Crónicas médicas de la primera guerra carlista (1833-1840). Crónica XI Balances y consideraciones

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Javier Álvares Caperochiqui Doctor en Medicina y Cirugía 2009

Crónica IX

Balances y consideraciones

9-1 Introducción. Para muchos carlistas, el pacto de Vergara fue una traición del general Maroto. Para otros analistas más imparciales el “Abrazo”, fue más una tregua que un pacto, y debida principalmente a la miseria y bancarrota en la que estaban sumergidos los contendientes, sobretodo los carlistas. Como dice el refrán “Cuando el río suena, agua lleva”. El general Rafael Maroto lo insinuaría un tiempo después. El veterano y controvertido general, curtido en muchas batallas: Sudamérica, Guerra de la Independencia, Cataluña; enfermo grave de las cárceles de Fernando VII, de donde salió calvo y casi ciego; que quiso conservar las Vascongadas para su rey Carlos; es muy verosímil, que en su pragmatismo, no viera otra opción para terminar el conflicto, que un pacto lo menos vergonzante posible. El juicio de la historia concede el éxito militar a Baldomero Espartero y la derrota a los carlistas y el juicio de estos carga tintas sobre la denominada traición de Maroto, la marotada. Y todo ello, a pesar de ciertas concesiones o promesas sobre: conservación de los Fueros, mantenimiento de las graduaciones de los militares etc. Maroto sería uno de los que mantuviera su graduación y después de terminada la primera guerra carlista, sería nombrado Capitán General de Ejército Español de Cuba, muriendo en 1853 en su retiro de Valparaíso en Chile Volviendo sobre las consideraciones económicas del final del conflicto, no cabe la menor duda de que los liberales también tenían problemas económicos; Del Campo analiza los años de guerra vividos desde Pamplona y su exposición es lo suficientemente demostrativa de lo que acabamos de decir, de las apreturas de los triunfadores; algunos ejemplos confirman las penurias: El Ayuntamiento de Pamplona no puede pagar las raciones de vino, carne y pan de la tropa, ni la cebada para los caballos, sus arcas están exhaustas, hay escasez de trigo, se solicita a los capitalistas y comerciantes de la ciudad presten dinero para la guerra, se confiscan bienes de rebeldes y de sus familias, los robos de graneros, rebaños y la rapacidad en general son la norma, existe una paralización casi completa de los negocios. El Virrey de Navarra solicita un préstamo al Cabildo de la Catedral Se suspenderán la mayoría de los festejos populares. Como algún año no hay corridas de toros en Pamplona, se suceden escaramuzas macabras: un grupo descontrolado carlista, corta las orejas, los trofeos, a unas damas de Orcoyen, una aldea situada en los

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alrededores de la ciudad. Los últimos años de guerra hay escasez de velas de sebo y aceite, la luz de la ciudad desaparece cuando se pone el sol. Se pueden citar también nuevas incongruencias del final de la guerra, para ayudar a la miseria: Diego de León general liberal, termina sus correrías quemando todas las cosechas de territorio carlista de la zona oeste de Navarra, entre Estalla y Logroño La situación general de la población al concluir la contienda resulta desoladora desde todos los puntos. Muchos huyen a Francia, unos ocho mil, algunos retornarán pasado un tiempo y otros no. La vuelta a la normalidad para los perdedores que quedaron en el país, supondría un volver a empezar desde cero, desde una situación peor que antes del conflicto; algunos no serían capaces de aceptarlo y acabarían en el pillaje y bandolerismo; se irían al monte, a practicar rapiña por caminos y aldeas, formando grupos y partidas, sembrando confusión y desconfianza. El asunto es tan importante que la Diputación debe tomar medidas y crea premios y compensaciones a los que los detengan. Alguna de estas partidas como la de Balmaseda llega a ser tan numerosa que amenazan con reanudar la guerra y sino lo hacen es por falta de apoyos en la población que está harta de guerras. El Obispo de Pamplona en una circular, ordena a los sacerdotes militarizados que abandonen la lucha y acepten el poder constituido después del Pacto. La realidad es que han sido muchos los curas que han participado en la guerra; se acepta que los curas de ”a pie” han estado mayoritariamente a favor de la causa de don Carlos; seguramente influenciados principalmente por el anticlericalismo liberal y menos por la causa sucesoria. Casi todos obedecen, con excepciones que ya están en el monte. La crisis después de la guerra es grave. Ambos ejércitos habían expoliado bienes y cosechas de pueblos y aldeas para abastecer a sus soldados, también carros y caballerías. Los años posteriores son muy difíciles, la falta de trabajo es una realidad para muchas personas, especialmente para los perdedores. La Diputación intenta impulsar de nuevo plantaciones y obras públicas, pero esas acciones no proporcionan alivios inmediatos, lo mismo hacen los Ayuntamientos; cada municipio intenta resolver sus problemas a su manera, pero están arruinados. Desde Los Arcos piden a la Diputación que le suministre semilla de trigo para sembrar. Desde Tudela escriben diciendo que la lucha solo ha proporcionado miseria y ruina. Navarra había sido uno de los escenarios más importantes de la lucha, su población había intervenido activamente, unas veces por sentimientos personales y otras por inercia o obligación. Entregaron víveres para la manutención de ambas tropas, unas veces con promesas de pago y otras como castigo por apoyar al bando contrario; en algunos informes se habla sin tapujos del “aniquilamiento del país”. Además conviene recordar que arrastraban todavía las consecuencias de la guerra de la Independencia. Si los excombatientes carlistas estaban abrumados por la difícil situación, los liberales tampoco estaban muy contentos. ¿Pero cuantos eran estos últimos? La Navarra liberal que había apoyado al ejército gubernamental, era más numerosa de la que se ha querido trasmitir. Se ha argumentado que todo el liberalismo residía en la capital, en Pamplona, debido a los puestos oficiales representativos y militares. La realidad es bastante diferente. También se dijo que el Norte y el Oeste de Navarra eran

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carlistas y el sur y el este liberales; ello se acerca más a la realidad. Con datos de 1838 aportados por la Junta Carlista y recogidos por Santos Escribano el control carlista era del 35,5% de la geografía total de Navarra y el liberal del 48%. El ejército liberal siempre ha duplicado y triplicado en número al carlista, pero con muchos combatientes de otras tierras. En realidad el número de navarros luchando, era mayor entre los carlistas, alrededor del doble que con los liberales. Según se cita en el capítulo VI de Victimario Histórico Militar, en la primera guerra carlista, murieron 285.000 personas, repartidas entre 75.000 cristinos, 60.000 carlistas y los más perjudicados, los civiles, la población, en número aproximado de 150.000, unos por bombardeos, enfermedades, epidemias, represiones, hambre etc.

9-2 Las mujeres, los niños y los curas en la guerra

a) Las mujeres No es nuestro propósito hacer un estudio sociológico de la actuación de las mujeres y los curas en las guerras carlistas; existen estudios importantes que lo han hecho antes; nosotros nos vamos a acercar a ellos con el ánimo de ver su participación en la asistencia sanitaria.

No era un buen momento para la mujer en España; no participaba de la cultura, ni en la economía ni en la sociedad; había recibido una educación basada en la pasividad, obediencia y aceptación sumisa de la violencia del sistema. Un 70% eran analfabetas. Participó muy poco de la lucha activa, salvo algunos casos muy concretos y de apoyo; lo suyo era: hacer parapetos, descargar, traer agua, abrir zanjas….También recoger madera, estar con los cerdos, trabajar la tierra…Compraban unas a otras en plan de trueque. Iban a la ciudad a vender y comprar alguna cosa. Hay algún testimonio de mujer guerrera disfrazada de hombre, y otras de cantinera y de amazona con trajes vistosos, inclusive de haber llevado a sus espaldas heridos; hasta se conoce una jefa de guerrillas “la diosa” por la zona de Ciudad Real, y otras también activas dentro de las guerrillas, como: Fermina “la Navarra”, Amparo “la loca” o Gabriela “la matahombres”, pero son la excepción que confirma la guerra. La mujer participaba en la guerra a su estilo, aparentemente de manera menor, pero en realidad, más de lo que se cree y de forma discreta. Hacían de confidentes, espías, correos, estaban involucradas sin que se notara demasiado. Las mujeres padecieron en sus carnes los horrores de la guerra, aunque de forma y manera mucho más excepcional que los hombres; un porcentaje mucho menor fueron castigadas y hasta fusiladas; unas veces por colaboracionistas con los carlistas: dando

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refugio y cuidados a heridos de guerra o haciendo de espías y correos pasivos. Otras veces fueron castigadas con crueldad, sin denuncia ni motivo: la madre del general Cabrera fue fusilada por el mero hecho de serlo; la misma suerte ocurriría a la madre del “palillos” un guerrillero carlista en la zona de Ciudad Real y a otras mujeres familiares de dirigentes; se citan también fusilamientos de señoras embarazadas, para que no dieran a luz hijos carlistas y a niños pequeños. También hubo sus traiciones a la causa carlista, con y sin motivo aparente y fueron severamente castigadas. Sabina era la mujer de Sabino que estaba prisionero de los liberales. Estos prometieron a la mujer, liberar al marido, si les pasaba información del enemigo. Esta lo hizo, siendo sorprendida, llevando un mensaje dentro de la barra de pan. Fue juzgada y fusilada. La función principal de la mujer era la casa. Siempre se le consideró una buena gestora de la mansión familiar. Algunos carlistas hablan de sus mujeres, como esposas y además gobernantas de sus casas, una especie de segundo oficio. Las guerras carlistas eran para protagonismo casi exclusivo de los hombres, hasta se llegaría a considerar de guerra machista; con acusaciones de extorsiones y violaciones a las mujeres y también de amores imposibles Una copla carlista decía: -Quería mi enamorado, que republicana fuera Por toda contestación le dije, ¡viva Cabrera! Con realismo patético, un escrito anónimo de una dama de la época, decía: -A las mujeres no nos gustaba la guerra; quedaban los pueblos vacíos; nosotras teníamos que seguir con los negocios de la casa, arar y recoger; esconder las provisiones para que no nos la robasen; hacer jerséis y capotes para los nuestros; lavar la ropa y en invierno romper el hielo para poder hacer lo mismo;. No sabíamos disparar un fúsil, sólo podíamos rezar y a oscuras, para que cualquiera no supiera que estábamos en casa. La única medicina que teníamos para todos los males era el agua de ortigas; hervíamos las ortigas y bebíamos el agua, se preparaba a litros; era buena sobretodo para los dolores de estómago y reumatismo.- El final de la historia es todavía más fuerte; la dama en cuestión cuenta lo siguiente: -A mi primer marido lo mataron dentro del armario, estaba escondido en el interior y dispararon desde fuera al oírle toser.- El asunto de la comida, es menos angustioso para ellas, tenían sus recursos. Un comentario al respecto decía: -En el campo hay siempre algo para comer, el primer plato de comida nunca falta, una cosa u otra, siempre nos apañamos, aunque sea con batata dulce y una buena sopa de ajo se hace con unos trozos de pan viejo. Entre sus méritos culinarios está el invento de la tortilla de patatas, hecho en plena crisis de guerras y privaciones y de la que nos ocuparemos más adelante. El contrabando era otro recurso; se podía adquirir huevos, aceite, azúcar o café; los niños lo pasaban peor y se peleaban por una cáscara de plátano o naranja-. La buena gestión del hogar, iba emparejada a saber esconder las cosas, porque bastaba una partida de diez soldados para saquear una aldea. El dinero se podía enterrar en una

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olla en la huerta, las provisiones en algún agujero o cueva en la roca a las afueras del pueblo. En los dominios del cura de la localidad también había lugar para esconder algo, sobretodo en su huerta o en el pozo. Terminadas la guerra se presentaron sorpresas, algunas cosas enterradas en confianza habían desaparecido, por el contrario al fallecer algunas personas y no quedar constancia de los escondites, muchos buscaron sin encontrar y otros encontraron sin buscar. En ocasiones no solo escondían la comida y provisiones, también al abuelo. La mujer siempre participaría en la atención a los heridos de guerra, aunque distaba mucho del protagonismo que en este tema ocuparía años más tarde. Especialmente fue significativa su compromiso en los denominados hospitales- aldea, eran aquellos sitios donde en varias casas y al mismo tiempo hacían de hospitales camuflados, con enfermos no muy graves y convalecientes, para que no se enterasen los liberales. En pueblos también existían mujeres que practicaban supersticiones y conjuros; se atribuían ellas mismas unos poderes especiales sobrenaturales. En el diario de un médico de García López, se cuenta la historia de la mujer que la llamaban “la saludadora” por practicar las salutaciones; consistía en hablar con la gente, hacerle abrir la boca y darle unas bendiciones con la cruz de Caravaca. Con esta práctica se evitaba que el susodicho adquiriera la enfermedad de la rabia por mordedura de perro; no evitaba que le mordiera un perro, pero sí que le inoculara la temida enfermedad. La tal saludadora decía que había adquirido ese poder porque había hablado estando en el vientre de su madre. Historias parecidas con enfermedades diferentes y aldeas diversas ocurrieron con “la torcida”, la dama que ponía a prueba la paciencia y la mano izquierda del médico del pueblo, capaz de ponerle la gente en contra y hacerle la vida imposible; “la gorriona” la mujer chismosa que lo sabe casi todo de todo el mundo y cuyo consejo oportuno puede valer para situaciones difíciles. Las mujeres de los líderes, tendrían un papel más acorde con la condición femenina. La de Espóz y Mina, estaría muy pendiente del marido enfermo, tomaría precauciones para que no le pasase nada, y su dedicación al marido evitaría que una herida de bala le atravesase el cuerpo, quedando detenida entre la vestimenta que le habría preparado. La de Zumalacárregi, estaría expulsada a Francia por los liberales de Pamplona y seguiría la guerra a distancia. A Cabrera no se le conoce acompañante hasta bien retirado de la pelea y en otro país. Al final de la guerra de los siete años, muchas mujeres, esposas e hijas de exilados, acompañarían a sus familiares a Francia y Sudamérica. En concreto la emigración a Argentina, el segundo lugar después de Francia, representó un porcentaje de 78% de varones por 22% de mujeres. Argentina era entonces un país emergente con una ganadería poderosa. El resultado de la guerra y la emigración fue la lógica sobrepoblación femenina en España, sobretodo en las zonas de mayor conflicto. Durante la primera guerra carlista, una joven estudiante Concepción Arenal, acudía vestida de hombre a la Facultad de Derecho de Madrid y participaba en tertulias

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literarias y políticas; sería una de las primeras representantes del futuro movimiento feminista. b) Los niños

Como dijo Pestalozzi, -la actividad es la ley de la niñez-, los niños han jugado siempre, ha sido su forma de expresarse y relacionarse. Antaño no disponían apenas de juguetes, si exceptuamos -las canicas-, que se impulsaban con un movimiento del dedo pulgar;- la peonza o trompo-, una especie de pera cónica de madera que terminaba en una punta metálica y que se hacía girar vertiginosamente al lanzarla al suelo; por último- los saltos sobre las cuerdas-. Juegos que proceden de la Grecia clásica, de la Roma Imperial o de Egipto, es decir de hace más de mil años y que además han llegado a nuestros tiempos. El juguete es un objeto relativamente reciente, antes no existía esa cultura; los niños fabricaban con lo que encontraban a su paso una serie de instrumentos que les servían para jugar; y lo hacían al aire libre, en la calle, el pórtico o donde les viniera bien; cualquier cosa servía: piedras, botes, ramas de árboles, deshechos y cosas por el estilo; hacía falta imaginación y habilidad. Los niños y las niñas se divertían de forma diferente. Las niñas tenían sus muñecas de trapo que les preparaban las madres y jugaban imitando la realidad de padres e hijos, usando las tejas como cunas; también se entretenían simulando hacer a hacer comidas, con latas vacías donde ponían algunas hierbas que cogían en el campo; les gustaba arrastrar un pequeño carro, que en realidad era una cajas de zapatos a la que atravesaban con una cuerda; su creatividad les llevaba a fabricar collares de fantasía con cáscaras vacías de caracoles o pulseras con fibras de plantas. Tenían así mismo las niñas otros juegos entretenidos como -la rayuela o pata coja-, que consistía en dibujar varios cuadrados en la tierra, tirar una piedra e ir empujándola con una sola pierna, de cuadrado en cuadrado. Los juegos en grupo sin juguetes, eran más propios de chicas, aunque también participaban los chicos, destacaban; -la gallinita ciega-, con una niña en el centro de un grupo con los ojos tapados, intentando atrapar a los que la rodean. El –vuela, vuela-, que consistía en preguntar si volaban las mariposas, y después si volaban los elefantes, y algún despistado se confundía y respondía afirmativamente. En general, la artesanía de los niños era otra cosa muy diferente; fabricaban: canicas, tirabeques, botes vacíos de tomate a modo de chanclas, silbos hechos con la corteza del fresno o se hacían con una cornamenta de vaca de una carnicería para jugar a los encierros y otras cosas similares. Los juegos de guerras han estado siempre en la mente de los niños, y eran más o menos macabros, dependiendo de las situaciones bélicas o tranquilas que les tocaron vivir. El

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juego más elemental era tirar piedras a otros niños Es muy difícil, que un chaval de otras épocas, hubiera podido crecer sin algún un episodio de sangrado por una pedrada recibida de otro compañero; en determinada ocasiones estos juegos llegaban a ser muy peligrosos, sobretodo cuando se formaban bandas y competían. El juego con las piedras podía ser menos peligroso, cuando se intentaba probar puntería, -meterlas de lejos en el bote-, o hacerlas rebotar en el agua, -chipi chapa-, en la orilla de un río. Las diversas formas de carreras entre niños era otro juego que liberaba agresividad; eran especialmente divertidas las carreras portando a un niño en forma de carretilla, sujetándolo de los pies, mientras el niño apoyaba sus manos en el suelo. Con la llegada del fútbol a comienzos del siglo XX, los juegos de piedras y de carreras fueron menguando. Muchos juegos eran de imitación a sus mayores; y en períodos bélicos como el siglo XIX y la primera mitad del XX, no era de extrañar que jugaran a guerras, emboscadas, apresamientos y hasta fusilamientos. Otros juegos eran menos belicosos, como el del –hinque-, que consistía en un palo con punta que se hincaba en la tierra, y el contrario tenía que desplazarlo cuando hincaba el suyo; se hacía también con hierros, clavos, navajas y cuchillos, sobre tierra mojada. Los niños sufren las guerras como los demás; duermen mal, tienen miedos, incertidumbres, terrores nocturnos, se alimentan de manera desigual, según las circunstancias, pero en general de forma deficiente, lo que en el futuro les ocasionará problemas en el crecimiento y salud; también desarrollan picardías de supervivencia. En definitiva son paganos sin culpas, pero con independencia de sus sufrimientos lo que no perdonaban eran sus juegos. Esta que voy a contar, es una historia personal, narrada en sus memorias y en primera persona por un “mayor”, en referencia a su período infantil durante la guerra carlista: -Mis amigos niños y yo vivíamos y jugábamos muy cerca de un cuartel requeté. Al terminar el día solíamos jugar a –adivinanzas sobre desastres-: -¿Cuántos muertos hemos tenido hoy?, podía ser la apuesta del día Apostábamos castañas, canicas para el ganador; también algunas prendas o penitencias que tenía que cumplir el que quedaba más alejado. Había prendas simples como entrar en una huerta y robar fruta o hacer de estatua en una calle y penitencias complicadas como la que me tocó a mí de, pegarle con un tirabeque al ojo del brigadier mientras dormía o se afeitaba. Conocer el número de muertos de cada día era sencillo. Era costumbre de la tropa, apiñar los muertos del día en la cochera, se enterraban a la mañana siguiente en alguna fosa que se preparaba al efecto. -Por la noche entrábamos en la cochera y los contábamos-.

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-Otro juego divertido y peligroso, era robar las balas de los fusiles y hacerlas explotar-. El almacén de municiones, estaba vigilado por un soldado muy gordo que dormía una siesta muy profunda. Le quitábamos las llaves casi todos los días sin que se enterase. Robábamos unas cuantas municiones. -Luego con piedras golpeábamos las balas hasta que las hacíamos explotar, era muy emocionante, salían por cualquier lado. Pasamos algún mal rato, como cuando a uno de los amigos de la cuadrilla de niños, se le llevó la explosión varios dedos de la mano. Nunca contamos a nadie la verdad sobre el lugar del incidente, dijimos que había sido una explosión en el campo. -Entre los niños hacíamos colecciones de balas explotadas, como en otras épocas se coleccionaban canicas. -El más listo, el más macho, el líder de la cuadrilla era el que tenía la colección más numerosa de balas explotadas de todos-. A propósito de las prendas o penitencias, antes he contado que me había tocado disparar una bola de papel con un tirabeque, a la cara del brigadier mientras se afeitaba. No era la primera vez que lo hacía, pero un día me sorprendió “in fraganti”, me vio apuntarle; se enfadó muchísimo y me afeitó con su navaja parte de mi cabellera. Una buena y última noticia actual: nos ha parecido especialmente oportuno, conocer que existe en Murcia un museo de juegos antiguos; en Córdoba se han promovido encuentros entre mayores y niños, para que los primeros trasmitan sus juegos a los menores; y en una librería de Valencia venden un compendio de “prendas y penitencias”, de niños y mayores; aunque las prendas de los adultos, sean de alto contenido sexual. c) Los curas

La proximidad de la guerra de la Independencia y la I guerra carlista, dio lugar a la aparición casi espontánea de líderes guerrilleros, que participaron en las dos contiendas, con la particularidad, que muchos de los que estuvieron juntos en la primera, lucharon como enemigos en la segunda. En el caso de los médicos su participación fue excepcional, sólo conocemos el caso de Palarea, un poco condicionada por haber tenido una relación con el monarca; en el caso de los curas, su intervención fue numerosa y chocante. Los curas representaron una actitud beligerante, alejada de sus teóricas funciones; aunque hay que reconocer que no las abandonaban del todo. Después de cada acción bélica era frecuente rezaran el rosario con sus soldados y si se había dado bien rezaran

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un par de ellos; también se conocen casos de curas que celebraban misa a las tres de la madrugada, si es que se sentían vigilados y cuando finalizaron las guerras muchos volvieron a ejercer su ministerio con fervor. Daban facilidades a sus soldados para que cumplieran sus ocupaciones religiosas de domingos y festivos, facilitaban la confesión de los enemigos antes de fusilarlos. Posiblemente era el pueblo el que los elegía o empujaba a ser líderes, eran los más cultos y mayores recursos; la gente pensaba que detrás de ellos estaba la protección divina a su causa. Ellos eran en principio solo patriotas, les dolía la ocupación del país por Napoleón y también creyeron después en la legitimidad del pretendiente Carlos. Un segundo asunto era el ateismo, la mofa de la religión, el maltrato a los curas, las leyes de desamortización de los bienes de la Iglesia, la amenaza de la pérdida de los fueros. Esos eran los motivos a que más de un centenar de curas “de a pié” se apuntaran a la guerra de la Independencia y años después los mismos u otros en la lucha carlista. Su comportamiento sería desigual. Hay testimonios que reflejan una mayor prudencia en las decisiones en comparación con los militares profesionales y en otros la misma crueldad; quizá en lo que coinciden todos es que los frailes originaban una mayor anarquía e indisciplina. En la primera contienda decían los propios frailes, que: -Matar franceses no era pecado-, el propio cura Merino daría ejemplo; sería el primero en disparar emboscado contra soldados franceses. En la segunda guerra, también se pusieron en pie de guerra y en primera fila, pero esta vez al lado de los carlistas, sobretodo los curas que ocupaban puestos de menor importancia y los que estaban cerca de los campesinos. Dicen que les costaba más firmar sentencias de muerte, que tenían que tener más pruebas para mandar a fusilar a la gente, que fusilaba si solo era preciso. Pero no les temblaba la mano y eran especialmente duros en las represalias, si los liberales habían fusilado a un amigo del cura, daban orden de fusilar a dos enemigos. También podían fusilar, por malas costumbres, por ejemplo a las que ejercían la prostitución. Se dice que primero las advertían y si proseguían con el oficio las fusilaban. Su comportamiento en la guerra era por lo general de valentía o de insensatez; por ejemplo el cura Fago, rezaba el breviario en el centro de la plaza que había asaltado, mientras las balas silbaban en sus orejas. En la guerra carlista, las casas de los curas de los pueblos, eran por lo general, sitios de refugio de requetés en apuros, y puesto de socorro improvisado para heridos. Era tal la confianza en su apoyo, que muchos llamaban a sus puertas sin conocerlos y sin saber su filiación. Veremos más adelante como Cabrera salvará su vida, al refugiarse herido en casa del párroco de Almazán, que le tendrá escondido durante un mes y el Príncipe Lichnowski en casa de un cura en la provincia de Cataluña. Además hacían de médicos, mejor dicho de curanderos y aplicaban sus potingues para curar heridas y enfermedades. También hacían de camilleros llevando a sus heridos a sitios seguros. En conventos y seminarios siempre hubo una práctica de remedios particulares, para la cura de diversas afecciones.

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No todos los frailes eran líderes, otros se apuntaron como apoyo a los líderes, haciendo de secretarios, de curanderos, o cumpliendo misiones de confianza que les encargaban. Para los curas carlistas: -Matar a liberales, era lo mismo que antes a los franceses-. Entre los frailes más recordados están. Juan Marín “el monje de Arlanza”, Joaquín Fernández “el cura de Olvera”, “el arcipreste de la Mancha”, “el cura de Argote”. Estos habían heredado las actitudes beligerantes, del fraile de la esperanza, del párroco de Valcarlos y el de Ujué y todavía quedaban por aparecer otros en las próximas guerras, como el cura de Santacruz. Todo ello sin contar los religiosos que estuvieron de asesores de Zumalacárregui y de otros líderes y sobretodo del pretendiente Carlos. El apoyo de los curas a los carlistas era tan generalizado, al menos en la zona de Navarra y Vascongadas, que todos eran sospechosos de colaboracionistas y de que algunos fueran fusilados por si acaso. El cura Merino El más conocido cura beligerante de las dos guerras, sin ninguna duda fue Jerónimo Merino Cob “el cura Merino”, un párroco normal que se convertiría en un guerrero de larga trayectoria. Merino se puso en pie de guerra, por el maltrato de los franceses a sus vecinos, porque el oficial al mando lo había humillado y vejado en su función sacerdotal, por ateos e invasores. Se fue al monte, se escondió detrás de unas piedras y empezó a disparar a todos los uniformes de soldados franceses. Después sería ayudado y reforzado por el Empecinado, el párroco de Cobarrubias, el Abad mitrado de Lerma, el Presbítero de Pancorbo y alguno más, quedando al frente de un batallón de varios cientos de soldados, dedicándose a incordiar, robar, incautar y matar, a todos los correos y soldados que circulaban de ida o vuelta a Madrid. Napoleón diría del cura Merino, -que prefería que le trajeran su cabeza en una bandeja, antes que conquistar cinco ciudades-, señal de que el espigado y delgado guerrillero, de rostro cetrino, mirada penetrante, serio y callado les había ocasionado graves molestias. Era el párroco de un pueblo de Burgos, Villoviado, cerca de Lerma, y después de la guerra y un breve paso por la canonjía de Palencia volvió al pueblo y a la vida piadosa, pero por poco tiempo Uno de los primeros generales de la causa carlista, Santos Ladrón, le convenció para participar en la defensa del pretendiente don Carlos, cuando ya contaba 64 años. Se resistió poco, estaba indignado con los liberales y se puso al lado de Zumalacárregui. La muerte prematura del general Santos León, le llevó al cura a ocupar el puesto de Capitán General de los ejércitos carlistas de Castilla. Participó en el cerco de Bilbao y en la batalla de Morella. Fue acorralado y herido de bala en Villahizán; conseguiría escapar maltrecho, aprovechando una estampida de ganado, huyendo entre los animales. Terminada la guerra se instaló en Francia, volviendo a la religiosidad en un pequeño convento. Un tarde se sintió mal y al día siguiente fallecía. Ataque cardíaco o apoplejía. Su vida al principio tiene una similitud con Palarea, pero luego cada uno se va a un bando diferente; el médico con los liberales y el cura con los carlistas. En la tercera guerra carlista otro cura robaría el protagonismo a Merino fue el cura de Santa Cruz, un

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personaje muy interesante, que ha sido objeto de biografías y que nosotros lo dejamos de lado por ser muy posterior a la época que hemos elegido. 9-3 La hambruna A pesar de comentarios anteriores, el hambre y la desnutrición de la población, fueron los acompañantes del final de la primera guerra carlista. No debe sorprender, porque ya han sido reseñados Las características de desnutrición más habituales se manifestaban en forma de barrigas hinchadas, ojos hundidos y caras descoloridas cadavéricas, más llamativo en niños; las personas mayores podían tener también, trastornos en la marcha, calambres en las piernas y pies dolorosos. Según documentos y descripciones, se podrían identificar algunas entidades clínicas, entonces no bien conocidas y que más tarde recibirían nombres como “pies ardientes” o latirismo, que reaparecerían en la guerra civil española de 1936 y que sería objeto de mayor estudio de parte de Grande Covián. Una enfermedad deficitaria, casi desconocida, aparece por los consultorios médicos, la Pelagra, caracterizada por la presencia de manchas y puntos rojos en cuello en forma de collar y también en otros sitios; los individuos afectados tienen más síntomas como insomnio, ansiedad, confusión; trastornos digestivos en forma de diarreas. El conjunto le llaman la enfermedad de las tres D, dermatitis, diarreas y demencia; a la que hay que añadir la cuarta D, si no de actúa a tiempo: Defunción. Es en suma debida a la falta de algunas vitaminas del tipo B, y los trastornos son potenciados por la ingesta de vino y aguardientes en lugar de comida normal. El Beri- Beri es otra enfermedad por falta de otras vitaminas del grupo B y que se caracteriza por trastornos en la marcha y en la movilidad; es un síndrome que conduce a la incapacidad. También aumentan los casos de Escorbuto, una deficiencia de vitamina C, enfermedad denominada como de la ”sangre corrompida”, que cursa con debilidad general, encías sangrantes, y hematomas por el cuerpo y que ya Larrey, el cirujano de Napoleón, había demostrado que era por falta de cítricos. Tampoco conviene olvidarse del Raquitismo por déficit de aporte de calcio, enfermedad que ya estaba presente antes, y que acarreaba graves problemas de desarrollo óseo y dentario. Junto a estos cuadros específicos de la desnutrición, vuelven a despuntar otros procesos conocidos, de los que ya nos hemos ocupado, como la tisis pulmonar, que se hace más grave y frecuente con mayor mortalidad. También siguen presentes las diarreas banales

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y graves del tipo del tifus y el cólera. En Fúnez han tenido 59 casos de cólera o colerín (así llaman a una forma menor del cólera). En el Boletín Oficial de Pamplona se publica por extraordinario, una curación milagrosa: El médico Iriarte refiere un caso de cólera de un niño de meses, a los que sus padres dan por muerto y que él cree que todavía vive. En su opinión el niño se encontraba en una antesala de la muerte denominada “vita mínima”. Consigue hacerlo reaccionar, elevando la temperatura de su cuerpo, al principio con fricciones de aguardiente caliente mezclado con jabón; más tarde envolviendo el cuerpo en una colcha caliente, y cuando empieza a reaccionar administrándole por boca infusión de te con aguardiente a cucharadas pequeñas. Unos días después el médico volvía a la casa, encontrando al niño correteando por la mansión Con ser muchas las enfermedades por deficiencias, hay que añadir más patologías por falta de protección al frío. Los inviernos son por lo general muy fríos, las casas y familias no disponen de formas de combatirlo, sin leña para hacer fuego, sin mantas ni prendas especiales de abrigo. Con temperaturas de -10 grados, los habitantes se defienden como pueden, taponando ventanas y resquicios de puertas. Las lesiones que aparecen, no son nuevas, las han tenido las tropas durante las campañas. Las principales son: sabañones por las manos, con dolor picor y grietas (eritema pernio); congelaciones de manos y pies que apenas respondían al calentamiento, produciéndose gangrenas que necesitaban amputación; y por último, muertes por enfriamiento general-hipotermia, un tipo de muerte especial con cierta sonrisa en la cara; que algún poeta llegaría a calificar de “muerte dulce”. El panorama de las ciudades es descorazonador y todavía peor en los pueblos; en muchas ciudades hay cadáveres sin recoger y el tifus se ceba sobre la población hambrienta La primera guerra carlista ha dejado miseria, pena y muerte. Pirala apunta que los momentos han sido tan dramáticos, que algunos han reconocido, hasta haber comido trozos de carne de cadáveres recientes. El Diario de Juan Manuel Martín, es uno de los episodios más dramáticos de la guerra, en él se narran las penalidades de los prisioneros de Herrera, caminando durante un mes entero con solo media ración de pan al día. Una segunda historia de canibalismo le hemos leído en las memorias del Príncipe Lichnowski, y su relato es todavía más cruel: refiere el personaje, la matanza de un niño, para aprovisionarse de comida. También se pudieron dar casos, entre los prisioneros hacinados, hambrientos y casi abandonados de Cabrera en Bezeite; sabido es que muchos preferían morir antes de soportar las condiciones de cautiverio. 9-4 Algunas historias entre la ficción y la realidad

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El boca a boca de personas mayores nos han dejado algunas historias difíciles de entender y de creer, pero que las acompañamos por que cuando el río suena agua, lleva. Escuchamos esta historia inverosímil de labios de Francisco un anciano nonagenario de mucho genio e imaginación. Sitúa el relato en Zaragoza, en la zona conocida como “el tubo”, un lugar de gran solera, de calles estrechas, bares, tablados, pensiones, venta ambulante de cerillas y tabacos; en una zona de gran tradición cercana al centro de la ciudad. En “el tubo” estaba la famosa pensión “La Cuerda”, donde mucha gente se reunía, buscando compañía y un sitio barato para comer y dormir. La historia la ubica el interlocutor en plena guerra carlista sin especificar, entre balas, penurias y recreos. La pensión “La Cuerda”, tenía un menú muy barato, asequible a cualquier economía, pero -a fe mía-, tenía motivos sobrados para “tirar los precios”. El menú del día tanto para comer como cenar estaba formado por dos platos únicos, sin otra opción, eran: sopa sin tropiezos y chorizo “a la sombra”. -La sopa sin tropiezos-, también llamada zumo de lluvia, se servía en un gran perolo, que se colocaba en el centro de la mesa y se comía con tenedor; cada comensal tenía derecho a meter el tenedor todas las veces que considerada conveniente y llevarse a su boca absorbiendo con fricción todas las gotitas que quedaran entre sus púas. Alguno de los grandes “chefs” del prestigiado restaurante, confesaría a los amigos íntimos, que la sopa en cuestión estaba hecha exclusivamente con agua del pozo sin ningún añadido, ni condimento, con razón la decían sin tropiezos; las gotitas sabían exclusivamente a agua, agua sucia, pero en definitiva agua. Los comensales por lo general no quedaban satisfechos con el primer alimento y tenían que esperar al segundo plato, que era mucho más sofisticado. -El chorizo a la sombra-. Se trataba de un chorizo que colgaban a una altura inaccesible, cerca de una luz que alumbraba el comedor. Al mover la luz, se producía una sombra del chorizo colgante, que pasaba por todos los platos de los comensales,- en un ir y venir-. Estos en un alarde de inocencia y puntería intentaban pinchar el supuesto chorizo cuando solo era su sombra la que pasaba por encima de sus platos. Nunca perdían la esperanza de pinchar un buen trozo y alguno hasta eructaba después de los intentos desesperados de hacerse con el preciado alimento. La comida era un auténtico manjar de dioses comparado con las “comodidades” del dormitorio de la pensión. Este era una gran sala común sin camas ni ventilación, preparada para dar cobijo a cuantos lo solicitaran. Tenía la habitación dos gruesas cuerdas, que lo atravesaba de un lado al otro, situadas a la altura de las tetillas de la gente y de tal manera, que el local quedaba dividido en tres partes más o menos iguales. El personal dormía de pie sujetos a la cuerda con la cabeza y cuello doblados sobre la misma. Y lo hacían de pié porque así cabían tres o cuatro veces más de personas que si lo hacían tumbados. Algunos solo daban cabezadas durante la noche, otros dormían placidamente “a pierna suelta” o más propiamente a pierna atada; que quede constancia que en esta posición había muchos menos ronquidos que en otros dormitorios

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convencionales con personas tumbadas. Un galeno de Zaragoza, recomendaba encarecidamente esta postura, para las parejas que se quejaban de los ronquidos de sus cónyuges. Para Francisco la postura era todavía más difícil, porque por lo que pudiera pasar una de sus manos estaba siempre ocupada con su pistolón. La forma de despertar del personal era un tanto brusca. A la hora convenida, el posadero soltaba la cuerda y todos caían al suelo a la vez, entre juramentos y lamentaciones; es también cierto que más de uno amanecía con un fuerte dolor de cabeza. Francisco ponía cara de pillo cuando contaba la historia, es muy posible que algunas cosas fueran solo de su cosecha; sonreía cuando le hacíamos preguntas, para que nos aclarase algunos pasajes que considerábamos difíciles de asimilar. Un anciano honorable, ayer un soldado anónimo, contaba años después de concluida la guerra la guerra civil española, una historia personal vivida en una trinchera, cerca de Gerona -Había sido un día muy duro de lucha sin cuartel; nos encontrábamos agotados en una posición en la que era muy difícil avanzar ni retroceder; las balas habían silbado en nuestro alrededor durante toda la jornada. Al caer la noche, se hacía la oscuridad, no se veía nada, cesaba el fuego de las armas, pero empezaba el tormento del frío que no nos dejaba ni dormir. -Llevábamos días que nos alimentábamos muy mal, solo con un mísero trozo de pan negro para todo el día; el agua estaba racionada, no nos podíamos lavar ni afeitar, de hecho todos teníamos barba. En esas circunstancias, me tumbé a dormir en la trinchera, al cielo raso, haciéndome un sitio entre dos soldados, que descansaban placidamente y que no protestaron. -Mientras me entraba el sueño, me entretuve matando piojos que tenía entre mis ropas, creo recordar que llegué a matar hasta 60 bichitos, eran nuestros más fieles acompañantes; a pesar del frío, había cogido un hábil movimiento de dedos que me permitía terminar con cada uno en breves segundos. De día, cuando no había peligro y teníamos tiempo me gustaba sacrificarlos con la ayuda de un pequeño martillo, golpeando sobre una piedra. Un sanitario del batallón nos decía que había que matarlos, porque podían trasmitir enfermedades graves; también decía que había que lavar la ropa en agua caliente y ducharse, pero llevábamos meses sin hacer ninguna de esas cosas, era imposible -Me dormí, unas horas, con la satisfacción de haber hecho algo por mejorar nuestra higiene; además “la pelea” con el enemigo, no se nos había dado mal, habíamos llegado a ocupar la posición que habíamos perdido hacía un par de días; eso sí, me dormí con la mano en el pistolón y el dedo junto al gatillo; si alguien me disparaba un tiro no se iba a ir de “rositas”. Al amanecer el frío era más intenso; me quise pegar a mis compañeros para que me trasmitieran algo más de calor, pero ni por esas. Me levanté a dar un pequeño paseo y

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les pregunté su tenían algo para desayunar. No contestaron nada; les zarandeé para despertarlos. Entonces me di cuenta que tampoco respiraban, estaban muertos, seguramente lo estarían desde la noche anterior, cuando me acurruqué entre los dos y me entretuve matando piojos. -Los pobres tenían motivos para no darme calor. Tampoco me asusté demasiado, los muertos no me daban miedo, no hacen nada, lo malo era los vivos, que te metían una bala en el cuerpo en cualquier esquina-. -Pedí permiso al sargento y los enterré cerca de la trinchera-.

9-5 Avances en la guerra. La tortilla de patata y las alpargatas

La humanidad siempre ha reaccionado ante la adversidad y esta historia que vamos a narrar lo demuestra. La tortilla de patatas fue un invento de las guerras carlistas. Hay dos versiones del evento. La primera atribuye la idea al cocinero de Zumalacárregui; en un experimento culinario improvisado; un intento de buscar un alimento fácil y nutritivo para la tropa; el feliz acontecimiento, lo sitúan los entendidos, durante el primer cerco carlista a Bilbao, días antes de la infausta herida de bala del caudillo. La segunda versión, la más verosímil, adjudica el descubrimiento a los mismos personajes y a la casualidad. En una de las correrías de Zumalacárregui, llegó a alojarse en un caserío carlista; la señora de la casa, queriéndolo obsequiar al general y no teniendo más alimento que patatas, huevos y cebollas, lo mezcló todo. El general quedó tan contento del sabor del experimento, que animó a su cocinero para que lo preparara en plan general para la tropa. La historia o la leyenda sitúan esta segunda versión, en unas circunstancias especiales: en un día crudo de invierno, con un general agotado y desfallecido y una señora pobre, honrada y deseosa de agradar. La dama en cuestión cortó a trocitos las patatas y cebollas y las puso a freír; después las mezcló con huevos batidos, y puso la mezcla en una sartén, dejándola cocer a fuego lento. Es posible que el invento sea anterior a las guerras carlistas; Iribarren lo sitúa también en Navarra veinte años antes, otros en algún refectorio de monjas, y en Sudamérica

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creen que el origen de la “tortilla de papas” es original de Perú. Sea cual sea la verdad, lo cierto es que la popularidad y divulgación viene de las guerras carlistas y del entorno de Zumalacárregui; un manjar como la tortilla de patata, para la que muchos solicitan un premio Nobel especial de cocina, era merecedora de una historia como la que acabamos de referir. Se la llamó siempre tortilla española, porque se difundió desde España y porque los españoles fueron los primeros en importar la patata a Europa. En contraposición se denominó tortilla francesa, a la hecha solo con huevo batido, producto de época de crisis, cuando escaseaban productos para añadir a la tortilla; haciendo responsables de la escasez de los mismos, a las consecuencias de la guerra de La Independencia contra los franceses. Para el historiador Eslava, la tortilla de patata fue la única nota positiva de la primera guerra carlista. No vamos a discutir las esencias del manjar, pero si rebatir su visión escéptica; en las guerras carlistas hubo algo más que tortilla de patatas. Durante la época se hicieron populares sustancias alimenticias y estimulantes, que han llegado hasta nuestros días, como el aceite hígado de bacalao, el vino quinado o los cocidos poderosos; también se empezaron a utilizar la leche y el bicarbonato para los dolores y úlceras de estómago. Período en el que el vino el aceite y la sal servían para todo y también la cerveza, que ya se conocía desde Carlos I, aunque su consumo no estuviera generalizado por no haber sabido la manera de conservarla, perdiendo su fuerza con el calor. También se hizo famosa o popular, la zapatilla de esparto, la alpargata, hecha la suela de trenzado de fibras vegetales y arbustivas, completado con una lona dura y unas cintas que sujetaban a la pierna; un calzado muy utilizado, que más que cómodo era de gran resistencia. Algunos observadores extranjeros apuntaban que el éxito de las grandes caminatas de las tropas carlistas, que un día estaban en un lugar y el mismo día en otro muy distante y que tanto sorprendían a sus rivales, era por el uso de este tipo de calzado. Llegaron a darle personalidad propia: la alpargata o zapatilla Navarra, aunque ni mucho menos procede de la región. Algún sanitario estudioso de la dinámica de la marcha ha querido ver en el esparto más cualidades que las que tenía, no intervenía en absoluto mejorando el apoyo del pié, solo eran buenas por la resistencia. En la guerra civil española, las harán todavía más fuertes untándolos con brea Claro que la zapatilla no servía en invierno, entonces el tema del calzado era tan malo para unos como para otros, hubo desabastecimiento en ambos ejércitos. b) Los avances en Medicina El general Cabrera en una confesión cerca del fin de su vida, condenaba la violencia y consideraba que la guerra no es la forma de conseguir las cosas. Afortunadamente ese sentimiento lo tienen muchas personas desde la infancia. Las horribles guerras han servido sin embargo para avances significativos de la medicina y especialmente de la

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cirugía. En la guerra civil española de 1936 se usó por primera vez la penicilina y se pusieron en marcha la tRansfusión de san're y la anestesia general… pasos muy importanTes en el avance de la ciencia. Ce pOdråa decir que desde el punto de vista del procreso de la medicina, la guepra civil española, fue un éxito, como loVfueron las fuerras euroPeas ¿Y la I guErra carlista=

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El análisis dasde la medicinaV%s muc(n -engs positivo, aleunas cosas se consiguieron, pero euy pocas. Profundiceeos tn poco más. En el munDo sanitario y durante esos aÑos, se vive una cierta revolución cofceptual, que para nada tiene que verVcon da guerra. Se cuestinnan una serie de terapias tradiciojales$ habipuales e ijútiles como las sangríac o lAs sanguIjue,as; seVintrOducen ideas nuEvas que hacen referencia al posible contagig de las enferMadades; s% lucha hdroicamEnte 9 con cherta lñgica ckntrA algunas epidemias coio el Tifus o él cólera y se invastiga qus orígenes. Talbién se pusieron los cimient/s da la visión moderna de ,Gs hospitales, no como hospici/s, 3ino como centros de tratamienpo de enfermedades. Fada Que aportar de nuevo en el tratamiento de las heridas y en la prevención de las infecciones. Los soldados sucumbían como moscas en el combate y después también caían por infecciones descontroladas; cierto que muchos luchaban obligados, pero otros lo hacían con convencimiento y alegría. Nos resulta impresionante, imaginar el estoicismo de los milicianos que se jugaban la vida con cualquier herida o bala perdida, aparentemente sin inmutarse. En el bando carlista, su justificación para el sacrificio eran: las ideas de la legitimidad sucesoria, el perdón al enemigo y la creencia en la existencia de un Dios Todopoderoso, premiador, el ya conocido eslocan - Dios Patria Rey-. Ef resumen: avances moderados, pequaños pasos, en una medicina que no había despertAdo de su letargo, y no se habíaVquitadO las ataduraq de tiempos pasados. Ni el impulso al desaRrollo de hospitales y a la sanidad lilitar, ni la tortilla De patataS o el Aceite hígado de bacalam y mtras pequeñas cnsas sgn suficientes para mirar a las guerras carlistas con buenos ojos. Y además hay connotaciones negativas. Es una lástima no haber aprovechado ninguna de las lecciones de medicina y cirugía que unos años antes Dominique Larrey, el cirujano de Napoleón, un avanzado de su tiempo, había impartido en España. Afortunadamente Nicasio Landa, en la III guerra carlista, empezaría a corregir el error histórico.

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Boletín Oficial de Pamplona 1834 Caso del doctor Iriarte. Número 81 Del Campo L. 1985 Pamplona durante la primera guerra carlista. Ayuntamiento de Pamplona De Re Militari Victimario Histórico Militar. Capítulo VI García López M 1847. Diario de un médico. Madrid Iribarren JM 1956 El comer el beber y la vida de los navarros en el siglo XIX. Príncipe de Viana 17, 65 Lichnowski F 1842 Memorias de las guerras carlistas Azcona Tafalla Olazábal J 1928 El Cura de Santa Cruz. Montepío diocesano. Vitoria Pirala A. 1869 Historia de la guerra civil Pirala A. 1846 Vindicación del General Maroto Madrid Santos Escribano F. 2001 Miseria, hambre y represión al final de la primera guerra carlista. U. P. de Navarra