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BRUNA TRUFFA Territorio Doméstico Texto extraído del Libro “Territorio Doméstico” Bruna Truffa y Sonia Montecinos Santiago de Chile 2005

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B R U N A T R U F F A

T e r r i t o r i o D o m é s t i c o

T e x t o e x t r a í d o d e l L i b r o “ T e r r i t o r i o D o m é s t i c o ”

B r u n a T r u f f a y S o n i a M o n t e c i n o s S a n t i a g o d e C h i l e 2 0 0 5

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El Territorio Doméstico de Bruna Truffa

Sonia Montecino Aguirre

Lo doméstico se origina cuando el nomadismo cede sus deseos tránsfugas a lo se-dentario y a lo productivo. La casa –construida en nuestro pasado prehispánico de acuerdo a reglas de orientación cósmica– constituye una memoria de esa antigua detención y se instala como un centro desde el cual se sale o entra permanente-mente, como el espacio de sutura de lo íntimo. La casa construye la domesticidad como límite y frontera femenina, como signo del momento en que la cazadora recolectora se detuvo, dominó su deseo de viajes y fugas y reorganizó sus ciclos, sus desplazamientos, sus ritos, optando por una ocupación de lo interior. La asociación entre casa y mujer permanece como un signo de larga duración en nuestros espacios psíquicos, y su ruptura parcial ha generado transformaciones profundas en los modos de la organización social. La salida de las mujeres de la casa a la calle significa el quiebre de la detención lárica y de su domesticidad arcaica.Bruna Truffa restituye ese nudo de la condición femenina abriéndonos una casa, su casa, la nuestra, en un gesto que ata y desata los planos y figuraciones de una arquitectura amorosa para hacernos habitantes de un sitio que nos recuerda lo pro-piamente humano: la habilidad de la construcción, de la edificación, de la fijación de un centro del que nacen los seres y las cosas.

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Podría resultar paradójico hoy día la preocupación por el nexo entre el espacio de lo doméstico y lo femenino, toda vez que ha sido señalado como el locus de la opresión y de la subordinación, de la construcción de las desigualdades entre hom-bres y mujeres. Pero, en primer lugar, Bruna Truffa desecha el término «espacio» y denomina «territorio» al lugar donde lo doméstico se asienta. El territorio es la demarcación de una identidad espacial y al mismo tiempo de una pertenencia, de un lugar en el que se establecen relaciones de filiación y alianza. Por otro lado, en lo «doméstico» del territorio resuena el origen de la domesticidad, el domus, la casa, el lar, el hogar, y junto a ello el triunfo de la cultura, el «ahuachamiento», la sujeción de lo salvaje, que se doblega ante la doma afectiva pero normada y repre-siva del territorio donde lo doméstico se erige. Mas la casa de Bruna Truffa –visitada en estos sentidos territoriales, es decir de identidades y pertenencias– también se instala como un movimiento de revisita-ción de otras casas que rondan el imaginario chileno. Me refiero, por ejemplo, a casas literarias como las de José Donoso, casas que podríamos denominar masculi-nas y que fijan su alegoría en lo hacendal del poder y en los complejos mecanismos que hacen del interior un modelo de relaciones de dominación y subordinación que se trasvasija a las instituciones sociales. Otras casas son las que guarda la me-moria antropológica, las rukas mapuches, los ranchos campesinos, emplazamien-tos precarios donde el fuego y el piso de tierra son el cobijo de la oralidad, la fecundidad y la reposición de las energías. Cités, medias aguas, viviendas sociales, callampas, poblaciones que, en su precariedad, representan el polo antagónico de la casona del fundo y que están asociadas al miedo, la promiscuidad, la pobreza. La casa del Territorio Doméstico de Bruna Truffa, sin embargo, está lejos de lamansión, de la hacienda, de la ruka, del cité y de los tópicos masculinos literarios y sociológicos que conocemos, y actúa como un gesto femenino que desde su voluntad levanta y define el domus. El ladrillo princesa, como protagonista de una mirada que fragmenta, ordena y desordena los límites de ese domus, es el lenguaje en que «lo chileno» se va rehilvanando como superación de la ruka, pero también como apariencia de la «casa de material», de la casa «sólida». Entonces el ladrillo princesa levanta sus económicos muros, escondiendo y simulando lo real: el ce-mento y el concreto son el referente del poder y de la posesión. Bruna Truffa entiende ese gesto metáforico nacional dibujando sobre los ladrillos

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princesa las marcas de lo domesticado. Esas marcas en los ladrillos son a su vez trozos en los que se plasman las llaves, los artefactos, los enchufes, los picaportes, las aldabas, los pestillos, las luces, las perillas, los quemadores, los interruptores y el sinfín de la utilería doméstica. Pero también hornacinas, como leves altares que cobijan santos, vírgenes, íconos que la religiosidad popular consagra como espí-ritus protectores de la casa. El domus femenino segmenta, separa, descompone el territorio para dar cuenta de él y de su alucinada realidad cotidiana, como anuncio del orden-desorden y de lo sagrado-profano permanente que lo caracteriza.La casa imaginada en los planos de Bruna Truffa se edifica así autorizando la emo-ción y la aceptación gozosa de una sucesión de dones; herencia femenina que completa su territorio con un conjunto de saberes y ritualidades. Las manuali-dades aparecen, de este modo, como el punto cumbre de una obra –su obra, su casa– inserta en una tradición donde «la mano» es la que prestigia el hacer interior, doméstico. La buena «la mano» de la cocinera, de la bordadora, son el resultado de una operación milenaria que las mujeres hemos urdido contra toda muerte. En esta casa Bruna Truffa borda con finura ese coqueteo con lo infinito de un cuerpo que se sabe inmanente, y que a través de la energía artesanal de las labores domés-ticas restaña la angustia de la nada que las antecede.Es en ese sitio donde escudriñamos el excepcional encuadre del Territorio Doméstico de Bruna Truffa, en la «la mano» femenina y chilena que en la modernidad de los ladrillos princesa, en la precisión académica de los planos, en el universo urbano masculino, construye su domesticidad como memoria de saberes femeninos, habi-tada de quincalla y recuerdos, de melancolía y superstición. Un territorio ocupado amorosa y burlonamente, que evoca ese antiguo «jugar a las casitas» y que deja sus huellas en la actitud de toda conquista territorial femenina: poblar de pequeños fe-tiches, de haceres, de flores, de imágenes, de íconos, de sentidos, los huecos donde transcurre lo cotidiano. Esos conjuros necesarios para desmentir la futilidad de lo doméstico son los que nos brinda Bruna Truffa como ofrendas contemporáneas, como tensión, pero también como redención del trabajo menospreciado que per-mite la reproducción diaria.Pero este territorio doméstico no estaría completo sin el transcurso del tiempo. Tiempo y espacio son los principios del habitar y de la pertenencia. La casa como detención de la vida nómada significó para las mujeres volcarse hacia el centro

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donde la medida del cosmos señala luces y sombras. La obra de Bruna Truffa despliega, dentro del plano de la casa, y en la casa, un calendario que precisa los días que pasan, los que vienen. La figura de una mujer que camina por diversos paisajes de la pintura chilena es un nuevo desmentido: el cuerpo femenino inma-nente y finito se vale del tiempo para producir una desconocida transhumancia.Con delantal y taco alto, con la «cuerda» de esa otra herencia, la del tránsito perpetuo de nuestros parientes ancestrales, recorre largas distancias. El calendario condensa geografía (territorio aculturado por la pintura de otros), cuerpo (la mu-jer que camina, todas las mujeres) y transcurrir (pasado, presente y futuro). De esta manera, el territorio doméstico, encrucijada en cuyo interior habitan los deseos tránsfugas y lo sedentario de nuestra domesticación, se nos prodiga como una lúcida ceremonia que desanuda por un tiempo la tensión entre afuera y aden-tro, entre femenino y masculino, entre vida y muerte. Bruna Truffa parece querer decirnos que el «juego de las casitas» esconde y expresa la paradoja civilizatoria femenina: un cuerpo que encierra a otros se «ahuacha» en la intimidad del domus,pero a la vez impugna el acantonamiento mimético de la casa como útero para ha-cerla restallar en la productividad artesanal. Como una obrera de la construcción (y una princesa de los ladrillos), la mano de Bruna traza una obra gruesa materna y dislocada de la casa y de lo doméstico como finitud y trascendencia, donde hogar y paisaje son el bordado laborioso y femenino de la existencia.

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La Casa Móvil y su Paisaje

Bernardita Llanos Mardones

«… yo soy una primitiva, una hija del país de ayer,

una mestiza y cien cosas más que están al margen…»

Gabriela Mistral, carta a Mathilde Pomes

La atención y la mirada a los márgenes de la cultura chilena urbana, particular-mente en sus expresiones populares y artesanales, ha sido una de las marcas de la obra visual de Bruna Truffa. Desde sus objetos/cajas de letreros de microbuses a sus imágenes de santas y vírgenes nacionales, o las pinturas con guirnaldas de copihues o uvas, la estética de Truffa se ha negado a aceptar las fronteras genéricas y sobre todo las jerarquías que tradicionalmente han dividido el arte de élite de las manifestaciones y prácticas populares en la ciudad. Por el contrario, su obra muestra una resistencia obstinada, mayormente lúdica, que se instala en la valora-ción de formas culturales marginadas de las academias y el arte oficial, formas que en su mayoría constituyen la oferta de consumo cultural que podemos encontrar en diversas variantes y tonos en las ciudades latinoamericanas de la actualidad. Este conglomerado compone un repertorio de signos que nos llegan masiva y fragmen-tariamente en medio del tráfico y el ruido y la aglomeración de los centros comer-ciales. En su obra, Truffa vuelve a poner en circulación el imaginario masmediá-tico popular respetando códigos, pactos de lectura y de recepción que también en su obra cumplen con la función de iluminar ese mundo. Nos devuelve la ciudad y sus tráficos en los ornamentos de los buses o en artículos del comercio informal y ambulante, tanto de artesanías como de objetos domésticos manufacturados por

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vendedores campesinos, indígenas e incluso presidiarios. El espacio urbano y los múltiples tiempos y tradiciones que coexisten en las urbes contemporáneas de Latinoamérica resurgen y se resimbolizan en la obra de Truffa a partir de un ima-ginario local y su choque con otros imaginarios. Todos los objetos en el universo visual de Truffa son transfigurados y desmercantilizados mediante la sutura de su función instrumental con operaciones manuales como la costura, el bordado, el recamado, las artes decorativas y la pintura desmonumentalizada, lo que otorga a cada uno de ellos «su verdad», como afirma Giorgio Agamben respecto del arte moderno, brindándoles un nuevo significado resistente a los mercados burgueses al despojarlos de su valor como mercancías.En Territorio Doméstico, nuevamente Truffa interviene la cultura chilena inserta en un mercado globalizado mediante la preocupación por lo pequeño, el realce de lo que vemos todos los días sin verlo, pero que constituye el mundo que nos rodea. En este caso se trata del espacio íntimo de la casa, aquel que acoge nues-tros vínculos familiares y afectivos, los objetos significativos que nos acompañan y el eros que atraviesa y sostiene la vida diaria entre afectos y alimentos. Esta nueva obra comprende múltiples materiales y técnicas que reiteran la pluralidad de referentes y formatos y exceden los límites disciplinarios del arte y de los me-dios expresivos convencionales. La experiencia estética en esta muestra pasa por la pintura, el bordado, el objeto/caja y la instalación, a los que se anexan planos de sectores de la ciudad junto al de la vivienda y sus fundaciones. La casa se presenta como morada que se arma, núcleo vital y creativo de muchos, donde el alimento (material y afectivo) del sujeto femenino y los otros se privilegia junto a las artes y labores «menores», la manualidad representada en el acto de bordar, de cocinar, lavar, planchar y pintar o cultivar flores. Junto a estas actividades cotidianas y domésticas se encuentra el mundo de los objetos, de las cosas y los modos en que cada habitante de la casa se relaciona con ellas, vistas y presentadas desde la mirada femenina: los artefactos domésticos de la cocina (bandejas con produc-tos alimenticios pintados y enmarcados con arroz o legumbres), el baño (la pesa pintada que parodia el ideal del cuerpo femenino y lo convierte en territorio de batalla), la pieza de costura y planchado (la tabla pintada en blanco y negro con una mano de mujer planchando), el living (con cojines con planos del barrio y un tapiz que denuncia el confort de unos como el silencio de otros), los dormitorios

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de los niños (con sus juguetes, conejos y osos de peluche en cajas), y por último el de los adultos (señalado por cuatro cajas que guardan cojines blancos bordados y pintados con escenas del Kama Sutra). Este recorrido por las diversas habitaciones de la casa y los objetos que la compo-nen, desprovistos de su valor de cambio y de uso, representa un gesto de resistencia femenina a la mercantilización que impone el sistema económico. La fetichización del objeto que observamos en la obra de Truffa logra revertir tanto el valor de uso como el de cambio asignados a los objetos-mercancías en el mundo capitalista, otorgándoles un significado estético y original como un don del sujeto femenino. La memoria tiene en esta casa un lugar significativo junto a los vínculos y la nece-sidad, al volver a poner en circulación referentes de diversas épocas (desde los años cincuenta hasta el presente) que en la presencia de objetos e iconografías diversas muestran una modernidad heterogénea y multitemploral, con tiempos y tradicio-nes que se yuxtaponen. Junto a la memoria persiste el deseo de restituir lo inasible a través del ejercicio estético: el lazo imaginativo con objetos e imágenes dentro de la casa. La influencia de los medios, de la cultura popular de masas y del repertorio del cine y la historia cede en el entorno de Truffa al fetiche, al nuevo y particular valor simbólico que la artista imprime al objeto. Los juguetes, en este sentido, tienen un lugar especial en la muestra, tanto como objetos (de la infancia) como en la relación que establecemos con ellos. Los juguetes representan un depositario inagotable de nuestros deseos y fantasías; son a la vez los más cercanos y los más distantes entre todos los objetos que nos rodean. Para el poeta Baudelaire la rela-ción con el juguete está íntimamente ligada a la creación artística, cuya base no es definida ni tranquilizante, sino más bien inquietante¹. Más atrás en el tiempo, en las culturas antiguas encontramos miniaturas y juguetes entre los objetos fúnebres que acompañan a la persona en el tránsito entre la vida y la muerte, y que en la mayoría de los casos tienen un significado religioso dentro del culto doméstico, el culto funerario y los exvotos². Winnicott desde la sicología y Agamben desde

¹ Giorgio Agambem, Estancias. La palabra y el fantasma en la cultura occidental, trad. Tomás

Segovia (Valencia: Pretextos, 2001) 109.

² Giorgio Agambem, Estancias. La palabra y el fantasma en la cultura occidental, 111.

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la filosofía coinciden en que tanto los primitivos como los niños, los poetas y los fetichistas perciben, al igual que Truffa, una «tercera área» que no es ni subjetiva ni objetiva sino que está en la topología de los objetos y que representa el mundo de la ilusión, donde se sitúan el juego y la experiencia cultural. Las cosas, como el trabajo visual de Bruna Truffa reiteradamente nos enseña, no están fuera ni dentro de nosotros, sino que nos abren al «lugar original» del topos donde están prendi-das y desde donde las comprendemos³.El retrato como forma de expresión burguesa se transforma en la pintura de Truffa en la peregrinación de una mujer doméstica, cuya existencia se simboliza como un viaje solitario por diversas zonas geográficas del país. La mujer protagoniza treinta y dos estaciones o días de un calendario y aparece vestida con un simple delantal blanco, coronada por un halo y con una llave de cuerda sobre la espalda. El halo sobre la cabeza marca su carácter divino y sacrificial, mientras que la llave muestra su degradación en un mundo moderno. El elemento religioso forma parte de la composición misma del calendario, que semeja un exvoto que define la existencia de la mujer como un tránsito doliente por diversos paisajes de valles, montañas y mar, haciéndose eco de la visión cristiana de la vida como un valle de lágrimas. El elemento mecánico y de «desidentidad» que la llave en la espalda le imprime a la condición femenina conlleva la idea de alienación junto a la automatización del sujeto moderno. Esta condición adquiere sus formas extremas en la mujer trans-formada en zombie, ente carente de alma y voluntad que recorre paisajes de rojos violentos en las pinturas del lunes 11, el martes 12 y el miércoles 13 del calen-dario. El paisaje del trayecto femenino actúa como telón de fondo de un destinoinalterable y deshumanizado. En este itinerario, los fines de semana rinden el cuerpo de la mujer, encorvándolo por la fatiga y el desánimo. Su calidad de muñeca o maniquí automatizado sólo se altera por los cambios en los colores de la ropa: el suéter verde y la falda roja sustituidos por el suéter café y la falda rosada, o los colores pasteles y planos que llegan a convertirse en blancos y grises en la zombie. Curiosamente, la mujer nun-ca aparece en el espacio doméstico; por el contrario, está siempre en el exterior,

³ Agambem, 112.

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caminando, sin detenerse más que cuando el cansancio la derrota. Se trata de un viaje temporal y espacial por el paisaje chileno de la zona central –con la cordillera, sus valles, ríos y vegetación– y el norte, entre el desierto, el océano, la playa y las montañas. En la mayoría de estos óleos, el centro de la pintura lo representan la mujer y el paisaje. Las pocas escenas en que aparece un pueblo a lo lejos en un valle, o una ciudad, casas o edificios en el fondo, son más bien parte del paisaje rural o urbano. El trabajo doméstico y las actividades cotidianas de la mujer no aparecen en el campo visual sino por el delantal, que funciona como sinécdoque de sus labores. A lo largo del trayecto se repite y realza la soledad absoluta de la mujer en medio de una naturaleza que cambia de acuerdo a las zonas geográficas y climáticas que recorre. En este sentido, una de las pinturas más reveladoras es la del sábado 9, donde la mujer aparece al borde de una roca en medio de un océa-no embravecido y hostil, sumida en un abatimiento físico y psíquico que la pose doblada del cuerpo enfatiza. Estos pequeños cuadros nos recuerdan los exvotos y su iconografía religiosa en torno a los milagros, las vidas de santos y pecadores. En los óleos la visión mitificada y automatizada de la mujer hace de ella una especie de muñeca o maniquí que cumple un destino sacrificial a lo largo de su vida. Sin embargo, el calendario de la obra pintada contrasta con la casa y los diversos espacios y objetos que se encuentran en ella. Las experiencias de la maternidad, la manualidad, el sexo y los juegos infantiles dan otro sentido al calendario femeni-no, un sentido que excede sus propios límites. Este viaje rebasa la temporalidad del desplazamiento para integrarse al gesto de recordar el país como paisaje. De esta forma, se evocan espacios en los que se habitó, el mar que se contempló y la tierra apisonada por la que se anduvo, lo que nos recuerda a la viajera en busca de la madre que Mistral plasmó en Tala (1938). La existencia femenina como un errar tras la madre aparece claramente en el poema «La fuga», donde la hija vaga de un monte a otro en un paisaje «cardenoso»: «Madre mía, en el sueño/ ando por paisajes cardenosos:/ un monte negro que se contornea/ siempre, para alcanzar el otro monte;/ y en el que sigue estás tú vagamente,/ pero siempre hay otro monte redondo/ que circundar, para pagar el paso/ al monte de tu gozo y de mi gozo»6.

6 Gabriela Mistral, Desolación-Ternura-Tala-Lagar (México: Editorial Porrúa, 1981)115.

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De modo similar a este poema, la obra de Truffa convierte el entorno y en espe-cial el paisaje y el estar de esta caminante a partir de la figura de la madre, queconstituye la realidad.En las treinta piezas con flores que forman otra parte de la muestra, la herencia naturalista y taxonómica tradicional de esta temática se cruza con el óleo y el bor-dado a mano sobre el brocato teñido. La mitad de las piezas está pintada y la otra bordada, y ambas técnicas, el trazo y la puntada, unen arte botánico y manualidad femenina con el propósito decorativo. Aquí aparecen paquerettes, hortensias, rosas, flores del áloe y orquídeas entre muchas otras especies que integran la natu-raleza a lo íntimo del jardín. Su presencia y fertilidad se retrata no sólo en la pin-tura y el bordado sino en la tela de fondo, que repite también motivos florales. El mundo de las flores se relaciona con la manualidad que permite la recuperación de la «madre patria» como «madre-matria» a través de la feminización del paisaje de la hacienda del Valle Central7, convertido por la mirada de Truffa en el jardín. De este modo, la casa entera ha sido transformada en un gran juguete que se arma y desarma en compañía de toda clase de miniaturas, libros y objetos desfuncio-nalizados, tal y como lo han sido la madre y el paisaje. En este espacio, el mundo que crea la mano femenina y el deseo femenino (de la niña, la madre y la artista) aparece transfigurado, provisto de una nueva mirada donde el arte no es funcional ni se deja consumir.

7 Ver Fernando Blanco “Figuras femeninas chilenas para una memoria en obra” en Espejos que

dejan ver. Mujeres en las Artes Visuales Latinoamericanas, eds. María Elvira Iriarte y Eliana

Ortega (Santiago: ISIS Internacional, 2002) 157-182.

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