CroÌnicas de un tripulante
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© 2012 Bubok Publishing S.L.
2ª edición
ISBN: 978-84-686-0683-5
ISBN ebook: 978-84-686-0684-2
Maquetación, ilustraciones y fotografía: Albert Gironés
Diseño de portada: www.colorlima.es
Impreso en España / Printed in Spain
Impreso por Bubok
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Dentro de 20 años estarás más arrepentido
por las cosas que dejaste de hacer que por las
que realmente has hecho.
Suelta amarras y parte del puerto seguro...
explora, descubre, sueña…
Marc Twain
… porque el ayer es sólo recuerdo
y el mañana sólo visión…
Anónimo
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Índice
Prólogo ………………………………………… 11 Introducción ………………………………… 13 Capitulo 1: La Tormenta ……………………… 17
Capítulo 2: 30 Dias Antes ………………….… 19
Capítulo 3: La Partida ………………………… 23
Capítulo 4: Canarias ……………………….…. 33
Capítulo 5: Descenso A Cabo Verde ……….… 36
Capítulo 6: Cabo Verde ……………………… 39
Capítulo 7: Atlántico …………………………. 49
Capítulo 8: Barbados ……………………….… 56
Capítulo 9: Martinica ………………………… 61
Capítulo 10: Rumbo Canal De Panamá ………. 73
Capítulo 11: Cruzando El Canal De Panamá …… 87
Capítulo 12: Surcando El Océano Pacífico ……. 95
Capítulo 13: Las Marquesas (Frech Polinesia) … 104
Capítulo 14: El Archipiélago De Las Tuamotus … 123
Capítulo 15: Islas De La Sociedad …………… 133
Capítulo 16: Cook’s Islands ………………… 142
Capítulo 17: New Zealand …………………… 155
Capítulo 18: Nouvelle Caledonie ……………… 171
Capítulo 19: Vanuatu ………….……………… 179
Capítulo 20: Papua/New Guinea …………… 195
Capítulo 21: Australia ………………………… 199
Capítulo 22: El Regreso ………………….…… 223
Conclusiones ………………………………… 225
Guía Para Tripulantes ……………………… 227
Conceptos sobre navegación ……….…….… 237
Agradecimientos ………..…………………… 247
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Prólogo
¿Cuántos de nosotros hemos soñado alguna vez con
dejarlo todo y emprender un viaje con coordenadas de
salida, pero sin destino definido? ¿Cuántos de nosotros
hemos soñado con surcar los océanos sin más rumbo que el
que marca el viento ni más compañía que las olas del mar?
¿Cuántos de nosotros hemos dado un paso al frente y hemos
puesto todo de nuestra parte para transformar ese sueño en
realidad? Y, por último, ¿cuántos de nosotros hemos tenido
la perseverancia y la generosidad de compartir esta experien-
cia vital con los demás plasmándola en un libro?
Albert Gironés, “Giru” para los amigos, es una de esas
pocas personas que puede contestar a todas esas cuestiones
con la mano en alto. Ahora, años después de ese viaje
alucinante, y tras un largo proceso de maduración, en que
toda la experiencia acumulada ha ido sedimentando poco a
poco, Albert saca a relucir todos sus recuerdos, sus reflexio-
nes y sus dudas, en un ejercicio de sinceridad consigo mismo
que trasciende el clásico relato de viajes.
Este manuscrito cierra el círculo iniciado en el año 2003,
fecha en que nuestro protagonista, con el petate colgado del
hombro, emprendió la marcha desde el puerto de Cartagena,
en Murcia. Por circunstancias diversas fue enlazando barcos
y patrones, agua y tierra firme, ciudades bulliciosas e islas
paradisíacas, siempre rumbo al oeste, persiguiendo el sol de
poniente.
Sin duda la circunnavegación a vela ofrece un escenario
idóneo y, sobretodo, mucho, muchísimo tiempo para pensar.
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En uno mismo y en los demás; en el pasado y en el futuro;
en el porqué y en el por qué no. Posiblemente la escritura
constituya el istmo que, entre horizontes infinitos, salitre y
zozobras emocionantes mantiene el vínculo espiritual del
navegante con el resto de la humanidad. Recuerdo perfec-
tamente la web donde Albert, experto marinero y excelente
fotógrafo, nos hacía partícipes, a todos aquellos que le
acompañábamos desde la distancia, de sus vivencias y de las
magníficas imágenes captadas con su Canon por dos océa-
nos y cuatro continentes.
Ahora todas esas vivencias ven la luz en el libro que
tienen entre sus manos. Quizás esta lectura tan refrescante
nos permita, en estos tiempos de vorágine, descubrir que no
es más rico quien atesora más bienes, sino quien acumula un
mayor bagaje vital.
Carlos Miquel Zurita
Barcelona, abril de 2012
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Introducción
Nunca me planteé escribir un libro sobre las experiencias
que viví en este viaje, hasta que, varios meses después de
regresar a casa, un día revisé los primeros e-mails que había
enviado a amigos y familiares, y los resúmenes mensuales
que posteriormente fui colgando en una web. Explicaba los
lugares donde llegué, la gente que conocí y las situaciones en
las que me encontré. Me di cuenta de que todos esos escritos
que había ido acumulando ocupaban unas 90 páginas word,
y que, sin quererlo, lo había redactado prácticamente a modo
de libro: un motivo de partida como introducción, un nudo
o desarrollo del viaje y un regreso como desenlace. Y enton-
ces me pregunté: ¿por qué no? Sólo era cuestión de pulir un
poco esos textos y hacerlos más atractivos para el lector, con
el fin de compartir las experiencias que había vivido durante
ese tiempo.
No pocas veces maldije ese día. Lo que creí que sólo
serían unos retoques, acabó siendo una práctica remodela-
ción de principio a fin, y no sólo una vez. Cada vez que leía
una página encontraba frases que mejorar, recordaba anéc-
dotas o experiencias que valía la pena incorporar e incluso
otras que prefería borrar. Así, una y otra vez. Incluso hoy en
día continuo encontrando cosas que modificar. Debía fina-
lizarlo y darle carpetazo. Las miles de horas invertidas
durante mi tiempo libre en este proyecto me las habría
ahorrado quizás si hubiese aceptado desde un principio la
invitación de un periodista y una amiga escritora para reali-
zarme el libro. Pero al final, debo confesar que, el hecho de
poder crearlo por mi mismo me sedujo desde el principio,
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como un gran reto, más aún que el del propio viaje, ya que
no tenía ni la experiencia ni la formación para tal hazaña.
También es verdad que si no hubiese disfrutado escribiendo
cada una de las palabras que hay en el interior del libro, haría
tiempo que el fichero “crónicasdeuntripulante.doc” estaría
abandonado en algún rincón de la carpeta “Mis Documen-
tos”. He aprendido mucho con todo este proceso sobre
editoriales, maquetación, registros y sobretodo narración. Sí,
debo decirlo, el esfuerzo valió la pena.
Y aquí está, finalizado, un viaje narrado en primera
persona sobre lo acontecido durante casi dos años como
tripulante en veleros oceánicos. No es un libro sobre épicas
batallas navales, ni terribles piratas, ni bellas nativas, ni
tampoco sobre tiburones asesinos. Es más bien un libro
llano, tranquilo, sin prácticamente sobresaltos, sólo una
descripción de lo que conocí, viví, sentí, y pensé.
Al final he incluido una pequeña “Guía para Tripulantes”
que elaboré con base a la experiencia, pues no necesaria-
mente hay que disponer de un velero propio para navegar
por mares y océanos. También he incluido algunos enlaces,
en códigos QR, hacia algunos de los videos realizados con
una cámara digital como soporte visual del libro.
Deseo pues no decepcionarte y que disfrutes de la lectura
como yo disfruté durante este viaje.
Albert Gironés
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Capítulo 1
La tormenta
Me encontraba junto a los otros tres tripulantes, empa-
pado, a oscuras y atado por la cintura, cerca de la rueda del
timón, cuando notamos como una enorme ola nos levantó
varios metros por el costado y nos lanzó violentamente hacia
su panza en lo que parecía un intento de volcar nuestro
velero. Tras casi tocar el palo al agua, el “Meditación” recupe-
ró lentamente su posición, al igual que nosotros, magullados
y desorientados, a la espera de otra posible sacudida mientras
el fuerte viento continuaba aullando ensordecedor entre la
jarcia.
Llevábamos más de veinticuatro horas atrapados en ese
inesperado temporal, balanceándonos entre olas montaño-
sas, en algún punto del Océano Atlántico.
Resultaba imposible conciliar el sueño, ni comer ni beber
nada tras los vómitos continuados. Nos íbamos turnando en
el difícil gobierno de un velero que parecía desbocado, mien-
tras que, de vez en cuando, alguien debía entrar como podía
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a su interior, para achicar las decenas de litros de agua que se
colaban cada vez que una espumosa ola barría la cubierta.
Recuerdo que al ceder uno de mis turnos en el timón, a
pocas horas del amanecer, me acurruqué de nuevo, agotado,
helado, en mi rincón de la bañera central, junto a los otros
dos. Fue entonces, en medio de ese movimiento y rugido
insoportable, que me hice una pregunta:
"Pero, ¿qué diablos estoy haciendo yo aquí?"
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Capítulo 2
Treinta días antes
Treinta días antes tenía una vida, quizás como millones de
europeos, con fines de semana para disfrutar de mis ocios,
escapadas, cenas y salidas nocturnas con amigos. Entre
semana, un trabajo rutinario en unas oficinas de Barcelona y
un jefe a quien soportar. La vida de siempre: ganar, ahorrar y
gastar.
Mi iniciación en la vela fue a los 16 años, cuando mi
padre compró un catamarán de 18 pies. Me apasionaba
realizar regatas con él, y más tarde con amigos, cortando el
mar a gran velocidad colgado en el trapecio con fuertes
vientos. A los veinte años me saqué el título de instructor de
vela para ganarme algún dinerillo durante los veranos. Y fue
el relato del padre de un alumno francés sobre su experiencia
oceánica a bordo de un velero lo que me descubrió un mun-
do que, hasta entonces, pensaba que había quedado un siglo
atrás con la invención del barco a motor. Cruzar la inmen-
sidad de un océano solo con la fuerza del viento. Una trave-
sía de días aislado por la distancia que separa el viejo del
nuevo continente. El mejor de los retos para un navegante.
Pensé que sería más bien tarde que temprano, en cuanto me
jubilara quizás; cuando lo haría con mi propio velero. Pero,
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¿por qué dejar los sueños para un momento de la vida en
que las energías, quizá, ya no acompañarían? Nunca sabemos
qué nos deparará el futuro. Desde aquel día no pasó ni una
sola semana sin que dedicara unos minutos a pensar en esa
posibilidad.
Tras acabar los estudios me incorporé, por inercia, al
mundo laboral, en Barcelona. Trabajé durante un par de
años en una empresa de implantación de imagen corporativa,
y tras cansarme de rendir más de catorce horas diarias frente
a un ordenador, entré a formar parte de una joven empresa
de proyectos de automatización y control de edificios y
viviendas. Al poco tiempo las horas de trabajo habían
pasado a ser un mínimo de doce diarias. La jornada empe-
zaba cuando todavía no había amanecido y finalizaba a horas
indecentes. De lunes a viernes y algún fin de semana. Era
prácticamente imposible disfrutar de la luz del sol y de la
brisa marina. El ritmo frenético y la constante tensión a la
que estaba sometido me obligaron a tener que tomar algún
tranquilizante para poder conciliar el breve, pero reparador
sueño. ¿Qué tipo de vida era esa?
La oportunidad
Fue un jueves de principios de octubre cuando me
encontraba camino de vuelta a casa en el tren de las 22:06
tras otra intensa jornada laboral, cuando recibí una inespera-
da llamada. Era Mario, un antiguo amigo de navegación.
Tenía que llevar un velero a Argentina y necesitaba tripu-
lación. Pagaría bien por ello pero debía partir de inmediato.
Le recordé que yo trabajaba, pero le respondí que lo pensaría
tras dejar que me explicara todos los detalles. Poco después
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de colgar el teléfono, inmerso en ese pensamiento, recuerdo
que levanté la mirada y observé a mí alrededor: el tren de
última hora abarrotado. La misma gente, conocidos desco-
nocidos, que compartían trayecto conmigo día tras día,
semana tras semana... Gente silenciosa y agotada, ansiosa
quizás por llegar a casa y poder disfrutar un poco de sus
vidas privadas. Como yo. Mi trabajo ya no me divertía. No
tenía hipoteca ni otras responsabilidades, solo algunos euros
ahorrados en un banco. ¿Por qué no? me pregunté. Serían
dos meses de travesía oceánica, de la península a Buenos
Aires, pasando por Canarias, Cabo Verde y Brasil. -Una
buena navegada- pensé. Aprovecharía para visitar la
Patagonia y llegar quizás a Ushuaia, la ciudad más meridional
del planeta. El hecho de tener que abandonar el puesto de
trabajo es quizás lo que más me preocupaba. Pero, ¿luego
qué? Si me detenía demasiado a pensar en el después, me
paralizaría y acabaría por elegir la seguridad de lo cotidiano.
Un amigo, José Burgos, me dijo una vez que marcharse era
tan fácil como comprar un billete de avión. Lo que tuviera
que venir después ya se vería entonces. Cuánta razón.
A la mañana siguiente llamé a Mario para confirmar mi
incorporación. Él partía al cabo de una semana desde Port
Ginesta de Castelldefels, entre Sitges y Barcelona, y yo nece-
sitaba unas dos semanas más para terminar algunos proyec-
tos pendientes en la oficina. Opté por incorporarme más
tarde, en Cartagena.
El par de semanas pasaron rápido y llegó el día marcado,
el 10 de noviembre de 2003. Llené mi viejo petate con todo
lo necesario, es decir, ropa, neceser, unos libros y el equipo
oceánico formado por botas, pantalones, cazadora y chaleco
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con arnés de seguridad. Me despedí con un "hasta pronto"
de familiares y amigos. Deseaba irme sin las prisas ni la
presión de tener que volver para “fichar”. Regresar cuando
realmente quisiera hacerlo. Quería sentirme libre, aunque
solo fuera por un par de meses. Saber que si quería continuar
viajando, nada me lo podría impedir. Necesitaba desconectar
sin ser interrumpido.
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Capítulo 3
La partida
Llegué a Cartagena desde Barcelona a media noche en un
Talgo. Crucé la ciudad con mi abultado equipaje bordeando
los muros de la antigua fortaleza iluminada y descendí hasta
el puerto. Ahí se encontraba el velero de dos mástiles de
cuarenta y tres pies de eslora, construido en 1986 y con
bañera central. Su estado parecía bastante descuidado. En su
casco color rojo Ferrari había una prominente inscripción en
letras blancas: "Meditación". Una pequeña, desteñida y
desgarrada bandera argentina ondeaba suavemente en su
popa mecida por la brisa nocturna. Del velero amarrado
salieron el capitán Mario, y tras él, los otros dos tripulantes,
el larguirucho holandés de 19 años, Daan, y a su lado, el
rubio medio inglés, medio americano de 28 años, Cody.
Estas incorporaciones de última hora fueron gracias a un
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anuncio que puso Mario en Internet. Daan tenía alguna
experiencia en veleros, pero para Cody esta era la primera
vez que subía a un barco. A todos nos unía la ilusión de
cruzar el océano. Nos presentamos y cenamos en el interior,
forrado por cálida madera de haya y tenuemente iluminado
por una lámpara de aceite, una exquisita sopa de patatas
guisada por Cody. Charlamos hasta altas horas de la
madrugada acompañados por un par de botellas de buen
vino y me instalé, ya tarde, en mi estrecha e incómoda litera
de babor.
Sin saberlo, esa sería mi primera noche fuera de casa por
mucho, mucho tiempo.
Nos levantamos temprano al toque de la corneta militar
que sonó en el cuartel cercano y desayunamos en un bar
céntrico de la ciudad. Café con leche y un par de donuts. Era
una mañana fresca y sin nubes de otoño. Se me hizo raro
estar allí: un martes y no me encontraba encerrado en la
oficina. Un agradable cosquilleo y una permanente sonrisa
en mi rostro me confirmaron que tampoco la echaba de
menos.
A eso del mediodía soltamos amarras. Confianza e ilusión
se anudaron en ese momento. El viaje había comenzado.
La mar se encontraba llana como un plato, sin viento, y
mucho sol. Así durante los tres días que tardamos en llegar
navegando a motor hasta Gibraltar, tras realizar una parada
para repostar en Almería. Una navegación placentera y
tranquila, tanto diurna como durante las estrelladas guardias
nocturnas. Nuestro trabajo fue organizar un poco los víveres
comprados en Cartagena, revisar meticulosamente el velero y
prepararlo para la gran travesía. Durante el tiempo libre,
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escuchábamos música o dedicábamos las horas a la lectura
de libros en cubierta.
Un par de delfines con la silueta iluminada por el
plancton nos recibieron como juguetones torpedos lumi-
nosos bajo la mar negra justo antes de entrar en el puerto
tras el Peñón de Gibraltar durante la medianoche del jueves.
A la mañana siguiente repostamos de nuevo y visitamos
fugazmente ese extraño pedazo de Gran Bretaña. Actividad
bancaria, comercios y turistas. Tras un English Breakfast,
partimos, dejando atrás ese oasis de bordes escarpados,
rumbo directo a las Islas Canarias.
Cruzamos el estrecho de la mejor manera imaginable, sin
el temido levantazo o ponentazo que acostumbraban a
soplar en esa zona, navegando muy tranquilamente. Solo las
olas causadas por los enormes mercantes que atravesaban la
zona entorpecían tan placentera navegación. El estrecho
vibraba de vida. Delfines, enormes peces luna, cachalotes y
hasta un par de orcas nos hicieron disfrutar durante una
espectacular puesta de sol.
Dejamos atrás a nuestra querida Mare Nostrum y nos
sumergimos de lleno en el gran Océano Atlántico. Bordea-
mos Cabo Espartel ya entrada la noche dejando un rastro de
plancton fosforescente.
Nos encontrábamos en cubierta, vigilantes, Cody y yo,
mientras los otros dos preparaban la cena en el interior,
cuando, de pronto, una columna de humo negro empezó a
salir de la portilla y, de entre esa espesa humareda, a los
pocos instantes, Daan y Mario. Este último paró el motor.
Había un problema con la extracción de humos de los
cilindros. Abrimos las escotillas para que el interior se
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airease. Izamos las tres velas para avanzar con la suave brisa
que soplaba y apagamos casi todas las luces, ya que, sin el
motor, no podíamos recargar las baterías prácticamente
descargadas. Mario dudó por unos segundos si regresar o
continuar. Con ese viento nos encontrábamos a un día de
Cádiz y a cinco de Canarias. No quería perder tiempo y
decidió continuar.
La noche transcurría con tranquilidad. Durante mi
solitario turno de guardia, la Luna menguante remontaba el
horizonte, tras las crestas africanas, rojiza, mientras el resto
de la tripulación dormía. A mi izquierda, África, a mi derecha
el inmenso Océano. Me sentía afortunado por estar allí. Las
velas iluminadas por la Luna, el paisaje llano, el susurro del
agua en la popa causado por el avance plausible del
silencioso velero, el manto de estrellas inmóviles y el
descenso de algunas fugaces. Esa idílica situación duró poco,
pues el viento empezó a incrementar su fuerza con el paso
de las horas. Cuando llegó a fuerza 6, desperté a Mario para
el cambio de turno y para que me ayudara a reducir velas,
pues el Meditación iba ya bastante sobrado de superficie
vélica. Más tarde, las nubes fueron comiéndose con asom-
brosa velocidad las estrellas del firmamento y el viento no
paró de incrementar su fuerza. Las olas del océano se fueron
formando progresivamente, con vientos de más de 40 nudos
de proa y en el tupido gris amanecer ya teníamos olas
amenazantes y encrestadas de cinco a seis metros de altura.
Nos instalamos los cuatro tripulantes en cubierta.
Los rociones y la lluvia intermitente se fueron filtrando
poco a poco dentro de nuestras vestimentas, mientras que el
rugido del viento, de las olas y los estruendosos pantocazos
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rompían el interminable silencio que hacía horas reinaba
entre nosotros. ¿De qué se podía hablar en una situación
similar?
Pasó ese infernal día gris con la esperanza de una mejoría
del tiempo, pero no fue así. Entraba la noche.
Me encontraba junto a los otros tres tripulantes, empa-
pado, a oscuras y atado por la cintura, cerca de la rueda del
timón, cuando notamos como una enorme ola nos levantó
varios metros por el costado y nos lanzó violentamente hacia
su panza en lo que parecía un intento de volcar nuestro
velero. Tras casi tocar el palo al agua, el “Meditación” recu-
peró lentamente su posición, al igual que nosotros, magu-
llados y desorientados, a la espera de otra posible sacudida
mientras el fuerte viento continuaba aullando ensordecedor
entre la jarcia.
Era sábado noche y seguramente mis amigos estarían de
copas por los bares habituales en ese momento, y yo me
encontraba acurrucado en medio de la oscuridad, inmerso en
otros pensamientos, recordando quizás, o simplemente
intentando olvidar lo que pasaba. Echaba de menos poder
estar sobre el cómodo, inmóvil y seguro sofá de mi casa.
Pero cada nueva sacudida violenta del barco me llevaba de
nuevo a esa realidad que no deseaba.
El domingo amaneció igual de gris, sin otro cambio que
las olas, que ya alcanzaban siete metros de altura y nosotros,
que nos encontrábamos más cansados y empapados. Solo
entrábamos en el interior del velero para achicar más y más
agua. Ya no avanzábamos; solo luchábamos para mantener
nuestra posición. Extrañamente, las inmensas olas nos
llegaban de dos direcciones, formando unas majestuosas
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moles de agua que, en otras dos ocasiones, nos hicieron
zozobrar de costado a punto de sumergir de nuevo los dos
palos. Nada que ver con la esperada y espaciada ola oceánica.
Una ola más bien caótica, sin alineaciones ni orden. El
vendaval no se detuvo y durante ese segundo día de
temporal, el mástil empezó a balancearse varios centímetros
en cada pantocazo. No podíamos tensar los cables de la
jarcia en esas condiciones para darle más rigidez. El agujero
en cubierta donde se insertaba se empezó a ensanchar,
dejando pasar más agua al interior con cada ola que barría la
cubierta, obligándonos a achicar aún con más frecuencia. A
media mañana, el obenquillo de estribor reventó por el
anclaje y empezó a bailar al son del ritmo marcado por el
océano. El mástil se nos podía desplomar hacia babor. Mario
y Daan fueron a la base del palo mientras yo me encargaba
del gobierno. Cogieron la driza del spi y lo sujetaron en un
punto sólido de la bancada de ese mismo costado. Luego
redirigieron la driza hasta la bañera y la tensamos con el
winche trasero, ya que no pudimos hacerlo con el que se
encontraba en la base del palo, pues este salió disparado en
uno de los numerosos pantocazos y cayó hacia las profundi-
dades tras rebotar sobre cubierta. El “Meditación” no se
encontraba en condiciones para afrontar una situación simi-
lar. Se nos estaba desmontando. ¿Y esperábamos cruzar el
Atlántico con esta vieja cafetera? Su propietario no había
hecho bien sus deberes de mantenimiento.
Poco después, la pesada ancla rompió su fijación de proa
y empezó a descender y pendular peligrosamente arrastrando
metros de cadena en cada uno de los bruscos ascensos
causados por las olas. Se habían desprendido unos diez
metros cuando conseguimos llegar a gatas hasta ella. Mario y
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yo empezamos a recogerla palmo a palmo en un esfuerzo
sobrehumano, al tiempo que intentábamos no tragar agua en
cada ola que nos engullía y pretendía echarnos del barco. Las
manos ya casi no respondían. Cuando solo nos faltaban unos
tres metros para recuperarla del todo, empezó a salir dis-
parada del agua cada vez que la proa del velero despegaba
tras cada ola, y el vuelo de ese metal puntiagudo de veinte
kilos, terminaba siempre bruscamente sobre el costado del
casco. Estábamos aterrados, pues podía abrir una vía de agua
de difícil reparación. Teníamos que subirla más rápido, pero
no podíamos. Cuando por fin lo conseguimos, la amarramos
fuertemente con un cabo y pudimos comprobar fugazmente,
y aliviados, los daños sobre la fibra. Afortunadamente, pare-
cían superficiales. Regresamos, de nuevo gateando, a la bañe-
ra protectora. Nos dimos cuenta de que posiblemente no
teníamos la experiencia suficiente para afrontar la situación
extrema en la que nos encontrábamos. Quizás debíamos dar
media vuelta, y con el viento y el oleaje de popa, regresar a
algún puerto seguro. Y es lo que habríamos hecho si Mario
no hubiera mostrado tantas prisas.
Seguían pasando las horas, y nos limitábamos a hablar de
lo mínimo e indispensable, disimulando el miedo, intentando
que el pánico no se apoderase de la situación y agravase el
problema. Sentimos un gran alivio en el momento en que, a
media tarde, divisamos la costa africana de nuevo. Los
rostros cansados de Daan y Cody alumbraban esperanza. Al
menos sabríamos hacia dónde nadar. Mario se mostraba
impasible. Según el GPS de mano nos encontrábamos a unas
decenas de millas de Casablanca. Era nuestra salvación. A lo
largo de esa tarde, mientras nos íbamos aproximando, las
condiciones meteorológicas fueron mejorando levemente y
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el Sol nos hizo un sonrojado guiño entre las espesas nubes
durante el atardecer, tiñendo de brillante rojo el limpio
entorno, antes gris oscuro y brumoso. El viento empezó a
cambiar de dirección para atravesarnos de costado. Divi-
samos la ciudad. Nos fuimos acercando hasta esquivar los
enormes mercantes que se iban balanceando lenta pero
peligrosamente a merced de las montañosas olas de fondo
frente el puerto de Casablanca.
Estábamos ansiosos por entrar, pero, en el último
momento, nuestro capitán, ilusionado tal vez por la breve
mejoría del tiempo, o quizás intuyendo alguna posible
deserción entre nosotros tras la ingrata experiencia, decidió
no parar y continuar hasta las Palmas de Gran Canaria. Fue
una decisión nada bien recibida, pero ninguno de nosotros
dijo nada en ese momento. Tal vez él tenía razón sobre las
posibles deserciones. Nos encontrábamos agotados, y el
hambre y la sed hicieron su aparición.
Anocheció de nuevo. El viento descendió finalmente a 30
nudos, entrando por nuestra aleta-popa, y las olas fueron
cambiando con el transcurso de las horas hasta llegar a tener
la misma dirección que el viento, esta vez un poco más
ordenadas y menos encrestadas. La noche fue igual de dura,
instalados aun en la bañera central, turnándonos en el difícil
gobierno del timón, exhaustos; ya llevábamos casi dos días
sin comer ni beber nada, sin apenas dormir. Las nubes
empezaron a romperse mostrándonos algunas estrellas que
utilizamos como puntos de referencia para no perder el
rumbo durante los largos y vertiginosos descensos de las
grandes olas durante los planeos. Todo el barco vibraba
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debido a las turbulencias causadas por la hélice durante ese
desplazamiento a gran velocidad de veinte toneladas de agua.
El amanecer de ese tercer día fue espectacular. El viento
era ya cálido y de 20 nudos. Por fin. El reino gris y oscuro se
esfumó para dar paso a un mundo luminoso y azul profun-
do. Una especie de euforia reinaba en el “Meditación”. Nos
fuimos desprendiendo de nuestros trajes empapados y
esparciéndolos sobre toda la cubierta creando una alfombra
multicolor, bebimos deliciosa agua y devoramos las únicas
galletas cerradas herméticamente que se habían mantenido
secas en el interior. Poco después nos estiramos cual lagartos
al Sol durante largas horas, secando nuestra piel pálida y
arrugada tras dos días de filtraciones dentro del traje,
intentando desprendernos de esa humedad que parecía
realmente haberse aferrado dentro de todos nuestros huesos.
Como bien dijo Nietzsche, “Lo que no mata te hace más
fuerte”, y esa era la sensación que teníamos todos pese al
agotamiento. Lo habíamos superado, y cada una de las
células de nuestros cuerpos se alegraba por eso. Nos sentía-
mos realmente fuertes. Esa sensación indescriptible de haber
traspasado la línea del límite y regresar a una vida que conti-
nuaba. De vez en cuando respiraba hondo, como si quisiera
sentir y disfrutar de ese acto. Me alegraba por ello.
Las olas aún muy crecidas, pero ya no amenazantes, nos
mostraban una preciosa franja azul turquesa bajo su lomo,
como si momentáneamente nos descubrieran su gran tesoro
cristalino.
Echamos el hilo de pescar por la popa y, a los pocos
instantes y sin mucho esfuerzo, ya habíamos pescado un
magnífico atún, que limpiamos y cocinamos a la plancha con
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enorme devoción. Si el hecho de comer un atún fresco
recién pescado ya es un placer de por sí, hacerlo tras tres días
sin probar bocado fue una bendición. La siesta posterior a la
comilona, sobre cubierta, fue el éxtasis.
Una enorme ballena solitaria apareció el penúltimo día,
acompañándonos durante un par de horas en un surfear
constante bajo esos muros transparentes en movimiento,
acercándose una y otra vez antes de volver a alejarse.
A lo largo de la mañana siguiente divisamos la isla de
Lanzarote a babor, seguidamente Fuerteventura, y al cabo de
pocas horas más Gran Canaria en la proa. A primera hora de
la tarde entramos en el puerto de Las Palmas abarrotado de
gente. Nos acercamos navegando despacio hasta abarloarnos
en el pantalán de la gasolinera. Dos jóvenes, Kedem y
Vicente, nos ayudaron a amarrar.
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Capítulo 4
Islas Canarias
Los días que estuvimos en Las Palmas de Gran Canaria
realizamos las reparaciones oportunas en el barco tras ese
nefasto temporal: cambio del obenquillo de estribor, repa-
ración de la fuga de gases del motor, etc. El Meditación
disponía de una BLU, es decir, una radio de largo alcance
que permitía la comunicación con tierra u otro barco desde
cualquier punto del océano si las condiciones atmosféricas
eran idóneas. No funcionaba, por lo que también aprove-
chamos para que la supervisaran. El mítico radio aficionado
Rafael del Castillo, el ángel de la guarda de los navegantes
atlánticos españoles, nos visitó, tras una llamada, para echar-
le un vistazo.
Los pantalanes del puerto se encontraban en pleno ir y
venir de gente, pues estaba a punto de celebrarse el A.R.C.
(Atlantic Race for Cruisers). Anualmente se inscribían entre
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200 y 300 veleros. Otros tantos acostumbraban a aprovechar
dicho acontecimiento para no cruzar el Atlántico en solita-
rio. En total, más de 500 veleros a la espera y más de 1.500
personas entre patrones y tripulantes moviéndose a diario
por la zona, realizando los últimos preparativos para acabar
haciendo lo que un puñado de hombres ya consiguió por
primera vez 500 años atrás. La aventura de cruzar un océa-
no; quizás, una de las pocas grandes aventuras que existen
aún en la actualidad.
Por la tarde-noche, íbamos con otros amigos canarios
como Miguel, al Match Cup, donde se congregaban los
demás tripulantes y patrones de otros veleros para tomar
algunas cervezas. Ahí también se encontraban jóvenes aven-
tureros que se habían desplazado en avión hasta las Canarias
para probar suerte en encontrar algún velero que necesitara
algún tripulante para la travesía. Entre esos tripulantes a la
espera se encontraba Kedem de Israel y el vasco Vicente, a
quienes conocimos nada más llegar al puerto. También el
holandés Arne.
Partimos rumbo a Cabo Verde dos días después de la
gloriosa y espectacular salida del ARC. Los pantalanes se
quedaron desiertos, inanimados.
Habíamos realizado las últimas llamadas, enviado los
últimos e-mails y llenado las despensas del Meditación. Daan
decidió a última hora cruzar el Atlántico en otro velero,
rumbo al Caribe. Su baja fue reemplazada por Arne, que
aceptó nuestra invitación con gran alegría. Cody, mientras,
tras habérselo pensado varias veces, decidió no continuar la
travesía y volverse a Andalucía. Su primera tormenta, bajan-
do a Canarias con nosotros, había sido extrema, y le había
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frenado, a pesar de que fue el que más sereno se mantuvo de
los cuatro. Nuestra insistencia para que continuara fue en
vano. Una pena. Entonces hablamos con Kedem, que
aceptó encantado formar parte como nuevo tripulante del
Meditación. Volvíamos a ser de nuevo cuatro a bordo.
Todo en el barco estaba a punto, excepto lo más impor-
tante, el funcionamiento de la BLU. Queríamos estar conec-
tados a la Rueda del Navegante de Rafael. Pero su reparación
resultó imposible.
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Capítulo 5
Descenso a Cabo Verde
El descenso hacia el archipiélago africano y ex-colonia
portuguesa lo realizamos en tan solo seis días con viento de
fuerza 4-5 de popa y olas altas pero suaves. Tras la experien-
cia del temporal camino a Canarias, esas condiciones resul-
taron increíblemente cómodas. La humedad de la noche era
lo único molesto por lo pegajoso que resultaba. Algunas
noches fueron tupidas y oscuras, mientras otras nos mostra-
ron tantas estrellas fugaces que hicieron que se nos acabaran
todos los deseos.
Tras el segundo día de travesía, el motor no quiso
arrancar de nuevo y las baterías se encontraron otra vez casi
exhaustas, por lo que no pudimos refrigerar los alimentos de
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la nevera, ni utilizar el radar, ni la radio VHF, ni el GPS, ni
las luces de posición, ni las bombas para extraer el agua de
los tanques. Por suerte aun llevábamos el GPS portátil y
varias pilas. Por la noche, el interior estaba iluminado por
algunas velas viejas de olor enfermizo y el exterior, por una
potente linterna comprada en Canarias que encendíamos
para realizar las maniobras requeridas. Estuvimos dos días
intentando localizar el problema del motor sin éxito. Resultó
ser, como nos dijo el mecánico de Cabo Verde días más
tarde, que el agua de mar entró en los cilindros a través del
sifón de extracción de gases.
Disfrutábamos de la lectura en cubierta bajo los cálidos
rayos del Sol y escuchábamos, a través de un pequeño
receptor de largo alcance, Radio Nacional de España. Fue así
como nos enteramos del resultado de las elecciones a la
Generalitat de Catalunya. Maragall fue elegido como nuevo
President.
El génova empezaba a desgastarse tras el roce continuo
con el obenque y a casi dos días de nuestra supuesta llegada
a Cabo Verde, izamos el spinakker por primera vez. Inverti-
mos casi dos horas tras varios líos y “ochos”, y lo dejamos
ahí, hinchado, unas cuarenta horas, hasta que en la oscura
madrugada del lunes 1 de diciembre divisamos sobre el hori-
zonte las primeras luces de algunas casas en la isla de San
Vicente. Recogimos el spinakker y nos fuimos acercando
cautelosamente, pues no teníamos información cartográfica
del puerto de Mindelo, la segunda gran ciudad del archi-
piélago.
Nos acercamos a lo que parecía ser la entrada del puerto y
acertamos a ver varios barcos mercantes fondeados. La
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noche estaba cerrada y oscura, sin luna, y fuimos esquivando
con las velas semi arriadas los barcos inmóviles que íbamos
“adivinando” a pocas decenas de metros a contraluz. Los
ojos como platos. Había tensión, pues sin poder maniobrar a
motor, debíamos ser muy cautelosos. Cuando la densidad de
los barcos en la tranquila bahía aumentó peligrosamente,
buscamos el primer espacio que dedujimos en la oscuridad
iluminada por las farolas del puerto y pusimos proa al viento
para que las velas flamearan. Cuando el barco paró su inercia
lanzamos el ancla que enganchó a la primera. Reinaba el
silencio. Conseguimos de nuevo llegar, pese a las dificultades
técnicas, a un punto seguro. Quedaba poco para el amane-
cer, por lo que, como estábamos hambrientos y aun despeja-
dos, cocinamos algunos espaguetis y los desayunamos en
cubierta acompañados por un excelente vino tinto del
Penedés. Así celebramos nuestra llegada a África. La noche
se fue despidiendo y las primeras luces rojizas en el horizon-
te de levante nos empezaron a mostrar el bello recorte de las
altas montañas encrestadas, oscuras y áridas del centro de la
isla. Dormimos hasta el mediodía.
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Capítulo 6
Cabo Verde
El Sol brillaba y la temperatura era agradable. No hacía el
frío de diciembre de la península ibérica, pero tampoco un
calor agobiante. Con chancletas, bermudas y camiseta,
empezamos a desamarrar la pequeña lancha hinchable, el
dingui, como dicen los ingleses. Lo pusimos sobre el agua,
fijamos el motor de 4 caballos en su popa y a velocidad de
hormiga nos fuimos los cuatro hasta un pequeño pantalán
semi-derruido escondido tras otro más grande en las mismas
condiciones. Allí se encontraban otros dinguis. Nuestro pri-
mer contacto con la gente local fue en lengua criolla, fácil de
entender por su mezcla principalmente en portugués, para
pedirnos unos escudos para la vigilancia de nuestra pequeña
embarcación. Los vendedores ambulantes nos asaltaron
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durante el trayecto a pié hacia aduanas e inmigración. Fue un
poco agobiante, pero tras acatar un consejo de Kedem, que
estuvo tres años haciendo el servicio militar obligatorio en
Israel, dejaron de interesarse por nosotros con nuestro paso
firme y seguro y cara de ocupados. Mostramos nuestro pasa-
porte y los papeles del Meditación frente al comisario que
tardó casi una hora en teclear los correspondientes formula-
rios con una vieja máquina de escribir. Nos dio la entrada y
selló nuestras acreditaciones. Tras este trámite obligatorio,
fuimos por el centro de la vieja y bella ciudad colonial, a bus-
car una barbería para cortarnos el pelo y afeitarnos. Luego
nos acercamos al Clube Náutico de Mindelo, propiedad del
francés Jean Marie, para darnos la ansiada ducha tras seis
días sin poder extraer el agua de los tanques. Nos encontra-
mos con la molesta noticia de que, desde hacía una semana,
no había suministro de agua debido a un problema en la
única desalinizadora de la isla, por lo que la ducha fue susti-
tuida finalmente, casi con el mismo placer, por una cerveza
Sagres casi congelada. Sentados, seguramente desprendiendo
un olor pudiente, en una de las mesas del interior del club de
tejado abierto, y con vistas a través de la puerta principal a
parte de la bahía y del puerto, realizamos un brindis.
En nuestro segundo día en Mindelo, Mario logró encon-
trar un mecánico para solucionar el problema del motor.
Nos pidió levar anclas y entrar en el único pantalán del
puerto para que el mecánico pudiera realizar su trabajo. El
fuerte viento en la bahía dificultó enormemente una manio-
bra que nunca debió realizarse. Tardamos casi dos horas
hasta lograrlo, con el ridículo dingui, más de 100 metros de
cabos y momentos de muchísima tensión cuando el
Meditación a punto estuvo de empotrarse contra los otros
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veleros amarrados. Siete personas ayudando y otras decenas
como espectadores. Mario sacó todo su mal genio con gritos
posiblemente audibles en toda la tranquila bahía, situación
que corrió como la pólvora entre los demás navegantes de la
zona. Por la tarde, ya nos estaban preguntando discreta-
mente sobre ese extraño capitán que teníamos.
Al mecánico le llevó varios días buscar y reparar la avería,
por lo que Kedem, Arne y yo aprovechamos para visitar la
ciudad y sus alrededores. Una de las mejores maneras de
conocer la vida cotidiana de una ciudad es visitar el mercado
local. El mercado de Mindelo estaba situado en el centro,
dentro de un antiguo edificio. Colorido y bullicio en sus
paradas. Conseguimos más tarde un taxi que nos llevó hasta
la cumbre de la montaña más alta de la isla. Pudimos admirar
lo sensacional y tremendamente desértico de la zona. Ni un
árbol en la parte Oeste hasta la ciudad de Mindelo. En la
ladera opuesta, gracias a la humedad aportada por los
Alisios, extensas plantaciones de maíz y una espectacular pla-
ya blanca junto a un pequeño volcán. Enfrente, la isla de San
Antonio, siempre verde y cubierta de nubes.
Tomamos el “garot”, -café con leche- en el viejo y colo-
nial Bar Royal, en la calle principal, junto al mercado, y
comimos “cachupa”, el plato tradicional de maíz guisado. De
postre, un vasito de “ponche de mel”. Durante las cenas en
diferentes pequeños restaurantes familiares y económicos,
pudimos degustar el pescado fresco y exquisito de la zona a
precios ridículos.
En el Clube Nautico de Mindelo, nos tomamos las últi-
mas cervezas de la noche acompañados por música de un
grupo local. Conocimos a otros navegantes que, como noso-
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tros, esperaban el momento para cruzar el océano rumbo al
Caribe. El portero de dos metros situado en la puerta filtraba
el acceso a la gente local, pero no a la élite de las prostitutas
que intentaban sacar algo de provecho haciendo compañía a
algunos navegantes solitarios.
Allí hicimos amigos, como tres enormes noruegos de 23
años, quienes, tras dejar temporalmente la universidad, se
compraron un velero de siete metros y medio por 15.000
euros, y tras remontar el río Gambia del Senegal, se dispo-
nían a cruzar el Atlántico para regresar, al cabo de nueve
meses, tras recorrer el Caribe. Con recursos limitados, se
fabricaron un digui (o anexo) recubriendo con fibra de vidrio
un agujero en el suelo que les sirvió como molde. También
conocimos a un arquitecto francés, que vivía y trabajaba en
su catamarán, enviando sus proyectos semanal-mente vía
internet. Conocimos a otras parejas francesas, holandesas, un
irlandés medio loco, y al navegante español Paco Jiménez
con su “Tahino”, autor del libro “Alegrías y desventuras de un
navegante solitario”.
Un día, cuando Arne, Kedem y yo regresábamos al barco
para dejar algunas compras, nos encontramos a Mario
discutiendo de nuevo vivamente, esta vez con Tuga, un
influyente negociante del lugar y encargado del pantalán,
pues un par de niños habían estado llenando los depósitos
de agua del Meditación durante todo el día y Mario no quería
pagarles los cuatro euros que costaba ese servicio. Intenta-
mos convencer a Mario, pero este, alegando que eso no era
lo pactado, nos impidió incluso que lo pagáramos de nuestro
propio bolsillo. El altercado hizo que se presentara la policía
portuaria y nos echaran del amarradero con vientos de 30
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nudos, sin motor y de nuevo, intentando remolcar el velero
con la ridícula fuerza de nuestro pequeño dingui. Evidente-
mente, la maniobra de arrastre para salir del pantalán hizo
que el Meditación se acabara empotrando, esta vez sí, contra
la proa del resto de los veleros amarrados, con el evidente
enojo de sus ocupantes. Kedem, Arne, y yo, nos íbamos
mirando en silencio perplejos mientras realizábamos todas
las maniobras dictadas por nuestro capitán, sin atrevernos a
plantarnos ni protestar sobre esa surrealista situación. Este
espectáculo gratuito aseguró el divertimento de las decenas
de espectadores que de nuevo se amontonaron en el puerto
apareciendo de la nada.
Echamos el ancla al otro lado de la bahía.
Quedaba poco para acabar los trabajos en el motor del
barco y realizamos todas las compras de provisiones en el
mercado para poder subsistir durante las dos o tres semanas
que teníamos previsto para cruzar el Atlántico hasta la isla de
Fernando de Noronha, en Brasil. Cajas de frutas, verduras,
carne, arroz, patatas, pasta y mucha agua embotellada.
Sellamos en aduanas los pasaportes para la salida de Cabo
Verde y tomamos algunas Sagres con los demás navegantes
para despedirnos en la que tenía que ser nuestra última
noche en el continente africano.
El capitán se nos presentó muy tarde esa madrugada y
nos despertó para reunirnos en cubierta. Empezamos a
hablar un rato de cosas sin importancia y al final acabó
exponiendo la nueva decisión que había tomado. Alguien
perteneciente a una mafia local había contactado con él unos
días atrás. Le habían propuesto llevar a cinco nigerianos sin
papeles hasta Brasil ofreciéndole mucho dinero, que no
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quiso concretar, pero que calculamos más adelante que
rondaría entre unos 20 y 30 mil dólares estadounidenses.
Arne, Kedem y yo nos quedamos perplejos e incrédulos ante
lo que nuestros oídos estaban escuchando. Mario lo tenía
todo planeado. La distribución en el barco, el arroz extra, y
el reparto del dinero. ¿Pero de qué narices estaba hablando?
Tras la atención inicial, como si de una broma se tratara, y
tras comprobar la seriedad con la que lo explicaba el capitán,
empezamos a discutir.
-¿Cómo nos puedes hacer esto? Es broma, ¿verdad?
Estábamos indignados. ¿Quién era él para meternos en
un lío como ese? Mario, con voz más elevada, se mostró
inflexible con su decisión. Se levantó y acabó diciéndonos
que lo iba a hacer con o sin nosotros.
-En un barco no existe la democracia.-dijo-.
Así que, sin pronunciar ni una sola palabra de más, todos
nos fuimos a nuestros respectivos camarotes y literas; pero
no podíamos dormir. Arne, Kedem y yo habíamos dejado
muchas cosas atrás para cruzar el océano. Para Kedem era
un sueño que estaba viendo derrumbarse.
-¿Por qué no me esperé a otro barco en Canarias? -se
preguntó en mi presencia-.
Arne igual: había dejado su casa tres meses atrás, y se
quedó a las puertas de cruzar. Yo estuve durante varias horas
inquieto y nervioso, dando vueltas en la litera y fumando
cigarrillos en cubierta. Era el único que dudaba ¿Qué diablos
debía hacer? No deseaba realizar ese trabajo impuesto ni por
esa cantidad, pero tampoco quería renunciar a un viaje ya
emprendido. No tenía suficiente dinero como para continuar
- 45 -
por mi cuenta, y era evidente que si desembarcaba no podría
cobrar la parte proporcional del transporte realizado hasta
Cabo Verde que Mario me debía. Era enfrentarse a uno de
esos dilemas de los que pueden marcar el resto de la vida.
¿Qué es ético y qué no lo es? Para este tipo de resolución no
podían existir ambigüedades ni doble moral. Tras varias
horas, por fin, llegó la respuesta a mis dudas. Era una
respuesta firme y segura. Mi cuerpo dejó de sudar. Profunda-
mente relajado y contento, me fui a dormir. Desembarcaría
al día siguiente y volvería a casa.
Me bajé del barco a la mañana siguiente junto con
Kedem, Arne y mi petate, en un momento en que el capitán
se encontraba en tierra, para así evitar posibles represalias
cuando le fuésemos a comunicar lo decidido. Nos sentamos
los tres en una mesa del Clube Náutico mientras pensaba-
mos y hablábamos de cómo se habían torcido las cosas.
Nuestros amigos navegantes se extrañaron de vernos con
todos nuestros enseres, pero evitamos dar demasiadas
explicaciones por temor a la mafia local que se había puesto
en contacto con nuestro capitán. Cualquiera podía estar
implicado.
Mario apareció sobre la hora de comer. Se sorprendió de
vernos con nuestros artefactos, se acercó, y le comunicamos
nuestra decisión unánime. Se fue sin decir nada. Su cara
mostraba indignación. Horas más tarde lo vimos pasar un
par de veces más cargado con sacos de patatas y bolsas de
arroz, pasando cerca de nosotros y sin dirigirnos la palabra.
Dedujimos que había acabado cogiendo ocho nuevos tripu-
lantes en total.
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Arne encontró al día siguiente un velero holandés, tripu-
lado por una pareja con un niño que le invitaron a cruzar
con ellos a cambio de 15 euros al día, para cubrir gastos. Se
despidió de nosotros emotivamente y partió al cabo de dos
días. Pasados tres meses nos envió un e-mail desde Colom-
bia, donde continuaba viajando tras haber desembarcado en
el Caribe.
Kedem y yo, mientras tanto, nos trasladamos a un piso
que tenía Jean Marie, el propietario del Clube Nautico de
Mindelo, a las afueras de la ciudad y que nos había cedido
amablemente para que pasáramos el tiempo que fuera
necesario. Pudimos ducharnos por primera vez en dos
semanas y lavar la ropa. Decidimos quedarnos un tiempo en
la isla y, quizás, ¿por qué no? podíamos tener suerte, como
Arne, y encontrar otro velero que necesitase tripulación. Al
fin y al cabo, en Mindelo se abastecían bastantes embarcacio-
nes antes de cruzar hacia el otro continente. Al cabo de un
par de días, y para estar más cerca del Clube, Kedem y yo
nos instalamos en un catamarán de diez metros fondeado
frente al pantalán de los dinguis, propiedad del comerciante
Tuga. Conocíamos ya a todo el mundo que por allí pasaba.
Jugábamos al ajedrez con ellos. Los del Clube Nautico se
portaron muy bien con nosotros y al poco tiempo todo el
mundo sabía de nuestra situación y la de nuestro capitán
Mario.
Una plácida tarde bajo una palmera, un profesor valen-
ciano que se encontraba de intercambio, nos informó que la
Copa América tendría lugar en España, concreta-mente en
Valencia en el año 2007. Me alegré por esa gran noticia.
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Esa misma noche, Kedem y yo nos sentamos encima de
unas rocas, a las afueras de la ciudad, y con vistas a toda la
bahía. Era una noche serena, sin viento, estrellada y sin luna.
En medio de la oscuridad e iluminado por la tenue luz de las
farolas de la costa, podíamos divisar a lo lejos, el Meditación.
Prometía ser una noche larga y nos abastecimos de algunas
cervezas. Se rumoreaba que ese era el día en que se iba a
embarcar a los ocho africanos. Esperamos hasta las cuatro
de la mañana sin notar nada extraño, hablando sobre los
conflictos en Israel, y nos fuimos a dormir. Esa fue la última
vez que vimos el velero argentino que nos había llevado
hasta allí.
Después de un año, según testimonios de amigos comu-
nes, Mario llegó sin problemas a Brasil, donde dejó con
éxito, y sin ser visto, a sus ocho tripulantes en una apartada
playa solitaria. Luego navegó hasta Buenos Aires, donde
cobró el dinero proporcional por el transporte del velero, y
viajó hasta EEUU para comprarse, con esa pequeña fortuna,
un velero de ocasión. Al poco de partir hacia Europa, se le
hundió cerca de alguna costa sin precisar, y fue rescatado.
Regresó a Barcelona y al poco desapareció de nuevo durante
unos meses. Un buen día, comprobaron con sorpresa a
través de las noticias de televisión, prensa escrita e Internet,
que lo habían pillado en Canarias, en un velero procedente
de Brasil que transportaba casi una tonelada de cocaína. Por
lo visto, al llegar a tierra, se escapó y se escondió durante una
semana en la isla, alimentándose de frutos silvestres, hasta
que finalmente se entregó a la Guardia Civil, consciente de la
imposibilidad de huir. Se le había acabado la libertad.
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Pasaron los días, y al cabo de una semana, Kedem llegó
nervioso al Bar Royal en donde me encontraba tomando un
cortado.
-¡Albert, tenemos suerte! ¿Ves como hemos hecho bien
en quedarnos aquí? ¡Nos han ofrecido llevar el catamarán de
quince metros de Chantal y Freddy a Barbados!- dijo.
Freddy y Chantal eran una pareja de franceses de cuarenta
y pocos años que habían descendido desde Francia con el
“ILOT”, su catamarán de madera impecablemente restaura-
do, con su hijo Julián de 20 años, y con la idea de establecer-
se en Martinica para, posteriormente ir a trabajar a México,
en un exclusivo centro vacacional de un amigo. Un proble-
ma familiar les obligaba a regresar con urgencia a Francia.
No querían dejar el velero que durante tantos años habían
estado restaurando en ese inseguro lugar, por lo que nos
ofrecieron que lo lleváramos a Barbados junto con su hijo
Julián.
Estábamos encantados con la nueva propuesta, ¿quién lo
iba a decir? Así que, después de hablar y prepararlo todo
durante un par de días, salimos los tres el mediodía del 13 de
diciembre de 2003, con los Alisios en popa, a una velocidad
de 3-4 nudos… tras nosotros unas nubes anaranjadas por el
Sirocco sahariano.
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Capítulo 7
Atlántico
Dieciocho días fue lo que tardamos en cruzar el Océano
Atlántico. El ILOT, construido con madera de caoba y teka
hacía más de treinta años, tenía un sobrepeso brutal. La
panza del barco era golpeada por casi todas las olas
medianamente altas que llegaban por popa, algo a lo que
Kedem y yo no estábamos acostumbrados. Eso nos tuvo
algo preocupados al principio. De todas maneras el bi-casco
navegaba con suavidad y con una estabilidad muy confor-
table en los días sin tormenta. Las placas solares instaladas
sobre la bañera de popa a modo de parasol nos suminis-
traban unos 20 amperios/hora en los días soleados, suficien-
te para cargar las baterías y no tener que encender el motor
para generar electricidad. Comprobábamos nuestra posición
diariamente a través del GPS y la marcábamos sobre la gran
carta Atlántica desplegada encima de la mesa del comedor
central. Descargábamos la previsión meteorológica a través
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del weather-fax instalado en el ordenador portátil conectado a
la BLU.
Por las mañanas, lanzábamos las cañas de pescar por la
popa. El océano fue generoso con nosotros, pues pescamos
dos atunes de tres kilos y siete preciosos dorados durante el
tiempo que tardamos en cruzar. Julián era un artista lim-
piando el pescado y Kedem lo preparaba de mil maneras
deliciosamente diferentes. De todas formas, al final, nada
pudo evitar que acabáramos aborreciendo tal manjar y
ansiáramos un buen entrecot casi crudo. Colgamos al sol y al
viento parte de uno de los atunes y un dorado, convirtién-
dose la blanda carne en dura mojama seca, salada y sabrosa,
al cabo de unos días.
Por las mañanas, y tras lanzar los anzuelos, leíamos en
cubierta durante las horas muertas y escuchábamos las noti-
cias de RNE. Fue así como nos enteramos de la detención
de Saddam Hussein, la muerte del Vaquilla y la celebración
del 25 aniversario de la constitución española. Por las tardes
Kedem y yo jugábamos al ajedrez e iniciábamos a Julián en
este fabuloso juego estratégico, mientras el piloto automático
del ILOT mantenía las velas hinchadas con el rumbo lento
pero constante hacia el horizonte llano del Oeste, hasta que
al atardecer, en un rito ineludible, los tres llenábamos el culo
de nuestras copas de ron añejo y nos sentábamos en la proa
para admirar, con la música de Dulce Ponte sonando de
fondo, las espectaculares y variadas puestas de sol que
siempre ofrecía el Atlántico. No había nadie en todo el
horizonte. Ese trozo de océano era nuestro.
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Las noches nos invitaban, durante las guardias solitarias y
tranquilas, a inmiscuirnos en nuestros pensamientos más
profundos, mientras el universo nos mostraba incansable su
manto de trillones de estrellas, tal como lo llevaba haciendo
desde antes de que la Tierra fuera Tierra. Podíamos ver la
Vía Láctea en su totalidad, de horizonte a horizonte, y oír el
silencio de la nada, del vacío. Cuando apuntaba con los
prismáticos a cualquier punto de la bóveda, descubría
centenares de miles de nuevas y minúsculas estrellas apreta-
das. Orión, Cassiopea, Sirius, la Polar, las Osas, las Pleides...
Solo la quietud de lo eterno se rompía por el paso de veloces
estrellas fugaces que dejaban una breve cicatriz estelar. Era
durante las noches sin luna, en las cuales, con nuestros ojos
adaptados, podíamos controlar todo el barco con tan solo la
tenue luz de esos lejanos astros.
Cuando empezaba a aparecer la Luna, desaparecían las
estrellas más débiles, pero su potente luz nos hacía compañía
mientras iluminaba las nubes lejanas como si de exuberantes
montañas redondeadas de algodón se tratara.
Durante cuatro o cinco noches seguidas, tras acostarme
después del turno de guardia, me desperté curiosamente sin
reconocer mi alrededor. ¡Esa no era la habitación de mi
casa!… ¿Dónde me encontraba? ¿Qué era ese balanceo?
Tardaba varios minutos en darme cuenta de que me encon-
traba flotando rumbo a otro continente, a cinco mil metros
del fondo.
Los días nublados y tupidos, normalmente con oleaje,
eran desmoralizantes, mientras que durante los días soleados
disfrutábamos de la gran variedad de formas y colores que
puede tener una nube: blanco inmaculado, anaranjado, rojo
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intenso, azul turquesa, azul pastel, y verde eléctrico, según la
hora del día… Algunos arco iris completaban la gama de
colores que faltaban, en un paisaje donde normalmente el
color predominante era el azul y el blanco.
Nos duchábamos bajo los rápidos chubascos para ahorrar
agua del depósito y nos dejábamos secar por el sol y el
viento cálido poco después.
Cada mil millas recorridas las celebrábamos con un
chupito de whisky.
Llegó el día 25 de diciembre de 2003, Navidad, y aún nos
encontrábamos a varios días del lugar de destino. Estábamos
incomunicados desde que salimos de Mindelo. El día era gris
y sin apenas viento. Las primeras notas de “Silent Nigth”
que sonaron por los altavoces del barco, hicieron que los tres
únicos tripulantes del ILOT entráramos en un estado como
de trance depresivo. Ni la exquisita comida preparada con lo
mejor que había en la despensa, ni el filetón de dorado
previamente adobado con especias, ni los regalos que nos
intercambiamos, ni el doble arco iris completo aparecido en
la popa justo antes del atardecer, hicieron que pudiéramos
salir de esa consternación. Sorprendentemente echábamos
muchísimo de menos a toda la familia y amigos. Nos
encontrábamos alrededor de una gran mesa repleta de
comida, un par de turrones que me había regalado una amiga
de Barcelona, vasos llenos de buen champán francés y cuatro
cigarrillos Marlboro reservados para la ocasión… pero
nuestras mentes se encontraban a miles de kilómetros de
distancia. Ese día, el ILOT avanzó desalmado.
Esta triste Navidad y el hecho de que estuviese leyendo
un libro en hebreo sobre la importancia de la familia y los
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amigos hicieron que Kedem se sintiera tremendamente
triste. Su idea de continuar viajando una vez llegados al
Caribe se deshizo y tenía muy claro que quería regresar a
Israel en cuanto pudiera. Julián ansiaba ver de nuevo a sus
padres. El silencio se acomodó entre nosotros. Yo deseaba
meterle un par de cohetes al barco para acelerar su paso.
Íbamos muy lentos, y todo hacía pensar que en Nochevieja
se repetiría la misma triste situación.
El atardecer del 29, una colosal muralla alargada de nubes
negras aparentemente impenetrables, se presentó por el hori-
zonte de poniente, justo en proa. Se iba acercando rápida-
mente hacia nosotros. Tal y como pudimos comprobar en la
predicción del WheatherFax, era la cola de un gran frente que
cuatro días antes había barrido velozmente las costas de
Florida y el Caribe, de Noroeste a Sureste. Se nos echaba
encima. Los ánimos en el barco cambiaron radicalmente.
Necesitábamos pensar en otra cosa. Una tormenta repentina
fue un excelente aliciente. Nos preparamos con nuestras
ropas impermeables, cenamos algo rápido y esperamos
ansiosos hasta que anocheció.
Los vientos de 35 a 40 nudos presionaban con fuerza
sobre el génova y la mayor, que estaba enrollada dos tercios.
Con el poco velamen dispuesto, el catamarán avanzaba
rápido y estable sobre el océano aún llano. La cuantiosa y
fría lluvia horizontal nos golpeaba con tal fuerza que
debíamos ponernos de espaldas en cuanto nos resultaba
posible para no sentir los tortuosos pinchazos en la cara. El
viento fue creando grandes olas encrestadas con el trans-
curso de las horas y estas fueron golpeando en la panza del
ILOT cada vez con más potencia. Todo en el interior salía
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despedido en cada impacto. Asustados inicialmente por los
ensordecedores estruendos, llegamos a creer que el ILOT,
fabricado en madera, se nos iba a partir en dos.
La tormenta iba acompañada por algunos rayos lejanos,
que iluminaban fugazmente todo lo que antes parecía una
gruesa cortina negra un poco más allá de los instrumentos de
control tenuemente iluminados. Como si de varias instan-
táneas se tratara, podíamos vernos rodeados de oscuras
columnas de agua tan grandes, altas y tupidas, que parecía
que íbamos a golpearnos con ellas cuando se nos echaban
encima. Nos fuimos turnando a la rueda del timón, pues el
piloto automático no podía gobernar los violentos cambios
de dirección del catamarán. El viento rolaba constantemente
por proa y tuvimos que realizar varios bordos para no
alejarnos más de nuestro rumbo a la Isla de Barbados.
La tormenta solo duró esa noche, y aunque acabamos
exhaustos, la disfrutamos como el más loco de los piratas. El
ciclón que nos encontramos bajando a Canarias me había
curado de todas las impertinencias meteorológicas que se me
iban a presentar durante el resto del viaje. Al final, todo
resultaba relativo. Los problemas resultan no serlo cuando ya
has sufrido otros mayores en el pasado o dejan de serlo
cuando se avecinan otros más graves. Entonces, y al final,
¿qué es un problema? Lo que cuenta es estar vivo, poder
respirar consciente de este acto, aprender lo observado y
nunca olvidar lo aprendido. Al igual que tras la noche sale el
Sol, tras la tormenta vuelve la calma.
Con el astro rey sobre nuestras cabezas y con el viento
amainado y fresco finalmente constante de 20 nudos
procedente del Norte, el ILOT avanzaba a toda vela con
- 55 -
velocidad de través de 7-10 nudos, cortando las crecidas olas
y dejando una bonita y larga estela en nuestra popa.
Estábamos contentos, llevábamos 16 días de travesía y nos
acercábamos al destino. Deseábamos; mejor dicho, ansiá-
bamos llegar para el fin de año.
A primera hora de la mañana del 31 de diciembre de 2003
pudimos divisar las primeras crestas de la isla de Barbados.
Como Rodrigo de Triana quinientos años atrás, gritamos
“tierra a la vista”. La alegría era desbordante. Al cabo de
unas horas nos encontrábamos ya bordeando el Sur de la isla
y nos fuimos acercando a su capital, Brigthtown, a eso del
mediodía.
Despacio, a motor, y con las velas ya enrolladas, fuimos
acercándonos a esa bella bahía repleta de veleros. El azul
marino del océano se fue convirtiendo poco a poco en azul
claro turquesa. Habíamos llegado. No tardamos en lanzar el
ancla en esas aguas cristalinas. Nos sentamos en proa para
admirar en silencio la bonita playa de arena blanca que surgía
del océano. Árboles y cocoteros en su retaguardia e, inter-
caladas, casitas de madera pintadas multicolor. Veíamos y
oíamos el murmullo de los turistas, de la gente y muchas,
muchísimas chicas espectaculares bronceándose sobre la
arena. Tras dieciocho días en silencio sin divisar tierra,
habíamos llegado al paraíso.
Allí, en el pantalán, nos estaba esperando Freddy, el padre
de Julián.
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Capítulo 8
Llegada a Barbados
Acostumbrados a caminar ocasionalmente, durante las
tres semanas que duró la travesía, sobre una superficie no
superior a lo que sería un mini-apartamento, el camino de 15
minutos hasta donde se encontraba inmigración y aduanas se
nos hizo largo y muy agotador. Sellamos nuestros pasa-
portes, llamamos a nuestras respectivas familias para decir
que habíamos cruzado sin problemas, y regresamos al ILOT
para arreglar y ordenar algunas cosas. Por la tarde ya estába-
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mos pensando en la fiesta de Nochevieja. Tomamos un taxi
tras negociar el precio, y nos dirigimos a unas duchas públi-
cas en una playa semi vacía, donde pudimos asearnos para la
noche. Cenamos un enorme chuletón a medio hacer que
masticamos concienzudamente para saborear lentamente to-
do el sabroso y añorado jugo ensangrentado que desprendía.
En el "The Boatyard", un bar al aire libre sobre la playa
blanca, se iba a realizar una gran fiesta para dar la bienvenida
al 2004.
Celebramos con buen champagne la entrada del nuevo
año, cinco horas después que mis allegados en Barcelona.
Bebimos, saltamos, e intentamos ligar con las turistas allí
congregadas. Entre ellas, una afroamericana canadiense de
ojos azul marino y espectacular sonrisa llamada Tamara.
Al día siguiente, con una resaca de tres cuartos, fuimos de
nuevo caminando pesadamente hasta inmigración para
arreglar el desembarco de Kedem y el mío del ILOT.
Queríamos quedarnos unos días más en la isla para descan-
sar y disfrutar de ella tras tantos días en la mar. Pero surgió
un problema que no esperábamos: En las oficinas de
inmigración no iban a dejar salir al ILOT de la isla si
nosotros dos no les mostrábamos unos billetes de avión de
regreso a nuestros países de origen. Nos dirigimos con un
minibús, o guagua como lo llamaban allí, al aeropuerto y
averiguamos que un billete desde Barbados a Barcelona me
costaba entre 2.000 a 3.000 $US. Nos pareció una sandez lo
que nos estaban explicando, pues en ningún otro lugar que
conocíamos se daba ese caso y con un billete de salida a
cualquier otro país ya era suficiente.
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Salimos muy indignados. A media tarde, tras un ir y venir
con la guagua local, encontramos otra solución. A Kedem,
como también tenía pasaporte americano, no le hacía falta
comprar un billete a Israel, por lo que, con 300 compró
uno a Puerto Rico. Yo, por mi parte, fui al consulado francés
en Barbados y me confirmaron que en Martinica, el próximo
destino previsto del ILOT, tendría todos los derechos como
ciudadano europeo. Sentí, por primera vez en mi vida,
orgullo europeísta.
Así que, tras arreglar el desembarco de Kedem en
inmigración, tomamos juntos la última cerveza en "The
Boatyard" y nos despedimos tristes por tan repentina separa-
ción. Responsable, centrado y muy inteligente. Un gran
amigo.
La experiencia sobre un Océano puede separar, o unir
para siempre.
Kedem permaneció unas semanas más en Barbados y
luego fue a EEUU para visitar a su padre. Tras ese viaje,
regresó a Israel con su familia y amigos, donde continuó
navegando y regateando en cruceros por el Mar Rojo y el
Mediterráneo.
Levamos el ancla y partimos rumbo a Martinica.
El viento procedente del Noreste se mantuvo de través
de 30 a 35 nudos, y en cuanto salimos de la parte protegida
de sotavento de la isla, nos encontramos con las enormes
olas Atlánticas, suaves en su llegada al catamarán, pero de
caída brusca tras atravesarnos. Ir directos a Martinica no nos
resultó confortable. Freddy se encontró indispuesto toda la
noche en el comedor central y el barco lo llevamos entre
Julián y yo, ya acostumbrados a esos bruscos movimientos.
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A medianoche, divisamos una gran pelota repleta de luces en
el horizonte. Ni con los prismáticos podíamos distinguir de
qué se trataba. Intentamos divisar alguna luz verde o roja
que nos confirmara que se trataba de un barco, pero con
tantas luces no nos fue posible. Tal vez se trataba de una
plataforma petrolífera, pero no estaba indicada en ninguna
carta. Lo peor es que lo teníamos justo enfrente y parecía
que se acercaba hacia nosotros. Encendimos el radar y
esperamos. Al cabo de un rato pudimos adivinar una tenue
luz verde entre tantos focos. Con ese descubrimiento
confirmamos que se trataba de un buque, pero la colisión
parecía inevitable si no realizábamos alguna maniobra.
Nosotros navegábamos a vela, de través y amurados a
estribor. Entonces, esa pelota de luces, navegando a vela o a
motor, debía modificar su rumbo. El radar iba marcando la
distancia cada vez más corta: 1 milla, 0,6 millas, 0,3 millas...
Modificamos ligeramente nuestro rumbo hacia barlovento,
cortando las olas con más dificultad... el otro barco
continuaba acercándose a 0,2 millas y a 0,1 millas. Por
sotavento, a casi 100 metros, nos pasó el majestuoso barco
de 5 mástiles del Club Med, jodidamente iluminado.
Pasamos cerca de las luces de la isla de Santa Lucía
durante la madrugada, y por la mañana, entre chubascos
intercalados con arco iris, divisamos Martinica. La
bordeamos por sotavento y nos acercamos hacia su capital,
Fort de France. Dentro de la gran bahía, viramos a estribor
para acercarnos a l’Anse a l’Ane, donde debía estar la madre
de Julián, Chantal, esperando. En el momento de recoger el
génova con el viento racheado de 30 nudos que aún soplaba,
el cabo del enrollador se solapó fuertemente uno con otro,
pues en el momento en que lo desenrollamos en Barbados
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no mantuvimos la tensión necesaria. Eso hizo que se partiera
el tambor. Tardamos más de una hora en enrollar completa-
mente el génova que flameaba con un ruido infernal,
utilizando como único instrumento un pico del loro y la
fuerza de nosotros tres situados en la proa. Después,
encendimos los dos motores y nos acercamos a la bahía
rodeada de cocoteros y casitas, para fondear junto a otra
decena de veleros. Era el soleado 3 de enero de 2004.
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Capítulo 9
Martinica
Después de tres días fondeados en l’Anse a l’Ane,
decidimos cambiar nuestra situación y dirigirnos a otra bahía
cercana, l’Anse Mitan, llena de veleros, ya que se encontraba
más resguardada del molesto oleaje creado por los ferries
regulares que conectaban esa zona con la capital, visible al
otro lado de la bahía. Nos encontrábamos también más
cerca del pueblo, Pointe du Bout.
Quizás fue debido a los fuertes golpes de mar sobre la
panza del catamarán de la última tormenta, o por el desgaste
de la travesía oceánica, o simplemente porque el catamarán
ya se encontraba forzado tras 30 años de existencia, que
detectamos una pequeña vía de agua en el costado interior
de babor, donde se une el casco con la plataforma. Así que
me quedé unas semanas como invitado en el ILOT mientras
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les ayudé con éste y otros trabajos de reparación y manteni-
miento.
Julián y yo fuimos algunos días a Fort de France, a visitar
la ciudad, y de pesca submarina en los cercanos corales
muertos y desgastados de alrededor. Una tarde, mientras
regresábamos al catamarán, nos cruzamos con una cara
conocida sobre la playa blanca. Era la guapa canadiense
Tamara que conocimos durante la Nochevieja en Barbados,
acompañada de tres amigas más. Las invitamos a tomar algo
en un chiringuito cercano con mesas de madera vieja sobre
la playa y bajo unos cocoteros, y decidimos ir de camping
con otros amigos suyos al lado Sureste de la isla.
Era media tarde del sábado cuando Tamara nos pasó a
buscar, puntualmente, en su coche alquilado. Nos reunimos
con el resto del grupo en un supermercado y después de
realizar las compras para la cena, fuimos conduciendo, tras
dejar la carretera principal, a través de unos senderos que
creaban un laberinto entre cocoteros y matorrales. Empe-
zamos a oír poco a poco el susurro del océano antes de
llegar a una espectacular playa solitaria justo en el momento
en que el Sol se posaba tras la baja colina de poniente.
Tuvimos el tiempo justo de bañarnos bajo las aguas color
turquesa y maravillosamente cristalinas. Fue una sensación
increíble. Nos encontrábamos en un lugar que aún parecía
inexplorado por los ansiosos turistas. Con el agua al cuello,
medio flotando sobre el fondo blanco azulado, nos
dejábamos hipnotizar por el constante desintegro, fuerte y
explosivo, de las olas oceánicas en la barrera de coral situada
a menos de un centenar de metros de donde nos encontrá-
bamos. El cielo fue oscureciéndose y las estrellas empezaron
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a aparecer en el firmamento. Ya casi no había luz cuando
caímos en la cuenta de que debíamos salir de la cálida agua y
buscar leña para hacer un gran fuego. Nos dejamos secar por
la suave brisa de los alisios mientras buscábamos troncos y
ramas secas dentro del bosque de manglares y cocoteros tras
la playa. La oscuridad y el silencio entre los arbustos fue solo
roto por el movimiento de centenares de cangrejos que se
desplazaban lateralmente en cada uno de nuestros pasos.
Como si de una majestuosa alfombra oscura en movimiento
se tratara, se fueron abriendo mostrando un camino antes
inexistente.
Al poco tiempo nos encontrábamos ya sentados alrede-
dor de una enorme fogata bajo los cocoteros, bebiendo vino
y comiendo sándwiches de diferentes tipos. A pocos metros,
el susurro del agua rota y tranquila sobre la arena caribeña.
Tras la cena, ya tarde, nos escapamos Tamara, una amiga
suya finlandesa, Julián y yo, a un concierto rasta clandestino
en una casa semi abandonada en la cima de una colina con
vistas. Nada de cervezas, pues “los auténticos” rastas no
bebían alcohol. No había apenas luz, sólo un par de focos,
rojo y verde, iluminando a los cuatro músicos. Estaba
repleto, quizás por un centenar de oscuros isleños fumando
cannabis y bailando con un ligero movimiento de cabeza, de
arriba abajo. La filandesa, el francés y yo éramos los únicos
pálidos. –En el Caribe y escuchando piezas de Bob Marley
¿qué más puedo pedir?- dijo Julián admirando el cielo estre-
llado tras expulsar el humo del porro de marihuana que tenía
entre sus dedos.
Al día siguiente, a primera hora, desmontamos el idílico
campamento y nos dirigimos a otras playas situadas un poco
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más al Norte, siguiendo un sendero entre altos bosques de
cocoteros tras largas playas blancas desiertas y aguas
turquesas… No había nadie. Comimos algunos erizos de
mar crudos y bebimos el agua de algunos cocos que
tardamos en abrir, por la falta de experiencia, con mi
Leatherman. Pasamos todo el día allí, tumbados y bañán-
donos. Fue un inolvidable fin de semana.
Decidí entonces quedarme una temporada en Martinica,
así que era indispensable encontrar algún trabajo para, al
menos, cubrir los gastos básicos. Primero estuve husmeando
por la capital, Fort de France, pero no necesitaban a nadie.
Después me desplacé hasta Le Marin, al Sur de la isla, donde
se encontraba el punto neurálgico para veleros y empresas
del sector náutico. Yo no tenía ni idea de hablar francés, y
pocos franceses hablaban inglés, y menos español, así que la
tarea no me fue fácil. Fui dejando mi Currículum en algunas
de las diferentes empresas del puerto, del varadero, y de
charter. Una de ellas, una empresa de instalación y
mantenimiento eléctrico y electrónico de embarcaciones
respondió rápidamente para mi asombro. Su propietario,
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Jacques, hablaba perfecto castellano, y como yo tenía cierta
experiencia en este sector, tras tres días de pruebas me
contrató.
Así que regresé por última vez al ILOT, para invitar a
cenar a Freddy, Chantal y Julián y despedirnos así con un
hasta luego. Al día siguiente me trasladé al puerto de Le
Marin. Era inicios de febrero.
Allí me prestaron para dormir uno de los ocho veleros
“Gib Sea 51” nuevos, destinados para alquiler, y a los cuales
debíamos realizar la instalación de toda la electrónica durante
un par de meses. Empezábamos a trabajar cada día a las 9h.
de la mañana y terminábamos a las 19h. ¿Quién me lo iba a
decir? Pocos meses atrás me encontraba trabajando en una
oficina bajo la deprimente luz de los fluorescentes, y ahora,
felizmente entre los pantalanes bajo la brillante luz del
paraíso, rodeado de cocoteros, veleros y aguas cristalinas.
Buen rollo con el jefe y los compañeros.
Los largos y anchos pantalanes flotantes albergaban hasta
unos 600 veleros y unos treinta maxi-yachts, como el
imponente “Mari Chá III”, que se encontraba de paso.
Otros tantos permanecían fondeados dentro de la gran bahía
protectora.
Una gran cantidad de gente se desplazaba cada día sobre
ellos. Los trabajadores nativos, descendientes de antiguos
esclavos llevados a la isla para el cultivo del algodón, y que
representaban el 95% de la población de Martinica, los
navegantes, residentes y trabajadores de origen europeo
curtidos por el sol, los turistas blancos como la leche que
llegaban diariamente con sus maletas para embarcarse en un
velero charter, y los turistas rojos como langostas que
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desembarcaban con sus enseres tras una semana de navega-
ción costera.
Trabajaba de lunes a sábado con Roberto, un argentino
que llegó a la isla junto con su mujer María en su pequeño
velero unos años atrás, y con quien aprendí mucho sobre
este trabajo. También trabajé con el francés Alan, con quien
entablé una buena amistad. Los domingos los dediqué a
explorar la zona.
En el Sur y el Este de la isla se encontraban las magníficas
playas largas de fina arena blanca, abarrotadas de cocoteros,
de aguas calmadas y cristalinas protegidas por el arrecife de
coral situado de unos 50 a 200 metros. Más al Norte y al
Oeste, las playas eran negras por ser de arena volcánica y con
abundante vegetación selvática en la retaguardia, sin apenas
un turista, solo lugareños o pescadores. Las dos tenían su
encanto. El centro Sur de la isla era llano y plagado de
extensas plantaciones de caña de azúcar con algunas
palmeras solitarias, mientras que el Centro Norte era de
dominio natural. Entre la zona selvática se alzaba un volcán
llamado “Mont Pelée”, de 1.397 metros de altura, y que en
su erupción de 1902, destruyó la ciudad de Saint Pierre,
donde perdieron la vida unas 30.000 personas. Sobre sus
faldas se encontraban frondosos bosques tropicales húme-
dos y fangosos repletos de bambú, lianas y riachuelos, entre
los cuales volaban minúsculos colibríes.
Entablar una conversación con la gente de Martinica no
era una labor fácil ni tampoco, por lo general, sincera, pues
daba la impresión de que había cierto resentimiento o
desprecio hacia los blancos europeos. Eso no sucedió con
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mi profesora de francés, Ingrid, a quien le agradezco mucho
su generosidad, simpatía y amistad.
La tranquilidad isleña o caribeña que recordaba por un
conocido anuncio de ron estaba presente en cualquiera de
los comercios, bares, y restaurantes. Si ibas con prisas podías
llegar a desesperarte.
El tiempo era muy variable, lo típico en esta latitud. Días
soleados interrumpidos brevemente por un rápido e intenso
chubasco que te podía dejar completamente empapado si no
lo divisabas a tiempo. En cuestión de segundos podía volver
a salir el Sol y secarte con la cálida brisa. Nada grave si no
me había descuidado de poner el móvil dentro de una bolsita
de plástico. Tenía que estar pendiente de no resguardarme
bajo los árboles con una franja roja pintada en su corteza,
pues éstos, con el agua de la lluvia desprendían un líquido
ácido que podía irritar e incluso quemar la piel.
El lugar en donde se reunían los navegantes era el
restaurante “Mango Bay”, construido con troncos y madera,
y situado sobre una plataforma encima del agua, al lado de
capitanía. Tenía unas espectaculares vistas sobre el puerto.
Era muy caro y demasiado turístico. En cambio, descubrí a
pocos centenares de metros de “Mango Bay” el “Calebasse
Café”, mi lugar preferido, donde iba a desayunar o tomar los
“noisette” (cortados), mas económicos. Era una antigua casa
colonial de anchas paredes con pintura desquebrajada, tran-
quila y fresca, con unos grandes ventanales con vistas y un
impresionante tablero de ajedrez de piedra. Pocos turistas
llegaban hasta allí y era solo frecuentado por curtidos isleños.
Algunas noches eran amenizadas con conciertos de grupos
locales, donde asistía acompañado por Ingrid y Alan.
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Con el tiempo, fui conociendo a los profesionales que allí
trabajaban. Eric, Anne, Pascal y Yanice.
Como mi trabajo lo tenía que ir realizando por diferentes
pantalanes, estuve atento a cualquier nuevo barco con pabe-
llón español que fuese llegando. De esta forma conocí al
canario Enrique Boissier y a su mujer, de “Gran Cocotero”,
autor de “Mi vida y el mar”, a Pere y Carmen con el magní-
fico velero construido por ellos mismos con esfuerzo y
perseverancia, llamado “Solstici”, quienes publicaron más
tarde su aventura en “L’Atlántic a Quatre Mans”, a Jordi del
“Trespins”, a la alegre Aurora y a su cuñado McKa del
“Ursula” y a la adorable, valiente y carismática pareja forma-
da por Antonio y Anna del “TamTam”. Debían conocerse,
así que organicé una inolvidable cena para todos en “Mango
Bay”.
También fui conociendo a otros navegantes con proyec-
tos de viaje completamente diferentes, como los suizos
Bruno e Yvonne del “Momo”, un velero de aluminio ensam-
blado por ellos mismos en las montañas alpinas, y me
reencontré por los pantalanes con otros navegantes que
conocí en Cabo Verde, como a Paco Jiménez del “Taino”, a
los del “C’est la Vie”, y a la joven pareja francesa de esquia-
dores del “Aloha7”. La ruta era la misma para todos.
Al cabo de un mes, la responsable del puerto que se
encargaba de prestar los servicios necesarios a los grandes
veleros y yates, me consiguió una entrevista con los propieta-
rios de un gran velero clásico americano que necesitaban un
segundo capitán para navegar hacia Boston, y durante esa
misma semana, me pidió que realizara otra entrevista con un
velero francés, un imponente “Garcia”, modelo Passoa 54,
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que necesitaba un tripulante para continuar navegando por el
Caribe, y posteriormente por el Pacífico, rumbo a Nueva
Zelanda. Me entrevisté con ambos responsables pues ¿Por
qué no seguir viajando? y me sorprendí cuando ambos
veleros me aceptaron. El haber llegado a esta isla tras haber
cruzado el Atlántico, y con una carta de recomendación del
ILOT, ayudó mucho en esa decisión. Aunque en el velero
americano me pagaban 2000 al mes, me decanté al final por
el velero francés en el que pagaban la mitad, pero iba a
surcar el Pacífico hasta Nueva Zelanda. Conocer la Polinesia
era muy tentador. Quedé con ellos, el propietario y su
mujer. Él era un educado ex-empresario recién jubilado. Su
velero era el top de los barcos de aluminio, diseñado y
construido con el concepto de aguantar cualquier imper-
tinencia marina. Con esa embarcación recién terminada en
2.002, uno podía irse tranquilamente a la Antártida y quedar
atrapado por el hielo sin tener gran preocupación. Los
acabados impecables, y con todos los extras instalados. El
precio, de 1.200.000 , era prohibitivo para la mayoría de los
mortales. Acordamos que partiríamos al cabo de un mes.
Durante ese tiempo continué con mi trabajo de instalador
de electrónica en veleros.
En la prensa local me enteré del inicio de la guerra civil
en Haití, a tan solo pocos centenares de kilómetros de donde
me encontraba.
El 11 de marzo de 2.004, me encontraba trabajando
como de costumbre. Fue la llamada de Ingrid, mi profesora
de francés, la que me informó sobre el atentado terrorista en
los trenes de cercanías de Madrid. Incredulidad, indignación
e incomprensión fue lo que sentí durante esas semanas.
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Con Alan exploramos un domingo el interior de la isla.
La vegetación era exuberante, con enormes bambús, lianas
colgando, entremezcladas con palmeras, flores, frutas
tropicales y frondosos arbustos. En los valles, infinidad de
riachuelos que debíamos cruzar. Caminamos por un
pequeño sendero siempre fangoso y resbaladizo, debido a la
saturada humedad y a la poca luz del sol que se filtraba de
entre las altas copas, y empezamos a subir sin cruzarnos con
nadie, hasta lo más alto que pudimos llegar, durante las casi
dos horas de senderismo. Fue mi primera vez en una zona
selvática, y los sonidos nuevos de los pájaros tropicales no
dejaban de sorprendernos. Luego empezó la odisea del
descenso. Nunca pensé que con unas chancletas de playa
llenas de fino barro se podía llegar a patinar tanto o más que
en una pista de hielo. No pude dar ni un solo paso sin darme
un trompazo sobre el barro para desaparecer luego entre los
arbustos. Alan iba mejor preparado, con unas altas botas de
montaña. Probé descalzo y fue aún peor. Llegué a pensar
que nunca podría bajar de allí. Al final opté por utilizar las
lianas, un par de bastones y una muy buena dosis de
paciencia. Con las horas logramos alcanzar el río y de allí el
coche. Agotados. Lo que no sabíamos es que Martinica era la
única isla caribeña donde habitaban unas serpientes
peligrosas. Afortunadamente para nosotros, no llegamos a
cruzarnos con ninguna.
Llegó el día pactado con Adolphe, el propietario del
Sterwan, y su mujer Catherine. El barco había sido revisado
durante su permanencia en Le Marin. Dejé de trabajar con
Jackes, Alan y Roberto, y fuimos al varadero para que le
aplicaran una nueva capa de patente duro en los bajos, y
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pude observar las maravillosas formas de este barco
construido solamente bajo encargo.
En el exterior, orza hueca abatible, con lo que, en caso de
colisiones, ésta se elevaba. También permitía que este velero
de casi 17 metros solo calase un metro y veinte centímetros
cuando la orza se encontraba recogida. La parte inferior del
casco era llano, pero acababa con una coletilla sobre la cual
se encontraba la hélice del potente motor de 135 C.V.
protegida contra impactos y cabos. Una hélice eléctrica en
proa que se recogía con un mando situado junto a la rueda
del timón, permitía fáciles y precisas maniobras. Dos palas
de timón cortas en popa que, aparte de ahorrar calado,
ayudaban a asentarse establemente sobre el fondo en caso de
que la marea descendiera. El Sterwan llevaba 3 potentes
winches eléctricos, desde los cuales se podían realizar
prácticamente todas las maniobras del barco con solo mover
el músculo de un dedo. Trinquete con carro auto-virante.
Todas las piezas bien soldadas. Tenía la robustez y ligereza
de un barco de aluminio impecablemente construido.
El interior era espacioso y elegante, forrado con madera
de cerezo. Entrando, a la derecha, la mesa de cartas y un
camarote con dos literas hacia popa. A la izquierda, un
camarote doble y un baño con ducha. En el centro, un
espacioso sofá de piel color marfil en forma de U con
capacidad para ocho personas y una elegante cocina. Hacia la
proa, el gran camarote doble, contiguamente otro baño, y
por último, un pequeño cuarto de herramientas y velería, a
través del cual se accedía al motor eléctrico de proa. Tras las
escaleras para adentrarnos al interior de Sterwan, una
pequeña sala de máquinas por donde se accedía al motor
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para reparaciones o mantenimiento fácil. Como tecnicidades,
entre otras cosas, este velero contaba con cinco enormes
baterías de gel, tres sistemas diferentes para generar
electricidad, tres ordenadores con todos los programas para
la navegación, dos plotters, cinco GPS, dos sistemas
independientes de piloto automático, teléfono e internet por
satélite, Inmarsat, y GSM, un depósito para 1500 litros de
gasoil y otro para 1.500 litros de agua dulce, una desalini-
zadora con capacidad de generar 60 litros de agua potable
por hora con agua del mar, dos botellas de buceo y
compresor. Y todo instalado y configurado por los propios
astilleros. Uno de los mejores veleros en los que he estado.
Difícil de mejorar.
Durante los últimos días empezaron las cenas de
despedida. En casa de Ingrid, en el “Ursula”, en el “Ti
Toques”. Cervezas con unos y desayunos con otros. Estaba
contento por empezar esa nueva etapa, por volver a
balancearme sobre el océano y tensar unas velas.
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Capítulo 10
Rumbo Canal de Panamá
Salimos de Le Marin el jueves 1 de abril de 2004 a las
14h30. Tras desamarrar, enfilamos dirección hacia la bocana
de la bahía que protege este puerto natural. En el último
pantalán se encontraban Aurora, Olivier e Ingrid, haciendo
sonar una bocina. Nos despedimos levantando prolonga-
damente el brazo.
No hay nada más triste que las despedidas cuando no se
tiene la certeza de un próximo reencuentro.
Pusimos rumbo a la isla de Antigua, pasando por la parte
Atlántica de las demás islas. Día soleado, mar llana con ola
suave de fondo, y viento de 20 nudos del Noreste, o sea, de
la amura de estribor. Con todas las velas desplegadas y a una
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velocidad de 7-8 nudos empezamos a pasar por el costado
de Dominique. Tras algunas horas, por el costado de
Guadalupe. Finalmente cerca de la isla de Montserrat, con su
volcán aún humeante, para llegar justo después de veinti-
cuatro horas de navegación a Antigua.
El Sterwan navegaba a las mil maravillas. Cortaba las olas
noblemente y las maniobras en el barco eran fáciles,
sobretodo, por gracia de los winches eléctricos. Al ser un
barco prácticamente nuevo y muy sólido, con los mejores y
más caros componentes del mercado, el mantenimiento
diario era rápido y sencillo: limpieza de vez en cuando de la
cubierta e interior, comprobación de filtros, niveles, rumbo y
radar… y poco más, lo que me permitía mucho tiempo libre
para la lectura y visitas a los lugares donde íbamos fon-
deando.
Isla de Antigua
Entramos en el puerto natural de English Harbour, en el
Sur de Antigua. Ese paraíso histórico era increíble: protegido
con una antigua fortaleza bien conservada en la entrada, este
puerto natural fue concebido entre 1725 y 1746 para
albergar, suministrar, reparar y proteger a uno de los últimos
orgullos de la Royal Navy inglesa, el Nelson’s Dockyard, que
fue decisivo para el control británico en las Antillas y del
comercio del azúcar hacia Europa. Capitaneado por el joven
Horatio Nelson de 20 años (quien con 26 llegó a almirante),
fue también una de las pesadillas de la flota naval
napoleónica. El viejo puerto albergaba cañones en todos sus
rincones. Antiguos edificios bien conservados para el arsenal
de antaño, para la reparación de las velas, para los carpin-
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teros, los oficiales, los ingenieros navales... Parecía más bien
un pequeño parque temático. Muy tranquilo, bonito y since-
ramente acogedor.
Salimos al día siguiente para ir a unas playas detrás de
Green Island, una pequeña isla al este de Antigua,
situándonos a sotavento después de esquivar el laberinto de
arrecifes desde la proa y con carta en mano. Playa bonita y
también muy tranquila. Pasamos la noche y con las primeras
luces de las 6h. de la mañana, pusimos rumbo a Barbuda,
situada a escasas 25 millas al Norte de Antigua.
Leyendo un libro en la popa, tras la comida del mediodía,
durante mi turno en cubierta, una enorme ballena emergió
silenciosamente a escasos metros por la aleta de babor, para
darme un susto de muerte con su resoplido, y sumergirse un
instante después de manera vertical.
Poco más tarde, observando la isla de Nevis con los
prismáticos, otra ballena hizo, justo entre la isla y yo, uno de
esos espectaculares saltos que solo había visto en documen-
tales y fotos. Sacando del mar casi todo su cuerpo, con
enormes aletas blancas, para inclinarse y dejarse caer de
costado sobre la superficie, levantando una gran cantidad de
agua en su batacazo. ¡Increíble!. Me comentaron de algunos
casos en los que las ballenas se acercaban a algunos tipos de
barcos con bajos color azul o blanco atraídas por sus formas,
pensando que se trataba de otra ballena. Deseé que las
formas del Sterwan no les resultaran atractivas.
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Isla de Barbuda
Llegamos justo al mediodía a Low Bay, la playa más larga
situada al Oeste de la isla, de unos 10 kilómetros de largo.
Pero mucho antes empezamos a navegar sobre esas aguas de
color azul cielo, incluso antes de divisar la isla. A diferencia
de las otras que tenían formaciones montañosas pudiendo
superar los centenares de metros sobre el agua, ésta era
completamente llana, solo divisable a pocas millas por las
copas de los árboles y cocoteros que sobresalían en el
horizonte. Esa playa era magnífica, la mejor que había visto
hasta entonces, no solo por la belleza en sí, sino por la paz
que transmitía. Ni un barco anclado, ni un alma en la playa.
Fondeamos en un lugar donde había una pequeña casa en
ruinas -la única casa- rodeada por las únicas palmeras, ya que
el resto eran arbustos y pequeños árboles. Detrás de ella, se
encontraba el Lagoon Codrington. Estábamos solos, y la
verdad es que estar ahí, frente a kilómetros de playas
paradisíacas, vírgenes y silenciosas, fue indescriptible. Con
las luces del atardecer se transformó todo como en un
sueño: Una franja en el horizonte formada por cuatro
colores: mar turquesa, playa rosada, una línea verde oscuro
de los arbustos, y el cielo semi-rojizo del atardecer... una
suave ola de fondo casi imperceptible en el barco, acababa
rompiendo sobre la arena formada por minúsculas conchas
de color rosado con un ritmo hipnotizador... La casita con su
docena de cocoteros... Algunos enormes pelícanos de tonos
oscuros sobrevolaban a ras del agua con un lento aleteo
mientras el sol sonrojado se iba ocultando tras la mar en el
mismo momento en que la enorme luna llena se asomaba
entre los arbustos en el lado opuesto... La suave brisa
refrescaba ese mágico momento. Tal belleza era imposible
- 77 -
de plasmar en su totalidad con mi cámara fotográfica. Por la
noche, con la luz de la Luna, todo parecía aún más irreal...
Solo tenía unas pocas horas para disfrutar en solitario sobre
la cubierta de esa irrepetible realidad, pues a la mañana
siguiente debíamos partir a las 6h30 hacia la isla de St. Barth,
a 70 millas y a 300 grados al Oeste, muy cerca de St. Martin.
Isla de St. Barth
Tras navegar todo el día a motor sin nada de viento,
llegamos al puerto de Gustavia sobre el mediodía. En las
afueras, centenares de embarcaciones fondeadas. Dentro del
puerto solo mega-yates de lujo y maxi-veleros. Nunca vi tal
concentración de este tipo de barcos. Al desembarcar lo
entendí: el puerto abarrotado de tiendas... Louis Vuitton,
Zegna, Bvlgari, Breitling, Sebago, Dior, Cartier, Ralph
Lauren... y es que el Caribe tiene sus contrastes. Descapo-
tables, todoterrenos, rubias espectaculares… todos bien
vestidos, muy calculado y bien puesto. El personal de los
restaurantes y de las tiendas eran europeos, con una sonrisa
siempre de oreja a oreja. Por la noche, algunas fiestas
armaban un escándalo de narices en esos maxi-cruceros.
Pasamos allí dos días, hasta el 7 por la mañana.
Isla de Anguilla
Partimos rumbo a Saint Martin, donde solo paramos en la
parte holandesa para llenar los tanques de gasoil, ya que allí
está libre de impuestos, y continuamos hasta llegar a Anguila
después de cuatro horas de navegación. En las pequeñas
Antillas se va saltando de isla en isla, de país en país (ya que
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la mayoría, antiguas colonias, son independientes) con solo
algunas horas de navegación. Nunca se pierde el contacto
visual con tierra. Por otra parte, me estaba haciendo un lío
con mi precario francés y mi mejorable inglés, pues me
resultaba un esfuerzo pensar en cómo debía decir las cosas,
ya que el idioma oficial en cada isla se iba casi alternando
sucesivamente.
Por el camino no pude evitar realizar fotos a muchos
veleros, pues allí habían auténticas joyas, antiguas y moder-
nas. Me planteé comprarme una cámara digital, ya que me
estaba dejando un dineral con los revelados.
En Anguilla poca cosa. Pasamos la noche frente a una
playa donde se encontraba un carguero encallado por uno de
los últimos huracanes. Por la noche me aventuré asistiendo
solo a un concierto de “reggae” en el interior del pueblo...
Muy bueno, auténtico, y con buen ambiente. No tardé en
tomarme un par de cervezas con otros navegantes.
Las Virgin Gorda (British Virgin Islands)
Después de salir desde Anguilla a primera hora, pasamos
de noche por el estrecho de “Round Rock”, al Sur de Virgin
Gorda, para costear hacia el Norte hasta llegar y fondear
frente a la Spanish Town. Al día siguiente, después de hacer
el ineludible papeleo de “entrada” en aduanas, navegamos
hacia el Norte, hasta llegar a la Gorda Sound, un lugar por
donde solo era posible entrar por tres pasos muy estrechos y
con tan solo 1’60 metros de profundidad. Tener solo 1’20 de
calado daba mucha movilidad por estas islas coralinas. El
sitio era especial, otro pequeño puerto natural rodeado de
pequeñas montañas y lleno de vida, mucho movimiento de
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embarcaciones, hoteles pequeños, bastantes casitas residen-
ciales y una bella puesta de sol.
Isla de Tortola (British Virgin Islands)
Llegamos al día siguiente. En Tórtola estuve tres años
atrás con mis amigos Alfred y Jorge. Todo parecía igual:
casas multicolor, vegetación abundante, cocoteros… excepto
una cosa que tal vez hacía tres años no existía... una nueva y
estúpida moda: carreras -no oficiales- de lanchas ruidosas
como aviones durante todo el día y pasando a escasos
metros de los pocos barcos que estábamos tranquilamente
fondeados... incluso ya entrada la noche. Ante eso nos
quedamos justo esa noche, suficiente para hacer el “check
out” de las Vírgenes Británicas y partir hacia República
Dominicana.
Boca Chica (República Dominicana)
Tres días, casi siempre a motor, para llegar a Boca Chica
pasando por el Sur de Puerto Rico (allí no paramos, debido a
las complicaciones en los visados americanos tras el 11S). La
entrada en la Marina era muy complicada si no se disponía
de una carta detallada. Con indicaciones del puerto a través
del canal 9, entramos sin dificultades. Amarramos en la
Marina de Julián, y poco después ya estaba en un moto-
concho (o moto-taxi) haciendo mis primeras excursiones por
la zona. Me encontraba en el Popeye’s Bar negociando con
el camarero el precio para un taxi a la ciudad de Santo
Domingo -a treinta minutos de Boca Chica- cuando alguien
me llamó por mi nombre. Me giré sorprendido… ¿quién
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podía conocerme aquí? Pues sí, coincidencias de la vida, era
Fabrice, un francés que conocí brevemente en Martinique
después de llegar con el catalán Jordi en un velero llamado
“Pico Espina”. Cómo no, pedimos una cerveza local
“Presidente” para celebrarlo. Por la tarde, de vuelta al
barco... vi una bandera española ondeando en la popa de un
velero de la marca Benneteau llamado “Encís II”… de
Mallorca. ¿De qué recordaba yo ese nombre? Me presenté y
empecé a hablar con Toni, su propietario... ¡ostras! ¡¡¡Si es
verdad!!! Coincidimos con ellos brevemente en Cabo Verde
justo cuando llegamos con el “Meditación”. ¿Había mencio-
nado antes que el mundo es un pañuelo? Alguien dijo que
entre dos sujetos completamente desconocidos no hay más
de seis personas entre medio que los conecte. Hay que
portarse bien siempre.
Con Fabrice nos escapamos un día a la ciudad. Primero
en moto-concho (los dos más el motorista) a la parada de
autobús, y después a la ciudad. Pasamos allí todo el día. La
primera ciudad del nuevo continente fundada por Cristóbal
Colon en 1493. La gente parecía increíblemente abierta y
amable, pero a esas alturas ya no sabíamos hasta donde la
amabilidad podía ser por interés. Estuvimos todo el día
mirando y buscando un filtro polarizado 72mm para mi
cámara réflex. Ya lo había intentado en todas las islas
caribeñas por las que había pasado pero me había resultado
imposible... hasta que por fin, lo encontramos por casualidad
cuando volvíamos después de recorrer más de 10 kilóme-
tros… y a un precio increíble. También decidí al final
comprar una cámara digital, para ahorrar costes de revelado
y poder también realizar algunos videos del viaje. Pasé tres
días fantásticos en Boca Chica. Cuando oscurecía nos
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advirtieron de no salir de la marina por su elevada
peligrosidad, pero eso no evitó que alguna noche Toni,
Fabrice y yo nos escapáramos a los bares de Boca Chica en
moto-concho a tomar algunas copas. Otro barco español
apareció antes de irnos, el “Kio” de Alfonso, con su mujer y
su hija.
Salimos de Boca Chica el 17 con viento de 35 nudos del
Norte, pues acababa de pasar un frente. Navegamos con 3
rizos avanzando a 11 nudos de velocidad. Día nublado y
noche muy negra, sin luna. Las olas, pese a que nos
encontrábamos a sotavento de la isla, fueron en aumento
hasta llegar a unos 2-3 metros de altura en pocas horas. Al
siguiente día el viento paró por completo y avanzamos a
motor. La mala calidad del carburante sin filtrar, con
impurezas, en algunas de estas islas en las que repostamos,
obstruyó el filtro de gasoil y quemó la bomba de inyección.
Por suerte, este barco tenía de todo y pudimos reemplazarla
por otra nueva. Creo que se podría haber equipado
completamente otro velero con los repuestos sobrantes de
este.
“Ile à Vache” (Haití)
Llegamos el 18 de abril, con una cerrada noche al Sur de
Ile à Vache y anclamos en una playa de fácil acceso a
sotavento. Ni un faro, ni una luz que indicara alguna
presencia de vida… nada... Nos acercamos despacio a una
distancia mínima de la playa gracias a la combinación en el
plotter de radar más GPS sobre carta... y en el exterior, con
un visor nocturno.
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Haití se encontraba inmersa en plena guerra civil, aparen-
temente controlada ya por los americanos, pero en esta
pequeña isla al Sur del país vivían al margen de su gobierno y
del mundo desde hacía décadas. Esa isla no tenía suministro
eléctrico, ni de agua, ni coches, ni motos, ni lanchas. En ese
pedazo de tierra, sus 8.000 habitantes vivían como hacía
doscientos años.
Al día siguiente, al amanecer ya se oía a los niños jugar
por la playa, mientras los pescadores salían con sus pequeñas
embarcaciones de vela construidas artesanalmente. Un lugar
“auténtico”. Una pequeña canoa hecha de un tronco de
árbol ahuecado se nos acercó con dos hombres remando
con un tablón de madera. –“Bonjour! Bienvenu à Ile à
Vache”. Hablamos un rato y les regalamos un par de latas de
buen paté. Al cabo de pocos minutos regresaron con seis
cocos verdes que nos abrieron a machetazo limpio para
poder beber su agua y con una cucharilla comernos el
interior blanco aún gelatinoso. Una buena manera de
empezar una mañana cualquiera, pensé. Levamos anclas y
nos resguardamos en la única marina de la isla, Port Morgan,
un puerto natural donde se dice que se escondía el famoso
pirata Enric Morgan. El sitio tenía un pequeño hotel
(www.port-morgan.com) con magníficas vistas a la playa. Al
otro extremo se encontraba una pequeña villa. Los
lugareños, muy pobres, se nos acercaban con caras de
desconfianza (no llegaban muchos turistas a ese lugar). Por
lo general no pedían limosna sino que venían para curiosear,
sobre todo los niños. Querían conocernos o vendernos
algún alimento fresco. Vestían con viejas camisetas sucias y
bañadores desdeñados. Nos precipitamos al tacharlos de
pobres, pero cubiertas las necesidades básicas, podríamos
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decir que el pobre no es quien menos tiene sino quien más
necesita. Ellos, al no tener televisión y escaso contacto con el
exterior, no deseaban un mp3, un móvil, una cámara o una
casa con piscina. Salían, pescaban, jugaban, y tenían sus
momentos de ocio.
La pequeña villa estaba compuesta de diminutas casitas
de pescadores de no más de 20 metros cuadrados cada una,
donde vivían familias enteras. Pese a estar construidas con
madera y barro, y techos de hojas de palmera, todo parecía
muy limpio y ordenado. Daba la sensación de estar en un
pequeño y tranquilo jardín. Un lugar realmente relajante, si
no hubiera sido por unos insectos invisibles que iban
picando constantemente a la altura del tobillo. Paseando por
el pequeño poblado llegamos frente a la casa de la Doctora
Carmen, una catalana de Barcelona. Con ella estaba su
sobrino y empezamos a charlar. Llegó hace unos años, y al
ver la situación de pobreza y ningún medio sanitario en la
isla decidió quedarse. Con la ayuda del Colegio de Promo-
tores de Jaca y una pequeña colaboración, edificó un centro
de atención sanitaria encima de la colina tras el pequeño
poblado. Allí atendía a todos los habitantes de la isla. De vez
en cuando regresaba a Barcelona unos meses para ganar
dinero y volver de nuevo con medicamentos. También
recibía con los brazos abiertos a médicos y enfermeras que
quisieran colaborar con ella durante el tiempo que desearan
quedarse. Una bellísima persona con un gran proyecto.
Durante los dos días restantes visitamos la isla a pie. Era
imposible que no se acoplase otro acompañante a la
excursión a cambio de un poco de arroz, pasta o algún dólar.
Los pequeños y limpios senderos (ya que siempre iban
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descalzos) serpenteaban entre magníficas colinas y vegeta-
ción abundante pero no agobiante. Había huertos y
pequeñas casitas de paja o madera. Cabras, cerdos, caballos.
Gallos y vacas campaban a sus anchas. La gente siempre
saludaba a nuestro paso... -Bonjour! Ça va? -Ça va bien,
merci-. Las playas, desiertas, con algunos pescadores faenan-
do. Debíamos preguntar previamente si se les podía sacar
alguna foto, pues creían firmemente que al disparar la
instantánea les podíamos robar su alma. En Haití son muy
supersticiosos y creían en los zombis. Muchos se indignaban
con tan solo ver la cámara colgada en nuestros cuellos.
Aguas puras... realmente un lugar mágico.
Cada día venían con sus rudimentarias canoas a vender-
nos algo: pescado fresco, langostas, frutas… Algunos se
acercaban tan solo para charlar. No insistían, pero al final,
perdimos toda intimidad en cubierta, y si lo que queríamos
era leer un libro tranquilamente, lo mejor era meterse en el
interior del velero.
Había una pequeña biblioteca en el pueblo creada por un
canadiense y una escuela independiente de la corrupta
administración Haitiana, a las afueras del poblado, que se
fundó unos diez años atrás. Todos los navegantes que
fueron pasando por allí habían hecho su pequeña donación
de libros y material diverso a la escuela.
Cuando entraba la noche, todo el mundo se encerraba en
sus casitas. Lo que de día se veía como una tupida línea de
toscas viviendas, palmeras, playa y barcos, se transformaba
en una gorda franja negra solo recortada por las estrellas del
cielo y su reflejo en el agua. Ni una luz, ni un solo ruido.
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Ya no podía más. Los días que llevaba embarcado en el
Sterwan, comíamos muy bien. La esposa del Adolph,
Catherine, cocinaba de primera, pero yo tenía un pequeño
problema: ellos comían hasta quedar saciados, y yo, por
educación y para no parecer un glotón, comía la misma
cantidad que ellos… pero siempre me quedaba con hambre.
No comenté nada desde que partimos de Martinica por falta
aún de confianza, pero aquí, al tener un hambre ya insopor-
table, tuve que decirlo. -“Pas de problème”-, me dijeron.
Entonces, todo arreglado. Durante las siguientes comidas se
asombraron al verme comer la misma cantidad que ellos dos
juntos, lo habitual para mí. Me hizo gracia el comentario que
me hizo Adolph días más tarde: -“Alberto, tu estas mal
diseñado… lo que comes lo echas.”. Puede ser.
Tras unos días, partimos el 21 por la noche rumbo al
Canal de Panamá con una previsión meteorológica para los
siguientes tres días de viento de 10 nudos. A través del
NavTex recibimos un aviso (NavWarnin) sobre ataques
piratas en las zonas de Jamaica, Colombia y Venezuela, por
suerte lejos de nuestro rumbo.
Navegando de Haití a Panamá.
De 10 a 15 nudos de viento por la aleta de babor, a 8
nudos de velocidad con el spinaker asimétrico. Los dos
primeros días olas grandes de fondo. Las guardias nocturnas,
como siempre, yo de 00H a 03H am y de 06H a 09H am.
Esperábamos encontrar mucho más tráfico navegando hacia
el canal pero no vimos ni mercantes ni otros veleros hasta el
último día.
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Tras cuatro días de navegación, divisamos la costa
panameña entre nubes que amenazaban tormenta. Descubrí,
por primera vez, y escurriéndose por un hueco bajo la rueda
del timón, una pequeña cucaracha. Seguramente se debió
colar en República Dominicana, dentro de algún alimento, ya
que los cartones con los que los traemos hasta el barco,
nunca los subimos sobre cubierta por ser un fantástico
ascensor de embarque para estos insectos.
Sobre las tres de la tarde pasamos entre los dos enormes
espigones que protegían la bahía de Colón y que daban
cobijo a todos los mercantes y embarcaciones de todo tipo
que esperaban su turno para cruzar el Canal. Amarramos en
el Yatch Club de Cristóbal.
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Capítulo 11
Cruzando el Canal de Panamá
Barcos abandonados, pantalanes medio derruidos, sucie-
dad... todo muy gris. En la marina se nos acercó un hombre
de unos 45 años ebrio, que nos empezó a increpar y a pedir a
gritos que pagáramos inmediatamente nuestra plaza, nada
más llegar. Toda la marina estaba atenta a lo que pasaba.
Nosotros no entendíamos nada. Parecía que trabajaba ahí,
pero su estado deplorable y su negativa a presentarnos su
identidad como tal, nos hizo dudar. En el libro que leímos
sobre Panamá, se nos advertía que no debíamos bajar del
barco hasta haber pasado inmigración y aduanas. Al ser
domingo, estas entidades se encontraban cerradas. Le
dijimos que formalizaríamos nuestra llegada al día siguiente,
pero ese impresentable no escuchaba, sólo gritaba y amena-
zaba. Lo ignoramos. Al poco rato saltó un francés de otro
barco y empezó a echarlo de allí, y el borracho se lió a
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tortazos. Cuando decidimos intervenir, ya se habían soltado
y el americano se largó tambaleándose de nuevo. Por la
noche, el mismo personaje volvió acompañado por un
guardia de seguridad de la marina y un policía, alegando que
lo habíamos amenazado, y se armó de nuevo. Por suerte, al
yo hablar castellano, pude explicar bien la extraña situación
que nos habíamos encontrado y la autoridad nos dio la
razón. Una triste bienvenida a este país.
Al día siguiente pasamos a primera hora por inmigración,
sanidad y capitanía. Toda una mañana para tramitar los
papeles de entrada: fotocopias por aquí, más fotocopias por
allá, listado de tripulantes, fotos carné... siempre desplazán-
donos en taxi, pues Colón era, según decían, la ciudad más
peligrosa de Panamá. Llamé ese lunes para pedir cita para la
inspección del barco y conseguir así el permiso de cruce del
canal. Nos la concedieron para el miércoles. Se presentaron
ese día y todo fue muy rápido: comprobación de los cuatro
cabos de 35 metros que mandaba la normativa vigente, toma
de las dimensiones del barco, algunas preguntas, como
preferencia en la situación para cruzar el canal...etc. Uno de
los requisitos obligatorios, aparte de los cuatro cabos largos
para amarre, era un capitán (Adolphe) y cuatro tripulantes
para el control de las cuatro amarras, dos en proa y otros dos
para la popa (sin contar con el Piloto, que lo iban a poner
ellos). Como nosotros éramos dos para cruzar, ya que
Catherine se iba de vuelta a Francia, tuve que encontrar tres
tripulantes más. Había algunos panameños que se dedicaban
a esto profesionalmente, cobrando unos 50 dólares por el
servicio, pero en el Yatch Club de Colón era relativamente
fácil encontrar viajeros que buscaban barcos para tener la
experiencia de haber cruzado el canal. Hablé con tres de
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ellos, un chico y una chica ingleses que acababan de recorrer
3.000 kilómetros en bicicleta por el Ecuador, y Stephen, un
joven parlanchín americano de 23 años que quería
desembarcar del velero en el que había llegado debido a
problemas con su capitán. Todo listo, tripulantes a punto y
los neumáticos forrados con bolsas de plástico recomen-
dados para poner como defensas, ya que las defensas
normales no podían aguantar la enorme presión y normal-
mente acababan por reventar. Estos neumáticos nos
costaron 3 dólares la unidad.
Llamé el día acordado para que me confirmasen la fecha
en la que íbamos a cruzar, ya que ellos organizaban los
grupos de veleros de más o menos la misma eslora para que
cruzasen juntos. Nos citaron para el lunes 3 de mayo, justo
una semana después de nuestra llegada. Debíamos volver a
llamar el día antes, domingo, para confirmar la hora en la
que debíamos embarcar al “piloto” de maniobras.
Mientras esperábamos a que llegara el momento, aprove-
chamos para visitar la ciudad de Cristóbal Colón, siempre en
taxi, casi nunca a pie. Todo sucio, pobre... muy pobre. El
siguiente domingo 2 de mayo había elecciones presidenciales
y las paredes medio derruidas estaban adornadas con carteles
propagandísticos multicolores.
Fuimos a “Zona Libre”, un gran polígono industrial con
enormes almacenes situado a las afueras en el que solo se
puede acceder mostrando el pasaporte y previo registro. Allí
se encontraban los grandes distribuidores de todas las
marcas del mundo para la venta y distribución en Latino-
américa y América del Norte. En principio solo se vendía al
por mayor y a distribuidoras, pero se podían encontrar
- 90 -
tiendas donde comprar por unidades y a muy buen precio,
libre de impuestos. El resto de los días mantenimiento y lim-
pieza del barco, compras, y un poco de aprovisionamiento.
Entre otras personas conocí a Pere, un catalán de unos 65
años y que hacía 11 había dado la vuelta al mundo en
solitario. Un “inadaptado” a la sociedad, como él mismo se
definía. Vivía muy feliz por la zona del Caribe sobre su
catamarán con su novia venezolana.
A la mujer de Adolphe, Catherine, la acompañamos al
aeropuerto ya que debía regresar a Francia y no realizaría la
travesía del Pacífico con nosotros. Lo haríamos Adolphe y
yo. Hablé con el americano Stephen, que nos iba a ayudar a
cruzar el canal y logré convencerlo para que también nos
acompañara hasta la Polinesia. Era una travesía demasiado
larga para realizarla solo dos tripulantes, ya que si alguno de
nosotros hubiese tenido algún problema, al otro le habría
resultado casi imposible llevar el barco solo. Le presenté a
Adolphe, le cayó bien y le pareció muy buena idea. Stephen
hablaba también castellano y un perfecto francés. Nos
serviría como intérprete entre a Adolphe y a mí. Volvíamos a
ser tres.
Por fin llegó el domingo, y por tanto, momento de llamar
y confirmar hora con el piloto y el nombre de los otros dos
veleros con los que debíamos cruzar el canal. Más días en
Colón nos hubieran puesto de mal humor. Por motivos de
las elecciones nos pospusieron finalmente para el martes, a
las 03:45am.
El martes pues, nos encontramos allí puntuales, la
totalidad de la tripulación del Sterwan, los dos ingleses, el
americano, Adolph y yo, a las 04:00am, de noche, flotando
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en la zona balizada junto con los otros dos veleros, un
catamarán de las Marquesas y un pequeño velero inglés,
esperando a que una barcaza nos trajera al piloto. Tardó una
hora y media.
Llegó con un potente foco y depositó a los tres pilotos,
uno en cada barco. Poco a poco nos fuimos adentrando
hacia el canal y justo a la entrada nos reagrupamos, paramos,
y nos amarramos fuertemente los unos a los otros. A
nosotros, por ser el velero más grande, nos tocó en medio.
Empezaba a amanecer cuando entramos en el primer nivel
de la Esclusa Gatún, que salvaba en tres niveles los 27
metros de desnivel entre el Océano Atlántico y el lago
Gatún. Cuando empezamos a entrar los 3 veleros como si de
uno se tratara, cuatro encargados, dos en cada lateral del
canal, nos lanzaron unas pelotas con un fino cabo, que
intentamos “cazar” cual jugador de béisbol una pelota
bateada, y las cuales, una vez en mano, atamos al extremo de
nuestros amarres gruesos predispuestos sobre cubierta.
Estos operarios fueron recuperando de nuevo el fino cabo
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con el grueso que habíamos afirmado hasta que una vez en
mano, desde arriba, nos fueron acompañando al interior de
la esclusa, tras un carguero imponente. Se cerraron las dos
dobles enormes compuertas traseras de hierro que podían
llegar a pesar más de 800 toneladas. Una vez cerradas, sonó
una sirena y un minuto después el agua empezó a salir por
debajo formando turbulencias y remolinos a gran velocidad.
En nuestro ascenso, debíamos ir tensando los cuatro ama-
rres para que los tres barcos se mantuviesen en el centro,
pues las corrientes podían desplazar violentamente todo el
grupo a un lateral y realizar desperfectos en los cascos. En
12 minutos el nivel subió los 9 metros que debíamos salvar.
La puerta de enfrente del mercante se abrió y éste se puso en
marcha para pasar al segundo nivel, remolcado por las
“burras” (máquinas de arrastre para grandes barcos especial-
mente diseñadas para el canal). Superamos el primer nivel.
Nosotros nos pusimos en marcha acompañados por los 4
encargados que no soltaron los gruesos cabos. En el
segundo y tercer nivel fue lo mismo, subiendo metros en ese
ingenioso ascensor acuático. Se abrieron las últimas com-
puertas de la última esclusa y entramos en el Lago Gatún (en
su día, el lago artificial más grande del mundo y que
sumergió a más de veinte poblaciones). Tras salir de la
esclusa, nos separamos de los otros dos barcos y continua-
mos solos por el lago guiados por nuestro piloto, Ernesto,
siempre sin salir del canal perfectamente balizado, a 8 nudos
a motor. Realizamos otra ruta diferente a la de los grandes
mercantes, un atajo (The Banana’s Shortcut) que pasaba por
en medio de la verde y tupida selva, siguiendo las enfila-
ciones colocadas en las colinas rodeantes. Fue increíble
navegar a escasos metros de la vegetación, viendo monos,
- 93 -
tucanes... y algún cocodrilo en la ribera. Entramos de nuevo
en la ruta principal de los mercantes. Pasamos por debajo del
nuevo Puente de las Américas, aún en construcción y que en
agosto se convertiría en la segunda ruta que une las dos
Américas, Norte y Sur. Continuamos navegando por el
canal, cruzándonos con enormes monstruos de acero.
Algunas dragadoras flotantes trabajaban sin descanso para
mantener la ruta transitable. Tardamos unas seis horas en
atravesar el lago Gatún y llegar a la entrada de la segunda
esclusa, la Esclusa de Pedro Miguel, de un solo nivel y que
desciende 9 metros hasta un pequeño lago. Tuvimos que
esperar a los otros dos barcos mientras aprovechamos para
comer bajo una lluvia torrencial. Cuando llegaron nos
volvimos a amarrar los unos a los otros. Nosotros, de nuevo
en el centro. Entramos esta vez los tres barcos solos, sin
otro mercante delante ni atrás. Esto nos permitió ver la
magnitud del espacio. Se cerraron las enormes compuertas
traseras de acero y nos amarraron a los costados como
anteriormente. El agua empezó a descender con la misma
velocidad que durante el ascenso, pero en este caso,
debíamos ir soltando amarras para intentar mantener de
nuevo los barcos en el centro. En pocos minutos nos
encontramos como en el fondo de una majestuosa piscina
casi vacía, de paredes verdes, húmedas y resbaladizas. Se
abrieron las primeras compuertas y accedimos a un pequeño
lago que cruzamos con rapidez para llegar a la tercera y
última esclusa, la Esclusa de Miraflores, de dos niveles.
Descendimos un nivel, se abrieron de nuevo las puertas ante
nosotros, pasamos al segundo nivel, se cerraron las
compuertas traseras, descendimos de nuevo, se abrieron las
dobles compuertas de enfrente, las últimas, las que nos
- 94 -
separaban del Pacífico. Esperamos a que la fuerte corriente
que se creó por la diferencia de densidad entre el agua salada
del mar y el agua dulce del lago cesase, y avanzamos. El
Sterwan se encontraba al lado Oeste del continente Ameri-
cano, en un nuevo Océano lleno de nuevos lugares por
descubrir. Emoción, excitación. Avanzamos y pasamos bajo
el famoso puente de las Américas, el único puente que une
América del Norte con América del Sur, por donde pasa la
carretera Panamericana. Tomamos una copita del típico
Ti’Punch caribeño con toda la tripulación para celebrarlo.
Poco después nos encontramos amarrados en el exclusivo
Flamenco Yatch Club, a las afueras de la ciudad de Panamá.
Nos despedimos de los otros dos veleros, de nuestro piloto y
de los dos ingleses, y nos quedamos Adolphe, Stephen y yo.
Teníamos un par de días para realizar las últimas compras
para el largo trayecto de 4100 millas que nos llevaría hasta la
Polinesia Francesa, exactamente a las Islas Marquesas.
Realizamos las últimas comprobaciones en el barco, y todo
parecía correcto. Nos aprovisionamos con bolsas de pasta,
arroz, latas de conserva, decenas de litros de agua potable,
bebidas, zumos, leche, ensaladas y algunos filetes de carne
congelados. Llenamos los depósitos de gasoil y agua dulce, y,
con todo a bordo, partimos el 6 de Mayo del 2004, a las 15h,
tras una exquisita comida en el restaurante del club.
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Capítulo 12
Surcando el Océano Pacífico
La meteorología
Salimos de Panamá rumbo al Sur-Oeste. Los dos
primeros días, calma total, avanzando a motor a 8 nudos
sobre un océano llano y brillante como un espejo. Al tercer
día, el viento logró entrar y paulatinamente se estableció a
una bienvenida velocidad de 15 nudos, pero de proa,
obligándonos a realizar dos bordos al día; uno al Oeste y
otro al Sur, y con una incómoda escora, sobre todo a la hora
de cocinar y lavar los platos. Debíamos ir en busca de los
Alisios, más abajo de la línea del Ecuador. Según la
información enviada por satélite y visualizada a través de
nuestro MaxSea instalado en el ordenador, los vientos
favorables se encontraban justo al Norte de las Islas
- 96 -
Galápagos, donde llegamos al cabo de cinco días. Y así fue
exactamente, el viento pronosticado se encontraba allí, del
Sur-Este, lo que nos permitió avanzar durante los poste-
riores cuatro días con el cómodo viento de través para
aprovechar descender de latitud, con el spi asimétrico izado,
a 8-9 nudos de velocidad. Atrapamos los Alisios fuertes y
estables de 15 a 20 nudos tras pasar la línea del Ecuador.
Con ellos pusimos rumbo a Marquesas, de largo y a veces de
popa. Sorprendentemente estos Alisios eran mucho más
inestables que los del Atlántico. Eran imprevisibles y sus
cambios no parecían seguir lógica alguna, fuese una nube o
un pequeño frente. Podían pasar de 13 a 20 nudos en un
momento y de golpe volver a bajar. La dirección también
variaba con las horas varios grados (hasta unos 30º). Ante
eso decidimos poner el piloto de viento, e ir modificando el
rumbo junto con las velas.
Cruzando la línea del Ecuador
Era el 13 de mayo, a las 11:40h (hora local), con viento de
10 nudos, día magnífico, soleado, como casi todos los días
anteriores, pero en esos momentos todo eso nos daba igual.
Nos encontrábamos los tres en el interior del Sterwan
pegados a la pequeña pantalla del GPS y con el segundo
whisky del día en la mano... la Latitud: 00º00’999’’N. Cero
grados, cero minutos... y los segundos desplomándose rápi-
damente... Una situación y una emoción parecidas a la
cuenta atrás de un fin de año... Era la primera vez que
íbamos a cruzar la línea del Ecuador durante este viaje:
00º00’350’’N, 00º00’300’’N, 00º00’250’’N, 00º00’200’’N,
00º00’150’’N, 00º00’100’’N... De pronto, una inoportuna
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llamada por el Iridium nos desconcentró unos segundos,
justo cuando cruzamos la línea. Miramos de nuevo el panel y
ya nos encontrábamos en otro hemisferio: 00º00’050’’S.
¡Organizamos una pequeña gran fiesta para celebrarlo!
Estábamos surcando los míticos Mares del Sur.
La pesca
La pesca en el Pacífico fue bastante generosa. Durante los
primeros días, después de salir de Panamá, picaron los peces
más grandes, tan grandes que acabaron rompiendo nuestra
línea para pesca de 20 kilos. En una ocasión el carrete se
disparó de tal manera, que ni con el freno puesto al máximo
se podía parar el descaro robo de nuestra línea. Poco antes
de romperse, un magnífico marlín de unos tres metros de
largo realizó tres enormes saltos saliendo como un cohete
del agua. En parte nos alegramos de que se escapara, pues de
haber podido acercarlo a la popa del barco, no creímos que
hubiésemos sabido como inmovilizar tan fuerte ejemplar
con tan peligrosa espada. Durante el resto del viaje pescamos
unos diez dorados, tres bonitos, un imponente atún de casi
diez kilos, y finalmente, un pequeño marlín de metro y
medio con un sabor fresco y jugoso. Los colores de los
dorados (Dolphin fish para los ingleses o Mahi Mahi para los
maoríes) eran increíbles cuando el tono amarillo verdoso
llamativo se realzaba sobre el azul marino del fondo del mar.
Una vez fuera, en cubierta, los tonos amarillo y azul del
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lomo se apagaban hasta convertirse prácticamente del todo
en plateado.
Durante unos días estuvimos encontrando, siempre al
amanecer y sobre el barco, algunas decenas de calamares. No
lográbamos entender cómo podían llegar a todos los
rincones de cubierta y hasta el interior del barco si nos
dejábamos alguna escotilla abierta, si no había olas que los
pudieran transportar a bordo. Era un misterio, a no ser que
volaran. Durante los días de la abundante presencia de
calamares no pescamos nada ya que, ¿qué pez se comería
nuestro calamar de plástico habiendo tantos vivientes y
sabrosos( vivitos y coleando) en la zona?
Una noche el carrete empezó a sonar con mucha fuerza.
No podíamos recuperarlo, hasta que se escapó. Al recuperar
la línea sobre cubierta para comprobar si se nos había
llevado el anzuelo, nos llevamos una gran sorpresa: en él se
hallaba enganchada una enorme pata de calamar con sus
tentáculos, y si las proporciones se mantenían en estos
bichos desde que son pequeños hasta la edad adulta, este
calamar, comparado con los que habíamos encontrado sobre
cubierta, debía haber medido de metro y medio a dos
metros.
El Spinaker
20 de mayo de 2004, 03:20am hora local.
Me despertó Stephen a las 03h en punto para cambiar mi
turno por el suyo, hasta las 06h, cuando debía despertar a
Adolphe para sustituirme. Llevábamos navegando casi dos
días y dos noches con el spi izado, a unos 8 nudos de media
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de velocidad. Me comentó que durante su guardia no hubo
novedades, ni barcos cercanos, excepto que en las últimas
dos horas el viento había aumentado de 14 a 16 nudos, pero
el barco andaba bien, muy bien. Salí a cubierta. Comprobé
las velas con la linterna, la dirección del viento, los
instrumentos, nuestra situación en el plotter... Todo, como
casi siempre, sin sorpresas. Al rato volví dentro para
prepararme algo que comer, pues tenía hambre. Preparé un
vaso de leche con cereales y salí al cabo de unos instantes.
Otra noche sin luna, y por tanto, con todo el universo
mostrando todas sus constelaciones e infinidad de estrellas
que formaban la vía Láctea. Noche tranquila, avanzando a
buena velocidad, dejando una larguísima estela fluorescente
por la agitación que causaba el paso de nuestro velero sobre
el plancton, visible a decenas de metros de nuestra popa. El
resto del océano parecía brillar de nuevo por destellos verde
fosforescente que se iban produciendo a diferentes metros
de profundidad, pues aquí, en los océanos, es donde tiene
lugar la mayor migración de seres vivos del planeta, ya que
cada noche, miles de trillones de diferentes tipos de animales
suben desde los abismos hasta la superficie para alimentarse
o aparearse.
Me encontraba tranquilamente sentado en la popa del
Sterwan, degustando ese bienestar que se siente cuando
uno está solo ante el universo, con mi bol de leche y mis
cereales, cuando, observando las dos siluetas negras, la de la
mayor y la del spinaker, que recortaban un pedazo de cielo
emblanquecido, una de ellas se desmoronó. Merde!!! ... Di el
aviso rápidamente al interior del barco para despertar a
todos. La driza del spi se rompió por el puño de driza y este
cayó al agua. Maniobramos rápidamente para parar el barco.
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Encendimos las luces de puente y de la bañera. Las estrellas
desaparecieron y todo a nuestro alrededor se volvió comple-
tamente oscuro. Buscamos el spi por el costado de estribor,
se encontraba prácticamente sumergido bajo el casco, ya
que, en vez de trasluchar, orzamos para detener nuestro
avance. Empezamos a subir la vela de 60 metros cuadrados
entre los tres. Tardamos más de una hora para sacarlo casi al
completo del agua y amarrarlo de manera segura bajo el palo
para poder continuar al día siguiente, ya que trabajar a proa
de noche y sin luna podía resultar peligroso si uno de
nosotros hubiese caído al agua. La escota se quedó trabada
en la hélice. Mientras nos dejábamos las espaldas durante
esta operación, con la potente luz de puente, pudimos
desvelar el misterio de los calamares en cubierta. Vimos
decenas de ellos cerca del barco saliendo despedidos como
cohetes hasta alcanzar los casi 2 metros de altura. Novedad
para nosotros: los calamares saltan. Desenrollamos el génova
y continuamos navegando de largo hasta el amanecer.
Con las primeras luces del día paramos de nuevo el barco
y Stephen se lanzó al agua con gafas de buceo para intentar
quitar la escota de la hélice. Fue rápido y aprovechamos esa
pausa para darnos un baño matutino sobre los abismos. El
agua no estaba muy fría y pero si cristalina, permitiéndonos
ver con absoluta claridad la totalidad de nuestra embar-
cación. El color azul eléctrico omnipresente era indescrip-
tible. Silencio. El mudo mundo azul. Pero lo impresionante
era saber que estábamos flotando sobre 4.500 metros de lo
desconocido, seguramente sobre enormes montañas sumer-
gidas, y lejos de ninguna parte. Poco después, ya nuevamente
en marcha, pusimos orden sobre cubierta y observamos los
daños de la vela. Una rotura de siete metros seguramente
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causada por el canto afilado de la hélice. La driza de dos
centímetros de grueso completamente reventada. Navegar
muchas millas seguidas desgasta mucho cualquier velero.
Decidimos comprobar el material más a menudo. Pasamos
todo el siguiente día cosiendo los siete metros de la vela,
Stephen por abajo, Adolphe por el medio, y yo por arriba.
Hicimos apuestas de cuál de las tres partes se rompería
primero, pues para los tres, ésa fue la primera vez que
reparamos un trapo. Hasta días más tarde no la pudimos
izar, debido al fuerte viento de 23 nudos de popa que se
impuso durante una semana. Hasta que el día 27, con el
viento amainando, la elevamos de nuevo. Nadie ganó la
apuesta, pues aguantó hasta Marquesas.
Caprichos meteorológicos
Me despertó Adolphe con fuertes gritos a las 06:20
durante su turno: Albegtóóóó! Albegtóóóóó!!! Salí corriendo con
mi pijama de rayas. Empezaba a clarear, era un día gris. Me
señaló nervioso y sin decir nada la dirección a la que debía
mirar. La sangre se me heló. Sin saber qué decir miré las
velas. El génova ya enrollado, pero la mayor a todo trapo,
avanzando a 6 nudos con viento de popa de 12. Un pequeño
círculo de unos 3 metros de diámetro giraba a una velocidad
de vértigo emblanqueciendo el agua y levantando la espuma
a medio metro de altura. Avanzaba paralelo a nosotros, a tan
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sólo unos 15 metros de nuestra aleta de estribor. Tal vez
medio nudo más rápido que nosotros. Por suerte no era un
tifón completo, pues de haberlo sido, seguramente ahora no
estarías leyendo esto. No sabíamos cómo reaccionar, aunque
sí sabíamos que si nos cruzábamos podía haber desperfectos.
Era cuestión de segundos, o no. Los dos pensamos lo
mismo. Si orzábamos bruscamente para alejarnos de manera
inmediata, quizá las turbulencias de nuestra vela mayor lo
hubiesen acercado aún más hacia nosotros, al igual, quizá,
que si arriábamos nuestra única vela izada. Así que sin saber
exactamente qué hacer, modificamos muy ligeramente la
dirección y esperamos. Continuó durante algunos eternos
minutos paralelo al Sterwan. No le quitamos ojo de encima.
Finalmente avanzó pasando lentamente por el costado y
poco después se encontraba a escasos veinte metros de
nuestra amura. Al cabo de unos diez minutos, aún lo
estábamos divisando a medio centenar de metros delante de
nuestra proa cuando cayó una densísima, pesada y ensor-
decedora lluvia sobre nosotros. El resto del día fue soleado,
con algunos chubascos lejanos.
Llegada a la Polinesia Francesa
El 30 de mayo amaneció teniendo la isla de Hiva Oa justo
al lado de estribor. Montañas con una verticalidad casi irreal.
Rocas negras volcánicas cubiertas de un verde manto
vegetal. Una nube blanca parecía depositada como algodón
sobre la cima de Mont Temetiu, de 1.276 metros de altura,
situada al lado de Atuona, la capital de esta isla. Entramos en
la bahía de Tahauku a las 08h30. Fondeamos con un ancla
en proa y otra en popa.
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Lo conseguimos: veinticuatro días sin ver tierra durante
las más de 4.100 millas que realizamos surcando el Océano
Pacífico. Ningún accidente, ninguna rotura significativa en el
barco. ¡Debíamos celebrar nuestra llegada en excelente salud
con una copa!
Las famosas islas Marquesas, habitadas antiguamente por
caníbales, descubiertas por españoles, conquistadas por
holandeses y británicos, y finalmente francesas. Fuente de
inspiración de grandes artistas como Paul Gauguin y Jacques
Brel, y donde se encuentran sus respectivas tumbas.
Debíamos quedarnos en estas islas hasta principios de
agosto, o sea, unos dos meses, pues Adolphe tenía que
regresar a Francia para atender asuntos personales.
Dos meses en un paraíso, no pintaba mal.
Video Canal de Panamá y Pacífico
http://youtu.be/Qqg1v70afwg
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Capítulo 13
Las Islas Marquesas (French Polinesie)
Isla de Hiva Oa
En toda la isla no había más de 1.800 habitantes. Adolphe
debía regresar a Francia de inmediato, así que exploramos la
zona rápidamente para saber si allí estaríamos bien durante
todo ese tiempo. Este era en teoría el mejor lugar de
Marquesas según nos dijo un francés que conocimos en
Panamá y residente en Atuona. La bahía de Tamauku era
cerrada, claustrofóbicamente rodeada de vegetación, con una
ola perpetua y siempre molesta de fondo. Un inexistente
lugar seguro para dejar nuestro dingui, y los 4 kilómetros a
pié hasta el pueblo de Atuona, hicieron que nos planteára-
mos cambiar de isla, pues estar los dos meses allí podía
resultar muy incómodo para Stephen y para mí. Vino un
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gendarme para realizar una inspección y darnos el visado de
visita para tres meses. Desembarcamos y nos fuimos a pié
por la intransitada carretera hacia la ciudad. Los hombres,
casi todos con camiseta de tirantes, se paraban amablemente
para acercarnos en sus picup al pueblo. Las mujeres llevaban
vestidos multicolores con estampados de flores. La ciudad
de esta isla era como una pequeña urbanización de no más
de 200 habitantes. Cambiamos dólares y euros a francos
polinesios y compramos lo justo e indispensable, pues todo
allí era extremadamente caro.
Comimos en uno de los mejores restaurantes, uno situado
sobre una colina con magnificas vistas y nos dedicamos a
curiosear por los alrededores. En el cementerio de las
afueras conseguimos encontrar la tumba de Paul Gauguin,
discreta y con el nombre en blanco esculpido sobre una
enorme roca volcánica que la cubría. Adolphe alquiló un
Suzuki Santana, al precio de 150 euros/día, y nos fuimos al
Norte para visitar el más importante yacimiento
arqueológico de Hiva Oa, en Pua Mau. Tardamos unas dos
horas en recorrer los veinte kilómetros de camino
zigzagueante y socavado, rebotando dentro del coche, a
veces entre altos y delgados cocoteros, y otras veces sobre
elevados acantilados. Por fin, medio aturdidos, llegamos al
antiguo poblado. Varios Pae Pae, típicos muros construidos
con enormes rocas redondeadas, se alzaban al pié de una
pared de piedra maciza de unos 60 metros, semi-ocultos por
la densa vegetación. En la zona se encontraban, erguidos,
algunos de los famosos y originales Tikis, dioses esculpidos
en piedra, de hasta 2 metros de altura y parecida forma:
medio sentados o sentados, con las manos siempre apoyadas
sobre una gran barriga.
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Nos quedamos unos tres días más en la isla y finalmente
decidimos partir a Nuku Hiva, a doce horas de navegación
de través-largo rumbo NNO, para ver si su refugio natural
daba mejor cobijo al Sterwan. Llegamos casi al anochecer a
la gran bahía de Taiohae, antiguo gran volcán semi-
sumergido. Pasamos entre las dos grandes rocas que la
protegían, el Centinela del Este y el Centinela del Oeste, y
anclamos. Taiohae, con sus 700 habitantes, era la capital de
las Marquesas. Descubrimos que su bahía, parecida a un
anfiteatro de casi tres kilómetros de ancho y orientada hacia
el Sur, era uno de los lugares más seguros para fondear en
todo este archipiélago y además, con un buen pantalán
donde amarrar nuestro dingui. La ciudad se encontraba
diseminada en la periferia de la bahía. Descubrimos que era
el sitio casi obligado de paso y abastecimiento para todos los
veleros que cruzaban el Pacífico. En ese momento, fondea-
dos, se encontraban una treintena de ellos.
Isla de Nuku Hiva, del 8 de junio al 19 de agosto
El jardín del Edén. Montañas volcánicas alzándose dentro
de un caos ordenado, con formas variopintas, como si un
pedazo del encrestado Pirineo lo hubieran pintado de negro,
lo hubieran recubierto en parte con enormes árboles,
cocoteros, flores y frutales diversos, y lo hubieran apartado
al medio del Pacífico. En las pendientes y valles, los ríos
discurrían entre la vegetación casi inexpugnable. Los breves
chubascos se presentaban cada dos semanas más o menos, y
casi siempre de Este a Oeste. Contemplábamos desde el
barco anclado como la cortina camuflaba parte de las
montañas o parte del valle, en un momento en que el frescor
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parecía invadirlo todo y la brisa perfumada por millares de
flores descendía por las laderas verdes hasta llenar cada
rincón del Sterwan con ese exquisito olor. Tras la lluvia,
decenas de cascadas nuevas escurrían el agua de las
montañas verdes que rodeaban la bahía.
A los primeros que conocimos al desembarcar fue a la
gente de “Yachts Sevices”, situado junto al lugar donde
amarrábamos los dinguis. Más tarde entablamos conver-
sación con el navegante francés Patrick, que trabajaba como
soldador, con el italiano navegante solitario Leo, que en esos
momentos reparaba velas y la francesa Zabú. También
conocimos a Anne y Ronald, los propietarios de la empresa.
Adolphe se fue al cabo de un par de días, y como yo
estaba al cargo del barco, debía realizar las tareas básicas
diarias que ello comportaba: carga de baterías durante tres
horas con el generador, comprobación y limpieza de filtros y
del motor, limpieza semanal interior y exterior, y guardia
permanente los días de mucho viento. Pero eso no impidió
que pudiese disfrutar de este paraíso.
Un lluvioso atardecer, uno de los recién conocidos me
hizo una propuesta que todavía no sé hasta qué punto fue
real: robar el Sterwan. Lo tenía todo bien planeado. Lo
harían desaparecer una noche que Stephen y yo estuviéramos
fuera y me pagarían el 25% del valor del barco con la
condición de que no lo denunciase hasta pasadas unas
semanas. Inicialmente no hice ni caso, pues el tema salió
entre bromas y cervezas, pero días más tarde me enteré de
que uno de ellos había hecho alguna vez algo parecido.
Desde entonces decidí no abandonar ni una sola noche el
Sterwan.
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Los Marquesianos, al igual que todas las gentes en la
cultura polinesia, eran muy generosos y amables cuando los
conocías. Las jóvenes, hermosísimas, con la piel bronceada y
el pelo negro, voluminoso y largo hasta debajo de la cintura.
Los ojos oscuros y brillantes como perlas negras, la sonrisa
blanca y sincera. La vida aquí era placentera, los niños
jugaban con una libertad envidiable mientras los jóvenes se
reunían para tocar la guitarra, bailar, nadar, o para hacer
deporte o kayak tras las clases de la escuela. La obesidad a
partir de los treinta años era muy común, tal vez más del
60% de hombres y mujeres. Muchos de ellos vestían con las
típicas camisas o pareos con motivos hawaianos.
Una de las curiosas costumbres marquesianas era que, si
te invitaban a comer o cenar en una casa, los anfitriones
esperaban a que el invitado terminase para poder empezar
ellos. Eso me hizo sentir muy incómodo la primera vez que
asistí solo, y excusé otras invitaciones parecidas si no era por
compromiso o si podía asistir acompañado. Entre los que
conocí durante esas cenas estaban Mau, Akatini y Débora.
Los gallos y los cerdos salvajes, al igual que los ciervos,
traídos a la isla por los antiguos colonizadores, que así
quisieron asegurar su abastecimiento en futuras misiones,
abundaban y eran de libre propietario. Solo hacía falta
cazarlos para comerlos. Los limoneros, cocoteros, árboles
del pan, bananeros, piñeros, aguacates, papayas, pomelos
como melones... los árboles frutales eran generosos.
El único animal terrestre peligroso para el ser humano era
un gran cienpiés de unos diez a quince centímetros de
longitud, cuya picadura -muy rara- provocaba cierta hincha-
zón. Las infecciones aquí eran muy comunes, sobre todo
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para los recién llegados y no inmunizados occidentales como
nosotros. Cualquier herida o picadura de Nono (pequeñas
moscas), por pequeña que fuera, se infectaba y costaba
muchísimo de sanar, creando una bola de pus que reventaba
y cicatrizaba continuamente. Así que, durante el primer mes,
nuestra piel de rodillas para abajo mostraba un aspecto más
bien desagradable, al igual que bajo el cuero cabelludo. Una
crema antibiótica ayudó a mitigar esas infecciones en un
inicio, pero hizo falta un tratamiento oral de antibióticos al
cabo de un mes para sanar del todo y no volver a tener ese
tipo de infección durante el resto de nuestro viaje por la
Polinesia. En el mar los peligros eran otros muy distintos:
ciguatera, tiburones y peces cuyo veneno resultaba mortal.
Por eso no era muy común estar en la playa y bañarse como
era lo esperado.
Un día fuimos invitados al “Draga Magic”, un Benetteau
43 americano, a Daniel’s Bay, una preciosa bahía situada a
unas 10 millas más al Oeste. Salimos de Tahioae y
navegamos surfeando de nuevo las olas oceánicas costeando
los altos acantilados negros. Al entrar a la pequeña bahía
entre las montañas por un punto donde parecía imposible
entrar a simple vista, descubrimos un amplio valle repleto de
cocoteros resguardados por otras montañas más lejanas.
Anclamos y pasamos allí la noche. Al día siguiente, tras
levantarnos temprano, cogimos el dingui y remontamos
unos 100 metros el caudaloso, turbulento y cristalino río
hasta unas cabañas donde vivían un par de ancianos maoríes,
uno de ellos llamado Daniel. Con mirada apacible nos
recibió y nos dijo que vivía en esa bahía desde muy joven,
aislado, pero autosuficiente. Difícil concretar su edad, pero
fácil adivinar que era feliz. Amarramos la pequeña embar-
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cación y empezamos a seguir el pequeño sendero que nos
indicó Daniel y que se adentraba en el frondoso valle, para-
lelo al río. Allí, donde terminaba el sendero, se encontraba la
segunda cascada más alta del mundo después del “Salto del
Ángel” en Venezuela. El día era soleado, pero el suelo aún
estaba embarrado y resbaladizo por la lluvia del día anterior.
Las dos horas de camino que anduvimos hasta poder divisar
la cascada en un claro pasaron rápido por la belleza del lugar:
selva, flores, antiguas ruinas. Pudimos contemplar la cascada
viendo como el abundante caudal iba descendiendo
lentamente durante los más de 500 metros de caída libre.
Tuvimos que cruzar el río tres veces, sobre troncos o con el
agua a la cintura, para llegar finalmente a la garganta donde
se desplomaba el agua con un fuerte rumor que retumbaba
por las paredes de roca viva. Una nube de minúsculas gotas
en suspensión ya nos había envuelto y empapado cuando
aún nos faltaban un centenar de metros para llegar. Una vez
abajo, en la garganta, no se podía ver la totalidad de la
cascada, pues una enorme roca ocultaba la parte superior y
sólo se divisaban los últimos 25 metros. Dejamos las
mochilas y nos lanzamos al pequeño lago agarrándonos a las
rocas laterales con pocos salientes y remontando como
pudimos la fuerte corriente para acceder a la base de la
cascada. Escalamos la gran roca donde se desintegraba el
agua y nos pusimos junto a ella. Por suerte, pusimos primero
la mano para comprobar la brutal fuerza con la que golpeaba
el agua, ya que, de habernos metido directos como era
nuestra intención, seríamos ahora unos curiosos cromos
estampados sobre la roca.
Una tarde se nos presentó con una cerveza la simpática,
guapa, contestataria, irritantemente sincera y valiente nave-
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gante solitaria Jenny, de 28 años. Pelo largo, ondulado, color
castaño claro, piel pecosa y ojos azul profundo. Una joven
con genio y con las cosas muy claras, quien con 22 años y
mucha sed de vivir, se compró un velero de acero de 42 pies,
el “Vigilant”, y partió desde California, como ella definió, en
busca de libertad. Durante esos seis últimos años estuvo
surcando en compañía de su perro “Dagoo” todo el
Pacifico, de Este a Oeste, de Norte a Sur, negociando y
explorando. Tenía un enorme tatoo de la Diosa Medusa en
el hombro derecho, y otro igual de grande en el brazo
izquierdo de un mapamundi con un texto de Samuel
Johnson en el que decía: “The use of travel is to regulate
imagination by reality; and instead of thinking how things may be, to
see them as they really are.” Montaba a caballo como la mejor
de las amazonas, invitaba a los niños a helados y regalaba
gafas para leer a los ancianos del pueblo. Estaba contenta
viviendo cada segundo, sin preocuparse ni de su pasado, ni
de su futuro, pues es así como se conecta uno con su propio
yo y toma conciencia absoluta del entorno y del espacio que
ocupa. No se podía atar a Jenny ya que era un espíritu libre
que pertenecía al mar, al viento y las olas, y el hecho de
conocerla fue un regalo de la naturaleza porque me abrió una
dimensión y un concepto sobre la vida diferente. Aprendi-
mos mucho el uno del otro, y las eternas charlas sobre su
velero bajo las estrelladas noches marquesianas serán
siempre inolvidables. Así de simplemente compleja era
Jenny.
El francés Patrick tenía una Honda XL250 que me prestó
amablemente, y con Jenny exploré el interior de la isla por la
carretera y caminos sin tránsito, descubriendo otros valles,
otras montañas, otros pequeños pueblos, plantaciones de
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copra y de bananas. Admirando este lugar casi inexplorado
con mis ojos de ciudadano de mi sobre-poblada Europa, no
podía dejar de pensar en que seguramente debía estar
sintiendo casi lo mismo que los primeros afortunados
exploradores que aquí llegaron.
Conocí a navegantes de paso que venían de las Galápagos
o Panamá y que también se dirigían a Nueva Zelanda. El
maxi velero “Red Dragon”, de 150 pies y con nueve
tripulantes, el “Shenandoah”, una goleta clásica privada de
tres mástiles y de más de un siglo de antigüedad, impeca-
blemente restaurada y con trece tripulantes. En la actualidad
está considerada la mejor goleta privada del mundo. Entre
sus tripulantes, se encontraban trabajando dos catalanes:
Agus, el chef del barco, y Pere, encargado de mantenimiento.
Estaban o se encontraban en Antigua cuando nosotros
fondeamos allí.
También conocí a los del “Kiviana”, otra pareja de catala-
nes, Jordi y Laura; el “Freelance” del corso Bruno, el “Draga
Magic” con Roy, Víctor y Charly... y otros muchos con los
que habíamos coincidido en Panamá. En el fondo, todos
íbamos realizando el mismo trayecto, por lo que el hecho de
ir encontrándonos en varios puertos no resultaba extraño.
Un día Jenny me presentó al madrileño Javier y a su novia
brasileña Laine. Llegaron en un velero de acero hacía más de
seis años después de una vida intensa por las costas
atlánticas. Y aquí se quedaron. Un filósofo, un intelectual, un
aventurero, un artista... y en todo caso, una persona que
supo renunciar a los placeres y facilidades que ofrece una
capital para vivir su vida, con lo justo, pero disfrutando del
día a día. Gracias a un proyecto de creación de cerámica con
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diferentes tipos de tierras marquesianas, pudo conseguir el
permiso para quedarse como residente en este paraíso. Era el
único en las Marquesas que trabajaba con este tipo de
barros, convirtiéndolo en piezas artísticas increíbles y únicas.
La falta de recursos en la isla despierta el ingenio de uno para
crear lo necesario con cuatro herramientas, y con ese talento
pudo montar un taller con torno, horno, soplador y un largo
etcétera. También trabajaba en la escuela local como
profesor. Laine se ganaba la vida realizando finos collares de
diseño con marfil vegetal. Vivían en una fabulosa cabaña
reconstruida por ellos mismos a las afueras de Taiohae, con
su caballo, su perro, su taller, y su viejo Land Rover que
tenían que arrancar cuesta abajo. Conociendo gente así, la
generosidad es contagiosa.
Una noche quedamos Jenny y yo con Javier en su taller.
Tenía ganas de hablar de algo que le inquietaba desde hacía
algún tiempo. Así que descorchamos una botella de vino y
empezamos la tertulia. Él era admirado y envidiado por
muchos de sus conocidos y amigos madrileños por ser el
aventurero, el que supo escapar de esa rueda en la que se
entra desde muy pequeño: nacer, estudiar, trabajar y morir
en el mismo lugar. ¿Podía entender el verdadero sentido de
la vida?. Su actual hogar estaba en un lugar de ensueño,
disfrutando del tiempo libre y sin preocupaciones aparentes.
Pero Javier tenía una preocupación que me hizo reflexionar.
Los 50 años los veía a la vuelta de la esquina. Tenía tras de sí
miles de vivencias sólo alcanzables cuando uno se escapa de
las imposiciones sociales, y estas experiencias, combinadas
con su inteligencia, lo habían convertido en un hombre
cauto y sabio. Era feliz y no se arrepentía de nada de lo que
había hecho, pero ahora era él quien sentía cierta envidia por
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sus amigos madrileños. Su estabilidad, una familia, una casa
ya pagada y un elevado sueldo. Sentía nostalgia por el jamón
y el tapeo. Por la seguridad que ofrece una vida rutinaria
quizás. Y ahí empezaron las preguntas: ¿Qué buscamos en
esta vida? La mayoría de nosotros quizá pensamos que lo
mejor es dejarse llevar, sin llegar nunca a plantearnos si eso
es lo que realmente queremos. Con ciertas alegrías cotidianas
es suficiente. También es verdad que a veces acabamos
deseando lo que no tenemos, y cuando lo conseguimos,
dejamos de valorarlo y deseamos otra cosa. Así que saber o
no saber qué es lo que uno quiere de verdad, es un verda-
dero tesoro que poca gente ha sabido encontrar. Sabemos
dos cosas, que nacemos y que, tarde o temprano, moriremos.
Entre estas dos obviedades, existen millones de caminos
donde escoger. Y cuantos más buenos caminos se conocen,
más difícil resulta la elección. Así que, sabiendo que sólo
vivimos una vez, y como alguien dijo, “en esta vida no hay
tiempo para ensayos”, ¿qué camino es el mejor? ¿Cuál es el
más correcto y cuál es inapropiado? Si tan sólo hace unos
pocos miles de años nacíamos con el único propósito de
comer sin ser comidos, conquistar sin ser conquistados, y
reproducirnos para que nuestros hijos hicieran lo mismo…
¿a qué aspiramos ahora? ¿Qué ha cambiado? ¿Qué nos
diferencia de una colonia de monos? En fin, durante la larga
velada nos hicimos infinidad de preguntas que a su vez
creaban otras nuevas cuestiones. Descorchamos la tercera
botella de vino, que bebimos a pequeños sorbos, disfrutando
de cada trago… ¿y si ese fuera el secreto de nuestro día a
día? Sorbitos del presente…
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A la mañana siguiente me desperté con un buen resacón.
Días más tarde conocí a una simpatiquísima catalana que
trabajaba en la oficina de turismo, Verónica. Se casó con
Rénaud, un polinesio de las Tuamotus, y hacía más de
catorce años que vivían aquí con sus hijas. Tras varios meses
fuera de casa, hablar catalán me resulto dificultoso. Ella me
enseñó a hacer la salsa Sashimi y su especial tortilla de
patatas, en una interesante cena en su casa. Me explicaron
su proyecto para la creación de una empresa para producir y
exportar el zumo de los limones, tan generosos en las
Marquesas y tan escasos en otras islas. Una idea excelente, ya
que el jugo de este fruto es un condimento esencial en la
mayoría de platos polinesios. En estos lugares tan incomu-
nicados, es difícil encontrar trabajo, por lo que hay veces que
hay que idear nuevas formulas y ser emprendedor.
Jenny era la anfitriona de los navegantes en la isla. Un
domingo soleado nos invitó a unos cuantos a una comida en
su velero: a Javier, Laine, Bruno, Stephen… Ese día conocí a
Vincent, un ex-empresario francés que llevaba viviendo unos
diez años en la isla. Un artista con la piedra y un pescador
submarino excelente. Nos invitó a ir de pesca con él.
Persona humilde y serena como pocas he conocido. Nos
contó, entre muchas anécdotas, que un día casi se ahogó por
culpa de una enorme manta raya, ya que estos animales
tienen la obsesión de acercarse a cualquier objeto vertical
(como cabos, cadenas...) y empezar a tirar... y lo hizo cuando
él estaba en su dingui después de haber lanzado el ancla...
Contó que tiraba tan fuerte hacia el fondo que empezó a
hundir la pequeña embarcación hasta que por fin consiguió
sacar un cuchillo y cortar el cabo. -Un buen susto-, dijo.
- 116 -
Primer encuentro con los tiburones
Así, que aceptando su invitación, salimos muy de mañana
Vincent, Bruno, Stephen y yo, con el dingui del Sterwan
cargado hasta los topes con todo el material: gafas de buceo,
tubos, aletas, cuchillos y fusiles submarinos. Nos dirigimos
lentamente hacia la salida de la bahía. Para no tener que
bordear el gran montículo del Este, esperamos el momento
entre ola y ola para pasar por el atajo de cuatro metros entre
la roca y la isla, ya que la ola oceánica se estremecía por ese
angosto de manera imposible de superar. Continuamos
bordeando la isla por la parte de los acantilados con el
diminuto dingui, subiendo y bajando las encrestadas olas. Al
cabo de casi una hora nos refugiamos tras unas rocas que
sobresalían del agua, atamos la embarcación a unas rocas
situadas a 5 metros de profundidad y nos lanzamos al agua
después de que Vincent nos diera algunas recomendaciones
y clases resumidas sobre los diferentes tipos de tiburones de
la zona y su comportamiento: “-Los de aleta blanca son los
más peligrosos por su agresividad, pero sólo si estás
pescando en la zona.-”... nos dijo. La visibilidad a través del
agua era excelente. Pudimos contemplar cómo la parte
donde se acababa la isla descendía hacia el oscuro abismo.
No había corales, sino rocas desnudas, ya que estas islas eran
“relativamente” jóvenes. Mientras Stephen y yo nos queda-
mos flotando por la superficie, contemplamos admirados
como Vincent descendía a pulmón para pescar a unos veinte
metros o más de profundidad. Se mantenía en el fondo
inmóvil durante unos segundos y disparaba el arpón siempre
certero para realizar después un lento ascenso mientras
observaba cuidadosamente la posible presencia de escualos.
Pescó unos cinco grandes ejemplares de no sé qué tipo y
- 117 -
repartió uno a cada uno. Justo antes de irnos apareció un
tiburón de aleta blanca de unos dos metros, planeando de
semi-costado sobre la ladera sumergida y a escasos metros
bajo nosotros. Lo vigilábamos atentamente mientras parecía
no darse cuenta de ser observado. Dio un giro y se marchó
por el mismo camino por el que había llegado. Momentos
más tarde otro tiburón de aleta blanca de tres metros llegó
de la otra dirección. Ahí ya salimos disparados sobre la
barca. Era hora de irse.
Problemas con el agua
Al cabo de un mes y medio, las duchas descontroladas y
la excesiva limpieza del barco, hicieron que los 1500 litros de
agua de los depósitos se vaciaran casi por completo y nos
quedasen poco menos de 150 litros. Teníamos una emer-
gencia que solucionar. Llenar los dos depósitos con la desa-
lanizadora hubiera sido poco más que mala idea, ya que el
agua turbia debido al excesivo plancton del interior de la
bahía hubiera obstruido los filtros de la máquina en cuestión
de días. Debía encontrar otra solución. Compré un bidón de
plástico de 50 litros e intenté realizar unos cuantos viajes
desde el Sterwan hasta el pantalán donde se encontraba el
surtidor de agua, a 2 km de distancia. El agua no era potable
y tenía un color semi-fangoso. Así que también desistí de
esta opción alternativa para no ensuciar los tanques de difícil
limpieza. Intenté recolectar agua de lluvia con un toldo, pero
las cantidades recogidas fueron insignificantes. Parecía que
no había otra solución hasta que Jordi, del Kiviana, me dio la
mejor opción.
- 118 -
Esperé a los primeros chubascos que no tardaron en
llegar, y siguiendo las instrucciones de Jordi, limpié toda la
cubierta del barco con un cepillo y jabón. Una vez aclarada
por la incesante agua de la lluvia, canalicé con camisetas las
partes laterales por donde se escurría el agua dulce de la
cubierta hacia el mar y logré encarrilar el preciado líquido
hasta la boca de los dos depósitos, uno en babor y otro en
estribor. Me quedé acurrucado y asombrado, bajo la lluvia,
admirando como un caudaloso chorrito de agua iba descen-
diendo de manera constante hacia las tripas del Sterwan. Esa
maravillosa lluvia continuó durante el resto del día y toda la
noche. Antes de acostarme, el agua ya rebosaba de los
tanques. El júbilo que sentí duró muchísimos días. Si en cada
edificio de cada ciudad tuviesen el mismo sistema de
recolección...
Gastronomía Marquesiana
Pescado crudo aderezado con leche de coco, con limón y
ajo, pescado ahumado, tiburón crudo al limón, atún crudo
con salsa de sashimi, erizos de mar crudos, fafaru crudo con
agua podrida con patas de langosta... todo acompañado con
el mehi (fruto del pan), con leche de coco, el poke (banana
cocinada con almidón y unas hojas especiales), o mandioca...
Todo excelente.
La carne típica se cocinaba al fuego marquesiano, es
decir, se excavaba un hoyo en el suelo donde se colocaban
las brasas cubiertas de hojas de bananeros; luego toda la
carne se cubría de nuevo por esas grandes hojas, y tras
depositarlo sobre las brasas cubiertas, se le echaba tierra
encima para dejarlo cocinar durante toda la noche. Delicioso.
- 119 -
Los tatuajes
Las Marquesas, al igual que otros lugares de la Polinesia,
destacaban por lo popular que resultaba llevar tatuajes.
Algunos maoríes llegaban a tener más de medio cuerpo
tatuado, incluso parte o la totalidad del rostro. Los motivos
eran siempre tradicionales: tikis, rayas, tortugas, gekos... Los
huecos se rellenaban con la típica “cruz marquesiana”. Las
mujeres decoraban su piel con tatoos más discretos, pero
perfectamente visibles, bellos y sensuales, en los brazos,
cintura, manos y/o pies, o tras la oreja. Originalmente los
realizaban con un objeto punzante, fijado en el extremo de
una varilla, y tras untarlo en la tinta, iban clavando la aguja
con suaves y constantes golpecitos hasta terminar el
ungüento. No hace falta decir lo complicado, tortuoso, e
interminable que resultaba este método. Aún hoy algunos
artistas continúan utilizando esta técnica.
Muchos de los navegantes que pasaron por aquí se
grabaron un recuerdo para toda la vida, como Stephan,
Bruno, Leo, Jenny, Charly...
El ocio
Cuando llegamos a este paraíso, Stephen y yo no nos lo
podíamos creer. No era el estereotipo del lugar turístico que
venden en las agencias. Nos encontrábamos en la propia
capital de las Marquesas y no existía una zona o bar donde
tomar una cerveza por la noche. No había apenas turistas
por lo costoso que resultaba llegar aquí. Solo encontramos
tres restaurantes, casi siempre desérticos. Pasar dos meses
aquí podría ser de lo más aburrido… pero nos equivocamos.
Al conocer a los demás navegantes, empezaron las invita-
- 120 -
ciones y cenas en otros veleros, barbacoas en la playa y
cervezas en el pantalán. Además, durante todo el mes de
julio celebraban la fiesta nacional en toda la Polinesia.
Montaron una carpa con muchos chiringuitos, donde se
podía ir a desayunar, comer, cenar o simplemente a beber
algo. Los fines de semana, a las 22h, realizaban una exhibi-
ción y concurso entre dos grupos de danzas locales, con
bailes marquesianos y tahitianos. Tras la exhibición, un disc
jockey invitaba al baile al resto de los presentes.
La danza polinesia era hipnotizante. Había una
marcadísima diferencia entre cómo la bailaban los hombres y
las mujeres. Con el ritmo de los tambores y cantos, los
hombres, con cuerpos prácticamente tatuados daban asom-
brosos saltos y bruscos movimientos acompañados de gritos
muy graves y desgarradores. Las mujeres, con movimientos
imposibles de caderas, melodías armoniosamente suaves y
movimientos lentos del resto del cuerpo, mostraban una
sensualidad desbordante y casi enfermiza que enamoraba.
Los bailes eran de dos tipos distintos: el típico haitiano,
suave y melodioso, y el marquesiano, que representaba
escenas de caza, más brusco y salvaje.
- 121 -
Problemas con Stephen
Tras cruzar el Océano sin apenas problemas, en las
Marquesas, Stephen empezó a desmadrarse de manera
insoportable. Cada noche llegaba bebido y dejó de realizar
las tareas que le asigné. En alguna ocasión tuve que salir a
buscarlo para llevarlo al barco en estado deplorable. Resultó
ser el típico que decía saberlo todo sin conocer nada. Por el
problema con su carácter, me comentaron que algunos
isleños querían atizarle. Así que conseguí convencerle por
unas semanas, y con ayuda de Jenny, para que cambiara de
actitud. Convivir en un barco con alguien así resultaba
complicado.
La hora de la partida
Pasaron dos meses y medio, y llegó Adolphe, el propie-
tario del “Sterwan” con su mujer Catherine. El barco se
encontraba impecablemente preparado para partir hacia
Nueva Zelanda. Pero surgió un triple dilema y debía tomar
una decisión: si continuar con ellos dos y Stephen, o aceptar
una de las dos propuestas que me habían realizado. Por un
lado, tenía una invitación para ir navegando a Hawai con
Jenny y su “Vigilant”, y por otro lado, la del “Lady A”, un
velero americano de 22 metros de un importante productor
americano para ir también a Nueva Zelanda, como el
“Sterwan”. Decidirme no resultó fácil, pero con los del Lady
A me había echado unas muy buenas risas y me atraía la idea
de llegar hasta Nueva Zelanda con ellos. El capitán John, de
32 años, su novia Karen de 25, la inglesa Trevol de 34 años y
la simpatiquísima argentina Tania de 26 años. Me iban a
pagar lo mismo y el buen rollo estaba asegurado. Con Jenny
- 122 -
quedé que la iría llamando, ya que quizás, llegado a Nueva
Zelanda, me volvería para embarcarme con ella.
En el “Sterwan”, con Stephen, se las podían arreglar sin
mí, así que nos despedimos con una buena cena, con la
seguridad de que nos volveríamos a encontrar y me integré
como tripulante en el majestuoso “Lady A” de tres camaro-
tes dobles y una suite en popa.
Me despedí también del resto de amigos de la isla y
sobretodo de Jenny, con esa sensación de alegría amarga y,
finalmente, salimos el 22 de agosto con el 76 pies americano
rumbo a Raroia, en el archipiélago de las Tuamotu.
Video Islas Marquesas
http://youtu.be/i5OIAE6V37A
- 123 -
Capítulo 14
El archipiélago de las Tuamotus
Salimos de la bahía de Taiohae (Nuku Hiva) el 22 de
agosto del 2004, a las 14h. Pasamos al atardecer cerca de la
isla de Ua Pou y continuamos rumbo Sur, hacia el
archipiélago de las Tuamotu, punto importante de cultivo de
perlas tahitianas y formado por más de cincuenta atolones de
diferentes tamaños, el más grande: Ranguiroa, el más famo-
so: Mururoa.
Nos dirigíamos a Raroia, un atolón fuera de la ruta del
resto de los navegantes que habíamos conocido. Tardamos
tres días en llegar, con viento variable de través. Buen
tiempo y turnos de 18h a 22h y 06h a 09h para Tania y para
mí. La convivencia en el barco fue genial.
- 124 -
Atolón de Raroia:
Estos grandes atolones no tenían montañas. Eran
antiguas islas volcánicas de diferentes formas, normalmente
circulares, alrededor de las cuales fue creciendo el coral. Con
el tiempo, algunas de estas islas se fueron hundiendo
gradualmente, no impidiendo que el coral continuara cre-
ciendo verticalmente, dejando en el centro una gran laguna
protegida. Así que, lo primero que divisamos el día 25 por la
mañana fueron las copas de centenares de cocoteros, a no
muchas millas de distancia, viéndolas como una fina franja
verde sobre el horizonte. Al cabo de pocas horas nos
encontrábamos enfrente de la entrada del atolón, en el único
canal que, según las cartas, permitía acceder a la laguna
interior. Miramos bien la enfilación para no quedarnos
embarrancados en alguna de las muchas cabezas de coral
semi-sumergidas y empezamos a pasar el canal. Remolinos y
olas se encontraban emblanqueciendo el medio del canal por
la fuerte corriente -de entrada o salida según la hora del día-
causada por la marea oceánica y que podía llegar hasta los 12
nudos de velocidad en algunos puntos. En ese momento la
corriente era en contra y de unos 4-5 nudos. Entramos y nos
dirigimos al pueblo más importante de la isla, Nganuroava,
con menos de 100 habitantes, situado a una milla aproxi-
madamente de la entrada al atolón. El canal, dentro del
lagoon, estaba bien señalizado con marcaciones rojas y
verdes. Había corales por todas partes, sol brillante, miles de
cocoteros alineados tras desiertas playas blancas, y aguas
turquesas. Era indescriptible la sensación de protección que
otorgaban esos milagrosos círculos en medio del océano una
vez dentro, que abrazaban e inmovilizaban una enorme
porción de agua cristalina.
- 125 -
Anclamos junto a un catamarán noruego, no con muchas
facilidades, pues el viento continuó soplando a unos 25
nudos de velocidad. Éramos el doceavo velero que pasaba
por allí esa temporada que ya terminaba, según nos dijeron
los locales unos días más tarde. Al atardecer, se acercó una
lancha rápida con tres tripulantes maories. Uno se llamaba
Gilles y los otros dos eran sus hermanos. Vestían ropa
rapera. Los invitamos a bordo y nos preguntaron si teníamos
música. Empezamos a intercambiar CD’s por perlas negras.
Eran bien entendidos y tenían buen gusto por la música, por
lo que no se quedaban con cualquier CD. Sus gustos
musicales tiraban hacia el Rap y el House. Así que la Oreja
de Van Gogh se quedó en mi estuche.
Con ellos fuimos un atardecer a realizar pesca submarina
en el canal. Gilles nos pasó a buscar con su lancha de madera
puntualmente a la hora acordada. De camino al lugar, nos
contó una antigua tradición, superstición o mutuo respeto,
entre los pescadores tuamotuenses y los tiburones: ellos
nunca comían tiburón, pues quien lo hiciera -decían- tarde o
temprano sería devorado por uno de ellos. Asimismo, antes
de llegar, Gilles nos advirtió sobre esos escualos: no
debíamos tener ni mostrar miedo ante ellos, pues ellos se
darían cuenta y podrían llegar a atacarnos. Había que
demostrar que éramos más fuertes…y de inmediato me puse
más nervioso. ¿Cómo me podía quitar ese miedo de encima,
y más, tras haber degustado tiburón en las Marquesas?
- 126 -
Así que, tras amarrar el bote a una cabeza de coral
sumergida, tragar saliva y coger aire, nos lanzamos al mar. El
agua era cristalina, con una visibilidad increíble. El fondo
coralino, a unos 15 metros debajo de nosotros, se encontra-
ba repleto de peces loro, de varios colores y medidas,
royendo con su duro pico el blanco coral y expulsando
como excremento el esqueleto pulverizado, que acabaría
formando las playas blancas con las que todos soñamos.
Entre ellos, planeando con movimiento suave, los tiburones
de aleta blanca de metro y medio a dos metros. Ya no
sentíamos miedo, no porque fuésemos más valientes, sino
porque parecía que no se habían dado cuenta de nuestra
presencia. Nos quedamos en la superficie, admirando la
riquísima fauna submarina. Era otro mundo, unicolor. El
espectro solar era absorbido casi en su totalidad por el agua,
con lo cual los maravillosos colores del fondo submarino se
reducían a uno sólo en esas profundidades: el azul. De vez
en cuando, Gilles descendía lentamente unos 15 metros para
pescar con su fusil submarino. Una vez en el fondo,
permanecía unos segundos inmóvil, consiguiendo que los
peces temerosos se volviesen a acercar de nuevo, ajenos a su
destino. Su disparo era casi siempre certero, y al alcanzar
alguno de ellos, la sangre desprendida, o simplemente el
ruido del fusil, excitaba casi al instante a los demás tiburones
cercanos, quienes cambiaban su actitud tranquila por otra
más amenazadora. En una ocasión, uno de esos escualos,
consiguió morder una de las aletas de goma de Gilles.
Cuando eso sucedía, él intentaba dar un golpe seco con la
punta de su fusil en la cabeza del animal, para ahuyentarlo.
De vez en cuando, algún espécimen de gran tamaño se nos
acercaba a curiosear desde el fondo, con un suave ondear de
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su cola, pero con un objetivo fijo en su fría mirada: nosotros.
Bastaron algunas fuertes palmadas sobre la superficie del
agua para ahuyentarlos temporalmente. Lo había leído en
“¡Eh, petrel!” de Julio Villar y, aunque inicialmente tuve mis
dudas, afortunadamente funcionó. Momentos más tarde, la
presencia de tiburones se incrementó, y empezaron a
acercarse más hacia nosotros. A Tania le mordió uno en la
aleta, y a John también se le acercó otro peligrosamente. Nos
convencimos casi de inmediato de que debíamos subir al
bote. Siete pescados fueron el trofeo que Gilles compartió
generosamente con nosotros.
Un par de tardes, la tripulación al completo del “Lady A”,
cogimos el dingui y nos dirigimos a la entrada del canal a la
hora en que la corriente resultaba más fuerte debido a la
marea entrante. Parábamos el motor de la lancha justo en
medio de la entrada del canal y nos lanzábamos al agua para
bucear, dejándonos arrastrar por el desplazamiento del agua
a 7 nudos de velocidad. Descendíamos a pulmón unos me-
tros y nos manteníamos allí, sin hacer nada, todo el tiempo
que podíamos resistir. Nos parecía estar volando sobre los
corales a esa vertiginosa velocidad. Tras recorrer los 200
metros del canal, subíamos de nuevo y repetíamos la
excitante operación.
Por la noche pescábamos con una pequeña caña desde el
barco, poniendo como cebo el pescado seco que le dieron a
Tania en las Marquesas. Picaban a los pocos instantes, pero
notábamos otros tirones durante los escasos segundos que
tardábamos en sacar la presa, o mejor dicho, el resto de lo
que parecía haber sido un pez... y es que, durante la noche,
los tiburones estaban muy atentos bajo el barco. Uno de
- 128 -
ellos, de casi un metro, mordió el anzuelo y tuvimos que
sacarlo del agua y apoyarlo sobre la cubierta para poder
liberarlo. Es increíble la fuerza que tienen estos bichos con
piel áspera cual papel de lija de grano semi-grueso.
Conseguimos cortar el anzuelo con unos alicates sin que nos
pillara un dedo, y lo lanzamos de nuevo por la oscura borda
de la noche.
Con la familia de Gilles, mayoritariamente trabajadores en
la granja de ostras, realizamos otros intercambios de objetos
diversos por algunas perlas negras de diferentes tamaños y
tonalidades. Un niño me regaló una de unos 14mm de
diámetro a cambio de una linterna. Era brillante, negra-
grisácea, pero el color se transformaba en verde plata
después de un baño en el mar. Ésta se convirtió en mi
favorita, pese incluso a haber conseguido otra, la más grande
que jamás había visto, una de más de dos centímetros de
diámetro, por un lado plateada, y por otro lado azulada
como el cielo.
Estas granjas producían miles de millones de perlas
anualmente, pero el estricto control de calidad, hacía que
sólo una de cada tres mil -aproximadamente- llegara al
mercado, de ahí su elevado coste.
Lo de las perlas empezó a ser una obsesión para la inglesa
Trévol, quien casi se despoja de todas sus pertenencias para
conseguir otro puñado más de esas hipnotizantes esferas.
Al octavo día -el 2 de septiembre- el viento amainó y al
atardecer levamos anclas para navegar con luna menguante
rumbo a nuestro siguiente atolón, Makemo, no sin antes
despedirnos de todos los conocidos que se quedaron en la
isla para continuar con sus apacibles vidas.
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La noche fue placentera, sin viento, sin olas de fondo... el
Pacífico se encontraba pacificado... La Luna tardó en salir
por el horizonte y fue el amanecer el que nos dio la
bienvenida en Makemo.
Atolón de Makemo, del 3 al 10 de septiembre
Entramos por el canal con las primeras luces. Echamos el
ancla, y tras comprobar que garreábamos, la izamos y
observamos que se había enganchado en un enorme pedazo
de coral fosilizado de unos casi 200 kilos. Pasamos un cabo
bajo esa roca sólida y lo atamos a una de las cornamusas de
proa; bajamos el ancla para liberarla, y soltamos un extremo
del cabo con la roca. En ese momento, en todo el atolón
éramos el único velero. El 5 de septiembre fue mi cumplea-
ños, y por la noche me organizaron una fiesta sorpresa con
pastel de chocolate incluido. La música sonó alta por los
altavoces, mientras John y Tania se disfrazaron con trajes
graciosos y empezaron a bailar sobre la espaciosa cubierta.
Karen, Trébol y yo nos quedamos charlando y riendo en la
- 130 -
popa, tras una ingesta indecente de cerveza y whisky.
Acabamos muy tarde.
Al día siguiente aproveché para llamar a mi casa, y hablar
con mi madre y hermanas, que me felicitaron y me pregun-
taron una vez más, y como siempre, cuando iba a regresar.
Creo que dentro de unos meses, contesté.
El pueblo principal era un poco más grande que el de
Raroia, con unos 500 habitantes. Las casas, de una sola
planta, estaban hechas de obra o madera, pintadas habitual-
mente con colores vivos, y con un pequeño jardín siempre
bien cuidado. La gente igual de cordial y generosa. Nos
miraban con curiosidad. Conocimos al único artista del lugar
y a toda su familia. Realizaba relieves sobre perlas, plasman-
do su bello y meticuloso arte con motivos polinesios
diversos. El día de mi cumpleaños le encargué un relieve
sobre mi preferida perla verdosa. Sobre un lado, una tortuga,
símbolo de los navegantes para los maoríes; en el otro, un
Tiki, su dios, que protegía de los malos espíritus; el resto,
adornado con motivos polinesios.
En su casa conocimos a Tutunoa y a su hijo, también
llamado Tutunoa, maoríes chilenos de la isla de Pascua. Con
ellos fuimos a comer, charlar y a buscar -sin éxito- los
enormes cangrejos cocoteros.
Tras varios meses en Martinica, aunque también sobre el
barco francés y en las Marquesas, fue donde sentí que mi
inmersión lingüística que había comenzado desde cero
estaba dando sus frutos. Mi francés empezaba en este atolón
a ser más fluido que mi inglés. El penúltimo día de nuestra
estancia nos invitaron a una suculenta cena-barbacoa en casa
de Tutunoa.
- 131 -
Tania siempre era generosa, incluso sin tener casi nada
que dar, encontraba alguna cosa en su mochila que ofrecer.
Partió de Argentina con una beca de biología para realizar
tres meses de trabajo con las tortugas en las Galápagos.
Durante ese tiempo se quedó en una playa abandonada cuyo
único acceso era por mar, con otras tres compañeras,
realizando estudios sobre los huevos que las tortugas
marinas depositaban sobre la playa. Durante el último mes se
quedaron sin la poca comida que la organización les repartió.
Así que, se tuvieron que buscar la vida para sobrevivir hasta
que las fuesen a buscar. ¿Comer huevos de tortuga es el
colmo para un biólogo enviado a las Galápagos? La pobre,
aún se arrepiente. Fue en Galápagos donde conoció a los
tripulantes del “Lady A”, que se encontraban de paso, y se
embarcó con ellos hacia las Marquesas, donde la conocí.
Ganaba algún dinero realizando diferentes artesanías que
intentaba vender a los pocos turistas que por allí pasaban.
Tania, como la mayoría de los argentinos, era adicta al
mate. A Tutunoa, aunque era chileno, también le gustaba.
Esa tarde, ella le regaló su única pipa y lo poco de mate que
le quedaba en una bolsa. Le caía muy bien. Él, aún sabiendo
que no tenía más, lo aceptó encantado. La transparente
generosidad de Tania la llevó a que, durante esa barbacoa,
Tutunoa le regalara una sencilla bolsa de plástico transpa-
rente, pero repleta de unas trescientas perlas negras
tahitianas, imperfectas, pero de un valor difícil de calcular.
Los ojos de la adicto-perlaica Trevol se abrieron como
platos.
- 132 -
Partimos el día 10 para recorrer las 340 millas que nos
separaban de las Islas de la Sociedad, concretamente de
Tahití. Ninguna novedad... vientos de 20 a 30 nudos,
amainando a 10-15 nudos. Días y noches claras, con ola casi
inexistente durante las 52 horas de navegación.
Video de las Tuamotu
http://youtu.be/mvyqZb4KaRA
- 133 -
Capítulo 15
Islas de la Sociedad
Tahití, del 12 de septiembre al 2 de octubre de 2004
Como había sucedido con las Marquesas, esta gran isla en
forma de “ocho durmiente”, la divisamos a lo lejos por las
enormes crestas -algunas de más de 2.000 metros- que
sobresalían en el horizonte. Llegamos ya casi de noche al
Este de la isla, concretamente a Bahía Tautira, después de
pasar por uno de los muchos canales que había en la muralla
coralina que protegía toda la isla de las olas oceánicas.
En este precioso lugar las mañanas eran bellas, las playas
de arena negra y las montañas escarpadas cubiertas de espesa
vegetación, una tras otra. Durante una semana nos
dedicamos a disfrutar del sol, de la lectura, del baño y a
explorar esa zona de la isla, sus pueblos, sus cafeterías, sus
tiendas. También para actualizar los e-mails sin consultar
- 134 -
desde Marquesas. La carretera que bordeaba el perímetro de
la isla parecía mucho más transitada que en las islas visitadas
anteriormente.
Nos mudamos al cabo de una semana a Marina Taina
(mucho más cerca de Papeete) para esperar a los propietarios
del “Lady A” que llegarían el día 29 desde los EEUU.
Navegamos prácticamente todo un día por el interior del
arrecife que rodea toda Tahití desde Tautira y justo antes de
llegar, divisamos la isla de Moorea a escasas diez millas de
distancia al Oeste, frente la fabulosa puesta de sol.
En Maria Taina conocimos a los tripulantes de otros dos
grandes veleros, y a los de una motora de lujo, con los que
organizamos una sonada fiesta en nuestro “Lady A” y otra
en el barco “Back Soon”.
Para ir y volver de Papeete, hacíamos autostop, y como
en casi todas las islas de la Polinesia, desplazarse de un lugar
a otro de este modo no era nada extraño, sino más bien lo
habitual. La diferencia quizás estaba en que si en Hiva Oa se
paraba el primer coche que pasaba, en Nuku Hiva era el
décimo, y aquí el centésimo... pero en cualquier caso,
siempre dentro del tiempo que duraba fumar un cigarrillo,
por lo que no estaba nada mal.
Papeete, la capital de la Polinesia Francesa, era la ciudad
más grande que había visto durante estos casi cinco meses
desde que salí de Panamá. De nuevo la civilización: coches,
atascos en horas punta, y muchísimas tiendas de perlas con
precios prohibitivos (collares desde 400 a 30.000 dólares).
Muchos turistas. A la gente del resto de las islas por las que
habíamos pasado no le gustaba nada: “...demasiado grande,
demasiados coches, demasiada violencia... demasiado civil-
- 135 -
zado...”. A mí no me pareció ni más grande, ni con más
coches, ni más violento que mi pueblo costero.
Un mañana organizamos una excursión al corazón de la
isla con James del “Eclipse”, Katy del “Cora Cora” y
Corinne del “Funambule”. Zigzagueamos por una pared de
verticalidad agotadora durante más de una hora hasta lograr
alcanzar la meseta situada a unos 700 metros sobre el nivel
del mar. Desde allí caminamos llanamente entre los árboles
centenarios y altos bambús, todo protegido por montañas
inmensas. El interior de la isla aún se conservaba virgen, casi
inexpugnable. Gallos salvajes, arboles del mango, frutos del
pan... estábamos paseando por el jardín del Edén. El
delicioso sendero terminaba en un refugio en la región de los
naranjos (plantados –dicen- por el propio capitán Cook).
Tania consiguió encontrar trabajo durante un fin de
semana en una feria agrícola a las afueras de Papeete. Así que
un día la fui a visitar. De camino, se paró un coche a mi
lado... –“Albert!-” Era Bruno, el corso que conocimos en las
Marquesas. Con él se encontraba Débora de Nuku Hiva.
Charlamos brevemente y quedamos para tomar una cerveza
un par de días más tarde.
Los propietarios del barco, Jack y su mujer Wendy,
llegaron por fin el 29 por la noche, pero a tan solo unos
escasos 20 metros de alcanzar la pasarela que unía el
pantalán con el “Lady A”, Wendy se rompió el pié en un
desafortunado gesto. La ingresaron, la escayolaron, y
tuvieron que regresar disgustados los dos a EEUU. Así que
el Lady A debía continuar de nuevo, sin ellos, hasta Nueva
Zelanda.
- 136 -
Partimos el día 2 a las 16h rumbo a Raiatea, pasando por
el costado norte de Moorea y el costado sur de Tahaa,
llegando a la isla al mediodía del día siguiente. La noche nos
sorprendió con algunos chubascos que trajeron más viento
de lo habitual, pero sin problemas para la navegación de
través-largo que llevamos durante todo el camino.
Isla de Raiatea
Llegamos a la bahía de Upapa después de traspasar la
barrera de coral por el pequeño paso de Teavapiti acompa-
ñados por un grupo de delfines en proa. El lugar, de nuevo
precioso y tranquilo, pocos barcos fondeados y muchos en
tierra reparándose... Ahí, por sorpresa, volví a reencontrarme
con el corso Bruno, reparando los bajos de su clásico velero
“Freelance” después de topar con una cabeza de coral en las
Tuamotu. Me explicó que el “Sterwan” también había tenido
un percance con un coral en Bora Bora, pero, por suerte,
solo se abolló un costado. -Un “García Passoa” es como un
tanque flotante-, me comentó.
Una tarde me reencontré a la joven pareja de franceses
que conocí cruzando el canal de Panamá y que viajaban
como tripulantes en el catamarán de las Marquesas: Sebas de
28 años y Amandine de 24. En las Marquesas me dijeron que
desembarcarían y vendrían a esta pequeña isla, por lo que
encontrarlos no fue nada difícil. Se acababan de comprar un
pequeño velero de 28 pies y lo estaban reparando emocio-
nados -cómo no- pues era su primera “vivienda” juntos.
Tenían la idea de quedarse varios años por la Polinesia,
trabajando en el mantenimiento de veleros.
- 137 -
El 9 de noviembre partimos a la isla situada enfrente,
Tahaa, sin salir ni siquiera de la barrera de coral en forma de
ocho que protegía las dos islas. Al fondo se divisaba Bora
Bora. Comentaron que hacía poco una ballena había estado
merodeando en la zona protegida, entre Raiatea y Tahaa,
para el goce de todos los ocupantes de los veleros que allí se
encontraban.
Esta isla era mucho más tranquila que Raiatea. El pueblo
más grande se encontraba al otro lado de la bahía de Apu,
donde nos encontrábamos, y estaba formado por cuatro
casas, un almacén y dos restaurantes. Pocos días después nos
fuimos a bahía de Haamene, y el 17 nos mudamos a la
preciosa bahía de Hurepiti, donde se rompió una pieza del
molinete eléctrico del ancla y tuvimos que levantar los 60
metros de pesada cadena a mano. Tania encontró una
profesora de danza polinesia y se iba cada mañana a su clase
gratuita volviendo siempre con pequeños regalos. No sé
cómo lo hacía para conseguir siempre tanto a cambio de tan
poco.
El tiempo era siempre bueno, cálido y soleado, con
algunos chubascos momentáneos que no duraban más de
cinco minutos. Todas las islas eran prácticamente iguales:
cocoteros, playas de arena blanca, aguas turquesas y algunas
montañas elevadas. Sus pocos habitantes eran en su mayoría
polinesios, otros eran franceses que habían abierto pequeños
negocios u hoteles, y el resto, algunos navegantes que deci-
dieron quedarse para siempre con su barco por estos mares.
Fue el 19 de octubre cuando partimos rumbo a la famosa
isla de Bora Bora.
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Isla de Bora Bora
Dicen que es una de las islas más bonitas del mundo… y
es verdad. Aunque después de casi cinco meses navegando
por la Polinesia casi todas las islas nos parecían práctica-
mente iguales, ésta era distinta: Bora Bora es como una
mezcla de un atolón como los de las Tuamotus, con una
espectacular isla montañosa en el centro del lagoon, como
Nuku Hiva de las Marquesas, con playas blancas de aguas
turquesas poco profundas. Por eso Bora Bora era especial.
Tras entrar por el único canal situado al Oeste, anclamos
frente el famoso “Bloody Mary”, un bar-restaurante típica-
mente adaptado para turistas, realizado con troncos de
madera y techo de palmera, y en cuya puerta de entrada se
encontraba escrita sobre un gran tablón de madera una
larguísima lista de famosos y personalidades que habían
pasado por allí. Tania paró a un coche que conducía una
chica, quien nos llevó de visita turística por todo el
perímetro de la isla durante una hora, que es lo que tardamos
para cerrar el círculo. En la parte Sur-Este se encontraban las
mejores playas, y por lo tanto los mejores hoteles y exclu-
sivos resorts. Aquí, el turismo se podría clasificar claramente
en dos grupos: los recién casados procedentes de todos los
rincones del planeta y los jubilados americanos.
Poco hicimos durante la semana a parte de bañarnos y
disfrutar del paisaje. Unas auténticas vacaciones.
Una noche desatamos la driza de la vela mayor y la
llevamos a la proa del “Lady A”. Subidos sobre el balcón,
nos lanzábamos desde allí por la borda para realizar un vuelo
pendular de 22 metros, para instantes más tarde salir
- 139 -
disparados y caer en las aguas oscuras del lagoon. Disfruta-
mos como niños.
Al cabo de unos días, Karen conoció a Aziz, un joven
procedente de New York City que se encontraba viajando
por la Polinesia. Lo fichamos como nuevo tripulante en el «
Lady A » para la travesía hasta New Zealand.
Un veterano pescador polinesio nos contó que lo de los
hoteles de lujo y el turismo en masa era un fenómeno
bastante reciente (menos de 30 años) y que recordaba cómo,
cuando era niño, los enormes pescados se podían cazar con
lanza, a escasos metros de la playa. Pescados grandes no
vimos, es verdad, pero sí alguna manta-raya planeando a
escasos metros de nosotros.
El 22 de octubre llegaron los participantes de la regata de
piraguas más importante del Pacifico, unos 300 participantes
procedentes de diversas islas de la Polinesia, desde Marque-
sas a Nueva Zelanda y desde Hawaii hasta la Isla de Pascua...
Una regata de cuatro etapas en cuatro días, recorriendo unos
50 Km. de media diarios, desde Tahití a Raiatea, luego
Tahaa, y finalmente Bora Bora. La llegada televisada fue
impresionante, pues el ritmo de los piragüistas continuaba
frenético después de cinco horas sobre el mar. La playa, llena
de gente llegada de otros lugares animando en ese último
tramo. Los que iban llegando se tendían sobre la arena
destrozados por ese final sobreesfuerzo. Más tarde tuvo
lugar la entrega de premios y terminaron con una gran fiesta
celebrando lo que era el acontecimiento más importante del
año en esta isla.
En Bora Bora todo continuaba igual o más caro que en
todas las islas de la Polinesia francesa: cervezas a 3 euros en
- 140 -
el supermercado -de 5 a 12 en un bar-, una bolsa de patatas a
4 euros, tabaco a 6 euros... y no hablemos de las cenas…
Tras cinco meses en la Polinesia me acostumbré a moderar
gastos, ya que mis pocos ahorros se estaban esfumando. Por
suerte para mi economía, ésta fue nuestra última escala en la
parte francesa... el último sitio donde íbamos a utilizar el
francés para comunicarnos.
De excursión con Aziz descubrimos dos de los ocho
espectaculares y enormes cañones que los americanos deja-
ron allí en la II Guerra Mundial.
Por fin llegó la pieza para el generador que John encargó
en Tahití y empezamos a potabilizar el agua del mar con el
Water Maker y a llenar los tanques. Nuevamente podíamos
ducharnos con normalidad.
Video Islas de la Sociedad
http://youtu.be/QtcamBDMiWI
- 141 -
Rumbo a Cook’s Islands
El 28 de octubre partimos hacia las Cook’s Islands. El
oleaje era muy fuerte de través-largo y el barco, a pesar de
sus 76 pies, se movía bruscamente durante los tres primeros
días con vientos de largo-popa de 30 a 35 nudos. Parecía
que, después de pasar la ola, se desplomara por un costado,
luego por el otro, luego por proa, de nuevo caída libre por
popa… Así no podía ir a mi camarote de proa, por lo que
acabé instalándome en el comedor central. Poco dormimos y
comimos durante ese trayecto de cuatro días.
Llegamos -cómo no- bastante cansados.
- 142 -
Capítulo 16
Cook’s Islands
Isla de Rarotonga
Llegamos el 1 de noviembre con mal tiempo. No vimos
el sol durante el último trayecto. El único puerto de la isla,
situado al Norte, era pequeño y complicado. Entramos, nos
acercamos al pantalán del fondo, echamos el ancla, y
amarramos la popa a un metro del cemento sólido tras dos
horas de maniobra. Por suerte, ahí se encontraban para ayu-
darnos el corso Bruno, con su “Freelance” ya reparado en
Raiatea, y también los del “Draga Magic”, a quienes no
veíamos desde Marquesas. Este puerto nos daba mala
espina. Desembarcamos.
Por la noche salimos de copas toda la tripulación al
completo con Víctor del “Draga Magic”. Cerveza neoze-
landesa de 75cl al razonable precio de 3 euros. ¡Esto ya era
otra cosa! Todo nos parecía muchísimo más económico... y
es que cuesta contenerse después de cinco meses en la parte
francesa. -“Ahora invito yo, ahora también…” -“No, no que
me toca a mí!” La fiesta nocturna también era otra cosa, con
mucho ambiente neozelandés y australiano. Era a lo que yo
estaba acostumbrado. La mejor durante este período en el
Pacífico.
El 4 de noviembre, la inglesa Trebol, desembarcó del
“Lady A”, y al día siguiente llegó un amigo de John, también
de Nueva York, el regatista en J-105 Gavin. Era el refuerzo
para el último trayecto de dos semanas que debíamos realizar
desde Cook’s, hasta Nueva Zelanda. Nos enfrentábamos a la
- 143 -
parte tal vez más complicada, pues el tiempo era ya bastante
inestable y supuestamente debíamos estar en Tonga esperan-
do una “ventana meteorológica” para saltar a Nueva
Zelanda. Los del Draga Magic y Bruno ya habían partido. La
temporada de ciclones había empezado y los pescadores
locales se extrañaban de nuestra presencia allí. Nos habíamos
demorado mucho.
El atardecer del domingo 7 nos sorprendió con un fuerte
viento, como el de los peores levantes catalanes. 35 nudos de
costado, lluvia y frío. La fuerza con la que soplaba y las olas
que se crearon en el interior del puerto, hicieron que el ancla
de proa, sutilmente amarrada al fondo, empezase a garrear.
La popa del “Lady A” se iba acercando peligrosamente al
sólido pantalán de cemento amenazando con estampar y
destrozar su casco de aluminio. John y Karen no se
encontraban en ese momento a bordo, por lo que Tania y yo
recuperamos un poco de cadena del ancla, de manera provi-
sional, y a sabiendas de que podía acelerar el garreo de la
embarcación. Debíamos ir deprisa, así que sin la pasarela
puesta, salté los dos metros de distancia hasta el pantalán y
empecé a correr como perseguido por el diablo hasta el
pueblo, situado a casi un kilómetro de distancia. Exhausto,
empecé a buscar por los bares y lugares de internet. Ni rastro
de John ni de Karen. Regresé corriendo de nuevo hacia el
barco. Ya se encontraba golpeando con la popa al pantalán.
Subí y recuperamos de nuevo un par de metros del ancla…
si continuábamos así, llegaría un punto en que el ancla ya no
se agarraría bien al fondo, y el desastre podría ser inevitable.
Al cabo de unos quince minutos tuvimos que recuperar de
nuevo… cada vez menos cadena al agua y más rápido se
acercaba al pantalán. Atamos todas las defensas disponibles a
- 144 -
la popa, sabiendo que poco podría salvar, y esperamos un
tiempo infinito, hasta que por fin aparecieron John, Karen y
Gavin.
Una vez todos a bordo, iniciamos una pletórica maniobra
para resituarnos de nuevo. Amarramos un cabo de 20m. a un
gran noray situado a unos 10m. a estribor, por donde conti-
nuaba soplando el viento de 35 nudos, para evitar chocar
con el barco situado a nuestro babor. Poco a poco fuimos
recuperando cadena (manualmente, pues el molinete se
volvió a estropear) avanzando lentamente con el motor,
mientras simultáneamente íbamos soltando y tensando el
cabo del costado de estribor con el gran whinche eléctrico.
La maniobra se complicaba, pues no disponíamos de cabos
largos y tuvimos que ir empalmando unos con otros -cinco
cabos en total-, para conseguir los aproximadamente 60
metros que requería esta compleja maniobra de fuerzas. La
tensión del cabo era elevadísima, pues con el viento había
que mantenerla con el motor para que el barco permaneciera
en diagonal en esa posición. Debíamos ir con extremo
cuidado, pues en un momento en que me despisté, el cabo se
escurrió medio metro acompañado de un fuerte crujido y me
llevó la mano al winche en una milésima de segundo.
Afortunadamente, por reflejos o suerte, no llegó a pillármela,
si no, con esa presión, me la hubiese triturado. Cuando
pudimos salvar esos 60m. de distancia, echamos de nuevo el
ancla un poco más a barlovento y empezamos a retroceder
paulatinamente recuperando el cabo amarrado y soltando
cadena en proa. Finalizamos la maniobra al cabo de unas tres
horas agotadoras. Nos colocamos en el mismo lugar de
antes, esperamos y comprobamos poco tiempo después, y
con gran enojo compartido, que el ancla empezaba a garrear
- 145 -
de nuevo. Así que realizamos la misma maniobra de recogida
del ancla, pero esta vez para abarloarnos paralelos al
pantalán, proa al viento. Justo estábamos empezando a salir
cuando oímos un “patapám!”... El cabo del dingui se rompió
y la ligera embarcación se alejaba con las fuertes rachas.
Gavin, saltó al agua y consiguió traerlo de nuevo al costado
del velero.
Tras otras dos horas, logramos finalizar la segunda
maniobra, ya de noche, abarloados al costado del muelle. Ya
no estábamos cansados, sino destrozados. Pese al ruido
exterior causado por el fuerte viento, dormimos de primera.
Durante la nubosa mañana del día siguiente, observamos
una actividad frenética e inusual sobre el muelle. Los pesca-
dores situados junto a nosotros se fueron marchando. Uno
de ellos se acercó para advertirnos que era peligroso estar
allí, pues el viento estaba cambiando al Norte y las olas
empezarían a entrar de lleno dentro del puerto, justo hacia
donde estábamos. Nuevamente, y a mi pesar, tuve que correr
de nuevo en busca de John y Karen, otra vez sin éxito. Al
cabo de casi una hora, las olas en el puerto iban “in
crescendo” y el “Lady A” se encontraba peligrosamente
perpendicular a ellas y a merced de sus vaivenes. Nos íbamos
balanceando lateral y peligrosamente sobre el costado de
cemento, solo separado por las enormes defensas, pero que
parecía que iban a estallar como globos. Finalmente llegó el
capitán, soltamos amarras y nos abarloamos casi después de
otra hora a un mercante situado en un lugar más protegido
del puerto, con la proa hacia las olas. Así se quedó nuestra
embarcación durante los últimos dos días que allí nos que-
damos.
- 146 -
El 10 de noviembre, llenamos los tanques de agua y
compramos la comida suficiente para nuestra última larga
travesía, de unas dos semanas, hasta New Zealand. Tania
consiguió veintidós enormes espadas de pez-espada y marlín
para trabajar con sus artesanías y así poder venderlas más
tarde.
Eran las 15h30 cuando soltamos amarras, justo el día en
que yo cumplía un año viajando. Realmente la sensación era
como si tan solo llevara unas semanas desde que salí de
Cataluña, pero cuando me paré a pensar y repasar lo vivido,
me parecieron años.
Rumbo a New Zealand
Mal tiempo y cierta preocupación, pues estábamos ya en
época de ciclones que empezaba a finales de octubre. Com-
probábamos el “weather-fax” casi todo el tiempo. Pusimos
rumbo 244º para pasar por el Sur de las islas Tonga, pues en
rumbo directo nos podríamos encontrar vientos de proa
llegando a New Zealand. Avanzamos de ceñida a 6-7 nudos
de velocidad con vientos del Oeste de 16 nudos. Acostum-
brados a los calores tropicales, el viento era fresco, y con
lluvias frecuentes, obligándonos a ponernos todo el equipo
oceánico durante las guardias nocturnas.
Las noches frías al principio eran despejadas. Contemplá-
bamos la constelación de Orión completamente boca abajo,
y la Cruz del Sur cada vez más elevada sobre el horizonte,
nos marcaba lo que la Estrella Polar marca en el hemisferio
Norte. Como bien me dijeron Roberto y Maria en Martinica,
la Vía Láctea relucía mejor en el hemisferio Sur, y eso
parecía. Algunas estrellas se volvían a fugar durante la guar-
- 147 -
dia que Tania y yo realizábamos de 22h a 02h. Durante ese
tiempo chequeábamos cada hora el motor, temperaturas,
posición, viento, velocidad, y lo íbamos anotando en el
cuaderno de bitácora. El resto del tiempo hablábamos, o ella
tocaba la guitarra o trabajaba sus espadas, algunos tés o cafés
acompañados de dulces... pero siempre en guardia, compro-
bando cualquier cambio del viento para ajustar, reducir o
sacar las velas. Tania se volvió casi una experta tras esos
meses de navegación.
Pasando el tiempo
En el barco había uno de esos mapamundis con informa-
ción adicional sobre industrias, minerales, universo y evolu-
ción. Una de esas noches tranquilas, para pasar el tiempo,
Tania y yo cogimos una calculadora, y con ese libro en
mano, empezamos a recalcular y a escalar los valores sobre el
tiempo y distancias en el universo como punto de inicio la
Tierra. Era sencillo. La Tierra se creó hace unos 4.500
millones de años, y esa cifra que parecía algo difícil de
imaginar, la reducimos a 365 días, es decir, que imaginamos
que la Tierra se había creado hacía exactamente un año. De
esta forma, habíamos acelerado el tiempo a una escala
comprensible. Si los científicos estimaban que la aparición de
la vida o primera bacteria fue al cabo de unos 1.000 millones
de años, podríamos decir que, en nuestra nueva escala, eso
sucedió hace unos 9’3 meses. Continuamos calculando con
la aparición estimada de las primeras plantas sobre la tierra,
hace unos 435 millones de años. En nuestra escala del
tiempo reducido, eso sería hace tan solo unos treinta y cinco
días. El primer reptil sobre tierra firme habría aparecido
- 148 -
hace unos veintisiete días. Al cabo de unos doce días,
habrían evolucionado en múltiples especies. Era la época del
Jurásico, y duró unos diez días, hasta que hace unos cinco,
algo acabó con ellos. La nueva vida continuaba evolucio-
nando hasta que, en nuestra escala del tiempo, el primer
hombre primitivo apareció tan solo hacía unas cuatro horas.
¿Existimos desde hace tan solo unas cuatro horas y los
dinosaurios vivieron durante diez días? Continuando con los
cálculos, los primeros homo sapiens salieron de África haría
tan solo cuatro minutos, y se expandieron por todo el
planeta. Hace tan solo un minuto que el hombre aprendió a
cultivar y a domesticar. Y tan solo 1’4 segundos que inició la
era industrial, y en menos de medio segundo vamos a fundir
los polos y quién sabe qué cosas más. ¿Quién se puede
imaginar dónde estaremos dentro de otro segundo? Quizás
logremos escapar de este planeta y encontrar otro igualito
por explotar.
Así que pasamos las páginas para llegar a las que hablaban
del universo en ese fascinante mapamundi, e hicimos de
nuevo los cálculos reductores para ser capaces de entender
las distancias de esos puntos luminosos que podíamos
contemplar a millares en ese preciso momento sobre la
cubierta. Quizás sí era posible escapar de este planeta.
Decidimos reducir la tierra al tamaño de una pelota de
ping-pong, pero como las distancias a las estrellas se
calculaban con años luz, pensamos que era mejor reducir la
velocidad de la luz, es decir, los 300.000m/s a 5 km/h, que
es la velocidad media de una persona al andar. Con esta
nueva magnitud, la Tierra debería medir unos 6 cm de
diámetro. Nuestra atmósfera, dentro de la cual hay vida, no
- 149 -
tendría más espesor que una fina capa de barniz, y nuestro
enorme velero sería, en ese momento, un insignificante
puntito microscópico flotando sobre esa superficie azul.
Nuestro Sol tendría un diámetro de unos 6’5 metros y estaría
situado a unos ocho minutos andando desde la Tierra, es
decir, a unos 670 metros de distancia. Marte sería como otra
pelotita parecida a la Tierra, algo más pequeña, de color
anaranjado, y estaría situada a unos 254 metros de nosotros,
en dirección opuesta al Sol, que sería el momento en el que
estaría más cercano. Júpiter sería como un gran balón de
unos 66 cm. de diámetro y estaría alejado unos 2.700m. de la
pelotita Tierra. Neptuno, el último planeta de nuestro
sistema solar, mediría unos 23 cm. de diámetro y estaría, en
su distancia más corta, a casi unos 20 km de distancia de
nosotros. Ya empezábamos a ver mucho vacío.
La estrella más próxima, Centauri, se encuentra situada a
tan solo 4,3 años luz. Eso significa que, con nuestra escala
reducida, para alcanzarla, una persona debería estar
caminando durante 4,3 años sin parar, o lo que sería lo
mismo, saliendo de nuestra pequeña pelota azul de 6 cm,
debería realizar, a 5 km/h, 4,7 vueltas a la Tierra. Vega se
encuentra a 26 años luz, y si alguien ha pensado explorar
otras galaxias como quien explora el bosque cercano de su
pueblo o ciudad, debe saber que la más próxima, Andró-
meda, se encuentra tan solo a dos millones de años luz, o
sea, que la luz que estamos viendo de esa galaxia se emitió
mucho antes de que el hombre dejara de ser mono.
Fascinante.
Hemos conseguido llevar el hombre a la Luna, pero no
aún a Marte, en una odisea que podría costar billones de
- 150 -
euros, así que, a partir de esa noche, empezamos a
contemplar la Vía Láctea con otros ojos, los de unos insigni-
ficantes seres atrapados para siempre en una delicada burbu-
ja llena de vida, pero vulnerable a los caprichos del Universo.
La única casa de la que disponemos y que, sí o sí, debemos
mantener siempre limpia.
Llevábamos 5 días navegando, y el 15 de noviembre
pescamos lo que para mí sería el primer preciado atún
amarillo en toda mi travesía. Nos lo zampamos crudo,
cortado a finos filetes y acompañado con salsa Sashimi...
¡excelente! Aún teníamos problemas con la bomba de
extracción del agua de los depósitos, pero logramos duchar-
nos y afeitarnos tras cinco días de viaje.
Dos días más tarde el viento disminuyo prácticamente a
2-3 nudos... Día cálido y despejado... océano casi sin olas,
solo algunas muy largas y desgastadas prácticamente inapre-
ciables provenientes del Sur, seguramente de alguna lejana
tormenta Antártica. Paramos el barco y nos bañamos de
nuevo sobre los abismos. Posteriormente nos secamos al sol,
cerveza en mano, para celebrar las 10.000 millas de John
como capitán en el “Lady A”.
Si después de la tormenta siempre vuelve la calma, pues
digo yo que después de la calma tiene que venir una
tormenta... Esa noche se empezaron a formar enormes
nubes de algodón bellamente emblanquecidas por la luz de la
Luna que fueron ocultando poco a poco el universo sin fin,
llegando a estar en pocas horas rodeados de chubascos,
algunos eléctricos por babor. El viento fue aumentando
lentamente y al día siguiente ya soplaba de 25 a 30 nudos,
con rachas de 35. Las olas fueron también en aumento y
- 151 -
tuvimos que continuar rumbo al Oeste. El rumbo hacia el
Sur, hacia New Zealand aún se nos resistía.
Fue ese mismo día, el 18 de noviembre, cuando a las
14h22m nos encontrábamos observando el GPS, cruzamos
el meridiano opuesto al de Greenwich, los 180W o también
los 180E. Así que tuvimos que modificar todos los relojes; la
hora sería la misma, pero el día diferente. Pasamos de estar
en el día 18 de noviembre, a estar en el19 de noviembre, o
sea que perdimos un día en una fracción de segundo. Eso
significa también que había recorrido los 180 grados Oeste
considerando que BCN está casi bajo el meridiano “0”, había
completado oficialmente media vuelta al mundo navegando.
Un año sumando grados en la escala W (178W, 179W...) y
ahora debería empezar a restarlos en la escala E (179E,
178E...).
El 20 aún teníamos vientos fuertes de 30 nudos y mar
mucho más crecida, llegando algunas olas a romper de lleno
sobre la cubierta. Los chubascos se encontraban por todas
partes. Intentábamos evitar los más grandes, señalados por el
radar como enormes manchas rojas, ya que estos venían con
mucho más viento.
El 21 de madrugada me encontraba durmiendo en el
comedor después de mi guardia, pues mi camarote de proa
estaba ya demasiado húmedo, cuando el barco escoró
peligrosamente y empecé a oír los gritos de Karen desde la
cubierta. El viento subió a 45 nudos y ella se encontraba en
la rueda intentado arribar para colocarse de largo.
Amollamos la mayor y enrollamos el Génova. Ya de largo, el
barco se balanceaba fuertemente con la fuerza de las olas
muy crecidas. John y yo nos preparamos para ir a la base del
- 152 -
palo... El viento rugía en la jarcia y algunas olas barrían ya la
cubierta, mientras la lluvia continuaba cayendo en la
oscuridad de la noche. Prácticamente a gatas y sin arnés de
seguridad por falta de tiempo, conseguimos llegar. Con una
linterna completamos el último rizo. Mojados y de nuevo
con rumbo correcto me fui a dormir. No mucho después, un
estruendo enorme retumbó por todo el barco... Salimos de
nuevo a la oscura noche... El cabo del último rizo reventó y
la vela mayor se encontraba medio flameando, arrugada y
pegada sobre el obenque de estribor. Regresamos bajo el
palo después de poner rumbo de través para intentar arriar
completamente la mayor... No fue fácil con las olas llegando
justo de costado, ni con el ruido del viento. Ni a gritos
podíamos oírnos. Arriamos todas las velas y arrancamos
motor, rumbo directo a Nueva Zelanda.
Por la mañana el viento había amainado a 30 nudos y
después de que John reemplazara el cabo del rizo reventado,
izamos la mayor y desenrollamos parcialmente el Génova.
El 22 salió otra vez el Sol y el viento disminuyó a 15-20
nudos, con el “Lady A” avanzando a 8 nudos de velocidad,
rumbo 196º. Durante la tarde las condiciones de viento y
mar fueron suavizándose, y por la noche fuimos avanzando
a motor durante toda nuestra guardia de 22h a 02h, sin
viento y sin velas, con la luz de la Luna reflejándose sobre el
océano ya tranquilizado.
El 23 no hubo novedades: sin viento y avanzando a
motor... Pero sobre las 17h. empezó a levantarse una brisa
que se convirtió en poco rato en un viento de la aleta de
estribor de 15-20 nudos, avanzando a todo trapo de 7 a 9
nudos de velocidad.
- 153 -
El 24 de madrugada pasó otro frente. La mañana estaba
lluviosa y con un frío invernal. La primera vez en todo el
viaje que sentía ese frío polar. Tenía las manos y los pies
congelados. Bajo la lluvia pescamos dos atunes. Cenamos
uno de ellos esa misma noche dentro del acogedor y cálido
comedor. Al atardecer, un enorme albatros planeó cerca del
“Lady A”. Dicen las antiguas supersticiones inglesas que los
albatros poseen el alma de los marineros muertos en la mar.
Contemplando el plácido vuelo de esas aves nos dimos
cuenta de que nos encontrábamos cerca de nuestro destino.
Llegada a New Zealand, 25 de Noviembre de 2004
Me desperté con las primeras luces del día navegando
dentro de Bay of Islands, una enorme, bella y turística bahía
al Norte de New Zealand. Sol radiante, aire fresco y cielo
limpio y de un azul intenso. El verde de las colinas suaves
que nos rodeaban era diferente al de las islas que habíamos
estando visitando durante esos últimos 5 meses en la
Polinesia. No había ningún cocotero, sino árboles centena-
rios, bonitas casas de madera al estilo inglés y muchos
veleros clásicos navegando. Parecía otro tiempo, otro sueño.
Nos encontrábamos navegando entre la última tierra con-
quistada por los Maoríes, la tierra de los Kiwis, de Sir Peter
Blake, Sir Edmund Hill y la del Señor de los Anillos. El país
donde la vela junto con el rugby y el cricket es deporte
nacional; el primer país en arrebatar la prestigiosa
American’s Cup a los orgullosos americanos.
Nos abarloamos en la marina de Opua, y después del
obligado registro aduanero realizado por tres policías de
- 154 -
customs, uno de sanidad y dos de inmigración, tras dos
horas, pudimos desembarcar.
Pisé la tierra del lado opuesto, la de las antípodas, el
punto más alejado del planeta desde Europa, justo bajo
vuestros pies. Y aquí llegamos sólo con el viento, justo el día
de Thank’s Giving.
Video Islas Cook y rumbo Nueva Zelanda
http://youtu.be/Yjl5IHF18jw
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Capítulo 17
New Zealand
La primera noche, el 25 de noviembre nos apuntamos a la
cena de Thank's Giving que organizaron unos americanos en
la Marina de Opua, y, ¿a quién nos encontramos? A muchos
de los navegantes con los que fuimos coincidiendo por todo
el Pacífico. Una vez más, el camino era el mismo, y los
amigos fáciles de reencontrar.
El primero en desembarcar del “Lady A” fue Aziz para
regresar a su ciudad, New York, donde le esperaba una
oportunidad laboral que no debía rechazar. Luego Karen
hizo lo mismo para ir a Boston a visitar a su familia durante
dos meses. Al cabo de dos semanas se marchó Tania en
busca de trabajo a Waiheke Island, una pequeña isla enfrente
- 156 -
de la ciudad de Auckland, a tan solo treinta minutos en ferry.
Quedamos que la iría a visitar en pocos días.
Yo me quedé unos días más para ayudar a terminar
algunos temas del velero con John y Gavin. Pero mi trabajo
en el Lady A había terminado. Me pagaron el resto del poco
dinero que me debían y fue el momento de tomar una
decisión. No había ningún problema en quedarme como
invitado durante los meses que fuera necesario con los
gastos pagados pero sin cobrar, pero mis ahorros estaban
tocando fondo. Quizás era hora de regresar, pero desde que
empecé este viaje, que con el tiempo se fue dilatando, tenía
muy claro de debía regresar cuando realmente lo desease, sin
tener en un futuro esa sensación de “espina clavada”. En
esos instantes, sobre un nuevo y bello país sin conocer, me
apetecía explorarlo, pero con lo poco que tenía, aún sin
gastos importantes, no me hubiese durado ni dos meses
instalado en el velero. Solo me quedaba una solución, debía
arriesgarme y salir a la aventura en busca de un trabajo, aun
sabiendo que en el intento se me evaporarían los ahorros en
poco más de una semana. Pero, ¿no era mejor saber que
preguntarse?
Recogí todo y el día antes de partir hacia Auckland para
coger el ferry a Waiheke Island, paseé por la marina de
Opua. Me encontré un velero con pabellón español
amarrado al fondo de uno de los pantalanes flotantes. Era el
segundo que encontré en todo el Pacífico, después del
“Kiviana” en las Marquesas. Me acerqué y me presenté. En
esas latitudes era como encontrarse a un amigo, o casi a un
familiar. La alegría siempre era mutua. Era el “Sur”, de
Marisa y Loyola. Tomando el café al que me invitaron a
- 157 -
bordo y mientras hablábamos del sofisticado control que
había para entrar en velero a New Zealand, no podía dejar
de pensar en lo familiar que me resultaban sus caras y gestos.
Los conocía de algo pero no sabía de dónde. Finalmente
recordé.
En verano de 2.001 sobrevolé el Atlántico, junto con
unos amigos, Alfred Tholen y Jorge Aragonés, hacia la isla
de Tórtola, perteneciente a las Virgin British Islands, en el
Caribe, para ayudarles a traer un velero de 52 pies a la Costa
Brava. Tras dieciocho días navegando desde el Caribe,
hicimos escala en la pequeña isla de Faial, en las Azores,
donde estuvimos dos días en el pueblo de Horta. Allí se
encontraba el “Peter’s Café”, mítico y conocido lugar de
encuentro para los navegantes oceánicos. La última noche la
compartimos con una pareja muy simpática de gaditanos que
acabábamos de conocer, y que habían llegado desde la
península. Ella se llamaba Marisa y él Loyola; iban en el
barco “Sur”. ¿No es verdad que el mundo es realmente un
pañuelo?
Al día siguiente me despedí de John y bajé en autocar
hacia Auckland.
Waiheke Island
Desembarqué tras treinta minutos en ferry con mi
pesada mochila en Waiheke Island, una preciosa isla, un
oasis para los artistas con una comunidad muy abierta,
segura y entrañable. Un sitio perfecto para retirarse.
Me instalé en el único albergue, al otro lado de la isla, con
impresionantes vistas a Onetangi Beach, una playa de arena
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blanca con enormes árboles en su retaguardia. Allí conocí a
Inés, una guapísima argentina, de ojos verde oscuro, pelo
castaño y piel algo pecosa, y a dos artistas españoles, el vasco
Rafa y el madrileño Cruz, (músico y pintor respectivamente).
El propietario del albergue me hizo saber al segundo día
de estar allí, que en un café cercano de la playa, estaban
buscando gente para trabajar la nueva temporada de verano.
Alucinaba con la gente de allí, de su buen rollo y de su
empatía contagiosa.
Así que me entrevisté en Onetangi Beach Café con su
propietario, Dave, un déspota multimillonario americano, a
caballo entre lo que fue nuestro Gil marbellí y Papa Noel.
Poseía unas viñas a 5 minutos del lugar. Dave, su mujer
Pam, su hija Katy, Beven, Luck y Greg eran los que llevaban
todo el negocio. Me aceptaron y me dieron alojamiento
gratuito en una casa recién terminada con magníficas vistas
al valle. Esa fue la primera vez en mi viaje que me instalaba
en tierra firme (sin contar los dos días en Cabo Verde).
Empecé a trabajar junto con otros dos canadienses, Brad
y Jessy, que se encontraban viajando por estos lugares y que
también se instalaron allí. Aunque podíamos escoger cuantos
y que días queríamos realizar fiesta, decidí trabajar el primer
mes sin descanso para mejorar, así, mi precaria situación
económica. Por la mañana, jornada de 8h a 17h en la viña,
plantando cepos, podando hojas para que se airearan las
uvas, o instalando redes para evitar que los pájaros se
comieran las uvas que empezaban a madurar, moviéndonos
de vez en cuando en quad para llegar a las plantaciones más
alejadas. Por la tarde, de 17h30 a 00h en el café, sirviendo
cenas y ayudando en la cocina. Alguna que otra vez le
- 159 -
realizaba algunos recados al propietario con su Mercedes
automático. Por suerte me acordé de un consejo para los
coches automáticos después de unas cuantas derrapadas:
-olvídate del pie izquierdo- que me enseñó mi amigo Raimon
cuando estuve tres meses en EEUU. Pero había otro
problema, conducir por la izquierda no se solucionaba con
un consejo. Tuve que estar constantemente concentrado al
principio para no salirme del carril o no meterme en
dirección contraria en los cruces. Cuando quería poner el
intermitente, me salía el limpia-parabrisas, cuando buscaba
sin querer el cambio de marchas, me encontraba la maneta
del elevalunas. Finalmente, con los días, le cogí el truquillo.
El 2 de diciembre me cogí el día libre y me fui a Rocky
Bay, una preciosa bahía situada al Sur de Waihiki, pues me
enteré que realizaban una regata. Tenía mono por competir.
Preguntando por si les faltaba tripulación conocí a Tom -
¿tienes experiencia en regatas?- me preguntó -un poco-
respondí... -bien, pues serás el táctico. Por cierto, ¿hablas
francés?-. Me invitó a realizar la regata en su velero junto
con tres franceses más. Un día soleado, viento de 20 nudos.
Echaba en falta la parte competitiva de la vela. Como táctico,
tomé el tiempo y cruzamos la línea de salida por la parte más
favorecida justo en el segundo exacto que sonaba un petar-
dazo en tierra. Como bien se dice, la salida es el 50% de la
regata, así que, con esa cruzada de línea casi perfecta, no nos
resultó difícil situarnos en segunda posición cuando llegamos
a la boya de barlovento. El primer velero se encontraba a
una decena de metros. Solo había que esperar a que ellos
cometieran un error y nosotros ninguno. El resto de la flota
se mantenía próxima detrás de nosotros, pero logramos
distanciarnos lentamente, pues nuestro barco andaba más
- 160 -
rápido. Pasamos una roca marcada de través, trasluchamos y
nos dirigimos a la boya de sotavento. Allí el primero cometió
por fin un error en la maniobra y nos colamos. El resto de la
regata fue mantener esa posición. Sin dejar de marcar a
nuestro contrincante más próximo, intentando quitarle el
viento todo el rato, y sin perder de vista al resto de la flota.
Nos llevamos el primer puesto.
Me reencontré de nuevo con gran alegría a Tania. Se
instaló durante las primeras semanas en una vieja pero
magnífica casa de madera con las mejores vistas en esa
preciosa bahía, Rocky Bay, de unos familiares muy lejanos
que tenía. Logró encontrar un trabajo también en el ramo de
la hostelería. Así que también pudimos ir quedando.
En nuestra casa de la viña se fueron instalando, más
tarde, otros jóvenes que empezaron a trabajar como noso-
tros, también viajeros de entre 20 y 35 años; tres holandeses,
Walter, Stef y Ralph, un francés, Olivier, un escocés, Ian, una
rusa, Julia, y un neozelandés, Scott. Aunque terminábamos
cansados de la dura jornada laboral, las opciones para
divertimento no faltaron: playa, cenas en casa de Antón y
Andrea, de Tom y Mary, algunas fiestas en bares cercanos o
en nuestra casa. Gorreábamos también de un cine al aire
libre cercano subidos sobre un camión. Forma-mos así un
buen grupo compartiendo juntos muy grandes y memorables
momentos.
En Auckland se encontraba el “Shenandoah” el famoso
maxi-velero clásico de tres mástiles del que ya hablé anterior-
mente y en donde se encontraban trabajando los dos amigos
catalanes, Agus y Pere, a quienes conocí en Marquesas. Con
- 161 -
ellos pasé las navidades, el fin de año y otros fines de semana
que no trabajaba.
La mejor opción para recorrer y conocer este país, al igual
que Australia, era disponer de dos meses como mínimo y
comprar una de las muchas auto-caravanas o furgonetas de
ocasión que hay a precios razonables. Hay muchas anun-
ciadas en los albergues (en inglés: Backpackers), que van
desde los 1.000 a los 3.000 . Luego, tras el viaje, se reven-
día y se recuperaba el dinero.
Me pedí cinco días libres y me fui con mi compañero de
trabajo francés Olivier, en un coche alquilado, a visitar la
parte que va desde Auckland hasta Cape Reinge, el punto
más al Norte de New Zealand. Este país solo tiene cuatro
millones de habitantes, de los cuales, dos millones se
concentraban en Auckland. De eso se deduce que el resto
del país gozaba de una generosa soledad. Fuimos condu-
ciendo el coche automático por la izquierda de carreteras
intransitadas que pasaban por un paisaje abierto con árboles
inmensos de formas rebuscadas, sobre colinas suaves de
prado verde claro, y bordeando playas desiertas. Siempre
bajo un cielo azul profundo. La luz allí era muy diferente.
Tras cada curva había un formidable paisaje que fotografiar.
Visitamos primero la cascada de Whangarei, después pasa-
mos por Bay of Islands, donde nos quedamos a dormir en el
“Lady A”, con John y Karen, visitamos la casa donde se
firmó el primer tratado Inglés-Maorí en Waitangi, y subimos
hasta Cape Reinga para dormir junto al faro, quizás el más
famoso de NZ, en una noche ventosa pero infinitamente
estrellada. Al día siguiente, bajamos hasta Ninety Miles
Beach para conducir sobre su arena dura por la marea baja,
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visitamos el Kaori Forest, donde se encontraban los árboles
más viejos del país, árboles que empezaron a crecer antes de
Cristo y cuyo diámetro llegaba a alcanzar hasta 5 metros.
Estos árboles poblaron casi toda la isla norte hasta la llegada
de los ingleses. Los pequeños pueblos diseminados por los
que íbamos pasando tenían como única actividad la gana-
dería y el cultivo. Algunas granjas sobre alguna colina con
vistas privilegiadas daba que pensar si ese sería uno de los
mejores trabajos del mundo. Una manera armoniosa de vivir.
Regresamos al quinto día habiendo visitado tan solo un 5 %
del país, pero que nos dejó alucinados.
Un viejo amigo de regatas de Barcelona y de salidas
nocturnas, Jordi, se plantó por sorpresa a Auckland para
estudiar inglés durante tres meses y para realizar un estudio
de mercado, para dar a conocer, e intentar implantar el Patín
a Vela, veloz velero autóctono catalán. Una gran casualidad y
una recarga de baterías el coincidir, ya que después de más
de un año desconectado de mi realidad, el encuentro con un
amigo hace que uno vuelva a tener esa sensación de estar en
casa. Consiguió un pedido de un Patín Júnior por parte de la
- 163 -
Federación Neozelandesa de Vela, con la posibilidad de
adquisición de otros veinticinco más si lo adoptaban como
velero para iniciar a los pequeños chavales neozelandeses.
Una noche de enero, nos anunciaron que había una
marea de plancton en la playa de Palm Beach, así que, con
bañadores y toallas, nos acercamos Ashley, Olivier, Julia y
yo. La noche era negra y no había más que una farola lejana
que iluminaba tenuemente la playa, pero las olas que iban
rompiendo a lo lejos tenían luz propia, la brillante luz
fosforito que desprendía el plancton cuando el agua era
removida. Nos lanzamos al agua. No veíamos nada excepto
nuestras formas contorneadas por miles de puntitos
luminosos. Solo hacía falta salpicar la superficie del mar para
poder disfrutar de un espectáculo casi pirotécnico. Bucear
con los ojos abiertos fue una experiencia casi irreal,
observando solo, sobre el oscuro fondo, las propias piernas,
pies, brazos, e incluso los dedos de las manos en movi-
miento, iluminados por esos millones de estrellitas pegadas
al cuerpo. La mágica naturaleza. Vigilamos también que no
apareciese otro enorme cuerpo fluorescente que no fuese el
nuestro, llámese tiburón o orca.
Una tarde de un sábado de finales de febrero, mientras
trabajaba en el restaurante, recibí una llamada a mi móvil. Mi
sorpresa y alegría fue al ver que era Adolphe, el propietario
francés del “Sterwan”, con quien navegué por el Caribe,
crucé el Canal de Panamá y llegué a Marquesas. Se enteró
que estaba en Nueva Zelanda, él también, y me propuso
continuar con ellos. Quedamos para comer al cabo de un par
de días y hablar así del tema. La propuesta era de lo más
interesante, Nueva Caledonia, Vanuatu, Papúa/Nueva
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Guinea, Australia, Indonesia, Maldivas, Seychelles, Mar
Rojo, y vuelta al Mediterráneo. Me apetecía quedarme un
tiempo más en Nueva Zelanda para conocerla más profun-
damente. El propietario del Onetangi Beach Café me ofreció
continuar trabajando en un bar a pie de pistas durante la
temporada de nieve que estaba a punto de empezar en la isla
del Sur. Luego, mi intención era regresar a casa. Pero ¿para
qué desperdiciar esta oportunidad? ¿Qué más daba ahora o
un poco más tarde? La moral todavía la tenía alta. No quizás
para otro año y medio que tardaría en llegar al Mediterráneo,
pero sí, como mínimo hasta Australia. Tenía ganas de
conocer ese último rincón del Pacífico que me faltaba… las
Vanuatu y Papúa/Nueva Guinea. Aunque, cuando llevas
mucho tiempo en movimiento, se disfruta mucho más de un
lugar fijo en donde estar y con una rutina que cumplir.
Costó un poco pero finalmente tomé la decisión. Avisé
posteriormente al propietario de las viñas de mi partida,
realizamos un par de fiestas de despedida con todos en
Waiheke y me embarqué en el “Sterwan” el 20 de Marzo.
De nuevo al Sterwan
Volví a poner mi mochila en mi antiguo camarote de
popa de este fabuloso velero amarrado, en esta ocasión, en el
Viaduct Harbort, en pleno corazón de Auckland y antigua
sede de la prestigiosa American’s Cup. Realizamos los
últimos preparativos durante la semana que allí estuvimos:
compras, últimas revisiones de motor, preinstalación del
NavNet, instalación de un “Super-alternator”, y cambio de
las cuatro baterías de gel. Todo, final y aparentemente, a
punto. Uno de los días, caminando con las prisas habituales
- 165 -
de quien tiene una larga lista que cumplir, tuvimos que
pararnos para que pasara un convoy oficial. Cuatro motos y
dos coches policiales custodiaban a marcha lenta un gran
coche negro. El ocupante trasero del vehículo nos miró y
saludó con ese gesto delicado de muñeca que solo los prín-
cipes saben hacer. Como éramos los únicos peatones que
había en toda la calle le respondimos con la mano y le
deseamos suerte con Camilla.
Durante los cuatro días festivos de Semana Santa, salimos
a navegar por las cercanías de Auckland para chequear que
todo funcionara bien en el barco, pues durante los 4 meses
que el Sterwan estuvo en Nueva Zelanda, aprovecharon para
desmontar y repintar el mástil, revisar a fondo el motor, los
winches, el generador, reparar y repintar los bajos después de
su incidente con el coral en Bora Bora, fumigar el interior
para eliminar un problema de cucarachas que empezó en
Haití, y otras muchas cosas más. Aunque en Nueva Zelanda,
con todo el tema de la náutica, son unos auténticos
profesionales, nunca se sabe que podía fallar, por lo que, un
viaje corto y cercano, nos serviría para verificar que todo
andaba bien. Así que salimos Adolph, mi amigo Jordi, como
invitado, y yo.
Navegamos hasta Waiheke Island para anclar durante dos
días en Rocky Bay, donde Tom y su familia nos invitaron a
su magnífica casa de madera sobre la bahía, a pasar dos
formidables noches. Me reencontré con Tania. La despedida
fue emotiva, tantos meses y tantas anécdotas juntos, costó
cerrarlos con un simple “Adiós”. Con un “hasta la próxima”,
muy convencidos de que así sería, el mal pareció menor. Se
quedaba con su novio neozelandés.
- 166 -
Luego partimos a Coromandel Península, en donde en-
contramos grupos de pingüinos nadando cerca del velero,
regresamos para pasar la noche en la parte de Stony Batten
de Waiheke, y volvimos a Auckland con la sensación de estar
dentro de una regata, pues a diferencia de la típica “opera-
ción retorno” por las carreteras europeas, aquí fuimos cente-
nares de veleros los que regresábamos al mismo tiempo.
Supongo que es por eso que la vela es tan popular en este
país... existen infinidad de increíbles y bellas bahías solitarias
a tan solo pocas horas de navegación de la ciudad. Un placer
y un lujo que no tiene precio. I love New Zealand!
Soltando amarras
Después de las últimas fiestas con Jordi en Viaduct
Harbour, nos despedimos y partimos, definitivamente,
Adolph y yo de Auckland, para navegar costeando rumbo
Norte, parando en los sitios que Tom nos recomendó. El
primer día en Rangitoto Island, visitamos un volcán que
había emergido del mar tan solo hacía seiscientos años y que
ofrecía unas increíbles vistas a la bahía de Auckland desde la
cresta del cráter. Después veleamos hacia Kawau Island,
luego a Port Fitzroy en Great Barrier Island, parque natural
donde divisamos de nuevo pingüinos cerca de nuestro velero
y realizamos unas rutas por espesos bosques de “Panga
trees” paradisíacos. Durante la noche calmada, silenciosa y
sin Luna, tanta era la concentración de plancton en el agua
que se veía el destello que desprendía el movimiento de los
peces en todo el contorno del barco cada vez que hacías un
pequeño ruido sobre el casco. Pudimos contemplar las
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estrellas con los prismáticos “Steiner-CommanderV-7x50-
HighDefinition”, Júpiter con cuatro de sus satélites, en la
parte emblanquecida llamada Vía Láctea millones de
minúsculas estrellas apretadas, Sirius imponente, la aparente-
mente simple espada de Orión.
Salimos al día siguiente para navegar con buen viento
hasta Tutukaka Harbour y pasar una noche allí. Llegamos
finalmente a Bay of Islands el martes 5 de abril, parando
frente a uno de los primeros pueblos de los colonos ingleses,
Russell. Al siguiente día llegamos a Opua, el puerto donde
llegué con el “Lady A” el pasado noviembre... pasé por el
pantalán y allí, amarrado, se encontraba aún el gran 76 pies
realizando algunas reparaciones. -John!!!... Karen!!!...- Con-
tentos de nuevo por vernos, fuimos a cenar todos juntos con
Adolph y repasamos con emoción los buenos momentos
juntos en las Marquesas, Tahití, Bora Bora... y las Tuamotus.
French Polinesia for ever!
Nos quedamos algunos días para realizar las últimas
compras de provisiones, rellenar los tanques de gasoil y
agua... y esperamos a que las condiciones mejoraran, es decir,
una “ventana meteorológica”. Leímos en la prensa la muerte
del Papa Juan Pablo II.
La previsión del MaxSee marcaba buen viento y ninguna
depresión para la siguiente semana, por lo que finalmente
partimos de Opua, por tanto también de New Zealand, el
sábado 9 de abril del 2005, después de los últimos trámites
aduaneros.
Marcamos un nuevo rumbo en la carta: Noumea, capital
de New Caledonia.
- 168 -
Rumbo New Caledonia
Partimos a las 10h30 de la mañana para recorrer las 884
millas hasta nuestro nuevo destino. Viento de 10 nudos del
través-aleta, no suficiente como para estabilizar el barco con
la molesta ola procedente del Sur-Sur-Este. A estribor el
Océano Pacífico Sur... a babor, el temido Mar de Tasmania.
La presión meteorológica muy alta, igual que los cinco
últimos días: 1030mb.
El día siguiente, domingo 10, el viento subió a unos 20-25
nudos de popa. Día gris, con muchos chubascos, que,
cuando nos atrapaban, nos lanzaban vientos de 30 a 35
nudos. El barco a orejas de burro y con el génova
atangonado, avanzando como una moto de 8 a 10 nudos de
velocidad y surfeando a 11-12 nudos todas las olas de 4 a 6
metros que se nos presentaban por nuestra popa. Navegá-
bamos con el piloto de viento. En mi vida había realizado
una empopada tan rápida. Así todo el día y toda la noche.
Batimos el record de velocidad del “Sterwan” habiendo
realizado 220 millas en tan solo 24h. La presión continuó
bajando hasta los 1016mb.
El lunes 11 fue lo mismo pero el viento, procedente más
del Sur, empezó a bajar a unos 15-18 nudos, y de 25 a 30
nudos dentro de los chubascos. Durante esa noche se
rompió una soldadura que unía la contra rígida a la botavara.
Tardamos unas dos horas en encontrar una solución
provisional más o menos fiable. Poco después, cuando
recogimos el Génova, se nos descolgó por segunda vez el
pesado tangón de su base del mástil y casi se nos vino a la
cabeza (la primera vez le pasó a Jordi). Logramos encontrar
el problema: habían montado el enganche al revés cuando
- 169 -
repararon el mástil en Auckland. Por eso fue importante
revisar el barco antes de partir, para evitar este tipo de
accidentes. No tardamos mucho en colocarlo correctamente
en su sitio. Continuamos revisando el barco con la linterna y
las luces del puente encendidas. El faldón del génova
empezó a descoserse... otra cosa más que reparar en cuanto
tocásemos tierra. El puño de amura del genaker se encon-
traba prácticamente destrozado. Lo arreglamos durante el
siguiente día, aunque no lo utilizamos durante todo el
trayecto.
Martes 12: día soleado, continuábamos avanzando de
largo a 8 y 10 nudos de velocidad. Algunos imponentes
albatros nos sobrevolaron cerca del velero en un planeo sin
fin, ya que al igual que otras aves marinas, estos aprove-
chaban las corrientes de viento que ascienden por la loma de
las grandes olas, evitando así tener que aletear y ahorrando
una gran cantidad de energía que utilizan para largos viajes.
Los calores del trópico se empezaban a notar de nuevo tras
meses en Nueva Zelanda y por la noche ya no era necesaria
la ropa de invierno durante las guardias. La Luna mora
empezaba a mostrarse en su descenso por poniente, justo
después de la puesta del Sol, ocultándose lentamente sobre el
mar. Las estrellas, de nuevo, tan brillantes como de
costumbre.
El Miércoles 13 se rompió, durante la noche, el arreglo
provisional de la contra. Con vientos portantes todos los
días, esta era una de las partes del barco que mas trabajaba.
Realizamos otro apaño y aguantó. El viento bajó a 10 nudos.
El 14, y después de cinco días de navegación con portan-
tes a una media de 7’5 nudos, divisamos tierra en el horizon-
- 170 -
te... si el GPS no se equivocaba, debía ser New Caledonia.
Protegida por una gran barrera de coral, penetramos
zigzagueando a través del difícil paso, al lagoon interior, con
todos los instrumentos posibles y disponibles en el barco:
Plotter, carta, MaxSee, y C-MAP en el interior, con Adolph
controlando los instrumentos, para no acabar embarran-
cados. Con los super-prismáticos HD y en el exterior, yo, me
encargaba buscar el camino despejado y corroborar que lo
que decía la voz procedente del interior del Sterwan era
correcto. A las 12h30 de la mañana nos abarloamos al
pantalán de visitantes del Puerto de Moselle, en la capital de
la isla, Noumea. Esperamos a los de aduanas, inmigración, y
a la mal educada señora de sanidad, que casi nos metió en un
problema por llevar unas cebollas y un par de manzanas.
Nos sellaron de nuevo el pasaporte.
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Capítulo 18
Nouvelle Caledonie
La primera semana la tuvimos ocupada por los arreglos.
Desmontar la pieza rota de la contra para soldar, arriar el
Génova y la trinqueta en un día poco ventoso para coser y
reforzar, y otras revisiones. Debíamos esperar sin desesperar,
para que todo estuviera listo en el plazo previsto, que en
principio era para un par de días, y en realidad tardaron casi
dos semanas. Me asesoré y me aseguraron en la embajada
Australiana de Noumea que no tendría ningún problema
para entrar en ese país con mi pasaporte a punto de expirar
(pues solo allí lo podía renovar). Con un “don’t worry”
conseguimos el visado para entrar en junio.
Como debíamos ir a Vanuatu y Papúa, empezamos un
tratamiento bastante fuerte para prevenir la malaria, el
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Lariam, que debíamos tomar una vez por semana. No leímos
los efectos secundarios, que mas tarde nos pasaron factura.
Uno de los días conocí a la familia de catalanes con más
alegría y salero de todo mi viaje, Lluís, Mercé y Odger, con
los que compartí muy buenos momentos, conversaciones
inacabables, muchas ensaladas de miedo y 1 kg de atún
amarillo crudo con salsa de sashimi. Hablando de lo
pequeño que era el mundo, y de las varias coincidencias que
había ido encontrando durante este viaje, siempre me
gustaba entrar en el juego de a ver si teníamos algún cono-
cido en común. Pues sí, aquí también se confirmó. Conocían
a Rita, una prima de mi cuñado.
Me regalaron mucha música catalana y española; Sopa de
Cabra, Sau, Serrat, Rosario, Ismael Serrano, Paco de Lucia, y
hasta de los Gypsi Kings. Conocer a gente cercana cuando
se está tan lejos de casa siempre es una inmensa alegría, pero
cuando se trataba de gente como ellos, era un regalazo del
destino. Ellos me presentaron a la bretona Alice y a la
valenciana Mónica.
Durante las más de dos semanas que allí estuvimos el
tiempo fue malo. Lluvia, viento con algún breve claro, por lo
que realizar rutas turísticas no fue de lo más apetecible.
Pudimos visitar el viejo acuario con algunos ejemplares de
los primitivos Nautilus y uno de los primeros nacidos en
cautividad, y el “Centre Culturel Tjibaou”, construido con
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una perfecta combinación de arquitectura moderna y
tradicional en la época de François Mitterrand para unificar
la cultura del Pacífico francés.
Nueva Caledonia, aunque pertenece al Departamento de
Ultramar de Francia al igual que la polinesia francesa, fue
descubierta en 1774 y bautizada con ese nombre por el
Capitán Cook, pues le recordaba tierra escocesa por la
majestuosidad de sus árboles, (Caledonia para los romanos).
Está formada por seis islas, la mayor (Grande Terre) de unos
400 Km. de largo. Después, las pequeñas Lifou, Mare,
Ouvea, Tiga y l’Ile des Pins, en la parte Este de la gran isla.
Los habitantes ya no eran maoríes, como durante mis
últimos 11 meses dentro del triángulo de la polinesia
(Hawaii, Isla de Pascua, y Nueva Zelanda), sino que eran de
origen melanesio.
Los melanesios nativos de estas islas son los llamados
kanac. En la capital bastante europeizada de Noumea, se
concentraba casi toda la actividad de la isla en donde el
principal ingreso económico era la exportación del mineral
para realizar Níquel. Nueva Caledonia es la segunda
productora de este mineral del mundo. En el Norte, concre-
tamente en el municipio de Voh, y coordenadas 20°56’S-
164°39’E, se encuentra el famoso corazón de la Tierra,
descubierto y fotografiado desde el aire por Yann Arthus-
Bertrand. Es un claro en medio de un manglar con forma de
ese órgano y que se estremece o expande dependiendo de las
estaciones en las que le llega agua, “latiendo al ritmo del
propio Planeta”, como bien dijo el fotógrafo.
Con Mónica me fui una tarde a un Nakamal, sitio donde
se sirve el famoso kava, el jugo típico de las Vanuatu, con
- 174 -
sabor amargo y color terrizo, extraído de una raíz tuber-
culosa, y el cual tiene efectos narcotizantes. El lugar está en
principio solo reservado a los hombres, pero en la práctica, y
solo en Noumea, no hay “tabú” para las mujeres. El sitio era
oscuro, no se servían bebidas alcohólicas, la gente se
encontraba sentada, hablando muy bajo, casi susurrando. La
única música provenía de un guitarrista accidental desde uno
de los rincones, tocando melodías suaves. El efecto del kava,
era muy suave, casi inapreciable, la lengua se dormía como
anestesiada, y el último sorbo del pequeño cuenco había que
escupirlo al suelo, para honrar a la Madre Tierra.
Llegó el momento de las tristes despedidas, a las que uno
nunca llega a acostumbrarse, pues la mujer del propietario
llegó de Francia y ya teníamos todo en el “Sterwan” prepa-
rado para partir.
L’Ile des Pins
Salimos el 3 de mayo rumbo a “L’Ile des Pins” a unas
ocho horas de navegación. Llegamos de noche a la bahía de
Kuto, al Sur de la isla, después de un día de nuevo gris y algo
lluvioso con vientos de unos 20 nudos. Traspasamos la
barrera de coral con la enfilación de los dos faros situados en
la montaña y anclamos en completa oscuridad cerca de la
playa. Al día siguiente comprendimos por que el nombre del
lugar (dado de nuevo por el Capitán Cook)... centenares de
pinos coloniales que podían alcanzar hasta los 60 metros de
altura poblaban el lugar. Playas blancas, algún turista japonés.
La bahía situada contigua a Kuto, a unos dos minutos a pie
por un sendero de cuentos de hadas, llamada bahía
Kanumera, es una de las más bellas bahías que jamás he
- 175 -
visto. Pinos y enormes árboles con formas que parecían
querer formar nudos, en la retaguardia de la playa... el agua
era tan cristalina que costaba discernir, a simple vista, en qué
punto moría el océano… o donde se ahogaba la tierra.
Al siguiente día partimos rumbo a otra bahía, a la de Oro,
situada al otro extremo de la isla, y con la única información
de un libro casero, pues en las cartas, MaxSee, C-Map y el
plotter nos decían que ahí solo había arrecifes. Así que, con
mis gafas polarizadas para ver mejor el coral sumergido, y el
dichoso libro en mano, me planté en la proa para guiar
mejor la maniobra de entrada a ese recóndito lugar.
Podríamos decir que, en ese preciso instante, el futuro de
1.200.000 euros flotantes estaba en mis manos, es decir, en
un pésimo dibujo realizado a mano alzada por un desco-
nocido. Fuimos entrando. Todo aquello me daba mala
espina. Había cabezas de corales por todos sitios. La profun-
- 176 -
didad del agua iba disminuyendo. Encontré en medio de la
bahía la “seta” coralina que el libro marcaba que había que
bordear, realizando un pronunciado giro a babor de casi 130
grados, para luego realizar otro giro a estribor, babor,
estribor, salteando unos corales mal dibujados lo que me
hizo casi enloquecer, pues no podía encontrarlos por ningún
sitio bajo la mar. Pese a la lenta velocidad, todo por debajo
pasaba muy rápido, ya que tan solo había unos 2 metros de
profundidad. Me giré un instante para tratar de convencer a
Adolph de que debíamos regresar al inicio de la bahía para
anclar. Y cuando devolví la mirada al frente… mierda! estaba
ahí! una enorme patata coralina a tan solo una decena de
metros frente a nosotros... la colisión me pareció inevitable...
-¡¡¡¡Stop!!!!, ¡¡¡Atrás!!! ¡¡¡¡Atráaaaaaas!!!!- Nos la íbamos a
comer... -¡¡¡¡Más rápidoooooo!!!!- el barco logró pararse
cuando el borde de la patata se situó justo bajo mis pies. Por
fin regresamos, y anclamos finalmente al inicio de la bahía.
En la bahía de Oro se encontraba un lujoso hotel, el
Meridian, y un restaurante autóctono. A unos quince minu-
tos caminando por una gran lengua de fina arena blanca que
serpenteaba por el bosque de pinos, se encontraba la Piscina
de Oro, una playa rodeada de altos árboles en la que se
creaba una gran y bellísima piscina natural de agua
transparente cuando la marea era baja. Un lugar realmente
único. Como en el barco todo estaba perfectamente revi-
sado, nos dedicamos durante ese tiempo a disfrutar de esos
lugares y de la lectura.
- 177 -
L’Ile de Lifou
Al día 6 partimos al medio día rumbo las islas Loyaute,
concretamente a la de Lifou, 120 millas más al Norte.
Después de llegar a las 08h30am del día 7 a una hermosa
bahía de playas blancas, cocoteros y enormes rocas redon-
deadas de granito, compramos pan, huevos y partimos de
nuevo navegando hasta el atolón de Ouvea, a pocas horas
más al NNO. En Lifou, el C-Map nos jugó una mala pasada,
ya que la posición que nos dio estaba desplazada unos 100
metros más al Sur-Este, por lo que el susto fue cuando, en
una simple comprobación, nos indicó que nos encontrá-
bamos sobre unos arrecifes. Nunca volveríamos a fiarnos al
100% de este programa informático.
L’Ile d’Ouvea
A primera vista, el atolón semi-sumergido de Ouvea
parecía una larga y llana muralla natural de unos 20 metros
de altura, no más. Recubierta de vegetación y cocoteros al
borde del mar, se alzaba verticalmente desde un par de miles
de metros bajo el agua. Al bordear la isla por el Sur y
adentrarnos en el lagoon por el paso de Coetlogon, todo nos
recordó en algo a las Tuamotus (Makemo y Raroia). Aguas
claras y turquesas, paisaje llano, cocoteros y una playa de
unos 25 kilómetros de arena blanca. Echamos el ancla y ahí
nos quedamos un par de días. La gente de nuevo cordial,
nada que ver con los de la ciudad de Noumea, que eran más
fríos y distantes. La actividad principal aquí era la pesca, la
copra, y la artesanía. El domingo día 8, todas las mujeres se
pusieron sus mejores trajes multicolores, para asistir a las dos
iglesias que hay en la isla, una católica y otra protestante. Los
- 178 -
hombres entrajados. Al poco, se empezaron a oír los cantos
de estilo polinesio de fondo, procedentes de la iglesia, nadie
en la playa, acompañándonos durante ese paseo matinal
sobre la arena blanca, la mar turquesa y bajo la sombra de los
cocoteros.
Nunca pensé que lo del flamenco me gustaría como me
empezó a gustar por esas latitudes, así que gracias al Lluís y
Merçé, el lunes 9, partimos con el Sterwan a ritmo de
guitarra de flamenco rumbero y voz desgarrada de los
“Gipsy King” (memorable su versión de “Hotel California”).
Ceñidos al viento de 20 nudos, procedente del Este,
pusimos rumbo a la Isla de Tanna, en las Vanuatu.
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Capítulo 19
Vanuatu, la magia de los Mares del Sur
Madrugada del lunes, rumbo a Tanna para ver de cerca el
volcán activo más accesible del mundo, el del Mont Yasur...
pero pegados al viento durante toda una noche en la que casi
no pudimos dormir, decidimos modificar a medio trayecto el
rumbo para ir directamente a Port Vila, la capital de las
Vanuatu, en Efate Island, surfeando con viento de la aleta,
que resultó ser mucho más cómodo.
- 180 -
Mi francés era aún bastante básico y en algunos casos, no
llegaba a entender cuestiones técnicas que se me planteaban
en el barco, por lo que, con mi manía de responder “pa
problem” la segunda vez que no entendía la pregunta, faci-
litaba a que se dieran situaciones anecdóticas o más bien
simpáticas... como cuando la vela mayor se me desmoronó
encima al llegar a la bahía de Port Vila...
Port Vila, en Efate Island
A las 15h30 echamos el ancla. Un barco conocido, el
“Shafire”, un maxi velero Sloop de unos 90 pies y que se
encontraba en Tahití junto al Lady A y en Auckland junto al
Sterwan antes de partir. Los de aduanas no pusieron ningún
problema a toda la comida orgánica que teníamos en el
barco.
Esta es la primera ciudad-capital del Pacífico en la que
más del 50% de los habitantes que pasean por sus calles no
son de origen europeo. Aquí se podría decir que no llegamos
a ser ni un 10%. El mercado local era excepcional. El punto
de reunión para nosotros, los “Yachties”, era el “Water-
Front”, un bar-restaurante sin paredes situado junto al
pantalán de los veleros.
A la mañana siguiente de nuestra llegada, y cuando nos
disponíamos a cambiar nuestra situación, del pantalán de
cuarentena, al pantalán del puerto, un gran velero de 55
metros y tres mástiles, imposible de no reconocer, entraba
en la bahía. La alegría me invadió de nuevo, era el maxi-
velero clásico privado “Shenandoah of Shark”, con los que
coincidí en Antigua, conocí en Marquesas y me reencontré
en New Zealand. Con quienes pasé las últimas Navidades,
- 181 -
en donde se encontraban trabajando los dos catalanes, Pere y
Agus. Pasamos cerca de ellos cuando estaban echando el
ancla, Gavin y Sharen me reconocieron y saludaron, también
Tim.
-Pere!!!-. de entre los once tripulantes impecablemente
uniformados de blanco saltó uno de proa... -Heey Albeert!!!
Ens veiem ara!!!!!- Agus, que estuvo trabajando durante casi
tres años como gran chef, pero ya no estaba en la
tripulación. Lo dejó el pasado 24 de abril para montar su
empresa de charters en Barcelona con su velero “Cala-
blanca”, ofreciendo a sus clientes, aparte de navegar (como
no), altísima cocina. Su lema: “Disfruta del mar y el viento
con condimento”.
Con Pere, muchísima alegría y repaso de las últimas
experiencias y lugares visitados desde la última vez que nos
vimos en Auckland. Tuvo un detalle con nosotros cuando
pidió al capitán poder visitar el “Shenandoah” con los
propietarios del “Sterwan”, así que, después de su aceptación
nos presentamos Adolphe, su mujer Catherine, y yo en
cubierta. La sala de máquinas recorría casi todos los bajos del
velero, mas de 30 interminables metros e impecablemente
restaurada en Auckland, la cocina inmensa, el comedor de
lujo, con algunas obras de arte de incalculable valor y hasta
un piano de cola. La cubierta, como siempre, perfecta, Con
la teka limpia y las otras partes bien barnizadas. Pere me
ofreció trepar al mástil central... y cual niño completando un
sueño infantil de piratas, trepé al palo de una altura de unas
nueve o diez plantas. El ascenso interminable y emocio-
nante. Las escalerillas de tenso cable de acero estrechándose
conforme me iba acercando a la única gran cruceta. Cuando
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llegué justo debajo, enganché el arnés de seguridad en un
punto fijo sobre ella, me quedé colgando al vacío unos
segundos mientras remonté a fuerza de brazo y abdominal
ese último escaño. Me puse de pie sobre la cruceta, y
apoyado al mástil, admiré la excepcional vista de Port Vila y
del barco, muy lejos debajo de mi.
El resto de los cinco días que estuvimos en esta capital,
realizamos compras para el barco, nos vacunamos para la
Hepatitis A y B, tétanos y continuamos con el tratamiento
anti-malaria, fiestas con la tripulación del “Shenandoah” y
del “Shaphire” en el “WaterFront”, visita a las maravillosas
Mele-Maat Cascades, y una sonada fiesta de los 30 años de
Tim en un exclusivo resort.
El barco italiano que teníamos al lado nos hizo un
planning de los sitios que debíamos visitar en Vanuatu, pues
ellos llevaban por aquí casi un año. Otro velero de una pareja
de portugueses me habló de todos los barcos españoles que
habían conocido por el Pacífico: algunos como el “Mali
Mali” y el “Cormorán” ya los había oído mencionar por otra
gente durante mi viaje.
Me despedí de todos tres veces, pues debíamos partir el
domingo 15, primero por la mañana, luego al medio día, y
finalmente, lo hicimos por la noche, después de llenar los
depósitos de gasoil y de cenar.
Un fuerte olor de gasoil invadió el interior del Sterwan
mientras navegábamos rumbo Malékula. Temimos por un
instante por una posible rotura del depósito ya que al
comprobar la sentina, esta se encontraba llena de decenas de
litros de ese fósil aceitoso. El problema se produjo al no
cerrar bien el tapón de comprobación de nivel de gasoil en
- 183 -
cuanto finalizamos la recarga en Port Vila, y con el barco
inclinado de ceñida, este fue rebosando a su antojo por ese
orificio.
Malekula Island
En esta pequeña isla en forma de perro faldero sentado se
habla, al igual que en el resto de las islas de las Vanuatu, el
Bislama, una lengua criolla melanesia, siendo lengua oficial
junto con el inglés y el francés. Fue implantada por el
gobierno unas tres décadas atrás para facilitar la comuni-
cación entre sus habitantes, ya que, para la delicia de
antropólogos, en esta sola isla se hablaban unas veintiocho
lenguas completamente diferentes, como el idioma lingarak,
el idioma larevat, el litzlitz, el nasarian, el katbol, o el
vinmavis entre otros.
Existían varios grupos tribales, pero destacaban dos, los
Big Nambas y los Small Nambas, dependiendo del tamaño
del namba, es decir, del tamaño de la hoja con la que se
enrollaban su pene. Los nativos de las costas estaban algo
más acostumbrados a los occidentales que los del interior de
la isla, los cuales, aún continúan vistiendo como siglos atrás,
con hojas o fibras vegetales.
Llegamos a una pequeña bahía detrás de la isla de Awei,
en el Sur-Este, a las 7h30 de la mañana. Se encontraban allí
faenando, unos pescadores solitarios sobre unas canoas
típicas, construidas ahuecando el tronco de un árbol. Uno
nos saludó tímidamente, hasta que no le hablamos no se
acercó. Se llamaba “Jaili” (o algo así), le invitamos a un
cigarro y a una Pepsi y le preguntamos sobre el lugar. Nos
contó que como no consiguió pescar nada durante esa
- 184 -
mañana, se iba al “Garden” en busca de algunas frutas. El
“garden”, para ellos, es el bosque. Poco después llegó con
algunos regalos; cocos frescos que bebimos en el momento
(lo echaba en falta), unas bananas, y un par de papayas. Nos
indicó que su poblado se encontraba cerca de allí, en la isla
de Avokh, por lo que, finalmente, y después de comer, nos
dirigimos al lugar. Mas gente con canoas artesanas cavadas
en un tronco, algunos se acercaron para ofrecer muy
cortésmente algunas frutas, verduras y enormes cangrejos.
Antes de anochecer, se presentó de nuevo Jaili con Kava que
acababa de preparar de unas raíces recién cortadas. En la
bañera del Sterwan nos sentamos a beber ese jugo especial...
4 vasos del líquido fueron suficientes para tener la lengua
totalmente adormecida... y al cabo de unos veinte minutos el
efecto de ese narcótico tribal se hizo notar...
El martes 17 de mayo, fui con Catherine a visitar el
poblado. Llegamos con el dingui, amarramos y al primero
que encontramos le preguntamos donde vivía el jefe del
pueblo. Tras acompañarnos y presentarnos, y le ofrecimos
algunos regalos (tabaco y un pañuelo), y le pedimos permiso
para realizar una visita por los alrededores. Así es como hay
que realizar es este país las visitas, mostrando los respetos y
preguntando antes, pues no deja de ser su comunidad. Tras
los regalos, siempre asentían y pedían al primero que pasa
por la calle que nos acompañe para hacernos de guía. Fue
imposible pasar desapercibidos... los únicos turistas que
llegaban hasta aquí eran algunos pocos navegantes y muy
raramente, por lo que los pobres niños menores de dos años
estaban llorando asustados en los brazos de sus madres
cuando veían pasar a esos dos horribles y pálidos fantasmas.
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A los jóvenes de entre 20 y 30 años que se unían al grupo
les resultaba divertida la situación. No teníamos nada que
ofrecerles excepto tabaco, filtros y papel, así que preparé
hasta ocho cigarrillos, los repartí entre los acompañantes
adultos , y nos sentamos todos bajo un árbol. El poblado era
pobre desde nuestro punto de vista, no existía la electricidad
ni conocían los motores, pero llevaban viviendo así durante
centenares de años. La gente, al igual que los niños, parecía
estar en perfecto estado físico. La naturaleza era muy
generosa con ellos, no les faltaba de nada. Cada vez estoy
más convencido de que fue el llevar nuestra “civilización” a
lugares parecidos a este lo que los transformó en pobres y
marginados. Pero en cambio aquí era diferente, quizás por
ser un lugar prácticamente sin interés económico para
grandes industrias y por falta de turismo. Nunca pedían, y si
te regalaban algo no esperaban nada a cambio, aunque, por
educación había que corresponder con otro regalo. Regalé
algunas camisetas que ya no usaba y se quedaron inmensa-
mente agradecidos. Al poco me trajeron unas enormes y
pesadas caracolas como agradecimiento. Otra cosa que
también nos sorprendió de esta gente, fue su extremada-
mente buena educación y respeto.
Partimos esa misma tarde, costeando rumbo Norte, para
continuar subiendo por la loma de esa isla con forma de
perro faldero, hasta su cuello, al lado de Ouri Island,
anclamos y pasamos solo una noche. La siguiente mañana
costeamos más hasta llegar al tope de la isla de Malekula, en
Vao Island. Aguas cristalinas que daban al “Sterwan” la
sensación de estar levitando sobre los corales situados a 15
metros de profundidad. De nuevo, un comité formado por
unas siete piraguas nos dio la bienvenida. La visita por la isla
- 186 -
fue fugaz. Abel nos hizo de guía por los seis pequeños
poblados que allí se encontraban, solo pudimos obsequiar a
uno de los Chef. El camino bello y protegido por bajos pero
gruesos muros de piedra coralina, zigzagueando entre la
vegetación y las cabañas que formaban los poblados. La
gente muy amable, respondiendo calurosamente a nuestro
tímido saludo, los niños pequeños de nuevo llorando
desesperadamente o escondiéndose tras las faldas de sus
madres para gran divertimento del resto. Después de dejar
los poblados, pasamos a una zona para ellos “tabú”, donde
se encontraba el antiguo lugar donde habían habitado sus
antepasados, lejos de la costa para evitar a sus enemigos.
Lugar mágico. Inmensos claros combinados por copas de
inmensos árboles. Allí se encontraban varios viejos Tamtam
de 2 a 4 metros de altura, que se utilizaban antiguamente
como medio de comunicación y como instrumento para
concentraciones festivas o rituales. También había algunos
nakamal en ruinas, en donde se bebía el kava solo en
ocasiones ceremoniosas o especiales. Otros lugares en donde
antiguamente se hacían ritos humanos, pues aquí también
fueron caníbales. Me prohibieron fotografiar.
Cuando se acabó la excursión, me sentí honrado al ser
invitado por Abel a tomar kava esa misma noche con sus
amigos, ya que aquí el lugar es más restrictivo y solo podían
acceder sus miembros.
A las 18h en punto, ya de noche, me presenté solo en la
playa donde me estaban esperando. Andamos por el pueblo
bajo la luz de la Luna medio creciente y llegamos a uno de
los seis nakamales que había en la isla. el sitio solo exclusivo
para los hombres (es “tabú” para las mujeres). Una pequeña
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luz de petróleo iluminaba el interior de la cabaña construida
con caña de bambú y hojas de palma en el techo, al igual que
la mayoría de las casas del poblado. Me invitaron a la
primera ronda, había que beberlo de un solo trago... con el
terrible sabor amargo la lengua se me adormeció casi de
inmediato, pues este kava era mucho más fuerte. Nos
sentamos en la parte de enfrente de la cabaña y hablamos de
cosas... ¿Tenéis electricidad en España? ¿Cómo es la gente? -
Y vosotros, ¿Qué hacéis todo el día aquí? ¿Y la pesca?
¿Tiburones? ¿La escuela? El ambiente de lo mas relajante...
todos susurrando de nuevo. Abel llegó con su guitarra y
empezó a tocar melodías suaves. El poblado, silencioso. Los
nuevos que fueron llegando, tras la sorpresa, se me fueron
presentando. Me costaba creer que hasta hacía tan solo
treinta años, esa gente amable hubiese sido antropófaga.
Hasta cinco kavas tomamos cada uno... el efecto, de nuevo,
de relax, cada vez más anestesiado... Me dijeron que desde
que se tomaban su kava cada tarde-noche, los problemas
tribales y de violencia habían disminuido. Deberíamos enviar
una botellita a más de un responsable político. Regresamos
por el mismo camino cuatro horas más tarde, no tenía claro
si sería capaz de conducir la lancha hasta el barco. En la
playa, bajo las estrellas, y ya solo, me fumé el último
cigarrillo para despejarme un poco... noche calmada.
Partimos al siguiente día temprano hacia la isla de Pente-
costés, a cinco horas de motor justo hacia el Este. Nada de
viento, solo una tormenta eléctrica que se difuminó cuando
ya casi la teníamos encima. A la derecha dejamos la Isla de
Ambrym, con sus dos volcanes reactivados, echando
enormes columnas de humo gris.
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Pentecost Island
La isla de Pentecost era alargada, de unas 33 millas de
largo y 5 de ancho, orientada hacia el Norte. Naturaleza
exuberante. Llegamos a una bahía después de comer. Desde
la distancia, solo pudimos divisar, con los prismáticos, una
línea de enormes árboles y cocoteros tras una playa desierta.
Ni rastro del pequeño poblado que, según un libro, debía
estar allí. Nos acercamos y justo antes de echar el ancla,
aparecieron de entre la vegetación armando un gran albo-
roto, un grupo de unas casi cincuenta personas, situándose
sobre la línea de la playa. No sabíamos si era una bienvenida
o una advertencia. Con el ancla bien agarrada, descendimos
el dingui y nos dirigimos Catherine y yo hacia un punto de la
playa que nos pareció más accesible, hacia la izquierda... la
masa humana que nos estaba esperando se desplazó
corriendo hacia la izquierda... a unos 100 metros antes de
llegar divisamos unas rocas y cambiamos el rumbo para
dirigirnos a la parte derecha de la playa, la misma masa
multicolor se detuvo de golpe y empezó a correr hacia la
derecha... llegamos y desembarcamos. Una multitud de niños
y niñas nos rodearon en silencio, con miradas intrigadas y
sonrisas camufladas. Cuchicheos de unos a otros. -Hellooo-
dije, y me respondieron al unísono el “hello” más simpático
que he oído en mi vida. Entre la pequeña multitud salió una
muchacha joven de unos 25 años, que debía ser la profe-
sora, y que nos habló en un perfecto inglés. -Wellcome!- nos
dijo. Le preguntamos donde podíamos encontrar al Chief
para pedir su autorización para visitar el poblado... nos dijo
que allí no hacía falta, que nos acompañaría ella. Así que nos
adentramos entre los árboles rodeados por esa multitud de
peques que no dejaban de observarnos entre risitas y miradas
- 189 -
de asombro. En el pueblo nos sorprendimos por la cantidad
de gente que allí se encontraba, bajo los enormes árboles, los
hombres sentados nos observaban, las mujeres, lo mismo.
Respondían a nuestro saludo con una sonrisa. La chica que
se llamaba también Catherine nos dijo que acababan de
celebrar un enlace matrimonial, por lo que la gente de los
pequeños pueblos vecinos también estaban allí. Caminamos
hacia las afueras, el camino precioso, entre los cocoteros se
asomaba la Luna creciente. Parecía que estuviéramos
paseando por un sendero del cielo si no hubiese sido por los
mosquitos que nos acribillaron pese a habernos untado de
un maloliente repelente. El bello paseo terminó, y regresa-
mos al barco para cambiar nuestra situación a la bahía vecina
de Homo, pues la chica nos dijo que era allí donde debíamos
preguntar por el Chief Willi Orión, para poder presenciar el
próximo Land Diving, una especie de “puenting” primitivo,
pero a lo bestia.
La bahía de Homo era solitaria y no recomendada para
baño por la presencia de tiburones tigre. El atardecer fue
magnífico.
El viernes desembarcamos en la playa y exploramos un
poco el lugar, encontramos al Chief Willi Orión, que nos
acompañó a ver su torre donde estaban realizando los últi-
mos preparativos para los saltos del día siguiente. Después
de una bonita caminata divisamos de entre los árboles, y en
la cima de una ladera verde, la torre. Una estructura realizada
sobre unos enormes árboles despojados de sus ramas, y
atados en horizontal sobre el tronco desnudo, centenares de
otros pequeños troncos y ramas atados fuertemente con
cuerdas vegetales y lianas. Otras largas lianas aseguraban
- 190 -
desde el tope hasta árboles contiguos la estabilidad de la
ingeniosa estructura. La altura total era de unos 15 a 30
metros. Impresionante. Las mujeres no se podían acercar
demasiado debido a supersticiones locales, por lo que
Catherine se tuvo que contentar con observar desde la
ladera, sentada bajo un majestuoso árbol. Un grupo de
nativos se encontraba preparando las lianas que les servirían
para evitar estrellarse contra el suelo durante los saltos el día
siguiente. Pues sí, el Land Diving se trataba de eso, una
antigua costumbre centenaria que se realizaba solo en esta
isla durante los meses de mayo a junio, pues era cuando las
lianas se encontraban más flexibles. Consistía en lanzarse al
vacío desde 15 a 30 metros de altura sujetados solo por los
tobillos. Hay diferentes alturas por lo que los niños
empiezan a saltar desde los 5 a 7 metros.
Al día siguiente esperamos al pequeño barco de quince
jóvenes voluntarios americanos que trabajaban en diferentes
islas por temas humanitarios para ir juntos a contemplar ese
espectáculo único.
Un grupo de hombres y otro de mujeres iban vestidos de
manera tradicional tras esa torre: Los hombres solo llevaban
“nambas”, una hoja que envolvía y cubría solo el pene, y que
quedaba sujeta por la parte superior por un fino hilo vegetal
a modo de cinturón. Las mujeres, con los pechos descu-
biertos, llevaban unas largas faldas blancas realizadas con
finas fibras secadas por el sol. Danzaban y cantaban mientras
el primero de los seis “divers” se iba preparando. Desde una
altura de unos 7 metros, un chico de unos 13 años decía
unas palabras mientras el ritmo del canto se iba incre-
mentando... el chaval parecía estar dubitativo... esperó unos
- 191 -
minutos más y finalmente se lanzó al vacio... Voló rápido
hacia el suelo y a un par de metros de este, las lianas se
tensaron de golpe y lo frenaron bruscamente con un crack
que sonó en la parte superior de la torre (nada que ver con la
suave frenada de las gomas elásticas de un típico puenting).
Un instante después se estrelló, más amortiguado, contra el
suelo inclinado y ablandado de la ladera por lo que parecía
que algo no había funcionado bien... un golpe tan brusco
debería hacerle salir todos los órganos internos por la boca...
y el golpe contra el suelo romperle quizás algún hueso... pero
el chico se incorporó sonriente con la ayuda de otra persona
situada bajo la torre, que le cortó las lianas sujetas en sus dos
tobillos con la ayuda de un machete. El chico, contento,
volvió al coro masculino para continuar con los cantos para
el resto de sus compañeros que iban a saltar tras él. El
siguiente chico trepó hábilmente por el enrevesado amasijo
de ramas hasta la misma altura que el anterior... mismas
circunstancias... otras palabras... el mismo suspense y el
mismo salto al vacío. Otro crack en la torre... estremecedor...
cuando se incorporó del suelo, se dio cuenta de que su
namba se perdió durante el salto y si no hubiera sido por el
descojone del resto de sus compañeros que lo ruborizaron,
no nos habríamos dado ni cuenta, pues para nosotros, ya
estaba casi desnudo. Otros jóvenes saltaron cada vez desde
más arriba, sin dejar de sorprendernos en cada salto...
finalmente, antes del gran último salto desde el tope de la
torre, a una altura de 20 metros, el chief Willi, y como era
tradicional, dijo unas palabras de agradecimiento. El último
héroe, un fuerte adulto barbudo de unos 25-30 años, se
preparó, trepó hasta la cima de la torre donde un compañero
le ayudó a atarse las dos lianas. Se puso en el extremo de la
- 192 -
pasarela, al borde del precipicio, dijo sus últimas palabras
con un ritual que acompañaba con movimientos acom-
pasados de su cuerpo. No era de extrañar pues, si algo no
andaba bien, lo normal era romperse el cuello o dislocarse
una pierna. Dudó unos instantes. Los cantos se incremen-
taron, quizás para animarle… y justo en un instante se lanzó
en una caída que nos pareció eterna... interminable... volando
como un pájaro en picado... caía y caía... hasta que a tan solo
unos tres metros del suelo las lianas se tensaron de golpe al
mismo tiempo que otro fuerte crepitar se oía en la cima de la
torre. Fue una frenada de lo más brusca, que lo hizo
retroceder, y estrellarse, un segundo más tarde, sobre la tierra
ablandada. Se incorporó con la ayuda del compañero situado
bajo la torre y sonrió. Buuuuf! soltamos el aire retenido en
los pulmones.
Les pregunté si ese era un rito para pasar a la madurez o
algo parecido, y me respondieron que lo hacían por placer,
por hobby y por tradición. Sorprendente.
Final del valiente espectáculo.
- 193 -
Regresamos al barco, nos despedimos de la gente y de
Willi, y partimos rumbo a Espíritu Santo con una de las
voluntarias, Rita, como invitada, pues para lo que a nosotros
nos representaba siete horas de navegación hasta Santo, para
ella le resultaba cuatro o cinco días por la vía normal,
aprovechando los pequeños mercantes comerciales. Así que,
amigos navegantes, si os encontráis navegando por el
Pacífico Sur sobre estas fechas, no desaprovechéis esta
oportunidad de ver este extraño ritual.
La noche fue tranquila y el cielo lleno de estrellas, sin
viento, por lo que avanzamos a motor hasta Luganville la
capital de la isla.
Luganville, en Espiritu Santo Island
Luganville es la segunda ciudad más grande de las
Vanuatu después de Port Villa. Esta ciudad fue fundada por
los americanos durante la segunda guerra mundial para
frenar el avance de los japoneses a lo largo del Pacífico Sur.
Llegó a albergar hasta unos 50.000 marines. Para los
buceadores amantes de lo antiguo, aquí existe el famoso
“One Million Dollar Point”, un super-mercante americano
de esa época, cargado de municiones, aprovisionamiento
(coca cola’s, motos, vehículos...) que se hundió por error a
unos 20-40 metros de profundidad por una mina también
americana.
Anclamos frente a un solitario resort que había en la isla
de en frente, cargamos los tanques de fuel, tanques de agua,
nos aprovisionamos de alimentos frescos y partimos al cabo
de 3 días hacia Papúa - New Guinea (PNG).
- 194 -
Going To Papua / Nueva Guinea
Partimos a motor por falta de viento. Durante el anoche-
cer, lo que nos pareció ser un pequeño chubasco que se
acercaba, resultó ser un frente con vientos de 20 a 25 nudos
que nos empujó, por la popa, durante el resto de los cuatro
días que tardamos hasta las islas de Louisiade. Esta nave-
gación lluviosa y con olas se hizo mucho más larga y
aburrida de lo habitual, por una parte, finalicé el último libro
en español que me quedaba (el Código DaVinci), y por otro
lado, los efectos secundarios del tratamiento anti malaria
empezaban a surtir efecto, me empezaba a sentir triste y sin
apetito, cosa que aún no entendía.
El barco avanzaba con viento continuo y constante de
popa durante toda la navegación, así que pocas tareas pude
encontrar para matar las horas.
Llegamos a Misima Island el domingo 29 de mayo en
medio de un fuerte chubasco, justo cuando la noche daba
paso al día. Entramos al pequeño puerto natural de Bwagoia,
con complicadas olas rompiendo en la estrecha entrada de
unos 30 metros entre el arrecife y la tierra. Anclamos al lado
de otro velero, el de una pareja de australianos.
Video Nueva Zelanda, Caledonia, Vanuatu
( http://youtu.be/FVbjqeqpygE )
- 195 -
Capítulo 20
Papua/Nueva Guinea -Louisiades Islands-
Según el Lonely Planet de hace siete años, esta isla era la
más peligrosa de Papua, y aunque, con mi altura media
española, aquí los pasaba a todos más de un palmo, preferí
no llevar ni cámaras ni reloj cada vez que desembarcaba.
Según decían, en algunos poblados del interior del país aún
se practicaba el canibalismo, y las diferentes guerras civiles
habían armado a la población. La mirada de la gente era
diferente. Nada que ver con la de las gentes de Vanuatu.
Aquí eran incómodamente hostiles.
El tiempo continuó emperrado en no dejar de llover.
Pasamos aduanas e inmigración sin ningún tipo de proble-
mas. Nos consiguieron un guía que nos iba a mostrar no se
qué cosa interesante que no logramos entender. Adolphe
prefirió quedarse en el Sterwan, así que, con Catherine y el
guía, nos adentramos en la frondosa y húmeda selva, sin ni
siquiera saber a dónde nos dirigíamos. Caminamos por un
pequeño sendero barroso y encharcado entre enormes hojas
y árboles, bajo la insistente lluvia que no cesaba. Equipados
con nuestros chubasqueros, pasamos un par de ríos y
llegamos a una carretera no asfaltada que seguimos por la
derecha. La poca gente que nos cruzábamos, nos observaba
con mirada desafiante, algunos, pocos respondían a nuestro
saludo, otros muchos no. Intentábamos entender lo que nos
quería decir el guía con su inglés particular... imposible...
mientras andábamos nos explicaba no se qué cosas de los
árboles... pero no había manera de entenderlo. Catherine y
- 196 -
yo bromeábamos en serio, si lo que realmente nos estaba
preguntando era si queríamos zanahorias o patatas dentro de
la olla en la que nos iban a cocinar. Al cabo de una hora de
marcha bajo la lluvia incesante pero refrescante, y entre la
formidable vegetación llena de sonidos irreconocibles, le
preguntamos un poco ya mosqueados a donde nos diri-
gíamos, pues siempre entendíamos que solo faltaban quince
minutos. Finalmente llegamos a un pequeño poblado de
casas construidas con troncos y hojas de palma sobre un
metro más o menos del suelo particularmente rojizo. El
lugar muy primitivo pero bonito de verdad. Cruzamos el
poblado. Los niños y adultos observándonos muy serios
medio escondidos tras las puertas y ventanas. Nos metimos
por otro sendero embarrado y nos adentramos de nuevo en
la selva. Empezaba a hacerse tarde y la noche se nos podía
venir encima durante el regreso. Caminamos otros diez
minutos más hasta que empezamos a oír ese sonido sordo
que hace la mar gruesa cuando intenta mover tierra sólida.
Llegamos al lugar. Bajo la lluvia de ese día gris y el viento
fuerte sacudiendo violentamente las palmeras, que hacía que,
ese espectacular acantilado de más de 60 metros de altura y
menos de 100 de ancho, pareciera de lo más salvaje e
inexplorado, nos estiramos al suelo para asomarnos poco a
poco al borde y poder contemplar como las enormes olas
oceánicas explotaban en la pared negra de justo allí abajo, en
un movimiento rápido, violento e hipnotizantemente perió-
dico. Alucinante. Nuestro guía retrocedió un poco y se alzó.
Nos hizo un gesto para que le siguiéramos. Vacilamos un
poco pero así lo hicimos. A unos cuantos metros a la dere-
cha de donde estábamos, se escurrió con cuidado por un
borde de la pared vertical donde calculamos que habría unos
- 197 -
60 metros de caída libre. Apoyado sobre un saliente nos
mostró una pequeña abertura en la roca. Catherine lo siguió
primero y lanzó un grito de horror desde el exterior, me
escurrí tras ella para ver qué era lo que le había causado tal
impresión. Estaba muy oscuro, entré agachado a la cueva de
menos de un metro de altura. Cuando mis ojos se acostum-
braron, observé que penetraba en pendiente descendiente a
no sé cuantos metros de profundidad. Imposible olvidar ese
momento, cuando el viento aullaba en la boca del agujero,
mientras la lluvia penetraba con fuerza y las olas continuaban
retumbando bajo nuestros pies. Frente a mí, cuidadosamente
acumulados, yacían centenares de cráneos humanos.
De vuelta ya casi de noche, paramos a un 4x4 que accedió
a acercarnos al pueblo por unos 10$, y mientras regresamos
en silencio impactados por esa visión, pensamos en lo dife-
rente que era esa parte del Pacífico Sur comparado con la
French Polinesia.
Partimos finalmente el 31 de mayo después de comer,
rumbo a Cairns, Australia.
Después de zigzaguear los corales que formaban el
archipiélago de las Louisiades, entramos de nuevo en el Mar
del Coral. Vientos de 25 a 35 nudos de ceñida-través. Olas
grandes que iban barriendo la cubierta, obligándonos a cerrar
todas las escotillas. Finalmente, el aire cerrado del interior se
calentó haciéndose húmedo e irrespirable. Estábamos
mareados, “Mal de Mer” como dicen los franceses. La
pastilla semanal anti-malaria “Lariam” continuaba retorcién-
donos el estomago. Durante esos 3 días de navegación
desagradable, no fue precisamente el buen humor lo que
abundó. No había ningún motivo aparente que nos explicase
- 198 -
nuestro pésimo estado anímico y cansancio excesivo. Una
nave-gación dura, tal vez una de las más duras de mi viaje,
pero por causas físicas y psíquicas. Las guardias nocturnas,
que hasta entonces suponían uno de mis momentos
favoritos, se transformaron en depresiva-mente nostálgicas.
Quedaba poco para finalizar mi viaje. Debería estar
contento, pero no era así. ¿Qué me estaba pasando?
Llegamos por fin, agotados, a Cairns, ciudad turística
situada al Norte de Australia, el viernes día 3 de junio,
después del medio día.
- 199 -
Capítulo 21
Australia
La llegada a Cairns fue algo extraña. Sin saber por qué,
mis energías se habían esfumado. Ni siquiera tenía ánimos
para levantarme de la litera. Tras darle vueltas y vueltas a la
inexplicable situación, caí en la cuenta de que todo empezó
en Nueva Caledonia, así que, por casualidad decidimos leer
lo que no leímos en su momento; el prospecto del “Lariam”.
Decía así:
Efectos Secundarios:
Dolor de cabeza, insomnio, pesadillas, pérdida de apetito, palpita-
ciones, diarreas, dolor de vientre, convulsiones, problemas visuales,
pérdida parcial del oído, ansiedad, agitación, agresividad, ataques de
pánico, humor depresivo, pérdidas de la memoria, confusión mental,
alucinaciones, cambios de humor y comportamiento, ideas suicidas.
En caso de tener uno de estos síntomas, finalizar inmediatamente el
tratamiento y acudir a un médico.
- 200 -
Nos quedamos todos perplejos, Adolphe, Catherine y yo,
y casi me eché a llorar de alivio. No habíamos sufrido alguno
de los síntomas descritos en el prospecto, sino casi toda la
lista, sobre todo, lo referente a cambios de comportamiento.
Podía haber llegado a límites peligrosos.
Dejamos de tomar esa torturadora medicina de inme-
diato, pese a que aún nos faltaban otras dos semanas más
para terminar el tratamiento. Con todo y con eso, todavía
tardamos una semana en recuperar las energías y el buen
humor.
Era el final de mi viaje. Dije que llegaría hasta Australia y
era hora de regresar a mi casa, pero como Adolphe y Cathe-
rine tenían que regresar a Francia por un mes, me ofrecí
quedarme en el Sterwan hasta su regreso y buscar un nuevo
tripulante que me sustituyera.
Así que tras ellos, me fui a Sydney al poco para renovar
mi pasaporte, pues me caducaba en menos de tres meses, y si
tenía que pasar por otros países con el avión de vuelta, me
podrían poner algún problema.
Sydney
El primer día en Sydney fui directo a la embajada. Se
encontraba cerrada por ser un lunes festivo. Martes de
nuevo a primera hora. Conseguí que me la extendieran por
seis meses a partir de la fecha de caducidad del otro. El
problema con el pasaporte quedó zanjado. Allí, en la
embajada conocí a otro catalán, Ramón Costa, que estaba
realizando la vuelta al mundo en solitario sobre su moto
Honda GoldWing. Salió hacía un año desde Barcelona,
- 201 -
recorrió un largo camino lleno de anécdotas hasta la India,
después la embarcó hacia Australia, donde estaba realizando
los preparativos para recorrerla, y más tarde la prepararía
para enviarla a Santiago de Chile e iniciar, desde allí, la vuelta
de todo el continente americano. No os perdáis su libro
sobre esa odisea (“Barcelona-Barcelona”). Él me presentó a
otro español, Ángel, que trabajaba en “La Taberna” de
Liverpool St., una calle abarrotada de bares de origen
español. Los cortados que preparaba Ángel en esa cafetería
fueron los mejores que tomé en todo el Pacífico, auténticos
“made in spain”, expreso semi-largo con un chorrito de
leche. Allí conocí mas tarde a otro grupo de jóvenes
españoles que estudiaban o trabajaban en Sydney.
Esta era una ciudad grande y encantadora, con parques
inmensos parecidos al de Central Park de NYC, el Opera
House era imponente, al igual que el inmenso puente de
acero que cruzaba la bahía. Gente de todas partes del mundo
paseando por sus calles, las zonas residenciales relajantes, al
igual que “The Rock”, un antiguo barrio, originalmente
prisión británica. Los cinco días que estuve ahí fueron más
que suficiente para conocer la esencia de la ciudad más
grande de Oceanía.
Regresé a Cairns, con el nuevo pasaporte en mi bolsillo.
Cairns
En esta ciudad turística, españoles encontré a cuentago-
tas, pero sí a muchos mochileros de todas partes del mundo.
Esta ciudad es uno de los puntos más importantes para el
buceo en la Gran Barrera de Coral, donde existe una
elevadísima oferta, y donde hasta junio, se pueden encontrar
- 202 -
cursos de todos los niveles a precios muy económicos. Una
tarde, regresando después de realizar algunos menesteres,
conocí al extremeño Ángel, de Badajoz, que ya llevaba tres
meses viajando con el bretón Laurent en una mítica VW
Combi de segunda mano color granate. Buena fiesta y muy
buenas conversaciones.
Pocos días después conocimos a un grupo de Barcelona,
Miguel Lozano, Jairo, María, y la vilanovina Mireia.
Quería conocer bien los contrastes de este país, y con
Mireia y Ángel quedamos para realizar un viaje con su
Volkswagen al interior de Australia, al gran desierto. Nece-
sitaba un clima seco, ya que sabía que tras casi dos años
viviendo sobre el agua me iba a sentar de maravilla.
El interior de Australia
Al salir de Cairns, atravesamos durante 4 horas el espeso
Rain Forest, repleto de árboles inmensos, ríos, y cascadas.
Conforme nos fuimos alejando de la costa, el paisaje empezó
a cambiar en cuestión de horas. El clima ya no era húmedo,
el paisaje más llano y la vegetación cada vez más escasa.
Atravesamos durante dos días los paisajes de tierra rojiza que
se acentuaba aun más durante el atardecer. Era increíble el
contraste del azul limpio del cielo con el rojo marciano de la
tierra. Árboles eucaliptos, algún que otro río seco. Otras
veces solo la infinita llanura despoblada. Algunos emús
(pájaros parecidos a las avestruces africanas pero de menor
talla) y cantidad de canguros, se nos iban cruzando frente a
la furgoneta. Otros muchos, atropellados por los grandes
camiones, yacían cadáveres en las cunetas. En algunos
lugares cercanos a la carretera, se encontraban termiteros
- 203 -
enormes que llegaban a alcanzar, en algunos casos, los casi
dos metros de altura. La misma carretera se transformaba a
veces en camino forestal de grava y polvo, en dos carriles
bien asfaltados, o en un solo carril central de precarias condi-
ciones, y viceversa. La tranquila conducción por la izquierda
se debía a un tráfico apenas inexistente. Solo algún enorme
4x4, otras combis como nosotros, o los Road Train
(enormes camiones americanos de 600 CV de potencia que
tiraban de tres o cuatro containers a la vez, llegando a
alcanzar los más de cincuenta metros de longitud). Salir a
pasear o a realizar nuestras necesidades por los alrededores
desérticos fue otra nueva experiencia, ya que debíamos ir
silbando o dando palmaditas para evitar que alguna de las
más de cien especies de serpientes peligrosas que hay en este
país se cruzara por nuestro camino.
Al cabo de dos días llegamos a Mount Isa, una gran
ciudad minera, llenamos el depósito de gasolina, compramos
mucha agua y comida y salimos dirección al siguiente pueblo,
Camooweal, a 185Km de distancia. Entre estos dos puntos
no había nada más que desierto. Ni una gasolinera, ni una
sola casa, como era ya habitual, y es que aquí las distancias
son inimaginables, y hasta peligrosas si no se va bien
precavido.
- 204 -
A tan solo unos 50 km antes de llegar Camooweal, el
motor de la combi empezó a echar humo y a no dar la
potencia máxima. Paramos en la cuneta, revisamos, y obser-
vamos la perdida de una gran cantidad de aceite. Si hubié-
ramos continuado así, podríamos haber roto el motor
definitivamente, por lo que aparcamos la combi en la cuneta
y nos pusimos en medio de la carretera para parar al
siguiente vehículo que se dirigiese a Camooweal. Hasta que
no pasaron casi 40 minutos, no apareció un Road Train de 4
vagones, que necesitó casi 200 metros para parar. Llegamos
por la noche a Camooweal, y conseguimos pactar en la
gasolinera una grúa que nos llevaría de vuelta a Mount Isa a
la mañana siguiente. Mireia y yo debíamos regresar a la
combi para no dejar que Ángel pasara solo esa noche.
Entramos en el único bar del pueblo, de madera, llena de
dundees polvorientos tomándose una cerveza y que nos
miraron como auténticos forasteros que éramos. El lugar
parecía decorado por un experto en parques temáticos, pero
ese sitio era auténtico de verdad. Regresamos de nuevo a la
furgoneta gracias a un generoso dundee medio alcoholizado
que se dejó convencer.
Las noches en el desierto eran muy frías. La temperatura
descendía de los 25-30 grados que había durante el día, a casi
los cero grados pocas horas después de anochecer.
Regresamos a Mount Isa remolcados por la grúa hasta el
taller más importante. El mecánico se echo a reír ya que
hacía tiempo que se dijo que no quería saber nada sobre
estos trastos. Y es que todas las que circulaban por esta
enorme isla tenían más de treinta años. Al final, o le caímos
bien, o le resultamos algo pesados, porque acabó accediendo
- 205 -
a revisarla. Detectó el problema: uno de los cuatro cilindros
se había roto ya que no tenía compresión, y nos hizo un
pequeño apaño para poder continuar, a no más de 70km/h,
durante algún tiempo que no se atrevió a concretar. También
nos arregló una de las ruedas delanteras que se partió justo al
entrar en el taller.
Trabajó rápido, y tras un día en Mount Isa, pudimos salir,
despacito, rumbo de nuevo a Camooweal. Queríamos llegar
al mítico y sagrado Urulu rock, el corazón de Australia. No
pasó ni una sola hora desde que salimos, y ya estaba
anocheciendo, cuando una de las setenta ruedas de un Road
Train nos lanzó, seguramente, la única piedra que se encon-
traba en medio del asfalto en ese tramo. El cristal de delante
se resquebrajó y cayó en miles de pedacitos justo al parar.
Aunque eso ya fue el colmo de la mala suerte, el ataque de
risa fue inevitable. El motor, la rueda y ahora el cristal. Aún
había algo de luz para conseguir leña y encender un
extraordinario fuego en ese mismo lugar, para pasar la noche
bajo una capa de infinitas estrellas. Al final, como las
- 206 -
posibilidades de continuar se desvanecieron, nos quedamos
un par de días más. Ángel aprovechó para mejorar su técnica
tocando su Didgiridu, un tronco ahuecado por termitas,
donde aplicada una capa de cera en el extremo más estrecho,
se colocaba suavemente los labios y, con una constante
insuflación, se podían reproducir con los labios vibrosos los
sonidos producidos por algunos animales típicos austra-
lianos. Las demás horas sentados y charlando al lado del
fuego bajo la Vía Láctea sureña fueron, y serán, para
siempre, inolvidables.
El domingo por la tarde, despacito y sin el cristal de
enfrente, regresamos de nuevo a Mount Isa. El postre en ese
maldecido tramo lo puso el rebufo de otro Road Train que
se nos cruzo a toda velocidad entrando una fuerte ráfaga de
aire por donde debería existir ese cristal ya pulverizado e
hizo arrancar los anclajes que sujetaban el techo, haciendo
que este saliera despedido hacia arriba, rompiendo también
toda la lona. En fin, a Ángel ya le daba igual, ya no quería
saber nada sobre su furgoneta. Estuvimos dos días y dos
noches más en Mount Isa. Nos encontramos por casualidad
de nuevo al mecánico. Su sonrisa hubiese sido insultante si
no fuese por lo sincero que fue con nosotros... y es que en el
fondo, a pesar de la mala racha, la situación fue realmente
cómica.
La última noche antes de partir cada uno a su destino, en
mi caso al Sterwan, nos instalamos a varios kilómetros del
pueblo, al lado de un riachuelo seco, bajo unos eucaliptos.
Mientras degustábamos un café tras una sencilla cena, en
frente de una pequeña hoguera que preparamos, un aborigen
apareció de la completa oscuridad a pocos metros de donde
- 207 -
nos encontrábamos. Iba vestido con unos sucios tejanos y
una cazadora azul sobre una camiseta. Nos pidió permiso
para sentarse junto al fuego un rato, pues tenía frío... -of
course!- respondimos. Se sentó a nuestro lado y permaneció
unos minutos en silencio, como intentando entrar en calor,
después nos sonrió y empezamos a charlar un buen rato con
él. Nos dijo que se dirigía andando a su casa que se
encontraba a unos 150 km de distancia, a unos dos días
aproximadamente a pié. No llevaba ni provisiones ni agua... -
¿para qué? –respondió, la sangre de un canguro le daba las
suficientes fuerzas para realizar más de 100 km. No
entendimos su técnica para cazarlo, lo único que sí enten-
dimos fue que lo hacía sin armas ni utensilios... aunque
también podría ser que nos estuviera tomando el pelo
riéndose para sus adentros de nosotros. Tontos turistas. Nos
mostró orgulloso su pequeño tesoro, uno de esos mecheros
chinos, que encendía muchas lucecitas de colores cuando
uno lo abría. También nos enseñó las fotos de sus 3 hijos...
dos con nombre aborigen y la más pequeña llamada Sky
(bonito nombre). Pareció no entender que de dónde
veníamos, en ese preciso momento, era de día y que de
hecho estaban andando al revés, al lado opuesto del planeta.
Cuando por fin pareció entender nuestras explicaciones
sobre la redondez de la tierra, se echo a reír durante un
larguísimo rato, y nosotros con él, Entrevimos que tal vez
por el gran descubrimiento que le ayudamos a entender,
quizás, podría darse la posibilidad que de nuevo, se estuviera
riendo de nosotros. Tontos de remate estos turistas. En fin,
igualmente fue un buen rato el que pasamos juntos. No
pudimos evitar añadir cierto misticismo en ese casual
- 208 -
encuentro, ya que los tres recién acabábamos de leer el libro
“Las Voces del Desierto”.
Llegó el día en que en Mount Isa nos despedimos todos.
Ángel con un billete de avión a Sydney y otro a España,
Mireia encontró un coche que la llevaría hasta Alice Springs,
y yo, encontré un autobús de vuelta a Cairns. El desierto
Australiano me encantó, pero me quedé con las ganas de
llegar a Urululu Rock. En otra ocasión será... espero.
En Cairns, de nuevo, poca cosa. Me dediqué a encontrar
de una vez alguna solución para el problema de gas propano
que teníamos en el Sterwan, algunos otros problemillas que
arreglar en el barco, y puesta a punto para la partida en
cuando regresara el propietario.
Me reencontré de nuevo con el grupo de jóvenes
españoles, que llevaban casi un año viajando por diferentes
países. Jairo y María se fueron a Thailandia y Miguel Lozano
se quedó unas semanas para vender su furgoneta e irse a
New Zealand.
Miguel había estado trabajando de consultor en una
empresa de Barcelona hasta que decidió viajar por un
tiempo. Y ahí estaba disfrutando de su gran pasión, el buceo.
Tras habernos conocido en Australia, y viajar después por
Nueva Zelanda, regresó de nuevo a Barcelona, a su mismo
puesto de trabajo, pero descubrió que eso no era lo suyo y se
volvió a ir, esta vez al Mar Rojo. Allí estuvo un par de años
practicando la apnea, modalidad de buceo a pulmón. Se
convirtió en un auténtico crack en este deporte. Batió el
record de España de profundidad al superar los -81 metros y
se fue a la Isla de Tenerife, en Tabaiba Baja, para crear su
propia escuela de apnea (www.apneacanarias.com) en donde
- 209 -
volvió a batir su propio record al llegar a los 100 metros de
profundidad. En un solo fin de semana de curso me ayudó a
superar mi barrera de los -6 metros para llegar hasta los -15
metros. Una gran persona, inteligente y divertido, con quien
mantuve largas e interesantes conversaciones.
El 21 de julio llegó el nuevo tripulante del Sterwan, pues
el propietario iba a regresar sin su mujer, y yo, tal y como
quedamos finalmente, iba a desembarcar en Darwin, tras
navegar por toda la barrera de coral. El nuevo tripulante de
24 años ya era un viejo conocido nuestro, Stephen, el chico
americano que había conocido en Panamá y al que convencí
para que se viniera con nosotros hasta Marquesas y que
luego continuó con el Sterwan hasta New Zealand cuando
yo decidí cambiarme al “Lady A”.
Salimos de nuevo de fiesta los dos, a tomar copas por los
numerosos pubs que allí había. Noches divertidas y recon-
ciliadoras antes de partir de nuevo.
El propietario llegó al fin el domingo 31 de julio a las 6 de
la mañana en punto. El día 1 sacamos el barco del agua para
una rápida limpieza bajo el casco, el día 2 compramos
provisiones y realizamos las últimas reparaciones, y el 3 de
julio partimos de Cairns a eso de las 12 del mediodía rumbo
al Norte, después de una segunda ronda de vacunas (Polio,
Rabia, Encefalitis, Meningitis, 2ª de Hepatitis A+B, y
Typhoid).
- 210 -
Great Barrier Reef
Navegamos entre la costa Australiana y la Gran Barrera
de Coral dirección Norte, atentos a las cartas y plotter de las
numerosas islas y arrecifes que habían por esa zona. Esa gran
barrera viva, visible desde la Luna, protegía la costa
australiana a lo largo de sus más de 2.000 kilómetros de
longitud. La distancia entre la costa y la barrera comprendía
de 50 km a 180 km en algunos puntos, y la profundidad en
este espacio era de unos 20 a 40 metros, remontándose
abruptamente a unos 10, 5 , 2, o 0 metros del nivel del agua
en infinidad de puntos, por eso debíamos estar muy atentos
y seguir siempre el canal trazado para la navegación.
Pescamos un buen ejemplar de Spottet Mackerel de poco
más de un metro de largo. Este fue el primer tipo de pescado
diferente de los habituales atunes, dorados y marlín a los que
estábamos acostumbrados, y la verdad es que fue el más
delicioso y tierno de los que habíamos comido hasta
entonces. Viento de 15 a 20 nudos de popa con ola apenas
existente, avanzando durante ese día gris a unos 7-8 nudos
de velocidad, para llegar a nuestra primera parada, donde
pasaríamos la noche. Navegar dentro de la barrera sin luz,
aún con plotter y MaxSee, continua siendo muy peligroso.
Low Islets era una pequeña isla rodeada de arrecifes con un
único faro, algunos barcos de pesca fondeados y decenas de
tiburones de hasta 2 metros en el momento de echar el
ancla.
Partimos al día siguiente rumbo Cooktown, haciendo una
pequeña parada para comer en Hope Island. Cooktown es la
ciudad Australiana históricamente más significante, pues el
Capitán James Cook permaneció unas siete semanas para
- 211 -
reparar su Endeavour tras chocar con unos corales cuando
exploraba la zona. Durante ese tiempo descubrió numerosas
especies, entre las más significantes, el canguro. Más tarde se
instalaron los primeros colonos que llegaron a este conti-
nente. Los chinos llegaron a ocupar casi la mitad de la
población que llegó a alcanzar los 30.000 habitantes durante
la fiebre del oro. En la actualidad solo hay unos 400
residentes y el pueblo se basa en una avenida principal de
unos 500 metros y casas de madera a ambos lados de la calle,
algunas antiguas de estilo colonial. Auténticos “aussies”,
como se denomina coloquialmente a los australianos, con su
sombrero de piel de canguro, botas de montaña, con pintas
descuidadas y barbas prominentes. Aborígenes también,
muchísimos. Los bares ruidosamente abarrotados parecían
casi decir “prohibida la entrada a todo extranjero”. Si al
entrar no nos habíamos dado cuenta que parecíamos de otro
planeta, sus miradas así nos lo indicaban. Todos los
vehículos eran enormes 4x4. El río se encontraba infestado
de cocodrilos. Nosotros éramos los únicos en desplazarnos
sobre el agua sin un sólido dingui de aluminio que pudiese
repeler un posible mordisco de ese temidísimo reptil. Ese
pueblo era el último punto de civilización hasta Torres Strait,
el punto más norteño de Australia, situado a unas 250 millas
más al Norte. Los turistas apenas llegaban allí. Pasamos la
noche y levamos ancla a las 07h para ir a nuestro siguiente
destino, la histórica Lizard Island.
Anclamos en Watson's Bay el día 5 a las 15h después de 8
ocho horas de plácida navegación con viento primero de
popa y luego de aleta sin olas. Esta pequeña isla de granito
rodeada por coral se alzaba hasta los 358 metros sobre el
nivel del mar. Hasta esta cima trepó el mismísimo Capitán
- 212 -
James Cook, para intentar encontrar un escape para su
embarcación entre la barrera de coral, después de repararlo
en Cooktown. Encontró finalmente la salida a mar abierto
en lo que después se llamaría The Cook’s Passage. Esta isla
era bonita, y desde arriba espectacular. Su nombre venía por
los enormes lagartos (lizards) que vivían sobre esta tierra y
que podían alcanzar los casi 2 metros de longitud. Playas
blancas, aguas cristalinas, un bar abierto solo los sábados, un
resort muy exclusivo, un pequeño aeropuerto para el
exclusivo resort, y las ruinas de la casa de los Watson. Una
triste historia sobre un intento precipitado de supervivencia
de una familia durante un ataque de aborígenes que defen-
dían su isla sagrada, en 1881. Nos quedamos allí dos días
pues la lluvia cesó y el Sol apareció de nuevo mostrando los
bellos y añorados colores de las aguas turquesas.
Partimos el 7 a las 7h00 rumbo al Este, exactamente a
Cormorán Pass situado a no más de 10 millas náuticas de
donde nos encontrábamos y en donde se encontraba, según
el Great Barrier Reef del Lonly Planet, uno de los mejores
spots para el submarinismo en toda Australia... el famoso
Cod Hole.
Llegamos y nos amarramos a una boya con un peso al
fondo, puesta expresamente para evitar que las anclas
pudiesen estropear el delicado fondo coralino. Con las
botellas cargadas de aire, y tras comprobar el equipo nos
lanzamos, Stephen y yo, al silencioso mundo azul. El agua
cristalina con una visibilidad de nuevo extraordinaria, pero
con una vida submarina nada comparable hasta entonces
visto. Descendimos 15 metros. Corales multiformes con
infinitos colores ligeramente atenuados por la profundidad,
- 213 -
abundancia y variedad de peces, como los peces Rayados,
peces Murciélago, y los famosos amarillos Labios Dulces.
También los enormes Meros Patata de más de un metro nos
permitieron acercarnos sin salir de nuestro asombro. Sabía-
mos que a estos no debíamos darles comida, pues decían que
podían volverse muy agresivos. Algún pequeño y tímido
tiburón de no más de metro y medio, planeo no cerca de
nosotros. Algunas estrellas de mar manchaban la superficie
coralina con su color azul eléctrico. Era como volar dentro
de un inmenso acuario, pasando por acantilados, cuevas, o
simplemente sobrevolando sobre la arena blanca ligeramente
ondulada del fondo. Solo el ruido de las burbujas y de
nuestra propia respiración daba tregua al inmenso y relajante
silencio del que disfrutamos durante las horas que pasamos
bajo el mar.
Las condiciones en el exterior, por suerte continuaron
calmadas, permitiéndonos realizar inolvidables inmersiones
durante todo el día. El “Sterwan”, aparte de tener un par de
equipos completos de buceo (ordenador incluido), disponía
de un compresor de aire para rellenar las dos botellas.
Pasamos la noche en ese mismo punto, agotados.
Al día siguiente, llevé a Stephen y Adolph con el dingui a
otro punto de la barrera para realizar otra inmersión. Queda-
mos en un lugar alejado unos 100 metros más al Sur-Oeste
para recogerlos al cabo de unos treinta minutos aproximada-
- 214 -
mente. Empezaron la inmersión y los seguí un rato desde la
superficie con las burbujas que iban apareciendo. Al cabo de
unos minutos, las burbujas ya no eran visibles por el fuerte
viento que empezó a rizar la superficie. Controlé el tiempo,
arranqué el motor del dingui y me desplacé poco a poco
hasta el punto concretado de la barrera de coral. Al cabo de
media hora no había ninguna señal. Esperé otros diez
minutos. Me encontraba solo, en medio de ningún sitio. Si
hubiesen tenido algún problema, poco podía hacer. Al
fondo, a unas cuantas decenas de kilómetros, se podía
adivinar la costa virgen y deshabitada de Australia. El viento
iba en aumento y los minutos pasando muy despacio. No les
debía de quedar ya aire en las botellas, por lo que tenían que
aparecer de un momento a otro... pero nada. No me atrevía
a encender el motor por miedo a que en esos momentos
estuvieran emergiendo cerca de la hélice, por lo que me
quedé allí, de pié sobre la pequeña neumática explorando
con cierta preocupación cada minúsculo detalle de la
superficie y del horizonte. Pasaron 45 minutos y la preocu-
pación pasó a ser casi desesperación. ¿Que debía hacer?
¿Mantenerme allí o salir a buscarlos? ¿Y si resultaba que
estaban lejos y no los veía? ¿Y si me necesitaban? debía
moverme. Eché un último vistazo detallado al horizonte y
agudicé el oído... solo el viento e instantes más tarde algo
parecido a un grito apagado. Rebusqué desesperado y por fin
me pareció ver algo diferente, a unos 300-400 metros más a
sotavento del punto de reunión concretado. ¡dos diminutos
puntos! Rápidamente me acerqué. Acababan de emerger. Se
desorientaron fascinados por lo extraordinario del lugar.
Partimos de nuevo al día siguiente antes de salir el Sol
para continuar nuestra navegación por el interior de la Gran
- 215 -
Barrera, pasando por infinitas islas deshabitadas y numerosas
cabezas de corales, subiendo genaker, luego spi, luego
génova atangonado... el viento que se levantó a las 10h se
mantuvo estable a 15 nudos ESE. Para pescar dentro de la
barrera debíamos observar un mapa en el que se marcaba las
diferentes zonas de pesca, las prohibidas eran las que más
abundaban. Pescamos de nuevo dos buenos ejemplares de
Spottet Mackerel. Continuamos navegando también durante
la noche, muy atentos a las cartas durante nuestros turnos
para no salir del rumbo establecido que zigzagueaba los
omnipresentes arrecifes, atentos también al tráfico marino y
a los pesqueros. En dos ocasiones apareció un barco en el
radar, o al menos la típica señal pequeña y compacta que da
el reflejo en una embarcación, la primera vez a unas 2 millas
en frente nuestro, moviéndose a unos 5 nudos rumbo a
babor. La segunda vez, al cabo de casi dos horas a 1’5 millas,
con la misma velocidad y dirección que el anterior, casi
perpendicular a nosotros En las dos ocasiones no pude
detectar ninguna luz pese a la cercanía a la que se encon-
traba. En las dos ocasiones desapareció al cabo de unos 15
minutos del radar... en las dos ocasiones no había ninguna
isla en la que pudiera aparecer u ocultarse. Pensé en varias
opciones: ¿un reflejo o eco del radar sobre la jarcia?:
Demasiado bien definido. ¿Una minúscula pero compacta
tromba de agua?: Muy raro... y menos dos veces igual. ¿Un
submarino?: ¿Podría ser, pero también dos veces? - ¿Un
barco fantasma?
Al día siguiente continuamos navegando con día delicio-
samente soleado, temperatura de unos 25 grados, el agua a
unos 23 grados, viento de 10 a 15 nudos, mar llano... izando
Spi, genaker o solo mayor y génova según si debíamos orzar
- 216 -
o arribar en los cambios de dirección que ofrecía el canal.
Sobre las 16h bordeamos el Cabo Greenville y anclamos en
la bahía situada justo detrás, en Margaret Bay. El paisaje
típico australiano, enormes rocas redondeadas de granito,
tierra algo rojiza, árboles pequeños de típico paisaje seco,
que no tenían que ver con los altos y compactos del Rain
Forest... el mar vibraba de vida... por todos los puntos a los
que mirabas había movimiento de agua causado por enormes
bancos de peces, miles de pájaros marinos sobre-volando
esas manchas vivientes, algunos enormes peces depreda-
dores saltando a una altura increíble en busca de una presa
un segundo antes. El viento amainó y el silencio del lugar
acompañó la formidable puesta de sol. Aun nos costaba
creer que en lugares así no hubiese ni rastro de seres
humanos. La noche, estrellada y silenciosa. La luna creciente
acompañada de Venus empezaba a dejarse ver tras el ocaso
como una ligera traza blanca y perfectamente curvada.
El 10 de julio, pusimos ya rumbo a Cape York. El calor
del trópico se empezó a notar. Tiempo soleado, y viento de
10 a 15 nudos. Pescamos de nuevo un sabrosísimo y gran
Wahoo de unos 4 kg que Stephen preparó crudo con limón
y leche de coco, estilo polinesio. Atardecía, por lo que
remontamos un poco Escape River para anclar junto con
otros dos veleros al lado de los manglares. La noche de
nuevo despejada. Venus acostándose por el horizonte tras el
Sol seguida de la Luna aún creciente. Alguna estrella fugaz.
El silencio solo roto por algún sonido seco en los manglares
de la orilla o el chapoteo de peces sobre la superficie. Viento
suave y templado.
- 217 -
Nos levantamos y partimos de nuevo a las 07h en punto
rumbo a Thursday Island. Pasamos por Albany Passage de
unos 3 km de largo y unos 200 metros de ancho, cruzándo-
nos con una serpiente marina y una tortuga, y poco después
bordeamos Cape York. Me imaginaba la terminación norte
de Australia más encrespada, finalizando la tierra de una
manera más abrupta, con grandes montañas y peñascos,
como en Cape Reinge de New Zealand, pero lo que había
allí, al igual que el paisaje costero de los últimos días, eran
suaves colinas, no más elevadas de 50-70 metros sobre el
mar, cubiertas de una aclarada masa arbórea. Un faro en la
isla de Eborac indicaba a los navegantes ese punto impor-
tante. Así que pasamos de navegar por el Mar del Coral para
meternos en uno nuevo, el Mar de Arafura. Llegamos a
Thursday Islands poco después del medio día, después de
desayunar el atún pescado esa misma mañana. Al lado,
Wednesday Island y Friday Island. Era el jueves 11 de julio.
Nos quedamos en ese pueblo cuyos habitantes eran todos de
color, mezcla durante décadas de melanesios, polinesios,
indonesios, chinos, japoneses y aborígenes. Algún europeo.
El pequeño pueblo que ocupaba casi la mitad de esa
minúscula isla parecía prácticamente deshabitado, con un
inevitable aire a los que aparecían en las películas de
spaguetti-western. Hicimos las compras en el gran supermer-
cado y salimos a la isla de enfrente para bucear y pasar la
noche. Al día siguiente levamos anclas antes de salir el Sol,
esquivamos los arrecifes cercanos y nos adentramos en el
Golfo de Carpentaria.
- 218 -
Arafura Sea
La navegación por el golfo fue con vientos de 10 a 20
nudos de la aleta de babor, con olas no muy grandes pero
indefinidas y molestas haciendo que el barco se balanceara
de manera imprevisible. Normalmente soleado con algunos
rápidos chubascos. La profundidad en todo el tramo tan solo
osciló de entre 30 a 50 metros. La pesca fue generosa y
comimos y cenamos, de nuevo, Wahoo de metro a metro y
medio bien fresco. Ningún dorado (o Mahi Mahi, como lo
llamaban los polinesios). Llenamos la despensa de nuevos
ejemplares y recogimos las dos líneas que ya no necesitá-
bamos. Las guardias nocturnas las realizábamos de la
siguiente forma: Adolphe, desde después de cenar hasta las
00h, yo de 00h a 03h, y Stephen de 03h a 06h. Pocos
mercantes, algunos sin radar activado. En la madrugada del
día 15 bordeamos el Cape Vessel después de recorrer las 350
millas aproximadamente del Cape York. Algunos delfines
saltarines de pequeño tamaño nos acompañaron un rato,
tres serpientes marinas y aves de diferentes tipos. La molesta
ola se atenuó, al igual que el viento, que bajo a unos 5-10
nudos... Después de seis días, el 17 de madrugada nos aden-
tramos por Dundas Strait, seguimos el canal marcado
durante la mañana bordeando Melville Island, pasamos por
Clarence Strait a la hora de comer y aparecimos en el seno
de Beagle Gulf durante el café... Beagle Gulf ya pertenece a
otro mar, el Mar de Timor... y también a otro océano... el
Océano Indico. Sobre las 16h llegamos en Port Darwin tras
navegar cinco días desde Thursday Island. Ese era mi último
destino.
- 219 -
Darwin
El Sterwan estuvo un día en cuarentena para desinfectar
los orificios de unos moluscos tropicales que podían invadir
el interior del puerto... y es que ese puerto era algo especial
pues tenía una esclusa para acceder a él y mantener en el
interior del puerto el mismo nivel de agua mientras afuera la
marea podía oscilar de 2 a 4 metros. De esta forma, en todo
el perímetro de este puerto artificial, se construyeron las
casas y restaurantes.
Una vez dentro nos quedamos un par de semanas, para
preparar mi regreso a Sitges y también preparar el barco para
su cruce por Indonesia.
Darwin era lo menos anglosajón y mas mediterráneo que
había visto hasta entonces. Una zona del puerto estaba llena
de bares y restaurantes, algunos situados sobre el agua, que
nos podía recordar a cualquier pueblo o ciudad costera del
mediterráneo, si no fuese porque en su menú se incluía
entrecot de cocodrilo, canguro o emú. En la zona contraria,
grandes mansiones con su pantalán privado.
La fiesta nocturna transcurría en el centro de esta ciudad,
llena de pubs y bares, a 15 minutos de donde nos encontrá-
bamos. Un portaaviones y dos destructores norteamericanos
se encontraban anclados a las afueras con unos 11.000
marines a bordo, por lo que, los bares estuvieron abarro-
tados de centenares de ellos de permiso durante la primera
semana que estuvimos. Tras partir, las chicas empezaron a
participar de nuevo en las fiestas nocturnas de la ciudad.
Llegó el día antes de mi vuelo, y pese al intento de nuevo
por parte de Adolphe para convencerme que continuara con
ellos, yo necesitaba descansar, sentirme en mi casa, con mi
- 220 -
familia y conocidos. Además, justo al cabo de una semana se
iba a casar uno de mis mejores amigos. Qué buena sorpresa
le podría dar. Así que empaqueté mis cosas, y nos dimos las
últimas cenas de despedida. Repasando lo bueno de viajar,
de las experiencias en estos últimos casi dos años, de mi
alegría por volver, y de mi pena por terminar tan armoniosa
manera de vivir. Pensé que mi viaje debía terminar en Nueva
Zelanda, y ese plus fue un buen condimento para conocer
esos nuevos lugares y compartir otros momentos con
Adolphe y Stephen. Mi decisión era firme.
Adolphe me regaló el billete de vuelta a Barcelona, pero
con regreso a Singapoure al cabo de un mes, por si me lo
repensaba. La despedida fue nuevamente triste.
Gracias Adolphe por todo lo que aprendí contigo.
Video Papua y Austrália
http://youtu.be/XShbuHhbqGw
- 221 -
De vuelta
El 22 de agosto me encontraba ya sobrevolando el Indico
tras haber surcado el Atlántico y el Pacífico. Me parecía
mentira que en un par de días volvería a ver a mi familia y
amigos. Que en tan solo treinta horas recorrería casi la
misma distancia que había recorrido durante los práctica-
mente dos años de navegación. Veneraba la velocidad del
aparato volador, pero cuando me asomaba por la ventanilla y
veía allí abajo, tan lejos, atravesar Indonesia e India tan
rápido, me daba la sensación de estar perdiéndome en cada
segundo un cúmulo de nuevas experiencias. ¿Cómo sería esa
gente? ¿Cómo debían vivir? ¿Y esos mares? ¿O fondear en
esas islas?. Me entristecí por unos instantes por haber
abandonado el Sterwan.
Durante el resto del trayecto estuve pensando de nuevo
en el viaje, pero también con lo que me iba a encontrar al
llegar, que nueva etapa me esperaría.
El avión paró unas doce horas en Brunei y como no
podía salir del aeropuerto, me quedé paseando por las
tiendas, dormitando en algunas butacas vacías, y fumando en
una pequeña, apartada, irrespirable y oscura habitación aba-
rrotada de nicotinómanos como yo. Debía dejar ese vicio.
Tras despegar, y después unas cuantas horas más de
vuelo, el avión hizo escala de nuevo, sobre media noche, en
Dubái. Un par de horas merodeando otra vez por el
aeropuerto, esta vez repleto de exclusivas tiendas de lujo,
para subirme más tarde al nuevo avión, y volar a Londres
para realizar el último trasbordo, hacia Barcelona.
En la cola de embarque del aeropuerto inglés oí hablar en
español y catalán, y al igual que a los escasísimos paisanos
- 222 -
que me encontré durante esos casi dos años a lo largo del
Atlántico y Pacífico, los asalté de nuevo con preguntas como
si fueran hermanos del alma. Poco después me di cuenta que
en toda la cola hablaban igual. Emoción, confusión y
también sentido del ridículo. Empecé a contenerme.
El avión despegó de Londres, atravesó Francia y empezó
su descenso sobre los Pirineos en un día claro y despejado
de agosto. Bajo mis pies vi pasar lugares familiares, la Sierra
del Cadí, el Pedraforca y las inconfundibles montañas de
Montserrat. Me sentía ya en casa.
Aterrizaje en la pista nueva. Al fondo, un gran letrero
amarillo en el que se leía claramente "BARCELONA".
Desembarqué y recogí mis maletas. No podía casi ni creerme
que ya estuviera de vuelta. Me pareció ayer cuando hice el
equipaje para salir por unos dos meses hasta Argentina. Real-
mente parecía ayer, pero cuando recordaba el cambio en
Cabo Verde, las largas travesías oceánicas, los tres meses en
Martinique, los dos en Marquesas, las Tuamotus, los casi
cinco meses en New Zealand, Vanuatu y Australia... ¿cómo
podían pasar tantas cosas, conocer tantos lugares y tanta
gente, en tan solo veintidós meses?
- 223 -
Capítulo 22
El regreso
Fueron excitantes los primeros reencuentros con toda la
familia y amigos. Pisar de nuevo las calles típicas mediterrá-
neas de la Blanca Subur, mis calles. El saludar a gente que
eran conocidos de muchos años, devorar un bocadillo de
sobrasada y queso o unas buenas lonchas cortadas muy finas
de jamón ibérico acompañado de un buen vino tinto. El
poder tomar un excelente cortado en la terraza del Club
Nàutic de Sitges, ahora sí, sobre el mar Mediterráneo.
Llegué justo a tiempo para la despedía de soltero de mi
amigo Raimon, donde aparecí por sorpresa. Poco después,
asistí como uno de los 5 padrinos a su boda.
Durante unas semanas sentí una especie de alegría conte-
nida. Conocí a mi nueva sobrina Blanca, y a los nuevos hijos
de varios amigos. Mi sobrino Ángel, de cuatro años, estaba
enorme. Y es que solo te das cuenta de la cantidad de peque-
ñas grandes cosas que suceden a tu alrededor cuando te
alejas por un tiempo.
Al cabo de un par de semanas de llegar me ofrecieron un
trabajo, así que en el mismo día en que la sombra de la Luna
atravesó la península ibérica, a media mañana de un día
soleado de principios de octubre, empecé una nueva etapa.
La rutina de un horario, de un trabajo... esta vez, pero, dife-
rente... en un mundo en el que me gustaba y sabía que iba a
disfrutar, el mundo de los veleros de recreo. Olvidar la expe-
riencia y tratar de adaptarme no fue una tarea fácil en un
inicio, cuando uno acaba acostumbrado a lo imprevisible del
- 224 -
día siguiente, al vivir solo en el presente y al excitante cam-
bio continuo. Sueldo, responsabilidades, socialización, gastos
fijos y variables. Llegó la hora de entrar de nuevo en la rueda
social.
- 225 -
Conclusiones
En todos los libros de navegantes y viajeros que he leído,
siempre he echado en falta un capítulo de conclusiones o
reflexiones, porque un viaje con experiencias varias, por
fuerza debe hacer reflexionar. Tras esta experiencia, yo saqué
algunas, seguramente obvias para casi todos, ignoradas por
mí hasta entonces:
La primera es que he constatado que se puede viajar
gratis surcando océanos y otros mares, trabajando sobre
veleros. Una manera de viajar a bajo coste.
He descubierto que un viaje largo y en solitario, sin los
amigos habituales, es mucho más que un viaje para conocer
nuevos lugares y otras culturas. Será un viaje contigo mismo.
Porque es estando lejos cuando se despoja uno de la manta
social de donde hemos crecido. Eso ayuda a poder observar
cómo se es en realidad, sin engaños. Afloran actitudes positi-
vas desconocidas, pero también negativas, teniendo la opor-
tunidad de reconocerlas y corregirlas. También te adaptas,
decides diariamente, maduras.
He presenciado como el mar desnuda a la gente, y la
muestra tal y como es en realidad.
He comprobado que este mundo es un lugar espectacular,
y que hay que cuidar cueste lo que cueste.
He reflexionado sobre disfrutar más del día a día, y no
dejarlo solo para los fines de semana, las vacaciones o la
jubilación. La mejor manera quizás de hacerlo, es trabajando
en algo que realmente a uno le guste y disfrute, sin comple-
- 226 -
jos, dejando al margen lo que puedan opinar los demás.
Poder ir contento y regresar sonriendo del trabajo es, hoy en
día, el verdadero lujo. Nunca es tarde para un cambio.
He experimentado que conocer muchas opciones es
bueno para escoger el mejor camino, pero conocer infinitas
puede llegar a ser confuso y paralizante.
He entendido por qué hay que ser generosos y curiosos,
que más vale saber que preguntarse y que ser sincero es
liberador.
He comprobado que los sueños, deseados con suficiente
intensidad pueden materializarse. Que una vida sin proyectos
no es vida.
Y he aprendido con plena conciencia, lo más importante;
que vivimos una sola vez, y que el tiempo pasa muy deprisa.
- 229 -
Introducción
Ésta es una recopilación de datos sobre lugares y fechas
con un elevado potencial para embarcarse, para gente con
experiencia o no, en el mundo de los cruceros, y que siempre
ha deseado viajar por lugares exóticos en velero sin disponer
de uno propio.
Viajar a través de los océanos trabajando o colaborando
en barcos a vela y, sin coste alguno, es posible si se está en el
lugar y en el momento adecuados, contando también, claro
está, con el factor suerte.
En un viaje así se aprende mucho sobre veleros, norma-
tivas internacionales, puertos, electrónica naval, patentes…
pero también uno aprende a conocerse así mismo y a los
demás tal y como son, cambiando la escala de valores y
ampliando la visión que uno puede tener del mundo en que
vivimos. Un viaje así, navegando libre a través de los océa-
nos, superando temporales y explorando islas de ensueño
solo con la fuerza del viento, es el origen y la esencia de la
vela, y el gran reto de los que disfrutamos de la mar como
deporte y manera de vivir.
A continuación se describen los lugares idóneos y tempo-
radas basados en la ruta habitual de los veleros.
- 230 -
Información
Cada año unos 2.000 veleros cruzan el Atlántico rumbo al
Caribe de octubre a enero, para realizar el Atlantic Round, es
decir, navegar durante unos meses por el Caribe en su mejor
estación, y regresar a Europa de abril a junio. La mayoría son
ingleses, franceses, holandeses y alemanes, pero los hay
también del resto de países europeos. Las embarcaciones
españolas están de media entre 25 y 50 al año.
¿Dónde ir?
Estos veleros normalmente se concentran en algunas
regatas importantes para cruzar juntos y bajo control el
océano. La más importante es la A.R.C. (Atlantic Race for
Cruisers) que se celebra a finales de octubre o inicios de
noviembre en Las Palmas de Gran Canaria, con una partici-
pación media de unas 250-300 embarcaciones inscritas más
otras 200-300 que, en ocasión del dicho evento, se suman de
manera no oficial. Otra regata importante es el ya clásico
“Gran Prix del Atlántico” organizada por la revista Skipper,
con una participación media de 20 veleros.
A pocas semanas de la salida, siempre se dan algunas
bajas por parte de tripulantes por circunstancias inoportunas.
Estar ahí es importante.
¿Qué valoran los cruceros a la hora de encontrar un
nuevo tripulante?
La experiencia en veleros, es decir, si uno sabe navegar, es
lo primero que se pregunta, y si se puede aportar algún título
náutico pues mucho mejor. Saber cocinar, estar dispuesto a
- 231 -
colaborar con las tareas diarias, y conocer otros idiomas
también está bien valorado.
Pero lo que quizás se valora por encima de todo es la
actitud y la persona, pues cruzar un océano significa un
mínimo de 20 días de convivencia durante las 24 horas y sin
posibilidad de desembarcar. Esa parte es crucial pues conocí
varios casos en que los skippers se llevaron ingratas sorpre-
sas. Es importante pues conocer y llevarse bien con cada
uno de los componentes de la tripulación. Si aparece alguna
duda, lo mejor sería no embarcarse.
Podríamos decir que hay tres tipos de oferta o demanda
según las necesidades de la embarcación o la experiencia del
tripulante que se busca:
- Si la falta de un marinero por parte de una
embarcación no es muy importante, o si el marinero
contactado no tiene mucha experiencia, normalmente
el propietario de la embarcación o skipper cobra entre
unos 15/20 $USA por día para gastos de comida, agua
y gasoil.
- En la mayoría de casos, si el tripulante tiene
experiencia suficiente en navegación, lo que pueden
ofrecer a cambio de colaborar en el velero durante la
travesía Atlántica (cocinar, guardias, limpieza...) es no
cobrar ni pagar nada y un billete de avión de vuelta.
- En otros casos, menos habituales pero existentes,
se puede cobrar entre 1.000 $USA a 2.000 $USA
dependiendo de la embarcación. En este último caso
se precisa ya experiencia previa en viajes oceánicos, o
como profesional en otros veleros... y una actitud,
claro está, impecable. La buena presencia y los buenos
- 232 -
modales son casi imprescindibles y, en algunos casos,
incluso el hecho de tener algún tatuaje en el cuerpo
puede dificultar una contratación de este tipo.
Ya hemos conseguido un barco ¿luego qué?
Cruzar un Océano conlleva ciertos riesgos y hay que ser
muy consciente de ello (tormentas, posibles caídas, enferme-
dades imprevistas...). Un rescate en medio del océano puede
resultar sumamente costoso si se lleva a cabo. Aunque
normalmente el propietario de la embarcación se hace
responsable de ello, tener un seguro a todo riesgo personal,
de envergadura internacional, no estaría nada mal y no es
demasiado caro teniendo en cuenta lo que puede llegar a
cubrir durante todo un año. Precio: unos 850 Euros.
Cuando llegamos al Caribe
Tenemos dos opciones: regresar a casa en avión con esa
magnífica experiencia, o, si no tenemos prisa, continuar por
el Caribe, ¿por qué no?.
Los veleros normalmente, tal y como he comentado ante-
riormente, navegan durante unos 4-6 meses por esos mares
turquesas. Haber cruzado el Océano Atlántico con un velero
facilita encontrar otras embarcaciones para navegar, pero por
esta zona resulta un poco complicado pues los veleros
prefieren marineros extras para cruzar el océano pero no
para navegar dentro de la seguridad que ofrecen las aguas
caribeñas. En prácticamente todos los puertos de la Antillas
se puede conocer o reencontrar a los veleros que realizaron
el Atlantic Round, pero a diferencia de la concentración que
- 233 -
hay en las Canarias, ahí están todos más dispersados. Los
puertos más importantes són Le Marin en Martinique, y el
varadero de la isla de Trinidad/Tobago.
A partir de abril los veleros empiezan a replantearse el
regreso antes de la época de huracanes en el Caribe (julio-
agosto). Allí, o más al norte de las Antillas, como en St.
Barth o en República Dominicana, también es fácil poder
encontrar veleros que necesitan gente para la vuelta vía
Azores. La diferencia es que en este caso no salen todos
desde un mismo punto ni en las mismas épocas como en el
cruce de Este a Oeste, por lo que encontrar uno es más bien
una cuestión de suerte. Poner anuncios en los puertos es la
mejor alternativa.
El regreso a Europa
Se realiza vía las Azores con parada en Horta, en la isla de
Faials. En el mítico Peter's Cafe se reúnen todos los nave-
gantes. Las condiciones en el Atlántico Norte son más duras
que cruzar el océano con los constantes Alisios, pues el
viento acostumbra a variar de dirección e intensidad. Se
tardan unos 18 días hasta este archipiélago, y una semana
más hasta la costa portuguesa.
¿Y si no se quiere regresar aún?
Anualmente, de esos 2.000 veleros que cruzan el Atlán-
tico, unos 150 continúan por el Pacifico vía Canal de Pana-
má. De marzo a junio cruzan todos por dicho canal. En el
Club Náutico de la ciudad de Colón es donde se debe gestio-
nar el papeleo para tramitar el permiso de cruce del canal.
- 234 -
Ése es un buen lugar, pues el permiso acostumbra a tardar
una semana y se necesita siempre tripulación extra para
cruzarlo. Como la ciudad en sí es bastante peligrosa, todos
los navegantes pasan largar horas en el bar de dicho club,
por lo que conocerlos y preguntar, facilita el poder encontrar
un barco que pueda necesitar un tripulante extra, pues de
Panamá a la Polinesia hay unas 5.000 millas si no se hace
escala en las Galápagos.
Una vez cruzado este trayecto tan largo, que puede durar
hasta un mes de duración según condiciones meteorológicas,
todos los veleros paran en la capital de las Marquesas para
descansar y abastecerse. Ese también es un buen lugar para
embarcarse, pues tras esa larga travesía algunos tripulantes
acabaron por desembarcar, aparte, ahí prácticamente no
existe turismo, y por lo tanto no hay gente ni viajeros
predispuestos a embarcarse.
Durante los dos meses que estuve allí al cargo de un
velero francés, hasta en cinco veleros me comentaron que
necesitaban nueva tripulación.
A partir de noviembre hasta abril es la época de ciclones
en el Pacifico Sur, por lo que los veleros navegan desde abril
hasta noviembre recorriendo toda la Polinesia, desde Mar-
quesas, pasando por las Tuamotus, Tahití, Bora Bora, Cook
Islands, Fitji... y a finales de la temporada bajan más al Sur,
hasta New Zealand para refugiarse durante la época de ciclo-
nes, pues a esa latitud no existen.
De diciembre hasta abril se quedan todos en ese increíble
país. En la capital de la isla norte, Auckland, y en Bay of
Islands, se pueden encontrar fácilmente otros veleros que
continúen su viaje hacia Europa o de vuelta a la Polinesia
- 235 -
terminada la época de ciclones, es decir, cuando empieza el
invierno en el hemisferio Sur.
Los que continúan hacia Europa pueden optar por dos
vías. Bordear el norte de Australia para pasar por la
peligrosísima zona infestada de piratas de Indonesia, Estre-
cho de Malacca, India, Somalia, Mar Rojo y Canal de Suez, o
evitar esa zona bordeando por el sur de Australia, y pasar
por el Cabo de Buena Esperanza, cruzando el Atlántico
hasta Brasil, y atravesando de nuevo el Atlántico vía Azores.
Las dos opciones son peligrosas, una por los piratas, y la otra
por los temporales de los mares sureños.
A partir de ahí, encontrar velero también resulta más
difícil.
A mediados de julio se celebra una importante regata de
Darwin a Bali en que numerosos veleros se inscriben por lo
ágil y fácil que resulta conseguir el permiso para transitar
(Transit Permit) por aguas indonesias, pues de otro modo
puede tardar meses y ser más caro. Es un buen spot para
encontrar nuevos veleros que como en el ARC, buscan
tripulantes.
¡Suerte!
- 239 -
- Nomenclarura -
(CASTELLANO, inglés, francés)
ESCALA DE BEAUFORT:
Escala del 0 al 12 para medir la fuerza
del viento, siendo 0 calma y 12 huracán.
ABARLOAR, haul alongside, mettre
bord à bord:
Atracar una embarcación al lado de otra
separadas solo por defensas.
AMARRAR, fasten to, amarrer:
Sujetar una embarcación con cadenas,
cables, o cabos.
AMOLLAR, slacken, choquer:
Dejar ir o aflojar un cabo o clable.
ANCLA, anchor, ancre:
Pieza de hierro que sirve para sujetar
mediante cadena o cabo, una
embarcación al fondo.
APAREJAR, to rig, équiper:
Preparar y montar lo necesario en una
embarcación para poder navegar.
CASCO, hull, coque: Cuerpo de la
embarcación.
CATAVIENTO, wind indicator,
girouette: Instrumento que sirve para
indicar de donde viene el viento.
CUBIERTA, deck, pont: Plataforma
horizontal que cubre el casco.
COMPÁS, compass, compas:
Instrumento magnético que indica los
grados en que avanza la embarcación
respecto el norte magnético.
ARRIAR, haul down, amener:
Hacer bajar una bandera o vela izada.
ARRIBAR, fall off, abattre:
Alterar el rumbo de la embarcación
separándola de la dirección de donde
viene el viento.
ATRACAR, to berth, accoster:
Acercar una embarcación a un muelle
u otra embarcación para amarrarse.
BAÑERA, cockpit, cockpit:
Parte descubierta de popa donde se
manipula el timón.
BORDA, gunwale, bord:
Esquina superior del costado de una
embarcación.
BOTAVARA, boom, bôme:
Barra móvil que sujetada
horizontalmente entre el palo, sirve
para cazar la vela mayor.
DESAPAREJAR, to unrig, désarmer:
Desmontar el aparejo de la
embarcación cuando esta no tiene
que navegar.
DESATRACAR, to cast off,
déborder:
Separar una embarcación de
cualquier sitio en donde se
encontraba atracado.
DEFENSAS, fenders, défenses:
Objetos inchados que sirven para
proteger el casco de la embarcación
de un muelle u otro barco.
- 240 -
CONTRA, guy, retenue:
Sistema de cabos que va desde la base
del palo hasta la botavara para evitar que
esta se levante con vientos portantes.
CORNAMUSA, cleat, taquet: Pieza en
forma de T en donde se fijan algunos
cabos de cubierta.
CRUCETA, cross-tree, barre de flèche:
Pieza que situado a medio palo de forma
horizontal, sirve para separar los
obenques.
ESCOTILLA, hatch, écoutille:
Abertura en una embarcación por donde
acceder al interior.
SPINNAKER, spinnaker, spinnaker:
Vela triangular y muy abombada que se
utiliza para navegar con vientos de popa
o largo.
BICHERO, boathook, gaffe:
Barra de unos dos metros con un gancho
en el extremo que sirve para recuperar
un cabo situado fuera de la embarcación
o para amarrar o desatracar.
GRILLETE, shackle, manille:
Pieza metálica en forma de U cerrado
por un perno, que sirve para poder
sujetar cabos, cadenas o cables.
IZAR, to hoist, hisser:
Subir una vela o bandera.
MAREA, tide, marée:
Ascensos y descensos periódicos
causados por acciones gravitacionales.
MILLA NÁUTICA, nautical mile, mille
marin:
Medida náutica que equivale a 1.852 mts.
DRIZA, halyard, drisse:
Cabo o cable para poder izar o arriar
una bardera o vela.
ESCORA, heel, gîte:
Inclinación lateral de la embarcación.
ESCOTA, sheet, écoute:
Cabo que sirve para tensar cualquier
vela.
ORZA, centreboard, dérive:
Plancha de metal con sobresale por
debajo de la embarcación de vela y
que evita el desplazamiento lateral
causado por el viento.
MÁSTIL, mast, mât: Pieza de madera
o aluminio que sirve para izar las
velas o banderas.
PALA, rudder blade, safran:
Pieza plana del timón que queda
sumergida y permite el cambio de
rumbo.
PATRÓN, skipper, capitaine:
Miembro de la tripulación
responsable del velero y ejerce de
timonel.
POLEA, block, poulie:
Pieza redonda por donde pasa un
cabo y sirve para desviarlo o
desmultiplicar.
RIZAR, to reef, prendre les ris:
Reducir superficie de una vela.
RUMBO, course, cap:
Dirección que sigue una
embarcación.
TIMÓN, rudder, gouvernail:
Sistema que permite cambiar la
dirección de la embarcación.
- 241 -
MOLINETE, windlass, guindeau:
Sistema sobre proa para levantar el ancla.
MORDAZA, clam cleat, coinceur:
Dispositivo movible que sirve para fijar
un cabo.
NAVEGAR, to sail, naviguer:
Ir sobre el agua con una embarcación.
NUDO, knot, noeud:
Entrelazado de un cabo para unir o
sujetar.
Unidad de velocidad que equivale a una
milla náutica por hora.
PUERTO DEPORTIVO, pleasure
harbour, port de plaisance:
Puerto destinado a embarcaciones
deportivas.
VELA, sail, voile:
Trozo de tela que recibe la fuerza del
viento y permite el avance de la
enbarcación.
VIRADA POR AVANTE, tacking,
virement de bord:
Cambio de velas de costado pasando
la proa por el viento.
VIRADA EN REDONDO, gybing,
empannage:
Cambio de velas de costado pasando
la popa por el viento.
WINCHE, winch, winch:
Pieza metálica por donde se enrrolla
un cabo y ayuda a desmultiplicar la
fuerza de este
- 243 -
- Introduccón básica a la Vela -
El viento:
Todo barco a vela se mueve por la fuerza del viento que
incide sobre ellas, haciendo que éstas se hinchen. Saber en-
tonces la dirección de donde proviene el viento es un
requisito fundamental para este deporte. En tierra podemos
buscar banderas próximas como referencia, mientras que en
el mar, una veleta situada sobre el mástil nos puede resultar
de gran ayuda.
Los rumbos:
Todo barco a vela puede navegar en todas las direcciones
excepto en una: la dirección de la cual viene el viento. Como
máximo, en un velero, podemos navegar a unos 45º respecto
a esta dirección. Si realizamos varios "zigzac" de 45º
(llamados bordos), podremos remontar el viento.
Cuando recibimos el viento por el lado de estribor del
barco, diremos que estamos navegando amurados a estribor. Si,
por lo contrario, estamos navegando y recibimos el viento
por babor, diremos que nos encontramos amurados a babor.
Cuatro verbos importantes (Español, Inglés, Francés):
Orzar, to luff, lofer : acercar la proa al viento
Arribar, to fall off, abattre: alejar la proa del viento.
- 244 -
Cazar, to haul, border: acercar las velas hacia el centro
del barco (tirar de la escota).
Amollar, to slacken, choquer: dejar que el viento aleje las
velas del centro del barco (soltar escota).
Entonces, como norma;
Cuando orzamos debemos cazar para impedir que las velas
flameen. Cuando ar r ibamos, lo que debemos hacer es amo-
l lar lo máximo posible sin que las velas lleguen a flamear. Y
cuanto más orcemos o arribemos, más deberemos cazar o
amollar respectivamente.
Sobre las maniobras:
Virada: Maniobra necesaria cuando pasamos de recibir el
viento de un costado al otro costado del barco, por lo que
las velas y también los tripulantes deberían cambiar de
costado. Existen dos tipos de viradas:
- Virada por proa o avante: cuando pasamos la proa por el
viento.
- Virada por popa o en redondo: cuando es la popa del barco
la que cruza el viento (se le llama también t ras lu chada ).
Sobre zonas:
- Barlovento o Sobreviento, windward side, face au vent:
Es la zona de la cual proviene el viento.
- Sotavento, leeward side, face sous le vent: Es la zona
hacia donde va el viento.
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Sobre las preferencias:
Norma núm. 1.: Cuando existe riesgo de colisión entre
dos barcos de vela, y cada uno recibe el viento por dife-
rente costado, entonces, el barco que recibe el viento por
el costado de estribor (amurado a estribor), tendrá
preferencia de paso sobre el barco que recibe el viento
por babor (amurado a babor).
Norma núm. 2.: Si existe rumbo de colisión entre dos
embarcaciones de vela en donde los dos afectados
reciben el viento por el mismo costado, entonces, el vele-
ro situado a sotavento tendrá preferencia sobre el que se
encuentre más a barlovento.
Norma núm. 3.: Si existe la posibilidad de colisión entre
un velero y una motonave (lancha, mercante...), enton-
ces, el barco navegando a vela tendrá preferencia sobre el
otro, debiendo este último modificar su rumbo para
evitar el abordaje.
De todas formas, aunque tengamos preferencia, siempre
debemos evitar una colisión, sobre todo, si el que en teoría
debería apartarse es un mercante de 300.000 toneladas de
peso.
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Agradecimientos
A mi madre Amparo, mis hermanas Maite y Neus, y a
toda mi familia, por su incondicional apoyo.
También a José Burgos, Tania Giuliani, Raimón Duran,
Lluís Serra, Dani Ríos, Thea y Antón Rafecas, Adolphe
Anne, Cecilia Lorenzo, Freddy, Marcos Llop, Jaques, Pere,
Eric, Kedem, Antonio y Anna, Ingrid, Aurora, Alan, Roberto
y María, Catherine, Pascal, Pere y Carmen, Verónica y
Renaud, Gilles, Greg, John y Caren, Carlos Miquel, Patrick,
Sebas y Amandine, Dave, Jenny, Mónica, Jordi Aránega,
Odger, Lluís y Mercé, Ramón Costa, Walter, Ángel, Miguel
Lozano, Olivier, Francesco Luti, Mireia, Alberto Tutusaus y
Noelia, Agus, Marcos Marroquín, Carles Farrés, Beven, Paz,
Fabrice, Cristina Serrano, Enric Ripollés, Albert Oliver,
Julián Vinué y Rebeca Arrese, Javier Coronado, Jordi y Laura,
y Tom y Mary.
A todos ellos, y a otros muchos, mil gracias.
Y mi especial agradecimiento para Esther Doménech,
María López Martínez, Gloria Batllori, Esther Delgado y
Olga Vidal, ya que sin su desinteresada ayuda, este libro no
hubiese sido posible.
GRACIAS.