Cristología y evolución del Mundo

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LA CRISTOLOGÍA- DENTRO DE UNA CONCEPCIÓN EVOLUTIVA DEL MUNDO El tema sobre el que he de hablar dice así: la cristología dentro de una concepción evolutiva del mundo. Se trata pues de probar la acomodabilidad o el acomodo de un enunciado en el complejo de otros enunciados, y no de preguntarse por cada enunciado en sí, con lo cual queda ya establecido, que el tema propuesto no es ni la exposición de la cristología católica y cris- tiana en sí, ni la exposición tampoco de lo que—si bien vaga- mente—es designado como concepción evolutiva del mundo. Se traía más bien de una posible ordenación recíproca de ambas magnitudes. Esa concepción evolutiva del mundo (y esto no es desdo luego nlgo que se sobreontienda ni objetiva ni metódica- mente, ni que dejo de ofrecer reparos, aunque deba de correrse aquí lal ruwgo) HC presupone como dada, y se pregunta por una acomodabilidad cu ella do la crinlología y no viceversa, aunque dicha pregunta hecha al revé» «cría igualmente posible, y de suyo jneliiMo mejor y man radical. Una vez más: no haremos el in- tento de exponer la cristología misma, de desarrollarla teológi- camente, ni emprenderemos la labor de prueba, de que Jesús de Ma/arelli so lia alzado con la pretensión de lo que en lenguaje teológico ponemos de manifiesto como filiación metafísica de Dios, como encarnación, como unión hipostática, y de que esa pretensión suya es comprensible como legítima, es decir como digna de fe. Todo esto se presupone o se trata desde otro lado. Si hablamos sobre el «estar dentro» de una doctrina en una «concepción del mundo», sobre el acomodo o la acomodabili- dad de la cristología en esa concepción del mundo evolutiva, no pensamos por ello, que la doctrina cristiana de la encarna- ción (tal extremo no sería de nuestra intención) se deje deducir como consecuencia necesaria y prolongación forzosa de una con- cepción evolutiva del mundo, ni tampoco que dicha doctrina no se encuentra (y este sería el otro extremo, más fácilmente evi- dente, pero que no nos parece especialmente importante ni nos satisface) inmediatamente en una simple contradicción lógica 181

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Artículo del teólogo jesuita Karl Rahner.

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LA CRISTOLOGÍA- DENTRO DE UNA CONCEPCIÓN EVOLUTIVA DEL MUNDO

El tema sobre el que he de hablar dice así: la cristología dentro de una concepción evolutiva del mundo. Se trata pues de probar la acomodabilidad o el acomodo de un enunciado en el complejo de otros enunciados, y no de preguntarse por cada enunciado en sí, con lo cual queda ya establecido, que el tema propuesto no es ni la exposición de la cristología católica y cris­tiana en sí, ni la exposición tampoco de lo que—si bien vaga­mente—es designado como concepción evolutiva del mundo. Se traía más bien de una posible ordenación recíproca de ambas magnitudes. Esa concepción evolutiva del mundo (y esto no es desdo luego nlgo que se sobreontienda ni objetiva ni metódica­mente, ni que dejo de ofrecer reparos, aunque deba de correrse aquí lal ruwgo) HC presupone como dada, y se pregunta por una acomodabilidad cu ella do la crinlología y no viceversa, aunque dicha pregunta hecha al revé» «cría igualmente posible, y de suyo jneliiMo mejor y man radical. Una vez más: no haremos el in­tento de exponer la cristología misma, de desarrollarla teológi­camente, ni emprenderemos la labor de prueba, de que Jesús de Ma/arelli so lia alzado con la pretensión de lo que en lenguaje teológico ponemos de manifiesto como filiación metafísica de Dios, como encarnación, como unión hipostática, y de que esa pretensión suya es comprensible como legítima, es decir como digna de fe. Todo esto se presupone o se trata desde otro lado. Si hablamos sobre el «estar dentro» de una doctrina en una «concepción del mundo», sobre el acomodo o la acomodabili­dad de la cristología en esa concepción del mundo evolutiva, no pensamos por ello, que la doctrina cristiana de la encarna­ción (tal extremo no sería de nuestra intención) se deje deducir como consecuencia necesaria y prolongación forzosa de una con­cepción evolutiva del mundo, ni tampoco que dicha doctrina no se encuentra (y este sería el otro extremo, más fácilmente evi­dente, pero que no nos parece especialmente importante ni nos satisface) inmediatamente en una simple contradicción lógica

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u objetiva para con aquello que la concepción del mundo con­tiene como conocimiento seguro o resultado realmente cien­tífico.

Si se piensa lo primero, se emprendería el intento de un racionalismo teológico, el intento de transformar la fe, la reve­lación y el. dogma en filosofía, cosa que no intentaremos natu­ralmente. Si se aspira meramente a lo segundo, hablaríamos al margen de una tarea real, y rendiríamos demasiado poco. Pues­to que entonces esa doctrina de la encarnación del Logos divino, no negada directamente por la actual concepción evolutiva del mundo, ni suspendida por medio de proposiciones que la con­tradigan en pura lógica, podría ser experimentada como un cuerpo extraño en el espíritu del hombre, estructurado por esa concepción evolutiva, como algo que, sin referirse en absoluto a su restante pensamiento y sentido, obligase al hombre de esta índole, si por cualquier otro motivo es cristiano o si lo fuese, a moverse en dos niveles de pensamiento carentes por completo de relación. Pero la tarea consiste precisamente (sin declarar la doctrina de la encarnación y del cristianismo como un mo­mento necesario e interior de la actual concepción del mundo evolutiva, de su estilo de pensar, del actual sentimiento de la vida), no es marginar meras contradicciones formal-lógicas, o mejor aún, no en hacer patente la no existencia de tales contra­dicciones, allí donde parecen afincarse, sino en poner de mani­fiesto una afinidad interior de ambas magnitudes, una especie de igualdad de estilo, la posibilidad de una ordenación recípro­ca. Naturalmente que en una conferencia breve como es ésta, no puede ser nuestra tarea la de considerar el problema general de una cierta homogeneidad de los conocimientos humanos de una época, de un hombre uno, la posibilidad de una índole de estila de pensar, de una forma única de pensamiento, que acuña en común muchos conocimientos de contenido material muy diver­so, aunque en tal problema haya muchos lados oscuros e impor­tantes que ponderar. Por lo demás, lo que queremos y lo que no queremos quedará claro al ir llevando a cabo nuestro intento.

Pero si presuponemos una cierta comprensión previa de la tarea propuesta, se pondrá de manifiesto lo difícil, esforzado y múltiple de la misma. En su interior juega un papel todo aquello por lo que se esfuerza la Paulus-Gesellschaft: ni más ni menos

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que todas las cuestiones de la conciliación de la doctrina e inter­pretación cristianas de la existencia con los actuales modos de vida, de pensamiento y de sentido, se reúnen necesariamente, como en montón, en nuestra tarea; todas las dificultades histó­ricas y objetivas, conjuradas con la expresión «cristianismo y espíritu moderno», se presentan también aquí, en donde se trata de la declaración más central y más plena de misterio cristiano, que al mismo tiempo mienta una realidad conside­rada como perteneciente a esa dimensión, ordenada al hom­bre de hoy como la que científica, existencialmente, y también según el sentimiento, le es más familiar que ninguna otra, a saber el mundo material, la historia perceptible; una decla­ración que deja estar a Dios (al que se mienta en la teología) allí donde el hombre se siente en casa y competente, en el mundo y no en el cielo. Se sobreentiende a su vez que nuestra turen no puedo ser la de hablar de las cuestiones y dificulta­des más generales, aunque muy fundamentales, que vienen dadas coa la conciliación entro religión cristiana y pensamiento mo­derno, NÍIIO (]uo (Icborncm reducimos n las especiales cuestiones |)i'i)|iinwliiH con nuestro lema estricto, aunque seamos conscien­te* do que lal vez gran parle de la vivencia de extrañeza y do extrañamiento del hombro de hoy ante la doctrina de la encarnación va a cuenta do su extrañamiento ante un enun­ciado meta físico y religioso. Pero basta de introducción.

Eso sí, enviemos por delante todavía un par de explicacio­nes sobre el plan de marcha de "nuestras reflexiones.

Partimos de la actual imagen evolutiva del mundo, supo­niéndola más que exponiéndola. Por eso nos preguntamos pri­meramente por el contexto dado entre materia y espíritu, y con ello por la unidad del mundo, de la historia natural y de la historia del hombre. Todo esto, desde luego, sólo muy bre­vemente. Tocaremos únicamente los contextos, que son, si es que podemos hablar así por una vez, «comúnmente cristianos», «comúnmente teológicos». Expresado de otra manera: inten­tamos evitar teoremas, que les son a ustedes familiares desde Teilhard de Chardin. Si nos encontramos con él, bien está. No necesitamos evitarle intencionadamente. Pero a su respecto no nos sentimos ni dependientes ni obligados. No queremos decir más que lo que cada teólogo podría decir, si es que activa su

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teología bajo las cuestiones planteadas por esa moderna con­cepción del mundo evolutiva. Es cierto que tendremos que pagar con determinado abstractismo que desilusionará quizá al científico de la naturaleza. Ya que sería comprensible qu(f éste esperase indicaciones sobre una determinada homogeneif dad entre materia y espíritu más exactas que las que ofrecef remos, y precisamente desde esos conocimientos de ciencia dé la naturaleza o desde las valoraciones de los mismos, que le son familiares. Si lo hiciésemos así (igual que Teilhard), debe­ría -entonces nuestra reflexión no solamente tener las mismas pretensiones que esos conocimientos de ciencia natural, los cuales serían accesibles para un pobre teólogo nada más que de segunda mano, sino que tendríamos además que soportar todas las tareas que van inevitablemente unidas a tales inter­pretaciones de resultados reales de ciencias de la naturaleza, interpretaciones que no son indiscutibles. Pero nos bastan las dificultades que sentimos en estas cuestiones desde la filosofía

• y la teología solas.

En una segunda reflexión intentaremos entender al hom­bre como el ente, en que la tendencia fundamental a encontrarse a sí misma por parte de la materia en el espíritu llega por medio de autotrascendencia a su irrupción definitiva, de modo que la esencia del hombre mismo pueda ser considerada dentro de la concepción general y fundamental del mundo. Pero esa esencia del hombre vista desde aquí es precisamente la que «espera», en autocomunicación de Dios, a la par que por medio de su más alta, libre, plena autotrascendencia hasta Dios mismo, hecha por él posible y gratuitamente, lo que es su propia con­sumación y la del mundo, lo que nosotros llamamos gracia y gloria en conceptos cristianos.

El primer paso y el comienzo perdurable y la garantía absoluta de que esa autotrascendencia última, sistemáticamente insuperable, se logra y ha comenzado ya, es lo que llamamos unión hipostática. Esta no debe ser considerada en un primer punto de arranque como algo que distingue a Jesús de nos­otros en cuanto Señor, sino como algo que ha de suceder una vez y nada más, cuando comienza el mundo a caminar su última fase, en la que debe realizar su concentración definitiva, su definitivo punto culminante y su cercanía radical al misterio

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absoluto, llamado Dios, Así aparece la encarnación como el co­mienzo necesario, perdurable, de la deificación del mundo en­tero. Y en cuanto que esa cercanía de índole insuperable sucede en apertura sin residuo exactamente ante el misterio absoluto, que es el Dios perdurable, y en cuanto que esa fase definitiva de la historia del mundo ha comenzado ya, pero no está con­sumada todavía, permanecen, el decurso de esa fase y su resul­tado, rodeados de misterio, y es la claridad y definitividad de la verdad cristiana la entrega implacable del hombre dentro del misterio y no la claridad como visibilidad superior de un momento parcial del hombre, del mundo en cuanto tales. Estos son, anticipados, los pasos de las reflexiones que queremos jun­tar, si alcanzan el tiempo, la fuerza del espíritu y la del cora­zón. Si estos pasos se logran de algún modo, quedará entonces conseguido, así me parece al menos, lo que se nos ha pro­puesto como tema. Naturalmente siempre sólo, si lo permiten el ridículo tiempo de una hora larga, la inconmensurabilidad del tema, su carácter no usual y nuestra falta de entrenamiento.

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1. El cristiano confiesa en su fe que todo, cielo y tierra, lo material y lo espiritual, es creación de un mismo Dios. Con lo cual no se dice que todo procede ere cuanto diverso de una causa, que puede, por infinita y todopoderosa, crear precisa­mente lo más diverso, sino que se dice que eso que es diverso muestra una comunidad y similitud interiores tales que no puede ser considerado sin más en su consistencia como dispa­ratado o contradictorio incluso, y que eso que es múltiple y diverso forma una unidad en origen, autorrealización y deter­minación, esto es, el mundo uno. De lo cual se sigue que sería completamente equivocado y anticristiano concebir materia y espíritu como realidades yuxtapuestas nada más que láctica­mente, pero disparatadas una respecto de la otra, teniendo el espíritu, como más humano, que utilizar—desgraciadamente—• el mundo material aproximadamente sólo como escenario exte­rior. Para una teología y filosofía cristianas se sobreentiende

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que espíritu y materia (si es que es lícito hablar así) tienen más de común que de diverso.

2. Esa comunidad se muestra, por de pronto y muy clara­mente, en la unidad del hombre mismo. Según doctrina cristia; na, no es éste una composición antinatural o provisional mera* mente de espíritu y materia, sino una unidad que lógica y obje­tivamente antecede a la diversidad y distinguibilidad de sus momentos, de modo que no son éstos propiamente aprehen-sibles si no es entendiéndolos como momentos de un hombre en los que la esencia de éste, originariamente una, se descom­pone necesariamente y se despliega. Así, pues, será compren­sible que en último término se sepa sólo desde este hombre uno y su autorrealización una también, lo que es espíritu y lo que es materia, y que tengamos que entender ambos como refe­ridos de antemano mutuamente. A lo cual corresponde la doc­trina cristiana de que la consumación del espíritu finito, que es el hombre, puede ser únicamente pensada en una consu­mación (aunque sea poco «representable») de su realidad entera y del cosmos, en la que su materialidad no es lícito que sea apartada como algo meramente provisional, por muy poco que podamos representarnos un estado consumado de la materia­lidad y por muy poco que tengamos que representárnosle para ser cristianos,

3. La mera ciencia de la naturaleza, en cuanto uno de los momentos del saber uno y entero del hombre (del saber al fin y al cabo de sí mismo en su radical habitud respecto del miste­rio indecible), sabe mucho «sobre» la materia, esto es, deter­mina cada vez más exactamente complejos de índole «funcio­nal» entre las manifestaciones de la naturaleza entre sí. Pero puesto que ejerce su trabajo en una metódica abstracción del hombre mismo, puede saber mucho sobre la materia, pero no saber la materia, aunque ese saber acerca de los complejos funcionales y temporales de su objeto aislado, conduce a su vez a posteriori hasta el hombre mismo. Lo cual se sobre­entiende: el campo, el conjunto en cuanto tal, no puede ser determinado con los medios de la determinación de las partes. Lo que es materia, puede decirse desde el hombre solamente. Y no al revés, lo que es espíritu, desde la materia. Es desde el hombre, desde donde se dirá aquí. No desde el espíritu. Lo

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cual sería algo completamente distinto, sería una vez más ese platonismo que se hunde igualmente en el materialismo, ya que cree, como el espiritualismo platónico, tener un punto de arranque para la comprensión del conjunto y de sus partes, que es independiente del hombre como uno y entero, como único en el que pueden ser experimentados en su esencia pro­pia esos momentos, espíritu y materia. Pero desde la experien­cia original que el hombre uno tiene de sí mismo puede decir­se: espíritu es el hombre uno en cuanto que llega a sí en un absoluto estar-dado-a-sí-mismo, y precisamente porque está siempre referido a lo absoluto de la realidad en general, y a su fundamento uno, llamado Dios, y porque ese regreso a sí mismo y la habitud respecto de la totalidad de la realidad posible y su fundamento, se condicionan recíprocamente. Pero esta habitud no tiene el carácter de la posesión que se vacía en la contemplación penetrante de lo conocido, sino el carácter del estar-tomado-uno-mismo y estar referido al misterio infi­nito, de modo que sólo en la aceptación amorosa de ese mis­terio y de su disposición imprevisible sobre nosotros, podrá soslenerso aulénlieumenlc ese proceso de estar raptado en la libertad, que está dada necesariamente frente a cada cual y frente a sí misma junto con esa trascendencia. En cuanto mate­ria, se aprehende el hombre a sí mismo y al mundo en torno, que le pertenece necesariamente, al suceder el acto de ese re­greso hasta sí, en la experiencia de la habitud respecto del mis­terio aceptable amorosamente, siempre y sólo de un modo prima­rio en el encuentro con lo singular, con lo que da muestras desde sí, con lo concretamente indisponible, y, aunque finito, inelu­diblemente dado. Como materia se experimenta el hombre a sí mismo y al mundo que le sale al encuentro inmediatamente, «en cuanto que él es el fáctico, el que acepta, el dado a sí mismo de antemano y no penetrado todavía en ese estar dado previa­mente, en cuanto que en medio del conocimiento como auto-posesión se alza lo extraño y el que es extraño a sí mismo es •objetualmente otro, que es el mundo y el hombre para sí mismo, condición de lo que experimentamos inmediatamente como tiempo y espacio (exactamente cuando no podemos obje­tivarlo conceptualmente), condición de esa alteridad, que ex­traña al hombre de sí mismo y le trae así hasta sí mismo,

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la condición de la posibilidad de una intercomunicación inme­diata con otros seres espirituales en el espacio y en el tiempo, lo cual conforma la historia; materia es el fundamento del dato previo del otro como material de la libertad.

4. Esa relación de referencia mutua de espíritu y mate­ria no es simplemente una relación estática, sino que tiene in­cluso una historia. El hombre en cuanto espíritu que llega a sí mismo, experimenta su estar dado de antemano en la alte-ridad, su extrañamiento de sí mismo como extendido tempo­ralmente, con historia natural; llega hasta sí como un posee­dor que ha existido ya temporalmente en sí mismo y en su mundo en torno (que les pertenece a él y a su constitución). Y viceversa: esa materialidad temporal en cuanto prehistoria del hombre como libertad refleja, debe ser entendida como orientada a la historia del espíritu del hombre. Este último punto hay que declararle aún más exactamente. Hemos pro­curado aprehender espíritu y materia, sin separarlos, como momentos del hombre, como referidos mutuamente, insepara­bles, si bien no reducibles el uno al otro. Ese pluralismo insu-primible de los momentos del hombre no puede ser declarado de tal modo que se declare también con él una diversidad esen­cial entre espíritu y materia. Y declarar ésta es de importancia y significación absolutas, ya que sólo así queda abierta la mirada para todas las dimensiones del hombre uno en su entera exten­sión imprevisible, infinita incluso. Pero esa diferencia esencial no debe ser malentendida, según ya dijimos, como contraposi­ción o disparidad absolutas e indiferencia mutua de ambas mag­nitudes. Desde su mutua referencia interior puede decirse, sin preocupaciones, si se toma de frente la extensión temporal de esa relación, que la materia se desarrolla desde esa esencia inter­na hacia el espíritu. Y esto hay que elaborarlo aún con una cierta mayor claridad, defendiendo y haciendo comprensible tal ma­nera de hablar. Por de pronto, si es que hay en absoluto un devenir (lo cual no es sólo un hecho de experiencia, sino un axioma fundamental de la teología misma, porque si no ni libertad ni responsabilidad y consumación del hombre por me­dio de su propio obrar responsable tendrían sentido alguno), no puede entonces tal devenir entenderse en su figura verda­dera como un mero a/íerodevenir, en el que una realidad llega

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a ser otra, pero no más, sino que ha de ser comprendida como un pZzisdevenir, como un surgimiento de más realidad, como consecución operada de una mayor plenitud de ser. Ese «más», sin embargo, no debe ser pensado como simplemente añadido a lo de hasta ahora, sino que ha de ser, de una parte, lo ope­rado por lo de hasta ahora, y por otra parte su propio incre­mento óntico interior. Lo cual indica: devenir, si es que ha de tomarse en serio, ha de ser entendido como auto trascenden­cia real, autosuperación, alcance activo de la propia plenitud a través del vacío. Pero si ese concepto de una activa auto tras­cendencia, en la que un ente operativo alcanza activamente su perfección aún por venir más alta, no ha de hacer de la nada el fundamento del ser, del vacío en cuanto tal fuente de la ple­nitud, con otras palabras, si el principio metafísico de causa­lidad no debe quedar herido, no podrá esa autotrascendencia ser pensada (resumo aquí no más que en brevedad extrema todas las reflexiones necesarias), sino como suceso en la fuerza do la absoluta plenitud del ser, que a su vez hay que pensar de un ludo IIIII interior para el ente finito que se mueve hacia su riitiHiiriineióii, (|iio <<no que iw finito quede potenciado para una «diva uiilolni.iirnilniria y reciba la nueva realidad no sólo pumvuinetitn niiiii) operada por Dios—pensando por otro lado Miiiullúiieuiiiciiln la fuerza de esa autotrascendencia, tan dis­tinta do ese agente finito, que no pueda ser concebida como cons­titutivo esencial de eso que es finito y que se opera a sí mismo, ya que si no, si lo absoluto del ser, que otorga operatividad y que potencia para ella, fuese la esencia del agente finito mismo, no sería ya éste capaz de un devenir real en el tiempo y en la historia, ya que poseería, como lo que le es más propio, la ple­nitud del ser en absoluto.

Pero esta reflexión no puede ser aquí desarrollada ulterior­mente; no puede, sobre todo, exponerse cómo esa dialéctica se da en cuanto inmediatamente experimentada en la experiencia de la trascendencia espiritual como del movimiento del espí­ritu que deviene; en otras palabras, cómo para ese movimiento el ser es, por antonomasia, lo más interior y lo más extraño sobre todo, y cómo en esa dialéctica de su relación para con el espíritu finito que deviene, puede sustentar ese movimiento en­tero como el de ese espíritu mismo. Nos bastará aquí proponer

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la tesis de que el concepto de una activa autotrascendenciaT

tomando igualmente en serio el «auto» y la «trascendencia», es un concepto necesario, si se quiere salvar el fenómeno del deve­nir, que es posible, puesto que existe. Aún habrá que advertir que este concepto de la autotrascendencia incluye también la trascendencia en lo sustancialmente nuevo, el salto a lo esen­cialmente más alto. De excluirla, quedaría vacío el concepto de autotrascendencia, y no podrían ser ya ponderados sin pre­juicios determinados fenómenos, como, por ejemplo, la gene­ración de un hombre nuevo por medio de los padres en un suceso primera y aparentemente sólo biológico. Pero una auto-trascendencia esencial no es, como tampoco la (simple) autotras­cendencia, ninguna contradicción interna, mientras se la deje suceder en la dinámica de la fuerza interna y sin esencia propia del ser absoluto, en eso, que se llama teológicamente conservación y cooperación de Dios con la materia, en la sus-tentabilidad interna y permanente de toda realidad finita en ser y en operar, en ser-devenir, en ser-autodevenir, esto es, en auto-trascendencia, que pertenece a la esencia de todo ente finito. Y si este concepto es metafísicamente legítimo, si el mundo es uno, pero tiene, en cuanto uno, una historia; si en este mun­do uno, pero que no siempre lo abarca todo ya actualmente, no todo está siempre ya presente desde el comienzo, no habrá en­tonces razón alguna para tener que negar que la materia haya tenido que desarrollarse hacia la vida y hacia el hombre en esa autotrascendencia que hemos procurado ahora desentrañar en su contenido conceptual. Se trata, naturalmente, de una auto-trascendencia esencial, pues que no hay que negar u oscure­cer en manera alguna que materia, vida, consciencia, espíritu, no son lo mismo. Muy al contrario. Pero esta diferencia pre­cisamente, esta diferencia esencial no excluye el desarrollo si está dado el devenir, si devenir indica o puede indicar auténtica autotrascendencia de índole activa y ésta por lo menos tam­bién autotrascendencia esencial. Y lo que es una reflexión a priori y se capta como conceptualmente pensable, quedará corroborado como real por medio de hechos siempre más amplios y mejor observados. No sólo habrá aquí que referirse de nuevo a la refle­xión, propuesta ya, de una interior pertenencia conjunta de espíritu y materia, sino que tomaremos además en cuenta la his-

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toria del cosmos, que nos es ya conocida, tal y como la inves­tigan y la exponen las actuales ciencias de la naturaleza: con­siderada, por tanto, siempre más y más como una historia una, conjunta, de la materia, de la vida y del hombre. Dicha historia una no excluye diferencias esenciales, sino que las incluye en su concepto, ya que historia es precisamente no la permanencia de lo mismo, sino el devenir de lo nuevo, y no meramente de lo que es de otra manera. Y esas diferencias esenciales no exclu­yen tampoco la historia una, puesto que ésta sucede en una auto-trascendencia esencial, en la qué lo anterior se supera a sí mis­mo para suprimirse, conservándose en toda verdad, en lo nuevo que ha producido.

Y en cuanto que lo que se trasciende a sí mismo perma­nece siempre en la meta respectiva de su autotrascendencia, en cuanto que el orden más alto abarca siempre en sí el más inferior como permanente, está claro que en el acontecimiento auténtico de la autotrascendencia lo inferior la preludia, pre­parándola, en el despliegue de su propia realidad y de su orden, moviéndose lentamente hacia esa frontera en su historia, que será sobrepasada en la auténtica autotrascendencia, hacia esa frontera quo nólo HO reconoce como sobrepasada inequívoca­mente desdo un manifiesto despliegue de lo nuevo, sin que se la pueda fijar con indudable exactitud. Claro que todo esto está dicho muy vaga y abstractamente. Claro que sería en sí muy deseable mostrar concretamente qué rasgos comunes están dados en el devenir de lo material, de lo vital y de lo espiritual, cómo (más exactamente) lo nada más que material preludia en su propia dimensión la más alta de la vida, y cómo ésta, en su dimensión, con acercamiento progresivo a la frontera sobre-pasable por medio de autotrascendencia, preludia el espíritu. Cierto que debería indicarse, si es verdad que postulamos una historia, una de la realidad entera, qué permanentes estructu­ras formales de esa historia entera están comúnmente ensam­bladas en materia, vida y espíritu, cómo también lo más alto puede ser comprendido en cuanto modificación (si bien esen­cialmente nueva) de lo anterior.

Pero, en ese caso, deberían el teólogo y el filósofo abandonar un poco el campo que les es propio y desarrollar esas estructu­ras fundamentales de la historia una en el método más bien

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a posteriori de las ciencias de la naturaleza, con ayuda de con­ceptos como los desarrollados en Teilhard, por ejemplo. Se entenderá que esto no puede ser, sobre todo aquí, la tarea del teólogo. Anotaremos únicamente que el teólogo no sólo puede tolerar de modo análogo en todo lo material un concepto aná­logo también de autoposesión, tal y como llega en la conscien­cia permanente a su esencia propia, sino que en cuanto buen filósofo tomista tiene incluso que hacerlo. Puesto que lo que en cuanto tal llama en cada ente la «forma», es para él también esencialmente «idea», y esa realidad, que en sentido vulgar, enteramente correcto en su sitio, designamos como carente de consciencia, es, desde un punto de vista metafísico, un ente que posee sólo su idea propia, que, enredado en sí mismo, se tiene solamente a sí mismo, tiene su idea nada más, y por eso no es consciente. Por todo lo cual será ya tomistamente comprensible que una organización más alta, más compleja, pueda aparecer también como paso para la consciencia, si bien aaíoconsciencia incluye al menos una auténtica autotrascendencia esencial de lo material frente al estado anterior.

5. Si el hombre es, pues, la autotrascendencia de la ma­teria viva, forman entonces la historia natural y la del espí­ritu una graduada unidad interior, en la que la historia natu­ral se desarrolla hacia el hombre, prosigue en él como su his­toria, queda guardada en él y superada y llega por eso con y en la historia del espíritu del hombre a su propia meta. Llega a su meta en la historia libre del espíritu, en cuanto que en el hombre queda suprimida hacia la libertad. En cuanto que la historia del hombre abarca siempre en sí la historia natural como la de la materia viva, estará siempre sustentada en medio de su libertad por las estructuras y necesidades de ese mundo material. En cuanto que el hombre no es sólo el espectador espi­ritual de la naturaleza, porque es parte suya y porque ha de proseguir también su historia, no es su historia propia nada más que una historia de la cultura como una historia ideoló­gica por encima de la historia natural, sino una activa modifi­cación también de ese mundo material, llegando únicamente el hombre y la naturaleza a su meta una y común por medio de la acción, que es espiritual, y de la espiritualidad, que es acción. Esa meta, desde luego, como corresponde a la trascendencia

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del hombre hacia la realidad absoluta de Dios en cuanto mis­terio infinito, y porque consiste precisamente en la divina ple­nitud infinita, permanece escondida y sustraída al hombre. Esa historia del cosmos, en cuanto que es historia del espíritu libre, está también planteada, igual que la del hombre, en libertad de culpa y de prueba. Pero en cuanto que esa historia de la liber­tad permanece siempre asentada sobre las estructuras dadas de antemano del mundo vivo, y en cuanto que la historia de la libertad del espíritu está abarcada, según confiesa el cris­tiano, por la gracia de Dios, que va imponiendo lo bueno victoriosamente, sabe el cristiano que esa historia del cosmos, en cuanto entera, encontrará su consumación real a pesar de, en y por medio de la libertad del hombre, sabe que su defini-tividad entera será también consumación.

II

Antes de que podamos pensar en poner tales puntos de arran-qiio y tales fumíiimcniacione» en conexión con la cristología, ludirá <|ii« (hít-ir lotlaviii con más exactitud qué grado ha alcan­zado el mundo cu el hombre.

I. Por do pronto, diremos que, a pesar de los magníficos resultados y perspectivas de su ciencia, permanece el científico moderno de la naturaleza preso todavía, y profundamente, en perspectivas tanto precientíficas como prefilosóficas como pre-teológicas. Aún hoy opina las más de las veces que corres­ponde al espíritu de las ciencias de la naturaleza considerar al hombre como un ser débil y casual que, expuesto a una natu­raleza que le es indiferente, lleva adelante su existencia en la tierra como una especie de mosquito efímero hasta que es devorado por una naturaleza «ciega» que le produjo por azar en un capricho sin ninguna importancia. Pero precisamente esto contradice no sólo a la metafísica y al cristianismo, sino que está también en contradicción con las ciencias de la naturale­za. Si el hombre está ahí, si es el «producto» de la natu­raleza; si no está ahí en cualquier momento, sino al final de un desarrollo que incluso él mismo solo, al menos parcialmente, puede conducir, en cuanto que sale al encuentro objetivándolo

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y reconfigurándolo, de lo que le produce; si todo esto es así, llegará entonces en él la naturaleza a sí misma, estará adosada a él, ya que «casualidad» no es para el científico de la natu­raleza una palabra con demasiado sentido, puesto que del resul­tado concluye siempre un movimiento orientado hacia el mismo. Si no se consideran las cosas así, no tiene de antemano ningún sentido considerar la historia del cosmos y del hombre como una historia una. Se recaerá otra vez, a breve o a largo plazo, en un dualismo platonístico. Porque el espíritu, considerado como un casual forastero en la tierra, no se dejará despreciar largo tiempo ni denigrar tampoco como si no tuviese fuerza ni importancia. Si el espíritu no es considerado como la meta de la naturaleza, si no se ve que, a pesar de toda la impotencia física de cada hombre, se encuentra ésta en él a sí misma, no podrá hacerse valer entonces a la larga sino como su dispar contradictor.

2. Lo peculiar, que se hace en el hombre realidad, que alcanza con él la realidad finita, en lo cual la materia se trans­ciende a sí misma, es el estarse-dado-a-sí-mismo y la habitud respecto de la totalidad absoluta de la realidad y su primer fun­damento en cuanto tal. De ello dimana la posibilidad de una auténtica objetivación de cada experiencia y de cada objeto, al mismo tiempo que de su desligabilidad de una referencia inmediata al hombre en su esfera vital. Si esto es visto como finís de la historia del cosmos, puede entonces decirse sin repa­ros que el mundo instalado se encuentra en el hombre a sí mismo, hace de sí mismo su propio objeto y no tiene ya sólo la referencia a su fundamento como presupuesto tras de sí, sino ante sí como tema señalado. Esta constatación no quedará des­acreditada porque se objete que tales resúmenes de la disper­sión espacial temporal del mundo en sí y en su fundamento están presentes en el hombre sólo en un punto inicial, muy formal y casi vacío, dejándose pensar en personas espirituales no humanas (mónadas), las cuales llevarían a cabo más idónea­mente, sin ser como el hombre sujetos de la totalidad y del estarse-dado-a-sí-mismo del mundo, el ser al mismo tiempo un auténtico momento parcial en éste. Tales seres puede haberlos. El cristiano sabe incluso de ellos y los llama ángeles. Pero esa llegada a-sí-mismo, que resume y que sintetiza, aunque sea

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todavía inicial, del todo del cosmos en el hombre, es algo que puede acontecer muchas veces en una manera cada vez absolu­tamente irrepetible, si sucede desde un momento parcial deter­minado de una magnitud singular espacio-temporal del cosmos. Por eso no puede decirse (sobre todo si se considera la respec­tiva irrepetibilidad de la libertad) que esa autoconsciencia cós­mica no podría ser humana o dada solamente una vez. Acon­tece respectivamente a su manera propia, irrepetible en cada hombre. El cosmos material uno es en cierto modo el cuerpo uno del múltiple estarse-dado-a-sí-mismo de ese cosmos y del estar referido a su fundamento absoluto e infinito. Si esa cor­poreidad cósmica de innumerables consciencias personales, en las cuales puede el cosmos llegar a sí mismo, ha llegado a ser dato sólo e inicíalmente (de modo semejante a la propia cor­poreidad del hombre en sentido estricto) en la autoconsciencia y en la libertad de cada hombre, está, en cuanto tal, debiendo y pudiendo litigar a ser, en cada hombre, ya que éste no es en nu corporeidad un elemento del cosmos realmente delimitable y «t^i'i'giil)l<,

1 MÍIIO (|iiu comunica con todo él, al apremiar éste, por «indio dn CHII corporeidad liumana en cuanto altcridad del «iNpniíii, lutria cmi ('NliirHc-iIndo-a-si-mismo en el espíritu preci-Mimiimli'.

I'jw iwlainc-diulo-ii-sí-misnio, todavía en devenir, existente KÓIO jiniy iiiicuiliiicnlc, del cosmos en el espíritu de cada hom­bre, licué unu historia aún en curso; esa historia sucede en la historia interna y externa de cada hombre y de la Humani­dad, en la obra del pensamiento y en la obra externa existente cabo sí, individual y colectivamente. Es cierto que estamos siempre, una y otra vez, bajo la impresión de que en ese im­previsiblemente largo y esforzado encontrarse-a-sí-mismo del cosmos en el hombre no se consigue nada definitivo, ya que ese volver-a-sí-mismo de la realidad del mundo en el hombre parece apagarse siempre ante algo nuevo, parece imponer una y otra vez algo así como una secreta rebeldía contra la auto­consciencia, una especie de voluntad para lo inconsciente. Pero si se supone en general un encarrilamiento y orientación últi­mos de la evolución (y todo lo que no sea esto hace de ante­mano impensable el pensamiento de la misma, ya que nunca se hubiese alejado de su comienzo, lo que regresa sin más a

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ese comienzo y no tiene ninguna otra tendencia), tendrá enton­ces ese volver-a-sí-mismo del cosmos en el hombre, en su tota­lidad y libertad individuales, que él mismo realiza, que tener también un resultado definitivo. Y éste parece sólo desaparecer y perderse, recaer en el sordo comienzo del cosmos y su dis­persión, porque nosotros, en cuanto fijados ahora espacio-tem-poralmente, no podemos experimentar en absoluto ese definitivo llegar a sí do la unidad monádica del mundo, la respectiva irre-petibilidad de la totalidad del cosmos plenamente apresada en nuestro punto de espacio y tiempo en cuanto tal, y que debe estar dada sin embargo. Cristianamente acostumbramos a lla­marla la inmortalidad del alma espiritual, con el cuidado de ver claramente que entendida rectamente en cuanto tal es pre­cisamente una definitividad (formal y vacía en sí) y consuma­ción del encuentro-de-sí-mismo del cosmos, y que no hay, por tanto, que confundirla con una acción de un alma espiritual extraña al cosmos, fuera de la totalidad de un mundo que está siempre materialmente al servicio del espíritu y que ha tenido y tiene una historia material.

3. Esta autotrascendencia del cosmos en el hombre hacia su propia totalidad y su fundamento, que tiene incluso una his­toria, arriba sólo, según la doctrina del cristianismo, real y enteramente a su cumplimiento último, cuando el cosmos recibe en. la creatura espiritual, su meta y su cima, además de lo que está puesto desde su fundamento, esto es, lo creado, la inme­diata autocomunicación de su fundamento mismo; cuando esa autocomunicación inmediata de Dios a la creatura espiritual sucede, en lo que llamamos (visto en su decurso histórico) gra­cia, y en su consumación, gloria. Dios no crea solamente lo que es diverso de él, sino que se da a eso que es diverso. Tanto recibe el mundo a Dios, el infinito y el misterio indecible, que este Dios se hace su vida más interior. La autoposesión concen­trada, respectivamente irrepetible, del cosmos en cada persona espiritual, en su trascendencia del fundamento absoluto de su realidad, sucede en el inmediato hacerse interior para el funda­mentado de ese fundamento absoluto. El final es el comienzo absoluto. Ese comienzo no es el vacío infinito, la nada, sino la plenitud, que aclara lo partido, lo incipiente, que puede sus­tentar un devenir, que puede darle realmente la fuerza de un

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movimiento hacia lo que está más desarrollado y al mismo tiempo es más interior. Pero porque ese movimiento del des­arrollo del cosmos está de antemano sustentado, y en todas sus fases, por el empuje hacia una plenitud siempre más cer­cana y consciente para con su fundamento, precisamente por eso está dado en sí mismo el mensaje de que llegará a una inmediateidad absoluta para con ese fundamento infinito, si bien no como lo forzosamente cognoscible desde ese movimiento en todas sus fases, pero sí como la meta, apuntable al menos asin-tóticamente, de índole absoluta de ese desarrollo. Si la historia del cosmos es en el fondo siempre una historia del espíritu, el querer-llegar-a-sí y a su fundamento, será entonces la inme­diateidad para con Dios en su autocomunicación a la creatura espiritual, y en ésta al cosmos en general, la meta de más recto sentido de este desarrollo, supuesto que sea sistemáticamente indiscutible, que pueda llegar a su propia meta absoluta y que t'stn no le mueva sólo como lo inasequible. Nosotros experimen­tamos, en cimillo individuos singulares, físicamente condiciona-tltm, «1 comienzo extremo solamente de este movimiento hacia vnn muta infinita. Poro mimos también tales, que vivimos y ope-niiiioN, a difcicncia del animal, y desde una anticipación for­mal dn la totalidad, cu esa coiiscicncia, con la que disputamos n neutra lucha ffnico-liiulógicu por la existencia y nuestra digni­dad terrena; somos incluso los que, en la experiencia de la gra­cia, si bien de manera no objetual, experimentamos el aconte­cimiento, de la promesa de la cercanía absoluta del misterio que todo lo fundamenta, y tenemos, por ello, la legitimidad del coraje de la fe en el cumplimiento de la historia ascensional del cosmos y de la respectiva consciencia cósmica individual, que consiste en la experiencia inmediata de Dios en descubierta y auténtica autocomunicación. Tal declaración es, naturalmente, por la esencia misma del asunto, el mantenimiento de la manera más radical del misterio inefable, que penetra e impera en nues­tra existencia. Puesto que si Dios mismo, tal y como es men­tado en cuanto la inexpresable infinitud del misterio, es y será la realidad de nuestra consumación, y si el mundo se entiende a sí mismo en su verdad más auténtica sólo allí donde se entrega radicalmente a ese misterio infinito, con tal mensaje entonces no se dice solamente esto o aquello, lo que en cuanto un con-

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tenido de enunciados está junto a otros bajo un sistema común de coordinación de conceptos, sino que se dice que delante y detrás de todos y cada uno de los que hay que ordenar, y res­pecto de los cuales ejercen las ciencias su oficio, está siempre el misterio infinito, precediéndoles, y que en ese abismo está el origen y el final, el final venturoso. El hombre puede, como irri­tado por una exigencia excesiva, declarar su desinterés por ese abismo del comienzo y del final de su existencia, e intentar huir hacia la claridad comprensible de la ciencia como único espacio a la medida de su existencia. No le está permitido, y no puede, aunque fuese capaz de hacerlo en la superficie de su conscien-cia objetual, dejar sobre sí, en la hondura que sustenta y ali­menta todo lo de la persona propiamente espiritual, la pregunta infinita, que le rodea y que se responde sola a sí misma, ya que siendo, no posee nada que pudiera responderla desde fuera, la que se responde a sí misma, si es aceptada con amor. Ella es quien le mueve; si se deja implicar en este movimiento, que es el del mundo y el del espíritu, llega propiamente a sí mismo, a Dios, a su meta, en la que el comienzo se da inmediatamente.

III

Sólo ahora podremos determinar el lugar de la cristología en tal imagen del mundo evolutiva.

1. Suponemos, por tanto, que la meta del mundo es la autocomunicación de Dios, que la dinámica entera, con que Dios ha dotado tan interiormente, y sin embargo no como cons­titutivo según esencia, al devenir en autotrascendencia del mundo, está siempre mentada como el comienzo y puesta en curso de esa autocomunicación y de su aceptación por parte del mundo. ¿Y cómo habrá que pensar con más exactitud esa autocomunicación de Dios a la creatura espiritual en general, a todos esos sujetos, en los que el cosmos llega a sí mismo, a su relación, a su fundamento? Para entenderlo, hay que aludir por de pronto a que esas subjetividades del cosmos significan libertad. Ahora no podemos sino colocar aquí esta frase y re­nunciar a su trascendental fundamentación. Pero si la presu­ponemos, presuponemos al mismo tiempo que esa historia de

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la autoconsciencia del cosmos es siempre y necesariamente una historia de la intercomunicación de esos sujetos espirituales, ya que el llegar-a-sí-mismo del cosmos en tales sujetos espirituales ha de significar sobre todo, y también necesariamente, el Uegar-unos-a-otros de esos mismos sujetos, en los que el todo está cabe sí respectivamente a su propia manera, puesto que si no el llegar-a-sí separaría y no aunaría. Autocomunicación de Dios es, por tanto, comunicación en libertad e intercomunicación de las plurales subjetividades cósmicas. Esa autocomunicación se dirige, pues, por necesidad a una historia libre de la huma­nidad, puede sólo acontecer en aceptación libre por parte de esos sujetos libres, y en una historia común. La autocomuni­cación de Dios no se vuelve súbitamente acósmica, orientada nada más que a una subjetividad aislada, singularmente, sino que es histórica y de historia de la humanidad. Este aconteci­miento de la autocomunicación hay, por tanto, que pensarle como acontecimiento que sucede históricamente en una tempo­ralidad espacial determinada, desde la que se dirige a todos invocando su libertad. Con olrns palabras, la autocomunicación lia d(i letier un comienzo permanente, y en él una garantía de un NiiccHii, por medio do la cual pueda exigir con derecho la decisión libro do aceptación de esa autocomunicación divina (anotemos brevemente que esa aceptación o repulsa libres por parto de cada libertad, en nada prejuzga el acontecimiento de la autocomunicación en cuanto tal, sino la relación solamente que la-creatura espiritual adopta para con él; cierto que usual-mente sólo a la autocomunicación en el modus de la libre y, por ello, beatífica aceptación, se la llama autocomunicación de Dios eficaz, asentada).

2. De todo esto resulta en primer lugar el concepto del portador de la salvación por antonomasia. Llamamos portador de la salvación por antonomasia a esa persona histórica, que significa, apareciendo en espacio y tiempo, el comienzo de la absoluta autocomunicación de Dios, que la inaugura para todos como un suceso irrevocable, que la denuncia como sucedien­do. Pero con este concepto no se dice que esa autocomunicación de Dios al mundo en su subjetividad espiritual empiece sólo con él temporalmente. Ni es necesario que sea así; puede tran­quilamente ser pensada como incipiente ya antes del portador

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de la salvación, como coexistente incluso con la historia espi­ritual entera de la humanidad y del mundo, como de hecho, según doctrina cristiana, ha sido el caso. Se llama portador de la salvación a esa subjetividad histórica, en la cual el proceso de la absoluta autocomunicación de Dios al mundo espiritual entero se da irrevocablemente, en la cual puede reconocerse ésta inequívocamente como irrevocable, y en la que llega a su punto cumbre, en tanto ese punto cumbre ha de ser pensado como momento en la historia entera de la humanidad, y no identifi­cado simplemente (éste sería otro concepto, por completo le­gítimo también, del punto cumbre de la autocomunicación divina) con la totalidad del mundo espiritual bajo tal autoco­municación. En cuanto que esa autocomunicación, a saber por parte de Dios y de la historia de la humanidad que ha de aceptarla, tiene que ser pensada como libre, será desde luego legítimo el concepto de un acontecimiento, por medio del cual esa autocomunicación y aceptación alcancen en la historia una irreversibilidad irrevocable, y en el cual la historia de esa autocomunicación llegue a su propia esencia y a su irrupción, sin que por ello tenga que haber encontrado ya extensivamente y respecto de la pluralidad espacio-temporal de la historia de la humanidad sin más ni más su final y su conclusión esa historia de la autocomunicación de Dios. Observando que ese mundo de la irreversibilidad, que se hace patente, de la auto-comunicación histórica de Dios, indica tanto la comunica­ción misma como su aceptación. Ambas están mentadas en el concepto de portador de la salvación. Y en cuanto que un movimiento histórico vive, ya en su puesta en curso, de su final, puesto que su dinámica, en su propia esencia, quiere la meta, la lleva en sí como su aspiración, y sólo en ello se descubre propia y esencialmente, será justo e incluso necesario, pensar el movimiento entero de la autocomunicación de Dios a la humanidad, también donde sucede temporalmente antes del acontecimiento de su hacerse irrevocable en el portador de la salvación, como sustentado por ese acontecimiento, por ese portador de la salvación por tanto. Todo el movimiento de esa historia vive de llegar a su meta, a su punto cumbre, al acontecimiento de su irreversibilidad, vive por tanto del que llamamos portador de la salvación. Ese portador de la salva-

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ción, que conforma el punto cumbre de esa autocomunicación, ha de ser la afirmación absoluta de Dios a la creaíura espiri­tual en conjunto respecto de su autocomunicación, a la vez que la aceptación por su medio de la misma. Sólo entonces estará dada por ambas partes una autocomunicación irrevocable, pre­sente en el mundo histórico y comunicativamente.

3. Ahora es ya posible conocer el sentido del enunciado de la unión hipostática, de la encarnación del Logos divino, tal y como está realmente pensado y tal y como se ensambla, según resulta de lo dicho, en una concepción del mundo evolu­tiva. El portador de la salvación es por de pronto un momento histórico en el operar salvífico de Dios en el mundo, un momen­to de la historia de su autocomunicación, y .de tal modo, ade­más, que él mismo es un fragmento de esa historia del cosmos. No puede simplemente ser Dios en cuanto operante en el mun­do, sino que tiene que ser un fragmento del cosmos mismo, y precisamente en su cumbre. Todo lo cual está dicho en el dogma cristológico. Jesús es verdaderamente hombre, verdade­ramente un fragmento de la tierra, verdaderamente un momento en (¡1 devenir biológico de este mundo, un momento de la his­toria natural humana, ya que es nacido de mujer, es un hombre, quo en su subjetividad espiritual, humana y finita, es, tanto como nosotros, receptor do esa gratuita autocomunicación de Dios, que declaramos respecto de todos los hombres, y también del cosmos, como el punto cumbre del desarollo, en el que el mundo liega absolutamente a sí mismo y en absoluta inmedia-teidad a Dios; es ése, que por medio de lo que nosotros llama­mos su obediencia, su oración, su suerte de muerte libremente aceptada, ha consumado también la aceptación de la gracia di­vina y de la inmediateidad para con Dios, que posee en cuanto hombre. Todo esto es dogma católico. Sin caer en error de fe, en herejía, no se puede entender al hijo del hombre, como si Dios o su Logos hubiesen vestido, a efectos de su operar sal­vífico en el hombre, una especie de librea, se hubiesen disfra­zado en cierto modo, se hubiesen puesto sólo una imagen de manifestación externa, para poder dar noticia de sí intramun-danamente. No; Jesús es verdaderamente hombre. Tiene abso­lutamente todo lo que pertenece a un hombre, tiene (también) una subjetividad finita, en la que el mundo llega a sí mismo,

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que posee una radical inmediateidad para con Dios, que reposa, al igual que la nuestra, en esa autocomunicación divina en gracia y gloria, que también nosotros poseemos. En tal con­texto, habrá que subrayar, que el enunciado fundamental de la cristología es precisamente la encarnación de Dios, su hacer­se material. Lo cual no se entiende de por sí. Porque no estaba desde luego en la corriente del espíritu del tiempo, en el cual se forma tal dogma. Un Dios, pensado en cuanto trascenden­cia espiritual, como elevado absolutamente sobre el mundo en cuanto material, debería, si se acerca al mundo salvadoramente, ser pensado en cuanto aquél, que prudentemente desde el es­píritu se acerca desde fuera al espíritu del mundo, sale al en­cuentro del espíritu y finalmente, si de alguna, es de esta manera —en cierto modo psicoterapéuticamente—, como se hace efec­tivo para la salvación del mundo material. Y esta era la con­cepción de la más peligrosa herejía, con la cual hubo de luchar el cristianismo incipiente, la concepción del gnosticismo.

Pero el cristianismo enseña otra cosa. Según él, Dios apre­hende el mundo en la encarnación, en el hacerse material del Logos, o mejor aún: exactamente en ese punto de unidad, en el que la materia llega a sí misma y el espíritu tiene su esencia propia en la objetivación de lo material, en la unidad de la naturaleza humana. El Logos sustenta lo material en Jesús igual que el alma, y eso que es material, es un fragmento de la realidad y de la historia del cosmos. La teología acentúa incluso que en aquella fase de la existencia humana de Jesús, en la que por medio de la muerte se daba entre su «alma» y «cuerpo» una relación distinta de la que nos es conocida en tiempo de la vida biológica, no se aflojó como por medio de una diástasis mayor entre cuerpo y alma la relación del Logos para con su cuerpo. El Logos de Dios pone, creadoramente y aceptándola a la vez, esa corporeidad en cuanto fragmento del mundo como su propia realidad, la pone por tanto como lo que es distinto de él, de modo que esa materialidad le expresa al Logos mismo, y le permite estar presente en el mundo. Su aprehensión de ese fragmento de la realidad del mundo, una y material-espiritual, puede ser pensada desde luego como el punto cumbre de esa dinámica, en la que la Palabra de Dios, que lo sustenta todo, sustenta la autotrascendencia del mundo en cuanto entera.

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Puesto que podemos concebir tranquilamente lo que llamamos creación como un momento parcial en ese hacerse mundo de Dios, en el que Dios, fáctica si bien libremente, se declara a sí mismo en su Logos hecho mundo y materia; tenemos pues completo derecho a pensar creación y encarnación, no como dos hechos de Dios «hacia el exterior», que están uno junto a otro disparmente, y que resultan en el mundo fáctico de dos iniciativas, separadas una de otra, sino como dos momentos y fases, tn el mundo real, de un proceso, que es uno, si bien diferenciado interiormente, de la exteriorización y enajenación de Dios dentro de lo que es distinto de él. Tal concepción puede reclamarse de la tradición del «cristocentrismo» muy antigua en la historia de la teología, y no niega además en modo alguno que Dios hubiese podido crear también un mundo sin encar­nación, esto es, rehusando a la autotrascendencia de la natu­raleza en espíritu y hacia Dios por medio de su propia dinámica, que habita el mundo (sin ser uno de sus constitutivos esencia­les), esa última culminación, que sucede en la gracia y en la encarnación; y esto porque cada autosuperación esencial, aun­que sea la «meta» del movimiento, tiene siempre frente al grado inferior, la relación de la gracia, de lo inesperado y de lo que nos puede forzar. Pero nos hemos anticipado al paso apropiado de nuestras reflexiones. Por de pronto teníamos que hacer com­prensible, que el portador de la salvación, el que nosotros apre­hendemos como punto cumbre de la historia del cosmos, es pre­cisamente punto cumbre de esa historia, claro está que dentro de ese otro punto cumbre, histórico también, que permite que trascienda hacia Dios todo mundo del espíritu; y hacer com­prensible asimismo que todo esto se declare por medio del dogma cristiano de la encarnación: Jesús es verdaderamente hombre, con todo lo que esto significa, con su finitud, mun-daneidad, materialidad, y con su participación en la historia de este cosmos, que guía a través del paso angosto de la muerte.

Este es uno de los lados. Pero ahora habrá que ver el otro. Ya lo hemos dicho: ese acontecimiento de salvación ha de estar dado en el mundo y en su historia de tal manera, que la autocomunicación de Dios a la creatura espiritual conserve el carácter de lo definitivo, de lo irrevocable, estando dado a su vez de tal modo, que tal autocomunicación de Dios a la creación es-

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piritual aparezca como dada también desde una historia indi­vidual irrepetible. Si presuponemos esto como la consumación «normal» de la historia del cosmos y del espíritu, sin decir con ello, que dicho desarrollo haya de llegar o haya llegado ya necesariamente tan lejos, tendremos que afirmar, que en esa idea limitada del portador de la salvación, está implícito el con­cepto de la unión hipostática de Dios y hombre, que constituye el contenido peculiar del dogma cristiano de la encarnación.

Quizás es sólo ahora cuando rozamos auténticamente la médula del problema que ocupa todas nuestras reflexiones. Nada marcha sin una cierta paciencia. Primero, aclaremos todavía algo más lo que nos preguntamos ahora. No tenemos, pienso yo, una dificultad especial en representar la historia del mundo y del espíritu como la historia de una autotrascendencia hasta la vida de Dios, que en su última y suprema fase es idéntica con una absoluta autocomunicación divina, lo cual indica el mismo proceso visto desde Dios. Pero esa última y absoluta autotrascendencia del espíritu hasta dentro de Dios, hay que pensarla como sucediendo en todos los sujetos espirituales. De suyo se podría pensar materialmente, que una autotrascenden­cia esencial no sucede en todos los «ejemplos» de la posición de partida, sino únicamente en algunos determinados, igual que en la evolución biológica junto a los círculos formales nuevos y más elevados se mantienen también los representantes de los inferiores, de los que los superiores se derivan. Lo cual no tiene sentido pensarlo del hombre, ya que éste por «naturaleza», desde su esencia, es la posibilidad de trascendencia llegada a sí misma, la habitud existente cabe sí respecto de lo absoluto, el saber acerca de la posibilidad infinita. A tal ser le podrá ape­nas ser negada, como al único, la realización de esa autotras­cendencia última, estando ésta dada en general, esto es en otros sujetos espirituales de índole semejante. En cualquier caso la revelación cristiana dice, que esa autotrascendencia les está ofrecida a todos los hombres, que es una posibilidad real de su existencia individual, ante la cual pueden cerrarse sólo por medio de la culpa. En correspondencia para con la índole pe­culiar del que existe espiritualmente, ha de ser considerado el final por tanto, en cuanto consumación del espíritu y del mundo, como un final, que está pensado para todos los sujetos espiri-

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tuales. Y en tanto que el cristianismo sabe de la gracia y de la gloria como inmediata autocomunicación de Dios, confiesa tam­bién esa consumación insuperable como la de todos los hombres (y ángeles). ¿Cómo se ensambla entonces en esta concepción fundamental la doctrina de la unión hipostática de una natura­leza humana, singular, determinada, con el Logos de Dios? '¿Hay que pensar algo así, nada más que como un grado propio, más elevado todavía, de la autotrascendencia del mundo hacia Dios, como un grado más elevado aún, de índole esencialmente nueva y esencialmente más alta, de la autocomunicación de Dios a la creatura, el cual está dado esta vez sólo, en un «caso» único? ¿O puede esta unión hipostática, si bien en su índole propia, esencial y dada una vez sola, ser pensada como la ma­nera en la que se lleva y en la que ha de llevarse a cabo la deificación de la creatura espiritual, si es que ha de suceder ésta en general? Con otras palabras: ¿es un grado más elevado, en el que la concesión de la gracia a la creatura espiritual que­da (si bien «suprimida») sobrepujada, o es un momento pecu­liar en esa concesión, que de suyo no puede ni pensarse sin esa unión hipostática para la cual acontece?

Esperamos que la importancia de esta cuestión para nues­tro tema en conjunto sea fácilmente divisable. A saber, si a la encarnación hay que considerarla como un grado propio, abso­lutamente nuevo, en la jerarquía de las realidades del mundo, que sobrepasa nada más los dados hasta ahora o los que están por dar todavía, sin ser en cuanto tal para esos inferiores nece­sario, esto es sin formar condición y posibilitación para la general concesión de gracia a la creatura espiritual, tendría enton­ces la encarnación, o que poder ser vista bajo este supuesto como culminación, ascendente siempre y todavía, de las realidades del mundo estratificadas hacia arriba, para poder así ser ensam­bladas positivamente en una concepción del mundo evolutiva, o por el contrario habría que dejar caer ambas cosas (esto es, el pensamiento de que la encarnación del Logos es un punto culminante del desarrollo del mundo, sobre el que está instalado, aunque permanezca libre y gratuito, el mundo entero, y el pen­samiento de la acomodación de la encarnación en una imagen del mundo evolutiva. Desde luego apenas se entiende o no se entiende en absoluto, que sin tomar en auxilio la teoría de que

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la encarnación es ella misma ya momento interior y condición para el congraciamiento general de la creatura espiritual con Dios, se pueda sin embargo concebir esa encarnación como lo más alto y supremo en la realidad y en la realización del mun­do, de tal modo que aparezca como la meta y el final de esa realidad mundana. Aparecería siempre naturalmente como lo supremo en esa realidad del mundo, ya que es la unidad de índole hipostática entre Dios y una realidad mundana. Pero con ello no es todavía comprensible en cuanto meta y final, en cuan­to punto cumbre acertable desde abajo asintóticamente. Esto parece ser sólo posible, si se supone, que la encarnación mis­ma es comprensible en su irrepetibilidad y en el grado de rea­lidad dado con ella (en y no a pesar de esa irrepetibilidad) como momento interior y necesario en el congraciamiento del mun­do entero con Dios, y no sólo (cosa que ningún cristiano puede negar) como medio empleado tácticamente para esa concesión de gracia, que hubiese podido suceder igual de bien de otra manera, y que por tanto no está conferida de suyo por la encar­nación en cuanto tal.

Por lo pronto el teólogo que se plantea esta cuestión puede advertir, que la unión hipostática se hace efectiva para la huma­nidad adoptada del Logos sólo, propia e interiormente, en lo que la misma teología adscribe a todos los hombres como meta y consumación, a saber en la visión inmediata de Dios, que dis­fruta el alma humana creada de Cristo. La misma teología acen­túa, que la encarnación sucedió ((por amor de nuestra salva­ción», y que no aporta a la divinidad del Logos incremento alguno de realidad y vida, siendo las ventajas que incrementan interiormente, por medio de la unión hipostática, la realidad humana de Jesús, las mismas que, en la misma índole esencial, están pensadas también por medio de la gracia para los otros sujetos espirituales. Lo cual nos hace ya ser prudentes al con­testar la pregunta propuesta. La teología ha buscado aclarar el problema, planteándose la cuestión, naturalmente irreal en sí, de lo que sería por ejemplo preferible en el caso de tener que elegir: la unió hypostatica sin: visión inmediata de Dios o esa visión de Dios, decidiéndose por la afirmación de la segunda posibilidad. Así es, como se ve, tan difícil determinar más exactamente la relación entre esa consumación, que la fe cris-

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tiana reconoce a todos los hombres, y esa otra consumación irrepetible de posibilidad humana (como de potentia oboedien-tialis), que confesamos como unió hypostatica. Y, sin embargo, una determinación más exacta de esa relación está exigida en la cuestión que nos hemos propuesto: si eso que llamamos en­carnación del Logos, podemos o debemos o nos es lícito pen­sarlo como la manera de realización de la deificación de la creatura espiritual en general, de modo que hayamos apuntado ya implícitamente a esa unión hipostática, si consideramos la historia del cosmos y del espíritu llegando a ese punto, en el que acontece la absoluta autotrascendencia del espíritu hacia Dios y la absoluta autocomunicación de Dios, por medio de la gracia y de la gloria, a todos los sujetos espirituales.

La tesis que nosotros perseguimos, es la siguiente: que la ardo hypostatica, si bien como acontecimiento irrepetible en su propia esencia, y mejor que el cual no se puede pensar ningún otro, es también un momento interior de la totalidad de la con­cesión de la gracia a Ja creatura espiritual en general. ¿Por qué esto? Ya liemos dicho que ese acontecimiento entero de la concesión deificante de la gracia a la humanidad debía ser, si encuclilla su consumación, una perceptibilidad con­creta en la historia (con otras palabras, no debería poder ser súbitamente acósmico), ser acontecimiento de tal modo que se ensanche desde un punto espacial y temporalmente (en otras palabras, no debería suprimir la unidad de los hombres, su ser-con-otro que les es esencial, su comunicación en recipro­cidad, sino llegar él mismo en eso mismo a ser un dato), ser una realidad irrevocable en la que la autocomunicación de Dios no se muestra como mera oferta a revocar, sino como oferta incondicionada y aceptada además por el hombre, tra­yéndose de este modo a sí mismo (correspondientemente a la esencia del espíritu) a ser dato de sí mismo. Donde Dios efec­túa la autotrascendencia del hombre hacia él por medio de una autocomunicación absoluta, que es la promesa irrevocable a todos los hombres, que ha alcanzado ya en ese hombre su con­sumación, ahí tenemos unión hipostática. Desde luego no po­demos quedarnos parados, al pensar esta «unión hipostática», en el modelo de la representación de una «unidad» cualquiera, de cualquier interdependencia. La peculiaridad de esa unidad

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tampoco la hemos apresado suficientemente al decir: por razón de esa unidad, la realidad humana es declarable en toda verdad desde el sujeto divino del Logos. Porque habrá que preguntarse, por qué es esto posible, cómo hay que pensar la unidad, qué jus­tifica semejante declaración de la comunicación idiomática. Esa adopción y «unión» tienen el carácter de una autocomunicación; se adopta, para que a lo adoptado, a la humanidad (primeramente de Cristo) le sea comunicada la realidad de Dios. Pero esta comunicación, perseguida por medio de la adopción, es la co­municación por medio de lo que nosotros llamamos gracia y gloria, que está precisamente pensada para todos. No se puede objetar, que esa comunicación es también posible sin tal unión hipostática, ya que sin ella ocurre en nosotros. Puesto que pre­cisamente en nosotros es posible esa comunicación en cuanto efectuada por medio de esa unión y adopción, tal y como suce­den en la unión hipostática. Y en cualquier caso, teológicamente, no hay ningún impedimento para suponer que gracia y unió hypostatica pueden ser pensadas sólo conjuntamente, y que como una unidad significan la resolución libre y una de Dios acerca del orden sobrenatural de salvación. En Cristo la auto-comunicación de Dios sucede fundamentalmente para todos los hombres, y en cuanto que «está ahí» insuperable, perceptible históricamente y llegada a sí misma de una manera irrevocable, es unió hypostatica.

Una vez más, ¿por qué? Cada autodeclaración de Dios suce­de donde no es simplemente visio beatifica (e incluso entonces no es de otra manera, aunque no podamos ahora adentrarnos en ello), por medio de una realidad finita, de una palabra, de un acontecimiento, etc, que pertenece al ámbito creado, finito. Pero entretanto que esa mediación finita de la autodeclaración divina no es una realidad de Dios mismo en sentido estricto y propio, será fundamentalmente previsible, superable funda­mentalmente, porque es finita y en esa finitud no es sin más realidad de Dios mismo, y puede por tanto, por medio de una nueva posición de lo finito, ser superada por El. Esto es, si la realidad de Jesús, en la que como afirmación y aceptación «está ahí» para nosotros la autocomunicación de Dios de índole abso­luta a la humanidad entera, ha de ser realmente definitiva e in­superable, tendríamos que decir: no está sólo puesta por Dios,

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sino que es Dios mismo. Pero si esta afirmación es ella misma una realidad humana en cuanto dotada de gracia absolutamente (y otra cosa no puede ser, ya que una mera palabra no sería precisamente el acontecimiento de esa autocomunicación, sino que hablaría sólo sobre ella, no siendo por tanto la comunica­ción propia y realmente primaria sobre esa autocomunicación, puesto que el acontecimiento en su apertura, y no una palabra sobre él, es la primera notificación de sí mismo), y si ha de ser real y absolutamente Dios, será entonces la pertenencia absoluta de una realidad humana a Dios, por tanto precisamente eso que llamamos unia hypostatica. Si es que es lícito formularlo así, la unió hypostatica se distingue de nuestra gracia no por lo afirmado en ella, que las dos veces (también en Jesús) es la gracia, sino porque Jesús es para nosotros la afirmación y nos­otros no somos la afirmación también, sino los receptores de la afirmación de Dios a nuestro respecto. La unidad de la afir­mación, la indisolubilidad de la afirmación y del que afirma (¡que se afirma a sí mismo para nosotros!) ha de ser pensada «Mine.sjMiiulicntemento a la índole peculiar de la afirmación IIIÍMIIIII. Si iu afirmación renl frente a nosotros es la realidad humaiM MI cimillo dotada do gracia, en la cual y desde la cual Diim HO no» afirma un MU gracia, la unidad entre la afirmación y «1 <i tiea afirma no podrá «er pensada entonces como meramen­te «moral», algo así como entre una «palabra» humana o algo se­mejante, con carácter sólo de signo, y Dios, sino únicamente como una unidad de índole irrevocable de esa realidad humana con Dios, que suprime una posibilidad de separación entre lo noti­ficado y el que notifica, esto es que hace de lo notificable real y humanamente y de la afirmación para nosotros una realidad de Dios. Y esto es precisamente lo que dice la unia hypostatica. Dice esto y no otra cosa: en la realidad humana de Jesús está por antonomasia e irrevocablemente la voluntad absoluta de salvación de Dios, el acontecimiento absoluto de la autocomuni­cación de Dios a nosotros, la declaración para nosotros incluida su aceptación, en cuanto operada por Dios mismo, una realidad de Dios, sin mezcla, pero también inseparable, y por ello irrevo­cable. Esa declaración, además, es la afirmación de la gracia para nosotros.

Naturalmente que no es aquí posible desarrollar, desde este

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punto de partida ya alcanzado, la cristología entera, ganando así un mejor entendimiento de la misma. No hay ahora tiempo para ello. Pero se mostraría que la auténtica doctrina, recta­mente entendida de la unión hipostática, nada tiene que ver con una mitología. Se mostraría que la cristología de muchos cris­tianos interpretada implícita y subcutáneamente, y por ello con más fuerza, al estilo monofisita, es realmente un malentendido.

IV

Habrá que añadir todavía un par de advertencias, que son idóneas para redondear el tema un poco por lo menos.

1. Hemos intentado hasta ahora ordenar la cristología en un cuadro, que es simplemente el de una concepción evolutiva del cosmos, la cual se desarrolla hacia ese espíritu, que indica como su consumación absoluta, por medio de una autotrascen-dencia, y en una absoluta autocomunicación de Dios en gracia y en gloria. Con lo cual no hemos dicho nada aún de culpa y redención en cuanto liberación del pecado. Y, sin embargó, la perspectiva más explícita, bajo la cual se considera la en­carnación del Logos, es la de la redención, la de la expiación de la culpa. ¿No hemos hecho por tanto una digresión de la cristología tradicional, hasta un punto que no está permitido? Para hacer al menos algunas advertencias breves a esta pre­gunta, digamos por de pronto: hay desde antiguo dentro de la teología católica una dirección de escuela, llamada usualmente la escotista, que ha acentuado siempre que el motivo primero y fundamentante de la encarnación no es la expiación de la culpa, sino que esa encarnación es previamente al saber divino anticipado de la culpa libre, la meta de la libertad de Dios, que la encarnación en cuanto cumbre libre de la autoexpresión y auto-alienación de Dios hasta dentro de ese otro que es la creatura, es el acto divino más originario que anticipa en cierto modo comprensivamente, como momentos suyos, la voluntad de crea­ción y (bajo el supuesto de la culpa) de redención.

Desde esta concepción de escuela, nunca objetada por el ministerio docente de la Iglesia, no puede por tanto decirse que el esquema de la encarnación aquí presentado pueda suscitar

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realmente reservas de dicho ministerio. En la Iglesia católica está completamente permitido concebir la encarnación, por lo pronto en la intención primera de Dios, como cúspide y cima del plan divino de creación, y no en primer lugar y en primer arranque como el acto de mera restauración de un orden divino del mundo, perturbado por la culpa de la humanidad, que de suyo hubiese podido, sin encarnación, ser pensado por Dios igualmente. Es natural que sería herético negar que la realidad y realización del Logos hecho creatura, significa también la superación del pecado. Qué valor último de posición (para expresarlo así) tenga esta proposición, no es cosa que quede ya decidida en la proposición misma, y puede demostrarse, según insinuaremos enseguida, que la proposición de la redención de la culpa se deriva sin violencia y por sí misma de nuestro propio arranque de sistema. Además: la unidad de historia del espíritu y de la materia, del cosmos uno de lo corpóreo y de lo-espiritual, del cual hemos procedido, ni puede ni debe ser mal entendida, corno si no tuviesen en ella sitio alguno libertad, culpa, pombilidnd de jKüdición definitiva en definitiva y queri­da uiilix'lfiiiHiiru contra el sentido del mundo y de su historia, como ni la culpa no pudiera ser en tal concepción del mundo nu'w i|ii« uiiii especio do inevitable dificultad de desarrollo, que está <lo í'ritcmimo dialécticamente incluida en los momentos de otto proceso. Es conocido, que se le ha hecho a Teilhard el re­proche, de quitarle de esta manera importancia al pecado, un reproche, que Henri de Lubac, en su último libro sobre Teilhard '*, ha atenuado luminosamente. Dicho reproche no se le puede hacer de veras a tal concepción evolutiva del mundo, si es que ésta se entiende rectamente. El desarrollo del cosmos va hacia espíritu, trascendencia y libertad, va en una real, esencial auto-trascendencia hacia espíritu, persona y libertad. La historia del cosmos tiene (y previamente para el cosmos entero, también para el material, cosa que no puede hacer en absoluto compren­sible una interpretación puramente idealista del mundo, descu­briendo con ello su insuficiencia para las necesidades de la teo­logía cristiana) en el instante, en que espíritu y libertad quedan

1 Taurus Ediciones cuenta con poder llegar a ofrecer en su colección «El futuro de la verdad» el texto castellano completo de este libro admi­rable. (N. del T.)

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alcanzados en él, sus estructuras y su interpretación desde ese espíritu y esa libertad, no desde la materia, en cuanto que prees-piritualmente ésta es la aliedad del espíritu como tal. Pero donde hay libertad en y ante la realidad del cosmos en cuanto entero y en una trascendencia hacia Dios, puede haber ya culpa, liber­tad que se niega frente a Dios, pecado y la posibilidad de la per­dición. Si esa posibilidad y su realización son sobrepasadas, y en qué medida, por una mayor libertad de Dios en su gracia, es a su vez otra cuestión. Pero en cualquier caso no puede decirse que en tal concepción del mundo no puedan tener ya sitio alguno libertad, y auténtica, y culpa que no es ya suprimible desde el hombre.

Supuesto esto y acentuado, puede entenderse desde nuestra concepción fundamental, que en una historia, que por medio de la libre gracia de Dios, tiene su meta en una absoluta e irrevocable autocomunicación de éste a la creatura espiritual, en una auto-comunicación que queda fijada por su meta y su punto cumbre, la encarnación, esté dado necesariamente el poder redentor y que supera el pecado precisamente en ese punto cumbre encar-natorio y en la realización de esa realidad humano-divina. Pues­to que el mundo y su historia están de antemano sustentados por la voluntad absoluta de Dios de una radical autocomuni­cación a ese mundo, puesto que en esa autocomunicación y su punto cumbre, la encarnación, el mundo se hace historia de Dios mismo, está el pecado, si lo hay en el mundo y en la medida en que lo haya, abarcado de antemano por la voluntad de remi­sión, y la oferta de autocomunicación divina será necesariamen­te, puesto que por causa de Cristo no está condicionada por el pecado, una oferta de la remisión y de la superación de la cul­pa; más aún, la culpa está sólo admitida, porque en cuanto culpa finitamente humana estuvo siempre sabida como apre­sada permanentemente en la voluntad absoluta de Dios hacia el mundo y en la oferta de sí mismo. Esa posibilidad de remi­sión existe no desde el hombre, desde «Adán» en cuanto tal, desde el grado humano de la historia, sino por medio de esa fuerza de la autocomunicación de Dios, que de un lado sus-' tenta de antemano el desarrollo de la historia entera del cos­mos, pero que de otro lado se hace manifiesta, perceptible his­tóricamente en cuanto ella misma y encontrando su propia meta

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en la existencia y realización existencial de Cristo. Y éste es el sentido de la proposición: hemos sido redimidos de nues­tros pecados por Jesucristo. Lo cual se hace evidente, porque la resolución de Dios hacia Cristo y su obra de salvación sustenta esa misma obra, y no es sustentada por ella, porque la acción de Cristo no efectúa la voluntad de remisión de Dios, sino que es efectuada por ella y porque esa redención en Cristo (tam­bién podría decirse: hacia Cristo) era ya operante desde el comienzo de la humanidad. A esto se añade: que según doc­trina católica, la «redención» no puede en absoluto ser enten­dida como una transacción meramente moral o jurídica, como una mera absolución o un no asentar en cuenta una culpa, sino que es la comunicación de la gracia divina, que sucede en la realidad ontológica de la autocomunicación de Dios, y es, por tanto, en cualquier caso la prosecución y remate de ese proceso óntico, que consiste desde el comienzo en la concesión sobrena­tural de gracia a la humanidad y en su deificación. Si se admi­te que esa concesión originaria de gracia a la humanidad ante su pecado consistió, y sigue consistiendo, no sólo en exi­gencia, niño también en poder que se impone, ya que—y en cuanto que de antemano estaba orientada hacia la encarnación y la aiilocomuniraeión de Dios, puesta en ella irrevocablemente, a la humanidad entera (y no porque había comenzado en «Adán»), y que por ello se hizo por sí misma superación del estorbo de esa autocomunicación, de la culpa, tendremos enton­ces, cuando ese estorbo aparezca libremente en la historia del remate de esa autocomunicación, tal idea de la redención cris­tiana, que resulta de suyo de una concepción del mundo cristo-lógicamente evolutiva.

Con le insinuado no ha de despertarse la apariencia de que están ya medidas todas las honduras y amplitudes de una sote-riología. Deberá sólo quedar insinuado cómo se ordena una redención en el esquema fundamental desarrollado de una con­cepción cristológicamente evolutiva del mundo.

2. Una cuestión ulterior hemos de tocar todavía. Hemos proyectado, así podría formularse, la idea de una encarnación posible desde el esquema formal de un desarrollo del mundo, que tiene su punto cumbre en la autocomunicación de Dios. Naturalmente que semejante proyecto formal es, en la historí-

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cidad del conocimiento humano y también metafísico, sólo fácil­mente posible con esta evidencia, porque nosotros sabemos ya de la encarnación fáctica; tal proyecto es posible, por tanto, sólo post Christumt natum. Pero esto no es sorprendente. Tam­bién una reflexión metafísica es siempre un alcanzar una expre­sión ya hecha. El proyecto trascendental del hombre como ser de libertad por ejemplo, es trascendental a priori, y sin em­bargo fácticamente depende en su realización de una experien­cia concreta de la libertad. Pero hay algo más que no se deja llevar a efecto de esta manera: la prueba a posteriori de que ese proyecto trascendental de una encarnación posible ha acontecido fácticamente en Jesús de Nazaret, aquí y sólo aquí. La idea del Dios-hombre y el reconocimiento de Jesús precisa­mente como un Dios-hombre real, irrepetible, son dos conoci­mientos diversos. Y sólo por medio del segundo conocimiento de fe se es un cristiano, sólo, por tanto, cuando se ha captado lo irrepetiblemente concreto de ese hombre determinado, y pre­cisamente en cuanto la autodeclaración absoluta de Dios, en cuanto la afirmación de Dios mismo a cada uno de nosotros. Que la salvación del hombre no dependa de la idea sólo, sino de la contingencia concreta de la historia real, es cosa que per­tenece al cristianismo. Y es desde aquí desde donde se ve la importancia de todas nuestras reflexiones. Sólo dentro del es­quema fundamental bosquejado, en el cual el espíritu no es lo extraño a la realidad material, sino el Hegar-a-sí-inisma de esa realidad corpórea, se hace comprensible que no una idea ge­neral, sino una realidad concretamente corpórea pueda ser lo realmente salvador y eternamente válido; que el cristianismo pueda no ser propiamente un «idealismo», si es que se entiende rectamente. El acto de captar la realidad concreta de ese hom­bre determinado como el Dios-hombre salvador es más y es distinto que el proyecto a priori de la idea de un Dios-hombre en cuanto fundamento sustentante de una humanidad deificada entera y de un mundo que en ella alcanza a Dios. Pero no es ya tarea de estas reflexiones mostrar cómo el hombre llega e n . su experiencia histórica y en su fe al conocimiento de fe, de que en ese Jesús de Nazaret ha arribado la historia del mundo no a su consumación plena y absoluta, pero sí a su fase de

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consumación insuperable. Aquí podíamos sólo advertir sobre tal cuestión ulterior.

3. Una ordenación rectamente entendida de la cristología en una concepción evolutiva del mundo, ha de pensar también respecto del punto temporal, en el que en esta historia del mundo una y entera ha acontecido la encarnación. La reflexión teoló­gica de los tiempos tempranos de la Iglesia tuvo ya sus difi­cultades respecto de esta cuestión. Sentir la llegada de Cristo de un lado como el final, acontecimiento de la tardía edad de la historia del mundo, como la hora última, que refiere inme­diatamente al final de la historia por antonomasia, a la pronta segunda venida de Cristo, como el comienzo del fin. De otro lado, aparecían la encarnación y la victoria de Cristo como el comienzo de una época nueva, como fundación de la Iglesia, que ha de expansionarse lentamente en una historia imprevi­sible, como comienzo de proceso de fermentación de una ma­teria de historia del mundo, que sólo por medio de esa deifica­ción del mundo, que parece empezar en Cristo, es traída de material informe n unn figura mentada realmente por Dios. Pero bnjo ambo» respectos el campo visual de la antigua cristiandad era muy limitado cu lo que concierne a la extensión del tiempo, lauto hacia adelanto como hacia atrás, de la historia que inter­pretaba teológicamente, y todo por causa del horizonte, muy limitado espacial y temporalmente, de su existencia histórica. Hoy creemos conocer una historia de la humanidad que ha sido hacia atrás cien veces más larga de lo que se pensó en los tiempos antiguos, y tenemos la impresión de que la humanidad tiene una historia por delante cuyo futuro intramundano ha comenzado sólo tras un tiempo largo y hasta ahora casi esta­cionario de puesta en marcha. Mientras que antes, por tanto, se tenía la impresión de que sólo al atardecer de la historia de su mundo había entrado Dios en éste por la encarnación de su Logos, pensamos más bien ahora que ha llegado aproxi­madamente en el momento (contando a grandes épocas) en el que la historia de la toma de posesión de la humanidad por sí misma, de la guía propia sapiente y activa de la historia, comen­zaba a levantarse precisamente. Si en alguna parte hace poco se calculó el número de los hombres que hasta ahora hayan vivido en cerca de setenta y siete mil millones, esto significa-

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ría que en un millar de años tal vez (una diminuta parte frag­mentaria de la vida humana sobre la tierra) han vivido ya más hombres después de Cristo que antes que él, y esta pro­posición se iría desplazando siempre tan de prisa, que Cristo retrocedería cada vez más al comienzo de la humanidad. En lo que teológicamente nos importa ver, en este aspecto, quizá pueda decirse así brevemente.

a) Ciertamente que Cristo es el comienzo del fin en cuanto que (dure lo que dure la historia de la humanidad y traiga todavía los resultados que traiga) con él está ahí fundamental e irrevocablemente el acontecimiento de la radical autotras­cendencia del hombre hasta Dios, insuperable ya, por la esen­cia misma del asunto en sí, en cuanto promesa y tarea de la humanidad, por cualquier otra autotrascendencia más allá de la historia. En cuanto que el telos de las épocas precedentes está dado en él (1 Cor, 10,11), y además insuperablemente.

b) Por otra parte, nada se opone, manteniendo en pie esa interpretación propiamente escatológica de la época de salva­ción del Nuevo Testamento definitivamente fundamentada con Cristo, a considerar también esa encarnación como la funda-mentación de una epojalidad intramundana de la humanidad enteramente al comienzo de esa época. Esto quiere decir: pode­mos considerar la historia occidental desde Cristo, y también el tiempo moderno, y el futuro que comienza ahora de índole planetaria, sustentados por una organización social más ele­vada, dominadores además y guías de la naturaleza, pero que ya no se sirven sólo de ella, como algo que bajo aspectos nada accidentales, visto intramundana e intrahistóricamente y sin caer en utopías comunistas, comienza a ser la época hacia la cual tendía la vida humana, activa y no sólo contemplativamente, real y no estéticamente, permitiendo, además, que llegue a sí mismo el mundo también.

Y podemos, desde luego, considerar esa nueva época como algo cuyo fundamento último está en la fe del cristianismo, ya que sólo la desnuminización del mundo que ocurre por medio del cristianismo, su profanización querida y llevada a cabo por el cristianismo mismo a través de su mensaje de la tras­cendencia última del espíritu en la gracia hasta el Dios absoluto y absolutamente diverso del mundo en cuanto creación, han

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hecho del mundo un material tecnificable y manipulable para el hombre, han transformado el cosmocentrismo en antropo-centrismo. Por todo lo cual es comprensible y está Heno de sentido que la encarnación se instale al comienzo de esa época propia y enteramente humana.

4. Con lo cual queda dado también el punto de arranque de una última reflexión. En cuanto que la doctrina de fe de la encarnación del Logos no contiene indicación determinada alguna sobre la prosecución de la historia intramundana, y rechaza todo quialismo, y ha superado la historia entera del mundo y su futuro, como quiera que éste vaya siendo por medio del operar ultramundano del hombre (lo que no significa que le declara sin sentido o indiferente), ya que por la esencia del asunto mismo la inmediateidad para con el misterio absoluto, infinito de Dios, supera siempre todas las ejecuciones categoria-les, intramundanas del hombre, también las que pertenezcan al futuro, por muy grande que se piensa, finito del hombre, por todo eso ata y libera a la par esta cristología todas las utopías o ideologías de futuro intramundano, las libera, porque esa cris­tología no quicio ser competencia y sustitución de tales planea­mientos inlnimiindnnoH, sino quo los deja a su propio arbitrio respecto do lu duración y el contenido, del planeamiento y del riesgo incontrolable do ese futuro categorial del hombre. Las libera, porque esa doctrina de la encarnación no niega, sino que incluye, que el hombre pueda realizar su futuro trascen­dental, su alcanzar a Dios en sí mismo únicamente en el mate­rial de este mundo y su historia, por tanto en un exponerse y en un triunfar y fracasar en ese futuro intramundano con su ventura y muerte, que le son inmanentes necesariamente. Por ello, la promesa, dada con la cristología, de una consumación suprahistórica en el absoluto de Dios mismo, no degrada la tarea intramundana del hombre, sino que la depara su dignidad última, presura y peligro. Puesto que el hombre no puede ope­rar su salvación pasando por alto su tarea mundana, sino que la opera en ella, recibiendo así su dignidad más alta, su gloria y última significación, ya que es en ella donde se acepta la sal­vación que es Dios mismo en su incondicionabilidad e inme­diateidad, ya que tiempo y espacio son el espacio temporal, en

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el que madura la verdadera eternidad como su punto y per­manencia.

Pero simultáneamente ata esta cristología toda ideología y todo proyecto de futuro categorialmente intramundano. Estos no son nunca la salvación misma, son siempre sólo el material, en el que realiza el hombre su apertura, para dar acogida a la salvación de Dios, ya que esa salvación es Dios mismo, que no la hace t i hombre, sino que la encuentra siempre previamente en su fundamento y abismo fundamental. Y así es cómo la pro­pia hazaña del futuro, que el hombre dispone, se hace sobria por medio de esta cristología, y humilde. El futuro, que crea el hombre con sus propios hechos, no justifica nunca sólo al hombre tal y como éste es. Puesto que él está siempre jus­tificado ya desde Dios por medio de la sentencia, en la que Dios mismo se otorga al hombre con su santa, incomprensible, inefable infinitud, de tal modo que la última obra del hombre es también la aceptación de la obra de Dios en él. Pero a la larga esa voluntad de futuro intramundano del hombre hecha sobria y humildemente, es la que más futuro solicita. No cae nunca en la tentación de sacrificar cruelmente el presente y sus hombres al futuro, no necesita ser brutal para forzar la paz eterna con sangrienta violencia, no necesita dejar hundirse a todos en una igualdad yerma, para que ninguno pueda sentirse perjudicado. Si Cristo es el existencial decisivo de la humana existencia, estará entonces presente la inquietud de la anchura infinita de un futuro divino, cuya magnitud reside en todo tiem­po y obra temporal; entonces la paz está presente, ya que la sal­vación auténtica, última e infinita se acepta y es sabida como dada ya, como otorgada a la obra de fe del hombre, sin tener que ser forzada primero por su exceso de esfuerzo utópica­mente desesperado, titánico y ridículo a la vez; la dignidad de cada uno queda salvaguardada, ya que éste no se justi­fica por su uso extenuante para los individuos de un futuro por venir, sino que como individuo queda albergado en Dios y su amor con validez eterna; también la comunidad está jus­tificada ante ese individuo y su dignidad eterna y está insta­lada en validez absoluta, ya que no se puede encontrar la sal­vación de Cristo si no se ama a los suyos, los de Cristo, her­manos y hermanas; no se nos dispensa del riesgo y de los

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derrumbamientos, pero su desesperación última está redimida, ya que todo derribo en el abismo de lo inefable e incompren­sible en espíritu y vida es un caer en las manos de aquél, a quien el Hijo llamaba Padre cuando en la muerte encomendaba el alma en sus manos.

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