, que así sea, pero no me iré, menos por tonterías.

Después de treinta días Carranza había quedado casi desierto. La lluvia nocturna de animales continuaba, y a Ladislao Acuña y a Demetrio no les alcanzaba la vida para limpiar de bien a bien el pueblo. Demetrio se había quedado por un gesto de amistad pero no sabía en realidad lo que esperaban. Durante las noches, oyendo la lluvia de animales, pensaba que su decisión era la correcta. Pensaba que era justo permanecer con él en el pueblo hasta que muriera. Algunas tardes, agotado por el trabajo, la desesperación lo carcomía y sentía que su paciencia se acababa. Pensaba entonces que esa misma noche podía irse sin decirle adiós a Ladislao, pero de inmediato se arrepentía y prefería esperar con la mayor paciencia posible que Ladislao muriera o renunciara de una vez por todas a aquella empresa.

A los dos meses de estar solos en el pueblo, el carácter indómito de Ladislao Acuña y su tenacidad a toda prueba, dieron a Demetrio, a pesar de su incredulidad, otra muestra de sus virtudes: diseñó un sistema de redes de captura nocturna con bejucos silvestres que colocaron por secciones en todo el techo del pueblo, de modo que el Carranza solitario quedaba libre cada día de pájaros y plumas. Así estuvieron durante ocho meses. Su trabajo diario lo distribuían entre cuidar la milpa, recolectar las frutas, criar a los animales domésticos y levantar pájaros muertos atrapados en las redes. Una de aquellas tardes, mientras colocaban las redes pajareras, Demetrio no pudo soportar más y le expresó sus dudas a Ladislao.

—Si deseas irte, puedes hacerlo—le contestó él—. Estás en tu derecho. Además, ni yo mismo sé bien qué es lo que espero.

—Entonces, si no lo sabes, por qué no nos vamos, éste ya es un pueblo muerto.—No, no me iré, Demetrio. Aquí está mi casa y éste es mi pueblo. Recuerda que lleva

mi nombre.Ese fue un recurso simple pero contundente. Demetrio comprendió que no se iría, y

como no había ningún signo reconocible de que pronto lo alcanzaría la muerte, tomó sus cosas a la mañana siguiente, y después de pasar a despedirse, se marchó. La limpieza tuvo entonces que hacerla solo, y a pesar de estar deshabitado, después de la botada de pájaros en el tiradero, Carranza seguía siendo el mismo: sus calles bien trazadas, sus techos homogéneos,

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sus naranjales, sus limoneras, sus toronjiles, sus anonas, sus caimitos, sus flamboyanes.Una tarde nublada de marzo, después de cuatro meses de estar solo y cuando había

perdido toda esperanza, Ladislao Acuña oyó unos golpes en la entrada. Movió su cuerpo de cebú senil y fue a quitar la tranca. Cuando abrió la puerta, ahí estaba, en medio de la calle, la respuesta a su presentimiento.

—Disculpe usted—dijo el hombre parado frente a él vestido de camisa de manta y sombrero de paja—. ¿Tiene agua para los caballos?

—Tengo agua para todo un pueblo—contestó Ladislao sin verlo—. Pase.El hombre entró a la casa, y mientras llenaba los baldes en el pozo del traspatio, le

contó a Ladislao que se había perdido tratando de acortar el camino a Peto, y que por la bendición de Dios, se había encontrado aquel pueblo fantasma.

—Llamé antes en diez casas y nadie me contestó. ¿Adónde se han ido todos?—A buscar la vida—le dijo Ladislao desde la puerta con la vista puesta en el camino.—No le entiendo.—Como le dije, a buscar la vida—reiteró Ladislao—. Este es un pueblo muerto.El hombre, cuyo nombre era Sacristán, y que además de tener la virtud de ser honesto,

parecía apenas rebasar los veinte años, empezó a sentir un poco de miedo. Se apresuró a llenar los baldes y salió de la casa seguido por Ladislao. Cuando se inclinó para poner los baldes frente a los caballos para que bebieran, escuchó la voz de Ladislao a sus espaldas.

—¿Qué lleva en la carreta?Sacristán se enderezó.—Pájaros—dijo.Ladislao le pidió verlos, y cuando levantaron los costales que cubrían la caja, los

cuerpos aparecieron frente a sus ojos. Después de un silencio breve le pidió a Sacristán su autorización para tomar uno. Sacristán asintió y levantó de las patas al más cercano y lo tomó entre sus manos, tal y como lo había hecho trece meses antes con el primero. Las plumas del animal eran de un café oscuro y tenía los ojos abiertos y el pico apretado. Levantó un poco más los sacos y el color café de los cuerpos se hizo más intenso.

—Son hembras—murmuró.

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—¿Cómo dice? —le preguntó Sacristán.—Son hembras—repitió Ladislao—. Usted no lleva pájaros sino pájaras.Y enseguida le preguntó:—¿Qué hacen?, ¿ las matan?—Las capturan y luego las matan—dijo Sacristán.—¿Para qué?—No sé muy bien—dijo Sacristán con la verdad—. Creo que en Sudamérica las compran

bien, y para la gente antillana es un platillo barato y exquisito. La empresa está ganando mucho dinero con esto.

Ladislao regresó el animal a su lugar y colocaron de nuevo los costales.—¿Usted no va a tomar agua?—No señor, ya no—respondió Sacristán—. Ya es tarde y tengo prisa por llegar—. Y subió

a la carreta dispuesto a continuar su camino.Ladislao Acuña lo detuvo por un instante.—Dígame algo, por favor, antes de retirarse. ¿Cree usted que se puede morir de amor?—No. Digo, no lo sé. No creo—dijo Sacristán visiblemente confundido—. ¿Por qué me

lo pregunta? Entonces Ladislao le suplicó con el corazón: —Hágame un favor. Dígale a los dueños de la empresa que su negocio está bien, pero

que no maten sólo a hembras. Hace más de un año que tenemos una lluvia de cuervos machos muertos en este pueblo, y por sus picos entreabiertos y sus ojos cerrados, sé que están muriendo de amor. Dígales que no sigan matando a sus parejas.

Y después concluyó: —Para colmo, ya mataron también al pueblo que lleva mi nombre: Carranza.—Carranza—murmuró Sacristán con el ceño fruncido, como si aquel nombre hubiera

recorrido ya todos los confines de la península. —Descuide, señor—le dijo—. Así se lo diré a mis patrones.Y Sacristán le dio una prueba innegable de su honestidad, pues después de dos semanas,

la lluvia de pájaros había terminado. (Versión abreviada).

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ESTA NOCHE STANLEY DUERMENicolás Durán de la Sierra

“El cielo de mi siglo se diluye,en rojos espejismos de tragedia…”

Othón Villela Larralde

Ya la guerra duraba demasiado, tanto que el soldado Stanley Edwin Muddy no recordaba con certeza cuándo y cómo había comenzado. Los desembarcos sangrientos y el silbo de las balas, la húmeda y enfermante selva y el suicida toque a degollina, se mezclaban en la mente del soldado como la sangre, la hierba y la tierra en el campo de batalla.

“Los cobardes y los traidores recuerdas siempre, la confusión y el olvido son dones divinos sólo otorgados a los valientes”, habían dicho los generales a sus respectivas tropas, una tarde en que la deserción fue más grande que los efectivos del propio ejército luego de haber intentado obtener, si éxito, la furia ebria de todas las drogas.

Muchos creyeron la frase al pie de la letra y nublados por el miedo, mataron muchos vietcongs; creyeron en ella, no porque fuera verídica o porque a Dios le importara la suerte de una partida de imbéciles perdidos en la jungla del Vietnam peleando una guerra que no era suya, sino porque era necesario creer en algo. Lo mismo habrían matado si los oficiales hubieran hablado de democracia o despotricado contra el comunismo.

Los ya viejos en el arte de asesinar asiáticos, sólo sonrieron.Stanley estaba entre estos últimos porque Stanley Edwin Muddy sabía que los generales

estaban equivocados, que de noche los muertos siempre regresan, que la vigilia de los niños y las mujeres masacrados se entierran en los sesos, para retornar en el descanso e irrumpir en el sueño con sus lamentos de napalm.

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II

“Querido Stanley:

Eres un ingrato: hace ya más de dos meses que no recibimos noticias tuyas. Tus hermanos y tu madre no cesan de interrogarme. Prácticamente no hay día en que no me telefoneen preguntando si has escrito. El pequeño Stanley, al igual que yo, cada noche reza a Dios para que regreses con bien. Él sólo sabe que te encuentras viajando, pues no he tenido la fuerza suficiente para decirle la verdad. ¿Sabes? Insisto en que aún es muy niño.

Te extraño mucho, no te imaginas cuanto. Sin ti, la vida se me hace cada vez más difícil. Te haré dos confesiones: tengo una verdadera colección de cervezas en el refrigerador, pues como cuando estabas, sigo comprando dos latas diarias… Dentro de poco tendré que regalarlas ya que ocupan mucho espacio y me entristecen, pero prometo que a tu regreso voy a tapizar la casa de ellas; la otra confesión (no leas esto a tus compañeros) es que todas las mañanas amanezco con la entrepierna (mi conejito) mojado y que al bañarme siento como si las gotas de agua fueran tus manos que me exploran completamente…

Te Ama Alice”

En su trinchera, Stanley terminó de leer la carta y luego de doblarla cuidadosamente, la guardo entre sus ropas junto con la carta de su hijo: sus dos únicos tesoros. Era un milagro que el papel después de tantas releídas, no presentara roturas. Era también un milagro que el soldado no supiera su contenido de memoria, que lo repitiera línea a línea con los ojos cerrados.

Para la felina visión de los “charlies” el uniforme camuflado de los “boinas verdes”, aún en la oscuridad era tan notorio como la Estatua de la Libertad para los marinos que llegan a Nueva York. No obstante el soldado se incorporó y estiró los músculos.

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Después, con parsimonia, con medio cuerpo fuera de la trinchera, aflojó las agujetas de sus botas para luego, aferrado a su rifle, acuclillarse y ensoñar a Alice: él era el agua en el cuerpo femenino, lo penetraba por cada poro y lamía como cascada sus pechos y su sexo, se derramaba por cada redondez, se detenía en el ensortijado vello amoroso, siguiendo luego las vías íntimas, ávidas… y a distancia se conjugaba en ellas.

Alice lo guiaba fuera de las dimensiones de la guerra y Stanley hizo el sexo que se hace cuando se está solo en la trinchera.

III

La tarde en Indochina, desde que el sol se centraba en el espacio hasta que moría ahogado de selva en el poniente, parecía un ocaso sostenido. Daba la idea de una verde nota aguda reiterada en cada arbusto y en todo resquicio boscoso. Antes del anochecer, Vietnam era la savia ruidosa del Asia entera, concentrada en un solo golpe de tierra.

Infinidad de jóvenes reclutas llegaban periódicamente de los Estados Unidos a reforzar las cansadas filas de los combatientes veteranos. Llegaban prepotentes, con olor a barrio bajo y a tres comidas diarias; algunos, con miradas desafiantes, parecían decir: “mírame, ya vine a terminar con esta guerra…”.

La mayoría de “las pequeñas ratas” desembarcadas, ni siquiera tenían tiempo de aprender las verdaderas reglas de la guerra. Morían con los ojos abiertos, llenos de ejercicios militares y de manuales de combate. Sus cuerpos de héroes del Bronx, eran círculos de tiro para los aviones rojos.

Los pocos que quedaban de cada remesa, en una semana desarrollaban las facultades de los veteranos, mismas que en el frente significaban la supervivencia y la moralista sociedad norteamericana, una efímera supremacía. El saber matar por sistema, es siempre una ventaja. Antes de un mes, sabían disparar dormidos y defecar disparando.

A cada uno de los soldados veteranos, el mayor de ellos no cumplía los treinta años, el alto mando le asignaba la tutela de un joven novato; Stanley ya había cuidado a varios, pero de entre ellos sólo a uno recordaba. Era un muchacho pelirrojo de diecinueve años al

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que le quedaba grande el casco. Irónicamente era Charles y por molestarlo, los demás soldados le llamaban “charlie”,

como a los enemigos. Notablemente delgado, suplía su inferioridad física con un coraje desbordante y una asombrosa destreza en el manejo de la navaja, la cual, pese a contar con armas más poderosas, nunca dejó de llevar a la cintura.

Sólo platicaba de mujeres descalzonadas y de francachelas inconmensurables y estos satisfacía a Stanley; si hubiera hablado de universidades o de “noviecitas esperando el glorioso regreso del soldado”, el veterano hubiera pedido el cambio del pupilo o simplemente, en la primera misión de combate, lo hubiera dejado a expensas de los vietcongs.

“Nunca he pisado una maldita escuela. ¿Para qué…? La vida se aprende en la calle” comentó alguna vez el muchacho, sintetizando sin saberlo, la vida de Stanley. No obstante, este replicó:

—Debes estudiar. La patria no se asienta sobre los lomo de las bestias.Charles lo miró con extrañeza, haciéndole notar lo falso de su frase.—Para qué –reiteró-, son muchos años para conseguir unos cuantos dólares… yo los

gano en la calle…—Pero nunca tendrás descendencia, volvió a mentir Stanley, y agregó: tampoco te

acercarás a lo grande. Veinte dólares los tienen hasta los negros. Cuando regresemos, aunque te destripe, te haré estudiar.

—Sí capitán, dijo el muchacho cuadrándose entre carcajadas.Esta noche Stanley Edwin Muddy durmió bien: durante el día no había matado a ningún

asiático y soñó con la decencia americana con catsup.

*

De no haber sido interrumpido por la ceremonia en la que le otorgaron la medalla al valor, tres días después de la muerte de Charles, Stanley hubiera seguido matando vietnamitas como si la guerra sólo fuera de él. Fueron tantos los asiáticos muertos por el veterano, que el alto mando se vio obligado a elegir entre dos caminos: declararlo loco o premiarlo.

“Por el alto sentido del deber, el arrojo y el gran valor demostrado en las acciones de

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combate en las afueras de Saigón, el Alto Mando se honra en otorgar por mi conducto, al soldado Stanley Edwin Muddy la medalla al valor”. Enfatizó el general, prendiendo la presea en el uniforme del combatiente.

Nadie comentó sobre las “muertes accidentales” –así quedó asentado en los expedientes- de los “boinas verdes” que erróneamente habían insinuado relaciones homosexuales entre el pelirrojo Charles y él; tampoco se habló de los prisioneros degollados ni de los niños destrozados a patadas, pero desde ese día, a Stanley le llamaron “el perro”.

Tampoco el alto Mando le asignó de nuevo la responsabilidad de novato alguno.

IV

Solo en su trinchera, con el uniforme empapado en sudor, Stanley no daba la impresión de ser un animal indefenso acorralado por el cazador. Por el contrario, parecía un gato acechando su presa… Pero la presa era invisible. Estaba aquí a allá, en los recodos, en los árboles, parapetándose entre las piedras, mirandolo con sus oblicuos ojos asiáticos, en silencio, en silencio…

Por experiencia, el solado sabía que los vietcongs eran como una serpiente de mil cabezas que semeja dormir, que inmóvil en apariencia se pierde en los terrosos paisajes que la rodean, pero que inexorablemente avanzaba. Algún rumor, una ramilla moviendose sin viento o un grillo demasiado cantador delataba su presencia.

Aferrado a su fusil, el “boina verde” acechaba con el dolor del miedo en sus dos heridas cicatrizadas herencia de la guerra. Maldijo en voz baja la pintura verde y amarilla que el sudor diluía sobre su cara; luego sonrió al suponer que los mejores blancos de los “charlies” eran precisamente las caras camufladas de los militares norteamericanos.

Oyó un ruido en la selva: Era como el roer de una rata o mejor, como unos pasos sigilosos aplastando la hierba. Forzando la mirada, escudriño la espesura pero no distinguió nada anormal. Al dolor de sus heridas, que le valieron dos medallas, se unió otra más: el de su dedo tenso en el gatillo.

Sin dejar de observar la maleza, de reojo miró el teléfono de campaña. Le pareció

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pequeño, tan minúsculo que pensó que no podría transmitir una llamada a gritos. Repasó furtivamente la colocación semicircular de las seis bayonetas que, clavadas en la tierra, marcaban su trinchera.

El ruido había cesado, no obstante esperó unos minutos más en alerta, para después desengarrotar sus manos del fusil y recargarlo entre sus piernas. Cerró los ojos y dejó que sus oídos vieran: por la noche estos eran más confiables. El silencio continuaba.

Con el oído paseando entre los arbustos, el soldado fue cayendo en una somnolencia pesada, pesada como el plomo del agotamiento. En ese sopor sintió que su ser se dividía en dos cuerpos idénticos: uno de ellos permanecía vigilante, mientras el otro dormía profundo y soñaba con Dios, con ese Dios dulce y niño al que hacía mucho tiempo no acudía: “Señor ¿Por qué tenía yo que venir aquí? ¿Para qué, si no querías que faltara a tus leyes me trajiste a esta guerra? ¿Soy tan culpable, si nada se mueve sin tu voluntad?

Señor, ilumíname y no dejes que blasfeme: son tuyos los capellanes; es verdad que luego de tantas muertes la sola bendición de un sacerdote uniformado nos acerca a Ti…? ¿Estás de nuestro lado y también odias a los vietnamitas?

Señor, devuélveme a Charles -sintió en el alma las embestidas bravas de los recuerdos- ¿Por qué te lo llevaste si sólo era un muchacho estúpido? Yo he matado a más y sigo aquí…”

—¡Bastardos! ¡Bastardos! Gritó Stanley disparando su fusil contra la espesura. La brusca irrupción de la selva en sus oídos lo había devuelto a la realidad.

Aún con el rítmico movimiento de la ráfaga posesionado de sus brazos, antes de que el rictus del miedo abandonara sus labios, el soldado contempló al pequeño roedor salir aterrado de su madriguera para perderse entre la noche y la maleza.

En su trinchera, de hinojos sobre la ensangrentada tierra del Vietnam, Stanley Edwin Moody lloró a gritos.

*

Cuando a fuerza de llanto las lágrimas y los gritos se le habían agotado, su cara parecía deforme. El camuflaje estaba estragado y de los ojos a la barbilla, brillaban dos cauces

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secos mezcla de verde y amarillo, con deltas en las comisuras de los labios.Casi por instinto, Stanley buscó en el estrecho horizonte de arbustos algunas señal que

delatara la presencia del enemigo y al no encontrarla, se dejó caer pesadamente al suelo; desde allí observo el fusil y luego los destellos de luna en los filos de las bayonetas.

Se alegró de que no se encontraran manchadas de sangre y pudieran reflejar la luz celeste. Lo asaltó la tentación morbosa de desenfundar su pistola y colocarla en algún lugar de la trinchera en que también reflejara las claridades nocturnas. Contempló los astros y sintió pena por ellos: solos allá en el infinito azul, cintilando, cubiertos de hielo.

Un escalofrío recorrió su cuerpo hasta desaparecer en la nuca.Se incorporó pausadamente y comprobó la ausencia de vietcongs en el paraje; con

calma acomodó el teléfono de campaña a modo de que pudiera recargarse en él para fumar un cigarrillo. Al recordar a la pequeña rata aterrorizada por las detonaciones, sonrió: él había sentido más miedo que el del propio roedor.

Buscó la cajetilla en su camisola y sus dedos tropezaron con las cartas. Sacó ambas cosas del bolsillo y encendió el cigarrillo y con la luz del cerillo leyó las líneas que le mandara su hijo: “¡Querido papá: ¿Cómo te ha ido…? Espero que bien y también quiero que regreses pronto y que me traigas algo de China. Además quiero que regreses porque mi mamá está muy triste y hasta me regaña por todo… (Mientras Stanley encendía otro cigarrillo, imaginó a Alice increpando a su hijo y sintió la ternura en la garganta) Voy bien la escuela y dice la maestra que si sigo así le pedirá a mi mamá que me deje ir a una excursión que van a hacer. Además quiero que le digas a mi mamá que me deje ver la televisión hasta más noche porque nunca puedo ver como matan a los indios y a los nazis. Te quiero mucho papá y espero que regreses pronto.

StanleyNo te olvides de traerme algo de China”.Con el rostro impávido y seco, los ojos ausentes de lágrimas, el soldado tomó la carta

de Alice y junto con la de su hijo la rompió menudamente. Cada parte de su alma estaba escrita en ese papel. El “boina verde” sintió una intensa pena por él.

Desde tiempo atrás, casi desde la llegada de los Estados Unidos al Vietnam, Stanley

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acostumbraba llenar los huecos de su soledad enviando cartas a una Alice inexistente y a un pequeño Stanley, hijo del anhelo de su mente. Escribía las cartas y las mandaba a un inexistente domicilio, para que cuando le fueran devueltas, tuviera correspondencia como los demás y así sentirse acompañado.

Al principio sólo fue un juego; ser uno más entre los soldados pendientes del correo, después, Alice y su hijo se volvieron tan necesarios para él como la cocaína. Porque Stanley Edwin Moody era un paria de la soledad.

*

A miles de kilómetros de allí, en Miami, sin que Stanley siquiera lo imaginara, una Alice con un “pequeño Stanley” dormido en sus ovarios, lloraba también su soledad.

*

De improviso, el mundo paró su giro: de la maleza, tras los últimos arbustos, una voz se aproximaba. Stanley sintió una gran calma. No la serenidad que se ostentaba cuando se ha ejecutado una operación ya mil veces realizada, tampoco la confianza ciega de aquel que en la batalla se prepara a cruzar el túnel oscuro de la angustia y sabe que al final de el mismo, aunque muerto, le espera la luz. No, era una calma extraña, asentada en varias dimensiones convergentes en el objetivo primario de la guerra: matar y morir.

La mente del soldado, como una computadora, registraba los informes sensoriales y los analizaba con una razón exenta de emociones: como ver sin tener la dimensión de lo que se ve. El miedo era una tarjeta entre las muchas del almacén inteligente.

Vio la silueta y con la exactitud de la mirilla soltó el balazo. La sombra cayó rodeada por los ecos de la detonación, entre exclamaciones aterrorizadas que al soldado le parecieron familiares. Oyó el arrastre de su víctima aún viva y se maldijo. El ruido lamentoso, que para él no era otra cosa, cesó de pronto, sumiendo la selva en una quietud obsesiva.

El “boina verde” sabía que nunca los “charlies” vienen solos, que sus cuerpos famélicos

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marchan en grupos numerosos y que, así pasaran mil noches, los vietcongs lo iban a cazar como a cualquier mala bestia; en la espesura esperarían tranquilos su agotamiento antes de caerle encima. Un americano vivo era más importante que uno muerto; no por la información que pudiera tener, si no por el placer que su dolor le brindaría al enemigo. Esto era igual en ambas filas. La tortura es siempre igual.

—Mándenme refuerzos, estoy rodeado…. Soy Stanley Moody, mándenme refuerzos. ¡Los “charlies” me harán pedazos!

—Sí Stanley, te oigo.—¡No necesito que me oigan -el soldado gritaba por el teléfono de campaña- mándenme

refuerzos. Yo no voy a poder con todos…!—Bien, pero dame tu posición, necesitamos saber tu dirección, danos tu posición.—¡Malditos perros, sigan jugando con batallones de plástico en los mapas…! ¡Los voy

a matar a todos… Los mataré a todos! ¡Los voy a matar!Stanley golpeó el teléfono con la culata del fusil, lo golpeó hasta que lo convirtió en

una maza caótica de cables y diodos; en el paroxismo, mató de dos balazos a los generales que moraban en los transistores. ¡Esto era la guerra!

Las voces enemigas se oyeron por todas partes. Desde su trinchera, Stanley vio correr a los hombres y a sus oídos llegaron las órdenes: ¡A los techos, rodéenlo!

Stanley disparó hasta casi acabar con sus balas.Luego de tantos años de guerra, el soldado sintió sueño, un sueño que no se bifurcaría

ni en la tierra ni en la eternidad. Tomó su pistola y feliz disparó cinco tiros ya sin importar si hacía blanco o no, y esperó, solamente esperó.

Nunca las bayonetas de su trinchera tuvieron tanta realidad en sus filos, ni el soldado vivió tanta seguridad en la guerra. Jamás hubo en la tierra tanta certeza: luego de este combate no existiría nada.

Extraviado, a cuestas con el dolor de Charles, de “Alice” y de “su hijo” y de la guerra, sacó de su mochila la bandera de las barras y las estrellas y se cubrió con ella.

Los vio venir con la tranquilidad de quien acepta un hecho ineluctable; los vio venir con rifles en las manos y gritando. El soldado los vio venir y sonriente se dio un tiro en

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la sien. La bala postrera que anidaba en la pistola, en su trayecto acabó con “Alice” y con todo. Después de trece largos años de guerra, esta noche, por fin, Stanley Edwin Moody duerme tranquilo.

E P Í L O G O

UN BOINA VERDE APRENAS TERMINO, ENFLORIDA, SU GUERRA CON EL VIETNAM

“Ocala, Flo, 8 de noviembre. (Efe)

Trece años después de salir de la selva del

Vietnam, Stanley Edwin Muddy puso fin a

su guerra interior con un disparo. Sólo así

pudo evitar que los fantasmas del pasado lo

hicieran su prisionero.

“El miércoles por la noche Stanley

Muddy se puso su traje de combate de las

fuerzas especiales estadounidenses, los

“boinas verdes”, un uniforme que no vestía

desde 1989, cuando regreso de Indochina

con dos condecoraciones por sus heridas.

“Regresó también con otras heridas,

invisibles, pero más profundas, que en esos

trece años jamás cicatrizaron,

“Aquella noche Stanley Muddy llamó a un

militar amigo suyo, diciendo que hablaba por

“un teléfono de campaña” y que necesitaba

“refuerzos”. Su amigo supo que la pesadilla

había vuelto y trató infructuosamente de

mantenerlo en el teléfono hasta que pudiera

sonsacarle en dónde se encontraba.

“Poco después de las once de la noche,

una patrulla forestal avisó al sheriff de Ocala,

una tranquila localidad sureña de Florida

en la que Muddy era vecino apacible y

ordenado, de haber escuchado disparos de

armas largas procedentes de la propiedad

del ex soldado.

“Cuando los policías llegaron al lugar, se

escucharon varios disparos más y después

hubo silencio. Una hora después, al llegar

encontraron el cadáver de Edwin Muddy,

envuelto en la bandera de los Estados

Unidos, en una improvisada trinchera en el

jardín de la casa…”

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AMARANTARamón Iván Suárez Caamal

La recuerdo muchas veces sentada a la puerta de su hogar con los ojos perdidos en la lejanía. Contesta con leve inclinación de su cabeza los saludos de conocidos y familiares que van por el mandado. En mi pueblo es costumbre recibir el viento del oriente que refresca en las primeras horas de la noche allá por los calurosos días de junio, en agradable charla familiar, todos sentado en sillas de mimbre, muy cerca de la puerta.

La recuerdo como una vieja pintura arrinconada en el marco de piedra del zaguán: la mujer, invariablemente en la silla, atisba más allá del horizonte. No la saca de sus pensamientos el alborozo de la chiquillería que juega a los “encantados” y grita y corretea.

La primera vez que la mire, me arañó la visión de una rama seca donde un par de mariposas bailaban como lágrimas furtivas. O acaso eran dos velas en la inmensidad del agua. Sus manos finas y huesudas, semiprisioneras de la ropa, tenían un encanto marino como quien acostumbró peinar olas y recoger tesoros en la playa. Toda ella un risco inconmovible.

Nunca la vi sonreír, y sin embargo la intuíamos nido de gaviotas. Sus cabellos blancos caían descuidadamente movidos con suavidad y respeto por la brisa. A veces la proa de una peineta de carey navegaba por ellos. No era insignificante, pero se esforzaba por serlo, por pasar desapercibida en la diaria marea de las gentes que deambulaban frente al viejo portón de su casa roída por la sal. Jamás nadie le vio los pies. Inmóvil, la estatua desquebrajada, en la puerta, ve pasar sin pasar. No sonríe. Sus ojos perdidos en el horizonte del mar que desde su silla de encadenada contempla diariamente. Una manta cubre sus piernas muertas.

Cuentan quienes ayer la conocieron que fue una jovencita vivaz, una esplendorosa adolescente, flor y golondrina. Pero una terrible madrugada, despertaron sus padres al escuchar su jadeo y las incoherencias que la fiebre le hacía decir. Nunca más pudo caminar. Y, junto con sus piernas, flaquearon su entusiasmo, su alegría. Fue inútil cuanto hicieron sus progenitores para hacerla sonreír: libros, regalos, palabras de consuelo.

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Aquella noche en que Amaranta estaba más enclaustrada en su soledad, escuchó dulces cantos, melodías de ángeles, por el rumbo del mar. Miró asombrada las estrellas que como escamas de peces relucían entre el manto nocturno, y esbozó una sonrisa. Algo temblaba, crecía de sus piernas muertas. Un olor a marisma se extendió por el puerto con más fuerza que de costumbre. Hasta las flores olían a salitre y junto a la enferma bajaron unas gaviotas. Nada dijo y se retiró a dormir, pero un prodigio se estaba realizando.

Los que pasaban conocieron a una Amaranta más comunicativa, como si la alegría brillase nuevamente entre sus ojos. Ninguno se dio cuenta de los apenas perceptibles movimientos bajo la tela burda y nadie supo responder cuando encontraron la silla sola.

Pasaron los meses. Una tarde, al retornar un grupo de pescadores de su trabajo, oyeron la voz de Amaranta entonar una canción entre un mar cuajado de lágrimas azules.

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EN HUELGA DE HOMBRERaúl Arístides Pérez Aguilar

No sé quién le dijo o de dónde sacó tantas pendejadas El Ratón. Más bien creo que sí sé quién, porque a mí también me las dijo una vez que platicamos en Punta Estrella: que te van a salir pelos en la mano, que después de comer no lo hagas, que no se te va a parar cuando estés con una vieja, que te van a salir granos en la cara, que te vas a quedar lelo como el hijo de Doña Clara y no sé qué tantas estupideces más. Al Ratón le valieron madres los consejos aquellos cuando empezó a sentir cosquillas debajo de los huevos. A mí también. La verdad es que nunca nos pasó nada de lo que el cabrón de Felipe nos dijo. Bueno, al menos a mí no.

En el salón de clases cuando ya se habían ido todos, jugábamos competencias y siempre nos ganaba Jorge. Era más grande que nosotros y tenía más experiencia en esas cosas. Ya se había culeado a las hijas de Don Sebas, el de la tienda de abarrotes, y eso me consta porque en el cuartito que había en el fondo de la casa de sus papás había un hoyo en una pared desde donde todos mirábamos el extraño cortejo que se le hace a una mujer en pelotas.

Él echó por tierra todas las teorías de Felipe porque sí se le paraba bien a pesar de las competencias del salón, nunca la salieron granos ni pelos y nunca quedó pendejo como el hijo de Doña Clara; más bien lo hicieron pendejo, pero ésa es otra historia.

El que siempre terminaba de último era El Ratón. Era el más chavo de toda la flota, y se cansaba mucho yo creo que porque no se concentraba en lo que hacía. Terminaba acostado sobre el escritorio y movía las caderas hacia arriba con los ojos apretados hasta que sentía que se desconectaba del mundo y en sus dedos una cascada caliente y espesa.

Jorge, Ernesto, La Pulga y yo nos moríamos de la risa y lo bromeábamos por las caras que hacía el güey. A lo mejor nosotros también nos poníamos deformes como él, pero nadie nos veía por estar concentrados cada uno en su trabajo. Eso no pasaba diario, pero sí muy seguido.

Cuando salimos de la primaria nos separamos. Jorge se fue a estudiar a Veracruz,

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Ernesto tuvo que trabajar, La Pulga se fue de mojado con un tío; sólo El Ratón y yo entramos a la secundaria aunque en grupos diferentes. Ahí fue donde los dos tuvimos novia; él enamoraba a Rocío y yo a Magda, dos hermanas que vivían en Barrio Bravo y que fueron nuestro “desarrollo”; al menos para mí Magda sí lo fue.

Una noche en casa de Chivis, Magda me enseñó sus pechos redondos y firmes y me mostró los goces que hasta ese momento sólo había imaginado y que hacían que me despertara mojado y feliz. Nos veíamos muy seguido, ya que luego de terminar la tarea salía a la calle a jugar futbol y de ahí me deslizaba a la casa de Chivis para colgarme de ese calor que Magda guardaba entre las piernas. Creo que me enamoré de ella hasta que la vi besándose con un güey en la Explanada y le solté un madrazo en plena cara. Todo acabó ahí.

El Ratón siguió visitando a Rocío, según me dijo le gustaba verla salir del baño con ese olor tan especial que tiene la carne joven recién lavada, pero nunca logró lo que yo con su cuñada. Al menos él no me comentó nada, y eso que éramos íntimos porque no tenía hermanos con quién platicar sus cuitas de amor y a su papá le valía madre su familia. Al poco tiempo él también terminó con esa chava porque la agarró con otro en pleno agasajo detrás de la barda del estadio de béisbol. No le pegué ni nada, me dijo, sólo me alejé triste y me fui al faro para pensar y pensar.

Pobre Ratón, le habían pasado muchas cosas. Un día me contó que cuando era muy chavo vio que su papá golpeó a su mamá y luego la obligó a hacer el amor. Los vi desde la cama; él se encaramó sobre ella pero mi mamá lo rechazó, entonces le dio de golpes hasta que ella aflojó los brazos en el forcejeo; luego la violó, creo.

Desde ese momento empecé a odiar a mi padre, me dijo un día en la escuela, pero me guardé ese rencor durante años, no le dije nada a nadie. Con mi mamá me llevaba bien, pero con él empecé a chocar, se creía muy macho el cabrón y varias veces lo vi en la cantina con sus viejas, las putas, ésas de “La Papaya”. Mucho tiempo después entendí ese sentimiento.

Creo que eso cambió su vida. Tendríamos como trece años cuando me confió ese descubrimiento. Yo no le di importancia al asunto hasta que me dijo que se saldría de su casa porque no aguantaba a su papá. Tenía muchos problemas con él.

La golpea, chavo –me dijo el día de nuestra graduación ya con unas copas adentro- y

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no me gusta. La obliga a hacer cosas que ella no quiere. Me voy a ir lejos, no sé a dónde ni cómo, pero tengo que hacer algo.

Yo pensaba que El Ratón exageraba en sus historias porque eran demasiado locochonas y a mí me parecían increíbles. Esa noche nos pusimos una pequeña borrachera y acabamos llorando, él por lo que le pasaba en su casa y yo por una vieja de la escuela que se iba a México a estudiar y nunca más la volvería a ver. Nos abrazamos para consolarnos, y entonces me acordé de aquel abrazo que nos dimos cuando íbamos en tercero y nos jugábamos nuestros pitos en el baño de la primaria.

Ahora me da risa, pero si alguien nos hubiera visto nos iban a sentenciar de mil maneras nuestro futuro. Eso nunca pasó por fortuna.

Estando ya de vacaciones, supe por mi mamá que El Ratón estaba enfermo. Se lo había comentado una señora en el mercado. Yo siempre dije que ese muchacho estaba medio loco, me dijo. Lo fui a ver a su casa y me recibió él en la terraza. Yo lo vi bien. Me dijo que estaba bien y en guerra. Se metió y salió con un letrero, se lo colgó en el cuello y entonces pude leer su contenido: En Huelga de Hambre.

En ese momento llegó su papá cayéndose de borracho. Ni caso nos hizo. Se metió a la casa y al rato salió. Pues te vas a morir de hambre, cabrón –le gritó- porque en esta casa mando yo.

Al otro día, El Ratón siguió en las mismas. Le llevé fruta y pan, pero no quiso comer nada. Su madre le rogaba llorando que comiera algo, que era lo único que tenía en la vida, que si se moría, ella también se moriría. Pero nada ni nadie logró disuadirlo. Así pasaron los días hasta que fue internado en el Hospital Morelos. Salió pronto y se enfrentó de nuevo a su padre. Todo fracasó. Yo no voy a cambiar, le gritó Don Rubén. Tomó una decisión y se fue de Chetumal. Por mucho tiempo no supimos de él hasta que regresó hace ya algunos años.

Doña Margarita, su madre, sintió que el alma le volvió al cuerpo cuando lo vio llegar. Dicen que bajó a todos los santos del cielo por el milagro que le habían concedido, que hizo novenas a San Judas Tadeo y que prometió ir a La Villa para llevarle flores a la Virgen de Guadalupe.

Todo mundo hablaba de El Ratón y de su regreso, de su cambio asombroso que dejaba al descubierto una mirada especial y alegre, de sus viajes casi increíbles. Hoy que él ya

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descansó, anoto estos recuerdos en este cuaderno para reivindicar la memoria de mi amigo solitario a quien nadie lloró.

Esa mañana en que llegó el cuerpo, sólo mi mujer y yo fuimos al aeropuerto a recogerlo. Doña Margarita había muerto hacía ya varios meses y su padre se había marchado de la ciudad al otro día del primer retorno de El Ratón.

Apenas supe de su regreso fui a verlo; mi mujer no quiso ir no sé por qué. Doña Margarita me recibió y me pasó a la sala. Se está bañando, me dijo, eres el único de sus amigos que ha venido a verlo, claro, apenas llegó esta mañana. Estoy muy contenta porque ya regresó, y aunque sólo va a estarse unos días, estoy muy contenta porque Dios me devolvió a mi muchacho. Su papá ni enterado está, se fue muy temprano a trabajar.

Cuando salió El Ratón no lo reconocí, de verdad que estaba cambiado, muy cambiado, parecía otra persona; es más, era otra persona. Lo abracé emocionado y me dio gusto porque una persona debe ser lo que quiere ser en la vida.

Platicamos largo rato mientras desayunábamos empanadas de cazón y té negro. Yo lo vi bien. Me dijo que estaba bien y que seguía en guerra. Ahora sí se muere el cabrón –dijo- me voy a dar el gusto de ver qué cara pone el güey cuando me vea. Lo voy a recibir en el corredor. Fue entonces cuando se incorporó, fue a la pieza de junto y regresó con un letrero que se colgó en el cuello. Lo leí sin poder evitar una amplia sonrisa.

Ya ves –dijo vivamente emocionado- fue fácil. Sólo cambié la A por la O. La A de vergüenza, de rabia por la O de cabrón, de puto... Y soltó una estentórea carcajada.

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LA VIDA ES SUEÑOYesid Contreras

La bicicleta llamaba la atención. A primera vista era demasiado limpio y nuevo su color amarillo para pertenecer a ese muchacho. Sólo el detalle de un machete trabado en el marco denotaba a qué podría dedicarse su tripulante. Esa tarde, sin éxito, ofreció sus servicios en varias casas: limpiar jardines, cortar mala yerba, podar y recoger la basura en poco tiempo. Ya entrado en plática con un posible cliente, ofrecería pintura, arreglos de plomería, eliminación de fugas de agua. Lo que fuera.

Las casas de la calle Bugambilias en general permanecían desocupadas la mayor parte del día. Una tras otra, como una serie de idéntica arquitectura, miraban a un parque en una vía cerrada. Una sola salida y entrada, por lo cual ningún vehículo o persona pasaban desapercibidos para alguna muchacha del servicio, o un niño que jugara después de regresar de la escuela. Como es frecuente en ciertas zonas urbanas, no había ni un policía, ni una patrulla. A veces pasaban días sin que fuera visible un atisbo de vigilancia entre semana, aunque los sábados y domingos se percibía más movimiento.

Alberto dudó en llamarlo para que le limpiara el jardín y tumbara de una vez por todas esa palmera, que estaba enferma y se resistía a caer desde que el huracán Dean la azotó y casi la desprende del piso con sus fuertes aires, imbatibles y poderosos, que asolaron la ciudad una madrugada de agosto, arrancando puertas, quebrando vidrios, levantando mil cachivaches por los aires, azotando las hojas de las palmeras más fuertes, descuajando ramas y borbotando agua de una manera tan intensa que, creyentes y no creyentes, pensaban en el mítico diluvio narrado en la Biblia.

—Pasa, le dijo con su voz carrasposa de fumador. Necesito que limpies mi jardín y tumbes la palmera. Me duele hacerlo, pero la pobre está enferma desde hace dos años. El pasto, como ves, está algo crecido por las lluvias recientes y por falta de mantenimiento.

El muchacho, de unos 18 años, parecía más un deportista descuidado que un chapeador tradicional en plena jornada de trabajo. Una gorra calada hasta las cejas, una camiseta raída en el

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cuello, de color blanco amarillento, con no sé qué nombre de algún candidato y una foto deslavada en la cual no se distinguían ya las facciones. Un candidato fantasma de hace años, pensó sin más.

La bicicleta quedó por fuera de la puerta de entrada de los carros, a la sombra de una pared, al alcance de un eventual ladrón. Detalles que uno no ve, que son intrascendentes, que no atiende sino hasta que se presenta una situación inesperada, a veces irremediable. El machete fue desmontado con cuidado del cuadro de la bicicleta y, detalle curioso, se veía casi nuevo, como para estrenar, pero ya afilado, porque se notaban las marcas de la lima sobre el metal todavía brillante. La empuñadura tenía en la punta un hilillo de color rojo enhebrado en un ojillo tallado ex profeso. Nunca dijo como tumbaría la palmera, ni él le preguntó. A lo mejor pensó que debía ayudarlo después de cortar el césped, una tarea para un largo rato.

Como era costumbre en esas horas muertas de la tarde, Alberto se regocijaba escuchando música con volumen muy alto, casi ensordecedor, que hacía retumbar las paredes de la sala y salía con fuerza por las ventanas hacia la calle, ahogando cualquier ruido exterior. Adormilado por la siesta, ajeno al joven que podaba en su patio, entre el sueño y la música Alberto recordó que había un jardinero en su casa, que la puerta estaba cerrada. Que la música caribeña toma otra dimensión con la voz portentosa de Celia Cruz. ¡Azúcaaaaaaaar! Que su yerberito vendía yerbas y no las cortaba en los jardines ajenos.

Alberto percibió una espesa oscuridad. Llevo mucho tiempo dormido. ¿Soñé? Si la vida es sueño, estoy vivo.

Intentó moverse pero estaba definitivamente quieto. Inmóvil. Su cuerpo no respondía. Su mano no se levantaba. Estaba, eso sí parecía percibirlo, en posición horizontal. Oía ruidos, voces, lejanas, como perdidas en el aire antes de llegar a sus oídos. De tanta persistencia en abrir los ojos, supo que los abría y seguía en la oscuridad.

Tenía fija la idea del machete afiladísimo y una rasgadura del aire casi imperceptible, vertiginosa. Sentía en torno al cuello una rara frialdad y el borboteo de un líquido como de agua fangosa, espesa. Por qué la oscuridad. Por qué el sopor y esta modorra insoportable. Por qué su cuerpo perdido no parecía suyo y lo sentía distante. La vida es un sueño, pensó antes de abandonarse al vendaval de esa oscuridad que nadie puede evadir. Sombra infinita sin retorno.

Alguien limpió un machete contra la cortina haciendo flecos a la tela blanca, en espera de que entrara la noche y el silencio para salir a la calle y regresar a su propia casa en bicicleta.

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UN TRAJE A LA MEDIDAZita Finol

La dependienta, amable, atendía con la mejor de sus sonrisas a la bella jovencita que, indecisa, contemplaba los diferentes modelos de lámparas que la rodean en aquella tienda de lujo. Brillan las lámparas coloniales, de bombillas de vidrio soplando y toscos maderos; las de prismas aristocráticos, cuyos destellos jugaban con su fresco rostro de ojos garzos y dulce expresión; había también de diseños modernos de formas esféricas…

—¡No sé qué llevar! ¿Qué quedará mejor para la casa? exclamó perpleja, cuando una agradable voz masculina sonó a su lado: ¿me permite ayudarla a elegir?

Mientras ella examinaba su posible compra, un hombre bien vestido y de atractiva presencia, había entrado en la tienda y se acercó silente a encantadora muchacha, la que, venciendo la desconfianza inicial y casi por cortesía, aceptó la ayuda del desconocido y la compra se realizó sin más trámites.

Mas eso breves minutos bastaron para que se rompiera el hielo y ya no fueran sólo dos desconocidos, sino Enrique y Martha, los mismos que decidieron celebrar la compra con una taza de café y un pastelillo. Martha se preguntaba: ¿Quién será? Se ve de buena posición y no es feo... ¿Estará casado?

Enrique, a su vez, también se preguntaba quién sería ese bomboncito que le había caído en su camino, porque la verdad la niña estaba de poca. Demasiado joven para estar casada -se dijo- ¿Tendrá novio? De cualquier manera, estaba requete bien. ¡Le tumbo al novio no más se ponga al tiro!- concluyó.

Como, por fortuna, los humanos no son telépatas, Enrique y Martha conservaron sus máscaras y presentaron mutuamente el mejor ángulo de su personalidad.

Él no le dijo que era casado y con varios hijos y que había disfrutado de múltiples aventuras, pero que era conservador a morir e incapaz de complicarse la vida con una

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relación, por más hermosa que fuera la mujer. Ahora que, a una suculenta cena, y más con una virgen ¿Quién dice que no?

Ella se mostró amable, sí, pero indiferente; la fachada de la niña bien, rodeada de pretendientes ansiosos de llevarla al altar, aquella que no quiere que su nueva conquista se percate de que le había gustado y mucho, que le atraían sus ojos verdes, su sonrisa y hasta sus manos.

Esta suerte de amistad, iniciada en forma casual, fue afirmándose al paso de los días hasta desembocar en un tórrido romance en el que, por suerte para el hombre y gracias a la ingenuidad femenina, no hubo demasiadas preguntas. Él soslayó proporcionar datos sobre su vida privada, dónde trabaja o cuál era su actividad. Era él quien la buscaba, llamando a su casa si es que no podían verse por “sus ocupaciones”, o para citarla en algún lugar escogido con cuidado.

Cuando Enrique se sintió conquistado por la dulzura y la belleza de la muchacha, por su rostro de madona italiana, tuvo que reflexionar un poco y surgió la pregunta de rigor: ¿A dónde me va a conducir esto? Por lo pronto el plan de “noviecito” había construido una bella novedad para su paladar estragado de conquistador con clase, pero ¿Iban a seguir siempre así? Cada día le costaba más trabajo medir caricias, sus besos y se sentía que la proximidad de Martha le quemaba sangre.

El mentir descaradamente, el engaño sin escrúpulos, no había sido nunca su táctica, por lo que se decidió a decirle la verdad, que era casado, que no podía ofrecerle nada. En una moderna cafetería, junto a un lago en que los patos jugaban en el agua o se deslizaban muy serios junto sus pequeños, tuvo que hacer frente a la situación:

—Martha, soy casado... Le tomó con cariño una mano. —Nada me habías dicho.—Nada me preguntaste.—Pero yo pensé que eras libre desde el momento en que te acercaste a mí.—Eres tan bella, era tan hermoso sentirme libre junto a ti y tan importante lo que

estábamos viviendo, que no quise romper el encanto, que nada enturbiara esa felicidad...Ella lo miró con sus grandes ojos oscuros llenos de lágrimas. “Entonces es precioso

separarnos...” le dijo.

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Sintiendo una extraña opresión en la garganta, él asistió con la cabeza.Pero como siempre pasa, el propósito fue más fácil de formular que de cumplir.

Durante quince largos días no se vieron ni buscaron, luego Enrique no resistió el deseo de verla. La determinación de olvidarse había llegado demasiado tarde.

El reencuentro los convenció de la necesidad que tenían el uno de la otra, al tiempo que les plateaba un interrogante: ¿Qué hacer? La decisión masculina fue directa: “te quiero, te necesito toda, íntegra, completa”.

Martha, llevada por su enamoramiento, pronto estuvo dispuesta a ser una “mujer liberada”, a iniciarse en el amor sin ataduras ni compromisos que empañaran lo que debe ser el verdadero cariño, pero... Indudablemente existía un pero y era más fuerte de lo que nunca imaginó Enrique, quién jamás esperó una barrera de ese tipo.

La muchacha había soñado, desde su adolescencia, en lucir el traje de novia; con admirarse ante un espejo envuelta en tules y coronada de azahares. ¡Era un sueño preferido y no deseaba, de manera alguna, renunciar a él!

¿Qué hacer ante este dilema? Enrique pensaba y pensaba, sin encontrar la solución. La niña quería su traje de novia y ¡punto! Estudió la posibilidad de un matrimonio falso celebrado en alguna población alejada, pero el riesgo era mucho y Rocío, su esposa legítima, era hábil para detectar ese tipo de engaños. Además, y lo sabía perfectamente en su fuero interno, no era su intención deshacer su hogar ni abandonar a una familia tan sólidamente formada como la suya.

Fue la propia Martha quien, sin sospecharlo, le brindó la solución al suspirarle: “cariño, es tan grande la ilusión que tengo de que me veas vestida de novia para ti, que conserves esa imagen viva en mente para toda la vida, que...”

¡Ya estaba! Si a Martha lo que en realidad le interesaba era verse vestida de novia y que él la viera, pues bien podía hacerse. Todo era cuestión de arreglar un viaje de dos o tres días a un lugar acogedor, tranquilo, cercano, y comprarle un traje de novia. La primera noche que pasaran juntos, ella se lo pondría y quedaría fija en sus recuerdos como la desposada ideal.

No le costó mucho esfuerzo convencerla. Martha deseaba ser suya, vestirse de blanco para él... En cambio, el vestido comprado en Casa Ninón si le salió caro. ¡Ni modo, era

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el precio por obtenerla y lo pagó gustoso! Los dos ganaban: ella la materialización de su sueño y él, bueno, lo que tanto deseaba.

Alquiló por anticipado el mejor cuarto en la Hacienda Inn, cercana a la capital y una vez que el traje estuvo listo, los dos partieron el encuentro de la supuesta luna de miel. Con mano segura él firmó el registro como “señor y señora Sánchez Luna” y preguntó si habían cumplido su encargo. Le dijeron que sí y Martha tuvo una muy agradable sorpresa al penetrar en la suite y encontrarla llena de rosas blancas.

Enrique volvió a sentirse otra vez el novio ansioso cuando dejó la habitación un rato, aduciendo cualquier pretexto, para darle la oportunidad de prepararse para él. Luego, tras tocar con levedad la puerta y oír la voz trémula de ella invitándolo a pasar, ya en la estancia, contempló una encantadora estampa:

¡Qué bonita se veía vestida de novia! Con su oscuro cabello recogido hacia arriba y rematado por la corona de azahares; el tul velando coqueto y casto su rostro y el comienzo del busto: con el raso y el encaje bañando su figura marcando cada curva, cada redondez.

Con mano nerviosa y un poquitín emocionado y muy a su pesar, quitó el velo con la corona de azahares del negro cabello y lo soltó para que cayera a su espalda. En silencio desabrochó los botones del vestido y fue cubriendo de besos el cuerpo de la novia a medida que descendía la tela. La mujer parecía hecha de rosas y nácar. Todo su cuerpo al igual que su cara ostentaba el sonrojo de la virginidad.

¡Y qué noche de boda! Una noche digna de recuerdo, y llena de un traje nupcial que no se marchitaría nunca!

¿Qué pasó después? Sin duda, lo esperado. La separación paulatina, el desprendimiento forzado un poco por el hombre para que la iniciativa de la ruptura partiera del lado femenino: que fuera de ella la decisión final y cada quien siguió su propio camino.

Nadie había salido perdiendo.

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51Elio Carmichael / Mural Forma, color e historia de Quintana Roo. Palacio Legislativo

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Agustín Labrada

Elvira Aguilar Angulo

Juan José Morales

Mario Pérez Aguilar

Nicolás Durán de la Sierra

Ramón Iván Suárez Caamal

Raúl Arístides Pérez Aguilar

Yesid Contreras

Zita Finol

XIII Legislatura de Quintana Roo | Gaceta del Pensamiento