Conocer La Historia de Los Jesuitas

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CONOCER LA HISTORIA DE LOS JESUITAS Con la intención de hacer más accesible la historia de la restauración de la Compañía al público en general, se está elaborando una serie de productos de divulgación que presenten la historia de la Compañía con especial énfasis en la restauración. Para comprender la restauración Para comprender mejor lo que fue la restauración de la Compañía de Jesús, nos ha parecido importante hacer un recorrido por la historia de ésta desde su fundación. Sólo entendiendo los cambios y permanencias de su identidad en el contexto de la emergencia del mundo moderno, podemos explicar este acontecimiento. De acuerdo con el propósito de esta sección, ofreceremos periódicamente fragmentos de la historia que Sabina Pavone nos autorizó a publicar en este sitio, de su obra I Gesuiti: Dalle Origini Alla Soppressione, 1540-1773 , Italia, Laterza, 2004. (Traducción al español de Rosa Corgatelli, Los jesuitas: desde los orígenes hasta la supresión, Buenos Aires, Libros de la Araucaria, 2007). Se ha elegido este texto por tratarse de un importante esfuerzo de síntesis, ya que en 175 páginas la autora destaca algunos de los aspectos más relevantes

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CONOCER LA HISTORIA DE LOS JESUITASCon la intención de hacer más accesible la historia de la restauración de la Compañía al público en general, se está elaborando una serie de productos de divulgación que presenten la historia de la Compañía con especial énfasis en la restauración.

Para comprender la restauración

Para comprender mejor lo que fue la restauración de la Compañía de Jesús, nos ha parecido importante hacer un recorrido por la historia de ésta desde su fundación. Sólo entendiendo los cambios y permanencias de su identidad en el contexto de la emergencia del mundo moderno, podemos explicar este acontecimiento. De acuerdo con el propósito de esta sección, ofreceremos periódicamente fragmentos de la historia que Sabina Pavone nos autorizó a publicar en este sitio, de su obra I Gesuiti: Dalle Origini Alla Soppressione, 1540-1773, Italia, Laterza, 2004. (Traducción al español de Rosa Corgatelli, Los jesuitas: desde los orígenes hasta la supresión, Buenos Aires, Libros de la Araucaria, 2007). Se ha elegido este texto por tratarse de un importante esfuerzo de síntesis, ya que en 175 páginas la autora destaca algunos de los aspectos más relevantes del proceso de construcción histórica de la identidad de la Compañía de Jesús desde su fundación hasta su supresión. Por más de que es un apretado resumen, la obra no deja de estar contextualizada en el complejo marco de la emergencia de la modernidad occidental en el que surgieron los jesuitas. Los fragmentos que se ofrecen aquí son una invitación para consultar la obra completa en su traducción al español, que se encuentra en nuestra Biblioteca bajo la clasificación BX3706.3 P3818.2007.

Carta escrita por el Conde de Floridablanca a Nicolás de Azara. En Cretineau-Joly, Jacques, Clemente XIV y los Jesuitas, o sea Historia de la destrucción de los Jesuitas, México, Tipografía de Juan R. Navarro, 1849.

“El aspecto político fue determinante para todo el proceso de disolución de la Compañía de Jesús, como resulta evidente en la propia sucesión de los acontecimientos que precedieron al acto oficial de supresión de la orden por parte de la Santa Sede. El breve Dominius ac Redemptor, del 23 de julio de 1773, fue apenas el epílogo de una política europea que llevó desde la década de 1750 al alejamiento de los jesuitas de algunos de los mayores países del continente. El primero fue Portugal, regido por José I y su ministro Sebastião José de Carvalho, luego marqués de Pombal, que en 1759 declaró suprimida la Compañía de Jesús dentro de las fronteras nacionales, así como en sus colonias del Nuevo Mundo. La expulsión no resultó sorpresiva, sino que fue precedida por lo que se puede definir como una verdadera campaña difamatoria. La lucha contra las misiones jesuíticas del Paraguay fue el primer acto político que acometió el gobierno portugués. La responsabilidad de la resistencia de los indígenas fue imputada sobre todo a los religiosos, y se vio en las reducciones el ejemplo más excesivo de su despotismo. En realidad, en el origen de la decisión de combatir contra las reducciones se contaban también motivos económicos: se creía, en efecto, que los territorios donde se hallaban instaladas eran ricos en minas de plata. Más en general, la política neomercantilista de Pombal pretendía hostigar todas las actividades lucrativas que no formaran parte de la esfera de influencia estatal y, por lo tanto, también de las que promovían y controlaban los jesuitas.A partir de 1757 se publicó una serie de libelos inspirados por el propio Pombal, elaborados, entre otros, por un capuchino que había abandonado los hábitos, el abate Platel. Una de las colecciones más importantes fue la titulada Nouvelles intéressantes au sujet de l’attentat commis le 3 septembre 1758 sur la personne de Sa Majesté très fidèle, le roi du Portugal , pero hubo otras numerosas que tuvieron una amplia difusión también en Italia, sobre todo en los medios venecianos. La colección mencionada basaba su título en el episodio detonante que condujo a la expulsión de los jesuitas residentes en Portugal en 1700, es decir, el atentado sufrido por José I el 3 de septiembre de 1758, del que salió incólume. Inmediatamente después del hecho se difundió un halo de misterio por toda Lisboa y se hizo circular la noticia de que los jesuitas habían estado involucrados en la conjura. Si bien en un primer momento el gobierno dio la impresión de que deseaba proteger a la Compañía de la rebelión popular, enseguida resultó evidente que Pombal pretendía en realidad acusar a los jesuitas de haber conspirado contra la vida del monarca […] El ataque lanzado contra la Compañía de Jesús debe, pues, entenderse como la primera etapa de la más amplia política antirromana que comenzaba a ganar prosélitos en casi toda Europa […]

Carta escrita por el Conde de Floridablanca a Nicolás de Azara. En Cretineau-Joly, Jacques, Clemente XIV y los Jesuitas, o sea Historia de la destrucción de los Jesuitas, México, Tipografía de Juan R. Navarro, 1849.

En este panorama, la Iglesia Romana representaba la conservación, lo antimoderno, frente a una nueva concepción laica del Estado que tendía, como primer paso, a despojar a la Iglesia de toda una serie de ámbitos (escuela, asistencia, salud), considerados hasta ese momento de su exclusiva competencia.

Después de Portugal, el segundo país en decretar el fin de la Compañía fue Francia. […] El casus bellique permitió al Parlamento de París abrir un proceso contra la orden religiosa fue el litigio derivado de la bancarrota del padre Lavalette, que había instalado en Martinica un floreciente comercio de azúcar y café. Una vez más, las motivaciones económicas desempeñaron un papel de primer plano en la lucha contra la Compañía. […] El ataque no se lanzó de inmediato en todas las direcciones posibles, pero a la acusación de insolvencia ante las deudas se sumaron a continuación otras de mayor importancia. En primer lugar, el Parlamento, dominado por el partido galicano –aliado para la ocasión con el jansenista-, invitó a los jesuitas a presentar las Constituciones, para que éstas pudiesen examinarse en sede de debate. El rey, menos hostil hacia los jesuitas, se otorgó el derecho de tomar conocimiento de la causa, pero de inmediato trató de negociar la posibilidad, para la Compañía, de seguir operando en Franca a cambio de la firma, por parte de los jesuitas franceses, de los famosos artículos galicanos de 1682. Una vez conocido el real requerimiento, el nuevo general Lorenzo Ricci (1758-1773) y el propio Clemente XIV se alinearon de inmediato contra la propuesta e intimaron a los jesuitas franceses a no aceptar las condiciones exigidas. En Francia, la cuestión de la existencia de una Iglesia nacional independiente de Roma se había mantenido mucho más firme que en otras partes. Una vez más los jesuitas se encontraron entre la espada y la pared: someterse a las directivas de Luis XV, arriesgándose así a quedar fuera de la Compañía, a ser leales al gobierno central de la orden y renunciar de manera definitiva a la posibilidad de permanecer en Francia. La reacción por parte de Roma al perfilarse la hipótesis de que los jesuitas franceses pudiesen aceptar las condiciones del rey era indicativa de la imposibilidad, para los cerca de 1.200 religiosos residentes en Francia, de poder conciliar su fidelidad a la Corona con la debida al general de la orden y a la santa Sede. El vínculo nacional/internacional resulta, una vez más, decisivo para comprender los motivos de la destrucción de la Compañía de Jesús […] tanto que en 1764 el rey, para evitar encontrarse una vez más en minoría y deseoso de restablecer sus prerrogativas, tomó la iniciativa de disolverla de toda Francia. […]Aun más diferente fue el proceso relativo a la expulsión de los jesuitas de España. Carlos III no era instintivamente enemigo de la Compañía de Jesús. Se puede decir, por el contrario, que en una primera etapa, hasta la conclusión de los enfrentamientos con Portugal, en relación son las misiones en el Paraguay, la posición del soberano español fue de sustancial apoyo a la orden. A comienzos de la década de 1760 se inauguró, empero, una nueva fase de la política española, marcada por un reformismo de impronta jurisdiccional, que tuvo su principal conductor en la lucha contra los privilegios eclesiásticos, en especial en el terreno patrimonial. […] [Sin embargo], demasiado fuerte era en España la influencia del clero y de la Iglesia para pensar que un puñado de hombres pudiera combatir contra ella y vencerla. Aun así […] el 31 de diciembre de 1776 la presentación del célebre dictamen de Campomanes, en el cual los jesuitas eran acusados de complotar contra el Estado, fue seguida por una requisitoria del mismo autor ante aquel cuerpo que anunciaba la expulsión de España y de las colonias de todos los miembros de la orden (se trataba de alrededor de 5.000 personas, cerca de la mitad de las cuales pertenecían a las provincias indianas). […]La noche del 2 al 3 de abril de 1767 fueron embarcados y expulsados del país alrededor de 2.500 jesuitas. […] La expulsión de la Compañía no significó, por otro lado, el fin de la propaganda. El valor simbólico de este acto era muy fuerte: España podía considerarse, a todos efectos, la patria de elección de los jesuitas, y el hecho de que Carlos III hubiese dado un paso tan extremo movía a los religiosos a presentir nuevas desventuras. El futuro de la Compañía parecía ya señalado, y una serie de opúsculos sobre los ‘hechos de España’, publicados de modo deliberado después de aquellos acontecimientos, contribuyó a exacerbar los ánimos contra los jesuitas también en Italia. […]

Retrato de Carlos III, rey que firmaría el decreto de expulsión de los jesuitas de todos sus dominios en 1767. EnBiblioteca infantil Histórico biográfica. Barcelona, Librería de Juan y Antonio Bastinos, editores, 1885.

La posición asumida por España, además, no podía, desde el punto de vista político, más que arrastrar tras de sí a los Estados italianos que gravitaban en la órbita borbónica: en noviembre del mismo 1767, el ministro Tanucci convenció al renuente rey Fernando de expulsar a los jesuitas del Reino de Nápoles […] En 1768 fue el turno del ducado de Parma, donde de nada valieron las repetidas protestas de Clemente XIII. También en Italia, a los motivos políticos se unía el interés económico. Quienes se interrogaban desde hacía tiempo sobre la posibilidad de que el Estado se apropiara del patrimonio eclesiástico habían identificado en los bienes de la Compañía un objetivo privilegiado. Y también es verdad –aunque a este respecto las investigaciones siguen siendo muy escasas- que los enfrentamientos internos en las distintas provincias de la Compañía no facilitaron la definición de una estrategia común. A fines del siglo XVIII, la orden se encontraba en un real estado de debilidad, tanto desde el punto de vista cultural como, más en general, en lo relativo a una visión ‘política’ de conjunto. Y esto sí que facilitó los ataques externos.”

“Con la expulsión se inició el proceso de desintegración de las librerías jesuíticas. [En el caso de España] no fue inmediata su reubicación en los destinos que Pedro Rodríguez Campomanes había proyectado para ellas, a pesar de que sólo veinticinco días después del extrañamiento, comenzaran allegar a Madrid algunos de los papeles, en ejecución dela orden de 2 de mayo de que todos los papeles de jesuitas viniesen a Madrid y fuesen entregados a los Reales Estudios de San Isidro. Algo menos de un mes antes, el 5 de abril, en reunión del Consejo Extraordinario, se habían aprobado unas ordenaciones dictadas por el fiscal Campomanes, incluidas en la Real Cédula del 7 de abril, en las que se señalaba que en lo tocante a los libros se inventasen con distinción los de cada aposento y los de las bibliotecas comunes de cada casa […] Permanecieron sin embargo la mayor parte de las bibliotecas clausuradas hasta mayo de 1769, y posteriormente, el 17 de diciembre de 1770, se iniciaron los trámites para su distribución, tras una consulta del Consejo de Cámara en la que se aprobó un primer reglamento ejecutado por don Manuel Ventura de Figueroa, en virtud del cual aquellos libros expropiados eran adjudicados a las bibliotecas episcopales de las 56 diócesis de la nación, que tenían entonces la condición de públicas, aunque se aconsejó los fondos de gramática permanecieran en los colegios subrogados, en los Reales Estudios de Gramática y Retórica, para el servicio de los estudiantes.”

García Gómez, Ma. Dolores. Testigos de la memoria. Los inventarios de las bibliotecas de la Compañía de Jesús en la expulsión de 1767, Universidad de Alicante, España, 2010, pp. 26- 28.

Los jesuitas y la Ilustración“Se puede decir que la caída de los jesuitas fue determinada por la alianza de fuerzas no homogéneas, cuando no abiertamente enemigas entre sí, que coincidieron en identificar en la Compañía un obstáculo para la formación de una sociedad fundada sobre criterios de un laicismo más acentuado. Cuando se habla de fuerzas diferentes, se pretende hacer referencia, por un lado, al frente iluminista, que en el plano teórico se empeñó en desbaratar las bases doctrinarias del pensamiento y de la acción de los jesuitas, y por el otro, a la política jurisdiccional de los Estados europeos, decididos a enfrentar la interferencia en algunos terrenos como el educativo o el asistencial, tradicionalmente ocupados por la Iglesia. […]

François-Marie Arouet, más conocido como Voltaire en: El centenario de Voltaire. Cartas dirigidas a los señores concejales de París por Monseñor Dupanlup, obispo de Orleans. México, Imprenta de J.R. Barbedillo y C.a, 1878.

Escribía Voltaire a Helvetius que ‘cuando hayamos eliminado a los jesuitas habremos dado un gran paso adelante en nuestra lucha contra esa cosa [la Iglesia católica] detestable’. Esta frase expresa muy bien la convicción que unía al bando iluminista: […] los jesuitas eran vistos como la esencia de la Iglesia romana y el más fuerte baluarte contra su modernización […] Puede considerarse que la fecha límite fue el año 1734, cuando se publicaron en Roma las Lettres philosophiques, de Voltaire, y la condena del Espirit des lois, de Montesquieu (1751), lo que no hizo más que exacerbar las posiciones en lucha. Se trató de una batalla sin cuartel: a la crítica radical de la moral de la teología de la Iglesia por parte de las Luces se respondió utilizando los instrumentos más represivos de la Contrarreforma, con lo que se perdió el control de la vida intelectual europea. Las Mémoires de Trévoux [de Lallemant y Tellier] se transformaron en un órgano polémico cuyos racionamientos antijansenistas y antiiluministas se fusionaban en una visión del mundo animada por una serie de complots, al que se adecuó en especial en la segunda mitad del siglo la propia actividad editora jesuita según una línea ideal que va desde La realité du projet de Bourg-Fontaine, démontrée par l’exécution (1755) –volumen en el cual Henry Michel Sauvage lanzó un violento ataque contra los jansenistas, acusados de conspirar junto con las fuerzas del ateísmo en perjuicio de la Iglesia- hasta las Mémoires pour servir à l’histoire du jacobinisme (1789), del abate Augustin de Barruel, apoteosis de la teoría conspirativa de la historia: de la alianza entre filósofos y jansenistas (Bourg-Fontaine) a la mucho más difundida y acreditada unión entre filósofos y masones (Barruel).

Retrato de Francis Bacon en: Bacon, Francis, The Works of Lord Bacon. London, Henry G. Bohn, 1854.

En esos años también cobró vigor la polémica entre escolapios y jesuitas en el campo educativo. Fue cada vez más evidente la incapacidad de la Compañía de adecuar su sistema pedagógico a los cambios de los tiempos: la historia no formaba parte, salvo de manera tangencial, de los programas escolares, la orientación filosófica cartesiana se omitía y el latín seguía siendo la principal lengua de enseñanza. La revisión de la Ratio studiorum, iniciada sólo en 1832, llegó –como lo reconoce el historiador jesuita Bangert- con ‘por lo menos un siglo y medio de retraso’. El procurador general del Parlamento de Bretaña, La Chalotais, en su conocida arenga contra la Compañía, sostuvo que el sistema educativo de los jesuitas se fundaba en los ‘anciens prejugés et […] ignorance du seizième siècle’ y que había quedado ligado, aun en pleno siglo XVIII, a los principios del tardío escolasticismo. Su Compte rendu subrayaba que la orden no había sido corrompida y despótica desde sus orígenes, pero que había asumido dichas características con el paso de los años. […] Si nos

limitamos al sistema pedagógico, era también muy crítica la voz de Collèges, redactado por d’Alambert para la Encyclopédie, en la cual, si bien sin hacer explícita referencia a los jesuitas, resultaba fácil relacionar el ataque a los programas de estudio con la Ratio studiorum, puesto que se lamentaba de la inutilidad de los largos años de estudio dedicados al aprendizaje del latín, el tiempo excesivo reservado a la oración y la fatuidad de las representaciones teatrales (en el pasado, uno de los motivos de orgullo de los colegios jesuitas). Se invocaba, en cambio, una reforma escolar que previese como prioritaria la enseñanza del francés, de las otras lenguas vivas y de la historia como bases fundamentales de la educación de los jóvenes, para volverlos capaces de afrontar también el presente.

Portada de la segunda parte de la obra: Pensamientos de Pascal en: Pascal, Blaise, Pensées de Pascal, Édition revue sur les textes originaux. Paris, Delarue, Libraire-Éditeur, 1882.

Desde esta perspectiva eran numerosas las voces de la Encyclopédie que cuestionaban –como resulta obvio- el horizonte de valores dentro del cual se movía la Compañía de Jesús. […] En lo que respecta a los jesuitas, se desempolvaba todo el arsenal polémico utilizado ya desde hacía dos siglos contra la Compañía (en particular la acusación de regicidio, muy divulgada en Francia), pero sobre todo era la ‘mundanidad’ de los padres lo que se sometía a juicio: se los presentaba como ‘dedicados al comercio, la intriga, la política y a ocupaciones ajenas a su estado e indignas de su profesión’. Diderot reconocía que el universo jesuita resumía en sí mismo todos los contrastes, y por lo tanto que no todos los padres eran corruptos e intrigantes, pero los indicaba como peligrosos perturbadores de los principios de todo Estado que pretendiera constituirse sobre bases laicas. Consideraba, además que el Journal de Trévoux, con su batalla contra el pensamiento moderno, era uno de los mayores responsables de la hostilidad generalizada con respecto a la Compañía y reconocía en Voltaire al padre putativo de todos sus enemigos.

Una vez concretada la expulsión, fue el otro autor principal de la Encyclopédie, d’Alambert, el que hizo un balance sobre la Destruction des jésuites (tal el título de un célebre opúsculo de su autoría): sin duda el intento más orgánico de analizar los motivos que llevaron a la supresión de la Compañía de Jesús, si bien en algunos aspectos no pudo sustraerse a los lugares comunes ya consolidados. Retomaba así todo el arsenal empleado por los iluministas contra los jesuitas, y, pese a reconocer sus indudables méritos en el terreno del estudio y las ciencias, subrayaba en ellos la propensión a la intriga y el deseo de ‘gobernar a los hombres’ utilizando la religión. El éxito de la Compañía era, en efecto, el objetivo supremo al que todos los otros, incluida la sumisión al pontífice, debían supeditarse. […]

“JESUITAS U ORGULLO. Se ha hablado tanto de los jesuitas que, tras haber ocupado la atención de Europa durante dos siglos, han acabado por hartarla, bien por ser ellos los que escriben, bien porque se ha escrito tanto en pro o contra de esta comunidad singular, en la que justo es reconocer que han descollado y descuellan aún hombres de relevante mérito […] No se expulsa una orden de Francia, España y las Dos Sicilias porque haya en ella un individuo deshonesto. No perdieron a los jesuitas los desatinos mostrencos de Guyot-Desfontaines, Freron y el padre Marsy, ni las imitaciones griegas y latinas de Anacreonte y Horacio. ¿Qué les perdió, pues? El orgullo. ¿Tenían más orgullo los jesuitas que los demás religiosos? Sí. Estuvieron a punto de mandar una orden reservada de prisión contra un clérigo porque se atrevió a llamarles frailes. El hermano Broust, el más energúmeno de la Compañía, casi agredió en mi presencia al hijo de Guyot porque le dijo que iría a visitarle en el convento. Es increíble el desprecio con que miraban las universidades donde no estaban ellos, los libros que no escribían y a los sacerdotes que no eran hombres notables, y esto lo he presenciado muchas veces. En su libelo Es hora de hablar se expresan de esta manera: ‘¿Qué hemos de decir a un magistrado que opina que los jesuitas son orgullosos y es preciso humillarlos?’ Eran tan orgullosos que no querían consentir que reprobaran su orgullo […] El espíritu del orgullo estaba tan arraigado en ellos que afloraba con ira descarada hasta cuando sabían que la justicia iba a dictar la sentencia de su expulsión […] Conservan todavía la misma arrogancia después de la humillación que les hicieron sufrir Francia y España al expulsarles. La serpiente cortada a pedazos levantaba todavía cabeza desde el fondo de la ceniza que la cubría.”Arouet, Francois Marie [Voltaire]. Diccionario filosófico, Librodot, España, 2010, pp. 595- 596.

Portada de la obra de José Mendive, S. J. La Religión Católica vindicada de las imposturas Madrid, Librería católica de Gregorio del Amo, 1887.

A mediados del siglo no era sólo Francia la que se hallaba tomada por el debate sobre los jesuitas. Del otro lado de la Mancha, en su Investigación sobre los principios de la moral (1751), David Hume –coincidiendo con las posiciones expresadas por Pierre Bayle en el Dictionnaire- anatemizaba la moral casuística de muchos teólogos jesuitas. En otra obra los acusó después de ser ‘tiranos del pueblo y esclavos de corte’, y, si bien juzgaba carentes de sentido las disputas entre jansenistas y jesuitas, atribuía al menos a los primeros un amor por la libertad que veía, en cambio, remplazado en los segundos por una exagerada superstición y la rígida observancia de las formas ceremoniales externas. En la Historia de Inglaterra Hume no desaprovechó la oportunidad de recorrer la historia del ‘complot de la pólvora’ y del papel central que en ella desempeñaron los miembros de la Compañía […]

Es importante destacar que también en Italia dicha polémica fue sostenida por la prensa, que orquestó una verdadera campaña antijesuítica, al publicar (y en algunos casos reeditar) colecciones de opúsculos que, si bien por un lado daban a conocer lo que se estaba realizando en concreto contra la Compañía en los diversos Estados europeos, por el otro retomaban todo el arsenal polémico que había contribuido desde hacía ya un siglo a crear la imagen del jesuita ávido, intrigante y de dudosa rectitud moral. No es casual que precisamente en 1760 volvieran a ofrecerse al público, también el Italia, los Monita secreta, al tiempo que fueron innumerables, en ese país, las ediciones de libelos y traducciones de escritos sobre la querella jesuítica, en particular en Venecia, donde tipógrafos y editores se dividieron en los dos partidos de los filojesuitas y los antijesuitas […]

Portada ilustrada de la obra de Ignacio Arbide, Los manantiales de la difamación antijesuítica

A este clima no permaneció ajena ni siquiera Rusia. En la década de 1760 una sistemática denigración de la orden fue patrocinada por los ambientes masónicos y en particular por Nikolai Novikov, la figura más representativa del iluminismo ruso, que no dejó de ofrecer su contribución personal con la redacción de una Istorija jesuitov, pronto censurada por Catalina II.

La opinión pública se hallaba no obstante recalentada, y había llegado el momento de que los grandes monarcas pasaran del plano teórico al práctico y llevaran a cabo esa destrucción sistemática de la Compañía de Jesús que obligaría luego al propio pontífice romano a la supresión de la orden.

Sabina Pavone, Los Jesuitas: desde los orígenes hasta la supresión. Tr. Rosa Corgatelli. Buenos Aires, Libros de la Araucaria, 2007, pp. 125-132.

Las congregaciones marianas y la teología moral

“Las congregaciones marianas fundadas a partir de la segunda mitad del siglo XVI constituyen uno de los instrumentos clave para el disciplinamiento católico posterior al Concilio de Trento. El modelo confraternal existía desde la época medieval, pero la actividad se concentraba principalmente en el interior de las comunidades profesionales. A su llegada a Roma, los jesuitas se habían involucrado de manera personal en las actividades de algunas confraternidades, pero Ignacio se había mostrado reacio a una mayor participación de la Compañía en este terreno, porque temía que la fundación de congregaciones hubiera limitado en fuerte grado la movilidad de la orden. A pesar de las dudas del general, los jesuitas fundaron de todos modos algunas confraternidades en Europa y en las misiones orientales, con la función predominante de desarrollar obras de misericordia. El mayor impulso para la fundación de las congregaciones, sin embargo, provino sobre todo del compromiso de la Compañía en la esfera educativa. Las congregaciones marianas nacieron, en efecto, como instituciones internas de los colegios, mientras que sólo después de la participación de los estudiantes se añadió la de otros integrantes de la sociedad.

Concilio.-Lat. Concilium, a concalando, sive conciendo, hoc esta conuacando, Senatus, vel caetus Consiliariorum. Aunque los ayuntamientos, juntas y senados se llamen concilios, estan recibido sinisique este nombre las juntas de los Prelados, convocados por el sumo Pontifice a tratar cosas graves, tocantes a nuestra santa Religion: unos son concilios Generales, donde concurren de toda la Christiandad, como fue el de Trento, ultimo de los Generales en nuestro tiempo, y otros Provinciales, donde concurre el metropilitano y sufraganeos. El Concilio no convocado por el Romano Pontifice, sino por particulares, cismaticos, y revoltosos, se llama conciliabulo.Covarrubias Horozco, Sebastián de, Tesoro de la lengua castellana o española, Madrid, 1611

La primera congregación fue fundada por Jean Leunis en el Colegio Romano en 1563, con el nombre de Sodalicio de Nuestra Señora. Sus reglas establecían la participación de los estudiantes más jóvenes del colegio y formalizaban una nueva práctica devocional: se oficiaba misa todos los días, la confesión constituía un deber semanal, y la comunión era mensual. Media hora por día se dedicaba a la meditación, mientras que en lo concerniente a la gestión se prefería la función de un prefecto (a menudo un laico) que debía vigilar de manera especial el comportamiento de los otros socios. Se adhería así a un modelo, adoptado con convicción por los jesuitas, que consideraba la participación frecuente en los sacramentos como la base de la instrucción religiosa […]

Lejos de querer abandonar el mundo, a los jesuitas les interesaba cambiarlo desde el interior, y los sodalicios fueron rápidamente identificados como uno de los instrumentos más útiles para tal fin. El modelo de piedad laica propuesto por ellos era diferente al de otras confraternidades y promovía el control de la sociedad, mediante la creación de una elite católica (en primer lugar, los nobles y la clase dirigente), que debía reconocerse en la expresión de una religiosidad vivida con intensidad y en la fidelidad a la Virgen, en atención a los objetivos de formación del consenso y la constitución de una red capilar de simpatizantes y afiliados a los que apuntaban los jesuitas (Greco). Si a principios del siglo XVII este proceso se encontraba todavía en los prolegómenos, al promediar la centuria

comenzaron a recogerse los frutos, y el vínculo entre las congregaciones y la sociedad se tornó más estrecho […]

La virgen María, patrona de las muchas y distintas Congregaciones Marianas en sus muy diferentes acepciones, tenía bajo su auspicio a un “ejército” activo de trabajadores por la fe, lo que les proporcionaba a estas Congregaciones cierto aire belicista.

Desde un punto de vista institucional, en 1584 la bula de Gregorio XIII Omnipotenitis Dei estableció la primacía de las congregaciones marianas por sobre todas las otras confraternidades. Además de la romana, entonces ya se habían fundado en toda Europa unas cincuenta congregaciones (en Madrid, Barcelona, Nápoles, Génova, Praga, Lisboa, Colonia) […]

En ese mismo período se publicaron numerosos manuales, con el fin de uniformar al máximo posible el modelo de comportamiento de los afiliados a las congregaciones. Ya nos hemos ocupado del amplio espacio dedicado a la oración y los sacramentos, pero quizá la característica saliente de la práctica devocional congregacionista fue la atención prestada a la introspección. Sus textos de referencias eran, como resulta obvio, los Ejercicios espirituales de Ignacio, pero también la imitación de los santos formaba parte integrante de este itinerario religioso […] Se concedía mucha importancia, en efecto, al esfuerzo de dominar la fantasía y la sensibilidad de los devotos, asociando cada acto piadoso a una imagen clara y distinta. A fin de cuentas, la vida toda del devoto exigía un fuerte disciplinamiento, no sólo con el control corporal sino también con una nueva noción del tiempo, típica de la era postridentina, que se evidenciaba en la estructuración de la jornada dentro de la congregación mariana […]

Aljaba Apostólico-Guadalupana que contiene las canciones y saetas reducidas á lo preciso para utilidad de los misioneros, la preparación para predicar y las bendiciones comunes. Por un religioso del Apostólico Colegio de Nuestra Señora de Guadalupe de Zacatecas. Guadalajara, reimpresa por Manuel Brambila, 1848.

Ya habíamos dicho que se puede datar a comienzos del siglo XVII el viraje relativo a la asociación de nuevas categorías como parte de los sodalicios. En Nápoles, una de las primeras ciudades italianas en acoger una congregación mariana, esta apertura hacia la sociedad ya se puede comprobar en torno a 1590, cuando, junto con la confraternidad verdadera, fue creado, siempre por los jesuitas, el Monte de la Misericordia, asociación caritativa que revela la capacidad de la congregación para actuar ‘fuera del dominio estrictamente espiritual que le es reconocido en forma oficial’ (Châtellier, 1988). En esa misma ciudad la congregación, lejos de ser un lugar de reunión sólo para estudiantes, se amplía para recibir a nobles, jueces y abogados, mercaderes, pajes y artesanos. En Amberes, a las divisiones de tipo profesional se añaden otras: los burgueses, por ejemplo, son divididos en dos congregaciones: solteros y casados. A menudo la división por barrios delimita también geográficamente las divisiones profesionales, y se evidencia el esfuerzo de adaptación de los jesuitas a la estructura urbana, dirigido a obtener un control más capilar del territorio, si es que no apunta a la real conversión de toda la ciudad. En la región alemana son características las figuras del Zunftmeister (jefe de barrio) y la del Rottmeister (oficial subalterno), aun cuando sea necesario aclarar que los ‘fenómenos de jerarquización en el seno de las confraternidades’ (Greco) no son patrimonio exclusivo de los jesuitas, sino que caracterizan un poco a todo el mundo confraternal del siglo XVII. Por añadidura, lejos de limitarse a un fenómeno ciudadano, las congregaciones se multiplican en el ámbito rural, y se muestran en particular activas, por el contrario, allí donde existe un vacío de poder o éste se apoya en estructuras más bien débiles […]

En el seno de las propias instituciones se enfrentaron dos concepciones diferentes del espíritu sodal: la primera, convencida de la necesidad del fortalecimiento de un pequeño grupo compacto que empujara al resto de los miembros; la segunda, propensa a creer que el dinamismo espiritual circularía con mayor provecho si se hallaba al alcance de todos. La primera hipótesis se cristalizó con la fundación de las congregaciones secretas para los sacerdotes, ideadas por el padre Francesco Pavone en Nápoles en 1611, con la intención de superar la escasa preparación del clero. Él entrevió, en efecto, en la creación de una congregación más restringida el medio para proveer a los sacerdotes los rudimentos teológicos de base. Pronto las secretas adoptaron contornos más definidos y se especializaron en al alta formación teológica, teniendo siempre bien presente, sin embargo, la necesaria unión entre acción y reflexión. La idea que las sostenía se apoyaba en la noción de que los eclesiásticos que las integraban desarrollasen una identidad bien reconocible, centrada en el hecho de haber sido formados por los jesuitas […] El fin de las congregaciones secretas era formar un clero fuertemente ligado al espíritu jesuita, modelo que fue retomando en pleno siglo XVIII también por Alfonso de Liguori. Es indudable, de todos modos, que las congregaciones marianas, y sobre todo las secretas, eran juzgadas desde el mundo externo como un eficaz instrumento de control de la sociedad por parte de los jesuitas […]

Veres Acevedo, Laureano S.J.. Historia de la sagrada imagen de Nuestra Señora del Patrocinio y cultos que se la tributan desde el año de 1546. México, Tipografía y litografía “La Europea” de J. Aguilar Vera y comp. 1904.

Las congregaciones marianas fueron, entonces, un fenómeno complejo que trató de conjugar la necesidad de propagación de la fe y la defensa de la Iglesia, con el deseo de representar en su interior (y no sólo de controlar) a todos los grupos sociales, suministrándoles mentalidades y hábitos aptos para construir una nueva Europa católica y devota. Por otro lado, como prueba de las dificultades para introducir los nuevos valores del catolicismo, los críticos de la Compañía no dejaron de considerar las congregaciones de artesanos como uno de los medios de asociación utilizados por el pueblo para promover las insurrecciones del siglo XVII […]

[Otro tema desarrollado por los críticos de la Compañía fue la acusación de laxismo en su teología moral]; bajo el generalato de Goswin Nickel (1652-1664) la acusación de laxismo moral dirigida contra los jesuitas encontró su tribuna más célebre en las Cartas provinciales de Blas Pascal, publicadas en su totalidad por primera vez en 1657. La polémica de Pascal –como se podrá ver mejor en el próximo párrafo- estaba vinculada a la defensa de los jansenistas de Port Royal, pero ponía en el centro uno de los temas favoritos de los detractores de la Compañía: el de haber elaborado una teología moral laxa, de fácil observancia para sus devotos. Las acusaciones de Pascal contenían una parte de verdad: el propio general había desconfiado en muchas oportunidades de los miembros de la orden por publicar libros con esa orientación, y se quejaba de que siempre aparecieran con mayor frecuencia en el Índice obras de los jesuitas. El interés de los jesuitas por el ejercicio de la confesión había colocado en el orden del día el problema de la discriminación de los pecados, en los infinitos espacios de la conciencia individual, ente las normas generales y los casos específicos. Esto consentía distinciones tan capciosas como para eludir la sustancia misma de los principios morales; no es casual que hubiesen instituido en sus colegios las cátedras de casos de conciencia.

[…] La doctrina propiamente dicha del probabilismo fue enunciada por el dominico Bartolomé de Medina en 1583 al comentar la Summa Theologiae de Santo Tomás y en una específica Instrucción para el uso de los confesores. La teoría de Medina enunciaba el principio según el cual ‘si una opinión es probable, está permitido seguirla aun cuando sea más probable la opinión opuesta’ […] En definitiva, el probabilismo fue hasta 1656 una doctrina seguida por muchos teólogos: no sólo los jesuitas Gregorio de Valencia (1551-1603) y Juan de Lugo (luego cardenal), sino también los dominicos Martin Becanus y Gian Ildefonso Battista, para mencionar apenas a algunos de los más conocidos. Lo que sin duda constituyó una novedad fue el deslizamiento de una doctrina de teología moral a un plano eminentemente práctico, vinculado al ejercicio de la confesión, en apariencia limitado a una colección de opiniones, clasificadas según sus probabilidades, pero tendiente, en su complejidad, a la ‘construcción de un sistema normativo de la conciencia’ (Prodi) en una dialéctica constante entre norma positiva y norma moral. Paolo Prodi identifica en las Instituciones morales (1600), del jesuita Juan Azor, una piedra fundamental para el nacimiento de la moral como disciplina autónoma y ‘el primer intento de superación de una visión particularizada de los casos de conciencia en una elaboración sistemática’ […]

Semejante desplazamiento de perspectiva resultaba de difícil comprensión para los propios contemporáneos, y desde sus comienzos no dejó de suscitar ásperas críticas en el seno de la propia Compañía. En la Summa theologiae moralis (1591), Enrique Henríquez, profesor del colegio de Salamanca, escribía:

Ellos creen que no pueden hacer nada mejor, una vez que han citado al sostenedor de una opinión o consignado un argumento probable, que presentar una u otra proposición como probable y segura en la práctica; con este pensamiento ordenan al abogado, al juez o al confesor dormir tranquilos entre dos almohadas.

[…] Es evidente que probabilismo, casuismo y laxismo sean términos que no se pueden superponer por completo entre sí, pero no menos cierto es que el caldo de cultivo en el cual se definieron era en esencia el mismo, más allá de la obvia utilización que hicieron de ellos los enemigos de la Compañía de Jesús. Es necesario decir que a fines del siglo XVII el probabilismo fue considerado potencialmente peligroso también en el seno de la Iglesia católica. En 1676 Inocencio XI condenó sesenta y cinco proposiciones favorables al laxismo, y once años después favoreció la elección al generalato de la Compañía de Tirso González (1687-1705), también profesor de teología en el colegio de Salamanca, que se había manifestado contra el probabilismo como fuente de permisivismo moral y había adoptado la teoría del probabiliorismo, según la cual ‘cuando es dudoso que una acción caiga bajo la ley, se puede seguir la opinión que favorezca la libertad sólo cuando ella sea más probable que la opinión que está por la ley’ (Bangert) […]

De todos modos, el probabilismo siguió siendo, de hecho, todavía durante mucho tiempo la doctrina moral favorita de los teólogos de la Compañía, y no fue casualidad que los jansenistas hicieran de ello una de sus armas preferidas contra los jesuitas. En cuanto al juicio de la historiografía, merece destacarse lo que escribe al respecto Giuseppe Giarrizzo, quien, al criticar la posición ‘moralizante’ de Massimo Petrocchi dirigida a distinguir entre probabilismo y laxismo en la teoría moral de los jesuitas, sostuvo que ‘la necesidad histórica y la verdadera grandeza del ‘compromiso jesuítico’ radica […] en la adhesión realista a los presupuestos político-morales de la nueva burguesía culta’ […] Es indudable que desde el punto de vista social la repercusión del probabilismo fue significativa. El mensaje de una teología moderada fue acogido con favor por un pueblo cristiano más dispuesto que en el pasado a alejarse de la fe cristiana. Los acomodamientos y los compromisos imputados al probabilismo coexistieron, por otra parte, con el tipo de religiosidad propuesta por las congregaciones, que, como ya se dijo, distaban de ser laxistas y prescribían más bien una práctica religiosa intensa y en absoluto exterior. Eran, en realidad, las dos caras de la misma moneda, puesto que ambas mostraban el compromiso y la capacidad de la Compañía para captar los sentimientos de un mundo en profunda transformación. Sobre todo, eran funcionales a la interpretación de las exigencias de una sociedad mucho más sectorializada que en el pasado, en la cual cada categoría mostraba comportamientos diferentes y exigía ser encauzada de modo diferente, incluso en el plano normativo: piénsese en los innumerables tratados dedicados a examinar los aspectos más minuciosos de la vida del individuo y la familia. En lo que se definió como ‘una pelea por el poder sobre las conciencias’ (Prodi), los jesuitas desempeñaron, sin duda, un papel de primer plano.”

“Fuera de la enseñanza moral y religiosa del pueblo, aparte de la educación intelectual de los colegios, tenía la Compañía un jardín privilegiado, que cultivaba con especial esmero y del que esperaba flores y frutos más escogidos. No han inventado los modernos el sistema de los núcleos, ni de las cédulas, ni de los grupos de técnicos, ni la importancia de grupos escogidos en la sociedad. Cristo tenía su colegio cerrado, las Ordenes religiosas sus Terceras Ordenes y los Jesuítas sus Congregaciones. La esencia de estas agrupaciones era avalorar, acrisolar, al calor de la devoción a la Virgen, ciertas almas más inteligentes, más ricas de sentimiento y de corazón, más capaces de asimilarse el espíritu y virtudes de Jesucristo, para centrar (perdónesenos el neologismo) con ellas todas las familias, pueblos e instituciones del reino. La ambición no es pequeña, la realización es tan sencilla y llana como una página del Evangelio, como la vida de una familia nazaretana, como el flúido vital invisible que hace germinar y correr el Espíritu Santo.”S.J. Decorme, Gerard. La obra de los jesuitas mexicanos durante la época colonial, 1572- 1767. Antigua librería Robredo de José Porrúa e hijos, México, 1941, p. 299.

Veres Acevedo, Laureano S.J. Devocionario en obsequio de los devotos de la Madre Santísima de la Luz. México, Tipografía y litografía “La Europea” de J. Aguilar Vera y comp. 1902.

Las reducciones del Paraguay

Falsas minas, acusación contra los jesuitas. En, Pablo Hernández “Organización social de las Doctrinas Guaraníes de la Compañía de Jesús.” Barcelona, Gustavo Gili, 1911. Pp. 228-229 bis.

“El juicio sobre las reducciones del Paraguay fue una de las grandes cuestiones que dividieron la opinión pública y suscitaron preocupación en los Estados europeos en la segunda mitad del siglo XVIII. Una experiencia considerada hasta ese momento como uno de los mayores éxitos jesuitas –gracias también a la hábil acción de propaganda desplegada en los informes de los misioneros– se convirtió, si bien con juicios contradictorios, en un argumento central de la polémica iluminista contra la Compañía. El buen libro de Girolamo Imbruglia sobre L’invenzione del Paraguay (1983) da testimonio de esa sugestiva imagen: desde el juicio positivo de Montesquieu al decididamente contrario de Voltaire. […]

Encomendar.- encargar alguna cosa a otro. Encomendar, llegar a tener encomienda: y el tal se llama Comendador.Encomendado.- persona encomendada, y encargada por otro. Encomienda, lo que se encarga. Encomendar, embiar encomiendas al ausente. Dize el Romance viejo: dezilde que su esposica se le embia a encomendar.Covarrubias Horozco, Sebastián de, Tesoro de la lengua castellana o española, Madrid, 1611

La experiencia reduccionista […] no fue una creación ex nihilo de los jesuitas, sino la adaptación de una experiencia preexistente: concentrar indígenas en poblaciones había sido un hecho consecutivo a la institución de la“encomienda”, y además las primeras reducciones fueron fundadas por los franciscanos. Por lo tanto, la función de los jesuitas consistió, ante todo, en la “progresiva autonomización […] del mundo de las relaciones sociales y económicas españolas” (Garavaglia). La mayor novedad con respecto a las otras experiencias fue, de hecho, la anulación del yugo de la “encomienda” en beneficio de los indígenas, que se convirtieron en tributarios directos de la Corona española. Como es obvio, se trató de un proceso lento, y sólo con el tiempo los padres lograron la capacidad de comerciar en forma autónoma el mate y otras materias primas, a fin de poder ofrecer al Estado una contribución en dinero, pero desde el inicio ellos se habían jugado por alcanzar este resultado. Sin ninguna duda, por añadidura, la abolición de la institución de la “encomienda”fue uno de los motivos principales del origen de la adhesión a las reducciones por parte de los guaraníes. No es casual que en las reducciones jesuíticas se registrara un incremento demográfico mayor con respecto a las que dirigían los franciscanos. […]No fue mera casualidad que las primeras reducciones fundadas por los franciscanos tuvieran una importancia mucho menor, desde el momento en que los religiosos se contentaron con supervisar la educación religiosa de los indígenas, atendiendo más al número de las conversiones que a la efectiva adhesión de los indígenas al cristianismo. Fue diferente, en cambio, la perspectiva de los jesuitas, quienes, como se lee en un informe sobre sus misiones sudamericanas presentado en la mitad del siglo XVII ante la Propaganda Fide, no bautizan a los adultos si primero no condescienden a habitar en las ciudades y otros lugares, dado que, por ser gente vagabunda, quieren los jesuitas primero aprender a vivir con alguna estabilidad […], [dado que] el fin de estas sus conversiones no es sólo el de conquistar almas para Cristo, sino de sujetar a los españoles toda aquella porción del país que comprende su misión; por eso persuaden a dichos bárbaros a vivir en lugares habitados.

Desde el punto de vista geográfico, las treinta reducciones (que lograron subsistir, de las cuarenta y ocho fundadas) fueron edificadas a lo largo del curso de tres ríos: el Paraná, el Paraguay y el Uruguay, en una zona dividida en la actualidad entre la Argentina, Brasil y Paraguay, sobre una superficie total de alrededor de 350.000 kilómetros cuadrados. En su conjunto la experiencia reduccionista incluyó cerca de 200.000 indígenas y unos 200 padres jesuitas. Su posición resultaba de particular interés por diversos factores: en primer lugar, se trataba de tierras de frontera, difíciles de colonizar para los españoles, pero altamente estratégicas justo por tal razón; en segundo lugar, eran tierras contiguas a las atribuidas a los portugueses por el Tratado de Tordesillas (1494), lo que las exponía a los ataques de los bandeirantes (conocidos también como “mamelucos”), verdaderas bandas de bandoleros mestizos establecidos en San Pablo de Brasil, desde donde partían hacia los bosques con el fin de capturar indígenas para revenderlos como esclavos. En el siglo XVII los bandeirantes atacaron en diversas oportunidades algunas reducciones de los jesuitas, con lo que las

obligaron a abandonarlas o a desplazarse a lugares más seguros. Los jesuitas, por añadidura, entre 1645 y 1649 obtuvieron de España el permiso de confiar armas a los indígenas de las reducciones, con el fin de constituir un ejército bien disciplinado que logró contener la acción de los mamelucos en la segunda mitad del siglo y ayudó en algunos casos a las propias fuerzas españolas. El cristianismo militante de los jesuitas se unía así a la propensión guerrera de los indígenas. Al igual que en el aspecto religioso, “los jesuitas estaban en condiciones de reconvertir una parte de la cultura indígena y de orientarla según sus exigencias” (Garavaglia)

Interesante portadilla con cita apreciativa de Voltaire hacia el trabajo de los jesuitas en el Paraguay. –“Galería de Novelas del Orden. Las misiones del Paraguay. Su establecimiento. Sus progresos. Su destrucción”. México, Imprenta de Boix, Besserer y Compañía. 1853. p. 1.

Por obvias razones cronológicas, los jesuitas no figuraron entre las primeras órdenes religiosas que participaron en la evangelización del Nuevo Mundo, pero llegaron, por así decirlo, en una segunda generación, en un momento en el cual la denuncia contra la colonización violenta ya había sido pronunciada por Bartolomé de Las Casas. Ellos elaboraron (en primer término el padre José de Acosta) un nuevo punto de vista sobre las sociedades indígenas, pues comprobaron que, aun en ausencia de un sistema político, la organización social de los indígenas en esas zonas era tal como para no excluirlos del concepto de humanidad. Pese a que la sociedades amerindias eran mucho menos desarrolladas que las de Extremo Oriente, la idea de los jesuitas fue la de allegarse a estas culturas con una actitud de mayor apretura que la de sus predecesores.

El primer colegio de los jesuitas en el virreinato del Perú fue fundado en Asunción en 1595, y precisamente de él surgió, en 1603, la idea de enviar a algunos jesuitas a Guairá, sobre el río Paraná. Promotor de esta incentiva fue el provincial peruano Diego de Torres-Bollo (que en 1605 se convirtió en el primer provincial del Paraguay, provincia declarada autónoma de la peruana), pero además fue respaldada por el propio gobernador español Hernandarias. Si bien la primera “doctrina” (éste fue el nombre conferido en un principio a las nuevas instituciones), la de Loreto, fue fundada en 1609 por los padres italianos Cataldino y Maceta, las ordenanzas de Francisco Alfaro formalizaron su nacimiento y dictaron sus reglas. Éstas quedaron exentas de toda forma de “encomienda”. Los indígenas que trabajaban en ellas gozaban de la condición de hombres libres y las tribus fueron reagrupadas en aldeas, con un jefe tribal (cacique) responsable de la comunidad antes los padres jesuitas. Por añadidura, quedaba prohibido a españoles, portugueses, negros y mestizos el ingreso en las “doctrinas”. En 1707 treinta reducciones constituyeron lo que se denominó el “Estado jesuítico” del Paraguay. […]

Mapa antigua Provincia del Paraguay. En Pablo Hernández “Organización social de las Doctrinas Guaraníes de la Compañía de Jesús.” Barcelona, Gustavo Gili, 1911. P. 3

¿Cuáles fueron los instrumentos creados por los jesuitas para someter a los indígenas a este nuevo modelo de vida? El obstáculo más arduo fue lograr infundirles el hábito del trabajo. Antes de su ingreso en las reducciones, los guaraníes eran un pueblo seminómada, carente de la noción de trabajo regular y de la del tiempo que determina los distintos momentos del día.

Los jesuitas se empeñaron, en cambio, en la subdivisión precisa de la jornada de trabajo, y con este fin recurrieron a instrumentos desconocidos hasta ese momento por los guaraníes: en primer lugar, la campana (que despertaba por la mañana y señalaba las horas de trabajo y descanso); en segundo lugar, la música, que, además de cumplir el papel de acompañamiento en las ceremonias religiosas, se convirtió en un eficaz instrumento de división de la jornada laboral.

Diversos músicos compusieron piezas musicales expresamente para las reducciones, como el padre Domingo Zipoli, que escribió numerosas cantatas para los guaraníes. Puede decirse, a fin de cuentas, que el tiempo laboral terminó por integrarse con el tiempo sagrado: escuchar la misa, la enseñanza de la doctrina cristiana y las ceremonias utilizadas por los padres como ocasión de reunión –pero también de expresión fastuosa de la religión católica– fueron medios de evangelización y asimismo de regulación de la vida civil. No debe omitirse, por cierto, que las faltas y las insubordinaciones de los guaraníes eran reprimidas con dureza por los jesuitas, y que el látigo constituía un instrumento usual para reintegrar el camino recto a quienes se desviaban. Para organizar la vida de la comunidad los jesuitas actuaron, pues, conciliando dos aspectos en apariencia contradictorios: el convencimiento y la fuerza, instaurando así una relación asimétrica comparable en ciertos aspectos a la de padre-hijo. […]

Una decisión estratégica fue la de adoptar como lengua oficial el guaraní y no consentir que los nativos aprendiesen el español. Pese a que esta consideración hacia la lengua local tuvo un aparente significado de apertura con relación a las culturas indígenas, tal decisión representó, de hecho, un nuevo instrumento de coerción con respecto a la población local, ya que el aislacionismo tornó a los indígenas incapaces de emanciparse tanto social como económicamente de la dirección de los padres, es decir que los mantuvo en un estado permanente de dependencia que favoreció, entre otras cosas, el fortalecimiento de las acusaciones relativas a las ingentes ganancias acumuladas por los padres en perjuicio de los indígenas. En realidad, si la función positiva de las reducciones en lo concerniente a la relación entre la cultura indígena y la europea importada por los jesuitas fue discutida por historiadores y antropólogos, también es cierto que las imaginadas riquezas de los religiosos resultaron pertenecer más al reino de la leyenda que al de la realidad. Haber liberado a los indígenas de las “encomiendas” representó un hecho positivo, y, aunque enviaran parte de sus ganancias a Europa, los jesuitas no recubrieron de oro los altares de sus iglesias en prejuicio del nivel de vida de las poblaciones locales. Los guaraníes permanecieron siempre, sin embargo, en una condición de sometimiento político con respecto a los misioneros, tanto que, una vez privados de la guía de los padres, y a pesar de contar con una cierta fuerza militar, no lograron mantener vivos sus poblados.

Historia de las Revoluciones, Paraguay. Facsimilar del título del manuscrito original. En Pedro Lozano, S. J., “Historia de las Revoluciones de la Provincia del Paraguay (1721- 1735), tomo I”. Buenos Aires, Cabaut y Cia., 1905. p. 6

Durante alrededor de un siglo y medio los jesuitas lograron manejar con éxito las reducciones, no obstante los repetidos enfrentamientos con las autoridades políticas y eclesiásticas, pero alrededor de la mitad del siglo XVIII se agudizaron las hostilidades con Portugal. Limitadas incursiones de los mamelucos, los colonos lusitanos habían continuado juzgando con preocupación el fortalecimiento de la potencia colonial jesuita, y cuando el 1 de enero de 1750 se firmó entre Portugal y España el tratado de fronteras, entrevieron la posibilidad de tomarse una revancha contra la Compañía. Con este tratado, en efecto, España cedía a Portugal una parte de territorio al este del río Uruguay, sobre el cual se encontraban siete reducciones jesuíticas, habitadas en conjunto por unos 29.000 indígenas. El plan elaborado por los portugueses preveía el desplazamiento de los nativos de las reducciones y el acaparamiento de tierras, cuyos precios de mercado habrían sido muy altos.

Los jesuitas se opusieron, empero, a la cesión de los poblados y el ejército de los guaraníes logró mantener a raya a las fuerzas españolas y portuguesas durante muchos años. De parte de las autoridades centrales de Roma no hubo, por otra parte, una real comprensión de la batalla entablada por los padres del Paraguay: ni el general Ignazio Visconti (1751-1755) ni su delegado, Lope Louis Altamirano, consideraron oportuno actuar diplomáticamente en defensa de las siete reducciones, y si bien los portugueses no lograron hacerlas evacuar en forma inmediata, de hecho la batalla contra ellos terminó por ser la primera etapa de la lucha contra la Compañía que en 1767 la llevó a su aniquilación, durante el gobierno del marqués de Pombal.”

Sabina Pavone, Los Jesuitas: desde los orígenes hasta la supresión. Tr. Rosa Corgatelli. Buenos Aires, Libros de la Araucaria, 2007, pp. 117-124.

Los Ritos Chinos

Confucio filósofo chino en: Memoires concernant L´histoire, les sciences, les arts, les moeurs, les usages etc. des chinois, par les missionnaires de Pé-kin. Paris. Chez Nyon l´aine, Libraire, 1778.

“La cuestión de los ritos chinos fue otro de los temas sobre los cuales se desencadenó la polémica contra la Compañía de Jesús. En lo que concierne a China, en 1701 el panorama misional se hallaba compuesto de la siguiente manera: 60 jesuitas, 29 franciscanos, 8 dominicos, 6 agustinos y 15 laicos, pertenecientes en su mayoría a la Sociedad de las Misiones Extranjeras de París. China representaba un orgullo para la estrategia misional de la Compañía: alrededor de 1700 se calculaba que los chinos convertidos al cristianismo sumaban entre doscientos y quinientos mil, y gran parte de este éxito debía atribuirse a los padres de la Compañía, que, siguiendo la política de la adaptación teorizada por Valignano, habían sabido ganarse un notable prestigio, en especial en el denominado sector de los ‘letrados’, es decir, de los estudiosos confucianos más o menos cercanos a la corte que se habían aproximado de manera positiva a la fe cristiana.

Matteo Ricci (1552-1610) fue el principal promotor de una estrategia de conversión ‘dulce, tendiente a no perturbar ni poner en crisis las costumbres y las tradiciones de los chinos, a menos que fueran explícitamente contrarias al cristianismo. Así como había ocurrido con otras religiones minoritarias que habían logrado su ciudadanía en china (islamismo y judaísmo), resultaba evidente que también la Iglesia de Roma, para obtener algún crédito,

debía procurar un acuerdo con los principios del confucianismo. A diferencia de Japón, en China los progresos habían sido lentos, pero, gracias a su preparación lingüística y a sus estudios sobre confucianismo, Ricci había llegado a sostener la esencial concordancia entre confucianismo y cristianismo, basada en la convicción de que ‘el tal Confucio, príncipe de los filósofos de China, juntó cuatro libros de algunos filósofos antiguos, y él hizo después de su mano el quinto.

Y en verdad no pocos preceptos contienen una filosofía moral, para servicio de la república’. Las propias ceremonias en honor de Confucio, ‘príncipe de los letrados, se hallaban, de hecho, dirigidas ‘no a divinidades, sino a un hombre de ellos maestro’ (Ricci, 1622). Se comprende con facilidad, por lo tanto, cómo para el sabio jesuita la aceptación de los principios del confucianismo derivaba de considerar a este último ‘como un sistema de ética social y de moral individual’ (Po-chia Hsia).

“Investigaciones recientes sobre las misiones jesuíticas en China1, al enfocarse en el establecimiento de comunidades rituales a partir de la intervención misionera, y al analizar las diversas prácticas devocionales y formas de apropiación del cristianismo por parte de los conversos chinos, han revelado que el apostolado intelectual es únicamente un aspecto, y en muchos casos ni si quiera predominante, de las actividades de los misioneros de la Compañía. El apostolado intelectual cobra una importancia marginal sobre todo en periodos durante los cuales los misioneros no están obligados a residir en la capital y disfrutan relativa libertad de movimiento en las provincias del imperio.”Corsi, Elisabetta. “La retórica de la imagen visual en la experiencia misional de la Compañía de Jesús en China (siglos XVII- XVIII): Una evaluación a partir del estado de los estudios.” En Escrituras de la Modernidad. Los jesuitas entre cultura retórica y cultura científica, coordinado por Perla Chinchilla y Antonella Romano, p. 99. México: Universidad Iberoamericana, 2008

Mateo Ricci en: Hamy, Alfred. Gallerie illustrée de la Compagnie de Jesus, Paris, Chez L´Auteur, 1893.

Por cierto, en el seno de la propia Compañía no todos concordaban con la posición ricciana, y los detractores de la orden, en la época de la polémica sobre los ritos, enfatizaron la posición de Niccolò Longobardo, contrario de adoptar términos extraídos de los antiguos textos chinos (Tian: paraíso, Shangde: Dios de la alturas) para indicar al Dios cristiano, y partidario, en cambio, de una transliteración de las expresiones latinas. Tales divergencias en el seno de la Compañía, que también afectaban cuestiones que luego serían centrales en el tema de los ritos, no deben, sin embargo, exagerarse. A fin de cuentas, se puede sostener que la capacidad de comprensión de los jesuitas con respecto a la sociedad china se demostró superior a las de otras órdenes religiosas, que, por añadidura, llegaron a Oriente con un cierto retraso en relación con los jesuitas.RITO.- costumbre o ceremonia. Lat. ritus. us. mos, & approbata consuetudo, quam omnes ratam habent , de raus. a um.Covarrubias Horozco, Sebastián de, Tesoro de la lengua castellana o española, Madrid, 1611

Alrededor de la década de 1630, con el arribo de los padres dominicos desde las Filipinas, la situación sobre el terreno se modificó de modo radical. Es importante subrayar que la mayoría de los integrantes de esta orden eran de nacionalidad española, lo que implicaba que los nuevos misioneros se hallaban en particular atentos a los problemas de la ortodoxia, lo que acentuaba su tradicional desconfianza hacia los jesuitas que se habían apoyado en el patronato portugués, contra cuyo monopolio España –así como la Congregación de la Propaganda Fide,1 desde el lado romano- luchaba desde hacía tiempo. 1 Propagación de la Fe. (N. de los T.)

La veneración de los ancestros en: Chavanne de la Giraudière, H. de. Les chinois pendant une période de 4458 annés, Tours, Ad Mame et Cie., 1845.

Por añadidura, la política aplicada por los dominicos de Manila con respecto a los chinos por ellos convertidos al cristianismo fue muy diferente de la ejecutada por la Compañía. Lejos de favorecer la integración de la comunidad china de neófitos, los misioneros dominicos habían optado por el distanciamiento incluso físico de la comunidad de origen, en el temor de que

aquéllos pudiesen sufrir la influencia negativa de las ceremonias religiosas tradicionales chinas.

Llegados a China y establecidos en Fuan, donde ya existía una misión jesuita dirigida por el padre Giulio Aleni, los dominicos habían perseverado en su actitud intransigente, y, en particular el padre Morales y el franciscano Caballero, centraron su atención en una de las cuestiones más importantes sobre la que se desplegaría el tema de los ritos: la del culto a los antepasados, considerado ni más ni menos que una forma de idolatría. El enfrentamiento con los jesuitas, que permitían a los converso participar en dichas ceremonias, ya se había iniciado, por consiguiente, en ese momento, incentivado, además, por la acusación de los dominicos de que los padres se hallaban más vinculados a la corte china que a la de Roma. Se trataba, bien mirado, de posiciones difícilmente conciliables: para los dominicos, en efecto, los jesuitas, con su laxismo, ponían en fuerte crisis la ortodoxia, mientras que para los jesuitas los dominicos, al rehusarse a aceptar algunos aspectos de la tradición china, corrían el riesgo de provocar serios conflictos para el futuro cristianismo en China. En aquellos años habían comenzado a llegar a Roma los primeros textos de denuncia contra la licitud de los ritos chinos, y el Santo Oficio había abierto una primera causa, que tuvo como consecuencia, en 1645, la condena del culto a los antepasados y al confucianismo.

La controversia sobre “los Ritos Chinos” causó enojo en China, desatando persecuciones en: Chavanne de la Giraudière, H. de. Les chinois pendant une période de 4458 annés, Tours, Ad Mame et Cie., 1845.

Lo que debía ser una confirmación de las esperanzas sobre el futuro del cristianismo en China se enfrentó con la personalidad de Charles Maigrot, que no hizo más que agravar la situación. Procedente del Seminario de las Misiones Extranjeras de París, institución fundada por Luis XIV, con el apoyo del papado, con el fin de obviar los derechos de patronato sobre las tierras de misión, Maigrot llegó a China como vicario apostólico de la provincia de Fuan, nombramiento conferido en 1687 por el papa Inocencio XI. Las Misiones Extranjeras de París

eran notoriamente hostiles al partido jesuita, y, por el contrario, se encontraban en todo caso más próximas a la corriente jansenista; el propio Maigrot, desde su arribo, no dejó evidenciar su orientación.

Portada del libro de memorias de un misionero jesuita en China en: Comte, Louis le S.J., Noveaux memories sur l`etat present de la Chine, Amsterdam, Amsterdam, Marchands Libraries, 1697.

El acto oficial que marcó el verdadero comienzo de la controversia sobre los ritos se debió precisamente al vicario apostólico, que, el 26 de marzo de 1693, promulgó la famosa Declaratio seu mandatum provisionale illustrissimi ac reverendissimi domini Caroli Maigrot, que, dividida en seis puntos, tocaba todos los aspectos controversiales sobre los que se había instalado el debate entre jesuitas y dominicos (y franciscanos). Se subrayaba en primer término que el solo nombre aceptado para indicar a Dios en chino fuese el de Tien-chu (señor del cielo), en tanto se rechazaban los términos Tien y Shangdi. En segundo lugar se denunciaba como formas de idolatría el uso de tablillas de madera en las cuales figuraban los caracteres King tien, señal de una invocación al cielo, así como las tablillas en honor a los muertos que los chinos acostumbraban guardar en sus propios hogares. También se tachaban de superstición las ceremonias dedicadas al culto a los antepasados y se alertaba contra las lecturas poco adecuadas que podían llegar en las escuelas a manos de los niños. El capítulo VI del Mandato estaba dedicado, más en general, a la relación con la filosofía confuciana y atacaba lo que era el centro del pensamiento jesuita de derivación ricciana, o sea que el confucianismo en sí mismo no contenía enseñanzas que se contrapusiesen a la doctrina cristiana.SUPERSTICIÓN.- Es una falsa religión o error necio, que comúnmente suele caer en vejezuelas enbaucadoras, que hazen de las muy santas. Desta materia trata largamente el padre Martin del Rio en el libro primero c.r. Disquisuionum magicarun. Ciceron en el libro segundo de lo natura Deorun, da la etimología de supersticion, por estas palabras. Nousolun Philosophi verun erianma iores

nosiri superstitionem a religione separaueunt, nam qui toros dies precabantur, & immolabant , vt sibi sui liberi superstires effent superstitiosi sunt appe llati. La ctarnus, eos potissimum superstitiosos dict os existimabat, qui superstiti memoriam mortuorum coler ent, aut qui parentibus suis supérstites imagines eorum domitanquam Deos venerarentur.SUPERSTICIOSO.- El hombre impertinente, en materia de Religion.Covarrubias Horozco, Sebastián de, Tesoro de la lengua castellana o española, Madrid, 1611

Retrato de Alessandro Valignano, S. I. (1539 – 1606). Jesuita italiano, misionero encargado de supervisar la introducción de los jesuitas y el cristianismo en el lejano Oriente en: Galerie Illustrée de la Compagnie de Jesús. Album de 400 portraits. Obra bajo la dirección del padre Alfred Hamy de la Compañía de Jesús. París. Chez L´Auteur. 1893. 8 Tomos. 32

cms, Fondo: Libros antiguos y raros.

En 1704 Clemente XI ratificó la condena de los ritos chinos excepto en lo concerniente al capítulo VI del texto de Maigrot. Este documento, sin embargo, no fue dado a conocer de inmediato en China, sino que se esperó a la llegada del legado apostólico Charles de Tournon, el cual, si aún era posible, agudizó la desconfianza del emperador hacia los misioneros europeos. Lo cierto es que Maigrot y de Tournon se mostraron demasiado poco visionarios en cuanto a comprender cuán funestas consecuencias habría tenido una posición tan extremista para el futuro del catolicismo en China. De Tournon se declaró convencido de que eran precisamente los jesuitas quienes condicionaban el pensamiento del emperador, e incluso se manifestó confiado en que, una vez que los misioneros hubiesen observado las nuevas reglas, la cristianización de China se desarrollaría sin posteriores impedimentos.

No sólo el decreto imperial de 1706 invitó a permanecer en China únicamente a los misioneros que hubiesen firmado un documento en el que se declararan dispuestos a obrar ‘según el método de Matteo Ricci’, sino que, una vez promulgada la Regula de Tournon (1707), que hacía públicas las decisiones de Clemente XI, muchos misioneros fueron conminados a abandonar el país. Para los jesuitas también resultó evidente que, aun cuando algunos misioneros lograran permanecer en China, la prohibición de participar en ceremonias públicas habría representado un obstáculo insuperable para todos los funcionarios que habían sido convertidos al catolicismo o que pensaban hacerlo en un futuro. Los misioneros, por otra parte, comenzaron a ser vistos como ajenos a la cohesión del país, hasta que se llegó a acusarlos de ser espías a sueldo de los países extranjeros.

Vieja dama de la corte imperial. En Antichi ritratti cinesi, Milan Edizioni Betrice d´Este, 1956.

La constitución Ex sequo singulari (1742), de Benedicto XIV, ratificó de modo definitivo la posición de la Santa Sede (revisada sólo en 1939), y desde dicha fecha el cristianismo se convirtió en una religión tolerada como las otras, pero nada más. Salvo unos pocos jesuitas de corte, los misioneros continuaron entrando en china de manera clandestina, y en más de una ocasión hasta enfrentaron el martirio. En 1744, la estrategia misional de la Compañía recibió otro duro golpe por obra de Benedicto XIV, que, con la Omnium sollicitidunimen, se pronunció contra los denominados ‘ritos malabares’ y en particular contra el apostolado selectivo adoptado por los jesuitas, que habían aceptado equiparse a los pandaran (ascetas de la casta sudra), cuyas reglas les impedían acercarse a los parias. Tal actitud fue reprobada por la Santa Sede, y también en este caso no les quedó a los jesuitas sino resignarse a la voluntad de Roma. Como puede observarse, la controversia sobre los ritos –más allá del significado que revistió en relación con el futuro de las relaciones entre Europa y China- formaba parte de una más amplia estrategia de ataque contra la Compañía de Jesús, que terminó por ocupar un espacio considerable en los debates políticos del siglo XVIII.

La polémica era atizada en Francia principalmente por la presencia de los denominados ‘figuristas’, un grupo de jesuitas franceses (Foucquet, Bouvet, Prémare) que había avanzado por el camino de la compatibilidad entre cristianismo y confucianismo hasta sostener que ‘los clásicos chinos no debían ser considerados como textos históricos que requieren una interpretación literal, sino más bien como obras que necesitan una interpretación figurada y alegórica con el fin de poner en evidencia los símbolos de la alusión profética al futuro Mesías cristiano’ (Mungello). Si bien es innegable que la posición de los ‘figuristas’ era exagerada, contribuyó a fortalecer la convicción de que los jesuitas obrasen en China sobre el filo de la navaja de la ortodoxia. En realidad, si se analizan los textos redactados por los misioneros, se puede comprobar que, a pesar de todo, los padres se habían mantenido en el cauce de la Iglesia católica. Su intento había consistido, más que nada, en encontrar en la práctica soluciones que pudieran satisfacer a los conversos al permitirles seguir siendo chinos respetables (Dunne).”

Fuente: Sabina Pavone, Los Jesuitas: desde los orígenes hasta la supresión. Tr. Rosa Corgatelli. Buenos Aires,Libros de la Araucaria, 2007. Fragmentos de las pp. 110-117.

Una nueva estrategia misional

Vandermaelen, Philippe. Corrientes. Carte de la province de Corrientes et du territoire des Missions. Bruxelles : P. Van-der-Maelen, ca. 1800.

Al contrario que la enseñanza, la acción misionera de la Compañía caracterizó desde el inicio del programa de Ignacio de Loyola, como resulta evidente incluso desde su primitiva intención de trasladarse a Tierra Santa. La decisión de realizar un cuarto voto específico de obediencia al Papa en lo concerniente a las misiones colocó a los jesuitas en una posición de privilegio con respecto a las otras órdenes religiosas, al concederles una libertad de acción impensable hasta ese momento. Las potencialidades misionales de la nueva Compañía fueron evidentes, por lo tanto, desde los primeros años, al dirigirse a los territorios que en el curso del siglo XVI iban adquiriendo un interés de primer plano. El descubrimiento del Nuevo Mundo (más en general, los nuevos descubrimientos geográficos) y el éxito de la Reforma protestante en Europa constituyeron el primer horizonte dentro del cual tuvo que actuar la Compañía de Jesús; pero desde la época ignaciana los jesuitas se comprometieron también a la recatolización de los territorios abandonados a su propia suerte, porque eran poco accesibles desde el punto de vista geográfico y se hallaban alejados de los centros de la vida civil.

Fue entonces, de hecho, cuando se planteó con urgencia la necesidad de recatolizar Europa, y cuando el general eligió canalizar de manera estratégica hacia los objetivos más próximos (pero no por ello menos difíciles de reevangelizar) la voluntad de martirio que llevaba a muchos jóvenes a ingresar en la Compañía con el fin de partir hacia las Indias (Guerra, 2000).

Si bien el XVII puede considerarse como el siglo de mayor éxito para las misiones –’el fenómeno más característico e importante de la historia religiosa italiana del siglo XVII’, escribió Carlo Ginzburg-, no debe subestimarse que ‘ya en torno a 1550 la estrategia jesuítica en materia de misiones estaba definida’ (Prospero, 1992). Es decir que se había cristalizado una especie de ‘institucionalización’ de las misiones, en virtud de la cual se dejaron de lado las fáciles victorias cuantitativas de los bautismos en masa (con frecuencia sólo formales, puesto que los indígenas continuaban profesando sus propios cultos) para alcanzar una real y verdadera ‘conversión de los corazones’ (Prosperi, 1999). Se abandonó la extemporaniedad de las misiones, a menudo apresuradas y caracterizadas por un profetismo milenarista hasta aquel momento, para construir bases más estables y sólidas que permitieran atender con una cierta constancia las comunidades por evangelizar.

Las denominadas ‘misiones populares’, por lo tanto, respondieron a la exigencia, sentida con fuerza en el seno de la Compañía, de volver a aproximar a la ortodoxia católica las comarcas rurales (pero recordemos que existían también las misiones urbanas), que vivían en la ignorancia a causa, sobre todo, de la acentuada falta de actividad pastoral del clero ordinario. Los jesuitas no pretendían sustituir a los sacerdotes del lugar, sino suministrarles una especie de ‘formación profesional’ (Novi Chavarría) que les permitiere luego seguir administrando espiritualmente el propio territorio después de la partida de los misioneros. Su función, por otra parte, no se limitó a la esfera espiritual y muy a menudo los padres se ocuparon de desarrollar tareas de arbitraje entre las familias, esforzándose en calmar disputas y componer disensos, y tomando así el lugar de las instituciones seculares (como se evidencia, por ejemplo, en el Compendio de algunas experiencias de los ministerios de que usa la Compañía de Jesús, del jesuita andaluz Pedro de León). La misión asumió también de este modo una función de control sobre la vida de la comunidad. Por otra parte, ‘el compromiso de ‘conservación social’ más allá de cualquier programa de ‘conquista religiosa’ del cual se hicieron intérpretes los jesuitas no fue una exclusividad de su orden, aun cuando ellos supieron aplicar ‘una más cuidadosa ‘política’ y [una] más sutil capacidad de adaptación’ (Rosa, 1976).

Las misiones se desarrollaban en el curso de todo el año y, a pesar de tener una duración muy variable, se prolongaban durante un promedio de ocho o nueve días. Es indudable que la más exitosa de las tipologías misioneras fue la denominada ‘misión penitencial’, que se consolidó en España y en Italia meridional. Aun sin descuidar el ingrediente catequístico –la doctrina cristiana se enseñaba a los niños por la tarde-, aquélla ‘insistía particularmente en la necesidad de la reforma de las costumbres’ (Orlandi) mediante un aparato ritual de fuerte impacto emotivo que escenificaba la terrible suerte correspondiente a los pecadores no redimidos.

Resultaba central en este tipo de misiones el papel del predicador. La prédica jesuítica respondía a los cánones de la estética barroca del ‘enseñar deleitando’: se reflejaba en sus imágenes el ‘testimonio de una religión amenazadora y punitiva, capaz de suscitar en las conciencias el sentido del pecado, que puede expiarse mediante la penitencia y la oración. […] Más que enseñar los contenidos teológicos y los dogmas del cristianismo, [se] impartía un código moral de comportamiento’ (Novi Chavarría).

Predicar: del verbo Latino prædicare, ideít apertê, feu publicè dicere, celebrare, vulgare laudare. Comúnmente llamamos predicar, declarar en el púlpito la palabra de Dios, y su Evangelio.Covarrubias Horozco, Sebastián de, Tesoro de la lengua castellana o española, Madrid, 1611.http://fondosdigitales.us.es/fondos/libros/765/16/tesoro-de-la-lengua-castellana-o-espanola/Predicador: el que hace este ministerio.Covarrubias Horozco, Sebastián de, Tesoro de la lengua castellana o española, Madrid, 1611.http://fondosdigitales.us.es/fondos/libros/765/16/tesoro-de-la-lengua-castellana-o-espanola/

Por otra parte, el tipo de misión penitencial –en particular por su espectacularidad, considerada a veces no sólo excesiva sino también poco eficaz pasado el momento- fue sustituida, con el tiempo, por un tipo de misión más prolongada y menos ‘exterior’, a partir del ejemplo brindado por Leonardo di Porto Maurizio, que trató de conjugar el sistema de los jesuitas con el que profesaba en Francia San Vicente de Paul, más interesado en las conversiones interiores.

Paris : Chez Pierre Mariette, ca. 1650.

Es importante destacar, además, que las misiones de los jesuitas fueron un instrumento de difusión de nuevas devociones a la Virgen, el Sagrado Corazón de Jesús (un corazón carnal, que muestra la especial importancia atribuida por los jesuitas a los aspectos sensibles y corporales) y el Ángel de la Guarda, la práctica de las cuarenta horas y, por último, la devoción del Rosario, la ‘única devoción común que la Contrarreforma haya elaborado en el nivel de la piedad popular’ (Rosa, 1976), que habrían de configurar por largo tiempo –sobre todo en el sur de Italia- las formas devocionales individuales y colectivas.

Si para las misiones internas el principio de la duración limitada permaneció vigente, para las tierras de ultramar la falta de otras instituciones religiosas estables terminó, en muchos casos, con la radicación de las misiones en un determinado lugar. El primero en dejar Europa, para partir hacia Oriente, había sido Francisco Javier, que fundó la misión de Goa en 1542, para encaminarse luego al Japón. En lo que respecta al Nuevo Mundo, los jesuitas llegaron a Brasil en 1542; luego, a partir de 1566, lograron penetrar en Perú, México y Florida, aun cuando esta última misión reveló muy pronto ser un fracaso. Estuvieron a la

orden del día los conflictos de competencia, no sólo con las autoridades eclesiásticas y con las otras órdenes religiosas, sino fundamentalmente con las seculares, que en muchos casos (y lo acontecido en Paraguay lo mostrará después con claridad) consideraron las instituciones de la Compañía como un verdadero contrapoder.

En el seno de la propia Compañía, en efecto, el debate sobre el papel de las misiones fue siempre intenso; en muchos casos el gobierno central observó con preocupación la autonomía de las diversas provincias y trató -sobre todo por intermedio de los visitadores- de impartir directivas a las que ajustase aun en tierras lejanas. La dificultad en las comunicaciones convirtió a menudo en letra muerta las decisiones de los vértices de la Compañía (una carta demoraba alrededor de cuatro meses en llegar de Brasil a Lisboa, y nada menos que seis para llegar a Roma), y las investigaciones de Inés Zupanov sobre las misiones indígenas nos dan la medida de cómo las directivas del centro no sólo eran desatendidas, sino también muy poco consideras en la periferia.

Sofista: este nombre fue antiguamente honesto y bueno, y vale tanto como sabio, de la palabra Griega, Σοφία, sophia, que vale sapienta, pero después algunos arrogantes habladores, q parecian saber mucho, y eran charlatanes, y se aplicauan. Este nombre les dexaron con él, y sin ninguna honra, antes con vituperio, y los verdaderos sabios se llamaron Philosophos, amadores de la sabiduría.Covarrubias Horozco, Sebastián de, Tesoro de la lengua castellana o española, Madrid, 1611.http://fondosdigitales.us.es/fondos/libros/765/16/tesoro-de-la-lengua-castellana-o-espanola/

La estrategia misional adoptada por los jesuitas en las Américas era muy distinta en relación con la del Extremo Oriente. Si el contacto con los indígenas de América llevó de hecho a los propios padres a considerar necesario acercar dichas poblaciones a una cierta forma de convivencia civil más próxima al modelo occidental, en Extremo Oriente el reconocimiento de la existencia de civilizaciones ampliamente desarrolladas, como la china y la japonesa, empujó a los jesuitas a promover otro tipo de táctica. Ya Francisco Javier, en una carta de 1542 dirigida a Ignacio, escribía que para convertirse en misionero en Japón eran ‘necesarias dos cosas: la primera, que hubieran sido muy atormentados y perseguidos en el mundo […]. Y es también necesario que sean letrados, para responder a las muchas preguntas que hacen los japoneses […]. Y nada perderían con ser expertos

en sofística,para sorprender en contradicción a los japoneses en las disputas’. En una carta precedente había invitado a sus cofrades a ‘ser como niños’, es decir, a colocarse en una actitud de respeto hacia las otras civilizaciones.

En cuanto a la elección del personal misionero correspondía, en última instancia, al general. La comparación entre las investigaciones sobre las misiones internas y extraeuropeas podría llevarnos a pensar que los elegidos para trasladarse a países lejanos no eran las personas más valiosas: resulta obvio que hubo excepciones deslumbrantes (pensemos en Valignano, Ricci, Schall, de’Nobili), pero en su conjunto los mejores permanecían en Europa, porque parecía ser el mejor terreno de la reconquista católica. Los misioneros extraeuropeos se utilizaban a veces como destino para relegar a personajes molestos desde el punto de vista religioso y político (piénsese en el caso de los jesuitas descendientes de familias judías) o incluso psicológico.

No debe olvidarse, además, que, si bien las decisiones de reclutamiento correspondían a los órganos centrales de la orden, también ejercían una influencia nada desdeñable las coronas española y portuguesa; esto contribuye a explicar por qué en las respectivas colonias buena parte del personal misionero pertenecía a dichas nacionalidades.

Las denominadas Indipetae, es decir, las cartas enviadas por los padres que querían partir a las misiones lejanas, testimoniaban el fuerte ‘deseo por el martirio’ que los animaba. Siguiendo el ejemplo de personajes como Rodolfo Acquaviva o Antonio Criminali, o de los mártires del Japón, que habían encontrado la muerte lejos del hogar, ellos pedían ser enviados a ultramar. Pero no siempre la respuesta del general era alentadora, puesto que debía evaluar con suma atención tanto las capacidades de quienes deseaban partir como la sinceridad de su vocación. En muchos casos los jesuitas eran orientados hacia las misiones internas, que Roma consideraba tan exigentes como las de ultramar, si no más. En efecto, al tomar contacto con las poblaciones montañesas y las campiñas del interior italiano, francés o español, los misioneros jesuitas se encontraban frente a comunidades poco civilizadas, sumergidas en un mundo de atávica ignorancia en la cual era necesario encarar la evangelización primaria. Landini escribía desde Córcega: ‘No he conocido jamás una tierra que tenga más necesidad de las cosas del Señor que ésta. Es verdad lo que me escribió el P. Maestro Polanco, de que esta isla será mi India’. Esta sugestiva imagen era particularmente fértil, y las ‘otras Indias’, las Indias internas, se convirtieron en un objetivo importante de la estrategia misional de la Compañía de Jesús.

Somer, Jean Pruthenus.Royaume d’Annan comprenant les royaumes de Tumkin et de la Cochinchine/designé par les pères de la compagnie de Iesus.

No siempre, de todos modos, el espíritu misionero estuvo a la altura del compromiso que los padres estaban llamados a cumplir en países lejanos. En especial en la segunda mitad del siglo XVII, ‘el misionero no es tanto el ‘soldado de Cristo’ que debe conquistar cuantas más almas sea posible, sino más bien un gris funcionario que se limita a administrar lo existente de tal manera que el contraste entre el ideal heroico que los había empujado a partir y el prosaísmo y las dificultades de cada día desalentaban a más de uno’ (Di Fiore). El testimonio de Louis de Poirot, uno de los últimos jesuitas presentes en China, muestra tal desencanto en relación con la sociedad china que lo lleva a afirmar, en un arranque de indignación: ‘Sí leéis los informes sobre China impresos en Europa, en ellos se describe Pekín como otra Roma. ¡Payasos!’, y sigue después con la descripción del temperamento de los chinos como ‘un compuesto de soberbia, envidia, avaricia, lujuria, […] [con] una innata propensión a robar y engañar a cualquiera, a pasar su tiempo sin ocuparse de religión o de ciencia alguna’. Imagen, por lo tanto, muy diferente de la que la literatura edificante de la época transmitía al exterior y, al mismo tiempo, presagiadora de una crisis de la Compañía, no sólo misional, que iba a estallar de allí a poco.

“Mientras que los jesuitas que trabajaban en las misiones de Oriente y ultramar estaban obligados a aprender y usar las lenguas indígenas, los misioneros rurales no contaban con semejante especialización por la brevedad del tiempo que permanecían en cada lugar y por la variedad de lugares que visitaban dentro del mosaico dialectal italiano”.

Fuente: Sabina Pavone, Los Jesuitas: desde los orígenes hasta la supresión. Tr. Rosa Corgatelli. Buenos Aires, Libros de la Araucaria, 2007. Fragmentos de las pp. 73-83.

La fundación de los colegios y la política cultural

Colegio San Pedro y San Pablo

“Como es sabido, la enseñanza no figuraba entre los ministerios de competencia de la Compañía de Jesús en el momento de su fundación. Al principio, Ignacio se había mostrado muy reacio a involucrarse en este terreno, ya que consideraba que los miembros de la orden habrían perdido tiempo precioso, que debía destinarse en cambio a los denominados ‘ministerios espirituales’. La decisión de fundar colegios y dedicarse a la enseñanza se presentó más bien como una necesidad, cuando el propio fundador y sus más estrechos colaboradores –ex alumnos de la Sorbona-tomaron conciencia de la profunda decadencia en la que se encontraban las escasas escuelas de formación para el clero (todavía se estaba lejos de la activación de los seminarios tridentinos) y se plantearon el problema de instruir por sí mismos al propio personal. En un primer momento, por lo tanto, la intención fue limitarse a la formación de jesuitas, pero muy pronto se añadieron las apremiantes solicitaciones de los laicos –príncipes, nobles o repúblicas-, con el objetivo de que los colegios pudieran ser también frecuentados por individuos externos a la orden.

Si se exceptúa el colegio de Gandía -institución de vida breve requerida por el duque Francisco Borgia antes de su ingreso a la orden-, el primer colegio fundado fue el de Mesina, en 1548. La elección de esa ciudad siciliana no fue casual: allí vivía Leonora de Vega Osorio, esposa del virrey Juan de Vega, que mantenía estrecha la relación con Ignacio y se esforzó también por apoyar económicamente a la Compañía. Lafundación de un nuevo colegio no era poca cosa, puesto que, según las Constituciones, era necesario tener la seguridad de contar con los medios para permitirle sobrevivir en el futuro. A diferencia de las casas profesas, los colegios podían poseer rentas propias a fin de mantener a sus profesores, ya que no estaba previsto ningún pago de parte de los estudiantes (salvo los pupilos). De este principio de la gratuidad derivaron algunas otras características típicas de los colegios jesuitas, que ejercieron profunda influencia no sólo en el modelo educativo dela Compañía –es decir, en que sus escuelas se hallaran abiertas tanto a las clases altas como a las pobres-

sino también en su historia. Con frecuencia los colegios, empujados por la necesidad de sustentase, se convirtieron en el centro de verdaderas empresas, no sólo en Europa sino también en las tierras de misión, lo que les valió la crítica de haber dado vida a una real potencia económica. Esta fue una de las causas principales de la hostilidad que se concentró contrala Compañía en la segunda mitad del siglo XVII. Lo que no deja de ser cierto es que, iniciadas sin estrépito, la experiencia educativa de la Compañíase convirtió a todos los efectos en uno de los ejes cruciales de la orden ignaciana, un verdadero ministerio (O’ Malley), porque (como se subraya en el proemio de la IVparte de las Constituciones, dedicada a este tema) también el estudio y la profundización de las conciencias se comprendían a la manera de ser de un servicio para la mayor gloria de Dios. Como escribía Polanco a sus superiores, en 1560.

Interior del Colegio de San Gregorio

Generalmente hablando hay dos modos de ayudar a nuestro prójimo: uno en los colegios, mediante la educación de jóvenes en las letras, en la doctrina y en la vida cristiana, y el otro en todo lugar, ayudando a todo tipo de personas con sermones, con colegios y los otros medios que concuerden con nuestro usual modo de proceder.Nótese cómo, en el lenguaje de Polanco, se recurre a las palabras del Examen para referirse a cuál es el fin último de la Compañía. Ese ‘dévoir de intelligence’ –según la brillante definición de Luce Giard- terminó en un breve lapso por orientar de manera decisiva a la Compañía de Jesús hacia la enseñanza. Para el momento de la muerte de Ignacio (1556) existían ya 33 escuelas, de las cuales 20 se hallaban en Italia; en 1580 habían llegado a 140 y a comienzos del siglo siguiente eran 245, de las cuales 51 se encontraban en Italia, distribuidas de modo bastante equitativo en todo el territorio. Después de Mesina –prototipo de la universidad colegiada jesuita, donde se impartían Artes, Filosofía y Teología, pero no Leyes ni Medicina, materias que permanecieron fuera de la competencia de los jesuitas-, en 1551 se fundó el Colegio Romano, sin duda el centro propulsor de todo el sistema educativo de la Compañía. Acogió a figuras como Nadal, Torres, Clavius y, al menos hasta la condena de Galileo fue un lugar donde –si bien dentro de la reafirmada subordinación de la Filosofía a la Teología- se dio amplio espacio no sólo a las disciplinas humanísticas sino también a las científicas. Después de 1610 los márgenes de libertad intelectual (la denominada libertas opinandi) se redujeron de modo sensible, pero hasta ese momento se puede hablar, sino de una ‘ciencia matemática, por lo que menos de una cultura matemática jesuita’ (Romano, 1999) que procuró extenderse, aunque con escaso éxito, a los colegios dela Compañía.

Colegio de la Inmaculada

Colegio del Salvador

Colegio de San Ignacio

La política de la Compañía fue, en general, la de privilegiar los centros ciudadanos, donde la fundación de los colegios respondía a exigencias concretas de tipo urbanístico y arquitectónico: se trataba, en efecto, de establecer un compromiso entre las exigencias del estilo y las de la funcionalidad (de ratione a edificorum, 1558), surge del ejemplo de las plantas de los colegios realizados por el arquitecto jesuita Giuseppe Valeriano (1542-1596), cuyo proyecto de escribir un ‘tratado sobre el modo de conducir las construcciones dela Compañía según los criterios preestablecidos’ fue interrumpido por su deceso. En Italia, además de en Mesina y Roma, se abrieron colegios en Palermo (1549), Bolonia, Ferrara y Venecia (1551), Florencia, Módena, Nápoles y Perusa (1552), Génova (1554), Cagliari, Catanzaro, Milán y Parma (1564), para mencionar sólo las ciudades más importantes. Un crecimiento similar tuvo lugar también en otros países europeos –Francia, Alemania, Portugal-, donde la cantidad de los que estudiaban con los jesuitas fue incluso más elevado que en Italia. La topología de la fundación de los colegios no fue la misma en todas partes: hubo fundaciones pontificias (Colegio Romano), municipales (Mesina), reales (París), imperiales (Viena), y cada una de ellas implicó problemas diferentes. No debe menospreciarse el hecho de que la fundación de los colegios no era valorada exclusivamente por la necesidad de instrucción, sino que respondía a una precia lógica antiherética. No fue casual que Alemania –por incitación de Pietro Canisio- se convirtiera en el terreno ideal para la fundación de nuevos colegios: dicha estrategia apuntaba, de hecho, a reconquistar a las jóvenes generaciones, al menos en parte, para el catolicismo. Una política similar se aplicó también en Polonia, no sólo en relación con los protestantes (en su mayoría calvinistas), sino también con los ortodoxos. Los colegios jesuitas se convirtieron, por así decirlo, en un destacamento de frontera del catolicismo. Antonio Possevino, profundo conocedor dela Europa centro-oriental, exhortó a no menospreciar la función misional- propagandística de tales instituciones.El rápido incremento de las instituciones educativas, de todos modos, no estuvo libre de dificultades. El general Acquaviva tuvo que rechazar hasta 60 solicitudes para abrir nuevos colegios, no sólo por razones económicas, sino también por las dificultades de encontrar profesores. Tamaño incremento, en efecto, resultaba imposible de sostener de manera adecuada para la orden, y, a pesar de que el sistema obtuviese un fuerte consenso en la sociedad, no faltaron los casos en los cuales en las distintas provincias (si bien el problema también se percibía desde el centro) se deplorará la escasa preparación de los educadores. Los enfrentamientos, en el ámbito local estuvieron a la orden del día, y afectaron en especial a las ciudades cuyos colegios jesuitas reivindicaban para sí un verdadero estatuto de universidad, es decir, ahí donde a los cursos de las escuelas inferiores (basados en una división en 5 clases: tres de gramática, una de humanidades y una de retórica) se añadían a los estudios supriores (Filosofía y Teología) y el privilegio papal concedido a los jesuitas de otorgar los títulos académicos de grado. Los enfrentamientos más enconados se dieron en París (donde a la competencia de la Sorbonase sumaron problemas más complejos, de orden político), Lovaina, Cracovia, Praga y Padua. En este ultimo caso los jesuitas se vieron obligados, en 1591, acerrar el colegio, a fin de evitar un choque abierto con el Senado, sin que ello impidiera –cómo lo reconstruyó hace poco tiempo Maurizio Sangalli- otros enfrentamientos posteriores entre la Compañíay la República. Elcaso lombardo estudiado por Flavio Rurale muestra que los disensos sobre el modo de concebir el sistema educativo no surgían sólo con los podres laicos, sino también en el seno del propio universo católico. La fundación de escuelas con orientación parcial o totalmente diferentes por parte de otras órdenes religiosas (escolapios, somascos y barnabitas) habría de agudizar las desavenencias, que se manifestaron cada vez con mayor vigor en la segunda mitad del siglo

XVII. Contribuyó sobre todo a agravar estos conflictos la falta de actualización de la Ratio estudiorum, que permaneció fundamentalmente inmodificada frente al surgimiento de nuevos temas y problemas tanto en el campo científico como en el literario. Si bien entre los siglos XVI y XVII el éxito del sistema pedagógico jesuita se había debido en buena parte a su habilidad para responder a la exigencias de la sociedad de antiguo régimen –determinando así para ella la posición de privilegio casi monopólica en el campo de instrucción-, la incapacidad de seguir el paso de los nuevos desafíos presentados por el Siglo de las Luces fue una de las causas primordiales de la crisis general dela Compañía, condenada a desembocar en su supresión, en 1773.Este principio de organización permitió también la puntualización experimental de un conjunto coherente de prácticas pedagógicas que se define con el término de Ratio Studiorum; en otras palabras, el resultado de una adaptación de la “manera de Paris” en la evolución de la cultura durante la segunda mitad del siglo XVI.Los primeros jesuitas que asumieron la enseñanza de los jóvenes estudiantes no jesuitas carecían de experiencia directa del trabajo docente. Por lo tanto tuvieron que apoyarse en la experiencia de los maestros que los habían formado, y en consecuencia ellos se refieren a la “manera de Paris”, que les parecía la mejor para responder a la exigencia del desarrollo de la secuencia de las materias y de la motivación de los estudiantes. Se interesaron sobre todo en el método, en la manera de hacer y en su desarrollo, partiendo de una pequeña clase que es también la menos numerosa. En el segundo momento perfeccionaron el desarrollo de los autores comentados y, en consecuencia, de las materias por estudiar.El momento de inicio ocurrió en Messina en 1548. Desde 1551, el Colegio Romano fortaleció la obra sistemática de una experimentación de las diferentes formas de enseñanza. La originalidad y la importancia de esta elaboración estarán presentes para ellos mismos en el seguimiento de la primera enseñanza en Messina.La Ratio Studiorum de 1599 es el código de las maneras de enseñar que se impone a los maestros principiantes en el colegio; la más frecuente fue la más próxima a los iniciadores. Este código, bajo la forma de reglas detalladas, son la base de los principios para cada una de las funciones de los enseñantes, después el provincial hasta los profesores de las pequeñas clases, y para las otras actividades escolares, sin olvidar la de los grupos de estudiantes voluntarios agrupados en “academias”.Las “reglas” de la Ratio Studiorumdictan los medios precisos para realizar la obra educativa; indican cómo hacer aquello que no se sabe hacer. Se les adapta a la situación de su aplicación, esto, es, de acuerdo con cada circunstancia. Además, aseguraron la coherencia y la adaptación práctica para los otros colegios y facilitaron la circulación de los maestros y de los estudiantes de un colegio a otro. El riesgo de una interpretación rígida y legalista de estas prescripciones aumentó con la falta del tiempo y la carencia del número de estudiantes. La perspectiva inicial estaba además inspirada en un principio: las consignas precisas ayudan al principiante a formar su propia experiencia. El maestro debe saber por qué elige aplicarlas de una manera precisa y razonada a partir de las consignas recibidas. De esta manera los colegios lograron beneficiarse de la renovación constante de la experiencia de enseñar.Este principio está presente en la redacción de los Ejercicios espirituales de Ignacio de Loyola, en los que se precisa que uno puede adaptar las reglas a la situación, pero a partir de los enunciados detallados de una forma establecida de hacer. ¿No es ésta una condición para que la experiencia pueda transmitirse de manera evolutiva?Adrien Demoustier, “Les jésuites et l’enseignement à la fin du XVIe siècle”, en Adrien Demoustier y Dominique Julia, Ratio studiorum: plan raisonné et institution des études dans la Compagnie de Jésus, París, Belin, 1997, pp. 19- 20..

La base sobre la cual se sostenía este complejo sistema de escuelas estaba constituida por la Ratio atque institutio studiorum. La parte IV de las Constituciones ya había sido destinada por Ignacio a establecer las normas sobre las que se debería haber privilegiado la estructura educativa de la orden, pero fue con la Ratio que se alcanzó un modelo susceptible de llegar a una síntesis entre dos exigencias: la organización de los estudios y la educación moral. ‘La adhesión al humanismo –como escribió Anselmi- se configura por ello, desde el comienzo, como funcional a un objetivo bien preciso: educar en las tácticas de control ideológico y se reproductibilidad’. Ya en ocasión dela IV Congregación General (1581) se había requerido un reglamento que pusiera algún límite a un libertad de enseñanza considerada entonces muy amplia, pero en 1583 Acquaviva nombró una comisión de seis personas procedentes de diversas provincias con el fin de elaborar un reglamento orgánico para los colegios. Aun respetando los entornos específicos y las particulares realidades nacionales, se sentía con fuerza la exigencia de establecer principios útiles para el gobierno de las escuelas. En la década de 1570, la situación de conflicto en el interior del cuerpo docente del Colegio Romano y del Colegio Alemán había provocado notables problemas de gestión a los rectores y al general, lo que tornaba aun más urgente, de ser ello posible, la resolución de tales problemas.Objeto de varias elaboraciones en el curso de los años (1586, 1591), gracias también a las sugerencias de las diversas provincias (puede hablarse de un verdadero laboratorio que sistematizaba las experiencias realizadas sobre el terreno por los diversos colegios), el texto definitivo de la Ratio fue promulgado en 1599, en un momento de fuerte expansión de la Compañía. La Ratio studiorum era un documento más bien original. Si bien en efecto –como veremos- no dejaba de establecer un cursus studiorum uniforme para todos los colegios de la Compañía, exponía, en primer lugar, un conjunto de reglas que establecían deberes y competencias tanto para los personajes encargados de la gestión del colegio (provincial, rector, prefecto, hasta los grados más bajos de la escala jerárquica) como para los alumnos,

para los cuales se establecían normas de comportamiento que concernían a la vida del estudiante en su totalidad. Se asignaban del tal modo, y se definirían con minuciosidad, cargos y competencias a fin de favorecer el buen funcionamiento del colegio. La jerarquía –que descendía hasta los alumnos, organizados por clases en grupos de diez (decuriae), uno de cuyos miembros debía vigilar la disciplina de los otros nueve- ‘transformaba al propio alumno en un ‘gobernado’ y en un receptor de reglas’ (Caiazza). De cierta manera, se recogían así en el interior de los colegios las instancias de control social que dominaban la elaboración teórica relativa a un tema como el de la razón de Estado: la capacidad de gestión se convertía, en este sentido, en el problema principal.En el plano intelectual, la Ratio provocó una suerte de sincretismo, en cuanto a retomar sobre sí las mejores características de los modelos educativos precedentes. Junto con una indudable preferencia por el llamadomodus Parisiensis (la división en clases y cursos sobre la base de la edad y la preparación de los alumnos, la necesidad de la asistencia frecuente, la riqueza de los ejercicios y la unión de la teoría con la práctica), se concedió igual atención al modus Italicus, en particular en lo concerniente a las materias humanísticas. Se alentó, asimismo, una notable uniformidad por la elección del latín como lengua oficial para todos los colegios. Aun cuando las lenguas vulgares se habían introducido en el siglo XVII como materias de enseñanza, el latín siguió siendo el idioma utilizado en los colegios y para la circulación de las noticias. Se acentuaba en especial el espíritu de emulación de los alumnos, considerado el mejor instrumento para desarrollar sus capacidades por efecto de un articulado sistema de premios y castigos. La elaboración de laRatio, como es obvio, iba acompañada por el florecimiento de una manualística escolar –en primer término la gramática latina del jesuita portugués Manoel Álvarez-, que habría de acompañar a generaciones de alumnos. Se publicó luego toda una serie de libros dedicados a suministrar un marco de referencia del cual no debía estar ausente ‘la cultura de los ingenios’ (Possevino). Un excelente ejemplo de ello fuela Biblioteca Selecta de Antonio Possevino, ‘obra tal que quien quiera formarse alguna idea de los valores dominantes de la cultura católica de fines del siglo XVI debe tomar referencia’ (Biondi). Se trataba, en efecto, de un vasto repertorio bibliográfico que sintetizaba las coordenadas de la cultura contrarreformista. En definitiva, según escribió Albano Biondi, una suerte de Índice de los libros prohibidos en positivo, en el que faltaban, por lo tanto, autores como Erasmo, Bodin o Maquiavelo, puntales del pensamiento político del siglo XVI.El increíble éxito de los colegios jesuíticos se originó en la capacidad de la Compañíapara elaborar un modelo que coincidiera con las exigencias de una Europa católica (aunque no exclusivamente) que emergía exhausta de la batalla contra la Reformay procuraba elaborar, luego de Trento, nuevas estrategas de consenso y conexión con la sociedad. Los colegios se hicieron cargo de tal exigencia con el propósito de ofrecer no sólo una opción intelectual sino también un ‘proceso educativo total’ (Caiazza), como parte del cual revistieran de igual importancia la instrucción y la educación moral, entendida ésta como construcción de reglas de comportamiento. Su éxito fue favorecido, además, por la ausencia, a mediados del siglo XVI, de escuelas específicas para los nobles, esos seminaria nobilum que constituyeron la ventura de los jesuitas. Si bien en un principio, en efecto, la gratuidad de las escuelas (pero no de los pensionados, donde los estudiantes podían pasar desde los diez años de edad hasta los dieciséis) tornaba accesibles los colegios a todas las clases sociales, los jesuitas impulsaron una opción preferencial para los sectores más elevados. Por añadidura, la decisión de excluir la enseñanza primaria intensificó el ingreso de alumnos que ya contaban con un mínimo de instrucción.La gran intuición de la Compañíafue considerar ‘el aprendizaje literario […] como aprendizaje religioso y político’ (Anselmi). Por ello el colegio se convirtió en el lugar de formación entendida en toda su complejidad, formación en primer lugar de una ‘clase dirigente’, por citar el título de una investigación pionera de Gian Paolo Brizzi. En el seno de los colegios floreció después toda una serie de actividades, como los cursos de danza, esgrima o equitación, vinculadas con frecuencia a la creación de academias, como propias y verdaderas instituciones dentro de la institución, destinadas en particular a los hijos de la nobleza. La primera entre todas estas actividades paralelas fue sin duda alguna la teatral,

que los jesuitas supieron utilizar no sólo como instrumento integrante del proceso formativo de los estudiantes, sino también como vehículo de propaganda del mensaje religioso (véase a este respecto los aportes de Bruna Filippo sobre el Colegio Romano). En el ámbito de este proceso educativo global la formación religiosa desempeñó, evidentemente, un papel de primer plano. En el seno de los colegios nacieron así las congregaciones marianas, destinadas a extenderse luego a todos los otros ámbitos de la sociedad, y se vieron acreditadas y fortalecidas las prácticas devocionales y el acercamiento de los jóvenes a la experiencia de los Ejercicios espirituales, base de la espiritualidad jesuita.Es obvio que, aun dentro de la acentuada uniformidad y fidelidad a las normas de la Ratio, en los particulares entornos nacionales se desarrollaron luego aspectos de mayor proximidad con las propias exigencias específicas. Allí donde la Compañía tuvo que enfrentar el peligro de la herejía, la formación de una clase dirigente fue un objetivo importante, pero por cierto menos que el de lograr que los colegios se convirtieran en una especie de baluarte de la catolicidad, utilizando todos los instrumentos aptos para tal fin, desde la misión hasta la propaganda. Fuera de Europa, los colegios fueron asimismo un instrumento apto para la formación del personal misionero, que necesitaba profundizar su propio conocimiento sobre los mundos y culturas hasta ese momento ignorados. Por otra parte, se produjo una especie de desfase entre las que eran las tareas previstas por la Ratio y lo que fue después la práctica de enseñanza de los profesores, como se desprende, por ejemplo, del análisis de los apuntes de los cursos académicos, donde los márgenes dejados a la elaboración y a la interpretación personal del educador conservaron siempre su relevancia. Esto nos sirve para recordar –como lo señaló años atrás el jesuita François de Dainville- que, para tener una real comprensión del aporte intelectual dela Compañía a la cultura de la edad moderna, será siempre necesario añadir a las fuentes normativas los documentos que permiten echar una mirada sobre la práctica concreta de la enseñanza en el interior de los colegios.Deben mencionarse igualmente los seminarios sobre los casos de conciencia, porque también permiten ver otro aspecto esencial de la elaboración teórica de los jesuitas: la teología moral. Estos cursos representaron una significativa novedad, motivada por la exigencia de formar no sólo a los coadjutores espirituales de la Compañía, sino, más en general a todos los sacerdotes. Esto quiere decir que se trató de proveer una formación teológica de corte práctico y moral a todos los religiosos que, cada vez con mayor frecuencia, debían ejercer el ministerio de la confesión y no tenían interés en seguir los cursos de teología especulativa. Se llegó así a crear una especie de dualismo entre un cursus maior y un cursus minor, favorecido más que nada por el constante aumento de la cantidad de coadjutores espirituales en el seno de la Compañía. Si bien en las Constituciones el espacio dedicado a los casos de conciencia era en efecto muy exiguo, con laRatio de 1599, por explícita decisión de Acquaviva, la bipartición quedó definida desde el punto de vista normativo. Hasta ese momento elBreve directorium de Polanco había representado el único y ágil pequeño manual a partir del cual se formaban los jesuitas, mientras que de allí en adelante se multiplicaron los manuales de casos de conciencia: desde la Summa de Henríquez hasta los aphorismi Confessariorum de Sá, y desde la Summa del cardenal de Toledo hasta la Medulla de Busenbaum, para mencionar apenas los más conocidos.”Fuente: Sabina Pavone, Los Jesuitas: desde los orígenes hasta la supresión. Tr. Rosa Corgatelli. Buenos Aires, Libros de la Araucaria, 2007. Fragmentos de las pp. 65-73.Este documento constituye la ordenación o método de los estudios de la Compañía de Jesús, siendo éste el primer

sistema educativo conocido en Occidente de la época moderna.

“Este documento se encuentra n la biblioteca bajo la clasificación BLC493F3J41938001Portada de una rara edición de la Ratio Studiorum, publicada en 1586″

 

Centralización y descentralización: El generalato de Claudio Acquaviva

Aquaviva, Claudio. Quinto General. 1581- 1615

“Perteneciente a una noble familia italiana meridional, Claudio Acquaviva (1543-1615) se había volcado a la vida religiosa en contra del parecer de sus allegados; luego de un breve paréntesis al servicio de la curia pontificia, ingresó en 1567 en la Compañía de Jesús, en

cuyo seno hizo una rápida carrera: en 1576 se convirtió en provincial napolitano, y en el transcurso de su permanencia en Nápoles tuvo ocasión de realizar la ‘experiencia de campo’ que lo templó y le posibilitó, más adelante, afrontar la dura tarea que le aguardaba como general. Su elección como provincial napolitano había sido muy resistida por Bobadilla, uno de los compañeros de Ignacio más críticos hacia la nueva gestión de la orden, y es probable que los problemas de Acquaviva con la provincia española hayan comenzado en ese preciso momento. La experiencia napolitana fue también importante para que surgiera en él su interés por las ‘misiones internas’, que constituyó, sin duda, una marca característica de su generalato. En 1579, la asunción del cargo de provincial romano fortaleció aun más su prestigio y, tras la muerte de Mercuriano, Gregorio XIII -interviniendo por segunda vez contra la elección de un general español- favoreció el ascenso de Acquaviva. […]

Kolvenbach, Peter- Hans. Vigésimo noveno General. 1983- 2008.

Arrupe, Pedro. Vigésimo octavo General. 1965- 1983

Janssens, Juan Bautista (John). Vigésimo séptimo General. 1946- 1964

Ledóchowski, Wlodimiro (Wlodzimierz). Vigésimo sexto General. 1915- 1942

En líneas generales, Acquaviva supo hacer frente a los numerosos problemas con los que tuvo que lidiar: la Compañía emergió de su largo generalato profundamente cambiada (1581-1615), en tal grado que estos años pueden considerarse como una especie de línea divisoria de las aguas entre la Compañía ignaciana y la orden religiosa que debía alcanzar un éxito tan grande en el curso del siglo XVII. Los propios contemporáneos, tanto dentro como fuera de la orden, tuvieron consciencia de la importancia de semejante cambio. Si ya desde los tiempos de Laínez, y luego con mayor vigor durante los generalatos de Borgia y de Mercuriano, el impetuoso crecimiento de la Compañía había convertido en muy dificultoso su gobierno, acentuando en forma gradual los problemas de disciplina interna, fue durante el generalato de Acquaviva cuando las incomprensiones y las aspiraciones de autonomía manifestadas por las distintas provincias se combinaron con las reivindicaciones de los nacientes Estados nacionales, hondamente afectados por el carácter internacional de la Compañía, que la convertía casi en un poder alternativo, en competencia con el fortalecimiento del poder estatal. Los jesuitas terminaron, en numerosas ocasiones, por ser una presencia extraña, observada con suspicacia porque quedaba fuera de toda reglamentación nacional y de los acuerdos directos entre los Estados y el Papa. En otros casos, en cambio –a pesar de las reiteradas incitaciones de Acquaviva a que se mantuvieran alejados de la política-, supieron conjugar sus propias exigencias apostólicas con las de los países donde se los había acogido, de modo que lograron alcanzar la posibilidad de desarrollar una acción más capilar sobre el territorio. […]

Loyola, Ignacio. Primer General. 1541- 1556

Laínez, Diego. Segundo General. 1558- 1565

Borja, Francisco de. Tercer General. 1565- 1572

¿Cuáles fueron, en consecuencia, las herramientas utilizadas por Acquaviva para mantener la centralidad de Roma? En lo concerniente al control sobre las distintas provincias, abandonado como poco realista el proyecto de visitar en persona los numerosos países en los que se hallaba presente la Compañía, el general empleó con amplitud a los visitadores como su longa manus, no sólo en las provincias más turbulentas como España, sino también en las de ultramar, con las cuales eran en particular dificultosas las comunicaciones epistolares. De todos modos, el uso de la correspondencia como herramienta se acrecentó y perfeccionó: las cartas (instrucciones) de Acquaviva adoptaron un preciso valor normativo. Deseoso de dirigir el accionar de una Compañía que veía multiplicarse con rapidez el número de sus miembros (que pasaron de 5.165 a 13.112 en las tres décadas de su generalato, así como había aumentado el número de sus provincias, de 21 a 32, y el de los colegios, de 144 a 372), Acquaviva fue presa de una verdadera ansiedad legislativa, en la convicción de que la reglamentación escrita podía enfrentar las formas de desviación –desde la ‘modernización’ de los confesores de corte hasta el extravío místico de algunos sectores, para mencionar apenas dos temas cruciales- que veía echar raíces en el seno de la Compañía.Una de las mayores crisis que tuvo que controlar Acquaviva a los pocos años de su elección fue la de la provincia española. Desde la época de la fallida elección de Juan de Polanco como general, los españoles se habían sentido traicionados por el gobierno de Roma; se quejaban del alejamiento del originario espíritu ignaciano y a partir de 1575 –durante el generalato de Mercuriano- se cursaron algunos memoriales al Papa, la Inquisición y Felipe II, con el pedido de una mayor autonomía para la provincia y la urgente solicitud del nombramiento de un visitador apostólico que tomara conocimiento del estado deficiente en que se encontraba la Compañía en España. Tales exigencias no fueron aceptadas por Gregorio XIII, y la propia Inquisición romana evidenció que no las tomaba en cuenta. […] A diferencia de su predecesor, Sixto V se mostró accesible para con los jesuitas españoles: en

1588 autorizó al rey nombrar visitador apostólico de la Compañía al obispo de Cartagena, Jerónimo Manrique. Preocupado por el peligro de una separación de la provincia española, Acquaviva envió a José de Acosta (1540-1600), que todavía no se había pasado al otro bando, para negociar con Felipe II que éste aceptase nombrar, como era habitual, un visitador interno de la orden. El rey consintió y la elección recayó sobre González Dávila para las provincias de Castilla y Toledo, y sobre el propio Acosta para las provincias de Andalucía y Aragón. Ambos coincidieron en sostener que las quejas contra el gobierno general no eran unánimes, sino que se circunscribían a una pequeña minoría. A pesar de ello, al parecer el Papa quería proceder a una reforma institucional de la orden, que preveía el cambio del propio nombre de la Compañía de Jesús; sólo su muerte, en 1590, bloqueó todo tipo de proyecto semejante. […]

Ya desde la década de 1570 la Compañía se había visto envuelta en la cruzada antialumbradista. El hermano dominico Alonso de la Fuente había escrito en 1571 que ‘los teatinos de religión [jesuitas] y los alumbrados concuerdan en el plano de la doctrina y están unidos y hermanados y de la misma opinión’ (Memorial en que se trata de las cosas que me han pasado con los alumbrados de Extremadura). En realidad, es ‘difícil dar cuenta de la verdadera participación de los jesuitas en el fenómeno alumbrado [puesto que] […] se emplea cualquier medio en el intento de cubrir participaciones y complicidades’ (Pastore). Es muy probable que el uso de la confesión como instrumento de control del territorio de parte de los alumbrados haya sido tomado de los jesuitas, y en la década de 1580 fue precisamente este aspecto el que provocó las críticas más resentidas contra la Compañía, que se asociaron con el proceso inquisitorial contra los jesuitas de Valladolid, envueltos en un caso desollicitatio. Estos diversos aspectos deben tenerse presentes al reconstruir las relaciones entre la provincia española y Roma durante el generalato de Acquaviva. El enfrentamiento volvió a acentuarse dos años después, cuando Acosta, convertido entretanto en el superior de la casa profesa de Valladolid, fue mandado a Roma por Felipe II para abogar ante el Papa sobre la necesidad de una congregación general que limitara los poderes de un ‘general absoluto y tiránico’ (Diario de la embajada a Roma). Acquaviva procuró en vano oponerse a tal convocatoria, pero Clemente VIII resultó inamovible y la congregación se abrió en Roma en 1593. Por presión del propio pontífice le fue concedido a Acosta participar con derecho de voto, aunque él usó tal privilegio para votar según las directivas del general, excepto en el caso del decreto que prohibía a los cristianos nuevos el ingreso en la orden. Junto con Francisco Arias de Párraga (1534-1605) fue, en efecto, el único en expresarse contra la controvertidísima disposición que, al prohibir el ingreso de la orden de los judíos convertidos, iba en sentido opuesto a las directivas ignacianas de tolerancia y apertura. […] La congregación general se cerró en enero de 1594 y macró, sin ninguna duda, una línea divisoria significativa en el generalato de Acquaviva. Si en ella quedaron sustancialmente ratificados los lineamientos fundacionales de la institución, sin establecer ni un plazo máximo antes de la profesión de los votos ni de la periodicidad de la convocatoria de las congregaciones provinciales, la intervención de Clemente VIII obligó al general a aprobar la duración trienal de los cargos de rector y provincial (luego revocada) y a establecer que los superiores presentaran una especie de rendición de cuentas periódica de su gestión.

Visconti, Ignacio (Ignazio). Decimosexto General. 1751- 1755

Retz, Francisco (František). Decimoquinto General. 1730- 1751

Tamburini, Miguel Ángel (Michelangelo). Decimocuarto General. 1706- 1730

González de Santalla, Tirso. Decimotercer General. 1687- 1705

Noyelle, Carlos de (Charles de). Duodécimo General. 1682- 1686

Oliva, Juan Pablo (Gianpaulo). Undécimo General. 1661- 1681

Nickel, Gosvino (Goswin). Décimo General. 1652- 1661

Gottifredi, Alejandro (Alessandro). Noveno General. 1652- 1652

A pesar de que Acquaviva intentó destacar por todos los medios la no intervención de la Compañía en los manejos políticos –por ejemplo, al componer la instrucción De confessariis principum (1602), tendiente a reglamentar de una vez por todas la acción de los jesuitas que operaban en el seno de las cortes-, su generalato se vio afectado por incidentes políticos que interfirieron en forma más o menos directa en la vida de la Compañía. El caso francés fue uno de los que más perturbaron al gobierno de Acquaviva. Durante el prolongado período de las guerras de religión, los jesuitas habían estado muy próximos a la Liga, y el asesinato de Enrique III (1589) por parte de Jaques Clément (que era también un dominico) no hizo más que fortalecer la identificación con tal partido. Después de la sucesión de Enrique IV (1594), los jesuitas se encontraron en una situación muy complicada: Sixto V haba declarado la Navarra como inhábil para la sucesión, y Acquaviva intentó impedir que la Compañía se comprometiera con el nuevo monarca. Por otro lado, una vez alcanzada la pacificación interna, los religiosos fueron vistos como un elemento perturbador de la paz del Estado y debieron sufrir duros ataques del partido de lospolitiques (Étienne Pasquier, Antoine Arnauld, Auguste de Thou) y de la Sorbona, empeñados en combatir sobre todo el sistema educativo de la Compañía. El antijesuitismo apareció entonces en Francia con gran fuerza, lo que dio lugar a la publicación de plaidoyersy obritas por demás polémicas, como el Catéchisme des jesuites (1602), de Pasquier, un conjunto de imágenes y temas que produjeron un arsenal polémico ampliamente utilizado, asimismo, en siglos posteriores. La tentativa de asesinar al rey por parte de Jean Chatel (1594) fue la gota que hizo desbordar el vaso: se acusó a los jesuitas, en efecto, de haber armado la mano del agresor con sus teorías subversivas, y se los expulsó de Francia en diciembre de ese mismo año; sólo volvieron a ser admitidos diez años después (1604), tras suscribir un juramento de fidelidad al soberano francés: una estratagema ideada para superar el problema –muchas veces deplorado por el Parlamento de París- de la residencia del general en un país extranjero. […]

“Las Constituciones explican cómo es posible investigar el convertirse en jesuita, por medio de cuál vía, en qué condiciones y con qué intenciones (Primer examen, 1- 133; Prólogo, 134- 137; 1ª Parte, 138- 203). Precisan cuáles deben ser los criterios de selección que deben satisfacerse (Primer examen) y cuál será, luego de su admisión condicionada, el itinerario de prueba, luego de la formación, propuesto al “escolástico” (1ª Parte; 3ª, 243- 306, 4ª, 307- 509). Dan cuenta de la diferencia de “grados” (del latín gradus) asignados a cada jesuita y de los votos pronunciados en cada grado (5ª Parte, 510- 546). Dejan de lado el modelo monástico de la Tradición y lo sustituyen con la primacía de la modalidad y de la misión, el obrar en el mundo, el cuidado del prójimo en lugar de su propia perfección; subrayan el papel principal reconocido al trabajo de la inteligencia y dejan así entrever cuáles fueron las condiciones de posibilidad del progreso de los colegios. Manifiestan quién debe gobernar la Compañía, quién puede guiarla y quién puede reformarla. Permiten comprender el significado dado al “tercer año” de probación antes de pronunciar los “grandes votos” y por qué, si hay la elección de un superior general de por vida, sólo hay nombramientos de superiores provinciales y locales cuyos mandatos tienen un tiempo limitado (8va parte, 655- 718; 9ª Parte, 719- 811). Marcan el importante sitio reservado a la Congregación General, pero evitan que se abuse de ella por exceso o por defecto. Refieren las decisiones del obrar a la tradición de los Ejercicios y enseñan la manera como la libertad interior de los compañeros se articulará por un lado en la obediencia de observar, y por otro en la apertura de la conciencia que debe practicarse con su superior.”

Luce Giard “Cómo la redacción de las Constituciones acompañó a la creación de la Compañía de Jesús” en Historia y Grafía número 7, año 4, Universidad Iberoamericana, 1996, pp. 77- 78.

Resultan evidentes […] las dificultades del general Acquaviva para desarrollar con éxito la gestión verticalista de la Compañía. La tentativa de reglamentar cada aspecto en particular del gobierno de la orden con instrucciones ad hoc no podía más que chocar con la autonomía de las provincias, no sólo las europeas sino también las extraeuropeas […] Con la VI Congregación General (1608) Acquaviva reafirmó la condena de los ‘perturbadores’ y aprobó medidas severas para los jesuitas que, por sí mismos por intermedio de terceros, aun ajenos a la Institución, atentaban contra la paz interna; habían pasado muchos años desde los memoriales enviados al Santo Oficio para denunciar la ‘tiranía’ del general, pero el clima permanecía candente, como lo demuestran las dos cartas De recursus ad Deum in tribulationibus et persecutionibus (1602) y De sollicitudine et vigilantia superiorum erga subditos (1604), al igual que los dossiers enviados a Roma en respuesta a la requisitoria De detrimentis societatis (1606). De este riquísimo material surge la imagen de una Compañía profundamente alterada y sacudida en su interior por problemas de diversa índole. Si bien, considerándola en su conjunto, los provinciales se quejaban de la muy escasa disciplina interna y de la excesiva –por así decirlo- ‘secularización’ de los religiosos, las diversas provincias reflejaban problemas específicos de sus particulares entornos de pertenencia. En el caso polaco, por ejemplo, se reprochó a los jesuitas su fuerte compromiso con el poder político, anatematizado en estos años por el Monita privata Societatis Jesu (1614), uno de los panfletos antijesuitas más conocidos, escrito por el ex jesuita Hieronim Zahorowski para vengarse de la orden que lo había expulsado.

Fortis, Luis (Luigi). Vigésimo General. 1820- 1829

Roothan, Juan Felipe (Jan Philip). Vigésimo primer General. 1829- 1853

Ricci Lorenzo. Decimoctavo General. 1758- 1773

Centurione, Luis (Luigi). Decimoséptimo General. 1755- 1758

En Francia, el dossier enviado por el provincial se concentró, en cambio, en los conflictos espirituales internos. Una suerte de predilección por la vida contemplativa había englobado. De hecho, a un grupo consistente de jesuitas franceses, al extremo de preocupar a Acquaviva, que en más de una ocasión (piénsese en la carta De la oración y penitencias como tienen que usar los nuestros conforme a nuestro instituto, 1590, o en las Industrae… ad curandos animae morbos, 1600) había reafirmado su preferencia por la contemplación activa y subrayado que la oración –al igual que los otros ministerios de la Compañía- no podía comprenderse sino en combinación con el apostolado, fin último de todo jesuita. Una preocupación parecida alentó también la actitud de Acquaviva con respecto al padre Achille Gagliardi, director espiritual de la dama milanesa Isabella Bellinzaga, en el intento de poner freno a su posición, favorable a una reforma espiritual en sentido contemplativo. En este mismo campo se esforzó el general con la finalidad de componer las diferencias

individuales, tratando de combatir las tendencias centrífugas: ‘No se pedía a nadie que adherirse a un modelo uniformador, pero se pedía a todos vivir la propia vocación sin fanatismos […]; sólo mediante un cuidadoso disciplinamiento interior se podía alcanzar la propia perfección’ (Guerra, 2002). En este sentido tuvo gran importancia para Acquaviva la valorización de los Ejercicios espirituales de San Ignacio, sobre cuyo uso compuso un nuevo Directorium (1591). Además de establecer ciertas reglas para el interior de los noviciados con respecto a la educación espiritual, propuso una redefinición de la figura de Ignacio y se esforzó para que la Vita Ignatii Loiolae de Ribadeneira (1567-1569) se reemplazara poco a poco por la de Gian Pietro Maffei (De vita et moribus Ignatii Loiolae, qui Societatis Jesu fundavit, 1585), que ponía el acento en los aspectos institucionales en lugar de los predominantemente místicos. […]

Wernz, Francisco Javier (Franz-Xaver). Vigésimo quinto General. 1906- 1914

Martín García, Luis. Vigésimo cuarto General. 1892- 1906

Anderledy, Antonio María (Anton Maria). Vicario General (1883- 1887) y vigésimo tercer General (1887-1892)

A Beckx, Pedro Juan (Pieter Jan). Vigésimo segundo General. 1853- 1883

En pocas palabras, el intento de Acquaviva por concentrar el gobierno de la orden se enfrentó con la voluntad de autonomía de las distintas provincias (no sólo las europeas) y con la nacionalización de éstas, obligadas –con mayor o menor reticencia- a gravitar en la órbita de las nuevas grandes monarquías. Esto no significa que bajo su gobierno no se operase una real y verdadera redefinición de la identidad de la orden y una remisión a los valores ignacianos, pero también tuvieron la capacidad de adaptarlos a las profundas mutaciones de la sociedad europea que tuvieron lugar tras las grandes transformaciones confesionales que habían rediseñado el mapa del continente. Desde cierto punto de vista, se puede decir que la producción normativa de Acquaviva –destinada a confluir oficialmente en el corpus institucional de la orden- contribuyó a fijar las reglas que mantuvieron su valor y su fuerza al menos durante todo el siglo XVII. En este sentido, en coincidencia con las tesis de Dauril Alden –que, remitiéndose al pensamiento de Max Weber, sugirió considerar a la Compañía de Jesús como una institución burocratizada-, podría decirse que el éxito de Acquaviva radica en el hecho de que después de él, a pesar de no debilitarse la función de gobierno de sus sucesores, los generales fueron personajes de menor cuantía. Como si el mecanismo de gestión y la centralización de la orden fueran ya tales que tornaron menos importante la personalidad del general, supremo regulador de la orden.” ( pp. 45- 56)

Fuente: Sabina Pavone, Los Jesuitas: desde los orígenes hasta la supresión. Tr. Rosa Corgatelli. Buenos Aires, Libros de la Araucaria, 2007. Fragmentos de las pp. 45-56.Ignacio de Loyola, Constituciones de la Compañía de Jesús y sus declaraciones(Reproducción fototípica del original), Roma, Stabilimento Danesi, 1908. Este documento se encuentra en nuestra Biblioteca bajo la clasificación BX 3704E 8I 461908.

La edición fototípica del original consta de 15 folios más 131 reproducciones fotográficas del documento original. La edición incluye, por parte de los editores, una introducción al lector que describe en qué consisten las Constituciones y su historia, cómo fue que se redactaron, cómo fueron aprobadas y cuándo adquirieron carácter de ley.

 

“[...] tenemos por necesario se sirvan estas constituciones que ayuden para mejor proceder con nuestro instituto en la via comenzada del divino Servicio y aunque lo primero y que más peso tiene en nuestra intención sea lo que

toca al universal cuerpo de la Compañía, cuya unión y buen gobierno y conservación en su buen ser, a mayor gloria divina, principalmente se pretende porque este cuerpo consta de sus miembros y ocurre antes en la ejecución lo

que toca a los particulares [...]“

Nota: A partir de esta fecha el Departamento de Arte de Universidad Iberoamericana contribuirá con las imágenes que acompañan el texto de esta sección. Continuamos con la síntesis del libro de Sabina Pavone Los Jesuitas: desde los orígenes hasta la supresión.

Los Ejercicios Espirituales en contexto“Alumbrados: En su origen es un fenómeno religioso exclusivamente hispano (toledano-castellano), sin conexión directa con el *erasmismo o *luteranismo. Surgió en ambientes devotos y no letrados, formados en buena parte por conversos, atraídos por una idea de amor puro, superior a las motivaciones de interés o temor, y que rechazaba la religión de obras externas. Fue un camino o vía de perfección, que hasta 1523 no suscitó sospechas y pudo discurrir paralelamente al de los recogidos franciscanos; éstos lo rechazaron abiertamente en el capítulo provincial de 1524. La condena de la Inquisición se formuló en el ‘Edicto contra los alumbrados del reino de Toledo’, de 1525”.

Diccionario histórico de la Compañía de Jesús. Biográfico temático, Madrid, Universidad Pontificia Comillas, 2001, s. v. alumbrados.

“Por un largo período la historiografía –tanto la apologética como la de matriz protestante, con fines opuestos– transmitió la imagen de una Compañía de Jesús replegada sobre las posiciones romanas. Recientes investigaciones, sin embargo, modificaron de modo notable esta interpretación, al poner de relieve no sólo las continuidades sino también los puntos de ruptura y de contraste entre los jesuitas y las otras instituciones de la curia romana, no siempre dispuestas a aceptar los enormes privilegios que la orden había logrado acumular en pocos años.

BREVE: Es una carta emitida por la cancillería papal, menos solemne y formal que una bula. (Traducción del Editor.)The Catholic Encyclopedia, Nashville, Thomas Nelson Inc. Publishers, 1976, s. v. apostolic brief.

Este discurso vale sobre todo para las difíciles relaciones con la Inquisición, tanto romana como española. Contrariamente a lo que podría ser pensar un mito consolidado, la Compañía de Jesús no adoptó como uno de sus primeros objetivos el de combatir la herejía protestante. Ignacio de Loyola no se presentó jamás como contrario a Lutero, y sólo asumió para sí tal misión cuando ésta se hubo convertido en prioritaria para la Iglesia. Como escribió Hubert Jedin, el objetivo principal de Ignacio fue siempre ‘la renovación interior que se obtendría con el auxilio de los ejercicios y el apostolado a escala mundial’”. (p. 32-33) De hecho, los jesuitas sufrieron la desconfianza de la Inquisición porque los Ejercicios se vieron como sospechosos de “alumbradismo”.

La vocación de San Ignacio Juan Rodríguez Juárez Siglo XVIII Óleo sobre tela Catedral, Puebla, Puebla

“En 1548, con el breve Pastoralis officii, Paulo III aprobó los Ejercicios espirituales, sin duda uno de los textos más importantes del panorama religioso del siglo XVI. Nada tienen de tratado espiritual, no ofrecen una catequesis doctrinal, no transmiten puntos de vista teológicos ni responden a exigencias externas (O’Malley). Se presentan, en cambio, como un pequeño libro pedagógico, cuya peculiaridad consiste en no dirigirse ‘directamente a quien quiera realizarlos, sino a un tercero que los propone en forma oral a un ‘ejercitante’ (Demoustier). La originalidad y la fuerza, por lo tanto, se encuentran inscritas desde el principio en el armado que asocia la dimensión de la escritura con la oralidad, uniendo de alguna manera la tradición medieval y el uso del libro como instrumento devocional.”

“Los Ejercicios son ante todo un método, un texto que no se lee, sino que se da; ‘como se da el alimento o el látigo’, escribió Roland Barthes. […] Se dividen en cuatro semanas: ‘La primera es la consideración y contemplación de los pecados; la segunda, la vida de Cristo nuestro Señor hasta el Día de Ramos inclusive; la tercera, la pasión de Cristo nuestro Señor; la cuarta, la resurrección y la ascensión, poniendo ‘tres modos de orar’. […] Pese a su carácter metodológico, los Ejercicios no se limitan a ser un mero conjunto de reglas técnicas, sino que inducen, en cambio, a la movilización de afectos y pasiones. Como escribió Michel de Certeau, ‘la profesión ignaciana implica un deseante’” (pp. 27-29).

“[La] dependencia casi exclusiva de la inspiración interior, en especial en la elección de internarse por el camino del perfeccionamiento mediante las acciones de consolación y desolación, es interpretada por otros (como Juan Martínez de Silíceo, arzobispo de Toledo)

como una práctica demasiado próxima al alumbradismo, y por ello fue observada también con aprensión por la Inquisición española. Justamente el hecho de que los Ejercicios expresaran un fuerte respeto hacia la persona dio lugar a otras reacciones de desconfianza, reforzadas por la circunstancia de que tampoco la vida religiosa quedara indicada en absoluto como la mejor elección: los Ejercicios, en efecto, no se proponían sólo a los religiosos y eclesiásticos, sino también a los laicos. […] [En este sentido] cumplieron una importante función al acercar la orden a los sectores sociales dirigentes, tanto laicos como eclesiásticos, ‘en el signo del recíproco servicio para la renovación religiosa y la consolidación de las posiciones en la estructura de la Iglesia’ (Motta). El obispo reformador Otto Truchsess recibió los Ejercicios de Claude Jay llegado a Augsburgo en 1550; en Parma, unos años antes, Laínez y Fabre habían guiado en la misma dirección a muchos elementos del patriarcado de la ciudad, entre ellos Juan Jerónimo Domenech y los hermanos Francesco y Benedetto Palmio, que llegarían a ocupar posiciones relevantes en la orden. El cardenal Contarini había seguido el programa ignaciano en Roma, pero no sabemos si llegó a hacerlo Marcello Cervini, el futuro Marcelo II (pp. 32-33).

Imagen Izquierda Meditatio mortis optima vitae magistra Anónimo Siglo XVIII Óleo sobre tela Museo del Pueblo de Guanajuato, Guanajuato

“La renuencia de Ignacio a participar en las disputas doctrinarias resulta […] evidente en la posición asumida en el mérito de la participación de Jacobo (o Diego) Laínez y de Alfonso Salmerón en el Concilio de Trento. Si la invitación era una señal de la confiabilidad de la Compañía a los ojos de curia romana, las instrucciones dadas por Ignacio a sus cofrades mostraban su resistencia a asumir posiciones radicales, al aconsejarles una actitud irenista*** que salvaguardara la parte de verdad contenida en las posiciones del adversario, y recordarles que su primer deber era el de continuar, también en Trento, con el desarrollo de sus ministerios. Esta actitud expresaba por completo el deseo ignaciano de dar a conocer y hacer apreciar a la Compañía de Jesús, para que los obispos congregados en el concilio se persuadieran ‘de la superior necesidad de instituir los colegios y los ministerios de la Compañía en su diócesis’ (Polanco, Chronicron). Aun así, Lainéz y Salmerón cumplieron una función relevante en cada una de las tres sesiones del concilio; en particular Laínez desempeñó un papel decisivo en la elaboración del decreto sobre la justificación e intervino contra el emperador (que era, sin embargo, uno de los mayores protectores de la orden en Alemania), que propugnaba la causa de la comunión sub utraque specie en la esperanza de favorecer así el regreso de los protestantes al seno de la Iglesia de Roma” (p. 34).

Imagen Izquierda Pira funeraria de Santa Prisca Anónimo Siglos XVIII-XIX Temple/tela Museo de Arte Virreinal, Taxco, Guerrero.

“En el siglo XVI, para los primeros interlocutores y ejercitantes de Loyola, un Pierre Favre o un Francisco Xavier, era muy sorpresiva y novedosa una ‘teología de los afectos’ (Theologia affectus), la cual procedía por el movere el corazón. Así, lo que Loyola proporcionó al creyente fue ‘la organización de un lugar’ desde donde hablar con Dios, precisamente la composición de lugar, la compositio loci, la pieza clave y más resaltada de los Ejercicios espirituales ignacianos, pero que a su vez se ha prestado a interpretaciones que son casi un oxímoron de lo que su autor pudo haber pretendido: la representación de lo que él no podía intentar representar. Su método supone lo que no representa, sólo organiza los lugares: ‘le procura señales y no la historia del viaje, despliega las posibilidades, las alternativas y las condiciones de desplazamiento’ al ejercitante, quien ha de tomarlas a su cargo. Las composiciones de lugar se reparten en las cuatro semanas de los Ejercicios, como cuatro actos de una obra teatral, como es el caso de la ‘oscuridad’ de la tercera semana, y la ‘luz’ de la cuarta. ¿Qué es la composición de lugar para Ignacio? […] se trata de una invitación a ‘imaginar’ –a partir de los sentidos interiores– una escena en la que se dan acciones dolorosas o gloriosas, sobre todo de la Pasión de Cristo, por medio de las cuales, el ejercitante, inmerso en esta teología de los afectos, será con- movido a un cambio de vida para mayor gloria de Dios. Ahora bien, se nos insta a ‘imaginar’ y no a ‘memorizar’ lo ya producido, que es a lo que nos convidarán los jesuitas que le siguen a él. Hacer tal distinción no es un preciosismo semántico, sino la expresión del desplazamiento del que quiero dar cuenta. En términos metafóricos, podría decirse que ‘imaginaba’ el habitante del mundo de la oralidad anterior a Trento, y ‘memorizará’ el ciudadano de la república de las letras que le sucedió.”

Perla Chinchilla Pawling, De la “compositio loci” a la república de las letras: predicación jesuita en el siglo XVII novohispano, México, Uia-Departamento de Historia, 2004, pp. 143-145.Michel de Certeau, “L’espace du desir ou Le ‘fondement’ des Exercises Spirituels”, Christus, 78, t. 20, abril 1973, p. 119 en Perla Chinchilla Pawling, De la “compositio loci” a la república de las letras: predicación jesuita en el siglo XVII novohispano, México, Uia-Departamento de Historia, 2004, pp. 143-145.

“Son también dignas de atención las relaciones de los jesuitas con el círculo de los ‘espirituales’. Ya se dijo que Gasparo Contarini había patrocinado la aprobación de la Compañía; más controvertida se representa la relación con el cardenal Morone, que durante su permanencia en Alemania tuvo como confesor a Pierre Fabre, al que confió misiones de importancia. ‘Siempre fui aficionado a esa compañía’, recordaba, y por ello invitó a Salmerón a predicar en Módena en tanto ‘bien docto instruido contra luteranos’. La predicación del jesuita en Módena, sin embargo, fue recibida con polémicas que culminaron con la expulsión del propio Salmerón a causa de su desacuerdo con el cardenal respecto del papel de las buenas obras en la justificación. Cuando Paulo IV instruyó el proceso contra Morone y ordenó luego encarcelarlo en el castillo de Sant’Angelo bajo la acusación de criptoluteranismo, Salmerón no pudo eximirse de prestar testimonio” (p. 36).

“Fue principalmente al Concilio de Trento, por supuesto, a donde miraron las personas preocupadas por la reforma de la Iglesia, que en aquel contexto incluía la reforma de la curia papal, pero era mucho más amplia que ésta. Como los jesuitas, los decretos principales del Concilio evitaron usar el término mismo [reforma], probablemente debido al significado radical de que le habían dotado los protestantes y otros. De todos modos, desde el principio el Concilio se entendió a sí mismo como portador de una doble tarea: la ‘afirmación de la doctrina’ contra las nuevas herejías, y la ‘reforma de las costumbres’ contra los abusos disciplinarios existentes desde antiguo. Sus decretos se dividieron, según esto, en dos categorías: los que trataban de la doctrina y los titulados de reformatione. La reforma de las costumbres debía conseguirse por medio de una vigorosa afirmación de los deberes, derechos y jurisdicción de los obispos y párrocos, garantizando su cumplimiento con penas canónicas de nueva severidad. Aunque al Concilio se le impidió finalmente emprender la reforma del papado, la ‘reforma de las costumbres’ no era sino una suavización retórica de la expresión tradicional ‘reforma de la Iglesia’. Resulta que dos jesuitas fueron comisionados oficialmente como teólogos para el primer período del Concilio, 1545- 47: Laínez y Salmerón, designados por Ignacio a petición de Paulo III. A instancias de Otto Truchsess von Walburg, obispo de Augsburgo, Jayo actuó como procurador de éste. En 1547, en el momento en que el Concilio se acercaba a su agriamente discutido traslado a Bolonia, Pedro Canisio apareció brevemente a instancias de Truchsess. Los otros tres

jesuitas tuvieron contribuciones importantes al Concilio en cuestiones tanto doctrinales como de reforma, entre ellas especialmente, por medio de Jayo, despertar la conciencia de la necesidad de una mejor formación para el clero. Sin embargo, no fueron las figuras centrales. Ignacio se alegró manifiestamente del respeto mostrado a su nueva Compañía al solicitar el papa y un obispo importante los servicios de sus hermanos. A principios de 1546 envió a Laínez, Salmerón y Jayo una instrucción sobre cómo debían comportarse en Trento”.

John W. O’ Malley, Los primeros jesuitas, España, Mensajero/Sal Terrae, 1993, p. 394.

“Si bien se dieron entornos, en consecuencia, dentro de los cuales el papel de la Compañía en el combate contra los herejes resulta controvertible y no reductible a la fórmula simple de la ‘ortodoxia ignaciana’, no es menos cierto que en otras situaciones de conflicto los jesuitas fueron tenaces defensores de la Iglesia de Roma. Muchos de lo éxitos contra los herejes italianos en la segunda mitad del siglo se debieron ‘a la faena oculta de los jesuitas […]: ciertas y verdaderas investigaciones sobre particulares y grupos, actividades de asesoramiento ejercidas en los tribunales inquisitoriales locales y conversaciones en las cárceles con herejes irreductibles, con el propósito de doblegar su obstinación’ (Romeo). Ello ocurrió, por ejemplo, con los valdenses en Calabria y en Apulia, donde Bobadilla –enviado a San Sixto (uno de los principales focos de la herejía)- condenó los rigores de la Inquisición y ‘fue sólo por el interés de Laínez que una disputa entre Bobadilla y Ghislieri no deviniera en un choque más intenso’ (Scaramella)”. (p. 37)

Condiciones de una buena confesión Anónimo s. XVIII Óleo sobre tela Pinacoteca de La Casa Profesa

“…Los Ejercicios constituyen un texto legible en diversos niveles, y es interesante, entonces, no sólo para los teólogos e historiadores del fenómeno religioso, sino también para los filósofos, psicólogos, lingüistas y directores como Sergei Eisenstein (Rolan Barthes habló a este respecto de ‘texto múltiple’). A pesar de ser una obra de indudable originalidad, reverla con claridad las referencias culturales de Ignacio, que se remontan, por cierto, a las lecturas de su convalecencia: por un lado, la Vita lesu Christi de Ludolfo de Sajonia, imbuida de la tradición franciscana reformada; por otro, la influencia de Vicenre Ferrer y la reforma dominicana transmitida a Loyola en el convento de Manresa. También debe de haber conocido (aunque quizás en una versión reducida) el Ejercitatorio de la vida espiritual de Francisco Jiménez de Cisneros (1436-1517), abad de Montserrat. Este texto, que destacaba la importancia de la oración mental, con independencia del oficio religioso y accesible a los seglares, había introducido a Ignacio en el movimiento de la denominada devotio moderna, nacido en la Baja Renania y las provincias holandesas septentrionales, en la versión de la vida devota interior transmitida por De Imitatione Christi (atribuido a Jean Gerson, pero más probablemente debido a Tomás de Kempis). Es posible que Ignacio también haya adoptado del Ejercitatorio la estructura dividida en semanas, pero otorgándole una mayor elasticidad. Sin embargo, más allá de estos modelos, la verdadera novedad radicaba en el hecho de prever un período definido de retiro durante el cual realizar los Ejercicios (práctica que se conserva todavía como costumbre entre los jesuitas); período que, una vez concluido,

llevaba a vivir en el mundo la nueva condición de ‘elección’. Ignacio rompía así ‘con el monopolio de un ideal de perfección monástica’ (Demoustier)”. (p. 30)

Imagen Derecha El momento de la muerte Miguel Martínez de Pocasangre Pintura mural Siglo XVIII Santuario de Jesús Nazareno, Atotonilco, Guanajuato

IRENISMO: Término usado para describir una conciliación en materia eclesial, particularmente en el ámbito de la unidad de los cristianos a diferencia de polémica y controversia. (Traducción del Editor.)New Catholic Encyclopedia, Nueva York, Mac Graw Hill, 1967, s. v. irenicism.Fuente: Sabina Pavone, Los Jesuitas: desde los orígenes hasta la supresión. Tr. Rosa Corgatelli. Buenos Aires, Libros de la Araucaria, 2007. Fragmentos de las pp. 27-36.

La composición del lugar, originalmente, clave de los Ejercicios Espirituales, inspiró a muchas imágenes del Barroco…

La muerte arquera Anónimo S. XVII Óleo/tela Pinacoteca del templo de la Compañía de Jesús, Guanajuato, Guanajuato

Vita fucata imago mortis Padre Antonio Rosende S. XVIII Grabado Museo del Pueblo de Guanajuato

Las penas del infierno Anónimo Óleo/tela S. XVIII Pinacoteca de la casa Profesa

Relox Thomas Cayetano de Ochoa y Arin, inv.; Sylverio, ex. 1761 Buril

Pudridero Anónimo Siglo XVIII Óleo sobre tela Pinacoteca del Templo de La Profesa

La Purísima Concepción con jesuitas Juan Francisco de Aguilera Siglo XVIII, Óleo sobre tela, 252 x 420 cm Museo Nacional de Arte, México, D.F.

Retrato fúnebre de don José de Escandón, conde de Sierra Gorda Andrés de Islas, Ca. 1770 Óleo/tela Museo Regional de Querétaro, Querétaro

Nacimiento y bautizo de san Ignacio de Loyola con nacimiento de Cristo Cristóbal de Villalpando 1710 Óleo sobre tela Museo Nacional del Virreinato, Tepotzotlán, México

Tentación a santa Rosa de Lima Cristóbal de Villalpando Siglo XVIII Catedral Metropolitana, Ciudad de México

San Francisco Xavier Miguel Cabrera Siglo XVIII Óleo sobre lámina 68 x 58 cm Museo Nacional de Arte, México, D.F.

Pira funeraria de Santa Prisca Anónimo Siglos XVIII-XIX Temple/tela Museo de Arte Virreinal, Taxco, Guerrero.

Los orígenes (1540-1580). Ignacio de Loyola y los primeros jesuitas.

“Ignacio nació probablemente en 1491 en la casa de Loyola, en la provincia vasca de Guipúzcoa. En el bautismo le fue impuesto el nombre de Iñigo, y sólo muchos años después, en París, decidió cambiarlo por Ignacio, tal vez por devoción a San Ignacio de Antioquía. En un principio su padre lo había encaminado, sin éxito, en la carrera eclesiástica, pero poco antes de morir lo destinó a la carrera militar. Ignacio se allegó para ello a Juan Velázquez de Cuéllar, tesorero en jefe de la corte imperial, y allí recibió su educación, de definido sello cortesano, repartida entre la vida militar y las compañías femeninas. Pasaron así algunos años, hasta que en 1516, tras la muerte del rey Fernando, Juan Velázquez cayó en desgracia y al poco tiempo murió. Ignacio pasó entonces al servicio del duque de Nájera en Navarra. Miembro de la guarnición en la defensa de Pamplona, sitiada por los franceses (1521), fue herido de gravedad en una pierna y transferido de vuelta a Loyola. Allí debió sufrir una dolorosísima operación, que lo dejó con una leve renquera y lo obligó a mantener una forzada inactividad durante bastante tiempo.

Dado que le apasionaba la lectura de libros mundanos y de falsas aventuras, comúnmente llamados “libros de caballería”, al sentirse bien pidió que le dieran algunos para pasar el tiempo; sin embargo, en aquella casa no encontraron ninguno de ese tipo de volúmenes, de modo que le dieron un ejemplar de Vita Christi (de Ludolfo de Sajonia) y un libro sobre la vida de los santos de edición vulgar (la Leyenda áurea, de Jacobo de Varagine) (Autobiografía)

En un comienzo, Ignacio interpretó tales lecturas en absoluta clave caballeresca (las vidas de San Domingo y San Francisco le inspiraban “siempre grandes y arduas empresas”), hasta que, poco a poco, “llegó a conocer la diversidad de los espíritus que se agitaban en él, uno del demonio y el otro de Dios”. La suya fue una lenta conversión espiritual que lo llevó –apenas curado- a la elección de consagrar su vida a Dios.

Decidió partir hacia Tierra Santa, se trasladó al principio al monasterio de Montserrat, y desde allí se dirigió a Manresa, donde permaneció cerca de un año. Fue éste el inicio de su propio y verdadero camino espiritual; una vida llevada bajo el emblema de la ascesis más severa, con la intención de alejarse de toda pasión terrenal y con la continua sensación de no estar a la altura del tipo de vida emprendido. Fue en Manresa donde comenzó a ayudar a los enfermos y donde tuvo sus primeras visiones místicas y comenzó a tomar notas de lo que habría de convertirse en los Ejercicios espirituales, “más que un libro, un método” (A. Longchamp) de “mística activa”, un sistema de oración y acciones para entrar en unión con Dios, basado en el examen de conciencia (que había que repetir dos veces al día), la oración, y la confesión y la comunión por lo menos una vez cada ocho días. En 1523 Ignacio emprendió su primera peregrinación a Tierra Santa, pero el superior de los franciscanos, custodios de los Lugares Santos, lo disuadió de permanecer en Jerusalén. A partir de esa experiencia fue madurando la decisión de dedicarse “a la ayuda de las almas”, al apostolado, según las formas y los métodos que habrían de definirse en los años siguientes. Retornó entonces a España, a Alcalá para iniciar su preparación y seguir los cursos universitarios (1526-1527). Muy pronto, empero –con un grupo de jóvenes que se habían unido a él en Barcelona-, comenzó a predicar y a “dar” los Ejercicios espirituales, con lo que despertó la atención de la Inquisición. Loyola fue enviado a la cárcel como sospechoso de adherir al alumbradismo, movimiento de renovación espiritual, muy difundido en la España de aquel tiempo, que insistía en la importancia de la oración mental sobre la base de una enraizada tradición de espiritualidad mística. A los ojos del tribunal español, el énfasis puesto en el aspecto contemplativo (visionario y profético) surtía una influencia negativa en la moral, hasta el grado de asumir un carácter decididamente heterodoxo que llevó a la reiterada condena de los textos sospechosos. No fue Loyola, por otra parte, el único en caer en las redes de la Inquisición, ya que casi todos los clásicos de la mística española fueron sometidos a atento examen. Sin embargo, no eran pocos los puntos de contacto entre la predicación y la experiencia religiosa de Loyola y el alumbradismo: la insistencia en la oración mental, la consolación interior y la comunión frecuente (práctica muy controvertida en aquel entonces) delinea los contornos de un magisterio, dirigido al mundo de los laicos y de las mujeres, fundado no sobre el saber teológico y escolástico sino sobre una experiencia religiosa personal y subjetiva, que tenía su centro en un itinerario de experiencias visionarias y sobre todo de iluminaciones interiores.El de Alcalá fue el primero de una serie de procesos inquisitoriales que Ignacio debió sufrir en España, a pesar de quedar siempre liberado de las acusaciones de herejía; dichos episodios revelan que una cierta imagen apologética de Loyola, campeón de la ortodoxia, está lejos de ser del todo válida y se formó sólo después de nacida la Compañía. Corresponde señalar, además, que las sospechas del alumbradismo –como veremos más adelante- continuaron pesando sobre la provincia jesuítica española, en particular en la década de 1580.

Desde Alcalá Ignacio se trasladó a Salamanca, donde otra vez fue encarcelado y sufrió un nuevo proceso por la presunta heterodoxia de los Ejercicios; ésta fue una etapa importante en la evolución espiritual e intelectual de Ignacio, que, precisamente al responder las preguntas del inquisidor sobre la distinción entre pecado venial y pecado mortal, tomó conciencia de la grave carencia de sus nociones teológicas y, más en general, de su escasa cultura, comenzando por el conocimiento de la lengua latina. Por esto, pero también por su irritación ante algunas imitaciones impuestas a su predicación, partió en 1528 hacia París, donde a los cuarenta y siete años, se inscribió en cursos universitarios del colegio de Santa Bárbara. En marzo de 1533 recibió la licencia y, dos años después, el grado de maestro

enartibus. Inició también el curso de teología dictado por los dominicos de la calle Saint-Jaques; enriqueció así su cultura con el estudio de Santo Tomás y los escolásticos. La admiración por el denominado Modus Parisiensis –es decir, el sistema de estudios vigente en la universidad- habría de tener luego su consecuencia en la elaboración del Ratio Studiorum.En la capital francesa Loyola conoció a los compañeros destinados a fundar junto con él la Compañía de Jesús. Los primeros encuentros importantes fueron con Pierre Fabre, originario de Saboya, y con el navarro Francisco Javier (ambos mucho más jóvenes que él), que iniciaron bajo la guía de Ignacio los Ejercicios Espirituales pero que vacilaron largo tiempo –sobre todo Javier- antes de seguir su vocación. Los otros compañeros fueron el portugués Simão Rodrigues y los españoles Diego Laínez, Alfonso Salmerón y Nicolás Bobadilla. El 15 de agosto de 1534, en Montmartre, después de la celebración de la misa por parte de Fabre (el único del grupo ya ordenado sacerdote), todos ellos –no conscientes todavía de que la comunidad que estaban creando se transformaría pronto en una nueva orden religiosa- pronunciaron los votos de pobreza, castidad y obediencia, a los que sumaron el propósito de dirigirse a Tierra Santa. Juraron asimismo, por si su proyecto no llegaba a realizarse, que se presentarían ante el Pontífice para ofrecerle su obediencia. Fue este elin nuce el origen del cuarto voto de la Compañía de Jesús: la obediencia al Papa circa missiones. En cuanto a esta primera etapa de la vida de la Compañía –si bien todavía no formalizada- es importante subrayar la dimensión internacional, así como el carácter colegiado de las decisiones: Ignacio mantuvo siempre un papel de guía, pero la cohesión del grupo fue un factor relevante en los orígenes y en el primer período de expansión de la orden.Después de París, su inestable estado de salud obligó a Ignacio a retornar por un lapso a España, mientras sus siete compañeros –a quienes se habían agregado entre tanto Pascase Broët, Claude Jay y Jean Codure- se reunían en 1536 en Venecia, donde permanecieron hasta 1538; fueron los años del abortado proyecto de trasladarse a Tierra Santa y de la creación del núcleo originario de los denominados “ministerios” de la Compañía. Además de consagrarse a la oración, Ignacio y sus compañeros –todos ordenados sacerdotes en 1537- se ocuparon de los enfermos, visitaron cárceles e impartieron lecciones de catecismo. Vivieron, en suma, la elección de “servir a Dios en el mundo” que habría de constituir el rasgo distintivo de la Compañía de Jesús, rasgo no siempre comprendido, que provocaría, en el futuro, las mayores críticas contra los jesuitas. En Venecia tuvo también Ignacio ocasión de conocer a Gian Pietro Carafa, obispo de Chieti y fundador de los teatinos, que subió al solio pontificio en 1555 con el nombre de Paulo IV. La animosidad de Carafa hacia los jesuitas debe remontarse precisamente al encuentro veneciano, durante el cual Ignacio no dejó de expresar su perplejidad ante la congregación fundada por el obispo y por Gaetano de Thiene. Fue éste, asimismo, el único período que los integrantes del grupo originario pasaron casi siempre juntos; muy pronto, en efecto, Francisco Javier partiría hacia las Indias; Rodrigues –por insistencia del soberano Juan III- sería convocado a regresar a Portugal, y los otros se diseminarían por Italia y luego por Europa.

El grupo, que durante ese período aún carecía de nombre, recibió en 1540, del papa Paulo III, la aprobación oficial como orden religiosa, con la denominación de la Compañía de Jesús. La hagiografía jesuita subrayó siempre la importancia de la “visión de la Storta” (1538) como momento clave para la toma de conciencia de Ignacio, que, a punto de entrar en Roma, habría visto al Señor que lo invitaba a servirlo; de aquí deriva asimismo la elección del nombre de Compañía de Jesús. Llegados a la capital, Ignacio y los suyos recibieron de inmediato señales de benevolencia de parte del Papa, que confió a ellos algunos encargos: Ignacio entregó los Ejercicios espirituales al doctor Ortiz, conocido de los tiempos de Salamanca, que en aquel momento se hallaba en Roma como enviado de Carlos V; a Lattanzio Tolomei (pariente del cardenal Ghinucci) y al cardenal veneciano Gasparo Contarini. Fabre y Laínez enseñaron, en cambio, en La Sapienza, uno las Sagradas Escrituras, y el otro, teología. Conocieron también a Rodolfo Pio di Carpi, que en 1545 se convirtió –único en la historia de la orden- en cardenal protector de la Compañía. Como confirmación de la hostilidad que, pese a todo, los rodeaba, debieron sufrir un enésimo proceso inquisitorial, del cual salieron absueltos una vez más. En 1539, tras una serie de vigorosas discusiones, decidieron al fin fundar una nueva orden religiosa y, por intermedio

del cardenal Gasparo Contarini, sometieron al Papa los cinco artículos fundamentales –más conocidos como la Fórmula del Instituto-, en los que se incluían ya los puntos clave luego desarrollados en las Constituciones: el espíritu apostólico para el progreso de las almas, la lealtad y la obediencia con respecto a la Santa Sede, la dedicación a la pobreza, la obediencia a un prepósito general y la abolición de la oración coral, para poder extender el tiempo destinado a los propios ministerios. En el terreno institucional, el reconocimiento de la orden provocó no pocos disensos en el seno de la curia.El cardenal Girolamo Ghinucci se mostraba reacio a aceptar las novedades distintivas de la nueva orden religiosa, convencido de que la abolición del canto durante el Oficio Divino constituía un indicio de criptoluteranismo; el cardenal Guidiccioni era contrario a la aprobación de nuevas órdenes religiosas masculinas y, con mayor razón, de una orden con características similares a las del clero secular. A pesar de todo ello, el prestigio personal de Ignacio y sus cofrades, y tal vez las presiones españolas, hicieron que el 27 de septiembre de 1540 Paulo III promulgara la bula Regimini militantis Ecclesiæ, con la cual sancionó formalmente el nacimiento de la Compañía de Jesús. La única condición que los opositores lograron imponer fue la de limitar a sesenta la cantidad de integrantes, si bien esta cláusula fue abolida pocos años después (1544). La Compañía creció, de hecho, a un ritmo vertiginoso, y de los diez cofrades que se contaban en el momento de la fundación pasó a alrededor de un millar en el año de la muerte de Ignacio (1556). Un éxito estrepitoso, refrendado también por la solemne confirmación de la orden en 1550 con la bula Exposcit debitum de Julio III.Un paso fundamental fue la decisión de elegir de por vida al general. Como es obvio, Ignacio fue elegido por unanimidad (excluido su voto) el 5 de abril de 1541; sin embargo, durante unos quince días se negó a aceptar el nombramiento, declarándose inepto para desempeñar semejante papel. Asumido el cargo, gobernó con un fuerte sentido de la jerarquía, aunque con una actitud paternal en relación con sus subalternos (o, mejor dicho, súbditos, como se lee con frecuencia en los documentos de la Compañía). Franco Motta escribió que “el de los jesuitas no es un apostolado de la improvisación o de la espontaneidad”: la exigencia de consolidar un fuerte espíritu de cuerpo, así como de mantener la unión entre la cabeza y los miembros (otros términos habituales en el vocabulario ignaciano), explican la firmeza del general al insistir en el valor de la obediencia además del papel imprescindible atribuido a la correspondencia como medio de gobierno. Ignacio dejó más de seis mil cartas (sin contar las más de dos mil respuestas a él enviadas) que dan testimonio del uso constante que hizo del instrumento epistolar como medio para la dirección de la orden. Algunas de estas cartas son muy conocidas, como la de 1553 sobre la obediencia, que constituye una piedra fundamental para comprender el pensamiento de Ignacio.

La carta fue enviada a los miembros de la provincia portuguesa, conmocionada por la sustitución del provincial Rodrigues, acusado de favorecer prácticas penitenciales particularmente severas, contrarias a la normativa de la Compañía, y de gobernar la provincia –gracias al apoyo real- de una manera autónoma con respecto a las decisiones de Roma. La llegada del nuevo provincial, Diego Mirón, había sido acogida con gran desconcierto y fastidio, tanto que la provincia sufrió una grave reducción de adeptos (un porcentaje entre 20 y 25 por ciento había preferido abandonar la orden). Era urgente, por lo tanto, que el general reafirmara la importancia de la obediencia para todos los miembros, y con este fin la carta se convertiría en una lectura obligatoria en todos los refectorios de las casas y los colegios de la Compañía. La obediencia a los superiores –escribía Ignacio- era necesaria “no solo porque el superior sea particularmente prudente, o bueno, o posea cualquier otro don de Dios Nuestro Señor, sino más aún porque lo representa y posee su autoridad”; ella es, por lo tanto, un principio divino:

El que vive en la obediencia debe dejarse conducir y dirigir por la divina providencia a través del superior como si fuese un cadáver (perinde ad cadáver), el cual se deja llevar hacia cualquier lugar y de cualquier modo, o como el bastón de un anciano que le sirve donde quiera y como quiera él utilizarlo.

Si bien por un lado la historiografía jesuita continuó reafirmando tal principio (a menudo malinterpretado por los detractores de la Compañía), ello no implicaba un “sometimiento a un poder absoluto, sino una adhesión absoluta al servicio apostólico que es el objetivo de la Compañía” (Longchamp), que garantizaba la única forma posible de cohesión para una orden religiosa que hacía de la movilidad su principio guía, y es indudable que también tenía una consecuencia práctica en el ejercicio del poder en el interior de la Compañía. Tal principio delineaba, en efecto, una jerarquía de roles, codificada al poco tiempo en las Constituciones, en la cual el general era la cabeza de todo el sistema, seguido por los provinciales, los rectores de los colegios y los otros superiores locales. En perfecta consonancia con los debates políticos de su tiempo, Ignacio sostenía que el principio de la subordinación era válido “en todos los Estados bien regulados, así como en la jerarquía eclesiástica”, y que sin él sólo podía reinar el caos.En todo caso, no se comprendería exhaustivamente la estructura de la Compañía de Jesús si no se partiera de texto de las Constituciones, divididas en diez partes y promulgadas en 1558, después de la muerte de Ignacio. Se presentan como una suerte de itinerario: desde la elección de los candidatos, el período de prueba y la verdadera y real “incorporación” mediante el mecanismo de los grados, hasta llegar al cargo más importante de todos, el de prepósito general. Se dedica, incluso, un amplio espacio a las reglas que deben seguirse con quienes sean dados de baja, como testimonio de que en el seno de la orden no existía ninguna condición que se diera por definitiva. En el grado más elevado de este ordenamiento se hallaban los profesos de cuatro votos, quienes, además de los tres votos clásicos (castidad, pobreza, obediencia), formulaban el de obediencia al Papa circa missiones. Podían acceder a los cuatro votos aquellos que hubieran concluido el curso completo de teología, mientras que en un grado algo más bajo se ubicaban los profesos de tres votos, que habían superado sólo una parte. La novedad estaba representada por los coadjutores espirituales, es decir, aquellos que, privados de una cultura adecuada, no eran admitidos en la profesión, aunque poseyeran un conocimiento suficiente del latín para escuchar las confesiones. En el último nivel se encontraban los coadjutores temporarios, laicos que desempeñaban las funciones más humildes (como las de cocinero o contador). Los coadjutores, tanto espirituales como temporarios, profesaban también, de todos modos, los tres votos canónicos, primero en forma privada y luego públicamente, frente al superior. Esta estructura compleja, que preveía un noviciado mucho más prolongado con respecto al de otras órdenes religiosas, había sido pensada por Ignacio como una etapa que debía agotarse con el pasar del tiempo. De diversa opinión era Jerónimo Nadal, figura importante en la consolidación del ordenamiento definitivo de la orden, convencido de que sólo podrían ser admitidos en la profesión de los cuatro votos quienes contaran con una óptima formación teológica (Lukács). En la práctica, por consiguiente, el peso cuantitativo de la figura del coadjutor espiritual estaba destinado a acrecentarse con el paso de los años: el 8 por ciento del número total de los jesuitas en tiempos del generalato de Ignacio; el 24,9 por ciento bajo Francisco de Borgia, y el 47 por ciento bajo Claudio Acquaviva.PAVLVS EPISCOPUS, SERUUS SERUORUM DEI, AD PERPETUAM REI MEMORIAM.[1]Regimini militantis Ecclesiae, meritis licet imparibus, disponente Domino, praesidentes; et animarum salutem, prout ex debito pastoralis officii tenemur, solicitis studiis exquirentes:fideles quoslibet, qui vota sua in id exponunt, apostolici fauoris gratia confouemus aliasque desuper disponimus, prout, temporum et locorum qualite pensata, id in Domino conspicimus salubriter expedire…Bula Papal Regimini militantis Ecclesiae

Este simple dato explica el surgimiento de muchos problemas en el seno de la Compañía a partir de la década de 1550: la distinción entre profesos y coadjutores no era sólo nominal, sino que tenía una consecuencia directa en la carrera interna. Los cargos directivos (asistentes, provinciales, rectores) se confiaban de los profesos, lo que suscitaba animosidades y una impresión de desigualdad entre los coadjutores espirituales, que mal podían soportar la existencia de tales privilegios. Además, la decisión sobre la promoción a los cuatro votos –que figuraba en última instancia entre las competencias del general- se atribuía con frecuencia a favoritismos que no correspondían al mérito efectivo de cada padre. Hablaremos más adelante del violento enfrentamiento entre algunas provincias y el general Claudio Acquaviva, pero, ya en los tiempos de Francisco Borgia (1565-1572),

Benedetto Palmio, asistente de Italia y ex provincial de Milán, lamentaba –en un escrito que quedó inédito- que la “banda de los españoles”, con el único objetivo de hacer carrera, y con el beneplácito del general, se hubiera dedicado a estudiar teología para tener acceso a la profesión de los cuatro votos. Detrás de esta polémica se ocultaban, evidentemente, celos internos cuyos contornos se presentan hoy algo borrosos, aunque queda claro que expresaban un malestar real y difundido, que habría de aumentar incluso en relación con la cuestión de los viejos y nuevos cristianos.

Desde Laínez hasta Polanco, en efecto, se contaban entre los españoles muchos descendientes de familias de conversos (“conversos” o “moriscos”, según provinieran de judíos o de moros convertidos), algo que no suscitó problemas ni prejuicios de parte de Ignacio. Sin embargo, el problema iba a agudizarse en las generaciones sucesivas, sobre todo en la provincia española estrechamente ligada a las lógicas político-religiosas de la corte de Felipe II, muy reacia a aceptar a los conversos a título pleno en la sociedad española. Bajo Laínez, y luego bajo Borgia, el creciente peso del partido de los “cristianos nuevos” en la Compañía provocó fuertes críticas en el seno de la propia curia romana. No es casual que uno de los principales libelos antijesuitas elaborados en el ámbito católico –las Nuevas advertenciasdel obispo Ascanio Cesarini- insistiera en criticar justamente esa política de la orden. También éste –como otros problemas- habría de resolverse (de manera negativa para los cristianos nuevos) durante el generalato de Acquaviva, verdadero y real momento de redefinición de una serie de temas que Ignacio había dejado abiertos y que, en los años sucesivos, codificaron la práctica y las discusiones internas de la Compañía. Según el historiador jesuita John O’Malley, autor de un reciente estudio sobre los Primeros jesuitas, ya en 1565 “la Compañía era, en importantes aspectos, diferente de lo que era en 1540. […] Los jesuitas de esta generación dejaron tras de sí la documentación necesaria para el estudio de un notable caso de transición de un grupo carismático a una institución”. En la elaboración de este ingente corpus no debe olvidarse el papel de Juan de Polanco (1517-1576), primer coronista de la Compañía y secretario de Ignacio dese 1547, papel que cumplió también bajo los sucesivos generalatos de Laínez y de Borg