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Jornada sobre orientación y método del Derecho Constitucional 1 LA CONSTITUCIÓN Y SU ESTUDIO. UN EPISODIO EN LA FORJA DEL DERECHO CONSTITUCIONAL EUROPEO: MÉTODO JURÍDICO Y RÈGIMEN POLÍTICO EN LA LLAMADA TEORÍA CONSTITUCIONAL DE WEIMAR JAVIER RUIPÉREZ Catedrático de Derecho Constitucional Universidad de La Coruña SUMARIO: I- Sobre la oportunidad de esta Jornada. II.- ¿Por qué mirar al debate de los constitucionalistas del período entre guerras? III.- La incapacidad del iuspublicismo preweimariano para construir una Teoría de la Constitución como Derecho de la Libertad y de la Democracia. IV.- La pervivencia del positivismo jurídico formalista en el período entre guerras y sus consecuencias. V.- La contribución de la llamada “Teoría Constitucional de Weimar” a la consolidación del Derecho Constitucional europeo: I.- SOBRE LA OPORTUNIDAD DE ESTA JORNADA Para todos los que asistimos a esta Jornada, -formados como estamos en el ámbito de la vieja asignatura del “Derecho Político”-, es, sin duda, bien conocido que, en 1521, abría Nicolás de Maquiavelo su obra “Dell’arte della guerra1 con una referencia a Cosimo Rucellai. Referencia que tenía, en primer término, y de manera explícita, por objeto el proceder a la alabanza y a la honra del amigo, entre otras cosas, por su decisión de continuar con aquellas reuniones en los célebres Orti Oricellari que había iniciado su abuelo Bernardo. Pero, al mismo tiempo, y aunque de forma implícita, utilizaba sus palabras Maquiavelo para expresar su agradecimiento a Rucellai por haberle invitado a participar en aquellos encuentros. Y es que comprendía, en efecto, Maquiavelo que Cosimo había contribuido de manera decisiva en su formación al permitirle no sólo expresar libremente su opinión sobre los más variados problemas del gobierno, sino también confrontarla en un fructifero diálogo con aquellos otros insignes florentinos (Alamanni, Buondelmonti, Cavalcanti, della Palla, Giuccardini, Savonarola, Vettori, ect.) que acudían también a los Orti Oricellari. Lo de menos es detenerse aquí a recordar, y ponderar, la importancia que tuvieron aquellas reuniones para el nacimiento de una ciencia autónoma dedicada al estudio del Estado, del Derecho y de la Política 2 , comprendidos como verdaderos problemas humanos y terrenales 3 independientes, 1 Cfr. N. de Maquiavelo, Del arte de la guerra (1521), Madrid, 1988, Libro I, pp. 9-11. 2 Sobre la idea de Maquiavelo como el verdadero fundador de la Ciencia Política moderna, cfr., por todos, H. Heller, “Ciencia Política”, en el vol. El sentido de la política y otros ensayos, Valencia, 1996, pp. 90 y 98; S. Giner, Historia del pensamiento social, Barcelona, 1984, 4.ª ed., p. 201; P. De Vega, “La Democracia como proceso (Algunas consideraciones desde el presente sobre el republicanismo de Maquiavelo)”, en A. Guerra y J. F. Tezanos (eds.), Alternativas para el siglo XXI. I Encuentro Salamanca, Madrid, 2003, p. 470. 3 Cfr., en este sentido, N. de Maquiavelo, Discursos sobre la primera década de Tito Livio (1520), Madrid, 1987, Libro I, I, p. 29.

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LA CONSTITUCIÓN Y SU ESTUDIO. UN EPISODIO EN LA FORJA DEL DERECHO CONSTITUCIONAL EUROPEO: MÉTODO JURÍDICO Y RÈGIMEN POLÍTICO EN LA LLAMADA TEORÍA CONSTITUCIONAL DE WEIMAR

JAVIER RUIPÉREZCatedrático de Derecho ConstitucionalUniversidad de La Coruña

SUMARIO: I- Sobre la oportunidad de esta Jornada. II.- ¿Por qué mirar al debate de los constitucionalistas del período entre guerras? III.- La incapacidad del iuspublicismo preweimariano para construir una Teoría de la Constitución como Derecho de la Libertad y de la Democracia. IV.- La pervivencia del positivismo jurídico formalista en el período entre guerras y sus consecuencias. V.- La contribución de la llamada “Teoría Constitucional de Weimar” a la consolidación del Derecho Constitucional europeo:

I.- SOBRE LA OPORTUNIDAD DE ESTA JORNADA

Para todos los que asistimos a esta Jornada, -formados como estamos en el ámbito de la vieja asignatura del “Derecho Político”-, es, sin duda, bien conocido que, en 1521, abría Nicolás de Maquiavelo su obra “Dell’arte della guerra”1 con una referencia a Cosimo Rucellai. Referencia que tenía, en primer término, y de manera explícita, por objeto el proceder a la alabanza y a la honra del amigo, entre otras cosas, por su decisión de continuar con aquellas reuniones en los célebres Orti Oricellari que había iniciado su abuelo Bernardo. Pero, al mismo tiempo, y aunque de forma implícita, utilizaba sus palabras Maquiavelo para expresar su agradecimiento a Rucellai por haberle invitado a participar en aquellos encuentros. Y es que comprendía, en efecto, Maquiavelo que Cosimo había contribuido de manera decisiva en su formación al permitirle no sólo expresar libremente su opinión sobre los más variados problemas del gobierno, sino también confrontarla en un fructifero diálogo con aquellos otros insignes florentinos (Alamanni, Buondelmonti, Cavalcanti, della Palla, Giuccardini, Savonarola, Vettori, ect.) que acudían también a los Orti Oricellari.

Lo de menos es detenerse aquí a recordar, y ponderar, la importancia que tuvieron aquellas reuniones para el nacimiento de una ciencia autónoma dedicada al estudio del Estado, del Derecho y de la Política2, comprendidos como verdaderos problemas humanos y terrenales3 independientes,

1 Cfr. N. de Maquiavelo, Del arte de la guerra (1521), Madrid, 1988, Libro I, pp. 9-11.2 Sobre la idea de Maquiavelo como el verdadero fundador de la Ciencia Política moderna, cfr., por todos, H. Heller, “Ciencia Política”, en el vol. El sentido de la política y otros ensayos, Valencia, 1996, pp. 90 y 98; S. Giner, Historia del pensamiento social, Barcelona, 1984, 4.ª ed., p. 201; P. De Vega, “La Democracia como proceso (Algunas consideraciones desde el presente sobre el republicanismo de Maquiavelo)”, en A. Guerra y J. F. Tezanos (eds.), Alternativas para el siglo XXI. I Encuentro Salamanca, Madrid, 2003, p. 470. 3 Cfr., en este sentido, N. de Maquiavelo, Discursos sobre la primera década de Tito Livio (1520), Madrid, 1987, Libro I, I, p. 29.

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sino totalmente ajenos, de la moral y la religión4. Aunque, de cualquier modo, no está de más advertir que fue, justamente, en el marco de aquellas reuniones donde, si bien de una forma absolutamente dispersa y asistemática, Maquiavelo, anticipando ya el pensamiento del “Ciudadano de Ginebra”5, procedió a definir la Democracia desde una perspectiva que será la que, como, entre otros, ha puesto de manifiesto Hermann Heller6, se ha aceptado de manera general como la esencia misma de aquélla. Y es que, como nos dice el Profesor De Vega7, fue el concepto maquiavélico de Democracia el que, al combinar adecuadamente las ideas del “vivere libero” y el “vivere civile”, permitió hacer real y efectivo el quiasmo no hay Democracia sin Libertad, como tampoco puede haber Libertad sin Democracia. Con ello, y esto es lo importante -y, en todo caso, lo que merece la pena destacar y recordar-, se sentaban las bases para la forja de un Derecho Constitucional entendido no como un conjunto de normas jurídicas que regulan un proceso democrático puramente instrumental y formalista al margen de la Historia8, sino, muy al contrario, como el Derecho de la Democracia y de la Libertad, y que, por encima de cualquier criterio puramente jurídico, responde a la lógica de estas ideas.

Lo que, en realidad, nos interesa ahora, es que Maquiavelo justificó su actitud en el hecho de que Cosimo Rucellai había fallecido ya cuando él redactaba su obra. Esto es, que, porque al dirigirse a un muerto no cabe interpretar las alabanzas y los agradecimientos como un mecanismo para obtener alguna ventaja, sólo debe alabarse a quienes han fallecido, pero nunca a los vivos. Creencia que, desde 1521, parece haberse generalizado como regla de comportamiento “políticamente correcto”.

Lo anterior, nadie puede ignorarlo, se ha hecho especialmente cierto entre los españoles. En efecto, es una costumbre muy arraigada entre nosotros, -y no sólo entre los constitucionalistas-, la de, salvo el cumplimiento de los meros deberes protocolarios, sólo hablar bien, reconocer los méritos o mostrar agradecimiento hacia los muertos. Y, además, está práctica se lleva a tales extremos que la alabanza se realizará con independencia de que el finado lo merezca o no. Un magnífico ejemplo de esto último, como bien denunció el Presidente Azaña9, nos lo ofrece lo ocurrido con Angel Ganivet en los primeros años de la pasada centuria; de manera particular, cuando, con motivo de la llegada de sus restos a Madrid, en 1925, fue objeto de un segundo rebrote de gloria póstuma por parte de la dictadura de Primo de Rivera10.

Se olvida con frecuencia que la actitud de Maquiavelo en “Del arte de la guerra”, no fue la que tan ilustre florentino había seguido en otros momentos. Así, en efecto, nos encontramos con que tan sólo un año antes de publicar la citada obra, no dudó Maquiavelo, en 1520, en dedicar sus Discursos sobre la primera década de Tito Livio a los, todavía vivos, Zanobi Buondelmonti y Cosimo Rucellai. Lo que hace tanto como muestra de amistad, como en reconocimiento (alabanza) a sus méritos y, por último, como agradecimiento a las atenciones que uno y otro habían tenido con el autor de “El Príncipe”.

4 Cfr. N. de Maquiavelo, El Príncipe (1513), Madrid, 1988, cap. XXV, pp. 102-103.5 Cfr., en este sentido, P. De Vega, “La Democracia como proceso...”, cit., p. 477.6 Cfr. H. Heller, Las ideas políticas contemporáneas (1930), Granada, 2004, pp. 45 y ss.7 Cfr. P. De Vega, “La Democracia como proceso...”, cit., pp. 473 y ss.; vid., también, p. 468.8 Sobre esta problemática, cfr., por todos, P. De Vega, “En torno al concepto político de Constitución”, en M. A. García Herrera (dir.) y otros, El constitucionalismo en la crisis del Estado social, Bilbao, 1997, pp. 702-703; “La Democracia como proceso...”, cit., pp. 461 y ss.9 Cfr. M. Azaña, “El Idearium de Ganivet”, en el vol. Plumas y palabras (1930), Barcelona, 1976, 2.ª ed., pp. 9-84.10 Sobre esto último, cfr., por todos, S. Juliá, Historias de las dos Españas, Madrid, 2004, p. 203.

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Es en esta perspectiva del Maquiavelo de los Discorsi en la que, al margen de cualquier ortodoxia protocolaria, -siempre impertinente, y siempre,, por más sincera que sea, susceptible de ser interpretada en el sentido que el propio Maquiavelo quería evitar en 1521-, yo quisiera colocarme para referirme a esta “Jornada sobre la orientación del Derecho Constitucional y su método”, -cuyos contenidos, continuadores de la problemática suscitada en los primeros números de la revista11, se recogerán en el número 21 de Teoría y Realidad Constitucional-, y a su director, Oscar Alzaga. En este sentido, y porque resulta obligado, he de comenzar por agradecer tanto su invitación, cursada en marzo de 2007, como su reiteración, en junio. Y con este fin, deseo situarme en la perspectiva maquiavélica, por un lado, porque mucho me temo que, como el florentino, tenga yo que escribir aquello de “no sé quien de nosotros debe estar menos agradecido: si yo a vosotros,que me habéis obligado a escribir lo que por mí mismo no hubiera escrito, o vosotros a mí, que, escribiéndolo, no os he complacido. Tomad, pues, esta obra como se toman siempre los dones de los amigos, donde se considera más la intención del que manda una cosa que la calidad de la cosa mandada”12. Circunstancia ésta que me lleva a realizar una doble disculpa: al anfitrión, al que, con Maquiavelo, tendría que decirle que “Os mando un presente que, si bien no se corresponde con las obligaciones que tengo con vosotros, es, sin duda, lo mejor que puede enviaros [...]. Porque en él he manifestado todo cuanto sé y cuanto me han enseñado una larga práctica y la continua lección de las cosas del mundo. Y no pudiendo, ni vosotros, ni nadie, esperar más de mí, tampoco os podéis quejar si no doy más”13. A cuantos oyesen, o leyesen, estas palabras, si es que, por mi torpeza expositiva, alguno de ellos pudiera, muy en contra de mi voluntad, sentirse ofendido con mis reflexiones.

Quisiera, y ya desde una perspectiva más general, agradecer y felicitar al Profesor Alzaga, y al resto de los miembros del Departamento de Derecho Político de la U.N.E.D., por su iniciativa y su empeño y diligencia en la convocatoria de esta Jornada. No existiendo hoy mecenas desinteresados como lo fueron Bernardo y Cosimo Rucellai, y dependiendo, por el contrario, los posibles simposios, congresos, seminarios, etc., del patrocinio externo, son en verdad muy pocas las ocasiones que tenemos los constitucionalistas para reunirnos a dialogar tranquilamente sobre problemas que a todos afectan. Casi ninguna o ninguna, desde luego, cuando de lo que se trata es de discutir no de los asuntos puntuales y coyunturales que puedan interesar a los poderes públicos o privados14 en su condición de sponsors, sino de cuestiones fundamentales sobre la propia esencia de

11 Vid. Teoría y Realidad Constitucional, n.º 1 (1988), “Encuesta sobre la orientación actual del Derecho Constitucional” entre M. Aragón, Reyes, C. de Cabo Martín, J. de Esteban Alonso, A. Garrorena Morales, L. López Guerra de I. Molas Batllori, pp. 15-61; P. Lucas Verdú, “¿Una polémica obsoleta o una cuestión recurrente? Derecho Constitucional versus Derecho Político”, Teoría y Realidad Constitucional, n.º 3 (1999), pp. 55-59.12 N. de Maquiavelo, Discursos..., cit., p. 23.13 Ibidem.14 De acuerdo con el Prof. Lombardi, entendemos por “poderes privados” aquellos sujetos que, siendo formalmente sujetos de Derecho Privado, actúan en su relación con los particulares no en condiciones de igualdad y, en todo caso, sometidos al juego del principio de la autonomía de la voluntad, que es lo característico de las relaciones civiles, sino en situación de superioridad e imperio, que era, como nadie ignora, lo que de manera tradicional definía el obrar de la Administración Pública respecto de los administrados. Su importancia, por lo demás, resulta difícilmente discutible. Sobre todo, si se toma en consideración que, pese a la miopía demostrada por la mayoría de los Constituyentes [cfr., a este respecto, y por todos, P. De Vega, “Supuestos políticos y criterios jurídicos en la defensa de la Constitución: algunas peculiaridades del ordenamiento constitucional español”, Revista de Política Comparada, n.º 10-11 (1984), p. 420], estos poderes privados, por un lado, condicionan el desarrollo de la vida de los individuos en su condición de sujetos privados, y, por otro, y no con una menor importancia, se encuentran presentes, y cada vez con mayor intensidad, en el proceso de toma de decisiones políticas fundamentales. De ahí, justamente, el que el constitucionalista no pueda, pese al silencio que al respecto mantiene la normativa constitucional, ignorarlos. Es menester, en este sentido,

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la Ciencia que, con mayor o menor fortuna, todos pretendemos cultivar. De ahí, también, el que debamos agradecer y felicitar a nuestro anfitrión por su decisión de convertir su “casa” en una suerte de remozados Orti Oricellari donde, retomando la dialéctica platónica, podamos confrontar nuestras dispares opiniones sobres las Ciencias Constitucionales en una auténtica, y sana, meditación colectiva.

Por último, y todavía desde la perspectiva del Maquiavelo de los Discorsi, me creo en la obligación de dejar pública constancia de mi reconocimiento al Profesor Alzaga por la oportunidad que ha tenido en la convocatoria de este simposio. Y no me refiero, aunque también, al hecho de que, como consecuencia del proceso de integración europea, todos los universitarios nos encontremos, hoy, obligados a replantearnos el contenido de nuestras asignaturas para dar paso a la puesta en marcha del llamado “Espacio Europeo de Enseñanza Superior”. Desde mi particular punto de vista, la importancia de esta reunión se encuentra en el momento histórico en que se produce y en el marco espacial en que se produce: la academia española. Me explico: el 29 de diciembre de 2008 se cumplirán los treinta primeros años de vigencia de la actual Constitución española. De esta suerte, nos hallamos, sin duda, ante un excelente momento para reflexionar sobre la manera en que los constitucionalistas hemos afrontado el extraordinario reto que aquella circunstancia, política e histórica, nos planteaba.

De lo que se trata, en definitiva, es de interrogarnos sobre la labor que los constitucionalistas hemos desarrollado no como juristas prácticos, o ingenieros constitucionales, al servicio del poder para la puesta en marcha, desarrollo y consolidación del Estado democrático en España, sino en la condición de estudiosos a quienes, actuando desde la ideología del constitucionalismo y no desde la ideología de la Constitución15, compete la elaboración de una ciencia que permita, con su necesaria actualización en cada momento, hacer efectivos y reales todos aquellos principios y valores, singularmente las ideas de Libertad y Democracia, que determinaron históricamente el nacimiento del propio Estado Constitucional. Lo que, como es, por lo demás, obvio, nos obliga a determinar si, desde la aceptación del razonamiento formal e instrumental del jurista y de la consideración de que la estructura de la organización democrática del presente es una obra definitiva, la labor de los constitucionalistas españoles, como científicos, ha alcanzado su cima, de suerte tal que lo único que cabe hacer es felicitarnos y repetir lo hasta aquí hecho, o si, por el contrario, y reconociendo,

tener en cuenta que, como muy bien ha indicado Pedro De Vega, “cuando en nombre de la libertad se condena al Estado, se olvida siempre decir que lo que se ofrece como alternativa son unos poderes privados mucho más peligrosos para la libertad de los ciudadanos que el propio poder político, en la medida en que se trata de poderes cuya actuación no está sometida a [... la] vinculación positiva a la norma, como ocurre con el poder del Estado, sino a la vinculación negativa como poderes particulares. Esto es, por tratarse de poderes privados, se trata de poderes sin ningún tipo de control en los que, sarcásticamente, las ideas de poder y libertad se hacen coincidir. Porque son poderes sociales, son poderes con libertad absoluta, y porque son poderes absolutamente libres son poderes cada vez más peligrosos” [“Democracia, representación y partidos políticos (Consideraciones en torno al problema de la legitimidad)”, en J. Asensi Sabater (coord.) y otros, Ciudadanos e instituciones en el Constitucionalismo actual, Valencia, 1997, p. 37]. Lo que, de manera irremediable, nos lleva a la conclusión de que la tarea del constitucionalista, como estudioso crítico de la realidad jurídico-política, sea la de hacer comprender que si de verdad se quiere hacer real y efectivo el principio de división de poderes, éste ya no puede plantearse, como hacía Montesquieu [Del espíritu de las leyes (1748), Madrid, 1985, Libro XI, caps. IV y VI, pp. 106 y 113], como la confrontación entre Poder Legislativo, Poder Ejecutivo y Poder Judicial, en cuyo seno se articularía un sistema de pesos y contrapesos en cuya virtud “el poder frene al poder”, sino, muy al contrario, como la relación dialéctica entre el poder público o político y el poder privado; cfr., en este sentido, P. De Vega, Legitimidad y representación en la crisis de la democracia actual, Barcelona, 1998, p. 30. Sobre el concepto de “poder privado”, cfr. G. Lombardi, Potere privato e diritti fondamentali, Turín, 1970, pp. 90 y ss.15 Sobre ambos conceptos y los problemas que plantea la actuación con uno u otro, cfr., por todos, P. De Vega, “Mundialización y Derecho Constitucional: la crisis del principio democrático en el constitucionalismo actual”, Revista de Estudios Políticos, n.º 100 (1998), pp. 32-36.

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naturalmente, su innegable e indiscutible contribución a la forja y consolidación de la democracia en España, es necesario replantearse los modos y las formas en que se ha procedido a la elaboración científica de la Teoría de la Constitución y del Derecho Constitucional entre nosotros a lo largo de todos estos años.

Ni que decir tiene que lo primero nos conduce, de uno u otro modo, a aquella posición mantenida por el idealismo. Posición que, en el ámbito jurídico-constitucional, condujo, de manera fundamental, a la Escuela Alemana de Derecho Público a la antidialéctica afirmación de que se podía elaborar un modelo ideal y, en cierto sentido, mítico al que debía adecuarse la propia realidad del Estado, la Política y el Derecho, y que si ésta no lo hacía, tanto peor para esa realidad16.

Lo segundo, por su parte, significa tomar conciencia de que acaso estemos haciendo irremediablemente reales aquellos peligros sobre los que, hace ya más de una década, advertía mi dilecto Maestro sobre el estado del constitucionalismo científico en la España de 1978. En este sentido, indicaba, en 1996, el Profesor De Vega que “Es verdad que la literatura político-constitucional del presente es memorable y meritoria. Pero no lo es menos que difícilmente podemos encontrar en ese acervo copioso media docena de trabajos a los que quepa calificar como importantes o definitivos. Salvando naturalmente las distancias se está produciendo un fenómeno similar al que protagonizaron nuestros clásicos del Siglo de Oro. Fueron muchas e inteligentes las obras de literatura política del Barroco. [...]. Sin embargo, si exceptuamos a un Suárez, un Vitoria o a un Soto, nadie podría espurgar en esa pléyade de nombres una sola creación verdaderamente significativa. [...] Mientras en Europa aparecían los grandes teóricos del Estado Moderno [...] se convirtieron nuestros clásicos en consejeros de príncipes, dando pábulo a la creación del arbitrismo como método de análisis político. Fue entonces cuando la realidad de los auténticos problemas (que eran en definitiva del problemas del Estado como nueva forma de organización política, [...]) se sustituyó y se enmascaró en una realidad ficticia que fue la que, con indudable talento y evidente astucia, manejaron los arbitristas. De suerte que, habiendo sido España una de las primeras naciones que configuró con los Reyes Católicos un Estado Moderno, terminó siendo una de las últimas en percibirlo”17.

Comprendido de este modo el sentido de esta Jornada, lo que me propongo en estas páginas, no es el presentar un proyecto definitivo y acabado sobre el método con el que ha de abordarse el estudio del Derecho Constitucional en España, y en el marco del Espacio Europeo de Enseñanza Superior. Sin duda, serán muchas las intervenciones que tengan ese propósito, y que, desde el espíritu universitario y, en todo caso, desde el mayor de los respetos, habremos de discutir. Lo que me propongo, por el contrario, es contribuir a este, no me cabe la menor duda, enriquecedor debate con el recuerdo de lo acaecido en el que, de manera difícilmente cuestionable, ha sido el período más fructífero y memorable para la forja dogmática del Derecho Constitucional, al menos en la Europa occidental.

II.- ¿POR QUÉ MIRAR AL DEBATE DE LOS CONSTICIONALISTAS DEL PERÍODO ENTRE GUERRAS?

Forma, sin duda , parte de la conciencia colectiva de los Profesores de Derecho Público, y de una manera muy particular de la de los constitucionalistas, la creencia de que si ha habido, en verdad, un momento especialmente lúcido, rico y fecundo en la forja dogmática del Derecho Constitucional en Europa, éste es el que se corresponde con el período entre guerras. Etapa ésta a la

16 Cfr. P. De Vega, “El tránsito del positivismo jurídico al positivismo jurisprudencial en la doctrina constitucional”, Teoría y Realidad Constitucional, n.º 1 (1998), pp. 66-67.17 P. De Vega, “En torno al concepto...”, cit., p. 703.

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que, por la importancia objetiva del Texto que la inaugura18, se conocerá como la Teoría Constitucional de Weimar19.

La anterior creencia no es, ni mucho menos, el resultado de una construcción mítica que, en última instancia, y al modo y manera de lo hecho en la Grecia clásica20 respecto de los grandes legisladores (Licurgo, Solón, etc.), permita glorificar y, de algún modo, deificar a los autores que integraron y conformaron la Teoría Constitucional de Weimar para, en la medida en que son elevados a la condición de mitos fundacionales a los que se sitúa al margen de la Historia21, hacerles decir lo que en cada momento interese. Se trata, por el contrario, de una afirmación que resulta difícilmente cuestionable, y que, en realidad, nadie está en condiciones de rebatir, al menos si se actúa de una manera cabal y ponderada. Al fin y al cabo, fue en aquel insigne período donde aparecieron, y se formularon dogmáticamente, todos los grandes institutos y conceptos constitucionales de los que, querámoslo o no22, nos vemos obligados a nutrirnos para los estudios actuales en el campo de las Ciencias del Estado y del Derecho del Estado23, entre las que, como ciencia social-normativa que es24, ocupa un lugar preeminente el Derecho Constitucional. Un ejemplo, la eficacia jurídica de las Constituciones, bastará, de cualquier forma, para justificar suficientemente el anterior aserto.

No existe para nadie la menor duda en torno a que fue con el fin de la Primera Guerra Mundial cuando, de una u otra suerte, se produjo la equiparación total entre la tradición jurídico-constitucional estadounidense y la tradición jurídico-constitucional europea. De una manera muy concreta, esta equiparación va a verificarse en cuanto a ese fenómeno que, aunque no siempre bien entendido en sus causas últimas, ha llamado grandemente la atención de los iuspublicistas europeos25, y de una manera muy especial a los españoles26. Nos referimos, claro está, a la afirmación del valor jurídico de los Textos Constitucionales, cuyos mandatos habrán de gozar de una verdadera y total fuerza obligatoria y vinculante.

18 Cfr., a este respecto y por todos, P. Lucas Verdú, La lucha contra el positivismo jurídico en la República de Weimar: La Teoría Constitucional de Rudolf Smend, Madrid, 1987.19 En este sentido, cfr., por todos, P. De Vega, “El tránsito...”, cit., p. 77.20 Sobre la cultura mítica y su importancia en la Grecia clásica, cfr., por todos, J. Burkhardt, Historia de la cultura griega, Barcelona, 2005, vol. I, pp. 61-94, y vol. II, pp. 275-293; en cuanto a la apelación al mito fundacional y su aplicación a los legisladores, vid. loc. cit., vol. I, pp. 73 y ss. En este último sentido, cfr., también, C. J. Friedrich, El hombre y el Gobierno. Una teoría empírica de la política, Madrid, 1968, pp. 425 y 421.21 En relación con esto último, y aunque referido de manera concreta a la formación de la tradición nacional mágico-mítica en el siglo XV, cfr. E. Tierno Galván, Tradición y modernismo, Madrid, 1962, pp. 19-20.22 En este sentido, aunque referido sólo a la obligatoriedad de aplicar los viejos conceptos acuñados por la Teoría General del Estado (Allgemeine Staatslehre) y la Teoría del Estado (Staatslehre) en el estudio de la Unión Europea como realidad política nueva, cfr., por todos, Ch. Starck, “La Teoría General del Estado en los tiempos de la Unión Europea”, Revista de Derecho Político, n.º 64 (2005), pp. 27-48.23 Para la relación entre las Ciencias del Estado, las Ciencias del Derecho del Estado y el Derecho Constitucional, cfr., por ahora, y por todos, K. Stern, Derecho del Estado de la República Federal Alemana, Madrid, 1987, pp, 106-181 y 252-265, especialmente pp. 114-116, 121-137 y 259-260.24 Cfr., por todos, H.-P. Schneider, “La Constitución. Función y estructura”, en el vol. Democracia y Constitución, Madrid, 1991, p. 43.25 Vid., en este sentido, y por todos, P. Barile, La Costituzione como norme giuridica, Florencia, 1961.26 Vid., por todos, E. García de Enterría, “La Constitución como norma jurídica”, en A. Predieri y E. García de Enterría (dirs.) y otros, La Constitución española de 1978. Estudio sistemático, Madrid, 1981, 2.ª ed., pp. 97-158. I. de Otto, Derecho Constitucional. Sistema de fuentes, Madrid, 1987, pp. 13-14. J. Pérez Royo, Las fuentes del Derecho, Madrid, 1988, 4.ª ed., pp. 33 y ss.; Curso de Derecho Constitucional, Madrid, 1996, 3.ª ed., pp. 152 y ss., 154 y 172. R. L. Blanco Valdés, El valor de la Constitución. Separación de poderes, supremacía de la ley y control de constitucionalidad en los orígenes del Estado liberal, Madrid, 1994, passim.

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Este fenómeno, bien conocido es, es el que caracterizó el constitucionalismo estadounidense. Y, además, lo hizo desde el primer momento. Lo que, en último extremo, se explica por la auténticavigencia y eficacia que, de manera clara y evidente en el ámbito de los Estados-miembros27, pero también, y de modo incontrovertible, en el nivel federal, tuvo el principio democrático como principio inspirador, justificador y vertebrador del orden jurídico y político del Estado. Es menester, a este respecto, tomar en consideración que es, justamente, porque, sin reservas de ningún tipo, en Estados Unidos se acepta, proclama, afirma y se hace realmente eficaz el principio democrático, por lo que pudo realizarse allí la transformación del dogma político de la soberanía popular en el dogma jurídico de la supremacía constitucional28. Esto es, fue tan sólo porque se aceptó y afirmó el principio democrático, y, con ello, se proclamó que, por decirlo con la conocida expresión de Thomas Paine29, la Constitución se convierte en la reina, por lo que única y exclusivamente pudo la Ley Constitucional desplegar sus plenos efectos jurídicos y políticos en los Estados Unidos de América. Admitir, y compartir, esto no ha de resultar, en nuestra opinión, muy complicado. La razón es fácilmente comprensible.

En efecto, al concebirse en el Nuevo Continente, y desde el primer momento, el Código Jurídico-Político Fundamental como la obra de un Pueblo soberano que, precisamente por ser tal, puede imponer su voluntad a todos, incluso a aquéllos que no están de acuerdo con la decisión de la mayoría30, el Texto Constitucional se erige en aquella Lex Superior que se define por ser una norma de obligado cumplimiento, y cuyos mandatos se imponen tanto a gobernantes como a gobernados. Aparecía, de esta suerte, la gran conquista del moderno Estado Constitucional, que, en último extremo, permite diferenciarlo del que McIlwain denominó “antiguo constitucionalismo”31. Esto es, frente a lo que sucedía en el mundo clásico y medieval32, -en los que la obediencia de los individuos a la ley se encontraba perfectamente garantizada, pero no así, y pese a la existencia de construcciones teóricas como las de, por ejemplo, un Juan de Salisbury33 o un Marsilio de Padua34, la de los gobernantes-, ahora, en el Estado Constitucional, la Constitución obliga por igual a los ciudadanos aisladamente considerados y a quienes, de entre éstos, ocupasen en cada momento el poder político.

27 Cfr., por todos, Ch. Borgeaud, Etablissement et revision des Constitutions en Amerique et Europe, París, 1893, p. 198; J. Bryce, El Gobierno de los Estados de la República Norteamericana, Madrid, sine data, pp. 24 y 32-35, por ejemplo; E. Boutmy, Études de Droit Constitutionnel. France-Angleterre-États Unis, París, 1885, pp. 192 y ss., y 198.28 Sobre este particular, y con carácter general, cfr., por todos, P. De Vega, “Constitución y Democracia”, en la obra colectiva La Constitución española de 1978 y el Estatuto de Autonomía del País Vasco, Oñati, 1983, pp. 71-72; La reforma constitucional y la problemática del Poder Constituyente, Madrid, 1985, p. 25. La misma idea fue ya defendida, entre nosotros, por G. Trujillo, “La constitucionalidad de las leyes y sus métodos de control”, en el vol. Dos estudios sobre la constitucionalidad de las leyes, La Laguna, 1970, p. 17.29 Cfr. Th. Paine, “El sentido común (Dirigido a los habitantes de América)” (1776), en el vol. El sentido común y otros escritos, Madrid, 1990, p. 42.30 Cfr., a este respecto, J. Wise, A Vindication for the Government of the New England Churches. A Drawn from Antiquity; the Light of Nature; Holy Scripture; its Noble Nature; and from the Dignity Divine Providence has put upon it, Boston, 1717, p. 33. La idea, -frecuentemente olvidada en la discusión política de la España de hoy-, de que la voluntad del soberano, adoptada según el principio mayoritario, se impone a todos ha sido también defendida, entre otros, por H. Heller, La soberanía. Contribución a la Teoría del Derecho estatal y del Derecho internacional (1927), México, 1995, 2.ª ed., pp. 166-168.31 Sobre este particular, cfr. Ch. H. McIlwain, Constitucionalismo antiguo y moderno, Madrid, 1991, passim, pero especialmente p. 37.32 Cfr., a este respecto, y por todos, P. De Vega, “Supuestos políticos...”, cit., pp. 403-404.33 Cfr. Juan de Salisbury, Policraticus (1159), Madrid, 1984, fundamentalmente, Libro IV, cap. 1, pp. 306-307.34 Cfr. Marsilio de Padua, El Defensor de la Paz (1324), Madrid, 1989, Primera Parte, cap. XII, p. 54.

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Entre los gobernantes que se encuentran sujetos al cumplimiento de la Ley Constitucional se encuentran, -y aquí reside el gran argumento para la afirmación de que en Estados Unidos la Constitución era una auténtica norma jurídica-, los jueces. Lo que, por lo demás, no tiene nada de extraño, toda vez que éstos integran un poder constituido que ha sido creado, y ordenado, por el propio Código Fundamental. De cualquier modo, fue en los escritos dedicados a explicar al Pueblo de Nueva York el Poder Judicial, recogidos en “El Federalista”35, donde esta circunstancia se pone ya claramente de manifiesto. El ingenio y la pluma de Alexander Hamilton, -gran conocedor del mundo clásico, y, en particular, de la distinción realizada por Solón, y popularizada por Aristóteles, entre nomos y psefismata, así como de la apelación a los graphé paranomon para hacer realmente efectiva aquélla36-, se encargaría de explicitarlo, conviritiéndose, de esta suerte, en el primer gran teórico del control de constitucionalidad de las leyes37. La argumentación de Publio no deja, además, el más mínimo lugar a la duda. En efecto, Hamilton, inspirándose en las construcciones de Coke, Harrington, Locke, Burlamaqui, Vattel y Montesquieu38, partió de la idea de que el poder del Pueblo, como soberano investido del Poder Constituyente, era siempre superior a las facultades de los poderes constituidos. Lo que le conduciría a sentenciar que “La interpretación de las leyes es propia y particularmente de la incumbencia de los tribunales. Una Constitución es de hecho una ley fundamental y así debe ser considerada por los jueces. A ellos pertenece, por lo tanto, determinar su significado, así como el de cualquier otra ley que provenga del cuerpo legislativo. Y si ocurriese que entre las dos hay una discrepancia, debe preferirse, como es natural, aquella que posee fuerza

35 Cfr. A. Hamilton, J. Madison y J. Jay, El Federalista, México, 1982, 1.ª ed, 3.ª reimpr., n.º LXXVIII, LXXVIX, LXXX, LXXXI, LXXXII y LXXXIII, pp. 330-365.36 En este sentido, cfr., por todos, P. De Vega, “Republicanismo y Democracia”, Lección Magistral pronunciada en el Salón de Grados de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense, el 11 de mayo de 2006, de próxima publicación. De cualquier forma, me interesa dejar ya claro que, en mi opinión, nos encontramos en este punto ante un magnífico ejemplo de que no le falta razón al Maestro De Vega (“Mundialización y Derecho Constitucional:...”, cit., p. 33) cuando afirma que la Historia del Estado Constitucional acaba siendo la Historia de las transformaciones que se han llevado a cabo para hacer reales y efectivas en cada momento histórico las ideas de Libertad y Democracia. Piénsese, en este sentido, en las más que sobresalientes similitudes entre la formulación de la distinción clásica a que nos referimos y la argumentación realizada por el juez John Marshall, en 1803, para justificar la puesta en marcha de la judicial review. Concibió Solón los nomoi de una manera que, salvata distantia, se correspondería no con la totalidad de las Constituciones modernas, pero sí con lo que Hesse ha denominado los “fundamentos de orden de la Comunidad”, los cuales, una vez que han sido establecidos y determinados por el Constituyente originario, quedan substraídos al ulterior debate de las fuerzas políticas, constituyendo, de esta suerte, el núcleo estable e irreformable de la Constitución [cfr. K. Hesse, “Concepto y cualidad de la Constitución”, en el vol. Escritos de Derecho Constitucional (Selección), Madrid, 1983, p. 20; Grundzüge des Verfassungsrecht der Bundesrepublik Deutschland, Heidelberg-Karlsruhe, 1978, 11.ª ed., pp. 274 y ss., especialmente pp. 276-279]. Esto es, se trataba de normas que, porque contienen los implícitos elementos que definen la polis, han de ser inalterables. Por su parte, los psefismata serían las resoluciones del Pueblo elaboradas en la asamblea como leyes o decretos, que, con el único límite de respetar y estar en consonancia con los nomoi, podrían ser libremente aprobados, modificados, substituidos o derogados. No ha de resultar muy difícil de encontrar el rastro de este pensamiento en las palabras que, en la célebre sentencia “Marbury versus Madison”, redactó Marshall: “O es la Constitución una ley superior, suprema, inalterable en forma ordinaria, o bien se halla al mismo nivel que la legislación ordinaria y, como una ley cualquiera, puede ser modificada cuando el cuerpo legislativo lo desee. Si la primera alternativa es válida, entonces una ley del cuerpo legislativo contraria a la Constitución no será legal; si es válida la segunda alternativa, entonces las Constituciones escritas son absurdas tentativas que el pueblo efectuaría para limitar un poder que por su propia naturaleza sería ilimitable” (citado por P. De Vega, La reforma constitucional..., cit., p. 42).37 En este sentido, cfr., por todos, M. Cappelletti, Il controllo giudiziario di costituzionalità delle leggi nel Diritto Comparato, Milán, 1979, 1.ª ed., 8.ª reimpr., pp. 29-31, 45 y 59-61; B. F. Wright, The Growth of American Constitutional Law, Nueva York, 1946, pp. 23-26; P. De Vega, “Jurisdicción constitucional y crisis de la Constitución”, Revista de Estudios Políticos, n.º 7 (1979), p. 93.38 Sobre este particular, cfr., por todos, P. De Vega, La reforma constitucional..., cit., pp. 38-39.

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obligatoria y validez superiores; en otras palabras, debe preferirse la Constitución a la ley ordinaria, la intención del pueblo a la intención de sus mandatarios”39. Tesis ésta que, como es conocido, sirvió de fundamento último al juez Marshall para, corrigiendo el gran olvido de los hombres de Filadelfia40, y, en cualquier caso, -y como, entre otros, ha hecho notar Jerusalem41-, tratando de dar respuesta a la necesidad de dar coherencia y unidad jurídica al sistema federal, poner en marcha, en 1803, un sistema de control de constitucionalidad, que no auténtica justicia constitucional42, en el que acaba concretándose la técnica de la judicial review.

Si esto es así en los Estados Unidos, otra cosa muy distinta es lo que caracterizó la tradición jurídico-constitucional europea de finales del siglo XVII, el XIX y primeros años del XX. En Europa, en efecto, habría de esperarse al fin de la Primera Guerra Mundial para que, con la substitución del Estado Constitucional liberal por el moderno Estado Constitucional democrático y social, pudiera comenzar a manifestarse la auténtica dimensión jurídica de la Constitución, que, innecesario debiera ser advertirlo, se hará definitivamente real con los Textos Constitucionales aprobados a partir de 1945. Y lo haría, en buena medida, merced al reconocimiento y proclamación de que, también en Europa, los preceptos constitucionales gozan de una fuerza jurídica obligatoria y vinculante que, en último extremo, hace que se impongan a gobernados y gobernantes, y que bajo ningún concepto puedan ser ignorados por el juez.

Se acababa, de esta suerte, con aquella situación jurídica de la Europa del constitucionalismo liberal. Ésta, como se ha repetido de modo incesante, se concretaba en la proverbial carencia de eficacia jurídica de los documentos de gobierno. Carencia que determinaba que el juez europeo, sometido al imperio de la ley, pudiera incluso ignorar los preceptos constitucionales. Edouard Laboulaye, por ejemplo, pondría bien a las claras esta circunstancia cuando, al comparar el sistema constitucional estadounidense con la situación jurídica y política

39 A. Hamilton, J. Madison y J. Jay, El Federalista, cit., n.º LXXVIII, p. 332.40 Cfr., a este respecto, P. De Vega, La reforma constitucional..., cit., p. 41. En el mismo sentido, cfr., también, S. A. Roura Gómez, La defensa de la Constitución en la Historia Constitucional española. Rigidez y control de constitucionalidad en el constitucionalismo histórico español, Madrid, 1988, pp. 92-105.41 Cfr. F. W. Jerusalem, Die Staatsgerichsbarkeit, Tubinga, 1930, p. 54. Sobre la inescindible relación entre la técnica del federalismo y el control de constitucionalidad, cfr., por todos, H. Kelsen, “La garanzia giurisdizionale della Costituzione (la giustizia costituzionale)”, (1928), y “Le giurisdizione costituzionale e amministrativa al servizio dello Stato Federale, seconde la nuova Costituzione austriaca del 1.º ottobre 1920" (1923-1924), ambos en el vol. La Giustizia Costituzionale, Milán, 1981, pp. 203-204 y 5-45, respectivamente. P. De Vega, “Jurisdicción constitucional...”, cit., p. 100. A. La Pergola, “Federalismo y Estado Regional. La técnica italiana de la autonomía a la luz del Derecho Comparado”, Revista de Política Comparada, n.º 10-11 (1984), p. 196. J. Pérez Royo, Tribunal Constitucional y división de poderes, Madrid, 1988, pp. 46-47. P. Cruz Villalón, La formación del sistema europeo de control de constitucionalidad (1918-1939), Madrid, 1989, passim. J. Ruipérez, La protección constitucional de la autonomía, Madrid, 1994, pp. 169 y ss. S. A. Roura Gómez, Federalismo y justicia constitucional en la Constitución española de 1978. El Tribunal Constitucional y las Comunidades Autónomas, Madrid, 2003, pp. 27-28.42 Importa advertir, en este sentido, que si bien, como afirmó ya H. Kelsen (“Le giurisdizioni..., cit., p. 18), la justicia constitucional es, ante todo y sobre todo, un mecanismo de control de constitucionalidad de las leyes, es lo cierto que no basta con que este último exista para que quepa hablar de una verdadera justicia constitucional. Y esto es lo que sucede en Estados Unidos, y de una manera muy particular en 1803. El Prof. De Vega ha realizado una muy importante observación en este sentido. Señala el Maestro que “Come osservato da Jerusalem, la costituzionalità delle leggi si presenta in America come logica necessità di coerenza giuridica in un sistema di costituzione rigida, la cui principale fonzione giuridica è di mantenere l’unità dell’organizzazione federale. [...]. Quando il giudice Marshall dettò la sua sentenza era ancora in vigore in U.S.A. la schiavitù [...] Oggi, parlare di giustizia costituzionale in presenza della schiavitù come istituzione sociale, sarebbe sicuramente un sarcasmo”. Vid. P. De Vega, “Problemi ed prospettive della giustizia costituzionale in Spagna”, en G. Lombardi (ed.) Y otros, Costituzione e giustizia costituzionale nel Diritto Comparatto, Rimini, 1985, p. 129.

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europea, escribía que en Europa la “constitución declaraba que la libertad individual será respetada, que nadie podrá ser juzgado sino por sus jueces naturales y que los acusados serán juzgados por el jurado. Tiene lugar un motín, o una asonada y se hará una ley para enviar á (sic) los ciudadanos ante los consejos de guerra. Apelarán á (sic) los tribunales mostrándoles la constitución, y estos (sic) responderán que no conocen mas (sic) que la ley”43.

La Constitución, en definitiva, pasaba a ser entendida de un modo muy diverso a cómo lo había sido en el marco del Estado Constitucional liberal. En efecto, frente a la comprensión, según la común opinión, como un mero documento político que consagra principios y valores, y cuya fuerza jurídica, obligatoria y vinculante, dependía de que sus mandatos fueran desarrollados por el Legislador ordinario, que es, aunque con alguna matización que luego haremos, como se entendía en el Estado burgués de Derecho, en el Estado Constitucional democrático y social, por el contrario, los Textos Constitucionales serán definitivamente elevados a la condición de norma jurídica suprema en el Estado. Comprensión ésta que a la que contribuyeron, y en forma decisiva, las construcciones teóricas de los autores del positivismo jurídico formalista, y posteriormente el jurisprudencial. Éstos, bien conocido es, se dedicaron realmente a difundir por doquier este nuevo entendimiento de los Códigos Fundamentales, resaltando, sobre todo, su dimensión normativa al proclamar de manera solemne a las Constituciones como auténticas normas jurídicas que, como tales, habrían de ser aplicadas por jueces y tribunales.

III.- LA INCAPACIDAD DEL IUSPUBLICISMO PREWEIMARIANO PARA CONSTRUIR UNA TEORÍA DE LA CONSTITUCIÓN COMO DERECHO DE LA LIBERTAD Y DE LA DEMOCRACIA

Importa advertir, de manera inmediata, y de modo ineludible, que la verdadera magnitud de la anterior transformación no puede ser comprendida, al menos no de una forma plena, desde el análisis de la cuestión en términos meramente jurídicos. La razón es fácilmente comprensible. Lo que sucede es que aquel magnífico, y transcendental, cambio en la naturaleza de los Textos Constitucionales es tan sólo el lógico y consecuente resultado de unas causas que tienen un carácter fundamentalmente político. Siendo así, obvio debiera ser que su ponderada y cabal explicación y comprensión sólo podrá obtenerse desde la óptica política de la cuestión. Y es que, como a nadie debería ocultársele, ambos entendimientos de los Códigos Jurídico-Políticos Fundamentales, -el de la etapa del constitucionalismo liberal, y el que se inicia con el fin de la Primera Guerra Mundial y se consolida con el de la Segunda-, son el fruto de las singulares circunstancias políticas que vivió Europa, y fueron, en último, extremo, las que determinaron que, hasta la entrada en escena del constitucionalismo democrático y social, en el Viejo Continente las Leyes Constitucionales no pudieran ser entendidas, no ya, y como indica, por ejemplo, Carré de Malberg44, como una verdadera Lex Superior, sino que, lo que es mucho más grave, -y como, con total acierto y absoluta contundencia, ha denunciado mi dilecto Maestro45-, ni siquiera podían hacerlo como auténticas Constituciones.

43 E. Laboulaye, Estudios sobre la Constitución de los Estados Unidos, Sevilla, 1869, t. 2, p. 201. En general sobre el tema que aquí ocupa, vid., también, pp. 195-224.44 Cfr. R. Carré de Malberg, La loi, expression de la volonté générale. Étude sur le concept de la loi dans la Constitution de 1875 (1931), París, sine data (pero 1984), pp. 110-111.45 Cfr. P. De Vega, “Prólogo” a A. de Cabo de la Vega (ed.), La Constitución española de 27 de diciembre de 1978, Madrid, 1996, p. XIV.

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No podemos, como es obvio, detenernos aquí a realizar una exposición exhaustiva y pormenorizada de esta problemática46. Intentarlo siquiera, nos alejaría, de manera irremediable y fatal, de nuestro objeto de atención en estas páginas.

Bástenos con indicar, ahora, que las consecuencias jurídicas que se producían, desde el primer momento, en el ámbito de los Estados Unidos de América, eran imposibles en la Europa liberal. No puede ignorarse que si, como ha puesto de manifiesto Bastid47, también en los procesos revolucionarios liberal-burgueses europeos se procedió a la proclamación enfática de todos los principios y valores que definen el constitucionalismo moderno, es lo cierto, sin embargo, que los mismos encontraron grandes dificultades para su puesta en marcha y desarrollo. Y ello, como decimos, por motivos de índole política. Entre ellos, y de forma fundamental, la existencia de unos monarcas que se resistían a abandonar su antigua posición de reyes absolutos, y que, en definitiva, obligaron a tratar de edificar el Estado Constitucional sobre la confrontación del principio democrático y el principio monárquico. Lo que habría de generar unas muy graves consecuencias para la posibilidad misma del Estado Constitucional en el Viejo Continente.

Es menester recordar que, frente a la clara, incontrovertida y definitiva aceptación del dogma de la soberanía del Pueblo en los Estados Unidos, lo que la Europa de finales del siglo XVIII, todo el XIX y los primeros años del XX conoció fueron etapas en las que el principio democrático era o bien defectuosamente afirmado48, como sucedió en el período revolucionario como consecuencia, aunque pueda parecer paradójico -sobre todo si se toma en consideración su más que sobresaliente soberbia al afirmarse como el verdadero creador de la teoría democrática del Poder Constituyente49-, de las concepciones mantenidas por Sieyès; o bien era negado de una manera radical, como se hizo en la llamada “restauración”, con la vuelta a los esquemas políticos del Ancient Régime, o, finalmente, falsificado, como ocurrió con el liberalismo doctrinario y su teoría de la soberanía compartida y del pacto Rex-Regnum. Circunstancia ésta que, como es lógico, no podría dejar de generar una serie de consecuencias para la vida del Estado Constitucional. Consecuencias que, desde el punto de vista de la política práctica, fueron, ciertamente, nefastas en cuanto que venían a dificultar el desarrollo y definitiva consolidación de aquella forma política en Europa.

De cualquier modo, lo que a nosotros interesa ahora, no es tanto la propia dinámica de estas singulares circunstancias en el mundo de la política práctica, cuanto la repercusión que las mismas tuvieron en el ámbito teórico del Estado, la Política y el Derecho. Influencia que, como para nadie puede ser un misterio, en modo alguno fue pequeña. En efecto, la confusión habida en el ámbito de la política práctica, determinaría la forja de un Derecho Constitucional que, falsificado en sus

46 Sobre este particular, me permito, por comodidad, remitirme a J. Ruipérez, El constitucionalismo democrático en los tiempos de la globalización. Reflexiones rousseaunianas en defensa del Estado Constitucional democrático y social, México, 2005, concretamente el cap. segundo (“Hacia la consolidación del Estado Constitucional, o de la Historia de la lucha por el principio democrático y su eficacia”), pp. 63-134.47 Cfr. P. Bastid, L’idée de Constitution (1962-1963), París, 1985, p. 15.48 Cfr., en este sentido, P. De Vega, “Supuestos políticos...”, cit., p. 399.49 Recuérdese, a este respecto, que Sieyès no dudó en afirmar que “En efecto, una idea fundamental fue establecida en 1788: la división del Poder Constituyente y los poderes constituidos. Descubrimiento debido a los franceses, que contará entre los hitos que hacen avanzar a las ciencias”. Así las cosas, y en la medida en que 1788 fue el año en que redactó su “¿Qué es el Estado llano?”, no puede caber duda de que lo que en realidad está haciendo Sieyès es atribuirse el honor de ser él, y no otro, quien había elaborado la noción de Poder Constituyente como un poder soberano, absoluto e ilimitado en el contenido, material y formal, de su voluntad [cfr., en este sentido y sobre esto último, E.-J. Sieyès, “Proemio a la Constitución. Reconocimiento y exposición razonada de los Derechos del Hombre y del Ciudadano” (1789), en el vol. Escritos y discursos de la Revolución, Madrid, 1990, p. 100]. Vid. E.-J. Sieyès, “Opinión de Sieyès sobre varios artículos de los Títulos IV y V del Proyecto e Constitución. Pronunciado en la Convención del 2 de Thermidor del año III de la República”, en el vol. Escritos y discursos de la Revolución, cit., p. 262.

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presupuestos centrales -de manera fundamental, en cuanto a la teoría democrática del Poder Constituyente y sus consecuencias-, acabaría convirtiéndose en un auténtico esperpento teórico, destinado a teorizar y justificar un pseudo-constitucionalismo, o constitucionalismo ficticio, “que terminaba no siendo constitutivo de nada, ni siquiera del propio Estado al que se daba por presupuesto”50, y con el que, en realidad, se pretendía ocultar, y enmascarar, las verdaderas relaciones de poder en la Comunidad Política.

Señala, a este respecto, Hermann Heller, -sin duda alguna, y como iremos viendo, el más lúcido, coherente y válido de los estudiosos del Estado Constitucional-, que en “una etapa en la que los fundamentos del pensamiento político eran la legitimación democrático-nacionalista y la explicación inmanente del estado, el constitucionalismo monárquico obligó a la doctrina a convertirse en una teoría del principio monárquico y a fijar en el príncipe la totalidad del poder estatal”51. Se pone de manifiesto, de esta suerte, la tensión, latente o explícita, entre el dogma político de la soberanía del Pueblo, como principio legitimador y vertebrador del Estado Constitucional, y el dogma de la soberanía del príncipe, que, en rigor, era el principio legitimador de la monarquía absoluta en el Antiguo Régimen. En la forja dogmática de un Derecho Constitucional ad hoc, los académicos de la época se veían, irremediablemente, obligados a tratar de conjugar tan dispares principios.

En la ejecución de este empeño, se vio, por ejemplo -y como pone de relieve Heller52-, Hegel obligado a realizar una sensacional, y no menos sorprendente, pirueta retórica. De lo que se trataba, en último extremo, era de conciliar la idea de que la soberanía pertenece el Pueblo, que es, en rigor, la que defendería el autor de la “Rechtsphilosophie”, con la existencia en el Estado de un monarca y con el principio monárquico absoluto. Para ello, el ilustre Profesor de la Universidad de Berlín procederá, en primer lugar, a proclamar su absoluta compatibilidad. En este sentido, Hegel escribiría que “Pero una soberanía popular tomada como antítesis de la soberanía que reside en el monarca, es en el sentido vulgar con el cual se ha comenzado a hablar de la soberanía popular en la época moderna; y en tal oposición la soberanía popular corresponde a la confusa concepción que tiene como base la grosera representación del pueblo. [...] El pueblo representado sin su monarca y sin la organización necesaria y directamente ligada a la totalidad, es una multitud informe que no es Estado y a la cual no le incumben ninguna de las determinaciones que existen en la totalidad hecha en sí, esto es, soberanía, gobierno, jurisdicción, magistratura, clases y demás”53.

Fundaba, de esta suerte, Hegel la doctrina de la soberanía del Estado. Con ella, y en la medida en que, ahora, la titularidad de la soberanía se atribuía al Estado, es decir, al Pueblo con su rey, se entendía que quedaban definitivamente superadas todas aquellas dificultades e inconvenientes para la construcción de una teoría del Derecho Constitucional constitucionalmente adecuada. Al fin y al cabo, lo que sucede es que, con la apelación a la noción de la “soberanía del Estado”, creyó Hegel demostrar que no sólo resultaba perfectamente posible reconciliar las ideas de soberanía popular y soberanía del monarca, sino que, además, tal conciliación devenía necesaria, ineludible e inevitable. Y ello, por cuanto que, como escribe Heller, para el Profesor berlinés “el concepto de la soberanía del príncipe «no era un concepto derivado, sino, pura y simplemente, el principio mismo de la soberanía»”54.

50 P. De Vega, “En torno al concepto...”, cit., p. 716.51 H. Heller, La soberanía..., cit., p. 159.52 Cfr. H. Heller, Hegel und der nationale Matchstaatsgedade in Deutschland: ein Beitrag zur politsche Geistesgeschiche, Druck, 1921, pp. 110 y ss.53 W. F. Hegel, Filosofía del Derecho, Buenos Aires, 1968, 5.ª ed., n. 279, p. 238.54 H. Heller, La soberanía..., cit., p. 161.

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Fue, asimismo, la doctrina de la soberanía del Estado de la que se sirvieron los primeros positivistas jurídicos, como movimiento mayoritario del momento, para la elaboración de sus diversas Teorías Generales del Estado y del Derecho Constitucional. La única diferencia con Hegel se concretaba en que mientras que este último trataba, con la apelación y, de una u otra suerte, divinización del Estado y la atribución a éste de la soberanía total -lo que acabo, por un lado, sirviendo de fundamento teórico al Estado totalitario preconizado por fascistas y nacional-socialistas, y, por otro, para justificar el recelo con el que liberales, demócratas y socialistas actuaban respecto de las construcciones hegelianas55-, de conjugar las ideas de soberanía del Pueblo y soberanía del monarca, convirtiéndose, así, -y en la medida en que su formulación sirvió para abrir “al principio monárquico la puerta trasera del Estado de Derecho”56-, en el teórico político del constitucionalismo monárquico57, a los autores del primer positivismo jurídico, de una manera muy principal a los alemanes, esta idea les servía para rechazar en forma absoluta el dogma político de la soberanía popular58.

Este fue, justamente, el rasgo más característico de la construcción teórica de la Escuela Alemana de Derecho Público. En efecto, más allá de que, como denunció Max von Seydel59, sus formulaciones tuvieran un marcado carácter autoritario, lo realmente definidor de esta escuela, y de una manera muy particular con los trabajos de von Gerber60 y, fundamentalmente, de Laband61 -como, al decir de Heller, “el jefe intelectual de esta jurisprudencia política positivista, [que] manifestaba franca y donosamente que la monarquía era una «institución para asegurar la firmeza del orden del Estado»”62-, es que lo “que forja la dogmática del Derecho público alemán es el Principio Monárquico, según el cual la soberanía, si bien se asigna al Estado, continúa encarnada en la figura del príncipe”63. Buena prueba de ello es, como indica Hermann Heller, el propio concepto de Constitución propuesto por aquéllos: “es [escribirá Heller] una auto-limitación que voluntariamente se impone el monarca, quien, no obstante la auto-limitación, o mejor aún, precisamente por ser un acto autolimitativo, conserva la soberanía; en consecuencia, la constitución no debe ser considerada como si fuese una norma fundamental creada por el estado como totalidad”64.

A esta confusión no lograría escapar ni siquiera Georg Jellinek. Afirmación ésta en la que, acaso, resulte oportuno detenerse para otorgar una mayor claridad a nuestro discurso.

No se trata, ni mucho menos, de realizar aquí un enjuiciamiento general de la obra del Maestro de Heidelberg65, cuyo valor, en cuanto que, como señaló ya Heller66, constituye la

55 Cfr., en este sentido, y por todos, P. De Vega, “Mundialización y Derecho Constitucional:...”, cit., p. 20.56 H. Heller, Las ideas..., cit., p. 66.57 Cfr., en este sentido, H. Heller, Las ideas..., cit., p. 25.58 Cfr. H. Heller, La soberanía..., cit., p. 161.59 Cfr. M. von Seydel, Staatschtliche und politische Abhandlungen, Leipzig, 1893, p. 140.60 C. F. von Gerber, Diritto Pubblico, Milán, 1981.61 P. Laband, Le Droit Public de l’Empire Allemand, París, 1900 (t. I), 1901 (t. II), 1902 (t. III), 1903 (tt. IV y V) y 1904 (t. VI); Die Wandlungen der deutschen Reichverfassung, Dresde, 1895; “Die Geschichliche Enwicklung der Reichverfassung seit Reichsgründung”, Jahrbuch des öffentlichen Rechts, vol. I (1907), pp. 1 y ss.62 H. Heller, Las ideas..., cit., p. 42.63 P. De Vega, “Jurisdicción constitucional...”, cit., p. 102, nota 21.64 H. Heller, La soberanía..., cit., p. 161.65 En general sobre Jellinek y su obra, cfr., por todos, P. Lucas Verdú, “Estudio preliminar” a G. Jellinek, Reforma y mutación de la Constitución (1906), Madrid, 1991, pp. XI-LXXX.66 Cfr. H. Heller, “Osservazionni sulla problematica attuale della Teoria dello Stato e del Diritto” (1929), en el vol. La sovranità ed altri scritti sulla Dottrina del Diritto e dello Stato, Milán, 1987, pp. 368-369; Teoría del Estado (1934), México, 1983, 1.ª ed., 9.ª reimpr., p. 42.

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aportación más valiosa del positivismo jurídico formalista a la concepción del Derecho Constitucional como ciencia de la realidad estatal y que, en todo caso, otorga, por vez primera en la Historia, una explicación sistemática al Derecho del Estado, está fuera de toda duda. No puede ignorarse, a este respecto, que la publicación de su Allgemeine Staatslehre -que, como síntesis perfecta y magistral de la Teoría del Estado del siglo XIX y primeros años del XX (Kelsen67), condenó al olvido a los, por lo demás, excelentes trabajos de los, por ejemplo, Conrad Bornhak68, Hermann Rehm69 o Richard Schmidt70- supuso, justamente, y de modo indudable e indiscutible, el momento de máximo esplendor y el hito más glorioso de la época del positivismo jurídico formalista, aunque también, y de forma paradójica, el inicio de su declive como método científico71. Lo que nos interesa es tan sólo poner de manifiesto que fue, de manera harto evidente, la circunstancia de que Jellinek mantuviese la doctrina de la soberanía del Estado la que, en última instancia, determinó la imposibilidad de que su obra sirviese para atribuir a la Constitución su eficacia jurídica plena.

Concibió Jellinek la soberanía, que es única e indivisible72, como “la cualidad de un Estado en virtud de la cual no puede ser obligado jurídicamente más que por su propia voluntad”73, y que, finalmente, comporta el derecho del Estado soberano “de fijar su competencia dentro de los límites que le son adjudicados por su naturaleza”74. No es éste el momento oportuno par entrar a discutir si la equiparación que, como otros muchos jurístas del siglo XIX y principios del XX (p. ej., Laband, Liebe, Zorn, Borel, Meyer-Anschütz, Haenel, Le Fur, Carré de Malberg, Kunz, Mouskheli, Verdross, etc.), realiza Jellinek entre la soberanía y la competencia sobre la competencia (Kompetenz-Kompetenz) es, o no, correcta. Aunque, de cualquier modo, no está de más advertir que una tal identificación fue ya certeramente impugnada por Carl Schmitt, cuando escribió que “el concepto de «competencia de competencias», entendido como «soberanía», es, en sí mismo, contradictorio. Soberanía no es competencia, ni siquiera competencia de competencias. No hay ninguna competencia ilimitada si la palabra debe conservar su sentido y designar una facultad regulada de antemano por normas, circunscrita con arreglo a una figura y, por lo tanto, delimitada. La palabra «competencia de competencias», o significa una competencia auténtica, en cuyo caso no tiene nada que ver con la soberanía ni puede ser empleada como fórmula de soberanía, o es una denominación general de un poder soberano, y entonces no se comprende por que ha de hablarse de «competencia»”75.

Lo que importa es que, concebida de este modo la soberanía, -que, en todo caso, y como medio para salvar la estatalidad de los Länder en el marco de la Constitución guillermina de 1871, no considera una cualidad del Estado76-, el insigne Profesor de Heidelberg no dudará en afirmar que el titular de este poder puede ser tan sólo el Estado. Atribución ésta que, como decímos, es la que

67 Cfr. H. Kelsen, Teoría General del Estado, México, 1979, 15.ª ed., p. IX.68 C. Bornhak, Allgemeine Staatslehre, Berlín, 1896.69 H. Rehm, Allgemeine Staatslehre, Friburgo-Leipzig-Tubinga, 1899.70 R. Schmidt, Allgemeine Staatslehre, Leipzig, 1901, 2 vols.71 Cfr., en este sentido, y por todos, P. De Vega, “El tránsito...”, cit., pp. 65-66.72 Cfr. G. Jellinek, Teoría General del Estado, Buenos Aires, 1981, pp. 296-297 y 373 y ss.73 G. Jellinek, Die Lehre von der Staatenverbindungen, Viena, 1883, p. 34.74 G. Jellinek, Die Lehre..., cit., p. 35.75 C. Schmit, Teoría de la Constitución (1928), Madrid, 1982, p. 367.76 Cfr. G. Jellinek, Teoría General..., cit., pp. 365-367, 368-369 y 370-371. Para una crítica a esta concepción y sus ulteriores consecuencias, cfr., por todos, C. Schmitt, “El problema de la soberanía como problema de la forma jurídica y de la decisión”, anexo a C. Schmitt, El Levitán en la Teoría del Estado de Thomas Hobbes (1930), Granada, 2004, pp. 79-94.

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incapacitaría a Jellinek para extraer todas las consecuencias políticas y jurídicas que habrían de derivarse de un Texto Constitucional concebido como una auténtica y verdadera Constitución. Entre ellas, la de la eficacia jurídica y fuerza obligatoria y vinculante del Código Fundamental. Y ello por unas razones muy similares a las que impidieron también a los otros autores de la Escuela Alemana de Derecho Público el hacerlo.

Cierto es que, aunque reconociendo, no obstante, una competencia singular sobre todas las cuestiones estatales en favor del monarca que, en último extremo, aparecería configurado como jefe de todos los empleados públicos, incluidos los jueces77, Georg Jellinek renunció a atribuir directamente la soberanía al Jefe del Estado78 desde una pretendida equiparación e identificación, -mantenida, empero, por otros juristas coetáneos a él (v. gr., von Seydel79, Bornhak80, Le Fur81)-, de éste con el Estado mismo. De hecho, Jellinek82 se opondrá frontalmente tanto esta equiparación, como a la atribución de la soberanía al gobernante. Circunstancia ésta que parece separar las tesis de Jellinek de aquellas construcciones de los von Gerber y Laband en las que, fundamentadas en el principio monárquico, se acabaría concluyendo que la soberanía del Estado era, irremediablemente, la soberanía del príncipe. Ocurre, sin embargo, que esta separación es mucho más aparente que real. En efecto, también en la obra del Maestro de Heidelberg acabaría el monarca configurado como el único depositario posible de la soberanía del Estado. Y ello, como consecuencia, directa e inmediata, de su concepción de la necesidad de la representación del Estado. Veámoslo con un cierto detenimiento.

Entendió, con carácter general, Georg Jellinek que “Toda asociación necesita de una voluntad que la unifique, que no puede ser otra que la del individuo humano. Un individuo cuya voluntad valga como voluntad de la asociación, debe ser considerado, [...], como un instrumento de la voluntad de ésta, es decir, como órgano de la misma”83. Surge, de este modo, la idea de que toda asociación humana requiere, para poder llevar a cabo su actividad, de la representación, entendiendo por tal “la relación de una persona con otra o varias, en virtud de la cual la voluntad de la primera se considera como expresión inmediata de la voluntad de la última, de suerte que jurídicamente aparezca como una sola persona”84. Esquema éste al que el Estado, como singular y suprema asociación organizada, no puede escapar. Su aplicación se hace, incluso, más necesaria que en cualquier otra asociación humana, y ello como consecuencia de la particular naturaleza del Estado. Jellinek lo pondrá claramente de manifiesto, cuando advierte que al ser el Estado un ente abstracto, lo que sucede es que “Todo Estado necesita de un órgano supremo. Este órgano es aquel que pone y conserva en actividad al Estado y posee el poder más alto de decisión. En todo Estado es necesario un órgano que dé impulso a la actividad total de aquél y cuya inacción habría de llevar consigo por tanto la paralización del Estado”85. No dotar al Estado de estos órganos supondría, en

77 Cfr., en este sentido, G. Jellinek, Sistema dei diritti pubblici subjetivi, Milán, 1912, p. 175, nota 3.78 Cfr., a este respecto, y por todos, H. Heller, La soberanía..., cit., pp. 161-162.79 Cfr. M. von Seydel, Grundzüge einer allgemeinen Staatslehre, Würzburg, 1873, pp. 1 y ss., y 4 y ss.80 Cfr. C. Bornhak, Preussisches Staatsrecht, Friburgo, 1888, vol. I, pp. 64 y ss., 128 y ss.; Allgemeine Staatslehre, cit., p. 13.81 Cfr. L. Le Fur, État Fédéral et Confédération d’États (1896), París, 2000, pp. 457-459, 490, 590, 593, 671-673, 708 y ss., y 730; “La souveranité et de Droit”, Revue de Droit Public, 1908, p. 391.82 Cfr. G. Jellinek, Teoría General..., cit., pp. 357 y ss.83 G. Jellinek, Teoría General..., cit., p. 410.84 G. Jellinek, Teoría General..., cit., p. 429.85 G. Jellinek, Teoría General..., cit., p. 419.

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ultima instancia, y en opinión del ilustre jurista de Heidelberg86, condenarle a vivir en la anarquía, que es absolutamente contradictorio con la esencia misma del Estado.

En tales circunstancias, fácil resulta deducir que la gran pregunta a la que ha de encontrarse solución es la de ¿quién puede ser ese órgano supremo al que, como tal, ha de corresponder la representación del Estado? Para dar respuesta a este interrogante, formulará Jellinek una distinción que, en último término, acabará identificando a éste con von Gerber y Laband en su consideración, como señala, por ejemplo, Baldassarre87, juristas del poder cuya única preocupación, e intención, era la de construir un sistema que permitiera el definitivo fortalecimiento y consolidación de la posición jurídica y política del Emperador en el contexto de la Constitución alemana de 1871. Nos referimos, innecesario debiera ser aclararlo, a la idea jellinekiana88 de que en las Repúblicas democráticas, erigidas sobre el dogma político de la soberanía del Pueblo, el Jefe del Estado es, sí, un órgano inmediato, aunque éste sólo podrá ser considerado como un órgano secundario, entendiendo por tal aquél que representa al órgano primario -el Pueblo, en este caso-, actúa para ejecutar las acciones de éste y, además, puede ser representado por otro órgano89. Por el contrario, en las monarquías, los reyes son los órganos primarios del Estado.

Así las cosas, la conclusión a la que llegará Jellinek se presenta como algo meridiano, y sólo puede ser una. En el Imperio guillermino, que es lo que realmente interesa a Jellinek, tan sólo el Kaiser, en tanto en cuanto órgano inmediato y primario que, incluso, es anterior al propio Estado, puede asumir la representación de la Comunidad Política. Ocurre, además, que el Emperador, como representante del Estado soberano que es, se convertirá, él mismo, en el soberano o, como mínimo, en el único depositario legítimo de la soberanía en el Estado. Condición ésta que, y esto es lo que realmente es importante y resulta transcendente para lo que aquí interesa, le corresponde en todo momento.

El embate que una tal comprensión supone para la consolidación, desarrollo, ponderado funcionamiento e, incluso, la posibilidad misma de la forma política “Estado Constitucional”, resulta difícilmente cuestionable. Y es, a nuestro juicio, tan evidente como peligrosa.

Es menester recordar que, como, entre otros, han puesto de manifiesto Carl Schmitt90 y, mucho más recientemente, Pedro De Vega91, parte el Estado Constitucional del principio de que, una vez que el Código Fundamental ha sido aprobado y ha entrado en vigor, el Poder Constituyente, como depositario legítimo del ejercicio de la soberanía del Pueblo, ha de desaparecer de la escena política para entrar en una fase de letargo, de la que tan sólo saldrá cuando en la Comunidad Política de que se trate se haga necesario el darse una nueva Constitución. De esta suerte, nos encontramos con que la aprobación, y entrada en vigor, del Texto Constitucional implica la entrada en escena de una nuevos sujetos: los poderes constituidos. Éstos, como elemento central y basilar de su propio concepto, se definen por no ser poderes soberanos, y que, en la medida en que han sido creados y ordenados por la Constitución, a la que, por lo demás, deben todas sus facultades, han de limitar su actuación a lo establecido por la Ley Constitucional, contra la que nunca podrán ir. Circunstancia ésta que si, desde un punto de vista jurídico-político, permite afirmar, por ejemplo, a

86 Cfr., en este sentido, G. Jellinek, Teoría General..., cit., p. 412.87 Cfr. A. Baldassarre, “Constitución y teoría de los valores”, Revista de las Cortes Generales, n.º 32 (1994), p. 18.88 Cfr. G. Jellinek, Teoría General..., cit., p. 447.89 Cfr. G. Jellinek, Teoría General..., cit., p. 414.90 Cfr. C. Schmitt, Teoría..., cit., pp. 108-109 y 186-200.91 Cfr. P. De Vega, La reforma constitucional..., cit., pp. 34-37 y 74-76.

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un Martin Kriele92 o a un Carl Friedrich93 que lo que auténticamente definidor del Estado Constitucional es el que, en su seno, y siempre en condiciones de normalidad, no hay soberano, autoriza, asimismo, y en vía de principio, a dar la razón a Paine94, Krabbe95 y Kelsen96 cuando, desde una perspectiva estrictamente jurídica, proclaman que la única soberanía posible en el Estado es la de la Constitución, sobre todo si se entiende que con este aserto lo que se pretende es indicar que, en el Estado Constitucional actuante, el Pueblo soberano mantiene de forma indirecta su presencia en la vida de aquél a través de un Código Constitucional que es obra suya97.

Este esquema, como de una u otra forma había sucedido ya con la doctrina de Sieyès98, es el que desaparece en la obra de Jellinek. Y lo hace como consecuencia, directa, inmediata y fatal, de introducir en la vida del Estado Constitucional ya operante a un sujeto, el Kaiser, al que se le tiene como soberano en todo momento. Toda la lógica del Estado Constitucional queda, de esta suerte, destruida.

De ahí se deriva, como no ha de ser, en nuestra opinión, difícil de entender y compartir, la incapacidad que mostró el insigne Profesor de Heidelberg para conseguir alcanzar en su obra la auténtica afirmación de la Constitución como norma jurídica suprema. La razón es fácilmente comprensible.

Nadie puede ignorar que Georg Jellinek, llevado por su indudable ingenio, comprendió perfectamente que los Textos Constitucionales no eran sólo meros documentos de gobierno en lo que, en último extremo, se consignaban los principios y valores por lo que habría de conducirse la vida de la Comunidad Política. Por el contrario, entendió que aquéllos tenían una dimensión jurídica, y una proyección normativa, inherente a su propio concepto. Buena prueba de ello son las proclamas que realiza el que, sin disputa, se presenta como el más válido y útil de los componentes de la Escuela Alemana de Derecho Público. Así, el ilustre jurista alemán no duda en afirmar que las “Constituciones contienen preceptos jurídicos”99, o que se trata de normas jurídicas singulares en cuanto que las “leyes constitucionales suelen rodearse de garantías específicas para asegurar su inquebrantabilidad. [...]. Solamente donde se dan semejantes garantías puede hablarse, propiamente de leyes constitucionales en sentido jurídico. Cuando faltan tales garantías esas leyes no se distinguen en nada, según el Derecho Constitucional, de las otras”100, o, por último, el que de estas garantías se deriva una cierta superioridad de la Constitución, ya que “Por encima del legislador [ordinario] se eleva aún el poder superior de las leyes fundamentales, que son los pilares firmes en que se basa toda la estructura del Estado. Estas Leyes fundamentales, inconmovibles, difíciles de cambiar, deben dirigir la vida del Estado merced a su poder irresistible. No pueden alterarse por los

92 Cfr. M. Kriele, Introducción a la Teoría del Estado. Fundamentos históricos de la legitimación del Estado Constitucional democrático, Buenos Aires, 1980, pp. 149 y ss., y 318 y ss.93 Cfr. C. J. Friedrich, La Democracia como forma política y como forma de vida, Madrid, 1962, 2.ª ed., pp. 33-34; Gobierno constitucional y Democracia. Teoría y práctica en Europa y América, Madrid, 1975, vol. I, p. 60; El hombre..., cit., p. 372.94 Cfr. Th. Paine, “El sentido común...”, cit., p. 42.95 Cfr. H. Krabbe, Lehre der Reichssouveränität: Beitrag zur Staatslehre, Groningen, 1906, p. 97.96 Cfr. H. Kelsen, Teoría General del Estado, cit., pp. 141 y ss.97 Sobre esta consideración, cfr., por todos, P. De Vega, La reforma constitucional..., cit., p. 20.98 Sobre este particular, me remito, por comodidad, a J. Ruipérez, El constitucionalismo democrático..., cit., pp. 112-119, especialmente pp. 117 y ss., y bibliografía allí citada.99 G. Jellinek, Reforma y mutación de la Constitución (1906), Madrid, 1991, p. 4.100 G. Jellinek, Reforma..., cit., p. 15. Cfr., también, G. Jellinek, Teoría General..., cit., pp. 401 y ss., en particular p. 403.

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poderes establecidos, sólo pueden modificarse según sus propias normas que son difícilmente actuables”101.

Ocurre, no obstante, que estas tan categóricas sentencias pierden toda su virtualidad en el terreno de la realidad. Y ello por la sencillísima razón de que las mismas están, de manera irresistible y fatal, condenadas a disolverse en el ámbito de la retórica y de las buenas intenciones como consecuencia de la afirmación que, como el resto de sus compañeros de Escuela, hace Georg Jellinek del principio monárquico. Al fin y al cabo, lo que hace Jellinek no es más que repetir los fundamentos del monarquismo alemán que, como, con claridad meridiana y total contundencia y acierto, denunció ya Heller102, determinaron que hasta 1918 no pudiera abrirse paso en Alemania la idea del Estado Constitucional de Derecho en tanto en cuanto ésta pugnaba de modo abierto y frontal con la creencia, directa e inmediatamente derivada de los presupuestos del principio monárquico, de que el monarca era anterior y superior a la Constitución.

A este respecto, es menester advertir inmediatamente que, como consecuencia de esta afirmación, los principios fundamentales, centrales y basilares del Estado Constitucional, -el principio democrático, conforme al cual la soberanía sólo puede corresponder al Pueblo103, y el principio de supremacía constitucional, por el que se entiende que todas las autoridades que actúan en su seno están obligadas al cumplimiento de la Constitución, que es la obra del Pueblo-, se hallan ausentes en toda la formulación teórica de la Escuela Alemana de Derecho Público, incluidas, pese a su mayor rigor y precisión104, las construcciones de Jellinek. De esta suerte, lo que sucede es que el monarca, que, como representante del Estado soberano, se convierte en el verdadero soberano, se sitúa por encima de la Constitución. Con lo que, de manera inevitable, la fuerza normativa de sus preceptos queda limitada a la mera organización de los Poderes Legislativo, Ejecutivo -en cuanto que Gobierno y Administración Pública- y Judicial, pero carecerán de la más mínima fuerza jurídica obligatoria y vinculante respecto del rey. En tales circunstancias, no resultaría exagerado afirmar que lo que de verdad hizo la Escuela Alemana de Derecho Público, ya sea porque atribuyen directamente la soberanía al monarca identificado con el Estado, ya sea porque lo elevan a la condición de soberano por ser el único representante posible del Estado, fue, de una u otra forma, poner en marcha una nueva y reformulada versión de lo que, en relación con la práctica jurídica y política de la Edad Media, McIlwain105 había denominado “enigma Bracton”. Este último, en su “De legibus et Consuetudinibus Angliae”106, había ya incurrido en la contradicción de afirmar, por una parte, que la ley, en cuanto que norma jurídica suprema de la Comunidad Política, obliga tanto a gobernados como a gobernantes, los cuales han de sujetar su actuación a los mandatos de aquélla, y, por otra, proclamar que el rey es un sujeto legibus solutus.

El resultado de todo ello, no podría ser, según nuestro modesto entender, más evidente. Y sus efectos se manifestarán tanto en el orden académico como en el puramente práctico. Mi querido y admirado Maestro, Pedro De Vega, ha realizado una serie de fundamentales observaciones al respecto, que, por compartirlas plenamente, no puedo dejar de consignar.

Ya hemos indicado que, a diferencia de lo que sucedió en Estados Unidos de América, lo que caracterizó la forja del Estado Constitucional en la Europa de finales del siglo XVIII, el XIX y

101 G. Jellinek, Reforma..., cit., p. 5.102 Cfr. H. Heller, Las ideas..., cit., pp. 32 y ss.103 Cfr., a este respecto, y por todos, J. R. A. Vanossi, Teoría Constitucional. I. Teoría Constituyente: fundacional; revolucionario; reformador, Buenos Aires, 1975, pp. 275-296.104 En este mismo sentido, cfr., por todos, A. Baldassarre, “Constitución...”, cit., p. 12.105 Cfr. Ch. H. McIlwain, Constitucionalismo..., cit., pp. 91-116, especialmente pp. 99 y ss.106 H. de Bracton, De Legibus et Consuetudinibus Angliae, New Haven, 1922.

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primeros años del XX, fue el intento de erigir aquél sobre la confrontación entre el principio monárquico y el principio democrático, y, en el terreno de los hechos, con una clara supremacía del primero. Lo que, como decimos, habría de generar consecuencias altamente nocivas para la ponderada y cabal formulación dela Teoría de la Constitución. Y es que, com, con total y absoluta precisión, ha indicado el Profesor De Vega107, el esfuerzo por construir una dogmática que, renunciando al dogma de la soberanía popular como criterio político legitimador del sistema, pretendía vertebrar la Comunidad sobre los presupuestos ideológicos derivados del principio monárquico, lo que hizo fue poner de manifiesto la precariedad y la menesterosidad intelectual de un Derecho Constitucional que no podía, bajo ningún concepto, convertirse en el Derecho de un Estado Constitucional que no existía como realidad histórica. La Teoría Constitucional, elaborada al margen de los principios y valores que determinaron históricamente el nacimiento del constitucionalismo moderno y, además, sin que en la práctica real operasen las condiciones sociales y políticas que requiere aquél, se presentaba, de esta suerte, como una teoría fantasmagórica y espectral con una escasa, o nula, virtualidad práctica. Lo que, en definitiva, obliga a dar la razón a Hermann Heller108 cuando, habida cuenta su excesivo formalismo, acusó a los von Gerber, Laband y Jellinek de caer en el absurdo de edificar una Teoría del Estado, sin Estado, y una Teoría de la Constitución, sin Constitución.

Y si esto es así en el ámbito académico, la falta de eficacia real del principio democrático generaría, también, unas nefastas consecuencias en el campo de la Política y el Derecho prácticos. Consecuencias que se concretaban en aquella tantas veces afirmada ausencia de fuerza jurídica obligatoria y vinculante de los preceptos constitucionales. La Constitución, explicada y obligada a operar desde los supuestos ideológicos derivados del principio monárquico como criterio inspirador, legitimador y vertebrador del Estado, quedaba relegada a la posición de una mera ley ordinaria.

De ahí se deriva, justamente, su escasa eficacia jurídica. En efecto, lo que sucede es que, como ha escrito De Vega, si nadie puede negar que lo que caracterizó a los Textos Constitucionales de finales del siglo XVIII, los del XIX y primeros años del XX fue la falta de eficacia jurídica, es lo cierto que “esa escandalosa carencia no se produjo porque las Constituciones no fueran leyes (que por supuesto lo eran) sino porque no se configuraron ni entendieron propiamente como Constituciones. [...]. Y lo que, en un ejercicio de sorprendente prestidigitación, el constitucionalismo del siglo XIX pretendió efectuar, fue la conversión de la Constitución, que a nivel jurídico sólo puede ser entendida como Lex Superior, en una ley ordinaria, otorgándole, no obstante, a nivel político, un valor simbólico de norma fundamental. Con lo cual, ni jurídicamente las Constituciones sirvieron como leyes, ni políticamente cumplieron las funciones que se les quiso atribuir”109.

IV.- LA PERVIVENCIA DEL POSITIVISMO JURÍDICO FORMALISTA EN EL PERÍODO ENTRE GUERRAS Y SUS CONSECUENCIAS. LA NEGACIÓN DE LA VIABILIDAD DEL DERECHO CONSTITUCIONAL

No hace falta ser en extremo sagaz y perspicaz para comprender que todas aquellas, -por lo demás, colosales-, transformaciones de orden social, económico y, de manera fundamental, políticas que comienzan a ponerse en marcha con el fin de la Primera Guerra Mundial, habrían de generar también consecuencias en el ámbito, práctico y académico, del Derecho. Consecuencias que, en

107 Cfr. P. De Vega, La reforma constitucional..., cit., pp. 23-24.108 Cfr. H. Heller, Teoría del Estado (1934), México 1983, 1ª ed., 9ª reimpr., pp. 68-69, y 42-43.109 P. De Vega, “Prólogo”, cit, pp. XIV-XV.

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último extremo, se concretan en el inicio del ocaso de las formulaciones del positivismo jurídico formalista de la Escuela Alemana de Derecho Público.

Debemos, sin embargo, advertir inmediatamente que el que, a partir de 1918, se iniciase su declive, en modo alguno significa que aquellos postulados, formales y materiales, desapareciesen completamente en el ámbito científico. Antes al contrario, lo que sucede es que, como, con acierto, ha indicado Pedro De Vega, “Resultaría históricamente incorrecto aspirar a reconstruir una línea argumental de carácter teórico que, iniciada en JELLINEK, llegara hasta nuestros días, por la sencillísima razón de que esa línea no existe. Ahora bien, no dejaría de ser igualmente arbitrario y absurdo prescindir absolutamente del pensamiento del positivismo y el formalismo jurídico como algo definitivamente periclitado110.Y es que, en efecto, aquellos postulados no desaparecieron, desde luego, en el período que, sumándonos al criterior general, denominamos “Teoría Constitucional de Weimar”. Pero tampoco lo hicieron en el marco del constitucionalismo surgido tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, de suerte tal que, como nadie puede desconocer, se encuentra muy presente, y sigue operando en muchos aspectos de la actual dogmática del Derecho Público111.

De cualquier forma, lo que a nosotros interesa, aquí y ahora, es tan sólo la influencia que el positivismo jurídico formalista ejerció en la forja dogmática de la Teoría de la Constitución en el período entre guerras. Influencia que en modo alguno fue pequeña. En efecto, durante ese período histórico que se identifica con la vida de la República de Weimar, las tesis metodológicas puestas en pié por la Escuela Alemana de Derecho Público fueron aceptadas, y mantenidas, por no pocos autores, y desde la más diversas posiciones ideológicas.

A) Las intenciones democráticas del positivismo jurídico y su fracaso, o de los ingenieros constitucionales como colaboradores involuntarios de los totalitarismos

Hubo, en este sentido, quien se adscribió a los postulados del positivismo jurídico formalista desde la aceptación de la idea kelseniana de que “En la democracia, la seguridad jurídica reclama la primacía sobre la justicia, siempre problemática; el demócrata propende más al positivismo jurídico que al Derecho natural”112. Tal es el caso, por ejemplo, y con todas las matizaciones que quieran hacerse al respecto113, de Gerhard Anschütz y Richard Thoma114, así como, de algún modo, y a pesar de su oposición al formalismo avalorativo que subyace en su construcción115, del propio Kelsen.

No es, obviamente, éste el momento oportuno para detenernos a discutir sobre la idea del jurista vienés es correcta, parcialmente correcta o claramente incorrecta. Sobre ello habremos de volver más tarde. Aunque, de todos modos, no está de más dejar ya apuntado, con el Maestro De Vega, que la “proposición según la cual el jurista como ingeniero constitucional es el primer servidor de la democracia, sólo vale en la medida en que la estructura democrática [...] se toma como una obra definitiva, como un ente de razón insuperable para el que se ha decretado ya «el fin

110 P. De Vega, “El tránsito...”, cit., p. 67.111 Cfr., en este sentido, y por todos, A. Baldassarre, “Constitución...”, cit., pp. 9-10.112 H. Kelsen, “Forma de Estado y filosofía” (1933), en el vol. Esencia y valor de la Democracia, Barcelona, 1977, 2.ª ed., p. 144.113 Ha de tomarse en consideración, a este respecto, que el propio Thoma advirtió sobre los peligros que se derivaban del normativismo puro de Kelsen. Cfr., así, R. Thoma, Grundriss der allgemeinen Staatslehre, Bonn, 1948, pp. 6 y 7.114 G. Anschütz, Die Verfassung des Deutschen Reich, Berlín, 1921; G. Anschütz y R. Thoma, Handbuch des Deutschen Staatsrechts, Tubinga, 1930, 2 vols.115 Cfr., a este respecto, y por todos, P. De Vega, “El tránsito...”, cit., pp. 73 y ss.

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de la historia». Cuando, por el contrario, se constata que esa organización de la democracia constitucional está cargada de problemas y sumida en múltiples contradicciones, el razonamiento instrumental del jurista a lo único que puede conducir es a convertir su oficio en ese menesteroso quehacer que ya describió Federico de Prusia cuando, dirigiéndose a sus generales, les dijo aquello de «vosotros conquistad sin recato, que ya vendrán los juristas con argumentos para justificaros»”116.

Ninguna dificultad debería existir, en tales circunstancias, para comprender el porqué construcciones elaboradas con la intención de servir de instrumento teórico para la definitiva consolidación de la Democracia, pudieran acabar, en realidad, actuando como magníficos arsenales a los que, sin ningún esfuerzo, podían apelar los grandes dictadores de la pasada centuria para fundamentar su actuación, y para poder afirmar, sin empacho alguno, que el Estado donde gobernaban se constituía en un verdadero Estado de Derecho117, en realidad, y dado la absoluta privación de todo su contenido material operado por el positivismo jurídico formalista, un mero Estado jurídico basado en una vacía nomocracia, donde lo único relevante es la forma118. Y es que, como ha denunciado De Vega119, los totalitarismos de todo tipo demostraron una gran habilidad y astucia para aprovechar y servirse de la atmósfera cultural y política de Weimar para, en última instancia, proceder a la aniquilación de un Derecho Constitucional que, si de verdad es tal, únicamente podría responder a las ideas de Libertad y Democracia. Habilidad y astucia que alcanzaría su máxima expresión en cuanto que, como a nadie puede ocultársele, acababa convirtiéndo a los autores del positivismo jurídico formalista, -incluso a aquéllos que, como ocurría, por ejemplo, con Kelsen, eran unos auténticos demócratas, y se encontraban, además, claramente comprometidos con la defensa de la Welstanschauung democrática frente al peligroso ascenso del

116 P. De Vega, “En torno al concepto...”, cit., pp. 702-703.117 Sobre este particular, y aunque referido de manera concreta a la Italia fascista, cfr., por todos, H. Heller, “Europa y el fascismo” (1929), en el vol. Escritos políticos, Madrid, 1985, pp. 30 y ss., y 56 y ss. Importa advertir que esta práctica no fue, en modo alguno, privativa de los dictadores del período entre guerras, sino que ha sido común a los que ha habido a lo largo de todo el s. XX. La España franquista supone un magnífico ejemplo a este respecto. En efecto, ha de recordarse que como respuesta al informe de 1962 de la Comisión Internacional de Juristas, de Ginebra, con el título “El imperio de la ley en España”, que era fuertemente crítico con la legalidad franquista, el Gobierno publicaría un estudio, dirigido por M. Fraga Iribarne, intitulado “España, Estado de Derecho”. Sobre todo esto, cfr., por todos, R. Morodo, Atando cabos. Memorias de un conspirador moderado, Madrid, 2001, pp. 545-549. De cualquier forma, es menester indicar que la afirmación de la dictadura como Estado de Derecho, realizada por el Gobierno franquista, sería plenamente asumida por todos los juristas conservadores y claramente antidemócratas españoles. Es más, todavía hoy no falta quien, actuando desde el principio monárquico y con los esquemas formalistas construidos por la Escuela Alemana de Derecho Público -singularmente, apelando a Jellinek-, siga afirmando que la España franquista era un auténtico Estado de Derecho. Tal es el caso, p. ej., de Miguel Herrero de Miñón, extrañamente convertido en el gran justificador de los proyectos secesionistas del P.N.V. (vid., a este respecto, M. Herrero de Miñón, Derechos históricos y Constitución, Madrid, 1998). Recuérdese, a este respecto, que Miguel Herrero, que tiene la soberbia de explicar el proceso de transición política como consecuencia directa de la publicación de su opúsculo El principio monárquico: (un estudio sobre la soberanía del rey en las Leyes Fundamentales) (Madrid, 1972), no dudaría en afirmar, ya en el ocaso de su carrera como político práctico en activo, que “porque el Estado franquista, al menos el que yo conocí en la década de los sesenta, era un verdadero Estado de Derecho. Es decir, un Estado en el cual, pese a su precaria legitimidad, los poderes públicos actuaban según normas preestablecidas y donde jueces y funcionarios nos tomábamos muy en serio ese genio expansivo del gobierno de las leyes en lugar del gobierno de los hombres”. Vid. M. Herrero de Miñón, Memorias de estio, Madrid, 1993, p. 22.118 Sobre este particular, además del ya citado “Europa y el fascismo”, cfr., H. Heller, “¿Estado de Derecho o dictadura?” (1929), en el vol. Escritos políticos, cit., pp. 283-301, en especial pp. 288-289.119 Cfr. P. De Vega, “El tránsito...”, cit,. P. 77.

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fascismo y el nacional-socialismo120-, en involuntarios colaboradores de los totalitarismos. Circunstancia ésta de la que si bien no cabe extraer una responsabilidad directa de los aquellos juristas, sí la tienen, habida cuenta de que esta utilización era la lógica consecuencia de sus continuamente proclamados objetivismo científico y neutralidad e indiferentismo ideológico, de modo indirecto. Al fin y al cabo, no puede olvidarse a este respecto que “Es cierto que difícilmente se puede imputar al intelectual el uso o el abuso que el político haga de sus ideas o de sus creaciones. La conversión de la ciencia en ideología no es, sin duda alguna, una operación científica, sino política. Pero no es menos cierto que -[...]- la función concreta del científico, o la función más concreta del intelectual, son también funciones sociales y, como tales, enjuiciables socialmente”121.

Lo que realmente nos interesa es dejar constancia, aquí, de que el mantenimiento del método del positivismo jurídico formalista por parte de los partidarios del régimen democrático no produjo, ni mucho menos, los resultados que aquéllos perseguían y anhelaban. Por el contrario, su pervivencia contribuyó, y no en poco, a que los Textos Constitucionales del período entre guerras encontrasen ciertas dificultades para su definitiva comprensión como verdaderas Constituciones y, en consecuencia, para que pudieran desplegar toda su potencialidad normativa.

La razón de que ello fuese así, es, en nuestra opinión, fácilmente comprensible. Al partir los Preuss, Anschütz, Thoma, etc. de parecidos planteamientos metodológicos y similares contenidos dogmáticos a los que utilizó la doctrina clásica del Derecho Público122, sus conclusiones no podían diferir en mucho de las consecuencias que se derivaban del Derecho Constitucional elaborado por la Escuela Alemana de Derecho Público.

La problemática de la eficacia jurídica de los derechos fundamentales es meridiana a este respecto. De manera harto insistente y reiteradísima, se ha reprochado a la Constitución alemana de 1919 el haber incurrido en la más que sobresaliente incongruencia de, por un lado, proceder a la amplísima y exhuberante proclamación de los “derechos y deberes fundamentales de los alemanes”, a cuyos preceptos, en cuanto que normas fundamentales, se dotaba de fuerza coactiva con vinculación jurídica, y, por otro, reducir a las normas constitucionales declarativas de la libertad civil a la condición de meras normas programáticas carentes, en consecuencia, de fuerza jurídica obligatoria y vinculante directa123. Circunstancia ésta que, en muchas ocasiones, se ha tratado de explicar124 como el lógico y consecuente resultado de la renuncia por parte del Constituyente

120 Cfr., en este sentido, y por todos, A. La Pergola, “Premesa” al H. Kelsen, La Giustizia Costituzionale, Milán, 1981, p. X. P. De Vega, “Supuestos políticos...”, cit., p. 396. A. Baldassarre, “Constitución...”, cit., pp. 23-24, vid., también, y en general, pp. 22-25 y 27 y ss.121 P. De Vega, “Gaetano Mosca y el problema de la responsabilidad social del intelectual” (1971), en el vol. Escritos político constitucionales, México, 1987, 1.ª ed. reimpr., pp. 71-72.122 Cfr., en este sentido, y por todos, P. De Vega, “El tránsito...”, cit., p. 78.123 Cfr., a este respecto, K. Hesse, “Significado de los derechos fundamentales”, en E. Benda, W. Maihofer, H. Vogel, K. Hesse, W. Hyde y otros, Manual de Derecho Constitucional, Madrid, 1996, pp. 85-86; Derecho Constitucional y Derecho Privado, Madrid, 1995, p. 49. H.-P. Schneider, vol. Democracia y Constitución, cit, p. 16 (“Democracia y Constitución. Orígenes de la Ley Fundamental”), 79 (“Aplicación directa y eficacia indirecta de las normas constitucionales”), 123-124 y 133 (“Peculiaridades y función de los derechos fundamentales en el Estado Constitucional democrático”).124 En este sentido, cfr. K. Hesse, Derecho Constitucional..., cit., pp.50-51. Vid., también, J. L. Cascajo Castro, La tutela constitucional de los derechos sociales, Madrid, 1988, p. 19. De singular interés resulta, sobre este particular, la consulta de las dificultades y vicisitudes que encontró la recepción de la justicia constitucional en el Derecho Constitucional de la República de Weimar, y que, a la postre, determinó la exclusión de los derechos fundamentales como parámetro de la constitucionalidad de la ley; cfr., al respecto, y por todos, P. Cruz Villalón, La formación..., cit., especialmente pp. 71-227.

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weimariano a introducir un sistema de lo que, por utilizar la conocida expresión de Mauro Cappelletti125, podemos denominar “jurisdicción constitucional de la libertad”, articulada, básicamente, a través del control de constitucionalidad de las leyes y de institutos como el juicio de amparo mexicano, la Verfassungsbeschwerde alemana, o el recurso de amparo establecido en las Constituciones españolas de 1931 y 1978. Carencia ésta que, por lo demás, no pudo ni siquiera ser corregida cuando, en 1925, y en el terreno de la práctica, se puso en marcha el control material difuso de constitucionalidad. La eficacia jurídica de los derechos fundamentales, se dirá, quedaba ciertamente limitada, en el sentido de que , como escribió Bachof, “Mientras las reglas del control judicial estuvieron vagamente formuladas, sujetas a dudas en cuanto a su obligatoriedad y entregadas a la discrección del legislador en cuanto a su vigencia en el tiempo, el control judicial tuvo que permanecer siendo un arma sin filo e ir a para finalmente al vacío”126.

En nuestra modesta opinión, y dicho sea con todos los respetos, la anterior interpretación no es la más adecuada para explicar la falta de eficacia jurídica directa de las normas declarativas de derechos fundamentales. Al fin y al cabo, la posibilidad de reacción jurisdiccional por parte de los ciudadanos frente a las posibles violaciones de su status jurídico subjetivo127 podía, muy bien, haberse puesto en marcha sin necesidad de establecer un sistema jurisdiccional específico para ello. Así sucedió, por ejemplo, en Estados Unidos. El problema, creemos, es mucho más grave y profundo. Y, en último término, se deriva directamente de las concepciones científicas y metodológicas mantenidas por los autores, inspiradores y primeros comentaristas del Texto de 1919.

Es menester recordar, a este respecto, que la Constitución alemana de 1919 fue elaborada, discutida y aprobada bajo la más que notable influencia de Hugo Preuss128, quien, por lo demás, se presentaba como el jurista más influyente del período constituyente de la recién proclamada República. Pues bien, lo que nos interesa es señalar que partió Preuss129 de la idea de que desde principios del siglo XIX, el concepto de soberanía comenzó a palidecer, y ello como consecuencia, directa e inmediata, de la entrada en escena de la idea de Estado de Derecho, la cual estaba llamada a extirpar y substituir no sólo el propio concepto de soberanía, sino también la misma palabra. Pensamiento éste que, como seguramente no podría ser de otra forma, le condujo a propugnar su radical eliminación de las construcciones de Teoría del Estado y del Derecho Constitucional, lo cual, dirá, “era sólo un pequeño paso más en el camino que venía recorriendo desde hacía tiempo la Ciencia del Estado”130.

Lo anterior, como es lógico, no podía dejar de generar ciertas consecuencias para el desarrollo, teórico y práctico, del Derecho Constitucional europeo. Y éstas no son otras que las del mantenimiento de las dificultades para la comprensión de los Textos Constitucionales como auténticas Constituciones, así como la, paradójica, incapacidad para afirmar definitivamente la

125 M. Cappelletti, La giurisdizione costituzionale delle libertà, Milán, 1955. Sobre la misma, vid., también, J. L. Cascajo Castro, “La jurisdicción constitucional de la libertad”, Revista de Estudios Políticos, n.º 119 (1995), pp. 149 yss.126 O. Bachof, Jueces y Constitución, Madrid, 1985, p. 42; vid., también, pp. 39-41.127 Sobre esto, cfr. H. Kelsen, Teoría General del Derecho y del Estado (1944), México, 1987, 2.ª ed., 5.ª reimpr., pp. 315-316.128 H. Preuss, Deutschand Republikanische Reichverfassung, Berlín, 1919; Um die Reichverfassung vom Weimar, Berlín, 1924; “Verfassungsändernde Gesetze und Verfassunsurkunde”, Deutscher Juristentag, bd. 29 (1924), pp. 649 y ss.129 Cfr. H. Preuss, Gemeinde, Staat und Recht, mmmm, 1888, pp. 92, 98, 118, 122, 126, 133, 136, 138, 140, 165, 209, 212 y 223.130 H. Preuss, Gemeinde..., cit., p.135.

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dimensión jurídica y la proyección normativa de los Códigos Fundamentales. Lo que, por lo demás, no es sino el consecuente corolario del intento de construir una Teoría de la Constitución privada del que, sin disputa, se erige en el fundamento último del propio Estado Constitucional: el principio democrático. Recuérdese, en este sentido, que tan sólo es posible obtener una cabal y ponderada comprensión de la Constitución cuando la misma se concibe como el fruto de la voluntad mayoritaria131 de un Pueblo que se sabe soberano, y que actúa como tal, y cuyos preceptos, y como, con meridiana claridad, advirtió Heller132 para todo tipo de Derecho, únicamente aparecen revestidos de ese carácter de normas jurídicas obligatorias y vinculantes en la medida en que las mismas se encuentran respaldadas por un poder soberano, el Poder Constituyente, que les confiere tal carácter.

Esta confusión, de manera inevitable, habría de proyectarse también sobre la problemática de los derechos fundamentales. En concreto, nos encontramos con que, en los primeros años de vigencia de la Constitución alemana de 1919, la doctrina positivista que se inicia con Preuss, y que se mantendría con los Anschütz y Thoma, entre otros, procedería a la negación de la eficacia jurídica directa de las normas constitucionales declarativas de derechos. Lo que, según nuestro modesto parecer, no resulta difícil de comprender.

En efecto, nada de extraño tiene que, partiendo de una tal concepción del Derecho Constitucional, el positivismo jurídico formalista de la República de Weimar procediera, como denunció Smend133, a afirmar que los artículos contenidos en la “Parte Segunda” de la Constitución de 1919 (arts. 109-165) eran, en realidad, unas meras normas programáticas que, como tales, carecían de una auténtica fuerza jurídica y normativa inmediata. De esta suerte, lo que ocurría, según la tesis de los positivistas formalistas, es que para que aquéllos resultasen jurídicamente vinculantes y obligatorios, era necesario que, además de haber sido reconocidos constitucionalmente, tales derechos fundamentales hubieran sido regulados y desarrollados por normas de Derecho ordinario, o, si se prefiere, de Derecho técnico especial. Concepción ésta que, como veremos, habría de interesar sobremanera a los totalitarismos para, una vez ocupado el poder político, llevar a cabo sus fines.

Varias son, de cualquier forma, las críticas que han de dirigirse a una tal concepción de los derechos fundamentales. Éstas se refieren tanto a las consecuencias puramente prácticas que se derivan de ella, como a las que se producen en orden a la cabal forja dogmática del Derecho Constitucional. De todas ellas, a nosotros, en este momento, nos interesa destacar tan sólo tres. Veámoslas, aunque sea de modo sintético.

Primera.- La primera de ellas, es la de que el positivismo jurídico formalista de la época de Weimar se situaba, como ya había hecho la Teoría del Estado formalista anterior, al margen de las categorías “espacio” y “tiempo” para la elaboración de su Teoría de la Constitución. Téngase en cuenta, en este sentido, que lo que estos autores hacían no era, en último extremo, más que proyectar el régimen de la libertad civil del Estado Constitucional liberal sobre el moderno constitucionalismo democrático y social. Ésta es, en efecto, su principal característica. Y es que, como a nadie puede ocultársele, al afirmar que los derechos y libertades reconocidos en el Texto weimariano sólo serían eficaces cuando fuesen desarrollados por el Legislador ordinario, lo que los Preuss, Anschütz, Thoma, etc. hacían, no era más que mantener la situación propia y definidora del

131 Cfr., a este respecto, y por todos, H. Heller, La soberanía..., cit., p. 166.132 Cfr. H. Heller, La soberanía..., cit., pp. 141-142.133 Cfr. R. Smend, “Constitución y Derecho Constitucional” (1928), en el vol. Constitución y Derecho Constitucional, Madrid, 1985, pp. 228-229.

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constitucionalismo liberal, en el que, como escribe, por ejemplo Herbert Krüger, “los derechos únicamente valían en el marco de las leyes”134..

Lo de menos es detenerse, aquí, a denunciar lo absurdo que, desde el punto de vista metodológico, resulta esta opción para la adecuada construcción de una Teoría de la Constitución con la que se pretender explicar un Derecho Constitucional comprendido como el derecho de la realidad estatal, que es siempre, y por definición, una realidad histórica cambiante. Aunque, de cualquier manera, no está de más indicar que lo es, y mucho. Basta, en este sentido, con tomar en consideración que, en la medida en que, con el fin de la Primera Guerra Mundial, se operó un cambio en el principio que actuaba como criterio inspirador, legitimador, fundamentador y vertebrador de la Comunidad Política, el sistema de la libertad liberal era un modelo histórica y políticamente periclitado en el momento en que la Constitución alemana de 1919 entró en vigor.

Lo que, de verdad, nos interesa ahora, es poner de manifiesto las consecuencias que se derivan de esta concepción de la eficacia de los derechos fundamentales. Y éstas, de una manera básica, se concretan en que el positivismo jurídico formalista weimariano perpetuaba todas aquellas incongruencias y absurdos en los que, en este problema, había incurrido el constitucionalismo liberal, los cuales habían determinado que, como ha puesto de relieve el Maestro De Vega, “las libertades burguesas no se realizaban y perecían, víctimas de su propia incompetencia”135. Circunstancia ésta que, una u otra suerte, se convertiría en uno de los factores principales de la situación de crisis total a la que llegó el Estado liberal y, en definitiva, de su necesaria substitución, con el fin de la Primera Guerra Mundial, por el Estado democrático.

Nos referimos, de un modo concreto, al hecho de que, al concebir los liberales la libertad individual como algo anterior y, en todo caso, ajeno al Estado, y cuya eficacia dependía del doble dato de que, por un lado, hubiese sido reconocida de forma solemne en las Declaraciones de Derechos, y, por otro, que hubieran sido desarrollados por la legislación ordinaria, lo que sucedía es que la posibilidad misma de su existencia y real eficacia en el marco de la Comunidad Política, acababa quedando al albur de la voluntad de quien en cada momento ocupase el poder político. Fácilmente se comprende, de esta suerte, el interés que la construcción del positivismo jurídico sobre la problemática de los derechos fundamentales despertaba en los totalitarismos. En su virtud, y como ha señalado Heller136, podían éstos presentar su política como democrática y legitimada por la voluntad popular. Téngase en cuenta, a este respecto, que con la apelación a las tesis del positivismo jurídico, incluso las que se habían elaborado con la pretensión de contribuir a la consolidación de la Libertad y la Democracia, podía el totalitarismo, manteniendo no obstante los esquemas formales del constitucionalismo liberal, proceder a la absoluta eliminación de la libertad civil para la generalidad de los ciudadanos, y convertirla en auténticos privilegios para aquéllos a quienes el dictador deseaba favorecer. Para ello, -y como, de nuevo, nos enseña Hermann Heller137-, lo único que necesitaban era poner en vigor una norma que, aprobada con el nombre de “ley”, y elaborada de acuerdo con el procedimiento legal-constitucionalmente previsto para ello, así lo estableciera.

Segunda.- La segunda de las críticas al positivismo jurídico formalista que me interesaba destacar, se encuentra, de manera innegable, íntimamente ligada con la anterior, si no es la causa última de ésta. La misma se refiere a la incapacidad demostrada por los autores del positivismo

134 H. Krüger, Grundgesetz und Karlellgesetzbund, Bonn, 1950, p. 12.135 P. De Vega, “La crisis de los derechos fundamentales en el Estado social”, en M. A. García Herrera y J. Corcuera Atienza (eds.) y otros, Derecho y Economía en el Estado social, Madrid, 1988, p. 125.136 Cfr. H. Heller, “¿Estado de Derecho...”, cit., pp. 296-297.137 Cfr. H. Heller, “Europa y el fascismo”, cit., pp. 74-75 y ss.

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jurídico formalista weimariano para comprender, de forma plena, total y ponderada, el verdadero significado y alcance de la transcendental transformación que se operaba en el mundo del Derecho, la Política y el Estado como consecuencia de la substitución del constitucionalismo liberal por el constitucionalismo democrático y social. Incapacidad que, según nuestro modesto parecer, no era más que el lógico y consecuente correlato de los planteamientos metodológicos y contenidos dogmáticos con los que operaban los Preuss, Anschütz, Thoma, etc., y que, de cualquier modo, no resulta difícil de comprender.

Es menester recordar, a este respecto, que partió el positivismo jurídico de la, de una u otra suerte, deificación, y mitificación, de la norma jurídica. Esto es, entendían que el Derecho empezaba y terminaba en el texto de la ley. Lo que, traducido en otros términos, significaba que en el estudio de la Constitución, el jurista, como científico, no necesitaba más datos que los que se derivan de la propia literalidad de los Códigos Jurídico-Políticos Fundamentales. Todo lo más, y dando así paso al positivismo jurídico jurisprudencial, -con el que se operaba una no menor deificación y mitificación de las sentencias-, el científico tendría que tomar en consideración la interpretación que hacían los jueces de las normas constitucionales que pretendían estudiar. Comprendido de este modo su objeto de estudio, nada de extraño tiene que entendieran los juristas positivistas, formalistas y jurisprudencialistas, que era, no sólo posible, sino necesario el forjar una Teoría de la Constitución totalmente objetiva, científica y, por lo demás, absolutamente neutral desde el punto de vista ideológico, elaborada, en todo caso, al margen de la realidad política, social y económica subyacente.

Aunque diferenciados por su objeto de atención, no existiría diferencia alguna entre elmétodo empleado por los juristas positivistas, y el utilizado por el positivismo de los August Comte138, Johann Caspar Buntschli139, Karl Salomo Zachariä140, Franz von Holtzendorff141, Gaetano Mosca142, Robert Michels143 y Vilfredo Pareto144. Tanto es así, que muy bien podían los juristas positivistas hacer suyas las palabras de Michels de que “La finalidad principal de la ciencia no es crear sistemas sino, más bien, promover su comprensión. Tampoco el propósito de la ciencia sociológica es descubrir ni redescubrir soluciones [...] El propósito del sociólogo ha de ser, más bien, exponer en forma desapasionada las tendencias y fuerzas antagónicas, las razones y las refutaciones; exponer, en resumidas cuentas, la trama y la urdimbre de la vida social”145.

Lo de menos es denunciar, aquí y ahora, la falacia y la incongruencia que subyace en un tal planteamiento. Aunque, acaso, sí resulte pertinente y oportuno, el recordar la doble observación que, en los años 1969 y 1970, realizó Pedro De Vega al respecto. Nos referimos, en primer lugar, a la acertada advertencia de que es total y definitivamente imposible mantener una absoluta neutralidad ideológica en el ámbito de las Ciencias Sociales. Ni siquiera en el de una ciencia social-normativa, como es la del Derecho Constitucional. Antes al contrario, nos encontramos con que

138 A. Comte, Discurso sobre el espítitu positivo, Madrid, 2000.139 J. C. Bluntschli, Allgemeine Staatsrecht, Munich, 1852; Théorie Général de l’Étar, París, 1877; Derecho Público Universal, Madrid, 1880, 2 vols.140 K. S. Zachariä, Das Staatsrecht der Reinischen Bundesstaaten un das Rheinische Bundesrecht, Heidelberg, 1810. Ojo comprobar grafía.141 F. von Holtzendorff (ed.), Enciklopädie der Rechtwissenschaft in systematischer un alphabetischer Beartbeitung, Leipzig, 1870.142 G. Mosca, Elementi di Scienza Política, Turín, 1923, 2.ª ed.; Historia de las ideas políticas, Madrid, 1984.143 R. Michels, Los partidos políticos. Un estudio sociológico de las tendencias oligárquicas de la democracia moderna(1911), Buenos Aires, 1979, 2 vols.144 V. Pareto, Il sistema socialisti, Turín, 1951; Trattato di Sociologia generale, Florencia, 1923.145 R. Michels, Los partidos políticos..., cit., vol. 1, p. 8.

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Ciencia e ideología mantienen una inescindible relación, que se manifiesta en un triple sentido: Primero, en tanto en cuanto que, como escribe De Vega, “Puesto que la propia mecánica del comportamiento teórico requiere, en todo caso, partir de determinados puntos de vista y seleccionar aquellos aspectos de la realidad que parecen más relevantes, es evidente que a la base del mismo existe siempre una decisión metafísica y esencialmente valorativa por la cual se hacen prevalecer, entre los múltiples matices que la realidad ofrece, unos sobre otros”146; lo que, como es obvio, significa que en el origen de toda investigación en el campo del Estado, la Política y el Derecho, se encuentra siempre, e inexorablemente, un previo posicionamiento ideológico por parte del estudioso. Segundo, y directamente relacionado con lo anterior, sucede que, si es la ideología la que determina el objeto de la investigación, el desarrollo de ésta conducirá a la reafirmación, modulación o rechazo de la inicial posición ideológica de la que partía el investigador, en el sentido de que, como, en su día, advirtió el Maestro, las “exigencias que la propia realidad impone, lo que ha hecho que el tema adquiera su máxima complejidad y dramatismo en la medida en que, de un modo u otro, y más o menos abiertamente, las tomas de posición intelectual llevan aparejadas inevitables tomas de posición políticas”147. Tercero, porque esta toma de posición intelectual y política respecto del problema seleccionado, habrá de condicionar, de manera inevitable, el resultado y las conclusiones a las que llegará la memoria de la investigación.

Lo que nos interesa es poner de manifiesto que, frente a la idea, magníficamente expresada, por ejemplo, por Smend148, de que únicamente resulta posible alcanzar una cabal y ponderada comprensión del Derecho Constitucional cuando por Constitución se entiende tanto la propia Ley Constitucional, como la realidad política, social y económica que aquélla pretender regular, y que es, justamente, de la conjunción y adecuación entre realidad jurídica y realidad político-social de lo que depende que los Códigos Fundamentales gocen, o no, de una verdadera fuerza normativa149, el positivismo jurídico, en su empeño por elaborar una Teoría de la Constitución totalmente objetiva, científica y políticamente neutra, procedió a decretar la separación rígida, total, absoluta y definitiva entre la realidad jurídica y la realidad política. Para ello, -y como, con gran contundencia y rigor, denunció ya Heinrich Triepel150-, los juristas positivistas se vieron obligados a mantener la absurda y antidialéctica tesis de la existencia de las dos verdades: la verdad jurídico-científica y la verdad histórico-política. Esta concepción, -que había sido puesta en marcha ya por la vieja Escuela Alemana de Derecho Público como mecanismo para superar tanto la reducción de las Ciencias del Estado al mero comentario exegético y legalista, como su conversión en una mera ciencia de carácter metajurídico, y abrir, así, el camino a una doctrina jurídica del Estado y a una vertebración lógica y sistemática del Derecho Constitucional151-, partía de la idea de que estas dos verdades no es ya que no tuvieran que coincidir, sino que, incluso, podían estar en abierta u frontal oposición, de suerte tal que lo que es cierto y correcto desde el punto de vista de la verdad histórico-política, no tiene, sin embargo, por qué serlo en el ámbito de la verdad jurídico-científica.

Ni que decir tiene que lo anterior habría de interesar y convenir, y mucho a la práctica jurídica y política de los totalitarismos. Piénsese que, en el fondo, la distinción entre verdad jurídico-científico y verdad histórico-política, no es más que el lógico y consecuente resultado de

146 P. De Vega, “Ciencia Política e ideología” (1970), en el vol. Estudios político constitucionales, cit., p. 143.147 P. De Vega, “Dialéctica y política” (1969), en el vol. Estudios político constitucionales, cit., p. 133.148 Cfr. R. Smend, “Constitución...”, cit., pp. 66 y 129 y ss.149 Cfr., a este respecto, K. Hesse, “La fuerza normativa de la Constitución” (1959), en el vol. Escritos de Derecho Constitucional (Selección), cit., pp. 61-84.150 Cfr. H. Triepel, Derecho Público y Política [Discurso de toma de posesión del Rectorado de la Universidad Federico Guillermo de Berlín el 15 de octubre de 1926] (1927), Madrid, 1974, pp. 40-41.151 Cfr., en este sentido, y por todos, P. De Vega, “El tránsito...”, cit., pp. 65-66.

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aquella situación de crisis del Estado descrita, de modo magistral, por Heller152, y que acabó actuando como coartada para la implantación de las dictaduras bolchevique, fascista y nacional-socialista. Esto es, la situación de crisis espiritual del Estado, cuyo origen, por un lado, se remonta al momento mismo en que, con la Revolución francesa, hizo su entrada en la escena europea el constitucionalismo moderno, y que, por otro, actuaría como fundamento último del nacimiento de la actitud y el método positivista en todos los campos de las Ciencias sociales153, determinaría que el proceso de elaboración dogmática de la Teoría del Estado y del Derecho Constitucional conociese, también, una profunda crisis en cuanto a su contenido y significado. Esta última se concreta en el intento de explicar la Comunidad Política desde el previo vaciamiento y despojamiento de todos aquellos principios y valores que permitían, como tuvo que admitir, incluso, alguien tan crítico con él como era Engels154, definir al Estado, singularmente en su manifestación de Estado Constitucional, como el más perfecto y acabado instrumento de liberación de los hombres.

152 Sobre este particular, además de las ya citadas “Osservazioni...”, “Europa y el fascismo” y “¿Estado de Derecho o dictadura?”, cfr. H. Heller, “La crisi della Dottrina dello Stato” (1926), en el vol. La sovranità ed altri scritti sulla Dottrina del Diritto e dello Stato, cit., pp. 31-66.153 Cfr., en este sentido, P. De Vega, “Ciencia Política...”, cit., pp. 143 y ss.154 Cfr. F. Engels, El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado (1884), Madrid, 1983, pp. 290 y ss. Nadie ignora, ni puede hacerlo, que comprendió, con acierto, Engels el Estado como un producto de la sociedad, cuya finalidad originaria era la de soslayar de algún modo el dominio absoluto de unas clases sociales sobre otras. Finalidad ésta de la que, según la opinión de Engels, el Estado se iría apartando progresivamente, convirtiéndose, de esta suerte, en un indiscutible instrumento de dominación en manos, primero, del monarca y la aristocracia/clero, y, posteriormente, de la clase burguesa. Comprendido de este modo el Estado, se iniciaría el debate en torno a cuál había de ser la postura de la izquierda respecto de aquella forma política. Debate que constituiría uno de los puntos más conflictivos en el marco del pensamiento socialista. Y no únicamente en cuanto a las difíciles relaciones entre el socialismo “marxista” y el “no marxista”, sino que dicha conflictividad se verificaría también en el interior de las filas del socialismo marxista. Piénsese, en este sentido, que, pese a aceptar la descripción engelsiana del Estado como instrumento de dominación de la burguesía, entendieron, p. ej., Ferdinand Lassalle (cfr. vol Manifiesto obrero y otros escritos políticos, Madrid, 1989), -el, sin duda alguna, más representativo miembro del socialismo no marxista-, y Edouard Bernstein (cfr. vol. Socialismo democrático, Madrid, 1990), -adscrito, hasta su depuración, al partido obrero marxista-, que la izquierda no tenía que tener como meta última la destrucción del Estado, sino que, por el contrario, su tarea habría de ser la de proceder a la transformación del Estado burgués para hacerle recuperar ese carácter de instrumento de liberación de los hombres, y, en particular, de quienes, siendo la clase mayoritaria, se encontraban más desfavorecidos. Creencia ésta que les conduciría a afirmar que, habida cuenta que la burguesía en modo alguno se mostraría favorable a ello, se hacía absolutamente necesario el que los partidos obreros se integrasen en la maquinaria de la Comunidad Política para llevar a cabo cuantas reformas fuesen precisas para lograr que el Estado atendiera al que, de acuerdo con J. G. Fichte [El Estado comercial cerrado. Un ensayo filosófico como apéndice a la Doctrina del Derecho y como muestra de una política a seguir en el futuro (1800), Madrid, 1991, Libro segundo, cap. segundo, p. 86, y Libro primero, cap. primero, pp. 16 y 20], es su deber fundamental, es decir, el lograr la igualación de los ciudadanos al poner a cada uno en posesión de lo que le corresponde y protegerlo. Muy distinta era la posición que, a este respecto, adoptarían Marx y Engels. En efecto, al identificar ambos el Estado, y la Nación, con la burguesía, lógico resulta que tanto Marx [cfr., en este sentido, y por todos, P. De Vega, “El carácter burgués de la ideología nacionalista” (1965/1977), en el vol. Estudios político constitucionales, cit., p. 109] como Engels procedieran a decretar la inevitable muerte del Estado. Muerte que, entendían, tendría lugar cuando la clase obrera, elevada ahora a la condición de única portadora de los intereses de la humanidad, se hiciese con todos los resortes del poder y comenzase a actuar la “dictadura del proletariado”. Sobre la concepción marxiana del Estado, cfr., con carácter general, y por todos, H. Heller, Las ideas..., cit., pp. 126 y ss. De cualquier modo, y como es de todos, sin duda, bien conocido, la determinación del verdadero significado de las palabras de Marx y Engels se convirtió en una de las, sin disputa, más fecundas y ricas polémicas en el ámbito de la izquierda, de manera fundamental en los primeros años del s. XX. Recuérdese, en este sentido, que, enlazando, de algún modo, con la filosofía irracionalista y las tácticas del anarco-sindicalismo revolucionario preconizadas por Sorel, no faltó en el seno del movimiento socialista quien afirmase que las palabras de Marx y Engels debían entenderse de manera literal. Este, p. ej., y de alguna forma, el caso de Max Adler. Cierto es que, en sus “Die Staatsauffssung des Marxismus”, este último admitía que “la eliminación del Estado a que Marx y Engels hacen referencia es la del Estado de clase” [citado por H.

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Privado el Estado de esta nota, -y, en consecuencia, de su verdadera naturaleza-, y proclamada la crisis y absoluta inviabilidad de la Democracia (Schmitt), fácil resultaba a los totalitarismos el aprovechar, y utilizar, las construcciones del positivismo jurídico formalista para,

Heller, “Socialismo y Nación”, (1925/1931), en el vol. Escritos políticos, cit., p. 190], y que, por lo tanto, aquella profecía sobre la muerte del Estado se refería al Estado burgués, pero no a la forma política “Estado” [cfr., en este sentido, y por todos, H. Heller, “El sentido de la política” (1924), en el vol. El sentido de la política y otros ensayos, cit., pp. 59-60]. Ahora bien, si esto es así, no es, sin embargo, menos cierto que al concebir Adler, y sin posibilidad alguna de atribuir tal creencia a las tesis marxiano-engelsianas, el Estado, en cuanto que forma política genérica, como un mero instrumento de dominación, la sola conclusión a la que podía llegar es la de la afirmación de que la única posición posible, y aceptable, de la izquierda respecto del Estado era la de proceder a su destrucción, dando paso, así, a la sociedad sin clases en la que reinarían definitivamente la justicia y la igualdad. Frente a esto, otro sector del socialismo mantendrá una visión muy distinta de esta problemática. Este es el caso, p. ej., y sin ánimo de ser exhaustivos, de un Sigfried Marck (Marxistische Staatsbejahung, Breslau, 1925), y, con un interés mucho mayor para nosotros, de un Hermann Heller. Para éste no existe, ni puede existir, duda alguna sobre el dato de que la forma política “Estado” es imprescindible, de suerte tal que “Quien destruya el Estado de hoy provocará el caos y nadie puede desde el caos crear cosa alguna” [“Estado, Nación y Socialdemocracia” (1925), en el vol. Escritos políticos, cit., p. 232]. Desde esta consideración, las apocalípticas previsiones de Marx y Engels adquieren un significado muy distinto, sobre todo respecto de la interpretación de las mismas efectuada por Adler al exponer no tanto la idea del Estado del marxismo cuanto la visión de éste que él mismo mantenía (cfr., este sentido, H. Heller, “Socialismo y Nación”, cit, p. 190). Para Heller, en efecto, Marx y Engels se referían tan sólo a la muerte del Estado burgués o Estado capitalista, mientras que afirmaban la necesaria pervivencia de la forma política “Estado”. Así las cosas, entenderá Heller que la tarea de la izquierda no puede ser la de aspirar a destruir el Estado, sino, muy al contrario, y consecuentemente, la de afirmarlo (cfr. H. Heller, “Estado, Nación y Socialdemocracia”, cit., pp. 228-230) y proceder a su reforma para dar paso a una nueva manifestación estructural de aquél: el Estado social o Estado socialista de Derecho [cfr., en este sentido, H. Heller, “Metas y límites de una reforma de la Constitución alemana” (1931), en el vol. El sentido de la política y otros ensayos, cit., pp. 69-74, en especial p. 73]. De ahí se deriva, justamente, la afirmación de Heller (cfr. “Estado, Nación y Socialdemocracia”, cit., p. 232-233) de que, enlazando con las tesis de Lassalle y Bernstein y frente a la táctica revolucionaria, los partidos obreros hayan de integrarse en la propia maquinaria del Estado, que asuman, incluso, la responsabilidad del Gobierno, para, de este modo, lograr su transformación. Interesa, por último, advertir que en este último viaje, el socialismo democrático no estuvo solo. A él, y como seguramente no podía ser de otra forma, se le uniría el democratismo radical de corte rousseauniano. Un magnífico ejemplo de ello, nos lo ofrece el que, de manera innegable, fue el más rousseauniano (cfr., en este sentido, y por todos, R. Morodo, Tierno Galván y otros precursores políticos, Madrid, 1987, pp. 32, 40-41 y 50) y, pese a su extrañeza y protesta (cfr. M. Azaña, “Anotación de 1 de diciembre de 1932", en “Segundo Cuaderno. Del 28 de noviembre de 1932 al 28 de febrero de 1933", en el vol. M. Azaña, Diarios 1932-1933. “Los cuadernos robados”, Barcelona, 1997, p. 81), el más robespierriano de todos nuestros políticos: M. Azaña. Recuérdese, a este respecto, que Azaña, en la temprana fecha de 1911, y bajo la inequívoca influencia del “Ciudadano de Ginebra”, afirmaría que la Democracia, y, en consencuencia, los demócratas en su acción política, nunca podrían prescindir del Estado, sino que, concebido como un instrumento revolucionario de primer orden, han de proceder a su transformación histórica, ya que “Porque de él, de ese Estado con todos sus defectos de organización, con su ceguedad y su parsimonia, es del único Dios de quien podemos esperar que ese milagro se verifique” [cfr. M. Azaña. “El problema español. Conferencia pronunciada en la Casa del Pueblo de Alcalá de Henares el 4 de febrero de 1911", en el vol. Discursos políticos, Barcelona, 2004, pp. 21-39, en especial pp. 35, 37 (de donde procede la cita) y ss.]. Ahora bien, el Estado en el que piensa Azaña, como ya había demostrado en su Tesis Doctoral, de 1900, y en su conferencia de ingreso, en 1902, en la Academia de Jurisprudencia y Legislación, es muy distinto al que había operado en el sistema constitucional liberal. En efecto, frente a un Esado liberal en el que, como consecuencia del sufragio restringido, el cuerpo político quedaba reducido a una única clase social: la burguesía, Azaña defenderá la existencia de un Estado en el que todas las clases sociales estén realmente integradas, y, naturalmente, también el proletariado, el cual, debidamente organizado en asociaciones profesionales (sindicatos) y políticas (partidos), debe implicarse de manera directa en la vida de la Comunidad Política. Cfr., a este respecto, M. Azaña, “La responsabilidad de las multitudes” (Tesis Doctoral, 1900) y “La libertad de asociación” (1902), ambos en el vol. Azaña, jurista, Madrid, 1990, pp. 125 y ss., y 173 y ss., respectivamente.

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en último extremo, convertir al Estado, al que se endiosaba155, en un verdadero instrumento de dominación al servicio de los intereses del dictador. Tanto más cuanto que la distinción entre “verdad jurídico-científica” y “verdad histórico-política” era, siempre, susceptible de ser completada con la idea de la “verdad de lo políticamente conveniente”, en virtud de la cual no pocos juristas del positivismo formalista, incluso los democráticamente bien intencionados, acababan justificando las decisiones antidemocráticas del dictador. El supuesto de la Preussenschlag, en el que, con base en el artículo 48 de la Constitución de 1919156, von Papen e Hindemburg procedieron a la disolución del Gobierno del socialdemócrata Otto Braun en el Landde Prusia, iniciándose así el, ciertamente lógico157, proceso fáctico de eliminación del sistema federal, nos ofrece un excelente ejemplo de esto último. Fueron, en efecto, no pocos los juristas que, pese a reconocer que no le faltaba razón a Heller158 en su defensa del Gobierno de Prusia, y ello por cuanto que tal medida no era correcta ni desde el punto de vista de la verdad jurídico-científica, ni desde el de la verdad histórico-política, procedieron a justificarla en cuanto era “políticamente conveniente”. Criterio que, e igual manera, les hubiera llevado a aceptar una hipotética reforma con la que Hitler hubiera pretendido transformar el Estado Federal weimariano en una Confederación de Estados.

De cualquier forma, lo que nos interesa es que establecida la distinción y definitiva separación entre Derecho, la verdad jurídico-científica, y Política, la verdad histórico-política, y atribuyendo a esta última todos los elementos metajurídicos del Estado Constitucional, -a cuyo conocimiento, como ya había lamentado Jellinek159, el jurista, ya sea de forma voluntaria, ya como consecuencia de su propia incapacidad para comprender el Estado, renuncia-, el positivismo jurídico formalista se vio incapacitado para comprender la auténtica dimensión de las transformaciones operadas en el ámbito jurídico y que, a la postre, no eran más que el lógico correlato de los cambios políticos acaecidos en Europa tras el fin la Primera Guerra Mundial. Tantomás cuanto que tales transformaciones, -que se inician en 1918 y que se consolidan definitivamente con el constitucionalismo de la segunda pos-guerra mundial-, hunden sus raíces en el ámbito ideológico.

155 En este sentido, cfr. H. Heller, “Europa y el fascismo”, cit., p. 54.156 Sobre el mismo, cfr., por todos, C. Schmitt, Teoría...., cit., p. 126.157 En este sentido, importa recordar que fue ya Heller quien, con meridiana claridad, llamó la atención sobre el que “Toda dictadura tiene que gobernar en sentido centralizador, es decir, concentrar en un cuerpo central la mayor parte posible de la actividad del Estado. [...]. Es evidente, también, que no hay absolutismo posible sin descentralización administrativa, [...]. Pero las autoridades desconcentradas, u órganos de la autocracia absolutista, se limitan a administrar bajo la estrecha y constante dependencia y con arreglo a las instrucciones del dictador”. Vid. H. Heller, “Europa y el fascismo”, cit., p. 78.158 Sobre la defensa realizada por Heller del Gobierno de Braun frente a Schmitt , cfr.el vol. Preussen contra Reich vor dem Staatsgerichtshof. Stenogrammbericht der Verhandlungen vor dem Staatsgerichtshof in Leipzig vom 10, bis 14. und vom 17. Oktober 1932, Berlín, 1933.159 Cfr. G. Jellinek, Reforma..., cit., p. 41.

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Es menester advertir, a este respecto, que el substancial cambio en las fuerzas que ocupaban las posiciones políticas mayoritarias, y, con ello, la aceptación plena del principio democrático, implicaba un más que sobresaliente cambio en los criterios ideológicos en los que se hacía descansar la organización de la Comunidad Política. Lo que, como es lógico, habría de producir consecuencias tanto en la concepción de la Constitución misma, como en la de los derechos fundamentales160. De una manera particular, nos encontramos con que la substitución de la ideología liberal por la ideología democrática, supuso el abandono de la concepción de la libertad de los ciudadanos como algo anterior y, de algún modo, ajeno al Estado, que había conducido, por ejemplo, a John Wise161, -de cuyos planteamientos teóricos, por lo demás, son tributarios todos los procesos constituyentes que se han verificado, y que realmente merecen ser considerados como tales162-, a afirmar la determinación de la libertad civil, el “momento de la libertad”, como la primera etapa del proceso constituyente, y que, en la medida en que sirve de base al “momento del pacto social” (Isnard) y que los preceptos constitucionales no son más que las consecuencias naturales de la Declaraciones de Derechos (Desmeunier), condicionará las otras dos. Frente a esto, en efecto, se irá abriendo paso progresivamente la concepción rousseauniana de la libertad civil. Esto es, que los derechos fundamentales son un contenido implícito, esencial e irrenunciable del contrato social, y que es, justamente, porque forman parte de la voluntad del soberano por lo que aquéllos se imponen jurídicamente y su observancia resulta obligada tanto para los gobernados como para los gobernantes.

A todo ello se ha referido, con gran brillantez, rigor y precisión, el Maestro De Vega. Para éste, las transformaciones operadas con la substitución del viejo edificio del constitucionalismo liberal por el moderno Estado Constitucional democrático y social, habrían de manifestarse, por lo que ahora interesa, en dos aspectos fundamentales. En primer lugar, y desde una óptica general, ocurre que “La indiscutibilidad ideológica de los principios y el acuerdo en los presupuestos políticos en que descansa la idea de Constitución, es lo que ha permitido al constitucionalismo [...], ponderar debidamente su dimensión jurídica y su proyección normativa”163. En segundo término, y referido ya en concreto a la problemática de la libertad civil y su eficacia, lo anterior se traduce en que el “reconocimiento del principio democrático lo que introduce e impone es, precisamente, la lógica contraria [a la del Estado liberal]. Los derechos empiezan a valer en la medida en que la Constitución -que es una norma jurídica- los reconoce, al tiempo que establece un doble principio de jerarquía y especialidad para su realización efectiva”164.

Tercera.- La última de las críticas que nos interesaba destacar aquí, se la debemos al indiscutible ingenio de Rudolf Smend165. Fue, en efecto, Smend quien puso de manifiesto la incongruencia que se deriva de la concepción positivista de la libertad civil y de su eficacia jurídica, con el propio contenido material del Derecho Constitucional. Incongruencia que, en definitiva, se concretaba en que los derechos fundamentales, que, como contenido esencial, central, basilar y medular del concepto mismo de Constitución, sólo pueden formar parte del Derecho Constitucional, quedaban, al depender su eficacia y existencia real de la voluntad del Legislador ordinario,

160 Sobre esta problemática, me permito, por comodidad, remitirme a J. Ruipérez, “El transfondo teórico-ideológico de la «libertad civil» y su eficacia. De la conciliación entre Democracia y Libertad a la confrontación liberalismo-democracia”, de próxima publicación en Teoría y Realidad Constitucional, n.º 20 (2007).161 Cfr. J. Wise, A Vindication..., cit., pp. 30 y ss.162 Cfr., sobre este particular, y por todos, Ch. Borgeaud, Établissement..., cit., pp. 17 y ss., y 29; P. De Vega, “Mundialización y Derecho Constituciona:...”, cit., p. 28.163 P. De Vega, “Prólogo”, cit., pp. XX-XXI.164 P. De Vega, “En torno al concepto...”, cit., p. 717.165 Cfr. R. Smend, “Constitución...”, cit., p. 229.

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configurados como materias del Derecho técnico ordinario, y de manera básica, del Derecho Administrativo y, sobre todo -y al igual que sucedía en el viejo Estado liberal, edificado sobre la falaz distinción fisiocrática entre el “Estado-aparato” y la “sociedad civil”-, del Derecho Civil166.

B) El positivismo jurídico al servicio decidido de los totalitarismos: la Teoría Constitucional de la dictadura

No fue, sin embargo, esta utilización torticera y abusiva de las construcciones de los juristas formalistas, incluso de las de aquéllos que, com ciudadanos, se encontraban clara y expresamente comprometidos con la democracia, la única vía que encontraron los totalitarismos para beneficiarse de los esquemas del positivismo jurídico formalista. A su metodología acudieron, de forma directa, consciente y decidida, con la intención de poner en marcha una Teoría de la Constitución de la dictadura que, si bien partía de la absoluta y total negación de todos aquellos principios y valores que inspiran, legitiman, vertebran y fundamentan el moderno Estado Constitucional, permitiera a los dictadores esconder sus vergüenzas frente a la comunidad internacional, y frente a su propia sociedad, al tratar de presentar, como muy acertadamente denunció ya Heller167, la dictadura como la verdadera, perfecta y única realmente viable democracia. A tal fin, se dedicaron, en efecto, aunque no siempre desde el más absoluto de los positivismos jurídicos formalistas, los de Francisci, Chiarelli168, Chimienti, Costamagna169, Gentile, Panunzio170, Sinagra, Volpicelli, etc., en Italia; los Huber171, Köllreuter172, Rosemberg, Vögelin, Walz, y, de manera fundamental, Reinanhard Höhn173, -cuyo programa sobre la nueva Staatslehre y el nuevo Staatsrecht sería escandalosa y fielmente seguido por los Binder, Jerusalem174, Krüger175, Tatarin-Tamheyden176, etc.-, en Alemania; los Pasakunis, Strogvic, Stucka y Vysinskij, en la Unión Soviética.

Ni que decir tiene que, porque se trata de trabajos realizados para servir a los intereses del dictador y, en todo caso, elaborados al margen, cuando no absolutamente en contra, de los presupuestos medulares del constitucionalismo moderno, no le falta razón al Profesor De Vega177

cuando advierte que difícilmente cabe encuadrar estas obras en el marco de la Teoría de la Constitución, o, si se prefiere, considerarlas como investigaciones de un auténtico Derecho Constitucional, al que, en realidad, los juristas al servicio de los totalitarismos pretendían aniquilar definitivamente, o, como mínimo, silenciar. Es más, ocurre que, en nuestra opinión, nadie está en condiciones de discutir cabalmente su, tan acertada como contundente afirmación de que “Es

166 Cfr., sobre este particular, y por todos, K. Hesse, Derecho Constitucional..., cit., pp. 37 y 38-39; P. De Vega, “Dificultades y problemas para la construcción de un constitucionalismo de la igualdad (el caso de la eficacia horizontal de los derechos fundamentales)”, Anuario de Derecho Constitucional y Parlamentario, n.º 6 (1994), p. 43.167 Cfr. H. Heller, “Europa y el fascismo”, cit., p. 41.168 G. Chiarelli, “Il concetto di «regime» nel Diritto Pubblico”, Archivo Giuridico, fasc. II, (1932).169 Costamagna, Elementi di Diritto Pubblico Generale, Turín, 1943.170 S. Panunzio, Teoria Generale dello Stato fascista, Padua, 1939.171 E.-R. Huber, “Die deutsche Staatswessenschaft”, Zwitschrift für die gesamte, bd. 95 (1935), pp. 1 y ss.; Verfassungsrecht des Grossdeutschen Reiches, Hamburgo, 1939, 2.ª ed.; “Bundesexekution und Bundesintervention. Ein Beitrag zur Frage des Verfassungsschutzes in Deutschen Bund”, Archiv für öffentlichen Recht, bd. 79 (1953-1954), pp. 1 y ss.172 O. Köllreuter, Grundiss der Allgemeinen Staatslehre, Tubinga, 1933; Deutsches Verfassungsrecht, Berlín, 1935.173 R. Höhn, Rechtsgemeinschaft un Volsgemeinschaft, Hamburgo, 1933.174 F. W. Jerusalem, Der Staat, Jena, 1935.175 H. Krüger, “Führer und Führung”, ojo completar.176 E. Tatarin-Tamheyden, Werdendes Staatsrecht, Berlín, 1934.177 Cfr. P. De Vega, “El tránsito...”, cit., p. 77.

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verdad que hablar de una doctrina constitucional de los totalitarismos, tanto del totalitarismo marxista como del totalitarismo fascista, constituiría una aberración intelectual en la medida en que sus concepciones del mundo se basan precisamente en la negación del Estado Constitucional”178. Se explica, de esta suerte, el porqué no sólo se puede, sino que se debe prescindir de toda la literatura jurídico-política de los totalitarismos, -singularmente de la comunista-, a la hora de llevar a cabo una historia de la Teoría Constitucional. Y ello es así, porque, como muy bien ha escrito el Maestro, todos aquellos juristas “no dudarían en colocar su razonamiento al servicio de exigencias políticas que terminaron haciendo de la Constitución y del Estado realidades aberrantes ajenas y contradictorias con cualquier tipo de convivencia civilizada. Hacer la historia de esas doctrinas constitucionales equivaldría a hacer la historia de las negaciones más rotundas de los principios y valores que en definitiva inspiraron siempre y dieron sentido al Estado Constitucional”179.

De cualquier forma, nadie ignora, ni puede hacerlo, que fueron muy pocas las construcciones jurídico-políticas del totalitarismo que resistieron el paso del tiempo, y que, en todo caso, fueron capaces de sobrevivir a la caída de los dictadores para quienes se habían realizado. De hecho, en modo alguno resultaría exagerado afirmar que, de todos aquellos trabajos elaborados por y para los intereses de los Gobiernos totalitarios, únicamente los escritos de Carl Schmitt, -forjados no desde el positivismo jurídico formalista, sino, por el contrario, desde el positivismo sociológico voluntarista, y que, en tanto en cuanto no se ajustaban escrupulosamente al programa de Höhn, recibirían no pocas críticas por parte de otros juristas del nacional-socialismo180-, son los que merece la pena recordar.

Ahora bien, debemos advertir, de manera inmediata, que si la obra schmittiana fue capaz de mantenerse más allá de la duración de la dictadura nacional-socialista, y si reúne méritos suficientes como para merecer ser recordada, ello no se debe, ni mucho menos, a lo que en ella hay de original como instrumento al servicio y justificador del nazismo. Aunque, en este sentido, no deja de ser remarcable el esfuerzo que Schmitt realizó para reelaborar y reformular conceptos, instituciones y procesos propios de la tradición democrática y liberal para, en definitiva, permitir su incorporación al régimen totalitario, lo que le llevó a protagonizar alguna de las más lúcidas, clarificadoras y fecundas polémicas sobre la problemática constitucional, como lo son, por ejemplo, las controversias que sostuvo con Hans Kelsen y Richard Thoma en torno al parlamentarismo181, -en la que, de una u otra forma, se involucraría también Heller182, quien afirmaría que la indiscutible crisis de funcionamiento de la institución parlamentaria, ingenuamente negada, sin embargo, por los segundos, bajo ningún concepto implicaba las consecuencias preconizadas por Schmitt, a saber: la crisis de la Democracia y, en consecuencia, su absoluta inviabilidad-, o la, sin duda alguna mucho

178 P. De Vega, “El tránsito...”, cit., p. 76.179 P. De Vega, “El tránsito...”, cit., p. 68.180 Sobre esto último, vid., por todos, C. Ruiz Miguel, “Estudio preliminar” a C. Schmitt, Catolicismo y forma política(1923-1925), Madrid, 2000, pp. XXII-XXIII.181 Cfr., a este respecto, C. Schmitt, Sobre el parlamentarismo (1923/1926), Madrid, 1990. H. Kelsen, “Esencia y valor de la Democracia” en el vol. Esencia y valor de la Democracia, cit., pp. 48 y ss.; “La Democrazia” (1926) , e “Il problema del parlamentarismo” (1925), ambos en el vol. Il primato del Parlamento, Milán, 1982, pp. 3 y ss., y 173 y ss., respectivmante. R. Thoma, “Zur Ideologie das Parlamentarismus und Diktatur”, Archiv für Sozialwissenchaffen, bd. 53 (1925), pp. 212 y ss.182 Cfr., p. ej., H. Heller, “Europa y el fascismo”, cit., pp. 24-25; “¿Estado de Derecho...”, cit., pp. 292 y ss. en el mismo sentido que lo mantenido por Heller, cfr., también, P. De Vega, “Parlamento y opinión pública”, en M. A. Aparicio (coord.) y otros, Parlamento y Sociedad Civil (Simposium), Barcelona, 1980, pp. 14-16..

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más conocida, más que sobresaliente y rememorable polémica mantenida con Kelsen sobre los modos de defensa de la Constitución183.

La importancia de la obra de Schmitt, y, en consecuencia, la causa de su pervivencia, se explica, por el contrario, -y como indica De Vega184-, por cuanto que en ella, y con una indiscutible e incuestionable sagacidad intelectual, aquél realizó una de las más brillantes exposiciones de la Teoría Constitucional liberal. Exposición en la que Schmitt procedía a poner de manifiesto todos los fallos de funcionamiento y contradicciones en las que incurría el Estado burgués de Derecho. Se comprende, de esta suerte, el gran interés que el jurista alemán despertó en los hombres de nuestra Segunda República, y se entiende, también, la evidente paradoja de que sus principales estudios en materia constitucional fueran traducidos y difundidos en la España democrática de la República de 1931, mientras que durante el franquismo aquéllos fueron relegados al olvido. Y es que, como a nadie puede ocultársele, nada interesaba más a los demócratas republicanos que llegar a comprender el Estado Constitucional, conocer sus defectos y contradicciones para tratar de superarlos. Contrariamente, nada podía ser más molesto a la dictadura que el que sus súbditos pudieran realizar una lectura de la exposición schmittiana de la que, obviando su verdadera finalidad, pudieran extraer consecuencias democráticas185, de modo y manera que, al conocer la posibilidad de un Estado organizado conforme a las ideas de “Democracia” y “Libertad”, quisiesen gozar de él y, además, pretendieran actuar como ciudadanos libres.

Ocurre, no obstante, que aún desde la perspectiva anterior, la importancia de la obra de Schmitt tiene siempre un interés relativo y limitado. Y ello, por un doble orden de consideraciones. En primer lugar, porque los trabajos de Schmitt, como los del resto de los juristas partidarios del totalitarismo, no dejan de estar elaborados como instrumentos para la defensa y justificación de la dictadura. Lo que, a la postre, le lleva no sólo a poner de manifiesto los defectos y contradicciones del Estado Constitucional burgués, sino a exagerarlos y magnificarlos para llegar a la conclusión que interesaba al partido nacional-socialista: que, porque el Estado legatario tiene fallos, la democracia liberal resulta imposible e inviable, y que, en consecuencia, la dictadura se presenta como la única alternativa válida para la adecuada ordenación de la Comunidad Política. Su método, que se hace especialmente patente en su “Die geistesgeschichlitche Lage des heuting Parlamentarismus” -sin duda alguna, el trabajo más ideológico de Schmitt-, no podía ser más sencillo. En efecto, éste, como ha escrito Pedro De Vega, se concretaba en que “desde una de las más brillantes exposiciones que jamás se han realizado de un modelo ideal del Estado Constitucional y de Democracia Parlamentaria, enfrentará ese modelo ideal que nunca existió a las lacras y miserias de su funcionamiento empírico. De este modo, despreciado el Estado Constitucional y sus instituciones por las contradicciones alarmantes de su praxis política, abría,

183 Además de las ya citadas “La giurisdizione...” y “La garanzia...”, las tesis del jurista vienés en esta polémica se concretan, básicamente, en H. Kelsen, “Wesen und Entwichlung der Staatsgerichtsbarkeit” (1928), en Veröffentlichungen der Vereiningung der Deutschen Staatsrechtslehrer, Berlín-Leipzig, 1929, y ¿Quién debe ser el defensor de la Constitución? (1931), Madrid, 1995. La postura del jurista y politólogo alemán se encuentra en C. Schmitt, La defensa de la Constitución. Estudio acerca de las diversas especies y posibilidades de salvaguardia de la Constitución (1931), Madrid, 1983, monografía ésta en la que, como reconoce el propio autor (p. 25), Schmitt procede a la integración, reelaboración y ampliación de sus trabajos “Der Hüter der Vefassung” [Archiv des öffentlichen Rechts, t. XVI (1929), pp. 161-237] y “Das Reichsgericht als Hüter der Verfassung” [en Die Reichsgerichtsprzsis in deutschen Rechtsleben, Berlín, 1929, t. I], así como las conferencias que sobre esta problemática pronunció en los años 1929 y 1930.184 Cfr. P. De Vega, “Prólogo” a C. Schmitt, La defensa de la Constitución. Estudio acerca de las diversas especies y posibilidades de salvaguardia de la Cosntitución, cit., p. 12; vid., también, p. 11.185 Sobre esta posibilidad, vid., por todos, C. Ruiz Miguel, “Estudio preliminar”, cit., p. XXVI.

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fácil y demagógicamente, el portillo para negar su sistema de principios y proclamar una nueva concepción del Estado, basada en el decisionismo y en las formas plebiscitarias legitimadoras del Estado Total del Führer”186.

En segundo término, nos encontramos con que la lectura de los escritos de Schmitt resulta siempre difícil y complicada, de ahí, justamente, que tenga ese interés relativo y limitado a que nos referimos, en tanto en cuanto aquél no se limita a realizar en ellos una mera crítica científica al funcionamiento práctico y real del Estado Constitucional liberal. Por el contrario, lo que, con granhabilidad y brillantez, y de forma más o menos explícita, Schmitt hace es proceder a discutir la propia legitimidad del sistema. Con lo que el propio Schmitt, de una u otra suerte, viene a invalidar sus investigaciones como auténticas Teorías de la Constitución. Una larga cita del Profesor De Vega, nos servirá para aclarar esta circunstancia. Escribe, a este respecto, mi dilecto Maestro que “Desde una lógica inmanente al propio proceso de conceptualización liberal la critica schmittiana hubiera resultado perfectamente válida y convincente. [...]. Sin embargo, una cosa es denunciar la contraposición entre modelo teórico y realidad empírica (lo que entraría dentro de la crítica inmanente), intentando eliminar o, cuando menos, paliar las diferencias entre ambos, y otra muy distinta condenar el modelo y sus bases legitimadoras (lo que entra dentro de la crítica transcendente). [...] Pero proclamar un juicio sobre la legitimidad de un sistema equivale a pronunciar un juicio político y no científico. Por extrañas, confusas y precarias que fueran las condiciones en que se desarrollaba la República de Weimar, a lo que SCHMITT no estaba autorizado científicamente era a enjuiciar la legitimidad del sistema. [...]. Y es aquí donde, al convertirse en transcendente la crítica de SCHMITT al sistema liberal, aparecen en toda su plenitud sus lacras y limitaciones. Lo que desde el punto de vista inmanente hay de válido y atractivo en su planteamiento, resulta ahora inadmisible desde el punto de vista transcendente. Los mismos argumentos que sirvieron a SCHMITT para condenar los principios liberales como una simple ideología, y relegar el Derecho Constitucional liberal al mundo de la ficción, se pueden emplear contra él entendiendo su obra científica como mera elaboración ideológica al servicio de los intereses del Estado Totalitario”187.

Ahora bien, si, como decimos, de todas aquellas construcciones jurídico-políticas realizadas al servicio y en interés del totalitarismo, y con la única excepción de las debidas al ingenio de Carl Schmitt, perfectamente se puede, e incluso resulta conveniente y necesario, prescindir a la hora de trazar una historia de la Teoría Constitucional, no sucede lo mismo cuando, como aquí, lo que interesa es conocer las consecuencias que se derivan de la utilización de uno u otro método de estudio del Derecho Constitucional. Y, a este respecto, lo primero que hemos de hacer es indicar que los totalitarismos, y de manera singular, y en todo caso con un mayor interés científico, el fascista y el nacional-socialista, se sirvieron muy gustosamente del método y la actitud positivista en todos los ámbitos de las Ciencias Sociales.

Así, por ejemplo, lo hicieron respecto de la Sociología positivista, aprovechando la aparente neutralidad ideológica de los trabajos de Robert Michels -que acabaría, no obstante, actuando como asesor remunerado del Duce-, o Vilfredo Pareto -quien, al decir de Heller188, puede muy bien ser considerado como el gran ideólogo, e, incluso, como el “padre” del fascismo-. Más sangrante fue, en este sentido, el supuesto de Gaetano Mosca. Piénsese que si, como ciudadano adscrito al Partido Liberal, Mosca sufría la represión del Gobierno de Mussolini, éste, empero, no dudaría en utilizar en su provecho tanto las críticas que, en nombre de la Libertad, aquél hacía al sistema

186 P. De Vega, “El tránsito...”, cit., p. 78.187 P. De Vega, “Prólogo” a C. Schmitt, La defensa de la Constitución..., cit., pp. 13-14, en el original en cursivas.188 Cfr. H. Heller, “Osservazioni...”, cit., pp. 375 y ss.; “Europa y el fascismo”, cit.,pp. 32 y ss., y 50 y ss.

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democrático189, como su pretendido cientificismo, objetivismo e indiferentismo axiológico y neutralidad ideológica190 que, en definitiva, convertían sus trabajos en unas construcciones totalmente ajenas a la realidad social que pretendía estudiar, y que para lo que en realidad servían era para justificar el “fait accompli”. Lo que, por lo demás, no hace más que dar la razón a Pedro De Vega cuando, refiriéndose en concreto al sociólogo italiano y a su responsabilidad política e intelectual, escribía que “Pero la ciencia, y particularmente el científico, no pueden eludir por mucho tiempo las cuestiones que la realidad y la historia les presentan, [...]. Tarde o temprano la coartada del neutralismo se rompe. Y a partir de ese momento la lucha por la democracia o la dictadura, por el socialismo o el capitalismo deja de ser un sin sentido para pasar a ocupar un papel primordial. Ciertamente, Mosca, no va a tomar la decisión política de hacer la apologética abierta ni de la dictadura ni del capitalismo. La ciencia no permite estas cosas. Sin embargo, lo que la ciencia sí permite son los ataques enconados a la democracia y al socialismo como ficciones y mixtificaciones de una realidad cruel”191. Es, justamente, esta circunstancia la que acaba convirtiendo al Mosca intelectual antidemócrata en algo más que un colaborador involuntario del totalitarismo, en el sentido de que “la conexión entre Mosca -[...]- y el fascismo, no hay que buscarla tanto en la utilización que los teóricos mussolinianos hicieron de sus teorías, como en la preparación social, en la creación de un ambiente favorable con sus críticas a la democracia, para el desenvolvimiento posterior a la demagogia fascista”192.

Pues bien, lo que aquí interesa es poner de manifiesto que a los políticos fascistas y nacional-socialistas también les interesaba el método y la actitud positivista en mundo jurídico. De ahí que procedieran a la explotación máxima de todas las posibilidades que el enfoque de los juristas positivistas formalistas daban al estudio de la Política, el Estado y el Derecho, y que, en último extremo, les permitía obtener grandes beneficios en sus objetivos.

Ciertamente, la apelación de los totalitarismos de derechas al positivismo jurídico formalista, y la utilización práctica de su metodología por parte de los juristas que actuaban como ideólogos de aquéllos, puede parecer contradictoria y, en todo caso, paradójica. Sobre todo, si esta circunstancia se pone en relación con los presupuestos ideológicos que servían de fundamento a su actuación política.

Debemos, a este respecto, a la sagacidad de Heller193 la acertada observación de que, en el proceso de conceptualización del pseudorrenacimiento político y de renovación de los conceptos políticos, fascistas y nacional-socialistas actuaron, como también había hecho de algún modo Lenin194, bajo una más que notable influencia de los planteamientos de la filosofía irracionalista de los Schopenhauer, Nietzsche y Bergson, que habían sido trasladados al campo del Estado, el Derecho y la Política por el ultrarrevolucionario anarco-sindicalista Georges Sorel en sus “Reflexions sur la violence”, de 1908. La influencia del “trovador de la guerra social” y gran teórico del mito de la huelga general en el fascismo y el nazismo es, en efecto, indiscutible, y además, se verificó tanto de manera directa como indirecta195: Fue inmediata en el caso de Mussolini, quien había conocido y había sido alumno de Sorel en Lausana, y que se había involucrado directamente

189 Cfr., a este respecto, y por todos, P. De Vega, “La Democracia como proceso...”, cit., p. 485.190 Cfr. P. De Vega, “Ciencia Política e ideología”, cit., pp. 155 y 158-159.191 P. De Vega, “Gaetano Mosca...”, cit., p. 98.192 P. De Vega, “Gaetano Mosca...”, cit., p. 90.193 Cfr. H. Heller, “Europa y el fascismo”, cit., pp. 38-42 y 51; “Ciudadano y burgués” (1932), en el vol. Escritos políticos, cit., pp. 254 y ss.; “La Ciencia Política”, cit., pp. 119 y ss.194 Cfr., en este sentido, H. Heller, “Europa y el fascismo”, cit., p. 37.195 Sobre esto, cfr., por todos, G. Sabine, Historia de la Teoría Política, México-Madrid-Buenos Aires, 1985, 14.ª ed., pp. 638-639.

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en la traducción al italiano de la obra de aquél: la influencia de Sorel en Hitler sería, por el contrario, mediata, y se produciría, por una parte, a través de Mussolini, -auténtico y admirado modelo para Hitler hasta 1936196-, y, por otra, gracias a la popularización en Alemania del pensamiento soreliano que, desde la filosofía de la decadencia, había realizado Oswald Spangler, a quien, no por casualidad, había traducido al italiano el Duce197.

Lógicamente, y como seguramente no podría ser de otro modo, lo anterior habría de generar ciertas consecuencias de las que, bajo ningún concepto, puede prescindirse. Piénsese, en este sentido, que fue el pensamiento soreliano, y su apelación a la violencia, el que, en el plano teórico, aunque dudosamente científico (Heller198), se encuentra en la base de la concepción totalitaria de la política, la cual, con gran astucia, habilidad y de manera ciertamente brillante, Carl Schmitt199

concretó en la confrontación “amigo-enemigo”, y en la que, por lo demás inadmisible desde una óptica democrática, idea de que el “enemigo político”, al que no es menester odiar personalmente200, ha de ser atacado e, incluso, aniquilado o destruido para preservar las propias concepciones políticas201.

En el ámbito de la política práctica, por su parte, la influencia de Sorel se hacía también harto patente. En efecto, la concepción del ultrarrevolucionario anarco-sindicalista se hacía notar en el hecho de que tanto el partido fascista como el nacional-socialista, así como todas aquellas organizaciones que las tomaban como modelo, entendieron la violencia como un medio adecuado, e idóneo, para llevar a cabo su acción política. Es más, aquélla, en realidad, -y como quedó fehacientemente demostrado en agosto de 1921, con las críticas que se hicieron a las veleidades parlamentarias de Mussolini202-, se admitía como la única alternativa válida y posible para alcanzar el poder y, de algún modo, para mantenerlo cuando lo hubiesen conquistado.

Como nadie ignora, no fue Georges Sorel el único, ni el primer teórico que había confiado en la violencia como instrumento de la política práctica. La Historia de la Teoría Política nos ofrece múltiples ejemplos de ello. A ella, en efecto, había apelado ya, en 1159, Juan de Salisbury en su “Policraticus”203, donde se establece que el Pueblo tiene siempre la posibilidad de defenderse del tirano (el mal gobernante) ya sea mediante la expulsión del gobernante injusto del Consejo, ya sea, y como hipótesis más radical, a través del tiranicidio. Idea ésta que, más de cuatro siglos después, sería desarrollada, y radicalizada, por los monarcómanos protestantes204 en su célebre “Vindiciae contra tyrannos”. Su más conocida tesis es la de que el Pueblo tiene en todo momento un derecho de resistencia frente al tirano, que comienza a manifestarse en la afirmación de que los ciudadanos no están obligados y, en consecuencia, no han de obedecer las leyes injustas, y cuya expresión más extrema es la de que el Pueblo puede legítimamente dar muerte al gobernante injusto. Por no extendernos más, baste aquí con indicar que la utilización de la violencia había sido también

196 Cfr., en este sentido, y por todos, P. De Vega, “Mussolini: una biografía del fascismo”, en el vol. Escritos político constitucionales, cit., pp. 265-266.197 Cfr. H. Heller, “Europa y el facismo”, cit., p. 51.198 Cfr. H. Heller, “Europa y el fascismo”, cit., p. 85.199 Cfr. C. Schmitt, El concepto de lo politico. Texto de 1932 con un prólogo y tres corolarios, Madrid, 1991, pp. 56 y ss.200 Cfr. C. Schmitt, El concepto..., cit., p. 59.201 Para esta interpretación, cfr., por todos, H. Heller, “Democracia política y homogeneidad social” (1928), en el vol. Escritos políticos, cit., pp. 259-260.202 Cfr., a este respecto, y por todos, P. De Vega, “Mussolini:...”, cit., pp. 255-256.203 Cfr. Juan de Salisbury, Policraticus, cit., Libro I, cap. 9, y Libro VIII, cap. 16.204 Sobre los monarcómanos, cfr., por todos, y con un carácter general, G. Sabine, Historia..., cit., pp. 280-286; J. Touchard, Historia de las ideas políticas, Madrid, 1975, pp. 221-224; S. Giner, Historia..., cit., pp. 228-231.

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justificada por Rousseau en su “Du Contrat Social”. No otra cosa significa, en verdad, su aserto de que “Si je ne considérais que la force, et l’effet qui en dérive, je dirais: Tant qu’un peuple est constraint d’obéir et qu’il obéit, il fait bien; sitôt qu’il peut secouer le joug et qu’il le secoue, il fait encore mieux; car, reconvrant sa liberté par le même droit que la lui ravie, ou il es fondé à la reprendre, ou l’on ne l’était point à la lui ôter”205.

Existe, sin embargo, una gran diferencia en cuanto al sentido de unos y otros otorgan a la utilización de la violencia en la confrontación política. Divergencia que, porque resulta substancial y básica, no podemos dejar de consignar.

Importa, en este sentido, advertir que para Juan de Salisbury, los monarcómanos, -fundamentalmente en los trabajos de François Hotman y Stephanus Junius Brutus-, y Rousseau la utilización de medios violentos sólo se justifica, y, en consecuencia, únicamente puede entenderse como una hipótesis legítima, cuando la violencia se ejerce contra un gobernante tiránico que socava los derechos de los ciudadanos, y cuando su finalidad se concreta en la creación de un régimen de libertad, o, en su caso, en la recuperación de éste. Lo que, innecesario debiera ser indicarlo, confiere a la violencia revolucionaria un inequívoco, innegable e indiscutible carácter de creación política.

Todo lo contrario sucede en la formulación de Sorel y, desde luego, en su puesta en práctica por fascistas y nacional-socialistas. Ahora, la violencia no se propugna contra el gobernante que, con su acción, elimina la libertad de los ciudadanos, sino en el marco de la llamada democracia liberal. De esta suerte, su finalidad y sentido sólo puede ser el acabar con la vigencia de un régimen basado en las ideas de Libertad y Democracia, como es el constitucionalismo, para dar paso a la tiranía. Esto es, frente a la idea democrática de la revolución como instrumento de destrucción, conservación y creación, -que es la que subyace en los escritos de Juan de Salisbury, de los monarcómanos y Rousseau, y que, de cualquier modo, informará el pensamiento del democratismo radical y del socialismo democrático206-, Sorel, fascistas y nacional-socialistas operaran, -como queda, por lo demás, claramente demostrado con esa confusa ausencia de programa que caracterizó a Mussolini207-, tan sólo con la concepción destructora de la acción violenta. De lo que, en definitiva, se trataba era de generar el caos o, cuando menos, y como ocurrió en España en 1936, hacer crecer la ficción de que se vivía una situación caótica que, a la postre, justificase la necesidad de la entrada en escena de un salvador, de ese “cirujano de hierro” teorizado por el prefestista Joaquín Costa208 al que, en primer lugar y en lo que hace a España, había apelado Primo de Rivera para explicar el golpe de septiembre de 1923 y que, para asombro y desilución de un Manuel Azaña209, le había servido para obtener una inicial adhesión de no pocos intelectuales a la dictadura,

205 J.-J. Rousseau, Du Contrat Social ou principes de Droit Polítique (1762), París, 1966, Libro I, cap. I, p. 41.206 Para la comprensión de esta idea, resulta imprescindible la lectura de H. Heller, “Estado, Nación y Socialdemocracia”, cit., passim, pero especialmente pp. 231 y ss.207 Cfr., a este respecto, y por todos, H. Heller, “Europa y el fascismo”, cit., pp. 50-51.208 Para la inclusión de Costa, al igual que los, entre otros, Lucas Mallada, Ricardo Macías Picavea y, aunque pueda sorprender a algunos y, desde luego, pueda resultar “políticamente incorrecto” en la actualidad, Valentín Almirall (cfr., en concreto sobre este particular, pp. 429-436), en la categoría de “prefascista”, es decir, como aquel pensador que no siendo, en rigor, fascista, favorece, sin embargo, la creación de un ambiente intelectual propicio para que puedan germinar los totalitarismos de este tipo, así como para comprender la influencia del aragonés tanto en la dictadura de Primo de Rivera como en la franquista, resulta imprescindible E. Tierno Galván, “Costa y el regeneracionismo”, en el vol. Escritos (1950-1960), Madrid, 1971, pp. 369-539. 209 Cfr., p. ej., M. Azaña, “Anotación de 2 de mayo de 1927", en M. Azaña, Diarios completos. Monarquía, República, Guerra Civil, Barcelona, 2000, p. 124. Sobre esta circunstancia, cfr., por todos, S. Juliá, Historias..., cit., pp. 200 y ss., en particular para el distanciamiento y decepción de Azaña con Ortega pp. 206 y ss.; “Manuel Azaña. El desengaño de un reformista”, en J. Moreno Luzón (ed.) y otros, Progresistas. Biografías de reformistas españoles (1808-1939), Madrid, 2006, pp. 296 y ss., en especial pp. 300-303.

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entre ellos, y por poner tan sólo un ejemplo, Ortega y Gasset210, quien, por lo demás, había mostrado siempre una gran estima por el regeneracionsista aragones211, y al que posteriormente se acudiría también para construir el andamiaje teórico tanto del golpe de 18 de julio de 1936, como de la dictadura franquista. Tan pronto como el “salvador” se hiciera, por vía que fuese, con el poder, éste no debía limitarse a ejercer lo que Schmitt había denominado “dictadura comisoria”212, que, heredera de la figura del dictador romano, se definía por su carácter limitado, es decir, se trataba del ejercicio absoluto del poder político durante un tiempo limitado y previamente pretedeterminado, que podía, empero, acortarse si, antes de ese plazo, se restablecía la normalidad política, y que, de una u otra forma, se emparenta con el instituto de la suspensión constitucional213 y con el llamado “derecho de excepción”. El “cirujano de hierro”, elevado, de una u otra suerte, a la condición del schmittiano “Der Hütter der Verfassung”214, ha de actuar, por el contrario, una “dictadura soberana”. Lo que, traducido en otros términos, y en lo que al Derecho Constitucional se refiere, significa que el acceso al poder del dictador implica no una mera suspensión o pérdida provisional de vigencia de algunas prescripciones legal-constitucionales, que recuperaran su plena eficacia jurídica tan pronto como cese la situación excepcional, sino, por el contrario, la derogación definitiva del orden constitucional vigente en el terreno de los hechos.

Es en este contexto, en el que la política adquiere ese carácter destructivo, donde se plantea la cuestión de las relaciones entre método jurídico de estudio del Estado y de la Constitución y acción política. Y es también, y como es obvio, en este contexto donde la opción de los totalitarismos por el positivismo jurídico formalista puede, como decimos, causar alguna extrañeza. Me explico.

Es menester comenzar advirtiendo que, en realidad, nada de extraño tiene que, con independencia del posicionamiento ideológico que, como ciudadanos tuviese cada uno, los autores del positivismo jurídico formalista se encontrasen cómodos colaborando con un régimen que, como, con absoluto acierto y total contundencia, había denunciado Heller215, había convertido la libertad de expresión, -que, como muy bien había comprendido Fichte216, no es más que el vehículo a través del cual se materializa el derecho inalienable de la libertad de pensamiento, por la cual el hombre se distingue del animal-, la libertad de prensa y libertad de cátedra en meras ilusiones formales, sin una existencia práctica real. Recuérdese, en este sentido, que fue ya Triepel quien, en su discurso de toma de posesión como Rector de la Universidad Federico Guillermo de Berlín, puso de manifiesto que si hubo realmente algo que caracterizó la actitud de las escuelas positivistas, esto fue el que, apelando siempre a ese pretendido carácter objetivo, científico y políticamente neutro de sus construcciones, aquéllas trataron de atribuirse el monopolio en el estudio del Estado, la Política y el Derecho, en el sentido de que la “Escuela otorga el título de honor «estrictamente jurídico»

210 Cfr. S. Juliá, Historias..., cit., pp. 176 y ss.211 Cfr., en este sentido y por todos, E. Tierno Galván, “Costa y el regeneracionismo”, cit., pp.. 509 y ss.212 Cfr. C. Schmitt, La dictadura. Desde los comienzos del pensamiento moderno de la soberanía hasta la lucha de clases proletaria (1921), Madrid,, 1985, especialmente pp. 33-34, 37, 40 y 59.213 Sobre la suspensión constitucional, me remito, por comodidad, a J. Ruipérez, “Estática y dinámica en la España de 1978. Especial referencia a la problemática de los límites a los cambios constitucionales”, en S. Roura y J. Tajadura (dirs.) y otros, La reforma constitucional. La organización territorial del Estado, la Unión Europea y la igualdad de género, Madrid, 2005, pp. 182-185, y bibliografía allí citada.214 Sobre la relación entre el “cirujano de hierro” costista y el “defensor de la Constitución” teorízado por Carl Schmitt, cfr., por todos, E. Tierno Galván, “Costa y el regeneracionismo”, cit., p. 521.215 Cfr. H. Heller, “Europa y el fascismo”, cit., pp. 92-93 y 94.216 Cfr. J. G. Fichte, “Reivindicación de la libertad de pensamiento a los príncipes de Europa que hasta ahora la oprimieron” (1793), en el vol. Reivindicación de la libertad de pensamiento y otros escritos políticos, Madrid, 1986, passim, en particular pp. 16-19.

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solamente a aquellas monografías jurídico-públicas que evitan escrupulosamente todo contacto con lo político. El que no se doblega ante esta tiranía -a veces casi inquisitorial- se le ignora en el mejor de los casos”217.

No hace falta ser demasiado sagaz para comprender que, en el fondo, lo anterior es, pura y simplemente, la aplicación de la dialéctica “amigo-enemigo” al ámbito científico y académico. En efecto, lo que los juristas del positivismo formalista, -como harán posteriormente los del positivismo jurisprudencial-, hacen no es más que poner en práctica aquella táctica autoritaria, que había sido iniciada en la política práctica por Napoleón, y que, como señala Karl Mannheim218, se concreta en el intento de despreciar y descalificar los argumentos del contrario, acusándole de actuar no de modo objetivo y científico, sino, por el contrario, condicionado por criterios políticos e ideológicos.

A este espíritu no fue capaz de sustraerse ninguno de los autores del positivismo jurídico formalista. Hans Kelsen, cuyas convicciones democráticas están fuera de toda duda, -y que, desde luego, no seré yo el que venga a cuestionarlas-, nos ofrece algunos espléndidos ejemplos en este sentido. Recuérdese, a este respecto, la polémica que el insigne jurista vienés desarrolló con Schmitt sobre la manera más adecuada de llevar a cabo la defensa de la Constitución, así como la menos conocida, aunque no por ello menos rica y fecunda, controversia sostenida con Smend en torno al método de estudio del Derecho Constitucional. En esta última, contestando a las críticas que le dirigía Smend (v. gr., “Una teoría del Estado, como la de la Escuela de Viena, que tiene como meta el diluir toda la realidad espiritual en una ilusión ficticia, en un falseamiento de la realidad, siguiendo así tardíamente las doctrinas racionalistas...”219), Kelsen220 se empleará con una especial y radical virulencia. En su respuesta, el jurista austríaco procede a una descalificación global de las investigaciones smendianas en tanto en cuanto el alemán se empeñaba en forjar una Teoría del Estado y de la Constitución que, lejos de reducir todo el Derecho Constitucional a una construcción lógico-matemática y geométrica, partía de la idea de que “En cuanto que Derecho positivo, la Constitución es norma, pero también realidad”221 política.

En la primera de las polémicas aludidas, el gran Maestro vienés criticará las tesis que, en relación al “Der Hüter der Verfassung”, mantenía Carl Schmitt tanto por su método de estudio del Derecho Constitucional: el positivismo sociológico voluntarista o decisionista, como por criterios ideológicos. En este último sentido, Kelsen tratará de despreciar, descalificar, anular y, en definitiva, destruir la formulación del jurista y politólogo alemán argumentando que lo que Schmitt, con su apelación a la doctrina del poder neutro, intermediario y regulado que había elaborado Constant222, en virtud del cual, -y como había sentenciado Otto Mayer223-, el doctrinarismo liberal había erigido al monarca en el protector supremo de la Constitución, hace es afirmar que “categorías de la teoría de la Constitución del constitucionalismo (liberal) no son aplicables a la Constitución de democracia parlamentario-plebiscitaria, como la de la Alemania actual”224. Convicción ésta a la que, siempre en opinión del jurista vienés, Schmitt llega tras proceder a la exhumación “del desván del teatro constitucional el trasto más viejo, a saber: que el jefe del Estado, y ningún otro órgano, sería el defensor natural de la Constitución, con el fin de poner nuevamente

217 H. Triepel, Derecho Público y Política..., cit., p. 39.218 Cfr. K. Mannheim, Ideología y utopía. Introducción a la sociología del conocimiento, México, 1993, pp. 63 y ss.219 R. Smend, “Constitución...”, cit., p. 152.220 Cfr. H. Kelsen, El Estado como integración. Una controversia de principio (1930), Madrid, 1997, passim.221 R. Smend, “Constitución...”, cit., pp. 135-136.222 Cfr. B. Constant, “Principios de política” (1815), en el vol. Escritos políticos, Madrid, 1989, pp. 191-379.223 Cfr. O. Mayer, Das Staatsrecht des Königreichs, Tubinga, 1909, p. 214.224 H. Kelsen, ¿Quién debe ser..., cit.,p. 10.

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en uso para la República democrática [...], este requisito verdaderamente cubierto de polvo”225. Lo que, dirá Kelsen, “se trataba -[...]- sólo de una ideología demasiado evidente, una de tantas ideologías, cuyo sistema configuró la así llamada doctrina constitucional, mediante la cual esta interpretación de la Constitución buscaba ocultar su intención fundamental: compensar la pérdida de poder que el jefe del Estado había experimentado en el tránsito de la monarquía constitucional”226, y que Schmitt, con innegable astucia, y con apoyo en su tesis del “Estado total”, utiliza con la finalidad última de erigir al dictador en el único depositario legítimo de la soberanía.

La crítica kelseniana es, como nadie ignora, indiscutiblemente correcta. Ahora bien, ocurre que el hecho de que Schmitt actuase desde el punto de vista ideológico, no debe hacernos olvidar que las construcciones del jurista vienés tampoco escapaban a esta deriva. Con toda razón ha observado, a este respecto, Pedro De Vega que la “denuncia ideológica operada por Kelsen a las tesis contrarias se vuelve también [...] sobre su propia concepción. Lo que significa que si la argumentación jurídica de Schmitt sobre el guardián de la Constitución, adquiere la plenitud de su sentido a la luz de principio monárquico, que como presupuesto político le sirve de fundamento, el razonamiento de Kelsen sólo se explica y justifica desde la cimentación histórica y social del principio democrático”227.

De cualquier forma, lo que nos interesa es destacar que ese ánimo monopolístico y, por utilizar las expresiones de Triepel, tiránico e inquisitorial del positivismo jurídico encontraba no pocas dificultades para su puesta en marcha de manera plena en el marco del régimen democrático. La razón es fácilmente comprensible. Definida, como, por ejemplo, hace Friedrich228, como un sistema de “disagreement on fundamentals” y que hace existir, una junto a otra, opiniones distintas, y, en todo caso, tratando de hacer creíble la ficción de que el jurista es el primer servidor de aquélla, el positivismo jurídico, formalista y jurisprudencial, se ve obligado en Democracia a tolerar la presencia de sus adversarios académicos. Lo que se hace bien a través de su participación conjunta en encuentros científicos los que, por ejemplo, se realizan en el tiempo de Weimar con el nombre de “Veröffentlichungen der Vereiningung der Deutschen Staatsrechtslehrer”, bien con la creación de foros específicos en los que, para dar sensación de pluralismo, aunque sin olvidar su intención de relegar al olvido al discrepante político o académico, se invita tanto a los juristas no positivistas, como a los que siendo de la misma Escuela mantienen, sin embargo, posiciones políticas distintas.

Todo lo contrario sucede, lógicamente, cuando el positivismo jurídico se convierte en la escuela oficial de un régimen totalitario. Lo que, creemos, no ha de ser muy difícil de comprender.

Debemos, en este sentido, a Pedro De Vega229 la observación de que los totalitarismos, -tanto más cuando, como sucedía con el fascismo italiano, el nacional-socialismo alemán y el nacional-catolicismo en la España franquista230, éstos se apoyaban en la más radical y extrema construcción romántica e irracionalista ideología de la Nación231 que, renunciando a sus primigenias vinculaciones con el pensamiento político democrático y liberal232, llevaba a sus últimas

225 H. Kelsen, ¿Quién debe ser..., cit., p. 9.226 H. Kelsen, ¿Quién debe ser..., cit., pp. 5-6.227 P. De Vega, “Supuestos políticos...”, cit., pp. 395-396.228 Cfr. C. J. Friedrih, La Democracia..., cit., pp. 99-100.229 Cfr. P. De Vega, “Para una teoría política de la oposición” (1970), en el vol. Estudios político constitucionales, cit.,pp. 20 y 21-23.230 Sobre esto último, cfr. P. De Vega, “Fuerzas políticas y tendencias ideológicas en los últimos años del franquismo” (1974), en el vol. Estudios político constitucionales, cit., pp. 226-227.231 En relación con la vinculación de los totalitarismos de derechas y el nacionalismo, cfr., por todos, H. Heller, “Europa y el fascismo”, cit., pp. 41 y 53 y ss.; P. De Vega, “El carácter burgués...”, cit., pp. 113 y ss.232 Sobre este particular, cfr. H. Heller, Las ideas..., cit., pp. 91-95, p. ej.

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consecuencias los presupuestos de un nacionalismo que, como advirtió Tierno233, se mostraba incapaz de admitir la coexistencia de diversas totalidades políticas, sociales y culturales, y, además, tendía a la identificación del Estado con el gobernante-, se esforzaron por montar una construcción ideológica en la que, de modo arbitrario, se establece una visión unitaria y exclusivista del mundo desde la que las categorías de división y fraccionamiento no se comprenden, y en la que, en todo caso, y como lógico correlato de su esencia de ideología de la ocultación, no hay lugar al conflicto. Lo anterior, innecesario debiera ser advertirlo, se traducía en el establecimiento de un régimen de partido único, -con el que, como acertadamente denunció Heller234, se hacían inviables los principios inspiradores del constitucionalismo moderno, y de modo singular el de la división de poderes-, la negación absoluta y definitiva de la legitimidad de la oposición política, y la brutal represión de todos aquéllos que, desde cualquiera de los ámbitos del Estado, realizasen una crítica, pública o privada -Guglielmo Ferrero235 da, en este sentido, buena cuenta de ello cuando relata las consecuencias que tuvieron ciertas críticas que, confiado en la vigencia formal de la inviolabilidad de las comunicaciones, había realizado en una carta particular-, que, a la postre, pusieran de relieve la existencia del conflicto.

Se establecía, de esta suerte, el escenario perfecto para que el positivismo jurídico, como escuela oficial del régimen, pudiera desarrollar plenamente sus tendencias exclusivistas, tiránicas e inquisitoriales. Tanto, que ahora ya no se contentarían, como había tenido que hacer la vieja Escuela de Derecho Público en el marco del Imperio guillermino, con condenar al olvido a los adversarios académicos. Para lo que, de cualquier modo, no encontraban grandes dificultades. En efecto, al lograr, con indudable e innegable astucia, presentar ante el dictador al discrepante académico como discrepante político, y convertidos ambos en “enemigos políticos” en la más pura significación schmittiana del término, fácil le resultaba a la escuela positivista lograr que el gobernante totalitario reaccionara contra el discrepante académico ya sea con la mera interposición de vetos académicos y palaciegos, ya sea, -y como, por ejemplo, se dijo en España en 1965 en el caso de Tierno Galván, López Aranguren y García Calvo-, con su “expulsión a perpetuidad” de la Universidad, ya forzando su exilio (Heller, Kelsen, etc.).

Ahora bien, si, como vemos, resulta fácil de entender el que el positivismo jurídico formalista pudo encontrarse cómodo con los totalitarismos, e, incluso, y en cuanto les facilitaba la puesta en marcha de sus más oscuras y espúreas finalidades como escuela, el que pudiera estar interesado en ponerse a su servicio, no sucede, en cambio, lo mismo con el interés que los totalitarismos tenían en el método del positivismo jurídico formalista. Y es, como a nadie puede ocultársele, se compadece mal el que una fuerza política que hace de la violencia y la destrucción su único medio de acción política y, por lo demás, exclusivo soporte ideológico, apele, no obstante, al positivismo jurídico, empeñado en someter al Derecho toda la vida del Estado como mecanismo para evitar la arbitrariedad, como método para organizar la Comunidad tan pronto como se hace con el poder.

Existe, empero, una explicación para esta querencia de los totalitarismos por el positivismo jurídico formalista. Y ha sido el Profesor De Vega, el más inteligente y lúcido de todos los constitucionalistas españoles, el que, con la brillantez, rigor y contundencia que le son característicos, se ha encargado de ponerla de manifiesto. Escribe, a este respecto, el Maestro que el

233 Cfr. E. Tierno Galván, Tradición y modernismo, cit., pp. 18-19.234 Cfr. H. Heller, “Europa y el fascismo”, cit., pp. 72 y ss. En el mismo sentido, cfr., también, P. De Vega, “Jurisdicción constitucional...”, cit., p. 106. La relación entre pluralismo partidista y régimen democrático, fue también puesta de manifiesto por H. Kelsen, “Esencia...”, cit., p. 37.235 Cfr. G. Ferrero, El Poder. Los Genios invisibles de la Ciudad, Madrid, 1991, pp. 12-13.

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“hecho de la pervivencia de esa dogmática empieza, [...], a entenderse cuando no se olvidan las premisas naturalistas y pretendidamente ahistóricas en las que el positivismo aspiró establecer todasu fundamentación. De una forma u otra a esas premisas se ha seguido acogiendo la Teoría del Derecho Constitucional posterior haciendo de sus dogmas, principios y valores, categorías atemporales que evadidas del mundo y de la vida pierden toda consistencia real. [...] Por otra parte, cuando la Teoría del Derecho Constitucional, abierta y decididamente se convirtió en una doctrina que asumió los grandes compromisos sociales, históricos y políticos que la realidad le presentaba, las experiencias y efectos obtenidos no pudieron resultar más frustrantes y lamentables. «A nueva realidad política -dijo P. DE FRANCESCI ([...])- nueva dogmática», y siguiendo su consejo los juristas del totalitarismo fascista ([...]), y los juristas del totalitarismo comunista ([...]) no dudarían en colocar su razonamiento al servicio de exigencias políticas que terminaron haciendo de la Constitución y del Estado realidades aberrantes ajenas y contradictorias con cualquier tipo de convivencia civilizada”236.

De cualquier modo, lo que nos interesa es destacar que, en su proceso de conceptualización de los pseudorrenacimientos políticos y de la pseudorrenovación de los contenidos políticos y jurídicos, los totalitarismos, de manera singular los que se englobaban con el término de “fascismo”, mostraron un particular interés en las formulaciones y construcciones del primer positivismo jurídico formalista, en cuya puesta en marcha tenían una intencionalidad política muy similar a la que había tenido la vieja Escuela Alemana de Derecho Público bajo la vigencia de la Constitución guillermina de 1871. De todas ellas, y para no alargar en exceso nuestro discurso, vamos a destacar tan sólo las dos en donde la conexión entre la dogmática positivista alemana de la Teoría del Estado y del Derecho Constitucional y la fantasmal y esperpéntica Teoría Constitucional de la dictadura, resulta especialmente meridiana. Y estas, siguiendo la brillante exposición de Heller en su “Europa y el fascismo”, se concretan en la doctrina de la soberanía del Estado, por un lado, y en la comprensión de la mutación constitucional y la relevancia del “fait accompli” comprendido, con Jellinek, como un “fenómeno histórico con fuerza constituyente, frente al cual toda oposición de las teorías legitimistas es, [...], impotente”237, por otro.

Por lo que se refiere a la primera de estas problemáticas, pocas dificultades han de existir para comprender el interés que fascistas y nacional-socialistas tenían en la concepción que había puesto en marcha la vieja Escuela Alemana de Derecho Público, así como el que los juristas positivistas al servicio de los totalitarismos, dispuestos a afirmar que la dictadura a la que servían era un auténtico Estado de Derecho, se encontrasen cómodos empleando los conceptos y esquemas que se derivan de la teoría de la soberanía del Estado. Ya hemos visto que esta tesis, aunque inicialmente elaborada por Hegel con la intención de conciliar y conjugar el dogma de la soberanía popular y el principio de la soberanía del monarca, fue utilizada por el primer positivismo jurídico formalista alemán para negar, de manera absoluta, total y definitiva, la posibilidad de que los ciudadanos, en su manifestación de ente político único o, si se prefiere, de “Pueblo como unidad” (Heller), pudieran ser entendidos como únicos titulares posibles de la soberanía en la Comunidad Política, y como instrumento fundamental para, con su transformación tácita en una doctrina de la soberanía del príncipe (P. De Vega), proceder, ya de forma directa -v. gr., von Gerber, Laband-, ya indirectamente -caso de Jellinek-, a la elevación del Jefe del Estado a la condición de único depositario legítimo de la soberanía. La más que sobresaliente utilidad que una tal concepción reportaba a los totalitarismos de derechas, resulta, en nuestra opinión, evidente.

236 P. De Vega, “El tránsito...”, cit., pp. 67-68.237 G. Jellinek, Reforma..., cit., p. 29.

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Ha sido Heller quien, con su incuestionable lucidez, brillantez y sagacidad, se ha encargado de poner de manifiesto esta circunstancia. Así, el joven constitucionalista alemán denunciaría que la “concepción fascista tiene que rechazar con especial interés la teoría de la soberanía del pueblo. Trata de sustituirla por la teoría de la soberanía del Estado. [...]. Lo mismo que aquélla [la Escuela Alemana de Derecho Público] trataba de ocultar la contradicción entre la forma democratizada de su pensamiento y el absolutismo de la monarquía pruso-alemana, así también esa doctrina sirve ahora a los italianos para velar su dictadura. [...]. En realidad no es soberano en la Italia actual el Estado, o sea el pueblo como unidad política. Soberano lo sería el dictador si se pudiera por un momento olvidar que Italia sigue siendo una monarquía. Cierto que el poder de decisión sobre todo el territorio reside hoy de hecho en manos del dictador”238.

Aunque, por la única razón del momento en que fueron escritas:1929, las palabras de Heller se refieren tan sólo al supuesto de la Italia de Mussolini, su contenido resulta plenamente aplicable a todos los totalitarismos fascistas. Lo es, en efecto, respecto del régimen hitleriano. Cierto es que durante los años de vigencia real y efectiva de la Constitución de 1919, la problemática de la soberanía había conocido en Alemania una solución muy distinta a la que le había dado la vieja Escuela de Derecho Público. Esto es, y como escribió Heller, “en la República de Weimar, la fórmula de Carlos Schmitt: «Soberano es aquél que decide definitivamente si rige el estado de normalidad», deba aplicarse no al presidente del Reich, sino al pueblo”239. Ahora bien, ocurre que tan pronto como el partido nacional-socialista se hizo con el poder, la anterior interpretación daría paso a una nueva manifestación de la teoría de la soberanía del Estado. Nueva manifestación, gracias a la cual, y con el inestimable apoyo que les brindaba el artículo 48 del Texto weimariano, los juristas podían presentar a Hitler como el verdadero soberano. Y no sólo de facto, como le ocurría a Mussolini en el Reino italiano, sino también de iure, en tanto en cuanto aquél era, como Presidente del Reich, el Jefe del Estado.

Importa advertir, siquiera sea brevemente, que tampoco se encontraría el franquismo con las dificultades con las que hubo de pugnar el fascismo italiano, y que se derivaban de la forma de Gobierno. Es verdad que, como la Italia fascista, el Estado español surgido tras la guerra civil se definía, en el más alto nivel normativo de la época, como una monarquía. Ahora bien, mientras que Mussolini, -al menos hasta 1943, cuando, como consecuencia de la falta de apoyo por parte del capitalismo que determinaba el inicio de la crisis del fascismo y, finalmente, la descomposición del régimen dictatorial, creó la República Social de Saló240-, no era más que el Jefe de Gobierno que coexistía con un monarca como auténtico Jefe del Estado, esto no le sucedía la dictador español. En efecto, Franco, mucho más hábil y astuto que el Duce a este respecto, mantuvo al rey en el exilio. De esta suerte, el general/dictador podía perfectamente, -del mismo modo que los juristas y politólogos a su servicio no hallaban ninguna dificultad para explicarlo y justificarlo en términos jurídico-formales-, atribuirse la titularidad y ejercicio de la soberanía del Estado. Y ello, por la sencillísima razón de que, en el mismo marco de aquellas Leyes Fundamentales que declaraban a España constituida en reino, el dictador español se había autoproclamado Jefe del Estado en calidad de regente.

Nos indica, por otra parte, Heller241 que los totalitarismos fascistas mostraron también un vivo interés, -el mismo, por cierto, que tuvieron, y siguen manteniendo en la actualidad242, todos los

238 H. Heller, “Europa y el fascismo”, cit., pp. 56-57.239 H. Heller, La soberanía..., cit., p. 207.240 Cfr., a este respecto, y por todos, P. De Vega, “Mussolini:...”, cit., pp. 269-274.241 Cfr. H. Heller, “Europa y el fascismo”, cit., pp. 69-70.

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antidemócratas, sean o no partidarios del totalitarismo-, por la concepción, puramente descriptiva y externa243, que Laband y Jellinek tenían sobre ese fenómeno al que denominaron “Wandlung” o “Verfassungswandlung”, que ha sido traducido al castellano como “mutación constitucional”. Interés que, de todos modos, resulta fácilmente comprensible.

De todos es, sin duda, bien conocido que partió, por ejemplo, Georg Jellinek de la idea de que, incluso durante el curso de la vida normal de la Comunidad Política, “Todos los acontecimientos históricos que conmueven fuera del Derecho, los fundamentos del Estado, suscitan tal necessitas. Las usurpaciones y las revoluciones provocan en todas partes situaciones en las que el Derecho y el hecho, aunque tienen que distinguirse estrictamente, se transforman el uno en el otro. El fait accompli -el hecho consumado- es un fenómeno histórico con fuerza constituyente,

242 En relación con esto, y en lo que hace a la actual dinámica política española, es menester recordar los esfuerzos que realiza el nacionalismo conservador vasco, -que si bien hoy no es susceptible de ser definido, como había hecho el Presidente Azaña respecto del P.N.V. de los años de la República y de la guerra civil, en el sentido de que “sin excepción apreciable, forma un partido de extrema derecha, de confesión católica [...que] ha asumido en el País Vasco la posición antiliberal más fuerte” [M. Azaña, “La insurrección libertaria y el «eje» Barcelona-Bilbao” (1939), en el vol. Causas de la guerra de España, Barcelona, 2004, 2.ª ed., pp. 130-131], es lo cierto, sin embargo, que situado en los esquemas desde los que Benjamín Constant [cfr. “De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos” (1819), en el vol. Del espíritu de conquista. De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos, Madrid, 1988, pp. 63-93], que resulta sólo aceptable en el marco de la confrontación política partidista (cfr., en este sentido, y por todos, H. Heller, Las ideas..., cit., pp. 14 y 71), su ideología y su actuación se adscriben inequivocamente al pensamiento antidemocrático-, para, manteniendo formalmente la vigencia de la Constitución de 1978, tratar de presentar el ius secessionis como un derecho vigente y plenamente ejercitable en el actual Estado español, aun y cuando el Poder Constituyente originario, de manera totalmente consciente, optó por no incluirlo en el Texto Constitucional. En este empeño, el nacionalismo conservador vasco cuenta con el inestimable apoyo de una fundamentación teórica y pseudo-científica que, atendiendo a la tradición nacional mágico-mítica puesta en marcha por Sabino Arana a finales del s. XIX y principios del XX, les ha elaborado al efecto quien, además de mostrarse orgulloso de haber colaborado con la dictadura franquista que entendía como un auténtico Estado de Derecho (vid., supra, nota 117), se presenta como el más conspicuo defensor de las ideas y del principio monárquico -que, como muy bien precisó H. Heller (Las ideas..., cit., p. 45), son siempre la antítesis radical y frontal de las ideas y del principio democrático, en los que descansa el moderno edificio constitucional- en la España actual. De cualquier forma, lo que interesa señalar es que los esfuerzos del nacionalismo conservador vasco, aunque diferentes en sus formas, tienen todos ellos en común el que parten de la más absoluta y definitiva negación del dogma político de la soberanía del Pueblo. De esta suerte, porque se niega la existencia del Poder Constituyente del Pueblo español que, por ser el soberano que decide según el principio mayoritario, impone su voluntad a todos, incluso a los que no están de acuerdo con sus decisiones, no encuentra el nacionalismo conservador vasco, y, por extensión, el resto de los partidos nacionalistas de ámbito regional, inconveniente alguno para poder afirmar que no hay, ni puede haber, límites materiales absolutos para el cambio, formal (reforma) o no formal (mutación), de la Constitución de 1978, y que, en consecuencia, resulta posible y viable el reconocimiento constitucional del derecho de secesión para Cataluña, Galicia y País Vasco, o la transformación del actual “Estado de las Autonomías”, que no es más que una de las muchas manifestaciones estructurales posibles de esa realidad única que podemos llamar “Estado Federal” o “Estado políticamente descentralizado”, en una nueva variante de la forma política Confederación de Estados. Sobre esta problemática, me remito a J. Ruipérez, Constitución y autodeterminación, Madrid, 1995; vol. Proceso constituyente, soberanía y autodeterminación, Madrid, 2003, en especial pp. 215-238 (“Una cuestión actual en la discusión política española: la Constitución española y las propuestas nacionalistas, o de los límites de la mutación y la reforma constitucional como instrumentos para el cambio político”), pp. 239-294 (“El ius secessionis en la confrontación derechos humanos-derechos fundamentales. Algunas reflexiones sobre las últimas propuestas de los partidos nacionalistas en España”) y 295-398 (“Sobre el derecho de autodeterminación”); “La problemática del derecho de autodeterminación en el contexto de la realidad política y constitucional española”, Civitas Europa. Revista jurídica sobre la evolución de la Nación y del Estado en Europa, n.º 12 (2004), pp. 168-183 [comprobar]; “Estática y dinámica...”, cit., pp. 90-152.243 Cfr., en este sentido, y por todos, P. Lucas Verdú, Curso de Derecho Político. IV. Constitución de 1978 ytransformación político social española, Madrid, 1984, pp. 166-168.

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frente al cual toda oposición de las teorías legitimistas es, en principio, impotente”244. Lo anterior, condujo a Jellinek245 a la consideración de que “fuerza normativa de los hechos” acaba generando unas situaciones de clara y patente incongruencia, o discordancia, entre la realidad normativa, el texto formal de la Ley Constitucional, y la realidad político-social. Incongruencias éstas que, en tanto en cuanto obligan a que las normas constitucionales tengan que regular circunstancias distintas a las que originariamente habían sido imaginadas (H. Dau Lin246), de suerte tal que “de la manera que sea, el contenido de las normas constitucionales, [...], conservando el mismo texto, recibe una significación diferente” (Hesse247), terminan por generar un cambio en el ordenamiento constitucional. Siendo así, nos encontramos con que, como con total acierto y precisión ha hecho notar Pedro De Vega248, ya desde la construcción de Jellinek, la Verfassungswandlung se ha configurado como un fundamental instrumento jurídico y político, con el cual puede satisfacerse la obligada dinamicidad que al Derecho Constitucional positivo le impone la propia realidad política y social que pretende regular. Instrumento para el cambio jurídico y político que, sin embargo, y como bien comprendió el insigne representante de la Escuela Alemana de Derecho Público249, ha de ser clara y definitivamente diferenciado de la reforma constitucional. Y es que, en efecto, Verfassungsänderung y Verfassungswandlung se presentan, y tan sólo pueden entenderse, como términos complementarios y, a al vez, excluyentes de la dinámica constitucional250, en el sentido de que, como, por ejemplo, indica Hesse, “La revisión constitucional se plantea allí donde la misma amplitud y apertura de la Constitución no es capaz de dar respuesta a los problemas planteados por una situación determinada”251.

No podemos, como es obvio, detenernos aquí a realizar un estudio exhaustivo y pormenorizado de la mutación constitucional252. Lo que nos interesa es, únicamente, llamar ahora la atención sobre algo que, por lo demás, debiera ser para todos evidente. Nos referimos a la circunstancia de que, en la medida en que con ella se llevan a cabo modificaciones de la voluntad de Poder Constituyente originario, el fenómeno de la Verfassungswandlung puede suponer un más que sobresaliente embate para la supremacía de la Constitución, que si bien encuentra su fundamento último en el dogma político de la soberanía del Pueblo (P. De Vega, G. Trujillo253), se hizo

244 G. Jellinek, Reforma..., cit., p. 29.245 Cfr. G. Jellinek, Reforma..., cit., p. 6.246 Cfr. H. Dau Lin, Mutación de la Constitución (1932), Oñati, 1998, p. 45.247 K. Hesse, “Límites de la mutación constitucional”, en el vol. Escritos de Derecho Constitucional (Selección), cit., p. 91.248 Cfr. P. De Vega, La reforma constitucional..., cit., pp. 179-181.249 Cfr. G. Jellinek, Reforma..., cit., p. 7.250 Cfr., en este sentido, P. De Vega, La reforma constitucional..., cit., pp. 180-181.251 K. Hesse, “Límites...”, cit., p. 101. En el mismo sentido, cfr., también, R. Calzada Conde, La reforma constitucional y la mutación en el ordenamiento constitucional (Tesis Doctoral, inédita), Salamanca, 1987, vol. I, pp. 186-187.252 Sobre la Verfassungswandlund, y sin ánimo de ser exhaustivo, cfr., por todos, J. Hatschek, “Konventionalregelen oder über die Grezen des naturwissenchafflichen Bregriffsbildung öffentlichen Recht”, Jahrbuch des öffentlichen Rechts des Gegemwart, 1909, vol. III, pp. 1 y ss.; Das Parlamentsrecht des Deutschen Reich, Berlín-Leipzig, 1915; Deutscher un preussinschen Staatsrecht der Deustchen Reichs, Berlín, 1922, vol. I, pp. 13 y ss.; Englische Verfassungsgeschichte bis zum Regeirungsantrett des Königin Victoria, Munich-Berlín, 1913, pp. 58 y ss, H. Dau Lin, Mutación..., cit., passim. K Hesse, “Límites...”, cit., pp. 87-112. P. Lucas Verdú, Curso de Derecho Político. IV..., cit., pp. 158-223. P. De Vega, La reforma constitucional..., cit., pp. 179-215. R. Calzada Conde, La reforma..., cit., vol. I, cap. 2; “Poder Constituyente y mutación constitucional: especial referencia a la interpretación judicial”, en la obra colectiva Jornadas de Estudio sobre el Título Preliminar de la Constitución, Madrid, 1988, vol. II, pp. 1.095-1.111.253 Cfr. P. De Vega, “Constitución y Democracia”, en la obra colectiva La Constitución española de 1978 y el Estatuto de Autonomía del País Vasco, Oñati, 1983, pp. 71-72; La reforma constitucional..., cit., p. 25. G. Trujillo, “La

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realmente eficaz cuando, como consecuencia del principio de rigidez constitucional (G. Vedel, P. De Vega254), se establece la doble distinción entre Poder Constituyente/poder de reforma/Legislador ordinario, por un lado, y Ley Constitucional/Ley de reforma/Ley ordinaria, por otro.

Fácil resulta, en tales circunstancias, deducir que el principal, y más importante, de los problemas que plantea la mutación constitucional es, como con acierto han señalado, por ejemplo, Hesse y De Vega255, el del establecimiento de límites a la posibilidad misma de la Verfassungswandlung. Lo que, en definitiva, se concreta en la vital y esencial cuestión de la determinación de cuándo un cambio no formal del Código Jurídico-Político Fundamental puede ser entendido como una auténtica mutación constitucional, que porque supone el ejercicio de una facultad constitucional que se actúa dentre de la Constitución y respetando los límites que ésta impone, habrá de reputarse siempre válida y lícita, y cuándo aquél constituye un supuesto de lo que la doctrina francesa llamó “fausseament de la Constitution” (falseamiento constitucional), con el cual se pretende otorgar a determinados preceptos una interpretación y un sentido distintos e incompatibles con los que realmente tienen, y cuyo correcto, cabal y ponderado tratamiento, científico y práctico, remite no a la problemática de la Wandlung, sino, por el contrario, y como advierte el Maestro De Vega256, con el de las simples transgresiones del Texto Constitucional (Verfassungsüberschreitung). Es, justamente, en este punto donde se encuentran las mayores divergencias entre la teoría científica, estricta, técnica y moderna la de mutación constitucional, -que es la que se inicia en el período de la Teoría Constitucional de Weimar con el trabajo monográfico de Hsü Dau Lin, el discípulo chino de Rudolf Smend, y que había sido elaborado bajo la influencia de éste y de Heller, y que es la que se acepta y generaliza en la Teoría del Derecho Constitucional surgida tras el fin de la Segunda Guerra Mundial-, y la concepción de la misma mantenida originariamente por la Escuela Alemana de Derecho Público.

Es menester indicar, a este respecto, que la forja dogmática del concepto técnico y estricto de la Verfassungswandlung tiene como elemento esencial, central y medular la aceptación, plena, total y sin reserva de cualquier tipo, de la doctrina democrática del Poder Constituyente del Pueblo como principio inspirador, fundamentador y vertebrador del Estado Constitucional. Porque esto es así, evidente ha de ser para todos que la comprensión general de la mutación ha de ser muy distinta de la que, desde el principio monárquico, habían formulado Laband y Jellinek. En efecto, ocurre que, en la medida en que ahora se opera con el principio democrático y que, además, se extraen de él todas las consecuencias, jurídicas y políticas, que se derivan de la teoría democrática del Poder Constituyente del Pueblo, la Wandlung, en cuanto que debida a la actuación de fuerzas cuyo sometimiento al Derecho sería un esfuerzo inútil (Jellinek257), deja de ser entendida como una facultad extrajurídica e ilimitada en poder de las fuerzas políticas, para pasar a ser configurada como una facultad constitucional.

Ni que decir tiene que al concebirse la mutación constitucional como una facultad constitucional, aquélla únicamente puede presentarse como una facultad limitada. Lo que, entendemos, no resulta muy complicado de entender. Basta, a este respecto, con tomar en consideración que, porque la Verfassungswandlung es una facultad constitucional, los operadores

constitucionalidad de las leyes y sus modos de control”, en el vol. Dos estudios sobre la constitucionalidad de las leyes, La Laguna, 1970, p. 17.254 Cfr. G. Vedel, Manuel élémentaire de Droit Constitutionnel, París, 1949, p. 117. P. De Vega, “Comentario al Título X: «De la reforma constitucional»”, en la obra colectiva Constitución española. Edición comentada, Madrid, 1979, pp. 379-360; “Supuestos políticos....”, cit., p. 406.255 Cfr. K. Hesse, “Límites...”, cit., pp. 88-89; P. De Vega, La reforma constitucional..., cit., p. 214.256 Cfr. P. De Vega, La reforma constitucional..., cit., p. 291.257 Cfr. G. Jellinek, Reforma..., cit., p. 84.

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jurídicos y políticos del Estado tan sólo pueden tratar de ejercitar esta facultad de mutar el Texto Constitucional dentro de la propia Constitución, y, además, y esto es lo que resulta relevante, dentro de los límites que les impone el propio Código Fundamental. Límites éstos que, de manera principal, van a manifestarse en dos aspectos.

El primero de ellos, se refiere al contenido material de la mutación constitucional. Con meridiana claridad, acierto pleno y de manera reiterada, Konrad Hesse258 ha puesto de manifiesto que, en tanto en cuanto es una auténtica facultad constitucional, la interpretación , como principal instrumento para llevar a cabo la mutación, tiene sus propios límites, y que éstos se concretan, de manea básica y fundamental, en el propio texto de la norma que constitucional que se interpreta. No aceptar este límite, advertirá el insigne constitucionalista alemán, conduciría inevitablemente a una situación harto peligrosa para la propia subsistencia del Estado Constitucional. Y ello, por la sencillísima razón de que, con ello, se estaría abriendo la puerta a situaciones previas a dictaduras más o menos encubiertas. De esta suerte, evidente resulta que, desde el concepto científico, técnico y estricto de la mutación constitucional, lo que nunca pueden hacer los operadores políticos y jurídicos, por muy generosos que deseen ser, es ir abiertamente en contra de las soluciones que el Poder Constituyente originario estableció en la Constitución.

El segundo tipo de límites, por su parte, se encuentra en relación con la problemática de cuándo resulta admisible el acudir al instituto de la Verfassungswandlung para operar un cambio no formal del Texto Constitucional vigente. La respuesta a este interrogante, nos la ofrece el Profesor De Vega. Escribe, a este respecto, el Maestro que la posibilidad de una discordancia, o incongruencia, entre la realidad normativa y la realidad política y fáctica es únicamente admisible “Mientras la tensión siempre latente entre lo fáctico y lo normativo no se presenta en términos de conflicto e incompatibilidad manifiesta, [...]. El problema de los límites de la mutación constitucional comienza cuando la tensión entre facticidad y normatividad se convierte social, política y jurídicamente en un conflicto que pone en peligro la misma noción de supremacía. Es entonces cuando aparece como única alternativa posible la de, o bien convertir la práctica convencional (la mutación) en norma a través de la reforma, o bien negar el valor jurídico, en nombre de la legalidad existente, de la mutación. En cualquiera de los dos supuestos la mutación desaparecería, y la supremacía de la Constitución quedaría salvada”259. Lo que, traducido en otros términos, significa que la posibilidad de la transformación del Texto Constitucional mediante su cambio no formal, acaba allí donde se plantea una solución límite. Cuándo ésta aparece, será la revisión de la Constitución el único instrumento jurídicamente adecuado para operar el cambio constitucional, en el sentido de que, como ha precisado Pedro De Vega, “si las exigencias políticas obligan a interpretar el contenido de las normas de forma distinta a lo que las normas significan, es entonces cuando la reforma se hace jurídica y formalmente necesaria. En toda situación límite no cabe otro dilema que el de falsear la Constitución o reformarla. [...]. Cuando la opción última se presenta en términos de reforma o falseamiento del texto constitucional, las exigencias de la lógica jurídica en favo de la reforma terminan coincidiendo con los requerimientos de la propia lógica política democrática”260.

Bien distinta, y de manera necesaria, habría de ser la solución defendida por la Escuela Alemana de Derecho Público. También Laband y Jellinek hubieron de enfrentarse a la cuestión de qué habría de hacerse prevalecer cuando, al aparecer la discordancia entre la realidad normativa y la

258 Cfr. K. Hesse, vol. Escritos de Derecho Constitucional (Selección), cit., pp. 21 y ss., 23 y ss., y 30 (“Concepto ycualidad de la Constitución”); 51-52 (“La interpretación constitucional”), y 111-112 (“Límites...”).259 P. De Vega, La reforma constitucional..., cit., p. 215.260 P. De Vega, La reforma constitucional..., cit., p. 93.

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realidad político-social en términos de total y frontal oposición e incompatibilidad manifiesta, se plantee una situación límite. Ni que decir tiene que, habida cuenta la, de algún modo, deificación de la norma jurídica a la que les conducía su radical positivismo, hubiera debido esperarse que su respuesta a este problema fuera la de hacer prevalecer, siempre y en todo momento, la fuerza normativa de la Constitución sobre la fuerza normativa de lo fáctico.

Su respuesta fue, sin embargo, muy otra. En efecto, concebido el fait accompli como un fenómeno histórico con fuerza constituyente, será la fuerza normativa de lo fáctico lo que haya de prevalecer en caso de conflicto. Dicho en otros términos, lo que la Escuela Alemana de Derecho Público hace es, pura y simplemente, afirmar que cualquier cambio no formal de la Constitución ha de ser entendido y reputado como válido y legítimo. Con lo que, como a nadie puede ocultársele, se determina que el fausseament de la Constitution, lejos de ser una mera transgresión del Código Jurídico-Político Fundamental y, en consecuencia, ilícito, se convierte en un operaciónconstitucional siempre válida y que, en definitiva, se equipara a la mutación en sentido estricto como instrumento adecuado para, atendiendo a la necesaria dinamicidad impuesta por la realidad política y social, llevar a cabo la transformación del Texto Constitucional. No otra cosa, de todos modos, cabe deducir de la afirmación de Georg Jellinek, según la cual, si los operadores jurídicos y políticos del Estado aceptan aquélla, “no hay medio alguno para proteger a la Constitución contra una mutación ilegal debida a una interpretación ilegítima”261.

Importa advertir que, aunque aparentemente extraña y sorprendente, la respuesta dada por Laband y Jellinek a la problemática de la Verfassungswandlung resulta, empero, consecuente, y plenamente coherente, con los presupuestos metodológicos y políticos desde los que actuaba la Escuela Alemana de Derecho Público. En este sentido, es menester, en primer lugar, tener en cuenta que la teorización que aquéllos realizaron de la mutación constitucional, fue elaborada desde la consideración del principio monárquico como único criterio inspirador, fundamentador y vertebrador del Estado. Circunstancia ésta que, como ya hemos tenido ocasión de señalar, incapacitó al primer positivismo jurídico formalista para comprender el Texto Constitucional como una verdadera Constitución. Recuérdese, a este respecto, que para el constitucionalismo monárquico la Constitución se presentaba como una norma jurídica cuyos mandatos se imponían, efectivamente, al Parlamento, al Gobierno, a la Administración Pública, a la Judicatura, y a los gobernados, pero que, sin embargo, carecía de eficacia frente a la voluntad de un monarca que, erigido, directa o indirectamente, en el verdadero titular de la soberanía y que, además, actuaba siempre como soberano, se presentaba como un sujeto legibus solutus.

Nada de extraño tiene, en este contexto, que tanto Laband como Jellinek se mostrasen solícitos a conferir validez a cualquier tipo de cambio no formal del Texto Constitucional, incluidos los que se debían no a auténticas mutaciones, sino a falseamientos de la Constitución. Sobre todo, si se advierte que la mayoría de los supuestos de falseamiento se debían a la voluntad, que ellos entendían ilimitada, del monarca.

Íntimamente relacionado con lo anterior, y en segundo lugar, aparece una circunstancia política que explica la respuesta del primer positivismo jurídico formalista, y que en modo alguno ha de ser ignorada, ni puede ser minusvalorada. Nos referimos, innecesario debiera ser aclararlo, a la actitud política que estos autores trataban de camuflar con sus, tan reiteradas como pomposas, apelaciones al objetivismo científico y la neutralidad ideológica. Fue ya Triepel quien, con absoluto acierto y total contundencia, puso de manifiesto que aquellas apelaciones al objetivismo científico,

261 G. Jellinek, Reforma..., cit., p. 20.

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la pureza metodológica y la neutralidad ideológica no eran, en realidad, más que el mecanismo con el que contaba la vieja Escuela Alemana de Derecho Público para excluir del debate político a todos aquellos juristas y politólogos cuyas opiniones fueran contrarias a los intereses, cambiantes y coyunturales, del monarca, al mismo tiempo que para asegurar su presencia, exclusiva, excluyente y monopolizadora, en aquél. Que ello fuera así, se debe a que, como escribe el propio Triepel, “Sin embargo, la exigencia de que los profesores no debían ocuparse de contingentes discusiones políticas, no ha sido nunca cumplida por ellos, tanto menos cuanto que precisamente cortes y gobiernos se han servido siempre de buena gana de sus dictámenes -solicitados o no-, con la condición, claro está, de que se emanasen a su favor. [...]. Y lo mismo han hecho los profesores de Derecho público del siglo XIX, [...]. Pues tampoco Laband ha despreciado el tomar posición en polémicos escritos sobre problemas políticos del momento con significación jurídica, como el litigio sobre el trono de Lippe o la introducción de impuestos imperiales directos”262.

En nuestra opinión, no puede existir la menor duda sobre el es que este afán por servir al poder el que, en último extremo, se encuentra en la base de la equiparación realizada por Laband y Jellinek entre fausseament de la Constitution y Verfassungswandlung, y, en todo caso, en la atribución de validez, licitud y legitimidad al primero. Y es que, en efecto, no puede ignorarse que si, como acabamos de decir, la mayoría de los supuestos de falseamiento constitucional se debían a la voluntad del rey, todos ellos se verificaban en favor de los intereses del Kaiser.

Fácil resulta, desde la anterior óptica, comprender el interés que Mussolini y Hitler tuvieron en la construcción del positivismo jurídico formalista sobre la mutación constitucional. Téngase en cuenta que, por una parte, aquélla les permitía seguir manteniendo a nivel formal la vigencia del Estatuto albertino y de la Constitución de Weimar, con lo que, obviamente, podían tapar sus vergüenzas ante la sociedad internacional y ante los ciudadanos italianos y alemanes, al poder presentarse como gobernantes democráticos cuya actuación se producía en el marco de sendos Textos Constitucionales. Pero, al mismo tiempo, la doctrina de Laband y Jellinek, con su aceptación incondicionada de la fuerza normativa de lo fáctico, les permitía poner en marcha un régimen político en el que, como certeramente denunció Heller263, nada quedaba en verdad del Estatuto albertino o de la Constitución de 1919, los cuales, aunque formal y jurídicamente vigentes, se encontraban efectivamente derogados desde el punto de vista de la práctica y la realidad jurídico-política.

V.- LA CONTRIBUCIÓN DE LA LLAMADA “TEORÍA DE LA CONSTITUCIÓN DE WEIMAR” A LA CONSOLIDACIÓN DEL DERECHO CONSTITUCIONAL EUROPEO

A) Miserias políticas y grandeza jurídica del período entre guerras

Nadie puede, al menos cabalmente, negar que desde el punto de vista político-social, el período entre guerras fue una etapa en exceso convulsa, compleja y difícil. Tanto es así que en modo alguno resultaría exagerado afirmar que la situación que se creaba con el fin de la Primera Guerra Mundial, y que definiría la vida política y social europea de las décadas de 1920, 1930 y los primeros años de 1940, resultó dramática y desastrosa desde una óptica democrática. La razón es fácilmente comprensible.

La situación de crisis económica que arrastraban los Estados europeos desde los últimosaños del siglo XIX, había conocido un cierto alivio como consecuencia de la Gran Guerra. En efecto,

262 H. Triepel, Derecho Público y Política..., cit., pp. 42-43.263 Cfr. H. Heller, “Europa y el fascismo”, cit., pp. 74 y ss.

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las exigencias derivadas de la necesidad de atender adecuadamente el conflicto bélico se tradujo, como podía ser de otro modo, en un incremento de la producción, el empleo y, consecuentemente, de la riqueza, debido, en buena medida, al aumento de la demanda generado por los Gobiernos contendientes. Incremento de la producción y del empleo del que se beneficiaron, en términos sociales, no sólo los Estados beligerantes, sino también aquellos otros que, bien fuera como resultado de un maduro examen de las conveniencias nacionales y/o pro convicciones morales, bien fuese, -como sucedió, por ejemplo, y al decir de Azaña264, con la España de la Restauración.-, porque se vieron obligados a ello por su propia incapacidad militar y técnica, optaron por la neutralidad.

Acabado el conflicto bélico, la economía, singularmente la de los países contendientes, y de manera muy especial, la de Italia y Alemania, no sólo volvería a una situación crítica, sino que, además, empeoraría respecto de la situación anterior a la Primera Guerra Mundial. La falta de demanda por parte del sector público habría de generar una más que sobresaliente disminución en la producción que, como es, por lo demás, obvio, provocaría una gran y honda preocupación, y desconfianza, en los titulares del capital respecto de quienes ocupaban el poder político. Por su parte, la disminución de la producción se tradujo en una creciente falta de empleo que, en última instancia, afectaba tanto a las clases medias, propietarias o no, como al proletariado urbano e industrial.

No hace falta ser un especialista en las Ciencias Económicas, para poder afirmar que, con carácter general, los gobernantes del momento se vieron incapacitados para encontrar una solución eficaz y adecuada a la crisis económica. Esto sucedió, en efecto, y sin que deje de ser lógico, en aquellos países cuyos ordenamientos jurídicos respondían, todavía en el período entre guerras, a los esquemas políticos del liberalismo. Aunque, como ha escrito el Maestro De Vega265, lejos de ser correcta aquella crítica ideológica que concebía al Estado liberal como un simple “vigilante nocturno” (Lassalle) que, finalmente, se mostraba como una organización inoperante y vacía, no deja de ser, sin embargo, cierto que, erigido éste sobre la separación radical y absoluta entre el Estado y la sociedad, y concibiendo la economía como uno de los contenidos centrales de esa esfera de libertad individual absoluta en la que, por pertenecer a la sociedad, no debía interferir el Estado-aparato, los gobernantes, ya fueran liberales, demócratas o socialistas266, carecen de medios jurídicos adecuados para conducir y controlar el proceso productivo y, de este modo, enfrentarse a la crisis económica.

Esta misma incapacidad para solventar la crisis se verificó también en aquellos otros Estados que, finalizada la Gran Guerra, procedieron a la aprobación de unos nuevos Códigos Fundamentales que respondían ya a los presupuestos del Estado Constitucional democrático y social. El supuesto de la Alemania de Weimar es, a este respecto, paradigmático.

Aprobado el Texto de 1919 como el fruto de un cierto consenso entre liberales y conservadores, por un lado, y progresistas, por otro, y habiendo en la Asamblea Constituyente una fuerte presencia del socialismo marxista, aparecerá, como escribe Hermann Heller, “en esa Constitución una importante sección, «De la Economía», que no es dado encontrar en ninguna constitución precedente, y [...que] contiene, [...], una serie de proposiciones programáticas sin

264 Cfr. M. Azaña,, “Los motivos de la germanofiliz. Texto mecanografiado del discurso pronunciado en el Ateneo de Madrid (Sección de Ciencias Históricas), el 25 de mayo de 1917, al discutirse la actitud de España ante la guerra”, en M. Azaña, Discursos políticos, cit., pp. 43-62.265 Cfr. P. De Vega, “Mundialización y Derecho Constitucional:...”, cit., p. 45.266 Para la ponderada comprensión de la contraposición entre liberales, demócratas y socialistas, cfr., por todos, H. Heller, Las ideas..., cit., pp. 14, 71-72 y 78-80.

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fuerza jurídica de obligar. Pero al propio tiempo contiene la cuestión decisiva de la polémica, tan embrollada, tan ardua, entre la concepción económica individualista (capitalista) de la burguesía, y la reforma socialista de la economía enarbolada y a la que aspira el proletariado. [...]. El espíritu de esa polémica -a tenor de la Constitución- no es el de la lucha de clases marxiana o el de la dictadura, sino el de la conciliación, y en lo posible, del acuerdo recíproco orientados al fin de una más justa distribución de recursos”267. Se sentaban, de este modo, las bases, que se generalizarían con el fin de la Segunda Guerra Mundial, para que el sector público pudiera intervenir en el proceso económico, ya mediante la mera planificación del proceso productivo, ya como posible titular de los medios de producción. Ahora bien, es lo cierto que, pese a contar con mecanismos constitucionales que autorizaban el control y la conducción de la vida económica, las medidas adoptadas al respecto por los gobiernos socialistas de la República de Weimar devinieron inoperantes e insuficientes ante la magnitud de la crisis y, al mismo tiempo, de la escasez de recursos económicos con los que contaban, y que en buena medida se debían a la herencia del Estado liberal.

De nada valían, en tales circunstancias, las enfáticas declaraciones realizadas por el Constituyente de Weimar en el sentido de, por ejemplo, asegurar la protección del Estado a las clases medias (art. 164 Const. alemana de 1919), o la de dispensar una especial atención al trabajo (art. 157)268. Una y otra quedaban, de manera inevitable, condenadas a disolverse en el campo de las buenas intenciones, y frente a la imposibilidad, impuesta por la propia realidad, de atajar la crisis económica.

No podemos, en la medida en que ello nos obligaría a abordar una serie de estudios que transcienden los límites objetivos de este trabajo, detenernos en un análisis exhaustivo y en una crítica técnico-económica pormenorizada de esta circunstancia. Lo que realmente nos interesa aquí, es destacar los efectos políticos que aquélla produjo. Y es que, de manera inevitable, la situación de crisis económica por la que atravesaba Europa generó una serie de consecuencias políticas muy concretas. Consecuencias políticas que, a nadie puede ocultársele, no pudieron ser más peligrosas para la Democracia, y, con ello, más perniciosas y nefastas para el desarrollo y consolidación de la manifestación estructural del Estado Constitucional cuya vida se iniciaba entonces.

De manera que no puede sino considerarse paradójica, la anterior circunstancia se vería agravada con el triunfo electoral de las fuerzas políticas progresistas. Lo que, creemos, no resulta, empero, muy difícil de comprender. Es menester tomar en consideración, a este respecto, que el acceso de éstas a las posiciones mayoritarias y, en consecuencia, a la de partidos encargados de formar Gobierno, acabó produciendo un progresivo desapego hacia el Estado Constitucional por parte de la alta burguesía propietaria. Aunque de modo absolutamente injustificado, el gran capital, hondamente impresionado por lo acaecido en la Unión Soviética, miraría con un gran recelo las medidas económicas y sociales adoptadas por demócratas, demócratas radicales y socialistas, las cuales era interpretadas por los primeros, no como medidas con las que superar la crisis económica, a la par que a dar cumplimiento a esa lucha por la igualdad que, como había afirmado ya Rousseau269, se convertía en el objetivo último de la organización estatal democrática, sino, muy al contrario, como instrumentos de los que se servía el proletariado para despojarles de aquella situación de privilegio, económico y social, de la que el gran capital gozaba ya desde los últimos

267 H. Heller, “El Derecho Constitucional de la República de Weimar. Derechos y deberes fundamentales. Sección V: De la Economía”, en el vol. Escritos políticos, cit., pp. 270-271.268 Cfr., sobre ambos, H. Heller, “El Derecho Constitucional de la República de Weimar...”, cit., pp. 278 y 275, respectivamente.269 Cfr. J.-J. Rousseau, “Proyecto de Constitución para Córcega” (1765), en el vol. Proyecto de Constitución para Córcega. Consideraciones sobre el gobierno de Polonia y su proyecto de reforma, Madrid, 1988, p. 13.

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tiempos del Estado absoluto. De cualquier forma, ese temor, unido a la pérdida efectiva del poder político, determinó que, con carácter general, los capitalistas afrontasen la situación de crisis económica apostando, en el marco de la confrontación partidista, no sólo por las fuerzas políticas más radicalmente antidemócratas, sino, incluso, por las antiliberales.

Algo parecido sucedería entre el proletariado. En efecto, -y, por ejemplo, como, ya en el exilio, observó el Presidente Azaña270 respecto de la República democrática española-, el relativamente fácil y extenso triunfo de demócratas, demócratas radicales y socialistas, hizo nacer en la pequeña burguesía y, sobre todo, en el proletariado unas extraordinarias expectativas en cuanto a su situación política, económica y social. Expectativas que se verían defraudadas por la práctica política de las fuerzas progresistas en el Gobierno. Al no entender los pequeño-burgueses y proletarios que esta circunstancia, de manera fundamental, se debía no al propio ideario y proyecto programático de demócratas y socialistas, sino a las limitaciones que a éstos les imponía la propia realidad, fueron no pocos los que reaccionaron en contra de las organizaciones partidistas que, según entendían, estaban traicionándoles. Y no sólo contra éstas. También lo harían contra el propio sistema en su conjunto al que discutían su legitimidad. En lo que, pequeña burguesía y proletariado, encontraban amparo en el discurso de las fuerzas antisistema.

Heller, -sin disputa, el más inteligente, lúcido, válido, capaz y coherente de cuantos se dedicaron al estudio del Estado, la Política y el Derecho en ese tiempo-, se referiría a esta circunstancia. Aunque la cita sea larga, no nos resistimos a transcribir su atinada denuncia. Dirá, en este sentido, el joven constitucionalista, y militante de las juventudes socialistas, lo siguiente: “¿Dónde estaban entonces sus críticos actuales, cuando fueron puestas las bases de esta Constitución, cuando hombres conscientes de la responsabilidad se opusieron al caos con suficiente tesón, bajo peligro de muerte, mientras los jefes del antiguo régimen, que eran [...] culpables de ese caos, o bien huían al extranjero o bien, [...], pedían a voces la Asamblea Nacional constituyente y el techo protector de la democracia? [...] Y cuán fácil es hoy, cuando la república democrático-parlamentaria está implantada, criticar de raíz esa república bajo la protección de sus garantías constitucionales de libertad. [...] Más precisamente esta estructura de nuestra Constitución irrita a nuestros románticos estético-heroicos de la revolución de izquierda y de derecha. Ellos la califican de compromiso corrupto e informal entre el Estado monárquico-liberal de derecho y la democracia político-social. Puesto que unos y otros aspiran a una dictadura, [...], consideran, en curiosa coincidencia, la división de poderes y los derechos fundamentales de la Constitución como prejuicios supervivientes de un Estado burgués de derecho. Su ideal es la violencia incontrolada que puede influir desmedida pero por eso también arbitrariamente en el ciudadano que no está ligada a ley alguna en los tribunales y la administración, y que [...] quiere prescribir al ciudadano lo que a éste se le permite pensar, decir, escribir y leer. Ellos afirman que la división de poderes y los derechos fundamentales son un impedimento para la imposición violenta y radical de su nuevo ideal de forma política”271.

La situación que se iba generando, no podía ser, en verdad, más dramática y peligrosa para el Estado Constitucional. Ésta, de cualquier modo, no hace más que confirmar las observaciones que, en su día, había realizado Karl Mannheim272 sobre las causas que acaban poniendo en serio peligro, cuando no destruyendo, el sistema democrático. Esto es, que si las soluciones adoptadas en

270 Cfr. M. Azaña, “Causas de la guerra en España”, en el vol. M. Azaña, Causas de la guerra de España, cit., pp. 22-23.271 H. Heller, “Libertad y forma en la Constitución del Imperio” (1929/1930), en el vol. El sentido de la política y otros ensayos, cit., pp. 64-65.272 Cfr. K. Mannheim, Man and Society in an Age of Reconstruction, Londres, 1940, pp. 53-67.

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el ámbito jurídico-político abrían unas expectativas que, a la postre, conducían a los ciudadanos a adoptar una actitud de conformismo, es lo cierto que la incapacidad demostrada por los gobernantes para solucionar los problemas sociales y económicos de la sociedad, determinó que el individuo quedase insatisfecho en sus necesidades personales y, por ello mismo, sumido en la más absoluto y profunda de las frustraciones. Lo que, en la medida en que es incapaz de localizar racionalmente la fuente de su frustración, acaba por llevarle a colocarse frente al sistema democrático en su conjunto, y a orientarse hacia los movimientos antisistema. De estos últimos, los más favorecidos serían aquéllos que contaban con una mejor y más sólida organización, o una más efectiva propaganda, para afrontar la lucha política. Nos referimos, claro está, a lo que en aquel momento se llamó “bolcheviquismo” y el “fascismo”, caracterizados y, pese a las grandes diferencias que existen entre ellos273, equiparados por su oposición a la democracia parlamentaria.

Esto fue, justamente, lo que sucedió en Italia y Alemania. De nada sirvieron las advertencias que, por ejemplo, había realizado a este respecto Heller sobre los peligros que comportaban las fuerzas antisistema, en el sentido de que “En la situación actual de Alemania la dictadura bolchevique -[...]- significaría la lucha desenfrenada y sin regla, el caos de la cultura; pero la dictadura fascista supondría la supresión violenta de las posibilidades de futuro, y su forma rígida debería ser pronto hecha añicos por una explosión”274. Los descontentos, insatisfechos y frustrados en sus necesidades sociales y económicas por la nueva democracia parlamentaria, se inclinarían, de manera irremediable y fatal, hacia esas organizaciones antisistema. Particularmente, hacia el fascismo, en Italia, y el nacional-socialismo, en Alemania.

Porque esto es así, fácilmente se comprende el por qué Sabine ha podido afirmar que tanto uno como otro partido “fueron crecimientos degenerados, productos de la desmoralización de la primera Guerra Mundial; sus dirigentes fueron demagogos y, a juzgar por sus realizaciones, su desarrollo fue simplemente destructivo. Sus llamadas filosofías eran mosaicos de viejos prejuicios, reunidos sin tener en cuenta la verdad ni la coherencia, para apelar no a propósitos comunes, sino a miedos y odios comunes. [...]. Al mismo tiempo, el fascismo y el nacionalsocialismo fueron auténticos movimientos populares que, momentáneamente, despertaron una lealtad fanática en miles de alemanes e italianos y hasta sus dirigentes máximos, obviamente cínicos, se engañaron a sí mismos casi en la misma medida en que engañaron a los demás”275. Y es que, en efecto, fue la frustración general, el descontento con el sistema y, finalmente, la existencia de unos odios comunes las que determinaron el espectacular crecimiento del Partido Nacional Fascista y Partido Nacional Socialista276.

A ello contribuyó, en manera decisiva, y de modo incuestionable, la ya aludida ausencia de un ideario claro, de un discurso programático concreto y su evidente y consustancial oportunismo. Piénsese, en este sentido, que tal circunstancia permitía, por ejemplo, a Mussolini presentar al fascismo como un movimiento político en el que todos, cualquiera que fuese su situación

273 Sobre las diferencias entre el comunismo, por un lado, y el fascismo y nacional-socialismo, por otro, cfr., por todos, G. Sabine, Historia..., cit., pp. 657 y ss.274 H. Heller, “Libertad y forma...”, cit., p. 63.275 G. Sabine, Historia..., cit., p. 632. En relaciónn con esa “lealtad fanática”, es menester advertir, con Pedro De Vega, que en el supuesto de todos los movimientos que genéricamente se engloban bajo el término de “fascismo”, ésta no sólo era, como dice Sabine, momentánea, sino también más aparente que real. De ello eran bien conscientes los propios “jefes” fascistas. El caso del Duce es, en este sentido, bien elocuente. En efecto, Mussolini era plenamente consciente de que, en el fondo, esas masas que le aclamaban no le querían, sino que le temían. Convencimiento éste al que contribuían los sucesivos atentados que aquél sufrió. Cfr. P. De Vega, “Mussolini:...”, cit., p. 264.276 Aunque referido exclusivamente al supuesto italiano, cfr., en este sentido, y por todos, P. De Vega, “Mussolini:...”, cit., p. 252.

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económica y social e, incluso, su posición política, tendrían cabida y acomodo, con la única condición de que fuesen italianos. A tal fin responden, en efecto, las palabras que el líder fascista había publicado en “El Pueblo de Italia”, según las cuales “Nosotros nos permitimos el lujo de ser aristocrático y democráticos, conservadores y progresistas, reaccionarios y revolucionarios, legalistas e ilegalistas según las circunstancias de tiempo, de lugar, de ambiente en las que nos vemos obligados a vivir y a obrar”277.

Movidos por la existencia de frustraciones, descontentos y odios comunes, y engañados por la aparente amplitud del movimiento, irían progresivamente adhiriéndose a los totalitarismos fascistas miembros de las distintas clases sociales, las cuales, en realidad, se encontraban inmersos en un más que notable conflicto en cuanto que, unos y otros, tenían unos intereses diversos, contrapuestos y, en cierta medida, irreconciliables. Los primeros en hacerlo, sería una buena parte de unas clases medias persuadidas, en todo caso, de que toda aquella palabrería revolucionaria de corte soreliano, con la que los fascistas, presentándose como los grandes paladines de las reivindicaciones de la clase obrera, trataban de desbancar (destruir) a los partidos del socialismo democrático278, no eran más que una pura retórica demagógica. Después lo harían los miembros del gran capital industrial, financiero y agrario, quienes verían en el fascismo su aliado natural frente al avance de los socialistas y, sobre todo, de los comunistas. Finalmente, se incorporaría un importante sector del proletariado, tanto del industrial y urbano como del agrario y rural, que, defraudados y decepcionados con la acción gubernamental de demócratas y socialistas, incrédulos ante las propuestas revolucionarias de las secciones sindicalistas del socialismo democrático, que muchas veces se limitaba al ejercicio de un “radicalismo estético”279 con el que, sin poner en realidad en discusión las bases legitimadoras del Estado Constitucional democrático y social, adoptaban una actitud de “un revolucionarismo aparente” (Jürgen Habermas) con el que pretendían evitar males mayores -supuesto, al decir de Nigel Townson280, de Araquistain y Largo Caballero desde 1933, cuando adoptan esta táctica por temor a la hipótesis, y como mecanismo (por cierto, frustrado en la práctica) para evitarla, de que Alcalá-Zamora y Lerroux pudieran entregar el poder efectivo de la República española a las derechas no republicanas o clara y abiertamente monárquicas, y que mantendrían hasta mayo de 1937, con el cese del líder sindical como Presidente del Gobierno-, y recelosos del carácter internacionalista del comunismo, creyó encontrar en el discurso irracionalista, pseudo-revolucionario, quiliástico y ultranacionalista del fascismo la solución a sus problemas y precaria situación.

Nadie ignora las consecuencias que esa vis atractiva de los totalitarismos de derechas tuvo para la articulación de la convivencia pacífica entre los hombres, que es, en rigor, el fin último del Derecho Constitucional, en la Europa del período entre guerras. El acceso al poder de las organizaciones fascistas, -ya fuera merced a su triunfo electoral , ya gracias a un golpe de Estado, ya como consecuencia de su victoria en una atroz, cruel, estúpida e injustificada guerra civil-, supuso la destrucción del proyecto democrático que, por fin, había comenzado a adquirir auténtica entidad y realidad en el Viejo Continente. Y, con ello, la, de una suerte u otra, destrucción del propio Estado, que, identificado, al menos desde las dispersas y asistemáticas especulaciones teóricas de Maquiavelo, con el ejercicio de la virtud política o, incluso, con esta misma281, había

277 Citado por P. De Vega, “Mussolini:...”, cit., p. 255.278 Cfr., a este respecto, y por todos, P. De Vega, “Mussolini:...”, cit., pp. 251-252.279 Sobre este concepto, cfr., por todos, P. De Vega, “Para una teoría política...”, cit., p. 44.280 Cfr. N. Townson, La República que no pudo ser. La política de centro en España (1931-1936), Madrid, 2002.281 Cfr., a este respecto, y por todos, P. De Vega, “La Democracia como proceso...”, cit., p. 470.

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sido comprendido tanto por liberales, -como, por ejemplo, Montesquieu282-, como por demócratas, -como, por ejemplo, Rousseau283-, como el amor a la patria, la igualdad y las leyes que libremente se han dado los ciudadanos.

Ahora bien, el que la dinámica política, condicionada por una gran crisis económica y por la existencia de unos fuertes sentimientos nacionalistas que se sentían heridos, condujera a un patente e innegable fracaso, no autoriza, sin embargo, a negar o a ignorar la importancia que revistió el cambio político que se operó tras el fin de la Primera Guerra Mundial. Transcendencia que se concreta en una serie de transformaciones de orden jurídico, político, social y económico, con las que se lleva a cabo una ruptura radical y frontal con el modelo anterior. Tanto es así, que bien podemos afirmar que no resulta en modo alguno errónea la opinión de aquéllos que consideran que el nacimiento del moderno Estado Constitucional democrático y social, no puede explicarse como una mera evolución del viejo Estado Constitucional liberal. Antes al contrario, ocurre que la naturaleza y profundidad de estas transformaciones es tal, que, en realidad, habría que entender que el Estado Constitucional democrático y social se erige sobre las ruinas, o las cenizas, del viejo edificio liberal.

En haber tratado de articular en un sistema jurídico coherente todos esos cambios que la realidad social y política imponían como medio para superar la situación de crisis total a la que había llegado el Estado liberal, es donde, justamente, radica la grandeza del período entre guerras. Sin duda alguna, en ello se encuentra su decisiva contribución al proceso de consolidación del Derecho Constitucional europeo. Y es que, como nadie puede ignorar, los hombres que protagonizaron los diversos procesos constituyentes de aquellos años, trataron de consagrar en el más alto nivel normativo del Estado una serie de soluciones que, en último extremo, permitirían hacer reales y efectivos todos aquellos principios y valores que determinaron históricamente el nacimiento del propio Estado Constitucional, en un contexto político, social y económico que poco, o nada, tenía que ver con el existente a finales del siglo XVIII.

El Derecho Constitucional de la época weimariana se presenta, de cualquier modo, como el más serio e importante intento por configurar de manera definitiva al Estado como ese instrumento de liberación del hombre frente al dominio de otros hombres. Su importancia es transcendencia son difícilmente discutibles. Sobre todo, si se toma en consideración que las soluciones adoptadas en la época de la República de Weimar serían, prácticamente, las mismas que se aceptarían y generalizarían en el constitucionalismo surgido tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, y que tan sólo comenzarían a ser cuestionadas en la última década del siglo XX cuando, como consecuencia del acceso al poder de las posturas ultraconservadoras y la caída del comunismo, el neoliberalismo tecnocrático procedió a discutir la propia legitimidad del Estado Constitucional y, en todo caso, a propugnar su substitución por una hipotética sociedad constitucional mundial.

Las Constitución aprobadas entonces, operaron una ruptura radical y absoluta con el modelo jurídico y político anterior. Ruptura que se materializaría en todos los ámbitos.

En lo político, lo anterior se concretó en la creación de una situación jurídico-política para los ciudadanos que era, de modo indiscutible, total y absolutamente distinta a la que tenían en el Estado Constitucional liberal. En efecto, fue, justamente, con el constitucionalismo surgido después de la Primera Guerra Mundial cuando se pusieron definitivamente las bases para que la libertad civil dejase de ser un mero catálogo de derechos condenado, de manera inevitable y fatal, a disolverse en el ámbito de la retórica y de las buenas intenciones, para pasar a gozar de una

282 Cfr. Montesquieu, Del espíritu de las leyes, cit., “Advertencia del autor”, p. 5, y Libro III, cap. III, pp. 19-21.283 Cfr. J.-J. Rousseau, Du Contrat Social..., cit., Libro II, cap. VI, pp. 75, en nota, Libro III, cap. IV, p. 108; Discurso sobre la economía política (1755), Madrid, 1985, I, pp. 13 y ss.; II, pp. 22-25.

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auténtica entidad y realidad. Aceptar esto no ha de ser, en nuestra opinión, muy difícil, ni complicado.

Basta, en este sentido, con recordar que, como magistralmente ha indicado Pedro De Vega284, al menos desde las dispersas y asistemáticas reflexiones de Maquiavelo y Guiccardini se ha aceptado que el individuo sólo puede ser libre cuando todos los miembros de la Comunidad Política, gobernantes y gobernados, obedecen unas leyes tendentes a evitar el dominio de unos hombres sobre otros (vivere libero), las cuales, y esto es lo importante, y donde, por lo demás, reside la gran ruptura del pensamiento político moderno respecto del clásico y el medieval, son obra de los propios ciudadanos, -el Pueblo como entidad real, concreta e histórica-, en el ejercicio de la virtud política (vivere civile). Con esta ponderada combinación del vivere libero y del vivere civile, Maquiavelo, y quienes, con él, participaban en las reuniones que los Rucellai organizaban en sus Orti Oricellari, creaban las bases intelectuales para hacer real aquel quiasmo conforme al cual no hay Libertad sin Democracia, ni Democracia sin Libertad.

De todos debería ser conocido que esta idea del autor de “El Príncipe” tendría una más que sobresaliente presencia en el marco de todos aquellos principios y valores que históricamente determinaron el nacimiento del moderno Estado Constitucional. En efecto, los primeros revolucionarios liberal-burgueses del Nuevo y del Viejo Continente, bajo la influencia de aquellos dos grandes maquiavelistas que, aunque sin poder declararlo abiertamente, fueron Montesquieu y Rousseau285, no trataron más que de proceder a la organización de la Comunidad Política desde la conciliación y combinación de las ideas de “Democracia” y “Libertad”. Nacía, de esta suerte, el Estado Constitucional, y el constitucionalismo moderno, como un orden jurídico y político nuevo, cuya meta era, de manera concreta, poner en marcha un sistema de “libertad total”286.

Ahora bien, si esto es así, a nadie puede ocultársele que, pese a sus iniciales intenciones, los primeros revolucionarios liberal-burgueses acabaron configurando el Estado Constitucional liberal de un modo en que, de forma tan inevitable como fatal, aquél quedaba incapacitado para satisfacer su finalidad última. Lo que se explica por los esquemas conceptuales con los que liberales y conservadores, como fuerzas políticas mayoritarias, sino únicas, del proceso político, actuaban.

En este sentido, ha de tomarse en consideración que tanto conservadores como liberales partieron de aquel temor que Montesquieu287 había manifestado hacia el Pueblo y que, en última instancia, le condujo a configurar la Democracia, el ejercicio del vivere civile maquiavélico, como una democracia representativa en la que, en todo caso, el ciudadano quedaba real y definitivamente apartado del proceso de toma de decisiones políticas fundamentales. Idea ésta que serviría a Sieyès para erigir a la Nación, concebida como un “cuerpo de asociados que viven bajo una ley común y están representados por la misma legislatura”288, en el único sujeto capaz y legitimado para decidir la vida de la Comunidad Política. Con ello, y como certeramente ha hecho notar el Profesor De Vega289, liberales y conservadores procedían a la substitución de un Pueblo como entidad real, concreta e histórica, que es el elemento basilar y medular de la Democracia, por otro Pueblo, la Nación, que recupera esa naturaleza abstracta, metafísica e intemporal que, como, por ejemplo, no enseña Felice Battaglia290, tenía en el mundo clásico y medieval y de la que, como una de sus más

284 Cfr. P. De Vega, “La Democracia como proceso...”, cit., pp. 468 y 473 y ss.285 Cfr., en este sentido, y por todos, P. De Vega, “La Democracia como proceso...”, cit., p. 492.286 Cfr., al respecto, P. De Vega, “Constitución y Democracia”, cit., p. 69.287 Cfr. Montesquieu, Del espíritu de las leyes, cit., Primera Parte, Libro II, cap. II, pp. 12-13.288 E.-J. Sieyès,, “¿Qué es el Estado llano? (1789), en el vol. ¿Qué es el Estado llano? Precedido del Ensayo sobre los privilegios, Madrid, 1988, cap. I, p. 40.289 Cfr. P. De Vega, “La Democracia como proceso...”, cit., pp. 481-486, especialmente pp. 482-484.290 Cfr. F. Battaglia, “El Estado y la moral”, en el vol. Estudios de Teoría del Estado, Madrid, 1966, pp. 17-37.

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grandes aportaciones a la Ciencia del Estado, la Política y el Derecho, le había despojado Maquiavelo. A ello debe añadirse que, partiendo de los temores expresados por Montesquieu, liberales y, sobre todo, conservadores -empeñados, como, p. ej., hacía Cánovas del Castillo, en convencer a todos de que el sufragio universal era “el triunfo del comunismo”291- optaron por consagrar el sistema de sufragio restringido292, con el que el cuerpo político quedaba reducido a una única clase social: la burguesía.

El resultado de todo lo anterior, no podía ser, en verdad, más claro y, al mismo tiempo, dramático. Y éste no es más que el de la absoluta imposibilidad de hacer real y efectiva la libertad de los ciudadanos en el marco del Estado Constitucional liberal. Lo que, entendemos, se hace evidente desde los esquemas maquiavélicos. En efecto, lo que sucede es que, al haber erigido a la burguesía en la única titular del proceso político, la inmensa mayoría de los habitantes de los Estados europeos de finales del siglo XVIII, todo el XIX y primeros años del XX se veía obligada a observar y obedecer unas leyes que, por una parte, no eran obra suya, ni servían, por otra, y porque respondían a los intereses de una burguesía que, como había denunciado Lassalle293, difícilmente se mostraba interesada en favorecer al proletariado, para evitar el dominio de unos hombres sobre otros. No le faltará, de esta suerte, razón al Maestro De Vega cuando, refiriéndose al régimen de la libertad en el constitucionalismo liberal, escribe que “Peregrina la libertad en la Arcadia feliz de la sociedad, pronto se pudo constatar que, [...], el ejercicio del vivere libero se transformaba en el ejercicio del dominio de los intereses más poderosos sobre los más débiles. Lo que, [...], representaba, [...], la más abyecta forma de opresión y dominación, pues al convertirse unos hombres en meros instrumentos para que otros pudieran satisfacer sus ambiciones, no se hacía más que consagrar lo que Aristóteles consideraba la esencia misma de la esclavitud”294.

Sería con la substitución del Estado Constitucional liberal por el Estado Constitucional democrático y social cuando, como hemos dicho, la libertad de los ciudadanos, y no sólo la de los burgueses295, comenzase a ser real y efectiva. Y ello se produjo por una circunstancia que no era, o al menos no exclusivamente, de orden jurídico, sino político. En efecto, fue la definitiva conquista del sufragio universal, que, como contenido esencial del pensamiento democrático ya desde el mundo clásico -recuérdese, en este sentido, que fue ya Solón, el primer hombre de carne y hueso que merece ser calificado como político en Europa (Bengtson296), quien sostuvo la idea de que el gobierno democrático de la Comunidad Política requería la participación activa de todos los ciudadanos297-, se había erigido en el principal problema de la vida política decimonónica298, lo que permitió aquella transformación. Y es que al estar ahora representadas en el Parlamento todas las

291 Citado por C. Dardé, “El sistema político y las elecciones”, en J. Tussell y F. Portero (eds.) y otros, Antonio Cánovas y el sistema político de la Restauración, Madrid, 1998, p. 126.292 Cfr. R. Smend, “Criterios del Derecho electoral en la Teoría alemana del Estado del siglo XIX” (1911), en el vol. Constitución y Derecho Constitucional, cit., p. 6.293 Cfr. F. Lassalle, vol. Manifiesto obrero y otros escritos, cit., pp. 109 y ss. [“Manifiesto obrero. Carta abierta al Comité general encargado de convocar un Congreso general obrero alemán” (1863)]; 183 y ss. [“Libro de lectura obrera. Discursos pronunciados por Lassalle en Frankfort am Main los días 17 y 19 de mayo de 1863"], y 285 y ss. [“Discurso renano. Las fiestas, la prensa y la reunión de diputados en Frankfort. Tres síntomas del espíritu público (20, 27 y 28 de septiembre de 1863)”].294 P. De Vega, “La Democracia como proceso...”, cit., p. 491.295 Sobre estos conceptos, cfr., por todos, H. Heller, “Ciudadano y bugués” (1932), en el vol. Escritos políticos, cit., pp. 241-256.296 Cfr. H. Bengtson, Historia de Grecia, Barcelona, 2005, p. 81.297 Cfr. J. Burckhardt, Historia..., cit., vol. I, p. 234-235.298 Cfr. P. De Vega, “La función legitimadora del Parlamento”, en F. Pau Valls (ed.) y otros, Parlamento y opinión pública, Madrid, 1995, p. 238.

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clases sociales, y al ser la ley el resultado del proceso de discusión y confrontación de sus respectivos intereses, es cuando únicamente pudo hacerse real aquella idea que, adelantada por Maquiavelo, había defendido apasionadamente Rousseau299, conforme a la cual en el Estado democrático el ciudadano no se obedece más que a sí mismo y, con ello, asegura su libertad al cumplir los mandatos de la ley que libremente se ha dado.

No fue ésta la única transformación que conoció la libertad civil en el tránsito del constitucionalismo liberal al constitucionalismo democrático y social. Junto a ella, se verificaría otra de carácter cualitativo, que se manifestaría, de modo fundamental, en el orden económico y social. Nos referimos, claro está, al hecho que con el nacimiento del Estado Constitucional democrático y social, se procedió a la substitución de la libertad liberal, que era, ante todo y sobre todo, una libertad económica, y cuyos titulares eran, básicamente, los miembros de la burguesía, por la libertad democrática que se configura como una Libertad en la Igualdad.

Como no podría ser de otra forma, este substancial cambio sería recogido en el Derecho positivo de la época, y, naturalmente, por el Derecho Constitucional, teórico y práctico, nacido tras el fin de la Primera Guerra Mundial. Ahora bien, si esto es así, es, sin embargo, en el ámbito de lo político y de lo ideológico donde se encuentra el origen y el fundamento último de esta tan esencial transformación. Si se me permite utilizar el estilo empleado por Smend en su “Constitución y Derecho Constitucional”, diría que lo anterior ha de ser para todos evidente y que nadie podría ponerlo en duda, salvo que se sea como aquel ultra-positivista jurista persa, al que, en 1981, se refirió el Profesor Cruz Villalón, empeñado en conocer la realidad constitucional300 española con la mera lectura de la Constitución de 27 de diciembre de 1978.

Fue, en efecto, el acceso de demócratas, demócratas radicales y socialistas democráticos (marxistas o no), al Parlamento, e, incluso, su elevación a la posición de fuerzas políticas mayoritarias, lo que permitió positivizar en el ámbito del Derecho, fundamental y ordinario, la comprensión de la Libertad como Democracia e Igualdad. Lo que se llevó a cabo con la adopción de medidas tales como, por ejemplo, 1.º) la puesta en marcha de una política fiscal que, primando la imposición directa sobre la, sin duda alguna mucho más injusta, imposición indirecta, y dotándola de un carácter progresivo, haría que fuesen los individuos económicamente más poderosos quienes realizasen una mayor contribución a la hora de sufragar la acción del Estado, de la que se beneficiarían todos los ciudadanos y, de manera especial, lo que social y económicamente más desfavorecidos y necesitados. 2.º) La constitucionalización, a partir del Texto alemán de 1919, y siguiendo, de un modo u otro, el ejemplo de lo hecho, en 1917, por los mexicanos en Querétaro, de los derechos sociales301, en cuya virtud el Estado comienza a asumir la tarea de proteger a sus ciudadanos, singularmente a los más necesitados, con la prestación de una serie de servicios (educación, sanidad, etc.) que en el marco del Estado Constitucional liberal quedaban confiados a la iniciativa privada, cuando no a la beneficiencia. 3.º) El establecimiento de límites a la propiedad

299 Cfr. J.-J. Rousseau, Du Contrat Social..., cit., Libro I, cap. VI, p. 51.300 Importa advertir que, como en otras ocasiones, el término “realidad constitucional” no es utilizado aquí en el sentido que a esta expresión le da, p. ej., K. Loewenstein [cfr. Teoría de la Constitución, Barcelona, 1979, 2.ª ed., pp. 216 y ss.; “Verfassung und Verfassungsrealität (Beiträge zur Ontologie des Verfassung)”, Archiv des öffentlichen Rechts, Bd. 77, 4 (1951-1952), pp. 387 y ss.], esto es, como “realidad jurídico-normativa” que puede, o no, estar en consonancia con la “realidad político-social” subyacente, lo que, como observa K. Stern, “más bien obscurece que clarifica el problema” (Derecho del Estado de la República Federal Alemana, Madrid, 1987, pp. 244). Por el contrario, lo hacemos con el sentido que, partiendo de la concepción smendiana de la Constitución como norma y como realidad, le otorga un Konrad Hesse (cfr. “Concepto...”, cit., p. 30). Lo que, traducido en otros términos, significa que únicamente cabe hablar de realidad constitucional cuando se verifique la adecuación entre realidad jurídico-normativa y realidad político-social.301 Sobre este particular, cfr., por todos, P. De Vega, “La crisis...”, cit., p. 124.

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privada, que, sin embargo, estaría constitucionalmente garantizada (cfr., a este respecto, art. 27 Const. mexicana 1917; art.153 Const. alemana 1919; art. 44 Const. de la República española de 1931), cuya finalidad era la de limitar las desigualdades entre sus ciudadanos derivadas de la condición de ser, o no, propietarios. 4.º) El reconocimiento constitucional de la posible intervención del Estado en la vida económica, -anatematizada por liberales y conservadores desde la aceptación incondicionada y total de la idea de Constant302 de que aquélla constituía el mayor de los atentados posibles a la libertad de los hombres-, ya fuera en su condición de propietarios, ya mediante la planificación del proceso productivo, ya fuese, por último, a través de la regulaci´lon del mercado con una política de control del precio de los productos, de manera especial los de primera necesidad.

Medidas todas éstas que, innecesario debiera ser advertirlo, no son más que la positivización en el ámbito jurídico de lo que las fuerzas progresistas, de modo fundamental el democratismo radical y el socialismo democrático, defendían y propugnaban en el ámbito de la confrontación política partidista. De ello no puede haber duda alguna si se toma en consideración lo que en los distintos procesos revolucionarios constituyentes de la época, defendieron las organizaciones de la izquierda burguesa y obrera. Baste aquí con recordar lo que, con oratoria siempre limpia, contundente y brillante, Manuel Azaña había determinado como el fin primario y prioritario de la revolución española: “Pero hay una regla general que yo proclamo aquí, no como aliciente para atraer a los dudosos, ni menos aún como recompensa de posibles colaboraciones, sino como un principio que se nos impone en conciencia y que habremos de aplicar [...]; es este: la República española tendrá que ser no sólo respetuosa con los derechos del trabajo, y garantía de sus reivindicaciones, sino propulsor y estímulo en la obra de despertar las conciencias más atrasadas y de levantarlas a un rango superior de humanidad y de ciudadanía”303.

La izquierda iniciaba, de este modo, una práctica política que se encuentra en una absoluta, inequívoca e innegable, consonancia con el que, desde siempre, ha sido el núcleo central de las ideas democráticas. Recuerdese, a este respecto, que fueron las contundentes afirmaciones realizada, en su “Eunomia”, por Solón sobre el que la legislación ha de tener como fin primario el establecimiento de la igualdad y la justicia entre ricos y pobres y de la concordia entre ellos 304, que, como, de la mano de Pedro de Vega, hemos visto ya, serían recuperadas en el mundo moderno por Maquiavelo y Guiccardini, las que, en esencia y en último extremo, condujeron al utópico Harrington305 a propugnar la organización del Estado como República equitativa, cuya vida ha de regirse por unas leyes aprobadas, o al menos consentidas, por el pueblo. Más explícito, y mucho más radical, se mostraría aún Rousseau.

A lo largo de toda su obra, el “Ciudadano de Ginebra” concebiría la República, la Comunidad Política democrática, como aquel Estado fuerte, que protege a sus ciudadanos, les presta todos los servicios básicos que les permita gozar de una vida digna, y que, haciendo de la Igualdad el primer mandato de su Constitución, se encuentra obligado a adoptar cuantas medidas fuesen necesarias para eliminar, en la medida de lo posible, la desigualdad moral o política. Propuestas éstas sobre las que se profundizaría en el ámbito de las ideas socialistas. Así nos

302 Cfr. B. Constant, “Principios de política” (1815), en el vol. Escritos políticos, Madrid, 1989, p. 8; “De la libertad...”, cit., pp. 75, 76 y 82, por ejemplo.303 M. Azaña, “La revolución en marcha. Alocución en el mitin republicano de la plaza de toros de Madrid, 29 de septiembre de 1930”, en M. Azaña, Discursos polítios, cit., p. 82.304 Cfr., en este sentido, y por todos, H. Bengston, Historia..., cit., pp 81 y ss.305 Cfr. J. Harrington, La república de Océana (1656), México, 1987, passim, y en particular, pp. 75-78.

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encontramos con que, partiendo de las formulaciones democráticas, Fitche306, el primer socialista moderno y científico (Heller) que, por lo demás era un gran admirador de Rousseau y, sobre todo, de Kant, no dudaría en afirmar que el deber fundamental de la Comunidad Política es la de lograr la igualación de los ciudadanos al poner a cada uno en posesión de lo que le corresponde y protegerlo, lo que únicamente podría cumplir si se configura como un Estado que interviene en la economía sometiendo el mercado a la legislación y jurisdicción estatal, que planifica la vida económica y, finalmente, controla el comercio nacional e internacional.

De cualquier modo, lo que realmente nos interesa destacar es que todas aquellas medidas jurídicas, reflejo inmediato y directo de las propuestas político-ideológicas de los progresistas y que, con mayor o menor entusiasmo, se vieron obligados a aceptar liberales y conservadores, no hacían más que poner, en el solar devastado del viejo Estado Constitucional liberal, las primeras piedras de los cimientos de una nueva forma política. Nueva forma política que, a la poste, consagraba al Estado como el mejor, y más importante, instrumento de liberación de los hombres. Nos referimos, claro está, al Estado Social que, habiendo conocido una primera, y tímida, manifestación en nuestra Segunda República — en cuya Constituyente participó el republicano Manuel Pedroso, Catedrático de Derecho Político de la Universidad de Sevilla, y discípulo directo de Heller —, se consolidaría y generalizaría en el constitucionalismo europeo surgido después de la Segunda Guerra Mundial. Su primer y más lúcido teórico, Herman Heller307, definió esta nueva forma política como aquella Comunidad que, recuperando el contenido material del Estado de Derecho e impregnándolo de democracia social, persigue alcanzar el mayor grado posible ce homogeneidad social y, para ello, se configura como un Estado fuerte, interventor, prestacional y redistribuidor de la riqueza.B) Weimar como inicio de la comprensión de los Textos Constitucionales como verdaderas Constituciones en Europa, y algunos problemas para su formulación dogmática

Fue, sin duda, en el orden jurídico donde se verificaron las más espectaculares y radicales transformaciones en el constitucionalismo europeo. En efecto, ocurre, como nadie ignora ni, por lo demás, podría hacerlo, que la aprobación del Texto alemán de 1919 supuso la apertura en Europa de un proceso, que culminaría tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, en virtud de cual los Códigos Fundamentales pasaron, por fin, a ser comprendidos como auténticas Constituciones. Lo que, naturalmente, se traducía en un cambio substancial y radical respecto de la situación existente en el marco del Estado Constitucional liberal. Cambio éste que, a la postre, se concretaba en que, al equiparar de una manera plena y total la tradición jurídico-política europea con la tradición jurídico-constitucional estadounidense, la forma política “Estado Constitucional” se hacía definitivamente real, y adquiría auténtica entidad y existencia histórica, en el Viejo Continente308.

Ahora bien, si esto es así, es menester advertir, de manera inmediata, que lo anterior no es, ni mucho menos, el resultado de la especulación teórica de los juristas en sus despachos académicos alejados, según los mandatos del primer positivismo jurídico formalista, de la realidad político-ideológica, social y económica. Por el contrario, nos encontramos con que esta nueva comprensión de los Textos Constitucionales no son sino la lógica consecuencia de los cambios que, con el fin de

306 Cfr. J. G. Fichte, El Estado commercial…, cit., Libro Primero, capítulo primero, pp. 16, 20 y 41 y ss; Libro Segundo, p. 86.307 Cf. H. Heller, “Democracia política...”, cit., pp257-258; “¿Estado de Derecho o dictadura?”, cit., passim; “Metas y límites...”, cit., pp. 79 y ss.308 Sobre este particular, y por comodidad, cfr. J. Ruipérez, El constitucionalismo democrático…, cit., pp. 128-134, y bibliografía allí citada.

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la Primera Guerra Mundial, se habían producido en aquello que Ferdinand Lassalle denominó los “factores reales del poder”309, y que a partir de Mortati identificamos con el término “Costituzione in senso materiale”310.

En este sentido, importa recordar que, como, de una suerte u otra, ha quedado ya dicho, la entrada de los partidos demócratas, demócratas radicales y socialistas en los distintos Parlamentos nacionales, y, sobre todo, su ascenso a la condición de fuerzas políticas mayoritarias en el Estado, determinaron que la confrontación entre el principio monárquico y el principio democrático, que había presidido la vida política y jurídica europea desde la Revolución francesa hasta 1919, conociese una solución bien diversa a la que se le había dado en el constitucionalismo liberal, y, de modo fundamental, a lo largo del siglo XIX. En efecto, el triunfo de las fuerzas políticas progresistas supuso la definitiva expulsión de las ideas y del principio monárquico del panorama político europeo. Las ideas y el principio democrático, propugnados por los progresistas y, con mayor o, más bien, menor entusiasmo, aceptadas por liberales y conservadores, se erigían, de esta suerte, en el único criterio inspirador, legitimador, fundamentador y ordenador del sistema jurídico-político.

Ni que decir tiene que esta substancial transformación en la vertebración del Estado, habría de generar unas más que sobresalientes consecuencias en el orden jurídico. De una manera muy particular, y por lo que a nosotros interesa, éstas se manifestarían en cuanto al valor que, ahora, y a diferencia de lo que había sucedido en la Europa de finales del siglo XVIII, todo el XIX y primeros años del XX, se otorgaba a la Ley Constitucional . Lo que, a nuestro juicio, no ha de resultar muy complicado de comprender.

Fue, en efecto, la aceptación total, y sin ambages de ningún tipo, de la idea democrática de que, por decirlo con Heller311, el “Pueblo como unidad”, y en el ejercicio del Poder Constituyente, puede, en la medida en que es el soberano, imponer su voluntad al “Pueblo como diversidad”, incluso a aquéllos que no están conformes con la decisión mayoritaria, que se había realizado en el plano de la confrontación política e ideológica, la que únicamente permitió, en el plano, jurídico, el que los Códigos Jurídico-Políticos Fundamentales, comprendidos ahora como verdaderas y auténticas Constituciones, pudieran comenzar a desplegar todos sus efectos. Entre ellos, y como no podría ser de otra forma, el de esa singular fuerza normativa que se esconde bajo la expresión la “Constitución como norma jurídica”. Nos sumamos, una vez más, y como a nadie puede sorprenderle, a la opinión de Pedro De Vega. Ofrece el Maestro la explicación de este fenómeno en los siguientes términos: “La indiscutibilidad ideológica de los principios y el acuerdo en los presupuestos en los que descansa la idea de Constitución, es lo que ha permitido al constitucionalismo surgido [con la aprobación del Texto de Weimar, y consolidado] a partir de la Segunda Guerra Mundial, ponderar debidamente su dimensión jurídica y su proyección normativa”312.

Es necesario advertir, sin embargo, que esta espectacular y substancial variación en la concepción de las Constituciones, no se debió tan sólo a la mera aceptación de las ideas y del principio democrático por parte de los operadores políticos de los distintos Estados. No puedeolvidarse, a este respecto, que ya en el momento de la Revolución francesa, los primeros

309 Cfr. F. Lassalle, “¿Qué es una Constitución?” (1862), en el vol. ¿Qué es una Constitución? ¿Y ahora?. Apéndice polémico, Barcelona, 1984, pp. 84 y ss.310 C. Mortati, La Constitución en sentido material (1940), Madrid, 2000.311 Cfr., en este sentido, y para el principio general expuesto, H. Heller, La soberanía…, cit., pp. 166-168. Para los conceptos “Pueblo como unidad” y “Pueblo como diversidad”, así como para su operatividad en el marco del principio anterior, cfr. H. Heller, “Democracia política…”, cit., p. 262, en relación con lo dicho en pp. 260-261.312 P. De Vega, “Prólogo” a A. de Cabo (ed.). La Constitución española de 27 de diciembre de 1978, cit., pp. XX-XXI.

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revolucionarios liberal-burgueses habían proclamado, de manera enfática y solemne, que la nueva forma de organización estatal, y en aras a convertirla en el escenario donde se desarrollaría un sistema de libertad total, se articularía en torno a los principios democrático, liberal y de supremacía constitucional. Declaración ésta que, como nadie ignora, no generó las consecuencias, ni los efectos, que a partir del período entre guerras van a producirse en el Derecho Constitucional europeo. Y es que, en verdad, los distintos Constituyentes de la época weimariana no se limitaron a realizar una aceptación formal del principio democrático, sino que, por el contrario, procedieron a la adopción de una serie de medidas jurídicas que tendían a hacer realmente eficaz a aquél, y con las que, en definitiva, el constitucionalismo democrático y social venía a corregir y a superar todas aquellas grandes fallas que presentaba en Estado Constitucional liberal.

Tales medidas, que, lógicamente, se presentaban como soluciones jurídicas a los problemas reales del sistema jurídico-constitucional, tenían, no obstante, un claro origen y fundamento político e ideológico. Veámoslo, aunque sea de modo sintético.

En este sentido, nos encontramos, en primer lugar, con que la, más o menos entusiasta, aceptación incondicionada por parte de progresistas, liberales y conservadores de aquella idea democrática que, en el momento justamente anterior al proceso revolucionario liberal-burgués americano, el reverendo John Wise había sintetizado en que, como consecuencia de la celebración del pacto social, “Un Voto o un decreto [la Constitución] debe inmediatamente establecer una particular forma de Gobierno sobre ellos, Y si han convenido en el primer Compact una cláusula expresa de que se estará en todo lo concerniente a la forma de Gobierno a la decisión resultante del primer Voto: Todos ellos estarán obligados por la mayoría a aceptar la forma particular asíestablecida, aun cuando su propia Opinión privada, les incline hacia algún otro modelo”313, obligó a los Constituyentes europeos desde 1919 a la necesaria aceptación de otra idea central y medular del pensamiento político democrático. Nos referimos, ocioso debiera ser el advertirlo, al principio conforme al cual la obediencia y respeto a la ley democrática ha de ser obligatoria, naturalmente, para los gobernados, pero también, y esto es lo importante y lo que en realidad resulta relevante y transcendente, para los gobernantes. Ocurre, además, que estos últimos, que, a diferencia de los gobernados, tan sólo pueden hacer aquello que la ley expresamente les permite, se encuentran especial y singularmente vinculados por el Derecho, en el sentido de que, como, de modo harto contundente, indicó Rousseau, “el interés más urgente del jefe y su deber más indispensable es velar por la observancia de las leyes de las que es ministro y sobre las cuales se funda toda su autoridad. Si debe procurar que los otros las observen, con más razón deberá observarlas él mismo pues goza de todos sus favores, ya que su ejemplo tiene tal fuerza que, aun cuando el pueblo quisiese soportar que el jefe le libere del yugo de la ley, éste deberá guardarse de aprovechar tan peligrosa prerrogativa […]. En el fondo, como todos los compromisos de la sociedad son recíprocos por su naturaleza, no es posible ponerse por encima de la ley sin renunciar a sus ventajas, […]. Por la misma razón, ninguna exención de la ley será jamás aplicada por título alguno en un gobierno bien administrado. […]. Y así, en efecto, la primera de las leyes es la de respetarlas”314.

La preocupación por dotar a este principio de un contenido real y efectivo, ha sido una auténtica constante en la Teoría Polïtica. El Profesor De Vega, en su mencionada conferencia “Republicanismo y Democracia”, nos ha enseñado que ya en la Grecia clásica se ocuparon de tratar de asegurar la obediencia a la ley por parte de los gobernantes con el establecimiento de ciertos límites a la facultad legislativa de éstos. De una manera más concreta, advierte mi muy querido y admirado Maestro que fue Solón –a quien, con toda justicia, puede considerarse el iniciador de

313 J. Wise, A Vindication…, cit., p. 33.314 J.-J. Rousseau, Discurso sobre la economía política, cit., I, pp. 15-16.

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aquella corriente teórica y práctica que, pasando por los gobiernos de Pisístrato, Clístenes y Temístocles, dio origen a la democracia ática con Pericles (Bengtson, Guthrie315)- el primero de los pensadores demócratas que ofreció una solución al respecto. En efecto, enfrentado Solón a la antinomía que se derivaba de la doble idea de que, por un lado, la Libertad depende de que todos los miembros de la Comunidad Política obedezcan escrupulosamente la ley, y, por otro, la de que, en nombre de la Democracia, el Pueblo puede, en todo momento y en cuanto señor de la Comunidad, modificar, substituir o derogar las leyes, no encontró el gran Legislador otra salida que la del establecimiento en la polis de una norma suprema a la que todos los ciudadanos, gobernantes y gobernados, debían obediencia y, así mismo, la del establecimiento de límites a las posibilidades de las asambleas para cambiar las leyes. Nacía, de esta suerte, la distinción entre nomoi, que, en tanto en cuanto eran las normas jurídicas en las que se contenían los elementos implícitos de la polis, han de ser inalterables, y psefismata, que, como leyes o decretos aprobados por la asamblea, serían siempre modificables, respetando, eso sí, los nomoi.

Ahora bien, si esto es así en el mundo clásico, y si bien es verdad que, recogiendo el anterior pensamiento, no faltaron en la Edad Media construcciones que pretendían hacer real el principio de que también el gobernante estaba sujeto al Derecho, -entre las que, sin que quepa ningún género de duda, destacan las de Juan de Salysbury y Marsilio de Padua-, es lo cierto, empero, que todas estas tesis no pasaron de ser unas meras teorías elaboradas por los que Fichte316 denomina “filósofos”, es decir, estudiosos de la Política y el Derecho, que, aunque con un valor innegable e indiscutible como precedentes remotos del actual principio de supremacía constitucional, no gozaron en la práctica de efectividad alguna. El propio Pedro De Vega, con la brillantez, rigor y precisión que le son característicos, se ha encargado de poner de manifiesto esta circunstancia. Así, escribe que “constituiría una falsificación de la realidad y de la historia, el pensar en la existencia de leyes superiores en el mundo clásico y medieval. Todavía en los siglos XVI y XVII, en los que se acuña en término Lex Fondamentalis, y se mantiene la doctrina de la hereuse impuissance del rey de violar esas leyes, el escepticismo ante las mismas era evidente. […] A la negación en el orden práctico de una ley superior, correspondió también un más que notable enmarañamiento teórico en el orden conceptual. Por doquier se hablaba de leyes fundamentales, pero no se sabía ni lo que eran, ni en qué consistían. A veces la ley fundamental se hacía coincidir con la ley divina. En otras ocasiones se vinculaba a la tradición medieval de la «lex terrae»”317.

Hubo de esperarse a finales del siglo XVIII para que, por vez primera en la Historia, la idea de una Ley Superior, a la que, por ser tal, gobernantes y gobernados se encuentran sujetos por igual, dejase de ser una mera aspiración teórica de los pensadores demócratas, para convertirse en una entidad real y efectiva318. Lo que se logró por cuanto que fue en los grandes procesos revolucionarios liberal-burgueses de América y Francia cuando, por fin, se consiguió articular un mecanismo jurídico en virtud de cual el principio de supremacía constitucional, y, con él, el principio democrático que le sirve de base y fundamento, encontró su plena y total eficacia. Y ese mecanismo jurídico no es otro que aquel principio de rigidez que, si en el plano teórico había tenido

315 Cfr. H. Bengtson, Historia…, cit., p. 84; W. K. C. Guthrie, Historia de la filosofía griega, Barcelona, 2005, t. III, pp. 30-31.316 Cfr. J. G. Fichte, El Estado comercial…, cit., “[Dedicatoria] A su Excelencia: Señor de Struesse, Ministro privado del Estado Real de Prusia y Caballero de la Orden del Águila Roja”, p. 6.317 P. De Vega, “Supuestos políticos…”, cit., pp. 403-404.318 Cfr., en este sentido y por todos, J. Barthélemy y P. Duez, Traité de Droit Constitutionnel, París, 1933, nueva edición, p. 188; H. Finer, Teoría y práctica del Gobierno moderno, Madrid, 1964, p. 199; P. Bastid, L’idée…, cit., p. 19.

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en la obra de Lord Bryce319 su primera y definitiva formulación, en el plano normativo recibiría una primera, no totalmente adecuada y, desde luego, incompleta, positivización en la Constitución de Massachussets de 1980320, para hacer, finalmente, su definitiva entrada en la Historia cuando los Founding Fathers en Filadelfia procedieron a aprobar el artículo V de la Constitución estadounidense321, en el que, -como señalan La Pergola y De Vega322-, rompiendo los esquemas pactistas propios de la Confederación de Estados, dieron cabida al principio de la mayoría cualificada para la válida aprobación de la reforma constitucional.

En definitiva, la supremacía constitucional, en virtud de la cual el Código Fundamental puede desplegar toda su potencialidad jurídica y política, aparece irremediablemente vinculado al establecimiento legal-constitucional de un procedimiento específico, distinto y, de manera usual, pero no necesariamente323, más agravado que el previsto para actuar sobre la legislación ordinaria, para llevar a cabo la modificación formal de la Constitución. Lo que, como es obvio, nos remite a la figura de la reforma constitucional, entendida, con Mortati324 y De Vega325, como aquella institución garantista cuya finalidad y función no son tanto la de permitir el cambio del Texto Constitucional, que, en todo caso, ha de ser siempre controlado y limitado, sino la de actuar como mecanismo de defensa de la Constitución. Y ello, por cuanto que, gracias a ella, se logra salvaguardar la voluntad soberana del Pouvoir Constituant frente a la caprichosa, cambiante y coyuntural actuación de los poderes constituidos.

A la vista de lo expuesto, a nadie podría, ni debería, extrañar que cuando, con el fin de la Primera Guerra Mundial, en Europa se verificó la aceptación plena, total y sin reserva de ningún tipo, del principio democrático, los diversos Constituyentes, haciendo buenas las consideraciones que, en su día, James Bryce326 había hecho al respecto, optasen por recuperar para las nuevas

319 Cfr. J. Bryce, Constituciones flexibles y Constituciones rígidas, Madrid, 1988, passim.320 En relación con esto, debemos a Charles Borgeaud (Établissement…, cit., pp. 171-173 y 176 y ss.) la observación de que las Constituciones que los nacientes Estados americanos fueron aprobando con anterioridad a la Convención de Filadelfia, pese a responder, clara e inequívocamente, a la teoría democrática del Poder Constituyente del Pueblo, no contenían, como regla general, ninguna previsión sobre el modo en que podría llevarse a cabo su modificación formal. Con lo que, a nuestro juicio, no resultaría exagerado vincular todos estos Textos a los viejos documentos de gobierno ideados por el pensamiento político democrático que, a la postre, quedaban condenados en la práctica a carecer de una auténtica eficacia. La excepción a esta regla la representa la Constitución de Massachussets de 1780, la cual preveía un procedimiento especial, distinto del legislativo ordinario, para, en todo caso después de transcurridos 15 años desde suaprobación, llevar a cabo su revisión. Ahora bien, se trataba de un procedimiento que, como advierte el propio Borgeaud (op. cit., pp. 176-177), resultaba plenamente correcto para realizar reformas totales del Texto Constitucional, pero que, por el contrario, resultaba ciertamente inadecuado para atender a la hipótesis, mucho más frecuente, de la reforma parcial. No resulta, en tales circunstancias, exagerado afirmar que no fue, entonces, con el Texto de Massachussets, sino con la Constitución federal de 1787 cuando realmente hizo su entrada en la Historia el principio de rigidez, y que fue por emulación de esta última por lo que dicho principio se introdujo en las Constituciones estatales ya en el s. XIX,321 Cfr., a este respecto, A. Hamilton, J. Madison y J. Jay, El Federalista, cit., n.º XLIII, pp. 187-189.322 Cfr. A. La Pergola, Residui «contrattualistici» e struttura federale nell’ordinamento degli Stati Uniti, Milán, 1969, pp. 192-103; P. De Vega, “Supuestos políticos...”, cit., p. 406.323 Para la comprensión de la rigidez constitucional no como el mayor agravamiento y complejidad procedimental para llevar a cabo las reformas, sino como la existencia de ese procedimiento específico, y distinto del legislativo ordinario, para realizarlas válidamente, cfr., por todos, J. Ruipérez, “Estática y dinámica…”, cit., pp. 56-64, donde se critica la confusión creada por el Tribunal Constitucional en la Declaración 1/1992, de 1 de julio, al mezclar los conceptos de rigidez y reforma expresa.324 Cfr. C. Mortati, Istituzioni di Diritto Pubblico, Padua, 1985, 9.ª ed. reel. y puesta al día, t. II, p. 1.225.325 Cfr. P. De Vega, “La reforma constitucional”, en la obra colectiva Estudios sobre el Proyecto de Constitución, Madrid, 1978, p.220.326 Cfr. J. Bryce, Constituciones flexibles…, cit., pp. 42, 50 y 112.

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Constituciones el carácter rígido con el que habían nacido también en los procesos revolucionarios liberal-burgueses europeos de finales del siglo XVIII, y del que, de manera que en modo alguno puede entenderse casual, fueron despojados por el constitucionalismo del liberalismo doctrinario. Pero, es menester advertirlo de forma inmediata, esta atribución del carácter rígido a los Textos Constitucionales se haría de un modo, y con un contenido y significado, bien distinto al que se le había otorgado en los albores del Estado Constitucional europeo.

En efecto, los Constituyentes de la etapa weimariana trataron de dotar al principio de rigidez de una auténtica y real eficacia. Eficacia de la que, de manera más que lamentable, se habían visto privados los Códigos Jurídico-Políticos Fundamentales de la Revolución como consecuencia de la sorprendente, y no menos absurda y, en todo caso, contradictoria con la propia lógica interna del Estado Constitucional327, concepción de Sieyès, conforme a la cual el Parlamento, como representante de la Nación soberana, se convierte, él mismo, en el auténtico soberano en el Estado y, además, actúa como tal en todo momento328. Para superar y solventar la contradicción de la existencia de un Parlamento que, como poder creado por la Constitución, había de actuar sometido y dentro de la propia Constitución, pero que, en cuanto que poder soberano, absoluto e ilimitado, podría perfectamente imponer su nueva voluntad al Texto Constitucional, los Constituyentes del período entre guerras no encontraron mejor solución que la de aceptar y poner efectivamente en marcha aquél esquema normativo en el que aparecía la distinción entre Constitución, Ley de reforma constitucional y ley ordinaria, que a nivel orgánico se traducía en la distinción Poder Constituyente, Poder de Reforma y Legislador ordinario, cada uno de los cuales actuaría en su esfera propia, que, desde el primer momento, había sido creado por los hombres de la Convención de Filadelfia329.

Ahora bien, no fue ésta la única transformación jurídica que el cambio político en cuanto al principio que actuaría como criterio legitimador y vertebrador del Estado, depararía en el constitucionalismo europeo. Y es que, en efecto, la aceptación incondicionada del dogma político de la soberanía popular, conforme al cual, como sabemos, el Pueblo soberano impone su voluntad a todos, condujo a los hombres del período weimariano a la convicción de que era menester articular algún mecanismo jurídico con el que, al hacer eficaz el principio de rigidez constitucional, se consiguiese poner definitivamente a salvo la voluntad del Constituyente frente a los eventuales ataques que, derivados de sus puntuales, coyunturales y cambiantes intereses, pudieran dirigirle las fuerzas políticas que, en cada momento, ocupasen los poderes constituidos. Se introducía, de esta suerte, en el Derecho Constitucional europeo el instituto del control de constitucionalidad de las leyes.

Cierto es, no obstante, que esta necesidad fue ya comprendida en el constitucionalismo pre-weimariano. Así, nos encontramos con que Georg Jellinek330, -el autor, no nos cansaremos nunca de repetirlo, más lúcido, válido, útil y capaz del primer positivismo jurídico formalista-, hizo ya la acertada y oportuna observación de que de nada sirve prever un mecanismo específico, y especial, para modificar los Textos Constitucionales, si no se establece, junto a él, un órgano, el juez constitucional, competente para fiscalizar la actuación de los poderes constituidos para, de este

327 Cfr., a este respecto, y por todos, C. Schmitt, Teoría…, cit., pp. 108-109; P. De Vega, La reforma constitucional…, cit., pp. 34-37 y 74-76.328 Sobre esta problemática, y por comodidad, cfr., por todos, J. Ruipérez, El constitucionalismo democrático…, cit., pp. 112-119.329 Sobre el mismo, y también por comodidad, cfr. J. Ruipérez, “Estática y dinámica…”, cit., pp. 225-229, y bibliografía allí citada.330 Cfr. G. Jellinek, Teoría General…, cit., p. 406; Reforma…, cit., pp. 15 y ss., especialmente pp. 22 y ss.

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modo, garantizar que todas las revisiones del Código Fundamental se verifiquen de acuerdo con el procedimiento legal-constitucionalmente establecido para tal fin, anulando, en su caso, todas aquellas normas ordinarias que contradigan la Constitución.

Ocurre, sin embargo, que la genial intuición de Jellinek se vería condenada a quedar como una brillante formulación teórica, cuyo valor como antecedente doctrinal en la forja del Derecho Constitucional europeo resulta indiscutible, pero que en el terreno de la práctica jurídica y política se mostraba incapaz de ponerse en marcha. Y ello, como consecuencia directa de las limitaciones que la realidad política existente cuando él escribía, imponía. Dos son, de manera fundamental y básica, las causas que determinaban la anterior circunstancia. En primer lugar, no puede olvidarse que se trataba de un constitucionalismo que, elaborado y construido desde el principio monárquico, permitía la existencia de un poder: el monarca, que, por ser el depositario de la soberanía estatal, se situaba por encima de la propia Constitución, y al que se le permitía actuar al margen e, incluso, en contra de sus mandatos. En segundo término, ha de tomarse en consideración que la regla general del siglo XIX y primeros años del XX, fue la de que los instrumentos de gobierno se materializaban como Constituciones flexibles, en cuyo seno, y como muy bien han visto, por ejemplo, un Hans Kelsen o un Pedro De Vega331, no cabe plantear la problemática de la inconstitucionalidad de la ley, por cuanto que, al no prever un mecanismo específico para la Verfassungsänderung, la hipótesis de una ley posterior y contraria a la Constitución no podría entenderse como una transgresión de la misma, sino, por el contrario, como un supuesto válido de reforma constitucional.

Sería tan sólo con el triunfo de las ideas y del principio democráticos, operado gracias al substancial cambio de las fuerzas políticas mayoritarias, como el control de constitucionalidad pudo abrirse paso en el Viejo Continente. En efecto, fue la substitución del principio monárquico por el principio democrático como criterio legitimador y vertebrador de la Comunidad Política, lo que, en realidad, permitió la puesta en marcha del “Staatsgerichtsbarkeit” o “Verfassungsgerichtsbarkeit”, y de los Tribunales de Estado (Staatsgerichtshoff des deutschen Reiches y Staatsgerichtshöfe des deutschen Ländern) en la República alemana de 1919, así como la de la justicia constitucional y los Tribunales Constitucionales en las Constituciones checoeslovaca de 29 de febrero de 1920, austriaca de 1 de octubre de 1920, y española de 9 de diciembre de 1931.

Lo de menos es detenerse aquí a indicar que la evolución que han tenido este instituto de la justicia constitucional y el órgano encargado de aplicarla se ha ido progresivamente separando del sentido y significado con el que fueron creados, de suerte tal que a finales de la pasada centuria los Tribunales Constitucionales, haciendo ciertas las apocalípticas previsiones de Carl Schmitt sobre el custodio constitucional, se han convertido, como señala el Maestro De Vega332, en uno de los factores que más, y con mayor transcendencia, han contribuido a sumir el Derecho Constitucional finisecular en el caos y la contradicción. Apreciación ésta que, entendemos, no ha de ser muy difícil de entender y comprender. Sobre todo, si se toma en consideración que se trata de un Derecho Constitucional en el que, abandonado el principio democrático y eliminado el concepto de Pouvoir Constituant, por un lado, y ajeno al contenido ideológico real de la Libertad, por otro, los Tribunales Constitucionales han podido ser elevados a la condición no del aquel legislador negativo del hablaba Kelsen, ni siquiera a la de aquel órgano del Estado al que, en tanto en cuanto contribuía al desarrollo del Texto Constitucional con su interpretación de éste, Charles Durand le

331 Cfr. H. Kelsen, Teoría General del Derecho y del Estado, cit., p. 185. P. De Vega, “Jurisdicción constitucional…”, cit., pp. 94 y, sobre todo, 96; “Constitución y Democracia”, cit., p. 77; La reforma constitucional…, cit., p. 70. Incide también en la inescindible relación entre Constitución rígida y control de constitucionalidad, P. Cruz Villalón, La formación…, cit., p. 342.332 Cfr. P. De Vega, “Mundialización y Derecho Constitucional:…”, cit., pp. 36 y ss.

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atribuía la naturaleza de ser un Poder Constituyente secundario333, sino, por el contrario, a la de ser el único y auténtico soberano en el Estado. A ello responden, en efecto, las concepciones actuales que, aunque de modo seguramente inconsciente, convierten al Tribunal Constitucional en un poder político-existencial que, por él mismo, y no por aplicar la Constitución, garantiza los fundamentos de orden de la Comunidad Política, atribuye y delimita las facultades competenciales del resto de los poderes constituidos, y, finalmente, marca los límites de las normas jurídicas ordinarias.

Lo que, de verdad, nos interesa destacar es que fue en el marco de la etapa weimariana donde, como respuesta a la nueva realidad política, se crearon o, como mínimo, se pusieron en funcionamiento todos los instrumentos jurídicos que, a la postre, permitieron a los Códigos Constitucionales desplegar toda su dimensión jurídica y su proyección normativa. Entre ellas, los Tribunales Constitucionales. El Profesor De Vega, con meridiana claridad y total contundencia, ha puesto de manifiesto la importancia y relevancia que una tal solución reviste. En este sentido, escribe el Maestro que “Como gran aportación histórica de este nuevo constitucionalismo aparece la creación de los Tribunales Constitucionales cuya función principal, […], no es otra que la defensa y garantía de los dos grandes pilares –[…]- en los que se asienta la estructura del Estado Constitucional Moderno. Velar por la constitucionalidad de las leyes, garantizar correctamente la interpretación de la Constitución y, en última instancia, procurar que la Constitución se cumpla, no significa otra cosa que preservar y defender la voluntad de ese poder soberano del pueblo que, […], una vez ejercitada su obra como poder constituyente, desaparece de la escena política. Cuando se dice que el Tribunal Constitucional es el defensor de la Constitución, lo que realmente se está expresando es que es el guardián de la voluntad de la voluntad constituyente del pueblo”334.

Sea de ello lo que sea, importa señalar que todas estas transformaciones jurídicas, que encuentran su origen en cambios que, de manera fundamental y básica, son de carácter político, no pasaron desapercibidas para los estudiosos del Estado, la Política y el Derecho. Ni siquiera pudieron aquéllas ser ignoradas por los autores del positivismo jurídico. Y ello, a pesar de su gran empeño en construir una doctrina constitucional totalmente objetiva, científica y pura desde la antidialéctica, e imposible, pretensión de actuar con la más absoluta, tajante y definitiva neutralidad ideológica, por un lado, y sobre la acientífica separación entre la verdad jurídica y teórica y la verdad político-histórica y práctica, por otro. Sus construcciones, en efecto, y como nadie está en condiciones de negar y desmentir, resultaron decisivas para el reconocimiento dogmático del valor jurídico de los Textos Constitucionales.

De cualquier forma, fue Hans Kelsen335 quien desempeñó un papel central en este proceso. Como está generalmente aceptado, corresponde a la obra del insigne jurista austriaco el gran mérito de haber dotado de su verdadero sentido y magnitud a las afirmaciones que, desde antiguo –y como hemos visto-, venía haciendo el positivismo jurídico formalista de los Códigos Fundamentales como normas jurídicas cuyos preceptos, precisamente por esta condición, habrían de gozar de una auténtica fuerza jurídica obligatoria y vinculante.

Ocurre, sin embargo, y como a nadie puede, creemos, ocultársele, que si Kelsen, -como fundador del llamado “grupo de Viena” y más sobresaliente representante del positivismo jurídico en la Teoría Constitucional de Weimar, del que, no sin alguna razón, Heller pudo decir que era “el

333 Cfr. Ch. Durand, Les États Fédéraux. Étude de Droit Constitutionnel Positif, París, 1930, pp. 96-109 y 241.334 P. De Vega, “Prólogo” a A. de Cabo (ed.), La Constitución española de 27 de diciembre de 1978, cit., p. XXI.335 Sobre la construcción de Kelsen y su crítica, cfr., en general, y por todos, P. Lucas Verdú, “La teoría escalonada del ordenamiento jurídico como hipótesis cultural, comparada con la tesis de Paul Schrecker sobre la «estructura de la civilización»”, Revista de Estudios Políticos, n.º 66 (1989), pp. 7-65; “El orden normativista puro (Supuestos culturales y políticos en la obra de Hans Kelsen)”, Revista de Estudios Políticos, n.º 68 (1990), pp. 1-93.

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consecuente ejecutor testamentario” de Laband336, que “había conducido ad absurdum de modo definitivo el positivismo lógico jurídico en la Teoría del Estado, aplicándolo con gran vigor y profunda agudeza”337, y que acabó contribuyendo, más que ningún otro, al vaciamiento del contenido material del Estado de Derecho con su radical despersonalización del poder político338-, hubiera sido totalmente coherente con el método positivista que le sirvió de fundamento para la redacción de sus celebérrimas “Problemas fundamentales de la Teoría del Derecho del Estado”339, “Teoría pura del Derecho”340, “Teoría General del Estado” y “Teoría General del Derecho y del Estado”, nunca hubiera podido llegar a esta conclusión. La razón es fácilmente comprensible.

Debemos, a este respecto, a Heller341 la observación de que, siguiendo las enseñanzas de Hermann Cohen, y de un modo muy particular sus afirmaciones de que la Ciencia del Derecho es la matemática de las ciencias del espíritu342 y que la “Teoría del Estado es necesariamente una Teoría jurídica del Estado. La metódica de la Teoría del Estado se encuentra en la Ciencia jurídica”343, procedió Kelsen a la reducción del Derecho Constitucional, y su estudio, a una serie de reglas lógico-matemáticas que, a la postre, y por decirlo con las palabras del propio jurista vienés, condujera a la ciencia normativa a convertirse en una “geometría de la totalidad del fenómeno jurídico”344. No es, obviamente, éste el momento oportuno para detenernos a precisar si, como el jurista austriaco pretendía, su construcción científica era la culminación del método positivista puro, o si, por el contrario, la misma no logró substraerse a los influjos del Derecho Natural liberal y marxiano, en el sentido de que, como escribe Heller, “Pero no obstante esas referencias al derecho natural, Kelsen pretende ser un positivista puro, lo que le conduce a la afirmación de la posibilidad del estado de derecho, independientemente de su contenido ético, político y social de que se le dote y a la concepción del derecho como una forma susceptible de recibir cualquier contenido. Sus especulaciones, en la medida en que no constituyen, […], las bases de un anarquismo disfrazado, no pueden negar su entroncamiento con el pensamiento democrático-liberal. Ocasionalmente emerge también en Kelsen la noción de ordre natural impersonal como el ideal jurídico por realizar: […]. En su lucha en contra del dogma de la soberanía, la Teoría pura del Derecho se presenta revestida de un particular atractivo […], enlazándose con el derecho natural marxista”345.

Lo que realmente nos interesa, ahora, es tan sólo tratar de poner de relieve las consecuencias que se derivan de una tal concepción. Consecuencias que, según nuestro modesto entender, resultan tan evidentes como gravosas para el cabal y ponderado entendimiento del Derecho Constitucional, y, desde luego, y aunque pueda parecer paradójico, para la adecuada y debida comprensión de la dimensión jurídica y proyección normativa de la Constitución. En este sentido, nos encontramos con que la aceptación de las tesis de Cohen, obligó a Kelsen346 a admitir, de una u otra forma, la radical distinción, propuesta ya por el primer positivismo jurídico formalista, entre lo político y lo jurídico, y, de una manera muy concreta, entre la sociología y la política, por un lado, y la jurisprudencia, por otro.

336 H. Heller, La soberanía…, cit., p. 90; vid., también, pp. 149 y ss.337 H. Heller, “La crisi…, cit., p. 52.338 Sobre este particular, cfr. H. Heller, “Europa y el fascismo”, cit., pp. 27 y ss., especialmente pp. 30-31.339 H. Kelsen, Hauptprobleme der Staatsrechtslehre, enweickel aus der Lehre von Rechtssatze, Viena, 1911.340 H. Kelsen, Teoría pura del Derecho. Introducción a la Ciencia del Derecho, Buenos Aires, 1970, 9.ª ed.341 Cfr. H. Heller, “La crisi…”, cit., pp. 50-51; “Osservazioni…”, cit., p. 390.342 Cfr. H. Cohen, Ethik des reinen Willens, Berlín, 1921, p. 67.343 H. Cohen, Ethik…, cit., p. 64.344 H. Kelsen, Hauptprobleme…, cit., p. 93.345 H. Heller, La soberanía…, cit., p. 91.346 Cfr., p. ej., H. Kelsen, Der soziologische und der jurische Staatsbegriff, Tubinga, 1922.

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Muchas fueron las críticas que a esta postura metodológica se hicieron por parte de la que, como dice el Maestro De Vega347, se presenta como la mejor Teoría del Estado y de la Constitución, que es la que, en el marco del rico, fecundo y lúcido contexto intelectual de la época weimariana, comenzaron al elaborar Hermann Heller y Rudolf Smend, y de la que, por lo demás, se derivan las más valiosas e importantes concepciones del Derecho Constitucional del presente, como son las que, por ejemplo, von Bäumlin348, Hesse349, Krüger, Müller350, Schneider351, e, incluso, las del popperiano Häberle352. De todas ellas, aquí nos interesa destacar tan sólo tres, y por las consecuencias prácticas que las mismas tienen y que, de uno u otro modo, nos afectan directamente hoy.

1.ª) No hace falta ser en extremo perspicaz, ni, tampoco, realizar un gran esfuerzo intelectual, para comprender que cuando Kelsen pretende reducir toda la problemática del Derecho Constitucional a un conjunto de reglas lógico-matemáticas y geométricas, no hace, en realidad, más que repetir aquella pretensión del primer positivismo jurídico formalista, y principalmente la de la Escuela Alemana de Derecho Público, de proceder a la forja de una Teoría Consitucional totalmente objetiva y científica, elaborada al margen de la realidad política, social y económica que la Constitución pretende regular y conducir. Las consecuencias que se derivan de un tal método de estudio son, a nuestro juicio, demasiado evidentes como para necesitar de mayores comentarios. De cualquier modo, fue, en la academia constitucional española, Pedro Cruz quien se encargó de ponerlas de manifiesto cuando, como sabemos, ironizaba, en 1981, sobre las dificultades que había de encontrar aquel imaginario curioso jurista persa empeñado en conocer la estructura territorial del Estado español atendiendo, única y exclusivamente, al Texto de 27 de diciembre de 1978, en el que no existe ninguna mención literal al modelo de Estado.

A la pretensión del positivismo jurídico se opuso, de manera clara y radical, el positivismo sociológico tanto en su versión del positivismo sociológico realista de León Duguit353, como en el institucionalista de Maurice Hauriou354, y el voluntarista o decisionista, y, en todo caso,

347 Cfr. P. De Vega, “Mundialización y Derecho Constitucional:…”, cit., pp. 47-54.348 R. von Bäumlim, Die rechtsstaatsliche Demokratie. Eine Unterssuchung der gegenseittigen Beziehungen von Demokratie un Rechtsstaat, Zurcih, 1954; Lebendige oder gebändigte Demokratie?, Basilea, 1978.349 K. Hesse, “El Estado Federal Unitario” (1962), Revista de Derecho Constitucional Europeo, n.º 6 (2006), pp. 425-456; “Bundesstaatsreform und Grezen der Verfassungsänderung”, Archiv des öffentlichen Rechts, Bd. 98 (1973), pp. 1-52.350 F. Müller, Normstruktur und Normativität. Zum Verhaältuis von Recht und Wirklchkeit in der Juristischen Hermeneutik, entwicklet an fraggen der Verfassungsinterpretation, Berlín, 1966; Normaberrich von Einzelgrundrechten in de Rechtsprechung des Bundesverfassungsgerichts, Berlín, 1968; “Tesis acerca de la estructura de las normas jurídicas”, Revista Española de Derecho Constitucional, n.º 27 (1989), pp. 111-126.351 H.-P. Schneider, Richtterrecht. Gresetzrecht und Verfassungsrecht, Francfort/M, 1969; Die Parlamentariche Opposition im Verfassungsrecht der Bundesrepublik Deutschland, Francfort/M, 1974, 2 vols.352 P. Häberle, Retos del Estado Constitucional, Oñati, 1996; Libertad, igualdad, fraternidad. 1789 como historia, actualidad y futuro del Estado Constitucional, Madrid, 1998; El Estado Constitucional, México, 2000; Pluralismo y Constitución. Estudios de Teoría Constitucional de la sociedad abierta, Madrid, 2002; La garantía del contenido esencial de los derechos fundamentales en la Ley Fundamental. Una contribución a la concepción institucional de los derechos fundamentales y a la teoría de la reserva de ley, Madrid, 2003.353 L. Duguit, La separación de poderes y la Asamblea Nacional de 1789 (1893), Madrid, 1996; Ëtudes de Droit Public: L’État, Le Droit objetive, la Loi positive, París, 19001; Traité de Droit Constitutionnel, París, 1921, 2.ª ed., 4 vols.; Manuel de Droit Constitutionnel, París, 1923; Soberanía y libertad, Madrid, sine data.354 M. Hauriou, La souveranité nationale, París, 1912; Principios de Derecho Público y Constitucional, Madrid, 1927; Précis de Droit Constitutionnel, París, 1929, 2.ª ed.; Teoria dell’istituzione e delle fondazione, Milán, 1967.

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claramente antidemocrático, de los Carl Schmitt, Otto Koelreuter, Ernst Forsthoff355. Aunque con distintos matices, todos ellos se caracterizaron porque, frente al ensalzamiento y, de una u otra suerte, divinización de la norma jurídica a la que procedía el positivismo jurídico formalista, ellos hacían lo propio con la realidad política, social y económica, en detrimento de la realidad jurídica.Lo que, en último extremo, resultaba igualmente pernicioso para el cabal entendimiento del Derecho Constitucional. Es menester tener en cuenta, en este sentido, que al atender de manera principal, sino exclusiva, a la realidad política, y olvidar la norma concreta, lo que sucede es que, como ha escrito De Vega, los autores del positivismo sociológico “proclamando el valor supremo de la realidad terminaban reduciendo la política a pura decisión, considerando a la normativa constitucional como una apócrifo, injustificado y fantasmagórico sistema reductor de lo político”356.

Oponiéndose por igual al positivismo jurídico formalista y al sociológico, expusieron Heller y Smend su visión sobre el Derecho Constitucional, y sobre el método adecuado para su estudio. Punto de partida para ambos autores fue, como ya hemos tenido ocasión de señalar, la idea de que la Constitución no es sólo, y como entendía el positivismo jurídico, norma jurídica, como tampoco, y como defendía el positivismo sociológico, es pura realidad, sino que, por el contrario, aquélla únicamente puede comprenderse como la unión de ambas realidades. Dos son, de forma fundamental, las consecuencias que se derivan de la anterior concepción.

La primera de ellas, se refiere en concreto al método. A saber: Porque la Constitución, como Derecho positivo del Estado, es norma jurídica, pero también realidad política, social y económica (Smend), evidente resulta que el estudio y comprensión del Derecho Constitucional requiere que el constitucionalista atienda por igual a la realidad jurídico-normativa y a la realidad político-social. Lo que, traducido en otros términos, significa que nos encontramos ante una Ciencia que, lejos de ser una construcción lógico-matemática y geométrica de la totalidad del fenómeno jurídico, o una exposición sociológica y política del fenómeno político, se presenta com una ciencia que, sin renunciar a su carácter normativo, lo es también de la realidad. Heller357 se encargaría de ponerlo claramente de manifiesto cuando, en su magnífica e inacabada Staatslehre, advierte que el objeto de la Teoría del Estado y del Derecho Constitucional no es, ni, por lo demás, puede ser otro, que la explicación jurídica de las relaciones de poder que actualmente existen en la Comunidad Política, averiguar cuál puede ser su evolución y, como deber inexcusable del constitucionalista, tratar de influir con sus formulaciones, -que siempre han de ser críticas358-, en dicha evolución.

La segunda de las consecuencias que han de extraerse de la postura de Heller y Smend, tiene, si así quiere decirse, una dimensión más práctica. La misma se concreta en las reflexiones, partiendo de las observaciones realizadas en su día por Smend, su Maestro, hizo, en 1950, Konrad Hesse en torno a la “Die normative Kraft der Verfassung”359, con las que, en último término, acababa oponiéndose por igual tanto al sociologismo de un Lassalle, como al normativismo puro de un Kelsen. De una manera básica, la tesis de Hesse se concreta en lo siguiente: Porque la Constitución es norma y realidad, lo que sucede es que si, como acierta a ver el positivismo jurídico, la fuerza normativa de los Códigos Constitucionales encuentra su origen y fundamento en

355 E. Forsthoff, Tratado de Derecho Administrativo, Madrid, 1958; El Estado de la sociedad industrial, Madrid, 1975.356 P. De Vega, “Mundialización y Derecho Constitucional:…”, cit., p. 32.357 Cfr. H. Heller, Teoría del Estado, cit., pp. 67-68.358 Cfr., en este sentido, P. De Vega, “En torno al concepto…·, cit., pp. 702-703.359 Cfr. K. Hesse, “La fuerza normativa de la Constitución” (1959), en el vol. Escritos de Derecho Constitucional (Selección), cit., pp. 61-84.

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el propio texto de la Constitución, la verdadera eficacia de aquella acaba, sin embargo, y en cuanto que es realidad, dependiendo no tanto de las prescripciones contenidas en la Ley Constitucional, cuanto del uso y desarrollo que de las mismas hagan las fuerzas políticas que operan en el Estado de que se trate. Con lo que, como ha de ser para todos obvio, la “Constitución formal” acaba transformándose en la “Constitución real” (Lassalle) o “Constitución en sentido material” (Mortati).

2.ª) Fue, en sengundo lugar, también críticada la metodología kelseniana en cuanto que, por mucho que el vienés se empeñase en lo contrario360, entendían Heller y Smend que conducía a la formulación de un Derecho Constitucional ajeno a las categorías “espacio” y “tiempo”. Crítica que, entendemos, no ha de resultar muy difícil de comprender.

Es menester, en este sentido, tomar en consideración que al pretender reducir toda la problemática del Derecho Constitucional a un conjunto de reglas lógico-matemáticas y geométricas, el Kelsen postivista formalista puro acaba, de una u otra suerte, participando de aquella concepción del Estado y del Derecho como realidades eternas, absolutas, invariables e intemporales que, como denunció Heller361, había propuesto el primer positivismo jurídico formalista, y que, en última instancia, les condujo a la elaboración de aquellas grandes Teorías Generales del Estado y del Derecho Constitucional en las que, haciendo, como sabemos, suyo el lema del idealismo, se procedía a formular unos modelos ideales y míticos a los que debía adecuarse la realidad estatal. Y es que, como a nadie puede ocultársele, al aceptar Kelsen la visión de Cohen, lo que está diciendo no es más que las soluciones jurídico-constitucionales de hoy, han de resultar, en cuanto que fruto de un razonamiento lógico-matemático, geométrico y abstracto, válidas en todo momento y lugar.

Las consecuencias prácticas que se derivan de una tal comprensión del Derecho Constitucional, se nos antojan lo suficientemente claras y meridianas como para precisar de mayores comentarios teóricos. Lo que, en realidad, nos interesa es destacar que, como muy bien comprendieron Heller y Smend en su crítica al método del jurista austriaco, aquéllas son tan evidentes y perniciosas para la consolidación y desarrollo del naciente Estado Constitucional democrático y social, como lo fueron, en su día, las del primer positivismo jurídico formalista respecto del viejo Estado Constitucional liberal. De cualquier forma, la dinámica jurídico-política de la España actual nos ofrece un magnífico campo de prueba para comprobar lo acertado de la crítica que los juristas alemanes habían hecho a Kelsen.

A este respecto, ha de tenerse en cuenta que ha sido, justamente, esta atemporalidad con la que el positivismo jurídico formalista, -tanto el de la Escuela Alemana de Derecho Público de los von Gerber, Laband y Jellinek, como el del Kelsen de la teoría jurídica pura-, revestía sus construcciones científicas en el mundo del Estado, la Política y el Derecho la que, en última instancia, ha servido de base a los juristas, intelectuales, historiadores y artistas al servicio del nacionalismo conservador vasco para elaborar una serie de argumentos tendentes a que el P.N.V. pueda, partiendo de un dato histórico-político objetivo y cierto, y analizándolo de acuerdo con los criterios legitimadores y vertebradotes del Estado actual, proceder a poner en cuestión la legitimidad de la unidad del Estado español. Su argumentación no puede ser más contundente. Despreciando la observación hecha, por ejemplo, por Tomás y Valiente de que “España es una realidad histórica, un producto de la historia, construida por los hombres que sucesivamente ha vivido en su actual territorio. [… y que] ha habido largos períodos durante la dominación romana o entre 1580 y 1640 en que toda la Península ibérica ha constituido una unidad política”362, preferirá

360 Cfr., a este respecto, H. Kelsen, El Estado como integración…, cit., pp. 21 y ss.361 Cfr. H. Heller, Teoría del Estado, cit., p. 19.362 F. Tomás y Valiente, “Raíces y paradojas de una conciencia colectiva”, en el vol. Escritos sobre y desde el Tribunal Constitucional, Madrid, 1993, p. 193.

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el nacionalismo conservador vasco centrarse en aquellos otros momentos en que dicha unidad política no existía, y en los medios utilizados para lograrla y, con ello, dar paso al nacimiento histórico del Estado español. En este punto, llegarán, incluso, alguno de los juristas, historiadores y artistas que aconsejan al partido conservador vasco a aceptar, -siempre en lo que no afecta a la vigencia mítica del Derecho foral vasco y a la, no menos mítica, existencia de una unidad o sociedad política vasca-, que no le falta razón a Tomás y Valiente cuando afirma que “A lo largo de los siglos XI y XII los tres territorios [Álava, Guipúzcoa y Vizcaya] pertenecieron, en oscilación propia de tierras fronterizas, a Navarra o a Castilla. Desde el siglo XIII, sin interrupción ni crisis alguna, fueron territorios incardinados dentro de la Corona de Castilla, diferenciados entre sí y dotados de regímenes jurídicos propios si bien muy castellanizados”363.

No debería ser necesario aclarar que, si se acepta el aserto de Tomás y Valiente, no puede existir la menor duda sobre el hecho de que la incardinación de los territorios vascos a la Corona de Castilla, o, si se prefiere dar por válida la irreal visión castellana y castellanizante de la Historia puesta en marcha por la generación del 98364, a España, no es el resultado de una imposición realizada a golpe de espada, sino el de una decisión libremente adoptada por los distintos señores vascos y el rey de Castilla o de Navarra. No obstante lo anterior, el nacionalismo conservador vasco se mostrará especialmente firme a la hora de negar la legitimidad de ese proceso, de suerte tal que la unidad no puede vincular al Pueblo vasco y, en consecuencia, le autoriza a ejercer en cualquier momento el derecho de secesión. Que ello sea así, se explica, siempre según el discurso del nacionalismo conservador vasco, por cuanto que aquel acuerdo de unidad fue adoptado por los señores vascos y el rey, sin tomar en consideración la verdadera voluntad del Pueblo vasco, entendido como un ente metafísico, abstracto y atemporal al que pertenecían las generaciones pasadas, las presentes y las futuras.

Que el Pueblo vasco no participó en el proceso de decisión sobre la integración, es algo que nadie niega, ni podría discutir. Debería quedar igualmente claro que ni el Pueblo navarro, ni el castellano, -por cierto, el primero de los Pueblos españoles que, como respuesta inmediata a su implicación mayoritaria en la revolución comunera, conoció la fuerza de la espada del absolutismo, y el primero que se vio despojado de su Derecho propio en beneficio de la monarquía católica-, jugaron un papel relevante en aquellos contratos feudales entre los distintos señores territoriales vascos y el rey navarro o el castellano. La original unidad de España, de esta suerte, y como, entre otros, ha puesto de relieve Pi i Margall365, se llevó a cabo no como el fruto de la voluntad de los individuos de los diversos territorios que, como el helleriano “Pueblo como diversidad”, decide libremente erigir sobre ellos el “Pueblo como unidad” y, en definitiva, crear el Estado, sino, por el contrario, como el resultado de la voluntad única y exclusiva, de sus gobernantes en el medievo.

Ahora bien, que esto sea así, no le resta, ni mucho menos, legitimidad a aquella primigenia unidad. Y ello por la sencillísima razón de que los sucesos políticos históricos y pretéritos han de ser enjuiciados, no desde los criterios legitimadores y vertebradores del Estado actual, sino desde los que operaban en aquel momento. Observación ésta que, en definitiva, me ratifica en lo que, en 1995, escribí a este respecto: “Ahora bien, no puede olvidarse el momento en que se crearon las Coronas de Aragón y de Castilla: la Edad Media. De esta suerte, lo que sucede es que las mismas resultan legítimas en tanto en cuanto que la decisión sobre la integración la adoptaron los únicos

363 F. Tomás y Valiente, “Raíces y paradojas…”, cit., p. 200.364 Cfr., en este sentido, E. Tierno Galván, “Costa y el regeneracionismo”, cit., p. 429.365 Cfr. F. Pi i Margall, Las Nacionalidades (1877), Madrid, 1986, pp. 198 y ss.

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que, en aquel momento, aparecían legitimados para decidir sobre el gobierno de aquellos territorios. Me refiero, claro está, a los gobernantes”366.

En idéntico despropósito se incurre, según nuestro parecer, cuando, apelando a esa atemporalidad de las construcciones dogmáticas del positivismo jurídico formalista, se pretenden articular soluciones a los problemas jurídicos y políticos de hoy desde los criterios legitimadores de épocas pasadas. Esto es, y como he tenido ocasión de denunciar en algún otro lugar367, lo que realmente sucede con el llamado “Plan Ibarretxe”. En efecto, lo que, dejando al margen toda la palabrería retórica y demagógica sobre el referéndum, realmente esconde éste no es más que el intento del P.N.V. de, amparado por el aparato conceptual,, -pseudo-científico-, que al efecto le proporciona el más conspicuo mentor del principio monárquico en la España actual, resucitar los esquemas políticos medievales, y, de esta suerte, forzar una situación en la que el Gobierno peneuvista, como señor del territorio de Euzkadi, y el rey, como soberano y dueño del destino de España, acuerden contractualmente el status que va a corresponder al País Vasco en el marco del Estado español.

A la vista de las inconsecuencias a que conducía el método del positivismo jurídico formalista, y que nosotros hemos ejemplificado con la actual dinámica política española, nada de extraño tiene que Heller y Smend se rebelasen contra él. Y lo harían, proponiendo que el estudio del Estado, la Política y el Derecho debía recuperar las fundamentales categorías del espacio y del tiempo. Siendo, sin duda alguna, esta proposición una de las más valiosas e importantes aportaciones de su Teoría de la Constitución. En este sentido, debemos al Maestro De Vega la acertada observación de que tanto Heller como Smend comprendieron perfectamente la “necesidad de integrar los elementos fácticos y normativos, […], en un sistema unitario […]. Lo que significa que […], el Derecho Constitucional rescataba las categorías de espacio y tiempo, y que adquiría dimensiones concretas e históricas evidentes. […]. Pero significa, a su vez, que el Derecho Constitucional, como conjunto normativo que se involucra en la realidad social y política concretas, no tenía por qué renunciar a dar sentido histórico y a hacer valer sus proposiciones normativas. Al considerar que los valores, principios, contenidos y objetivos establecidos en las normas sólo pueden explicarse cuando responden a los propios valores y principios que conforman la realidad social, se abría el camino para la confrontación entre normatividad jurídica y realidad política pudiera empezar a resolverse”368.

3.ª) La última de las críticas que nos interesa destacar, se refiere al cómo ha de estudiarse la problemática constitucional. En este sentido, nos encontramos con que, al reducir todo el Derecho Constitucional a un conjunto de reglas lógico-matemáticas y geométricas, entenderá Kelsen que el mundo jurídico empieza y acaba en las normas del Derecho positivo. De esta suerte, nos encontramos con que, según se desprende del método jurídico puro propugnado por el austriaco, el constitucionalista, en su labor de llevar a cabo el análisis de los problemas reales que se plantean en el Estado y la de proceder, - que es, en realidad, la función que les cumple a los Profesores de Teoría del Estado y del Derecho Constitucional (Heller369)-, a la tarea de encontrar y proponer soluciones a los mismos, no precisa más que de las normas contenidas en la Constitución. Todo lo más, y dando paso al positivismo jurídico jurisprudencial, el constitucionalista habría de tomar en consideración la interpretación que de aquellas normas realiza el juez constitucional.

366 J. Ruipérez, Constitución y autodeterminación, cit., p. 106.367 Cfr., a este respecto, J. Ruipérez, “Sobre el derecho de autodeterminación”, cit., pp. 365-366 y ss.368 P. De Vega, “El tránsito…”, cit., p. 84.369 Cfr. H. Heller, Teoría del Estado, cit., p. 42.

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A esta tesis se opondría, y de un modo harto contundente, Heller. En efecto, el que, para nosotros, fue el más lúcido, válido, capaz y coherente de los juristas y polítólogos del período entre guerras, afirmará que “TODO PROBLEMA JURÍDICO, SIN EXCEPCIÓN, TIENE SUS RAÍCES, DE un lado, en la sociología y del otro, mirando hacia arriba, en la esfera de lo ético-político. Por tanto, los problemas jurídicos no solamente pueden ser estudiados desde los puntos de vista causal y normativo, sino que, además, exige que se efectúe ese doble estudio”370. Lo que, traducido en otros términos, significa que si el constitucionalista ha de tomar en consideración, de forma necesaria e irrenunciable, los preceptos constitucionales positivos y la jurisprudencia, no puede en modo alguno prescindir de los conocimientos de otras ciencias no jurídicas (Teoría Política, Ciencia Política, Filosofía del Estado, Historía, etc.) que, en última instancia, le permitirán comprender los verdaderos motivos por los que aquellas normas se positivizaron, y las auténticas causas de que se haya materializado el problema jurídico concreto.

Sea de ello lo que sea, lo que nos interesa es que, ajeno a estas y a otras críticas que sus coetáneos le hacían, o incluso reaccionando violentamente ante ellas, procedió Kelsen a la elaboración de su Teoría jurídica pura del Derecho Constitucional y del Estado. Y que es desde ésta desde donde, en primer lugar, y como algo ineludible para la determinación del valor jurídico de la Constitución, el ilustre jurista vienés se enfrentó a la problemática de la soberanía.

En este sentido, nos encontramos con que, sentada por Kelsen la contraposición entre sociología/política y la jurisprudencia, lo primero que, a la hora de abordar el problema de la soberanía, hizo el más insigne y famoso miembro del “Grupo de Viena”, fue reducir toda la vida del Estado, -comprendido al margen de su dimensión política, social y económica-, a meras relaciones jurídicas. Lo que permite al Profesor austriaco desarrollar la concepción de la despersonalización del poder político, que había sido enunciada por Hugo Krabbe al decir que “En nuestra época, ya no vivimos bajo el dominio de personas, sean naturales o jurídicas, sino bajo el dominio de las normas”371, y llevarla hasta sus últimas consecuencias.

No es éste el momento oportuno para detenernos a precisar las consecuencias políticas que se derivaron en el período weimariano de esta absoluta despersonalización del poder político. Aunque, en todo caso, no está de más recordar que las mismas, como denunció ya Heller372, resultaron en extremo peligrosas y nocivas para la Democracia y el Estado Constitucional en tanto en cuanto, como de algún modo ha sido ya indicado, tal concepción tuvo una especial atracción para los totalitarismos fascistas.

Lo que realmente nos interesa es que, desde los esquemas conceptuales anteriores, la problemática de la soberanía resulta meridiana para Kelsen. Aquello que llamamos soberanía, no es, en rigor, más que la obligación de respetar y obedecer el Derecho. Así lo sentenciará de manera categórica: “la soberanía del Estado [escribirá el vienés] significa que el orden jurídico estatal es supremo, comprendiendo todos los restantes órdenes como órdenes parciales, determinando el ámbito de validez de todos ellos sin ser a su vez determinado por ningún orden superior”373. De ahí se deriva, justamente, su conocida afirmación de que en el Estado Constitucional no cabe más soberanía que la de la Constitución y el Derecho.

370 H. Heller, La soberanía…, cit., p. 111.371 H. Krabbe, Die moderne Staatslehre, Haag, 1919, p. 81.372 Cfr. H: Heller, “Europa y el fascismo”, cit., pp. 31 y ss.373 H. Kelsen, Teoría General del Estado, cit., p. 142.

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Ocurre, sin embargo, que habiendo no sólo aceptado la doctrina de la “Stufenbautheorie” elaborada por su discípulo Adolf Merkl374, sino elevado a al condición de la más valiosa aportación a la Ciencia del Derecho375 y viéndose, en consecuencia, obligado Kelsen a formular su teoría de la Ley Fundamental376, la anterior conclusión se desvanece en el marco de la concepción lógico-matemática de la Teoría del Estado kelseniana. Desde ésta, en efecto, el único corolario posible es que en el Estado no cabe ninguna soberanía. Ni siquiera, y esto es lo importante, la de la Constitución. La razón es fácilmente comprensible. La aplicación de la lógica de la Stufenbautheorie al Derecho Constitucional, lleva a Kelsen a afirmar que la Constitución, que, en cuanto norma que establece el procedimiento para la creación del resto del Derecho y señala el órgano competente para su emanación, es la fuente de validez del Derecho del Estado, necesita ella misma, y en la medida en que es una norma jurídica, extraer su propia validez y fuerza normativa vinculante de una norma jurídica superior. Esta última, en principio, habrá de identificarse con aquella “primera Constitución [del Estado] más allá de la cual no es posible remontarse”377 y que, en último extremo, se determinaría por la verificación de alguna situación revolucionaria378 que comporte un cambio en lo que Guglielmo Ferrero379 llama “principio de legitimidad”.

Ahora bien, ocurre que esta primera Constitución del Estado requiere a su vez, y dada su condición de norma jurídica, de una norma superior que le otorgue su fuerza jurídica obligatoria y vinculante. Y ésta, para Kelsen380, y desde el monismo jurídico radical, sólo puede ser el Derecho Internacional. De esta suerte, nos encontramos con que no hay ya una soberanía del Estado, ni siquiera la del Derecho estatal. La soberanía, como obligación de respetar y obedecer el ordenamiento jurídico, corresponderá singular y exclusivamente al Derecho Internacional.

No fueron, ni mucho menos, Kelsen y los demás autores del monismo radical los únicos juristas que, en el marco de la Teoría de la Constitución de Weimar, atribuyeron al Derecho Internacional la condición de Ley Suprema y Ley Fundamental del ordenamiento jurídico. En efecto, de esta misma idea participaba también el llamado monismo jurídico moderado, al que se adscribían, por ejemplo, y sin ánimo de ser exhaustivos, dos de los más aventajados discípulos del ilustre Profesor austriaco, como eran Verdross381 y Kunz382. Éstos justificarían la supremacía del Derecho Internacional sobre el Derecho Constitucional con una fundamentación bien distinta a la utilizada por su Maestro.

En este sentido, nos encontramos con que, partiendo de la más que discutible equiparación de la soberanía con el principio de la Kompetenz-Kompetenz, entendieron tanto Verdross como Kunz que, en el mundo actual, la soberanía solamente puede corresponder a la Comunidad Internacional. Aquí reside, de manera concreta, la razón de que el Derecho Internacional pueda, y deba, imponerse al Derecho Constitucional. Su construcción, por lo demás, no es sorprendente y, de cualquier modo, resulta coherente desde el punto de vista de la lógica jurídica. Al fin y al cabo, ha

374 A. Merkl, “Die Lehre von der Rechtskraf. Entwickelt aus dem Rechtsbegriff”, en Wiener Staatsewissenchaftliche, 15, bd. 2 Helft, Leipzig, 1923, pp. 81 y ss.375 Cfr. H. Kelsen, Teoría General del Estado, cit., pl. 305.376 Cfr. H. Kelsen, Teoría pura…, cit., pp. 40, 137-138, 139, 143 y 145-146.377 H. Kelsen, Teoría pura…, cit., p. 40.378 Cfr. H. Kelsen, Teoría pura…, cit., pp. 140-141.379 Cfr. G. Ferrero, El poder…, cit., p. 30.380 Cfr. H. Kelsen, Teoría pura…, cit., pp. 190-191.381 Cfr. A. Verdross, Die Verfassung des Völkerrechtsgemeinschaft, Viena, 1926; “Le fundament du Droit Internationel”, Recuil des Cours de l’Académie de Droit Internationel de Le Haye, 1927, t. I, pp. 269 y ss.; Völkerrecht, Viena, 1964, 5.ª ed.382 Cfr. J. L. Kunz, Die Staatenverbindungen, Stuttgart, 1929.

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de tomarse en consideración que, al afirmar a la Comunidad Internacional, en cuanto que titular de la más amplia competencia sobre la competencia posible, como sujeto soberano que, por ser tal, puede imponer su voluntad a todos, lo que el monismo jurídico moderado hace es solventar el problema de que, como de modo certero ha observado Heller383, el Derecho no es más que un conjunto de reglas que se imponen en la medida en que existe un poder soberano que les otorga esa validez y les confiere su carácter obligatorio y vinculante.

Ahora bien, es necesario advertir, de forma inmediata, que a lo que en realidad conduce el monismo jurídico moderado no es, como ellos querían, a la demostración de la supremacía del Derecho Internacional sobre el Derecho interno de los diferentes Estados, sino, muy al contrario, a la imposibilidad de seguir planteando la confrontación entre el Derecho Internacional y el Derecho Constitucional. Afirmación ésta que resulta difícilmente cuestionable, y que, por lo demás, se hace especialmente patente desde los esquemas conceptuales y metodológicos del antiformalismo helleriano.

Es menester tomar en consideración, en este sentido, que la única manera posible de concebir a la Comunidad Internacional como titular de la soberanía, es la de afirmar que el proceso altusiano de creación del cuerpo político, y, con ello, de determinación del titular del ejercicio de la soberanía, ha conocido un paso más: la celebración de un nuevo pacto social entre los diversos Estados hasta entonces soberanos e independientes, en virtud del cual éstos, en su consideración de “Pueblo como diversidad”, deciden libremente erigirse en “Pueblo como unidad”, procediendo, en consecuencia, al establecimiento sobre ellos de un cuerpo político único, superior y englobador de todos sus miembros, y en el que los viejos Estados se integrarían y disolverían. Con ello, obvio es, la Comunidad Internacional se transformaría en un único Estado, como “unidad organizada de decisión y acción política”384, a escala planetaria.

El resultado de todo ello, no puede ser más evidente. Las normas jurídicas emanadas por la Comunidad Internacional/nuevo Estado mundial, no pueden ser ya consideradas como integrantes de un Derecho Internacional que, por su propia esencia, y, -como recientemente recordaba el Maestro De Vega385-, al menos desde Grocio386, requiere la concurrencia de dos o más Estados soberanos e independientes. De esta suerte, nos encontramos con que, como con meridiana claridad vio Heller, la conversión de la Comunidad Internacional en una “unidad decisoria planetaria, universal y efectiva, transformaría al derecho internacional en derecho estatal”387, es decir, en auténtico Derecho Constitucional cuya fuerza obligatoria y vinculante se deriva de su condición de ser la obra del soberano en el Estado.

Bien distinta tanto de la construcción del monismo jurídico moderado, como de la elaborada por Heller, es la posición de Kelsen. En efecto, para el Maestro austriaco, la supremacía del Derecho Internacional no se deriva, ni mucho menos, de la naturaleza soberana del sujeto del que aquél emana, como afirmaba el monismo jurídico moderado, ni, tampoco, de su inevitable conversión en auténtico Derecho Constitucional. Por el contrario, aquélla se deriva del mero hecho

383 Cfr. H. Heller, La soberanía…, cit., pp. 127 y ss., particularmente pp. 141-142.384 Sobre esta caracterización de la forma política “Estado”, cfr. H. Heller, Teoría del Estado, cit., pp. 246-265.385 Cfr. P. De Vega, “Mundialización y Derecho Constitucional:…”, cit., pp. 25-26; “El Derecho Comparado desde la Historia”, ponencia presentada al I Congreso Internacional sobre Culturas y Sistemas Jurídicos Comparadosm Mesa X: “Metodología del Derecho Comparado”, organizado por el Instituto de Investigaciones Jurídicas/U.N.A.M., y celebrado en México D.F., los días 9 a 14 de febrero de 2004.386 Cfr. H. Grocio, “Del Derecho de la guerra y de la paz” (1625), en el vol. Del Derecho de presa. Del Derecho de la guerra y de la paz, Madrid, 1987, “Prolegómenos a los tres libros del Derecho de la guerra y de la paz”, § 17, p. VII, y Libro I, cap. I, § XIV, pp. 11 y ss.387 H. Heller, La soberanía…, cit., p. 225.

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de ser una norma válidamente aprobada. Siendo así, y porque la soberanía del Derecho depende del propio sistema jurídico, la categórica conclusión a la que llegará Kelsen sólo puede ser una. A saber: La soberanía, como concepto polémico que es, y que pertenece al ámbito de lo político e ideológico ajeno, por tanto, al mundo jurídico, no existe, y, por ello mismo, “El concepto de soberanía debe suprimirse de manera radical”388.

Esta concepción es la que, como decimos, -y lo hacemos con todo el respeto-, habría de incapacitar al Kelsen formalista puro para afirmar el valor jurídico de la Constitución. La misma, de cualquier forma, invita a dar la razón a Heller cuando, en su estudio sobre la soberanía, critica al Profesor austriaco, y le acusa de que al querer ser más jurista que nadie, acaba perdiendo su propio objeto de estudio. Al fin y al cabo, y como, aunque ya se ha indicado, es conveniente recordar e insistir en ello, el Derecho, incluido el Derecho Constitucional, no es más que un conjunto de reglas cuyo valor jurídico obligatorio y vinculante se deriva, única y exclusivamente, del hecho de responder a la voluntad del soberano, y estar respaldado por ésta.

Cabría, en tales circunstancias, pensar que no debería ser de la kelseniana construcción lógico-matemática y geométrica, y que niega la soberanía, del Derecho Constitucional de donde se hubiera debido extraer la idea del valor jurídico de los Códigos Fundamentales. Parecería, en efecto, mucho más lógico que una tal idea hubiese surgido como consecuencia de formulaciones como las de, por ejemplo, Rudolf Smend. Que ello sea así, no ha de resultar muy complicado de entender. Sobre todo, si se toma en consideración que es al ingenio de Smend389 al que debemos la, por lo demás acertadísima, afirmación de una de las mayores singularidades del Derecho Constitucional, que le otorga su propia especificidad y que, a la postre, le confiere una cierta autonomía científica respecto del resto de las ramas del ordenamiento jurídico, es la que se refiere a la fuerza normativa, y al carácter jurídico obligatorio y vinculante, de la Constitución. Particularidad que se concreta en que mientras que el resto de las normas jurídicas, las de naturaleza ordinaria que son obra de los poderes constituidos, requieren, siguiendo los esquemas de la Stufenbautheorie, de la existencia de una norma jurídica superior que les atribuya su fuerza normativa vinculante, en el supuesto de la Constitución, en cuanto que norma fundamental obra del Poder Constituyente, ésta se deriva de ella misma.

Ocurre, no obstante, -y como decimos-, que es de la obra del Maestro vienés de donde, de manera generalizada, se ha hecho derivar la gran conquista del Estado Constitucional democrático y social: la adecuada y cabal ponderación de la dimensión jurídica y la proyección normativa de la Constitución. Lo que, según nuestro modesta opinión, se debe, en buena medida, al hecho de que Kelsen, a diferencia de otos autores del positivismo jurídico formalista del período entre guerras (Preuss, Anschütz, Thoma, etc.), no fue absoluta y totalmente coherente con el método jurídico puro con el que pretendía, y afirmaba, actuar.

No nos referimos, -o, por lo menos, no exclusivamente-, a las contradicciones que existen entre el Kelsen ciudadano y el Kelsen académico, y que resultan más que sobresalientes. Piénsese, a este respecto, que, como ciudadano, el más ilustre de los autores del grupo de Viena se encontraba, en el período weimariano, alta e inequívocamente comprometido con el sistema democrático, y que, en consecuencia, su actuación se realiza desde la plena aceptación, y defensa, de las ideas y del principio democrático, y de una manera fundamental del dogma político de la soberanía popular. Por el contrario, -y como hemos visto-, Kelsen como estudioso y teórico del Derecho y del Estado, rechaza, con carácter general, el concepto mismo de soberanía. Pero si esto es así, y lo es, ocurre,

388 H. Kelsen, Das problem der Souveränität un die Theorie des Völkerrecht. Beitrag zu einer Reinen Rechtslehre, Tubinga, 1920, p. 320.389 Cfr. R. Smend, “Constitución…”, cit., pp. 140 y ss.

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por último, -y como con gran sagacidad ha puesto de manifiesto Pedro De Vega390-, que su gran aportación a la Teoría de la Constitución, la problemática de la justicia constitucional y de los Tribunales Constitucionales, dijese lo que dijese él391 en su crítica a los planteamientos de Schmitt, sólo puede entenderse, explicarse y justificarse desde la cimentación histórica, social e ideológica del principio democrático, y, además, como mecanismo para articular la defensa de aquel orden político democrático con el que, como ciudadano, estaba definitivamente comprometido.

Lo que realmente nos interesaba aquí es, tan sólo, dejar constancia de que esa falta de coherencia con el método positivista puede ser constatada, incluso, dentro de su quehacer científico. En efecto, es menester tomar en consideración que, como enseña el Maestro De Vega, junto al Kelsen formalista a ultranza al que, no sin razón y, en todo caso, con justicia, criticaban Heller y Smend, existe el Kelsen teórico demócrata de, por ejemplo, “Esencia y valor de la Democracia” o “El problema del parlamentarismo”, que, en última instancia, resulta de una mayor utilidad para la correcta y adecuada comprensión del moderno Estado Constitucional, y del que, de cualquier modo, nunca puede prescindirse para lograr una cabal y ponderada comprensión de la obra del ilustre jurista austriaco. Ello es así, por cuanto que “a pesar de la asepsia valorativa, proclamada tan solemnemente por Kelsen, la superación que su obra implicaba de los postulados del viejo positivismo, no dejó por fortuna de tener importantes y significativas consecuencias políticas. Sus embates a la personalidad jurídica del Estado, […], sirvieron para desmontar los mitos de un Estado de Derecho […] que bajo la socorrida fórmula de conferir la soberanía al Estado como persona jurídica, había permitido ocultar la más absoluta negación del principio democrático, fundamento y base de toda la construcción del Estado Constitucional”392.

Aquí radica, justamente, la mayor, y más importante, diferencia entre los autores de la vieja Escuela Alemana de Derecho Público y Kelsen. Divergencia que, en definitiva, implica los distintos resultados a los que unos y otros llegan. Para empezar, lo que ocurre es que es, de modo fundamental, porque el Profesor austriaco actúa desde el principio democrático y, además, pone todo su ingenio al servicio de la defensa de la Welstanchauung democrática, que entiende claramente en peligro como consecuencia del ascenso de los totalitarismos en el período entre guerras, por lo que Kelsen puede ser considerado, en tanto que jurista positivista, como el gran teórico del régimen democrático393.

La posibilidad de afirmar la dimensión jurídica y la proyección normativa de los Textos Constitucionales queda, en este contexto, francamente expedita. Cierto es que las disquisiciones kelsenianas sobre la Grundnorm vienen a complicar esta afirmación. Y ello por cuanto que las mismas encierran una serie de contradicciones, agudamente denunciadas por Conte394, que, a la postre, impedirían concebir a la Constitución como una auténtica Lex Superior, ya que la fuerza jurídica, obligatoria y vinculante de la misma dependería de la existencia de una norma superior que le otorgase ésta. Contradicción de la que, de algún modo, fue ya consciente el propio Kelsen, y que, como hemos visto, trató de superar con su apelación al proceso revolucionario como límite en esa búsqueda hacia atrás del fundamento de la obligatoriedad jurídica del Texto Constitucional. Esta observación, con frecuencia olvidada por quienes se proclaman como los grandes kelsenianos

390 Cfr. P. De Vega, “Supuestos políticos…”, cit., pp. 395-396.391 Cfr. H. Kelsen, ¿Quién debe ser…?, cit., pp. 5-6, 9 y 81-82, por ejemplo.392 P. De Vega, “El tránsito...”, cit., pp. 73-74.393 Cfr., en este sentido, y por todos, A. Baldassarre, “Constitución…”, cit., pp. 22-25 y 27, especialmente pp. 23-24; A. La Pergola, “Premesa” al H. Kelsen, vol. La Giustizia Costituzionale, cit., p. X; P. De Vega, “Supuestos políticos…”, cit., p. 396.394 Cfr. A. G. Conte, voz “Norma fondamentale”, en Novissimo Digesto Italiano, Turín, 1965, 3.ª ed., vol. XI, pp. 328-329.

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españoles, sería la que permitiera a Alf Ross395 superar tas aquellas contradicciones al entender, y afirmar, que, en realidad, la Grundnorm acaba coincidiendo con la Constitución jurídico-positiva que se encuentra vigente en el Estado.

De cualquier modo, lo que nos interesa destacar es que, siendo cierta esta última proposición, nos encontramos con que en el Kelsen formalista a ultranza existe ya, aunque sea de manera implícita, una aceptación de la lógica inherente al dogma político de la soberanía popular. Y es, justamente, esa admisión del principio democrático lo que conduce a Kelsen a considerar que la fuerza normativa del Código Jurídico-Político Fundamental depende, de forma irremediable, de su naturaleza de ser la obra de un Poivoir Constituant que, realizada su labor, desaparece de la escena política en condiciones de normalidad. Es, fundamentalmente, desde este entendimiento, implícito aunque formalmente negado, desde donde cobra sentido pleno su ya conocida afirmación de que en el Estado Constitucional la única soberanía posible es la de la Constitución y el Derecho. Lo que, creemos, no ha de ser muy difícil de comprender, y, de cualquier modo, para nadie, -salvo para los que crean que leer a los clásicos otorga al Derecho Constitucional como ciencia un carácter esotérico y mágico-, ha de resultar un misterio. Lo que ocurre es que es en la medida en que el Texto Constitucional, como obra del Poder Constituyente, es entendido como Ley Suprema, y sólo por ello, por lo que el más ilustre, y, seguramente, más brillante y válido, de los juristas del grupo de Viena puede, por una parte, configurarlo como la “Constitución material”396, es decir, como aquella parte, básica, central y nuclear, del ordenamiento que determina los sujetos y el procedimiento para la creación del resto de las normas jurídicas, y, por otra, teorizar la justicia constitucional, concebida, al menos originariamente y en la obra de Kelsen, como un mecanismo al servicio de la defensa de la Democracia.

Todo lo anterior pone bien de manifiesto que fue, sin duda, el período que coincide con la vigencia de la Constitución de Weimar una etapa especial y particularmente importante para la forja del Derecho Constitucional europeo. Lo fue, en efecto, en el terreno de la práctica, en cuyo haber se encuentra el haber puesto en marcha todos los mecanismos precisos para que el Estado Constitucional adquiriese auténtica entidad y realidad. Pero también lo fue, y es lo que a nosotros interesaba aquí, por la riqueza, profundidad y lucidez de los debates doctrinales que entonces se produjeron. Motivos éstos que justifican sobradamente el interés objetivo que tiene el recordar esta época.

Por mi parte, su recuerdo me ha servido para tratar de satisfacer la invitación del Profesor Alzaga para participar en esta Jornada sobre el estudio del Derecho Constitucional y su posible método. Como decía al inicio de este escrito, no tenía yo la pretensión de proponer ni formular recetas mágicas sobre la metodología de nuestra Ciencia. Trataba, única y exclusivamente, de participar en el encuentro recordando ese magnífico, rico, fecundo y lúcido debate metodológico habido en la Teoría Constitucional de Weimar, y quería, asimismo, intentar poner de manifiesto las consecuencias políticas que se derivaron entonces de la utilización de uno u otro método. Lo que me parecía oportuno en tanto en cuanto son, según mi modesto entender, muchas las enseñanzas que podemos y debemos extraer de aquel debate los constitucionalistas españoles de hoy.

Cierto es que en la actualidad no existe, al menos aparentemente, el riesgo de un nuevo ascenso de los totalitarismos fascistas y comunistas, pero no lo es menos que, con los cada vez más generalizados brotes de violencia irracional y mística, por un lado, y la verificación de un proceso de globalización que, conducido por el neoliberalismo tecnocrático, viene a negar la idea de

395 Cfr. A. Ross, Teoría de las fuentes del Derecho. Una contribución a la Teoría del Derecho Positivo sobre la base de investigaciones histórico-dogmáticas, Madrid, 1999, p. 431.396 Cfr. H. Kelsen, Teoría pura…, cit., pp. 140-148.

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Democracia y se sitúa al margen de la de la Libertad, por otro, el moderno Estado Constitucional democrático está siendo sometido a unos embates que, como ocurrió en Weimar, ponen en peligro su propia subsistencia. Y ante esto, termino mis reflexiones de la misma manera como las iniciaba. Esto es, dando la razón a mi dilecto Maestro cuando escribió que “No podemos los constitucionalistas, como aquellos médicos reales, de los que hablaba Quevedo, que ocultaban las enfermedades de los reyes y las convertían en enigmas, ocultar los problemas de la vida constitucional. Sólo de este modo nos veremos liberados de correr igual suerte que la de los galenos de Corte para quienes la enfermedad de los reyes sólo existía dos días: el día que eran requeridos para curarles y el día que decretaban su muerte. Triste sería el oficio de constitucionalista si el entusiasmo en los comienzos de un régimen democrático, se transformará luego en silencios culposos de sus problemas, para terminar –como en ocasiones ha ocurrido- constatando con exaltación su final”397.

397 P. De Vega, “En torno al concepto...”, cit., p. 719.

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