CroÌnicas de un tripulante

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Crónicas de un tripulante Un viaje en barco-stop por el Atlántico y Pacífico

Albert Gironés

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© 2012 Bubok Publishing S.L.

2ª edición

ISBN: 978-84-686-0683-5

ISBN ebook: 978-84-686-0684-2

Maquetación, ilustraciones y fotografía: Albert Gironés

Diseño de portada: www.colorlima.es

Impreso en España / Printed in Spain

Impreso por Bubok

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Dentro de 20 años estarás más arrepentido

por las cosas que dejaste de hacer que por las

que realmente has hecho.

Suelta amarras y parte del puerto seguro...

explora, descubre, sueña…

Marc Twain

… porque el ayer es sólo recuerdo

y el mañana sólo visión…

Anónimo

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Índice

Prólogo ………………………………………… 11 Introducción ………………………………… 13 Capitulo 1: La Tormenta ……………………… 17

Capítulo 2: 30 Dias Antes ………………….… 19

Capítulo 3: La Partida ………………………… 23

Capítulo 4: Canarias ……………………….…. 33

Capítulo 5: Descenso A Cabo Verde ……….… 36

Capítulo 6: Cabo Verde ……………………… 39

Capítulo 7: Atlántico …………………………. 49

Capítulo 8: Barbados ……………………….… 56

Capítulo 9: Martinica ………………………… 61

Capítulo 10: Rumbo Canal De Panamá ………. 73

Capítulo 11: Cruzando El Canal De Panamá …… 87

Capítulo 12: Surcando El Océano Pacífico ……. 95

Capítulo 13: Las Marquesas (Frech Polinesia) … 104

Capítulo 14: El Archipiélago De Las Tuamotus … 123

Capítulo 15: Islas De La Sociedad …………… 133

Capítulo 16: Cook’s Islands ………………… 142

Capítulo 17: New Zealand …………………… 155

Capítulo 18: Nouvelle Caledonie ……………… 171

Capítulo 19: Vanuatu ………….……………… 179

Capítulo 20: Papua/New Guinea …………… 195

Capítulo 21: Australia ………………………… 199

Capítulo 22: El Regreso ………………….…… 223

Conclusiones ………………………………… 225

Guía Para Tripulantes ……………………… 227

Conceptos sobre navegación ……….…….… 237

Agradecimientos ………..…………………… 247

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Prólogo

¿Cuántos de nosotros hemos soñado alguna vez con

dejarlo todo y emprender un viaje con coordenadas de

salida, pero sin destino definido? ¿Cuántos de nosotros

hemos soñado con surcar los océanos sin más rumbo que el

que marca el viento ni más compañía que las olas del mar?

¿Cuántos de nosotros hemos dado un paso al frente y hemos

puesto todo de nuestra parte para transformar ese sueño en

realidad? Y, por último, ¿cuántos de nosotros hemos tenido

la perseverancia y la generosidad de compartir esta experien-

cia vital con los demás plasmándola en un libro?

Albert Gironés, “Giru” para los amigos, es una de esas

pocas personas que puede contestar a todas esas cuestiones

con la mano en alto. Ahora, años después de ese viaje

alucinante, y tras un largo proceso de maduración, en que

toda la experiencia acumulada ha ido sedimentando poco a

poco, Albert saca a relucir todos sus recuerdos, sus reflexio-

nes y sus dudas, en un ejercicio de sinceridad consigo mismo

que trasciende el clásico relato de viajes.

Este manuscrito cierra el círculo iniciado en el año 2003,

fecha en que nuestro protagonista, con el petate colgado del

hombro, emprendió la marcha desde el puerto de Cartagena,

en Murcia. Por circunstancias diversas fue enlazando barcos

y patrones, agua y tierra firme, ciudades bulliciosas e islas

paradisíacas, siempre rumbo al oeste, persiguiendo el sol de

poniente.

Sin duda la circunnavegación a vela ofrece un escenario

idóneo y, sobretodo, mucho, muchísimo tiempo para pensar.

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En uno mismo y en los demás; en el pasado y en el futuro;

en el porqué y en el por qué no. Posiblemente la escritura

constituya el istmo que, entre horizontes infinitos, salitre y

zozobras emocionantes mantiene el vínculo espiritual del

navegante con el resto de la humanidad. Recuerdo perfec-

tamente la web donde Albert, experto marinero y excelente

fotógrafo, nos hacía partícipes, a todos aquellos que le

acompañábamos desde la distancia, de sus vivencias y de las

magníficas imágenes captadas con su Canon por dos océa-

nos y cuatro continentes.

Ahora todas esas vivencias ven la luz en el libro que

tienen entre sus manos. Quizás esta lectura tan refrescante

nos permita, en estos tiempos de vorágine, descubrir que no

es más rico quien atesora más bienes, sino quien acumula un

mayor bagaje vital.

Carlos Miquel Zurita

Barcelona, abril de 2012

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Introducción

Nunca me planteé escribir un libro sobre las experiencias

que viví en este viaje, hasta que, varios meses después de

regresar a casa, un día revisé los primeros e-mails que había

enviado a amigos y familiares, y los resúmenes mensuales

que posteriormente fui colgando en una web. Explicaba los

lugares donde llegué, la gente que conocí y las situaciones en

las que me encontré. Me di cuenta de que todos esos escritos

que había ido acumulando ocupaban unas 90 páginas word,

y que, sin quererlo, lo había redactado prácticamente a modo

de libro: un motivo de partida como introducción, un nudo

o desarrollo del viaje y un regreso como desenlace. Y enton-

ces me pregunté: ¿por qué no? Sólo era cuestión de pulir un

poco esos textos y hacerlos más atractivos para el lector, con

el fin de compartir las experiencias que había vivido durante

ese tiempo.

No pocas veces maldije ese día. Lo que creí que sólo

serían unos retoques, acabó siendo una práctica remodela-

ción de principio a fin, y no sólo una vez. Cada vez que leía

una página encontraba frases que mejorar, recordaba anéc-

dotas o experiencias que valía la pena incorporar e incluso

otras que prefería borrar. Así, una y otra vez. Incluso hoy en

día continuo encontrando cosas que modificar. Debía fina-

lizarlo y darle carpetazo. Las miles de horas invertidas

durante mi tiempo libre en este proyecto me las habría

ahorrado quizás si hubiese aceptado desde un principio la

invitación de un periodista y una amiga escritora para reali-

zarme el libro. Pero al final, debo confesar que, el hecho de

poder crearlo por mi mismo me sedujo desde el principio,

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como un gran reto, más aún que el del propio viaje, ya que

no tenía ni la experiencia ni la formación para tal hazaña.

También es verdad que si no hubiese disfrutado escribiendo

cada una de las palabras que hay en el interior del libro, haría

tiempo que el fichero “crónicasdeuntripulante.doc” estaría

abandonado en algún rincón de la carpeta “Mis Documen-

tos”. He aprendido mucho con todo este proceso sobre

editoriales, maquetación, registros y sobretodo narración. Sí,

debo decirlo, el esfuerzo valió la pena.

Y aquí está, finalizado, un viaje narrado en primera

persona sobre lo acontecido durante casi dos años como

tripulante en veleros oceánicos. No es un libro sobre épicas

batallas navales, ni terribles piratas, ni bellas nativas, ni

tampoco sobre tiburones asesinos. Es más bien un libro

llano, tranquilo, sin prácticamente sobresaltos, sólo una

descripción de lo que conocí, viví, sentí, y pensé.

Al final he incluido una pequeña “Guía para Tripulantes”

que elaboré con base a la experiencia, pues no necesaria-

mente hay que disponer de un velero propio para navegar

por mares y océanos. También he incluido algunos enlaces,

en códigos QR, hacia algunos de los videos realizados con

una cámara digital como soporte visual del libro.

Deseo pues no decepcionarte y que disfrutes de la lectura

como yo disfruté durante este viaje.

Albert Gironés

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A mi padre

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Capítulo 1

La tormenta

Me encontraba junto a los otros tres tripulantes, empa-

pado, a oscuras y atado por la cintura, cerca de la rueda del

timón, cuando notamos como una enorme ola nos levantó

varios metros por el costado y nos lanzó violentamente hacia

su panza en lo que parecía un intento de volcar nuestro

velero. Tras casi tocar el palo al agua, el “Meditación” recupe-

ró lentamente su posición, al igual que nosotros, magullados

y desorientados, a la espera de otra posible sacudida mientras

el fuerte viento continuaba aullando ensordecedor entre la

jarcia.

Llevábamos más de veinticuatro horas atrapados en ese

inesperado temporal, balanceándonos entre olas montaño-

sas, en algún punto del Océano Atlántico.

Resultaba imposible conciliar el sueño, ni comer ni beber

nada tras los vómitos continuados. Nos íbamos turnando en

el difícil gobierno de un velero que parecía desbocado, mien-

tras que, de vez en cuando, alguien debía entrar como podía

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a su interior, para achicar las decenas de litros de agua que se

colaban cada vez que una espumosa ola barría la cubierta.

Recuerdo que al ceder uno de mis turnos en el timón, a

pocas horas del amanecer, me acurruqué de nuevo, agotado,

helado, en mi rincón de la bañera central, junto a los otros

dos. Fue entonces, en medio de ese movimiento y rugido

insoportable, que me hice una pregunta:

"Pero, ¿qué diablos estoy haciendo yo aquí?"

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Capítulo 2

Treinta días antes

Treinta días antes tenía una vida, quizás como millones de

europeos, con fines de semana para disfrutar de mis ocios,

escapadas, cenas y salidas nocturnas con amigos. Entre

semana, un trabajo rutinario en unas oficinas de Barcelona y

un jefe a quien soportar. La vida de siempre: ganar, ahorrar y

gastar.

Mi iniciación en la vela fue a los 16 años, cuando mi

padre compró un catamarán de 18 pies. Me apasionaba

realizar regatas con él, y más tarde con amigos, cortando el

mar a gran velocidad colgado en el trapecio con fuertes

vientos. A los veinte años me saqué el título de instructor de

vela para ganarme algún dinerillo durante los veranos. Y fue

el relato del padre de un alumno francés sobre su experiencia

oceánica a bordo de un velero lo que me descubrió un mun-

do que, hasta entonces, pensaba que había quedado un siglo

atrás con la invención del barco a motor. Cruzar la inmen-

sidad de un océano solo con la fuerza del viento. Una trave-

sía de días aislado por la distancia que separa el viejo del

nuevo continente. El mejor de los retos para un navegante.

Pensé que sería más bien tarde que temprano, en cuanto me

jubilara quizás; cuando lo haría con mi propio velero. Pero,

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¿por qué dejar los sueños para un momento de la vida en

que las energías, quizá, ya no acompañarían? Nunca sabemos

qué nos deparará el futuro. Desde aquel día no pasó ni una

sola semana sin que dedicara unos minutos a pensar en esa

posibilidad.

Tras acabar los estudios me incorporé, por inercia, al

mundo laboral, en Barcelona. Trabajé durante un par de

años en una empresa de implantación de imagen corporativa,

y tras cansarme de rendir más de catorce horas diarias frente

a un ordenador, entré a formar parte de una joven empresa

de proyectos de automatización y control de edificios y

viviendas. Al poco tiempo las horas de trabajo habían

pasado a ser un mínimo de doce diarias. La jornada empe-

zaba cuando todavía no había amanecido y finalizaba a horas

indecentes. De lunes a viernes y algún fin de semana. Era

prácticamente imposible disfrutar de la luz del sol y de la

brisa marina. El ritmo frenético y la constante tensión a la

que estaba sometido me obligaron a tener que tomar algún

tranquilizante para poder conciliar el breve, pero reparador

sueño. ¿Qué tipo de vida era esa?

La oportunidad

Fue un jueves de principios de octubre cuando me

encontraba camino de vuelta a casa en el tren de las 22:06

tras otra intensa jornada laboral, cuando recibí una inespera-

da llamada. Era Mario, un antiguo amigo de navegación.

Tenía que llevar un velero a Argentina y necesitaba tripu-

lación. Pagaría bien por ello pero debía partir de inmediato.

Le recordé que yo trabajaba, pero le respondí que lo pensaría

tras dejar que me explicara todos los detalles. Poco después

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de colgar el teléfono, inmerso en ese pensamiento, recuerdo

que levanté la mirada y observé a mí alrededor: el tren de

última hora abarrotado. La misma gente, conocidos desco-

nocidos, que compartían trayecto conmigo día tras día,

semana tras semana... Gente silenciosa y agotada, ansiosa

quizás por llegar a casa y poder disfrutar un poco de sus

vidas privadas. Como yo. Mi trabajo ya no me divertía. No

tenía hipoteca ni otras responsabilidades, solo algunos euros

ahorrados en un banco. ¿Por qué no? me pregunté. Serían

dos meses de travesía oceánica, de la península a Buenos

Aires, pasando por Canarias, Cabo Verde y Brasil. -Una

buena navegada- pensé. Aprovecharía para visitar la

Patagonia y llegar quizás a Ushuaia, la ciudad más meridional

del planeta. El hecho de tener que abandonar el puesto de

trabajo es quizás lo que más me preocupaba. Pero, ¿luego

qué? Si me detenía demasiado a pensar en el después, me

paralizaría y acabaría por elegir la seguridad de lo cotidiano.

Un amigo, José Burgos, me dijo una vez que marcharse era

tan fácil como comprar un billete de avión. Lo que tuviera

que venir después ya se vería entonces. Cuánta razón.

A la mañana siguiente llamé a Mario para confirmar mi

incorporación. Él partía al cabo de una semana desde Port

Ginesta de Castelldefels, entre Sitges y Barcelona, y yo nece-

sitaba unas dos semanas más para terminar algunos proyec-

tos pendientes en la oficina. Opté por incorporarme más

tarde, en Cartagena.

El par de semanas pasaron rápido y llegó el día marcado,

el 10 de noviembre de 2003. Llené mi viejo petate con todo

lo necesario, es decir, ropa, neceser, unos libros y el equipo

oceánico formado por botas, pantalones, cazadora y chaleco

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con arnés de seguridad. Me despedí con un "hasta pronto"

de familiares y amigos. Deseaba irme sin las prisas ni la

presión de tener que volver para “fichar”. Regresar cuando

realmente quisiera hacerlo. Quería sentirme libre, aunque

solo fuera por un par de meses. Saber que si quería continuar

viajando, nada me lo podría impedir. Necesitaba desconectar

sin ser interrumpido.

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Capítulo 3

La partida

Llegué a Cartagena desde Barcelona a media noche en un

Talgo. Crucé la ciudad con mi abultado equipaje bordeando

los muros de la antigua fortaleza iluminada y descendí hasta

el puerto. Ahí se encontraba el velero de dos mástiles de

cuarenta y tres pies de eslora, construido en 1986 y con

bañera central. Su estado parecía bastante descuidado. En su

casco color rojo Ferrari había una prominente inscripción en

letras blancas: "Meditación". Una pequeña, desteñida y

desgarrada bandera argentina ondeaba suavemente en su

popa mecida por la brisa nocturna. Del velero amarrado

salieron el capitán Mario, y tras él, los otros dos tripulantes,

el larguirucho holandés de 19 años, Daan, y a su lado, el

rubio medio inglés, medio americano de 28 años, Cody.

Estas incorporaciones de última hora fueron gracias a un

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anuncio que puso Mario en Internet. Daan tenía alguna

experiencia en veleros, pero para Cody esta era la primera

vez que subía a un barco. A todos nos unía la ilusión de

cruzar el océano. Nos presentamos y cenamos en el interior,

forrado por cálida madera de haya y tenuemente iluminado

por una lámpara de aceite, una exquisita sopa de patatas

guisada por Cody. Charlamos hasta altas horas de la

madrugada acompañados por un par de botellas de buen

vino y me instalé, ya tarde, en mi estrecha e incómoda litera

de babor.

Sin saberlo, esa sería mi primera noche fuera de casa por

mucho, mucho tiempo.

Nos levantamos temprano al toque de la corneta militar

que sonó en el cuartel cercano y desayunamos en un bar

céntrico de la ciudad. Café con leche y un par de donuts. Era

una mañana fresca y sin nubes de otoño. Se me hizo raro

estar allí: un martes y no me encontraba encerrado en la

oficina. Un agradable cosquilleo y una permanente sonrisa

en mi rostro me confirmaron que tampoco la echaba de

menos.

A eso del mediodía soltamos amarras. Confianza e ilusión

se anudaron en ese momento. El viaje había comenzado.

La mar se encontraba llana como un plato, sin viento, y

mucho sol. Así durante los tres días que tardamos en llegar

navegando a motor hasta Gibraltar, tras realizar una parada

para repostar en Almería. Una navegación placentera y

tranquila, tanto diurna como durante las estrelladas guardias

nocturnas. Nuestro trabajo fue organizar un poco los víveres

comprados en Cartagena, revisar meticulosamente el velero y

prepararlo para la gran travesía. Durante el tiempo libre,

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escuchábamos música o dedicábamos las horas a la lectura

de libros en cubierta.

Un par de delfines con la silueta iluminada por el

plancton nos recibieron como juguetones torpedos lumi-

nosos bajo la mar negra justo antes de entrar en el puerto

tras el Peñón de Gibraltar durante la medianoche del jueves.

A la mañana siguiente repostamos de nuevo y visitamos

fugazmente ese extraño pedazo de Gran Bretaña. Actividad

bancaria, comercios y turistas. Tras un English Breakfast,

partimos, dejando atrás ese oasis de bordes escarpados,

rumbo directo a las Islas Canarias.

Cruzamos el estrecho de la mejor manera imaginable, sin

el temido levantazo o ponentazo que acostumbraban a

soplar en esa zona, navegando muy tranquilamente. Solo las

olas causadas por los enormes mercantes que atravesaban la

zona entorpecían tan placentera navegación. El estrecho

vibraba de vida. Delfines, enormes peces luna, cachalotes y

hasta un par de orcas nos hicieron disfrutar durante una

espectacular puesta de sol.

Dejamos atrás a nuestra querida Mare Nostrum y nos

sumergimos de lleno en el gran Océano Atlántico. Bordea-

mos Cabo Espartel ya entrada la noche dejando un rastro de

plancton fosforescente.

Nos encontrábamos en cubierta, vigilantes, Cody y yo,

mientras los otros dos preparaban la cena en el interior,

cuando, de pronto, una columna de humo negro empezó a

salir de la portilla y, de entre esa espesa humareda, a los

pocos instantes, Daan y Mario. Este último paró el motor.

Había un problema con la extracción de humos de los

cilindros. Abrimos las escotillas para que el interior se

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airease. Izamos las tres velas para avanzar con la suave brisa

que soplaba y apagamos casi todas las luces, ya que, sin el

motor, no podíamos recargar las baterías prácticamente

descargadas. Mario dudó por unos segundos si regresar o

continuar. Con ese viento nos encontrábamos a un día de

Cádiz y a cinco de Canarias. No quería perder tiempo y

decidió continuar.

La noche transcurría con tranquilidad. Durante mi

solitario turno de guardia, la Luna menguante remontaba el

horizonte, tras las crestas africanas, rojiza, mientras el resto

de la tripulación dormía. A mi izquierda, África, a mi derecha

el inmenso Océano. Me sentía afortunado por estar allí. Las

velas iluminadas por la Luna, el paisaje llano, el susurro del

agua en la popa causado por el avance plausible del

silencioso velero, el manto de estrellas inmóviles y el

descenso de algunas fugaces. Esa idílica situación duró poco,

pues el viento empezó a incrementar su fuerza con el paso

de las horas. Cuando llegó a fuerza 6, desperté a Mario para

el cambio de turno y para que me ayudara a reducir velas,

pues el Meditación iba ya bastante sobrado de superficie

vélica. Más tarde, las nubes fueron comiéndose con asom-

brosa velocidad las estrellas del firmamento y el viento no

paró de incrementar su fuerza. Las olas del océano se fueron

formando progresivamente, con vientos de más de 40 nudos

de proa y en el tupido gris amanecer ya teníamos olas

amenazantes y encrestadas de cinco a seis metros de altura.

Nos instalamos los cuatro tripulantes en cubierta.

Los rociones y la lluvia intermitente se fueron filtrando

poco a poco dentro de nuestras vestimentas, mientras que el

rugido del viento, de las olas y los estruendosos pantocazos

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rompían el interminable silencio que hacía horas reinaba

entre nosotros. ¿De qué se podía hablar en una situación

similar?

Pasó ese infernal día gris con la esperanza de una mejoría

del tiempo, pero no fue así. Entraba la noche.

Me encontraba junto a los otros tres tripulantes, empa-

pado, a oscuras y atado por la cintura, cerca de la rueda del

timón, cuando notamos como una enorme ola nos levantó

varios metros por el costado y nos lanzó violentamente hacia

su panza en lo que parecía un intento de volcar nuestro

velero. Tras casi tocar el palo al agua, el “Meditación” recu-

peró lentamente su posición, al igual que nosotros, magu-

llados y desorientados, a la espera de otra posible sacudida

mientras el fuerte viento continuaba aullando ensordecedor

entre la jarcia.

Era sábado noche y seguramente mis amigos estarían de

copas por los bares habituales en ese momento, y yo me

encontraba acurrucado en medio de la oscuridad, inmerso en

otros pensamientos, recordando quizás, o simplemente

intentando olvidar lo que pasaba. Echaba de menos poder

estar sobre el cómodo, inmóvil y seguro sofá de mi casa.

Pero cada nueva sacudida violenta del barco me llevaba de

nuevo a esa realidad que no deseaba.

El domingo amaneció igual de gris, sin otro cambio que

las olas, que ya alcanzaban siete metros de altura y nosotros,

que nos encontrábamos más cansados y empapados. Solo

entrábamos en el interior del velero para achicar más y más

agua. Ya no avanzábamos; solo luchábamos para mantener

nuestra posición. Extrañamente, las inmensas olas nos

llegaban de dos direcciones, formando unas majestuosas

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moles de agua que, en otras dos ocasiones, nos hicieron

zozobrar de costado a punto de sumergir de nuevo los dos

palos. Nada que ver con la esperada y espaciada ola oceánica.

Una ola más bien caótica, sin alineaciones ni orden. El

vendaval no se detuvo y durante ese segundo día de

temporal, el mástil empezó a balancearse varios centímetros

en cada pantocazo. No podíamos tensar los cables de la

jarcia en esas condiciones para darle más rigidez. El agujero

en cubierta donde se insertaba se empezó a ensanchar,

dejando pasar más agua al interior con cada ola que barría la

cubierta, obligándonos a achicar aún con más frecuencia. A

media mañana, el obenquillo de estribor reventó por el

anclaje y empezó a bailar al son del ritmo marcado por el

océano. El mástil se nos podía desplomar hacia babor. Mario

y Daan fueron a la base del palo mientras yo me encargaba

del gobierno. Cogieron la driza del spi y lo sujetaron en un

punto sólido de la bancada de ese mismo costado. Luego

redirigieron la driza hasta la bañera y la tensamos con el

winche trasero, ya que no pudimos hacerlo con el que se

encontraba en la base del palo, pues este salió disparado en

uno de los numerosos pantocazos y cayó hacia las profundi-

dades tras rebotar sobre cubierta. El “Meditación” no se

encontraba en condiciones para afrontar una situación simi-

lar. Se nos estaba desmontando. ¿Y esperábamos cruzar el

Atlántico con esta vieja cafetera? Su propietario no había

hecho bien sus deberes de mantenimiento.

Poco después, la pesada ancla rompió su fijación de proa

y empezó a descender y pendular peligrosamente arrastrando

metros de cadena en cada uno de los bruscos ascensos

causados por las olas. Se habían desprendido unos diez

metros cuando conseguimos llegar a gatas hasta ella. Mario y

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yo empezamos a recogerla palmo a palmo en un esfuerzo

sobrehumano, al tiempo que intentábamos no tragar agua en

cada ola que nos engullía y pretendía echarnos del barco. Las

manos ya casi no respondían. Cuando solo nos faltaban unos

tres metros para recuperarla del todo, empezó a salir dis-

parada del agua cada vez que la proa del velero despegaba

tras cada ola, y el vuelo de ese metal puntiagudo de veinte

kilos, terminaba siempre bruscamente sobre el costado del

casco. Estábamos aterrados, pues podía abrir una vía de agua

de difícil reparación. Teníamos que subirla más rápido, pero

no podíamos. Cuando por fin lo conseguimos, la amarramos

fuertemente con un cabo y pudimos comprobar fugazmente,

y aliviados, los daños sobre la fibra. Afortunadamente, pare-

cían superficiales. Regresamos, de nuevo gateando, a la bañe-

ra protectora. Nos dimos cuenta de que posiblemente no

teníamos la experiencia suficiente para afrontar la situación

extrema en la que nos encontrábamos. Quizás debíamos dar

media vuelta, y con el viento y el oleaje de popa, regresar a

algún puerto seguro. Y es lo que habríamos hecho si Mario

no hubiera mostrado tantas prisas.

Seguían pasando las horas, y nos limitábamos a hablar de

lo mínimo e indispensable, disimulando el miedo, intentando

que el pánico no se apoderase de la situación y agravase el

problema. Sentimos un gran alivio en el momento en que, a

media tarde, divisamos la costa africana de nuevo. Los

rostros cansados de Daan y Cody alumbraban esperanza. Al

menos sabríamos hacia dónde nadar. Mario se mostraba

impasible. Según el GPS de mano nos encontrábamos a unas

decenas de millas de Casablanca. Era nuestra salvación. A lo

largo de esa tarde, mientras nos íbamos aproximando, las

condiciones meteorológicas fueron mejorando levemente y

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el Sol nos hizo un sonrojado guiño entre las espesas nubes

durante el atardecer, tiñendo de brillante rojo el limpio

entorno, antes gris oscuro y brumoso. El viento empezó a

cambiar de dirección para atravesarnos de costado. Divi-

samos la ciudad. Nos fuimos acercando hasta esquivar los

enormes mercantes que se iban balanceando lenta pero

peligrosamente a merced de las montañosas olas de fondo

frente el puerto de Casablanca.

Estábamos ansiosos por entrar, pero, en el último

momento, nuestro capitán, ilusionado tal vez por la breve

mejoría del tiempo, o quizás intuyendo alguna posible

deserción entre nosotros tras la ingrata experiencia, decidió

no parar y continuar hasta las Palmas de Gran Canaria. Fue

una decisión nada bien recibida, pero ninguno de nosotros

dijo nada en ese momento. Tal vez él tenía razón sobre las

posibles deserciones. Nos encontrábamos agotados, y el

hambre y la sed hicieron su aparición.

Anocheció de nuevo. El viento descendió finalmente a 30

nudos, entrando por nuestra aleta-popa, y las olas fueron

cambiando con el transcurso de las horas hasta llegar a tener

la misma dirección que el viento, esta vez un poco más

ordenadas y menos encrestadas. La noche fue igual de dura,

instalados aun en la bañera central, turnándonos en el difícil

gobierno del timón, exhaustos; ya llevábamos casi dos días

sin comer ni beber nada, sin apenas dormir. Las nubes

empezaron a romperse mostrándonos algunas estrellas que

utilizamos como puntos de referencia para no perder el

rumbo durante los largos y vertiginosos descensos de las

grandes olas durante los planeos. Todo el barco vibraba

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debido a las turbulencias causadas por la hélice durante ese

desplazamiento a gran velocidad de veinte toneladas de agua.

El amanecer de ese tercer día fue espectacular. El viento

era ya cálido y de 20 nudos. Por fin. El reino gris y oscuro se

esfumó para dar paso a un mundo luminoso y azul profun-

do. Una especie de euforia reinaba en el “Meditación”. Nos

fuimos desprendiendo de nuestros trajes empapados y

esparciéndolos sobre toda la cubierta creando una alfombra

multicolor, bebimos deliciosa agua y devoramos las únicas

galletas cerradas herméticamente que se habían mantenido

secas en el interior. Poco después nos estiramos cual lagartos

al Sol durante largas horas, secando nuestra piel pálida y

arrugada tras dos días de filtraciones dentro del traje,

intentando desprendernos de esa humedad que parecía

realmente haberse aferrado dentro de todos nuestros huesos.

Como bien dijo Nietzsche, “Lo que no mata te hace más

fuerte”, y esa era la sensación que teníamos todos pese al

agotamiento. Lo habíamos superado, y cada una de las

células de nuestros cuerpos se alegraba por eso. Nos sentía-

mos realmente fuertes. Esa sensación indescriptible de haber

traspasado la línea del límite y regresar a una vida que conti-

nuaba. De vez en cuando respiraba hondo, como si quisiera

sentir y disfrutar de ese acto. Me alegraba por ello.

Las olas aún muy crecidas, pero ya no amenazantes, nos

mostraban una preciosa franja azul turquesa bajo su lomo,

como si momentáneamente nos descubrieran su gran tesoro

cristalino.

Echamos el hilo de pescar por la popa y, a los pocos

instantes y sin mucho esfuerzo, ya habíamos pescado un

magnífico atún, que limpiamos y cocinamos a la plancha con

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enorme devoción. Si el hecho de comer un atún fresco

recién pescado ya es un placer de por sí, hacerlo tras tres días

sin probar bocado fue una bendición. La siesta posterior a la

comilona, sobre cubierta, fue el éxtasis.

Una enorme ballena solitaria apareció el penúltimo día,

acompañándonos durante un par de horas en un surfear

constante bajo esos muros transparentes en movimiento,

acercándose una y otra vez antes de volver a alejarse.

A lo largo de la mañana siguiente divisamos la isla de

Lanzarote a babor, seguidamente Fuerteventura, y al cabo de

pocas horas más Gran Canaria en la proa. A primera hora de

la tarde entramos en el puerto de Las Palmas abarrotado de

gente. Nos acercamos navegando despacio hasta abarloarnos

en el pantalán de la gasolinera. Dos jóvenes, Kedem y

Vicente, nos ayudaron a amarrar.

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Capítulo 4

Islas Canarias

Los días que estuvimos en Las Palmas de Gran Canaria

realizamos las reparaciones oportunas en el barco tras ese

nefasto temporal: cambio del obenquillo de estribor, repa-

ración de la fuga de gases del motor, etc. El Meditación

disponía de una BLU, es decir, una radio de largo alcance

que permitía la comunicación con tierra u otro barco desde

cualquier punto del océano si las condiciones atmosféricas

eran idóneas. No funcionaba, por lo que también aprove-

chamos para que la supervisaran. El mítico radio aficionado

Rafael del Castillo, el ángel de la guarda de los navegantes

atlánticos españoles, nos visitó, tras una llamada, para echar-

le un vistazo.

Los pantalanes del puerto se encontraban en pleno ir y

venir de gente, pues estaba a punto de celebrarse el A.R.C.

(Atlantic Race for Cruisers). Anualmente se inscribían entre

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200 y 300 veleros. Otros tantos acostumbraban a aprovechar

dicho acontecimiento para no cruzar el Atlántico en solita-

rio. En total, más de 500 veleros a la espera y más de 1.500

personas entre patrones y tripulantes moviéndose a diario

por la zona, realizando los últimos preparativos para acabar

haciendo lo que un puñado de hombres ya consiguió por

primera vez 500 años atrás. La aventura de cruzar un océa-

no; quizás, una de las pocas grandes aventuras que existen

aún en la actualidad.

Por la tarde-noche, íbamos con otros amigos canarios

como Miguel, al Match Cup, donde se congregaban los

demás tripulantes y patrones de otros veleros para tomar

algunas cervezas. Ahí también se encontraban jóvenes aven-

tureros que se habían desplazado en avión hasta las Canarias

para probar suerte en encontrar algún velero que necesitara

algún tripulante para la travesía. Entre esos tripulantes a la

espera se encontraba Kedem de Israel y el vasco Vicente, a

quienes conocimos nada más llegar al puerto. También el

holandés Arne.

Partimos rumbo a Cabo Verde dos días después de la

gloriosa y espectacular salida del ARC. Los pantalanes se

quedaron desiertos, inanimados.

Habíamos realizado las últimas llamadas, enviado los

últimos e-mails y llenado las despensas del Meditación. Daan

decidió a última hora cruzar el Atlántico en otro velero,

rumbo al Caribe. Su baja fue reemplazada por Arne, que

aceptó nuestra invitación con gran alegría. Cody, mientras,

tras habérselo pensado varias veces, decidió no continuar la

travesía y volverse a Andalucía. Su primera tormenta, bajan-

do a Canarias con nosotros, había sido extrema, y le había

- 35 -

frenado, a pesar de que fue el que más sereno se mantuvo de

los cuatro. Nuestra insistencia para que continuara fue en

vano. Una pena. Entonces hablamos con Kedem, que

aceptó encantado formar parte como nuevo tripulante del

Meditación. Volvíamos a ser de nuevo cuatro a bordo.

Todo en el barco estaba a punto, excepto lo más impor-

tante, el funcionamiento de la BLU. Queríamos estar conec-

tados a la Rueda del Navegante de Rafael. Pero su reparación

resultó imposible.

- 36 -

Capítulo 5

Descenso a Cabo Verde

El descenso hacia el archipiélago africano y ex-colonia

portuguesa lo realizamos en tan solo seis días con viento de

fuerza 4-5 de popa y olas altas pero suaves. Tras la experien-

cia del temporal camino a Canarias, esas condiciones resul-

taron increíblemente cómodas. La humedad de la noche era

lo único molesto por lo pegajoso que resultaba. Algunas

noches fueron tupidas y oscuras, mientras otras nos mostra-

ron tantas estrellas fugaces que hicieron que se nos acabaran

todos los deseos.

Tras el segundo día de travesía, el motor no quiso

arrancar de nuevo y las baterías se encontraron otra vez casi

exhaustas, por lo que no pudimos refrigerar los alimentos de

- 37 -

la nevera, ni utilizar el radar, ni la radio VHF, ni el GPS, ni

las luces de posición, ni las bombas para extraer el agua de

los tanques. Por suerte aun llevábamos el GPS portátil y

varias pilas. Por la noche, el interior estaba iluminado por

algunas velas viejas de olor enfermizo y el exterior, por una

potente linterna comprada en Canarias que encendíamos

para realizar las maniobras requeridas. Estuvimos dos días

intentando localizar el problema del motor sin éxito. Resultó

ser, como nos dijo el mecánico de Cabo Verde días más

tarde, que el agua de mar entró en los cilindros a través del

sifón de extracción de gases.

Disfrutábamos de la lectura en cubierta bajo los cálidos

rayos del Sol y escuchábamos, a través de un pequeño

receptor de largo alcance, Radio Nacional de España. Fue así

como nos enteramos del resultado de las elecciones a la

Generalitat de Catalunya. Maragall fue elegido como nuevo

President.

El génova empezaba a desgastarse tras el roce continuo

con el obenque y a casi dos días de nuestra supuesta llegada

a Cabo Verde, izamos el spinakker por primera vez. Inverti-

mos casi dos horas tras varios líos y “ochos”, y lo dejamos

ahí, hinchado, unas cuarenta horas, hasta que en la oscura

madrugada del lunes 1 de diciembre divisamos sobre el hori-

zonte las primeras luces de algunas casas en la isla de San

Vicente. Recogimos el spinakker y nos fuimos acercando

cautelosamente, pues no teníamos información cartográfica

del puerto de Mindelo, la segunda gran ciudad del archi-

piélago.

Nos acercamos a lo que parecía ser la entrada del puerto y

acertamos a ver varios barcos mercantes fondeados. La

- 38 -

noche estaba cerrada y oscura, sin luna, y fuimos esquivando

con las velas semi arriadas los barcos inmóviles que íbamos

“adivinando” a pocas decenas de metros a contraluz. Los

ojos como platos. Había tensión, pues sin poder maniobrar a

motor, debíamos ser muy cautelosos. Cuando la densidad de

los barcos en la tranquila bahía aumentó peligrosamente,

buscamos el primer espacio que dedujimos en la oscuridad

iluminada por las farolas del puerto y pusimos proa al viento

para que las velas flamearan. Cuando el barco paró su inercia

lanzamos el ancla que enganchó a la primera. Reinaba el

silencio. Conseguimos de nuevo llegar, pese a las dificultades

técnicas, a un punto seguro. Quedaba poco para el amane-

cer, por lo que, como estábamos hambrientos y aun despeja-

dos, cocinamos algunos espaguetis y los desayunamos en

cubierta acompañados por un excelente vino tinto del

Penedés. Así celebramos nuestra llegada a África. La noche

se fue despidiendo y las primeras luces rojizas en el horizon-

te de levante nos empezaron a mostrar el bello recorte de las

altas montañas encrestadas, oscuras y áridas del centro de la

isla. Dormimos hasta el mediodía.

- 39 -

Capítulo 6

Cabo Verde

El Sol brillaba y la temperatura era agradable. No hacía el

frío de diciembre de la península ibérica, pero tampoco un

calor agobiante. Con chancletas, bermudas y camiseta,

empezamos a desamarrar la pequeña lancha hinchable, el

dingui, como dicen los ingleses. Lo pusimos sobre el agua,

fijamos el motor de 4 caballos en su popa y a velocidad de

hormiga nos fuimos los cuatro hasta un pequeño pantalán

semi-derruido escondido tras otro más grande en las mismas

condiciones. Allí se encontraban otros dinguis. Nuestro pri-

mer contacto con la gente local fue en lengua criolla, fácil de

entender por su mezcla principalmente en portugués, para

pedirnos unos escudos para la vigilancia de nuestra pequeña

embarcación. Los vendedores ambulantes nos asaltaron

- 40 -

durante el trayecto a pié hacia aduanas e inmigración. Fue un

poco agobiante, pero tras acatar un consejo de Kedem, que

estuvo tres años haciendo el servicio militar obligatorio en

Israel, dejaron de interesarse por nosotros con nuestro paso

firme y seguro y cara de ocupados. Mostramos nuestro pasa-

porte y los papeles del Meditación frente al comisario que

tardó casi una hora en teclear los correspondientes formula-

rios con una vieja máquina de escribir. Nos dio la entrada y

selló nuestras acreditaciones. Tras este trámite obligatorio,

fuimos por el centro de la vieja y bella ciudad colonial, a bus-

car una barbería para cortarnos el pelo y afeitarnos. Luego

nos acercamos al Clube Náutico de Mindelo, propiedad del

francés Jean Marie, para darnos la ansiada ducha tras seis

días sin poder extraer el agua de los tanques. Nos encontra-

mos con la molesta noticia de que, desde hacía una semana,

no había suministro de agua debido a un problema en la

única desalinizadora de la isla, por lo que la ducha fue susti-

tuida finalmente, casi con el mismo placer, por una cerveza

Sagres casi congelada. Sentados, seguramente desprendiendo

un olor pudiente, en una de las mesas del interior del club de

tejado abierto, y con vistas a través de la puerta principal a

parte de la bahía y del puerto, realizamos un brindis.

En nuestro segundo día en Mindelo, Mario logró encon-

trar un mecánico para solucionar el problema del motor.

Nos pidió levar anclas y entrar en el único pantalán del

puerto para que el mecánico pudiera realizar su trabajo. El

fuerte viento en la bahía dificultó enormemente una manio-

bra que nunca debió realizarse. Tardamos casi dos horas

hasta lograrlo, con el ridículo dingui, más de 100 metros de

cabos y momentos de muchísima tensión cuando el

Meditación a punto estuvo de empotrarse contra los otros

- 41 -

veleros amarrados. Siete personas ayudando y otras decenas

como espectadores. Mario sacó todo su mal genio con gritos

posiblemente audibles en toda la tranquila bahía, situación

que corrió como la pólvora entre los demás navegantes de la

zona. Por la tarde, ya nos estaban preguntando discreta-

mente sobre ese extraño capitán que teníamos.

Al mecánico le llevó varios días buscar y reparar la avería,

por lo que Kedem, Arne y yo aprovechamos para visitar la

ciudad y sus alrededores. Una de las mejores maneras de

conocer la vida cotidiana de una ciudad es visitar el mercado

local. El mercado de Mindelo estaba situado en el centro,

dentro de un antiguo edificio. Colorido y bullicio en sus

paradas. Conseguimos más tarde un taxi que nos llevó hasta

la cumbre de la montaña más alta de la isla. Pudimos admirar

lo sensacional y tremendamente desértico de la zona. Ni un

árbol en la parte Oeste hasta la ciudad de Mindelo. En la

ladera opuesta, gracias a la humedad aportada por los

Alisios, extensas plantaciones de maíz y una espectacular pla-

ya blanca junto a un pequeño volcán. Enfrente, la isla de San

Antonio, siempre verde y cubierta de nubes.

Tomamos el “garot”, -café con leche- en el viejo y colo-

nial Bar Royal, en la calle principal, junto al mercado, y

comimos “cachupa”, el plato tradicional de maíz guisado. De

postre, un vasito de “ponche de mel”. Durante las cenas en

diferentes pequeños restaurantes familiares y económicos,

pudimos degustar el pescado fresco y exquisito de la zona a

precios ridículos.

En el Clube Nautico de Mindelo, nos tomamos las últi-

mas cervezas de la noche acompañados por música de un

grupo local. Conocimos a otros navegantes que, como noso-

- 42 -

tros, esperaban el momento para cruzar el océano rumbo al

Caribe. El portero de dos metros situado en la puerta filtraba

el acceso a la gente local, pero no a la élite de las prostitutas

que intentaban sacar algo de provecho haciendo compañía a

algunos navegantes solitarios.

Allí hicimos amigos, como tres enormes noruegos de 23

años, quienes, tras dejar temporalmente la universidad, se

compraron un velero de siete metros y medio por 15.000

euros, y tras remontar el río Gambia del Senegal, se dispo-

nían a cruzar el Atlántico para regresar, al cabo de nueve

meses, tras recorrer el Caribe. Con recursos limitados, se

fabricaron un digui (o anexo) recubriendo con fibra de vidrio

un agujero en el suelo que les sirvió como molde. También

conocimos a un arquitecto francés, que vivía y trabajaba en

su catamarán, enviando sus proyectos semanal-mente vía

internet. Conocimos a otras parejas francesas, holandesas, un

irlandés medio loco, y al navegante español Paco Jiménez

con su “Tahino”, autor del libro “Alegrías y desventuras de un

navegante solitario”.

Un día, cuando Arne, Kedem y yo regresábamos al barco

para dejar algunas compras, nos encontramos a Mario

discutiendo de nuevo vivamente, esta vez con Tuga, un

influyente negociante del lugar y encargado del pantalán,

pues un par de niños habían estado llenando los depósitos

de agua del Meditación durante todo el día y Mario no quería

pagarles los cuatro euros que costaba ese servicio. Intenta-

mos convencer a Mario, pero este, alegando que eso no era

lo pactado, nos impidió incluso que lo pagáramos de nuestro

propio bolsillo. El altercado hizo que se presentara la policía

portuaria y nos echaran del amarradero con vientos de 30

- 43 -

nudos, sin motor y de nuevo, intentando remolcar el velero

con la ridícula fuerza de nuestro pequeño dingui. Evidente-

mente, la maniobra de arrastre para salir del pantalán hizo

que el Meditación se acabara empotrando, esta vez sí, contra

la proa del resto de los veleros amarrados, con el evidente

enojo de sus ocupantes. Kedem, Arne, y yo, nos íbamos

mirando en silencio perplejos mientras realizábamos todas

las maniobras dictadas por nuestro capitán, sin atrevernos a

plantarnos ni protestar sobre esa surrealista situación. Este

espectáculo gratuito aseguró el divertimento de las decenas

de espectadores que de nuevo se amontonaron en el puerto

apareciendo de la nada.

Echamos el ancla al otro lado de la bahía.

Quedaba poco para acabar los trabajos en el motor del

barco y realizamos todas las compras de provisiones en el

mercado para poder subsistir durante las dos o tres semanas

que teníamos previsto para cruzar el Atlántico hasta la isla de

Fernando de Noronha, en Brasil. Cajas de frutas, verduras,

carne, arroz, patatas, pasta y mucha agua embotellada.

Sellamos en aduanas los pasaportes para la salida de Cabo

Verde y tomamos algunas Sagres con los demás navegantes

para despedirnos en la que tenía que ser nuestra última

noche en el continente africano.

El capitán se nos presentó muy tarde esa madrugada y

nos despertó para reunirnos en cubierta. Empezamos a

hablar un rato de cosas sin importancia y al final acabó

exponiendo la nueva decisión que había tomado. Alguien

perteneciente a una mafia local había contactado con él unos

días atrás. Le habían propuesto llevar a cinco nigerianos sin

papeles hasta Brasil ofreciéndole mucho dinero, que no

- 44 -

quiso concretar, pero que calculamos más adelante que

rondaría entre unos 20 y 30 mil dólares estadounidenses.

Arne, Kedem y yo nos quedamos perplejos e incrédulos ante

lo que nuestros oídos estaban escuchando. Mario lo tenía

todo planeado. La distribución en el barco, el arroz extra, y

el reparto del dinero. ¿Pero de qué narices estaba hablando?

Tras la atención inicial, como si de una broma se tratara, y

tras comprobar la seriedad con la que lo explicaba el capitán,

empezamos a discutir.

-¿Cómo nos puedes hacer esto? Es broma, ¿verdad?

Estábamos indignados. ¿Quién era él para meternos en

un lío como ese? Mario, con voz más elevada, se mostró

inflexible con su decisión. Se levantó y acabó diciéndonos

que lo iba a hacer con o sin nosotros.

-En un barco no existe la democracia.-dijo-.

Así que, sin pronunciar ni una sola palabra de más, todos

nos fuimos a nuestros respectivos camarotes y literas; pero

no podíamos dormir. Arne, Kedem y yo habíamos dejado

muchas cosas atrás para cruzar el océano. Para Kedem era

un sueño que estaba viendo derrumbarse.

-¿Por qué no me esperé a otro barco en Canarias? -se

preguntó en mi presencia-.

Arne igual: había dejado su casa tres meses atrás, y se

quedó a las puertas de cruzar. Yo estuve durante varias horas

inquieto y nervioso, dando vueltas en la litera y fumando

cigarrillos en cubierta. Era el único que dudaba ¿Qué diablos

debía hacer? No deseaba realizar ese trabajo impuesto ni por

esa cantidad, pero tampoco quería renunciar a un viaje ya

emprendido. No tenía suficiente dinero como para continuar

- 45 -

por mi cuenta, y era evidente que si desembarcaba no podría

cobrar la parte proporcional del transporte realizado hasta

Cabo Verde que Mario me debía. Era enfrentarse a uno de

esos dilemas de los que pueden marcar el resto de la vida.

¿Qué es ético y qué no lo es? Para este tipo de resolución no

podían existir ambigüedades ni doble moral. Tras varias

horas, por fin, llegó la respuesta a mis dudas. Era una

respuesta firme y segura. Mi cuerpo dejó de sudar. Profunda-

mente relajado y contento, me fui a dormir. Desembarcaría

al día siguiente y volvería a casa.

Me bajé del barco a la mañana siguiente junto con

Kedem, Arne y mi petate, en un momento en que el capitán

se encontraba en tierra, para así evitar posibles represalias

cuando le fuésemos a comunicar lo decidido. Nos sentamos

los tres en una mesa del Clube Náutico mientras pensaba-

mos y hablábamos de cómo se habían torcido las cosas.

Nuestros amigos navegantes se extrañaron de vernos con

todos nuestros enseres, pero evitamos dar demasiadas

explicaciones por temor a la mafia local que se había puesto

en contacto con nuestro capitán. Cualquiera podía estar

implicado.

Mario apareció sobre la hora de comer. Se sorprendió de

vernos con nuestros artefactos, se acercó, y le comunicamos

nuestra decisión unánime. Se fue sin decir nada. Su cara

mostraba indignación. Horas más tarde lo vimos pasar un

par de veces más cargado con sacos de patatas y bolsas de

arroz, pasando cerca de nosotros y sin dirigirnos la palabra.

Dedujimos que había acabado cogiendo ocho nuevos tripu-

lantes en total.

- 46 -

Arne encontró al día siguiente un velero holandés, tripu-

lado por una pareja con un niño que le invitaron a cruzar

con ellos a cambio de 15 euros al día, para cubrir gastos. Se

despidió de nosotros emotivamente y partió al cabo de dos

días. Pasados tres meses nos envió un e-mail desde Colom-

bia, donde continuaba viajando tras haber desembarcado en

el Caribe.

Kedem y yo, mientras tanto, nos trasladamos a un piso

que tenía Jean Marie, el propietario del Clube Nautico de

Mindelo, a las afueras de la ciudad y que nos había cedido

amablemente para que pasáramos el tiempo que fuera

necesario. Pudimos ducharnos por primera vez en dos

semanas y lavar la ropa. Decidimos quedarnos un tiempo en

la isla y, quizás, ¿por qué no? podíamos tener suerte, como

Arne, y encontrar otro velero que necesitase tripulación. Al

fin y al cabo, en Mindelo se abastecían bastantes embarcacio-

nes antes de cruzar hacia el otro continente. Al cabo de un

par de días, y para estar más cerca del Clube, Kedem y yo

nos instalamos en un catamarán de diez metros fondeado

frente al pantalán de los dinguis, propiedad del comerciante

Tuga. Conocíamos ya a todo el mundo que por allí pasaba.

Jugábamos al ajedrez con ellos. Los del Clube Nautico se

portaron muy bien con nosotros y al poco tiempo todo el

mundo sabía de nuestra situación y la de nuestro capitán

Mario.

Una plácida tarde bajo una palmera, un profesor valen-

ciano que se encontraba de intercambio, nos informó que la

Copa América tendría lugar en España, concreta-mente en

Valencia en el año 2007. Me alegré por esa gran noticia.

- 47 -

Esa misma noche, Kedem y yo nos sentamos encima de

unas rocas, a las afueras de la ciudad, y con vistas a toda la

bahía. Era una noche serena, sin viento, estrellada y sin luna.

En medio de la oscuridad e iluminado por la tenue luz de las

farolas de la costa, podíamos divisar a lo lejos, el Meditación.

Prometía ser una noche larga y nos abastecimos de algunas

cervezas. Se rumoreaba que ese era el día en que se iba a

embarcar a los ocho africanos. Esperamos hasta las cuatro

de la mañana sin notar nada extraño, hablando sobre los

conflictos en Israel, y nos fuimos a dormir. Esa fue la última

vez que vimos el velero argentino que nos había llevado

hasta allí.

Después de un año, según testimonios de amigos comu-

nes, Mario llegó sin problemas a Brasil, donde dejó con

éxito, y sin ser visto, a sus ocho tripulantes en una apartada

playa solitaria. Luego navegó hasta Buenos Aires, donde

cobró el dinero proporcional por el transporte del velero, y

viajó hasta EEUU para comprarse, con esa pequeña fortuna,

un velero de ocasión. Al poco de partir hacia Europa, se le

hundió cerca de alguna costa sin precisar, y fue rescatado.

Regresó a Barcelona y al poco desapareció de nuevo durante

unos meses. Un buen día, comprobaron con sorpresa a

través de las noticias de televisión, prensa escrita e Internet,

que lo habían pillado en Canarias, en un velero procedente

de Brasil que transportaba casi una tonelada de cocaína. Por

lo visto, al llegar a tierra, se escapó y se escondió durante una

semana en la isla, alimentándose de frutos silvestres, hasta

que finalmente se entregó a la Guardia Civil, consciente de la

imposibilidad de huir. Se le había acabado la libertad.

- 48 -

Pasaron los días, y al cabo de una semana, Kedem llegó

nervioso al Bar Royal en donde me encontraba tomando un

cortado.

-¡Albert, tenemos suerte! ¿Ves como hemos hecho bien

en quedarnos aquí? ¡Nos han ofrecido llevar el catamarán de

quince metros de Chantal y Freddy a Barbados!- dijo.

Freddy y Chantal eran una pareja de franceses de cuarenta

y pocos años que habían descendido desde Francia con el

“ILOT”, su catamarán de madera impecablemente restaura-

do, con su hijo Julián de 20 años, y con la idea de establecer-

se en Martinica para, posteriormente ir a trabajar a México,

en un exclusivo centro vacacional de un amigo. Un proble-

ma familiar les obligaba a regresar con urgencia a Francia.

No querían dejar el velero que durante tantos años habían

estado restaurando en ese inseguro lugar, por lo que nos

ofrecieron que lo lleváramos a Barbados junto con su hijo

Julián.

Estábamos encantados con la nueva propuesta, ¿quién lo

iba a decir? Así que, después de hablar y prepararlo todo

durante un par de días, salimos los tres el mediodía del 13 de

diciembre de 2003, con los Alisios en popa, a una velocidad

de 3-4 nudos… tras nosotros unas nubes anaranjadas por el

Sirocco sahariano.

- 49 -

Capítulo 7

Atlántico

Dieciocho días fue lo que tardamos en cruzar el Océano

Atlántico. El ILOT, construido con madera de caoba y teka

hacía más de treinta años, tenía un sobrepeso brutal. La

panza del barco era golpeada por casi todas las olas

medianamente altas que llegaban por popa, algo a lo que

Kedem y yo no estábamos acostumbrados. Eso nos tuvo

algo preocupados al principio. De todas maneras el bi-casco

navegaba con suavidad y con una estabilidad muy confor-

table en los días sin tormenta. Las placas solares instaladas

sobre la bañera de popa a modo de parasol nos suminis-

traban unos 20 amperios/hora en los días soleados, suficien-

te para cargar las baterías y no tener que encender el motor

para generar electricidad. Comprobábamos nuestra posición

diariamente a través del GPS y la marcábamos sobre la gran

carta Atlántica desplegada encima de la mesa del comedor

central. Descargábamos la previsión meteorológica a través

- 50 -

del weather-fax instalado en el ordenador portátil conectado a

la BLU.

Por las mañanas, lanzábamos las cañas de pescar por la

popa. El océano fue generoso con nosotros, pues pescamos

dos atunes de tres kilos y siete preciosos dorados durante el

tiempo que tardamos en cruzar. Julián era un artista lim-

piando el pescado y Kedem lo preparaba de mil maneras

deliciosamente diferentes. De todas formas, al final, nada

pudo evitar que acabáramos aborreciendo tal manjar y

ansiáramos un buen entrecot casi crudo. Colgamos al sol y al

viento parte de uno de los atunes y un dorado, convirtién-

dose la blanda carne en dura mojama seca, salada y sabrosa,

al cabo de unos días.

Por las mañanas, y tras lanzar los anzuelos, leíamos en

cubierta durante las horas muertas y escuchábamos las noti-

cias de RNE. Fue así como nos enteramos de la detención

de Saddam Hussein, la muerte del Vaquilla y la celebración

del 25 aniversario de la constitución española. Por las tardes

Kedem y yo jugábamos al ajedrez e iniciábamos a Julián en

este fabuloso juego estratégico, mientras el piloto automático

del ILOT mantenía las velas hinchadas con el rumbo lento

pero constante hacia el horizonte llano del Oeste, hasta que

al atardecer, en un rito ineludible, los tres llenábamos el culo

de nuestras copas de ron añejo y nos sentábamos en la proa

para admirar, con la música de Dulce Ponte sonando de

fondo, las espectaculares y variadas puestas de sol que

siempre ofrecía el Atlántico. No había nadie en todo el

horizonte. Ese trozo de océano era nuestro.

- 51 -

Las noches nos invitaban, durante las guardias solitarias y

tranquilas, a inmiscuirnos en nuestros pensamientos más

profundos, mientras el universo nos mostraba incansable su

manto de trillones de estrellas, tal como lo llevaba haciendo

desde antes de que la Tierra fuera Tierra. Podíamos ver la

Vía Láctea en su totalidad, de horizonte a horizonte, y oír el

silencio de la nada, del vacío. Cuando apuntaba con los

prismáticos a cualquier punto de la bóveda, descubría

centenares de miles de nuevas y minúsculas estrellas apreta-

das. Orión, Cassiopea, Sirius, la Polar, las Osas, las Pleides...

Solo la quietud de lo eterno se rompía por el paso de veloces

estrellas fugaces que dejaban una breve cicatriz estelar. Era

durante las noches sin luna, en las cuales, con nuestros ojos

adaptados, podíamos controlar todo el barco con tan solo la

tenue luz de esos lejanos astros.

Cuando empezaba a aparecer la Luna, desaparecían las

estrellas más débiles, pero su potente luz nos hacía compañía

mientras iluminaba las nubes lejanas como si de exuberantes

montañas redondeadas de algodón se tratara.

Durante cuatro o cinco noches seguidas, tras acostarme

después del turno de guardia, me desperté curiosamente sin

reconocer mi alrededor. ¡Esa no era la habitación de mi

casa!… ¿Dónde me encontraba? ¿Qué era ese balanceo?

Tardaba varios minutos en darme cuenta de que me encon-

traba flotando rumbo a otro continente, a cinco mil metros

del fondo.

Los días nublados y tupidos, normalmente con oleaje,

eran desmoralizantes, mientras que durante los días soleados

disfrutábamos de la gran variedad de formas y colores que

puede tener una nube: blanco inmaculado, anaranjado, rojo

- 52 -

intenso, azul turquesa, azul pastel, y verde eléctrico, según la

hora del día… Algunos arco iris completaban la gama de

colores que faltaban, en un paisaje donde normalmente el

color predominante era el azul y el blanco.

Nos duchábamos bajo los rápidos chubascos para ahorrar

agua del depósito y nos dejábamos secar por el sol y el

viento cálido poco después.

Cada mil millas recorridas las celebrábamos con un

chupito de whisky.

Llegó el día 25 de diciembre de 2003, Navidad, y aún nos

encontrábamos a varios días del lugar de destino. Estábamos

incomunicados desde que salimos de Mindelo. El día era gris

y sin apenas viento. Las primeras notas de “Silent Nigth”

que sonaron por los altavoces del barco, hicieron que los tres

únicos tripulantes del ILOT entráramos en un estado como

de trance depresivo. Ni la exquisita comida preparada con lo

mejor que había en la despensa, ni el filetón de dorado

previamente adobado con especias, ni los regalos que nos

intercambiamos, ni el doble arco iris completo aparecido en

la popa justo antes del atardecer, hicieron que pudiéramos

salir de esa consternación. Sorprendentemente echábamos

muchísimo de menos a toda la familia y amigos. Nos

encontrábamos alrededor de una gran mesa repleta de

comida, un par de turrones que me había regalado una amiga

de Barcelona, vasos llenos de buen champán francés y cuatro

cigarrillos Marlboro reservados para la ocasión… pero

nuestras mentes se encontraban a miles de kilómetros de

distancia. Ese día, el ILOT avanzó desalmado.

Esta triste Navidad y el hecho de que estuviese leyendo

un libro en hebreo sobre la importancia de la familia y los

- 53 -

amigos hicieron que Kedem se sintiera tremendamente

triste. Su idea de continuar viajando una vez llegados al

Caribe se deshizo y tenía muy claro que quería regresar a

Israel en cuanto pudiera. Julián ansiaba ver de nuevo a sus

padres. El silencio se acomodó entre nosotros. Yo deseaba

meterle un par de cohetes al barco para acelerar su paso.

Íbamos muy lentos, y todo hacía pensar que en Nochevieja

se repetiría la misma triste situación.

El atardecer del 29, una colosal muralla alargada de nubes

negras aparentemente impenetrables, se presentó por el hori-

zonte de poniente, justo en proa. Se iba acercando rápida-

mente hacia nosotros. Tal y como pudimos comprobar en la

predicción del WheatherFax, era la cola de un gran frente que

cuatro días antes había barrido velozmente las costas de

Florida y el Caribe, de Noroeste a Sureste. Se nos echaba

encima. Los ánimos en el barco cambiaron radicalmente.

Necesitábamos pensar en otra cosa. Una tormenta repentina

fue un excelente aliciente. Nos preparamos con nuestras

ropas impermeables, cenamos algo rápido y esperamos

ansiosos hasta que anocheció.

Los vientos de 35 a 40 nudos presionaban con fuerza

sobre el génova y la mayor, que estaba enrollada dos tercios.

Con el poco velamen dispuesto, el catamarán avanzaba

rápido y estable sobre el océano aún llano. La cuantiosa y

fría lluvia horizontal nos golpeaba con tal fuerza que

debíamos ponernos de espaldas en cuanto nos resultaba

posible para no sentir los tortuosos pinchazos en la cara. El

viento fue creando grandes olas encrestadas con el trans-

curso de las horas y estas fueron golpeando en la panza del

ILOT cada vez con más potencia. Todo en el interior salía

- 54 -

despedido en cada impacto. Asustados inicialmente por los

ensordecedores estruendos, llegamos a creer que el ILOT,

fabricado en madera, se nos iba a partir en dos.

La tormenta iba acompañada por algunos rayos lejanos,

que iluminaban fugazmente todo lo que antes parecía una

gruesa cortina negra un poco más allá de los instrumentos de

control tenuemente iluminados. Como si de varias instan-

táneas se tratara, podíamos vernos rodeados de oscuras

columnas de agua tan grandes, altas y tupidas, que parecía

que íbamos a golpearnos con ellas cuando se nos echaban

encima. Nos fuimos turnando a la rueda del timón, pues el

piloto automático no podía gobernar los violentos cambios

de dirección del catamarán. El viento rolaba constantemente

por proa y tuvimos que realizar varios bordos para no

alejarnos más de nuestro rumbo a la Isla de Barbados.

La tormenta solo duró esa noche, y aunque acabamos

exhaustos, la disfrutamos como el más loco de los piratas. El

ciclón que nos encontramos bajando a Canarias me había

curado de todas las impertinencias meteorológicas que se me

iban a presentar durante el resto del viaje. Al final, todo

resultaba relativo. Los problemas resultan no serlo cuando ya

has sufrido otros mayores en el pasado o dejan de serlo

cuando se avecinan otros más graves. Entonces, y al final,

¿qué es un problema? Lo que cuenta es estar vivo, poder

respirar consciente de este acto, aprender lo observado y

nunca olvidar lo aprendido. Al igual que tras la noche sale el

Sol, tras la tormenta vuelve la calma.

Con el astro rey sobre nuestras cabezas y con el viento

amainado y fresco finalmente constante de 20 nudos

procedente del Norte, el ILOT avanzaba a toda vela con

- 55 -

velocidad de través de 7-10 nudos, cortando las crecidas olas

y dejando una bonita y larga estela en nuestra popa.

Estábamos contentos, llevábamos 16 días de travesía y nos

acercábamos al destino. Deseábamos; mejor dicho, ansiá-

bamos llegar para el fin de año.

A primera hora de la mañana del 31 de diciembre de 2003

pudimos divisar las primeras crestas de la isla de Barbados.

Como Rodrigo de Triana quinientos años atrás, gritamos

“tierra a la vista”. La alegría era desbordante. Al cabo de

unas horas nos encontrábamos ya bordeando el Sur de la isla

y nos fuimos acercando a su capital, Brigthtown, a eso del

mediodía.

Despacio, a motor, y con las velas ya enrolladas, fuimos

acercándonos a esa bella bahía repleta de veleros. El azul

marino del océano se fue convirtiendo poco a poco en azul

claro turquesa. Habíamos llegado. No tardamos en lanzar el

ancla en esas aguas cristalinas. Nos sentamos en proa para

admirar en silencio la bonita playa de arena blanca que surgía

del océano. Árboles y cocoteros en su retaguardia e, inter-

caladas, casitas de madera pintadas multicolor. Veíamos y

oíamos el murmullo de los turistas, de la gente y muchas,

muchísimas chicas espectaculares bronceándose sobre la

arena. Tras dieciocho días en silencio sin divisar tierra,

habíamos llegado al paraíso.

Allí, en el pantalán, nos estaba esperando Freddy, el padre

de Julián.

- 56 -

Capítulo 8

Llegada a Barbados

Acostumbrados a caminar ocasionalmente, durante las

tres semanas que duró la travesía, sobre una superficie no

superior a lo que sería un mini-apartamento, el camino de 15

minutos hasta donde se encontraba inmigración y aduanas se

nos hizo largo y muy agotador. Sellamos nuestros pasa-

portes, llamamos a nuestras respectivas familias para decir

que habíamos cruzado sin problemas, y regresamos al ILOT

para arreglar y ordenar algunas cosas. Por la tarde ya estába-

- 57 -

mos pensando en la fiesta de Nochevieja. Tomamos un taxi

tras negociar el precio, y nos dirigimos a unas duchas públi-

cas en una playa semi vacía, donde pudimos asearnos para la

noche. Cenamos un enorme chuletón a medio hacer que

masticamos concienzudamente para saborear lentamente to-

do el sabroso y añorado jugo ensangrentado que desprendía.

En el "The Boatyard", un bar al aire libre sobre la playa

blanca, se iba a realizar una gran fiesta para dar la bienvenida

al 2004.

Celebramos con buen champagne la entrada del nuevo

año, cinco horas después que mis allegados en Barcelona.

Bebimos, saltamos, e intentamos ligar con las turistas allí

congregadas. Entre ellas, una afroamericana canadiense de

ojos azul marino y espectacular sonrisa llamada Tamara.

Al día siguiente, con una resaca de tres cuartos, fuimos de

nuevo caminando pesadamente hasta inmigración para

arreglar el desembarco de Kedem y el mío del ILOT.

Queríamos quedarnos unos días más en la isla para descan-

sar y disfrutar de ella tras tantos días en la mar. Pero surgió

un problema que no esperábamos: En las oficinas de

inmigración no iban a dejar salir al ILOT de la isla si

nosotros dos no les mostrábamos unos billetes de avión de

regreso a nuestros países de origen. Nos dirigimos con un

minibús, o guagua como lo llamaban allí, al aeropuerto y

averiguamos que un billete desde Barbados a Barcelona me

costaba entre 2.000 a 3.000 $US. Nos pareció una sandez lo

que nos estaban explicando, pues en ningún otro lugar que

conocíamos se daba ese caso y con un billete de salida a

cualquier otro país ya era suficiente.

- 58 -

Salimos muy indignados. A media tarde, tras un ir y venir

con la guagua local, encontramos otra solución. A Kedem,

como también tenía pasaporte americano, no le hacía falta

comprar un billete a Israel, por lo que, con 300 compró

uno a Puerto Rico. Yo, por mi parte, fui al consulado francés

en Barbados y me confirmaron que en Martinica, el próximo

destino previsto del ILOT, tendría todos los derechos como

ciudadano europeo. Sentí, por primera vez en mi vida,

orgullo europeísta.

Así que, tras arreglar el desembarco de Kedem en

inmigración, tomamos juntos la última cerveza en "The

Boatyard" y nos despedimos tristes por tan repentina separa-

ción. Responsable, centrado y muy inteligente. Un gran

amigo.

La experiencia sobre un Océano puede separar, o unir

para siempre.

Kedem permaneció unas semanas más en Barbados y

luego fue a EEUU para visitar a su padre. Tras ese viaje,

regresó a Israel con su familia y amigos, donde continuó

navegando y regateando en cruceros por el Mar Rojo y el

Mediterráneo.

Levamos el ancla y partimos rumbo a Martinica.

El viento procedente del Noreste se mantuvo de través

de 30 a 35 nudos, y en cuanto salimos de la parte protegida

de sotavento de la isla, nos encontramos con las enormes

olas Atlánticas, suaves en su llegada al catamarán, pero de

caída brusca tras atravesarnos. Ir directos a Martinica no nos

resultó confortable. Freddy se encontró indispuesto toda la

noche en el comedor central y el barco lo llevamos entre

Julián y yo, ya acostumbrados a esos bruscos movimientos.

- 59 -

A medianoche, divisamos una gran pelota repleta de luces en

el horizonte. Ni con los prismáticos podíamos distinguir de

qué se trataba. Intentamos divisar alguna luz verde o roja

que nos confirmara que se trataba de un barco, pero con

tantas luces no nos fue posible. Tal vez se trataba de una

plataforma petrolífera, pero no estaba indicada en ninguna

carta. Lo peor es que lo teníamos justo enfrente y parecía

que se acercaba hacia nosotros. Encendimos el radar y

esperamos. Al cabo de un rato pudimos adivinar una tenue

luz verde entre tantos focos. Con ese descubrimiento

confirmamos que se trataba de un buque, pero la colisión

parecía inevitable si no realizábamos alguna maniobra.

Nosotros navegábamos a vela, de través y amurados a

estribor. Entonces, esa pelota de luces, navegando a vela o a

motor, debía modificar su rumbo. El radar iba marcando la

distancia cada vez más corta: 1 milla, 0,6 millas, 0,3 millas...

Modificamos ligeramente nuestro rumbo hacia barlovento,

cortando las olas con más dificultad... el otro barco

continuaba acercándose a 0,2 millas y a 0,1 millas. Por

sotavento, a casi 100 metros, nos pasó el majestuoso barco

de 5 mástiles del Club Med, jodidamente iluminado.

Pasamos cerca de las luces de la isla de Santa Lucía

durante la madrugada, y por la mañana, entre chubascos

intercalados con arco iris, divisamos Martinica. La

bordeamos por sotavento y nos acercamos hacia su capital,

Fort de France. Dentro de la gran bahía, viramos a estribor

para acercarnos a l’Anse a l’Ane, donde debía estar la madre

de Julián, Chantal, esperando. En el momento de recoger el

génova con el viento racheado de 30 nudos que aún soplaba,

el cabo del enrollador se solapó fuertemente uno con otro,

pues en el momento en que lo desenrollamos en Barbados

- 60 -

no mantuvimos la tensión necesaria. Eso hizo que se partiera

el tambor. Tardamos más de una hora en enrollar completa-

mente el génova que flameaba con un ruido infernal,

utilizando como único instrumento un pico del loro y la

fuerza de nosotros tres situados en la proa. Después,

encendimos los dos motores y nos acercamos a la bahía

rodeada de cocoteros y casitas, para fondear junto a otra

decena de veleros. Era el soleado 3 de enero de 2004.

- 61 -

Capítulo 9

Martinica

Después de tres días fondeados en l’Anse a l’Ane,

decidimos cambiar nuestra situación y dirigirnos a otra bahía

cercana, l’Anse Mitan, llena de veleros, ya que se encontraba

más resguardada del molesto oleaje creado por los ferries

regulares que conectaban esa zona con la capital, visible al

otro lado de la bahía. Nos encontrábamos también más

cerca del pueblo, Pointe du Bout.

Quizás fue debido a los fuertes golpes de mar sobre la

panza del catamarán de la última tormenta, o por el desgaste

de la travesía oceánica, o simplemente porque el catamarán

ya se encontraba forzado tras 30 años de existencia, que

detectamos una pequeña vía de agua en el costado interior

de babor, donde se une el casco con la plataforma. Así que

me quedé unas semanas como invitado en el ILOT mientras

- 62 -

les ayudé con éste y otros trabajos de reparación y manteni-

miento.

Julián y yo fuimos algunos días a Fort de France, a visitar

la ciudad, y de pesca submarina en los cercanos corales

muertos y desgastados de alrededor. Una tarde, mientras

regresábamos al catamarán, nos cruzamos con una cara

conocida sobre la playa blanca. Era la guapa canadiense

Tamara que conocimos durante la Nochevieja en Barbados,

acompañada de tres amigas más. Las invitamos a tomar algo

en un chiringuito cercano con mesas de madera vieja sobre

la playa y bajo unos cocoteros, y decidimos ir de camping

con otros amigos suyos al lado Sureste de la isla.

Era media tarde del sábado cuando Tamara nos pasó a

buscar, puntualmente, en su coche alquilado. Nos reunimos

con el resto del grupo en un supermercado y después de

realizar las compras para la cena, fuimos conduciendo, tras

dejar la carretera principal, a través de unos senderos que

creaban un laberinto entre cocoteros y matorrales. Empe-

zamos a oír poco a poco el susurro del océano antes de

llegar a una espectacular playa solitaria justo en el momento

en que el Sol se posaba tras la baja colina de poniente.

Tuvimos el tiempo justo de bañarnos bajo las aguas color

turquesa y maravillosamente cristalinas. Fue una sensación

increíble. Nos encontrábamos en un lugar que aún parecía

inexplorado por los ansiosos turistas. Con el agua al cuello,

medio flotando sobre el fondo blanco azulado, nos

dejábamos hipnotizar por el constante desintegro, fuerte y

explosivo, de las olas oceánicas en la barrera de coral situada

a menos de un centenar de metros de donde nos encontrá-

bamos. El cielo fue oscureciéndose y las estrellas empezaron

- 63 -

a aparecer en el firmamento. Ya casi no había luz cuando

caímos en la cuenta de que debíamos salir de la cálida agua y

buscar leña para hacer un gran fuego. Nos dejamos secar por

la suave brisa de los alisios mientras buscábamos troncos y

ramas secas dentro del bosque de manglares y cocoteros tras

la playa. La oscuridad y el silencio entre los arbustos fue solo

roto por el movimiento de centenares de cangrejos que se

desplazaban lateralmente en cada uno de nuestros pasos.

Como si de una majestuosa alfombra oscura en movimiento

se tratara, se fueron abriendo mostrando un camino antes

inexistente.

Al poco tiempo nos encontrábamos ya sentados alrede-

dor de una enorme fogata bajo los cocoteros, bebiendo vino

y comiendo sándwiches de diferentes tipos. A pocos metros,

el susurro del agua rota y tranquila sobre la arena caribeña.

Tras la cena, ya tarde, nos escapamos Tamara, una amiga

suya finlandesa, Julián y yo, a un concierto rasta clandestino

en una casa semi abandonada en la cima de una colina con

vistas. Nada de cervezas, pues “los auténticos” rastas no

bebían alcohol. No había apenas luz, sólo un par de focos,

rojo y verde, iluminando a los cuatro músicos. Estaba

repleto, quizás por un centenar de oscuros isleños fumando

cannabis y bailando con un ligero movimiento de cabeza, de

arriba abajo. La filandesa, el francés y yo éramos los únicos

pálidos. –En el Caribe y escuchando piezas de Bob Marley

¿qué más puedo pedir?- dijo Julián admirando el cielo estre-

llado tras expulsar el humo del porro de marihuana que tenía

entre sus dedos.

Al día siguiente, a primera hora, desmontamos el idílico

campamento y nos dirigimos a otras playas situadas un poco

- 64 -

más al Norte, siguiendo un sendero entre altos bosques de

cocoteros tras largas playas blancas desiertas y aguas

turquesas… No había nadie. Comimos algunos erizos de

mar crudos y bebimos el agua de algunos cocos que

tardamos en abrir, por la falta de experiencia, con mi

Leatherman. Pasamos todo el día allí, tumbados y bañán-

donos. Fue un inolvidable fin de semana.

Decidí entonces quedarme una temporada en Martinica,

así que era indispensable encontrar algún trabajo para, al

menos, cubrir los gastos básicos. Primero estuve husmeando

por la capital, Fort de France, pero no necesitaban a nadie.

Después me desplacé hasta Le Marin, al Sur de la isla, donde

se encontraba el punto neurálgico para veleros y empresas

del sector náutico. Yo no tenía ni idea de hablar francés, y

pocos franceses hablaban inglés, y menos español, así que la

tarea no me fue fácil. Fui dejando mi Currículum en algunas

de las diferentes empresas del puerto, del varadero, y de

charter. Una de ellas, una empresa de instalación y

mantenimiento eléctrico y electrónico de embarcaciones

respondió rápidamente para mi asombro. Su propietario,

- 65 -

Jacques, hablaba perfecto castellano, y como yo tenía cierta

experiencia en este sector, tras tres días de pruebas me

contrató.

Así que regresé por última vez al ILOT, para invitar a

cenar a Freddy, Chantal y Julián y despedirnos así con un

hasta luego. Al día siguiente me trasladé al puerto de Le

Marin. Era inicios de febrero.

Allí me prestaron para dormir uno de los ocho veleros

“Gib Sea 51” nuevos, destinados para alquiler, y a los cuales

debíamos realizar la instalación de toda la electrónica durante

un par de meses. Empezábamos a trabajar cada día a las 9h.

de la mañana y terminábamos a las 19h. ¿Quién me lo iba a

decir? Pocos meses atrás me encontraba trabajando en una

oficina bajo la deprimente luz de los fluorescentes, y ahora,

felizmente entre los pantalanes bajo la brillante luz del

paraíso, rodeado de cocoteros, veleros y aguas cristalinas.

Buen rollo con el jefe y los compañeros.

Los largos y anchos pantalanes flotantes albergaban hasta

unos 600 veleros y unos treinta maxi-yachts, como el

imponente “Mari Chá III”, que se encontraba de paso.

Otros tantos permanecían fondeados dentro de la gran bahía

protectora.

Una gran cantidad de gente se desplazaba cada día sobre

ellos. Los trabajadores nativos, descendientes de antiguos

esclavos llevados a la isla para el cultivo del algodón, y que

representaban el 95% de la población de Martinica, los

navegantes, residentes y trabajadores de origen europeo

curtidos por el sol, los turistas blancos como la leche que

llegaban diariamente con sus maletas para embarcarse en un

velero charter, y los turistas rojos como langostas que

- 66 -

desembarcaban con sus enseres tras una semana de navega-

ción costera.

Trabajaba de lunes a sábado con Roberto, un argentino

que llegó a la isla junto con su mujer María en su pequeño

velero unos años atrás, y con quien aprendí mucho sobre

este trabajo. También trabajé con el francés Alan, con quien

entablé una buena amistad. Los domingos los dediqué a

explorar la zona.

En el Sur y el Este de la isla se encontraban las magníficas

playas largas de fina arena blanca, abarrotadas de cocoteros,

de aguas calmadas y cristalinas protegidas por el arrecife de

coral situado de unos 50 a 200 metros. Más al Norte y al

Oeste, las playas eran negras por ser de arena volcánica y con

abundante vegetación selvática en la retaguardia, sin apenas

un turista, solo lugareños o pescadores. Las dos tenían su

encanto. El centro Sur de la isla era llano y plagado de

extensas plantaciones de caña de azúcar con algunas

palmeras solitarias, mientras que el Centro Norte era de

dominio natural. Entre la zona selvática se alzaba un volcán

llamado “Mont Pelée”, de 1.397 metros de altura, y que en

su erupción de 1902, destruyó la ciudad de Saint Pierre,

donde perdieron la vida unas 30.000 personas. Sobre sus

faldas se encontraban frondosos bosques tropicales húme-

dos y fangosos repletos de bambú, lianas y riachuelos, entre

los cuales volaban minúsculos colibríes.

Entablar una conversación con la gente de Martinica no

era una labor fácil ni tampoco, por lo general, sincera, pues

daba la impresión de que había cierto resentimiento o

desprecio hacia los blancos europeos. Eso no sucedió con

- 67 -

mi profesora de francés, Ingrid, a quien le agradezco mucho

su generosidad, simpatía y amistad.

La tranquilidad isleña o caribeña que recordaba por un

conocido anuncio de ron estaba presente en cualquiera de

los comercios, bares, y restaurantes. Si ibas con prisas podías

llegar a desesperarte.

El tiempo era muy variable, lo típico en esta latitud. Días

soleados interrumpidos brevemente por un rápido e intenso

chubasco que te podía dejar completamente empapado si no

lo divisabas a tiempo. En cuestión de segundos podía volver

a salir el Sol y secarte con la cálida brisa. Nada grave si no

me había descuidado de poner el móvil dentro de una bolsita

de plástico. Tenía que estar pendiente de no resguardarme

bajo los árboles con una franja roja pintada en su corteza,

pues éstos, con el agua de la lluvia desprendían un líquido

ácido que podía irritar e incluso quemar la piel.

El lugar en donde se reunían los navegantes era el

restaurante “Mango Bay”, construido con troncos y madera,

y situado sobre una plataforma encima del agua, al lado de

capitanía. Tenía unas espectaculares vistas sobre el puerto.

Era muy caro y demasiado turístico. En cambio, descubrí a

pocos centenares de metros de “Mango Bay” el “Calebasse

Café”, mi lugar preferido, donde iba a desayunar o tomar los

“noisette” (cortados), mas económicos. Era una antigua casa

colonial de anchas paredes con pintura desquebrajada, tran-

quila y fresca, con unos grandes ventanales con vistas y un

impresionante tablero de ajedrez de piedra. Pocos turistas

llegaban hasta allí y era solo frecuentado por curtidos isleños.

Algunas noches eran amenizadas con conciertos de grupos

locales, donde asistía acompañado por Ingrid y Alan.

- 68 -

Con el tiempo, fui conociendo a los profesionales que allí

trabajaban. Eric, Anne, Pascal y Yanice.

Como mi trabajo lo tenía que ir realizando por diferentes

pantalanes, estuve atento a cualquier nuevo barco con pabe-

llón español que fuese llegando. De esta forma conocí al

canario Enrique Boissier y a su mujer, de “Gran Cocotero”,

autor de “Mi vida y el mar”, a Pere y Carmen con el magní-

fico velero construido por ellos mismos con esfuerzo y

perseverancia, llamado “Solstici”, quienes publicaron más

tarde su aventura en “L’Atlántic a Quatre Mans”, a Jordi del

“Trespins”, a la alegre Aurora y a su cuñado McKa del

“Ursula” y a la adorable, valiente y carismática pareja forma-

da por Antonio y Anna del “TamTam”. Debían conocerse,

así que organicé una inolvidable cena para todos en “Mango

Bay”.

También fui conociendo a otros navegantes con proyec-

tos de viaje completamente diferentes, como los suizos

Bruno e Yvonne del “Momo”, un velero de aluminio ensam-

blado por ellos mismos en las montañas alpinas, y me

reencontré por los pantalanes con otros navegantes que

conocí en Cabo Verde, como a Paco Jiménez del “Taino”, a

los del “C’est la Vie”, y a la joven pareja francesa de esquia-

dores del “Aloha7”. La ruta era la misma para todos.

Al cabo de un mes, la responsable del puerto que se

encargaba de prestar los servicios necesarios a los grandes

veleros y yates, me consiguió una entrevista con los propieta-

rios de un gran velero clásico americano que necesitaban un

segundo capitán para navegar hacia Boston, y durante esa

misma semana, me pidió que realizara otra entrevista con un

velero francés, un imponente “Garcia”, modelo Passoa 54,

- 69 -

que necesitaba un tripulante para continuar navegando por el

Caribe, y posteriormente por el Pacífico, rumbo a Nueva

Zelanda. Me entrevisté con ambos responsables pues ¿Por

qué no seguir viajando? y me sorprendí cuando ambos

veleros me aceptaron. El haber llegado a esta isla tras haber

cruzado el Atlántico, y con una carta de recomendación del

ILOT, ayudó mucho en esa decisión. Aunque en el velero

americano me pagaban 2000 al mes, me decanté al final por

el velero francés en el que pagaban la mitad, pero iba a

surcar el Pacífico hasta Nueva Zelanda. Conocer la Polinesia

era muy tentador. Quedé con ellos, el propietario y su

mujer. Él era un educado ex-empresario recién jubilado. Su

velero era el top de los barcos de aluminio, diseñado y

construido con el concepto de aguantar cualquier imper-

tinencia marina. Con esa embarcación recién terminada en

2.002, uno podía irse tranquilamente a la Antártida y quedar

atrapado por el hielo sin tener gran preocupación. Los

acabados impecables, y con todos los extras instalados. El

precio, de 1.200.000 , era prohibitivo para la mayoría de los

mortales. Acordamos que partiríamos al cabo de un mes.

Durante ese tiempo continué con mi trabajo de instalador

de electrónica en veleros.

En la prensa local me enteré del inicio de la guerra civil

en Haití, a tan solo pocos centenares de kilómetros de donde

me encontraba.

El 11 de marzo de 2.004, me encontraba trabajando

como de costumbre. Fue la llamada de Ingrid, mi profesora

de francés, la que me informó sobre el atentado terrorista en

los trenes de cercanías de Madrid. Incredulidad, indignación

e incomprensión fue lo que sentí durante esas semanas.

- 70 -

Con Alan exploramos un domingo el interior de la isla.

La vegetación era exuberante, con enormes bambús, lianas

colgando, entremezcladas con palmeras, flores, frutas

tropicales y frondosos arbustos. En los valles, infinidad de

riachuelos que debíamos cruzar. Caminamos por un

pequeño sendero siempre fangoso y resbaladizo, debido a la

saturada humedad y a la poca luz del sol que se filtraba de

entre las altas copas, y empezamos a subir sin cruzarnos con

nadie, hasta lo más alto que pudimos llegar, durante las casi

dos horas de senderismo. Fue mi primera vez en una zona

selvática, y los sonidos nuevos de los pájaros tropicales no

dejaban de sorprendernos. Luego empezó la odisea del

descenso. Nunca pensé que con unas chancletas de playa

llenas de fino barro se podía llegar a patinar tanto o más que

en una pista de hielo. No pude dar ni un solo paso sin darme

un trompazo sobre el barro para desaparecer luego entre los

arbustos. Alan iba mejor preparado, con unas altas botas de

montaña. Probé descalzo y fue aún peor. Llegué a pensar

que nunca podría bajar de allí. Al final opté por utilizar las

lianas, un par de bastones y una muy buena dosis de

paciencia. Con las horas logramos alcanzar el río y de allí el

coche. Agotados. Lo que no sabíamos es que Martinica era la

única isla caribeña donde habitaban unas serpientes

peligrosas. Afortunadamente para nosotros, no llegamos a

cruzarnos con ninguna.

Llegó el día pactado con Adolphe, el propietario del

Sterwan, y su mujer Catherine. El barco había sido revisado

durante su permanencia en Le Marin. Dejé de trabajar con

Jackes, Alan y Roberto, y fuimos al varadero para que le

aplicaran una nueva capa de patente duro en los bajos, y

- 71 -

pude observar las maravillosas formas de este barco

construido solamente bajo encargo.

En el exterior, orza hueca abatible, con lo que, en caso de

colisiones, ésta se elevaba. También permitía que este velero

de casi 17 metros solo calase un metro y veinte centímetros

cuando la orza se encontraba recogida. La parte inferior del

casco era llano, pero acababa con una coletilla sobre la cual

se encontraba la hélice del potente motor de 135 C.V.

protegida contra impactos y cabos. Una hélice eléctrica en

proa que se recogía con un mando situado junto a la rueda

del timón, permitía fáciles y precisas maniobras. Dos palas

de timón cortas en popa que, aparte de ahorrar calado,

ayudaban a asentarse establemente sobre el fondo en caso de

que la marea descendiera. El Sterwan llevaba 3 potentes

winches eléctricos, desde los cuales se podían realizar

prácticamente todas las maniobras del barco con solo mover

el músculo de un dedo. Trinquete con carro auto-virante.

Todas las piezas bien soldadas. Tenía la robustez y ligereza

de un barco de aluminio impecablemente construido.

El interior era espacioso y elegante, forrado con madera

de cerezo. Entrando, a la derecha, la mesa de cartas y un

camarote con dos literas hacia popa. A la izquierda, un

camarote doble y un baño con ducha. En el centro, un

espacioso sofá de piel color marfil en forma de U con

capacidad para ocho personas y una elegante cocina. Hacia la

proa, el gran camarote doble, contiguamente otro baño, y

por último, un pequeño cuarto de herramientas y velería, a

través del cual se accedía al motor eléctrico de proa. Tras las

escaleras para adentrarnos al interior de Sterwan, una

pequeña sala de máquinas por donde se accedía al motor

- 72 -

para reparaciones o mantenimiento fácil. Como tecnicidades,

entre otras cosas, este velero contaba con cinco enormes

baterías de gel, tres sistemas diferentes para generar

electricidad, tres ordenadores con todos los programas para

la navegación, dos plotters, cinco GPS, dos sistemas

independientes de piloto automático, teléfono e internet por

satélite, Inmarsat, y GSM, un depósito para 1500 litros de

gasoil y otro para 1.500 litros de agua dulce, una desalini-

zadora con capacidad de generar 60 litros de agua potable

por hora con agua del mar, dos botellas de buceo y

compresor. Y todo instalado y configurado por los propios

astilleros. Uno de los mejores veleros en los que he estado.

Difícil de mejorar.

Durante los últimos días empezaron las cenas de

despedida. En casa de Ingrid, en el “Ursula”, en el “Ti

Toques”. Cervezas con unos y desayunos con otros. Estaba

contento por empezar esa nueva etapa, por volver a

balancearme sobre el océano y tensar unas velas.

- 73 -

Capítulo 10

Rumbo Canal de Panamá

Salimos de Le Marin el jueves 1 de abril de 2004 a las

14h30. Tras desamarrar, enfilamos dirección hacia la bocana

de la bahía que protege este puerto natural. En el último

pantalán se encontraban Aurora, Olivier e Ingrid, haciendo

sonar una bocina. Nos despedimos levantando prolonga-

damente el brazo.

No hay nada más triste que las despedidas cuando no se

tiene la certeza de un próximo reencuentro.

Pusimos rumbo a la isla de Antigua, pasando por la parte

Atlántica de las demás islas. Día soleado, mar llana con ola

suave de fondo, y viento de 20 nudos del Noreste, o sea, de

la amura de estribor. Con todas las velas desplegadas y a una

- 74 -

velocidad de 7-8 nudos empezamos a pasar por el costado

de Dominique. Tras algunas horas, por el costado de

Guadalupe. Finalmente cerca de la isla de Montserrat, con su

volcán aún humeante, para llegar justo después de veinti-

cuatro horas de navegación a Antigua.

El Sterwan navegaba a las mil maravillas. Cortaba las olas

noblemente y las maniobras en el barco eran fáciles,

sobretodo, por gracia de los winches eléctricos. Al ser un

barco prácticamente nuevo y muy sólido, con los mejores y

más caros componentes del mercado, el mantenimiento

diario era rápido y sencillo: limpieza de vez en cuando de la

cubierta e interior, comprobación de filtros, niveles, rumbo y

radar… y poco más, lo que me permitía mucho tiempo libre

para la lectura y visitas a los lugares donde íbamos fon-

deando.

Isla de Antigua

Entramos en el puerto natural de English Harbour, en el

Sur de Antigua. Ese paraíso histórico era increíble: protegido

con una antigua fortaleza bien conservada en la entrada, este

puerto natural fue concebido entre 1725 y 1746 para

albergar, suministrar, reparar y proteger a uno de los últimos

orgullos de la Royal Navy inglesa, el Nelson’s Dockyard, que

fue decisivo para el control británico en las Antillas y del

comercio del azúcar hacia Europa. Capitaneado por el joven

Horatio Nelson de 20 años (quien con 26 llegó a almirante),

fue también una de las pesadillas de la flota naval

napoleónica. El viejo puerto albergaba cañones en todos sus

rincones. Antiguos edificios bien conservados para el arsenal

de antaño, para la reparación de las velas, para los carpin-

- 75 -

teros, los oficiales, los ingenieros navales... Parecía más bien

un pequeño parque temático. Muy tranquilo, bonito y since-

ramente acogedor.

Salimos al día siguiente para ir a unas playas detrás de

Green Island, una pequeña isla al este de Antigua,

situándonos a sotavento después de esquivar el laberinto de

arrecifes desde la proa y con carta en mano. Playa bonita y

también muy tranquila. Pasamos la noche y con las primeras

luces de las 6h. de la mañana, pusimos rumbo a Barbuda,

situada a escasas 25 millas al Norte de Antigua.

Leyendo un libro en la popa, tras la comida del mediodía,

durante mi turno en cubierta, una enorme ballena emergió

silenciosamente a escasos metros por la aleta de babor, para

darme un susto de muerte con su resoplido, y sumergirse un

instante después de manera vertical.

Poco más tarde, observando la isla de Nevis con los

prismáticos, otra ballena hizo, justo entre la isla y yo, uno de

esos espectaculares saltos que solo había visto en documen-

tales y fotos. Sacando del mar casi todo su cuerpo, con

enormes aletas blancas, para inclinarse y dejarse caer de

costado sobre la superficie, levantando una gran cantidad de

agua en su batacazo. ¡Increíble!. Me comentaron de algunos

casos en los que las ballenas se acercaban a algunos tipos de

barcos con bajos color azul o blanco atraídas por sus formas,

pensando que se trataba de otra ballena. Deseé que las

formas del Sterwan no les resultaran atractivas.

- 76 -

Isla de Barbuda

Llegamos justo al mediodía a Low Bay, la playa más larga

situada al Oeste de la isla, de unos 10 kilómetros de largo.

Pero mucho antes empezamos a navegar sobre esas aguas de

color azul cielo, incluso antes de divisar la isla. A diferencia

de las otras que tenían formaciones montañosas pudiendo

superar los centenares de metros sobre el agua, ésta era

completamente llana, solo divisable a pocas millas por las

copas de los árboles y cocoteros que sobresalían en el

horizonte. Esa playa era magnífica, la mejor que había visto

hasta entonces, no solo por la belleza en sí, sino por la paz

que transmitía. Ni un barco anclado, ni un alma en la playa.

Fondeamos en un lugar donde había una pequeña casa en

ruinas -la única casa- rodeada por las únicas palmeras, ya que

el resto eran arbustos y pequeños árboles. Detrás de ella, se

encontraba el Lagoon Codrington. Estábamos solos, y la

verdad es que estar ahí, frente a kilómetros de playas

paradisíacas, vírgenes y silenciosas, fue indescriptible. Con

las luces del atardecer se transformó todo como en un

sueño: Una franja en el horizonte formada por cuatro

colores: mar turquesa, playa rosada, una línea verde oscuro

de los arbustos, y el cielo semi-rojizo del atardecer... una

suave ola de fondo casi imperceptible en el barco, acababa

rompiendo sobre la arena formada por minúsculas conchas

de color rosado con un ritmo hipnotizador... La casita con su

docena de cocoteros... Algunos enormes pelícanos de tonos

oscuros sobrevolaban a ras del agua con un lento aleteo

mientras el sol sonrojado se iba ocultando tras la mar en el

mismo momento en que la enorme luna llena se asomaba

entre los arbustos en el lado opuesto... La suave brisa

refrescaba ese mágico momento. Tal belleza era imposible

- 77 -

de plasmar en su totalidad con mi cámara fotográfica. Por la

noche, con la luz de la Luna, todo parecía aún más irreal...

Solo tenía unas pocas horas para disfrutar en solitario sobre

la cubierta de esa irrepetible realidad, pues a la mañana

siguiente debíamos partir a las 6h30 hacia la isla de St. Barth,

a 70 millas y a 300 grados al Oeste, muy cerca de St. Martin.

Isla de St. Barth

Tras navegar todo el día a motor sin nada de viento,

llegamos al puerto de Gustavia sobre el mediodía. En las

afueras, centenares de embarcaciones fondeadas. Dentro del

puerto solo mega-yates de lujo y maxi-veleros. Nunca vi tal

concentración de este tipo de barcos. Al desembarcar lo

entendí: el puerto abarrotado de tiendas... Louis Vuitton,

Zegna, Bvlgari, Breitling, Sebago, Dior, Cartier, Ralph

Lauren... y es que el Caribe tiene sus contrastes. Descapo-

tables, todoterrenos, rubias espectaculares… todos bien

vestidos, muy calculado y bien puesto. El personal de los

restaurantes y de las tiendas eran europeos, con una sonrisa

siempre de oreja a oreja. Por la noche, algunas fiestas

armaban un escándalo de narices en esos maxi-cruceros.

Pasamos allí dos días, hasta el 7 por la mañana.

Isla de Anguilla

Partimos rumbo a Saint Martin, donde solo paramos en la

parte holandesa para llenar los tanques de gasoil, ya que allí

está libre de impuestos, y continuamos hasta llegar a Anguila

después de cuatro horas de navegación. En las pequeñas

Antillas se va saltando de isla en isla, de país en país (ya que

- 78 -

la mayoría, antiguas colonias, son independientes) con solo

algunas horas de navegación. Nunca se pierde el contacto

visual con tierra. Por otra parte, me estaba haciendo un lío

con mi precario francés y mi mejorable inglés, pues me

resultaba un esfuerzo pensar en cómo debía decir las cosas,

ya que el idioma oficial en cada isla se iba casi alternando

sucesivamente.

Por el camino no pude evitar realizar fotos a muchos

veleros, pues allí habían auténticas joyas, antiguas y moder-

nas. Me planteé comprarme una cámara digital, ya que me

estaba dejando un dineral con los revelados.

En Anguilla poca cosa. Pasamos la noche frente a una

playa donde se encontraba un carguero encallado por uno de

los últimos huracanes. Por la noche me aventuré asistiendo

solo a un concierto de “reggae” en el interior del pueblo...

Muy bueno, auténtico, y con buen ambiente. No tardé en

tomarme un par de cervezas con otros navegantes.

Las Virgin Gorda (British Virgin Islands)

Después de salir desde Anguilla a primera hora, pasamos

de noche por el estrecho de “Round Rock”, al Sur de Virgin

Gorda, para costear hacia el Norte hasta llegar y fondear

frente a la Spanish Town. Al día siguiente, después de hacer

el ineludible papeleo de “entrada” en aduanas, navegamos

hacia el Norte, hasta llegar a la Gorda Sound, un lugar por

donde solo era posible entrar por tres pasos muy estrechos y

con tan solo 1’60 metros de profundidad. Tener solo 1’20 de

calado daba mucha movilidad por estas islas coralinas. El

sitio era especial, otro pequeño puerto natural rodeado de

pequeñas montañas y lleno de vida, mucho movimiento de

- 79 -

embarcaciones, hoteles pequeños, bastantes casitas residen-

ciales y una bella puesta de sol.

Isla de Tortola (British Virgin Islands)

Llegamos al día siguiente. En Tórtola estuve tres años

atrás con mis amigos Alfred y Jorge. Todo parecía igual:

casas multicolor, vegetación abundante, cocoteros… excepto

una cosa que tal vez hacía tres años no existía... una nueva y

estúpida moda: carreras -no oficiales- de lanchas ruidosas

como aviones durante todo el día y pasando a escasos

metros de los pocos barcos que estábamos tranquilamente

fondeados... incluso ya entrada la noche. Ante eso nos

quedamos justo esa noche, suficiente para hacer el “check

out” de las Vírgenes Británicas y partir hacia República

Dominicana.

Boca Chica (República Dominicana)

Tres días, casi siempre a motor, para llegar a Boca Chica

pasando por el Sur de Puerto Rico (allí no paramos, debido a

las complicaciones en los visados americanos tras el 11S). La

entrada en la Marina era muy complicada si no se disponía

de una carta detallada. Con indicaciones del puerto a través

del canal 9, entramos sin dificultades. Amarramos en la

Marina de Julián, y poco después ya estaba en un moto-

concho (o moto-taxi) haciendo mis primeras excursiones por

la zona. Me encontraba en el Popeye’s Bar negociando con

el camarero el precio para un taxi a la ciudad de Santo

Domingo -a treinta minutos de Boca Chica- cuando alguien

me llamó por mi nombre. Me giré sorprendido… ¿quién

- 80 -

podía conocerme aquí? Pues sí, coincidencias de la vida, era

Fabrice, un francés que conocí brevemente en Martinique

después de llegar con el catalán Jordi en un velero llamado

“Pico Espina”. Cómo no, pedimos una cerveza local

“Presidente” para celebrarlo. Por la tarde, de vuelta al

barco... vi una bandera española ondeando en la popa de un

velero de la marca Benneteau llamado “Encís II”… de

Mallorca. ¿De qué recordaba yo ese nombre? Me presenté y

empecé a hablar con Toni, su propietario... ¡ostras! ¡¡¡Si es

verdad!!! Coincidimos con ellos brevemente en Cabo Verde

justo cuando llegamos con el “Meditación”. ¿Había mencio-

nado antes que el mundo es un pañuelo? Alguien dijo que

entre dos sujetos completamente desconocidos no hay más

de seis personas entre medio que los conecte. Hay que

portarse bien siempre.

Con Fabrice nos escapamos un día a la ciudad. Primero

en moto-concho (los dos más el motorista) a la parada de

autobús, y después a la ciudad. Pasamos allí todo el día. La

primera ciudad del nuevo continente fundada por Cristóbal

Colon en 1493. La gente parecía increíblemente abierta y

amable, pero a esas alturas ya no sabíamos hasta donde la

amabilidad podía ser por interés. Estuvimos todo el día

mirando y buscando un filtro polarizado 72mm para mi

cámara réflex. Ya lo había intentado en todas las islas

caribeñas por las que había pasado pero me había resultado

imposible... hasta que por fin, lo encontramos por casualidad

cuando volvíamos después de recorrer más de 10 kilóme-

tros… y a un precio increíble. También decidí al final

comprar una cámara digital, para ahorrar costes de revelado

y poder también realizar algunos videos del viaje. Pasé tres

días fantásticos en Boca Chica. Cuando oscurecía nos

- 81 -

advirtieron de no salir de la marina por su elevada

peligrosidad, pero eso no evitó que alguna noche Toni,

Fabrice y yo nos escapáramos a los bares de Boca Chica en

moto-concho a tomar algunas copas. Otro barco español

apareció antes de irnos, el “Kio” de Alfonso, con su mujer y

su hija.

Salimos de Boca Chica el 17 con viento de 35 nudos del

Norte, pues acababa de pasar un frente. Navegamos con 3

rizos avanzando a 11 nudos de velocidad. Día nublado y

noche muy negra, sin luna. Las olas, pese a que nos

encontrábamos a sotavento de la isla, fueron en aumento

hasta llegar a unos 2-3 metros de altura en pocas horas. Al

siguiente día el viento paró por completo y avanzamos a

motor. La mala calidad del carburante sin filtrar, con

impurezas, en algunas de estas islas en las que repostamos,

obstruyó el filtro de gasoil y quemó la bomba de inyección.

Por suerte, este barco tenía de todo y pudimos reemplazarla

por otra nueva. Creo que se podría haber equipado

completamente otro velero con los repuestos sobrantes de

este.

“Ile à Vache” (Haití)

Llegamos el 18 de abril, con una cerrada noche al Sur de

Ile à Vache y anclamos en una playa de fácil acceso a

sotavento. Ni un faro, ni una luz que indicara alguna

presencia de vida… nada... Nos acercamos despacio a una

distancia mínima de la playa gracias a la combinación en el

plotter de radar más GPS sobre carta... y en el exterior, con

un visor nocturno.

- 82 -

Haití se encontraba inmersa en plena guerra civil, aparen-

temente controlada ya por los americanos, pero en esta

pequeña isla al Sur del país vivían al margen de su gobierno y

del mundo desde hacía décadas. Esa isla no tenía suministro

eléctrico, ni de agua, ni coches, ni motos, ni lanchas. En ese

pedazo de tierra, sus 8.000 habitantes vivían como hacía

doscientos años.

Al día siguiente, al amanecer ya se oía a los niños jugar

por la playa, mientras los pescadores salían con sus pequeñas

embarcaciones de vela construidas artesanalmente. Un lugar

“auténtico”. Una pequeña canoa hecha de un tronco de

árbol ahuecado se nos acercó con dos hombres remando

con un tablón de madera. –“Bonjour! Bienvenu à Ile à

Vache”. Hablamos un rato y les regalamos un par de latas de

buen paté. Al cabo de pocos minutos regresaron con seis

cocos verdes que nos abrieron a machetazo limpio para

poder beber su agua y con una cucharilla comernos el

interior blanco aún gelatinoso. Una buena manera de

empezar una mañana cualquiera, pensé. Levamos anclas y

nos resguardamos en la única marina de la isla, Port Morgan,

un puerto natural donde se dice que se escondía el famoso

pirata Enric Morgan. El sitio tenía un pequeño hotel

(www.port-morgan.com) con magníficas vistas a la playa. Al

otro extremo se encontraba una pequeña villa. Los

lugareños, muy pobres, se nos acercaban con caras de

desconfianza (no llegaban muchos turistas a ese lugar). Por

lo general no pedían limosna sino que venían para curiosear,

sobre todo los niños. Querían conocernos o vendernos

algún alimento fresco. Vestían con viejas camisetas sucias y

bañadores desdeñados. Nos precipitamos al tacharlos de

pobres, pero cubiertas las necesidades básicas, podríamos

- 83 -

decir que el pobre no es quien menos tiene sino quien más

necesita. Ellos, al no tener televisión y escaso contacto con el

exterior, no deseaban un mp3, un móvil, una cámara o una

casa con piscina. Salían, pescaban, jugaban, y tenían sus

momentos de ocio.

La pequeña villa estaba compuesta de diminutas casitas

de pescadores de no más de 20 metros cuadrados cada una,

donde vivían familias enteras. Pese a estar construidas con

madera y barro, y techos de hojas de palmera, todo parecía

muy limpio y ordenado. Daba la sensación de estar en un

pequeño y tranquilo jardín. Un lugar realmente relajante, si

no hubiera sido por unos insectos invisibles que iban

picando constantemente a la altura del tobillo. Paseando por

el pequeño poblado llegamos frente a la casa de la Doctora

Carmen, una catalana de Barcelona. Con ella estaba su

sobrino y empezamos a charlar. Llegó hace unos años, y al

ver la situación de pobreza y ningún medio sanitario en la

isla decidió quedarse. Con la ayuda del Colegio de Promo-

tores de Jaca y una pequeña colaboración, edificó un centro

de atención sanitaria encima de la colina tras el pequeño

poblado. Allí atendía a todos los habitantes de la isla. De vez

en cuando regresaba a Barcelona unos meses para ganar

dinero y volver de nuevo con medicamentos. También

recibía con los brazos abiertos a médicos y enfermeras que

quisieran colaborar con ella durante el tiempo que desearan

quedarse. Una bellísima persona con un gran proyecto.

Durante los dos días restantes visitamos la isla a pie. Era

imposible que no se acoplase otro acompañante a la

excursión a cambio de un poco de arroz, pasta o algún dólar.

Los pequeños y limpios senderos (ya que siempre iban

- 84 -

descalzos) serpenteaban entre magníficas colinas y vegeta-

ción abundante pero no agobiante. Había huertos y

pequeñas casitas de paja o madera. Cabras, cerdos, caballos.

Gallos y vacas campaban a sus anchas. La gente siempre

saludaba a nuestro paso... -Bonjour! Ça va? -Ça va bien,

merci-. Las playas, desiertas, con algunos pescadores faenan-

do. Debíamos preguntar previamente si se les podía sacar

alguna foto, pues creían firmemente que al disparar la

instantánea les podíamos robar su alma. En Haití son muy

supersticiosos y creían en los zombis. Muchos se indignaban

con tan solo ver la cámara colgada en nuestros cuellos.

Aguas puras... realmente un lugar mágico.

Cada día venían con sus rudimentarias canoas a vender-

nos algo: pescado fresco, langostas, frutas… Algunos se

acercaban tan solo para charlar. No insistían, pero al final,

perdimos toda intimidad en cubierta, y si lo que queríamos

era leer un libro tranquilamente, lo mejor era meterse en el

interior del velero.

Había una pequeña biblioteca en el pueblo creada por un

canadiense y una escuela independiente de la corrupta

administración Haitiana, a las afueras del poblado, que se

fundó unos diez años atrás. Todos los navegantes que

fueron pasando por allí habían hecho su pequeña donación

de libros y material diverso a la escuela.

Cuando entraba la noche, todo el mundo se encerraba en

sus casitas. Lo que de día se veía como una tupida línea de

toscas viviendas, palmeras, playa y barcos, se transformaba

en una gorda franja negra solo recortada por las estrellas del

cielo y su reflejo en el agua. Ni una luz, ni un solo ruido.

- 85 -

Ya no podía más. Los días que llevaba embarcado en el

Sterwan, comíamos muy bien. La esposa del Adolph,

Catherine, cocinaba de primera, pero yo tenía un pequeño

problema: ellos comían hasta quedar saciados, y yo, por

educación y para no parecer un glotón, comía la misma

cantidad que ellos… pero siempre me quedaba con hambre.

No comenté nada desde que partimos de Martinica por falta

aún de confianza, pero aquí, al tener un hambre ya insopor-

table, tuve que decirlo. -“Pas de problème”-, me dijeron.

Entonces, todo arreglado. Durante las siguientes comidas se

asombraron al verme comer la misma cantidad que ellos dos

juntos, lo habitual para mí. Me hizo gracia el comentario que

me hizo Adolph días más tarde: -“Alberto, tu estas mal

diseñado… lo que comes lo echas.”. Puede ser.

Tras unos días, partimos el 21 por la noche rumbo al

Canal de Panamá con una previsión meteorológica para los

siguientes tres días de viento de 10 nudos. A través del

NavTex recibimos un aviso (NavWarnin) sobre ataques

piratas en las zonas de Jamaica, Colombia y Venezuela, por

suerte lejos de nuestro rumbo.

Navegando de Haití a Panamá.

De 10 a 15 nudos de viento por la aleta de babor, a 8

nudos de velocidad con el spinaker asimétrico. Los dos

primeros días olas grandes de fondo. Las guardias nocturnas,

como siempre, yo de 00H a 03H am y de 06H a 09H am.

Esperábamos encontrar mucho más tráfico navegando hacia

el canal pero no vimos ni mercantes ni otros veleros hasta el

último día.

- 86 -

Tras cuatro días de navegación, divisamos la costa

panameña entre nubes que amenazaban tormenta. Descubrí,

por primera vez, y escurriéndose por un hueco bajo la rueda

del timón, una pequeña cucaracha. Seguramente se debió

colar en República Dominicana, dentro de algún alimento, ya

que los cartones con los que los traemos hasta el barco,

nunca los subimos sobre cubierta por ser un fantástico

ascensor de embarque para estos insectos.

Sobre las tres de la tarde pasamos entre los dos enormes

espigones que protegían la bahía de Colón y que daban

cobijo a todos los mercantes y embarcaciones de todo tipo

que esperaban su turno para cruzar el Canal. Amarramos en

el Yatch Club de Cristóbal.

- 87 -

Capítulo 11

Cruzando el Canal de Panamá

Barcos abandonados, pantalanes medio derruidos, sucie-

dad... todo muy gris. En la marina se nos acercó un hombre

de unos 45 años ebrio, que nos empezó a increpar y a pedir a

gritos que pagáramos inmediatamente nuestra plaza, nada

más llegar. Toda la marina estaba atenta a lo que pasaba.

Nosotros no entendíamos nada. Parecía que trabajaba ahí,

pero su estado deplorable y su negativa a presentarnos su

identidad como tal, nos hizo dudar. En el libro que leímos

sobre Panamá, se nos advertía que no debíamos bajar del

barco hasta haber pasado inmigración y aduanas. Al ser

domingo, estas entidades se encontraban cerradas. Le

dijimos que formalizaríamos nuestra llegada al día siguiente,

pero ese impresentable no escuchaba, sólo gritaba y amena-

zaba. Lo ignoramos. Al poco rato saltó un francés de otro

barco y empezó a echarlo de allí, y el borracho se lió a

- 88 -

tortazos. Cuando decidimos intervenir, ya se habían soltado

y el americano se largó tambaleándose de nuevo. Por la

noche, el mismo personaje volvió acompañado por un

guardia de seguridad de la marina y un policía, alegando que

lo habíamos amenazado, y se armó de nuevo. Por suerte, al

yo hablar castellano, pude explicar bien la extraña situación

que nos habíamos encontrado y la autoridad nos dio la

razón. Una triste bienvenida a este país.

Al día siguiente pasamos a primera hora por inmigración,

sanidad y capitanía. Toda una mañana para tramitar los

papeles de entrada: fotocopias por aquí, más fotocopias por

allá, listado de tripulantes, fotos carné... siempre desplazán-

donos en taxi, pues Colón era, según decían, la ciudad más

peligrosa de Panamá. Llamé ese lunes para pedir cita para la

inspección del barco y conseguir así el permiso de cruce del

canal. Nos la concedieron para el miércoles. Se presentaron

ese día y todo fue muy rápido: comprobación de los cuatro

cabos de 35 metros que mandaba la normativa vigente, toma

de las dimensiones del barco, algunas preguntas, como

preferencia en la situación para cruzar el canal...etc. Uno de

los requisitos obligatorios, aparte de los cuatro cabos largos

para amarre, era un capitán (Adolphe) y cuatro tripulantes

para el control de las cuatro amarras, dos en proa y otros dos

para la popa (sin contar con el Piloto, que lo iban a poner

ellos). Como nosotros éramos dos para cruzar, ya que

Catherine se iba de vuelta a Francia, tuve que encontrar tres

tripulantes más. Había algunos panameños que se dedicaban

a esto profesionalmente, cobrando unos 50 dólares por el

servicio, pero en el Yatch Club de Colón era relativamente

fácil encontrar viajeros que buscaban barcos para tener la

experiencia de haber cruzado el canal. Hablé con tres de

- 89 -

ellos, un chico y una chica ingleses que acababan de recorrer

3.000 kilómetros en bicicleta por el Ecuador, y Stephen, un

joven parlanchín americano de 23 años que quería

desembarcar del velero en el que había llegado debido a

problemas con su capitán. Todo listo, tripulantes a punto y

los neumáticos forrados con bolsas de plástico recomen-

dados para poner como defensas, ya que las defensas

normales no podían aguantar la enorme presión y normal-

mente acababan por reventar. Estos neumáticos nos

costaron 3 dólares la unidad.

Llamé el día acordado para que me confirmasen la fecha

en la que íbamos a cruzar, ya que ellos organizaban los

grupos de veleros de más o menos la misma eslora para que

cruzasen juntos. Nos citaron para el lunes 3 de mayo, justo

una semana después de nuestra llegada. Debíamos volver a

llamar el día antes, domingo, para confirmar la hora en la

que debíamos embarcar al “piloto” de maniobras.

Mientras esperábamos a que llegara el momento, aprove-

chamos para visitar la ciudad de Cristóbal Colón, siempre en

taxi, casi nunca a pie. Todo sucio, pobre... muy pobre. El

siguiente domingo 2 de mayo había elecciones presidenciales

y las paredes medio derruidas estaban adornadas con carteles

propagandísticos multicolores.

Fuimos a “Zona Libre”, un gran polígono industrial con

enormes almacenes situado a las afueras en el que solo se

puede acceder mostrando el pasaporte y previo registro. Allí

se encontraban los grandes distribuidores de todas las

marcas del mundo para la venta y distribución en Latino-

américa y América del Norte. En principio solo se vendía al

por mayor y a distribuidoras, pero se podían encontrar

- 90 -

tiendas donde comprar por unidades y a muy buen precio,

libre de impuestos. El resto de los días mantenimiento y lim-

pieza del barco, compras, y un poco de aprovisionamiento.

Entre otras personas conocí a Pere, un catalán de unos 65

años y que hacía 11 había dado la vuelta al mundo en

solitario. Un “inadaptado” a la sociedad, como él mismo se

definía. Vivía muy feliz por la zona del Caribe sobre su

catamarán con su novia venezolana.

A la mujer de Adolphe, Catherine, la acompañamos al

aeropuerto ya que debía regresar a Francia y no realizaría la

travesía del Pacífico con nosotros. Lo haríamos Adolphe y

yo. Hablé con el americano Stephen, que nos iba a ayudar a

cruzar el canal y logré convencerlo para que también nos

acompañara hasta la Polinesia. Era una travesía demasiado

larga para realizarla solo dos tripulantes, ya que si alguno de

nosotros hubiese tenido algún problema, al otro le habría

resultado casi imposible llevar el barco solo. Le presenté a

Adolphe, le cayó bien y le pareció muy buena idea. Stephen

hablaba también castellano y un perfecto francés. Nos

serviría como intérprete entre a Adolphe y a mí. Volvíamos a

ser tres.

Por fin llegó el domingo, y por tanto, momento de llamar

y confirmar hora con el piloto y el nombre de los otros dos

veleros con los que debíamos cruzar el canal. Más días en

Colón nos hubieran puesto de mal humor. Por motivos de

las elecciones nos pospusieron finalmente para el martes, a

las 03:45am.

El martes pues, nos encontramos allí puntuales, la

totalidad de la tripulación del Sterwan, los dos ingleses, el

americano, Adolph y yo, a las 04:00am, de noche, flotando

- 91 -

en la zona balizada junto con los otros dos veleros, un

catamarán de las Marquesas y un pequeño velero inglés,

esperando a que una barcaza nos trajera al piloto. Tardó una

hora y media.

Llegó con un potente foco y depositó a los tres pilotos,

uno en cada barco. Poco a poco nos fuimos adentrando

hacia el canal y justo a la entrada nos reagrupamos, paramos,

y nos amarramos fuertemente los unos a los otros. A

nosotros, por ser el velero más grande, nos tocó en medio.

Empezaba a amanecer cuando entramos en el primer nivel

de la Esclusa Gatún, que salvaba en tres niveles los 27

metros de desnivel entre el Océano Atlántico y el lago

Gatún. Cuando empezamos a entrar los 3 veleros como si de

uno se tratara, cuatro encargados, dos en cada lateral del

canal, nos lanzaron unas pelotas con un fino cabo, que

intentamos “cazar” cual jugador de béisbol una pelota

bateada, y las cuales, una vez en mano, atamos al extremo de

nuestros amarres gruesos predispuestos sobre cubierta.

Estos operarios fueron recuperando de nuevo el fino cabo

- 92 -

con el grueso que habíamos afirmado hasta que una vez en

mano, desde arriba, nos fueron acompañando al interior de

la esclusa, tras un carguero imponente. Se cerraron las dos

dobles enormes compuertas traseras de hierro que podían

llegar a pesar más de 800 toneladas. Una vez cerradas, sonó

una sirena y un minuto después el agua empezó a salir por

debajo formando turbulencias y remolinos a gran velocidad.

En nuestro ascenso, debíamos ir tensando los cuatro ama-

rres para que los tres barcos se mantuviesen en el centro,

pues las corrientes podían desplazar violentamente todo el

grupo a un lateral y realizar desperfectos en los cascos. En

12 minutos el nivel subió los 9 metros que debíamos salvar.

La puerta de enfrente del mercante se abrió y éste se puso en

marcha para pasar al segundo nivel, remolcado por las

“burras” (máquinas de arrastre para grandes barcos especial-

mente diseñadas para el canal). Superamos el primer nivel.

Nosotros nos pusimos en marcha acompañados por los 4

encargados que no soltaron los gruesos cabos. En el

segundo y tercer nivel fue lo mismo, subiendo metros en ese

ingenioso ascensor acuático. Se abrieron las últimas com-

puertas de la última esclusa y entramos en el Lago Gatún (en

su día, el lago artificial más grande del mundo y que

sumergió a más de veinte poblaciones). Tras salir de la

esclusa, nos separamos de los otros dos barcos y continua-

mos solos por el lago guiados por nuestro piloto, Ernesto,

siempre sin salir del canal perfectamente balizado, a 8 nudos

a motor. Realizamos otra ruta diferente a la de los grandes

mercantes, un atajo (The Banana’s Shortcut) que pasaba por

en medio de la verde y tupida selva, siguiendo las enfila-

ciones colocadas en las colinas rodeantes. Fue increíble

navegar a escasos metros de la vegetación, viendo monos,

- 93 -

tucanes... y algún cocodrilo en la ribera. Entramos de nuevo

en la ruta principal de los mercantes. Pasamos por debajo del

nuevo Puente de las Américas, aún en construcción y que en

agosto se convertiría en la segunda ruta que une las dos

Américas, Norte y Sur. Continuamos navegando por el

canal, cruzándonos con enormes monstruos de acero.

Algunas dragadoras flotantes trabajaban sin descanso para

mantener la ruta transitable. Tardamos unas seis horas en

atravesar el lago Gatún y llegar a la entrada de la segunda

esclusa, la Esclusa de Pedro Miguel, de un solo nivel y que

desciende 9 metros hasta un pequeño lago. Tuvimos que

esperar a los otros dos barcos mientras aprovechamos para

comer bajo una lluvia torrencial. Cuando llegaron nos

volvimos a amarrar los unos a los otros. Nosotros, de nuevo

en el centro. Entramos esta vez los tres barcos solos, sin

otro mercante delante ni atrás. Esto nos permitió ver la

magnitud del espacio. Se cerraron las enormes compuertas

traseras de acero y nos amarraron a los costados como

anteriormente. El agua empezó a descender con la misma

velocidad que durante el ascenso, pero en este caso,

debíamos ir soltando amarras para intentar mantener de

nuevo los barcos en el centro. En pocos minutos nos

encontramos como en el fondo de una majestuosa piscina

casi vacía, de paredes verdes, húmedas y resbaladizas. Se

abrieron las primeras compuertas y accedimos a un pequeño

lago que cruzamos con rapidez para llegar a la tercera y

última esclusa, la Esclusa de Miraflores, de dos niveles.

Descendimos un nivel, se abrieron de nuevo las puertas ante

nosotros, pasamos al segundo nivel, se cerraron las

compuertas traseras, descendimos de nuevo, se abrieron las

dobles compuertas de enfrente, las últimas, las que nos

- 94 -

separaban del Pacífico. Esperamos a que la fuerte corriente

que se creó por la diferencia de densidad entre el agua salada

del mar y el agua dulce del lago cesase, y avanzamos. El

Sterwan se encontraba al lado Oeste del continente Ameri-

cano, en un nuevo Océano lleno de nuevos lugares por

descubrir. Emoción, excitación. Avanzamos y pasamos bajo

el famoso puente de las Américas, el único puente que une

América del Norte con América del Sur, por donde pasa la

carretera Panamericana. Tomamos una copita del típico

Ti’Punch caribeño con toda la tripulación para celebrarlo.

Poco después nos encontramos amarrados en el exclusivo

Flamenco Yatch Club, a las afueras de la ciudad de Panamá.

Nos despedimos de los otros dos veleros, de nuestro piloto y

de los dos ingleses, y nos quedamos Adolphe, Stephen y yo.

Teníamos un par de días para realizar las últimas compras

para el largo trayecto de 4100 millas que nos llevaría hasta la

Polinesia Francesa, exactamente a las Islas Marquesas.

Realizamos las últimas comprobaciones en el barco, y todo

parecía correcto. Nos aprovisionamos con bolsas de pasta,

arroz, latas de conserva, decenas de litros de agua potable,

bebidas, zumos, leche, ensaladas y algunos filetes de carne

congelados. Llenamos los depósitos de gasoil y agua dulce, y,

con todo a bordo, partimos el 6 de Mayo del 2004, a las 15h,

tras una exquisita comida en el restaurante del club.

- 95 -

Capítulo 12

Surcando el Océano Pacífico

La meteorología

Salimos de Panamá rumbo al Sur-Oeste. Los dos

primeros días, calma total, avanzando a motor a 8 nudos

sobre un océano llano y brillante como un espejo. Al tercer

día, el viento logró entrar y paulatinamente se estableció a

una bienvenida velocidad de 15 nudos, pero de proa,

obligándonos a realizar dos bordos al día; uno al Oeste y

otro al Sur, y con una incómoda escora, sobre todo a la hora

de cocinar y lavar los platos. Debíamos ir en busca de los

Alisios, más abajo de la línea del Ecuador. Según la

información enviada por satélite y visualizada a través de

nuestro MaxSea instalado en el ordenador, los vientos

favorables se encontraban justo al Norte de las Islas

- 96 -

Galápagos, donde llegamos al cabo de cinco días. Y así fue

exactamente, el viento pronosticado se encontraba allí, del

Sur-Este, lo que nos permitió avanzar durante los poste-

riores cuatro días con el cómodo viento de través para

aprovechar descender de latitud, con el spi asimétrico izado,

a 8-9 nudos de velocidad. Atrapamos los Alisios fuertes y

estables de 15 a 20 nudos tras pasar la línea del Ecuador.

Con ellos pusimos rumbo a Marquesas, de largo y a veces de

popa. Sorprendentemente estos Alisios eran mucho más

inestables que los del Atlántico. Eran imprevisibles y sus

cambios no parecían seguir lógica alguna, fuese una nube o

un pequeño frente. Podían pasar de 13 a 20 nudos en un

momento y de golpe volver a bajar. La dirección también

variaba con las horas varios grados (hasta unos 30º). Ante

eso decidimos poner el piloto de viento, e ir modificando el

rumbo junto con las velas.

Cruzando la línea del Ecuador

Era el 13 de mayo, a las 11:40h (hora local), con viento de

10 nudos, día magnífico, soleado, como casi todos los días

anteriores, pero en esos momentos todo eso nos daba igual.

Nos encontrábamos los tres en el interior del Sterwan

pegados a la pequeña pantalla del GPS y con el segundo

whisky del día en la mano... la Latitud: 00º00’999’’N. Cero

grados, cero minutos... y los segundos desplomándose rápi-

damente... Una situación y una emoción parecidas a la

cuenta atrás de un fin de año... Era la primera vez que

íbamos a cruzar la línea del Ecuador durante este viaje:

00º00’350’’N, 00º00’300’’N, 00º00’250’’N, 00º00’200’’N,

00º00’150’’N, 00º00’100’’N... De pronto, una inoportuna

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llamada por el Iridium nos desconcentró unos segundos,

justo cuando cruzamos la línea. Miramos de nuevo el panel y

ya nos encontrábamos en otro hemisferio: 00º00’050’’S.

¡Organizamos una pequeña gran fiesta para celebrarlo!

Estábamos surcando los míticos Mares del Sur.

La pesca

La pesca en el Pacífico fue bastante generosa. Durante los

primeros días, después de salir de Panamá, picaron los peces

más grandes, tan grandes que acabaron rompiendo nuestra

línea para pesca de 20 kilos. En una ocasión el carrete se

disparó de tal manera, que ni con el freno puesto al máximo

se podía parar el descaro robo de nuestra línea. Poco antes

de romperse, un magnífico marlín de unos tres metros de

largo realizó tres enormes saltos saliendo como un cohete

del agua. En parte nos alegramos de que se escapara, pues de

haber podido acercarlo a la popa del barco, no creímos que

hubiésemos sabido como inmovilizar tan fuerte ejemplar

con tan peligrosa espada. Durante el resto del viaje pescamos

unos diez dorados, tres bonitos, un imponente atún de casi

diez kilos, y finalmente, un pequeño marlín de metro y

medio con un sabor fresco y jugoso. Los colores de los

dorados (Dolphin fish para los ingleses o Mahi Mahi para los

maoríes) eran increíbles cuando el tono amarillo verdoso

llamativo se realzaba sobre el azul marino del fondo del mar.

Una vez fuera, en cubierta, los tonos amarillo y azul del

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lomo se apagaban hasta convertirse prácticamente del todo

en plateado.

Durante unos días estuvimos encontrando, siempre al

amanecer y sobre el barco, algunas decenas de calamares. No

lográbamos entender cómo podían llegar a todos los

rincones de cubierta y hasta el interior del barco si nos

dejábamos alguna escotilla abierta, si no había olas que los

pudieran transportar a bordo. Era un misterio, a no ser que

volaran. Durante los días de la abundante presencia de

calamares no pescamos nada ya que, ¿qué pez se comería

nuestro calamar de plástico habiendo tantos vivientes y

sabrosos( vivitos y coleando) en la zona?

Una noche el carrete empezó a sonar con mucha fuerza.

No podíamos recuperarlo, hasta que se escapó. Al recuperar

la línea sobre cubierta para comprobar si se nos había

llevado el anzuelo, nos llevamos una gran sorpresa: en él se

hallaba enganchada una enorme pata de calamar con sus

tentáculos, y si las proporciones se mantenían en estos

bichos desde que son pequeños hasta la edad adulta, este

calamar, comparado con los que habíamos encontrado sobre

cubierta, debía haber medido de metro y medio a dos

metros.

El Spinaker

20 de mayo de 2004, 03:20am hora local.

Me despertó Stephen a las 03h en punto para cambiar mi

turno por el suyo, hasta las 06h, cuando debía despertar a

Adolphe para sustituirme. Llevábamos navegando casi dos

días y dos noches con el spi izado, a unos 8 nudos de media

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de velocidad. Me comentó que durante su guardia no hubo

novedades, ni barcos cercanos, excepto que en las últimas

dos horas el viento había aumentado de 14 a 16 nudos, pero

el barco andaba bien, muy bien. Salí a cubierta. Comprobé

las velas con la linterna, la dirección del viento, los

instrumentos, nuestra situación en el plotter... Todo, como

casi siempre, sin sorpresas. Al rato volví dentro para

prepararme algo que comer, pues tenía hambre. Preparé un

vaso de leche con cereales y salí al cabo de unos instantes.

Otra noche sin luna, y por tanto, con todo el universo

mostrando todas sus constelaciones e infinidad de estrellas

que formaban la vía Láctea. Noche tranquila, avanzando a

buena velocidad, dejando una larguísima estela fluorescente

por la agitación que causaba el paso de nuestro velero sobre

el plancton, visible a decenas de metros de nuestra popa. El

resto del océano parecía brillar de nuevo por destellos verde

fosforescente que se iban produciendo a diferentes metros

de profundidad, pues aquí, en los océanos, es donde tiene

lugar la mayor migración de seres vivos del planeta, ya que

cada noche, miles de trillones de diferentes tipos de animales

suben desde los abismos hasta la superficie para alimentarse

o aparearse.

Me encontraba tranquilamente sentado en la popa del

Sterwan, degustando ese bienestar que se siente cuando

uno está solo ante el universo, con mi bol de leche y mis

cereales, cuando, observando las dos siluetas negras, la de la

mayor y la del spinaker, que recortaban un pedazo de cielo

emblanquecido, una de ellas se desmoronó. Merde!!! ... Di el

aviso rápidamente al interior del barco para despertar a

todos. La driza del spi se rompió por el puño de driza y este

cayó al agua. Maniobramos rápidamente para parar el barco.

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Encendimos las luces de puente y de la bañera. Las estrellas

desaparecieron y todo a nuestro alrededor se volvió comple-

tamente oscuro. Buscamos el spi por el costado de estribor,

se encontraba prácticamente sumergido bajo el casco, ya

que, en vez de trasluchar, orzamos para detener nuestro

avance. Empezamos a subir la vela de 60 metros cuadrados

entre los tres. Tardamos más de una hora para sacarlo casi al

completo del agua y amarrarlo de manera segura bajo el palo

para poder continuar al día siguiente, ya que trabajar a proa

de noche y sin luna podía resultar peligroso si uno de

nosotros hubiese caído al agua. La escota se quedó trabada

en la hélice. Mientras nos dejábamos las espaldas durante

esta operación, con la potente luz de puente, pudimos

desvelar el misterio de los calamares en cubierta. Vimos

decenas de ellos cerca del barco saliendo despedidos como

cohetes hasta alcanzar los casi 2 metros de altura. Novedad

para nosotros: los calamares saltan. Desenrollamos el génova

y continuamos navegando de largo hasta el amanecer.

Con las primeras luces del día paramos de nuevo el barco

y Stephen se lanzó al agua con gafas de buceo para intentar

quitar la escota de la hélice. Fue rápido y aprovechamos esa

pausa para darnos un baño matutino sobre los abismos. El

agua no estaba muy fría y pero si cristalina, permitiéndonos

ver con absoluta claridad la totalidad de nuestra embar-

cación. El color azul eléctrico omnipresente era indescrip-

tible. Silencio. El mudo mundo azul. Pero lo impresionante

era saber que estábamos flotando sobre 4.500 metros de lo

desconocido, seguramente sobre enormes montañas sumer-

gidas, y lejos de ninguna parte. Poco después, ya nuevamente

en marcha, pusimos orden sobre cubierta y observamos los

daños de la vela. Una rotura de siete metros seguramente

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causada por el canto afilado de la hélice. La driza de dos

centímetros de grueso completamente reventada. Navegar

muchas millas seguidas desgasta mucho cualquier velero.

Decidimos comprobar el material más a menudo. Pasamos

todo el siguiente día cosiendo los siete metros de la vela,

Stephen por abajo, Adolphe por el medio, y yo por arriba.

Hicimos apuestas de cuál de las tres partes se rompería

primero, pues para los tres, ésa fue la primera vez que

reparamos un trapo. Hasta días más tarde no la pudimos

izar, debido al fuerte viento de 23 nudos de popa que se

impuso durante una semana. Hasta que el día 27, con el

viento amainando, la elevamos de nuevo. Nadie ganó la

apuesta, pues aguantó hasta Marquesas.

Caprichos meteorológicos

Me despertó Adolphe con fuertes gritos a las 06:20

durante su turno: Albegtóóóó! Albegtóóóóó!!! Salí corriendo con

mi pijama de rayas. Empezaba a clarear, era un día gris. Me

señaló nervioso y sin decir nada la dirección a la que debía

mirar. La sangre se me heló. Sin saber qué decir miré las

velas. El génova ya enrollado, pero la mayor a todo trapo,

avanzando a 6 nudos con viento de popa de 12. Un pequeño

círculo de unos 3 metros de diámetro giraba a una velocidad

de vértigo emblanqueciendo el agua y levantando la espuma

a medio metro de altura. Avanzaba paralelo a nosotros, a tan

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sólo unos 15 metros de nuestra aleta de estribor. Tal vez

medio nudo más rápido que nosotros. Por suerte no era un

tifón completo, pues de haberlo sido, seguramente ahora no

estarías leyendo esto. No sabíamos cómo reaccionar, aunque

sí sabíamos que si nos cruzábamos podía haber desperfectos.

Era cuestión de segundos, o no. Los dos pensamos lo

mismo. Si orzábamos bruscamente para alejarnos de manera

inmediata, quizá las turbulencias de nuestra vela mayor lo

hubiesen acercado aún más hacia nosotros, al igual, quizá,

que si arriábamos nuestra única vela izada. Así que sin saber

exactamente qué hacer, modificamos muy ligeramente la

dirección y esperamos. Continuó durante algunos eternos

minutos paralelo al Sterwan. No le quitamos ojo de encima.

Finalmente avanzó pasando lentamente por el costado y

poco después se encontraba a escasos veinte metros de

nuestra amura. Al cabo de unos diez minutos, aún lo

estábamos divisando a medio centenar de metros delante de

nuestra proa cuando cayó una densísima, pesada y ensor-

decedora lluvia sobre nosotros. El resto del día fue soleado,

con algunos chubascos lejanos.

Llegada a la Polinesia Francesa

El 30 de mayo amaneció teniendo la isla de Hiva Oa justo

al lado de estribor. Montañas con una verticalidad casi irreal.

Rocas negras volcánicas cubiertas de un verde manto

vegetal. Una nube blanca parecía depositada como algodón

sobre la cima de Mont Temetiu, de 1.276 metros de altura,

situada al lado de Atuona, la capital de esta isla. Entramos en

la bahía de Tahauku a las 08h30. Fondeamos con un ancla

en proa y otra en popa.

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Lo conseguimos: veinticuatro días sin ver tierra durante

las más de 4.100 millas que realizamos surcando el Océano

Pacífico. Ningún accidente, ninguna rotura significativa en el

barco. ¡Debíamos celebrar nuestra llegada en excelente salud

con una copa!

Las famosas islas Marquesas, habitadas antiguamente por

caníbales, descubiertas por españoles, conquistadas por

holandeses y británicos, y finalmente francesas. Fuente de

inspiración de grandes artistas como Paul Gauguin y Jacques

Brel, y donde se encuentran sus respectivas tumbas.

Debíamos quedarnos en estas islas hasta principios de

agosto, o sea, unos dos meses, pues Adolphe tenía que

regresar a Francia para atender asuntos personales.

Dos meses en un paraíso, no pintaba mal.

Video Canal de Panamá y Pacífico

http://youtu.be/Qqg1v70afwg

- 104 -

Capítulo 13

Las Islas Marquesas (French Polinesie)

Isla de Hiva Oa

En toda la isla no había más de 1.800 habitantes. Adolphe

debía regresar a Francia de inmediato, así que exploramos la

zona rápidamente para saber si allí estaríamos bien durante

todo ese tiempo. Este era en teoría el mejor lugar de

Marquesas según nos dijo un francés que conocimos en

Panamá y residente en Atuona. La bahía de Tamauku era

cerrada, claustrofóbicamente rodeada de vegetación, con una

ola perpetua y siempre molesta de fondo. Un inexistente

lugar seguro para dejar nuestro dingui, y los 4 kilómetros a

pié hasta el pueblo de Atuona, hicieron que nos planteára-

mos cambiar de isla, pues estar los dos meses allí podía

resultar muy incómodo para Stephen y para mí. Vino un

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gendarme para realizar una inspección y darnos el visado de

visita para tres meses. Desembarcamos y nos fuimos a pié

por la intransitada carretera hacia la ciudad. Los hombres,

casi todos con camiseta de tirantes, se paraban amablemente

para acercarnos en sus picup al pueblo. Las mujeres llevaban

vestidos multicolores con estampados de flores. La ciudad

de esta isla era como una pequeña urbanización de no más

de 200 habitantes. Cambiamos dólares y euros a francos

polinesios y compramos lo justo e indispensable, pues todo

allí era extremadamente caro.

Comimos en uno de los mejores restaurantes, uno situado

sobre una colina con magnificas vistas y nos dedicamos a

curiosear por los alrededores. En el cementerio de las

afueras conseguimos encontrar la tumba de Paul Gauguin,

discreta y con el nombre en blanco esculpido sobre una

enorme roca volcánica que la cubría. Adolphe alquiló un

Suzuki Santana, al precio de 150 euros/día, y nos fuimos al

Norte para visitar el más importante yacimiento

arqueológico de Hiva Oa, en Pua Mau. Tardamos unas dos

horas en recorrer los veinte kilómetros de camino

zigzagueante y socavado, rebotando dentro del coche, a

veces entre altos y delgados cocoteros, y otras veces sobre

elevados acantilados. Por fin, medio aturdidos, llegamos al

antiguo poblado. Varios Pae Pae, típicos muros construidos

con enormes rocas redondeadas, se alzaban al pié de una

pared de piedra maciza de unos 60 metros, semi-ocultos por

la densa vegetación. En la zona se encontraban, erguidos,

algunos de los famosos y originales Tikis, dioses esculpidos

en piedra, de hasta 2 metros de altura y parecida forma:

medio sentados o sentados, con las manos siempre apoyadas

sobre una gran barriga.

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Nos quedamos unos tres días más en la isla y finalmente

decidimos partir a Nuku Hiva, a doce horas de navegación

de través-largo rumbo NNO, para ver si su refugio natural

daba mejor cobijo al Sterwan. Llegamos casi al anochecer a

la gran bahía de Taiohae, antiguo gran volcán semi-

sumergido. Pasamos entre las dos grandes rocas que la

protegían, el Centinela del Este y el Centinela del Oeste, y

anclamos. Taiohae, con sus 700 habitantes, era la capital de

las Marquesas. Descubrimos que su bahía, parecida a un

anfiteatro de casi tres kilómetros de ancho y orientada hacia

el Sur, era uno de los lugares más seguros para fondear en

todo este archipiélago y además, con un buen pantalán

donde amarrar nuestro dingui. La ciudad se encontraba

diseminada en la periferia de la bahía. Descubrimos que era

el sitio casi obligado de paso y abastecimiento para todos los

veleros que cruzaban el Pacífico. En ese momento, fondea-

dos, se encontraban una treintena de ellos.

Isla de Nuku Hiva, del 8 de junio al 19 de agosto

El jardín del Edén. Montañas volcánicas alzándose dentro

de un caos ordenado, con formas variopintas, como si un

pedazo del encrestado Pirineo lo hubieran pintado de negro,

lo hubieran recubierto en parte con enormes árboles,

cocoteros, flores y frutales diversos, y lo hubieran apartado

al medio del Pacífico. En las pendientes y valles, los ríos

discurrían entre la vegetación casi inexpugnable. Los breves

chubascos se presentaban cada dos semanas más o menos, y

casi siempre de Este a Oeste. Contemplábamos desde el

barco anclado como la cortina camuflaba parte de las

montañas o parte del valle, en un momento en que el frescor

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parecía invadirlo todo y la brisa perfumada por millares de

flores descendía por las laderas verdes hasta llenar cada

rincón del Sterwan con ese exquisito olor. Tras la lluvia,

decenas de cascadas nuevas escurrían el agua de las

montañas verdes que rodeaban la bahía.

A los primeros que conocimos al desembarcar fue a la

gente de “Yachts Sevices”, situado junto al lugar donde

amarrábamos los dinguis. Más tarde entablamos conver-

sación con el navegante francés Patrick, que trabajaba como

soldador, con el italiano navegante solitario Leo, que en esos

momentos reparaba velas y la francesa Zabú. También

conocimos a Anne y Ronald, los propietarios de la empresa.

Adolphe se fue al cabo de un par de días, y como yo

estaba al cargo del barco, debía realizar las tareas básicas

diarias que ello comportaba: carga de baterías durante tres

horas con el generador, comprobación y limpieza de filtros y

del motor, limpieza semanal interior y exterior, y guardia

permanente los días de mucho viento. Pero eso no impidió

que pudiese disfrutar de este paraíso.

Un lluvioso atardecer, uno de los recién conocidos me

hizo una propuesta que todavía no sé hasta qué punto fue

real: robar el Sterwan. Lo tenía todo bien planeado. Lo

harían desaparecer una noche que Stephen y yo estuviéramos

fuera y me pagarían el 25% del valor del barco con la

condición de que no lo denunciase hasta pasadas unas

semanas. Inicialmente no hice ni caso, pues el tema salió

entre bromas y cervezas, pero días más tarde me enteré de

que uno de ellos había hecho alguna vez algo parecido.

Desde entonces decidí no abandonar ni una sola noche el

Sterwan.

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Los Marquesianos, al igual que todas las gentes en la

cultura polinesia, eran muy generosos y amables cuando los

conocías. Las jóvenes, hermosísimas, con la piel bronceada y

el pelo negro, voluminoso y largo hasta debajo de la cintura.

Los ojos oscuros y brillantes como perlas negras, la sonrisa

blanca y sincera. La vida aquí era placentera, los niños

jugaban con una libertad envidiable mientras los jóvenes se

reunían para tocar la guitarra, bailar, nadar, o para hacer

deporte o kayak tras las clases de la escuela. La obesidad a

partir de los treinta años era muy común, tal vez más del

60% de hombres y mujeres. Muchos de ellos vestían con las

típicas camisas o pareos con motivos hawaianos.

Una de las curiosas costumbres marquesianas era que, si

te invitaban a comer o cenar en una casa, los anfitriones

esperaban a que el invitado terminase para poder empezar

ellos. Eso me hizo sentir muy incómodo la primera vez que

asistí solo, y excusé otras invitaciones parecidas si no era por

compromiso o si podía asistir acompañado. Entre los que

conocí durante esas cenas estaban Mau, Akatini y Débora.

Los gallos y los cerdos salvajes, al igual que los ciervos,

traídos a la isla por los antiguos colonizadores, que así

quisieron asegurar su abastecimiento en futuras misiones,

abundaban y eran de libre propietario. Solo hacía falta

cazarlos para comerlos. Los limoneros, cocoteros, árboles

del pan, bananeros, piñeros, aguacates, papayas, pomelos

como melones... los árboles frutales eran generosos.

El único animal terrestre peligroso para el ser humano era

un gran cienpiés de unos diez a quince centímetros de

longitud, cuya picadura -muy rara- provocaba cierta hincha-

zón. Las infecciones aquí eran muy comunes, sobre todo

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para los recién llegados y no inmunizados occidentales como

nosotros. Cualquier herida o picadura de Nono (pequeñas

moscas), por pequeña que fuera, se infectaba y costaba

muchísimo de sanar, creando una bola de pus que reventaba

y cicatrizaba continuamente. Así que, durante el primer mes,

nuestra piel de rodillas para abajo mostraba un aspecto más

bien desagradable, al igual que bajo el cuero cabelludo. Una

crema antibiótica ayudó a mitigar esas infecciones en un

inicio, pero hizo falta un tratamiento oral de antibióticos al

cabo de un mes para sanar del todo y no volver a tener ese

tipo de infección durante el resto de nuestro viaje por la

Polinesia. En el mar los peligros eran otros muy distintos:

ciguatera, tiburones y peces cuyo veneno resultaba mortal.

Por eso no era muy común estar en la playa y bañarse como

era lo esperado.

Un día fuimos invitados al “Draga Magic”, un Benetteau

43 americano, a Daniel’s Bay, una preciosa bahía situada a

unas 10 millas más al Oeste. Salimos de Tahioae y

navegamos surfeando de nuevo las olas oceánicas costeando

los altos acantilados negros. Al entrar a la pequeña bahía

entre las montañas por un punto donde parecía imposible

entrar a simple vista, descubrimos un amplio valle repleto de

cocoteros resguardados por otras montañas más lejanas.

Anclamos y pasamos allí la noche. Al día siguiente, tras

levantarnos temprano, cogimos el dingui y remontamos

unos 100 metros el caudaloso, turbulento y cristalino río

hasta unas cabañas donde vivían un par de ancianos maoríes,

uno de ellos llamado Daniel. Con mirada apacible nos

recibió y nos dijo que vivía en esa bahía desde muy joven,

aislado, pero autosuficiente. Difícil concretar su edad, pero

fácil adivinar que era feliz. Amarramos la pequeña embar-

- 110 -

cación y empezamos a seguir el pequeño sendero que nos

indicó Daniel y que se adentraba en el frondoso valle, para-

lelo al río. Allí, donde terminaba el sendero, se encontraba la

segunda cascada más alta del mundo después del “Salto del

Ángel” en Venezuela. El día era soleado, pero el suelo aún

estaba embarrado y resbaladizo por la lluvia del día anterior.

Las dos horas de camino que anduvimos hasta poder divisar

la cascada en un claro pasaron rápido por la belleza del lugar:

selva, flores, antiguas ruinas. Pudimos contemplar la cascada

viendo como el abundante caudal iba descendiendo

lentamente durante los más de 500 metros de caída libre.

Tuvimos que cruzar el río tres veces, sobre troncos o con el

agua a la cintura, para llegar finalmente a la garganta donde

se desplomaba el agua con un fuerte rumor que retumbaba

por las paredes de roca viva. Una nube de minúsculas gotas

en suspensión ya nos había envuelto y empapado cuando

aún nos faltaban un centenar de metros para llegar. Una vez

abajo, en la garganta, no se podía ver la totalidad de la

cascada, pues una enorme roca ocultaba la parte superior y

sólo se divisaban los últimos 25 metros. Dejamos las

mochilas y nos lanzamos al pequeño lago agarrándonos a las

rocas laterales con pocos salientes y remontando como

pudimos la fuerte corriente para acceder a la base de la

cascada. Escalamos la gran roca donde se desintegraba el

agua y nos pusimos junto a ella. Por suerte, pusimos primero

la mano para comprobar la brutal fuerza con la que golpeaba

el agua, ya que, de habernos metido directos como era

nuestra intención, seríamos ahora unos curiosos cromos

estampados sobre la roca.

Una tarde se nos presentó con una cerveza la simpática,

guapa, contestataria, irritantemente sincera y valiente nave-

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gante solitaria Jenny, de 28 años. Pelo largo, ondulado, color

castaño claro, piel pecosa y ojos azul profundo. Una joven

con genio y con las cosas muy claras, quien con 22 años y

mucha sed de vivir, se compró un velero de acero de 42 pies,

el “Vigilant”, y partió desde California, como ella definió, en

busca de libertad. Durante esos seis últimos años estuvo

surcando en compañía de su perro “Dagoo” todo el

Pacifico, de Este a Oeste, de Norte a Sur, negociando y

explorando. Tenía un enorme tatoo de la Diosa Medusa en

el hombro derecho, y otro igual de grande en el brazo

izquierdo de un mapamundi con un texto de Samuel

Johnson en el que decía: “The use of travel is to regulate

imagination by reality; and instead of thinking how things may be, to

see them as they really are.” Montaba a caballo como la mejor

de las amazonas, invitaba a los niños a helados y regalaba

gafas para leer a los ancianos del pueblo. Estaba contenta

viviendo cada segundo, sin preocuparse ni de su pasado, ni

de su futuro, pues es así como se conecta uno con su propio

yo y toma conciencia absoluta del entorno y del espacio que

ocupa. No se podía atar a Jenny ya que era un espíritu libre

que pertenecía al mar, al viento y las olas, y el hecho de

conocerla fue un regalo de la naturaleza porque me abrió una

dimensión y un concepto sobre la vida diferente. Aprendi-

mos mucho el uno del otro, y las eternas charlas sobre su

velero bajo las estrelladas noches marquesianas serán

siempre inolvidables. Así de simplemente compleja era

Jenny.

El francés Patrick tenía una Honda XL250 que me prestó

amablemente, y con Jenny exploré el interior de la isla por la

carretera y caminos sin tránsito, descubriendo otros valles,

otras montañas, otros pequeños pueblos, plantaciones de

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copra y de bananas. Admirando este lugar casi inexplorado

con mis ojos de ciudadano de mi sobre-poblada Europa, no

podía dejar de pensar en que seguramente debía estar

sintiendo casi lo mismo que los primeros afortunados

exploradores que aquí llegaron.

Conocí a navegantes de paso que venían de las Galápagos

o Panamá y que también se dirigían a Nueva Zelanda. El

maxi velero “Red Dragon”, de 150 pies y con nueve

tripulantes, el “Shenandoah”, una goleta clásica privada de

tres mástiles y de más de un siglo de antigüedad, impeca-

blemente restaurada y con trece tripulantes. En la actualidad

está considerada la mejor goleta privada del mundo. Entre

sus tripulantes, se encontraban trabajando dos catalanes:

Agus, el chef del barco, y Pere, encargado de mantenimiento.

Estaban o se encontraban en Antigua cuando nosotros

fondeamos allí.

También conocí a los del “Kiviana”, otra pareja de catala-

nes, Jordi y Laura; el “Freelance” del corso Bruno, el “Draga

Magic” con Roy, Víctor y Charly... y otros muchos con los

que habíamos coincidido en Panamá. En el fondo, todos

íbamos realizando el mismo trayecto, por lo que el hecho de

ir encontrándonos en varios puertos no resultaba extraño.

Un día Jenny me presentó al madrileño Javier y a su novia

brasileña Laine. Llegaron en un velero de acero hacía más de

seis años después de una vida intensa por las costas

atlánticas. Y aquí se quedaron. Un filósofo, un intelectual, un

aventurero, un artista... y en todo caso, una persona que

supo renunciar a los placeres y facilidades que ofrece una

capital para vivir su vida, con lo justo, pero disfrutando del

día a día. Gracias a un proyecto de creación de cerámica con

- 113 -

diferentes tipos de tierras marquesianas, pudo conseguir el

permiso para quedarse como residente en este paraíso. Era el

único en las Marquesas que trabajaba con este tipo de

barros, convirtiéndolo en piezas artísticas increíbles y únicas.

La falta de recursos en la isla despierta el ingenio de uno para

crear lo necesario con cuatro herramientas, y con ese talento

pudo montar un taller con torno, horno, soplador y un largo

etcétera. También trabajaba en la escuela local como

profesor. Laine se ganaba la vida realizando finos collares de

diseño con marfil vegetal. Vivían en una fabulosa cabaña

reconstruida por ellos mismos a las afueras de Taiohae, con

su caballo, su perro, su taller, y su viejo Land Rover que

tenían que arrancar cuesta abajo. Conociendo gente así, la

generosidad es contagiosa.

Una noche quedamos Jenny y yo con Javier en su taller.

Tenía ganas de hablar de algo que le inquietaba desde hacía

algún tiempo. Así que descorchamos una botella de vino y

empezamos la tertulia. Él era admirado y envidiado por

muchos de sus conocidos y amigos madrileños por ser el

aventurero, el que supo escapar de esa rueda en la que se

entra desde muy pequeño: nacer, estudiar, trabajar y morir

en el mismo lugar. ¿Podía entender el verdadero sentido de

la vida?. Su actual hogar estaba en un lugar de ensueño,

disfrutando del tiempo libre y sin preocupaciones aparentes.

Pero Javier tenía una preocupación que me hizo reflexionar.

Los 50 años los veía a la vuelta de la esquina. Tenía tras de sí

miles de vivencias sólo alcanzables cuando uno se escapa de

las imposiciones sociales, y estas experiencias, combinadas

con su inteligencia, lo habían convertido en un hombre

cauto y sabio. Era feliz y no se arrepentía de nada de lo que

había hecho, pero ahora era él quien sentía cierta envidia por

- 114 -

sus amigos madrileños. Su estabilidad, una familia, una casa

ya pagada y un elevado sueldo. Sentía nostalgia por el jamón

y el tapeo. Por la seguridad que ofrece una vida rutinaria

quizás. Y ahí empezaron las preguntas: ¿Qué buscamos en

esta vida? La mayoría de nosotros quizá pensamos que lo

mejor es dejarse llevar, sin llegar nunca a plantearnos si eso

es lo que realmente queremos. Con ciertas alegrías cotidianas

es suficiente. También es verdad que a veces acabamos

deseando lo que no tenemos, y cuando lo conseguimos,

dejamos de valorarlo y deseamos otra cosa. Así que saber o

no saber qué es lo que uno quiere de verdad, es un verda-

dero tesoro que poca gente ha sabido encontrar. Sabemos

dos cosas, que nacemos y que, tarde o temprano, moriremos.

Entre estas dos obviedades, existen millones de caminos

donde escoger. Y cuantos más buenos caminos se conocen,

más difícil resulta la elección. Así que, sabiendo que sólo

vivimos una vez, y como alguien dijo, “en esta vida no hay

tiempo para ensayos”, ¿qué camino es el mejor? ¿Cuál es el

más correcto y cuál es inapropiado? Si tan sólo hace unos

pocos miles de años nacíamos con el único propósito de

comer sin ser comidos, conquistar sin ser conquistados, y

reproducirnos para que nuestros hijos hicieran lo mismo…

¿a qué aspiramos ahora? ¿Qué ha cambiado? ¿Qué nos

diferencia de una colonia de monos? En fin, durante la larga

velada nos hicimos infinidad de preguntas que a su vez

creaban otras nuevas cuestiones. Descorchamos la tercera

botella de vino, que bebimos a pequeños sorbos, disfrutando

de cada trago… ¿y si ese fuera el secreto de nuestro día a

día? Sorbitos del presente…

- 115 -

A la mañana siguiente me desperté con un buen resacón.

Días más tarde conocí a una simpatiquísima catalana que

trabajaba en la oficina de turismo, Verónica. Se casó con

Rénaud, un polinesio de las Tuamotus, y hacía más de

catorce años que vivían aquí con sus hijas. Tras varios meses

fuera de casa, hablar catalán me resulto dificultoso. Ella me

enseñó a hacer la salsa Sashimi y su especial tortilla de

patatas, en una interesante cena en su casa. Me explicaron

su proyecto para la creación de una empresa para producir y

exportar el zumo de los limones, tan generosos en las

Marquesas y tan escasos en otras islas. Una idea excelente, ya

que el jugo de este fruto es un condimento esencial en la

mayoría de platos polinesios. En estos lugares tan incomu-

nicados, es difícil encontrar trabajo, por lo que hay veces que

hay que idear nuevas formulas y ser emprendedor.

Jenny era la anfitriona de los navegantes en la isla. Un

domingo soleado nos invitó a unos cuantos a una comida en

su velero: a Javier, Laine, Bruno, Stephen… Ese día conocí a

Vincent, un ex-empresario francés que llevaba viviendo unos

diez años en la isla. Un artista con la piedra y un pescador

submarino excelente. Nos invitó a ir de pesca con él.

Persona humilde y serena como pocas he conocido. Nos

contó, entre muchas anécdotas, que un día casi se ahogó por

culpa de una enorme manta raya, ya que estos animales

tienen la obsesión de acercarse a cualquier objeto vertical

(como cabos, cadenas...) y empezar a tirar... y lo hizo cuando

él estaba en su dingui después de haber lanzado el ancla...

Contó que tiraba tan fuerte hacia el fondo que empezó a

hundir la pequeña embarcación hasta que por fin consiguió

sacar un cuchillo y cortar el cabo. -Un buen susto-, dijo.

- 116 -

Primer encuentro con los tiburones

Así, que aceptando su invitación, salimos muy de mañana

Vincent, Bruno, Stephen y yo, con el dingui del Sterwan

cargado hasta los topes con todo el material: gafas de buceo,

tubos, aletas, cuchillos y fusiles submarinos. Nos dirigimos

lentamente hacia la salida de la bahía. Para no tener que

bordear el gran montículo del Este, esperamos el momento

entre ola y ola para pasar por el atajo de cuatro metros entre

la roca y la isla, ya que la ola oceánica se estremecía por ese

angosto de manera imposible de superar. Continuamos

bordeando la isla por la parte de los acantilados con el

diminuto dingui, subiendo y bajando las encrestadas olas. Al

cabo de casi una hora nos refugiamos tras unas rocas que

sobresalían del agua, atamos la embarcación a unas rocas

situadas a 5 metros de profundidad y nos lanzamos al agua

después de que Vincent nos diera algunas recomendaciones

y clases resumidas sobre los diferentes tipos de tiburones de

la zona y su comportamiento: “-Los de aleta blanca son los

más peligrosos por su agresividad, pero sólo si estás

pescando en la zona.-”... nos dijo. La visibilidad a través del

agua era excelente. Pudimos contemplar cómo la parte

donde se acababa la isla descendía hacia el oscuro abismo.

No había corales, sino rocas desnudas, ya que estas islas eran

“relativamente” jóvenes. Mientras Stephen y yo nos queda-

mos flotando por la superficie, contemplamos admirados

como Vincent descendía a pulmón para pescar a unos veinte

metros o más de profundidad. Se mantenía en el fondo

inmóvil durante unos segundos y disparaba el arpón siempre

certero para realizar después un lento ascenso mientras

observaba cuidadosamente la posible presencia de escualos.

Pescó unos cinco grandes ejemplares de no sé qué tipo y

- 117 -

repartió uno a cada uno. Justo antes de irnos apareció un

tiburón de aleta blanca de unos dos metros, planeando de

semi-costado sobre la ladera sumergida y a escasos metros

bajo nosotros. Lo vigilábamos atentamente mientras parecía

no darse cuenta de ser observado. Dio un giro y se marchó

por el mismo camino por el que había llegado. Momentos

más tarde otro tiburón de aleta blanca de tres metros llegó

de la otra dirección. Ahí ya salimos disparados sobre la

barca. Era hora de irse.

Problemas con el agua

Al cabo de un mes y medio, las duchas descontroladas y

la excesiva limpieza del barco, hicieron que los 1500 litros de

agua de los depósitos se vaciaran casi por completo y nos

quedasen poco menos de 150 litros. Teníamos una emer-

gencia que solucionar. Llenar los dos depósitos con la desa-

lanizadora hubiera sido poco más que mala idea, ya que el

agua turbia debido al excesivo plancton del interior de la

bahía hubiera obstruido los filtros de la máquina en cuestión

de días. Debía encontrar otra solución. Compré un bidón de

plástico de 50 litros e intenté realizar unos cuantos viajes

desde el Sterwan hasta el pantalán donde se encontraba el

surtidor de agua, a 2 km de distancia. El agua no era potable

y tenía un color semi-fangoso. Así que también desistí de

esta opción alternativa para no ensuciar los tanques de difícil

limpieza. Intenté recolectar agua de lluvia con un toldo, pero

las cantidades recogidas fueron insignificantes. Parecía que

no había otra solución hasta que Jordi, del Kiviana, me dio la

mejor opción.

- 118 -

Esperé a los primeros chubascos que no tardaron en

llegar, y siguiendo las instrucciones de Jordi, limpié toda la

cubierta del barco con un cepillo y jabón. Una vez aclarada

por la incesante agua de la lluvia, canalicé con camisetas las

partes laterales por donde se escurría el agua dulce de la

cubierta hacia el mar y logré encarrilar el preciado líquido

hasta la boca de los dos depósitos, uno en babor y otro en

estribor. Me quedé acurrucado y asombrado, bajo la lluvia,

admirando como un caudaloso chorrito de agua iba descen-

diendo de manera constante hacia las tripas del Sterwan. Esa

maravillosa lluvia continuó durante el resto del día y toda la

noche. Antes de acostarme, el agua ya rebosaba de los

tanques. El júbilo que sentí duró muchísimos días. Si en cada

edificio de cada ciudad tuviesen el mismo sistema de

recolección...

Gastronomía Marquesiana

Pescado crudo aderezado con leche de coco, con limón y

ajo, pescado ahumado, tiburón crudo al limón, atún crudo

con salsa de sashimi, erizos de mar crudos, fafaru crudo con

agua podrida con patas de langosta... todo acompañado con

el mehi (fruto del pan), con leche de coco, el poke (banana

cocinada con almidón y unas hojas especiales), o mandioca...

Todo excelente.

La carne típica se cocinaba al fuego marquesiano, es

decir, se excavaba un hoyo en el suelo donde se colocaban

las brasas cubiertas de hojas de bananeros; luego toda la

carne se cubría de nuevo por esas grandes hojas, y tras

depositarlo sobre las brasas cubiertas, se le echaba tierra

encima para dejarlo cocinar durante toda la noche. Delicioso.

- 119 -

Los tatuajes

Las Marquesas, al igual que otros lugares de la Polinesia,

destacaban por lo popular que resultaba llevar tatuajes.

Algunos maoríes llegaban a tener más de medio cuerpo

tatuado, incluso parte o la totalidad del rostro. Los motivos

eran siempre tradicionales: tikis, rayas, tortugas, gekos... Los

huecos se rellenaban con la típica “cruz marquesiana”. Las

mujeres decoraban su piel con tatoos más discretos, pero

perfectamente visibles, bellos y sensuales, en los brazos,

cintura, manos y/o pies, o tras la oreja. Originalmente los

realizaban con un objeto punzante, fijado en el extremo de

una varilla, y tras untarlo en la tinta, iban clavando la aguja

con suaves y constantes golpecitos hasta terminar el

ungüento. No hace falta decir lo complicado, tortuoso, e

interminable que resultaba este método. Aún hoy algunos

artistas continúan utilizando esta técnica.

Muchos de los navegantes que pasaron por aquí se

grabaron un recuerdo para toda la vida, como Stephan,

Bruno, Leo, Jenny, Charly...

El ocio

Cuando llegamos a este paraíso, Stephen y yo no nos lo

podíamos creer. No era el estereotipo del lugar turístico que

venden en las agencias. Nos encontrábamos en la propia

capital de las Marquesas y no existía una zona o bar donde

tomar una cerveza por la noche. No había apenas turistas

por lo costoso que resultaba llegar aquí. Solo encontramos

tres restaurantes, casi siempre desérticos. Pasar dos meses

aquí podría ser de lo más aburrido… pero nos equivocamos.

Al conocer a los demás navegantes, empezaron las invita-

- 120 -

ciones y cenas en otros veleros, barbacoas en la playa y

cervezas en el pantalán. Además, durante todo el mes de

julio celebraban la fiesta nacional en toda la Polinesia.

Montaron una carpa con muchos chiringuitos, donde se

podía ir a desayunar, comer, cenar o simplemente a beber

algo. Los fines de semana, a las 22h, realizaban una exhibi-

ción y concurso entre dos grupos de danzas locales, con

bailes marquesianos y tahitianos. Tras la exhibición, un disc

jockey invitaba al baile al resto de los presentes.

La danza polinesia era hipnotizante. Había una

marcadísima diferencia entre cómo la bailaban los hombres y

las mujeres. Con el ritmo de los tambores y cantos, los

hombres, con cuerpos prácticamente tatuados daban asom-

brosos saltos y bruscos movimientos acompañados de gritos

muy graves y desgarradores. Las mujeres, con movimientos

imposibles de caderas, melodías armoniosamente suaves y

movimientos lentos del resto del cuerpo, mostraban una

sensualidad desbordante y casi enfermiza que enamoraba.

Los bailes eran de dos tipos distintos: el típico haitiano,

suave y melodioso, y el marquesiano, que representaba

escenas de caza, más brusco y salvaje.

- 121 -

Problemas con Stephen

Tras cruzar el Océano sin apenas problemas, en las

Marquesas, Stephen empezó a desmadrarse de manera

insoportable. Cada noche llegaba bebido y dejó de realizar

las tareas que le asigné. En alguna ocasión tuve que salir a

buscarlo para llevarlo al barco en estado deplorable. Resultó

ser el típico que decía saberlo todo sin conocer nada. Por el

problema con su carácter, me comentaron que algunos

isleños querían atizarle. Así que conseguí convencerle por

unas semanas, y con ayuda de Jenny, para que cambiara de

actitud. Convivir en un barco con alguien así resultaba

complicado.

La hora de la partida

Pasaron dos meses y medio, y llegó Adolphe, el propie-

tario del “Sterwan” con su mujer Catherine. El barco se

encontraba impecablemente preparado para partir hacia

Nueva Zelanda. Pero surgió un triple dilema y debía tomar

una decisión: si continuar con ellos dos y Stephen, o aceptar

una de las dos propuestas que me habían realizado. Por un

lado, tenía una invitación para ir navegando a Hawai con

Jenny y su “Vigilant”, y por otro lado, la del “Lady A”, un

velero americano de 22 metros de un importante productor

americano para ir también a Nueva Zelanda, como el

“Sterwan”. Decidirme no resultó fácil, pero con los del Lady

A me había echado unas muy buenas risas y me atraía la idea

de llegar hasta Nueva Zelanda con ellos. El capitán John, de

32 años, su novia Karen de 25, la inglesa Trevol de 34 años y

la simpatiquísima argentina Tania de 26 años. Me iban a

pagar lo mismo y el buen rollo estaba asegurado. Con Jenny

- 122 -

quedé que la iría llamando, ya que quizás, llegado a Nueva

Zelanda, me volvería para embarcarme con ella.

En el “Sterwan”, con Stephen, se las podían arreglar sin

mí, así que nos despedimos con una buena cena, con la

seguridad de que nos volveríamos a encontrar y me integré

como tripulante en el majestuoso “Lady A” de tres camaro-

tes dobles y una suite en popa.

Me despedí también del resto de amigos de la isla y

sobretodo de Jenny, con esa sensación de alegría amarga y,

finalmente, salimos el 22 de agosto con el 76 pies americano

rumbo a Raroia, en el archipiélago de las Tuamotu.

Video Islas Marquesas

http://youtu.be/i5OIAE6V37A

- 123 -

Capítulo 14

El archipiélago de las Tuamotus

Salimos de la bahía de Taiohae (Nuku Hiva) el 22 de

agosto del 2004, a las 14h. Pasamos al atardecer cerca de la

isla de Ua Pou y continuamos rumbo Sur, hacia el

archipiélago de las Tuamotu, punto importante de cultivo de

perlas tahitianas y formado por más de cincuenta atolones de

diferentes tamaños, el más grande: Ranguiroa, el más famo-

so: Mururoa.

Nos dirigíamos a Raroia, un atolón fuera de la ruta del

resto de los navegantes que habíamos conocido. Tardamos

tres días en llegar, con viento variable de través. Buen

tiempo y turnos de 18h a 22h y 06h a 09h para Tania y para

mí. La convivencia en el barco fue genial.

- 124 -

Atolón de Raroia:

Estos grandes atolones no tenían montañas. Eran

antiguas islas volcánicas de diferentes formas, normalmente

circulares, alrededor de las cuales fue creciendo el coral. Con

el tiempo, algunas de estas islas se fueron hundiendo

gradualmente, no impidiendo que el coral continuara cre-

ciendo verticalmente, dejando en el centro una gran laguna

protegida. Así que, lo primero que divisamos el día 25 por la

mañana fueron las copas de centenares de cocoteros, a no

muchas millas de distancia, viéndolas como una fina franja

verde sobre el horizonte. Al cabo de pocas horas nos

encontrábamos enfrente de la entrada del atolón, en el único

canal que, según las cartas, permitía acceder a la laguna

interior. Miramos bien la enfilación para no quedarnos

embarrancados en alguna de las muchas cabezas de coral

semi-sumergidas y empezamos a pasar el canal. Remolinos y

olas se encontraban emblanqueciendo el medio del canal por

la fuerte corriente -de entrada o salida según la hora del día-

causada por la marea oceánica y que podía llegar hasta los 12

nudos de velocidad en algunos puntos. En ese momento la

corriente era en contra y de unos 4-5 nudos. Entramos y nos

dirigimos al pueblo más importante de la isla, Nganuroava,

con menos de 100 habitantes, situado a una milla aproxi-

madamente de la entrada al atolón. El canal, dentro del

lagoon, estaba bien señalizado con marcaciones rojas y

verdes. Había corales por todas partes, sol brillante, miles de

cocoteros alineados tras desiertas playas blancas, y aguas

turquesas. Era indescriptible la sensación de protección que

otorgaban esos milagrosos círculos en medio del océano una

vez dentro, que abrazaban e inmovilizaban una enorme

porción de agua cristalina.

- 125 -

Anclamos junto a un catamarán noruego, no con muchas

facilidades, pues el viento continuó soplando a unos 25

nudos de velocidad. Éramos el doceavo velero que pasaba

por allí esa temporada que ya terminaba, según nos dijeron

los locales unos días más tarde. Al atardecer, se acercó una

lancha rápida con tres tripulantes maories. Uno se llamaba

Gilles y los otros dos eran sus hermanos. Vestían ropa

rapera. Los invitamos a bordo y nos preguntaron si teníamos

música. Empezamos a intercambiar CD’s por perlas negras.

Eran bien entendidos y tenían buen gusto por la música, por

lo que no se quedaban con cualquier CD. Sus gustos

musicales tiraban hacia el Rap y el House. Así que la Oreja

de Van Gogh se quedó en mi estuche.

Con ellos fuimos un atardecer a realizar pesca submarina

en el canal. Gilles nos pasó a buscar con su lancha de madera

puntualmente a la hora acordada. De camino al lugar, nos

contó una antigua tradición, superstición o mutuo respeto,

entre los pescadores tuamotuenses y los tiburones: ellos

nunca comían tiburón, pues quien lo hiciera -decían- tarde o

temprano sería devorado por uno de ellos. Asimismo, antes

de llegar, Gilles nos advirtió sobre esos escualos: no

debíamos tener ni mostrar miedo ante ellos, pues ellos se

darían cuenta y podrían llegar a atacarnos. Había que

demostrar que éramos más fuertes…y de inmediato me puse

más nervioso. ¿Cómo me podía quitar ese miedo de encima,

y más, tras haber degustado tiburón en las Marquesas?

- 126 -

Así que, tras amarrar el bote a una cabeza de coral

sumergida, tragar saliva y coger aire, nos lanzamos al mar. El

agua era cristalina, con una visibilidad increíble. El fondo

coralino, a unos 15 metros debajo de nosotros, se encontra-

ba repleto de peces loro, de varios colores y medidas,

royendo con su duro pico el blanco coral y expulsando

como excremento el esqueleto pulverizado, que acabaría

formando las playas blancas con las que todos soñamos.

Entre ellos, planeando con movimiento suave, los tiburones

de aleta blanca de metro y medio a dos metros. Ya no

sentíamos miedo, no porque fuésemos más valientes, sino

porque parecía que no se habían dado cuenta de nuestra

presencia. Nos quedamos en la superficie, admirando la

riquísima fauna submarina. Era otro mundo, unicolor. El

espectro solar era absorbido casi en su totalidad por el agua,

con lo cual los maravillosos colores del fondo submarino se

reducían a uno sólo en esas profundidades: el azul. De vez

en cuando, Gilles descendía lentamente unos 15 metros para

pescar con su fusil submarino. Una vez en el fondo,

permanecía unos segundos inmóvil, consiguiendo que los

peces temerosos se volviesen a acercar de nuevo, ajenos a su

destino. Su disparo era casi siempre certero, y al alcanzar

alguno de ellos, la sangre desprendida, o simplemente el

ruido del fusil, excitaba casi al instante a los demás tiburones

cercanos, quienes cambiaban su actitud tranquila por otra

más amenazadora. En una ocasión, uno de esos escualos,

consiguió morder una de las aletas de goma de Gilles.

Cuando eso sucedía, él intentaba dar un golpe seco con la

punta de su fusil en la cabeza del animal, para ahuyentarlo.

De vez en cuando, algún espécimen de gran tamaño se nos

acercaba a curiosear desde el fondo, con un suave ondear de

- 127 -

su cola, pero con un objetivo fijo en su fría mirada: nosotros.

Bastaron algunas fuertes palmadas sobre la superficie del

agua para ahuyentarlos temporalmente. Lo había leído en

“¡Eh, petrel!” de Julio Villar y, aunque inicialmente tuve mis

dudas, afortunadamente funcionó. Momentos más tarde, la

presencia de tiburones se incrementó, y empezaron a

acercarse más hacia nosotros. A Tania le mordió uno en la

aleta, y a John también se le acercó otro peligrosamente. Nos

convencimos casi de inmediato de que debíamos subir al

bote. Siete pescados fueron el trofeo que Gilles compartió

generosamente con nosotros.

Un par de tardes, la tripulación al completo del “Lady A”,

cogimos el dingui y nos dirigimos a la entrada del canal a la

hora en que la corriente resultaba más fuerte debido a la

marea entrante. Parábamos el motor de la lancha justo en

medio de la entrada del canal y nos lanzábamos al agua para

bucear, dejándonos arrastrar por el desplazamiento del agua

a 7 nudos de velocidad. Descendíamos a pulmón unos me-

tros y nos manteníamos allí, sin hacer nada, todo el tiempo

que podíamos resistir. Nos parecía estar volando sobre los

corales a esa vertiginosa velocidad. Tras recorrer los 200

metros del canal, subíamos de nuevo y repetíamos la

excitante operación.

Por la noche pescábamos con una pequeña caña desde el

barco, poniendo como cebo el pescado seco que le dieron a

Tania en las Marquesas. Picaban a los pocos instantes, pero

notábamos otros tirones durante los escasos segundos que

tardábamos en sacar la presa, o mejor dicho, el resto de lo

que parecía haber sido un pez... y es que, durante la noche,

los tiburones estaban muy atentos bajo el barco. Uno de

- 128 -

ellos, de casi un metro, mordió el anzuelo y tuvimos que

sacarlo del agua y apoyarlo sobre la cubierta para poder

liberarlo. Es increíble la fuerza que tienen estos bichos con

piel áspera cual papel de lija de grano semi-grueso.

Conseguimos cortar el anzuelo con unos alicates sin que nos

pillara un dedo, y lo lanzamos de nuevo por la oscura borda

de la noche.

Con la familia de Gilles, mayoritariamente trabajadores en

la granja de ostras, realizamos otros intercambios de objetos

diversos por algunas perlas negras de diferentes tamaños y

tonalidades. Un niño me regaló una de unos 14mm de

diámetro a cambio de una linterna. Era brillante, negra-

grisácea, pero el color se transformaba en verde plata

después de un baño en el mar. Ésta se convirtió en mi

favorita, pese incluso a haber conseguido otra, la más grande

que jamás había visto, una de más de dos centímetros de

diámetro, por un lado plateada, y por otro lado azulada

como el cielo.

Estas granjas producían miles de millones de perlas

anualmente, pero el estricto control de calidad, hacía que

sólo una de cada tres mil -aproximadamente- llegara al

mercado, de ahí su elevado coste.

Lo de las perlas empezó a ser una obsesión para la inglesa

Trévol, quien casi se despoja de todas sus pertenencias para

conseguir otro puñado más de esas hipnotizantes esferas.

Al octavo día -el 2 de septiembre- el viento amainó y al

atardecer levamos anclas para navegar con luna menguante

rumbo a nuestro siguiente atolón, Makemo, no sin antes

despedirnos de todos los conocidos que se quedaron en la

isla para continuar con sus apacibles vidas.

- 129 -

La noche fue placentera, sin viento, sin olas de fondo... el

Pacífico se encontraba pacificado... La Luna tardó en salir

por el horizonte y fue el amanecer el que nos dio la

bienvenida en Makemo.

Atolón de Makemo, del 3 al 10 de septiembre

Entramos por el canal con las primeras luces. Echamos el

ancla, y tras comprobar que garreábamos, la izamos y

observamos que se había enganchado en un enorme pedazo

de coral fosilizado de unos casi 200 kilos. Pasamos un cabo

bajo esa roca sólida y lo atamos a una de las cornamusas de

proa; bajamos el ancla para liberarla, y soltamos un extremo

del cabo con la roca. En ese momento, en todo el atolón

éramos el único velero. El 5 de septiembre fue mi cumplea-

ños, y por la noche me organizaron una fiesta sorpresa con

pastel de chocolate incluido. La música sonó alta por los

altavoces, mientras John y Tania se disfrazaron con trajes

graciosos y empezaron a bailar sobre la espaciosa cubierta.

Karen, Trébol y yo nos quedamos charlando y riendo en la

- 130 -

popa, tras una ingesta indecente de cerveza y whisky.

Acabamos muy tarde.

Al día siguiente aproveché para llamar a mi casa, y hablar

con mi madre y hermanas, que me felicitaron y me pregun-

taron una vez más, y como siempre, cuando iba a regresar.

Creo que dentro de unos meses, contesté.

El pueblo principal era un poco más grande que el de

Raroia, con unos 500 habitantes. Las casas, de una sola

planta, estaban hechas de obra o madera, pintadas habitual-

mente con colores vivos, y con un pequeño jardín siempre

bien cuidado. La gente igual de cordial y generosa. Nos

miraban con curiosidad. Conocimos al único artista del lugar

y a toda su familia. Realizaba relieves sobre perlas, plasman-

do su bello y meticuloso arte con motivos polinesios

diversos. El día de mi cumpleaños le encargué un relieve

sobre mi preferida perla verdosa. Sobre un lado, una tortuga,

símbolo de los navegantes para los maoríes; en el otro, un

Tiki, su dios, que protegía de los malos espíritus; el resto,

adornado con motivos polinesios.

En su casa conocimos a Tutunoa y a su hijo, también

llamado Tutunoa, maoríes chilenos de la isla de Pascua. Con

ellos fuimos a comer, charlar y a buscar -sin éxito- los

enormes cangrejos cocoteros.

Tras varios meses en Martinica, aunque también sobre el

barco francés y en las Marquesas, fue donde sentí que mi

inmersión lingüística que había comenzado desde cero

estaba dando sus frutos. Mi francés empezaba en este atolón

a ser más fluido que mi inglés. El penúltimo día de nuestra

estancia nos invitaron a una suculenta cena-barbacoa en casa

de Tutunoa.

- 131 -

Tania siempre era generosa, incluso sin tener casi nada

que dar, encontraba alguna cosa en su mochila que ofrecer.

Partió de Argentina con una beca de biología para realizar

tres meses de trabajo con las tortugas en las Galápagos.

Durante ese tiempo se quedó en una playa abandonada cuyo

único acceso era por mar, con otras tres compañeras,

realizando estudios sobre los huevos que las tortugas

marinas depositaban sobre la playa. Durante el último mes se

quedaron sin la poca comida que la organización les repartió.

Así que, se tuvieron que buscar la vida para sobrevivir hasta

que las fuesen a buscar. ¿Comer huevos de tortuga es el

colmo para un biólogo enviado a las Galápagos? La pobre,

aún se arrepiente. Fue en Galápagos donde conoció a los

tripulantes del “Lady A”, que se encontraban de paso, y se

embarcó con ellos hacia las Marquesas, donde la conocí.

Ganaba algún dinero realizando diferentes artesanías que

intentaba vender a los pocos turistas que por allí pasaban.

Tania, como la mayoría de los argentinos, era adicta al

mate. A Tutunoa, aunque era chileno, también le gustaba.

Esa tarde, ella le regaló su única pipa y lo poco de mate que

le quedaba en una bolsa. Le caía muy bien. Él, aún sabiendo

que no tenía más, lo aceptó encantado. La transparente

generosidad de Tania la llevó a que, durante esa barbacoa,

Tutunoa le regalara una sencilla bolsa de plástico transpa-

rente, pero repleta de unas trescientas perlas negras

tahitianas, imperfectas, pero de un valor difícil de calcular.

Los ojos de la adicto-perlaica Trevol se abrieron como

platos.

- 132 -

Partimos el día 10 para recorrer las 340 millas que nos

separaban de las Islas de la Sociedad, concretamente de

Tahití. Ninguna novedad... vientos de 20 a 30 nudos,

amainando a 10-15 nudos. Días y noches claras, con ola casi

inexistente durante las 52 horas de navegación.

Video de las Tuamotu

http://youtu.be/mvyqZb4KaRA

- 133 -

Capítulo 15

Islas de la Sociedad

Tahití, del 12 de septiembre al 2 de octubre de 2004

Como había sucedido con las Marquesas, esta gran isla en

forma de “ocho durmiente”, la divisamos a lo lejos por las

enormes crestas -algunas de más de 2.000 metros- que

sobresalían en el horizonte. Llegamos ya casi de noche al

Este de la isla, concretamente a Bahía Tautira, después de

pasar por uno de los muchos canales que había en la muralla

coralina que protegía toda la isla de las olas oceánicas.

En este precioso lugar las mañanas eran bellas, las playas

de arena negra y las montañas escarpadas cubiertas de espesa

vegetación, una tras otra. Durante una semana nos

dedicamos a disfrutar del sol, de la lectura, del baño y a

explorar esa zona de la isla, sus pueblos, sus cafeterías, sus

tiendas. También para actualizar los e-mails sin consultar

- 134 -

desde Marquesas. La carretera que bordeaba el perímetro de

la isla parecía mucho más transitada que en las islas visitadas

anteriormente.

Nos mudamos al cabo de una semana a Marina Taina

(mucho más cerca de Papeete) para esperar a los propietarios

del “Lady A” que llegarían el día 29 desde los EEUU.

Navegamos prácticamente todo un día por el interior del

arrecife que rodea toda Tahití desde Tautira y justo antes de

llegar, divisamos la isla de Moorea a escasas diez millas de

distancia al Oeste, frente la fabulosa puesta de sol.

En Maria Taina conocimos a los tripulantes de otros dos

grandes veleros, y a los de una motora de lujo, con los que

organizamos una sonada fiesta en nuestro “Lady A” y otra

en el barco “Back Soon”.

Para ir y volver de Papeete, hacíamos autostop, y como

en casi todas las islas de la Polinesia, desplazarse de un lugar

a otro de este modo no era nada extraño, sino más bien lo

habitual. La diferencia quizás estaba en que si en Hiva Oa se

paraba el primer coche que pasaba, en Nuku Hiva era el

décimo, y aquí el centésimo... pero en cualquier caso,

siempre dentro del tiempo que duraba fumar un cigarrillo,

por lo que no estaba nada mal.

Papeete, la capital de la Polinesia Francesa, era la ciudad

más grande que había visto durante estos casi cinco meses

desde que salí de Panamá. De nuevo la civilización: coches,

atascos en horas punta, y muchísimas tiendas de perlas con

precios prohibitivos (collares desde 400 a 30.000 dólares).

Muchos turistas. A la gente del resto de las islas por las que

habíamos pasado no le gustaba nada: “...demasiado grande,

demasiados coches, demasiada violencia... demasiado civil-

- 135 -

zado...”. A mí no me pareció ni más grande, ni con más

coches, ni más violento que mi pueblo costero.

Un mañana organizamos una excursión al corazón de la

isla con James del “Eclipse”, Katy del “Cora Cora” y

Corinne del “Funambule”. Zigzagueamos por una pared de

verticalidad agotadora durante más de una hora hasta lograr

alcanzar la meseta situada a unos 700 metros sobre el nivel

del mar. Desde allí caminamos llanamente entre los árboles

centenarios y altos bambús, todo protegido por montañas

inmensas. El interior de la isla aún se conservaba virgen, casi

inexpugnable. Gallos salvajes, arboles del mango, frutos del

pan... estábamos paseando por el jardín del Edén. El

delicioso sendero terminaba en un refugio en la región de los

naranjos (plantados –dicen- por el propio capitán Cook).

Tania consiguió encontrar trabajo durante un fin de

semana en una feria agrícola a las afueras de Papeete. Así que

un día la fui a visitar. De camino, se paró un coche a mi

lado... –“Albert!-” Era Bruno, el corso que conocimos en las

Marquesas. Con él se encontraba Débora de Nuku Hiva.

Charlamos brevemente y quedamos para tomar una cerveza

un par de días más tarde.

Los propietarios del barco, Jack y su mujer Wendy,

llegaron por fin el 29 por la noche, pero a tan solo unos

escasos 20 metros de alcanzar la pasarela que unía el

pantalán con el “Lady A”, Wendy se rompió el pié en un

desafortunado gesto. La ingresaron, la escayolaron, y

tuvieron que regresar disgustados los dos a EEUU. Así que

el Lady A debía continuar de nuevo, sin ellos, hasta Nueva

Zelanda.

- 136 -

Partimos el día 2 a las 16h rumbo a Raiatea, pasando por

el costado norte de Moorea y el costado sur de Tahaa,

llegando a la isla al mediodía del día siguiente. La noche nos

sorprendió con algunos chubascos que trajeron más viento

de lo habitual, pero sin problemas para la navegación de

través-largo que llevamos durante todo el camino.

Isla de Raiatea

Llegamos a la bahía de Upapa después de traspasar la

barrera de coral por el pequeño paso de Teavapiti acompa-

ñados por un grupo de delfines en proa. El lugar, de nuevo

precioso y tranquilo, pocos barcos fondeados y muchos en

tierra reparándose... Ahí, por sorpresa, volví a reencontrarme

con el corso Bruno, reparando los bajos de su clásico velero

“Freelance” después de topar con una cabeza de coral en las

Tuamotu. Me explicó que el “Sterwan” también había tenido

un percance con un coral en Bora Bora, pero, por suerte,

solo se abolló un costado. -Un “García Passoa” es como un

tanque flotante-, me comentó.

Una tarde me reencontré a la joven pareja de franceses

que conocí cruzando el canal de Panamá y que viajaban

como tripulantes en el catamarán de las Marquesas: Sebas de

28 años y Amandine de 24. En las Marquesas me dijeron que

desembarcarían y vendrían a esta pequeña isla, por lo que

encontrarlos no fue nada difícil. Se acababan de comprar un

pequeño velero de 28 pies y lo estaban reparando emocio-

nados -cómo no- pues era su primera “vivienda” juntos.

Tenían la idea de quedarse varios años por la Polinesia,

trabajando en el mantenimiento de veleros.

- 137 -

El 9 de noviembre partimos a la isla situada enfrente,

Tahaa, sin salir ni siquiera de la barrera de coral en forma de

ocho que protegía las dos islas. Al fondo se divisaba Bora

Bora. Comentaron que hacía poco una ballena había estado

merodeando en la zona protegida, entre Raiatea y Tahaa,

para el goce de todos los ocupantes de los veleros que allí se

encontraban.

Esta isla era mucho más tranquila que Raiatea. El pueblo

más grande se encontraba al otro lado de la bahía de Apu,

donde nos encontrábamos, y estaba formado por cuatro

casas, un almacén y dos restaurantes. Pocos días después nos

fuimos a bahía de Haamene, y el 17 nos mudamos a la

preciosa bahía de Hurepiti, donde se rompió una pieza del

molinete eléctrico del ancla y tuvimos que levantar los 60

metros de pesada cadena a mano. Tania encontró una

profesora de danza polinesia y se iba cada mañana a su clase

gratuita volviendo siempre con pequeños regalos. No sé

cómo lo hacía para conseguir siempre tanto a cambio de tan

poco.

El tiempo era siempre bueno, cálido y soleado, con

algunos chubascos momentáneos que no duraban más de

cinco minutos. Todas las islas eran prácticamente iguales:

cocoteros, playas de arena blanca, aguas turquesas y algunas

montañas elevadas. Sus pocos habitantes eran en su mayoría

polinesios, otros eran franceses que habían abierto pequeños

negocios u hoteles, y el resto, algunos navegantes que deci-

dieron quedarse para siempre con su barco por estos mares.

Fue el 19 de octubre cuando partimos rumbo a la famosa

isla de Bora Bora.

- 138 -

Isla de Bora Bora

Dicen que es una de las islas más bonitas del mundo… y

es verdad. Aunque después de casi cinco meses navegando

por la Polinesia casi todas las islas nos parecían práctica-

mente iguales, ésta era distinta: Bora Bora es como una

mezcla de un atolón como los de las Tuamotus, con una

espectacular isla montañosa en el centro del lagoon, como

Nuku Hiva de las Marquesas, con playas blancas de aguas

turquesas poco profundas. Por eso Bora Bora era especial.

Tras entrar por el único canal situado al Oeste, anclamos

frente el famoso “Bloody Mary”, un bar-restaurante típica-

mente adaptado para turistas, realizado con troncos de

madera y techo de palmera, y en cuya puerta de entrada se

encontraba escrita sobre un gran tablón de madera una

larguísima lista de famosos y personalidades que habían

pasado por allí. Tania paró a un coche que conducía una

chica, quien nos llevó de visita turística por todo el

perímetro de la isla durante una hora, que es lo que tardamos

para cerrar el círculo. En la parte Sur-Este se encontraban las

mejores playas, y por lo tanto los mejores hoteles y exclu-

sivos resorts. Aquí, el turismo se podría clasificar claramente

en dos grupos: los recién casados procedentes de todos los

rincones del planeta y los jubilados americanos.

Poco hicimos durante la semana a parte de bañarnos y

disfrutar del paisaje. Unas auténticas vacaciones.

Una noche desatamos la driza de la vela mayor y la

llevamos a la proa del “Lady A”. Subidos sobre el balcón,

nos lanzábamos desde allí por la borda para realizar un vuelo

pendular de 22 metros, para instantes más tarde salir

- 139 -

disparados y caer en las aguas oscuras del lagoon. Disfruta-

mos como niños.

Al cabo de unos días, Karen conoció a Aziz, un joven

procedente de New York City que se encontraba viajando

por la Polinesia. Lo fichamos como nuevo tripulante en el «

Lady A » para la travesía hasta New Zealand.

Un veterano pescador polinesio nos contó que lo de los

hoteles de lujo y el turismo en masa era un fenómeno

bastante reciente (menos de 30 años) y que recordaba cómo,

cuando era niño, los enormes pescados se podían cazar con

lanza, a escasos metros de la playa. Pescados grandes no

vimos, es verdad, pero sí alguna manta-raya planeando a

escasos metros de nosotros.

El 22 de octubre llegaron los participantes de la regata de

piraguas más importante del Pacifico, unos 300 participantes

procedentes de diversas islas de la Polinesia, desde Marque-

sas a Nueva Zelanda y desde Hawaii hasta la Isla de Pascua...

Una regata de cuatro etapas en cuatro días, recorriendo unos

50 Km. de media diarios, desde Tahití a Raiatea, luego

Tahaa, y finalmente Bora Bora. La llegada televisada fue

impresionante, pues el ritmo de los piragüistas continuaba

frenético después de cinco horas sobre el mar. La playa, llena

de gente llegada de otros lugares animando en ese último

tramo. Los que iban llegando se tendían sobre la arena

destrozados por ese final sobreesfuerzo. Más tarde tuvo

lugar la entrega de premios y terminaron con una gran fiesta

celebrando lo que era el acontecimiento más importante del

año en esta isla.

En Bora Bora todo continuaba igual o más caro que en

todas las islas de la Polinesia francesa: cervezas a 3 euros en

- 140 -

el supermercado -de 5 a 12 en un bar-, una bolsa de patatas a

4 euros, tabaco a 6 euros... y no hablemos de las cenas…

Tras cinco meses en la Polinesia me acostumbré a moderar

gastos, ya que mis pocos ahorros se estaban esfumando. Por

suerte para mi economía, ésta fue nuestra última escala en la

parte francesa... el último sitio donde íbamos a utilizar el

francés para comunicarnos.

De excursión con Aziz descubrimos dos de los ocho

espectaculares y enormes cañones que los americanos deja-

ron allí en la II Guerra Mundial.

Por fin llegó la pieza para el generador que John encargó

en Tahití y empezamos a potabilizar el agua del mar con el

Water Maker y a llenar los tanques. Nuevamente podíamos

ducharnos con normalidad.

Video Islas de la Sociedad

http://youtu.be/QtcamBDMiWI

- 141 -

Rumbo a Cook’s Islands

El 28 de octubre partimos hacia las Cook’s Islands. El

oleaje era muy fuerte de través-largo y el barco, a pesar de

sus 76 pies, se movía bruscamente durante los tres primeros

días con vientos de largo-popa de 30 a 35 nudos. Parecía

que, después de pasar la ola, se desplomara por un costado,

luego por el otro, luego por proa, de nuevo caída libre por

popa… Así no podía ir a mi camarote de proa, por lo que

acabé instalándome en el comedor central. Poco dormimos y

comimos durante ese trayecto de cuatro días.

Llegamos -cómo no- bastante cansados.

- 142 -

Capítulo 16

Cook’s Islands

Isla de Rarotonga

Llegamos el 1 de noviembre con mal tiempo. No vimos

el sol durante el último trayecto. El único puerto de la isla,

situado al Norte, era pequeño y complicado. Entramos, nos

acercamos al pantalán del fondo, echamos el ancla, y

amarramos la popa a un metro del cemento sólido tras dos

horas de maniobra. Por suerte, ahí se encontraban para ayu-

darnos el corso Bruno, con su “Freelance” ya reparado en

Raiatea, y también los del “Draga Magic”, a quienes no

veíamos desde Marquesas. Este puerto nos daba mala

espina. Desembarcamos.

Por la noche salimos de copas toda la tripulación al

completo con Víctor del “Draga Magic”. Cerveza neoze-

landesa de 75cl al razonable precio de 3 euros. ¡Esto ya era

otra cosa! Todo nos parecía muchísimo más económico... y

es que cuesta contenerse después de cinco meses en la parte

francesa. -“Ahora invito yo, ahora también…” -“No, no que

me toca a mí!” La fiesta nocturna también era otra cosa, con

mucho ambiente neozelandés y australiano. Era a lo que yo

estaba acostumbrado. La mejor durante este período en el

Pacífico.

El 4 de noviembre, la inglesa Trebol, desembarcó del

“Lady A”, y al día siguiente llegó un amigo de John, también

de Nueva York, el regatista en J-105 Gavin. Era el refuerzo

para el último trayecto de dos semanas que debíamos realizar

desde Cook’s, hasta Nueva Zelanda. Nos enfrentábamos a la

- 143 -

parte tal vez más complicada, pues el tiempo era ya bastante

inestable y supuestamente debíamos estar en Tonga esperan-

do una “ventana meteorológica” para saltar a Nueva

Zelanda. Los del Draga Magic y Bruno ya habían partido. La

temporada de ciclones había empezado y los pescadores

locales se extrañaban de nuestra presencia allí. Nos habíamos

demorado mucho.

El atardecer del domingo 7 nos sorprendió con un fuerte

viento, como el de los peores levantes catalanes. 35 nudos de

costado, lluvia y frío. La fuerza con la que soplaba y las olas

que se crearon en el interior del puerto, hicieron que el ancla

de proa, sutilmente amarrada al fondo, empezase a garrear.

La popa del “Lady A” se iba acercando peligrosamente al

sólido pantalán de cemento amenazando con estampar y

destrozar su casco de aluminio. John y Karen no se

encontraban en ese momento a bordo, por lo que Tania y yo

recuperamos un poco de cadena del ancla, de manera provi-

sional, y a sabiendas de que podía acelerar el garreo de la

embarcación. Debíamos ir deprisa, así que sin la pasarela

puesta, salté los dos metros de distancia hasta el pantalán y

empecé a correr como perseguido por el diablo hasta el

pueblo, situado a casi un kilómetro de distancia. Exhausto,

empecé a buscar por los bares y lugares de internet. Ni rastro

de John ni de Karen. Regresé corriendo de nuevo hacia el

barco. Ya se encontraba golpeando con la popa al pantalán.

Subí y recuperamos de nuevo un par de metros del ancla…

si continuábamos así, llegaría un punto en que el ancla ya no

se agarraría bien al fondo, y el desastre podría ser inevitable.

Al cabo de unos quince minutos tuvimos que recuperar de

nuevo… cada vez menos cadena al agua y más rápido se

acercaba al pantalán. Atamos todas las defensas disponibles a

- 144 -

la popa, sabiendo que poco podría salvar, y esperamos un

tiempo infinito, hasta que por fin aparecieron John, Karen y

Gavin.

Una vez todos a bordo, iniciamos una pletórica maniobra

para resituarnos de nuevo. Amarramos un cabo de 20m. a un

gran noray situado a unos 10m. a estribor, por donde conti-

nuaba soplando el viento de 35 nudos, para evitar chocar

con el barco situado a nuestro babor. Poco a poco fuimos

recuperando cadena (manualmente, pues el molinete se

volvió a estropear) avanzando lentamente con el motor,

mientras simultáneamente íbamos soltando y tensando el

cabo del costado de estribor con el gran whinche eléctrico.

La maniobra se complicaba, pues no disponíamos de cabos

largos y tuvimos que ir empalmando unos con otros -cinco

cabos en total-, para conseguir los aproximadamente 60

metros que requería esta compleja maniobra de fuerzas. La

tensión del cabo era elevadísima, pues con el viento había

que mantenerla con el motor para que el barco permaneciera

en diagonal en esa posición. Debíamos ir con extremo

cuidado, pues en un momento en que me despisté, el cabo se

escurrió medio metro acompañado de un fuerte crujido y me

llevó la mano al winche en una milésima de segundo.

Afortunadamente, por reflejos o suerte, no llegó a pillármela,

si no, con esa presión, me la hubiese triturado. Cuando

pudimos salvar esos 60m. de distancia, echamos de nuevo el

ancla un poco más a barlovento y empezamos a retroceder

paulatinamente recuperando el cabo amarrado y soltando

cadena en proa. Finalizamos la maniobra al cabo de unas tres

horas agotadoras. Nos colocamos en el mismo lugar de

antes, esperamos y comprobamos poco tiempo después, y

con gran enojo compartido, que el ancla empezaba a garrear

- 145 -

de nuevo. Así que realizamos la misma maniobra de recogida

del ancla, pero esta vez para abarloarnos paralelos al

pantalán, proa al viento. Justo estábamos empezando a salir

cuando oímos un “patapám!”... El cabo del dingui se rompió

y la ligera embarcación se alejaba con las fuertes rachas.

Gavin, saltó al agua y consiguió traerlo de nuevo al costado

del velero.

Tras otras dos horas, logramos finalizar la segunda

maniobra, ya de noche, abarloados al costado del muelle. Ya

no estábamos cansados, sino destrozados. Pese al ruido

exterior causado por el fuerte viento, dormimos de primera.

Durante la nubosa mañana del día siguiente, observamos

una actividad frenética e inusual sobre el muelle. Los pesca-

dores situados junto a nosotros se fueron marchando. Uno

de ellos se acercó para advertirnos que era peligroso estar

allí, pues el viento estaba cambiando al Norte y las olas

empezarían a entrar de lleno dentro del puerto, justo hacia

donde estábamos. Nuevamente, y a mi pesar, tuve que correr

de nuevo en busca de John y Karen, otra vez sin éxito. Al

cabo de casi una hora, las olas en el puerto iban “in

crescendo” y el “Lady A” se encontraba peligrosamente

perpendicular a ellas y a merced de sus vaivenes. Nos íbamos

balanceando lateral y peligrosamente sobre el costado de

cemento, solo separado por las enormes defensas, pero que

parecía que iban a estallar como globos. Finalmente llegó el

capitán, soltamos amarras y nos abarloamos casi después de

otra hora a un mercante situado en un lugar más protegido

del puerto, con la proa hacia las olas. Así se quedó nuestra

embarcación durante los últimos dos días que allí nos que-

damos.

- 146 -

El 10 de noviembre, llenamos los tanques de agua y

compramos la comida suficiente para nuestra última larga

travesía, de unas dos semanas, hasta New Zealand. Tania

consiguió veintidós enormes espadas de pez-espada y marlín

para trabajar con sus artesanías y así poder venderlas más

tarde.

Eran las 15h30 cuando soltamos amarras, justo el día en

que yo cumplía un año viajando. Realmente la sensación era

como si tan solo llevara unas semanas desde que salí de

Cataluña, pero cuando me paré a pensar y repasar lo vivido,

me parecieron años.

Rumbo a New Zealand

Mal tiempo y cierta preocupación, pues estábamos ya en

época de ciclones que empezaba a finales de octubre. Com-

probábamos el “weather-fax” casi todo el tiempo. Pusimos

rumbo 244º para pasar por el Sur de las islas Tonga, pues en

rumbo directo nos podríamos encontrar vientos de proa

llegando a New Zealand. Avanzamos de ceñida a 6-7 nudos

de velocidad con vientos del Oeste de 16 nudos. Acostum-

brados a los calores tropicales, el viento era fresco, y con

lluvias frecuentes, obligándonos a ponernos todo el equipo

oceánico durante las guardias nocturnas.

Las noches frías al principio eran despejadas. Contemplá-

bamos la constelación de Orión completamente boca abajo,

y la Cruz del Sur cada vez más elevada sobre el horizonte,

nos marcaba lo que la Estrella Polar marca en el hemisferio

Norte. Como bien me dijeron Roberto y Maria en Martinica,

la Vía Láctea relucía mejor en el hemisferio Sur, y eso

parecía. Algunas estrellas se volvían a fugar durante la guar-

- 147 -

dia que Tania y yo realizábamos de 22h a 02h. Durante ese

tiempo chequeábamos cada hora el motor, temperaturas,

posición, viento, velocidad, y lo íbamos anotando en el

cuaderno de bitácora. El resto del tiempo hablábamos, o ella

tocaba la guitarra o trabajaba sus espadas, algunos tés o cafés

acompañados de dulces... pero siempre en guardia, compro-

bando cualquier cambio del viento para ajustar, reducir o

sacar las velas. Tania se volvió casi una experta tras esos

meses de navegación.

Pasando el tiempo

En el barco había uno de esos mapamundis con informa-

ción adicional sobre industrias, minerales, universo y evolu-

ción. Una de esas noches tranquilas, para pasar el tiempo,

Tania y yo cogimos una calculadora, y con ese libro en

mano, empezamos a recalcular y a escalar los valores sobre el

tiempo y distancias en el universo como punto de inicio la

Tierra. Era sencillo. La Tierra se creó hace unos 4.500

millones de años, y esa cifra que parecía algo difícil de

imaginar, la reducimos a 365 días, es decir, que imaginamos

que la Tierra se había creado hacía exactamente un año. De

esta forma, habíamos acelerado el tiempo a una escala

comprensible. Si los científicos estimaban que la aparición de

la vida o primera bacteria fue al cabo de unos 1.000 millones

de años, podríamos decir que, en nuestra nueva escala, eso

sucedió hace unos 9’3 meses. Continuamos calculando con

la aparición estimada de las primeras plantas sobre la tierra,

hace unos 435 millones de años. En nuestra escala del

tiempo reducido, eso sería hace tan solo unos treinta y cinco

días. El primer reptil sobre tierra firme habría aparecido

- 148 -

hace unos veintisiete días. Al cabo de unos doce días,

habrían evolucionado en múltiples especies. Era la época del

Jurásico, y duró unos diez días, hasta que hace unos cinco,

algo acabó con ellos. La nueva vida continuaba evolucio-

nando hasta que, en nuestra escala del tiempo, el primer

hombre primitivo apareció tan solo hacía unas cuatro horas.

¿Existimos desde hace tan solo unas cuatro horas y los

dinosaurios vivieron durante diez días? Continuando con los

cálculos, los primeros homo sapiens salieron de África haría

tan solo cuatro minutos, y se expandieron por todo el

planeta. Hace tan solo un minuto que el hombre aprendió a

cultivar y a domesticar. Y tan solo 1’4 segundos que inició la

era industrial, y en menos de medio segundo vamos a fundir

los polos y quién sabe qué cosas más. ¿Quién se puede

imaginar dónde estaremos dentro de otro segundo? Quizás

logremos escapar de este planeta y encontrar otro igualito

por explotar.

Así que pasamos las páginas para llegar a las que hablaban

del universo en ese fascinante mapamundi, e hicimos de

nuevo los cálculos reductores para ser capaces de entender

las distancias de esos puntos luminosos que podíamos

contemplar a millares en ese preciso momento sobre la

cubierta. Quizás sí era posible escapar de este planeta.

Decidimos reducir la tierra al tamaño de una pelota de

ping-pong, pero como las distancias a las estrellas se

calculaban con años luz, pensamos que era mejor reducir la

velocidad de la luz, es decir, los 300.000m/s a 5 km/h, que

es la velocidad media de una persona al andar. Con esta

nueva magnitud, la Tierra debería medir unos 6 cm de

diámetro. Nuestra atmósfera, dentro de la cual hay vida, no

- 149 -

tendría más espesor que una fina capa de barniz, y nuestro

enorme velero sería, en ese momento, un insignificante

puntito microscópico flotando sobre esa superficie azul.

Nuestro Sol tendría un diámetro de unos 6’5 metros y estaría

situado a unos ocho minutos andando desde la Tierra, es

decir, a unos 670 metros de distancia. Marte sería como otra

pelotita parecida a la Tierra, algo más pequeña, de color

anaranjado, y estaría situada a unos 254 metros de nosotros,

en dirección opuesta al Sol, que sería el momento en el que

estaría más cercano. Júpiter sería como un gran balón de

unos 66 cm. de diámetro y estaría alejado unos 2.700m. de la

pelotita Tierra. Neptuno, el último planeta de nuestro

sistema solar, mediría unos 23 cm. de diámetro y estaría, en

su distancia más corta, a casi unos 20 km de distancia de

nosotros. Ya empezábamos a ver mucho vacío.

La estrella más próxima, Centauri, se encuentra situada a

tan solo 4,3 años luz. Eso significa que, con nuestra escala

reducida, para alcanzarla, una persona debería estar

caminando durante 4,3 años sin parar, o lo que sería lo

mismo, saliendo de nuestra pequeña pelota azul de 6 cm,

debería realizar, a 5 km/h, 4,7 vueltas a la Tierra. Vega se

encuentra a 26 años luz, y si alguien ha pensado explorar

otras galaxias como quien explora el bosque cercano de su

pueblo o ciudad, debe saber que la más próxima, Andró-

meda, se encuentra tan solo a dos millones de años luz, o

sea, que la luz que estamos viendo de esa galaxia se emitió

mucho antes de que el hombre dejara de ser mono.

Fascinante.

Hemos conseguido llevar el hombre a la Luna, pero no

aún a Marte, en una odisea que podría costar billones de

- 150 -

euros, así que, a partir de esa noche, empezamos a

contemplar la Vía Láctea con otros ojos, los de unos insigni-

ficantes seres atrapados para siempre en una delicada burbu-

ja llena de vida, pero vulnerable a los caprichos del Universo.

La única casa de la que disponemos y que, sí o sí, debemos

mantener siempre limpia.

Llevábamos 5 días navegando, y el 15 de noviembre

pescamos lo que para mí sería el primer preciado atún

amarillo en toda mi travesía. Nos lo zampamos crudo,

cortado a finos filetes y acompañado con salsa Sashimi...

¡excelente! Aún teníamos problemas con la bomba de

extracción del agua de los depósitos, pero logramos duchar-

nos y afeitarnos tras cinco días de viaje.

Dos días más tarde el viento disminuyo prácticamente a

2-3 nudos... Día cálido y despejado... océano casi sin olas,

solo algunas muy largas y desgastadas prácticamente inapre-

ciables provenientes del Sur, seguramente de alguna lejana

tormenta Antártica. Paramos el barco y nos bañamos de

nuevo sobre los abismos. Posteriormente nos secamos al sol,

cerveza en mano, para celebrar las 10.000 millas de John

como capitán en el “Lady A”.

Si después de la tormenta siempre vuelve la calma, pues

digo yo que después de la calma tiene que venir una

tormenta... Esa noche se empezaron a formar enormes

nubes de algodón bellamente emblanquecidas por la luz de la

Luna que fueron ocultando poco a poco el universo sin fin,

llegando a estar en pocas horas rodeados de chubascos,

algunos eléctricos por babor. El viento fue aumentando

lentamente y al día siguiente ya soplaba de 25 a 30 nudos,

con rachas de 35. Las olas fueron también en aumento y

- 151 -

tuvimos que continuar rumbo al Oeste. El rumbo hacia el

Sur, hacia New Zealand aún se nos resistía.

Fue ese mismo día, el 18 de noviembre, cuando a las

14h22m nos encontrábamos observando el GPS, cruzamos

el meridiano opuesto al de Greenwich, los 180W o también

los 180E. Así que tuvimos que modificar todos los relojes; la

hora sería la misma, pero el día diferente. Pasamos de estar

en el día 18 de noviembre, a estar en el19 de noviembre, o

sea que perdimos un día en una fracción de segundo. Eso

significa también que había recorrido los 180 grados Oeste

considerando que BCN está casi bajo el meridiano “0”, había

completado oficialmente media vuelta al mundo navegando.

Un año sumando grados en la escala W (178W, 179W...) y

ahora debería empezar a restarlos en la escala E (179E,

178E...).

El 20 aún teníamos vientos fuertes de 30 nudos y mar

mucho más crecida, llegando algunas olas a romper de lleno

sobre la cubierta. Los chubascos se encontraban por todas

partes. Intentábamos evitar los más grandes, señalados por el

radar como enormes manchas rojas, ya que estos venían con

mucho más viento.

El 21 de madrugada me encontraba durmiendo en el

comedor después de mi guardia, pues mi camarote de proa

estaba ya demasiado húmedo, cuando el barco escoró

peligrosamente y empecé a oír los gritos de Karen desde la

cubierta. El viento subió a 45 nudos y ella se encontraba en

la rueda intentado arribar para colocarse de largo.

Amollamos la mayor y enrollamos el Génova. Ya de largo, el

barco se balanceaba fuertemente con la fuerza de las olas

muy crecidas. John y yo nos preparamos para ir a la base del

- 152 -

palo... El viento rugía en la jarcia y algunas olas barrían ya la

cubierta, mientras la lluvia continuaba cayendo en la

oscuridad de la noche. Prácticamente a gatas y sin arnés de

seguridad por falta de tiempo, conseguimos llegar. Con una

linterna completamos el último rizo. Mojados y de nuevo

con rumbo correcto me fui a dormir. No mucho después, un

estruendo enorme retumbó por todo el barco... Salimos de

nuevo a la oscura noche... El cabo del último rizo reventó y

la vela mayor se encontraba medio flameando, arrugada y

pegada sobre el obenque de estribor. Regresamos bajo el

palo después de poner rumbo de través para intentar arriar

completamente la mayor... No fue fácil con las olas llegando

justo de costado, ni con el ruido del viento. Ni a gritos

podíamos oírnos. Arriamos todas las velas y arrancamos

motor, rumbo directo a Nueva Zelanda.

Por la mañana el viento había amainado a 30 nudos y

después de que John reemplazara el cabo del rizo reventado,

izamos la mayor y desenrollamos parcialmente el Génova.

El 22 salió otra vez el Sol y el viento disminuyó a 15-20

nudos, con el “Lady A” avanzando a 8 nudos de velocidad,

rumbo 196º. Durante la tarde las condiciones de viento y

mar fueron suavizándose, y por la noche fuimos avanzando

a motor durante toda nuestra guardia de 22h a 02h, sin

viento y sin velas, con la luz de la Luna reflejándose sobre el

océano ya tranquilizado.

El 23 no hubo novedades: sin viento y avanzando a

motor... Pero sobre las 17h. empezó a levantarse una brisa

que se convirtió en poco rato en un viento de la aleta de

estribor de 15-20 nudos, avanzando a todo trapo de 7 a 9

nudos de velocidad.

- 153 -

El 24 de madrugada pasó otro frente. La mañana estaba

lluviosa y con un frío invernal. La primera vez en todo el

viaje que sentía ese frío polar. Tenía las manos y los pies

congelados. Bajo la lluvia pescamos dos atunes. Cenamos

uno de ellos esa misma noche dentro del acogedor y cálido

comedor. Al atardecer, un enorme albatros planeó cerca del

“Lady A”. Dicen las antiguas supersticiones inglesas que los

albatros poseen el alma de los marineros muertos en la mar.

Contemplando el plácido vuelo de esas aves nos dimos

cuenta de que nos encontrábamos cerca de nuestro destino.

Llegada a New Zealand, 25 de Noviembre de 2004

Me desperté con las primeras luces del día navegando

dentro de Bay of Islands, una enorme, bella y turística bahía

al Norte de New Zealand. Sol radiante, aire fresco y cielo

limpio y de un azul intenso. El verde de las colinas suaves

que nos rodeaban era diferente al de las islas que habíamos

estando visitando durante esos últimos 5 meses en la

Polinesia. No había ningún cocotero, sino árboles centena-

rios, bonitas casas de madera al estilo inglés y muchos

veleros clásicos navegando. Parecía otro tiempo, otro sueño.

Nos encontrábamos navegando entre la última tierra con-

quistada por los Maoríes, la tierra de los Kiwis, de Sir Peter

Blake, Sir Edmund Hill y la del Señor de los Anillos. El país

donde la vela junto con el rugby y el cricket es deporte

nacional; el primer país en arrebatar la prestigiosa

American’s Cup a los orgullosos americanos.

Nos abarloamos en la marina de Opua, y después del

obligado registro aduanero realizado por tres policías de

- 154 -

customs, uno de sanidad y dos de inmigración, tras dos

horas, pudimos desembarcar.

Pisé la tierra del lado opuesto, la de las antípodas, el

punto más alejado del planeta desde Europa, justo bajo

vuestros pies. Y aquí llegamos sólo con el viento, justo el día

de Thank’s Giving.

Video Islas Cook y rumbo Nueva Zelanda

http://youtu.be/Yjl5IHF18jw

- 155 -

Capítulo 17

New Zealand

La primera noche, el 25 de noviembre nos apuntamos a la

cena de Thank's Giving que organizaron unos americanos en

la Marina de Opua, y, ¿a quién nos encontramos? A muchos

de los navegantes con los que fuimos coincidiendo por todo

el Pacífico. Una vez más, el camino era el mismo, y los

amigos fáciles de reencontrar.

El primero en desembarcar del “Lady A” fue Aziz para

regresar a su ciudad, New York, donde le esperaba una

oportunidad laboral que no debía rechazar. Luego Karen

hizo lo mismo para ir a Boston a visitar a su familia durante

dos meses. Al cabo de dos semanas se marchó Tania en

busca de trabajo a Waiheke Island, una pequeña isla enfrente

- 156 -

de la ciudad de Auckland, a tan solo treinta minutos en ferry.

Quedamos que la iría a visitar en pocos días.

Yo me quedé unos días más para ayudar a terminar

algunos temas del velero con John y Gavin. Pero mi trabajo

en el Lady A había terminado. Me pagaron el resto del poco

dinero que me debían y fue el momento de tomar una

decisión. No había ningún problema en quedarme como

invitado durante los meses que fuera necesario con los

gastos pagados pero sin cobrar, pero mis ahorros estaban

tocando fondo. Quizás era hora de regresar, pero desde que

empecé este viaje, que con el tiempo se fue dilatando, tenía

muy claro de debía regresar cuando realmente lo desease, sin

tener en un futuro esa sensación de “espina clavada”. En

esos instantes, sobre un nuevo y bello país sin conocer, me

apetecía explorarlo, pero con lo poco que tenía, aún sin

gastos importantes, no me hubiese durado ni dos meses

instalado en el velero. Solo me quedaba una solución, debía

arriesgarme y salir a la aventura en busca de un trabajo, aun

sabiendo que en el intento se me evaporarían los ahorros en

poco más de una semana. Pero, ¿no era mejor saber que

preguntarse?

Recogí todo y el día antes de partir hacia Auckland para

coger el ferry a Waiheke Island, paseé por la marina de

Opua. Me encontré un velero con pabellón español

amarrado al fondo de uno de los pantalanes flotantes. Era el

segundo que encontré en todo el Pacífico, después del

“Kiviana” en las Marquesas. Me acerqué y me presenté. En

esas latitudes era como encontrarse a un amigo, o casi a un

familiar. La alegría siempre era mutua. Era el “Sur”, de

Marisa y Loyola. Tomando el café al que me invitaron a

- 157 -

bordo y mientras hablábamos del sofisticado control que

había para entrar en velero a New Zealand, no podía dejar

de pensar en lo familiar que me resultaban sus caras y gestos.

Los conocía de algo pero no sabía de dónde. Finalmente

recordé.

En verano de 2.001 sobrevolé el Atlántico, junto con

unos amigos, Alfred Tholen y Jorge Aragonés, hacia la isla

de Tórtola, perteneciente a las Virgin British Islands, en el

Caribe, para ayudarles a traer un velero de 52 pies a la Costa

Brava. Tras dieciocho días navegando desde el Caribe,

hicimos escala en la pequeña isla de Faial, en las Azores,

donde estuvimos dos días en el pueblo de Horta. Allí se

encontraba el “Peter’s Café”, mítico y conocido lugar de

encuentro para los navegantes oceánicos. La última noche la

compartimos con una pareja muy simpática de gaditanos que

acabábamos de conocer, y que habían llegado desde la

península. Ella se llamaba Marisa y él Loyola; iban en el

barco “Sur”. ¿No es verdad que el mundo es realmente un

pañuelo?

Al día siguiente me despedí de John y bajé en autocar

hacia Auckland.

Waiheke Island

Desembarqué tras treinta minutos en ferry con mi

pesada mochila en Waiheke Island, una preciosa isla, un

oasis para los artistas con una comunidad muy abierta,

segura y entrañable. Un sitio perfecto para retirarse.

Me instalé en el único albergue, al otro lado de la isla, con

impresionantes vistas a Onetangi Beach, una playa de arena

- 158 -

blanca con enormes árboles en su retaguardia. Allí conocí a

Inés, una guapísima argentina, de ojos verde oscuro, pelo

castaño y piel algo pecosa, y a dos artistas españoles, el vasco

Rafa y el madrileño Cruz, (músico y pintor respectivamente).

El propietario del albergue me hizo saber al segundo día

de estar allí, que en un café cercano de la playa, estaban

buscando gente para trabajar la nueva temporada de verano.

Alucinaba con la gente de allí, de su buen rollo y de su

empatía contagiosa.

Así que me entrevisté en Onetangi Beach Café con su

propietario, Dave, un déspota multimillonario americano, a

caballo entre lo que fue nuestro Gil marbellí y Papa Noel.

Poseía unas viñas a 5 minutos del lugar. Dave, su mujer

Pam, su hija Katy, Beven, Luck y Greg eran los que llevaban

todo el negocio. Me aceptaron y me dieron alojamiento

gratuito en una casa recién terminada con magníficas vistas

al valle. Esa fue la primera vez en mi viaje que me instalaba

en tierra firme (sin contar los dos días en Cabo Verde).

Empecé a trabajar junto con otros dos canadienses, Brad

y Jessy, que se encontraban viajando por estos lugares y que

también se instalaron allí. Aunque podíamos escoger cuantos

y que días queríamos realizar fiesta, decidí trabajar el primer

mes sin descanso para mejorar, así, mi precaria situación

económica. Por la mañana, jornada de 8h a 17h en la viña,

plantando cepos, podando hojas para que se airearan las

uvas, o instalando redes para evitar que los pájaros se

comieran las uvas que empezaban a madurar, moviéndonos

de vez en cuando en quad para llegar a las plantaciones más

alejadas. Por la tarde, de 17h30 a 00h en el café, sirviendo

cenas y ayudando en la cocina. Alguna que otra vez le

- 159 -

realizaba algunos recados al propietario con su Mercedes

automático. Por suerte me acordé de un consejo para los

coches automáticos después de unas cuantas derrapadas:

-olvídate del pie izquierdo- que me enseñó mi amigo Raimon

cuando estuve tres meses en EEUU. Pero había otro

problema, conducir por la izquierda no se solucionaba con

un consejo. Tuve que estar constantemente concentrado al

principio para no salirme del carril o no meterme en

dirección contraria en los cruces. Cuando quería poner el

intermitente, me salía el limpia-parabrisas, cuando buscaba

sin querer el cambio de marchas, me encontraba la maneta

del elevalunas. Finalmente, con los días, le cogí el truquillo.

El 2 de diciembre me cogí el día libre y me fui a Rocky

Bay, una preciosa bahía situada al Sur de Waihiki, pues me

enteré que realizaban una regata. Tenía mono por competir.

Preguntando por si les faltaba tripulación conocí a Tom -

¿tienes experiencia en regatas?- me preguntó -un poco-

respondí... -bien, pues serás el táctico. Por cierto, ¿hablas

francés?-. Me invitó a realizar la regata en su velero junto

con tres franceses más. Un día soleado, viento de 20 nudos.

Echaba en falta la parte competitiva de la vela. Como táctico,

tomé el tiempo y cruzamos la línea de salida por la parte más

favorecida justo en el segundo exacto que sonaba un petar-

dazo en tierra. Como bien se dice, la salida es el 50% de la

regata, así que, con esa cruzada de línea casi perfecta, no nos

resultó difícil situarnos en segunda posición cuando llegamos

a la boya de barlovento. El primer velero se encontraba a

una decena de metros. Solo había que esperar a que ellos

cometieran un error y nosotros ninguno. El resto de la flota

se mantenía próxima detrás de nosotros, pero logramos

distanciarnos lentamente, pues nuestro barco andaba más

- 160 -

rápido. Pasamos una roca marcada de través, trasluchamos y

nos dirigimos a la boya de sotavento. Allí el primero cometió

por fin un error en la maniobra y nos colamos. El resto de la

regata fue mantener esa posición. Sin dejar de marcar a

nuestro contrincante más próximo, intentando quitarle el

viento todo el rato, y sin perder de vista al resto de la flota.

Nos llevamos el primer puesto.

Me reencontré de nuevo con gran alegría a Tania. Se

instaló durante las primeras semanas en una vieja pero

magnífica casa de madera con las mejores vistas en esa

preciosa bahía, Rocky Bay, de unos familiares muy lejanos

que tenía. Logró encontrar un trabajo también en el ramo de

la hostelería. Así que también pudimos ir quedando.

En nuestra casa de la viña se fueron instalando, más

tarde, otros jóvenes que empezaron a trabajar como noso-

tros, también viajeros de entre 20 y 35 años; tres holandeses,

Walter, Stef y Ralph, un francés, Olivier, un escocés, Ian, una

rusa, Julia, y un neozelandés, Scott. Aunque terminábamos

cansados de la dura jornada laboral, las opciones para

divertimento no faltaron: playa, cenas en casa de Antón y

Andrea, de Tom y Mary, algunas fiestas en bares cercanos o

en nuestra casa. Gorreábamos también de un cine al aire

libre cercano subidos sobre un camión. Forma-mos así un

buen grupo compartiendo juntos muy grandes y memorables

momentos.

En Auckland se encontraba el “Shenandoah” el famoso

maxi-velero clásico de tres mástiles del que ya hablé anterior-

mente y en donde se encontraban trabajando los dos amigos

catalanes, Agus y Pere, a quienes conocí en Marquesas. Con

- 161 -

ellos pasé las navidades, el fin de año y otros fines de semana

que no trabajaba.

La mejor opción para recorrer y conocer este país, al igual

que Australia, era disponer de dos meses como mínimo y

comprar una de las muchas auto-caravanas o furgonetas de

ocasión que hay a precios razonables. Hay muchas anun-

ciadas en los albergues (en inglés: Backpackers), que van

desde los 1.000 a los 3.000 . Luego, tras el viaje, se reven-

día y se recuperaba el dinero.

Me pedí cinco días libres y me fui con mi compañero de

trabajo francés Olivier, en un coche alquilado, a visitar la

parte que va desde Auckland hasta Cape Reinge, el punto

más al Norte de New Zealand. Este país solo tiene cuatro

millones de habitantes, de los cuales, dos millones se

concentraban en Auckland. De eso se deduce que el resto

del país gozaba de una generosa soledad. Fuimos condu-

ciendo el coche automático por la izquierda de carreteras

intransitadas que pasaban por un paisaje abierto con árboles

inmensos de formas rebuscadas, sobre colinas suaves de

prado verde claro, y bordeando playas desiertas. Siempre

bajo un cielo azul profundo. La luz allí era muy diferente.

Tras cada curva había un formidable paisaje que fotografiar.

Visitamos primero la cascada de Whangarei, después pasa-

mos por Bay of Islands, donde nos quedamos a dormir en el

“Lady A”, con John y Karen, visitamos la casa donde se

firmó el primer tratado Inglés-Maorí en Waitangi, y subimos

hasta Cape Reinga para dormir junto al faro, quizás el más

famoso de NZ, en una noche ventosa pero infinitamente

estrellada. Al día siguiente, bajamos hasta Ninety Miles

Beach para conducir sobre su arena dura por la marea baja,

- 162 -

visitamos el Kaori Forest, donde se encontraban los árboles

más viejos del país, árboles que empezaron a crecer antes de

Cristo y cuyo diámetro llegaba a alcanzar hasta 5 metros.

Estos árboles poblaron casi toda la isla norte hasta la llegada

de los ingleses. Los pequeños pueblos diseminados por los

que íbamos pasando tenían como única actividad la gana-

dería y el cultivo. Algunas granjas sobre alguna colina con

vistas privilegiadas daba que pensar si ese sería uno de los

mejores trabajos del mundo. Una manera armoniosa de vivir.

Regresamos al quinto día habiendo visitado tan solo un 5 %

del país, pero que nos dejó alucinados.

Un viejo amigo de regatas de Barcelona y de salidas

nocturnas, Jordi, se plantó por sorpresa a Auckland para

estudiar inglés durante tres meses y para realizar un estudio

de mercado, para dar a conocer, e intentar implantar el Patín

a Vela, veloz velero autóctono catalán. Una gran casualidad y

una recarga de baterías el coincidir, ya que después de más

de un año desconectado de mi realidad, el encuentro con un

amigo hace que uno vuelva a tener esa sensación de estar en

casa. Consiguió un pedido de un Patín Júnior por parte de la

- 163 -

Federación Neozelandesa de Vela, con la posibilidad de

adquisición de otros veinticinco más si lo adoptaban como

velero para iniciar a los pequeños chavales neozelandeses.

Una noche de enero, nos anunciaron que había una

marea de plancton en la playa de Palm Beach, así que, con

bañadores y toallas, nos acercamos Ashley, Olivier, Julia y

yo. La noche era negra y no había más que una farola lejana

que iluminaba tenuemente la playa, pero las olas que iban

rompiendo a lo lejos tenían luz propia, la brillante luz

fosforito que desprendía el plancton cuando el agua era

removida. Nos lanzamos al agua. No veíamos nada excepto

nuestras formas contorneadas por miles de puntitos

luminosos. Solo hacía falta salpicar la superficie del mar para

poder disfrutar de un espectáculo casi pirotécnico. Bucear

con los ojos abiertos fue una experiencia casi irreal,

observando solo, sobre el oscuro fondo, las propias piernas,

pies, brazos, e incluso los dedos de las manos en movi-

miento, iluminados por esos millones de estrellitas pegadas

al cuerpo. La mágica naturaleza. Vigilamos también que no

apareciese otro enorme cuerpo fluorescente que no fuese el

nuestro, llámese tiburón o orca.

Una tarde de un sábado de finales de febrero, mientras

trabajaba en el restaurante, recibí una llamada a mi móvil. Mi

sorpresa y alegría fue al ver que era Adolphe, el propietario

francés del “Sterwan”, con quien navegué por el Caribe,

crucé el Canal de Panamá y llegué a Marquesas. Se enteró

que estaba en Nueva Zelanda, él también, y me propuso

continuar con ellos. Quedamos para comer al cabo de un par

de días y hablar así del tema. La propuesta era de lo más

interesante, Nueva Caledonia, Vanuatu, Papúa/Nueva

- 164 -

Guinea, Australia, Indonesia, Maldivas, Seychelles, Mar

Rojo, y vuelta al Mediterráneo. Me apetecía quedarme un

tiempo más en Nueva Zelanda para conocerla más profun-

damente. El propietario del Onetangi Beach Café me ofreció

continuar trabajando en un bar a pie de pistas durante la

temporada de nieve que estaba a punto de empezar en la isla

del Sur. Luego, mi intención era regresar a casa. Pero ¿para

qué desperdiciar esta oportunidad? ¿Qué más daba ahora o

un poco más tarde? La moral todavía la tenía alta. No quizás

para otro año y medio que tardaría en llegar al Mediterráneo,

pero sí, como mínimo hasta Australia. Tenía ganas de

conocer ese último rincón del Pacífico que me faltaba… las

Vanuatu y Papúa/Nueva Guinea. Aunque, cuando llevas

mucho tiempo en movimiento, se disfruta mucho más de un

lugar fijo en donde estar y con una rutina que cumplir.

Costó un poco pero finalmente tomé la decisión. Avisé

posteriormente al propietario de las viñas de mi partida,

realizamos un par de fiestas de despedida con todos en

Waiheke y me embarqué en el “Sterwan” el 20 de Marzo.

De nuevo al Sterwan

Volví a poner mi mochila en mi antiguo camarote de

popa de este fabuloso velero amarrado, en esta ocasión, en el

Viaduct Harbort, en pleno corazón de Auckland y antigua

sede de la prestigiosa American’s Cup. Realizamos los

últimos preparativos durante la semana que allí estuvimos:

compras, últimas revisiones de motor, preinstalación del

NavNet, instalación de un “Super-alternator”, y cambio de

las cuatro baterías de gel. Todo, final y aparentemente, a

punto. Uno de los días, caminando con las prisas habituales

- 165 -

de quien tiene una larga lista que cumplir, tuvimos que

pararnos para que pasara un convoy oficial. Cuatro motos y

dos coches policiales custodiaban a marcha lenta un gran

coche negro. El ocupante trasero del vehículo nos miró y

saludó con ese gesto delicado de muñeca que solo los prín-

cipes saben hacer. Como éramos los únicos peatones que

había en toda la calle le respondimos con la mano y le

deseamos suerte con Camilla.

Durante los cuatro días festivos de Semana Santa, salimos

a navegar por las cercanías de Auckland para chequear que

todo funcionara bien en el barco, pues durante los 4 meses

que el Sterwan estuvo en Nueva Zelanda, aprovecharon para

desmontar y repintar el mástil, revisar a fondo el motor, los

winches, el generador, reparar y repintar los bajos después de

su incidente con el coral en Bora Bora, fumigar el interior

para eliminar un problema de cucarachas que empezó en

Haití, y otras muchas cosas más. Aunque en Nueva Zelanda,

con todo el tema de la náutica, son unos auténticos

profesionales, nunca se sabe que podía fallar, por lo que, un

viaje corto y cercano, nos serviría para verificar que todo

andaba bien. Así que salimos Adolph, mi amigo Jordi, como

invitado, y yo.

Navegamos hasta Waiheke Island para anclar durante dos

días en Rocky Bay, donde Tom y su familia nos invitaron a

su magnífica casa de madera sobre la bahía, a pasar dos

formidables noches. Me reencontré con Tania. La despedida

fue emotiva, tantos meses y tantas anécdotas juntos, costó

cerrarlos con un simple “Adiós”. Con un “hasta la próxima”,

muy convencidos de que así sería, el mal pareció menor. Se

quedaba con su novio neozelandés.

- 166 -

Luego partimos a Coromandel Península, en donde en-

contramos grupos de pingüinos nadando cerca del velero,

regresamos para pasar la noche en la parte de Stony Batten

de Waiheke, y volvimos a Auckland con la sensación de estar

dentro de una regata, pues a diferencia de la típica “opera-

ción retorno” por las carreteras europeas, aquí fuimos cente-

nares de veleros los que regresábamos al mismo tiempo.

Supongo que es por eso que la vela es tan popular en este

país... existen infinidad de increíbles y bellas bahías solitarias

a tan solo pocas horas de navegación de la ciudad. Un placer

y un lujo que no tiene precio. I love New Zealand!

Soltando amarras

Después de las últimas fiestas con Jordi en Viaduct

Harbour, nos despedimos y partimos, definitivamente,

Adolph y yo de Auckland, para navegar costeando rumbo

Norte, parando en los sitios que Tom nos recomendó. El

primer día en Rangitoto Island, visitamos un volcán que

había emergido del mar tan solo hacía seiscientos años y que

ofrecía unas increíbles vistas a la bahía de Auckland desde la

cresta del cráter. Después veleamos hacia Kawau Island,

luego a Port Fitzroy en Great Barrier Island, parque natural

donde divisamos de nuevo pingüinos cerca de nuestro velero

y realizamos unas rutas por espesos bosques de “Panga

trees” paradisíacos. Durante la noche calmada, silenciosa y

sin Luna, tanta era la concentración de plancton en el agua

que se veía el destello que desprendía el movimiento de los

peces en todo el contorno del barco cada vez que hacías un

pequeño ruido sobre el casco. Pudimos contemplar las

- 167 -

estrellas con los prismáticos “Steiner-CommanderV-7x50-

HighDefinition”, Júpiter con cuatro de sus satélites, en la

parte emblanquecida llamada Vía Láctea millones de

minúsculas estrellas apretadas, Sirius imponente, la aparente-

mente simple espada de Orión.

Salimos al día siguiente para navegar con buen viento

hasta Tutukaka Harbour y pasar una noche allí. Llegamos

finalmente a Bay of Islands el martes 5 de abril, parando

frente a uno de los primeros pueblos de los colonos ingleses,

Russell. Al siguiente día llegamos a Opua, el puerto donde

llegué con el “Lady A” el pasado noviembre... pasé por el

pantalán y allí, amarrado, se encontraba aún el gran 76 pies

realizando algunas reparaciones. -John!!!... Karen!!!...- Con-

tentos de nuevo por vernos, fuimos a cenar todos juntos con

Adolph y repasamos con emoción los buenos momentos

juntos en las Marquesas, Tahití, Bora Bora... y las Tuamotus.

French Polinesia for ever!

Nos quedamos algunos días para realizar las últimas

compras de provisiones, rellenar los tanques de gasoil y

agua... y esperamos a que las condiciones mejoraran, es decir,

una “ventana meteorológica”. Leímos en la prensa la muerte

del Papa Juan Pablo II.

La previsión del MaxSee marcaba buen viento y ninguna

depresión para la siguiente semana, por lo que finalmente

partimos de Opua, por tanto también de New Zealand, el

sábado 9 de abril del 2005, después de los últimos trámites

aduaneros.

Marcamos un nuevo rumbo en la carta: Noumea, capital

de New Caledonia.

- 168 -

Rumbo New Caledonia

Partimos a las 10h30 de la mañana para recorrer las 884

millas hasta nuestro nuevo destino. Viento de 10 nudos del

través-aleta, no suficiente como para estabilizar el barco con

la molesta ola procedente del Sur-Sur-Este. A estribor el

Océano Pacífico Sur... a babor, el temido Mar de Tasmania.

La presión meteorológica muy alta, igual que los cinco

últimos días: 1030mb.

El día siguiente, domingo 10, el viento subió a unos 20-25

nudos de popa. Día gris, con muchos chubascos, que,

cuando nos atrapaban, nos lanzaban vientos de 30 a 35

nudos. El barco a orejas de burro y con el génova

atangonado, avanzando como una moto de 8 a 10 nudos de

velocidad y surfeando a 11-12 nudos todas las olas de 4 a 6

metros que se nos presentaban por nuestra popa. Navegá-

bamos con el piloto de viento. En mi vida había realizado

una empopada tan rápida. Así todo el día y toda la noche.

Batimos el record de velocidad del “Sterwan” habiendo

realizado 220 millas en tan solo 24h. La presión continuó

bajando hasta los 1016mb.

El lunes 11 fue lo mismo pero el viento, procedente más

del Sur, empezó a bajar a unos 15-18 nudos, y de 25 a 30

nudos dentro de los chubascos. Durante esa noche se

rompió una soldadura que unía la contra rígida a la botavara.

Tardamos unas dos horas en encontrar una solución

provisional más o menos fiable. Poco después, cuando

recogimos el Génova, se nos descolgó por segunda vez el

pesado tangón de su base del mástil y casi se nos vino a la

cabeza (la primera vez le pasó a Jordi). Logramos encontrar

el problema: habían montado el enganche al revés cuando

- 169 -

repararon el mástil en Auckland. Por eso fue importante

revisar el barco antes de partir, para evitar este tipo de

accidentes. No tardamos mucho en colocarlo correctamente

en su sitio. Continuamos revisando el barco con la linterna y

las luces del puente encendidas. El faldón del génova

empezó a descoserse... otra cosa más que reparar en cuanto

tocásemos tierra. El puño de amura del genaker se encon-

traba prácticamente destrozado. Lo arreglamos durante el

siguiente día, aunque no lo utilizamos durante todo el

trayecto.

Martes 12: día soleado, continuábamos avanzando de

largo a 8 y 10 nudos de velocidad. Algunos imponentes

albatros nos sobrevolaron cerca del velero en un planeo sin

fin, ya que al igual que otras aves marinas, estos aprove-

chaban las corrientes de viento que ascienden por la loma de

las grandes olas, evitando así tener que aletear y ahorrando

una gran cantidad de energía que utilizan para largos viajes.

Los calores del trópico se empezaban a notar de nuevo tras

meses en Nueva Zelanda y por la noche ya no era necesaria

la ropa de invierno durante las guardias. La Luna mora

empezaba a mostrarse en su descenso por poniente, justo

después de la puesta del Sol, ocultándose lentamente sobre el

mar. Las estrellas, de nuevo, tan brillantes como de

costumbre.

El Miércoles 13 se rompió, durante la noche, el arreglo

provisional de la contra. Con vientos portantes todos los

días, esta era una de las partes del barco que mas trabajaba.

Realizamos otro apaño y aguantó. El viento bajó a 10 nudos.

El 14, y después de cinco días de navegación con portan-

tes a una media de 7’5 nudos, divisamos tierra en el horizon-

- 170 -

te... si el GPS no se equivocaba, debía ser New Caledonia.

Protegida por una gran barrera de coral, penetramos

zigzagueando a través del difícil paso, al lagoon interior, con

todos los instrumentos posibles y disponibles en el barco:

Plotter, carta, MaxSee, y C-MAP en el interior, con Adolph

controlando los instrumentos, para no acabar embarran-

cados. Con los super-prismáticos HD y en el exterior, yo, me

encargaba buscar el camino despejado y corroborar que lo

que decía la voz procedente del interior del Sterwan era

correcto. A las 12h30 de la mañana nos abarloamos al

pantalán de visitantes del Puerto de Moselle, en la capital de

la isla, Noumea. Esperamos a los de aduanas, inmigración, y

a la mal educada señora de sanidad, que casi nos metió en un

problema por llevar unas cebollas y un par de manzanas.

Nos sellaron de nuevo el pasaporte.

- 171 -

Capítulo 18

Nouvelle Caledonie

La primera semana la tuvimos ocupada por los arreglos.

Desmontar la pieza rota de la contra para soldar, arriar el

Génova y la trinqueta en un día poco ventoso para coser y

reforzar, y otras revisiones. Debíamos esperar sin desesperar,

para que todo estuviera listo en el plazo previsto, que en

principio era para un par de días, y en realidad tardaron casi

dos semanas. Me asesoré y me aseguraron en la embajada

Australiana de Noumea que no tendría ningún problema

para entrar en ese país con mi pasaporte a punto de expirar

(pues solo allí lo podía renovar). Con un “don’t worry”

conseguimos el visado para entrar en junio.

Como debíamos ir a Vanuatu y Papúa, empezamos un

tratamiento bastante fuerte para prevenir la malaria, el

- 172 -

Lariam, que debíamos tomar una vez por semana. No leímos

los efectos secundarios, que mas tarde nos pasaron factura.

Uno de los días conocí a la familia de catalanes con más

alegría y salero de todo mi viaje, Lluís, Mercé y Odger, con

los que compartí muy buenos momentos, conversaciones

inacabables, muchas ensaladas de miedo y 1 kg de atún

amarillo crudo con salsa de sashimi. Hablando de lo

pequeño que era el mundo, y de las varias coincidencias que

había ido encontrando durante este viaje, siempre me

gustaba entrar en el juego de a ver si teníamos algún cono-

cido en común. Pues sí, aquí también se confirmó. Conocían

a Rita, una prima de mi cuñado.

Me regalaron mucha música catalana y española; Sopa de

Cabra, Sau, Serrat, Rosario, Ismael Serrano, Paco de Lucia, y

hasta de los Gypsi Kings. Conocer a gente cercana cuando

se está tan lejos de casa siempre es una inmensa alegría, pero

cuando se trataba de gente como ellos, era un regalazo del

destino. Ellos me presentaron a la bretona Alice y a la

valenciana Mónica.

Durante las más de dos semanas que allí estuvimos el

tiempo fue malo. Lluvia, viento con algún breve claro, por lo

que realizar rutas turísticas no fue de lo más apetecible.

Pudimos visitar el viejo acuario con algunos ejemplares de

los primitivos Nautilus y uno de los primeros nacidos en

cautividad, y el “Centre Culturel Tjibaou”, construido con

- 173 -

una perfecta combinación de arquitectura moderna y

tradicional en la época de François Mitterrand para unificar

la cultura del Pacífico francés.

Nueva Caledonia, aunque pertenece al Departamento de

Ultramar de Francia al igual que la polinesia francesa, fue

descubierta en 1774 y bautizada con ese nombre por el

Capitán Cook, pues le recordaba tierra escocesa por la

majestuosidad de sus árboles, (Caledonia para los romanos).

Está formada por seis islas, la mayor (Grande Terre) de unos

400 Km. de largo. Después, las pequeñas Lifou, Mare,

Ouvea, Tiga y l’Ile des Pins, en la parte Este de la gran isla.

Los habitantes ya no eran maoríes, como durante mis

últimos 11 meses dentro del triángulo de la polinesia

(Hawaii, Isla de Pascua, y Nueva Zelanda), sino que eran de

origen melanesio.

Los melanesios nativos de estas islas son los llamados

kanac. En la capital bastante europeizada de Noumea, se

concentraba casi toda la actividad de la isla en donde el

principal ingreso económico era la exportación del mineral

para realizar Níquel. Nueva Caledonia es la segunda

productora de este mineral del mundo. En el Norte, concre-

tamente en el municipio de Voh, y coordenadas 20°56’S-

164°39’E, se encuentra el famoso corazón de la Tierra,

descubierto y fotografiado desde el aire por Yann Arthus-

Bertrand. Es un claro en medio de un manglar con forma de

ese órgano y que se estremece o expande dependiendo de las

estaciones en las que le llega agua, “latiendo al ritmo del

propio Planeta”, como bien dijo el fotógrafo.

Con Mónica me fui una tarde a un Nakamal, sitio donde

se sirve el famoso kava, el jugo típico de las Vanuatu, con

- 174 -

sabor amargo y color terrizo, extraído de una raíz tuber-

culosa, y el cual tiene efectos narcotizantes. El lugar está en

principio solo reservado a los hombres, pero en la práctica, y

solo en Noumea, no hay “tabú” para las mujeres. El sitio era

oscuro, no se servían bebidas alcohólicas, la gente se

encontraba sentada, hablando muy bajo, casi susurrando. La

única música provenía de un guitarrista accidental desde uno

de los rincones, tocando melodías suaves. El efecto del kava,

era muy suave, casi inapreciable, la lengua se dormía como

anestesiada, y el último sorbo del pequeño cuenco había que

escupirlo al suelo, para honrar a la Madre Tierra.

Llegó el momento de las tristes despedidas, a las que uno

nunca llega a acostumbrarse, pues la mujer del propietario

llegó de Francia y ya teníamos todo en el “Sterwan” prepa-

rado para partir.

L’Ile des Pins

Salimos el 3 de mayo rumbo a “L’Ile des Pins” a unas

ocho horas de navegación. Llegamos de noche a la bahía de

Kuto, al Sur de la isla, después de un día de nuevo gris y algo

lluvioso con vientos de unos 20 nudos. Traspasamos la

barrera de coral con la enfilación de los dos faros situados en

la montaña y anclamos en completa oscuridad cerca de la

playa. Al día siguiente comprendimos por que el nombre del

lugar (dado de nuevo por el Capitán Cook)... centenares de

pinos coloniales que podían alcanzar hasta los 60 metros de

altura poblaban el lugar. Playas blancas, algún turista japonés.

La bahía situada contigua a Kuto, a unos dos minutos a pie

por un sendero de cuentos de hadas, llamada bahía

Kanumera, es una de las más bellas bahías que jamás he

- 175 -

visto. Pinos y enormes árboles con formas que parecían

querer formar nudos, en la retaguardia de la playa... el agua

era tan cristalina que costaba discernir, a simple vista, en qué

punto moría el océano… o donde se ahogaba la tierra.

Al siguiente día partimos rumbo a otra bahía, a la de Oro,

situada al otro extremo de la isla, y con la única información

de un libro casero, pues en las cartas, MaxSee, C-Map y el

plotter nos decían que ahí solo había arrecifes. Así que, con

mis gafas polarizadas para ver mejor el coral sumergido, y el

dichoso libro en mano, me planté en la proa para guiar

mejor la maniobra de entrada a ese recóndito lugar.

Podríamos decir que, en ese preciso instante, el futuro de

1.200.000 euros flotantes estaba en mis manos, es decir, en

un pésimo dibujo realizado a mano alzada por un desco-

nocido. Fuimos entrando. Todo aquello me daba mala

espina. Había cabezas de corales por todos sitios. La profun-

- 176 -

didad del agua iba disminuyendo. Encontré en medio de la

bahía la “seta” coralina que el libro marcaba que había que

bordear, realizando un pronunciado giro a babor de casi 130

grados, para luego realizar otro giro a estribor, babor,

estribor, salteando unos corales mal dibujados lo que me

hizo casi enloquecer, pues no podía encontrarlos por ningún

sitio bajo la mar. Pese a la lenta velocidad, todo por debajo

pasaba muy rápido, ya que tan solo había unos 2 metros de

profundidad. Me giré un instante para tratar de convencer a

Adolph de que debíamos regresar al inicio de la bahía para

anclar. Y cuando devolví la mirada al frente… mierda! estaba

ahí! una enorme patata coralina a tan solo una decena de

metros frente a nosotros... la colisión me pareció inevitable...

-¡¡¡¡Stop!!!!, ¡¡¡Atrás!!! ¡¡¡¡Atráaaaaaas!!!!- Nos la íbamos a

comer... -¡¡¡¡Más rápidoooooo!!!!- el barco logró pararse

cuando el borde de la patata se situó justo bajo mis pies. Por

fin regresamos, y anclamos finalmente al inicio de la bahía.

En la bahía de Oro se encontraba un lujoso hotel, el

Meridian, y un restaurante autóctono. A unos quince minu-

tos caminando por una gran lengua de fina arena blanca que

serpenteaba por el bosque de pinos, se encontraba la Piscina

de Oro, una playa rodeada de altos árboles en la que se

creaba una gran y bellísima piscina natural de agua

transparente cuando la marea era baja. Un lugar realmente

único. Como en el barco todo estaba perfectamente revi-

sado, nos dedicamos durante ese tiempo a disfrutar de esos

lugares y de la lectura.

- 177 -

L’Ile de Lifou

Al día 6 partimos al medio día rumbo las islas Loyaute,

concretamente a la de Lifou, 120 millas más al Norte.

Después de llegar a las 08h30am del día 7 a una hermosa

bahía de playas blancas, cocoteros y enormes rocas redon-

deadas de granito, compramos pan, huevos y partimos de

nuevo navegando hasta el atolón de Ouvea, a pocas horas

más al NNO. En Lifou, el C-Map nos jugó una mala pasada,

ya que la posición que nos dio estaba desplazada unos 100

metros más al Sur-Este, por lo que el susto fue cuando, en

una simple comprobación, nos indicó que nos encontrá-

bamos sobre unos arrecifes. Nunca volveríamos a fiarnos al

100% de este programa informático.

L’Ile d’Ouvea

A primera vista, el atolón semi-sumergido de Ouvea

parecía una larga y llana muralla natural de unos 20 metros

de altura, no más. Recubierta de vegetación y cocoteros al

borde del mar, se alzaba verticalmente desde un par de miles

de metros bajo el agua. Al bordear la isla por el Sur y

adentrarnos en el lagoon por el paso de Coetlogon, todo nos

recordó en algo a las Tuamotus (Makemo y Raroia). Aguas

claras y turquesas, paisaje llano, cocoteros y una playa de

unos 25 kilómetros de arena blanca. Echamos el ancla y ahí

nos quedamos un par de días. La gente de nuevo cordial,

nada que ver con los de la ciudad de Noumea, que eran más

fríos y distantes. La actividad principal aquí era la pesca, la

copra, y la artesanía. El domingo día 8, todas las mujeres se

pusieron sus mejores trajes multicolores, para asistir a las dos

iglesias que hay en la isla, una católica y otra protestante. Los

- 178 -

hombres entrajados. Al poco, se empezaron a oír los cantos

de estilo polinesio de fondo, procedentes de la iglesia, nadie

en la playa, acompañándonos durante ese paseo matinal

sobre la arena blanca, la mar turquesa y bajo la sombra de los

cocoteros.

Nunca pensé que lo del flamenco me gustaría como me

empezó a gustar por esas latitudes, así que gracias al Lluís y

Merçé, el lunes 9, partimos con el Sterwan a ritmo de

guitarra de flamenco rumbero y voz desgarrada de los

“Gipsy King” (memorable su versión de “Hotel California”).

Ceñidos al viento de 20 nudos, procedente del Este,

pusimos rumbo a la Isla de Tanna, en las Vanuatu.

- 179 -

Capítulo 19

Vanuatu, la magia de los Mares del Sur

Madrugada del lunes, rumbo a Tanna para ver de cerca el

volcán activo más accesible del mundo, el del Mont Yasur...

pero pegados al viento durante toda una noche en la que casi

no pudimos dormir, decidimos modificar a medio trayecto el

rumbo para ir directamente a Port Vila, la capital de las

Vanuatu, en Efate Island, surfeando con viento de la aleta,

que resultó ser mucho más cómodo.

- 180 -

Mi francés era aún bastante básico y en algunos casos, no

llegaba a entender cuestiones técnicas que se me planteaban

en el barco, por lo que, con mi manía de responder “pa

problem” la segunda vez que no entendía la pregunta, faci-

litaba a que se dieran situaciones anecdóticas o más bien

simpáticas... como cuando la vela mayor se me desmoronó

encima al llegar a la bahía de Port Vila...

Port Vila, en Efate Island

A las 15h30 echamos el ancla. Un barco conocido, el

“Shafire”, un maxi velero Sloop de unos 90 pies y que se

encontraba en Tahití junto al Lady A y en Auckland junto al

Sterwan antes de partir. Los de aduanas no pusieron ningún

problema a toda la comida orgánica que teníamos en el

barco.

Esta es la primera ciudad-capital del Pacífico en la que

más del 50% de los habitantes que pasean por sus calles no

son de origen europeo. Aquí se podría decir que no llegamos

a ser ni un 10%. El mercado local era excepcional. El punto

de reunión para nosotros, los “Yachties”, era el “Water-

Front”, un bar-restaurante sin paredes situado junto al

pantalán de los veleros.

A la mañana siguiente de nuestra llegada, y cuando nos

disponíamos a cambiar nuestra situación, del pantalán de

cuarentena, al pantalán del puerto, un gran velero de 55

metros y tres mástiles, imposible de no reconocer, entraba

en la bahía. La alegría me invadió de nuevo, era el maxi-

velero clásico privado “Shenandoah of Shark”, con los que

coincidí en Antigua, conocí en Marquesas y me reencontré

en New Zealand. Con quienes pasé las últimas Navidades,

- 181 -

en donde se encontraban trabajando los dos catalanes, Pere y

Agus. Pasamos cerca de ellos cuando estaban echando el

ancla, Gavin y Sharen me reconocieron y saludaron, también

Tim.

-Pere!!!-. de entre los once tripulantes impecablemente

uniformados de blanco saltó uno de proa... -Heey Albeert!!!

Ens veiem ara!!!!!- Agus, que estuvo trabajando durante casi

tres años como gran chef, pero ya no estaba en la

tripulación. Lo dejó el pasado 24 de abril para montar su

empresa de charters en Barcelona con su velero “Cala-

blanca”, ofreciendo a sus clientes, aparte de navegar (como

no), altísima cocina. Su lema: “Disfruta del mar y el viento

con condimento”.

Con Pere, muchísima alegría y repaso de las últimas

experiencias y lugares visitados desde la última vez que nos

vimos en Auckland. Tuvo un detalle con nosotros cuando

pidió al capitán poder visitar el “Shenandoah” con los

propietarios del “Sterwan”, así que, después de su aceptación

nos presentamos Adolphe, su mujer Catherine, y yo en

cubierta. La sala de máquinas recorría casi todos los bajos del

velero, mas de 30 interminables metros e impecablemente

restaurada en Auckland, la cocina inmensa, el comedor de

lujo, con algunas obras de arte de incalculable valor y hasta

un piano de cola. La cubierta, como siempre, perfecta, Con

la teka limpia y las otras partes bien barnizadas. Pere me

ofreció trepar al mástil central... y cual niño completando un

sueño infantil de piratas, trepé al palo de una altura de unas

nueve o diez plantas. El ascenso interminable y emocio-

nante. Las escalerillas de tenso cable de acero estrechándose

conforme me iba acercando a la única gran cruceta. Cuando

- 182 -

llegué justo debajo, enganché el arnés de seguridad en un

punto fijo sobre ella, me quedé colgando al vacío unos

segundos mientras remonté a fuerza de brazo y abdominal

ese último escaño. Me puse de pie sobre la cruceta, y

apoyado al mástil, admiré la excepcional vista de Port Vila y

del barco, muy lejos debajo de mi.

El resto de los cinco días que estuvimos en esta capital,

realizamos compras para el barco, nos vacunamos para la

Hepatitis A y B, tétanos y continuamos con el tratamiento

anti-malaria, fiestas con la tripulación del “Shenandoah” y

del “Shaphire” en el “WaterFront”, visita a las maravillosas

Mele-Maat Cascades, y una sonada fiesta de los 30 años de

Tim en un exclusivo resort.

El barco italiano que teníamos al lado nos hizo un

planning de los sitios que debíamos visitar en Vanuatu, pues

ellos llevaban por aquí casi un año. Otro velero de una pareja

de portugueses me habló de todos los barcos españoles que

habían conocido por el Pacífico: algunos como el “Mali

Mali” y el “Cormorán” ya los había oído mencionar por otra

gente durante mi viaje.

Me despedí de todos tres veces, pues debíamos partir el

domingo 15, primero por la mañana, luego al medio día, y

finalmente, lo hicimos por la noche, después de llenar los

depósitos de gasoil y de cenar.

Un fuerte olor de gasoil invadió el interior del Sterwan

mientras navegábamos rumbo Malékula. Temimos por un

instante por una posible rotura del depósito ya que al

comprobar la sentina, esta se encontraba llena de decenas de

litros de ese fósil aceitoso. El problema se produjo al no

cerrar bien el tapón de comprobación de nivel de gasoil en

- 183 -

cuanto finalizamos la recarga en Port Vila, y con el barco

inclinado de ceñida, este fue rebosando a su antojo por ese

orificio.

Malekula Island

En esta pequeña isla en forma de perro faldero sentado se

habla, al igual que en el resto de las islas de las Vanuatu, el

Bislama, una lengua criolla melanesia, siendo lengua oficial

junto con el inglés y el francés. Fue implantada por el

gobierno unas tres décadas atrás para facilitar la comuni-

cación entre sus habitantes, ya que, para la delicia de

antropólogos, en esta sola isla se hablaban unas veintiocho

lenguas completamente diferentes, como el idioma lingarak,

el idioma larevat, el litzlitz, el nasarian, el katbol, o el

vinmavis entre otros.

Existían varios grupos tribales, pero destacaban dos, los

Big Nambas y los Small Nambas, dependiendo del tamaño

del namba, es decir, del tamaño de la hoja con la que se

enrollaban su pene. Los nativos de las costas estaban algo

más acostumbrados a los occidentales que los del interior de

la isla, los cuales, aún continúan vistiendo como siglos atrás,

con hojas o fibras vegetales.

Llegamos a una pequeña bahía detrás de la isla de Awei,

en el Sur-Este, a las 7h30 de la mañana. Se encontraban allí

faenando, unos pescadores solitarios sobre unas canoas

típicas, construidas ahuecando el tronco de un árbol. Uno

nos saludó tímidamente, hasta que no le hablamos no se

acercó. Se llamaba “Jaili” (o algo así), le invitamos a un

cigarro y a una Pepsi y le preguntamos sobre el lugar. Nos

contó que como no consiguió pescar nada durante esa

- 184 -

mañana, se iba al “Garden” en busca de algunas frutas. El

“garden”, para ellos, es el bosque. Poco después llegó con

algunos regalos; cocos frescos que bebimos en el momento

(lo echaba en falta), unas bananas, y un par de papayas. Nos

indicó que su poblado se encontraba cerca de allí, en la isla

de Avokh, por lo que, finalmente, y después de comer, nos

dirigimos al lugar. Mas gente con canoas artesanas cavadas

en un tronco, algunos se acercaron para ofrecer muy

cortésmente algunas frutas, verduras y enormes cangrejos.

Antes de anochecer, se presentó de nuevo Jaili con Kava que

acababa de preparar de unas raíces recién cortadas. En la

bañera del Sterwan nos sentamos a beber ese jugo especial...

4 vasos del líquido fueron suficientes para tener la lengua

totalmente adormecida... y al cabo de unos veinte minutos el

efecto de ese narcótico tribal se hizo notar...

El martes 17 de mayo, fui con Catherine a visitar el

poblado. Llegamos con el dingui, amarramos y al primero

que encontramos le preguntamos donde vivía el jefe del

pueblo. Tras acompañarnos y presentarnos, y le ofrecimos

algunos regalos (tabaco y un pañuelo), y le pedimos permiso

para realizar una visita por los alrededores. Así es como hay

que realizar es este país las visitas, mostrando los respetos y

preguntando antes, pues no deja de ser su comunidad. Tras

los regalos, siempre asentían y pedían al primero que pasa

por la calle que nos acompañe para hacernos de guía. Fue

imposible pasar desapercibidos... los únicos turistas que

llegaban hasta aquí eran algunos pocos navegantes y muy

raramente, por lo que los pobres niños menores de dos años

estaban llorando asustados en los brazos de sus madres

cuando veían pasar a esos dos horribles y pálidos fantasmas.

- 185 -

A los jóvenes de entre 20 y 30 años que se unían al grupo

les resultaba divertida la situación. No teníamos nada que

ofrecerles excepto tabaco, filtros y papel, así que preparé

hasta ocho cigarrillos, los repartí entre los acompañantes

adultos , y nos sentamos todos bajo un árbol. El poblado era

pobre desde nuestro punto de vista, no existía la electricidad

ni conocían los motores, pero llevaban viviendo así durante

centenares de años. La gente, al igual que los niños, parecía

estar en perfecto estado físico. La naturaleza era muy

generosa con ellos, no les faltaba de nada. Cada vez estoy

más convencido de que fue el llevar nuestra “civilización” a

lugares parecidos a este lo que los transformó en pobres y

marginados. Pero en cambio aquí era diferente, quizás por

ser un lugar prácticamente sin interés económico para

grandes industrias y por falta de turismo. Nunca pedían, y si

te regalaban algo no esperaban nada a cambio, aunque, por

educación había que corresponder con otro regalo. Regalé

algunas camisetas que ya no usaba y se quedaron inmensa-

mente agradecidos. Al poco me trajeron unas enormes y

pesadas caracolas como agradecimiento. Otra cosa que

también nos sorprendió de esta gente, fue su extremada-

mente buena educación y respeto.

Partimos esa misma tarde, costeando rumbo Norte, para

continuar subiendo por la loma de esa isla con forma de

perro faldero, hasta su cuello, al lado de Ouri Island,

anclamos y pasamos solo una noche. La siguiente mañana

costeamos más hasta llegar al tope de la isla de Malekula, en

Vao Island. Aguas cristalinas que daban al “Sterwan” la

sensación de estar levitando sobre los corales situados a 15

metros de profundidad. De nuevo, un comité formado por

unas siete piraguas nos dio la bienvenida. La visita por la isla

- 186 -

fue fugaz. Abel nos hizo de guía por los seis pequeños

poblados que allí se encontraban, solo pudimos obsequiar a

uno de los Chef. El camino bello y protegido por bajos pero

gruesos muros de piedra coralina, zigzagueando entre la

vegetación y las cabañas que formaban los poblados. La

gente muy amable, respondiendo calurosamente a nuestro

tímido saludo, los niños pequeños de nuevo llorando

desesperadamente o escondiéndose tras las faldas de sus

madres para gran divertimento del resto. Después de dejar

los poblados, pasamos a una zona para ellos “tabú”, donde

se encontraba el antiguo lugar donde habían habitado sus

antepasados, lejos de la costa para evitar a sus enemigos.

Lugar mágico. Inmensos claros combinados por copas de

inmensos árboles. Allí se encontraban varios viejos Tamtam

de 2 a 4 metros de altura, que se utilizaban antiguamente

como medio de comunicación y como instrumento para

concentraciones festivas o rituales. También había algunos

nakamal en ruinas, en donde se bebía el kava solo en

ocasiones ceremoniosas o especiales. Otros lugares en donde

antiguamente se hacían ritos humanos, pues aquí también

fueron caníbales. Me prohibieron fotografiar.

Cuando se acabó la excursión, me sentí honrado al ser

invitado por Abel a tomar kava esa misma noche con sus

amigos, ya que aquí el lugar es más restrictivo y solo podían

acceder sus miembros.

A las 18h en punto, ya de noche, me presenté solo en la

playa donde me estaban esperando. Andamos por el pueblo

bajo la luz de la Luna medio creciente y llegamos a uno de

los seis nakamales que había en la isla. el sitio solo exclusivo

para los hombres (es “tabú” para las mujeres). Una pequeña

- 187 -

luz de petróleo iluminaba el interior de la cabaña construida

con caña de bambú y hojas de palma en el techo, al igual que

la mayoría de las casas del poblado. Me invitaron a la

primera ronda, había que beberlo de un solo trago... con el

terrible sabor amargo la lengua se me adormeció casi de

inmediato, pues este kava era mucho más fuerte. Nos

sentamos en la parte de enfrente de la cabaña y hablamos de

cosas... ¿Tenéis electricidad en España? ¿Cómo es la gente? -

Y vosotros, ¿Qué hacéis todo el día aquí? ¿Y la pesca?

¿Tiburones? ¿La escuela? El ambiente de lo mas relajante...

todos susurrando de nuevo. Abel llegó con su guitarra y

empezó a tocar melodías suaves. El poblado, silencioso. Los

nuevos que fueron llegando, tras la sorpresa, se me fueron

presentando. Me costaba creer que hasta hacía tan solo

treinta años, esa gente amable hubiese sido antropófaga.

Hasta cinco kavas tomamos cada uno... el efecto, de nuevo,

de relax, cada vez más anestesiado... Me dijeron que desde

que se tomaban su kava cada tarde-noche, los problemas

tribales y de violencia habían disminuido. Deberíamos enviar

una botellita a más de un responsable político. Regresamos

por el mismo camino cuatro horas más tarde, no tenía claro

si sería capaz de conducir la lancha hasta el barco. En la

playa, bajo las estrellas, y ya solo, me fumé el último

cigarrillo para despejarme un poco... noche calmada.

Partimos al siguiente día temprano hacia la isla de Pente-

costés, a cinco horas de motor justo hacia el Este. Nada de

viento, solo una tormenta eléctrica que se difuminó cuando

ya casi la teníamos encima. A la derecha dejamos la Isla de

Ambrym, con sus dos volcanes reactivados, echando

enormes columnas de humo gris.

- 188 -

Pentecost Island

La isla de Pentecost era alargada, de unas 33 millas de

largo y 5 de ancho, orientada hacia el Norte. Naturaleza

exuberante. Llegamos a una bahía después de comer. Desde

la distancia, solo pudimos divisar, con los prismáticos, una

línea de enormes árboles y cocoteros tras una playa desierta.

Ni rastro del pequeño poblado que, según un libro, debía

estar allí. Nos acercamos y justo antes de echar el ancla,

aparecieron de entre la vegetación armando un gran albo-

roto, un grupo de unas casi cincuenta personas, situándose

sobre la línea de la playa. No sabíamos si era una bienvenida

o una advertencia. Con el ancla bien agarrada, descendimos

el dingui y nos dirigimos Catherine y yo hacia un punto de la

playa que nos pareció más accesible, hacia la izquierda... la

masa humana que nos estaba esperando se desplazó

corriendo hacia la izquierda... a unos 100 metros antes de

llegar divisamos unas rocas y cambiamos el rumbo para

dirigirnos a la parte derecha de la playa, la misma masa

multicolor se detuvo de golpe y empezó a correr hacia la

derecha... llegamos y desembarcamos. Una multitud de niños

y niñas nos rodearon en silencio, con miradas intrigadas y

sonrisas camufladas. Cuchicheos de unos a otros. -Hellooo-

dije, y me respondieron al unísono el “hello” más simpático

que he oído en mi vida. Entre la pequeña multitud salió una

muchacha joven de unos 25 años, que debía ser la profe-

sora, y que nos habló en un perfecto inglés. -Wellcome!- nos

dijo. Le preguntamos donde podíamos encontrar al Chief

para pedir su autorización para visitar el poblado... nos dijo

que allí no hacía falta, que nos acompañaría ella. Así que nos

adentramos entre los árboles rodeados por esa multitud de

peques que no dejaban de observarnos entre risitas y miradas

- 189 -

de asombro. En el pueblo nos sorprendimos por la cantidad

de gente que allí se encontraba, bajo los enormes árboles, los

hombres sentados nos observaban, las mujeres, lo mismo.

Respondían a nuestro saludo con una sonrisa. La chica que

se llamaba también Catherine nos dijo que acababan de

celebrar un enlace matrimonial, por lo que la gente de los

pequeños pueblos vecinos también estaban allí. Caminamos

hacia las afueras, el camino precioso, entre los cocoteros se

asomaba la Luna creciente. Parecía que estuviéramos

paseando por un sendero del cielo si no hubiese sido por los

mosquitos que nos acribillaron pese a habernos untado de

un maloliente repelente. El bello paseo terminó, y regresa-

mos al barco para cambiar nuestra situación a la bahía vecina

de Homo, pues la chica nos dijo que era allí donde debíamos

preguntar por el Chief Willi Orión, para poder presenciar el

próximo Land Diving, una especie de “puenting” primitivo,

pero a lo bestia.

La bahía de Homo era solitaria y no recomendada para

baño por la presencia de tiburones tigre. El atardecer fue

magnífico.

El viernes desembarcamos en la playa y exploramos un

poco el lugar, encontramos al Chief Willi Orión, que nos

acompañó a ver su torre donde estaban realizando los últi-

mos preparativos para los saltos del día siguiente. Después

de una bonita caminata divisamos de entre los árboles, y en

la cima de una ladera verde, la torre. Una estructura realizada

sobre unos enormes árboles despojados de sus ramas, y

atados en horizontal sobre el tronco desnudo, centenares de

otros pequeños troncos y ramas atados fuertemente con

cuerdas vegetales y lianas. Otras largas lianas aseguraban

- 190 -

desde el tope hasta árboles contiguos la estabilidad de la

ingeniosa estructura. La altura total era de unos 15 a 30

metros. Impresionante. Las mujeres no se podían acercar

demasiado debido a supersticiones locales, por lo que

Catherine se tuvo que contentar con observar desde la

ladera, sentada bajo un majestuoso árbol. Un grupo de

nativos se encontraba preparando las lianas que les servirían

para evitar estrellarse contra el suelo durante los saltos el día

siguiente. Pues sí, el Land Diving se trataba de eso, una

antigua costumbre centenaria que se realizaba solo en esta

isla durante los meses de mayo a junio, pues era cuando las

lianas se encontraban más flexibles. Consistía en lanzarse al

vacío desde 15 a 30 metros de altura sujetados solo por los

tobillos. Hay diferentes alturas por lo que los niños

empiezan a saltar desde los 5 a 7 metros.

Al día siguiente esperamos al pequeño barco de quince

jóvenes voluntarios americanos que trabajaban en diferentes

islas por temas humanitarios para ir juntos a contemplar ese

espectáculo único.

Un grupo de hombres y otro de mujeres iban vestidos de

manera tradicional tras esa torre: Los hombres solo llevaban

“nambas”, una hoja que envolvía y cubría solo el pene, y que

quedaba sujeta por la parte superior por un fino hilo vegetal

a modo de cinturón. Las mujeres, con los pechos descu-

biertos, llevaban unas largas faldas blancas realizadas con

finas fibras secadas por el sol. Danzaban y cantaban mientras

el primero de los seis “divers” se iba preparando. Desde una

altura de unos 7 metros, un chico de unos 13 años decía

unas palabras mientras el ritmo del canto se iba incre-

mentando... el chaval parecía estar dubitativo... esperó unos

- 191 -

minutos más y finalmente se lanzó al vacio... Voló rápido

hacia el suelo y a un par de metros de este, las lianas se

tensaron de golpe y lo frenaron bruscamente con un crack

que sonó en la parte superior de la torre (nada que ver con la

suave frenada de las gomas elásticas de un típico puenting).

Un instante después se estrelló, más amortiguado, contra el

suelo inclinado y ablandado de la ladera por lo que parecía

que algo no había funcionado bien... un golpe tan brusco

debería hacerle salir todos los órganos internos por la boca...

y el golpe contra el suelo romperle quizás algún hueso... pero

el chico se incorporó sonriente con la ayuda de otra persona

situada bajo la torre, que le cortó las lianas sujetas en sus dos

tobillos con la ayuda de un machete. El chico, contento,

volvió al coro masculino para continuar con los cantos para

el resto de sus compañeros que iban a saltar tras él. El

siguiente chico trepó hábilmente por el enrevesado amasijo

de ramas hasta la misma altura que el anterior... mismas

circunstancias... otras palabras... el mismo suspense y el

mismo salto al vacío. Otro crack en la torre... estremecedor...

cuando se incorporó del suelo, se dio cuenta de que su

namba se perdió durante el salto y si no hubiera sido por el

descojone del resto de sus compañeros que lo ruborizaron,

no nos habríamos dado ni cuenta, pues para nosotros, ya

estaba casi desnudo. Otros jóvenes saltaron cada vez desde

más arriba, sin dejar de sorprendernos en cada salto...

finalmente, antes del gran último salto desde el tope de la

torre, a una altura de 20 metros, el chief Willi, y como era

tradicional, dijo unas palabras de agradecimiento. El último

héroe, un fuerte adulto barbudo de unos 25-30 años, se

preparó, trepó hasta la cima de la torre donde un compañero

le ayudó a atarse las dos lianas. Se puso en el extremo de la

- 192 -

pasarela, al borde del precipicio, dijo sus últimas palabras

con un ritual que acompañaba con movimientos acom-

pasados de su cuerpo. No era de extrañar pues, si algo no

andaba bien, lo normal era romperse el cuello o dislocarse

una pierna. Dudó unos instantes. Los cantos se incremen-

taron, quizás para animarle… y justo en un instante se lanzó

en una caída que nos pareció eterna... interminable... volando

como un pájaro en picado... caía y caía... hasta que a tan solo

unos tres metros del suelo las lianas se tensaron de golpe al

mismo tiempo que otro fuerte crepitar se oía en la cima de la

torre. Fue una frenada de lo más brusca, que lo hizo

retroceder, y estrellarse, un segundo más tarde, sobre la tierra

ablandada. Se incorporó con la ayuda del compañero situado

bajo la torre y sonrió. Buuuuf! soltamos el aire retenido en

los pulmones.

Les pregunté si ese era un rito para pasar a la madurez o

algo parecido, y me respondieron que lo hacían por placer,

por hobby y por tradición. Sorprendente.

Final del valiente espectáculo.

- 193 -

Regresamos al barco, nos despedimos de la gente y de

Willi, y partimos rumbo a Espíritu Santo con una de las

voluntarias, Rita, como invitada, pues para lo que a nosotros

nos representaba siete horas de navegación hasta Santo, para

ella le resultaba cuatro o cinco días por la vía normal,

aprovechando los pequeños mercantes comerciales. Así que,

amigos navegantes, si os encontráis navegando por el

Pacífico Sur sobre estas fechas, no desaprovechéis esta

oportunidad de ver este extraño ritual.

La noche fue tranquila y el cielo lleno de estrellas, sin

viento, por lo que avanzamos a motor hasta Luganville la

capital de la isla.

Luganville, en Espiritu Santo Island

Luganville es la segunda ciudad más grande de las

Vanuatu después de Port Villa. Esta ciudad fue fundada por

los americanos durante la segunda guerra mundial para

frenar el avance de los japoneses a lo largo del Pacífico Sur.

Llegó a albergar hasta unos 50.000 marines. Para los

buceadores amantes de lo antiguo, aquí existe el famoso

“One Million Dollar Point”, un super-mercante americano

de esa época, cargado de municiones, aprovisionamiento

(coca cola’s, motos, vehículos...) que se hundió por error a

unos 20-40 metros de profundidad por una mina también

americana.

Anclamos frente a un solitario resort que había en la isla

de en frente, cargamos los tanques de fuel, tanques de agua,

nos aprovisionamos de alimentos frescos y partimos al cabo

de 3 días hacia Papúa - New Guinea (PNG).

- 194 -

Going To Papua / Nueva Guinea

Partimos a motor por falta de viento. Durante el anoche-

cer, lo que nos pareció ser un pequeño chubasco que se

acercaba, resultó ser un frente con vientos de 20 a 25 nudos

que nos empujó, por la popa, durante el resto de los cuatro

días que tardamos hasta las islas de Louisiade. Esta nave-

gación lluviosa y con olas se hizo mucho más larga y

aburrida de lo habitual, por una parte, finalicé el último libro

en español que me quedaba (el Código DaVinci), y por otro

lado, los efectos secundarios del tratamiento anti malaria

empezaban a surtir efecto, me empezaba a sentir triste y sin

apetito, cosa que aún no entendía.

El barco avanzaba con viento continuo y constante de

popa durante toda la navegación, así que pocas tareas pude

encontrar para matar las horas.

Llegamos a Misima Island el domingo 29 de mayo en

medio de un fuerte chubasco, justo cuando la noche daba

paso al día. Entramos al pequeño puerto natural de Bwagoia,

con complicadas olas rompiendo en la estrecha entrada de

unos 30 metros entre el arrecife y la tierra. Anclamos al lado

de otro velero, el de una pareja de australianos.

Video Nueva Zelanda, Caledonia, Vanuatu

( http://youtu.be/FVbjqeqpygE )

- 195 -

Capítulo 20

Papua/Nueva Guinea -Louisiades Islands-

Según el Lonely Planet de hace siete años, esta isla era la

más peligrosa de Papua, y aunque, con mi altura media

española, aquí los pasaba a todos más de un palmo, preferí

no llevar ni cámaras ni reloj cada vez que desembarcaba.

Según decían, en algunos poblados del interior del país aún

se practicaba el canibalismo, y las diferentes guerras civiles

habían armado a la población. La mirada de la gente era

diferente. Nada que ver con la de las gentes de Vanuatu.

Aquí eran incómodamente hostiles.

El tiempo continuó emperrado en no dejar de llover.

Pasamos aduanas e inmigración sin ningún tipo de proble-

mas. Nos consiguieron un guía que nos iba a mostrar no se

qué cosa interesante que no logramos entender. Adolphe

prefirió quedarse en el Sterwan, así que, con Catherine y el

guía, nos adentramos en la frondosa y húmeda selva, sin ni

siquiera saber a dónde nos dirigíamos. Caminamos por un

pequeño sendero barroso y encharcado entre enormes hojas

y árboles, bajo la insistente lluvia que no cesaba. Equipados

con nuestros chubasqueros, pasamos un par de ríos y

llegamos a una carretera no asfaltada que seguimos por la

derecha. La poca gente que nos cruzábamos, nos observaba

con mirada desafiante, algunos, pocos respondían a nuestro

saludo, otros muchos no. Intentábamos entender lo que nos

quería decir el guía con su inglés particular... imposible...

mientras andábamos nos explicaba no se qué cosas de los

árboles... pero no había manera de entenderlo. Catherine y

- 196 -

yo bromeábamos en serio, si lo que realmente nos estaba

preguntando era si queríamos zanahorias o patatas dentro de

la olla en la que nos iban a cocinar. Al cabo de una hora de

marcha bajo la lluvia incesante pero refrescante, y entre la

formidable vegetación llena de sonidos irreconocibles, le

preguntamos un poco ya mosqueados a donde nos diri-

gíamos, pues siempre entendíamos que solo faltaban quince

minutos. Finalmente llegamos a un pequeño poblado de

casas construidas con troncos y hojas de palma sobre un

metro más o menos del suelo particularmente rojizo. El

lugar muy primitivo pero bonito de verdad. Cruzamos el

poblado. Los niños y adultos observándonos muy serios

medio escondidos tras las puertas y ventanas. Nos metimos

por otro sendero embarrado y nos adentramos de nuevo en

la selva. Empezaba a hacerse tarde y la noche se nos podía

venir encima durante el regreso. Caminamos otros diez

minutos más hasta que empezamos a oír ese sonido sordo

que hace la mar gruesa cuando intenta mover tierra sólida.

Llegamos al lugar. Bajo la lluvia de ese día gris y el viento

fuerte sacudiendo violentamente las palmeras, que hacía que,

ese espectacular acantilado de más de 60 metros de altura y

menos de 100 de ancho, pareciera de lo más salvaje e

inexplorado, nos estiramos al suelo para asomarnos poco a

poco al borde y poder contemplar como las enormes olas

oceánicas explotaban en la pared negra de justo allí abajo, en

un movimiento rápido, violento e hipnotizantemente perió-

dico. Alucinante. Nuestro guía retrocedió un poco y se alzó.

Nos hizo un gesto para que le siguiéramos. Vacilamos un

poco pero así lo hicimos. A unos cuantos metros a la dere-

cha de donde estábamos, se escurrió con cuidado por un

borde de la pared vertical donde calculamos que habría unos

- 197 -

60 metros de caída libre. Apoyado sobre un saliente nos

mostró una pequeña abertura en la roca. Catherine lo siguió

primero y lanzó un grito de horror desde el exterior, me

escurrí tras ella para ver qué era lo que le había causado tal

impresión. Estaba muy oscuro, entré agachado a la cueva de

menos de un metro de altura. Cuando mis ojos se acostum-

braron, observé que penetraba en pendiente descendiente a

no sé cuantos metros de profundidad. Imposible olvidar ese

momento, cuando el viento aullaba en la boca del agujero,

mientras la lluvia penetraba con fuerza y las olas continuaban

retumbando bajo nuestros pies. Frente a mí, cuidadosamente

acumulados, yacían centenares de cráneos humanos.

De vuelta ya casi de noche, paramos a un 4x4 que accedió

a acercarnos al pueblo por unos 10$, y mientras regresamos

en silencio impactados por esa visión, pensamos en lo dife-

rente que era esa parte del Pacífico Sur comparado con la

French Polinesia.

Partimos finalmente el 31 de mayo después de comer,

rumbo a Cairns, Australia.

Después de zigzaguear los corales que formaban el

archipiélago de las Louisiades, entramos de nuevo en el Mar

del Coral. Vientos de 25 a 35 nudos de ceñida-través. Olas

grandes que iban barriendo la cubierta, obligándonos a cerrar

todas las escotillas. Finalmente, el aire cerrado del interior se

calentó haciéndose húmedo e irrespirable. Estábamos

mareados, “Mal de Mer” como dicen los franceses. La

pastilla semanal anti-malaria “Lariam” continuaba retorcién-

donos el estomago. Durante esos 3 días de navegación

desagradable, no fue precisamente el buen humor lo que

abundó. No había ningún motivo aparente que nos explicase

- 198 -

nuestro pésimo estado anímico y cansancio excesivo. Una

nave-gación dura, tal vez una de las más duras de mi viaje,

pero por causas físicas y psíquicas. Las guardias nocturnas,

que hasta entonces suponían uno de mis momentos

favoritos, se transformaron en depresiva-mente nostálgicas.

Quedaba poco para finalizar mi viaje. Debería estar

contento, pero no era así. ¿Qué me estaba pasando?

Llegamos por fin, agotados, a Cairns, ciudad turística

situada al Norte de Australia, el viernes día 3 de junio,

después del medio día.

- 199 -

Capítulo 21

Australia

La llegada a Cairns fue algo extraña. Sin saber por qué,

mis energías se habían esfumado. Ni siquiera tenía ánimos

para levantarme de la litera. Tras darle vueltas y vueltas a la

inexplicable situación, caí en la cuenta de que todo empezó

en Nueva Caledonia, así que, por casualidad decidimos leer

lo que no leímos en su momento; el prospecto del “Lariam”.

Decía así:

Efectos Secundarios:

Dolor de cabeza, insomnio, pesadillas, pérdida de apetito, palpita-

ciones, diarreas, dolor de vientre, convulsiones, problemas visuales,

pérdida parcial del oído, ansiedad, agitación, agresividad, ataques de

pánico, humor depresivo, pérdidas de la memoria, confusión mental,

alucinaciones, cambios de humor y comportamiento, ideas suicidas.

En caso de tener uno de estos síntomas, finalizar inmediatamente el

tratamiento y acudir a un médico.

- 200 -

Nos quedamos todos perplejos, Adolphe, Catherine y yo,

y casi me eché a llorar de alivio. No habíamos sufrido alguno

de los síntomas descritos en el prospecto, sino casi toda la

lista, sobre todo, lo referente a cambios de comportamiento.

Podía haber llegado a límites peligrosos.

Dejamos de tomar esa torturadora medicina de inme-

diato, pese a que aún nos faltaban otras dos semanas más

para terminar el tratamiento. Con todo y con eso, todavía

tardamos una semana en recuperar las energías y el buen

humor.

Era el final de mi viaje. Dije que llegaría hasta Australia y

era hora de regresar a mi casa, pero como Adolphe y Cathe-

rine tenían que regresar a Francia por un mes, me ofrecí

quedarme en el Sterwan hasta su regreso y buscar un nuevo

tripulante que me sustituyera.

Así que tras ellos, me fui a Sydney al poco para renovar

mi pasaporte, pues me caducaba en menos de tres meses, y si

tenía que pasar por otros países con el avión de vuelta, me

podrían poner algún problema.

Sydney

El primer día en Sydney fui directo a la embajada. Se

encontraba cerrada por ser un lunes festivo. Martes de

nuevo a primera hora. Conseguí que me la extendieran por

seis meses a partir de la fecha de caducidad del otro. El

problema con el pasaporte quedó zanjado. Allí, en la

embajada conocí a otro catalán, Ramón Costa, que estaba

realizando la vuelta al mundo en solitario sobre su moto

Honda GoldWing. Salió hacía un año desde Barcelona,

- 201 -

recorrió un largo camino lleno de anécdotas hasta la India,

después la embarcó hacia Australia, donde estaba realizando

los preparativos para recorrerla, y más tarde la prepararía

para enviarla a Santiago de Chile e iniciar, desde allí, la vuelta

de todo el continente americano. No os perdáis su libro

sobre esa odisea (“Barcelona-Barcelona”). Él me presentó a

otro español, Ángel, que trabajaba en “La Taberna” de

Liverpool St., una calle abarrotada de bares de origen

español. Los cortados que preparaba Ángel en esa cafetería

fueron los mejores que tomé en todo el Pacífico, auténticos

“made in spain”, expreso semi-largo con un chorrito de

leche. Allí conocí mas tarde a otro grupo de jóvenes

españoles que estudiaban o trabajaban en Sydney.

Esta era una ciudad grande y encantadora, con parques

inmensos parecidos al de Central Park de NYC, el Opera

House era imponente, al igual que el inmenso puente de

acero que cruzaba la bahía. Gente de todas partes del mundo

paseando por sus calles, las zonas residenciales relajantes, al

igual que “The Rock”, un antiguo barrio, originalmente

prisión británica. Los cinco días que estuve ahí fueron más

que suficiente para conocer la esencia de la ciudad más

grande de Oceanía.

Regresé a Cairns, con el nuevo pasaporte en mi bolsillo.

Cairns

En esta ciudad turística, españoles encontré a cuentago-

tas, pero sí a muchos mochileros de todas partes del mundo.

Esta ciudad es uno de los puntos más importantes para el

buceo en la Gran Barrera de Coral, donde existe una

elevadísima oferta, y donde hasta junio, se pueden encontrar

- 202 -

cursos de todos los niveles a precios muy económicos. Una

tarde, regresando después de realizar algunos menesteres,

conocí al extremeño Ángel, de Badajoz, que ya llevaba tres

meses viajando con el bretón Laurent en una mítica VW

Combi de segunda mano color granate. Buena fiesta y muy

buenas conversaciones.

Pocos días después conocimos a un grupo de Barcelona,

Miguel Lozano, Jairo, María, y la vilanovina Mireia.

Quería conocer bien los contrastes de este país, y con

Mireia y Ángel quedamos para realizar un viaje con su

Volkswagen al interior de Australia, al gran desierto. Nece-

sitaba un clima seco, ya que sabía que tras casi dos años

viviendo sobre el agua me iba a sentar de maravilla.

El interior de Australia

Al salir de Cairns, atravesamos durante 4 horas el espeso

Rain Forest, repleto de árboles inmensos, ríos, y cascadas.

Conforme nos fuimos alejando de la costa, el paisaje empezó

a cambiar en cuestión de horas. El clima ya no era húmedo,

el paisaje más llano y la vegetación cada vez más escasa.

Atravesamos durante dos días los paisajes de tierra rojiza que

se acentuaba aun más durante el atardecer. Era increíble el

contraste del azul limpio del cielo con el rojo marciano de la

tierra. Árboles eucaliptos, algún que otro río seco. Otras

veces solo la infinita llanura despoblada. Algunos emús

(pájaros parecidos a las avestruces africanas pero de menor

talla) y cantidad de canguros, se nos iban cruzando frente a

la furgoneta. Otros muchos, atropellados por los grandes

camiones, yacían cadáveres en las cunetas. En algunos

lugares cercanos a la carretera, se encontraban termiteros

- 203 -

enormes que llegaban a alcanzar, en algunos casos, los casi

dos metros de altura. La misma carretera se transformaba a

veces en camino forestal de grava y polvo, en dos carriles

bien asfaltados, o en un solo carril central de precarias condi-

ciones, y viceversa. La tranquila conducción por la izquierda

se debía a un tráfico apenas inexistente. Solo algún enorme

4x4, otras combis como nosotros, o los Road Train

(enormes camiones americanos de 600 CV de potencia que

tiraban de tres o cuatro containers a la vez, llegando a

alcanzar los más de cincuenta metros de longitud). Salir a

pasear o a realizar nuestras necesidades por los alrededores

desérticos fue otra nueva experiencia, ya que debíamos ir

silbando o dando palmaditas para evitar que alguna de las

más de cien especies de serpientes peligrosas que hay en este

país se cruzara por nuestro camino.

Al cabo de dos días llegamos a Mount Isa, una gran

ciudad minera, llenamos el depósito de gasolina, compramos

mucha agua y comida y salimos dirección al siguiente pueblo,

Camooweal, a 185Km de distancia. Entre estos dos puntos

no había nada más que desierto. Ni una gasolinera, ni una

sola casa, como era ya habitual, y es que aquí las distancias

son inimaginables, y hasta peligrosas si no se va bien

precavido.

- 204 -

A tan solo unos 50 km antes de llegar Camooweal, el

motor de la combi empezó a echar humo y a no dar la

potencia máxima. Paramos en la cuneta, revisamos, y obser-

vamos la perdida de una gran cantidad de aceite. Si hubié-

ramos continuado así, podríamos haber roto el motor

definitivamente, por lo que aparcamos la combi en la cuneta

y nos pusimos en medio de la carretera para parar al

siguiente vehículo que se dirigiese a Camooweal. Hasta que

no pasaron casi 40 minutos, no apareció un Road Train de 4

vagones, que necesitó casi 200 metros para parar. Llegamos

por la noche a Camooweal, y conseguimos pactar en la

gasolinera una grúa que nos llevaría de vuelta a Mount Isa a

la mañana siguiente. Mireia y yo debíamos regresar a la

combi para no dejar que Ángel pasara solo esa noche.

Entramos en el único bar del pueblo, de madera, llena de

dundees polvorientos tomándose una cerveza y que nos

miraron como auténticos forasteros que éramos. El lugar

parecía decorado por un experto en parques temáticos, pero

ese sitio era auténtico de verdad. Regresamos de nuevo a la

furgoneta gracias a un generoso dundee medio alcoholizado

que se dejó convencer.

Las noches en el desierto eran muy frías. La temperatura

descendía de los 25-30 grados que había durante el día, a casi

los cero grados pocas horas después de anochecer.

Regresamos a Mount Isa remolcados por la grúa hasta el

taller más importante. El mecánico se echo a reír ya que

hacía tiempo que se dijo que no quería saber nada sobre

estos trastos. Y es que todas las que circulaban por esta

enorme isla tenían más de treinta años. Al final, o le caímos

bien, o le resultamos algo pesados, porque acabó accediendo

- 205 -

a revisarla. Detectó el problema: uno de los cuatro cilindros

se había roto ya que no tenía compresión, y nos hizo un

pequeño apaño para poder continuar, a no más de 70km/h,

durante algún tiempo que no se atrevió a concretar. También

nos arregló una de las ruedas delanteras que se partió justo al

entrar en el taller.

Trabajó rápido, y tras un día en Mount Isa, pudimos salir,

despacito, rumbo de nuevo a Camooweal. Queríamos llegar

al mítico y sagrado Urulu rock, el corazón de Australia. No

pasó ni una sola hora desde que salimos, y ya estaba

anocheciendo, cuando una de las setenta ruedas de un Road

Train nos lanzó, seguramente, la única piedra que se encon-

traba en medio del asfalto en ese tramo. El cristal de delante

se resquebrajó y cayó en miles de pedacitos justo al parar.

Aunque eso ya fue el colmo de la mala suerte, el ataque de

risa fue inevitable. El motor, la rueda y ahora el cristal. Aún

había algo de luz para conseguir leña y encender un

extraordinario fuego en ese mismo lugar, para pasar la noche

bajo una capa de infinitas estrellas. Al final, como las

- 206 -

posibilidades de continuar se desvanecieron, nos quedamos

un par de días más. Ángel aprovechó para mejorar su técnica

tocando su Didgiridu, un tronco ahuecado por termitas,

donde aplicada una capa de cera en el extremo más estrecho,

se colocaba suavemente los labios y, con una constante

insuflación, se podían reproducir con los labios vibrosos los

sonidos producidos por algunos animales típicos austra-

lianos. Las demás horas sentados y charlando al lado del

fuego bajo la Vía Láctea sureña fueron, y serán, para

siempre, inolvidables.

El domingo por la tarde, despacito y sin el cristal de

enfrente, regresamos de nuevo a Mount Isa. El postre en ese

maldecido tramo lo puso el rebufo de otro Road Train que

se nos cruzo a toda velocidad entrando una fuerte ráfaga de

aire por donde debería existir ese cristal ya pulverizado e

hizo arrancar los anclajes que sujetaban el techo, haciendo

que este saliera despedido hacia arriba, rompiendo también

toda la lona. En fin, a Ángel ya le daba igual, ya no quería

saber nada sobre su furgoneta. Estuvimos dos días y dos

noches más en Mount Isa. Nos encontramos por casualidad

de nuevo al mecánico. Su sonrisa hubiese sido insultante si

no fuese por lo sincero que fue con nosotros... y es que en el

fondo, a pesar de la mala racha, la situación fue realmente

cómica.

La última noche antes de partir cada uno a su destino, en

mi caso al Sterwan, nos instalamos a varios kilómetros del

pueblo, al lado de un riachuelo seco, bajo unos eucaliptos.

Mientras degustábamos un café tras una sencilla cena, en

frente de una pequeña hoguera que preparamos, un aborigen

apareció de la completa oscuridad a pocos metros de donde

- 207 -

nos encontrábamos. Iba vestido con unos sucios tejanos y

una cazadora azul sobre una camiseta. Nos pidió permiso

para sentarse junto al fuego un rato, pues tenía frío... -of

course!- respondimos. Se sentó a nuestro lado y permaneció

unos minutos en silencio, como intentando entrar en calor,

después nos sonrió y empezamos a charlar un buen rato con

él. Nos dijo que se dirigía andando a su casa que se

encontraba a unos 150 km de distancia, a unos dos días

aproximadamente a pié. No llevaba ni provisiones ni agua... -

¿para qué? –respondió, la sangre de un canguro le daba las

suficientes fuerzas para realizar más de 100 km. No

entendimos su técnica para cazarlo, lo único que sí enten-

dimos fue que lo hacía sin armas ni utensilios... aunque

también podría ser que nos estuviera tomando el pelo

riéndose para sus adentros de nosotros. Tontos turistas. Nos

mostró orgulloso su pequeño tesoro, uno de esos mecheros

chinos, que encendía muchas lucecitas de colores cuando

uno lo abría. También nos enseñó las fotos de sus 3 hijos...

dos con nombre aborigen y la más pequeña llamada Sky

(bonito nombre). Pareció no entender que de dónde

veníamos, en ese preciso momento, era de día y que de

hecho estaban andando al revés, al lado opuesto del planeta.

Cuando por fin pareció entender nuestras explicaciones

sobre la redondez de la tierra, se echo a reír durante un

larguísimo rato, y nosotros con él, Entrevimos que tal vez

por el gran descubrimiento que le ayudamos a entender,

quizás, podría darse la posibilidad que de nuevo, se estuviera

riendo de nosotros. Tontos de remate estos turistas. En fin,

igualmente fue un buen rato el que pasamos juntos. No

pudimos evitar añadir cierto misticismo en ese casual

- 208 -

encuentro, ya que los tres recién acabábamos de leer el libro

“Las Voces del Desierto”.

Llegó el día en que en Mount Isa nos despedimos todos.

Ángel con un billete de avión a Sydney y otro a España,

Mireia encontró un coche que la llevaría hasta Alice Springs,

y yo, encontré un autobús de vuelta a Cairns. El desierto

Australiano me encantó, pero me quedé con las ganas de

llegar a Urululu Rock. En otra ocasión será... espero.

En Cairns, de nuevo, poca cosa. Me dediqué a encontrar

de una vez alguna solución para el problema de gas propano

que teníamos en el Sterwan, algunos otros problemillas que

arreglar en el barco, y puesta a punto para la partida en

cuando regresara el propietario.

Me reencontré de nuevo con el grupo de jóvenes

españoles, que llevaban casi un año viajando por diferentes

países. Jairo y María se fueron a Thailandia y Miguel Lozano

se quedó unas semanas para vender su furgoneta e irse a

New Zealand.

Miguel había estado trabajando de consultor en una

empresa de Barcelona hasta que decidió viajar por un

tiempo. Y ahí estaba disfrutando de su gran pasión, el buceo.

Tras habernos conocido en Australia, y viajar después por

Nueva Zelanda, regresó de nuevo a Barcelona, a su mismo

puesto de trabajo, pero descubrió que eso no era lo suyo y se

volvió a ir, esta vez al Mar Rojo. Allí estuvo un par de años

practicando la apnea, modalidad de buceo a pulmón. Se

convirtió en un auténtico crack en este deporte. Batió el

record de España de profundidad al superar los -81 metros y

se fue a la Isla de Tenerife, en Tabaiba Baja, para crear su

propia escuela de apnea (www.apneacanarias.com) en donde

- 209 -

volvió a batir su propio record al llegar a los 100 metros de

profundidad. En un solo fin de semana de curso me ayudó a

superar mi barrera de los -6 metros para llegar hasta los -15

metros. Una gran persona, inteligente y divertido, con quien

mantuve largas e interesantes conversaciones.

El 21 de julio llegó el nuevo tripulante del Sterwan, pues

el propietario iba a regresar sin su mujer, y yo, tal y como

quedamos finalmente, iba a desembarcar en Darwin, tras

navegar por toda la barrera de coral. El nuevo tripulante de

24 años ya era un viejo conocido nuestro, Stephen, el chico

americano que había conocido en Panamá y al que convencí

para que se viniera con nosotros hasta Marquesas y que

luego continuó con el Sterwan hasta New Zealand cuando

yo decidí cambiarme al “Lady A”.

Salimos de nuevo de fiesta los dos, a tomar copas por los

numerosos pubs que allí había. Noches divertidas y recon-

ciliadoras antes de partir de nuevo.

El propietario llegó al fin el domingo 31 de julio a las 6 de

la mañana en punto. El día 1 sacamos el barco del agua para

una rápida limpieza bajo el casco, el día 2 compramos

provisiones y realizamos las últimas reparaciones, y el 3 de

julio partimos de Cairns a eso de las 12 del mediodía rumbo

al Norte, después de una segunda ronda de vacunas (Polio,

Rabia, Encefalitis, Meningitis, 2ª de Hepatitis A+B, y

Typhoid).

- 210 -

Great Barrier Reef

Navegamos entre la costa Australiana y la Gran Barrera

de Coral dirección Norte, atentos a las cartas y plotter de las

numerosas islas y arrecifes que habían por esa zona. Esa gran

barrera viva, visible desde la Luna, protegía la costa

australiana a lo largo de sus más de 2.000 kilómetros de

longitud. La distancia entre la costa y la barrera comprendía

de 50 km a 180 km en algunos puntos, y la profundidad en

este espacio era de unos 20 a 40 metros, remontándose

abruptamente a unos 10, 5 , 2, o 0 metros del nivel del agua

en infinidad de puntos, por eso debíamos estar muy atentos

y seguir siempre el canal trazado para la navegación.

Pescamos un buen ejemplar de Spottet Mackerel de poco

más de un metro de largo. Este fue el primer tipo de pescado

diferente de los habituales atunes, dorados y marlín a los que

estábamos acostumbrados, y la verdad es que fue el más

delicioso y tierno de los que habíamos comido hasta

entonces. Viento de 15 a 20 nudos de popa con ola apenas

existente, avanzando durante ese día gris a unos 7-8 nudos

de velocidad, para llegar a nuestra primera parada, donde

pasaríamos la noche. Navegar dentro de la barrera sin luz,

aún con plotter y MaxSee, continua siendo muy peligroso.

Low Islets era una pequeña isla rodeada de arrecifes con un

único faro, algunos barcos de pesca fondeados y decenas de

tiburones de hasta 2 metros en el momento de echar el

ancla.

Partimos al día siguiente rumbo Cooktown, haciendo una

pequeña parada para comer en Hope Island. Cooktown es la

ciudad Australiana históricamente más significante, pues el

Capitán James Cook permaneció unas siete semanas para

- 211 -

reparar su Endeavour tras chocar con unos corales cuando

exploraba la zona. Durante ese tiempo descubrió numerosas

especies, entre las más significantes, el canguro. Más tarde se

instalaron los primeros colonos que llegaron a este conti-

nente. Los chinos llegaron a ocupar casi la mitad de la

población que llegó a alcanzar los 30.000 habitantes durante

la fiebre del oro. En la actualidad solo hay unos 400

residentes y el pueblo se basa en una avenida principal de

unos 500 metros y casas de madera a ambos lados de la calle,

algunas antiguas de estilo colonial. Auténticos “aussies”,

como se denomina coloquialmente a los australianos, con su

sombrero de piel de canguro, botas de montaña, con pintas

descuidadas y barbas prominentes. Aborígenes también,

muchísimos. Los bares ruidosamente abarrotados parecían

casi decir “prohibida la entrada a todo extranjero”. Si al

entrar no nos habíamos dado cuenta que parecíamos de otro

planeta, sus miradas así nos lo indicaban. Todos los

vehículos eran enormes 4x4. El río se encontraba infestado

de cocodrilos. Nosotros éramos los únicos en desplazarnos

sobre el agua sin un sólido dingui de aluminio que pudiese

repeler un posible mordisco de ese temidísimo reptil. Ese

pueblo era el último punto de civilización hasta Torres Strait,

el punto más norteño de Australia, situado a unas 250 millas

más al Norte. Los turistas apenas llegaban allí. Pasamos la

noche y levamos ancla a las 07h para ir a nuestro siguiente

destino, la histórica Lizard Island.

Anclamos en Watson's Bay el día 5 a las 15h después de 8

ocho horas de plácida navegación con viento primero de

popa y luego de aleta sin olas. Esta pequeña isla de granito

rodeada por coral se alzaba hasta los 358 metros sobre el

nivel del mar. Hasta esta cima trepó el mismísimo Capitán

- 212 -

James Cook, para intentar encontrar un escape para su

embarcación entre la barrera de coral, después de repararlo

en Cooktown. Encontró finalmente la salida a mar abierto

en lo que después se llamaría The Cook’s Passage. Esta isla

era bonita, y desde arriba espectacular. Su nombre venía por

los enormes lagartos (lizards) que vivían sobre esta tierra y

que podían alcanzar los casi 2 metros de longitud. Playas

blancas, aguas cristalinas, un bar abierto solo los sábados, un

resort muy exclusivo, un pequeño aeropuerto para el

exclusivo resort, y las ruinas de la casa de los Watson. Una

triste historia sobre un intento precipitado de supervivencia

de una familia durante un ataque de aborígenes que defen-

dían su isla sagrada, en 1881. Nos quedamos allí dos días

pues la lluvia cesó y el Sol apareció de nuevo mostrando los

bellos y añorados colores de las aguas turquesas.

Partimos el 7 a las 7h00 rumbo al Este, exactamente a

Cormorán Pass situado a no más de 10 millas náuticas de

donde nos encontrábamos y en donde se encontraba, según

el Great Barrier Reef del Lonly Planet, uno de los mejores

spots para el submarinismo en toda Australia... el famoso

Cod Hole.

Llegamos y nos amarramos a una boya con un peso al

fondo, puesta expresamente para evitar que las anclas

pudiesen estropear el delicado fondo coralino. Con las

botellas cargadas de aire, y tras comprobar el equipo nos

lanzamos, Stephen y yo, al silencioso mundo azul. El agua

cristalina con una visibilidad de nuevo extraordinaria, pero

con una vida submarina nada comparable hasta entonces

visto. Descendimos 15 metros. Corales multiformes con

infinitos colores ligeramente atenuados por la profundidad,

- 213 -

abundancia y variedad de peces, como los peces Rayados,

peces Murciélago, y los famosos amarillos Labios Dulces.

También los enormes Meros Patata de más de un metro nos

permitieron acercarnos sin salir de nuestro asombro. Sabía-

mos que a estos no debíamos darles comida, pues decían que

podían volverse muy agresivos. Algún pequeño y tímido

tiburón de no más de metro y medio, planeo no cerca de

nosotros. Algunas estrellas de mar manchaban la superficie

coralina con su color azul eléctrico. Era como volar dentro

de un inmenso acuario, pasando por acantilados, cuevas, o

simplemente sobrevolando sobre la arena blanca ligeramente

ondulada del fondo. Solo el ruido de las burbujas y de

nuestra propia respiración daba tregua al inmenso y relajante

silencio del que disfrutamos durante las horas que pasamos

bajo el mar.

Las condiciones en el exterior, por suerte continuaron

calmadas, permitiéndonos realizar inolvidables inmersiones

durante todo el día. El “Sterwan”, aparte de tener un par de

equipos completos de buceo (ordenador incluido), disponía

de un compresor de aire para rellenar las dos botellas.

Pasamos la noche en ese mismo punto, agotados.

Al día siguiente, llevé a Stephen y Adolph con el dingui a

otro punto de la barrera para realizar otra inmersión. Queda-

mos en un lugar alejado unos 100 metros más al Sur-Oeste

para recogerlos al cabo de unos treinta minutos aproximada-

- 214 -

mente. Empezaron la inmersión y los seguí un rato desde la

superficie con las burbujas que iban apareciendo. Al cabo de

unos minutos, las burbujas ya no eran visibles por el fuerte

viento que empezó a rizar la superficie. Controlé el tiempo,

arranqué el motor del dingui y me desplacé poco a poco

hasta el punto concretado de la barrera de coral. Al cabo de

media hora no había ninguna señal. Esperé otros diez

minutos. Me encontraba solo, en medio de ningún sitio. Si

hubiesen tenido algún problema, poco podía hacer. Al

fondo, a unas cuantas decenas de kilómetros, se podía

adivinar la costa virgen y deshabitada de Australia. El viento

iba en aumento y los minutos pasando muy despacio. No les

debía de quedar ya aire en las botellas, por lo que tenían que

aparecer de un momento a otro... pero nada. No me atrevía

a encender el motor por miedo a que en esos momentos

estuvieran emergiendo cerca de la hélice, por lo que me

quedé allí, de pié sobre la pequeña neumática explorando

con cierta preocupación cada minúsculo detalle de la

superficie y del horizonte. Pasaron 45 minutos y la preocu-

pación pasó a ser casi desesperación. ¿Que debía hacer?

¿Mantenerme allí o salir a buscarlos? ¿Y si resultaba que

estaban lejos y no los veía? ¿Y si me necesitaban? debía

moverme. Eché un último vistazo detallado al horizonte y

agudicé el oído... solo el viento e instantes más tarde algo

parecido a un grito apagado. Rebusqué desesperado y por fin

me pareció ver algo diferente, a unos 300-400 metros más a

sotavento del punto de reunión concretado. ¡dos diminutos

puntos! Rápidamente me acerqué. Acababan de emerger. Se

desorientaron fascinados por lo extraordinario del lugar.

Partimos de nuevo al día siguiente antes de salir el Sol

para continuar nuestra navegación por el interior de la Gran

- 215 -

Barrera, pasando por infinitas islas deshabitadas y numerosas

cabezas de corales, subiendo genaker, luego spi, luego

génova atangonado... el viento que se levantó a las 10h se

mantuvo estable a 15 nudos ESE. Para pescar dentro de la

barrera debíamos observar un mapa en el que se marcaba las

diferentes zonas de pesca, las prohibidas eran las que más

abundaban. Pescamos de nuevo dos buenos ejemplares de

Spottet Mackerel. Continuamos navegando también durante

la noche, muy atentos a las cartas durante nuestros turnos

para no salir del rumbo establecido que zigzagueaba los

omnipresentes arrecifes, atentos también al tráfico marino y

a los pesqueros. En dos ocasiones apareció un barco en el

radar, o al menos la típica señal pequeña y compacta que da

el reflejo en una embarcación, la primera vez a unas 2 millas

en frente nuestro, moviéndose a unos 5 nudos rumbo a

babor. La segunda vez, al cabo de casi dos horas a 1’5 millas,

con la misma velocidad y dirección que el anterior, casi

perpendicular a nosotros En las dos ocasiones no pude

detectar ninguna luz pese a la cercanía a la que se encon-

traba. En las dos ocasiones desapareció al cabo de unos 15

minutos del radar... en las dos ocasiones no había ninguna

isla en la que pudiera aparecer u ocultarse. Pensé en varias

opciones: ¿un reflejo o eco del radar sobre la jarcia?:

Demasiado bien definido. ¿Una minúscula pero compacta

tromba de agua?: Muy raro... y menos dos veces igual. ¿Un

submarino?: ¿Podría ser, pero también dos veces? - ¿Un

barco fantasma?

Al día siguiente continuamos navegando con día delicio-

samente soleado, temperatura de unos 25 grados, el agua a

unos 23 grados, viento de 10 a 15 nudos, mar llano... izando

Spi, genaker o solo mayor y génova según si debíamos orzar

- 216 -

o arribar en los cambios de dirección que ofrecía el canal.

Sobre las 16h bordeamos el Cabo Greenville y anclamos en

la bahía situada justo detrás, en Margaret Bay. El paisaje

típico australiano, enormes rocas redondeadas de granito,

tierra algo rojiza, árboles pequeños de típico paisaje seco,

que no tenían que ver con los altos y compactos del Rain

Forest... el mar vibraba de vida... por todos los puntos a los

que mirabas había movimiento de agua causado por enormes

bancos de peces, miles de pájaros marinos sobre-volando

esas manchas vivientes, algunos enormes peces depreda-

dores saltando a una altura increíble en busca de una presa

un segundo antes. El viento amainó y el silencio del lugar

acompañó la formidable puesta de sol. Aun nos costaba

creer que en lugares así no hubiese ni rastro de seres

humanos. La noche, estrellada y silenciosa. La luna creciente

acompañada de Venus empezaba a dejarse ver tras el ocaso

como una ligera traza blanca y perfectamente curvada.

El 10 de julio, pusimos ya rumbo a Cape York. El calor

del trópico se empezó a notar. Tiempo soleado, y viento de

10 a 15 nudos. Pescamos de nuevo un sabrosísimo y gran

Wahoo de unos 4 kg que Stephen preparó crudo con limón

y leche de coco, estilo polinesio. Atardecía, por lo que

remontamos un poco Escape River para anclar junto con

otros dos veleros al lado de los manglares. La noche de

nuevo despejada. Venus acostándose por el horizonte tras el

Sol seguida de la Luna aún creciente. Alguna estrella fugaz.

El silencio solo roto por algún sonido seco en los manglares

de la orilla o el chapoteo de peces sobre la superficie. Viento

suave y templado.

- 217 -

Nos levantamos y partimos de nuevo a las 07h en punto

rumbo a Thursday Island. Pasamos por Albany Passage de

unos 3 km de largo y unos 200 metros de ancho, cruzándo-

nos con una serpiente marina y una tortuga, y poco después

bordeamos Cape York. Me imaginaba la terminación norte

de Australia más encrespada, finalizando la tierra de una

manera más abrupta, con grandes montañas y peñascos,

como en Cape Reinge de New Zealand, pero lo que había

allí, al igual que el paisaje costero de los últimos días, eran

suaves colinas, no más elevadas de 50-70 metros sobre el

mar, cubiertas de una aclarada masa arbórea. Un faro en la

isla de Eborac indicaba a los navegantes ese punto impor-

tante. Así que pasamos de navegar por el Mar del Coral para

meternos en uno nuevo, el Mar de Arafura. Llegamos a

Thursday Islands poco después del medio día, después de

desayunar el atún pescado esa misma mañana. Al lado,

Wednesday Island y Friday Island. Era el jueves 11 de julio.

Nos quedamos en ese pueblo cuyos habitantes eran todos de

color, mezcla durante décadas de melanesios, polinesios,

indonesios, chinos, japoneses y aborígenes. Algún europeo.

El pequeño pueblo que ocupaba casi la mitad de esa

minúscula isla parecía prácticamente deshabitado, con un

inevitable aire a los que aparecían en las películas de

spaguetti-western. Hicimos las compras en el gran supermer-

cado y salimos a la isla de enfrente para bucear y pasar la

noche. Al día siguiente levamos anclas antes de salir el Sol,

esquivamos los arrecifes cercanos y nos adentramos en el

Golfo de Carpentaria.

- 218 -

Arafura Sea

La navegación por el golfo fue con vientos de 10 a 20

nudos de la aleta de babor, con olas no muy grandes pero

indefinidas y molestas haciendo que el barco se balanceara

de manera imprevisible. Normalmente soleado con algunos

rápidos chubascos. La profundidad en todo el tramo tan solo

osciló de entre 30 a 50 metros. La pesca fue generosa y

comimos y cenamos, de nuevo, Wahoo de metro a metro y

medio bien fresco. Ningún dorado (o Mahi Mahi, como lo

llamaban los polinesios). Llenamos la despensa de nuevos

ejemplares y recogimos las dos líneas que ya no necesitá-

bamos. Las guardias nocturnas las realizábamos de la

siguiente forma: Adolphe, desde después de cenar hasta las

00h, yo de 00h a 03h, y Stephen de 03h a 06h. Pocos

mercantes, algunos sin radar activado. En la madrugada del

día 15 bordeamos el Cape Vessel después de recorrer las 350

millas aproximadamente del Cape York. Algunos delfines

saltarines de pequeño tamaño nos acompañaron un rato,

tres serpientes marinas y aves de diferentes tipos. La molesta

ola se atenuó, al igual que el viento, que bajo a unos 5-10

nudos... Después de seis días, el 17 de madrugada nos aden-

tramos por Dundas Strait, seguimos el canal marcado

durante la mañana bordeando Melville Island, pasamos por

Clarence Strait a la hora de comer y aparecimos en el seno

de Beagle Gulf durante el café... Beagle Gulf ya pertenece a

otro mar, el Mar de Timor... y también a otro océano... el

Océano Indico. Sobre las 16h llegamos en Port Darwin tras

navegar cinco días desde Thursday Island. Ese era mi último

destino.

- 219 -

Darwin

El Sterwan estuvo un día en cuarentena para desinfectar

los orificios de unos moluscos tropicales que podían invadir

el interior del puerto... y es que ese puerto era algo especial

pues tenía una esclusa para acceder a él y mantener en el

interior del puerto el mismo nivel de agua mientras afuera la

marea podía oscilar de 2 a 4 metros. De esta forma, en todo

el perímetro de este puerto artificial, se construyeron las

casas y restaurantes.

Una vez dentro nos quedamos un par de semanas, para

preparar mi regreso a Sitges y también preparar el barco para

su cruce por Indonesia.

Darwin era lo menos anglosajón y mas mediterráneo que

había visto hasta entonces. Una zona del puerto estaba llena

de bares y restaurantes, algunos situados sobre el agua, que

nos podía recordar a cualquier pueblo o ciudad costera del

mediterráneo, si no fuese porque en su menú se incluía

entrecot de cocodrilo, canguro o emú. En la zona contraria,

grandes mansiones con su pantalán privado.

La fiesta nocturna transcurría en el centro de esta ciudad,

llena de pubs y bares, a 15 minutos de donde nos encontrá-

bamos. Un portaaviones y dos destructores norteamericanos

se encontraban anclados a las afueras con unos 11.000

marines a bordo, por lo que, los bares estuvieron abarro-

tados de centenares de ellos de permiso durante la primera

semana que estuvimos. Tras partir, las chicas empezaron a

participar de nuevo en las fiestas nocturnas de la ciudad.

Llegó el día antes de mi vuelo, y pese al intento de nuevo

por parte de Adolphe para convencerme que continuara con

ellos, yo necesitaba descansar, sentirme en mi casa, con mi

- 220 -

familia y conocidos. Además, justo al cabo de una semana se

iba a casar uno de mis mejores amigos. Qué buena sorpresa

le podría dar. Así que empaqueté mis cosas, y nos dimos las

últimas cenas de despedida. Repasando lo bueno de viajar,

de las experiencias en estos últimos casi dos años, de mi

alegría por volver, y de mi pena por terminar tan armoniosa

manera de vivir. Pensé que mi viaje debía terminar en Nueva

Zelanda, y ese plus fue un buen condimento para conocer

esos nuevos lugares y compartir otros momentos con

Adolphe y Stephen. Mi decisión era firme.

Adolphe me regaló el billete de vuelta a Barcelona, pero

con regreso a Singapoure al cabo de un mes, por si me lo

repensaba. La despedida fue nuevamente triste.

Gracias Adolphe por todo lo que aprendí contigo.

Video Papua y Austrália

http://youtu.be/XShbuHhbqGw

- 221 -

De vuelta

El 22 de agosto me encontraba ya sobrevolando el Indico

tras haber surcado el Atlántico y el Pacífico. Me parecía

mentira que en un par de días volvería a ver a mi familia y

amigos. Que en tan solo treinta horas recorrería casi la

misma distancia que había recorrido durante los práctica-

mente dos años de navegación. Veneraba la velocidad del

aparato volador, pero cuando me asomaba por la ventanilla y

veía allí abajo, tan lejos, atravesar Indonesia e India tan

rápido, me daba la sensación de estar perdiéndome en cada

segundo un cúmulo de nuevas experiencias. ¿Cómo sería esa

gente? ¿Cómo debían vivir? ¿Y esos mares? ¿O fondear en

esas islas?. Me entristecí por unos instantes por haber

abandonado el Sterwan.

Durante el resto del trayecto estuve pensando de nuevo

en el viaje, pero también con lo que me iba a encontrar al

llegar, que nueva etapa me esperaría.

El avión paró unas doce horas en Brunei y como no

podía salir del aeropuerto, me quedé paseando por las

tiendas, dormitando en algunas butacas vacías, y fumando en

una pequeña, apartada, irrespirable y oscura habitación aba-

rrotada de nicotinómanos como yo. Debía dejar ese vicio.

Tras despegar, y después unas cuantas horas más de

vuelo, el avión hizo escala de nuevo, sobre media noche, en

Dubái. Un par de horas merodeando otra vez por el

aeropuerto, esta vez repleto de exclusivas tiendas de lujo,

para subirme más tarde al nuevo avión, y volar a Londres

para realizar el último trasbordo, hacia Barcelona.

En la cola de embarque del aeropuerto inglés oí hablar en

español y catalán, y al igual que a los escasísimos paisanos

- 222 -

que me encontré durante esos casi dos años a lo largo del

Atlántico y Pacífico, los asalté de nuevo con preguntas como

si fueran hermanos del alma. Poco después me di cuenta que

en toda la cola hablaban igual. Emoción, confusión y

también sentido del ridículo. Empecé a contenerme.

El avión despegó de Londres, atravesó Francia y empezó

su descenso sobre los Pirineos en un día claro y despejado

de agosto. Bajo mis pies vi pasar lugares familiares, la Sierra

del Cadí, el Pedraforca y las inconfundibles montañas de

Montserrat. Me sentía ya en casa.

Aterrizaje en la pista nueva. Al fondo, un gran letrero

amarillo en el que se leía claramente "BARCELONA".

Desembarqué y recogí mis maletas. No podía casi ni creerme

que ya estuviera de vuelta. Me pareció ayer cuando hice el

equipaje para salir por unos dos meses hasta Argentina. Real-

mente parecía ayer, pero cuando recordaba el cambio en

Cabo Verde, las largas travesías oceánicas, los tres meses en

Martinique, los dos en Marquesas, las Tuamotus, los casi

cinco meses en New Zealand, Vanuatu y Australia... ¿cómo

podían pasar tantas cosas, conocer tantos lugares y tanta

gente, en tan solo veintidós meses?

- 223 -

Capítulo 22

El regreso

Fueron excitantes los primeros reencuentros con toda la

familia y amigos. Pisar de nuevo las calles típicas mediterrá-

neas de la Blanca Subur, mis calles. El saludar a gente que

eran conocidos de muchos años, devorar un bocadillo de

sobrasada y queso o unas buenas lonchas cortadas muy finas

de jamón ibérico acompañado de un buen vino tinto. El

poder tomar un excelente cortado en la terraza del Club

Nàutic de Sitges, ahora sí, sobre el mar Mediterráneo.

Llegué justo a tiempo para la despedía de soltero de mi

amigo Raimon, donde aparecí por sorpresa. Poco después,

asistí como uno de los 5 padrinos a su boda.

Durante unas semanas sentí una especie de alegría conte-

nida. Conocí a mi nueva sobrina Blanca, y a los nuevos hijos

de varios amigos. Mi sobrino Ángel, de cuatro años, estaba

enorme. Y es que solo te das cuenta de la cantidad de peque-

ñas grandes cosas que suceden a tu alrededor cuando te

alejas por un tiempo.

Al cabo de un par de semanas de llegar me ofrecieron un

trabajo, así que en el mismo día en que la sombra de la Luna

atravesó la península ibérica, a media mañana de un día

soleado de principios de octubre, empecé una nueva etapa.

La rutina de un horario, de un trabajo... esta vez, pero, dife-

rente... en un mundo en el que me gustaba y sabía que iba a

disfrutar, el mundo de los veleros de recreo. Olvidar la expe-

riencia y tratar de adaptarme no fue una tarea fácil en un

inicio, cuando uno acaba acostumbrado a lo imprevisible del

- 224 -

día siguiente, al vivir solo en el presente y al excitante cam-

bio continuo. Sueldo, responsabilidades, socialización, gastos

fijos y variables. Llegó la hora de entrar de nuevo en la rueda

social.

- 225 -

Conclusiones

En todos los libros de navegantes y viajeros que he leído,

siempre he echado en falta un capítulo de conclusiones o

reflexiones, porque un viaje con experiencias varias, por

fuerza debe hacer reflexionar. Tras esta experiencia, yo saqué

algunas, seguramente obvias para casi todos, ignoradas por

mí hasta entonces:

La primera es que he constatado que se puede viajar

gratis surcando océanos y otros mares, trabajando sobre

veleros. Una manera de viajar a bajo coste.

He descubierto que un viaje largo y en solitario, sin los

amigos habituales, es mucho más que un viaje para conocer

nuevos lugares y otras culturas. Será un viaje contigo mismo.

Porque es estando lejos cuando se despoja uno de la manta

social de donde hemos crecido. Eso ayuda a poder observar

cómo se es en realidad, sin engaños. Afloran actitudes positi-

vas desconocidas, pero también negativas, teniendo la opor-

tunidad de reconocerlas y corregirlas. También te adaptas,

decides diariamente, maduras.

He presenciado como el mar desnuda a la gente, y la

muestra tal y como es en realidad.

He comprobado que este mundo es un lugar espectacular,

y que hay que cuidar cueste lo que cueste.

He reflexionado sobre disfrutar más del día a día, y no

dejarlo solo para los fines de semana, las vacaciones o la

jubilación. La mejor manera quizás de hacerlo, es trabajando

en algo que realmente a uno le guste y disfrute, sin comple-

- 226 -

jos, dejando al margen lo que puedan opinar los demás.

Poder ir contento y regresar sonriendo del trabajo es, hoy en

día, el verdadero lujo. Nunca es tarde para un cambio.

He experimentado que conocer muchas opciones es

bueno para escoger el mejor camino, pero conocer infinitas

puede llegar a ser confuso y paralizante.

He entendido por qué hay que ser generosos y curiosos,

que más vale saber que preguntarse y que ser sincero es

liberador.

He comprobado que los sueños, deseados con suficiente

intensidad pueden materializarse. Que una vida sin proyectos

no es vida.

Y he aprendido con plena conciencia, lo más importante;

que vivimos una sola vez, y que el tiempo pasa muy deprisa.

- 227 -

Guía para tripulantes

- 228

- 229 -

Introducción

Ésta es una recopilación de datos sobre lugares y fechas

con un elevado potencial para embarcarse, para gente con

experiencia o no, en el mundo de los cruceros, y que siempre

ha deseado viajar por lugares exóticos en velero sin disponer

de uno propio.

Viajar a través de los océanos trabajando o colaborando

en barcos a vela y, sin coste alguno, es posible si se está en el

lugar y en el momento adecuados, contando también, claro

está, con el factor suerte.

En un viaje así se aprende mucho sobre veleros, norma-

tivas internacionales, puertos, electrónica naval, patentes…

pero también uno aprende a conocerse así mismo y a los

demás tal y como son, cambiando la escala de valores y

ampliando la visión que uno puede tener del mundo en que

vivimos. Un viaje así, navegando libre a través de los océa-

nos, superando temporales y explorando islas de ensueño

solo con la fuerza del viento, es el origen y la esencia de la

vela, y el gran reto de los que disfrutamos de la mar como

deporte y manera de vivir.

A continuación se describen los lugares idóneos y tempo-

radas basados en la ruta habitual de los veleros.

- 230 -

Información

Cada año unos 2.000 veleros cruzan el Atlántico rumbo al

Caribe de octubre a enero, para realizar el Atlantic Round, es

decir, navegar durante unos meses por el Caribe en su mejor

estación, y regresar a Europa de abril a junio. La mayoría son

ingleses, franceses, holandeses y alemanes, pero los hay

también del resto de países europeos. Las embarcaciones

españolas están de media entre 25 y 50 al año.

¿Dónde ir?

Estos veleros normalmente se concentran en algunas

regatas importantes para cruzar juntos y bajo control el

océano. La más importante es la A.R.C. (Atlantic Race for

Cruisers) que se celebra a finales de octubre o inicios de

noviembre en Las Palmas de Gran Canaria, con una partici-

pación media de unas 250-300 embarcaciones inscritas más

otras 200-300 que, en ocasión del dicho evento, se suman de

manera no oficial. Otra regata importante es el ya clásico

“Gran Prix del Atlántico” organizada por la revista Skipper,

con una participación media de 20 veleros.

A pocas semanas de la salida, siempre se dan algunas

bajas por parte de tripulantes por circunstancias inoportunas.

Estar ahí es importante.

¿Qué valoran los cruceros a la hora de encontrar un

nuevo tripulante?

La experiencia en veleros, es decir, si uno sabe navegar, es

lo primero que se pregunta, y si se puede aportar algún título

náutico pues mucho mejor. Saber cocinar, estar dispuesto a

- 231 -

colaborar con las tareas diarias, y conocer otros idiomas

también está bien valorado.

Pero lo que quizás se valora por encima de todo es la

actitud y la persona, pues cruzar un océano significa un

mínimo de 20 días de convivencia durante las 24 horas y sin

posibilidad de desembarcar. Esa parte es crucial pues conocí

varios casos en que los skippers se llevaron ingratas sorpre-

sas. Es importante pues conocer y llevarse bien con cada

uno de los componentes de la tripulación. Si aparece alguna

duda, lo mejor sería no embarcarse.

Podríamos decir que hay tres tipos de oferta o demanda

según las necesidades de la embarcación o la experiencia del

tripulante que se busca:

- Si la falta de un marinero por parte de una

embarcación no es muy importante, o si el marinero

contactado no tiene mucha experiencia, normalmente

el propietario de la embarcación o skipper cobra entre

unos 15/20 $USA por día para gastos de comida, agua

y gasoil.

- En la mayoría de casos, si el tripulante tiene

experiencia suficiente en navegación, lo que pueden

ofrecer a cambio de colaborar en el velero durante la

travesía Atlántica (cocinar, guardias, limpieza...) es no

cobrar ni pagar nada y un billete de avión de vuelta.

- En otros casos, menos habituales pero existentes,

se puede cobrar entre 1.000 $USA a 2.000 $USA

dependiendo de la embarcación. En este último caso

se precisa ya experiencia previa en viajes oceánicos, o

como profesional en otros veleros... y una actitud,

claro está, impecable. La buena presencia y los buenos

- 232 -

modales son casi imprescindibles y, en algunos casos,

incluso el hecho de tener algún tatuaje en el cuerpo

puede dificultar una contratación de este tipo.

Ya hemos conseguido un barco ¿luego qué?

Cruzar un Océano conlleva ciertos riesgos y hay que ser

muy consciente de ello (tormentas, posibles caídas, enferme-

dades imprevistas...). Un rescate en medio del océano puede

resultar sumamente costoso si se lleva a cabo. Aunque

normalmente el propietario de la embarcación se hace

responsable de ello, tener un seguro a todo riesgo personal,

de envergadura internacional, no estaría nada mal y no es

demasiado caro teniendo en cuenta lo que puede llegar a

cubrir durante todo un año. Precio: unos 850 Euros.

Cuando llegamos al Caribe

Tenemos dos opciones: regresar a casa en avión con esa

magnífica experiencia, o, si no tenemos prisa, continuar por

el Caribe, ¿por qué no?.

Los veleros normalmente, tal y como he comentado ante-

riormente, navegan durante unos 4-6 meses por esos mares

turquesas. Haber cruzado el Océano Atlántico con un velero

facilita encontrar otras embarcaciones para navegar, pero por

esta zona resulta un poco complicado pues los veleros

prefieren marineros extras para cruzar el océano pero no

para navegar dentro de la seguridad que ofrecen las aguas

caribeñas. En prácticamente todos los puertos de la Antillas

se puede conocer o reencontrar a los veleros que realizaron

el Atlantic Round, pero a diferencia de la concentración que

- 233 -

hay en las Canarias, ahí están todos más dispersados. Los

puertos más importantes són Le Marin en Martinique, y el

varadero de la isla de Trinidad/Tobago.

A partir de abril los veleros empiezan a replantearse el

regreso antes de la época de huracanes en el Caribe (julio-

agosto). Allí, o más al norte de las Antillas, como en St.

Barth o en República Dominicana, también es fácil poder

encontrar veleros que necesitan gente para la vuelta vía

Azores. La diferencia es que en este caso no salen todos

desde un mismo punto ni en las mismas épocas como en el

cruce de Este a Oeste, por lo que encontrar uno es más bien

una cuestión de suerte. Poner anuncios en los puertos es la

mejor alternativa.

El regreso a Europa

Se realiza vía las Azores con parada en Horta, en la isla de

Faials. En el mítico Peter's Cafe se reúnen todos los nave-

gantes. Las condiciones en el Atlántico Norte son más duras

que cruzar el océano con los constantes Alisios, pues el

viento acostumbra a variar de dirección e intensidad. Se

tardan unos 18 días hasta este archipiélago, y una semana

más hasta la costa portuguesa.

¿Y si no se quiere regresar aún?

Anualmente, de esos 2.000 veleros que cruzan el Atlán-

tico, unos 150 continúan por el Pacifico vía Canal de Pana-

má. De marzo a junio cruzan todos por dicho canal. En el

Club Náutico de la ciudad de Colón es donde se debe gestio-

nar el papeleo para tramitar el permiso de cruce del canal.

- 234 -

Ése es un buen lugar, pues el permiso acostumbra a tardar

una semana y se necesita siempre tripulación extra para

cruzarlo. Como la ciudad en sí es bastante peligrosa, todos

los navegantes pasan largar horas en el bar de dicho club,

por lo que conocerlos y preguntar, facilita el poder encontrar

un barco que pueda necesitar un tripulante extra, pues de

Panamá a la Polinesia hay unas 5.000 millas si no se hace

escala en las Galápagos.

Una vez cruzado este trayecto tan largo, que puede durar

hasta un mes de duración según condiciones meteorológicas,

todos los veleros paran en la capital de las Marquesas para

descansar y abastecerse. Ese también es un buen lugar para

embarcarse, pues tras esa larga travesía algunos tripulantes

acabaron por desembarcar, aparte, ahí prácticamente no

existe turismo, y por lo tanto no hay gente ni viajeros

predispuestos a embarcarse.

Durante los dos meses que estuve allí al cargo de un

velero francés, hasta en cinco veleros me comentaron que

necesitaban nueva tripulación.

A partir de noviembre hasta abril es la época de ciclones

en el Pacifico Sur, por lo que los veleros navegan desde abril

hasta noviembre recorriendo toda la Polinesia, desde Mar-

quesas, pasando por las Tuamotus, Tahití, Bora Bora, Cook

Islands, Fitji... y a finales de la temporada bajan más al Sur,

hasta New Zealand para refugiarse durante la época de ciclo-

nes, pues a esa latitud no existen.

De diciembre hasta abril se quedan todos en ese increíble

país. En la capital de la isla norte, Auckland, y en Bay of

Islands, se pueden encontrar fácilmente otros veleros que

continúen su viaje hacia Europa o de vuelta a la Polinesia

- 235 -

terminada la época de ciclones, es decir, cuando empieza el

invierno en el hemisferio Sur.

Los que continúan hacia Europa pueden optar por dos

vías. Bordear el norte de Australia para pasar por la

peligrosísima zona infestada de piratas de Indonesia, Estre-

cho de Malacca, India, Somalia, Mar Rojo y Canal de Suez, o

evitar esa zona bordeando por el sur de Australia, y pasar

por el Cabo de Buena Esperanza, cruzando el Atlántico

hasta Brasil, y atravesando de nuevo el Atlántico vía Azores.

Las dos opciones son peligrosas, una por los piratas, y la otra

por los temporales de los mares sureños.

A partir de ahí, encontrar velero también resulta más

difícil.

A mediados de julio se celebra una importante regata de

Darwin a Bali en que numerosos veleros se inscriben por lo

ágil y fácil que resulta conseguir el permiso para transitar

(Transit Permit) por aguas indonesias, pues de otro modo

puede tardar meses y ser más caro. Es un buen spot para

encontrar nuevos veleros que como en el ARC, buscan

tripulantes.

¡Suerte!

- 236

- 237 -

Conceptos sobre navegación

- 238

- 239 -

- Nomenclarura -

(CASTELLANO, inglés, francés)

ESCALA DE BEAUFORT:

Escala del 0 al 12 para medir la fuerza

del viento, siendo 0 calma y 12 huracán.

ABARLOAR, haul alongside, mettre

bord à bord:

Atracar una embarcación al lado de otra

separadas solo por defensas.

AMARRAR, fasten to, amarrer:

Sujetar una embarcación con cadenas,

cables, o cabos.

AMOLLAR, slacken, choquer:

Dejar ir o aflojar un cabo o clable.

ANCLA, anchor, ancre:

Pieza de hierro que sirve para sujetar

mediante cadena o cabo, una

embarcación al fondo.

APAREJAR, to rig, équiper:

Preparar y montar lo necesario en una

embarcación para poder navegar.

CASCO, hull, coque: Cuerpo de la

embarcación.

CATAVIENTO, wind indicator,

girouette: Instrumento que sirve para

indicar de donde viene el viento.

CUBIERTA, deck, pont: Plataforma

horizontal que cubre el casco.

COMPÁS, compass, compas:

Instrumento magnético que indica los

grados en que avanza la embarcación

respecto el norte magnético.

ARRIAR, haul down, amener:

Hacer bajar una bandera o vela izada.

ARRIBAR, fall off, abattre:

Alterar el rumbo de la embarcación

separándola de la dirección de donde

viene el viento.

ATRACAR, to berth, accoster:

Acercar una embarcación a un muelle

u otra embarcación para amarrarse.

BAÑERA, cockpit, cockpit:

Parte descubierta de popa donde se

manipula el timón.

BORDA, gunwale, bord:

Esquina superior del costado de una

embarcación.

BOTAVARA, boom, bôme:

Barra móvil que sujetada

horizontalmente entre el palo, sirve

para cazar la vela mayor.

DESAPAREJAR, to unrig, désarmer:

Desmontar el aparejo de la

embarcación cuando esta no tiene

que navegar.

DESATRACAR, to cast off,

déborder:

Separar una embarcación de

cualquier sitio en donde se

encontraba atracado.

DEFENSAS, fenders, défenses:

Objetos inchados que sirven para

proteger el casco de la embarcación

de un muelle u otro barco.

- 240 -

CONTRA, guy, retenue:

Sistema de cabos que va desde la base

del palo hasta la botavara para evitar que

esta se levante con vientos portantes.

CORNAMUSA, cleat, taquet: Pieza en

forma de T en donde se fijan algunos

cabos de cubierta.

CRUCETA, cross-tree, barre de flèche:

Pieza que situado a medio palo de forma

horizontal, sirve para separar los

obenques.

ESCOTILLA, hatch, écoutille:

Abertura en una embarcación por donde

acceder al interior.

SPINNAKER, spinnaker, spinnaker:

Vela triangular y muy abombada que se

utiliza para navegar con vientos de popa

o largo.

BICHERO, boathook, gaffe:

Barra de unos dos metros con un gancho

en el extremo que sirve para recuperar

un cabo situado fuera de la embarcación

o para amarrar o desatracar.

GRILLETE, shackle, manille:

Pieza metálica en forma de U cerrado

por un perno, que sirve para poder

sujetar cabos, cadenas o cables.

IZAR, to hoist, hisser:

Subir una vela o bandera.

MAREA, tide, marée:

Ascensos y descensos periódicos

causados por acciones gravitacionales.

MILLA NÁUTICA, nautical mile, mille

marin:

Medida náutica que equivale a 1.852 mts.

DRIZA, halyard, drisse:

Cabo o cable para poder izar o arriar

una bardera o vela.

ESCORA, heel, gîte:

Inclinación lateral de la embarcación.

ESCOTA, sheet, écoute:

Cabo que sirve para tensar cualquier

vela.

ORZA, centreboard, dérive:

Plancha de metal con sobresale por

debajo de la embarcación de vela y

que evita el desplazamiento lateral

causado por el viento.

MÁSTIL, mast, mât: Pieza de madera

o aluminio que sirve para izar las

velas o banderas.

PALA, rudder blade, safran:

Pieza plana del timón que queda

sumergida y permite el cambio de

rumbo.

PATRÓN, skipper, capitaine:

Miembro de la tripulación

responsable del velero y ejerce de

timonel.

POLEA, block, poulie:

Pieza redonda por donde pasa un

cabo y sirve para desviarlo o

desmultiplicar.

RIZAR, to reef, prendre les ris:

Reducir superficie de una vela.

RUMBO, course, cap:

Dirección que sigue una

embarcación.

TIMÓN, rudder, gouvernail:

Sistema que permite cambiar la

dirección de la embarcación.

- 241 -

MOLINETE, windlass, guindeau:

Sistema sobre proa para levantar el ancla.

MORDAZA, clam cleat, coinceur:

Dispositivo movible que sirve para fijar

un cabo.

NAVEGAR, to sail, naviguer:

Ir sobre el agua con una embarcación.

NUDO, knot, noeud:

Entrelazado de un cabo para unir o

sujetar.

Unidad de velocidad que equivale a una

milla náutica por hora.

PUERTO DEPORTIVO, pleasure

harbour, port de plaisance:

Puerto destinado a embarcaciones

deportivas.

VELA, sail, voile:

Trozo de tela que recibe la fuerza del

viento y permite el avance de la

enbarcación.

VIRADA POR AVANTE, tacking,

virement de bord:

Cambio de velas de costado pasando

la proa por el viento.

VIRADA EN REDONDO, gybing,

empannage:

Cambio de velas de costado pasando

la popa por el viento.

WINCHE, winch, winch:

Pieza metálica por donde se enrrolla

un cabo y ayuda a desmultiplicar la

fuerza de este

- 242 -

- Partes de un Velero -

- 243 -

- Introduccón básica a la Vela -

El viento:

Todo barco a vela se mueve por la fuerza del viento que

incide sobre ellas, haciendo que éstas se hinchen. Saber en-

tonces la dirección de donde proviene el viento es un

requisito fundamental para este deporte. En tierra podemos

buscar banderas próximas como referencia, mientras que en

el mar, una veleta situada sobre el mástil nos puede resultar

de gran ayuda.

Los rumbos:

Todo barco a vela puede navegar en todas las direcciones

excepto en una: la dirección de la cual viene el viento. Como

máximo, en un velero, podemos navegar a unos 45º respecto

a esta dirección. Si realizamos varios "zigzac" de 45º

(llamados bordos), podremos remontar el viento.

Cuando recibimos el viento por el lado de estribor del

barco, diremos que estamos navegando amurados a estribor. Si,

por lo contrario, estamos navegando y recibimos el viento

por babor, diremos que nos encontramos amurados a babor.

Cuatro verbos importantes (Español, Inglés, Francés):

Orzar, to luff, lofer : acercar la proa al viento

Arribar, to fall off, abattre: alejar la proa del viento.

- 244 -

Cazar, to haul, border: acercar las velas hacia el centro

del barco (tirar de la escota).

Amollar, to slacken, choquer: dejar que el viento aleje las

velas del centro del barco (soltar escota).

Entonces, como norma;

Cuando orzamos debemos cazar para impedir que las velas

flameen. Cuando ar r ibamos, lo que debemos hacer es amo-

l lar lo máximo posible sin que las velas lleguen a flamear. Y

cuanto más orcemos o arribemos, más deberemos cazar o

amollar respectivamente.

Sobre las maniobras:

Virada: Maniobra necesaria cuando pasamos de recibir el

viento de un costado al otro costado del barco, por lo que

las velas y también los tripulantes deberían cambiar de

costado. Existen dos tipos de viradas:

- Virada por proa o avante: cuando pasamos la proa por el

viento.

- Virada por popa o en redondo: cuando es la popa del barco

la que cruza el viento (se le llama también t ras lu chada ).

Sobre zonas:

- Barlovento o Sobreviento, windward side, face au vent:

Es la zona de la cual proviene el viento.

- Sotavento, leeward side, face sous le vent: Es la zona

hacia donde va el viento.

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Sobre las preferencias:

Norma núm. 1.: Cuando existe riesgo de colisión entre

dos barcos de vela, y cada uno recibe el viento por dife-

rente costado, entonces, el barco que recibe el viento por

el costado de estribor (amurado a estribor), tendrá

preferencia de paso sobre el barco que recibe el viento

por babor (amurado a babor).

Norma núm. 2.: Si existe rumbo de colisión entre dos

embarcaciones de vela en donde los dos afectados

reciben el viento por el mismo costado, entonces, el vele-

ro situado a sotavento tendrá preferencia sobre el que se

encuentre más a barlovento.

Norma núm. 3.: Si existe la posibilidad de colisión entre

un velero y una motonave (lancha, mercante...), enton-

ces, el barco navegando a vela tendrá preferencia sobre el

otro, debiendo este último modificar su rumbo para

evitar el abordaje.

De todas formas, aunque tengamos preferencia, siempre

debemos evitar una colisión, sobre todo, si el que en teoría

debería apartarse es un mercante de 300.000 toneladas de

peso.

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Agradecimientos

A mi madre Amparo, mis hermanas Maite y Neus, y a

toda mi familia, por su incondicional apoyo.

También a José Burgos, Tania Giuliani, Raimón Duran,

Lluís Serra, Dani Ríos, Thea y Antón Rafecas, Adolphe

Anne, Cecilia Lorenzo, Freddy, Marcos Llop, Jaques, Pere,

Eric, Kedem, Antonio y Anna, Ingrid, Aurora, Alan, Roberto

y María, Catherine, Pascal, Pere y Carmen, Verónica y

Renaud, Gilles, Greg, John y Caren, Carlos Miquel, Patrick,

Sebas y Amandine, Dave, Jenny, Mónica, Jordi Aránega,

Odger, Lluís y Mercé, Ramón Costa, Walter, Ángel, Miguel

Lozano, Olivier, Francesco Luti, Mireia, Alberto Tutusaus y

Noelia, Agus, Marcos Marroquín, Carles Farrés, Beven, Paz,

Fabrice, Cristina Serrano, Enric Ripollés, Albert Oliver,

Julián Vinué y Rebeca Arrese, Javier Coronado, Jordi y Laura,

y Tom y Mary.

A todos ellos, y a otros muchos, mil gracias.

Y mi especial agradecimiento para Esther Doménech,

María López Martínez, Gloria Batllori, Esther Delgado y

Olga Vidal, ya que sin su desinteresada ayuda, este libro no

hubiese sido posible.

GRACIAS.

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Fotografías ( Fichero PDF de 10Mb )

http://www.albertgirones.com/viajes/cronicas/fotos.pdf

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