CORREDOR CON (ETERNO) RETORNO · 2019-06-19 · cutir tal cuestión, en el fondo académica y...

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Los Cuadernos del Pensamiento CORREDOR CON (ETERNO) RETORNO J. L. Pardo O uisiera retomar en estas líneas el hilo lanzado por Maite Larrauri (Cuadernos del Norte, n. 0 16, «La búsqueda de la verdad»), y para ello empiezo rees- cando al lector sobre el punto en que allí quedó la cuestión: en las últimas escenas de Shock Corri- dor, con el protagonista enfrentado a su propia locura en rma de catatonia. Itinerario irreversi- ble bajo la atenta mirada de Foucault que nos habría llevado a lo largo de cinco etapas, según el artículo de referencia: 1) la intención de tomar partido por lo no-dicho; 2) el descubrimiento de que lo no-dicho es indecible; 3) la resignación a estudiar las reglas de producción de lo dicho; 4) el descubrimiento de que lo dicho invade la totalidad del campo de discurso; 5) la consolidación de que lo dicho se dice, no gracias al silencio, sino gra- cias a otros dichos cuya resonancia acalla en su enunciación. Tengo personmente algunas reticencias a creer que el itinerario refleje fielmente la trayecto- ria de Foucault, sobre todo por su dramática pre- sentación, pero no entraré por el momento a dis- cutir tal cuestión, en el ndo académica y banal. GRITOS Y SUSURROS Lo que me interesa es ese catatónico al final del corredor: quiso descubrir lo no-dicho', desenmas- carar al poder, y no hló rostro alguno tras arran- car todas las máscas. Quiso menos entender cómo aquella erza infame aniquilaba toda otra voz que no leyese su discurso, que no represen- tase su papel. Y descubrió ,de este modo que, desde el mo- mento en que se intenta decir la verdad sobre el poder, se cae ya en la trampa, se está ya ejer- ciendo el poder, el poder de la verdad, que es acaso el único poder. Horrorizado ante tal conclu- sión, descendió un grado más, abandonó toda pre- tensión informativa y toda voluntad de saber, se olvidó de que era periodista, dejó de querer decir la verdad sobre el poder y, en ese sublime ins- tante, empezó a escuchar un rumor sordo e indis- ceible: millones de voces coundidas salmodia- ban un recital ininteligible, a la vez discurso y ruido, un discurso que no era traducible al len- guaje de la verdad, porque traducirlo equivaldría a instalar sobre él ese saber que todo lo atenaza; porque la traducción de ese sonido inrme a la lengua universal es el procedimiento standard para dominar, oprimir y omitir aquel himno poli- nico y polifemo. 13 El protagonista, enamorado de los mil susurros inderenciados, se quedó allí, agachado, se volvió loco. Pero incluso en el silencio contagioso del catatónico había un último dilema práctico: ¿Decir la verdad sobre lo indecible, y así dominarlo, obs- truirlo, anularlo, o por el contrario dejarse invadir por ese torbellino como por un dulce veneno, ne- gándose a traducir, pero sin estar jamás seguro de que ese último bastión de la resistencia sea algo más que una mera ocasión para que un nuevo traductor imponga su código universal en un punto de aparente no-discurso? En otras palabras: ¿Es prerible soportar heróicamente los ectos del poder para rechazar así la colaboración en la Obra de la Dominación Univers? ¿Es preferible rebelarse y enloquecer aun a riesgo de que ello eurezca aún más a la máquina de la verdad y garantice su irmción en un nuevo lugar, su colonización de _un nuevo continente? A mi juicio, ésta es la pregunta ndamental, que no queda resuelta en el autismo fin del per- sonaje de Fuller, ni en la mirada hipnótica ( «Nos sorprendemos a menudo mirando a un punto fijo durante días. ¿Nuestro silencio, nuestra locura?») de Maite Larrauri. Nos levantamos contra la dominación de la lo- cura, entramos a saco en el manicomio, pero no vemos a los locos. Nos convertimos en psiquiatras de los psiquiatras, los únicos presentes, ya que seguimos sin hallar al paciente por ningún lado. Finalmente nos lo encontramos al mirarnos una mañana al espejo. Pero ya es tarde, no le recono- cemos. Son otros los que nos reconocerán, nues- tro cuerpo sin discurso servirá de soporte al dis- curso de otros, nuestro cuerpo amorfo y perdido encontrará unos ojos dispuestos a rmalizarlo. Amarga paradoja del pensamiento de la verdad, apresado en su propio objeto. Brubaker. TOPICA DEL NO-LUGAR Pero, ¿es realmente éste el final del relato? Quiero decir: Esta nueva especie de sabio o de filósofo, o de anti-filóso, o bien esta nueva raza de militantes poético-políticos que se ocupan -por decirlo de alguna rma- de lo indecible del dis- curso de poder/saber, y a la vez de lo más obvio de ese discurso (lo dicho), ¿debe mantenerse en ese estado hipnótico-parapléjico y negarse a tras- pasar todo nivel de traductibilidad? ¿Negarse a un discurso de verdad equivale a renunciar a todo tipo de discurso, equivale a este silencio plagado de voces polívocas? El dilema no es banal. Acta a toda una serie de posiciones teóricas -y de opciones prácticas- que adoptan una estrategia comparable a la de Foucault, que oscilan entre el alumbramiento de , campos de saber heterogéneos y heterodoxos (la microsica del poder, la arqueología del saber, el esquizoanálisis, la teoría de la figura, la economía libidinal, la gramatología, la micropolítica del de- seo, etc.) y la objetivación de tes prácticas dis-

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Los Cuadernos del Pensamiento

CORREDOR CON (ETERNO) RETORNO

J. L. Pardo

O uisiera retomar en estas líneas el hilo lanzado por Maite Larrauri (Cuadernos del Norte, n.0 16, «La búsqueda de la verdad»), y para ello empiezo refres­

cando al lector sobre el punto en que allí quedó la cuestión: en las últimas escenas de Shock Corri­dor, con el protagonista enfrentado a su propia locura en forma de catatonia. Itinerario irreversi­ble bajo la atenta mirada de Foucault que nos habría llevado a lo largo de cinco etapas, según el artículo de referencia: 1) la intención de tomar partido por lo no-dicho; 2) el descubrimiento de que lo no-dicho es indecible; 3) la resignación a estudiar las reglas de producción de lo dicho; 4) el descubrimiento de que lo dicho invade la totalidad del campo de discurso; 5) la consolidación de que lo dicho se dice, no gracias al silencio, sino gra­cias a otros dichos cuya resonancia acalla en su enunciación.

Tengo personalmente algunas reticencias a creer que el itinerario refleje fielmente la trayecto­ria de Foucault, sobre todo por su dramática pre­sentación, pero no entraré por el momento a dis­cutir tal cuestión, en el fondo académica y banal.

GRITOS Y SUSURROS

Lo que me interesa es ese catatónico al final del corredor: quiso descubrir lo no-dicho', desenmas­carar al poder, y no halló rostro alguno tras arran­car todas las máscaras. Quiso al menos entender cómo aquella fuerza infame aniquilaba toda otra voz que no leyese su discurso, que no represen­tase su papel.

Y descubrió ,de este modo que, desde el mo­mento en que se intenta decir la verdad sobre el poder, se cae ya en la trampa, se está ya ejer­ciendo el poder, el poder de la verdad, que es acaso el único poder. Horrorizado ante tal conclu­sión, descendió un grado más, abandonó toda pre­tensión informativa y toda voluntad de saber, se olvidó de que era periodista, dejó de querer decir la verdad sobre el poder y, en ese sublime ins­tante, empezó a escuchar un rumor sordo e indis­cernible: millones de voces confundidas salmodia­ban un recital ininteligible, a la vez discurso y ruido, un discurso que no era traducible al len­guaje de la verdad, porque traducirlo equivaldría a instalar sobre él ese saber que todo lo atenaza; porque la traducción de ese sonido informe a la lengua universal es el procedimiento standard para dominar, oprimir y omitir aquel himno poli­fónico y polifemo.

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El protagonista, enamorado de los mil susurros indiferenciados, se quedó allí, agachado, se volvió loco. Pero incluso en el silencio contagioso del catatónico había un último dilema práctico: ¿Decir la verdad sobre lo indecible, y así dominarlo, obs­truirlo, anularlo, o por el contrario dejarse invadir por ese torbellino como por un dulce veneno, ne­gándose a traducir, pero sin estar jamás seguro de que ese último bastión de la resistencia sea algo más que una mera ocasión para que un nuevo traductor imponga su código universal en un punto de aparente no-discurso? En otras palabras: ¿Es preferible soportar heróicamente los efectos del poder para rechazar así la colaboración en la Obra de la Dominación Universal? ¿Es preferible rebelarse y enloquecer aun a riesgo de que ello enfurezca aún más a la máquina de la verdad y garantice su afirmt1ción en un nuevo lugar, su colonización de _un nuevo continente?

A mi juicio, ésta es la pregunta fundamental, que no queda resuelta en el autismo final del per­sonaje de Fuller, ni en la mirada hipnótica ( «Nos sorprendemos a menudo mirando a un punto fijo durante días. ¿Nuestro silencio, nuestra locura?») de Maite Larrauri.

Nos levantamos contra la dominación de la lo­cura, entramos a saco en el manicomio, pero no vemos a los locos. Nos convertimos en psiquiatras de los psiquiatras, los únicos presentes, ya que seguimos sin hallar al paciente por ningún lado. Finalmente nos lo encontramos al mirarnos una mañana al espejo. Pero ya es tarde, no le recono­cemos. Son otros los que nos reconocerán, nues­tro cuerpo sin discurso servirá de soporte al dis­curso de otros, nuestro cuerpo amorfo y perdido encontrará unos ojos dispuestos a formalizarlo.

Amarga paradoja del pensamiento de la verdad, apresado en su propio objeto. Brubaker.

TOPICA DEL NO-LUGAR

Pero, ¿es realmente éste el final del relato? Quiero decir: Esta nueva especie de sabio o de filósofo, o de anti-filósofo, o bien esta nueva raza de militantes poético-políticos que se ocupan -por decirlo de alguna forma- de lo indecible del dis­curso de poder/saber, y a la vez de lo más obvio de ese discurso (lo dicho), ¿debe mantenerse en ese estado hipnótico-parapléjico y negarse a tras­pasar todo nivel de traductibilidad? ¿Negarse a un discurso de verdad equivale a renunciar a todo tipo de discurso, equivale a este silencio plagado de voces polívocas?

El dilema no es banal. Afecta a toda una serie de posiciones teóricas -y de opciones prácticas­que adoptan una estrategia comparable a la de Foucault, que oscilan entre el alumbramiento de

, campos de saber heterogéneos y heterodoxos (la microfísica del poder, la arqueología del saber, el esquizoanálisis, la teoría de la figura, la economía libidinal, la gramatología, la micropolítica del de­seo, etc.) y la objetivación de tales prácticas dis-

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cursivas por parte de formaciones científicas re-conocidas que las descalifican.

La verdad es un acontecimiento discursivo de dos caras: por una parte coloniza la superficie de nuestro cuerpo; por otra, articula la coherencia de nuestro discurso. Cuando alguien dice la verdad sobre el loco de Shock Corridor («catatonia»), esa verdad es algo que se aplica a su cuerpo, que cambia su régimen de funcionamiento (desde su alimentación hasta sus movimientos, su ubicación física y sus posibilidades plásticas) y a la vez algo que se desprende de ese cuerpo para generar nue­vas relaciones enunciativas (lo que el catatónico dice -o más bien «no-dice»- no es ya un discurso, sino el objeto de un discurso científico en cuyo interior «catatonia» es un paradigma que se opone a otras formas sintagmáticas posibles -paranoia, demencia precoz, neurosis, fobia ... ). Entre la psi­quiatría del electroshock y los neurolépticos y las formas benignas de psicoterapia (psicoanálisis, transaccionalismo, antipsiquiatría, etc.) no hay di­ferencia alguna de procedimiento. La anulación discursiva es siempre la misma, aunque la verdad que coloniza el cuerpo del loco se llame «e_nfer­medad mental», «complejo familiar», «defecto de codificación» o incluso «impulso revolucionario».

La verdad no es, desde luego, una adecuación de las cosas y el intelecto, un acuerdo entre las palabras y los cuerpos. La verdad es tanto una determinada organización del cuerpo como una cierta articulación de la palabra. Entre ambos ór­denes no hay concordancia alguna, sino, bien al contrario, un quantum variable de violencia mu­tua, una tierra de nadie oclusiva y brillante, un punto ciego en el que todos nos movemos y que llamamos pragmática, campo pragmático.

La verdad y la disidencia, el saber y lo indeci­ble, el poder y la resistencia, se juegan en ese campo de discernibilidad/indiscernibilidad, for­mando parte a la vez del magma de los cuerpos inorganizados y del griterío de las palabras inarti­culadas. La tópica social está plagada de no-luga­res. Y no son metafísicos ni científico�, sino prác­ticos, puramente prácticos y precarios.

* * *

«Pero óyeme, ¡Maldita sea!, no está ente­ramente oscuro ... , no me comprendes si crees que cuanto veo es del todo oscuro; y si insis­tes en creerlo, ¿cómo puedo decirte por qué lo hago? ... Hay también otros delirios meno­res, meteora, que puedes pescar al vuelo, ante tus ojos, como jejenes. Yesto, según lo que la gente cree, es el fin. Pero el delirium tremens es sólo el comienza, la música que rodea el portal de Qliphoth, la obertura diri­gida por el Dios de las Moscas ... ¿Por qué ve ratas la gente? Esta es la índole de preguntas que debiera preocupar al mundo ... ».

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TODO ES VERDAD, NADA ESTA PERMITIDO

Así que la última escena de la película es sólo el primer capítulo del relato. La Náusea que con­mueve a Sartre al tocar los pomos de las puertas y sentir la enorme e intransigente absurdidad del mundo no es el grado cero del sentido. La locura es el principio (y no el final) de la historia, si bien de otra historia, de otra geografía.

Sólo por un espejismo sufrido en plena borra­chera de la verdad podemos haber llegado a pen­sar que ese murmullo de voces anónimas era ya lo ininteligible, lo irracional o aquello de lo que, en

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palabras de Wittgenstein, deberíamos no decir nada.

Ocurre que todo discurso de verdad tiende, como por un (comprensible) impulso táctico, a rellenar y abolir esa distancia, a obviar y sortear esa tierra de nadie para borrar el campo pragmá­tico. Esta constatación tiene -al menos- dos efec­tos:

1) Y a que el discurso de verdad necesita man­tener una concordancia entre las palabras y las cosas, la enunciación científica se ve obligada, no sólo a eludir el campo pragmático correspon­diente, sino a sentir esos efectos de violencia

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como acontecimientos puramente negativos, erro­res, mentiras, banalidades, devaneos, perturba­ciones de la verdad o de la razón. Este es el precio de la «verificabilidad», de la «refutabilidad», de la «eficacia» (Técnica) e incluso de la «verosimili­tud».

La medida en que la propia ciencia contempo­ránea se aleja de una articulación de este tipo nos da idea de las concomitancias del campo pragmá­tico en ciertas zonas del complejo teórico-experi­mental.

2) Todo discurso sobre el campo pragmáticoestá estructuralmente incapacitado para alcanzar un estatuto de legitimidad en la comunidad cientí­fica, ya que se sitúa precisamente en el punto de desvinculación de las palabras y las cosas, de los enunciados y los cuerpos.

Es por eso que las prácticas discursivas que hemos mencionado (arqueología, niicropolítica, etc.) no pueden validarse en una tabla de verdad, por muy polivalente que sea. Y es por ello que tales prácticas nada tienen que ver con la episte­mología entendida como filosofía de la ciencia o como conciencia científica general. No se trata ahí de saber si la verdad es verdadera o si la razón es razonable (cosa que ocupa a casi toda la nómina filosófica, desde Popper hasta Habermas, pasando por Kuhn y Bunge), sino de averiguar qué tipo de maquinaria ha sido necesario montar, qué meca­nismos de poder político (mecanismos de verdad) ha sido necesario instalar para que el poder/saber produzca efectos de verdad. Y, lo que es aún más importante, se trata de averiguar qué persistencias se encuentran, desde la propia (in-)organización del campo pragmático, en combate con esa ma­quinaria.

Pasar demasiado tiempo extasiados ante el es­pejo es peligroso, crea una especie de «nostalgia del otro lado del espejo» (síndrome contemporá­neo muy extendido). Yes que hay otro lado del espejo, pero no está al otro lado ni es un reflejo de este mundo. La ciencia puede aceptar, si es su gusto, el papel que se le reserva como policía de la verdad. La filosofía (epistemología) puede aspirar a su vez al papel de policía de la ciencia. Permíta­senos, al menos, intentar inventar el otro lado del espejo, construirlo en la clandestinidad, en una delgada y floja cuerda con la que nos gustaría burlar a la policía sin que se nos asile en el mani­comio del Humanismo y las Ciencias Ocultas.

* * *

«Hablábamos entonces de música, pero era una conversación extraña entre uno que no sabía nada y sabía muchas palabras, y otro que sabía todo pero no sabía ninguna palabra.»

(Citas de Malcolm Lowry y Milan Kundera). e