Conjura en madrid jose calvo poyato

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En plena guerra de Sucesión,cuando media España se enfrenta aotra media en un conflicto que noparece tener salida, una conjura dealtos vuelos sacude los cimientos dela monarquía española. Parahacerle frente, el conde deCantillana, uno de los militares queluchan por mantener a Felipe V ensu trono, se verá envuelto en unamaraña de sucesos donde elmisterio, la intriga y la traición seconvierten en el eje de la acción deesta novela histórica.

Por las páginas de Conjura enMadrid desfilan los más importantes

personajes de un momento decisivode nuestra historia: Felipe V, unabúlico sumido en la apatía; LuisaGabriela de Saboya, una reina joveny atractiva que, sentirá sobre sushombros el peso de la difícilsituación por la que atraviesa sutrono; la poderosa princesa de losUrsinos; el oscuro cardenalPortocarrera, los integrantes delConsejo de Estado… Junto a ellos,personajes de ficción como lahechicera Ana de Hoserín o elpropio Cantillana.

Sobre un magnifico fondo histórico,trazado con la maestría del

conocedor de la época, sedesarrolla la trama de unosacontecimientos que se suceden avelocidad de vértigo en un Madridque vive las convulsiones de aquellaagitada época.

José Calvo Poyato

Conjura enMadrid

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Título original: Conjura en MadridJosé Calvo Poyato, 1999Diseño/Retoque de portada: Mangeloso

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Capítulo I. La derrotaHabían logrado salvar la vida porque semantuvieron unidos. Cuando se hundióel flanco derecho del ejército, se inicióla gran catástrofe; los soldados delgeneral Bessiéres no fueron capaces deresistir el envite de aquellosendemoniados catalanes y de losingleses de Stanhope, que provocaronuna desbandada general. Había cundidoel pánico y fueron innumerables losacribillados en la huida; también eranincontables los que habían perecidoahogados en las turbulentas aguas delAragón, que bajaba crecido y

encrespado con las fuertes lluvias de loscomienzos de aquel otoño.

Sólo la veteranía de los hombres,avezados tras largos años de lucha y ladisciplina impuesta por los cabos, leshabía permitido mantenerse agrupados,cerrando una formación de combate que,al ronco golpear de los tambores, sebatió en retirada de forma ordenada ycon banderas desplegadas. Sus fusilesescupían fuego hacia todas partes, a lavez que sus bayonetas habían formadoun cuerpo erizado de afiladas puntas. Elenemigo les había acosado y descargadosobre ellos toda su potencia de fuego,pero habían resistido. Cuando recalaron

al abrigo de sus defensas muchosestaban heridos y todos agotados yderrengados, pero eran la única unidaddel ejército de Felipe V que no habíasido deshecha en aquella aciaga jornada.

En el rostro del coronel se reflejabaun cansancio infinito. Un cansancio queiba mucho más allá de los trabajos y losesfuerzos de aquel día. Era la fatiga delánimo, espantado por años de combates,de cruentas batallas, de lucha sin cuartelen una guerra en la que media Europapeleaba con la otra media y que parecíano tener fin. El sargento mayor le dio elparte de situación de la unidad.

—¡A las órdenes de usía! —le

saludó un bigotudo hombretón quefrisaba la cuarentena, de pelo canoso ycorto, mientras llevaba con energía sumano derecha al pico delantero delsombrero—. ¡Hemos tenido trescientassetenta y dos bajas! ¡Han pasado listamil ochocientos cincuenta y doshombres!

El coronel, que había devuelto elsaludo de forma anodina, sin levantarsede la silla de campaña que le servía deasiento, asintió con la cabeza.

—¿Cuántos muertos, sargento?—Entre muertos y desaparecidos,

doscientos veintiuno; las demás bajasson heridos de diversa consideración.

Muchos de ellos, señor, morirán en lospróximos días.

—Está bien, está bien… Que loshombres descansen. Aguardaremosórdenes del marqués de Villadarias,aunque supongo que nos replegaremoshacia Zaragoza.

El sargento se retiró repitiendo elsaludo, que en esta ocasión no fuecorrespondido. El conde de Cantillana,coronel del regimiento número dos,llamado también de la Reina, quedó conla mirada perdida en el vacío. Parecíaestar ausente, en otro lugar.

Por la mente del militar desfilabanimágenes y recuerdos, que se

amontonaban. Le ocurría siempre que lasituación se presentaba difícil, sucedíacada vez que le embargaba lamelancolía de las horas bajas; y habíavivido ya muchas horas bajas en aquellamaldita guerra desencadenada paradecidir, decían, quién se sentaba en eltrono de Madrid, aunque él estabaconvencido de que en aquella terriblecontienda primaban otros intereses.

Recordaba ahora su salida deEspaña, ganándole por pies al SantoOficio, la misma noche en que el pobreCarlos II, el que aseguraban que no teníadescendencia porque estaba hechizado,se encontraba de cuerpo presente. Era la

noche de difuntos del año de gracia de1700. Hacía de aquello casi nueve años.¡Dios, cuántas cosas habían ocurrido enaquellos años! Había podido regresar aEspaña en el verano de 1704, cuando lasinfluencias de su familia y de sus amigoshabían logrado echar tierra sobre elasunto que tenía pendiente en el tribunalde la Inquisición. Aunque la tierra quese echaba sobre cuestiones en las queintervenían los inquisidores nunca era losuficientemente sólida como paraolvidarse de ellas definitivamente. Sinembargo, lo agitado de los tiempos y laguerra desatada habían jugado a sufavor. Era una buena espada y tenía de

sobra demostrada su capacidadpeleando contra los franceses enFlandes, cuando las guerras de Luis XIVcontra su cuñado, el rey hechizado.Había regresado a España porBarcelona. La ciudad estaba intranquilaporque los catalanes no querían comorey a Felipe V. Se le criticabaabiertamente por calles y plazas, en loscorrillos callejeros y en los mesones, ene l consell y en la Seo. No les gustabaaquel francés, no querían un Borbón enel trono, no asumían que un nieto de LuisXIV fuese su rey. Los barceloneses noolvidaban los malos tragos que Franciales había hecho pasar. Para recuerdo,

todavía las murallas de la ciudad teníanlas brechas abiertas por la artillería deVendôme cuando el asalto de 1697. Allí,en Barcelona y en plena canícula deagosto, se enteró de que los ingleseshabían ocupado Gibraltar y proclamadosoberano al archiduque Carlos. Viopintada la alegría en los rostros de lasgentes.

Luego, su viaje hasta Madrid…Un cañonazo en la lejanía le sacó de

sus pensamientos. Era la lora delcrepúsculo, pero aún se libraba algunaescaramuza en las proximidades delcampo de batalla, al otro lado del río,que había quedado como línea divisoria

entre los contendientes.La guardia, que vigilaba a distancia

prudencial de la puerta de la tienda antela que el militar estaba sumido enaquellas reflexiones, dejó pasar a unmensajero que vestía de formaimpecable: casaca azul galoneada deoro, calzones blancos, botas negras demedia caña. Su atildada indumentariaresaltaba aún más entre los harapos,suciedad y el deterioro de los hombresdel regimiento que mandaba Cantillana.

—¡A las órdenes de usía, micoronel! —El mensajero quedó clavadoa unos pasos, manteniendo la posiciónde saludo.

El coronel levantó la cabezalentamente y fijó con dureza la miradaen aquella figura que parecía salida deun salón palaciego. Pensó en sushombres, agotados, heridos, hambrientosy zarrapastrosos; los veía morir yretirarse en orden desde hacía pocashoras. Hizo un gesto con la mano quetanto servía para apartar de su cabezaaquellas imágenes, como para decirle almensajero, sin palabras, que podíaabandonar la posición de saludo.

—¡Un mensaje del teniente general,marqués de Villadarias, mi coronel! —La voz era rotunda y sonaba claramientras le alargaba un pliego.

Cantillana extendió la mano a la vezque se levantaba pesadamente.

—Podéis retiraros.—¡A las órdenes de usía, mi

coronel! —volvió a saludar elmensajero con energía, y girando conmarcialidad se alejó con paso decidido.

Cantillana pidió luz, las sombras dela noche eran ya dominantes, y uno delos soldados de vigilancia sacó de latienda un farol que prendió y acercó a sujefe, quien señaló un gancho que salía deuna de las esquinas de la tienda.

Del Teniente General delejército de Aragón Marqués deVilladarias.

Al Ilmo. Sr. Coronel delregimiento de la Reina, Conde deCantillana.

Usía dará las órdenes pertinentesy tomará las providencias precisaspara que las tropas a su mando esténprontas al alba para ponerse enmovimiento hacia Zaragoza. Pararecibir instrucciones precisasacudirá Usía esta noche a la hora delas diez al puesto de mando de esteejército.

VILLADARIAS.

Dobló lentamente el papel,respetando los pliegues originales. En sucara se dibujaba un interrogante; «¿Pararecibir instrucciones precisas?», se

preguntó, repitiendo mentalmente laspalabras escritas en el mensaje. Aquellono era lo habitual. La orden de retirarsehacia Zaragoza era adecuada y las líneasde repliegue estaban fijadas en el plande campaña, los itinerarios a seguir eranconocidos por todos los jefes yoficiales, los puntos deaprovisionamiento estaban determinadosy todas las acciones para una eventualevacuación estaban diseñadas yprevistas. Aquello no podía cambiarseporque, si la partida se iniciaba al albadel día siguiente, no había posibilidadde improvisar. Allí había algo que noencajaba.

A sus treinta y nueve años Cantillanase mantenía en una forma espléndida. Deestatura algo más que mediana, tenía unafigura atlética, sin estridencias. Era unhombre fuerte. Conservaba intacto supelo, que mantenía corto, contra la modaimperante, y empezaba a blanquear enlas sienes y por detrás de las orejas.Aquel atisbo de madurez acentuaba, sinduda alguna, el atractivo que siemprehabía tenido entre las mujeres. Era unempedernido galanteador, pero a la vezun perfecto caballero. Sus ojos negros,profundos y brillantes, continuabanllenos de vida; sin embargo, su miradapodía convertirse en glacial. Sus

hombres admiraban el valor de quehacía gala en el combate y la serenidadcon que tomaba decisiones. Temían sudureza y, sin embargo, le amaban porquese preocupaba por el bienestar de lossoldados que estaban a sus órdenes. Esapreocupación era cólera cuando se lesquería regatear por parte de losintendentes lo que en justicia lescorrespondía. No admitía la indisciplinay resultaba temible cuando alguno de sushombres se extralimitaba en susderechos de alojamiento en casasparticulares. Había dado escarmientosejemplares a soldados que habíanabusado de las familias que tenían que

acogerles en sus hogares, encumplimiento de la pesada carga quesuponía para la población civiladmitirlos durante los meses deinvierno, entre campaña y campaña.

Sus hombres fueron testigos de cómose enfrentó, en la batalla de Almansa, ados dragones ingleses para salvar lavida del tambor de una de suscompañías. A uno de ellos lo mató conla media hoja del sable partido; al otrolo estranguló con sus propias manos. Aalgunos veteranos se les agolpaban laslágrimas en los ojos cuando recordabanla acción de su coronel, y desde aquellamemorable jornada Ginesillo, que era el

mozalbete tamborilero a quien habíasalvado el pellejo, no se separaba de sulado y le servía como lo hacían losescuderos medievales con loscaballeros andantes. Ginesillo ya habíacumplido los doce años y se encontrabaentre los mil ochocientos cincuenta ydos hombres del regimiento que habíanpasado lista tras cruzar el río Aragónaquel infausto día para las armas delBorbón.

A Cantillana no le gustaban losfranceses. Ahora, por una ironía deldestino, estaba jugándose su vida y la desus hombres para que un francés sesentase en el trono de España.

Mataba el tiempo, mientras seacercaban las diez de la noche, sentadoa la entrada de la tienda, mirando lasfogatas que brillaban en la oscuridad yen torno a las cuales se amontonaban lossoldados, que hablaban en voz baja. Eracomo un sordo rumor de palabrasapagadas, embargadas por la tristezaque rompía de vez en cuando la vozestridente de los centinelas dando elgrito reglamentario que pasaba de unpuesto a otro, como un eco que semultiplicaba y se perdía en la noche.

—¡Centinela alerta, alerta, alerta!—¡Centinela alerta!Ginesillo trataba de distraer a su

coronel contándole los chismes quecirculaban por el campamento, entre lossoldados. Contaba el tamborilero alconde que todas las prostitutasacompañantes del ejército se habíanmarchado al otro lado del río.

—Las muy putas estarán a estashoras revolcándose con esos herejesmalditos y con los traidores catalanesque han faltado a la fe y a la ley quedeben a nuestro señor el rey, que Diosguarde. Si vuelven por aquí, ¡voto aDios que las hemos de desorejar! ¡Seránputas!

Cantillana no pudo reprimir unesbozo de sonrisa ante el ardor que

Ginesillo ponía en sus asertos, y leinvitó a tranquilizarse.

—Ten calma Ginés; deben ganarsela vida y aquí no está hoy el horno parabollos.

En ese momento llegó uno de loscapitanes del regimiento.

—¡A las órdenes de usía, micoronel!

Éste devolvió el saludo, sinlevantarse.

—Señor, circula un extraño rumorentre la oficialidad…

Cantillana miró a Ginesillo,ordenándole, sin decir palabra, que ledejase a solas con el capitán. El

jovenzuelo se marchó en dirección a lafogata más próxima, que alumbraba amedio centenar de pasos, perdiéndoseen la oscuridad de la que ya era nochecerrada.

—Y bien, Mendieta. ¿Qué dice eserumor?

—Mi coronel, se dicen cosas muyextrañas. Son poco creíbles, pero eso eslo que se dice.

—¡Al grano, Mendieta!—Veréis, señor, tal vez se trate de

un infundio, pero suena con insistencia.Cantillana se puso en pie. Parecía

malhumorado. La sonrisa que Ginesillolograra arrancarle, había desaparecido

por completo de su rostro, quepresentaba un aspecto sombrío. En aquelmomento parecía un hombre de pocosamigos. Se le había enrojecido, y poreso se le notaba, una cicatriz que lecorría por la mandíbula desde labarbilla hasta la oreja izquierda. Era tanfina y estaba trazada de forma tanperfecta siguiendo la línea del maxilar,que parecía ser la delimitación de lacara y el cuello. Sólo cuando tomaba untono violáceo aparecía como unacicatriz. Era síntoma de que supropietario no estaba tranquilo.

—¡Por los clavos de Cristo,Mendieta! ¿Quieres decirme ya qué

demonios cuenta ese rumor?—Se dice, mi coronel, que los

franceses nos traicionan.Los ojos de Cantillana brillaron con

dureza a la mortecina luz del farol queamortiguaba la oscuridad; daba laimpresión de medir con la mirada alhombre que tenía enfrente. Se produjo unsilencio incómodo para el capitán, queparecía arrepentido de haber dichoaquello.

—¿Quién dice eso? —Las palabrasde Cantillana cortaban como un cuchillo,pese a haberlas pronunciado en vozbaja.

—Se afirma que la desbandada de

esta mañana estaba acordada con losenemigos. Que Bessiéres se habíapuesto de acuerdo con el inglés y quetodo ha sido una farsa… Si eso es así,señor, nos han traicionado.

—¿Quién dice todo eso? —Elcoronel insistía en su anterior pregunta.

—No os lo puedo precisar, señor.He oído decir, pero no puedogarantizároslo, que el coronel Manrique,del regimiento de Saboya, se lo habíadicho a sus capitanes.

Faltaba poco para que fuesen lasdiez y había refrescado. Cantillana entróen la tienda, cogió su capa y se la echópor los hombros.

—Mendieta, reúne a los capitanesdel regimiento y esperadme aquí. ¡Hastaque vuelva!

—Mi coronel… Se dicen más cosas.Cantillana, que había comenzado a

andar, se paró en seco. Se volvió haciael capitán y le espetó:

—¡Cuéntame todo lo que se dice!—Que los franceses van a cruzar,

con armas y bagajes, los Pirineos. Semarchan mañana. Han firmado la pazcon los ingleses y van a declarar laguerra al rey nuestro señor.

Cantillana parecía una estatua depiedra; no se le movía un solo músculo.Tenía la boca apretada, tanto que apenas

se le veían los labios.—Eso, Mendieta, no es posible —

dijo—. Luis XIV de Francia es el abuelodel rey nuestro señor. —Sus palabrasapenas eran un murmullo. Comoqueriendo asegurarlo, añadió—: Esimposible.

El capitán se encogió de hombros,manifestando de esta forma superplejidad. Poco a poco los pasos deCantillana se perdieron en la nochecamino de aquella extraña reunión a laque había sido convocado por elmarqués de Villadarias. En pocosminutos estaba a la vista de la casonaque servía de cuartel general

improvisado y de puesto de mandoaccidental a las tropas españolas delejército borbónico que peleaba enaquella zona limítrofe entre Aragón yCataluña. Delante de la casa había unafrondosa arboleda que se interrumpíacomo a medio centenar de pasos de lafachada. En la puerta principal, bajo laprotección de un tejadillo voladizosostenido por dos pilares, se encontrabala guardia.

Cantillana estaba a punto de dejaratrás el bosquecillo para cruzar la zonadespejada, frontera a la casa, cuando unruido le hizo mirar hacia la izquierda.

—Psss, Psss. —Una figura menuda y

embozada avanzaba hacia él, llevándoseuna mano hacia la boca, en ademán deguardar silencio. Instintivamente, elcoronel buscó la empuñadura de susable y se percató de que ibadesarmado.

—Si no me equivoco, vos sois elconde de Cantillana. —Era una voz demujer, único elemento que permitíaidentificar el sexo de aquella imagenembozada y cubierta con un sombrero deamplias y gachas alas que ocultaban elrostro de su propietaria.

—Así es. Y vos ¿quién sois?—Eso es lo de menos. Lo importante

es que leáis esta misiva antes de entrar

en esa reunión.Cantillana no había podido

sustraerse a alargar la mano y coger elpapel que le ofrecían. Sólo pudo ver unamano hermosa.

—No acabo de entender…No pudo concluir la frase, porque

aquella mujer le interrumpió:—¡No debéis entrar ahí —señaló la

casona— sin haber leído este papel!Dio media vuelta y se perdió en la

oscuridad de forma tan misteriosa comohabía aparecido.

Capítulo II. Una visitanocturna

Era un edificio gigantesco, sombrío ylaberíntico producto de numerosas ysucesivas ampliaciones. El espesor desus muros denotaba su origen medieval ymilitar, propio de una fortaleza más quede un palacio donde durante décadas sehabían tomado decisiones que afectabana millones de personas.

Por aquellas fechas el alcázar realde Madrid era un caserón de aspectoimpresionante y destartalado, que nohacía honor a la grandeza que en otro

tiempo habían tenido sus moradores.Toda la planta baja estaba ocupada porlas salas de los consejos donde setomaban, casi siempre con una lentitudexasperante, decisiones, tras larguísimasy tediosas reuniones en las que erafundamental el parecer de los teólogos.No en balde los reyes de España eranconocidos con el nombre de CatólicaMajestad. Allí, se distribuían de maneraanárquica, sin guardar orden niconcierto, las oficinas administrativas,las populares «covachuelas» dondeprestaba sus servicios una muchedumbrede funcionarios. Eran gentes adustas deceño, de andar grave y ademanes

severos que acometían su tarea conminuciosidad y lentitud.

Cada jornada, salvo los domingos yfiestas de guardar, aquellos patios, lospasillos, los corredores y las antesalaseran un hervidero. Allí se daba cita unamultitud de pleiteantes que buscabanagilidad para sus asuntos; arbitristas quecon sus memoriales presentabanvariadas y, a veces, pintorescassoluciones a los problemas queaquejaban a la monarquía y queesperaban respuestas a sus ideas;pretendientes que buscaban un oficio, unhonor o una distinción que diesecumplida satisfacción a sus méritos.

Acudían también viejos soldados,cargados de pliegos que hablaban de suvalor, de sus servicios al rey en tiempospasados, para conocer si se habíadespachado, ahora que estaban tullidoso impedidos por la edad, la pensión queun día les fue asignada en nombre de sumajestad. Se citaban gentes de mediopelo que tenían necesidad de hacersever allí, donde se decía que estaba elcorazón de la monarquía. Se formabancorrillos donde cualquier asunto erasometido a análisis y debate. Todosopinaban asistidos de la mayorautoridad y sabían cuáles eran lasfórmulas adecuadas para que los

galeones de Indias, las famosas flotas dela plata, arribasen a Cádiz y subiesenluego por el Guadalquivir hasta Sevillasin los problemas que suscitaba latravesía del Atlántico y que daba altraste con muchos de los viajes. Todossabían cómo mover un ejército de veintemil o tal vez treinta mil hombres paraconducirlo a la victoria. Eran capaces,sin ningún género de dudas, a tenor desus afirmaciones rotundas, de acabar encuestión de horas, a lo sumo de algunosdías, con el largo asedio de tal o cualplaza fuerte cuyo sitio se prolongaba endemasía y constituía un auténticosumidero de hombres y dinero. Eran,

vistas sus afirmaciones, capaces deacabar en un plazo increíblemente cortocon la guerra que desde hacía ocho añosasolaba campos y ciudades en lapenínsula. Aquellas conversacionesalcanzaban un nivel de peligrosoacaloramiento cuando, como erahabitual, los contertulios sosteníanpuntos de vista diferentes, aunque había,por lo general, quienes mediaban entreaquellos que se habían exaltado en ungrado mayor del que la normaestablecía.

Cuando las oficinas cerraban losconcurrentes abandonaban el lugar,quedando citados para el siguiente día,

si no era fiesta, e interesarse de nuevopor su asunto. La guardia recorríapatios, despachos, pasillos y galeríaspara comprobar el desalojo de todo ellugar y cerrar las dependencias. A partirde aquel momento un manto de silenciocaía sobre el que hasta hacía poco habíasido punto de encuentro y centrobullicioso de la madrileña villa y corte.

En las plantas superiores estaban lasdependencias destinadas al servicio dela casa real, amén de las viviendas de laservidumbre, que permanecía, por razónde sus actividades, en el alcázar. Lasoledad imperaba en esas estancias. Enel ángulo noroeste estaban la cámara

real y las antesalas, donde loscortesanos esperaban y pasaban eltiempo. Allí se concentraban todos losque tenían misiones encomendadas enalguna de las numerosas tareas quecontemplaba la complicada etiquetaregia; se cocían rumores y se cocinabancalumnias; se anudaban y se desatabanintrigas; se jugaba al discreteo y seconcertaban citas, unas veces amorosasy otras políticas.

La noche se había sumado alsilencio casi sepulcral que invadíapatios y recintos, galerías y salones.Todo indicaba quietud y recogimiento.La reina Luisa Gabriela se había

retirado a sus aposentos y habíadespedido a sus damas, sin que éstas lahubiesen ayudado a desvestirse. Loscriados habían apagado candelabros yluces, de tal forma que una penumbracon ribetes tenebrosos se extendía porrodas las zonas de paso, donde titilabandébiles lamparillas cuya escasaluminosidad y la excesiva distancia queseparaba a unas de otras, las sumía enuna semioscuridad inquietante.

La Guardia Valona, a cuyo cargocorría la seguridad del alcázar, habíaefectuado su relevo de noche quesuponía, ante el cierre de puertas yaccesos, una notable disminución de

efectivos respecto de los centinelas queejercían su función durante las horas deldía. Sus uniformes eran de un blancoinmaculado, ribeteado con pasamaneríay galones de oro. Contrastaba la alburade los uniformes con el negro relucientede los correajes y las botas altas quecubrían las piernas.

En el silencio de la noche, sólointerrumpido en algunos lugares por eltictac de los numerosos relojes quehabía distribuidos por todos losrincones, se oyó girar una llave en sucerradura. El ruido indiscreto incomodóa quien lo producía. «Mañana daréorden de que engrasen este herraje»,

pensó mientras abría la pesada puerta demadera, cuyos goznes también sequejaron.

—¡Maldita sea! —exclamó en vozbaja.

La silueta que había salido a lagalería se movió en la penumbra conagilidad no exenta de elegancia. Másque andar parecía deslizarse. Seencaminó hacia la alcoba de la reina ycuando llegó ante la puerta, miró a unlado y a otro, comprobando que no habíanadie.

Sus nudillos golpearon con suavidadtres veces —toc, toc, toc— en la puerta.Esta se abrió casi en el acto; no había

duda de que estaban esperando lallamada al otro lado. Quien abría eraLuisa Gabriela de Saboya, esposa deFel ipe V y reina de España con elpermiso de la casa de Austria y de susaliados ingleses y holandeses.

Era una figura menuda. Tenía veinteaños, pero parecía más joven, podíaafirmarse que era una jovencita casiadolescente. Su imagen, sin embargo,proyectaba la majestuosidad de unareina. Tenía el cabello largo y negro,recogido en una trenza que caía por unode sus hombros, sus facciones erancorrectas, hasta hermosas si se quiere, ysus ojos, también negros, tenían el brillo

de la juventud y una fuerza quedenotaban decisión y firmeza en suposeedora.

La recién llegada hizo un amago degenuflexión, abriendo con las manos elvuelo de sus faldones e inclinandolevemente la cabeza, dijo:

—Majestad…—Pasa Ana María, pasa. Estaba

impaciente. Te has retrasado; ¡ya handado las once!

—Perdonad majestad, pero es que…—No perdamos tiempo en excusas.

Vayamos a lo que nos interesa…La reina parecía nerviosa, agitada.

Estaba vestida con un traje de seda

azulina, que realzaba la palidez de surostro y acentuaba su aspecto regio.

—¿Qué noticias tenemos, AnaMaría?, cuéntame, ¡por el amor de Dios!

—Tranquilizaos, majestad.Tranquilizaos. La reina ahogó un suspiroen el pecho.

—Tienes razón, como siempre —dijo—. Ven, sentémonos aquí. —Latomó de la mano y la condujo a unestrado de amplias dimensiones,tapizado en terciopelo verde, dondeestaban bordadas, en oro, las armas deCastilla.

Ana María de la Tremouille acariciócon mano maternal el rostro de la joven

reina y colocó adecuadamente unmechón de su cabello que se habíadesprendido del peinado. A pesar deque trataba de disimularlo, la reina nopodía reprimir su ansiedad; llevabaesperando todo el día aquel momento yahora que había llegado los segundos sele estaban haciendo eternos. La tensiónjuvenil de la soberana contrastaba con laserena frialdad que emanaba aquellamujer madura, pero que conservaba casiintacta su belleza y que la trataba conuna familiaridad extraña a los usospalatinos de la encorsetada cortemadrileña.

—Aún no tenemos noticias,

majestad. Sólo siguen circulandorumores y hablillas. Por lo tanto, hemosde mantener la tranquilidad, que en estosmomentos es más importante que nunca.

—¿Quieres decir que los correos deFrancia no han traído noticias?

—No, mi señora. Quiero decir que,por alguna razón, los correos quedeberían haber llegado hoy a esta corte,no lo han hecho.

—¿Sabes, amiga mía, si existealguna razón que explique este retraso?

—Majestad, en los tiempos quecorren lo razonable es que nunca secumplan los plazos. Hay agitación portodas partes, controles a cada paso,

sabotajes, partidas de soldados que handesertado. Nada hay seguro en estosdías de zozobra… y de angustia.

La pausa que mademoiselle hizoantes de concluir inquietó a la reina.

—Ana María, ¿ha ocurrido algo queme ocultas? ¿Le ha ocurrido algo al rey?

—Tranquilizaos, majestad. El reynuestro señor está en Zaragoza y notenemos ninguna noticia. Ya sabéis loque dicen los españoles: Si no haynoticias, buenas noticias.

—Estoy intranquila. Sé que latraición nos acecha constantemente.¡Mira lo que ocurrió en Cataluña ydespués en Valencia! ¡No me fío del

abuelo de Felipe, es un zorro y enFrancia las cosas no marchan bien!

—El problema, majestad, no es quelas cosas no marchan bien; los rumores,pendientes de confirmar, hablan de queestán francamente mal. Se dice queMarlborough ha deshecho a los ejércitosfranceses y que en los Países Bajos lasituación de nuestra causa esinsostenible. Algunos comentariosapuntan a que las tropas delCristianísimo va defienden suelo francésen la frontera norte, donde Lille estáamenazada.

La reina se levantó con ademáncansino. Ana María de Tremouille, más

conocida con el nombre de princesa delos Ursinos, también se puso de pie, enactitud respetuosa. Era una mujer otoñalde una belleza espléndida. A la tenue luzque proporcionaban los candelabros queiluminaban el aposento de la reina, suatractivo era algo que producíafascinación. No resultaba extraño,viéndola así, que muchos cortesanosbebiesen los vientos por ella. Nadie ensu sano juicio diría que aquella mujerhacía ya tiempo que había cumplidocincuenta años. Conservaba abundanteel cabello, del color de la caoba, dondese mezclaban algunos mechones blancosque acentuaban su atractivo. La piel,

finísima y blanca, se mantenía con unatersura impropia de su edad. Susenemigos, que eran muchos, decían quesólo un pacto con el diablo podíaexplicar aquello. Sus ojos verdes eranun desafío. Con todo, lo que másllamaba la atención era su cuerpo, quemantenía las formas a pesar de los años.Su talle, estrechísimo, no podía ser obrade un corsé bien ajustado. Su busto eraprominente y los generosos escotes quelucía ponían de manifiesto unas formastentadoras, cuya propietaria deseabaexhibir, consciente de los suspiros quearrancaba en muchos de susadmiradores.

La reina había quedado parada anteun retrato de grandes dimensiones delrey, pintado de cuerpo entero, obra deun francés llamado Jacinto Rigaud, quepintaba en Versalles para el abuelo delretratado. Felipe V aparecía, pese alatuendo y la peluca —muy rubia y rizada—, como un niño. Apenas habíacumplido diecisiete años y acababan denombrarle rey de España.

—¿Sabes, Ana María, que sólocontaba trece años cuando tuve elprimer encuentro con mi marido?

Luisa Gabriela de Saboya sabía desobra que su camarera mayor conocía laedad que tenía cuando llegó a España

convertida en reina, y que, a pesar deser una niña, enamoró perdidamente alBorbón desde la primera noche quepasaron juntos. También sabía mejorque nadie, aunque el asunto era deldominio público, que Felipe V pasaba elmayor número de horas que le eraposible compartiendo la cama con sumujer, a la que hacía continuamente elamor. Sus arrebatos eran tales que laescrupulosa conciencia del rey lellevaba cotidianamente al confesionariopara pedir perdón por la lujuria quesuponía hacer uso continuado del cuerpode la reina.

La «Saboyana», que era el nombre

con que en los corrillos cortesanos y enlos mentideros de la villa se conocía ala joven esposa de Felipe V, se acercó auna de las ventanas que se abrían alpatio. Descorrió los pesados cortinajesde un intenso color carmesí y movió condelicadeza uno de los visillos definísimo lino que tapaban las cristalerasde la ventana. Una luz blanquecina ymetálica se coló, como un rayo, en lahabitación escasamente iluminada por elamarillo resplandor de las velas. Lareina miró a través de la ventana y vio elpequeño jardín que ocupaba la mayorparte del patio bañado por la luz de unaluna enorme. Cuando levantó la vista,

atraída por el resplandor, sintió elcarraspeo de su camarera.

—¿Sí, Ana María?—Majestad. No podemos perder

mucho tiempo. Hace rato que el relojdio las once, y la cita es a las doce.Todo está preparado para ponernos enmarcha cuando vuestra majestad lodesee.

La reina lanzó una última mirada alinmenso globo blanco que resaltaba enel firmamento, antes de volverse.

—¿Estás convencida de que nocometemos un error? —preguntó.

La princesa de los Ursinos entrelazólos dedos de las manos y los apretó con

fuerza, como si desease soltar la tensiónque la embargaba.

—Señora, creo que a estas alturasno podemos permitirnos dudar. Además,en las circunstancias actuales… —Noconcluyó la frase, dando por entendidolo que quedaba en el aire.

La reina hizo un gesto deasentimiento y se dirigió a un divándonde reposaba una especie de granabrigo con caperuza. La camarera semovió con diligencia y la ayudó aponérselo.

—Nadie podrá reconoceros, nodebéis preocuparos. Ya veréis comotodo saldrá bien.

—Mejor será que así sea —apostilló la reina, cuya identificaciónresultaba imposible con aquel atuendo.

El carruaje que esperaba en uno delos patios traseros del alcázar estabapreparado. Las dos mujeres subieron yel postillón arreó con suavidad lasmulas del tiro; salieron despacio y conpoco ruido por una de las puertas deservicio que se abrió el tiempo justopara permitir el paso del vehículo.

Las calles estaban desiertas. Madridera una ciudad dormida o por lo menosesa apariencia tenía poco antes de quellegase el filo de la medianoche deaquel día de otoño en que media Europa

se enfrentaba a la otra media y la mitadde España con la otra mitad desde hacíamuchos años. Aquella noche deplenilunio la reina de España, o por lomenos la reina a la que apoyaba la mitadde España, con la sola compañía de sucamarera mayor iba por las calles deMadrid a una cita que, cuando menos,resultaba escabrosa y que, de serconocida, provocaría no pocosproblemas.

Acababan de dar las doce en el relojde la puerta principal del colegioImperial, situado en la otra cara de lamanzana de edificios que habíanrodeado las nocturnas viajeras, cuando

las mulas detuvieron su pausadocaminar. Las dos mujeres envueltas enropajes que las ocultaban por completoecharon pie a tierra. Una de ellas, la queprimero había bajado y oteado la calledesierta, dijo algo al postillón, quien seacomodó para esperar como sidispusiese de todo el tiempo del mundo.

Las dos sombras apenas dieron unospasos cuando se encontraron ante lapuerta de una casa de aspectodescuidado. La fachada tenía un ampliobalcón y una cancela enrejada, quedestacaban sobre los desconchones y lasmanchas de la pared, donde apenas si senotaba un escudo labrado en piedra,

desgastado por el paso de los años.Ana María de la Tremouille iba a

golpear en la madera de una puertatachonada de negros e irregulares clavosde forja que ajustaban la tablazón,cuando la mano de la reina sujetó subrazo.

—¿Estás segura de que nocometemos un error? —La mirada de lasoberana delataba la angustia de unaniña que va a hacer algo prohibido yteme el castigo.

—¡Majestad! —La expresión, pese aque la voz era queda, tenía el tono deuna regañina.

—Está bien, está bien. —Era como

si con aquellas palabras la reina tratasede evitar una reprimenda y se diese losúltimos ánimos.

Los golpes sonaron con suavidad,pero a las dos mujeres les parecieronauténticos mazazos que retumbaban en elsilencio de la noche. Después seprodujo una espera tensa que sólorompió el cabeceo de una de las mulasdel tiro que las había traído.

Transcurrieron los segundos con unalentitud desesperante. No se escuchabanada.

La camarera volvió a llamar. Denuevo los golpes parecieron excesivos,y tampoco hubo respuesta. La reina miró

nerviosa hacia un lado y otro de la calle,que continuaba desierta a excepción delcoche.

—Creo que no debemos insistir. Hayalgo que no encaja —musitó.

La camarera pareció dudar. En elverde de sus ojos asomó una sombra; fuesólo un destello fugaz, pero indicador deque algo había fallado en el plan. Serehízo y pensó que no era posible, todohabía sido previsto con extremaminuciosidad. Todas las personas erande la más absoluta confianza.

—Majestad, no os impacientéis.Llamemos una vez más; ahí nos estánesperando.

Con el corazón encogido, Ana Maríade Tremouille golpeó la hoja de aquellapuerta. Lo hizo con tanta fuerza quesintió dolor en los nudillos, pese a tenerpuestos los guantes.

Siguió un instante de silencio; laangustia embargaba a la reina. «Nodebería haber venido», pensó.

Iba a indicarle a su camarera mayor,consejera y amiga, que se marchasen deaquel lugar, cuando se oyó un ruidometálico al otro lado de la puerta.Estaban descorriendo un cerrojo.

Desde la oscuridad del cuarto quedaba a la reja que se abría en lamugrienta fachada de la casa, unos ojos

escrutaban a las dos mujeres que,inmóviles, esperaban.

Capítulo III. El Rey vade caza

El rey deambulaba de un sitio a otro conla mirada desencajada y los ojosenrojecidos por la vigilia; de su bocasalían ruidos guturales, frases inconexas.Parecía enloquecido. Colaboraba a estaimpresión el abandono de su peluca —desgreñada y sucia— y el deprimenteaspecto que ofrecía su atuendo.Apestaba a suciedad y a tabaco.

Los dos cortesanos que leacompañaban —don Antonio de Ubilla,secretario del despacho universal, y el

marqués de Bedmar—, permanecían depie en una esquina del pequeño salóndonde el monarca se movía, a grandeszancadas, de un lado a otro, como dandotumbos. La imagen del rey eralamentable. Los zapatos que calzabaeran diferentes, tanto en la forma comoen el color. Tenía las medias caídas ylos calzones, de raso azul, manchados ydesabotonados; estaban descosidos poruno de los lados casi a lo largo de todala costura. La camisa aparecía malabotonada, y como no estaba remetidaen la cintura, presentaba fuera losharapos. El pañuelo que su majestadanudaba al cuello más parecía un dogal

de tela blanca que otra cosa. La casaca,también de raso azul, pese a ser nuevase veía deslucida, rozada y cubierta delamparones grasientos. Los bolsillos,uno de los cuales había perdido la tapa,estaban llenos de cosas y abultabancomo alforjas.

En el rostro macilento y demacradopor la agitación que le acosaba desdehacía tres días, los mismos que llevabarecluido en aquel lugar, destacaba unabarba incipiente cuyo color ydistribución no eran uniformes. Felipe Vse había negado a que su barbero leafeitase, al igual que había rechazadolos servicios de su ayuda de cámara y

había rehusado lavarse.Hacía varios días que había

abandonado el campamento real en unacarroza, acompañado por los doshombres que ahora estaban junto a él,contemplándole en silencio. Tras largashoras de viaje por los vericuetos ysendajos que se abrían en medio de losriscales de la sierra madrileña, habíanido a parar a aquel apartado lugar,perdido en medio de los extensospinares que llenaban de una capa deverdor ininterrumpida durante leguas lacara norte de la sierra de Guadarrama.Eran los pinares de Valsaín, donde entrela soledad de aquellos bosques se

alzaba una moderna y tranquilaresidencia campestre que en otrostiempos había servido a los reyes dedescansadero en sus jornadascinegéticas por aquellos parajes y que,ahora, servía al nuevo monarca derefugio para esconder su melancolía.

Quienes le acompañaban sabían biende sus depresiones, de su apatía y de suañoranza de las verdes campiñasfrancesas. El rey era un nostálgico de lacorte de su abuelo, que había aceptadoceñir la corona de España más porimposición familiar que por un deseopropio. A su falta de ánimo habíanvenido a sumarse las dificultades que la

guerra promovida por la ambición delos Habsburgo y los intereses deingleses y holandeses habíadesencadenado. Sin embargo, quienes leconocían nunca le habían visto en aquelestado de postración y abandono, nisiquiera cuando hubo de embalar lo máspreciso y huir a uña de caballo deMadrid porque los ejércitos enemigosentraban en ella, ocupándola.

Al respetuoso silencio de Bedmar yUbilla se sumaba la perplejidad que lesatenazaba ante la situación que estabanviviendo. Varias veces habían intentadoque el rey regresase a Madrid y otrastantas habían recibido una respuesta

colérica en forma de lanzamiento yrotura de los objetos que habíanquedado al alcance de su CatólicaMajestad.

De repente el rey quedó inmóvil anteuno de los ventanales del aposento porel que el sol se derramaba a raudales, alestar los cortinajes desprendidos ycolgados de un solo punto en uno de loslaterales. La luz entraba como un prismainclinado que iba del suelo a la ventanay en cuyo interior bailaban de formaanárquica diminutas partículas de polvocuya visión desaparecía fuera delespacio iluminado. En medio estaba lafigura del rey, que había quedado

inmóvil. Era como si algo en su cerebrohubiese saltado, una alarma que leadvertía. Los dos cortesanos se miraron,sus rostros eran una interrogación.Ubilla se dirigió al soberano:

—Majestad, ¿os sentís bien?¿Necesitáis algo?

Fe l i p e V se volvió lentamente.Parecía un muñeco rígido al que algúnmecanismo le permitía girar, pero nohacer ningún otro movimiento. Porprimera vez en aquellos tres largos díashabló con normalidad, sin emitirgruñidos o sonidos inconexos.

—Ubilla, hemos de encontrar unasolución, de lo contrario estamos

perdidos sin remedio.—Señor, no sé qué… —El

secretario del despacho miraba al rey,esperando que aclarase algo más.

—Sí, hemos de evitar los planes demi tío. Él es el verdadero culpable delos males que nos aquejan.

—No os entiendo, majestad…—Sí, Ubilla, la carta de Alba. Sólo

puede entenderse por influencia de mitío, cuya ambición no conoce límites.

—Sigo sin entender, majestad. No séa qué carta hacéis referencia.

—¿No conoces la carta delembajador, dices?

—No, majestad. —Ubilla solicitó

con la mirada ayuda de Bedmar, quehasta entonces había permanecido ensilencio, como espectador privilegiadode la situación.

F e l i p e V miró alternativamentevarias veces a los dos hombres, conexpresión desconfiada. El silencio eraembarazoso.

—¿Dónde estamos? —La preguntaregia sonó como un trallazo.

—Señor —dijo Bedmar con vozqueda—, estamos en el paraje de SanIldefonso, en los pinares de Valsaín, amedia jornada de Madrid.

El rey abrió la ventana, se asomó albalcón y aspiró el aire de la sierra. Ante

sus ojos una inmensa capa de onduladasformas verdes se extendía hasta la líneadel horizonte.

La perplejidad de los rostros de losdos hombres que acompañaban almonarca había acentuado la gravedad desus semblantes. El rey entró de nuevo.El aire había ejercido un efectotonificador en el aspecto de su cara.

—¿Cuántos días llevamos aquí? —preguntó.

—Tres, majestad —contestaron losdos al unísono.

—No recuerdo nada, sólo tengovagas sensaciones. Es como si micabeza estuviese llena de brumas, algo

parecido a las horas que siguen a unaborrachera. —Mientras decía esto, elrey se acercó a una mesa, que ocupabael centro de la habitación, y empezó avaciar sus bolsillos sobre ella.

Allí había toda clase de porquerías.Había pétalos de flores resecos y endescomposición. Había también trozosde paloduz mordisqueado. Piedraspequeñas de forma redondeada, a lamanera de los guijarros de un río. Uncrucifijo de madera negra al que lefaltaba uno de los brazos. Algunaspastillas de tabaco de mascar, todasempezadas. Una cajita de plata labradacon esmaltes de forma circular. Un

camafeo con la imagen en relieve,realizada en coral rosado, de LuisaGabriela de Saboya. Una pata disecadade conejo. Varios trozos pequeños decuerdas de cáñamo. Tres corchoscilíndricos de los que se usan para taparlas botellas. Un pequeño ejemplar, conlas tapas deslucidas y estropeadas, delas aventuras de Telémaco, en francés.Varias bellotas. Un trozo de tela —noera propiamente un pañuelo—,mugriento y de color indeterminado. Unpañuelo, también sucio, de fina batistablanca con las armas reales bordadas enazul. Un papel arrugado que resultó seruna cédula parroquial de confesión por

Pascua Florida. Un trozo de cálamo paraescribir. Una piedra de imán. Dos llavespequeñas, como de escritorio o gaveta.Un pedazo de carne seca, que parecíacecina. Restos de bizcochos. Un rosariocon las cuentas de semillas de colorverdoso, al que le faltaba el crucifijo…También había una carta plegada por susdobleces y arrugada en los bordes. Loslacres eran negros y estaban rotos.

El rey extendió la carta a Ubilla.—¡Léela! —El tono era imperativo.Mientras el secretario del despacho

desdoblaba el pliego, el rey miró sudesaliñada indumentaria.

Ubilla se había calado unas grandes

antiparras que colgaban de su pecho,hechas a medida de la aquilina nariz delalto funcionario. Apenas había fijado lavista sobre el papel cuando su rostro,ceniciento por el cansancio acumuladodespués de tres agotadoras jornadas, setornó de una palidez blanquecina.

—¡Léelo en voz alta!Suprimió el preámbulo y leyó:

Las noticias que corren por estacorte son preocupantes. Se da porseguro que el pensionario Hensio delas provincias de Holanda y losenviados de la reina Ana tienenacordados los preliminares de untratado de paz.

He podido inquirir que personas

influyentes acá, tratan de mover elmagnánimo corazón de su MajestadCristianísima, para que firme estospreliminares. El contenido dealgunos de ellos es tan extravagantecomo sigue.

Habrá de reconocer el rey deFrancia a Carlos de Austria por ReyCatólico, y dueño de todos losreinos de la monarquía española,exceptuando lo que estaba ofrecidoa los portugueses, holandeses yduque de Saboya, observandoperpetuamente la Francia, en cuantoa la sucesión, todas las cláusulas deldicho testamento.

Habrá de entregar por sus manosel Rey Cristianísimo la Sicilia al reyCarlos, y que dentro de sesenta días,que habían de empezar a contarse

desde primero de julio, había desalir de España…

Ubilla se detuvo, titubeante.—¡Continúa, Ubilla!

… Felipe de Borbón, duque deAnjou…

—¡Malditos, mil veces malditos! —Bedmar no pudo contenerse.

El rey, cuya serenidad asombraba,dado su estado pocos minutos antes,levantó con gesto parsimonioso unamano.

—¡Tranquilo, Bedmar, tranquilo! Elsecretario continuó leyendo:

… con su mujer e hijos, y losque le quisiesen seguir; y que pasadoeste plazo habrá de tomar las armasel rey de Francia, junto con losaliados, para obligarle a dejar laEspaña…

A Ubilla le temblaba la voz yBedmar tenía el rostro crispado. Conuna tranquilidad pasmosa, el rey indicóal secretario que concluyese la lectura:

La Francia habrá de llamar sustropas de cualquier parte de losdominios de España en queestuviesen, dando palabra real de nosocorrer a su nieto con armas, nidinero.

Habrán de ceder los Borbonespara siempre los derechos a lamonarquía de España, reconociendopor legítimos herederos a losAustríacos, y su casa, proclamandoahora a Carlos III como verdaderosucesor de Carlos II.

Éste es el contenido principal dela parte de los preliminares a que hetenido acceso. La gravedad delnegocio me lleva a no utilizar laposta ordinaria y enviar estospliegos con un correoextraordinario.

Otro rumor apunta a los partidosque en esta corte se han formadopara mover la voluntad delCristianísimo en sentido de aceptaro rechazar esta proposición. Paraunos sería el oprobio y la mancilla

si el rey Luis se sumase a losenemigos de nuestra monarquía paracombatir al rey nuestro señor (queDios Guarde). Para otros lasituación en la Francia, en suscampiñas y pueblos es de talgravedad que se pronuncian poraceptar la paz. La situación tiene elánimo del Cristianísimo ensuspenso y la vida en Versalles estáagitada.

B. L. M. DE V. M.ALBA.

F e l i p e V miró a sus dosacompañantes.

—Bien, ¿qué opináis? —El reyafianzaba la serenidad de su ánimoconforme pasaban los minutos. El

tiempo ejercía el efecto contrario enUbilla y Bedmar, que parecían haberrecibido una paliza, estaban abatidos ycon el rostro contrito.

—Majestad, perdonad miindiscreción y permitidme la pregunta.¿Desde cuándo tenéis conocimiento delmensaje de Alba? —preguntó elsecretario, que se había desprendido delos quevedos y doblaba cuidadosamenteel papel.

—Desde hace tres días. Exactamentetres días, si son esos los que llevamosaquí. Lo último que recuerdo con plenaconciencia es la llegada del correoportador del mensaje a Zaragoza.

Después de su lectura recuerdovagamente que tomé una carroza yabandonamos el campamento. ¿Vosotroshabéis estado conmigo todo ese tiempo?

—Así es, majestad. Tomamos convos la carroza y vinimos aquí, siguiendovuestras órdenes. Pero el mensaje llevaen poder de su majestad más de tresdías. A los tres que llevamos aquí hayque añadir los cuatro que duró el viaje.

—¿Yo ordené venir?—De forma tajante, majestad. «¡A

San Ildefonso! ¡A San Ildefonso, sindemora!», gritabais una y otra vez.

—¿Quién más está con nosotros?—Nadie, salvo vuestro ayuda de

cámara, vuestro barbero, dos cocheros yalgunos hombres de la guardia.

—¿Quién sabe que estamos aquí y loque ha ocurrido en estos días de…de…? —parecía que no encontraba lapalabra—. De brumas —dijo por fin.

—Sólo quienes estamos aquí,majestad.

—Contadme qué he hecho estos tresdías… Mi… mi memoria se resiste…Está como vacía y todo es niebla.

Los dos hombres se miraronindecisos. No era fácil contarle al reylas tres jornadas que allí habíantranscurrido y lo que su real personahabía hecho; además, estaban abatidos

con el contenido de las noticias llegadasde París.

—Majestad —dijo al fin Ubilla—,en los tres días no habéis tenido reposoun solo instante, en ningún momento osha rendido el sueño. Habéispermanecido sumido en vuestrospensamientos con un mutismo absoluto yno habéis probado bocado.

—¿Eso ha sido todo?—Sí, majestad —respondió Bedmar.—Bien, bien. —Felipe V parecía

reflexionar—. En ese casoregresaremos, pero no iremos aZaragoza. Nos dirigiremos directamentea Madrid.

—Será como ordene vuestramajestad. Sin embargo, sería necesariocomponer… —Bedmar dudó, pero lamirada expectante del monarca le ayudóa concluir—. Componer vuestra imagen.Tenemos algunos vestidos que ha traídovuestro ayuda de cámara.

El rey se miró a sí mismo conparsimonia, se escudriñó de arribaabajo y durante un rato guardó silencio.Luego, soltó una sonora carcajada.

—No estoy muy presentable —admitió—. Parezco… ¡Parezco un reydestronado y en retirada!

—Majestad, no…—Dejaos de ceremonias —cortó

con sequedad el Borbón—. Sinembargo, no vestiré ropas de palacio.Aquí, por alguna parte, tiene que haberprendas de cazador. Eso es. —Hablabacomo si acabase de hacer undescubrimiento del que trataba decerciorarse—. Me vestiré con ropa decaza, de tal modo… —titubeó otra vezcon su voz blanda—. De tal modo queestos tres días los hemos dedicado a lacaza. ¡Hemos estado cazando por lospinares del Valsaín!

Ubilla salió para llamar al ayuda decámara y al barbero, mientras el reyquedaba a solas con Bedmar. Elsecretario del despacho instruyó a los

dos hombres acerca de lo que debíancontar: el rey había tenido el deseo deaislarse porque necesitaba tranquilidadpara tomar graves decisiones que elcurso de los acontecimientos habíanconvertido en urgentes, por eso se habíaretirado a reflexionar y solazarse con lacaza en Valsaín:

—Nadie, absolutamente nadie debesaber el trance por el que ha pasado sumajestad. Estos días han pasado entrecabalgadas, acechos, paseos yreflexiones. ¿Alguna duda?

Los dos hombres asintieron con lacabeza y no abrieron la boca. Ubillatomó un libro de un estante y, tras

abrirlo al azar, lo colocó sobre susmanos y lo ofreció a sus interlocutores.

—Son los Santos Evangelios. Juradguardarlo en secreto o que vuestra almase queme en los infiernos.

—Lo juro, señor —dijo con vozacongojada el ayuda, poniendo la manosobre el sagrado texto.

—Lo juro. —El barbero estabatembloroso cuando extendió la manoderecha hasta rozar con la punta de losdedos el libro que sostenía el secretario.

—Ahora asead y componed la figurade su majestad, en traje de caza. Cuandohayáis terminado partiremos hacia lacorte.

Los dos hombres abandonaronsilenciosos y cabizbajos la estanciadonde les habían aleccionado y tomadojuramento, y ya alcanzaban la puertacuando les detuvo la voz de Ubilla.

—¡Antonio! ¡Procura que tu mano notiemble cuando rasures a su majestad!—Lanzó hacia ellos una bolsita de cueroazulado donde tintinearon las monedasque había en su interior—. ¡Sonvuestras! ¡Por… por vuestro silencio!¡Aunque, pensándolo mejor, son porvuestros servicios durante estas tresjornadas de caza, paseos yconversaciones!

Los dos asintieron e hicieron un

gesto reverencial antes de abandonar elaposento. El secretario del despachouniversal cerró los Evangelios y saliócon ellos en la mano, buscando a losdemás que habían compartido aquellosdías en San Ildefonso.

Los servidores se aplicaron conesmero en su trabajo, prepararon ropas yaderezaron la peluca de su majestad,quien se lavó y aseó lo mejor que lascondiciones de aquel refugio serranopermitían, mientras los cocherospreparaban el tiro. Todo llevó un par dehoras en total. El mismo tiempo queUbilla y Bedmar necesitaron paraponerse de acuerdo en los detalles de la

versión oficial de aquellos tres días enla vida del rey: habían estado en Valsaíncazando y se haría pública, a través delConsejo de Estado, la carta delembajador en París. Se había discutidosobre la gravedad de la situación. El reyhabía estado tranquilo, aunque a ratosmelancólico, sumido en profundasreflexiones, como requerían las noticiasque llegaban del otro lado de losPirineos. En aquellos días de retiro sumajestad había dado pruebas de unaentereza y fortaleza de ánimo queresultaban admirables; podía afirmarseque el monarca se erguía ante lasdificultades. Su actitud había sido tan

animosa durante todo aquel tiempo quese hacía necesario publicar, tras lacelebración de una sesión urgente delConsejo, una real orden para que todoslos súbditos de su Católica Majestadsupiesen de la resolución de su soberanode hacer frente a las dificultades con lamayor energía.

El viaje de regreso a Madrid serealizó sin incidentes. Estaba muyavanzada la noche cuando Felipe Ventraba en el vetusto alcázar real; dadala hora marchó directamente a susaposentos.

Ubilla se puso a trabajar en sugabinete, era necesario para poder

convocar con urgencia una sesión deEstado que habría de celebrarse a lasdoce del día siguiente, el tiempo justopara convocar a los consejeros.Preparada la convocatoria, redactó eltexto de una real orden que el monarcahabría de firmar al término de la sesión.Cuando concluyó aquellas líneas estabaagitado, pero mucho más tranquilo.Aquel texto decía así:

Don Felipe V rey de Castilla, deLeón, de Aragón, de Sicilia… Atodos los concejos, justicias,regimientos y leales vasallos de estadilatada monarquía. Sabed que con elsingular beneficio de la DivinaProvidencia que es servida de

favorecer la justa causa de misarmas y el concurso de mis lealesvasallos he tomado la enteraresolución de defender a ultranza,hasta la total derrota y expulsión delos enemigos de esta monarquía y denuestra Santa Católica MadreIglesia, los sagrados derechosdepositados en mi persona por laregia voluntad de su majestad, miantecesor en el trono, don CarlosSegundo (que gloria de Dios haya)hasta el último aliento. Si fuesepreciso hasta el sacrificio de mipropia vida combatiendo (si laDivina Majestad así lo dispusiere) alfrente del último escuadrón denuestro ejército.

YO, EL REY.

Capítulo IV. Ana deHoserín

La reina y su camarera mayor cruzaronun patinillo de tierra apisonada en unade cuyas esquinas se levantaba el brocalde un pozo coronado por un flejemetálico en forma de arco. El patio, queno era muy grande, tenía formarectangular y en las paredes que locerraban se abrían varias ventanas dedistintos tamaños. En el ambienteflotaba un aire de soledad, tristeza ymisterio.

Las dos mujeres, acompañadas de la

anciana que les había abierto la puerta,entraron en una habitación relativamenteespaciosa; tendría unas siete varas delargo por casi cinco de ancho, y en ellaapenas si había mobiliario. Por elcontrario, sobre unas repisillasadosadas a la pared abundaba lacacharrería. Había morteros de piedra;un almirez de metal; varias redomas; unextraño aparato de vidrio de formasretorcidas, así como otros utensiliospoco comunes. También un búho demirada vidriosa, disecado y bastanteestropeado, cuyo plumaje se habíaperdido en algunos sitios y mostrabaranchos pelados en su cuerpo de tela

rellenado de paja. Mirarlo producíarepelús.

La vieja les indicó con gestodesabrido y un gruñido que tomasenasiento en unas banquetillas que habíaalrededor de una mesa redonda.

—Aguardad a que venga el ama —dijo, y se ausentó sigilosamente por unapuerta de cuarterones que se abría enuna de las paredes menores de la sala.

La reina y su camarera mayormiraban el extraño aspecto de aquellahabitación. Colaboraba a aquel ambientepoco tranquilizador la iluminación dellugar; sólo había un punto de luz queprocedía de una especie de enorme

candil con media docena de picosformando un círculo en cuyo centro lastorcidas nadaban en aceite.

Daban una luz vacilante y humosa,que no era escasa, pero por su posiciónen la sala —en un rincón colgado deltecho por tres cadenillas, que bajabanhasta poco más de una vara del suelo—iluminaba de abajo arriba y distribuía laluz de forma irregular, creando unaatmósfera tenebrista.

Transcurrieron varios minutos ensilencio, sólo roto por el crujir de lasvigas, que de vez en cuando producíanpequeños ruidos poco tranquilizadores.

—No sé, Ana María, si hemos hecho

bien en acudir a un lugar como éste…¡Si en palacio supieran de esto!

—Tranquilizaos, nada vamos aperder y nadie tiene por qué saber queestáis aquí. El cochero no sabe quiénsois; ni siquiera sabe quién soy yo, yunas buenas monedas sellarán su boca,porque tampoco le interesa saber más.

—Sí, pero la… la… la mujer queaguardamos puede descubrir… —Lareina retorcía unos con otros los dedosde las manos, manifestando tensión ynerviosismo.

—No debéis preocuparos por eso;aquí sólo saben que somos dos mujeresde alcurnia y nada más.

—Sí, pero esta mujer es una bruja,una hechicera. ¡Puede adivinar quiénessomos!

La camarera esbozó una sonrisamaliciosa. Iba a decir algo cuando lapuerta por donde se había marchado lavieja chirrió al girar sobre sus goznes,dando paso a la silueta de una mujer quese acercaba hacia ellas.

—Buenas noches tengan vuesasmercedes —fue el saludo de la reciénllegada, que tomó asiento en una de lasbanquetas.

Quedó situada de manera que cadauna de ellas la flanqueaba por un lado.Era una mujer de una belleza extraña y

exótica. No resultaba fácil determinar suedad; desde luego, ya no era unajovencita, pero tampoco había llegado aese momento en que el tiempo empieza acausar estragos en el físico. Eraprobable que aún no hubiese cumplidolos treinta años, y, de haberlo hecho, nolo aparentaba.

En su cutis, moreno y de una tersuraabsoluta, no se percibía una sola arruga.El pelo, también negro, caía sobre sushombros y su espalda en una melena nodemasiado larga. Los labios, grandes ysensuales, le daban un gran atractivo.Con todo, lo más llamativo de aquelrostro extraño eran sus ojos: grandes y

negros, que traspasaban al mirar.Vestía una especie de camisa blanca,

como las que usaban las mujeres delpueblo, de mangas largas, abotonada ycerrada hasta el cuello; cubría sushombros con una manteleta triangulardel mismo color que la camisa, anudadaen el pecho. Completaba el atuendo unafalda de tejido oscuro y burdo que caía,sin ningún tipo de adornos, hasta elsuelo. No llevaba calzado y tenía lospies desnudos. Por su atuendo, nadaparecía indicar que aquella mujertuviese poderes extraordinarios. Sinembargo, su presencia imponía.

La reina había contenido la

respiración y tenía el rostro crispadoante la imagen que aquella mujer, o loque fuese, ofrecía. Sólo la presencia demademoiselle, un bálsamo en el mar deagitaciones que era su vida, le daba elbrío suficiente para permanecer sentaday no salir huyendo de aquel miserablelugar. La presencia de la mujer produjoun silencio tenso y expectante que alcabo de un rato ella misma se encargóde romper.

—Bien, señoras mías —dijo—, sólola amistad que me une a quien os harecomendado, y que es persona a la queno puedo negarle nada, hace que os hayarecibido a horas como éstas y esté

dispuesta a escucharos. Habéis de saberque esto os costará diez reales de a ochoen plata, y si hay remedio habréis dedoblar esa cantidad más… la voluntadde vuesas mercedes.

«Parece una aprovechada avara ylenguaraz», pensó la reina. Volvió asentir con intensidad el deseo demarcharse de allí y luego dar órdenesoportunas para que aquella arpía fuesecastigada convenientemente. Sinembargo, algo que ya no era la presenciade su amiga y camarera mayor, la llevóa permanecer allí.

Fue la princesa de los Ursinos quien,asintiendo con un movimiento de cabeza,

contestó:—Hemos de suponer que tú eres

Ana de Hoserín y eres capaz de ponerremedio a las cuitas que nos han traídohasta aquí.

La bruja se agitó en su banqueta.—Si dudáis de mis cualidades, ¿a

qué habéis venido? —Esperó unacontestación que no se produjo, por loque continuó—. Porque de ser así, estáisperdiendo el tiempo. El vuestro y elmío, que tiene un alto precio, como oshe indicado, cuestión de la que no heobtenido respuesta.

La camarera sacó varias monedas deun bolsillo de la misma tela de su traje,

que colgaba de su muñeca izquierda.Eran doblones de oro, tres, y su valorsuperaba con creces la tarifa planteadapor la bruja. Las dejó caer sobre eltapete de la mesa.

Ana de Hoserín hizo poco aprecio aldinero, lo que desconcertó a lacamarera, que esperaba otra clase dereacción. Otra vez el silencio se alargóy de nuevo la dueña de la casa tomó lainiciativa.

—Y bien, ¿qué deseáis? —preguntó.La camarera se dio cuenta de que la

reina no abriría la boca, por lo que sehizo cargo de la situación.

—En primer lugar —dijo— has de

saber que el negocio que nos ha traído atu casa es de suma importancia, y que ladiscreción ha de ser pieza fundamentalen el mismo; antes de confiártelo hemosde tener garantía de tu silencio.

Ana de Hoserín adoptó un aire dedignidad ofendida y señaló que a su casaacudía lo mejor de Madrid —recalcócon cierto retintín lo de «mejor»—, yque era casa acreditada por su seriedady discreción; también recalcó estaúltima palabra.

—Así lo esperamos, y lo indican lasreferencias que tenemos de ti.

Aquella mujer tan desconcertantepareció reconfortarse con las últimas

palabras de quien parecía ejercer laautoridad en aquella visita, porque lajovencita tenía el aire de una tontuelaasustada.

—Si habéis requerido mis servicios,debo conocer cuál es vuestro encargo.—A continuación desgranó una retahílade asuntos que podía abordar:adivinamientos, conjuros, maldiciones,pócimas, elixir de amor, ataduras,hechizos, sortilegios, interpretaciones,fórmulas…

A la reina el enunciado de todoaquello le pareció pura charlatanería; sele habían disipado las dudas que teníasobre la necesidad de acudir allí y

estaba convencida de que había sido unerror.

—La joven señora cree que es unapérdida de tiempo haber venido a micasa —añadió la mujer—, y en estemomento siente un deseo irrefrenable demarcharse, pero si lo hace —mirófijamente a la reina— nunca tendrá unarespuesta a la angustia que le producenla falta de noticias y sobre todo larealidad de las intrigas y traiciones quela rodean y amenazan.

A Luisa Gabriela de Saboya se lecortó la respiración, a la vez que susmanos se asían con fuerza al borde de lamesa.

—¿Cómo sabes tú que esperamosnoticias? ¿De dónde vienen esasnoticias? —Las preguntas de lacamarera fueron interrumpidas en seco.

—¡De dónde han de venir! ¡DeFrancia, señora mía! ¡Más aun, delpalacio de Versalles! —Lasafirmaciones de la mujer erancontundentes. Después, preguntó—:¿Queréis que os diga más?

La reina y su camarera cruzaron unamirada confusa; aquella mujer deextraña apariencia no era una simplecharlatana.

—Sí, queremos —afirmó la princesade Ursinos, tratando de controlarse.

—La joven señora, aunque ignoro suidentidad exacta, es persona que semueve en las alturas —dijo la mujer—.Las intrigas que le preocupan sonpalatinas y las traiciones regias. —Susojos intentaban penetrar en la mente deLuisa Gabriela y escudriñar lo que enella había.

La reina se agitó inquieta, aunque losropones que la cubrían disimulaban suestado de excitación.

La camarera mayor volvió a inquirir.—¿Podrías dar respuesta a preguntas

concretas?—Es posible, pero no puedo

asegurároslo.

—¿Es cuestión de dinero? —La vozde la reina sonó temblorosa.

—No, no lo es. Yo cobro un preciopor mi trabajo, independientemente delas circunstancias del mismo.

Ahora parecía que aquella mujer noera una vividora; quienes le habíanindicado sus cualidades a la camareramayor no la habían engañado. Nisiquiera habían exagerado cuando lespreguntó por alguien que pudiese«ayudarla» en cuestión de unos amores.Unos amores con un cortesano era ladiscreta cobertura que la princesa de losUrsinos había dado a sus requerimientospara obtener información acerca de

alguien que pudiese «auxiliarla» paracolmar sus deseos. Sabía que aquellacobertura daría lugar a toda clase dechismes y habladurías en torno a supersona, sazonando aún más lacomidilla cortesana de cada jornada, enla que ella era uno de los platosfavoritos. «¡Será puta la viejaalcahueta!», ése sería el tenor de loscomentarios que girarían en torno a los«servicios» que decía requerir. Una vezmás se convertía en escudo protector deaquella pareja de reyes jóvenes y tanfrágiles que parecían de juguete. No leimportaba, porque, en parte, ése era elobjetivo de su presencia en la corte

madrileña. Pero sólo en parte, ya quecon el paso del tiempo se habíaencariñado de tal forma con su reina ysu rey que el respeto debido se habíatransformado en otro sentimiento.

—Está bien —señaló la camarera—,vamos a confiarte la razón de nuestravisita, pero antes hemos degarantizarnos tu discreción y tu silencio.Tras decir esto sacó del mismo bolsodel que habían salido los doblones unpequeño crucifijo de plata, de orfebreríamuy trabajada.

Antes de que lo depositase en lamesa, Ana de Hoserín soltó una sonoracarcajada.

—Si confiáis en un juramento sobrevuestro crucifijo como garantía de misilencio, perdéis el tiempo. ¡Yo no creoen esas cosas! —apostilló alzando lavoz.

La camarera comprendió que habíacometido un error imperdonable.Aquella mujer era una hechicera, unabruja, no una cristiana, y deberíahaberlo previsto. Sin embargo, algohabía tenido de positivo: era de fiar.Podría haber guardado silencio y hechouna pantomima; no le hubiese costadoningún trabajo jurar en vano en elnombre de Dios, porque era un dios enel que no creía.

—¿Renegáis de Dios Nuestro Señory lo decís públicamente? —preguntó lareina, escandalizada.

—Señora, uno no puede renegar deaquello en lo que nunca ha creído. Yo nosoy cristiana, no estoy bautizada.También erráis cuando afirmáis que lodigo públicamente; si así lo hiciera mivida no valdría un ardite. Lo digo aquí,en privado, ante unas personas quedesean discreción más que ninguna otracosa. ¿Me denunciaríais al SantoOficio? ¡Menudo escándalo!

La reina dio un respingo en elasiento.

—¡Ana María creo que deberíamos

marcharnos!La camarera prefirió no contestar a

su majestad, se limitó a negar con unmovimiento de cabeza. La mujer a la quehabían visitado no era una vulgarcharlatana de tantas como pululaban porla villa y corte madrileña. Estaba claroque era inteligente y sabía el terreno quepisaba; ahora sólo faltaba que de verdadposeyese los poderes que se leatribuían.

—La señora requiere tus serviciosen un asunto de extrema importancia,confiaremos en ti. —La princesa de losUrsinos tenía dudas razonables sobre laactitud de la reina respecto de lo que

decía, pero estaba convencida de noequivocarse haciendo aquella apuesta;además, era mucho el camino recorridohasta allí para volverse atrás sóloporque la reina tuviese problemas deconciencia.

Capítulo V. Unmensaje extraño

En la corte se rumoreaba que habíanllegado noticias de Francia, y que lasmismas no eran buenas. Se decía,aunque nadie había visto el papel, queun correo enviado por el duque de Albaavisaba del giro que estaban tomandolos acontecimientos. En algún corrillolos comentarios apuntaban a que LuisXIV estaba resignado a firmar la paz coningleses y holandeses, abandonando a sumajestad a lo que le deparase su propiasuerte. Se afirmaba que en lo

fundamental estaban de acuerdo y sóloexistían pequeñas diferencias en asuntosmenores, meras cuestiones de detalle.

Alguien había insinuado conocer unsecreto verdaderamente terrible:

—Sé por persona de confianza queel Cristianísimo va a volver sus tropascontra el rey nuestro señor.

La incredulidad y la preocupación sehabían dibujado en el rostro de los queoyeron semejante cosa. Hubo reaccionesmuy variadas.

—¡Eso es una infamia! ¡Luis XIVjamás hará tal cosa!

—¡Eso es sencillamente traición!¡Es impensable!

—¡A mí no me extrañaría que esezorro hiciese una cosa así!

—¡Tened la lengua! ¡Es el abuelo desu majestad, que Dios guarde!

—¡Tenéis flaca memoria! ¿Cómoactuó el rey Luis en la época de sumajestad Carlos II, que Dios haya en sugloria? ¿Recordáis los tratados y losmanejos? ¡Es un felón!

Madrid entero bullía de noticias, dechismes. No había otro tema deconversación, y de aquello era de lo quese hablaba, en voz baja o a voz en grito,según el lugar. Porque se hablaba en laantecámara de palacio, en lascovachuelas y en las caballerizas; se

hablaba en la calle, en tabernas, enmesones, en posadas, en las esquinas y,sobre todo, en las gradas de San Felipey en el Prado, adonde los madrileñosseguían acudiendo a pasear, a ver y a servistos cada tarde, antes de la oración.

Una especie de agitación se habíaextendido por todos los rincones delalcázar desde que se había tenidonoticia de la llegada de un nuevo correoprocedente de Versalles. La mismacrecía conforme pasaban los minutos yhabía toda clase de opiniones, aunquetodas carecían de fundamento, ya que lospliegos no se habían abierto porque sumajestad aún compartía el lecho con su

esposa y nadie se atrevía a interrumpirla regia intimidad. Había que esperar aque sonase la campanilla de la alcobade la reina; sólo entonces podía lacamarera mayor entrar en el aposento.

En la antecámara poco a poco sehabía reunido un elevado número decortesanos; allí se dieron cita gentes quepululaban por los más recónditoslugares del alcázar. Existía laexpectación de los grandesacontecimientos.

La princesa de los Ursinos estabarodeada de las camareras de su majestadesperando la señal; también, embutidosen sus púrpuras, los cardenales

Portocarrero y Belluga. Junto a loseclesiásticos se veía, hablando sinparar, a los condes de Oñate y SantaCruz, los marqueses de Bedmar yValdemojón y los duques del Infantado yde Medinasidonia. Había variosteólogos tocados con sus negros bonetesy luciendo severas vestiduras, y doscapitanes de la guardia hablabanquedamente con el marqués de Aytona, acuyo mando había quedado la GuardiaValona, que aquellos días teníaencomendada la custodia del alcázar yde las reales personas. Había más deuna docena de caballeros de hábito,también vestidos de negro, luciendo

orgullosos en el pecho las veneras rojasde sus órdenes respectivas. Algunasdamas de retrete aguardaban,cuchicheando en un rincón, a que fuesenrequeridos sus servicios, mientras en unextremo de la estancia el inquisidorgeneral sostenía una animadaconversación con dos elegantes señorasque asentían continuamente a susexposiciones, con una sonrisa en laboca.

Por una de las puertas laterales quedaban acceso a aquel punto de reuniónpalaciega fueron entrando, uno tras otro,todos los miembros del Consejo deEstado. Habían concluido una de sus

tediosas sesiones o, dadas lascircunstancias —hasta ellos habíallegado la noticia del arribo del correoprocedente de Versalles—, la habíandado por concluida. Mantenían el airegrave que les caracterizaba comomiembros del más alto órgano degobierno de la monarquía y parecían,por su aspecto adusto y severo, estarsiempre meditando sobre asuntos de lamayor enjundia en lo tocante a lagobernación del Estado. Casi todoshabían llegado a la edad provecta, loque hacía que, con frecuencia, susactuaciones en el Consejo no fuesen tanatinadas como era deseable; eran del

dominio público los antagonismos, casiancestrales, de algunos de sus miembrosy de los intereses que allí representaban.También estaba el confesor del rey, porsi el soberano, como era habitual,requería sus servicios después de habergozado de los encantos de la reina. Aveces, su majestad llegaba hasta elborde mismo del agotamiento en susejercicios amatorios.

Cuando más animada era laconversación en todos los corrillos,sonó la campanilla. La camarera mayormostró su diligencia y seguida de susayudantes entró en la alcoba real.Apenas un minuto después, una de las

camareras salía a la antecámara ybuscaba con la mirada. Todos lospresentes se fijaron en ella, que seacercaba al confesor.

—Reverencia, su majestad osrequiere —susurró con suavidad y ciertaentonación no exenta de picaresca.

El padre confesor recogió conagilidad uno de los lados de su capa yplegando ésta sobre su hombro siguió ala mujer entre miradas burlonas,codazos intencionados y comentariosque, aunque no llegaban a sus oídos,bien sabía él que estaban cargados deobscenidades.

Mientras en la alcoba las camareras

componían la figura de la reina y lasdamas de retrete adecentaban el lugar,bajo las indicaciones de la princesa delos Ursinos, el rey se había retirado auna dependencia anexa donde tenía unvestidor y su propio excusado. Allí,descargó su conciencia de la fogosidadcon que se había empleado aquellanoche.

Cuando salió el confesor —cerca deuna hora había necesitado para que elregio penitente se tranquilizase—, lareina ya estaba vestida y acicalada.Entonces entraron los ayudas de cámaradel rey y, con ellos, el cocinero de sumajestad con el preparado

reconstituyente que éste se hacía servirpara recuperar las energías que en eltálamo derrochaba. Eran ya más de lasdos cuando el soberano reclamó lapresencia del secretario del despachouniversal.

—Ubilla, el padre confesor me hacomunicado la llegada de una carta desu majestad, el rey mi abuelo. Veamossu contenido.

Ubilla, que era hombre previsor yhabía llevado la carta consigo, rompiólos lacres. Sólo estaban, además de losreyes, la camarera mayor. El secretariose caló las lentes y con un carraspeo seaclaró la voz.

A mi muy amado nieto Felipe,rey de España.

No tienen los mortales memoriade un invierno tan duro ni con talexceso de frío como el del pasado.Se helaron los ríos hasta lasproximidades del mar, que enalgunos lugares, en sus márgenesterrestres, formaron hielo. Nocorrió el agua líquida, ni siquiera laque se trae en las manos para beber.Se endurecieron en muchas parteslas carnes y los pescados, tanto quese hizo preciso cortarlos conhachuela. Morían los centinelas enlas garitas y la industria humana casino encontraba reparo contra tanirregular inclemencia. Como elanterior año había expirado con lamisma destemplanza, no hicieron

progreso los sembrados y se haintroducido el hambre por todaspartes…

Mientras la reina seguía con todointerés la lectura que Ubilla realizaba yen similar actitud estaba la princesa delos Ursinos, que trataba de no perderdetalle, el rey se había removido en susillón y había dejado escapar unbostezo.

… Son muchos y graves losinfortunios que aquejan a estamonarquía, cuyo gobierno nos haencomendado la majestad divina deDios Nuestro Señor, y numerosaslas instancias y quejas de nuestros

vasallos para poner fin a una guerra,cuyo mantenimiento se nos haceinsostenible. La escasez denumerario nos ha obligado a enviar ala casa de la moneda las hermosasestatuas de plata con que se ornabannuestros palacios y residencias parareducirlas a moneda.

En las presentes circunstanciasse hace imposible el mantenimientode la actual situación militar, en quenuestros ejércitos se ven obligadosa defender el solar patrio, dondealgunas plazas de importancia sonamenazadas por el enemigo. En losmomentos actuales la prudencia y elbuen gobierno aconsejan que todaslas tropas disponibles se concentrenen la defensa de estos mis reinospara evitar males mayores que

sobrevendrán inexcusablemente demantenerse el actual estado decosas.

En consecuencia, he dadoinstrucciones concretas al ministrode la Guerra para que tome aquellasdisposiciones que considerenecesarias a tal fin. Elreforzamiento de nuestra posiciónmilitar obligará, sin duda, a rebajarlas exigencias de su majestad lareina Ana y del pensionario deHolanda en la mesa denegociaciones. Recibid el paternalafecto de vuestro abuelo.

YO, EL REY.

El rostro de Ubilla había idopalideciendo conforme avanzaba en la

lectura, y ahora tenía el aspecto de uncadáver. El silencio era absoluto, total.

—No dice nada de volver sus tropascontra mí —señaló el rey con vozgangosa.

—Cierto, majestad. —Ubilla noquiso o no pudo decir más.

—Significa, Felipe, que vuestroabuelo os retira todo su apoyo, que lastropas francesas se marchan y nosquedamos solos. También se alude a laexistencia de una mesa denegociaciones. —La reina alzó la voz—.¿Qué se está negociando? ¿Cuáles sonlos planteamientos sobre los que seasentaría una supuesta paz?

Luisa Gabriela se levantó, a puntode romper a sollozar, y se acercó a sucamarera haciendo un esfuerzo paracontener las lágrimas. La diferencia deestatura entre las dos mujeres permitió ala reina inclinar su cabeza sobre elhombro de mademoiselle; entoncesempezó a gemir. El rey parecía ausente,como si no hubiese oído nada o nohubiese querido oírlo. Ubillapermanecía inmóvil y atónito ante laescena.

—Majestades —la voz potente de laprincesa de los Ursinos rompió elsilencio—, el contenido de la carta delrey Cristianísimo no aporta nada nuevo

a lo que ya sabíamos: que la situación enlos dominios de vuestro abuelo es gravey necesita de todos sus recursosmilitares.

Ubilla interrumpió a la camarera.—Señora mía, esta carta confirma

los más negros presagios; creo que nodebemos quitar dramatismo a lasituación. Con las tropas delCristianísimo en España, apenaspodemos sostener la igualdad con elenemigo en el campo de batalla. Sin suayuda…

—Creo, señor secretario —habíacierta ironía en sus palabras—, quevuestra obligación y la mía, como

servidores de los reyes nuestrosseñores, es la de tratar de noensombrecer aún más el panorama, sinoaportar ánimos y resoluciones.

—¡Señora! —Ubilla casi gritó pesea la presencia de los reyes—, yo noensombrezco ningún panorama, hago unejercicio de realismo, que ahora es másnecesario que nunca.

La princesa de los Ursinos iba areplicar cuando la voz, un tantodesmayada, del rey cortó la incipientedisputa.

—Ubilla, reúne a la corte porque esnecesario hacer anuncio de esto, ya quelos rumores son, por lo general, mucho

peores que la más dura de lasrealidades. Daremos a conocer a todosel contenido de la carta del rey miabuelo y haré pública, otra vez, mi firmevoluntad de ser el soberano de estamonarquía, por si acaso…

Las palabras del rey quedaroninterrumpidas por un hecho inaudito: lapuerta de la antecámara había producidoel crujido que hacía al abrirse; alguienosaba interrumpir la intimidad de susmajestades. Apareció entre las pesadashojas de madera la cabeza del marquésde Aytona, quien saludó militarmente,mientras se disculpaba.

—Majestad, perdonad, pero es de

suma urgencia, de no ser así no habría…—¿Qué ocurre, Aytona? ¡Muy grave

ha de ser el asunto!Aytona avanzó algunos pasos e hizo

ademán de entregar un papel al monarca,quien le indicó con la mirada que se lodiese al secretario. Cuando éste lo cogióno pudo reprimir un gesto de sorpresa.

—¡Majestad, los lacres están rotos!¡Esta carta ha sido abierta!

—¿Qué ha ocurrido, Aytona?—Majestad, el correo ha llegado en

ese estado, y lo que es más grave,majestad…

—¿Qué ha ocurrido? —El reyrepitió impaciente la pregunta.

—El mensajero está malherido; hadebido de ser asaltado por algunapartida de facinerosos. En realidad, hallegado a palacio porque le haconducido hasta aquí una patrulla que leencontró como a una legua de la corte.Ni siquiera sabemos cuál era el destinode este correo. Su estado espreocupante; el doctor Ruiz de Peraltaestá atendiéndole, pero la herida tienemuy mal aspecto.

—¿Ha dicho algo? —preguntóUbilla, que había vuelto a calarse laslentes.

—Nada, apenas le quedó resuellopara llegar a la entrada del patio de

armas. Allí, cuentan los hombres quehabía en el puesto, cayó del caballo,desplomándose sin sentido.

—¿Conoces el contenido de esepapel? —El rey miró fijamente al jefede la Guardia Valona.

—¡No, majestad! ¡Os lo juro por mihonor!

—¿Quién os lo entregó?—¡El capitán de la guardia que tiene

ahora su turno, majestad!—¡Averigua si ha leído este papel!

¡Comunícamelo de inmediato!—¡Así será, majestad! —El marqués

de Aytona hizo un saludo militar enlugar de una reverencia cortesana y se

retiró.—¿A quién va dirigido, Ubilla?—No hay dirección, majestad.—¿De quién son los lacres?—Lo ignoro, majestad; son negros,

pero no parecen tener armas que losidentifiquen.

El secretario del despacho universalera, sin ningún género de dudas, lapersona de la corte en quien el reyFelipe tenía mayor confianza, excepciónhecha de la camarera mayor de la reina.Era un hombre de pequeña estatura ycomplexión robusta, y su capacidad detrabajo parecía inagotable. Para él noexistían las horas, y había vinculado su

vida a la de los jóvenes monarcas.Servía con lealtad a su señor, lo quesignificaba que hablaba con todo elrespeto debido a su majestad, peroseñalándole aquello que realmentepensaba. Era una rara especie en losambientes cortesanos, que secaracterizaban por la adulación, lasimulación y la mentira.

El papel que tenía en sus manos erade fuerte textura, casi parecíapergamino. Estaba ajado, signoinequívoco de haber pasado por variasmanos y haber corrido vicisitudes ajenasal trato normal de un pliego que viajaba;además, sus dobleces no encajaban,

porque había sido abierto y cerrado deforma descuidada. Quien había roto loslacres había actuado sin ningún cuidado.No debía de importarle ocultar el hecho,más bien parecía lo contrario.

—Lee ese papel —indicó el rey.Ubilla desplegó la carta con manos

temblorosas, echó una ojeada y seapretó los quevedos como si deseasever mejor. Parecía perplejo.

Levantó los ojos con la miradaincrédula, pero su boca no se abría.

—¡Por el amor de Dios, Ubilla, quédice ese papel! —La voz de la reinasonó estridente.

—Majestad, esto no tiene sentido.

—¿Qué es lo que no tiene sentido?—El rey se agitaba en su sillón.

—Lo que dice este papel, majestad.—Ubilla miraba alternativamente eltexto y al rey.

—¡Quieres leer de una maldita vezqué es lo que está escrito ahí!

Ubilla se apretó una vez más laslentes y sostuvo, casi a la altura de susojos, aquel misterioso papel.

Plutarco se impondrá aHomero.

Ha sonado la hora de lajusticia.

Las Damas y sus Hijas loagradecerán.

Cicerón está dispuesto.

X e Y avisen a Cicerón.

La perplejidad de Ubilla se habíatrasladado a la pareja real y a laprincesa de los Ursinos. En la mente delos presentes sonaban aquellas frasesinconexas que hablaban de Homero, dePlutarco, de Cicerón.

La princesa de los Ursinos pidió alsecretario que leyese de nuevo el texto.El rey asintió sin hablar.

—¿No hay más? ¿No va dirigido anadie? ¿Nada sabemos de quien loescribe? —mademoiselle encadenabalas preguntas.

Ubilla miró el anverso y el reverso

del papel. No había nada más, ningunaotra señal. Observó con detenimiento ellacre, que no aportó nada nuevo.Ninguna inicial, ningún nombre, ningúnescudo.

—Ni siquiera sabemos a quiénestaba dirigido. Tal vez el destinatariofuese alguien de palacio cuya identidadno conocemos. —La reina hablaba comosi pensase en voz alta.

—Es posible que se trate de unabroma. ¿Qué es eso de que Plutarco seimpondrá a Homero? ¡Dame ese papel!—ordenó el rey.

—Majestad, no se viola el correo nise ataca a un mensajero por broma, pues

la pena es la muerte.Ubilla entregó el pliego a Felipe V,

quien lo miró con displicencia, despuéshizo un gesto despectivo y se lodevolvió al secretario.

La princesa de los Ursinos estabaintrigada.

—¿Quién será Plutarco y quién seráHomero? ¿Quiénes serán las damas ysus hijas?

Unos golpes sonaron en la puertaque daba a la antecámara. Sin esperarrespuesta, quien llamó, abrió la puerta.Otra vez era el marqués de Aytona, quede nuevo saludó militarmente.

—Majestad, en palacio nadie ha

leído el contenido de ese mensaje. Elalboroto que el suceso produjo en laguardia hizo salir al capitán, y ésterecibió el pliego del mensajero; de susmanos ha pasado a las mías.

—Está bien Aytona, puedes retirarte.El aristócrata iba a marcharse

cuando la voz de la camarera le detuvo:—Señor marqués, ¿qué hay del

mensajero?—Malas noticias, mademoiselle;

por lo que sé, han requerido conurgencia la presencia del padreDaubenton para asistirle. Tal vez ya estémuerto.

Capítulo VI. Lacamarera y el confesorPor indicación de su majestad la cortese había congregado en el SalónDorado, y pese a que había pasado lahora del almuerzo, no faltaba nadie.Había expectación por los sucesos deaquella intensa mañana en que habíallegado un correo de Versalles y, por sino fuera suficiente, también un mensajeextraño con un mensajero moribundo.Circulaban rumores para todos losgustos, y todos decían tener informaciónfidedigna y reciente, pero que quedaba

en entredicho a los pocos minutos.Allí estaban todos, de pie,

conversando en animados corrillos: losmiembros del Consejo de Estado enpleno, incluido el valetudinario marquésde Mancera, que ya había cumplido losnoventa años, los consejeros de Flandesy el presidente de Indias. Por todaspartes pululaban teólogos y gentes dehábito, su eminencia el primadoPortocarrero y también el impulsivoBelluga, que no había parado en mientesa la hora de armar un regimiento declérigos, daba igual que fuesen curas ofrailes, quienes, sotana remangada yfusil, pedreñal o arcabuz en bandolera,

se habían dedicado a la santa misión dematar herejes ingleses u holandeses enlas comarcas limítrofes entre Murcia yValencia. Estaba el más importante delos consejeros franceses que Luis XIVhabía asignado a su nieto, Amelot, ytambién Aytona, Medinasidonia,Medinaceli, Sessa, Bedmar, Infantado…

La llegada de los reyes,acompañados de Ubilla y del marquésde Grimaldo, apagó los comentarios. Lacorte formó un reverencial pasillo por elque caminaron sus majestades. Una vezque tomaron asiento, el rey hizo unaseñal al secretario del despacho, queestaba al pie del estrado, a su derecha.

—El rey nuestro señor ha tenido abien dar a conocer el texto de la cartaque su majestad Cristianísima haremitido y cuyo tenor es como sigue.Ubilla se puso los anteojos y comenzó lalectura de la carta.

—«No tienen los mortales memoriade un invierno tan duro ni con tal excesode frío…».

Mientras se daba cuenta de lasnoticias que llegaban de Versalles, enuna habitación apartada la princesa delos Ursinos acababa de recibir la visitadel padre Daubenton, que había acudido,solícito, a su llamada.

Era Daubenton un personaje curioso

que no respondía al perfil tradicional desus antecesores en el confesionarioregio. Se trataba de un jesuita, lo querompía la larga tradición de losdominicos como directores espiritualesdel rey. Mofletudo y de carnessonrosadas, regordete aunque de portemajestuoso, dicharachero, amigo de labuena vida y, por ende, proclive alperdón fácil, era un confesor a medidade la estrecha conciencia del rey, quiencon un rigorista en el confesionariohubiese tenido serios problemas. Contodo, no era ésa su virtud principal, sinoel que —en esto también rompía elmolde trazado por sus antecesores— no

hubiese convertido su posición en unaplataforma de acción política. Nuncahabía intervenido en las luchascortesanas ni había utilizado suinfluencia sobre el monarca, cuando éstese convertía en su penitente, para influirmás allá de lo que era su ministerio. Selimitaba a darle blandasrecomendaciones y a tranquilizarle laconciencia por lo que el rey considerabaexcesos de su lujuria. Estaba dispuesto acompartir el placer de la mesa con quienquisiese gozar de su compañía. Suglotonería ante las exquisitecesculinarias era de dominio público, y lasmalas lenguas, siempre tan afiladas y

abundantes, contaban su afición acompartir la cama con amigas ypenitentes; sin embargo, a pesar de todolo que se decía nunca se le habíasorprendido en situación comprometida.

—Quiero agradecer a vuestrareverencia la rapidez con que habéisacudido a mi llamada. Sois una personaexquisita y un buen amigo, algo muydifícil de conseguir entre estas paredes.—La princesa de los Ursinos estabaponiendo en marcha todas sus dotes deseducción.

A la vez que daba la bienvenida alconfesor real, extendía hacia él unamano hermosa y blanquísima que

Daubenton besó con algo más quecortesía: —Creo, padre, que habéisatendido en confesión al mensajero quellegó acuchillado a palacio—. Hablabadistraídamente, mientras daba la espaldaal jesuita so pretexto de servir unascopas de vino.

Los ojos del confesor se abrierondesmesuradamente. La espalda deaquella mujer estaba completamentedesnuda, hasta la misma cintura. Sintióque se le contraía el estómago a la vezque disfrutaba de un placenterocosquilleo, notó que se le aceleraba elpulso y la sangre se le agolpaba en lassienes. Cuando la camarera se volvió

con las copas que había llenadoparsimoniosamente, el confesor ofrecíael aspecto de una personacongestionada.

—¿Decíais, padre, sobre elmensajero? —Le alargó una de lascopas.

—Yo, yo…, sí…, el mensajero. ¡Ah,el mensajero! Sí, ha muerto, pobredesgraciado. —Bebió un largo trago devino.

—¿Le asaltaron unos bandoleros?—En cierto modo, sí; se trataba de

gentes partidarias del archiduque.—¿No le robaron el correo?—Abrieron el pliego, pero no debió

de interesarles, porque lo arrojaron;sólo se apropiaron de las armas y eldinero que el pobre diablo llevabaencima. Como la herida del cuello erahorrorosa, le dieron por muerto. ¡No sécómo ha podido llegar hasta la corte!

Dos tragos bastaron para que eljesuita vaciase la copa, que la camarerallenó nuevamente con generosidad,mostrando otra vez al clérigo ladesnudez de su espalda. Cuando sevolvió con la copa, logró que su vestidose deslizase con suavidad, dejando aldescubierto uno de sus hombros. No setomó la molestia de cubrirlo y sepercató del efecto que ejercía en el

confesor.—¿Cómo encuentra vuestra

reverencia a su majestad estos días?¿Sabéis que las noticias que llegan deVersalles no son halagüeñas?

El clérigo, a todas luces alterado,trataba de calmar su excitación vaciandoel contenido de su copa, a pesar de locual estaba sediento. Sin interrupción,una tercera copa estuvo en su mano a lapar que el vestido de la camareratambién se deslizaba por el otro hombro,que quedaba asimismo al aire. Sólo elprominente busto de mademoiselleimpedía que quedase desnuda de cinturapara arriba.

La conversación fue alargándose deforma paulatina. Conforme transcurría eltiempo crecía la excitación del padreDaubenton, así como la cantidad de vinoque ingería y que la camarera ledispensaba generosamente. De pronto sesintió pesado y con la cabeza cargada.Visiblemente agobiado, indicó su deseode sentarse. La pareja compartió undiván, donde sus cuerpos se juntaron,porque la princesa de los Ursinos secolocó de tal forma que el clérigo quedócomo encorsetado entre el brazo delmueble y el cuerpo de aquella mujervoluptuosa, que parecía vivamenteinteresada en conocer la opinión del

confesor sobre numerosos asuntosrelacionados con su majestad y la corte.En un atisbo de lucidez, en medio de losefectos cada vez más intensos del vino,el confesor afirmó:

—Lo que no os contaré seránasuntos que pertenezcan al secreto deconfesión de su majestad.

La camarera se levantó de un salto,adoptando una actitud ofendida:

—Padre, no os consiento que dudéisni por un instante de mi intenciónrespecto al secreto a que os obliga elsagrado ministerio de vuestrareverencia.

Una hora más tarde, cuando el padre

Daubenton abandonaba aquel aposento,su cabeza era un caos. Sabía que habíahablado sin cesar, pero no podríaafirmar con exactitud qué cosas habíadicho. Sí recordaba uno de los pechosde aquella mujer, que había llegado aacariciar, por lo que tendría queconfesar y arrepentirse de su lujuria.Dando tumbos por efecto del vino quehabía bebido con fruición y en cantidaddesmesurada, se dirigió a sus aposentosprivados, tratando de mantenercompuesta la figura. Trastabilló un parde veces, pero nadie lo vio.

La camarera mayor dejó sobre labandeja su copa; sólo la había llenado

una vez y el contenido estaba intacto.Nunca pensó que todo aquello iba a

resultarle tan fácil. Compuso su vestidoy mirándose en el espejo se sonrió a símisma de forma maliciosa. Despuésacomodó los senos en su sitio una vezque el vestido hubo quedado ajustado.Aún era capaz no ya de despertarpasiones, que de eso estaba segura, sinode desconcertar en poco rato el ánimode un hombre…

Una vez que los cortesanos tuvieronconocimiento del contenido de la cartadel rey de Francia, la indignación fuegeneralizada. A todos había emocionado

la intervención del viejo marqués deMancera, señalando la negativa actitudque los franceses habían tenido en eltranscurso de la contienda.

—… Actúan en su beneficio y encontra de los intereses de España —había dicho—. Se hace necesario,majestad, un cambio de política. Nopodemos consentir que se mantenga elestado de postración en que se encuentranuestra armada, lo que nos ha conducidoa dejar en sus manos los negocios conlas Indias. Fue lamentable su actitud enel asedio a Barcelona en el año 1706.Vuestra majestad, bien lo sabe, porquelo sufrió en sus reales carnes…

Entre los cortesanos se comentabaque sólo su edad y el hecho deencontrarse ya con un pie en la sepulturahabía dado alas al vejestorio para decirtales cosas. Fue capaz, se asombrabanaquellos pisaverdes, de decirle al rey enpresencia de toda la corte:

—Majestad, os suplico más fe en loscastellanos, a quienes debéis la corona.

Un murmullo general se habíaelevado entre la concurrencia cuandoMancera pronunció aquellas palabras.

—Francia, señor —añadió—, esculpable de muchas otras cosas, y enmodo alguno debéis consentir que enesas conversaciones de paz se manejen

los intereses de España y los de vuestramajestad según los antojos y lasconveniencias de otros.

Cuando terminó con un «¡Viva elrey!» de tal fuerza que parecíaimposible que saliese de su senectud,todos corearon la frase con energía.

Las camarillas cortesanas ya teníantema de conversación para los próximosdías, hasta se cruzarían apuestas sobre siMancera sería desterrado de la corte ono, y los detalles del posible destierro.Algunos, no obstante, tuvieron unreconocimiento muy español y patrióticopara su gesto:

—¡El viejo ha tenido cojones!

Aquella tarde en Madrid no sehablaba de otra cosa, y las másextraordinarias noticias circulaban portabernas, figones, palacios, tertulias,esquinas y plazas. Sin distinción derango ni de posición social se hablaba yhablaba; muchos decían poseerinformación secretísima, que, a pesar desu carácter, no vacilaban en pregonar aquienes quisieran escucharles. Ladivulgación de aquellas secretasprimicias daba lugar a otras diferentes,con lo que se alimentaba y daba pábuloa nuevos rumores y comentarios. Inclusohabían aparecido unos pasquines, sin piede imprenta, donde quedaban recogidos

unos versos, no exentos de misterio, enlos que se aludía a los franceses y a dosde los principales jefes del ejército quesostenían las pretensiones al trono delarchiduque Carlos.

San Martín, con ser francés,Partió la capa con Dios,Más vos Huido y vos Diagués,Si Christo tuviera dos,Le quitarades las tres.

Tuvieron estos versos una grandifusión, no tanto por la inspiración quelas musas habían inculcado al autor, sinopor las cábalas a que daban lugar.

—Está clarísimo maese Pedro.

«Huido» no puede ser otro que el Guido,el general austriaco de nombre largo.

—Se llama Stahremberg —tercióuno de los que, en animada eimprovisada tertulia en el mesón de laplazuela de la Cebada, asistía junto auna docena más a las interpretacionesdel mesonero, maese Pedro, y dos viejossoldados veteranos de los tercios quehabían peleado en Flandes contra losfranceses, cuando eran jóvenes y suMajestad Católica era Carlos II. Hacíade aquello ya muchos años, antes de quese ajustase la paz de Aquisgrán.

—¡Stahremberg o la madre que loparió! —afirmó con cólera uno de los

veteranos, golpeando con el puño lamesa—. ¡Esos imperiales se han puestode acuerdo con los gabachos! ¡Nuncanos han querido, ni los unos ni los otros!

Murmullos de asentimientoseñalaron que los concurrentescompartían las afirmaciones hechas porel viejo soldado.

—¿Y quién es el otro, el Diagués?—preguntó en tono burlón y desafianteel mesonero.

—¡Maese, parece que vivís enclausura! —intervino el otro soldado—.Diagués viene de Diego, y en estahistoria sólo se llama así el herejeinglés, hijo del que estuvo en esta corte

representando a la gran puta de la islade los corsarios. Se refiere a DiegoStanhope.

—¡Recuerdo a sir Alejandro! —exclamó admirado el mesonero—. Veníaa esta casa con frecuencia.

—No pretenderás, maldito bribón,que me crea que el hereje dejaba la casade las Siete Chimeneas para venir a estetugurio —resopló el más viejo de losdos veteranos.

—Así es, Urrutia, y eso es tanverdad como que mi madre era la másafamada ramera del Manzanares.

Sonó a coro una carcajada y vocesburlonas de asentimiento a las palabras

del tabernero.—¡Voto a bríos! —juró contrariado

el más joven de los licenciados, cuyomostacho se prolongaba por uno de suslados en una fea cicatriz, que le poníamala cara a su rostro, recuerdo de ladaga de un francés, que no vivió paracontarlo, en el terrible cuerpo a cuerpoque sostuvieron los nuestros cuandodefendieron con valor la línea del Ysselfrente a los gabachos del gran Conde.

—¡Esos dos, mezclados con losfranceses!

—¡Así es! ¡Todos compinchadospara dejar tiritando y sin capa al reyFelipe! ¡Aquí sigue habiendo muchos

judas! ¿O es que ya habéis olvidado loque pasó en esta corte cuando por unapuerta entraron los herejes y losportugueses proclamando rey al señorarchiduque? El rey Felipe se escapó porlos pelos camino de Burgos, donde laSaboyana, lo sé de buena tinta, vivió enun tugurio porque sus majestades notenían donde caerse muertos.

—¡Eso es verdad! —terció uno delos presentes—. Aquí hay muchos judasde alcurnia. Al rey Felipe lo salvamos,los menudos.

—¡Los menudos y las putas! —vociferó otro. Le contagiaron el malfrancés a todos los que follaron a

destajo en esta corte.—¡Cierto, que parecía el

campamento de la ribera delManzanares un lazareto! ¡Si habríacontagio del mal francés, que entreaquella canalla la palmaron acarretadas!

—Pues ahora sigue habiendo judasaristocráticos que están listos paravender a su majestad —sentenció el másviejo, mientras pedía otra jarra de vino.

Conversaciones de aquel tenor o deparecido discurso marcaban el tono enlos corrillos de innumerables lugares deMadrid. Por todas partes se hablaba detraiciones, y eran generalizados los

denuestos que se oían contra losfranceses, y también, en un tono másbajo, contra su rey, el abuelo de sumajestad Felipe V.

Los ánimos estaban encrespados.Muchos comerciantes de las zonasaledañas a la plaza Mayor, queprocedían de aquella nación, habíancerrado prudentemente sus tiendas yrecogido sus mercaderías ante lapresencia de grupos que ya gritaban sinmucho reparo contra los naturales deFrancia. Se podía palpar la tensión quehabía en el ambiente, que sólonecesitaba de una pequeña chispa paraque la crispación que se había ido

acumulando a lo largo de la jornadaestallase en una explosión de violencia.

Sin embargo, conforme avanzaba latarde, los corrillos callejeros sedispersaron y la tranquilidad llegó conlas primeras sombras de la noche.

Capítulo VII. Unareunión privada

—¿Estáis segura de lo que acabáis dedecirnos?

—Completamente. Un golpe desuerte ha puesto ese mensaje en nuestrasmanos.

La respuesta de la camarera mayorno dejaba lugar a dudas. En su bocaapenas se notaba una incipiente sonrisa,mezcla de burla y socarronería. Eracapaz de apostar todo lo que tenía, sintemor a perderlo, si alguien la retaba adecir qué era lo que pensaban los dos

hombres que estaban frente a ella.Sabía que buscaban una explicación

a cómo aquel demonio con forma demujer que tenían delante habíaconseguido esa información.

Todos conocían su poder en la cortegracias al ascendiente que tenía sobresus majestades. No había asunto, porpequeño que fuese, que no pasara porsus manos o tenida en cuenta su opinión.Eso había hecho que todos losenvidiosos de la corte, que eran legión,fuesen sus enemigos y que también laodiasen los que se sentían perjudicadospor causa de su influencia. Otros letenían ojeriza por el hecho de ser mujer,

y a ello había que añadir su condiciónde extranjera. Algunos estabanresentidos porque había despreciado lasinsinuaciones que buscaban susatractivos. Muchos de los quepúblicamente manifestaban su rechazo ala princesa, mostrando aversión ante laedad de ésta, suspiraban en secreto porgozar de sus encantos. Más de unohabría dado hasta lo que no poseía porgozar una sola vez de aquello que antelos demás aparentaba despreciar.

Todo el mundo, sin embargo, leguardaba el aire. En la corte estabaclaro, sin ninguna duda, que las puertasse abrían y cerraban de acuerdo con las

decisiones —caprichos, decíanbastantes— de la camarera mayor. Laconfianza que los reyes le tenían eratotal; gozaba sobre todo del cariño de lareina, y… ya se sabía que el rey atendíacon solicitud cualquier deseo de suesposa.

Lo que tanto el marqués deGrimaldo, encargado de los asuntos deEstado, como don Antonio de Ubilla sepreguntaban era cómo podía saber ya, entan corto espacio de tiempo, a quién ibadirigida aquella extraña carta en la quese decía:

Plutarco se impondrá aHomero.

Ha sonado la hora de lajusticia.

Las Damas y sus Hijas loagradecerán.

Cicerón está dispuesto.X e Y avisen a Cicerón.

A eso de las dos, pensaba elsecretario, Aytona había aparecido enlos aposentos de su majestad para darcuenta de aquellas extrañas letras, y allíhabían permanecido cerca de una hora.Después la corte en pleno se habíareunido en el Salón Dorado, donde seenteraron del contenido de la carta queLuis XIV había enviado a su majestad.Eran cerca de las cuatro cuando el rey y

la reina habían dado por concluida lareunión. Una hora después habíarecibido, a través de una de lascamareras de la reina, al igual queGrimaldo, aquel billete.

A las seis y media os espero enel gabinete pequeño. He decomunicaros algo de la máximaurgencia.

A. DE LA TREMOUILLE.

P. D. También he solicitado lapresencia de su Excia. el Sr.Marqués de Grimaldo.

A la hora fijada los dos convocadoshabían coincidido en la galería que daba

acceso al gabinete pequeño, una salitade reducidas dimensiones muy apropósito para confidencias, discreteoso intrigas. Allí les esperaba la camareramayor, con aquel porte majestuoso —diríase que era ella la reina— y aquelaplomo que emanaba de su persona yque había puesto nerviosos a tantoscomo habían intentado desafiar supoder.

Tanto a Grimaldo como a Ubillasólo se les escapaba un cabo, o cuandomenos no lo tenían atado con seguridad.«¿Dónde había estado aquella mujerentre las dos y las cinco de la tarde?».No estaban seguros de haberla visto en

el Salón Dorado. Ubilla casi tenía lacerteza de que no se encontraba allí, sufigura era demasiado prominente parapasar inadvertida y no recordabahaberla visto.

El secretario del despacho universaltrataba, una y otra vez, de reconstruir lasimágenes del Salón Dorado: llegaron losreyes, detrás de los cuales ibanGrimaldo y él. Luego, leyó porindicación de su majestad la carta delCristianísimo, y más tarde oyó loscomentarios, los murmullos y laintervención de Mancera. No, lacamarera no estaba allí; de lo contrario,tendría en la retina la imagen de su

figura, que necesariamente estaríasituada en las proximidades del estradoreal. La cabeza no dejaba de darlevueltas: «Saber que no ha estado en elSalón Dorado no me conduce a ningunaparte para enterarme de cómo ha podidollegar al conocimiento del destinatariode la carta… Además, nadie sabe de laexistencia de la misma, aparte de susmajestades, ella, Aytona y yo… Bueno,ahora también conoce el asuntoGrimaldo, pero está más confuso queyo… Aytona nos dijo que, aunque elpliego estaba abierto, nadie en palaciolo había leído, y Aytona es hombre depalabra. Antes se dejaría cortar la

lengua que mentir… ¿Estarápresumiendo y apostando al azar?».Ubilla apartó aquel último pensamiento.La camarera no podía jugar de farol enaquella extraña partida que nadie podíasaber en qué consistía y cuyo final eraimposible imaginar.

Decidió ir directo al grano.—Si no es indiscreción, ¿podría

decirnos mademoiselle cómo ha hechopara obtener esa información y por quéestá tan segura de ella?

La sonrisa de la camarera se amplió.No llegó a ser radiante, pero le faltópoco.

—Mi querido Ubilla —el tono era

envolvente, estaba lleno de zalamería—,no pensaréis en serio que voy a deciroscómo he llegado a esa conclusión, ¿o talvez —otra vez se dibujó una muecamaliciosa tanto en su boca como en laexpresión de sus ojos— pensáis quetengo una fuente de informaciónespecial?

—Estoy convencido de que es losegundo, porque lo primero, sinremitente y con un texto inverosímiles… —titubeó, como tratando de ganartiempo para escoger la palabra—imposible.

—¿Imposible, decís?—Imposible.

—¿No habéis pensado, aunque sólosea por un momento, que yo podríahaber conseguido la clave que mepermitiera saber quién es Plutarco yquién Homero, quién es Cicerón o quiénse esconde detrás de la X o de la Y?

—¿Bromeáis , mademoiselle? —Ubilla, serio de natural, había contraídoel rostro, y Grimaldo, relajado hastaentonces, se puso tenso.

—¿Afirmáis que se trata de unmensaje cifrado? —preguntó elmarqués, quien inmediatamente se diocuenta de que había dicho una tontería.Como respuesta a su propio pensamientose encogió de hombros. Su gesto no

gustó a la princesa, que por primera vezpareció perder el dominio de lasituación.

—No acabo de entender la actitudque mantienen vuestras mercedes. Noles he llamado aquí para jugar con estaespecie de rompecabezas, como unoschiquillos que no tienen mejor cosa quehacer. Señores míos, la corona que ciñesu majestad está en peligro, no sóloporque el curso de las armas puedadepararnos una amarga derrota y cuyaconsecuencia sería el destronamientodel rey nuestro señor, sino por otrascausas. Quiero que se den cuenta —alzóla voz y recalcó cada palabra— de que

hay en marcha una amplia conjura paratraicionar al rey nuestro señor.

Ubilla y Grimaldo se miraron,enmudecidos. Habían palidecido y suexpresión era de azoramiento. FueGrimaldo el primero en reaccionar.

—¿Queréis explicaros, señora?La camarera mayor, que hasta aquel

momento había permanecido de pie,invitó a los dos hombres a que tomaranasiento, a la vez que ella se acomodabaen un sillón frailuno, de los que tantoabundaban en el mobiliario del alcázar.Una vez sentada, respiró hondo ycomenzó a hablar de forma pausada.

—Esta mañana se han producido dos

noticias en palacio. La primera ya es dedominio público y a estas horas nohabrá rincón de la corte donde no sesepa y se haya opinado. Me refiero a laretirada de las tropas francesas de estosreinos, lo que significa que el reynuestro señor se queda solo frente a susenemigos. La segunda la conocemos muypocos; se trata de ese mensaje cifradoque advierte a alguien, ya os he dichoquién es, para que se ponga en marchauna conspiración, porque todo estádispuesto. Por otro lado, vuestrasmercedes saben que hace algunos díassu majestad recibió noticias delembajador en París, y que las mismas

eran graves. Las potencias, incluidaFrancia, están abriendo preliminares depaz, y que yo sepa de ese mensaje, cosaextraña, sólo está al corriente unreducido círculo de personas de estacorte. Si unimos las tres noticias, ¿quétenemos? —Mademoiselle guardósilencio por un instante; despuéscontinuó respondiendo a su propiapregunta—: Tenemos que Luis XIV entraen conversaciones de paz porque susituación económica y militar es muydifícil y necesita la paz más que nadie,pero como sus enemigos lo saben, leponen condiciones muy duras. Una deesas condiciones es que retire el apoyo

a su nieto, y la consecuencia inmediataes que las tropas francesas que operanaquí han recibido la orden de replegarseal otro lado de los Pirineos. Creo —señaló— que este razonamiento escorrecto. Lo avalan los testimoniosescritos que poseemos. ¿Estamos deacuerdo? Los dos hombres asintieron ensilencio.

—Sin embargo —prosiguió ella—,los enemigos del rey nuestro señorexigen más a su abuelo. Le piden, parallegar a la paz que anhela y necesita, nosólo que retire el apoyo al rey deEspaña, abandonándolo a su suerte, sinoque una las tropas de Francia a las de

Inglaterra y Holanda, y consumen sudestronamiento. ¡Le exigen que luchecontra su propia sangre!

—¡Eso es un rumor y no tenemoscerteza de su fundamento! —gritóUbilla, encolerizado.

—¡No es sólo un rumor! ¡Esprobablemente la exigencia que losaliados imponen al Cristianísimo comocondición para alcanzar la paz! —replicó la camarera, visiblementealterada.

—¡El rey Luis no consentirá esojamás!

—¡Es eso o la guerra! ¡El dilemapara Versalles no es fácil!

—¡Será la guerra! —insistió Ubilla.—¿Sabéis que en Versalles la

opinión dominante apunta en sentidocontrario? —No era una pregunta, sinouna afirmación cargada de intención.

—¡Versalles es el rey Luis! ¡Vos nolo ignoráis mademoiselle! —¡Claro quelo sé! ¡Mejor que vos!— gritó lacamarera con fuerza, tanta que alguiencon buen oído habría podido escucharfuera de la estancia lo que allí se estabadiciendo. Apretó los puños y recobró laserenidad, al menos en apariencia. —Escuchadme con atención hasta el final— añadió intentando dominar lasituación. —En Versalles un grupo

influyente, que desea la paz a toda costa,está buscando un pretexto para desligarla suerte del rey Luis de la de su nieto, yse ha puesto en marcha para conseguirlo.Saben que ni Inglaterra ni Holandacederán, porque son muy fuertes laspresiones que reciben por parte deViena en el asunto del destronamientodel rey Felipe, y no lleváis razón, señorsecretario, cuando afirmáis que Luis XIVno volverá sus armas contra su nieto;será algo muy penoso para él, pero si larazón de Estado lo exige, lo hará. Sinembargo, podría evitarle ese trance elhecho consumado de que su nieto fuesesustituido por otro rey; así…

Ubilla iba a hablar de nuevo, pero lacamarera le impuso silencio con lamirada y continuó:

—Viena, o mejor dicho elemperador, habría salvado el honor,porque el duque de Anjou no se sentaríaen el trono, los ingleses y los holandesesverían solventado su compromiso conlos imperiales y Luis XIV no tendría queluchar contra su nieto. Undestronamiento convenientementeorquestado solucionaría los problemasde todos y…

—Y dejaría tirado al rey nuestroseñor —completó Grimaldo, lleno deconsternación.

Se produjo un silencio espeso,difícil.

—¿Comprendéis ahora laimportancia del mensaje que el destinoha puesto en nuestras manos? Esa cartacifrada —continuó la camarera mayor—es la palanca que moverá aquí, enMadrid, los resortes del destronamientode su majestad. Señores míos, se hapuesto en marcha una conjura con esefin, y mi urgente llamada trata de evitarque los traidores lleven su propósito abuen término. Por eso no debemosdetenernos en cuestiones menores, comoel conocer por qué procedimiento hellegado a saber quién es el destinatario

de esa misiva. Ya os he dicho que setrata del duque de Medinaceli, quienesta mañana no estaba en palacio. Porello tengo razones para pensar que aúnno sospecha que el mensaje en clave quedebía llegar a sus manos está en lasnuestras y no puede ni imaginarse, por elmomento, que sabemos que él es eldestinatario de esas instrucciones, cuyaclave para descifrarlas está en su poder.El sabe quién es Homero, quiénes sonPlutarco y Cicerón. Conoce quiénes seesconden detrás de la X y de la Y;tenemos una cierta ventaja pero es corta,y si no queremos perderla, hemos demovernos con rapidez.

—¿Qué proponéis? —preguntóUbilla.

La decisión brilló en los ojos deaquella mujer. Al igual que para otrascosas, la edad no era en ella obstáculopara la energía y la intrepidez.

—¡Detener e incomunicar aMedinaceli! —respondió.

—¡Será un escándalo! —gritó elmarqués de Grimaldo.

—¡Señor marqués! ¡Estamos enguerra, y esto es alta traición!

—En todo caso esa traición habrá dequedar demostrada —sentenció Ubilla.

—Por supuesto que sí. Para elloMedinaceli deberá ser interrogado.

Otra vez Grimaldo parecióescandalizarse:

—¡Medinaceli es un grande deEspaña, señora!

—En ese caso —contestó lacamarera con frialdad—, seráinterrogado como grande de España,señor marqués.

Grimaldo sacudió la cabezaapesadumbrado.

—Para esa detención necesitamosuna orden del rey —indicó el secretariodel despacho universal.

La princesa de los Ursinos selevantó y se dirigió a una mesillacircular que quedó tapada por su cuerpo

de la vista de los dos hombres. Cuandose volvió, tenía en la mano un papel.

—Poned vos mismo el nombre deMedinaceli —dijo, y alargó el papel aUbilla.

—¡Esto es una orden de detención!¡Sólo falta el nombre del detenido!

—Precisamente, mi querido Ubilla;es por eso por lo que debéis poner elnombre de Medinaceli.

—¿Sabe esto su majestad? —preguntó Grimaldo, aterrorizado.

—¡Ese documento lleva la firma delrey nuestro señor! —le espetó lacamarera mayor.

El secretario miró y asintió,

incrédulo.—La detención habrá de efectuarse

esta noche y sin alboroto —añadió ella—. Ved de usar el mejor procedimientopara ello. El arrestado será interrogadoen su propia casa y allí se leincomunicará y vigilará. Ubilla—mademoiselle le miró con dureza alos ojos—, respondéis de su custodiacon vuestra vida.

El secretario del despacho hubiesedado todo lo que tenía por no tener queverse en semejante situación, deseabaque se lo tragase la tierra. Aquella mujerera la encarnación de satanás; a pesar detodo, aún le quedaron arrestos para

preguntar:—Mademoiselle, ya es por prurito

personal, pero ¿cómo sabéis que eldestinatario de la carta en cifra es elduque de Medinaceli?

La princesa de los Ursinos soltó unacarcajada, más propia de una lavanderade las riberas del Manzanares que de lacamarera mayor de la reina de España.Después, indicó con sorna:

—Preguntadle al padre Daubenton.—¡El padre Daubenton! —La

exclamación de Ubilla fue como un eco.Se dio una palmada en la frente y musitóalgo.

Cuando aquella noche Ubilla ibacamino de la casa del duque deMedinaceli, pensaba en cómo seproduciría el arresto. Se preguntaba si elduque ya estaría sobre aviso y si seencontraría en casa, si habría puestotierra de por medio o si habríaresistencia a la orden de su majestad.También pensaba en que el padreDaubenton, lo había olvidado, seencontraba en los aposentos de la reinacuando Aytona, que como grande deEspaña era quien le acompañaba paradetener a Medinaceli, entró con el papelque le había conducido a aquella

situación.Una pregunta le obsesionaba desde

q u e mademoiselle contestara a lacuriosidad que sentía: ¿cómo habríasonsacado al confesor del rey el nombrede Medinaceli? No lograbaimaginárselo, aunque aquella mujer eraverdaderamente luciferina y teníarecursos para todo.

Capítulo VIII. Caminode la corte

El conde de Cantillana estaba dispuestoa reventar los caballos que hiciesen faltapara llegar aquel mismo día a Madrid.Estaba seguro de que en la corteocurrían sucesos extraños. Sí, extrañosera la palabra más adecuada mientras nopudiese aclarar las sospechas que leasaltaban. Si éstas se confirmaban…

Menos mal que entró alertado en lareunión convocada por el marqués deVilladarias. ¿Quién sería la mujer que lehabía entregado aquella carta? Surgió

casi como una aparición y de la mismamanera se había esfumado. ¿Quién lahabría enviado? Desde la misteriosaentrega del papel, Cantillana estabahecho un mar de confusiones, laspreguntas surgían una detrás de otra y notenía respuesta para ninguna. ¿Por qué lehabrían entregado a él aquel mensaje?Tal vez era el único interrogante para elque había una respuesta posible, y enbusca de ella iba a la corte.

La reunión de jefes de losregimientos del ejército que mandabaVilladarias había sido lamentable.Cantillana nunca pensó que hubiese tantoincompetente. Era cierto que los

franceses se marchaban, allí se confirmóel rumor que había corrido por las filasdel ejército, pero aun tratándose de algograve, tampoco era para que cundiese elpánico de la forma en que lo habíahecho. A la postre la batalla del díaanterior se había convertido en undescalabro por culpa de los franceses.¡Si los malditos gabachos hubiesencumplido con su deber no habríanllegado a aquel extremo!

El coronel del regimiento de laReina recordaba al mariscal Bessiéresal principio de la reunión. Parecía unpavo real, lo cual ya suponía unaprovocación, pero lo que le había

exasperado era la presencia de aquelfranchute que, como si la saliva se lehubiese atragantado en el gaznate, habíadicho:

—¡Segnores, su majestad el grey haogdenado que sus tropas se geplieguen aFgancia. En cumplimiento de sus gealesogdenes, mesié, el segnor duque deOgleáns, ha indicado que mañana al albainiciemos la getigada! ¡Vive le Goi!

«Y eso fue antes de que se marchara—pensó—, de que los nuestros semostrasen timoratos, espantados y hastadesesperanzados».

—¡A tomar por culo! ¡Que se vayan!¡No es la primera vez que nos las hemos

tenido tiesas y solos las hemos resuelto!—De repente se dio cuenta de queestaba gritando, aunque el ruido queproducían los cascos del caballo algalopar ahogaba su voz en la soledad deaquel páramo. A nadie podían llegarleaquellos pensamientos dichos a voces.

«Luego vinieron —seguía rumiando— los lamentos de todos, en una especiede coro de miedosos. Eran como unosniños que pierden a su madre de vista.¡A su madre! ¡Francia siempre ha sidopara nosotros una mala compañía!Cuando hemos ido de su brazo ha sidopor un matrimonio de conveniencia, enel que todas las ventajas, claro está,

eran para ella. Ha sido como unaespecie de ramera que nos ha cobrado latarifa más alta y, además, nos haengañado. Menos mal que estabaprevenido. ¿Quién le habría hecho llegarel aviso? La actitud de Villadarias habíasido miserable. ¡Nos da ya porderrotados!».

Cantillana galopaba a tal velocidadque a veces tenía que refrenarse si noquería quedarse sin caballo. Una y otravez se le venía a la mente el contenidode aquel aviso, cuyo texto rezaba:

La derrota de hoy no ha sido tal.Todo estaba amañado. Los franceseshabían mantenido en Lérida una

entrevista con Stanhope.El enemigo sabía de antemano

que el flanco izquierdo de losnuestros se hundiría al primer envitecon lo que teníamos la jornadaperdida antes de que empezase lafunción.

Nuestra facción está llena dejudas y los franceses no son losúnicos. Ellos al fin y al cabocumplen órdenes. Estad atento a laactitud y el consejo de algunos jefesde regimiento y sobre todo a losplanteamientos que haga el señorMarqués de Villadarias.

En la corte las cosas están peor.Hay toda una conjura puesta enmarcha para echar del trono anuestro rey y Señor don Felipe V,que Dios guarde.

Sólo el patriotismo y la lealtadde sus súbditos verdaderos, puedesalvar a su majestad en estasdifíciles horas.

No olvidéis estos nombres:Regnault y Flotte.

No había más. No había firma, niningún otro signo.

Recordó la reunión con los capitanesde su regimiento. Aquello era otra cosa.¡No había sido casualidad que la únicaunidad que había salvado el tipo en laterrible situación que se había vivido,fuese la de ellos! ¡Ah, si el rey Felipecontara con una docena de regimientoscomo aquél! Aquella oficialidad

formaba un conjunto difícil deconseguir. Eran leales, decididos ydisciplinados, y habían logradotransmitir esas virtudes hasta al últimorecluta del regimiento. Constituían lamejor unidad del ejército de sumajestad.

El caballo empezaba a dar síntomasde cansancio, ya no respondía conagilidad a sus mandatos y comenzaba acabecear. La fatiga apuntaba cada vezcon más fuerza en el noble animal;debería haber cambiado de montura enZaragoza, después de las nueve leguasque habían hecho desde Monzón y trasatravesar la sierra de Alcubierre. ¡La

maldita prisa, que nunca es buenacuando hay que ir con rapidez! Tendríaque conformarse con llegar a Calatayuddespués de lo previsto y hacer allínoche. Decidió no forzar más lacaballería y redujo el galope a un troteligero, primero, y cada vez más pausadodespués.

Volvió a recordar a su oficialidad.Mendieta asumiría el mando delregimiento y tomaría las providenciasnecesarias en el repliegue haciaZaragoza. Si el enemigo no les hostigabamucho tardarían dos jornadas en ganarla línea del Ebro, y si les acosaban —cosa poco probable a tenor de cómo

estaban las cosas— serían tres días.Repasó mentalmente: Amézaga,Manrique, Lastres, Fernández deLoaysa, Riquelme, Ayala, Juarros,Villavicencio, Sepúlveda, Cantos,Rovira, Ortiz de Zarate y Mediuña.Buenos capitanes; con gente comoaquélla era como se ganaban las guerras.Con gente como aquélla y con medios,¡qué cono!

Hizo cábalas. Era probable que elmarqués de Villadarias no supiese quese había ausentado. ¡Mejor llamar lascosas por su nombre! Lo que estabahaciendo era huir ante el enemigo, y esotenía un nombre. Según las ordenanzas

militares se había convertido en undesertor, y el castigo por ello era lamuerte en la horca sin ningún tipo deexcepciones. Al recordarlo se sintióincómodo, no porque la pena fuese lamuerte, sino por la afrenta de la horca.¡Al carajo todo aquello! Ahora setrataba de algo mucho más importante.¿Más importante? Dudó. Estabaacalorado y había empezado a sudar aldisminuir la tensión y el esfuerzo cuandohabía dejado de galopar. Un escalofríole había recorrido la espalda hastaalojarse en la nuca, después sintiópicores por todo el cuerpo. ¿Le habríanengañado? ¿Le habrían tendido una

trampa? El sudor se hizo copioso, hastaque comenzó a sentir las ropasempapadas.

Miró hacia atrás por instinto; elcamino estaba desierto, sólo el polvoque levantaba su cabalgadura rompía laquietud del mismo. Trató de poner enorden sus ideas. Era cierto que podíanhaberle tendido una trampa, sabía quehabía mucha gente con influencia ypoder que se sentiría contenta con superdición, y si además esa perdiciónllevaba unida la deshonra de su nombre,entonces serían felices.

¿Se habría precipitado? Aquello eraun embrollo; era posible que hubiese

pecado de confiado, que hubiese sido uningenuo. Había creído, sin mayoresreflexiones, lo que ponía aquel papel sinfirma ni ningún otro signo.Instintivamente había aminorado aúnmás la marcha de su cabalgadura, queahora iba al paso. Sólo era un papel quele habían entregado de noche y sintestigos; tampoco conocía a quien se lohabía dado, ni siquiera había visto surostro. Sólo sabía que era una mujer, locual era bastante poco, habida cuenta dela importancia del contenido delmensaje. Allí se afirmaba —sacudió lacabeza— que había en marcha unaconjura para destronar al rey.

Una sombra cruzó por su mente. ¿Lehabrían inducido, mediante aquel aviso,a pensar algo que distaba de larealidad? ¿Le habrían alertado para quesacase las conclusiones que deseabaquienquiera que fuese el que estuviesedetrás de todo aquello? Sabía porexperiencia que la mente tieneextraordinarias capacidades y que hayquien puede hacernos ver o creer algoque ni vemos ni se produce realmente.¿Le habrían conducido a sacar unasconclusiones alejadas de la realidad?Era normal que Villadarias y muchos desus compañeros de armas se sintiesendesmoralizados después de tan

vergonzosa retirada, que se sintiesenabatidos y derrotados. Aquélla era unareacción lógica en las circunstancias enque se había producido la reuniónconvocada por el general. ¿Habríanpredispuesto su ánimo para queinterpretase el derrotismo lógico delmomento como veladas manifestacionesde traición?

Mientras permanecía sumido enestas reflexiones, su caballo había idoreduciendo la marcha cada vez más, yahora iba a paso lento. El cielo se habíateñido de un resplandor rojizo que almezclarse con el azul limpio tomabatonos anaranjados, anunciando la

cercanía del crepúsculo. Hacía poco quehabía dejado atrás la Almunia de doñaGodina y el terreno había empezado aempinarse. El valle del Ebro, con susfrondosidades, estaba ya a su espalda, ya la derecha la vega del Jalón ampliaba,en una especie de franja serpenteante, elverdor que la proximidad de las aguasdaba al paisaje. Aquí y allá, en lashuertas que se alineaban a lo largo de laribera, se veían campesinos, casi todosgentes de edad, afanarse en las tareaspropias de la estación. La arboleda eraescasa, pero de vez en cuando aparecíanalgunos espacios donde se alzaban,desordenados, algunos frutales,

incrementando y enriqueciendo elverdor del paisaje, que adquiríatonalidades que iban desde el negruzcohasta matices tan claros que parecíandiluirse. Había muchos camposabandonados donde crecían el forraje ylas malas hierbas, en contraposición alas parcelas trabajadas de formaprimorosa. Eran los efectos de la guerra,que restaba brazos y energías a laslabores agrícolas, para que tratasen desostener con su esfuerzo, y en muchoscasos con su sangre, la corona en lacabeza del rey.

A la izquierda aparecían parajesmás agrestes, las tierras estaban menos

humanizadas, menos trabajadas. Era unazona más montañosa en la que, comoperdidos, aparecían algunos viñedos,cuyos retorcidos troncos, de formascaprichosas y tonos terrosos, manteníantodavía el verdor de sus hojas. Parecíacomo si las cepas quisiesen esconderseentre los pliegues arriscados de la sierrade Vicor, que accidentaba la comarca enuno de cuyos flancos estaba asentadaCariñena.

Cantillana percibía el acre olor delsudor de su caballo, cuyo pelaje estabaempapado. De vez en cuando, una suavebrisa le traía aromas de campo, a la vidaque empezaba a recogerse como cada

otoño. Había tal paz y sosiego en elambiente —ahora podía advertirlo al noconcentrar sus sentidos en la monturaque durante horas había espoleado sindescanso— que por inercia recordó elajetreo, el ruido y la angustia de loscombates. La tranquilidad de aquellosparajes se superponía en su mente aldesasosiego vivido en los campos debatalla, y le parecía irreal que a pocashoras de camino el panorama cambiasede aquella manera. Sin embargo, ante laoscilante fortuna y en medio de loscambios que el curso de la guerra habíapropiciado, a nadie extrañaría que tanapacible lugar se convirtiese en un

sangriento escenario donde retumbase elestruendo de las armas, mezclado conlos ayes de dolor de los heridos y lasmaldiciones, imprecaciones y gritos delos vivos en pugna por matar y porqueno los matasen. A la sensación desosiego y paz colaboraba la escasez deviajeros que en aquellos tiempos dezozobra se aventuraban a desplazarse.Eso explicaba los pocos encuentros quehabía tenido en aquel camino que, enquince leguas, conducía de Zaragoza aCalatayud.

¿Le habrían tendido una trampa?Otra vez la pregunta le asaltó. Trató deolvidarla pensando que tendría que

hacer noche en Calatayud porque sucaballo no daba para más. Si al díasiguiente se ponía pronto en camino,podría estar en Madrid en dos jornadas,contando con que todo se desarrollasecon normalidad. Siempre se corría elriesgo de ser asaltado por alguna partidade facinerosos o de soldados desertoresque, sin oficio ni beneficio, merodeabanpor descampados y lugares pocopoblados en busca de presas fáciles.¿Era él una presa fácil? La respuesta quese dio a sí mismo fue afirmativa. A losojos de una partida de malhechores eraun viajero solitario, aunque vistieseuniforme. Era un soldado, pero era un

soldado solo. Decidió, prudentemente,avivar el paso de su caballo para estaren poblado antes de que la noche secerrase.

El camino se había empinado cadavez más, por lo que al espolear sumontura sólo logró mantener el ritmo demarcha, lo que suponía más esfuerzopara no ir más lento ante la mayordificultad del terreno. Miró hacia atrásdesde la elevación que había ganado, yeso le permitió tener una perspectivaamplia, por encima de las curvas que elcamino trazaba. Dominaba el ampliohorizonte que había quedado a susespaldas y vio en la lejanía un punto que

avanzaba en su misma dirección.Levantaba mucha polvareda, tanta queen la distancia no podía precisar si eranvarios jinetes o uno, sólo podía deducirque tenía mucha prisa.

Cuando alcanzó el final de lapendiente, ganándole a la cuesta losúltimos tramos, divisó Calatayud.Estaba más cerca de lo que habíapensado; aún quedaba una hora de luzantes de que fuese noche cerrada y lapoblación que había a sus pies estaba amenos de una legua. Un hombre a pie,sin forzar mucho el paso, podía estar enella antes de que cayeran las sombras.

Desde aquella altura se extendía ante

su vista una vasta planicie recorrida porel Jalón, a lo largo de cuyo cursoaparecían, aquí y allá, algunaspoblaciones. Todo lo demás era unpáramo desierto. Desierto y yermo.Tierras amarillentas y resecas donde lavida debía de ser dura y difícil. ¡Cuántocostaría a los labriegos ganarse elsustento en aquellas tierras sedientas ymiserables!

Apretó las piernas en los ijares delcaballo para que éste se sintieseespoleado. Antes de iniciar la bajadahacia la población, miró hacia atrás y novio al jinete o jinetes que llevaban elmismo camino que él. Sólo se percibía

la estela de polvo que se levantaba a supaso. En aquellos minutos quienquieraque fuese había ganado mucho terreno, yya estaba en plena ascensión, superandoalguno de los recodos que el caminohacía al empinarse. Parecía tener muchaprisa, y esta última consideración hizoque algo en su interior le pusiese sobreaviso.

¿Estarían siguiéndole? Lo mismoque le habían localizado para entregarleaquel papel en circunstancias bienextrañas, podrían estar tras su pista. Lomejor era llegar cuanto antes aCalatayud, porque el más lejano de susdeseos en las condiciones en que estaba,

era tener alguna clase de complicación.A un lado de la población,

aprovechando una elevación del terreno,se levantaba una fortaleza flanqueadapor dos torres de parecida forma, desdedonde se dominaba el conjunto urbanoceñido por una línea que se habíamostrado incapaz de contener todo elcaserío, que había acabado pordesparramarse en las proximidades delrío. Estaba a un disparo de mosquete dela población cuando cayó en la cuentade que por detrás se le estaban echandoencima.

Sintió el golpeteo de los cascos deun caballo en el suelo. Cuando se

volvió, tenso sobre la montura, oyó ungrito que salía del bulto que formabanhombre y bestia, envueltos en polvo, quese aproximaba a toda velocidad. Con lapolvareda no podía distinguir conclaridad. Era un jinete quien seacercaba, y vociferaba. Al fin, porencima del ruido del galopar, pudooírlo.

—¡Señor! ¡Señor!—¡Mi coronel! ¡Mi coronel!Cantillana distinguió con mayor

nitidez la figura que se acercaba y que apoco más de un centenar de varascontinuaba a pleno galope.

—¡Mi coronel! ¡Mi coronel!

Si no empezaba a refrenar elcaballo, se pasaría de largo. Al parecerel jinete que se le echaba encima nodominaba la situación; Cantillana,previendo lo que iba a ocurrir, echóse aun lado del camino. Efectivamente,aquella masa que no podía contenersepasó de largo. Hombre y animal ibancubiertos de una blancuzca capa depolvo, y de repente el jinete, que yadaba la espalda, salió disparado por losaires rodando con estrépito por el suelo,hasta quedar inmóvil. Sólo entonces elcaballo, que había cambiado de rumbo,saliéndose del camino, disminuyó elritmo de su desenfrenado galope y tras

un rato se detuvo ante unos matojos quecomenzó a mordisquear.

Cantillana se acercó al cuerpo,tendido de bruces en la cuneta. Elhombre vestía el uniforme de las tropasdel rey. Cantillana desmontó, se agachópara ver qué podía hacer y con cuidadogiró el cuerpo desmadejado del militar.Cuando vio el rostro, no pudo conteneruna exclamación:

—¡Ginesillo!Comprobó que la sangre que manaba

abundante de su frente formaba, alempapar el polvo, una masa pastosa decolor oscuro pero indefinido. Ginesillotenía los ojos cerrados, pero no estaba

muerto. Se podía percibir su jadeo.Cuando logró limpiarle la cara se

percató de que la herida no era grave.Lo acomodó lo mejor que pudo, pero

no tenía nada con qué atenderle. Seguíaperdiendo sangre y sin recuperar elconocimiento. Sabía que en aquellascondiciones lo mejor era no mover alherido.

Varios campesinos de los quetrabajaban las tierras que rodeaban lapoblación se habían acercado yformaban ya corro cuando Cantillana seincorporó y pidió agua. Los huertanos semiraron los unos a los otros. Eranhombres de edad; el más joven andaría

rondando la cuarentena. El mayor detodos, un anciano de aspecto cuidado,dentro de la tosquedad de su vestido yde sus ademanes, fue el que hizo ungesto imperativo, ante el cual dos de lospresentes, sin decir palabra, semarcharon para volver después con uncántaro de barro. El labriego destapó elrecipiente y Cantillana empapó, alchorro, un pañuelo grande, con el quelavó la cara de Ginesillo y quitó laplasta que formaba la sangre y el polvo.La herida entraba en la frente, erasuperficial y limpia, y cada vez sangrabamenos. Los presentes, cinco en total,asistían en silencio a los trabajos del

coronel. Sin abrir la boca, uno de ellosacercó un poco de barro amasado y se loofreció al militar.

—Es para la herida, señor. —Suspalabras reflejaban temor, mientrasextendía un brazo nervudo rematado poruna mano agrietada y terrosa.

Cantillana tomó el barro y lo colocóa modo de emplasto en la frente deGinesillo. Después limpió la últimasangre que había manchado otra vez elrostro del mozalbete.

Todos guardaban un silencio entrecobarde y respetuoso. El coronel sepuso de pie y dio las gracias a loscampesinos, quienes se mantuvieron en

silencio. Sólo el más anciano, pasadosunos instantes, se decidió a hablar.

—Supongo, señor, que habréis dehacer noche aquí; por si os interesa,sabed que hay un mesón donde ostratarán bien, y en él podréis descansarvos y el joven reponerse. También ospueden atender los frailes de SantaMaría. Veo que sois militar y degraduación, por lo que canta vuestrouniforme. —La voz de aquel hombre eramonocorde, no tenía inflexiones yparecía que hablase sin sentimientos.Había pasado de un asunto a otro deforma imperceptible—. A nosotros nonos interesa si sois de don Felipe o de

don Carlos, tanto nos da. Ojalá la guerrano llegue a estos pagos, ya tenemosbastante con los reclutas y losalojamientos.

Sin decir más, los campesinos semarcharon en silencio, tan en silenciocomo habían llegado. Ginesillo semovió, parecía que su cuerpo exánimerecuperaba la vida, entreabrió los ojos ylo primero que vio fue a su coronel, quele miraba fijamente con semblanteinexpresivo.

—¿Qué sientes?—Me duele la cabeza, señor.Se produjo un breve silencio.—¿Se puede saber qué demonios

haces aquí? —preguntó Cantillana alcabo.

—Señor, os traigo un recado urgentedel capitán Mendieta.

—¿Recado de Mendieta?—Sí, señor; por escrito. —Ginesillo

se incorporó, tenía el cuerpo molido,pero podía moverse. Se palpaba loscostados y el abdomen, también seapretó los brazos, los muslos y laspantorrillas. Después, diagnosticó—:Me duele hasta el pensamiento, pero notengo roturas.

—¿En el pensamiento? —inquirióCantillana con sorna.

—¡En el cuerpo, señor! —respondió

muy serio el tambor, mientras selevantaba despacio y con cuidado, comosi temiera que con el movimiento se lerompiera algo.

Una vez en pie, desabotonó uno delos bolsillos de su chupa y sacó un papelque entregó a su coronel. Cuando ésteclavó los ojos en el mensaje, que eramuy breve, no pudo reprimir unaexclamación.

—¡Santo cielo!

Capítulo IX. Segundavisita nocturna

A pesar de que por todas partes losánimos andaban revueltos con lasnoticias de las últimas horas, despuésdel toque de oración las gentes se habíanrecogido. Los corrillos callejeroshabían desaparecido y en los patios devecindad crecía el silencio a la par quela oscuridad. Sonaban algunas voces,pero procedían del interior de lasviviendas: el llanto de algún chiquillo,alguna disputa familiar. En los colmadosy figones había ya pocos parroquianos;

sólo quedaban aquellos que estabandispuestos a desafiar los peligros quelas sombras de la noche traían. Era lahora de los matones y las fechorías,cuando se ajustaban cuentas y loshampones a sueldo buscaban cumplir suscompromisos; una paliza a un galán porencargo de un marido cornudo que noosaba enfrentarse al que se beneficiabaa su mujer; un susto a alguien que exigía,sin mayores plazos, el pago de unadeuda, o un «recordatorio» a un deudorolvidadizo. Era el momento que muchosaprovechaban para saldar cuentaspasadas, honores mancillados y asuntosde familia pendientes. Algo de aquello

podía ocurrir al doblar una esquina o encualquier plazuela que se presentase apropósito para los que aguardaban.

La villa y corte se ensombrecíaconforme caía la noche, y sólo enalgunas casas principales alumbraba unsolitario farol que rompía el velo de laoscuridad algunas varas en derredor. Lamayor parte de las calles estabandesiertas, y aquellos parroquianos demesones que se habían pasado de horamarchaban presurosos a sus casas. Enalgún sitio podía verse una sombra quese escurría pegada a la pared, buscandoel encuentro previamente concertado,también a algún señor principal que con

luces y criados iba por un menester onecesidad, tapando calle. Sin embargo, aveces podía surgir la figura de unclérigo, que con el acompañamientodebido, portaba el viático para algúnmoribundo; la concurrencia iba asistidade campanilla y faroles cuyosportadores, amén de otros voluntarios,daban la escolta requerida a su DivinaMajestad, llevada con cuidado yreverencia. Ante aquellos improvisadosmanifiestos de religiosidad, no habíaquien no inclinase la cerviz y pusieserodilla en tierra o se quitase el sombreroal paso del Santísimo. Muchos sesumaban al cortejo de acompañamiento

hasta la casa de destino. Las rondas devigilancia cumplían sin sobresaltos consu cometido. Tras una jornada preñadade comentarios y rumores, la nochehabía sosegado los ánimos.

A la espalda del colegio Imperial, lacasa doctrinal de los padres de laCompañía, una carroza vacía aguardabacon su postillón en el pescante. Llevabaallí rato, más de una hora, cuando era yael filo de la medianoche.

—Si vuesas mercedes siguen al piede la letra mis consejos, pueden darlopor seguro… —Ana de Hoserín hizo unapausa—. Pero si no lo siguen arajatabla, no les habrá servido de nada.

La reina mantenía el mutismo de quehabía hecho gala durante todo el ratoque aquella extraña mujer había estadoexplicando lo que cada una de ellasdebía hacer para conseguir los anhelosque le habían llevado a su presencia.Fue otra vez la camarera mayor quienintervino.

—Así pues, en el caso de la jovenseñora la seguridad de su vida y la de suesposo estará garantizada una vez quehayan recibido el baño que indicas.

—En efecto, siempre y cuando secumplan todas las condicionesseñaladas.

—Repasémoslas una vez más —

insistió la camarera.—Como gustéis. El baño habrá de

hacerse de noche en una estanciailuminada por cuatro ciriales de ceravirgen que estarán dispuestos, cada unode ellos, en un rincón y colocados sobreel suelo directamente. La pareja habráde bañarse a la vez; ambos estaráncompletamente desnudos y el agua delbaño tendrá un cocimiento de hierbasaromáticas (hierbabuena, cilantro,albahaca y perejil), manzanas, maízblanco, oro de dorar y plata líquida enlas proporciones de la receta. Deberánmantener sumergido el cuerpo en estacocción durante media hora, y de vez en

cuando se lavarán la cara con la misma.Una vez acabado el baño, se secaránbien el uno al otro, procurando que noquede ningún resto sobre su cuerpo.Tampoco harán el amor ni sepropiciarán caricias amatorias.

—¿Eso es todo?—Eso es todo, mi señora, salvo que

deseéis esperar para llevaros la receta.—¿Cuánto tiempo necesitarías para

prepararla?—Tengo todos los ingredientes.

Sólo necesito medir las porciones yhacer el cocimiento.

—¿Garantizas el efecto?—Sí, siempre que los beneficiarios

mantengan la pureza durante el baño.—Estamos de acuerdo. ¡Prepara la

poción!La hechicera, cuyo extraño atuendo

era idéntico al que tenía la noche de laanterior visita, dio varias palmadasfuertes y sonoras. Al instante apareció lavieja que hacía las veces de portera y, alparecer, de ayudante.

—¡Marta, pon agua para elcocimiento! Avísame cuando comienceel hervor. —Se retiraba la vieja, cuandole indicó—: ¡En el caldero pequeño decobre!

Marta asintió con una especie degruñido.

Al quedar solas las tres mujeres, lacamarera preguntó de nuevo:

—En mi caso, la solución parecemás sencilla, pues…

—No lo creáis, señora —lainterrumpió la hechicera—. En vuestrocaso no se trata de establecer unaprotección, sino de mover una voluntad.

—Con mayor motivo sería entoncesdeseable que repasemos el asunto —insistió la camarera.

—Si ése es vuestro deseo, no hayningún inconveniente, y, además,disponemos de tiempo.

—Tenéis el mal de muchasenamoradas, señora, que es la ausencia

del ser amado y la duda de sussentimientos hacia vos. Ya os he dichoque para que el sortilegio surta efectoresulta imprescindible que esa personase acerque a vos; es imposible que seaeficaz en la distancia. Habéis deconseguir que el destinatario de vuestrosamores tenga en contacto con su cuerpo,o al menos con sus vestiduras, la bolsacon los polvos que os he entregado, y esnecesario que reciba esa bolsa porvuestra mano.

Eran pasadas las dos de la mañanacuando Luisa Gabriela de Saboya, reinade España, y Ana María de laTremouille, princesa de los Ursinos y

camarera mayor de su majestad, salíande la casa de Ana de Hoserín, unamulata de Nueva España que vivía a laespalda del colegio de los padres de laCompañía y que los rumores decomadres y las consejas de las viejasseñalaban como remendadora de virgos,aliviadora de preñeces, conocedora demagias, filtros, polvos, papeles,sortilegios y otras hechicerías. Conocíatambién, según contaban, las artesadivinatorias y podía predecir el futuroy desvelar otros misterios y arcanos.

A pesar de que el rumor era público,el Santo Oficio no había intervenido, ypor esa causa se contaban las historias

más dispares. Se decía, por ejemplo,que gozaba de la protección de gentesmuy influyentes a las que había hechoseñalados favores y que le pagaban,además de con buenos doblones, con susinfluencias para evitar que los de laInquisición interviniesen en un asuntoque entraba sin ninguna duda en lasmaterias propias de su competencia.Eran muchos los que no quedabansatisfechos con aquella explicación;sobre todo porque sabían del celo delSanto Oficio y de los desvelos de susfamiliares porque la pureza de laortodoxia proclamada por la SantaMadre Iglesia no se viese afectada por

ninguna clase de mácula. Los que asípensaban tenían otra versión paraexplicar aquella situación, que tenía muypoco de corriente. La hechicera no habíacumplido aún los treinta y sus carnes,morenas y prietas, eran una tentaciónirresistible para alguien que en lasalturas de la Suprema las había probado,metiéndose a fondo entre aquellosmuslos provocadores, y estaba dispuestoa lo que fuese menester con tal de seguirdisfrutándolos. En lo que todas lascomidillas coincidían era en que setrataba de una persona discreta depuertas para afuera y que de puertaspara adentro no se producían

escándalos. Se decía también que enrealidad no se llamaba Ana, porque noestaba bautizada. Junto a los deseos defornicio de algún personaje influyente enla forma que queda dicho, ésa era larazón por la que los lebreles del SantoOficio no se habían lanzado sobreaquella presa, tan apetitosa desde elpunto de vista teológico como desdeperspectivas más mundanas.

Las dos mujeres se deslizaron comosombras silenciosas hasta ganar lacarroza que las aguardaba. El ruido dela portezuela al abrirse despertó alcochero, quien en la quietud de la nocheechaba una cabezada, justo a tiempo

para ver a las dos damas perderse en elinterior del carruaje y sentir dos golpessecos en el cristalillo que había tras elbanco que le servía de asiento,indicándole que podía ponerse enmarcha.

Arreó con suavidad las mulas, quecabecearon primero, como si sedespabilaran, y a continuación echaron aandar mansamente.

En un instante dejaron atrás la callede Ana de Hoserín y la imponentesilueta de la casa matriz de los hijos desan Ignacio, cuyo colegio, iglesia yresidencia constituían un conjunto deedificaciones que dominaba la zona.

Daba la impresión de que las modestasviviendas del entorno se arrimaban a lasoberbia construcción donde residía elcentro del poder de los padres de laCompañía como buscando la protecciónde la mole ignaciana. La mayor parte delas casitas que conformaban la manzanaestaban adosadas a alguno de los ladosde ésta.

—Ana María, a mí todo esto meparece un desacato a la voluntad deDios nuestro Señor. Creo que estamosactuando en contra de los designios dela divina providencia. —La reinaparecía seriamente afectada y rompía sulargo mutismo tratando de desahogarse y

tranquilizarse a la vez.—¡Majestad, no debéis

preocuparos! Esta mujer…La reina interrumpió a su camarera.—Mujer no, Ana María. ¡Es una

bruja, una hechicera! ¡Sabes que especado lo que hemos hecho y que estasprácticas están condenadas por la SantaMadre Iglesia!

—¿Tomar con vuestro esposo unbaño de hierbas y otros añadidos?

—¡No! ¡Pretender conseguir unospropósitos por ese procedimiento! ¡Lomalo no es el hecho, sino la pretensión!

—Está bien, majestad, siempreestáis a tiempo de desistir. Sin embargo,

no debéis olvidar que han sido vuestrostemores y vuestras cuitas los que hanconducido nuestros pasos por estecamino.

La reina cogió entre sus manos lasde la camarera, como quien se agarra auna tabla de salvación.

—Perdóname, amiga mía. Estoy tanpreocupada, tan asustada que…, que nosé qué es lo mejor que puedo hacer.

—Majestad, no debéis preocuparospor esto. —El tono de la de los Ursinosera cálido, gratificante—. Nada hemosde perder en las actuales circunstancias.Es cierto que no se trata de un juego decolegiales, porque esa mujer tiene

ciertos poderes, como vuestra majestadha podido comprobar en las dos visitasque hemos realizado.

—Precisamente eso es lo queembarga mi ánimo, pues esto no es unjuego. Al principio, mi deseo deconocer a Ana de Hoserín estuvoprovocado más por la curiosidad quepor otra cosa, pero ahora esa curiosidadse ha convertido en inquietud.

—¿Inquietud, majestad?—No sólo inquietud, sino miedo,

Ana María, también miedo. Porque esamujer no es una charlatana ni una vulgarembaucadora, que era lo que yo creí queencontraríamos cuando acudimos a

verla.—Majestad, las artes adivinatorias

existen porque existe el saber oculto queproporciona poderes que no son loshabituales. Es evidente, lo habéispodido comprobar esta noche, queésta…, ésta… —No pronunció lapalabra que daba hilazón a la frase—.Ésta… tiene esos poderes, y desde mipunto de vista es mejor tenerlos anuestro favor, majestad. —Intentómostrarse casi maternal—. No vamos aperder nada con probar, y coincido convos en que no es ni una charlatana ni unaembaucadora.

En el rostro de la reina se adivinaba

la vacilación, la duda; de pronto, fuecomo si en su mente se iluminara algo:

—Ella no sabe que soy la reina,¿verdad?

—En absoluto, majestad, eso puedogarantizároslo. Nadie tieneconocimiento de estas visitas salvo ella,la vieja que la asiste y nosotras dos. Yorespondo personalmente de eso ante vos.Además, como cobertura, también hepedido una poción que en realidad nonecesito.

—¿Recordáis con exactitud qué dijoacerca de mí?

—Con absoluta precisión, majestad.Las palabras afloraron lentamente a

los labios de la reina.—«No temáis el enfrentamiento. El

amarillo no será obstáculo, triunfará elazul, pese a otros azules». ¿Te fijaste ensu rostro cuando decía esto?

—Sí, majestad; estaba desencajadoy despedía fuerza y vigor.

—¡Estaba en trance! ¡Esa mujer esuna bruja! ¿Podría con sus podereshaber descubierto nuestra verdaderaidentidad?

Por primera vez la camarera mayorno tenía una respuesta inmediata a unade las preguntas que le formulaba suseñora.

—¿No me contestas, Ana María?

—Majestad —dijo la de los Ursinosen un murmullo apenas audible—, yo nosé qué responderos. Estoy convencidade los poderes sobrenaturales de estamujer, cuya procedencia ignoro, y no sépor qué los tiene ni a quién se los debe.Tampoco sé hasta dónde pueden llegar.

La reina se arrellanó, encogiéndose,en su asiento:

—Podrían ser diabólicos, podríanproceder de Satanás. —Se le escapó ungemido.

La camarera se sentía incómoda, lareina sabía que aquellas cosas erancomo eran y aceptó el envite. Laspreguntas que ahora se hacía, o que le

hacía a ella, podía habérselas planteadocon antelación. Sin embargo, no podíacontestarle lo que realmente deseabaporque era la reina y ella su camarera;además, los momentos que estabanatravesando eran difíciles, por no decircríticos. Por otra parte, no era menoscierto que estaba encariñada con aquellajovencita a la que ahora veía hundida ytemblorosa, pero que se había tomado enserio su papel de reina y demostradotemple y valor. Sabía entender cuandoun asunto era una cuestión de Estado, ytal vez por eso ahora estaba llena dedudas, había aceptado aquello como unjuego y se había visto desbordada.

Trató de calmarla durante elrecorrido que las condujo hasta una delas puertas de servicio del alcázar, pordonde entraron sin ser vistas. Llegaronhasta la alcoba real sin novedad; allí lacamarera mayor ayudó a la reina adesvestirse y luego se marchó. CuandoLuisa Gabriela se metió en la camaestaba acongojada y arrepentida dehaber realizado aquellas dosexcursiones nocturnas para reunirse conAna de Hoserín. Si aquello llegaba aconocerse, si se hacía público, nopodría soportarlo. Se arrepentía, comopocas veces en su vida se habíaarrepentido de algo, de haber actuado

así.Ana María de la Tremouille conocía

como nadie a aquella responsable yasustadiza jovencita que era reina deEspaña desde los trece años, y cuandosalió de los aposentos regios ya habíatomado una decisión para poner fin asemejante estado de cosas. El asuntopodía acabar escapándosele de lasmanos y tener graves consecuencias, demanera que había que resolverlo comose resuelven los asuntos de Estadocuando son de gravedad. Ya teníapensada la solución. Era cuestión debuscar la persona adecuada parallevarla a cabo, y eso, en aquel Madrid

agitado y conmocionado por la guerra…y los rumores, no era difícil. Y muchomenos para una mujer como ella.

Capítulo X. Horas derecuerdo

La herida de Ginesillo no revestíagravedad; en realidad resultaba másllamativa que peligrosa. Les recibieronen la colegiata de Santa María, dondelos frailes se habían mostrado solícitoscon un coronel del ejército real. En laenfermería habían aplicado una cura deurgencia a la herida del mozo,limpiándola y dejándola al aire, sincubrir. Para mayor tranquilidadllamaron al licenciado Tamarit, quiencertificó, por medio ducado, la

liviandad de la brecha, que curó convino, para luego diagnosticar que salvoposteriores complicaciones «que alpresente no se contemplan», todos loshuesos y vísceras estaban en su sitio ycumpliendo su papel. «No hay roturas nidisfunciones», había dicho con vozengolada y escolástica, como si hablasepara un numeroso auditorio. A pesar delo positivo de su dictamen, quedó envisitar otra vez al paciente al díasiguiente; porque, eso sí, el muchachodebía permanecer en reposo hasta que suautoridad galénica indicase otra cosa.«Será conveniente girar nueva visita alenfermo, para confirmar el diagnóstico y

su recuperación».Cantillana, que tenía poca fe en los

médicos, aunque conocía notablesexcepciones, no dudaba que el galenopretendía justificar otro medio ducadopor sus honorarios. Pensar en el médicole trajo a la memoria recuerdos delpasado, de amistades sinceras y afectosverdaderos. A veces, le embargaba unsentimiento de nostalgia, un deseo nuncaadmitido de volver a aquel lugar dondehabía pasado una de las pocas épocasapacibles de su agitada vida. Sabía quele recibirían con los brazos abiertos yque aquellas gentes le apreciaban; másaún, le querían y siempre tendría un

lugar entre ellos, listaba seguro tambiénde que si decidía regresar no aguantaríamucho tiempo en aquel calmosodiscurrir del tiempo, porque las fibrasde su cuerpo pedían otra cosa. Él nohabía nacido, ni le habían educado parala reflexión y la meditación, necesitabala acción como el aire que respiraba. Sise paraba, se moría.

Aquella noche, mientras Ginesillodescansaba y recomponía fuerzas, elconde de Cantillana, sentado en uno delos balaustres del claustro que rodeabael patio ajardinado de la colegiata, tuvola certeza de que algún día volvería aBohemia, junto a su amigo Luis

Paravicino y el maestro Plécnick;volvería para verlos, para compartiralgo de su tiempo con ellos, pero nopara quedarse. Allí encontraría alientopara sobrellevar sus dudas. Aquél eraotro mundo, donde las traiciones, lasintrigas y la ambición no tenían sitio;allí había otro concepto de la vida. Unavida, sin embargo, para la que él noestaba hecho. Algunas veces se habíapreguntado si acabaría asumiendo todolo que significaba aquella relación entreiguales, en la cual las obligaciones y losderechos eran ejercidos por todos sindistinción alguna, donde la autoridad noera poder, sino sacrificio. Para llegar a

aquello había que recorrer un caminopara el que todavía no estaba dispuesto.

El rato de reflexión en la pazclaustral de aquella colegiata aragonesahabía serenado su espíritu. Durante todoel día se había sentido agobiado por lasdudas y agotado por las muchas leguasrecorridas a caballo. Con un buen sueñosería un hombre nuevo al amanecer.

Se estaba quitando con lentitud lasropas polvorientas, cuando sacó delbolsillo de su casaca el papel que lehabía llevado Ginesillo; lo abrió yvolvió a leerlo.

Te necesito en Madrid, el asuntoes grave. Ven.

Ana María.

Dobló el papel y lo guardócuidadosamente. Aquellas líneas lehabían servido cuando menos para saberque su viaje a la corte no era undespropósito, porque alguien que teníanombre solicitaba su presencia. Sedescalzó las botas de su uniforme, tanpolvorientas como todo él, y se tendióen la yacija de la celda que los frailes lehabían proporcionado. No era gran cosa,pero estaba limpia y tenía una manta ysábanas, lo que no era poco, aunque ellecho fuese una tabla. A pesar de loagotador de la jornada, pasaban los

minutos y no le rendía el sueño; la razónse encontraba en las dos líneas escritasen el papel que le había entregado elbueno de Ginesillo.

Había conocido a Ana María deTremouille en Roma, hacía ya algunosaños. Era la dama más admirada de lasociedad romana no sólo por susrelaciones —había estado casada ensegundas nupcias con el duque deBracciano, un Orsini, de quien acababade enviudar cuando la conoció—, sinotambién por su elegancia y una bellezaextraordinaria que el paso del tiempo nohabía estropeado, aunque había tenidouna vida accidentada.

La primera vez que la vio fue en unavilla de verano propiedad de losColonna, adonde había concurrido lomejor de la sociedad romana y, comono, la princesa de los Ursinos, la viudadel Orsini recién fallecido. Las malaslenguas habían centrado en ella susconversaciones y hasta se habíancruzado apuestas sobre la presencia oausencia de la princesa en la fiesta.Había razones para que no acudiese,porque los anfitriones habían exigido elpago de las numerosas deudas que suesposo tenía pendientes con ellos, y enabsoluto se mostraron compasivos. Laviuda había tenido que entregarles como

pago hasta el castillo palacio que habíasido su residencia como duquesa deBracciano. Sus enemigos, que eranmuchos, habían apostado que noasistiría. Estaba sola y arruinada, demodo que la apuesta era más que nadaun deseo, porque su ausencia sería elsíntoma más palpable de su hundimientoy caída.

Cantillana había acudido a la fiestade la mano de su amigo el duque deMedinasidonia, quien ejercía el cargode embajador de su Católica Majestadante la Santa Sede. Los dos aristócratasespañoles tenían muchas cosas encomún, eran grandes de España y

poseedores de vastos dominiosseñoriales en la baja Andalucía, ademásde vástagos primogénitos de susrespectivos linajes, jóvenes, puesto queambos rondaban entonces la treintena, einmensamente ricos. Medinasidonia,como embajador de su majestad, sabíamoverse con habilidad en los entresijosde la política cortesana, Cantillana hacíaya algún tiempo que estaba ausente deEspaña por un asunto que, decían, teníapendiente con la Santa Inquisición. Eltiempo y las influencias estabanechándole tierra. Por aquellas fechashacía algún tiempo que Felipe V sehabía aposentado en el trono de Madrid,

ya tenía diecinueve años y acababa decontraer matrimonio con una chiquillade trece que le había encandilado.

Los invitados de los Colonna habíanido llegando poco a poco a la fiesta.Estaba a punto de hacer su apariciónLivia Colonna, la anfitriona de aquellanoche, en la terraza que bajaba al jardínpor dos escalinatas simétricas quedescendían a ambos lados de la misma,flanqueadas por sendas balaustradas,cuando una lujosa carroza entró consuavidad en los jardines. Todos lospresentes pudieron contemplar,alelados, que la princesa de los Ursinosdescendía de ella. Parecía una reina en

el esplendor de su belleza, desprendíamajestuosidad y poderío. Se habíanapagado los murmullos y el silencio eraadmirativo. La situación era digna de unespectáculo. Livia Colonna bajaba hacialos jardines donde sus invitados ledaban la espalda, vueltos como estabanhacia la mujer que había descendido dela carroza. Ana María de Tremouille sepercató de la situación y permanecióquieta junto al estribo del carruaje; eracomo una estatua viviente quecontemplaba el efecto, verdaderoimpacto en realidad, que había causadosu aparición. Estaba saboreando lavictoria moral que el destino le

deparaba en aquellos momentos sobretodos los que la habían dado poracabada. La situación se prolongaba: losinvitados quietos, la anfitriona queganaba ya el nivel del jardín entre laindiferencia general y ella, que semantenía erguida y quieta al pie de lacarroza. De repente, de entre losasistentes un caballero de aspectollamativo avanzó hacia ella, llegóadonde estaba y, tras una gentilreverencia, le ofreció un brazo, que ellatomó. La pareja avanzó hacia losinvitados, que sólo entonces sepercataron de que Livia Colonna, lahermosa anfitriona de la fiesta y dueña

del lugar, había hecho acto de presencia.Cantillana nunca supo qué le

impulsó a ofrecer su brazo a aquellamujer a la que veía por primera vez yque casi le doblaba en edad, aunque nipor asomo lo aparentaba. ¿Le fascinó suimagen?, ¿le atrajo su belleza?, ¿osimplemente le tentó la situacióncreada?

La realidad fue que Cantillana, el«condesito spagnolo» como decían lasromanas, pasó la velada con la princesade los Ursinos y que cuando ésta, unavez que hubo saboreado su triunfo ysentado de manera indiscutible quehabían de seguir contando con ella, se

marchó mucho antes de que lacelebración llegase a su puntoculminante —la princesa había acudidopor razones ajenas al festejo—,Cantillana se ausentó con ella.

Los meses que el aristócrata españolpasó en Roma esperando que eltranscurso del tiempo colocase las cosasen su sitio, los vivió junto a aquellamujer. Se les vio juntos en fiestas ycelebraciones, compartieron el lecho yel interés por el desarrollo de losturbulentos acontecimientos que seestaban produciendo en Europa, dondela guerra general había comenzado. Losmedianamente informados sabían que

Ana María de la Tremouille se habíaconvertido en una agente al servicio deFrancia y que en la complicada red derelaciones e intereses que se tejían ydestejían en la ciudad de los papas, ellaera la pieza clave con que contaba ladiplomacia que movía los hilos desdeVersalles. Lo que nadie sabía era que elconde de Cantillana había pedido a AnaMaría en matrimonio y que éstameditaba la petición cuando una ordenexplícita, como todas las que daba elmonarca francés, le indicó que, sinpérdida de tiempo, marchase a España.La joven reina Luisa Gabrielanecesitaba una camarera mayor y

también consejo. Mademoiselle de laTremouille, que parecía estar decidida aconvertirse en condesa de Cantillana, sevio obligada a dejar atrás Roma y elhombre que le había propuestomatrimonio.

Cuando Cantillana regresó a España,meses después, el estruendo de lasarmas sonaba por muchos lugares en lavieja piel de toro. En medio del fragorse habían perdido, al parecerdefinitivamente y desde luego por elmomento, los papeles que en el SantoOficio contenían las diligencias abiertascontra él por «mantener proposicionescontrarias a la doctrina defendida por la

Santa Madre Iglesia católica, apostólicay romana», en suma, por hereje. Laguerra hizo renacer en él al veteranosoldado, y se incorporó a las tropas desu Católica Majestad don Felipe V. Aligual que antaño en Flandes se le dio elmando de un tercio de infantería comocoronel, ahora, con el mismo grado, sele confió un regimiento, que era como seconocían ya a los viejos tercios deinfantes piqueros y arcabuceros.

En el transcurso de aquellos años elconde de Cantillana, coronel delregimiento de infantería de la Reina, y laprincesa de los Ursinos, camarera mayorde Luisa Gabriela de Saboya, sólo se

habían visto en contadas ocasiones, unade ellas en Burgos, donde tuvieron unencuentro en una buhardilla desangeladaque ellos llenaron de pasión. Se amaroncomo si el tiempo transcurrido entreaquel instante y Roma no hubiese hechosino acentuar sus deseos. AhoraCantillana no le pidió que se convirtieseen su esposa, pero lo pensó. Seguíasintiendo por aquella mujer, que por laedad podía ser su madre, lo mismo queen la Ciudad Eterna. Ejercía sobre él unatractivo al que no podía resistirse, yera incapaz de contenerse ante las dotesde persuasión que tenía. Él, que siemprehabía hecho gala de realismo y seriedad,

estaba dispuesto a la locura por ella.Era algo que ni su experiencia ni su

aplomo podían combatir. Siendoconsciente del peligro que entrañabatodo ello, estaba dispuesto a correr elriesgo, a ponerse en sus manos. Sinembargo, la realidad se impuso. Ella erala camarera mayor de la reina y habíaligado su suerte a la de su señora,incluso por encima de los dictados quepudiesen indicársele desde Versalles.Había unido su futuro, fuera cual fuese, aaquella pareja, y lo estaba demostrandocon creces. Por su parte, él había puestosu espada al servicio de una causa ysaldría con ella adelante o se hundiría

con la misma, pues no era de los que seacomodaban a las medias tintas y muchomenos de los que cambiasen de opciónsegún soplasen los vientos. Habíadecidido servir la causa de aquel jovenrey aniñado, de aspecto blando ymelancólico. Se contaban muchashistorias de su majestad, pero él nohabía comprobado ninguna. Si biennunca había hablado con aquel rey,conocía a otros monarcas de los quetambién se contaban disparatadashistorias que no se ajustaban a larealidad. De los reyes, sean como sean,siempre se cuentan historias.

En aquella buhardilla burgalesa

hicieron el amor con frenesí. Fuerondías de sobresalto y pasión en medio dela tensión política existente. Tras elabandono precipitado de Madrid,ocupado por el enemigo, en Burgos sehabía organizado un remedo de corte enla que los consejos se habían instaladode forma provisional, y como pudieron,en casas solariegas particulares. Losvestidos, los adornos y otras prendas nose desembalaban, nadie sabía en quépodían parar el desconcierto y ladesorganización reinante. Se estaba a laespera permanente de que los correosavisasen de lo que ocurría en Madrid yen el campamento real para tomar una

decisión. Si el peligro amenazaba, lasinstrucciones eran muy concretas y noadmitían lugar a dudas: tomar la vía deFrancia por Navarra, donde laslealtades a la causa del Borbón parecíanestar garantizadas. Si las cosasmarchaban de forma más conveniente,debían esperar con el ánimo en suspensoy sin confiarse.

Así transcurrieron los cinco días queCantillana estuvo en Burgos. Habíallegado allí al frente de un escuadrón decaballería ligera —no pertenecía a suregimiento, que era de infantería— conuna misión concreta que le habíaencomendado personalmente el marqués

de Bedmar: acudir a Burgos paraproteger a su majestad la reina y a laspersonas a su servicio, y escoltarlashasta Fuenterrabía e Irún, en la fronterapirenaica, si así lo aconsejaba eldesarrollo de los acontecimientos. Tuvoocasión de conocer a la reina una tarde,cuando caminaba, acompañada de sucamarera, por el Espolón en dirección ala catedral.

—Majestad. —Hizo una profundareverencia a la vez que se despojaba delsombrero.

—Majestad, es el coronel que alfrente de un escuadrón se encarga devuestra seguridad —señaló la camarera

con una media sonrisa elocuente—, yque en caso de conveniencia nos daráescolta.

—¿He de agradeceros miseguridad… y la de mi séquito? —inquirió, burlona, la reina.

Cantillana, que ofrecía un magníficoaspecto, respondió con una frasecortesana:

—Majestad, vuestra vida espreciosa para todos nosotros, y llegadoel caso ofrecería la mía gustoso paraprotegerla. Es para mí un honor que seme haya asignado vuestra seguridad.

—¿Sólo mi seguridad? —La reinaestaba de un excelente humor.

—Majestad, la vuestra y la dequienes os rodean.

—¿Quiénes nos rodean?—Vuestras camareras, majestad, son

damas de respeto y consideración;velaremos por su seguridad.

—No me cabe duda de ello,Cantillana.

El militar esbozó una sonrisa. Lareina le miró con cierta complicidad:

—¿Qué os produce esa sonrisa?—Majestad, es estimulante para mi

persona que conozcáis mi nombre,aunque sólo me hayan presentado comoun coronel del ejército de vuestro realesposo.

Luisa Gabriela de Saboya sonrió unavez más y cambió la conversación:

—¿Qué opináis, coronel —recalcóla palabra— del curso de la guerra?

Cantillana flanqueaba a la reina porla izquierda, al otro lado ibamademoiselle. Varios soldadoscaminaban algunos pasos por delante yotros por detrás; a respetuosa distanciaiban varias camareras, el secretario delConsejo de Hacienda, algunoscaballeros de órdenes y más soldadoscerraban aquel improvisado cortejo quellamaba la atención de los vecinos queencontraban a su paso, aunque hasta elmomento nadie había reparado en que

allí iba la reina de España.Cantillana, que se había puesto el

sombrero —era grande de España ypodía estar cubierto ante la realeza— ytenía cogidas las manos por detrás,caminaba al ritmo que marcaba la reina.Se tomó mucho tiempo, quizá más delconveniente, para contestar a lapregunta. Cuando lo hizo, habló conenergía:

—Si Castilla resiste, los imperialeslo tendrán difícil.

—¿Creéis vos que Castilla resistirá?—La pregunta fue inmediata. También lofue la respuesta.

—Majestad, lo sabremos muy

pronto. En cuanto tengamos noticias delo que ocurre en Madrid estos días.

Habían llegado a la catedral.

Ahora, tendido en el camastro deaquella celda de la colegiata de SantaMaría de Calatayud, recordaba connitidez aquella tarde en Burgos, a pesarde que habían transcurrido varios años.No se había equivocado en suapreciación, los castellanos habíanresistido y dedicaron una hostil acogidaa las tropas que sostenían la causa delarchiduque Carlos de Austria, quien nisiquiera entró en Madrid; se volvióhacia Cataluña, donde los paisanos se

mostraban a su favor de formamayoritaria. Al año siguiente vinoAlmansa y Felipe V salvó, por elmomento, el trono.

Desde entonces apenas si había vistoa Ana María y ahora surgía todo esto,como un torbellino. Con unaconspiración en marcha para acabar conel rey al que había jurado defender y unasituación delicada para aquella reinaaniñada que había visto una tarde deotoño… en Burgos.

Capítulo XI. MadridCuando el conde de Cantillana,acompañado de Ginesillo, entraba enMadrid por la puerta de Guadalajara,aún estaba el sol alto y había animaciónen los numerosos corrillos que a lapuerta de las iglesias, en plazuelas yesquinas servían de excusa para reunirsea ociosos y a todos aquellos que anteuna conversación de interésabandonaban sus quehaceres yparticipaban en la misma.

Sin detenerse, se dirigió a su casafamiliar. Hacía mucho que no pisaba suhogar, aunque bien pensado Cantillana

había disfrutado poco de éste, pues suvida había sido un continuo ir y venir, unajetreo permanente con poco tiempopara el reposo. Siempre habíanresultado escasas las temporadas en quehabía permanecido en algún lugarllevando una vida sosegada; desde hacíamuchos años su sino estaba marcado porla acción y el movimiento.

Su hermano menor y único le recibióemocionado, y los viejos criados de lacasa contaban y no paraban a los másnuevos, algunos de los cuales ni siquierahabían visto al señor en persona. Paraalgunas de aquellas gentes se habíaconvertido en una especie de leyenda

viva, de la que se contaban las másfantásticas historias, muchas de lascuales parecían increíbles.

—¡Ya eres todo un señor, Santiago!—Cantillana abrazaba con amorosarudeza a su hermano.

—Déjame adivinar, hace…, hace.¡Qué sé yo, los meses que han pasadosin vernos!

—Casi dos años, Fernando. —Larespuesta inmediata sorprendió alconde, que miró con una ternuradesbordada a su hermano, mientras leapretaba, sacudiendo sus hombros.

Un suave toque en la puerta delsalón donde los dos hermanos se habían

encontrado, les hizo volver la cabeza.Estaba abierta y cruzando el umbralapareció la figura encorvada de unanciano venerable a quien un jovenayudaba a mantenerse sobre sus piernas.El anciano, que portaba un bastón,estaba casi ciego, tenía la miradaperdida y parecía husmear.

—¿Don Fernando…? Alabado seaDios. ¿Dónde estáis?

Cantillana avanzó hacia él con unasonrisa que le llenaba el rostro, peroque el anciano no podía percibir:

—¡Mi buen Julián! ¡Un abrazo!Cuando el viejo se sintió rodeado

por los brazos del conde, rompió a

llorar; sus hombros se agitaban y susgemidos sonaban con suavidad. Habíahundido la cabeza entre el cuello y elhombro de quien ahora le sostenía.

—Gracias Dios mío… Gracias porpermitirme verlo antes de morir… —Lavoz sonaba entrecortada por la emoción.

—¿Quién habla de morirse, Julián?—Cantillana hablaba con calor yternura; las lágrimas del anciano sehabían convertido en una llantinaincontrolada—. Ven, ven conmigo ysiéntate, porque tienes que contarmemuchas cosas. ¡Fíjate, Santiago meestaba diciendo que llevo cerca de dosaños sin venir por aquí!

En medio del lloriqueo, Julián pudoarticular algo que hizo que a Cantillanase le formara un nudo en la garganta:

—Faltan veintisiete días, mi señor.Don Fernando Jiménez de Solís,

conde de Cantillana y con una docenamás de títulos a sus espaldas, grande deEspaña, había enmudecido ante lo queaquello significaba por parte del viejocriado maragato que había velado susnoches de fiebres infantiles, le habíaayudado en su adolescencia a conciliarel sueño con hermosas historias y en sujuventud le había instruido, como nadielo hizo, para que se convirtiese en unhombre.

Una vez que el viejo criado superólos efectos de la emoción que le habíaproducido el encuentro, charló largorato con él y supo de los últimos añosdel conde, de su vida de militar,renovada otra vez, y de algunas de susopiniones sobre la situación queatravesaban la monarquía y la causa delrey. A Julián nunca le habían gustado losfranceses, pero su majestad era otracosa, era nieto de Felipe IV, y él habíapeleado en las Dunas y en Dunkerque,bajo las banderas aspadas de sanAndrés, en los tercios de infantería de suCatólica Majestad. Menos le gustabaque fuera nieto del francés, pero podía

pasárselo por alto, y en cualquier casotodas sus dudas se disiparon cuandosupo que el señor conde estaba peleandopor su causa.

Era noche cerrada, en el reloj de laiglesia del Salvador, frontero de laplazuela en la que desembocaba la calledonde estaban las casas principales delos Jiménez de Solís, acababa de sonarun golpe seco, señalando las once ymedia, cuando el conde de Cantillanasalía de su casa. Iba solo, vestía unaamplia capa, cuyo vuelo le permitíaembozarse, calaba sombrero amplio consólo una de las alas plegadas, del

pliegue salía una larga pluma roja, ycalzaba botas militares de piel negra,que le cubrían la pierna casi hasta larodilla. Su aspecto ofrecía un aire nobley anticuado; la estampa de aquelsolitario, que andaba con poco cuidadoy ningún sigilo, respondía a una modaextinguida y resultaba más acorde contiempos pasados. Para completar loañejo de la imagen, asomaba por debajode la capa la punta de un acero denotables proporciones según los dospalmos de vaina que sobresalían de laindumentaria. Una de sus manos sosteníael embozo y la otra apretaba fuerte,ajustada a la cazoleta, la empuñadura de

la toledana.A aquellas horas eran ya pocos los

que transitaban por las calles. Se cruzócon algunos que, temerosos de aquellafigura, abrieron paso. Su andar era firmey decidido, conocía bien el camino quellevaba y, desde luego, no estaba dandoun paseo ni se trataba de un matón enbusca de camorra; estos últimos nisolían ir solos ni eran indiferentes, comolo era él, ante los que cedían la calle alcruzarse. Sus pasos le condujeron aldescampado que se abría ante la fachadaprincipal del alcázar real. El viejo ydestartalado edificio estaba cerrado acal y canto, su formidable estructura

arquitectónica era una sombragigantesca que se recortaba contra elcielo negro azulado de la capital deEspaña.

Cantillana se pegó a la fila de casasfrontera de la fachada derecha delpalacio, tratando de pasar lo másinadvertido posible. Cruzó la calle yllegó hasta los muros del regio edificio.En la tenue oscuridad localizó la últimapuerta antes de doblar la esquina queiniciaba la trasera del palacio. Sedetuvo un instante para asegurarse ymiró en todas direcciones. La soledadera absoluta, así como el silencio, quede repente se rompió con el tañido de

las campanas de un reloj que daba lossones de la medianoche. En esemomento, en la esquina de la calle porla que había venido surgieron lassombras de varios hombres, cinco creyóver. Habría jurado que era una patrullade soldados de la guardia, una de lasque vigilaban los alrededores delalcázar.

Por un instante Cantillana vaciló,pues de acuerdo con el camino quetraían podían haberle visto y estarsiguiéndole los pasos. Sintió la tentaciónde empujar la puerta y entrar en elrecinto. Eran ésas las instrucciones quecontenía el papel que le habían

entregado nada más llegar a casa; sinembargo, decidió permanecer inmóvil.Conforme pasaban los segundos fuedescartando la idea que había rondadopor su cabeza; aquellos hombres sehabían detenido y hablaban en voz baja,aunque el silencio arrastraba palabrassueltas hasta sus oídos. Hablaban demujeres…, de putas…, de las tarifas desus servicios.

Empujó la puerta con suavidad y losgoznes se quejaron al girar. Contuvo larespiración y se detuvo, observando sise habían percatado del ruido, perocomprobó que los soldados —pues esoeran— continuaban en lo suyo. No

habían oído nada.La puerta se había abierto menos de

un palmo, su cuerpo no podía colarsepor aquella rendija, y tampoco deseabaarriesgarse produciendo un nuevochirrido. Optó por esperar, alcomprobar que la disposición de lossoldados no parecía ser la de montarguardia en aquella esquina. Dudaba sidar otro empujón a la puerta cuando poruna bocacalle, que se abría a menos detreinta varas de donde estaba, seaproximaba gente que gritaba yllamarían la atención de los soldados,con lo que su posición sería muydelicada. Aguantó, conteniendo la

respiración más por instinto que por otracosa, para comprobar cómo el ruido seintensificaba. Creyó oír una voz demujer cuando ya debían de estar cercade la esquina que daba al alcázar. Pudoverlos en el momento en que lossoldados se percataron del escándalo:eran dos hombres y una mujer. La escenaque presentaban no ofrecía dudas, setrataba de dos noctámbulos y una furcia,los tres llevaban ya encima más vino delque podían soportar.

Los soldados avanzaron en grupohacia aquel trío de alborotadores querompían el sosiego nocturno. En esemomento Cantillana no lo dudó: empujó

con suavidad la puerta un poco más, losgoznes volvieron a chirriar, pero suruido se perdió entre el jaleo y elgolpear de las botas de los guardiassobre el pavimento. Se deslizó hacia elinterior y cerró la portezuela con másenergía de la que había puesto paraabrirla, después echó el cerrojo y sedesentendió de lo que pudiese ocurrir enel exterior.

Se hallaba bajo un pequeñocobertizo de teja ante el que se abría unpatio pavimentado con grandes losas degranito, toscamente desbastadas. Vio enel rincón más alejado una puertarematada en un arco de medio punto, tal

y como le habían indicado.Sigilosamente se desplazó hasta allí,siguiendo la pared. Empujó la puerta,pero ésta no se abrió.

Maldijo en silencio.Empujó de nuevo, con más fuerza, y

comprobó que ante el nuevo intentocedía. Respiró hondo. Vio las pequeñasescaleras de piedra, de peldañostriangulares y cerrados, en caracol. ¡Nohabía duda de que iba por el caminocorrecto! Cuando las escaleras seacabaron accedió a un saloncitocuadrado y de regulares dimensionesalumbrado por un cabo de cera, en elcual se abría un amplio ventanal que

daba al patio; además del acceso pordonde había entrado, había otra puerta.Caminó hacia ella. De pronto oyó que alotro lado alguien levantaba el pestillo, einstintivamente llevó la mano a laempuñadura de la espada mientras lapuerta se abría y ante sus ojos serecortaba la figura de una mujerportando un candelabro que iluminaba amedias su rostro. Para Cantillana erasuficiente.

No hubo palabras. Se fundieron enun abrazo y un beso largo y profundo.

—Fernando, cuidado, el fuego puedeprender en tu capa.

El conde deshizo el lazo que

sujetaba la prenda a su cuello y larecogió sobre su brazo izquierdo. AnaMaría de Tremouille le cogió de lamano derecha y tiró de él con suavidad.Cruzaron dos cámaras y llegaron a untercer aposento de dimensiones mayoresque los anteriores. En uno de sustesteros había una cama gigantesca quetenía cortinas y dosel. La camarera dejóen un taburete el candelabro y Cantillanase deshizo definitivamente de la capa.Llegaron hasta el lecho, descorrieron lascortinas y el deseo y la pasión sedesbordó sin trabas.

—La situación es muy delicada. Hayuna conjura de altos vuelos para

destronar al rey.Cantillana, sudoroso, estaba

incorporado sobre sus rodillascontemplando, absorto, el cuerpodesnudo de aquella mujer. Era de unabelleza turbadora.

—¿No me oyes, Fernando?El interrogado sacudió la cabeza,

como despejando de ella algúnpensamiento.

—¿Sí, querida?—¡Hay una conjura en marcha para

perder a su majestad!Cantillana miró los ojos de la mujer

que tenía ante él. Eran verdes, brillantesy extraños.

—Tienes unos pechos primaverales,tu piel sigue tersa y tus ojos brillancomo los de una jovencita.

—¡No me escuchas! ¡No te importalo que te digo! —La camarera dio ungolpe cariñoso a Cantillana en un musloy le hizo un mohín.

—¿No pretenderás que hablemos depolítica, tú y yo, después del tiempoque…? —Se echó sobre ella y comenzóa cubrir su cuello de besos, buscando denuevo el contacto de su piel. Ellarespondió y se amaron.

El sosiego siguiente trajo laconversación.

—¿Dices que Medinaceli es el

instigador?—No, Fernando, Medinaceli está

implicado; se han puesto guardas en sucasa. Permanecerá arrestado en ellahasta que se sepa exactamente cuál es supapel, que sin duda es importante.

—¿Por qué importante?—Porque la carta cifrada de la cual

te he hablado estaba dirigida a él.—¿Una carta en cifra con una

dirección? —preguntó, incrédulo,Cantillana—. ¡Vamos, Ana María!¡Dime entonces quién firmaba el remite!—El tono era burlón. Le valió uncachete sonoro. Cantillana se quejó conestruendo—: ¡Ay! ¡Ay!

—Sssh. —La camarera se llevó elíndice a los labios—. Con esteescándalo terminará viniendo la guardia—susurró.

—¿Cómo sabes que el mensaje erapara Medinaceli? —Por primera vez eltono de Cantillana era serio.

—Porque el mensajero, malherido,lo dijo antes de morir.

Cantillana era ahora un hombrecaviloso.

—¿A quién se lo dijo?Su pregunta no tuvo respuesta,

insistió otra vez y obtuvo una negación.—No te lo puedo decir.Cantillana se incorporó en el lecho y

miró, nuevamente con fijeza, a la mujer.—Si quieres que juegue este envite

tengo que conocer todas las cartas y atodos los jugadores. Si no, no juego —dijo en un tono que no admitía dudas.

—¿No puedes confiar en mí? —Ellale acarició el hombro con coquetería.

—¿Y tú, en mí? —Cantillana giró ybesó el pecho de la mujer.

—Está bien. ¿Me das tu palabra decaballero?

—Sabes muy bien que si tú me pidessilencio, seré una tumba. Pero has deconfiar en mí.

Ana María de Tremouille le contó loque le había dicho el padre confesor.

Era imprescindible saber quésignificaba realmente el mensaje quehabían enviado a Medinaceli, porqueallí estaba una de las clavesfundamentales para llegar al fondo deaquella conjura. El problemafundamental estribaba en que lasprobabilidades de que el duque deMedinaceli, arrestado en su morada,hablase eran mínimas, ya que por sucondición de noble no se le podíasometer a tormento en un interrogatorio.

¿Qué claves se escondían detrás deaquellas frases?

Plutarco se impondrá aHomero.

Ha sonado la hora de laJusticia.

Las Damas y sus Hijas loagradecerán.

Cicerón está dispuesto.X e Y avisen a Cicerón.

Capítulo XII. Palos deciego

Habían transcurrido más de dos semanasdesde que el conde de Cantillanaarribara a Madrid y era poco lo quehabían progresado las pesquisas paraatajar la conjura. Durante una semana elduque de Medinaceli había permanecidoarrestado y aislado en su casa, dondehabía sido interrogado en variasocasiones sin que se hubiese sacadonada en claro. Negaba toda relación conaquello y afirmaba que, de no ser unerror, enemigos suyos le habían tendido

una trampa. Al caer la tarde del octavodía, una real orden dispuso su detencióny el traslado inmediato al castillo dePamplona, donde se le mantendríaaislado e incomunicado. El único tratoque se le permitiría sería con el alcaidede la fortaleza. Quien tenía las claves dela investigación sabía que no habíaninguna duda —un hombre en el trancede morir no miente— sobre el hecho deque Medinaceli era el destinatario deaquel papel.

Ninguna de las disposiciones que sehabían tomado había dado resultado.Individuos convenientementealeccionados habían deambulado por

tabernas y mesones, requerido noticiasen los lupanares y mancebías, lugaresdonde por lo común solía conseguirsemucha más información de la que aprimera vista pudiera parecer, y sobreasuntos cuya relación con aquellos sitiossólo podía entenderse a partir de lolenguaraces que en determinadassituaciones pueden volverse loshombres. Por todas partes se habíadesplegado gente en busca de un dato,de un indicio, de una frase o de unapalabra suelta. Todo había resultadoinútil.

Por las esquinas y plazuelas sehabían dejado caer rufianes y

ladronzuelos con quienes los alcaldes decasa y corte y sus alguaciles habíantenido reuniones previas. Nadie hablabade aquello, nadie comentaba nada. Porningún sitio había surgido ni la menorsombra de indicio que ofreciese una víade reconocimiento. Ubilla y Grimaldo sehabían reunido cada tarde con losalcaldes para hacer un repaso de lasituación y tener conocimiento de lo quese decía en Madrid, en aquellas sesionesse analizaba todo el material que «losojos y oídos» puestos en movimientohabían recogido. Los temas deconversación y las historias resultabaninnumerables y variados. Los había para

todos los gustos, desde cuestionespolíticas a asuntos más cotidianos:noticias sobre el desarrollo de lasoperaciones militares, en las que seseñalaba que la situación de las armasdel rey nuestro señor en el frente deAragón no era buena, y se rumoreabadesde hacía algunos días, a partir de losinformes que habían dado unos arrierosque vinieron de Daroca, que losejércitos de Felipe V habían sufrido unserio revés a orillas de un afluente delEbro cuyo nombre no podían precisar.Era del dominio público que losfranceses se habían marchado, dejandoal nieto de su rey más solo que la una,

por esa causa se respiraba un ambientede pesimismo sobre el futuro que podíaaguardar a sus majestades, aunquetambién se decía por todas partes que lagente no quería ver coronado alarchiduque de Austria. Se hablaba malde los catalanes, gentes avaras y sin leyque habían traicionado su juramento y sehabían aliado con los herejes deInglaterra y Holanda. Las acciones deestos últimos eran las que daban paramayores comentarios: se trataba deseres malvados por naturaleza, enemigosde nuestra santa y católica religión, cuyomayor deseo era ver destruida estamonarquía, saqueaban conventos y

robaban iglesias, violaban mujeres yconvertían en establos los templos.Habían robado en sagrado todo lo quealcanzaban sus manos, destrozando yprofanando imágenes y reliquias.Tampoco se salvaban las hostiasconsagradas.

Se hablaba de la carestía general delas subsistencias: la fanega de trigohabía alcanzado los cien reales y elprecio del pan estaba por las nubes;aquellos precios habían desatado elhambre y mucho malestar. Llegabanrumores de que al sur de La Mancha seconocían casos de contagio pestilente,aunque no se habían confirmado.

También había producido muchomalestar el haberse subido de formaescandalosa el precio del vino, seisreales por un azumbre. Algunos rumoresapuntaban a que con la llegada delinvierno habría problemas deabastecimiento de pan, no sólo porque lacosecha de trigo había sido mala, sinoporque las partidas de austracistas[1] queinfestaban los campos tenían retenidos yasustados a los arrieros y trajinantes,que no se atrevían a ponerse en caminoni aun con grandes beneficios en elporte. Se decían muchas cosas acerca dela vida de palacio.

Se hablaba de salidas y entradas

nocturnas en el alcázar, sin que seprecisase quiénes eran los que entrabano salían a deshoras, pero no había dudade que ocurría. Se daban pelos y señalesde las desavenencias existentes entre losministros españoles de su majestad y losfranceses enviados por el rey de aquellanación para asesorar a su nieto. Eraopinión muy extendida que si lossoldados del Cristianísimo habíanabandonado España, también debíanhacerlo los gabachos que mandaban a suantojo en Madrid. Mademoiselle estabatambién en muchas conversaciones decorrillo y taberna. Para unos era unaputa elegante que seguía follando sin

descanso a pesar de sus años, otros latildaban, además de furcia, de bruja quetenía hechizadas a sus majestades y poreso en palacio y en los dominios de estamonarquía que se mantenían leales alrey nuestro señor no había más voluntadque la suya; había quienes opinaban queera una agente del rey de Francia, quienla había enviado a su nieto con elpretexto de ser la camarera mayor de lareina, pero que su verdadero cometidoera que en el alcázar no se tomaseninguna decisión que fuese contraria alos intereses de Francia. Algunos, en fin,opinaban que era una mujer de grandesrecursos, inteligente y capaz, el mayor

apoyo con que contaban sus majestadesen tiempos tan difíciles como los quecorrían y donde tantas voluntades sehabían mostrado vacilantes. Sobrevoluntades vacilantes había muchosrumores, pero ganaba la palma todo loque se decía sobre el duque deMedinaceli. Señalaban los alcaldes decasa y corte el rumor de que el granmagnate andaluz había sido preso poralta traición y trasladado al castillo dePamplona, después de permanecerincomunicado en su palacio durante unasemana.

Eran media docena de alcaldes losque estaban reunidos con Ubilla y

Grimaldo en la dependencia que elprimero usaba en los bajos del alcázarreal, en su condición de secretario deldespacho universal. Se trataba de ungabinete de trabajo de pequeñasdimensiones, mal ventilado y pocoiluminado. Sólo recibía luz del exteriorpor una ventana situada a gran altura. Elambiente invitaba al recogimiento y lameditación, al trabajo en silencio. Elmobiliario resultaba escaso y por todaspartes aparecían apilados sin conciertolibros, cuadernos, legajos… Sobre lamesa de trabajo del secretario deldespacho se amontonaban rimeros depapeles. Había unas grandes y pesadas

cortinas de recio paño negro que casiocultaban una puerta pequeña que era,sin duda, la salida privada del despachopara evitar el uso de la puerta principalque daba acceso desde la antesala delsalón de consejos a aquelladependencia.

La tarde ya había empezado adeclinar y la estancia estaba sumida ensemipenumbra. Los alcaldespermanecían de pie, alineados anteUbilla y Grimaldo, que estabansentados.

—¿Decís, Burguillos, que correnrumores acerca del encarcelamiento delseñor duque de Medinaceli? —requirió

Ubilla.—Así es, excelencia. Se dice que su

casa ha sido el lugar de su arresto y quenoches atrás una carroza le ha sacado deallí para trasladarle al castillo dePamplona.

—¿Dónde habéis escuchado esahistoria?

—Señor, varias informacionescoinciden, y no las tienen sólo mi gente.

Grimaldo miró a los demás alcaldes;hubo un murmullo de asentimiento.

El secretario del despacho universalse levantó y comenzó a pasear:

—¿Así que por todas partes se hablade la detención del señor duque de

Medinaceli?Varios alcaldes contestaron

afirmativamente y los restantes hicierongestos en el mismo sentido.

—¿Y cuál es la causa de esadetención en las casas de su morada y eltraslado nocturno a Pamplona? ¿Qué sedice sobre la causa? ¿Qué razonescirculan?

Hubo varias respuestas a la vez, loque provocó que no se aclarase nada.

—Haya orden, señores, haya orden.—El secretario del despacho, queseguía caminando, hacía gestos deapaciguamiento con las manos—.Veamos, Burguillos, ¿qué se dice?

Don Matías Burguillos era el másantiguo de los alcaldes de casa y corte.Se trataba de un hombre de aspectovenerable y con una imagen que parecíasacada de un cuadro del siglo anterior:rostro alargado y afilado, a lo quecontribuía su barba puntiaguda; enjutode carnes, tenía cierto aire místicoacentuado por su ropa negra y severa,sin ninguna concesión al lujo.

—Se comenta, excelencia, que elseñor duque está acusado de altatraición. Se afirma, y todo el mundo losabe, que ha habido guardiaspermanentes en la puerta de su casa yque su persona estaba bajo custodia. Lo

último que se dice, aunque sinconfirmar, es que hace algunas nochesun carruaje ha sacado…

Ubilla interrumpió al alcalde:—¿Qué se dice de la traición?—Sólo vaguedades, excelencia,

nada concreto. Ya sabéis que desde hacemucho tiempo corren voces sobre lasveleidades del señor duque con lospartidarios de la casa de Austria, peronada nuevo… Bueno sí…, sí hay algo,ahora que recuerdo. Uno de misinformantes me comunicó, pero antes deque se decretase la incomunicación delduque, que en la casa de Medinaceli sehabían visto con frecuencia a dos

extranjeros que acudían allí aencontrarse con el señor duque.

Ubilla y Grimaldo se miraron. Elprimero preguntó, inquieto:

—¿Quiénes eran esos extranjeros?—No lo sé, excelencia, podemos

buscar información en esa dirección.Grimaldo, que había permanecido en

silencio hasta aquel momento, habló porprimera vez.

—No sólo se puede investigar enesa dirección, sino que hay que hacerloy de forma inmediata. —Se pusotambién de pie y se encaró a la fila dealcaldes—. Pero con la máximadiscreción; es necesario que sepamos

quiénes eran esos extranjeros que sereunían con el señor duque deMedinaceli, de qué nacionalidad son,desde cuándo estaban en contacto con elduque y cuándo mantuvieron la últimareunión. Es de vital importancia saber sicontinúan en Madrid. Insisto en que ladiscreción es fundamental. —Grimaldohizo una pausa y añadió—: Si esosextranjeros son localizados, no quieroque nadie actúe por su cuenta, nos locomunicaréis.

Los dos cortesanos despidieron a losalcaldes; estaban éstos enfilando lapuerta, cuando Grimaldo insistió una vezmás:

—Discreción señores. Discreciónpor encima de todo. —Una vez solos,preguntó a Ubilla—: ¿Qué pensáis?

—Tengo la sensación de queestamos dando palos de ciego. Larealidad es que no hemos avanzado nadaen estos días, pese a los esfuerzosdesplegados. Tal vez…, tal vez hayamosexagerado y estemos haciendo unatormenta donde no hay nada. Porque…—el secretario dudó—, porque,decidme, señor marqués, ¿qué tenemosconfirmado que nos permita afirmar laexistencia de una conspiración paradestronar al rey nuestro señor?

—Lo que tenemos es un papel

cifrado que puede tener muchasinterpretaciones y que el rey Luis hadeterminado retirar sus tropas de lapenínsula, una retirada impuesta por ladifícil situación que está atravesandoFrancia, que se ve obligada a batirse ala defensiva en su propio territorio porprimera vez en muchos años… —Respiró profundamente antes decontinuar—. Todo lo demás sonelucubraciones demasiado graves, tantocomo para habernos embarcado en lahipótesis de una conspiración paradestronar al rey… Pensad que llevamoscasi dos semanas buscando indicios quenos conduzcan a alguna pista segura y no

hemos conseguido nada pese a quehemos puesto en funcionamiento todoslos medios disponibles. Ni un solocomentario en una villa donde nadapuede ocultarse unas horas porque es elmentidero más grande del universo. Esposible, mi buen amigo, que todo lo quetengamos en nuestras manos sea humo depajuelas.

Ubilla se dejó caer en su sillón.Daba la sensación de estar muy cansado;la postura en que había quedado sentadodenotaba lo profundo de su agotamiento.

Grimaldo estaba vuelto de espaldas,contemplando un cuadro en el que unasanta portaba en una bandeja sus propios

senos, cortados como martirio. Sevolvió con parsimonia y se acercó albufete:

—De todas formas, Ubilla, nodebemos bajar la guardia; la traición,con conspiración urdida para destronaral rey o sin ella, nos está acechandodetrás de cada puerta.

Capítulo XIII. Unescándalo regio

El escándalo había sido monumental. Nohabía transcurrido más de un par dehoras desde que, decían, había tenidolugar aquella escena, cuando en Madridno se hablaba ya de otra cosa. Se dabantoda clase de detalles de lo acaecido enlas habitaciones privadas del rey.

El monarca había llamado muytemprano, a eso de las ocho, a suconfesor el padre Daubenton.Conociendo la estrechez de concienciade don Felipe a nadie había extrañado la

llamada y el jesuita había acudidopresto al requerimiento de su regiopenitente. Tras llegar sudoroso a laantecámara, casi desierta a aquella hora,salvo por los criados y criadas que yarealizaban sus tareas, fue introducido enlos aposentos de su majestad por elmarqués de Leganés, que era elgentilhombre de servicio. Los que levieron, al igual que el propio padreconfesor, pensaron que el rey se habríasobrepasado en sus derechosmatrimoniales y habría solicitado a sumujer el débito carnal hasta situacionesde clara lujuria para la conciencia de unbuen cristiano, y que ahora deseaba

descargar el peso de su atormentadoespíritu. Hubo miradas maliciosas,algún codazo y murmullos entre laservidumbre que vio pasar al confesoren su itinerario hacia los aposentosreales.

El rey miraba a través de la ventanael patio central del alcázar donde ya sehabía iniciado el bullicio cotidiano quesuponía el ir y venir de unos y de otrospor los más variados asuntos, losgolillas y los plumillas estaban ya enpleno ajetreo. No contestó a la peticiónde Leganés, por lo que el marquésconsideró que contaba con elasentimiento del monarca.

—Majestad, el padre confesor hallegado.

Felipe V, lacónico, indicó:—¡Hazle pasar!Daubenton estaba ya dentro del

aposento. Su aspecto bonachón se veíaacentuado por la generosa panza y unaprominente papada que destacaba porencima del alzacuello. Su cara eraredonda y colorada; su calva, lustrosa,estaba flanqueada por dos pequeñospromontorios de pelo grisáceo. Sólo unanariz aquilina rompía las redondecesque por todas partes ofrecía la figura delpadre confesor.

Cumplido su cometido, Leganés se

retiró, cerrando la puerta. El rey habíamantenido la posición; estaba rígido,como una estatua, las piernas abiertas,firmemente asentadas en el suelo, losbrazos cruzados por detrás y con eldorso de su mano derecha golpeandorítmicamente la palma de la izquierda.El confesor emitió una leve tosecilla,para indicar su presencia. El rey sinvolverse, señaló una mesa ovalada.

—¡Lee esa carta! —El tono de suvoz era el de un rey indignado, no el deun afligido penitente.

Daubenton tomó la carta y ladesdobló con manos temblorosas.Apenas se hubieron abierto entre sus

dedos los pliegues del papel, su rostropalideció y su frente se llenó de gotas desudor, al igual que su cuello. Nonecesitaba leer el contenido de aquellaslíneas, las conocía perfectamente. Loque nunca hubiera imaginado era aquellamisiva en manos de Felipe V.

El rey seguía dándole la espalda y semantenía en silencio. Así transcurrió unrato que al confesor se le hizo eterno.

—¡Te he dicho que leas esa carta!—La voz del rey, rompiendo el silenciode la habitación, sonó como un trallazoen los oídos del jesuita.

—Majestad…, ya…, ya lo he hecho.—Apenas le salía el resuello.

—¡Pues yo no he oído nada!—Majestad…, yo…—¡Lee la carta Daubenton! —

Entonces el rey se volvió y le miró conla cólera acumulada en sus ojos.

—¡Lee la carta! ¡Maldita sea!El confesor, que a duras penas

lograba mantenerse en pie, empezó afarfullar.

—¡No te oigo! ¡Alto, claro ydespacio! —El rey adoptaba el tono deun maestro encolerizado que reprende aun alumno azorado y abrumado.

Daubenton se aclaró la garganta yempezó a leer con voz entrecortada:

A su excelencia el duque deOrleans.

Excelentísimo señor:Como ya sabéis por los correos

que sin duda os habrán llevado lanoticia, Madrid es una corte agitadadonde todo son rumores einquietudes.

Sus majestades estándesasosegados, como la mayoría delos cortesanos, muchos de loscuales no saben a qué carta quedarseante el rumbo que están tomando losacontecimientos. Todo son dudas eincertidumbres. La mayor parte delos negocios que afectan a losasuntos de esta monarquía seencuentran paralizados porque nadie

se atreve a tomar una decisión. Sonmuchas las cosas que marchan a laderiva.

Han causado hondo sentimientoy mayor preocupación, la decisióndel rey Cristianísimo de retirar sustropas de la península y dejar enmanos de los castellanos la defensade los derechos de su nieto. Eso haprovocado gran indignación ytambién temor.

Se cuentan las más extravaganteshistorias, que parecen ser el únicoalimento de esta nobleza, ociosa yenvilecida. Sólo el ánimo de la reinay las disposiciones de mademoisellede los Ursinos, que es quienrealmente gobierna esta corte,mantienen alguna apariencia deacción, pero entregadas ambas a las

más bajas acciones. Han llegado aponer sus proyectos en manos deuna hechicera y actúan para losnegocios del gobierno y otrosasuntos por medio de las recetas queles facilita esta mujerzuela sobre laque debería caer el peso de lajusticia…

En ese momento el rey interrumpióla lectura del jesuita.

—¡Eres un impío sacrílego!—¡Por el amor de Dios, majestad!

—imploró el confesor.—¡No has tenido reparo ninguno en

revelar un secreto de confesión! ¡Eres unimpío sacrílego! —repitió el rey.

—Os juro majestad, que… —El

cuerpo del jesuita era sacudido porfuertes temblores, a la vez que su rostro,enrojecido, tomaba en las zonas delcuello tonos violáceos. Tenía los ojosdesencajados.

—Bajo secreto de confesión os dije,porque agobiaba mi conciencia, que sumajestad la reina y mademoiselle habíanacudido a solicitar, sin mi conocimiento,los «servicios» de una curandera,sanadora, bruja o hechicera, puedesllamarla como gustes. Cuando la reiname hizo esa confidencia, desaprobé suconducta y le prohibí que continuase contan repulsivos actos. En confesión liberémi conciencia cristiana que repudia tales

procedimientos por ser contrarios a lasenseñanzas y doctrina de nuestra SantaMadre Iglesia y tú, ¡maldito sacrílego!,has profanado el secreto de confesión.

El confesor se apoyó con fuerza enuna mesa de tablero de mármolmulticolor. Sentía que las piernas lefallaban y se le nublaba la vista. El reycontinuó:

—¡Has vendido a Dios altraicionarme a mí!

Daubenton se desplomó sin sentido.El rey abandonó el aposento.

Mientras el doctor Ruiz de Peraltaasistía al desvanecido y convulsionadopadre confesor, cuya congestión fue

certificada como muy grave por elgaleno, Leganés mandó que se dieserecado a los padres de la Compañía dela necesidad de que algunos de ellosacudiesen a palacio para que, con suconsentimiento, se tomasen lasdisposiciones más atinadas. En menosde una hora tres jesuitas, de aspectoatildado y circunspecto, extrañados porel aviso de Leganés, que sólo habíaindicado la necesidad de su presenciapara un caso de urgencia extrema, seencontraron con un cuadro que a susojos se presentó preocupante primero yalarmante después. El doctor Ruiz dePeralta les informó sin ambages de la

gravedad de la situación: la congestiónhabía sido de tal envergadura que alenfermo se le había practicado unasangría doble, en el pie y en el brazo.Con aire preocupado y el ceño fruncido,el médico prescribió:

—El acceso es tan fuerte que contoda probabilidad las sangríaspracticadas no serán suficientes,deberán aplicarse al pacientesanguijuelas que no dejen de chupar.Esperemos que los otros humores noactúen negativamente. Se ha iniciado unproceso febril intenso, por lo quedeberéis suministrarle quinina cada seishoras. No soy optimista.

La preocupación de los hijos de sanIgnacio por el estado de su compañerode orden se acentuó cuando tuvieronconocimiento de la causa que habíaprovocado aquel estado en el confesor.El padre Arriaga, que era el mayor delos tres eclesiásticos, debía frisar loscincuenta años, no daba crédito a lo quele había contado el marqués de Leganés.

—No es posible, excelencia. No esposible.

—Lo siento, pero su paternidad debetener por seguro todo lo que acabo decontarle. Su majestad estáverdaderamente enojado con loocurrido.

Arriaga intentó improvisar unaexcusa, que el gentilhombre aplastó sincontemplaciones:

—Su majestad me ha ordenado queindique a sus reverencias —Leganés noestaba muy versado en el adecuadotratamiento que el escalafón de loseclesiásticos requería— que el padreDaubenton debe abstenerse en el futurode asistir a palacio, así como quevuestras reverencias dispongan lonecesario para que con la mayorurgencia regrese a vuestro noviciado ylo antes posible abandone esta corte ylos dominios de su Católica Majestad.Antes de que transcurran ocho días,

contados a partir de hoy, deberáexiliarse de estos reinos.

Los dos jesuitas más jóvenes sesantiguaron; estaban consternados yArriaga había enmudecido. El marquésde Leganés se dispuso a abandonar laestancia, pero antes de salir se volvió ylevantando una mano con el dedo índiceextendido, les espetó con maliciosoregusto:

—Ocho días, reverencias, ni unomás. —Dio un sonoro portazo que, enlas circunstancias del momento, sonócomo el cierre a toda esperanza.

El ruido, además de acongojar aúnmás el decaído ánimo de los religiosos,

sirvió para que el padre Daubenton, quehabía permanecido inconsciente hastaaquel momento desde que cayera comofulminado ante la maldición real,empezase a recobrar el conocimiento.

—¿Qué…? ¿Qué ha ocurrido?¿Dónde estoy? ¿Qué es lo que hapasado?

—Tranquilizaos padre Guillermo,tranquilizaos. El padre Insua y el padreCastillo me han acompañado pararecogeros. —El padre Arriaga tratabade dar a su voz un tono sosegado. En esemomento el confesor pareció recordaralgo de lo que había sucedido. Abrió losojos de forma desmesurada; los tenía

muy enrojecidos y tan hinchados queparecían pugnar por salirse de suscuencas. Emitió un gemido gutural quesonó tenebroso, miró alrededor, comodesconfiando, torció el cuello y sedesvaneció de nuevo.

El padre Arriaga salió de laestancia, no sin antes recomendar a susdos compañeros de orden tranquilidad—buena falta le hacía tanto a Insuacomo a Castillo— y no descuidar suatención del padre Guillermo. Él iba abuscar la forma de llevarse al enfermo.Al poco rato volvió con dos individuosque portaban unas parihuelas, dondecolocaron al exánime confesor, le

cubrieron con una manta y de esa formale condujeron hasta un coche de punto.No fue fácil bajar por la empinadaescalinata palaciega en medio de unamalsana expectación que habíacongregado a todos los que rondabanpor allí.

El ambiente era sobrecogedor.Todos los presentes guardaban silencioante el pintoresco grupo que formabanlos tres religiosos y los dos lacayos queles ayudaban en la dificultosa tarea. Noera un silencio respetuoso, cada cual lomantenía por no perder detalle, porsaborear con fruición el acto supremodel batacazo moral y físico de todo un

confesor real, la caída de una piezafundamental en cualquier combinaciónque se tejiese en la sorda y enconadalucha de poder que se desarrollaba sintregua entre aquellas paredes. Constituíatodo un privilegio de cara a lashistorias, chismes y habladurías sertestigo presencial de un«acontecimiento» que como aquél iba aalimentar las conversaciones de lospróximos días. «Daba pena —dicho confarisaica conmiseración— ver a lospobres jesuitas soportar la vergüenzadel acto; estaba lívido, como en laantesala de la muerte; tenía moradurasen el rostro; suplicaba el perdón de su

majestad; se le negó asistencia médica yfue echado en unas parihuelas; lasmoraduras son por la bofetada que el reyle propició; el rey le maldijo». Cadaafirmación, adobada con suscorrespondientes razones ycertificaciones de autenticidad, daría piea una conversación, a una riña en la quetodos los participantes estarían enposesión de la verdad.

Antes de partir, el marqués deLeganés surgió de entre la multitud quese concentraba ante la fachada depalacio, se acercó hasta el coche ytomando del brazo al padre Arriaga,hizo un aparte con él. Nadie pudo oír lo

que el gentilhombre decía al jesuita.Costó mucho trabajo introducir las

ocho arrobas y pico del padreDaubenton en el vehículo; sólo loconsiguieron con la ayuda del cochero ylos criados. La gente que les habíahecho pasillo en su recorrido paraabandonar el palacio, se habíaconcentrado en la puerta del mismo,adonde se habían añadido nuevoscuriosos que requerían noticias delsuceso. Cuando los jesuitas dejaron ellugar camino del colegio Imperial, laexplanada que se abría ante el alcázarera ya un hervidero, y una verdaderababel en lo referente a las cosas que se

contaban.En la Compañía de Jesús la noticia

de lo ocurrido tuvo el efecto de unabomba y alteró la vida en el colegio. Serompió la rutina y la disciplina quemarcaba el ritmo de todos y cada uno delos actos que se vivían y desarrollabanen aquella casa. Por la tarde sesuspendieron las clases, a los alumnosexternos se les envió a sus domicilios ya los internos se les confinó en susdormitorios con tareas extraordinarias.Para los que aún no cursaban teología,un extracto de los Comentarios a lassentencias de Pedro Lombardo , deldoctor Angelicus. Para los que se habían

iniciado en la sagrada materia, unaexégesis de los tres primeros libros dela Summa Theologica, del mismo autor.Ningún estudiante en su sano juicioperdería un instante si deseaba tener eltrabajo concluido para la primera clasedel día siguiente, en que los maestrosrecabarían a cada cual sus ejercicios. Alos hermanos se les ordenó encerrarseen sus celdas y rezar para invocar laayuda de Dios y que la Compañíasuperase las dificultades por las queatravesaba en aquel trance. A los padresse les convocó a una reunión urgentepara analizar la situación.

El superior de la Compañía, el

padre Gonzalo Valdés, informó a lostreinta y ocho asistentes a la reunión delo que acababa de comunicarle el padreArriaga. Su majestad el rey habíaacusado al confesor real, el padreGuillermo Daubenton, de romper elsecreto de confesión. El asunto por elque el secreto sacramental había sidoviolado era lo de menos, su majestadhabía maldecido al confesor y le habíaordenado abandonar el palacio real,adonde no debería volver nunca más.Ante aquella situación el padreDaubenton había sufrido un síncope yperdido el conocimiento.

—Esos son los hechos, según se nos

ha informado por el padre Arriaga,quien los ha conocido por boca delseñor marqués de Leganés —concluyóValdés.

Se produjo un silencio expectante,los rostros tensos y contritos eranreveladores del difícil momento que seestaba viviendo. Uno de los presenteslevantó la mano.

—¿Sí, padre Celaya? —preguntó,solícito, el superior.

—Si vuestra paternidad me lopermite…

—Hablad, hablad.—¿Se ha comprobado la veracidad

de la acusación lanzada por su

majestad?Quien así hablaba era un padre de

rostro macilento y aire aristocrático.Resultaba difícil determinar su edad,pero con toda seguridad no habíacumplido los treinta años. La Compañíatenía depositadas en él grandesesperanzas por lo sólido de suformación y las brillantes dotes queposeía. Ayudaba a ello la alta posiciónde su familia, cuyas influencias podíanremover cualquier obstáculo quesurgiese en el camino que la orden habíaprevisto y trazado con minuciosidad. Elprimer peldaño de esa escalera estabaya puesto: pese a su juventud, Jerónimo

de Celaya era el confesor de la reina, acuyos oídos había llegado noticia de sucapacidad y virtud. Era, además, unprofundo conocedor del mundo, a todosadmiraba los análisis que hacía decuantas cuestiones se sometían a suconsideración. Aquello era un valor máspara quien tenía en sus manos ladirección de la conciencia de lasoberana; también era una tentación parainmiscuirse en asuntos cortesanos, perosin duda alguna, conociendo las virtudesy calidades del jesuita, eran más lasventajas que podían derivarse de elloque los posibles inconvenientes.

El padre Arriaga dejó escapar un

profundo suspiro; después contestó convoz cansina, pero que llegó a todos lospresentes:

—Qué más da; un secreto deconfesión es algo muy personal entre unpenitente y su confesor.

—No me refiero al secreto —puntualizó el padre Celaya—, sino a laviolación del mismo. Su majestad ha detener constancia por algún camino.

—Existe una carta donde, al parecer,el padre Daubenton comunicaba algoque sólo podía conocer a través de laconfesión. Esa carta ha llegado a poderdel rey —señaló el padre Arriagamientras el joven jesuita asentía varias

veces con gesto dubitativo, hasta quevolvió a preguntar:

—¿Existe alguna posibilidad, porremota que sea, de que el padre confesortuviera conocimiento del asunto por otravía que no fuese la del confesionario?

—¿Adónde queréis llegar…? —Elrequerimiento del padre Valdés estabacargado de dudas.

—Muy sencillo, paternidad. Siexiste esa posibilidad, tenemos una víade actuación. Si no tanto para salvar lasituación del confesor real, sí parasalvar la imagen de nuestra orden.Porque en estos momentos vuestrapaternidad no puede ser ajeno al hecho

de que su majestad necesitará un nuevoconfesor y…

—Acabad vuestro razonamiento.—Sencillamente, será bueno para

nosotros que el próximo confesor de sumajestad sea un padre de la Compañía.

Se produjo un murmullo general deasentimiento entre los presentes. Cuandose restableció el silencio, el padreCelaya prosiguió:

—Creo, paternidad, que resultaimprescindible desligar los intereses denuestra milicia de las flaquezas delpadre Daubenton, y, por razones que aninguno de los presentes se le puedenescapar, hemos de buscar la fórmula

adecuada para que la direcciónespiritual de su majestad, así como sutranquilidad de conciencia, seaencomendada a un miembro de estasagrada Compañía.

Otra vez se repitieron, ahora conmayor intensidad, los murmullos deaprobación de los presentes. En esemomento la puerta que daba acceso a ladependencia donde se celebraba lareunión se abrió con estrépito.

Las miradas de todos convergieronhacia la puerta.

Allí dos hermanos entraban atrompicones, estorbándose el uno alotro, sudorosos y jadeantes. Uno de

ellos tomó la palabra, hablando deforma atropellada.

—Mil perdones de vuestrasreverencias. —Estaba agitado y suspalabras salían entrecortadas—. Yo…,yo os pido perdón…, pero… no noshabríamos atrevido… a interrumpir deesta… de esta forma… Pero es que setrata de una urgencia.

Todos tenían el ánimo en suspenso.El padre Valdés interrumpió losbalbuceos del hermano Martín.

—¡Por el amor de Dios, Martín!¿Quieres decirnos de una vez qué hasucedido?

Capítulo XIV. Elsecreto del padre

Daubenton—El padre Daubenton está muy mal ypide confesión. Reclama la presenciadel padre Arriaga —indicó el hermanoMartín, despensero de la casa.

—¿Tan mal se encuentra? —preguntó el padre Valdés.

—En mi opinión está agonizante, ycreo, si vuestra paternidad no ordenaotra cosa, que no se debe perder uninstante.

Valdés hizo un gesto a Arriaga, que

no necesitaba de palabras. Éste recogiócon la mano izquierda la sotana paraalzarla unos palmos y ganar en agilidad.Se levantó y abandonó la reunión. Llegóa tiempo de asistir al moribundo, oírleen confesión, administrarle la unción delos enfermos y oír de sus labios unarevelación de suma importancia:

Era cierto que él había escritoaquella carta al duque de Orleans, aquien le unía una antigua relación;también lo era que había escuchado enconfesión a su majestad el rey que lareina había acudido en busca de remediopara sus cuitas a una hechicera llamadaAna de Hoserín, cuya casa daba a la

espalda del colegio. El rey habíadescargado su conciencia por considerarque el simple hecho de conocer aquellaacción de la reina era un cargo para sualma, pero también le dijo el padreDaubenton, poniendo a Dios por testigode la verdad de sus palabras, que nohabía violado ningún secreto deconfesión cuando hablaba de aquelasunto al duque de Orleans. Habíatenido conocimiento de aquellas visitasde la reina porque la había visto entrar,acompañada de su camarera, en la casade la hechicera. La había visto porque élestaba en casa de la susodicha, una delas noches que la reina la visitó. Subió a

la planta alta y allí aguardó hasta que sumajestad fue introducida en el cuarto dela hechicera, momento que él aprovechópara marcharse.

—No he violado, padre, el secretode confesión. No lo haría por nada delmundo. Por nada, padre, por nada…

—Sosegaos padre Guillermo. Yo oscreo. Ahora necesitáis reposo ytranquilidad.

—Padre, si he pecado…, si hepecado de algo…, mi pecado ha sido laindiscreción… pero jamás, padreArriaga…, jamás he violado el secretodel confesionario… —Alzó la voz yrepitió otra vez la palabra «jamás».

Abrió desmesuradamente los ojos, quese le quedaron en blanco. Balbuceó algoininteligible y la cabeza se inclinó sobreel pecho, mientras la mano que asía confuerza la de su compañero de orden secrispó como una tenaza. El jesuita hizolentamente la señal de la cruz con lamano que le quedaba libre, a la vez quemurmuraba una plegaria. Luego, separócon suavidad la mano del difunto de lasuya y cerró los párpados sobre los ojosdel cadáver.

Aquella misma tarde, conconocimiento de su superior, Arriagasolicitó una audiencia privada con sumajestad para tratar un asunto de la

mayor importancia. La sorpresa de losjesuitas fue grande cuando el recaderoque había llevado la misiva a palacioregresó con un papel para el padreArriaga. El texto era muy simple:

Acudirá vuestra reverencia apalacio cuando reciba esta nota.

B. L. M. de V. Rvcia.Leganés.

—Arriaga, es evidente que sumajestad no está tranquilo con lossucesos del día. —El padre Valdéscaminaba de una pared a otra de sudespacho con grandes zancadas y las

manos a la espalda.—¿Hay alguna instrucción concreta?

—Arriaga, que estaba de pie, teníaplegada sobre su brazo la capa que sepondría al salir a la calle y sostenía conla otra mano el bonete.

—Sí, la hay. Primero, ofrecer a losmiembros de la Compañía para dirigirla conciencia de su majestad. Segundo,tranquilizar la regia conciencia…Supongo que me comprendéis.

—No, reverencia.—Sencillamente, Arriaga, es

probable que el rey quiera confesarse.No dejéis pasar la ocasión; y si no loplantea, ofrecédselo, ¡ofrecédselo vos,

pardiez!—Así será. —El padre Arriaga

asintió y se dirigió hacia la puerta.—Ah, una cosa más, se me olvidaba.

Intentad que la imagen del padreDaubenton quede a salvo… Aunque metemo que no va a ser fácil.

La luz limpia y brillante de lasprimeras horas de la tarde invitaba alpaseo. En el horizonte, a poniente, unabarra de tonos violáceos anunciaba unalínea de nubes.

Acompañado de un criado, el padreArriaga recorría a pie, con buen paso, eltrayecto que separaba su residencia delalcázar real. Su mente iba desde

simplezas, como pensar en si pondríanen palacio una carroza a su disposiciónpara la vuelta, hasta intentar imaginarsela escena de la reunión con el rey.¿Estarían solos? ¿Les acompañaría lareina? Si estaba la reina, ¿estaríatambién la princesa de los Ursinos? Noconocía a aquella mujer, pero ¡habíaoído tantas cosas de ella!

De vez en cuando, de formamaquinal, daba su mano a besar a algúntranseúnte que se acercaba acumplimentarle de aquel modo. Tambiénse santiguaba mecánicamente al pasarpor delante de los establecimientosreligiosos que había en el camino y que

entre iglesias, conventos, un oratorio yuna capilla, sumaban siete.

A aquellas horas la jornada oficialde sus majestades había concluido hacíaya rato. Los pasillos, salones y otrasdependencias palaciegas estabansemidesiertas, por lo que el jesuita notuvo que hacer antesala. Un oficial delcuerpo de guardia, donde quedó elcriado que le acompañaba y dejó sucapa y su bonete, le condujo hasta dondeestaba el duque de Osuna, elgentilhombre de cámara que hacía pocorato había iniciado su jornada,sustituyendo al marqués de Leganés,quien le llevó hasta la presencia del rey,

que estaba en sus aposentos privados,acompañado de la reina y la camareramayor.

Osuna saludó pomposamente a losreyes y presentó a su acompañante.

—Majestad, el padre Arriaga, de laCompañía de Jesús. Después se retiró,dejando al jesuita ante el trío quegobernaba la monarquía.

Fue la princesa de los Ursinos quienformuló la pregunta, sin invitarle a quedepusiese la actitud, casi marcial, que eljesuita, atenazado por los nervios,ofrecía.

—Habéis solicitado una audiencia asu majestad para tratar de un asunto de

la mayor urgencia; veámoslo.Al padre Arriaga le pareció una

actitud altiva por parte de la camarera, yde una desvergüenza inaudita solicitaruna cuestión que él deseaba confiar a sumajestad. Sin saber cómo, ni él mismopudo explicárselo luego, tuvo unarespuesta llena de osadía, dadas lascircunstancias que concurrían.

—El asunto es con su majestad, nocon vos, señora.

El aplomo del jesuita hizo queFelipe V, que estaba sentado dándole laespalda, se volviese como impulsadopor un resorte. El rey, cuyo rostro erainexcrutable, miraba con dureza a quien

había pronunciado aquellas palabras.El sacerdote inclinó la cabeza a

modo de reverencia y saludó:—Majestad.—Vos sois… Sois el padre…—Soy el padre Arriaga, majestad.—El padre Arriaga —repitió Felipe

V—, y deseáis exponerme un asunto delmáximo interés.

—Así es, majestad, del máximointerés para vuestra conciencia… Poreso os suplico que escuche vuestramajestad lo que he de decirle, enprivado.

—¿Por qué ha de ser en privado? —requirió el rey con cierto tono

malicioso.—Con la anuencia de vuestra

majestad, porque he sido quien haasistido en los últimos momentos alpadre Daubenton.

El rey se agitó, incómodo, en elsillón donde estaba retrepado. Despuésbajó los pies del escabel dondereposaban y se levantó.

—¡Acompañadme!Salió por una puertecilla seguido del

jesuita.La conversación entre el monarca y

el eclesiástico fue larga, habíatranscurrido más de una hora cuando losdos regresaron al aposento donde la

reina y su camarera mayor habíanquedado. Felipe V tiró del borlón queformaba el extremo inferior de uncordón dorado que se perdía por unagujero en la pared, en el exterior sonóel toque de una campanilla y al instanteunos golpes en la puerta anunciaron lapetición de entrada en la estancia. Elduque de Osuna hizo acto de presencia.

—Osuna, que dispongan recado deescribir para agradecer al padreDaubenton los desvelos y trabajos quese ha tomado por el bienestar de mialma… Claro está, que es unagradecimiento póstumo,lamentablemente.

El noble hizo una cortesanainclinación de cabeza y abandonó laestancia. La reina y su camarerarebosaban asombro, pero nopronunciaron una sola palabra hasta queel rey habló.

—¿Sabes, querida, que el padreDaubenton no violó el secreto deconfesión? —El rey parecía de un humorexcelente. A las dos mujeres les cambióel color del rostro. El rey continuó—:Sólo cometió una imprudencia, unaindiscreción que hasta podemosconsiderar grave, pero no violó elsecreto del sacramento.

La reina se puso de pie, a duras

penas podía contener lo que ya era unenojo que salía por todos los poros desu cuerpo.

—Sin duda, el padre Arriaga tieneuna gran fuerza de convicción para quehagas una afirmación en ese sentido.

—Querida, sencillamente sabe algoque nosotros ignorábamos.

—¿Y qué es, si se puede saber, esoque nosotros ignorábamos?

El rey miró con una sonrisa dechiquillo cómplice de alguna pillería aljesuita, que, de pie, mantenía una actitudcircunspecta. La misma que tenía lacamarera mayor, sólo que éstapermanecía sentada. Luego Felipe V se

dirigió a su esposa con tono burlón:—Querida, el padre Daubenton

también visitaba a tu… consejera. Allíestaba una de las noches que acudiste ypor esa vía tuvo conocimiento de tuvisita. Antes de que yo se lo dijese, locontó a Orleans… Una indiscreción, unamala acción, pero no una violación delsecreto de confesión.

La reina no dijo nada, se dejó caeren el sillón que ocupaba desplomándosematerialmente sobre el mismo.

Poco después el reconfortado jesuitaabandonaba el palacio en una carrozaque se puso a su disposición para que lellevase a su residencia en el colegio

Imperial.El rey estaba de un humor excelente.

Se permitió, incluso, bromear con lavelada pretensión que el padre Arriagale había sugerido: que algún padre de laCompañía se hiciese cargo de ladirección de su conciencia.

—El muy cretino, después de laexperiencia vivida, deseaba que fueseotro jesuita quien ocupase miconfesionario. ¡Ya está bien conDaubenton!

—Sin embargo, querido, hasrehabilitado su memoria —señaló concierto sarcasmo la reina.

—Eso costaba poco, y esta

Compañía es peligrosa, así que mejortenerles amansados. Ya sabes losproblemas que con ellos hay en Franciay la lucha que sostiene mi abuelo paramantenerles a raya.

Tras aquellas palabras del rey seprodujo un largo silencio, que el propioFelipe rompió:

—Devolveremos el confesionario alos dominicos, y tú, querida, deberíaspensar si mantener a tu jesuita…cómo… cómo se llama…, cómo sellama tu confesor.

—¿Te refieres al padre Celaya?—Sí, a ése. No me gusta nada.

Capítulo XV. Orgía enToulouse

El ambiente podía calificarse con todapropiedad de cuartelero, a pesar delhermoso palacete renacentista donde sehabía instalado el estado mayor delduque de Orleans, máximo responsablede las tropas francesas que hasta hacíapocas jornadas habían sostenido enEspaña la causa de Felipe V. Lasórdenes llegadas desde Versalles nohabían dejado lugar a dudas y encuarenta y ocho horas todos los bagajesy la impedimenta de las tropas habían

sido cargados para que el ejército —dieciocho mil hombres en total— sepusiese en marcha y cruzase losPirineos.

Toda la rapidez y velocidad queOrleans había ordenado imprimir alritmo de marcha hasta llegar a lafrontera, se había esfumado cuando sushombres pisaron suelo patrio. A partirde ese momento el avance del ejércitose volvió lento y pesado, con largasparadas y reposados asentamientos. Asíhabían llegado hasta las proximidadesde Toulouse. El curso del Garona, cuyasaguas corrían mansas y pausadas,separaba el campamento de Orleans de

la rica y populosa capital delLanguedoc. Habíase prohibidoexpresamente a las tropas que, bajoninguna circunstancia, entrasen en laciudad, si bien la prohibición no incluíaa la oficialidad franca de servicio. Elresponsable de aquellos dieciocho milhombres había decidido detener allí lamarcha y solicitar instruccionesconcretas del ministro de la guerra, pueslas órdenes recibidas sólo indicaban queel ejército a su mando, que incluía lapráctica totalidad de las tropasfrancesas que operaban en la penínsulaIbérica, abandonasen la misma.

Había instalado su residencia en un

hermoso palacete, propiedad del obispode la ciudad, que servía de residencia alpurpurado durante las semanas másduras del estío y en otras ocasionesfuera del verano, cuando lascircunstancias lo aconsejaban. Conantelación, una misión integrada por dosjefes había solicitado a su eminenciaacomodo para el duque durante los díasque las tropas permaneciesenacantonadas en las proximidades de lapoblación. El prelado, que no recibiópersonalmente a los militares emisarios,sino a través de su vicario, les hizoesperar cerca de tres horas. Eleclesiástico que actuó de interlocutor les

explicó que su eminencia se encontrabaen San Sernín asistiendo a unacelebración litúrgica solemne, cosa nodel todo cierta, porque el obispo habíaabandonado su palacio media horadespués de que se le hubiese anunciadola presencia de los soldados, a quienesno dio una respuesta hasta regresar deSan Sernín. La petición fue respondidaafirmativamente con dos condiciones: laprimera, que tanto el dormitorio como labiblioteca de monseñor quedaríancerrados y su uso excluido para losalojados, y la segunda, la imposibilidadde poner a disposición de su excelenciael personal de servicio que su dignidad

requería, ya que las cinco personas quehabía en el palacete —dos hombres ytres mujeres— dedicarían sus esfuerzosa mantener la vigilancia que el edificionecesitaba.

Cuando Orleans conoció larespuesta del obispo, montó en cólera,maldijo al «cabrón del fraile», que fuecomo motejó a su anfitrión, y decidióaceptar la oferta con la intención deconvertir el lugar en una casa de placerpara él y los integrantes de su estadomayor. Su eminencia tendría ocasión decomprobar los efectos que el paso desoldados producía en una residencia ymás aún, si esa residencia era una

mansión.Poco después de que el duque y la

docena de jefes y oficiales queintegraban el grupo de alojados seaposentasen, fue solicitado el serviciode las más afamadas meretrices deToulouse y se dieron instruccionesprecisas para que bebida y viandas engrandes cantidades fuesen traídas allugar. Antes de caer la noche el vinocorría en abundancia, la comidarebosaba por bandejas y mesas, cuandono estaba tirada por los suelos, ydieciocho de las más finas putastolosanas habían arribado en doscarrozas, recogidas de los más

reputados burdeles de la ciudad.En una habitación de forma ovalada,

cuyo curvado ventanal cerraba justo lamitad de la estancia, proporcionandounas hermosísimas vistas del río y de laciudad, Orleans y un grupo de susoficiales disfrutaban de la compañía devarias rameras, que los doblaban ennúmero. Las cristaleras de la ventanadaban a un balcón cerrado por unabalaustrada de piedra; a sus pies, en unplano inferior se extendía un bello jardínformado con parterres de caprichosas ycomplicadas figuras geométricas, entrecuyos setos de verdor se abríancallecitas apacibles que invitaban al

paseo sosegado y reflexivo.Frente al silencio, la paz y la

tranquilidad que emanaba del jardín, secontraponía el ruido, el ajetreo, lasvoces, los gritos desacompasados y lascarcajadas altisonantes que salían de lahabitación ovalada, cuyo mobiliarioestaba sufriendo, en forma de manchas,golpes y algún desgarro en lastapicerías, los efectos de la ruidosacelebración. Tampoco las paredes,enteladas, escaparon al desenfreno de labacanal que allí se desarrollaba. Por elmomento, sólo los frescos quedecoraban las paredes, a partir de unacierta altura, donde concluía la zona

entelada, y la bóveda no habían sufridolos efectos de la orgía. Eran hermosaspinturas del Renacimiento de estiloveneciano donde se desarrollabanescenas mitológicas sobre asuntosamatorios.

A duras penas pudo Orleans hacerque su voz se elevase por encima delruido de los gritos y del chocar de loscristales y las porcelanas.

—¡Compañeros!—¡Compañeros! —Orleans alzaba

el tono de voz—. ¡Compañeros!¡Camaradas!

Se oyeron siseos que trataban decolaborar para conseguir el silencio.

Hubo alguna palmotada, más quecariñosa, al trasero de una de las putas,que no se había percatado de que debíacallarse y posponer sus risotadas. Todoslos presentes acabaron guardando elsilencio que, con dificultad, se habíalogrado imponer. Las putas habían oídohablar de la generosidad del señorduque en aquellas ocasiones, perotambién sabían de sus accesos de cólera,a los cuales era proclive, y de laspenosas consecuencias que se derivabande ellos. Se contaba que habíadesorejado por su propia mano a unaramera de Dijon por haberle contradichouna afirmación sobre un asunto banal, en

un burdel de la ciudad borgoñona.—¡Camaradas! —Orleans, que a

medio desvestir estaba materialmentetumbado en un sillón de formascomplicadas, alzó una copa llena devino tinto hasta el mismo borde—. ¡Enlos momentos presentes se impone unbrindis colectivo!

Palabras de asentimiento y algunarisita, acallada de forma inmediata,acogieron la propuesta del duque. Portodas partes sonó el chocar de cristales,al apresurarse todo el mundo a llenar sucopa.

—¡Bebamos…! ¡Bebamos a la saluddel coño capitán y del coño teniente!

Las carcajadas y las risas de lospresentes se confundieron con el chocarde las copas. Buena parte del líquidoque contenían se derramó por pecheras yescotes desabrochados que ya notapaban nada. Todos los oficiales deOrleans sabían lo que el proponenteseñalaba con aquel brindis, pero lasrameras de Toulouse sólo vieron en éluna explosión de erotismo en unasituación propicia para ello. Brindar porun coño no era cosa común, pero encircunstancias como aquéllas era pocolo que podía resultar extraño. Dos de lospresentes, cuyo grado de embriaguez erainferior al de los demás y cuyas

facultades no estaban todavía alteradas,cruzaron una mirada cómplice, dejaronlas copas y, abandonando a susrespectivas meretrices, hicieron undiscreto aparte.

—Ya sabes, Chamaillart —señalócon voz baja el más joven de los dosmilitares—, lo que podemosencontrarnos de aquí en adelante.

—Cierto, Joinville —confirmó elmayor de ellos, un hombre de peloblanco cortado a cepillo y que frisaba elmedio siglo.

—Creo que los demás no están paranada; hemos de ser nosotros quienesestemos pendientes de Monsieur, si no

queremos que luego hayacomplicaciones.

Los dos soldados sabían cuálespodían ser esas complicaciones. CuandoOrleans proponía un brindis, solía ser elprimero de una larga serie. El tono desus propuestas iba en aumento conformeavanzaba el número de los mismos y alcompás de los brindis no dejaba deincrementarse su mal humor, su groseríay una actitud colérica que podíadesatarse en abierta violencia. Erafrecuente que las orgías de Monsieur,que era como familiarmente conocíansus oficiales al duque de Orleans,acabasen de mala manera.

Monsieur, duque de Orleans,bautizado con el nombre de Felipe, erahijo del hermano de Luis XIV; sobrinodel rey de Francia y tío del rey deEspaña. Por aquel entonces tenía pocomás de treinta años y había demostradosu valía en el campo de batalla. Entresus hombres nadie discutía su valorpersonal ni sus dotes militares, pero susvirtudes paraban ahí. Era caprichoso ycruel, pronto a la cólera, y no permitía anadie contravenir su voluntad. Los quele conocían a fondo, que no eranmuchos, sabían que su ambición no teníalímites, porque nada había que pudieseponerle freno. Se trataba de un amoral

en el sentido más amplio de la palabra yla única guía de sus actos era suvoluntad, sus deseos y sus objetivos.Arrastraba una vida crapulosa ysalpicada de escándalos, por lo que apesar de ser un hombre relativamentejoven, su rostro, su cuerpo y su espírituofrecían ya con claridad los estragos desus excesos. Tenía la cara surcada porprofundas arrugas que seempequeñecían, pero aumentaban ennúmero, en torno a la boca y los ojos,debajo de los cuales se habían formadounas bolsas, de un tono más oscuro queel resto de la piel, que hundían sus ojosy perturbaban su mirada. Los hombres

que integraban su estado mayor eran suscompañeros obligados de orgías y losencargados de evitar en lo posible las«complicaciones» a las queinvariablemente conducía el mal beberdel duque. Aquella docena de hombreshabía contraído un compromiso: en lasfiestas de Monsieur dos de ellos semantendrían sobrios —tal situación eraasumida por turnos— para estar atentosa cualquier eventualidad.

Chamaillart y Joinville se habíanpercatado de que aquella noche lasdificultades podían surgir muy prontoporque el primer brindis propuesto porel duque se había situado ya en un nivel

muy alto. Ambos sabían a qué se estabarefiriendo al mencionar «el coño capitány el coño teniente». Era el modo quetenía de nombrar a la reina de España ya su camarera mayor. Por lo que sesabía, su odio hacia ambas mujeresestaba relacionado con el rechazo queen las dos había encontrado la peticiónque hizo para que su amante madamed’Argenton fuese dama de honor de lareina Luisa Gabriela; sin embargo,algunos pensaban que sus motivospodían ser más profundos. Era deldominio público que Orleans habíarealizado numerosos regalos a la reinade España: ropa a la moda parisina,

adornos para el pelo, pulseras, textos delas comedias que constituían los últimosestrenos en la capital de Francia yhasta… fina lencería, cosa esta últimaque había sido muy comentada y dadolugar a toda clase de rumores ysuposiciones. Se hacían cábalas sobrelas intenciones que se escondían tras losregalos.

Chamaillart y Joinville recordabanahora que aquel brindis, había sido laculminación de los que hubo en unpueblecito de Lérida, en vísperas de labatalla de Almenara. Una de lasmujerzuelas que alegraban el sarao, quehabían organizado entonces, hizo un

gesto de repulsa cuando Monsieur, aquien el vino había desatado la lenguamás de lo debido aquella noche, en laque llegó a contar cosas inauditas,propuso el brindis por el coño de lareina de España y el de su camareramayor. El gesto fue captado por elduque, quien sin mediar palabra, laemprendió a golpes con aquelladesgraciada, que recibió una paliza ynumerosos puntapiés. Orleans, ciego deira, intentó que, desnuda como estaba,fuese atada para ser azotada. Sólo laactuación de algunos de sus oficialesevitó aquello.

A duras penas lograron contener el

obcecado y encolerizado Monsieur yquitar de su vista a la mujer. Luego seenteraron que era una conocida furciamadrileña, que había llegado allí conalgunos oficiales para aprovechar eltiempo prestando sus servicios a lastropas del ejército borbónico quesostenía el frente en el principado deCataluña.

Contra todo pronóstico, la velada enla residencia de verano de su eminenciareverendísima el obispo de Toulouse noterminó tan mal como los dos oficialesde respeto habían barruntado. Despuésdel primer y explosivo brindis, Orleansentró en una especie de

ensimismamiento rayano en lamelancolía, por lo que no hubo máspropuestas y al filo de la medianochedespidió a la compañía femenina.Estaban ajustando el precio que había deabonárseles cuando un capitán dedragones solicitó permiso para entregarun mensaje urgente al duque. Joinville,que había recibido la petición delcapitán, tenía serias dudas sobre laconveniencia de molestarle en aquellascircunstancias.

—Ha de ser algo verdaderamenteextraordinario y urgente, capitán.

—Mi coronel, las instrucciones quese me han conferido señalan de forma

taxativa que el mensaje he de entregarlopersonalmente a su excelencia y quebajo ningún concepto debo retrasar laentrega.

Joinville miró hacia el rincón dondeOrleans se encontraba. Su imagenofrecía una estampa de abandonoabsoluto: estaba descalzo ydescamisado; recostado sobre un sillón,sostenía la cabeza, inclinada haciaadelante, con ambas manos. Parecíacomo si con ellas tratase de sujetar lospensamientos que fluían por su cerebro.

—Esperad un momento, capitán. —El tono de Joinville era el de un hombreacostumbrado a mandar. Se acercó a

Chamaillart, quien departía con otroscompañeros y le indicó que leacompañase. Lo que dijeron quedó entreambos y no debió de ser poco a tenordel tiempo empleado. El capitán dedragones que esperaba, mientras veíadesfilar ante él las putas tolosanas quese retiraban tratando de componerse lashechuras y los vestidos después dehaber cobrado, observó que los doscoroneles sostenían, por sus gestos,algún tipo de discusión. Al final ambosse acercaron adonde aguardaba elcapitán mensajero, quien repitió elmarcial saludo que anteriormente hizo aJoinville y ahora dedicaba a

Chamaillart; éste lo devolvió con ciertadejadez, próxima a la desidia.

—¿De dónde viene el mensaje queportáis, capitán? —La pregunta deChamaillart era desganada, como su voz.

—Mi coronel, viene de España,exactamente de Madrid. Se ha confiadoa mi custodia en Baqueres de Luchon, enla frontera misma. Con las instruccionesque…

Chamaillart interrumpió con unmovimiento de la mano la explicacióndel capitán, mientras con la otra seacariciaba la barbilla con airedubitativo.

—De acuerdo, Joinville,

entreguemos el mensaje a su excelencia.Con un gesto de cabeza Chamaillart

indicó al capitán que le siguiese. Enpocos pasos alcanzaron el lugar dondeMonsieur, sentado, parecía dormitar.Los taconazos militares que anunciabanel saludo retumbaron con fuerza ysacaron a Orleans de su ensoñación.

—Perdonad, excelencia, pero setrata de una urgencia que, al parecer, nopuede demorarse.

El duque había levantado la cabeza,pero su cuerpo seguía desmadejado,echado sobre el sillón. Tenía los ojosenrojecidos y apestaba a vino.

—¿Y bien…?

—Excelencia, este oficial harecibido un mensaje para vos; viene deEspaña y le ha sido entregado en lafrontera. —Chamaillart, que tapaba alcapitán de dragones, se hizo a un lado.El capitán, al quedar frente al sobrinodel rey, volvió a golpear conmarcialidad los tacones de sus botas yadoptó una postura aún más marcial,rígida.

—¡Se presenta el capitán Chaillot,del tercero de dragones y con guarniciónen Marsella, en la actualidad en misiónde servicios especiales en el correo desu majestad! ¡A las órdenes de suexcelencia!

Orleans tenía reflejado en el rostroel tedio y la desilusión:

—¿Dices que traes correo deEspaña?

—¡Así es, excelencia!—Dame ese correo, y espero que

sea todo lo urgente que indicas. —Alargó el brazo con desgana y corrigiósu posición en el sillón. Ahora resultabamás airosa.

El dragón se acercó dos pasos parapoder entregarle el pliego que portaba.El duque rompió con parsimonia loslacres y leyó para sí. El contenido delpapel, a tenor de la mutación que seprodujo en su rostro, debía, desde luego,

responder a la urgencia del envío.Todos los presentes comprendieron queno se trataba de una rutina y que algograve e inesperado había sucedido enEspaña. La respiración de Orleans sehabía ido haciendo progresivamente másagitada, y su mirada seguía concentradaen el papel que, con crispacióncreciente, sostenía entre las manos. Sehabía hecho un espeso silencio, que setensaba a cada segundo que pasaba. Losefectos del vino que dominaban a lamayoría de los presentes parecíanesfumarse.

El duque de Orleans se puso en piede un salto. Cualquiera que le hubiese

visto hacía sólo unos minutos,derrengado y abatido, apoltronado enaquel sillón, habría pensado que no erael mismo individuo que había saltado,como impulsado por un resorte, paraponerse de pie desbordando energía.

—¡Rápido! ¡Necesito recado deescribir! ¡Esto es una emergencia!

Todo el mundo se puso enmovimiento; luego Orleans se dirigió almensajero, ahora con corrección militar.

—Capitán, ¿estáis en condiciones deponeros en camino?

—Si ésas son las órdenes de vuestraexcelencia, las cumpliré con gusto. Sólonecesito un caballo de refresco.

—¿Cómo habéis dicho que osllamabais?

—Chaillot, excelencia; AntoineChaillot, del tercero de dragones.

Capítulo XVI. Labarquillera

A pesar de lo desapacible del ambiente,la noche había puesto un poco de calmaen el vendaval meteorológico que sehabía desatado aquella tarde sobreMadrid. Poco después del mediodía elcielo se fue cubriendo hasta encapotarsepor completo, serían las cuatro cuandocomenzó a llover. Durante unos minutosfueron grandes goterones pero sinintensidad; sin embargo, en pocosinstantes la lluvia se intensificó de talmanera que el agua caía a raudales. Fue

una tormenta horrorosa, muy pocos eranlos que recordaban algo parecido y,desde luego, había que remontarsemucho tiempo atrás para que hubiesememoria de cosa similar. Duró algo másde dos horas y la intensidad del aguaque caía parecía difícil deincrementarse, hasta que otra trombamás fuerte empequeñecía a la anterior.Los relámpagos y truenos eran tanfrecuentes que parecía cosa de otromundo, las gentes hicieron en sus casascruces de sal solicitando la proteccióndivina y muchos invocaron la ayuda desanta Bárbara.

Santa Bárbara benditaque en el cielo estás escritacon papel y agua benditay al pie de la cruz. Amén, Jesús.

No pocos realizaron un acto decontrición y otros muchos pedían, en sufuero interno, confesarse, aunque nitenían a mano confesor ni posibilidad deacudir a él. Hubo propósitos generalesde enmienda, promesas y votos. Madridse llenó aquella tarde de buenasintenciones, con la esperanza de ganarindulgencias, ya que todos se sintieronimpotentes ante la amenaza.

Muchas calles y plazas de la villa y

corte se habían convertido en ríos ylagunas, en la mayor parte de los sitiosla tierra de los suelos se habíatransformado en un lodo blando eintransitable para personas ycaballerías. El Manzanares, un río dejuguete, bajaba potente; era asombrosover sus aguas crecidas, con peligrososrápidos y turbulencias. En algunospuntos de la ribera el cauce no habíapodido contener el agua mezclada confango y se había desbordado, inundandolas casas más próximas, cuyos vecinoshubieron de subirse a los tejados.

Por todas partes se oían ayes y gritoslastimeros pidiendo socorro e

implorando confesión; eran gentesafligidas y aterrorizadas ante la desatadafuria de los elementos. Serían las sietede la tarde, Madrid empezaba a sumirseen la oscuridad que traía el crepúsculo ylos negros nubarrones que cubrían elcielo, cuando cesó la lluvia. Entonceslos que gritaban callaron y los que,horrorizados, habían guardado silencioo musitado algunas plegarias, se dieroncuenta de que no era el fin del mundo yque la capital de las Españas habíasobrevivido a los embates del temporal.Un silencio sepulcral se apoderó dellugar; sólo lo rompía el fluir de lasaguas que, con turbulencia cada vez

menor, buscaba salidas y aliviaderospara llegar a su cauce natural, por lo queel nivel de aquéllas descendió conrapidez en las zonas altas de lapoblación y de manera más pausada enlas partes bajas. Sólo el Manzanarescontinuaba encrespado.

El fango sustituyó muy pronto encalles y plazas a las aguas. Lo que hastahacía poco eran cursos de agua ylagunas se convirtió en barrizales dondela suciedad lo llenaba todo. En lasfachadas de las casas y en lasdependencias interiores de muchas deellas quedó una especie de zócalo decolor pardusco como testigo de la altura

que había alcanzado el asquerosolíquido al embalsarse comoconsecuencia del aguacero. Por muchoslugares aparecían ramas, piedras,troncos, enseres variados y algún queotro animal muerto. Conforme avanzaronlas sombras de la noche, se cerraronpuertas y ventanas. Madrid parecía unaciudad de la que se había marchado lavida. Sólo el ruido, fuerte y poderoso,casi amenazador, de las aguas delManzanares se dejaba oír en losaledaños de su ribera. A veces elladrido de un perro rompía el tenebrososilencio de la noche.

Las calles estaban más vacías que de

costumbre, pues ni siquiera los amigosde saraos, los aficionados a los placeresy los peligros de la noche circulaban porlas vías públicas: era noche derecogimiento. Hasta las rondas devigilancia parecían más escasas.

Las imágenes eran espectrales;colaboraba a ello la luz de una luna que,en plenitud, brillaba con una intensidadfría en un cielo que estaba,increíblemente, casi despejado.

El conde de Cantillana había tenidoque retrasar su visita al alcázar, y sólocuando el temporal amainó se puso encamino. La imagen de aquel embozadoespadachín, cuyo perfil recordaba la

silueta de una especie de aparición deun tiempo que ya se había ido,caminando con dificultad por el fangal,era singular. Sus pasos producían unruido opaco y pegajoso al chapotear enel barrizal. En algunos sitios el fangohabía alcanzado tal espesor que avanzarresultaba fatigoso y complicado.

Tardó mucho más tiempo del que enotras condiciones podía haber invertidoen realizar el trayecto, sufrió algúnresbalón que, por fortuna, no terminócon sus huesos en el fango, y tuvo quedar algún rodeo para evitar los lugarespor donde transitar parecía más difícil.Al fin llegó a su destino, una puerta de

servicio en una de las fachadas lateralesdel alcázar real, próxima a las bardasque cerraban la pared trasera. No habíanadie y el silencio era absoluto, por ellosu desplazamiento por el lodo producíaun ruido que parecía multiplicarse.

Como otras veces empujó la puerta,que se abrió chirriando sobre sus goznesigual que había ocurrido en ocasionesanteriores. Con rapidez, pues aquél eraterreno explorado con anterioridad, ganóel salón donde le esperaba Ana Maríade la Tremouille, que nada más verle seabalanzó sobre él.

—Creí, Fernando, que no vendríasesta noche, después de la tarde tan

espantosa que… —Se apretujóbuscando la seguridad que le daba elabandonarse a él. Cantillana la rodeócon sus brazos, estrechándola confuerza. Ella se dejó querer—. Ha sidohorrible, Fernando, horrible —añadió—. La reina estaba demudada y el reyandaba ofuscado y desencajado.

Cantillana la apretó aún más contrasu cuerpo.

—Tampoco yo había visto nuncallover de esta forma… ya todo pasó…,pero no podía dejar de venir esta nocheporque… porque ya sé mucho más de loque te puedes imaginar sobre los hilosde esa conjura urdida contra su

majestad.Un latigazo pareció sacudir a la

camarera mayor. Su cuerpo, abandonadoa los brazos del hombre que la sostenía,se puso tenso.

—¿Qué me dices? —preguntóinquieta al tiempo que se separaba de élcon suavidad.

—Lo que acabas de oír. Es ciertoque existe una conjura contra sumajestad. Y también lo es que la mismapretende ponerse en marcha aquí enMadrid para llevar a buen puerto supropósito.

Ana María le miró angustiada.—Esto es demasiado serio para…

—La frase quedó interrumpida porqueCantillana, tomándola por la cintura, labesó con fuerza.

—Siéntate, Ana María, es largo decontar —Cantillana se acomodó y acontinuación comenzó un relato pausado—: El día de la derrota en el frente deLérida, por la noche, cuando asistía auna reunión de jefes convocada por elmarqués de Villadarias en su condiciónde general de las tropas de su majestad,fui abordado por una desconocida. Nosabía quién era, salvo que se trataba deuna mujer, cosa que pude adivinar porsu voz. Me entregó con gran sigilo unmensaje en el que me ponía sobre aviso

de la existencia de una conjura paradestronar al rey…

—¡Y nada de eso me has contadohasta ahora…!

El tono de voz de mademoiselleaparentaba sorpresa y enfado.

—No me interrumpas, déjameconcluir el relato y después juzga por timisma. —Cantillana prosiguió—: Eseaviso fue lo que me hizo venir a Madrid,dejando el mando de mi regimiento enmanos del segundo jefe del mismo.Abandoné el campamento con el albadel día siguiente.

—¡Así que —lo interrumpió otra vezla camarera— tu venida a Madrid no

estaba relacionada con mi mensaje!—Ana María, ¡por los clavos de

Cristo!, ¿quieres dejar deinterrumpirme? —exclamó él. Otra vezretomó el relato—: Venía de caminohacia la corte cuando en Calatayud mealcanzó un tambor del regimiento y meentregó el papel que me habías enviado.Si tenía alguna duda sobre el enigmáticoaviso anónimo, tu mensaje la disipó. Apartir de ese momento estuve seguro deque algo grave se cocía. A mi llegada aMadrid, tú misma me confirmaste lasituación y la gravedad de lo que estabaocurriendo. Así que inicié pesquisas pormi cuenta con la mayor de las

discreciones y con gente de miconfianza. Has de disculpar que no tehaya comunicado nada de eso, pero ladiscreción más absoluta ha de ser elalma de este negocio. Mi gente habuscado, rastreado y tratado delocalizar, hasta conseguirlo, a dossúbditos del rey de Francia quepresumía se encontraban en Madrid. Mishombres han realizado un buen trabajo:no sólo han logrado localizar lo quebuscaban, sino que no han levantadoninguna sospecha. Al contrario que esosalcaldes de casa y corte que, junto a sussabuesos y confidentes, han puestoMadrid patas arriba, han alertado a los

posibles implicados en esta trama ydespués de tantos días no han sacadonada en limpio y lo han revuelto todo,complicando, de paso, nuestraspesquisas.

La camarera se removía en suasiento entre inquieta y satisfecha. Aquelhombre era el demonio y además estabalocamente enamorado de ella.

—He de decir en honor a la verdad—prosiguió Cantillana— que yo jugabacon ventaja sobre toda esa turbamultaque recorría a diario los lugarespúblicos de esta corte, pues conocía losnombres de los individuos que había quelocalizar. Por si eso no fuera suficiente,

ayer contamos con una ayudasuplementaria. Poco después demediodía, cuando salí de mi casa, meabordó una mujer embozada.

»—Disculpad mi atrevimiento, peroes de gran importancia que hable convos —me dijo.

»—¿Y quién sois, para tener esaurgencia conmigo, señora mía? —lepregunté.

»—Señor conde de Cantillana, esoes lo de menos en este momento.Confiad en mí, os lo suplico —contestó.

»—Será lo de menos para vos, perono para mí —repliqué, e hice ademán decontinuar mi camino.

»—¿Confiaríais en mí si os digo quefui quien os dio un mensaje la noche queos dirigíais a una reunión con el señormarqués de Villadarias, tras la derrotade Lérida?

»Había dado apenas un paso cuandome detuve en seco, me volví lleno deestupor y miré a aquella mujer de la quesólo podía ver sus ojos, la sujeté por elbrazo. Mi mente trabajó rápido. Teníaque ser la misteriosa dama que me habíaabordado aquella noche, o alguien queconocía su identidad, porque aquelhecho no tuvo testigos.

»La invité a pasar a mi casa,pensando que si no había tenido reparo

en abordarme en la calle, tampoco lotendría en acceder a mi invitación,aunque tal tipo de acciones reputen malanota en una dama. Aceptó y allí meconfirmó que era la misma persona quehabía salido a mi encuentro aquellanoche en nuestro campamento. La ayudéa desprenderse del manto que la cubríahasta los pies y con vuelo suficientepara embozarla y descubrí que se tratabade una mujer de la vida, una furcia.Vestía el atuendo propio de las mujeresde su oficio, muy coloreado y con unescote tan generoso que dejaba ver suspechos hasta el mismo nacimiento de lospezones. El rostro, aunque lo tenía

limpio, dejaba notar los efectos deafeites y pomadas. Era una mujer, apesar de todo, atractiva.

»—Puedo daros señas y detallessobre Regnault y Flotte, que os ayudarána encontrarlos. Están en Madrid —mecomunicó sin mayores preámbulos.

»—Ya me indicasteis —a pesar dela clase de mujer que era preferíguardarle el tratamiento— esos nombresen el escrito que pusisteis en mis manos,pero ¿por qué son importantes esosRegnault y Flotte?, ¿quiénes son? —lepregunté.

»—Señor, son dos agentes francesesque tienen como misión mover los hilos

de la conjura tramada contra el reynuestro señor —afirmó sin vacilación.

»A decir verdad, estaba perplejo yno daba crédito a lo que oía. Unapregunta empezó a bullir en mi cabeza.¿Cómo era posible que aquella mujertuviese tan secreta información? Tratéde formulársela de la manera másadecuada, intentando no herir sussentimientos.

»—Bien, señora mía, lo que mehabéis dicho es muy grave, espero quecomprendáis mis dudas y entendáis lapregunta que voy a haceros.

»—Estáis, señor, en vuestroderecho; preguntad, que yo procuraré

responderos.»—No os molestéis, pero he de

saber cómo tenéis esa información. Nose os escapará que en estos días sonmuchos los hombres y medios que se hanmovido para conseguir lo que me estáiscontando. También quisiera que medijerais, y esto es una curiosidadpersonal, por qué habéis escogido mipersona para esta confidencia.

«Hechas estas preguntas, que noparecieron causar mella en el ánimo dela mujer, la invité a tomar asiento, cosaque hasta entonces no había hecho. Seacomodó en una jamuga, adoptando unapose no exenta de distinción.

—Te diré —Cantillana puso aquíespecial énfasis— que sólo por suvestido aquella mujer tenía trazas deprostituta. Ni su vocabulario ni susademanes podían confirmarlo; en todocaso lo desmentirían.

»—Como habréis podido adivinar—comenzó— soy una… prostituta. Eslargo y complicado de explicar cómo hellegado a este estado y no tiene el menorinterés para el asunto que nos ocupa. —Dijo aquello con un deje de amarguraque no pudo evitar—. Sin embargo, elhecho de ejercer este oficio es la razón yla causa que me han permitido conocerla información que he puesto en vuestras

manos. Os asombraría, señor, las cosasque los hombres pueden contar en unacama, sin necesidad de preguntarles.Con un poco de interés por parte dealgunas de las que nos dedicamos aestas faenas podríamos conocer todo loque deseáramos, porque también, señor,os causaría asombro y estupor conocerlas gentes que requieren nuestrosservicios. Algunos se escandalizarían yse harían cruces. No sé qué ocurriría enesta corte si las mancebías cerrasen ylas putas dejásemos de oficiar —añadiócon cierto orgullo—; desde luego,habría alteraciones, y no pequeñas…

—He de decirte, Ana María, que

aquella mujer producía en mí un ciertosentimiento de admiración e intriga,hasta el punto de que en mi fuero internoestaba picándome la curiosidad acercade la historia larga y complicada, segúnsus propias palabras, que la habíanllevado al puterío.

»—Una noche —prosiguió—estando en funciones en la mancebía quehay junto al postigo de San Gil, que es ellugar adonde voy cuando no ejerzo pormi cuenta, llegaron dos individuos; eranfranceses, porque aunque hablabannuestra lengua no podían disimular suacento. Solicitaron mozas para unafiesta, afirmando que pagarían bien por

una noche. Así fue cómo varias denosotras, cinco en total, tomamos unacarroza que los franceses habían traídoy, cruzando al otro lado del Manzanares,nos llevaron a una quinta. A nuestrallegada vimos que allí había otras másde nuestro oficio y que los hombres erantodos franceses, unos militares y otrospaisanos, aunque conforme avanzó lanoche resultó imposible distinguirlos,porque todos acabaron en pelotas o encalzonetas y camiseta. A pesar de quequienes nos recogieron en la mancebíahabían asegurado que no nos pediríanporquerías y cosas contra natura, luegoempezaron a surgir problemas. No es

que a mí me importase mucho, pero nome gusta que me engañen, así que mepuse farruca, y aquellos hijos de puta mellevaron a una habitación donde nohabía nadie y me encerraron. Me asustéy pensé que había sido una tonta. Eltiempo pasaba y yo seguía allí sola,cada vez más angustiada, sumida en laoscuridad, aunque cuanto más ratopasaba mejor veía, porque mis ojos seiban haciendo a la falta de luz. Oía lasrisotadas y los gritos lejanos de los quese divertían. De pronto oí un ruidocercano, procedía del otro lado de unade las paredes que delimitaban miencierro. Me acerqué y pegué el oído.

Fue entonces cuando reparé en uncuadro que quedaba a la altura de micabeza y a un lado. Como tenía la carapegada a la pared, vi que entre el marcodel cuadro que colgaba y el muro habíacomo una rendija de luz. Me moví consigilo para no hacer ruido, desplacé elcuadro con suavidad y la luz aumentó.Me asusté y lo volví a su posiciónoriginal; aquella pintura estaba colgadapara ocultar una abertura que permitíaver y oír lo que ocurría y se decía en lahabitación contigua. Pensé que siaquello estaba allí, tendría taldisposición que quien mirase y oyesepudiera pasar inadvertido para los que

estaban al otro lado. Dudé por uninstante, pero al final me decidí. Volví adesplazar el cuadro, haciéndolo girarsobre el único punto de sujeción quetenía, y lo sostuve con mi hombro,mientras aplicaba uno de mis ojos alagujero de la pared, que tenía un tamañoalgo más chico que el de una moneda decuatro reales. Lo que vi fue a cuatrohombres que hablaban en francés.Aunque os sorprenda yo entiendo esalengua y puedo demostrarlo si vos lodeseáis. No viene al caso que osexplique por qué hablo la lengua de losgabachos…

—Una putita ilustrada —interrumpió

mademoiselle con retintín.—No te burles, Ana María, aquella

afirmación no hizo sino excitar aún másmi curiosidad por una mujer que, habrásde reconocerme, no es habitualencontrar en esos menesteres.

La camarera asintió varias veces conla cabeza, pero no abrió la boca.Cantillana volvió al relato.

»Os he dicho que vi a cuatrohombres —prosiguió ella—. No escierto. Sé que allí había cuatro hombres,pero a uno de ellos no le pude ver, puesquedaba fuera de la visión que elagujero me permitía otear. De lo quepude entender de la conversación saqué

en claro que dos de ellos respondían alos nombres de Regnault y de Flotte,pero no conseguí enterarme de losnombres de los otros dos. Al que nopude ver se dirigían los demás conespecial deferencia; debía de tratarse dealguien de importancia, ya que era quiendecidía y daba instrucciones. Laconversación giraba en torno a losdetalles y actuaciones que habrían dellevarse a cabo para el desarrollo de unplan cuyo fin era destronar al rey, anuestro rey, a quien los allí reunidosmotejaban a veces con el nombre deHomero.

—¿Cómo has dicho, Fernando? —La

princesa de los Ursinos se puso de piecon agilidad.

—He dicho que Homero es el rey enla trama de los conjurados. Cuando lamujer me dijo aquello, disipó en mícualquier duda que pudiese albergaracerca de la veracidad de lo que meestaba contando. En el mensaje dirigidoa Medinaceli se dice que «Plutarco seimpondrá a Homero».

»Luego me indicó que los que lehabían llevado allí volvieron a por ella.Tuvo tiempo de volver el cuadro a suposición habitual, lo que no eracomplicado, y acurrucarse en un rincón.La sacaron a empellones y fue obligada

a participar en la orgía, que a aquellasalturas de la noche había llegado almayor de los desenfrenos. Se doblegóporque algunos de los asistentes habíanadoptado actitudes cada vez másviolentas. Me comentó, sin embargo, quele pagaron bien, tanto que no dudó enacompañar a aquellos individuos hastael frente de Cataluña, hacia dondepartieron al día siguiente. Al fin y alcabo era su trabajo, y parecía haberencontrado un buen filón. Emplearonsiete días en llegar al campamentodonde estaba el grueso del ejércitofrancés que mandaba el duque deOrleans, y aunque las operaciones

estaban en manos de Bessiéres, parasorpresa suya volvió a ver allí aRegnault y Flotte. Aprovechó lascircunstancias para sonsacar a algunosoficiales franceses, que alardeaban desaber cosas…, que aquellos dos eranagentes especiales de su excelencia enmisión secreta. Una tarde Regnaultsolicitó sus servicios; ella recordó laviolencia de aquel hombre en la cama yla tacañería de su bolsillo a la hora depagar, pero la remuneró con algo muchomás valioso. El tal Regnault debió desentirse complacido, porque le comentóque al día siguiente se marcharía aMadrid y le gustaría volver a verla. Le

dio unas señas para encontrarle.La camarera mayor soltó una

carcajada.—Éste se va a perder por la

bragueta, que es por donde se pierde lamayoría de los hombres, ¿o acaso estoyequivocada?

—No seas mordaz, Ana María. —Cantillana prosiguió con el relato que lehizo aquella mujer—: «La víspera de lode Almenara fui requerida junto a lasdos compañeras de la mancebía delpostigo de San Gil, que también sehabían venido al frente, para alegrar lanoche al mismísimo duque de Orleans yla oficialidad de su estado mayor. Allí

estaba otro de los hombres que habíavisto en la quinta de Madrid; era uncoronel y se llamaba Chamaillart.Recuerdo con horror aquella noche, enla que Chamaillart me propuso talobscenidad que resultaba vejatorio hastapara alguien de mi condición. Me mostrézalamera hasta donde me fue posible ytraté de emborrachar al francés para, deesa forma, disuadirle de sus propósitos,pero sólo conseguí que se le soltara lalengua y me contase que el combate deldía siguiente estaba amañado, que suexcelencia el duque de Orleans y el jefeaustracista Stanhope habían mantenidouna entrevista y llegado a un acuerdo,

que el trono de Felipe V no valía unpimiento y que ellos se marchaban deEspaña. También, en medio de laincontinencia de lengua que el vino deCariñena había provocado en el militarfrancés, me dijo que en aquel asuntointervenía el marqués de Villadarias. Enese momento el duque de Orleanspropuso un brindis que me pareciódetestable. Hice un gesto de repulsa quefue percibido por el duque, quien ciegode cólera me golpeó una y otra vez.Después ordenó que me quitasen la pocaropa que me quedaba encima y que meatasen para azotarme. No recuerdo cómose resolvió la situación, sólo sé que me

llevaron a un lugar apartado y quequienes lo hicieron se divirtieronconmigo hasta que casi amaneció».

»Me confesaba que no sabía sihabría sido peor que la azotasen o loque tuvo que soportar a manos de sus«salvadores». Concibió tal odio haciaaquella gente que tomó la decisión deponer en conocimiento de alguien todolo que sabía.

—¿Por qué te eligió a ti? —Lapregunta de la camarera estaba cargadade curiosidad.

—La razón que esta mujer me dioparece lógica. La derrota de Almenarafue una verdadera catástrofe para

nuestras unidades. Cuando tras losprimeros envites el ala izquierda denuestro ejército, que era la que formabanlos regimientos franceses, se hundió,nuestras tropas se vieron envueltas porlos dos flancos y cundió el pánico. Sólomi regimiento fue capaz de sostener laformación y resistir con aplomo lasembestidas del enemigo. Logramoscruzar el río y ponernos a salvo; despuésde la batalla no se hablaba de otra cosa.

»—En aquellas circunstancias —meconfesó la mujer— vos erais el únicooficial que podía inspirarme algunaconfianza. Pregunté quién era el coroneldel regimiento de la Reina, y me dijeron

que el conde de Cantillana. Busquévuestra tienda y os seguí. El resto ya losabéis.

Cantillana quedó en silencio.También la princesa de los Ursinos teníaun aire meditabundo. Así transcurrió unlargo rato. No dejaba de ser curioso quea h o r a mademoiselle, que habíainterrumpido varias veces el relato,permaneciese muda y ensimismada.

—Cuando aquella mujer extraña semarchaba —prosiguió él—, le preguntépor su nombre. «Mi nombre no os diránada, señor de Cantillana —respondió—, pero si preguntáis por mí junto alpostigo de San Gil, hacedlo por… la

Barquillera; a buen seguro que os daránrecado de mi paradero».

—¿Sabemos dónde se encuentranRegnault y Flotte? ¿Están aquí, enMadrid? ¿Están localizados? —Ahoralas preguntas salían en cadena de laboca de la camarera.

—Sí, sabemos que están aquí, enMadrid, y no sólo localizados, sinocontrolados; no darán un paso sin quesepamos dónde van y qué hacen. Ayerpor la tarde mis hombres les encontraronen la dirección que me fue facilitada;desde entonces están sometidos a unadiscreta vigilancia. Esta mañana hanacudido a casa de un caballero de

Santiago que vive en la plaza delSalvador. Fueron temprano, a eso de lasnueve, y después de permanecer allí unahora larga, se dirigieron a una casa quehay junto al convento de las Calatravas.Luego almorzaron en el mesón de Ardilay después se retiraron a la posada donderesiden, en la calle de Carretas, cerca deuna iglesia. Allí, antes de quecomenzase la tormenta, recibieron lavisita de un individuo, al parecer deudode Medinaceli, pero este último extremoestá aún por confirmar.

Cantillana permanecía sentado, peroAna María de la Tremouille hacía ratoque se había puesto de pie y paseaba,

nerviosa, de un lado a otro. El ricotejido de su complicado vestido crujía acada movimiento, denotando la calidaddel mismo. Con los dedos entrelazados,apretaba una mano contra la otra, confuerza y nerviosismo.

—¿Qué piensas que debemos hacerahora?

—Mi opinión es que no debemosmudar nada en las próximas horas yposiblemente en los próximos días. Mishombres pueden continuar la vigilanciade cualquier movimiento que hagan losagentes franceses, y eso nos facilitarámás información.

—Tienes razón, la información es la

clave de este asunto. Debemos saberhasta dónde llegan las ramificaciones dela conjura, cuántos están complicados enella y dónde se encuentra el corazón dela misma. —La conversación parecíatranquilizar, al menos en apariencia, a lacamarera mayor.

—Si Homero es el rey Felipe,parece lógico pensar que Plutarco sea elarchiduque Carlos, porque la imposiciónde Plutarco sobre Homero sólo puedeentenderse en función del resultado de laguerra en que estamos empeñados. Laclave del asunto, el corazón de laconjura, reside en saber quién es laJusticia, porque la hora que suena no es

la de Plutarco, sino la suya.Ana María de la Tremouille miró

sorprendida al hombre que tenía anteella y que seguía sentado, relajado porcompleto, haciendo gala de unatranquilidad que resultaba pasmosa enaquellas circunstancias.

—Eres una caja de sorpresas. Estásahí, tan tranquilo, siendo quien tiene ensus manos los únicos datos fiables parahacer frente al asunto más grave queamenaza la integridad de estamonarquía.

Los labios de Cantillana se estiraronformando una sonrisa que tenía muchode burlona.

—¿Te ríes? —dijo la camareramayor.

—No, no me río —respondió él—.Sonrío, que no es lo mismo. Y sonríoporque éste no es el asunto más graveque amenaza a la monarquía.

—¿Cómo puedes decir eso, estandoen tus cabales, Fernando? —El tono erade irritación.

—Porque es cierto. Llevamos yamuchos años metidos en esta malditaguerra. Años de destrucción, desaqueos, de horror y de muerte, en losque miles de vidas han sido segadaspara ver quién ciñe la corona de estosreinos que se desangran. Todo esto

forma parte de ese juego macabro, AnaMaría. A la postre la solución latomarán unos cuantos en torno a unamesa.

—¡Fernando, eso es derrotismo!¿Cómo puede hablar así un soldado delrey nuestro señor?

—Por eso precisamente, porquellevo la mitad de mi vida jugándomelapor el rey nuestro señor. Por el anteriory por éste. —Cantillana seguía con laimperturbable tranquilidad que tantoparecía irritar aquella noche amademoiselle.

Tras una larga pausa, la camareraafirmó:

—Habrá que poner todo esto enconocimiento de sus majestades:

—Creo que no. —Fue la respuestalacónica de Cantillana, quien vio elefecto de sorpresa que sus palabrascausaban.

—¿Cómo, que no?—Creo que deben continuar las

pesquisas que hay en marcha, con elmismo sigilo que hasta ahora. Cuantosmás estemos en esto, más posibilidadeshay de que se convierta en un secreto avoces, y entonces…

—¡Pero son el rey y la reina!—Lo que propongo es para que

tengamos la posibilidad de que sigan

siéndolo. —Se levantó y trató debesarla; la camarera le rechazó:

—Esta noche no, Fernando, estanoche no.

Capítulo XVII. Elpostigo de san Gil

El cielo había amanecido despejadosobre Madrid, lo que era un llamativoejemplo de que tras la tempestad vienela calma. La temperatura en aquelamanecer era suave, bajo un azultodavía poco intenso, pero limpio.Contrastaba con el aspecto de calles yplazas, que era desolador, pues habíafango y suciedad por todas partes. Enmuchos lugares los más variados objetoshabían formado como unas presas, queembalsaban agua. Árboles arrancados

de cuajo, cuyas raíces, ahora al aire, sealzaban como sarmentosos ycomplicados brazos, amenazantes yretorcidos. Animales muertos, sobretodo perros y gatos, pero también algunaborrica y otras cabalgaduras mayores,aparecían tirados e inermes; empezabana hincharse, a perder pelo y a atraerbandadas de moscas y moscones.Tablones y maderos, vigas y otrosobjetos a medio enterrar, emergían amedias en el lodazal, adoptando formastan caprichosas que en algunos casoshasta resultaba difícil saber de qué setrataba. Restos de recipientes de barrorotos y despanzurrados, jaulas de

alambre, enseres domésticos,suciedad… y un olor penetrante queconforme avanzara el día y el solcalentase, sería más fétido.

—Quince muertos, dicen que ya hanaparecido quince cadáveres —confirmaba a voz en cuello un individuoque formaba parte de uno de los gruposque empezaban, como cada mañana, adarse cita en las gradas de San Felipe,uno de los puntos de conversación demayor relieve de la villa y corte.

La población empezaba a animarse.Se abrían tiendas y tenderetes en lossoportales de la plaza Mayor y en lascalles que se estiraban a su alrededor,

los esparteros, los talabarteros, loscereros, los panaderos, los cuchilleros,los caldereros, los ropavejeros, losplateros, los vidrieros…, todos seafanaban en la doble tarea de iniciar laslabores propias de la jornada y limpiarla parte de calle a la que daba lafachada del lugar donde tenían instaladosu negocio. El mayor problema era dequé modo deshacerse de tanta basuracomo se había acumulado en algunossitios.

A media mañana ya habíanencontrado una solución. En aquelloslugares donde las anchuras lo permitían,formaron grandes montones con los

enseres que nadie se había llevado, losrociaron con grasa y resina, y lesprendieron fuego. Como todo estabamojado, ardía con dificultad, pero nofaltaron atizadores —oficio que siempreencuentra voluntarios— que loreavivasen una y otra vez. A la quemacolaboró una brisilla fresca que corriódel poniente; lo malo fue la densahumareda que se extendió como unanube por toda la población, que quedóliteralmente tiznada. A pesar del sofocode muchos —corrió incluso la voz deque hubo en la calle Leganitos dosmuertos por asfixia que se sumaban a loscerca del medio centenar que ya había

certificados por la tormenta del díaanterior—, durante todo el día no cesóel acarreo y arrimo de material a lashumosas hogueras. Fue un disfrute paralos chiquillos, que se convirtieron en losmás activos atizadores, aunque tambiénhabía que señalar, en honor a la verdad,que oficiaron de apagadores cada vezque la vejiga reclamaba alivio,meándose con ardor en las piras queellos mismos formaban. También fueronno pocos los adultos que ayudaron a laspiras y… a lo otro.

En la plazuela de la Cebada seconvirtió en un espectáculo el momentoen que quemaron un asno ahogado, que

con gran esfuerzo y mucha imaginación—usaron vigas a modo de rodillos paraque se desplazase sobre ellas a base detirones en el rabo, patas, cabeza,pescuezo, orejas (de una tiraron contanta fuerza que se quedaron con ella enla mano, luego la pasearon como trofeo)— llevaron hasta el candelorio que allíardía, cuando por efecto del calor elcuerpo del animal reventó, esparciendovísceras y otras porquerías.

A la caída de la tarde Madrid seguíasiendo un lugar en el que eran palpableslos efectos de la tormenta. Pegado a lasfachadas de las casas se amontonaba elbarro, cada vez más compacto, pero la

circulación ya era posible en la mayorparte del entramado callejero paraviandantes, caballerías y carros, y enuna docena de lugares humeaban restosincombustibles, renegridos o mediocalcinados, como testigos de lascandelas improvisadas. Seríannecesarios muchos días, una vez que sehubieran solucionado las urgencias,como en cada sitio fue posible, para quelos espacios públicos de la villa y cortese librasen de las costras que habíadejado la tormenta y de los montones debasura que habían apilado los vecinospara quemar y que no habíandesaparecido con las llamas.

Pero en aquel Madrid no todo habíasido hablar de la tormenta y sus efectos,ni echar la basura a otro sitio, ni pegarlefuego a lo que había en la calle; aquellohabía sido lo principal en la vida de losmás, pero algunos habían dedicado susesfuerzos a otros menesteres. Habíagente que desde antes del amanecer,afrontando los riesgos de los barrizalesy las aguas embalsadas, no perdían devista la posada de la calle de Carretas,donde dos franceses se alojaban, y lessiguieron cuando visitaron la casa delduque de Montalto y la de Montellano,todo ello antes de la hora del almuerzo.Otros dedicaron la mayor parte del

tiempo a atizar el fuego de la plaza delSalvador —donde se había montado unade las mayores hogueras y que más humodespidieron a lo largo de aquellaagitada jornada—, pero además deacarrear maderos, leños, tablones, vigasy enseres varios, no pararon de hablar, yde preguntar.

—Gente de alcurnia la que vive enesta plaza, ¿no?

—Tú no eres de aquí, yo no te hevisto antes.

—No, no soy de aquí. Vivo al otrolado de la puerta de Guadalajara, perohoy estoy por cuenta del boticario delfinal de la Costanilla y acarreo lo que le

estorba. Está aprovechando para limpiarla rebotica.

—Ah, así sí. Ya decía yo.—Y tú, ¿quién eres?—¿Yo?—Sí hombre, tú. Porque no eres una

aparición…—¡Qué cosas dices! Yo soy Pascual

Pedraz, criado de don Lucas deSotomayor.

—Ya… supongo que un vecino de laplaza.

—Así es; su casa es aquélla. —Señaló una portada de piedra cuyaprimera planta ofrecía un hermosoparamento almohadillado, mientras que

en la superior un largo balcón estabaflanqueado por dos cancelas de rejeríaforjada y sendos escudos, labrados enpiedra dorada, que anunciaban lanobleza de sus moradores.

—Gente hidalga la de esta vecindad.—Sí, casi todos. Salvo un par de

mercaderes. Gente de fuste, desde luego,pero que darían sus buenos ducados poruna ejecutoria.

El peón del boticario de laCostanilla llegó a la hoguera con untablón magnífico que le hacía sudar delo lindo. Tenía buen grosor y su longitudestaría próxima a las tres varas; iba adeshacerse de él, cuando le detuvieron

unos gritos.—¡No! ¡Qué haces! ¡Estás loco!

¡Esos tablones son del carretero de laesquina! ¡Te vas a meter en un buen lío!

Otra voz, lejana, gritaba:—¡Miguel! ¡Miguel! ¡Que te están

tirando los tablones!Como cosa de magia apareció en la

puerta del caserón donde la plazaterminaba y comenzaba la calle quebajaba hacia el río, un hombretóncorpulento y fornido. Tenía el pelonegro y ensortijado, la cara picada deviruela, con tantas cicatrices que parecíala piel de una naranja, sólo que de otrocolor. Su vozarrón se alzó por encima

del trajín:—¿Qué pasa? ¿Qué pasa con los

tablones?—¡Ese, que quiere quemarlos! —Un

pilluelo, el que había chillado llamandoal maestro carretero, señalaba con undedo acusador al peón del boticario.

La cosa no pasó a mayores porqueningún tablón, por suerte para Bernabé,que así se llamaba el que trabajaba porcuenta del boticario, había ido a parar ala candela. Después de un cruce depalabras donde, menos mal, no huboofensas, Bernabé, el del boticario,Miguel el maestro carretero, y Pascual,el criado de don Lucas, celebraban su

encuentro en el mesoncillo del callejónque se abría al lado contrario de laplaza donde el carretero tenía suestablecimiento. Entre jarrillo y jarrillo,hubo conversación larga: lo horrible dela tormenta, los muertos que se decíahabían sido encontrados, la ruina quepara muchos suponía el aguacero, losdesmanes de los herejes en iglesias ylugares santos, el curso de la guerra, latraición de los franceses —como nopodía ser de otra forma con gentes deaquella ralea— al abandonar al rey donFelipe… También se habló delvecindario de la plaza del Salvador, poreso Bernabé se enteró de que allí vivía

un caballero del hábito de Santiago, deorigen manchego, que pasaba parte delaño en la corte y parte en su lugar denacimiento, Villanueva de los Infantes.Se trataba de un individuo pococomunicativo con los vecinos, aunquerecibía numerosas visitas de genteextraña. Era hombre devoto, todos losdías acudía a misa primera a laparroquia de la collación, acompañadode dos criados. Su nombre era donGaspar de Córdoba, y se decían de élalgunas cosas extrañas: al parecerandaba metido en cabildeos yapandillamientos por la causa delarchiduque.

Cuando Bernabé salió delmesoncillo, ya no volvió a tomar másobjetos para arrimarlos al candelorio.Su trato con el boticario de la Costanillahabía concluido, porque ya no se le vioel pelo por la plaza, donde la bullanga,el griterío y el trajín no paraban.

Empezaba a caer la tarde y en lamancebía que había junto al postigo deSan Gil había una animación menor dela habitual; sin embargo, algunosmenestrales y tenderos recalaron allícuando dieron por concluida su jornada.

Igual que en días anteriores, dosmozos estaban instalados desde primera

hora. Habían bebido poco, tonteadomucho y gastado buenos reales encomida y lo que el padre de la mancebíallamaba «arrumacos menores» de lasmozas disponibles. Aquellos dosindividuos tenían peculio y disponían detiempo, pero no se encelaban con lasdaifas. Allí pasaban el rato ypermanecían hasta muy entrada la noche,cuando la parroquia declinaba y se dabapor concluida la jornada de lasmeretrices que aún no habían contratadouna «dormida». Con aquél, llevaban yatres días pasando las horas dentro deltugurio, donde se daban cita gentes delos más variados pelajes y las más

diversas aficiones. Allí se bebía, sejugaba a los naipes —la mancebía teníareal licencia para los juegos de cartas yotros de envite y azar—, se pasaba eltiempo, se amagaba con las pupilas y,llegado el caso, se ajustaba un desahogoprivado en alguna de las camaretas quecerraban unas cortinas alpujarreñas paraocultar a los ojos de la concurrencia laspasiones y efervescencias amorosas delos clientes. En la planta de arriba habíavarios aposentos que se cerraban conpuerta y aldaba; eran los reservados.Mayor intimidad, mayores comodidadesy mayor tarifa, sólo al alcance de losbolsillos más holgados: un real de a

ocho como mínimo, que podía llegarhasta un ducado si la moza era debanderas, como ocurría en el caso de laCubanita, una mulatona exuberante de laque se contaban prodigios de los que susasiduos se hacían lenguas creándole unaverdadera aureola en los ambientes dela putería madrileña. Allí, junto alpostigo de San Gil, también ejercía poraquellas fechas el coño más famoso dela villa y corte, el de Bélica, de quientambién se contaban portentos.Completaba el trío de aquellaaristocracia de las meretrices, una putasolemne cuyo nombre de guerra era laBarquillera, una mujer de modos y

ademanes poco comunes; un tantoremilgada y que se permitía ladesfachatez —con el consentimiento delpadre de la mancebía— de ejercer porlibre y sólo acudir allí cuando le iba engana. No era eso todo; no se acostabacon cualquiera y a menudo rechazabaclientes, cosa que resultaba inaudita. Aveces, un criado suyo iba a recogerrecados de alguien que los pudiese dejarallí para su ama, porque eran muchos losque ajustaban un encuentro privado conla Barquillera, pero fuera del prostíbulo.Eso eran palabras mayores, de cincoducados para arriba, bastante más de lamesada de un oficial artesano de medio

pelo o de un albañil.A aquellas horas corría ya el vino

con alegría, las mozas se mostrabanzalameras y hacían carantoñas a labúsqueda de un parroquiano generoso.El ambiente empezaba a caldearse,cuando alguien preguntó por laBarquillera. Tenía un inconfundibleacento francés, por lo que los presentespensaron que sería alguno de losgabachos que formaban parte de lacamarilla que el rey de Francia habíaenviado a su nieto para que leasesorasen en materias de lagobernación de estos reinos.

—Perdón, señor, traigo un recado

para la señorita Barquillera. Es urgente.Los dos perdularios que entretenían

sus ocios con una robusta moza,prestaron una extraña atención a laspalabras del recién llegado. El padre,que se secaba las manos en un pañoenorme que, atado a su cintura, hacía lasveces de delantal, se encaró con elrecadero.

—¿Quién es el de ese mensaje tanurgente?

—Señor, eso es reservado.—Aquí no hay más reservados que

los que yo dispongo. —Casi vociferabael padre, encarándose al francés.

—Señor, por san Martín, pueden

oírnos. Solicito vuestra discreción.El encargado del establecimiento

miró a sus parroquianos; cada cualestaba a lo suyo, o al menos eso parecía.Bajó el tono de voz y, con cierta sorna,murmuró:

—Amigo, aquí todos son gente deconfianza, vienen a lo que vienen.

El francés pareció conformarse.Acercó su boca al oído del padre y lesusurró algo que nadie más pudo oír. Loque fuese, debió de satisfacerle, porqueasintió varias veces con la cabeza enseñal de conformidad; luego, una sonrisaque le llenó la cara completó elasentimiento. El francés le entregó unas

monedas que él guardó sin contar nimirar, y el recadero se marchó. Todo enla mancebía siguió casi igual, salvo quelos dos mozos afincados allí desde hacíatres días pidieron la cuenta y semarcharon.

El pupilero llamó a un mozalbeteque le servía para los mandados, le dijoalgo, le dio un tirón muy fuerte en unaoreja y le soltó:

—¡Ea, a casa de la Barquillera!Fue lo único que se pudo oír de las

instrucciones que le impartió con aireadmonitorio, antes del tirón de orejasfinal.

El francés caminaba de prisa. A unadistancia prudente, pero manteniéndolosiempre al alcance de su vista, le seguíauno de los mozos que habían dejado lamancebía cuando salió después decumplir su encargo. Por otro sitio, unmozalbete caminaba más despacio, sedespistaba y distraía, se parabacontinuamente ante el espectáculoinusual que aquel día ofrecía Madrid.Cruzó cerca de una de las improvisadascandelas que devoraban malamente loque la tormenta había dejado y lasgentes amontonaban. Allí se detuvo ymeó, junto a otros pilluelos que hacían

lo propio, en medio del jolgorio de unosy la repulsa de otros. También otromozo había acomodado su trayecto y supaso al del mozalbete que había salidode la mancebía que había junto alpostigo de San Gil.

Con la llegada de la oración, antesde que la noche cerrara, habían sidomuchos los madrileños que llenaron lasparroquias, las iglesias de conventos ylas capillas para cumplir con susdevociones, dar gracias por estar vivos,cumplir algún voto o justificarse por elincumplimiento de promesas hechasdeprisa, fruto de la angustia. En todoslos establecimientos religiosos de la

villa y corte alumbraron en mayornúmero del que era ordinario velas ycirios a los pies de las imágenes, y asíseguiría ocurriendo en los díassiguientes. Otros se recogieron en suscasas después de un día que había rotola monotonía y rutina habituales. Paraalgunos, en fin, había llegado la hora dela diversión en los numerosos lugaresque la villa ofrecía para ello: mesones,figones, tabernas y mancebías donde seconcentraba la truhanería madrileña yaquellos que ocasionalmente buscabanun lugar y un rato de holganza. Habíabailes y concurrencia de sexos, pese alas continuadas y repetitivas

prohibiciones de la autoridad civil que,la verdad sea dicha, ponía poco celo yempeño porque el vecindario cumplieseestas disposiciones. Tampoco surtíanmayor efecto los anatemas lanzadosdesde los púlpitos en sermones demisas, novenas, quinarios y otrascelebraciones litúrgicas. Lo que fastidióa muchos fue el anuncio de que sequedaban durante sesenta días sinrepresentaciones teatrales. Una realcédula que se había pregonado en loslugares de costumbre y que se habíafijado en pliegos impresos en diferentessitios decía así:

Don Felipe V, por la gracia deDios, rey de Castilla, de León, deAragón, de las dos Sicilias, deJerusalén, de Navarra, de Granada,de Toledo, de Valencia, de Galicia,de Mallorca, de Cerdeña, de Sevilla,de Córdoba, de Córcega, de Murcia,de Jaén, de los Algarves, deAlgeciras, de Gibraltar, de las islasCanarias, de las Indias Orientales yOccidentales y Tierra Firme del marOcéano, archiduque de Austria,duque de Borgoña, de Brabante, deMilán, de Atenas y de Neopatria,conde de Habsburgo, de Flandes, deTirol y de Barcelona, señor deVizcaya y de Molina…

Por cuanto, por justos juicios deDios nuestro Señor, ocasionados de

la maldad de nuestras acciones ynuestros pecados, los cuales hanllegado a tal grado de abominaciónque ha sido servido de mandarnostan gran temporal, justo castigo anuestras maldades, con queazotarnos y anunciarnos su divinacólera. La cual se desató en la tardede ayer sobre esta villa y corte, heresuelto se disponga el cierre total,durante sesenta días que se contarána partir de hoy mismo, de todos loscorrales de comedias y otrosestablecimientos del ramo, por serlugares donde se ofenden, sin tasa nimedida, los mandamientos de Diosnuestro Señor y nuestra Santísimamadre, la Iglesia Católica,Apostólica y Romana.

Dichos establecimientos no

podrán abrirse, ni celebrarrepresentaciones en sus tablados yescenarios, ni siquiera de modoprivativo, ni reservado a unos pocosporque es nuestra voluntaddesagraviar la desatada cólera divina,en el tiempo arriba señalado, sinexcepción ni de los llamados autossacramentales, ni otras piezas que,so capa de piadosas, permitiesen surepresentación.

YO, EL REY.

Por mandato del rey nuestroSeñor (cuya vida Dios guarde) donAntonio de Ubilla, secretario delDespacho Universal.

En la casa del conde de Cantillanaun grupo de hombres, media docena en

total, esperaban en una de las galeríasque cerraban los cuatro lados del patioprimero de la mansión. Un patioempedrado, en cuyo centro había unafuente redonda y sencilla en sus formaslabrada en finísimo mármol blanco queresaltaba en vivo contraste con el toscoe irregular empedrado del pavimento.

Los hombres charlabananimadamente, esperando que el señorconde hiciese acto de presencia. Noesperaron mucho. Se abrió una de laspuertas que daban a la galería baja, y uncriado con librea les invitó a pasar.

—Podéis entrar, su excelencia osrecibirá. —Tenía una voz atiplada, con

un cierto engolamiento. Miró con aire desuficiencia, no exento de repulsión, a loshombres a quienes daba paso a laestancia donde estaba el conde deCantillana.

Todos los individuos saludaron ensilencio, con respetuosas inclinacionesde cabeza, al dueño de la casa, cuyorostro inescrutable resaltaba delmulticolor fondo del alto zócalo deazulejos que enriquecía la habitación. Ladependencia era espaciosa peroescasamente amueblada, tal vez para noocultar la belleza de los azulejos detonos azulados sobre fondo amarillo quetenían su contrapunto en las formas

geométricas, estucadas y policromadasdel artesonado de la techumbre.Cantillana esperaba de pie, inmóvil. Loshombres se colocaron ante él,manteniendo una distancia de respeto.Uno por uno fue informando de sujornada con orden y precisión.

—Señor, el caballero del hábito deSantiago de la plaza del Salvador esmanchego, de Villanueva de los Infantes.Pasa temporadas en esa localidad ytemporadas en esta corte. Tiene pocasrelaciones de vecindad, acude a misadiariamente y se llama don Gaspar deCórdoba.

Cantillana asintió con la cabeza.

El segundo de los hombres dio suinformación.

—En la mancebía que hay junto aSan Gil han preguntado hoy por laBarquillera. Era un gabacho; después semarchó y fue hasta el alcázar de sumajestad.

—¿Al alcázar, dices? —Cantillanarompió por vez primera el silencio.Estaba sorprendido.

—Así es, excelencia. Allí quedéapostado y vi que el francés salía alcabo de un rato y se dirigía al mesóndonde comen los otros franceses. No hasalido de allí hasta que me he venido;los que sí han salido han sido los que

desde hace días venimos siguiendo.Cantillana asintió.—Ya sabemos, excelencia —el

hombre que ahora hablaba rezumabaoptimismo—, dónde tiene su casa laBarquillera.

El conde abandonó por un instante lameditación en la que parecía sumido ymiró con interés al que hablaba.

—Vive en la calle de Segovia —prosiguió el hombre—, en una casita dedos pisos, pequeña de fachada, pero debuen aspecto. Sé también que allí laasiste una criada vieja, y creo que noviven otras personas. Poco antes devenirme llegó una carroza que sólo se

detuvo un instante para que bajase uncaballero.

Otras informaciones pusieron derelieve que un criado de la casa deMedinaceli fue primero a la del duquede Montellano, donde dejó un recado, yluego se dirigió a la casa del duque deMontalto. Permaneció poco rato en cadauna de ellas, más tiempo estuvo en la delconde de las Amayuelas, que tiene sumorada junto al convento de laEncarnación. También estuvo en casa deun caballero llamado don BonifacioManrique, que había sido general de losejércitos de su majestad.

El último de los confidentes informó

que poco antes de abandonar elventanuco desde donde vigila quiénentra y sale de la posada de la calle deCarretas, llegó un jinete que, por lascondiciones en que estaba, debía devenir de lejos. El confidente se acercó atoda prisa para conseguir los detallesque le fuera posible obtener, y pudocomprobar que preguntó por losfranceses. También él era natural de esanación, aunque hablaba como nosotros,pero con voz gangosa. Como no estabanpidió al posadero comida y cama paraesperarles.

—¿Cuándo ha sido eso? —Cantillana estaba tenso.

—Hará poco más de una hora,excelencia.

—¿Podrías reconocer a esemensajero?

—Por supuesto, señor.—Entonces la jornada no ha

terminado. Hemos de hacernos con elposible mensaje que trae ese correo.¡Manos a la obra!

Los seis hombres se disponían asalir cuando les detuvo la voz deCantillana.

—Con discreción, pero si hay queemplear la fuerza, no vaciléis… Hastael final. ¿Entendéis?

Todos asintieron, sin abrir la boca.

Capítulo XVIII. Malasnoticias

No se recordaba en palacio un día tannegro como aquél, salvo cuando fuenecesario embalar lo más preciso y conlo puesto abandonar la corte porque losaustracistas entraban en Madrid,después de lanzar una ofensiva desdePortugal que había resultadoespectacular. Entonces la reina, conpoco equipaje y escasa compañía, salióen dirección a Burgos, a medio caminoentre aquella corte y la segura barreraque suponía la frontera de Francia; lloró

de pena y sólo le sostuvo el ánimo laentereza de su camarera mayor. AhoraLuisa Gabriela lloraba, pero lo hacía derabia y con coraje. ¡Cuánto no daría porser hombre, embutirse en un uniforme ydejarse la piel en el campo de batalla!

El primer golpe llegó mucho antesdel mediodía: un correo, polvoriento yal borde mismo del agotamiento, habíallegado a palacio. Fue el duque delInfantado quien le condujo a lapresencia de los reyes.

—Majestad, es una urgencia. Setrata de un correo enviado porVilladarias.

El oficial que traía la noticia daba

muestras profundas de abatimiento, peroel verse en presencia de su rey debió deinfundirle bríos para saludar conmarcialidad y gallardía.

—Majestad —dijo—, a vuestrospies el capitán Leonardo de Quiroga, delregimiento número tres de caballeríaligera. Traigo para vuestra majestad unmensaje verbal del general marqués deVilladarias.

—¿Qué dice ese mensaje, capitán?—El rey trataba de aparentartranquilidad, lejanía, pero bien sabía loque significaba un mensaje verbal. Algograve. Tan grave que no se ponía porescrito para evitar el peligro de que

cayese en manos del enemigo.—Majestad, tras la derrota de

Almenara y el… —le costaba trabajodecirlo— abandono de las unidadesfrancesas, nuestro general dio orden dereplegarnos hacia Zaragoza y fortificarla línea del Ebro. El enemigo, muysuperior en número, nos siguió de cercay antes…, antes de que nospertrecháramos en nuestras nuevasposiciones, se ha librado un nuevocombate…

—¿Qué ha ocurrido, capitán? —intervino la reina, que no podíadisimular su angustia.

—Majestad —el soldado se dirigía

ahora a la soberana—, hemos llevado lapeor parte en ese encuentro.

La voz del rey volvió a sonar lejana,como si no saliera de su cuerpo.

—¿Qué quiere decir la peor parte?—Majestad…, nuestro ejército… ha

sido deshecho. No existe.La reina se tapó el rostro con las

manos, la camarera mayor, que habíapermanecido inmóvil, se acercó y leofreció un pañuelo. Luisa Gabriela deSaboya estaba llorando.

—¿Tenéis detalles, capitán? —preguntó el rey.

—Majestad, las bajas habidas encombate son incontables, así como los

prisioneros. Temo, majestad, que no haquedado una sola unidad, siquiera deltamaño de una compañía, a la que se lepueda dar ese nombre. Los hombres queno han caído en el campo de batalla o enmanos del enemigo, han tratado desalvarse huyendo y escondiéndose.

—¿Y Villadarias?—Lo ignoro todo acerca del general.

No sé si está prisionero, si viene haciala corte o si ha tomado otra decisión. Loúltimo que sé son las órdenes que medio, y que estoy cumpliendo; eso fuecuando ya la desbandada de los nuestroshabía comenzado y todo estaba perdido.

El rey guardó silencio durante un

largo rato. Infantado y la camarerapermanecían mudos, y el capitáninmóvil, manteniendo la posición demarcialidad que requería la situación,porque nadie le había dicho quedescansase. La reina gemía concreciente intensidad.

—¿Qué has visto desde Zaragozahasta la corte? —La voz real seguíasiendo anodina.

—Nada, majestad; no hay nada queoponer al enemigo, si es eso a lo que serefiere vuestra majestad. Si no selevanta un ejército para hacer frente alas tropas de Stanhope y Stahremberg,no hay nada entre Zaragoza y Madrid

que pueda obstaculizar su avance sobrela corte.

Felipe V pareció quedar sumido enuna profunda meditación que todosrespetaron, salvo la reina, que habíapasado del gemido más o menoscontrolado al llanto desconsolado.

—Infantado, que atiendan al capitán.Podéis retiraros.

El rey llamó al secretario deldespacho y encargó a Ubilla laconvocatoria urgente de una sesión delConsejo de Estado para analizar lasituación creada y las medidas a tomar afin de hacer frente a las críticascircunstancias que se avecinaban.

La sesión de Estado, que comenzó ala una del mediodía, contó con laasistencia de todos sus miembros salvoel marqués de Mancera, el viejo gruñón,pero de una lealtad inquebrantable y unsentido común que era poco corriente,aquejado por un doloroso ataque de gotaque le mantenía postrado en el lecho yque se sumaba a los noventa y tantosaños que el anciano aristócrata contaba.La sesión fue, como era de esperar,larga y… tediosa. Al igual que en otrasocasiones, sus integrantes se perdieronen largos discursos, las mismasdisquisiciones y la falta de solucionesrealistas. Hubo lo de siempre,

vaguedades, generalidades, quejas noexentas de crítica, pareceres reiterativosformulados de forma harto complicada,más propios de un discurso o sermónpara embelesar oídos que disposicionesde gobernantes que configuraban elmáximo órgano de aquella atormentadamonarquía.

Al término de la sesión no se habíaevacuado ninguna «consulta» que al reyle arrojase un poco de luz sobre lasgrandes sombras que la situaciónproyectaba. Su majestad, que estaba deun humor de perros, se encerró en sualcoba y se negó a hablar con nadie.Todo lo que al duque del Infantado se le

ocurrió fue llamar al nuevo padreconfesor, fray Juan de Reparaz, de laorden de predicadores, que acudió atoda prisa por si en un momentodeterminado sus servicios podíanserenar el ánimo del monarca.

—Lamento molestaros, padre, peroel estado de su majestad haceaconsejable que permanezcáis enpalacio. —Infantado trató de excusar sudecisión; nunca sabría lo que el confesorpensaba, aunque en apariencia no habíaningún enojo.

—Nada, nada, excelencia, éste esnuestro ministerio, y si es en serviciodel rey nuestro señor, nuestro ánimo está

pronto y dispuesto.Hacía poco que se había levantado

la sesión del Consejo de Estado cuandollegó el segundo aguijón del día.También vino en forma de mensaje: uncorreo procedente de la embajada deParís.

Ante la actitud del rey, Ubilladecidió avisar a la reina, que aún no sehabía repuesto del mal trago de lamañana.

El secretario del despacho hablóprimero con la camarera mayor, a quienpuso al corriente del texto que enviabael duque de Alba desde Francia; luegocomparecieron ante la reina. Las

noticias no podían ser peores.

Excmo. Sr. Secretario delDespacho Universal, Don Antoniode Ubilla.

Las noticias que circulan poresta capital acerca de lasconversaciones para lograr una pazgeneral apuntan todas en una mismadirección, ante los deseos dealcanzar una paz estable y duradera.Las exigencias de las potenciasmarítimas no se han vistocumplimentadas con el paso dadopor el Cristianísimo de retirar de losdominios peninsulares del reynuestro señor (cuya vida Diosguarde) sus tropas, abandonándolo asu suerte. Está confirmada laexigencia que la Inglaterra y la

Holanda plantean, de que vuelva sustropas contra las del duque de Anjou(nominación que los enemigos usanpara señalar al rey nuestro señor).

No he podido recabar noticiasciertas acerca de la respuesta que elCristianísimo dará a esta insolentedemanda, si bien no es menosinsistente el rumor que corre de quevarios ministros son del parecer deparar la guerra a toda costa. Esosmismos rumores apuntan a que elCristianísimo se resiste a llevar susarmadas y ejércitos contra su propiasangre.

Gran revuelo ha causado en estacorte la noticia de haberse hechoefectiva la retirada de las tropas queoperaban en nuestra patria en apoyode los derechos del rey nuestro

señor. Item las noticias que llegande España sobre el curso de laguerra ahí, no son tranquilizadoras.Item se especula con el abandonodel trono por parte de su majestad, aquien se le compensaría con unasinecura menor, que estaría en Italia.A cambio, la casa de Austria cesaríaen sus pretensiones al trono de laCatólica Majestad. Se trataría en lamesa de negociación a quién seentronizaría con el beneplácitogeneral de las monarquías. Item serumorea que otra forma de concluirel conflicto y anudar una pazuniversal y duradera vendría por ladesmembración de la monarquíacuyos despojos serían incorporadosa las potencias; sólo son rumores,pero son insistentes y están

extendidos.A. Álvarez de Toledo.

La reina escuchó en silencio lalectura que del correo del embajador deParís hizo Ubilla. El semblante de lasoberana estaba pálido, su piel parecíahaber perdido vida. Permanecía junto alamplio ventanal que daba luz a lahabitación.

—¿Cuál es tu opinión, Ubilla? —preguntó la reina después de unprolongado silencio.

El secretario meditó la respuestaantes de contestar.

—Ignoro, majestad, si su excelenciael embajador sabe más de lo que nos

dice y moteja de rumor lo que ya sonrealidades confirmadas, que iríaconcretándonos en los próximos días.No es práctica habitual, pero en lostiempos que corren…

—¿Insinúas que lo que Alba señalacomo rumores son ya asuntos cerrados?—La reina le preguntaba con inquietud,mientras la camarera le lanzaba unasignificativa mirada. Ubilla sabía queaquellos ojos le estaban diciendo: «Yotenía razón respecto a la posición queVersalles adopta». Con voz que apenasle salía del cuerpo, el secretariorespondió:

—Digo, majestad, que en las

actuales circunstancias no debemosdescartar ninguna posibilidad. Parececlaro que en las conversaciones paracerrar una paz, Francia es la primerainteresada en ajustarla; lo que hemos desaber es el precio que está dispuesta apagar. En todo caso, majestad, ossuplico que veáis en mis palabras lalealtad de este fiel servidor.

—¡Habla sin miedo!—En mi opinión todo apunta a que

ya hay una decisión tomada y ejecutada:abandonar a su suerte al rey nuestroseñor y a vuestra majestad… La retiradade las tropas de vuestro abuelo así loseñala sin ningún equívoco; por otro

lado, desconozco la situación que obligaal Cristianísimo a una paz que no vayamás allá de estas medidas, y no puedopronunciarme sobre la verdaderanaturaleza de las afirmaciones y rumoresque su excelencia, el embajador, señalaen el escrito.

—Majestad —intervino la camareramayor—, vos sois conocedora de quelas cortes son un semillero de intrigas,comentarios e infundios que las más delas veces no responden a la verdad delas cosas ni al rumbo que se pretendedar a los acontecimientos, y Versallesno es una excepción. Por experienciapropia estoy en condiciones de deciros

más: si alguna corte sobresale por lasintrigas, las calumnias y los rumoresintencionados, ésa es la delCristianísimo. Hay muchas gentes quesólo viven de eso y para eso. Gentes dealcurnia, de medio pelo y ganapanes,que cada esfera social tiene sus propiossemilleros y los cuida a diario. Sivuestra majestad me lo permite, puedodar mi opinión.

—Por favor, Ana María. —Laspalabras de la soberana fueron un suavemurmullo; un aleteo que salió de suboca.

—La situación en Francia es grave,eso a nadie se le escapa. El esfuerzo

económico y militar que el rey Luis haexigido de sus súbditos es largo en eltiempo e intenso en la contribución. Sonya muchos años de guerra, con lo que lamiseria y el malestar han ganado cadavez más terreno. Es posible que el reyde Francia ansíe hoy la paz más quenadie, pero su majestad no llegará a lahumillación por conseguirla por muchoque la anhele. No lo consentirá jamás…

—¿Qué es la humillación para el reyL u i s , mademoiselle? —Ubillainterrumpió a la camarera con un gestode espontaneidad que, de repente, lepareció excesivo.

—Luchar contra su propia sangre,

creo que nunca volverá las armas contrael rey nuestro señor por una razónelemental: el rey de España es su nieto.Por mucho que desee el final de laguerra no lo asumirá con esa condición,sino que buscará otra fórmula.

—En ese caso, vos sois de laopinión de que los rumores en esadirección carecen de fundamento.

—Así es, sólo son rumores. El reyde Francia buscará ajustar la pazsobre… otros planteamientos.

—Si vos lo decís. —Ubilla seencogió de hombros en un gesto quetenía mucho de significativo.

El asunto parecía agotado. Se

produjo un silencio que sólo la reinapodía romper, pero Luisa Gabriela deSaboya parecía estar en otro lugar. Lasituación no era cómoda ni para lacamarera ni para el secretario deldespacho. Éste decidió ponerle fin.

—Si vuestra majestad no ordena otracosa, solicito licencia para retirarme.

—Sí, Ubilla, sí; puedes retirarte, note necesito.

La reina hizo un movimiento que sepodía interpretar como una despedida.

Nada más salir Ubilla y cerrar lapuerta, la reina se derrumbó física ymoralmente. Se dejó caer en una chaiselonge, que por entonces llegaban a

Madrid como una moda más traída conla llegada de una dinastía francesa altrono de España. Ocultó la cara entre lasmanos y comenzó a llorar condesesperación. La princesa de losUrsinos no logró encontrar palabras deconsuelo para su soberana.

—¡Es el fin, Ana María, es el fin!—No, majestad, no es el fin. Sois la

reina de España y tenéis que respondercomo tal. Hay dificultades y a lasdificultades se les hace frente.

—¿Dificultades, dices? No hayejército. Los partidarios del archiduqueavanzan sobre esta corte y no tenemosnada que oponerles. Los franceses nos

abandonan y ni siquiera tenemosgarantías de que no se vuelvan contranosotros. Estamos rodeados detraidores; hasta en nuestra propia casatenemos metido al enemigo. Los noblesno están con nosotros, barruntan eldesastre y se apartan. Ni siquieratenemos capacidad para desenmascarara los desafectos y a los traidores. Tengomiedo por la vida del rey, porque no séhasta dónde puede llegar la traición quenos acecha. Existen dificultades paracubrir los puestos de palacio porque nohay suficientes gentileshombres para elservicio de su majestad. Como te digo,amiga mía, temo por la vida del rey,

temo que puedan asesinarle.—¡Majestad!—No, Ana María. Dime, ¿cuál es el

único obstáculo para que no se alcancela paz que todos parecen desear conahínco? ¡Dímelo!

La camarera guardó silencio.—¡Yo te lo voy a decir! El único

obstáculo es Felipe, rey de España. Hoypara el Cristianísimo el principalproblema es sostener a su nieto en eltrono de esta monarquía, un trono dondelo colocó él.

—Majestad, las graves noticias dela jornada y los sucesos de los últimosdías han derrumbado vuestro ánimo.

—¡Es cierto, pero no lo es menosque existen razones para ello! Fíjate elestado en que se encuentra el rey; estáabatido, ya no sé cómo infundirleenergías, porque soy yo quien no lastiene.

—Hemos de sobreponernos a estascontrariedades, en peores momentos noshemos visto, majestad.

—Ya no puedo más, ya no puedomás. —La reina, que se había puesto depie, rompió a llorar otra vez, buscandoel hombro de su camarera, quien laabrazó con fuerza casi maternal,mientras murmuraba palabras de alientoa su oído.

La tarde empezaba a declinar ynubes negras y sombrías encapotaban elcielo de la villa y corte. Hacía rato quelos pasillos, salones y otrasdependencias del vasto alcázar estabanvacíos y silenciosos… Un halo detristeza lo embargaba todo.

En un aposento la reina se deshacíaen sollozos, rota su voluntad por tantadesgracia como se le acumulaba, sin quesu camarera mayor encontrase la formade llevarle un poco de ánimo yconsuelo. En otro, el rey, encerradodesde hacía horas, mantenía un solitarioaislamiento. Tenía aspecto deplorable,medio desnudo y desgreñado, con el

rostro demacrado y tan descompuestoque no anunciaba nada bueno. Sus ojosestaban enrojecidos, inyectados ensangre, quien no supiera que era Felipe,rey de España, podría pensar que era undemente.

El secretario del despacho universalhabía aguardado pacientemente a que laprincesa de los Ursinos abandonase laalcoba de su señora. Cuando salió, laabordó de forma directa:

—Mademoiselle, me habéissorprendido con vuestras afirmacionesde esta tarde. No era ése vuestro criteriohace pocas fechas.

La camarera le dirigió una mirada

burlona:—¿Para decirme esto, mi querido

Ubilla, habéis esperado todo este rato?Por toda respuesta, Ubilla se

encogió de hombros y aguardó a que lacamarera continuase. Hubo una largapausa a la que sólo puso fin la llegada ala puerta de los aposentos de laprincesa.

—Habéis de saber, señor secretario,que la obligación primera de lacamarera mayor de su majestad esproporcionarle ayuda y consuelo, porencima de cualquier otra consideración.¿No estáis de acuerdo?

Diciendo esto cerró la puerta,

dejando a Ubilla en la galeríagesticulando de manera elocuente.

Capítulo XIX. Unamuerte sin investigar

En aquel Madrid que veía caer la nochecorrió la noticia de que las tropas de sumajestad habían sido aniquiladas aorillas del Ebro, en las mismas puertasde Zaragoza, y que los aragoneses sehabían sumado a la sedición de loscatalanes, que todo aquel reino estabaperdido y que en la seo de Zaragoza sehabía proclamado rey Carlos III, cosaque también había ocurrido en muchoslugares, como en Daroca, Jaca, Teruel,Calatayud. Se decía que no había entre

Zaragoza y Madrid ni un miserableescuadrón de caballería que oponer alos austracistas para defender la corte.

En algunos puntos de la villa y cortese habían oído gritos que decían:

—¡Viva Carlos III! ¡Muera el duquede Anjou!

—¡Viva nuestro señor el rey Carlos!¡Abajo los franceses!

—¡Viva la casa de Austria! ¡Mueranlos Borbones!

Era gente embozada y escurridizaquien los profería. No pudieronprenderles, ni siquiera localizarles.

Aquellos rumores, sin embargo,habían causado una profunda pena en la

mayoría del vecindario. Muchos,desalentados, se habían recogido en suscasas más temprano que de costumbre,pero en aquel Madrid agitado yentristecido habían ocurrido otras cosasde interés que aún no eran del dominiopúblico, porque se habían tomado todaslas medidas para que así fuese.

El día anterior un grupo deenmascarados había asaltado la posadade la calle de Carretas. Era una nochecerrada cuando unos individuos, que secubrieron el rostro en el zaguán quedaba acceso a la pieza grande de laposada, irrumpieron en ella con ciertosigilo. Querían evitar poner sobre aviso

a quien tenía lo que ellos iban buscando.—¡Quietos todos! —dijo el que

parecía ser el jefe del grupo. Con ungesto indicó a uno de sus hombres quepermaneciese en el zaguán vigilando lapuerta y la calle.

Ninguno de los presentes tuvotiempo para reaccionar, ni tampocoopción. Cuatro de aquellos individuosempuñaban pistolas; uno de ellosllevaba dos, una en cada mano, en tantoque los otros portaban una pistola y unadaga. Estos fueron los que se ocuparonde controlar la situación. Uno se hizocargo del posadero, su mujer y unamoza, a los que concentró en un rincón;

otro redujo a un amolador que dabapiedra al metal, a quien quitó cuchillos ytijeras, y el tercero hizo lo propio conunos arrieros vizcaínos, a los querecomendó permanecer en la mesa a laque estaban sentados.

—No habrá problemas, si vosotrosno los buscáis. Así que estaros quietos yno pasará nada.

El enmascarado que llevaba la vozcantante había sacado una espada decazoleta y gavilanes, y se dirigió alposadero, que temblaba como unazogado.

—¿Quién más hay aquí?—¿Dónde, señor? —El posadero

parecía haber contraído el mal de SanVito, tales eran sus temblores, que yaiban acompañados de sudores.

—¡Dónde va a ser, malandrín! ¡Enesta pocilga que llamas posada!

—A… arriba…, arriba, señorestá… es… tá —tartamudeaba elposadero de puro canguelo— el…francés…, el francés.

Todos los presentes permanecíanquietos, inmóviles. Unos porque era suestrategia, otros porque la sorpresa y elsusto no les permitía reaccionar.

De pronto, un estornudo, muyruidoso e incontrolado, del amoladorhizo que la situación se tensase. El

enmascarado que le vigilaba amartilló lapistola, que como estaba cebada sólonecesitaba para dispararse que leapretase el gatillo.

—¡No, por piedad! —El amolachíncreía llegada su última hora—. ¡No mematéis! ¡Tengo seis hijos y mujer!¡Tengo…!

El jefe se acercó a él.—¡Si no te callas, te ensarto como a

una corneta! —le espetó—. ¡Silencio,bribón!

El amolador también temblaba ysudaba. Calló, pero no pudo contenerunos temblores que semejabanestertores, eran tan fuertes que daba la

sensación de que iba a descomponerse.—¿Cuántos son los franceses? —

volvió a preguntar al mesonero.—Es… es… —Aquel hombre no

acababa de recuperar el habla connormalidad—. Es… uno. Se… ñor.

—¿Sólo hay un gabacho?—Só… sólo uno…, señor.—Sin embargo, aquí tienes

aposentados a más de uno, bastardo.—A… así es…, señor, pero los…

otros… dos están… están fue… fuera.—¿Sabes cuándo volverán?—E… eso… lo ignoro…, señor.

Nu… nunca, nunca… sé… cuándovienen… o… van.

—¿Dónde están las cámaras queocupan?

—Dos… dos… ocupan la… alcobagrande.

El enmascarado hacía esfuerzos porcontener su impaciencia. Aquelindividuo estaba a punto de sacarle dequicio.

—¿Y cuál es la alcoba grande? —Acercó la punta de su acero a lagarganta del orondo posadero. A lamujer de éste se le escapó un grito,mientras la moza se tapó la cara con lasmanos y rompió a llorar. Aquello hizoque el pobre hombre dejase detartamudear.

—La primera a mano derecha segúnse sube la escalera —continuó sin quenadie le preguntara—. El otro francésestá en la alcoba siguiente, la de lapuerta de al lado, avanzando por lagalería.

El jefe de los enmascarados miróhacia arriba y se hizo con la distribuciónde la planta alta.

—Quietecitos y no pasará nada. —Se llevó a la boca el dedo índice de lamano que tenía libre y enguantada—.Miró a la mujer. Dile a ésa que deje delloriquear.

La posadera y la joven se abrazaron;la segunda continuó con el gimoteo, pero

sus sollozos eran más apagados.—Sólo nos interesan los franceses

—señaló el jefe de los enmascarados—,así que no hagáis tonterías. Estopodemos ajustarlo todo sin problemas.Una última cosa… —Tenía ya una manopuesta sobre una de las argollas quesostenían una cuerda renegrida y sobadaque servía de pasamanos—. ¿Cuándo hallegado ese francés?

—Hará cosa de tres horas. Dijo quetraía un mensaje para… los otros. Comono estaban, pidió alojamiento… Veníamuy cansado.

Los tres hombres que subían, pues sehabían sumado dos más al primero, ya

no hicieron caso de las últimas palabrasdel posadero. Es posible que ni siquieralas escuchasen.

Los que permanecían en la pieza deabajo sólo oyeron el estrépito queprodujo la puerta de la cámara en queestaba el francés. Sonó un portazo, laaldaba de cierre estaba echada, pero elperno que la sujetaba no debía de sermuy resistente, porque no aguantó elprimer envite de los asaltantes.

El posadero puso cara de angustia,sus cejas se elevaron por el centro,dando un aire de lastimosa resignación asu rostro, que parecía haberse alargadoy perdido los mofletes en pocos

segundos.Se oyó gritar al sorprendido francés,

por el tono parecían maldiciones.Sonaban a algo así como:

—Sacrebleau! Mon Dieu!Hubo un golpe sordo, un grito

desgarrado y después nada. Fue cuestiónde un momento. Los tres enmascaradosbajaron.

—¡Rápido, posadero, cuerdas! —gritó el jefe.

—¿Cu… cuerdas, señor? ¿Pa… paraqué? —otra vez volvía a tartamudear.

—¡Serás cabrón! ¡Para ahorcarte sisigues preguntando!

El enmascarado miró alrededor,

buscando algo. Clavó los ojos en elamolachín, un individuo enclenque detez cetrina y una cabellera negra yespesa que le daba un aspecto simiesco.Sus ropas eran andrajosas y tenía lasmanos, largas y huesudas, cubiertas decicatrices.

Ante la mirada del jefe de losatacantes, se hundió, y aún más cuandoéste avanzó hasta donde estaba y cogiólas tijeras. Después se fue hacia elmesonero.

—¡Quítate el mandil! ¡Vamos,rápido!

El mesonero se hincó de rodillas yjuntando las manos en actitud

implorante, como si fuese a rezar,suplicó:

—¡Piedad, señor, piedad! ¡Yo no hehecho ningún mal a vuestra excelencia!—Otra vez había recuperado lacapacidad de hilar frases sin titubeos.

El de las tijeras no pudo reprimiruna carcajada al oír que le trataban deexcelencia:

—Si haces lo que te digo no tepasará nada. ¡Quítate el mandil!

El posadero se puso de pie y desatóel paño, grande y mugriento, que teníaanudado a la cintura. El tejido era recioy alguna vez había sido blanco. En pocorato estaba hecho tiras que, tras ser

probadas en su consistencia, sirvieronpara atar las manos a las espaldas de lasdos mujeres; a los vizcaínos, que nohabían abierto la boca, ni se habíanmovido durante todo el fregado; alamolachín, que seguía tiritando con tantafuerza que costó lo suyo maniatarle, y alposadero, cuya calva estaba tanempapada de sudor que éste habíadesbordado la repisa que formaban losescasos pelos que adornaban en arco deuna sien a otra y corría abundante porlos carrillos y el cogote. Aún sobrabantirajos de lienzo, que fueron empleadospor los enmascarados paraamordazarles.

Los tres que realizaron aquella faenatrabajaban rápido y en silencio.Parecían gente habituada a esosmenesteres, y en pocos minutos tenían alos cuatro hombres y las dos mujeresamarrados, amordazados y tendidosboca abajo en el suelo.

Terminada la tarea, guardaron susarmas y salieron al zaguán, donde sequitaron los antifaces. El que habíapermanecido vigilando hizo una señal ytodos, ordenadamente, abandonaron ellugar.

Apenas circulaban transeúntescuando aquellos individuos caminabancalle abajo charlando animadamente.

Nadie habría dicho que acababan deasaltar la posada que quedaba un pocomás arriba y habían robado el mensajeque un correo francés traía a otrosfranceses que allí tenían tomadahabitación. Tampoco pareció sospecharla patrulla de alguaciles con que secruzaron y que entró en elestablecimiento del que acababan desalir.

Los agentes de la autoridad nodieron muestras de extrañeza ante elcuadro que se ofrecía ante sus ojos. Conparsimonia desataron a todos los queallí había y les impusieron silencio,cosa que resultó fácil, salvo en el caso

del posadero que intentó varias vecesexplicar lo sucedido.

—Señor… un grupo…—¡Silencio, habla cuando te

pregunte! —le increpó el alguacilmayor.

—¡Pero es que vuesa merced nosabe…!

—¡Si no te callas, vas a presidio! —gritó el alguacil en uno tono que noadmitía réplica.

Mientras tanto, cuatro de loscorchetes habían bajado el cadáver delfrancés y lo envolvieron en un lienzobasto, que ataron con fuerza. Terminadala operación, sacaron el cadáver —

nadie habría barruntado que se tratabade eso— y lo introdujeron en unvehículo cerrado que acababa de llegar.

—¡Ni una palabra a nadie! —dijo elalguacil con tono amenazante—. ¡Si enalgo aprecias tu vida y tu negocio, ni unapalabra! ¡Aquí no ha venido ningúnfrancés ni ha habido una muerte, ni nadade nada!

Todos los presentes estabansobrecogidos y guardaban silencio. Nose atrevían a abrir la boca, tampoco elposadero a quien se dirigió ahora,directamente, el alguacil.

—¿Me entiendes?La respuesta del aterrorizado

posadero llegó en forma de numerosasafirmaciones hechas con la cabeza.

—¿Dónde está el caballo delfrancés? —inquirió el alguacil mayor.

—En la cuadra, señor, en la cuadra.—El posadero apenas tenía resuellopara hablar—. Es un tordo de más desiete pies de alzada.

A un gesto del jefe, uno de losalguaciles se encaminó al establo.

—¡Llévatelo!Dirigiéndose otra vez al posadero,

el alguacil preguntó por los presentes.Conocida la situación, dio órdenes dedetener a los dos vizcaínos y alamolador. Sólo quedaron libres el

posadero, su mujer y la moza. Antes deirse, se volvió y le repitió otra vez:

—¡Ni una palabra a nadie! ¡Tejuegas la vida!

Las dos mujeres rompieron a llorar ysin abrir la boca, el posadero asintiócon vehemencia. Cuando los alguacilesse hubieron marchado, prorrumpió enmaldiciones:

—¡La culpa de todo es de esosfranceses hijos de puta! ¡Seráncabrones! ¡Los pongo en la calle, ya locreo que los echo! ¡A mí no me arruinanpor culpa de esos gabachos!

Y cumplió lo que juraba. Al otro díalos agentes franceses que allí tomaban

posada abandonaban sus habitacionesmaldecidos por el posadero. Noopusieron resistencia para evitar unescándalo, que no deseaban provocar.

Capítulo XX. Elsegundo mensaje

El conde de Cantillana leyó una vez másel mensaje que tenía delante de él. Nopodría decir cuántas lecturas habíahecho de aquel texto que sus hombres lehabían llevado la noche anterior. Erantantas que ya podía recitarlo de memoriasin temor a cambiar una sola sílaba.

De la Justicia a X e Y.El recibo de esta letra servirá

para que todo se ponga en marcha.Cicerón ha de estar dispuesto

porque Plutarco se ha impuesto a

Homero.La Justicia está prevenida y las

Damas y sus Hijas son conformes.Para el acto final esperad a que

Júpiter se decida a lanzar su rayo.

La primera conclusión que se podíasacar era que el mensaje que habíallegado al alcázar, y cuyo destinatarioera el duque de Medinaceli, y aquéltenían la misma procedencia. Eraposible que hasta hubiesen sido escritospor la misma mano, era cuestión decompararlos. Otro factor importante loconstituían las claves que en el mismoaparecían. Se había utilizado la mismacifra que en el caso anterior y, además,

aparecían los mismos nombres: Homero,Plutarco, la Justicia, Cicerón, lasDamas, las Hijas, y sólo una innovación:aparecía por primera vez una alusión aJúpiter. Una tercera cuestión, que sinduda suponía un progreso notable en loreferente a desentrañar la realidad quese escondía tras aquellos papeles, eraque la Justicia, esto es, quien se ocultasebajo aquella nominación, había escrito uordenado escribir —de nuevo pensóCantillana en lo útil que sería compararlos dos mensajes— las instruccionesque allí se contenían. A ello había queañadir que otras dos incógnitasquedaban resueltas, a tenor de los datos

de que disponía: X e Y eran Regnault yFlotte, aunque no estaba en condicionesde señalar qué cifra correspondía a cadauno de ellos, aunque eso era lo demenos, ya que la clave estaba en laidentificación.

Por primera vez desde que se habíavisto envuelto en aquel oscuro asunto,Cantillana tuvo la sensación de queempezaba a contar con ciertas ventajassobre los integrantes de la trama a la queestaba enfrentándose; ya sabía cosas,tenía datos que empezaban a arrojaralguna luz sobre las tinieblas y, lo queera más importante, poseía unainformación de la que los otros carecían.

Quienquiera que hubiese enviado elsegundo mensaje no sabía que éste nohabía llegado a su destino. Si, comotodo apuntaba, tenía su origen enFrancia, disponía cuando menos de dossemanas de ventaja, antes de quetuviesen conocimiento de lo ocurrido.

Tampoco los destinatarios, es decir,Regnault y Flotte, tenían noticia delcontenido de aquella misiva, por lasencilla razón de que no había llegado asus manos. A lo más que podían llegarera a saber que les habían enviado unaviso, incluso quién lo enviaba, peronada más.

Cantillana se retrepó en el sillón

donde estaba sentado, meditando sobretodo aquello; de la comparación de losdos textos podía concluirse algo que yasabían: Homero era el rey Felipe, perocomo quiera que el primer mensajedecía: «Plutarco se impondrá aHomero», en tono de afirmación, aunqueen relación con el futuro, porque eraalgo que en aquel momento aún no habíaocurrido, y en el segundo mensaje seseñalaba como algo ya acaecido:«Plutarco se ha impuesto a Homero», esdecir: «Plutarco se ha impuesto a FelipeV», habría que preguntarse sobre loocurrido entre la fecha de aquel mensajey la de éste.

—No hay más que una respuesta. —Cantillana había pasado del pensamientoa la palabra. Volvió al silencio, pero sumente siguió adelante. La respuesta erala derrota de las tropas del rey.Quienquiera que hubiese escrito aquellosabía que en Zaragoza las tropas delarchiduque habían destrozado a las deFelipe V; de esa forma las dos frasestenían ya sus nombres descifrados,porque Plutarco sólo podía ser elnombre en clave del archiduque Carlosde Austria.

«El archiduque Carlos se impondráa Felipe V.»

Tras el desastre de Zaragoza:

«El archiduque Carlos se haimpuesto a Felipe V.»

—Sin embargo…, sin embargo. —Aquella conclusión le llevaba a unaduda, a una nueva pregunta para la queno tenía respuesta y que podía echar portierra todas las deducciones que habíarealizado hasta aquel momento.

Dobló el papel de sus desvelos y loguardó cuidadosamente en el bolsillointerior del chaleco. Se levantó, se pusola chupa y tomó una capa. Pidió sucarroza y dio instrucciones a su cochero:

—¡Rápido, es urgente! ¡A palacio!Tuvo dificultades con los soldados

que había puesto en la puerta, pues le

negaron la entrada; tampoco le conocíael capitán de la guardia. Hubo unforcejeo verbal y Cantillana pidió ver alresponsable de jornada para la cámarareal.

—Lo que pedís es imposible, señor.—¡Cómo imposible! —replicó

Cantillana con energía.—No podemos avisar a un

gentilhombre de su majestad porque lopida el primero que llega a las puertasde palacio.

—¡Voto a…! —Cantillana estabacolérico. Instintivamente se llevó lamano al costado, pero se dio cuenta deque iba desarmado. El gesto no pasó

inadvertido al oficial, que frunció elceño. Justo en ese momento llegó otracarroza al lugar donde se producía ladiscusión. Venía escoltada por cuatrojinetes al mando de un oficial. En laportezuela relumbraba el escudo queindicaba al propietario: eran las armasdel rey.

El capitán de la guardia dio la voz:—¡Sargento, a formar!—¡Formación! ¡Formación! —La

palabra se repitió como un eco, pero contono enérgico.

Media docena de hombres y unsargento se alinearon a toda prisa,ajustando los correajes, abotonando las

prendas y colocándose de formaadecuada los tricornios. En pocossegundos la guardia estaba formada ylos soldados firmes con sus fusilescogidos por el cañón y la culatadescansando en el suelo, junto a su piederecho. El capitán sacó su sable y locogió con la empuñadura por debajo dela barbilla, de modo que apuntaba haciael cielo, tapando el centro de su cara.

Dos mujeres descendieron de lacarroza; llevaban largas capas y unascapuchas amplias cubrían su cabeza.Eran la reina y su camarera mayor.Cantillana se descubrió y con graciacortesana echó su capa al suelo por

donde habían de pisar las dos mujeres.Era grande de España y podíapermanecer cubierto en presencia delrey, pero era un hombre galante y másaún si se trataba de la reina y de…

—Señor conde de Cantillana, ¿quéhacéis aquí? —Las palabras de la reinasonaban a sorpresa e interrogación.

—Majestad —el conde inclinólevemente la cabeza—, se trata de unaurgencia.

—En ese caso, acompañadnos.La reina y su camarera entraron en

palacio escoltadas por Cantillana. Éstemiró de soslayo al capitán, quepermanecía impasible, mientras la capa

quedaba tirada en el suelo después deservir de alfombra a los reales pies.

Apenas tuvo que hacer antesala.Sólo los minutos precisos para que lareina, que había acudido aquella mañanaa postrarse a los pies de Nuestra Señorade Atocha, a fin de implorar suprotección ante los momentos dedificultad y tribulación que la afligían,se acomodase.

A Cantillana le hubiese gustadotener un encuentro a solas con laprincesa de los Ursinos, pero las cosashabían ocurrido de aquella forma y no sepodía andar con pérdidas de tiempo. Loque estaba en juego en esas horas era el

trono de la Monarquía Católica.—Don Fernando —dijo la camarera,

intentando combinar la etiqueta con laconfianza—, su majestad dispone depoco tiempo, pues a las doce ha depresidir una sesión urgente del Consejode Estado, de modo, pues, que nopodemos andarnos por las ramas.

Por un instante, Cantillana pensó enlo extraño que resultaba que la reinapresidiese el Consejo de Estado, sobretodo estando el rey en la corte. Fue unaleteo en su mente y no se paró a buscarrazones para aquella rareza, pues eltiempo apremiaba.

—Majestad, a Madrid ha llegado un

segundo mensaje relacionado con latrama de la conjura que nos puso demanifiesto el primero.

Ante aquella revelación, las dosmujeres quedaron atónitas.

—¿He oído bien, conde, o mi ánimoempieza ya a desvariar? —La reinahabía abierto sus ojos, negros y grandes,de forma desmesurada. No era fácilseñalar cuál de aquellas dos mujeresestaba más sorprendida.

—Vuestra majestad ha oído bien; hallegado a Madrid un segundo mensajerelacionado con la conjura urdida contrael rey.

—¿Cómo sabéis vos eso,

Cantillana?—Majestad, porque ese mensaje

está en mi poder.—¡Cómo! ¿Cómo es eso posible?—Majestad, en esta corte hay pocas

cosas imposibles en estos tiempos.—Don Fernando, ¿tenéis ese

mensaje aquí? —la camarera trataba desosegarse.

—Así es mademoiselle —extrajodel bolsillo de su chaleco el mensaje y,con gesto galante, lo extendió a la reina.

—Leedlo vos, Cantillana.Un leve carraspeo precedió a sus

palabras:

De la Justicia a X e Y.El recibo de esta letra servirá

para que todo se ponga en marcha.Cicerón ha de estar dispuesto

porque Plutarco se ha impuesto aHomero.

La Justicia está prevenida y lasDamas y sus Hijas son conformes.

Para el acto final esperad a queJúpiter se decida a lanzar su rayo.

—¡Santo Cielo! —fue laexclamación que salió de la boca de lareina.

—Supongo, don Fernando, que yahabréis descifrado algunos de los puntosde este mensaje. —Había un irónico

retintín en las palabras de la camarera,que contenían todo un aviso dedescontento por habérsele ocultadoaquello. Porque ella sí sabía cómo habíallegado aquel papel a sus manos yconsideraba que había transcurridotiempo de sobra para que hubiese sidopuesto en su conocimiento.

—Así es, mademoiselle.—No os detengáis, por favor, ¿qué

se esconde detrás de esas frases? —Lareina estaba nerviosa, no podíadisimularlo y sus manos se retorcían unacon otra.

—Intentaré resumir con brevedad,majestad.

Las miradas de Cantillana y de AnaMaría de la Tremouille se cruzaronfugazmente, el tiempo para queCantillana se apercibiese de un mensajeinequívoco: «Eres un bribón, ya teajustaré las cuentas».

—Majestad, la carta que tengo enmis manos iba dirigida a Regnault yFlotte, dos agentes franceses queparecen tener en sus manos los hilos dela trama, ellos son X e Y… —La reinaasintió con la cabeza—. Por otrasfuentes de información sabemos queHomero es el rey nuestro señor, vuestroesposo. —La reina se contrajo de formacasi imperceptible, fue como una

reacción de miedo, que no pasódesapercibida a los presentes—; de lacomparación de los mensajes se puedededucir, creo que sin margen de error,que tras Plutarco se esconde elarchiduque de Austria.

—¿Cómo deducís eso? —preguntóla camarera.

—En el primer mensaje se dice «seimpondrá», en este segundo se dice «seha impuesto». En un caso es unaafirmación para el futuro, en otro es unaafirmación de algo acaecido. Y ¿qué haacaecido? —Cantillana se contestó supropia pregunta—. Las tropas delarchiduque Carlos han deshecho a las

nuestras en Zaragoza… se han impuestoa las nuestras.

La reina no pudo reprimir un suspirode congoja.

—¿Hay algo más, don Fernando? —otra vez el tono de retintín de lacamarera mayor.

—Sí, hay algo más y de sumaimportancia. Esta segunda carta sabemosque está remitida por quien se escondetras el nombre de «La Justicia». Tal vezesté escrita de su propio puño. Debemoscomprobar la letra de ambas cartas paraver si tienen la misma procedencia.

—¿Nos permitiría conocer algo másla comparación de las dos cartas? —la

camarera seguía preguntando.—Tengo dudas, pero es posible que

sí. Este segundo mensaje viene, alparecer, de Francia. El mensajero,desde luego, era francés, y todo apunta aque traía sobre sus espaldas muchasleguas de camino.

—Será cuestión de interrogar almensajero, señor conde. —La reina lodijo como una cosa natural.

—Majestad, lo siento. Pero estemensajero no podrá decirnos nada.

—¿No podrá…?—Majestad, está muerto.—¿Dónde está el primer mensaje,

Ana María?

—Majestad, lo tenemos a buenrecaudo.

—¿Es posible ahora sucomparación?

—Sí, majestad, si ése es vuestrodeseo.

—Entonces no debemos perder uninstante.

—Así se hará; sin embargo,majestad, ya es la hora en que estáconvocado el Consejo de Estado yvuestra presencia allí…

—Oh, es cierto, he de…—Perdonad mi osadía, majestad,

pero si vuestra majestad no tieneinconveniente, podría acudir a esa

reunión del Consejo de Estado, mientrasmademoiselle y yo comparamos los dosmensajes y trabajamos en ello paraganar el máximo tiempo posible.

—Es una buena idea, conde, y así loharemos. En ningún caso abandonaréispalacio antes de que yo termine lasesión del Consejo, Ana María osatenderá.

La camarera mayor y el conde deCantillana se vieron a solas en elpequeño gabinete, donde la primerahabía sonsacado al anterior confesor delrey todos los datos referentes aldestinatario del primer mensaje cifradoque les había alertado sobre la

existencia de la conjura. Un mensaje queahora tenía mademoiselle en sus manos.Cantillana sabía que antes de nadatendría que dar explicaciones y soportaruna escena. La cosa sucedió a lainversa: primero fue la escena y luegolas explicaciones. Poco a poco las cosasse serenaron, Ana María de Tremouillese sentó en un sillón, todavía presa de laexcitación.

—Sólo te pido que me dejesexplicarte cómo han sucedido las cosas.

—¡Explicarme! ¡Eso es lo que teníasque haber hecho antes!

—Todo ha sucedido con mucharapidez. Ha sido necesario tomar

decisiones sin vacilar, estoy convencidode que con otra actuación no habríamosllegado hasta aquí.

—¡Desde luego que no! ¡De esopuedes estar seguro!

—Ana María, la decisión deapoderarnos…

—Querrás decir, apoderarte —pesea la interrupción, el tono de la princesaera cada vez menos agresivo.

—Bien, como tú digas —Cantillanaseguía avanzando por la vía de laconciliación—, la decisión deapoderarme del mensaje tuvo que serinmediata; de lo contrario ahora lotendrían los agentes franceses… Estarás

de acuerdo conmigo en que he venidotan pronto como me ha sido posible acompartir su contenido… este asunto nose resolverá sin ti, tú lo sabes mejor queyo.

—Creo que tenías problemas paraentrar en palacio —por primera vezmademoiselle empezaba a relajarse. Elrecuerdo de la escena de la puerta delalcázar era como una pequeña venganzasobre aquel hombre de cualidades pococomunes.

De repente, la camarera cambió detono y expresión:

—Fernando, perdóname…perdóname, he sido una estúpida. Si no

fuera por ti… si no fuera por ti todo estosería ya un naufragio.

Cantillana la tomó de la mano y,atrayéndola hacia sí, la rodeó con susbrazos y la estrechó con fuerza. Ella seabandonó y, por un momento —al menospor un momento—, se sintió protegidaen medio del torbellino de inseguridadesque era la corte de aquellos jóvenesreyes que se hallaba pendiente de unhilo, y todo apuntaba a que podíaromperse en cualquier momento.

El tiempo transcurría en silencio,ninguno de los dos quería romper aquelinstante. Al final fue la princesa de losUrsinos quien lo cortó:

—No perdamos tiempo —consuavidad se deslizó de los brazos deCantillana y desdobló el papel que teníaen sus manos.

La comprobación no requirió muchotiempo, ni siquiera era una tarea deexpertos. Aquellos dos textos habíansalido de la misma mano, el papel erade textura y tonalidad diferente, la tintatampoco era igual, pero no había dudaninguna: habían sido escritos por lamisma persona.

—Tal vez —señaló la camarera—las diferencias de tinta y papel puedanindicarnos algo más.

—¿Sí?

—Los dos mensajes han sidoescritos por la misma persona, pero lascircunstancias son diferentes.

—Es cierto —exclamó Cantillanacon sorpresa—. Eso significa que no esun escribano que escribe al dictado.Quien escribe… es alguien…

—Alguien que está complicado en laconjura.

Cantillana, pensativo, asintió sindecir nada.

Capítulo XXI. Unconsejo de estado

La juventud de la reina era elcontrapunto a la senectud dominanteentre los miembros del Consejo deEstado. Las arrugas de sus rostros, queparecían talladas en piedra, dejabanconstancia de la huella indeleble de unalarga vida cargada de experiencias. Sermiembro del Consejo de Estado suponíala culminación de una carrera alservicio del rey. En teoría, laimportancia de aquel órgano era tal que,a diferencia de otros consejos, su

presidencia estaba en manos del propiomonarca, aunque su majestad noasistiese casi nunca a lasdeliberaciones. La realidad, sinembargo, era muy diferente, no tanto porel carácter consultivo de la institución,cuanto porque se había convertido en unrefugio de ancianos, envanecidos por elpaso del tiempo y demasiadocomprometidos en camarillas, alianzasfamiliares u odios ancestrales,sostenidos generación tras generaciónsin que a veces se supiese la causa quehabía provocado el enfrentamientoinicial. Se votaban más las relacionesque los asuntos, y esto lo había

convertido en una antigualla donde lapresumida experiencia de sus integrantesse ponía, más que al servicio delEstado, al de las ataduras a que lescomprometía una vida intensa y unadeterminada procedencia familiar.

Formaban parte de él dos príncipesde la Iglesia; uno era el cardenalPortocarrero, arzobispo de Toledo, unhombre que lo había sido todo en elentramado político de la monarquía,pero cuya estrella hacía ya tiempo quedeclinaba de forma imparable; otro,Manuel de Arias, arzobispo de Sevilla,hechura de Portocarrero, pero sin suinteligencia ni sus capacidades. Las

malas lenguas de la corte decían que siPortocarrero chocheaba, Arias era tontode remate. Había, como no podía ser deotra forma en la católica monarquíaespañola, un teólogo para que losdictámenes del Consejo estuviesensiempre en concordancia con laortodoxia de la Santa Iglesia Romana.Ocupaba ese puesto un dominico, frayJuan de Santaelices, famoso por lavehemencia de sus sermones, que erantodo un compendio de sabiduría y ardora la hora de fustigar los vicios y lasdebilidades humanas. Era hombre decostumbres estrictas y severas quepretendía extender a todo el mundo.

Había puesto la fuerza de su oratoria alservicio de Felipe V y su causa, lo quese había convertido en razónfundamental para tener un asiento enaquel organismo. Era de carnes magras yoscuras, parecía seco como la mojama yandaba tieso como un estoque. Su rostroalargado estaba moteado por una barbarala que contrastaba con la espesura delpelo que crecía en su cabeza, quellevaba, por lo común, cubierta con unbonete de tales proporciones que enMadrid se le conocía como «frayBonete».

Siete eran los aristócratas que teníanasiento allí. El viejo marqués de

Mancera, apergaminado y achacoso,padecía frecuentes ataques de gota paralos que los médicos no encontrabanexplicación alguna, dada la extremadelgadez del paciente. Su piel parecíatransparente y daba la sensación de queno había sustancia alguna entre ella y loshuesos que configuraban un esqueleto apunto de descomponerse. Era de lospocos que decían lo que verdaderamentepensaban en aquel nido de intrigas, y lohacía siempre por lo llano, sincircunloquios cortesanos. Su forma deser le había granjeado grandesenemistades, pero también poderososaliados. Tenía fama de ser hombre de

honor, sin dobleces, leal al rey Felipe,aunque en el reinado anterior defendióuna sucesión contraria a la casa deBorbón. Fue de los pocos grandes queen el Madrid ocupado por las tropas delarchiduque hizo pública profesión delealtad felipista, lo que le costó unarresto domiciliario y la admiración delos madrileños. Era «el viejo Mancera»,todo un símbolo del tiempo que se habíamarchado para no volver.

También estaba el conde deFrigiliana, menudo de cuerpo y detemperamento nervioso. Al igual queMancera, se mostró contrario a queFelipe V fuese entronizado en España y,

por lo tanto, decidido partidario de lacasa de Austria, aunque luego la alianzade ésta con los herejes ingleses yholandeses hizo que sus preferenciascambiasen de forma radical. Era máscortesano, y algunos dudaban de laconsistencia de su lealtad al nuevo rey,aunque no había ninguna prueba queavalase las dudas, y aquello bien podíaestar fomentado por la envidia dealgunas afiladas lenguas que no llevabanbien que aquel «converso» estuviesesentado allí.

Otro de los aristócratas era elmarqués del Fresno, una personalidadmediocre y oscura, que, según la

maledicencia popular, estaba en lacumbre gracias a los favores que lamarquesa, su mujer, habíaproporcionado a las entrepiernas másinfluyentes de Madrid. Era, al parecercon pocas dudas, que se despejabancuando se conocía a la marquesa, un«cornudo complaciente». Tenía a sufavor que desde siempre se habíamostrado partidario de que el nieto deLui s XIV fuese rey. Se trataba de unindividuo anodino, de rostroinexpresivo.

Muy diferente era el conde deSantisteban. Junto a Mancera era lapersona de más valía entre quienes

tomaban asiento en el Consejo. Hombrede amplitud de miras y con una visión deconjunto muy atinada sobre las cosas dela monarquía, aunque a veces le perdíala vehemencia de su carácter. No habíadudas sobre su lealtad al rey.Despreciaba a Fresno y sus trifulcaseran siempre con otro de los consejeros:el marqués de Villafranca, un enredadorde devoción y acción. Villafranca era unauténtico cortesano, un político al estilode Maquiavelo, capaz de cualquier cosacon tal de llegar a donde quería, por esoa nadie extrañaría que, si llegaba elmomento, vendiese al rey. Era uno delos que se habían beneficiado a la

marquesa del Fresno. Susenfrentamientos con Santistebanatascaban numerosos asuntos en elConsejo y eternizaban las sesiones.

El conde de Fuensalida era underrotista sin paliativos. Su mayormérito había sido la defensa a ultranzade los Borbones, por entender que sólocon el apoyo de la poderosa Francianuestra monarquía podría sobrevivir alos embates de los «protestantes», queera el calificativo con que denominaba alas potencias no católicas y cuyoobjetivo fundamental —en Fuensalidaalcanzaba rango de obsesión— eraacabar con la campeona del catolicismo.

Persona muy cumplidora de sus deberesreligiosos, frecuentaba a diario iglesiasy conventos, de muchos de los cualesera un insigne bienhechor. Sucomportamiento religioso rayaba en labeatería, los maledicientes le apodaban«el Meapilas».

Las sesiones del Consejo de Estadoeran presididas, en ausencia del rey, porel marqués de Grimaldo, un burócratacompetente y eficaz, y uno de losescasos pilares con que contaba elmonarca. No era brillante, pero se podíaconfiar en él. Meticuloso y trabajador,no escatimaba esfuerzos para sacaradelante los asuntos que se le

encomendaban. Estaba soltero y teníauna debilidad conocida de todos: lasmujeres. No le importaba la clase ni lacondición de éstas; lo mismo seacostaba con la más blasonada dama quecon una vulgar prostituta.

El salón de sesiones resultaba untanto tétrico, aunque para la época podíaser calificado como un lugar cargado dedignidad y adecuado para la reflexión.La luz podía entrar a raudales por losdos ventanales que se abrían a un ampliobalcón corrido, pero unas pesadascortinas, que daba la sensación de quenunca se corrían ni recogían, impedíanla entrada de luz. Sin embargo, aquella

sesión iba a ser diferente. Su majestadhabía ordenado abrir de par en par losbalcones. Una bocanada de aire hizo quepor unos instantes el olor a moho queimpregnaba la sala fuera más intenso,pero luego refrescó el ambiente.

La reina saludó con brevedad a losconsejeros y pidió la opinión de todosellos acerca de las soluciones queconsideraban más adecuadas para hacerfrente a la grave situación creada tras laderrota de Zaragoza.

El primero en tomar la palabra fue elcardenal Portocarrero.

—Majestad, supone para todosnosotros un honor inmerecido vuestra

presencia en el Consejo. Las prendasque adornan la excelsa figura de vuestramajestad, de todos conocidas, insuflannuestros corazones y nos dan alas yánimos para perseverar en la defensa deesta monarquía, acosada hoy porenemigos tan formidables y poderososque es cosa de la protección de sudivina majestad el no haber sucumbido atan terribles embates. No es propicia lasituación y las noticias que llegan a estacorte auguran dificultades aún mayoresque las que estamos padeciendo… Ladoctrina en que hemos sido criados y eldominio y mando con que estamosgustosos y bien hallados…

En aquel momento, la reina, quepese a la mera palabrería de que estabahaciendo gala el cardenal había seguidoatenta su intervención, sacó del bolsoque llevaba una labor de punto y,tomando las agujas, se puso a hacercalceta.

Portocarrero se descompuso ydirigió una mirada terrible a la reina,quien sin inmutarse, le espetó:

—Su eminencia puede continuar. —Y siguió aplicada a la labor queacababa de iniciar.

El purpurado, cuya ira contenidasólo era inferior al desconcierto que sehabía apoderado de su espíritu, se

perdió en alguna disquisición más, sinaportar nada de interés a la cuestiónplanteada por la joven soberana.

Tomó la palabra a continuación donManuel de Arias, quien, con la torpezaque le caracterizaba —nadie seexplicaba, salvo por la influencia delprimado, que hubiese alcanzado la mitrahispalense— se limitó a decir:

—Me conformo con el parecerexpuesto por su eminencia.

La reina no levantó la vista de lalabor.

Fue Mancera el siguiente enintervenir. Todos esperaban con interésla intervención del «viejo». Podía decir

cualquier cosa, pero no se andaría concomponendas.

—Majestad —tenía una voz potente—, vuestra presencia aquí pone demanifiesto la gravedad de la situación.Los franceses han abandonado la causadel rey nuestro señor, que es la vuestra yla nuestra. Si se confirman las noticiasde Aragón, en Zaragoza nos hemosquedado sin ejército. El enemigo esdueño de la situación y apenas hayrecursos con que poder hacerle frente.Todo lo demás es engañarnos…

La reina ya había dejado la laborsobre el regazo y concentraba suatención en el viejo marqués, que, una

vez más, no defraudaba las expectativas.—Circula el rumor, majestad —

prosiguió Mancera—, que hay enmarcha una conjura para acabar —habíaelegido la palabra exacta por laamplitud que tenía— con su majestad elrey nuestro señor.

Todos los presentes se removieronen sus sillones como si una comezóninesperada les inquietara; sólo la reinapermaneció inmóvil.

—No sé el fundamento de ese rumor—continuó el marqués—, pero no seríade extrañar que hubiese en él algo deverdad, estando las cosas como están…Mi parecer, señora, es que a grandes

males, que son los que nos aquejan,grandes remedios. Hay que movilizar albatallón de las Ordenes, será unejemplo. Que se haga un llamamiento ala defensa del trono amenazado por losherejes luteranos, calvinistas yanglicanos que nos quieren imponer porlas bravas un rey que viene de Aragón yCataluña sostenido por las armas deesos herejes y de unos súbditostraidores a su fe, a su rey y a su ley.Sáquese dinero, a toda prisa, de dondelo hay, que es en las diócesis, en losconventos y en las iglesias…, de buengrado… o por la fuerza… Pídase oexíjase el apoyo de la grandeza y

póngase nuestro rey al frente de sustropas. Nuestro pueblo (vuestro pueblo,majestad), es leal a su palabra ycumplidor de sus compromisos.Defenderá aquello por lo que se hacomprometido; sólo necesita el estímulodel ejemplo… Mis achaques y mi edad,majestad, no me permiten ser el primeroen ofrecer mi espada e incorporarme aese ejército, pero lo harán gustosostodos los hombres de mi familia encondiciones de tomar las armas por lacausa del rey nuestro señor. También mihacienda, majestad, está a vuestroservicio.

Cuando el viejo marqués calló,

Luisa Gabriela de Saboya tuvo quehacer grandes esfuerzos porque laslágrimas que se agolpaban en sus ojosno se desbordasen. No podía hablar,porque un nudo le atenazaba la garganta,y si lo intentaba prorrumpiría en llanto.Tomó la bolsa de la labor y sacó, apuñados, un montón de joyas. Allí habíapulseras, anillos, aretes, collares,diademas, brazaletes, casi todo era oro ypiedras preciosas, formó un montónreluciente que destacaba sobre el negrodel tapete que cubría la mesa delConsejo. El silencio era absoluto y lareina lo prolongó, deliberadamente, eltiempo necesario para rehacer su ánimo

emocionado.—Tal vez sea suficiente para armar

el primer regimiento.Todos los presentes quedaron

boquiabiertos, estupefactos. Ante elgesto de la joven reina no sabían cómoreaccionar. Cada uno estaba rumiandoen su interior cuando tomó la palabra —se había roto el orden de intervencionesreglamentario— el conde deSantisteban.

—Majestad —dijo—, ése no será elúnico regimiento que se arme. Me sumoal parecer expuesto por Mancera, y aligual que su hacienda también la míaestá en vuestras manos; de ella surgirá

otro regimiento armado y equipado.Serán vasallos y deudos de misdominios y señoríos quienes loconformen. Y si vuestra majestad nodispone otra cosa, yo mismo seré sucoronel… ¡Viva el rey!

Con aquel grito el conde deSantisteban cerró su intervención.

A partir de aquel momento el ordeny el concierto desaparecieron de lasesión. Se produjo un verdaderorevuelo, porque todos pretendían hablara la vez. Con grandes dificultades, elmarqués de Grimaldo logró restablecerun poco de orden.

—Señores, por favor, señores. Haya

calma, haya calma, señores.El resultado final del revuelo era, si

no surgían dificultades, un ejército conque sostener la corona de Felipe V.

El cardenal Portocarrero habíaofrecido el equipamiento de seiscompañías de caballería, incluidos loscaballos; habría que reclutar los jinetes.El otro purpurado, arguyendo losmenores ingresos de su mitra, ofreciótres compañías, también de caballería,cuya remonta se haría en las riberas delGuadalquivir. El marqués de Villafrancase vio obligado, por la actuación de suantagonista Santisteban, a no quedarseatrás. De haberlo hecho habría perdido

ante su adversario la más importante delas contiendas, y por si era poco, esohabría ocurrido en presencia de lamismísima reina. Ofreció otroregimiento de infantería equipado a sucosta, reclutado entre sus dominiosseñoriales y con él como coronel, si sumajestad lo tenía a bien.

Fuensalida era el más opulento encuanto al valor de las rentas de susseñoríos. Su influencia política eramenor que la de otros miembros delConsejo, pero las alianzas familiares desu casa le habrían convertido en elhombre más poderoso de su época,después del rey, de no haber sido por lo

apocado de su carácter. Su vinculación ala causa de los Borbones y su acendradocatolicismo fueron las bazas queimpulsaron su decisión: levantaría a sucosta un regimiento de caballería,armado y equipado. Para los ampliosdominios de aquel aristócrata no era unacarga pesada; de hecho, no era nisiquiera una carga. También el conde deFrigiliana hizo una generosa aportación.No levantaría ninguna unidad, pero seharía cargo de los gastos necesariospara la defensa de la costa de Granada,lo que liberaría a la Real Hacienda deunos buenos ducados. Reveló su espíritucortesano cuando pidió a la reina:

—Majestad, que vuestro joyero taseel valor de esas… —Señaló el montónde joyas que la soberana habíadepositado sobre la mesa—. Yo soy elcomprador. Después os ruego que lasaceptéis como obsequio de este servidorde vuestra majestad.

Sólo el marqués del Fresno mantuvoun silencio oscuro que no rompió elambiente que se había desatado enaquella sala, donde había entrado unrayo de luz.

Fray Juan de Santaelices, que notenía recursos con los que colaborar enel levantamiento del ejército que estabasaliendo del compromiso de aquellos

magnates, hizo un encendido elogio deldesprendimiento, la generosidad y lalealtad hacia el rey nuestro señor.Prometió, y a ninguno de los presentes lecupo la menor duda de que lo haría, quedesde el púlpito inflamaría loscorazones de los madrileños en pro dela causa de su majestad Felipe V. Porsupuesto, la Santa Madre Iglesia nadatenía que objetar ni a las deliberacioneshabidas ni a los acuerdos adoptados.

El marqués de Grimaldo, quetambién ofreció una colaboración enmetálico, aunque no la dejóespecificada, sería, con su tesón ymeticulosidad, la pieza fundamental para

que todas aquellas voluntades sematerializasen sin tardanza, porque eltiempo iba a ser una cuestiónfundamental si se deseaba darleefectividad a los propósitos.

Se acordó también dar publicidad aaquellas muestras de generosidad que,sin duda, «estimularían a los fielesvasallos del rey nuestro señor,alentarían los decaídos ánimos demuchos y revelarían a todos que la causade su majestad tenía alientos para hacerfrente a la conjunción de los herejes ylos traidores que habían faltado a la fede su juramento». Grimaldo seencargaría de que por voz de pregonero

así se anunciase en calles y plazas, y quese fijasen pasquines impresos parageneral conocimiento.

Había una especie de euforia quecontrastaba con la gravedad ycircunspección que había dominado aaquellos próceres al comienzo de lasesión. La reina pidió silencio y con lavoz entrecortada por la emoción —nolograba superar los sentimientos que laembargaban desde que el viejo Mancerahabía hablado— agradeció a lospresentes su fidelidad y generosidad.Levantó la sesión y pidió que le dejasena solas con el marqués de Mancera,quien ocupaba en la mesa el extremo

opuesto a la presidencia, por ser el lugarmás adecuado para mantener estiradasobre un escabel la pierna que másafectada tenía por la gota. Cuando todoslos miembros del Consejo se hubieronretirado y Grimaldo, último en salir,cerró la puerta, la soberana se acercó alanciano, quien intentó ponerse de pie.Luisa Gabriela posó una mano sobre suhombro en un gesto a la vez cariñoso eindicativo de que permaneciese sentado.Los ojos de la reina rebosaban gratitudhacia aquel hombre a quien los años nohabían arredrado. Lo que a duras penashabía podido contener hasta aquelmomento, le resultó ahora imposible, y

las lágrimas corrieron finalmente por lasmejillas de aquella jovencita. Manceratrató nuevamente de levantarse, pero suintento se desvaneció ante la presión dela regia mano, que seguía posada sobresu hombro. Sacó un pañuelo de suropilla y se lo ofreció a la reina.

—Desahogaos, majestad,desahogaos. Para eso el llanto es buenamedicina. Es grande el peso que cargáissobre vuestros hombros, pero tened fe.Esta es tierra de hombres valientes yleales, ya lo habéis visto. Con muy pocose comieron el mundo, ahora defenderánesta monarquía por vuestra majestad…

La reina trataba de contener los

sollozos.—Majestad —prosiguió el marqués

—, también he de deciros que no lesgustaría ver a su reina llorar. Aunque…bien mirado, si os vieran, lucharíanhasta el final para que no tuvierais quehacerlo otra vez…

Luisa Gabriela secaba las lágrimascon el pañuelo y lograba que por findejasen de manar de unos ojos quesemejaban fuentes desatadas. AhoraMancera, con la ayuda de su bastón, sepuso de pie, sin que la reina pudieseevitarlo.

—Majestad, tengo entendido que elconde de Cantillana está aquí, en la

corte.La reina asintió, mientras secaba los

últimos restos de su llanto.—Por lo que sé, está resolviendo un

asunto delicado —añadió el marqués.—¿Cómo sabéis…?Mancera no echó cuentas de la

pregunta.—Tened fe en él. Es hombre de

honor, es valiente y es leal. Es unsoldado experimentado y a quien se lepuede confiar un ejército. No lo dudéis,majestad, el ejército que se ha levantadoaquí tal vez sea la última baza quetengamos; ponedlo en sus manos. En elnegocio de la guerra nadie puede fiar

nada, pero no os defraudará. Si puedevencer, vencerá, y si tiene que morir,morirá.

La soberana tenía pensado, para ellohabía pedido que les dejasen a solas,preguntarle sobre la traición a que habíaaludido cuando habló en el Consejo.Decidió no hacerlo.

—Se hará como vos decís, podéisestar seguro.

—Permitid, majestad, una licencia aeste viejo soldado. Sois una hermosareina, pero sobre todo sois reina. —Intentó tomar su mano para besarla.Luisa Gabriela de Saboya la retiró consuavidad y besó amorosamente la

mejilla de aquel anciano. Luego le tomóde la mano y le ayudó a caminar.Salieron del salón cogidos del brazo.Mancera habría dado todo lo que poseíapor tener veinticinco años y unir suespada a la de aquellos que iban ajugarse la vida por su reina; una lágrima,casi imperceptible, se escapó de uno desus ojos. Compuso la figura lo mejorque pudo, irguiéndose cuanto le eraposible. Llevaba del brazo a la reina deEspaña.

Los presentes, que habían aguardadoen la antesala del Consejo la salida desu majestad, enmudecieron y abrieronpasillo, unos sorprendidos y otros

envidiosos ante aquella extraña parejaque, llena de orgullo, pasó ante ellos.

Capítulo XXII.Noticias del Vaticano

Concluida la reunión del Consejo deEstado, la reina volvió con su camareramayor y el conde de Cantillana.

—Majestad, si ésas son vuestrasórdenes, yo las cumpliré gustoso, perohay algo urgente que hemos de concluir.

—¿Cuál es esa urgencia?El conde de Cantillana miró con

cara de complicidad a la camareramayor, que asintió con una leveinclinación de cabeza.

—Es un plan arriesgado y

necesitamos la autorización del rey paraponerlo en marcha. Si todo sale como lohemos planeado, no debe transcurrirmucho tiempo sin que esté concluido.

—¿Puede la reina conocer ese plan?—preguntó con ironía la soberana.

—¡Majestad…!Luisa Gabriela de Saboya adoptó

una posición más cómoda en su asiento.Cantillana dedujo que la reina no teníaprisa y que debía hacer una exposicióndetallada de aquel plan, que en suopinión había de anteponerse a la tomadel mando del ejército que a toda prisaiba a levantarse en los próximos días.Antes de que empezara a hablar, la reina

le invitó a tomar asiento.—Poneos cómodo, don Fernando,

será mejor para todos.Cantillana se acomodó y comenzó su

exposición:—Hemos comprobado que los dos

mensajes que han llegado a esta corte,uno dirigido al duque de Medinaceli yotro a los agentes Regnault y Flotte, hansido escritos por la misma mano, aunqueel recado de escribir utilizado ha sidodiferente. La conclusión es simple: setrata de la misma persona, si bien no hadebido de escribir desde el mismolugar. El origen del segundo de losmensajes debe de ser Francia, aunque

ese extremo no podemos afirmarlo conseguridad… El hecho de que una mismapersona escriba a unos agentes francesesen un caso y a un grande de España enotro, pone de manifiesto que laoperación que hay en marcha tieneamplias ramificaciones y, enconsecuencia, cuenta con importantesapoyos, tanto en Versalles como enMadrid…

La reina, que trabajaba conaplicación y primor la labor de aguja, noperdía detalle de la exposición que leestaban realizando.

—Una vez que los agentes franceseshan sido identificados —prosiguió

Cantillana—, hemos seguido susmovimientos, lo que nos ha conducido apersonas de alcurnia y de la primeraesfera de esta corte, sospechosas deestar en la trama cuyo objetivo final esel destronamiento de su majestad y susustitución por un nuevo rey…

—El archiduque Carlos de Austria—lo interrumpió la reina.

—Tenemos razones fundadas parapensar que no. Ha de tratarse de otrapersona cuyo nombre cifrado es laJusticia. Como ya sabéis, el archiduqueCarlos en el código de los conjurados esPlutarco, mientras que su majestad, elrey aparece oculto bajo el apelativo de

Homero… Como os decía, majestad,gracias al seguimiento de los agentesfranceses hemos conocido a algunaspersonas de relevancia que estaríancomplicadas en la conjura.

—¿Cuáles son sus nombres? —lointerrumpió otra vez la reina.

Cantillana miró de forma queparecía casual a la camarera, y ésta leanimó a contestar con un gesto casiimperceptible.

—Majestad, la discreción y el sigilohan de ser las dos bazas fundamentalespara que nuestro plan tenga éxito. El másleve descuido, un desliz insignificante,pueden dar al traste con todo. Ya hemos

corrido un riesgo importante paraapoderarnos del segundo de losmensajes. Contamos a nuestro favor conel tiempo, pues los destinatarios ignoranque ese segundo mensajero ha llegado aMadrid con instrucciones. Les llevamosbastantes días de ventaja, y con un pocode suerte hasta dos semanas… Suplico,pues, la más absoluta discreción yconfidencialidad a vuestra majestad —continuó Cantillana.

La soberana asintió con un levegesto y dejó a un lado la labor.

—Se trata —añadió él—, ademásdel duque de Medinaceli, de los deMontalto y de Montellano, los condes de

la Corzana, de Cifuentes y de lasAmayuelas, del marqués de Fuente-Hermosa, de don Bonifacio Manrique yde un caballero de Santiago que vive enla plaza del Salvador.

La reina había enrojecido y surespiración se agitó visiblemente.

—El plan trazado supone —prosiguió Cantillana— no descuidar nipor un instante la vigilancia sobre losfranceses. Si ellos nos han conducido alas ramificaciones de la conjura queconocemos hasta este momento, tal veznos revelen la existencia de nuevosimplicados y, posiblemente, otroselementos más de la trama que en este

momento no conocemos. Esa vigilanciadebería extenderse, en la medida de loposible y hasta donde podamos mantenerla discreción, a todos los implicadosque os he mencionado.

—Podéis contar con la colaboraciónde los alcaldes de casa y corte y susalguaciles —apuntó la reina.

—En ese caso, majestad, habríamosperdido la discreción, que es la piezafundamental de nuestra actuación.

La reina asintió en silencio.—Este trabajo podéis dejarlo en mis

manos —dijo Cantillana—. Mishombres, majestad, hasta el momento lohan desempeñado a pedir de boca. La

colaboración no sólo será necesaria,sino imprescindible cuando pasemos ala siguiente fase…

—¿Cuál es esa fase?—En un momento determinado

hemos de proceder al arresto ydetención de todos los implicados, y ésaes una labor que mi gente ya no podrárealizar. Los detenidos deberán serlopor alta traición, y eso sólo puedehacerlo… —La obviedad hizo que noterminase la frase—. Luego, serápreciso que todas las detenciones sehagan a la vez, para evitar que algúnpájaro sea puesto sobre aviso y levanteel vuelo. Hasta ahora todos permanecen

en sus puestos, porque aunque ladetención de Medinaceli es del dominiopúblico, saben que no hablará.

—¿Cuándo se llevará a cabo elapresamiento?

—Majestad, la determinación de esemomento es, probablemente, la decisiónmás difícil de tomar. Hemos de esperartodo lo que podamos para conseguir lamayor información posible y a la vez nopasarnos de largo, dándoles tiempo aque sospechen lo que ya sabemos y senos escapen de las manos… En estemomento sabemos más que ellos,tenemos datos que ellos ignoran queposeemos. Aún más, nosotros sabemos

quiénes son ellos, pero ellos no sabenquiénes somos nosotros. Sin embargo,muy pronto estarán sobre aviso, porqueno podremos mantener por muchotiempo oculta la muerte del mensajeroque traía noticias para Regnault y Flotte,a pesar de que hemos tomado todas lasmedidas a nuestro alcance, con lacolaboración del Secretario Ubilla.

—Considero un riesgo esperar másde setenta y dos horas para llevar a cabolas detenciones —intervino por primeravez la camarera mayor.

—Ese parece un plazo razonable,pero hemos de estar preparados paraanticiparnos si las circunstancias nos

obligasen —apostilló Cantillana.—En ese caso, dispóngase todo para

que así sea.—Majestad, no es tan fácil como a

primera vista pueda parecer.Necesitamos tener preparadas lasórdenes de arresto por alta traición.

—Eso no es problema, mi queridoconde.

—No debéis perder de vista ladiscreción, majestad; si algo escapa anuestro control todo el trabajo realizadono habrá servido de nada…, y lo que esmás grave, la conjura podrá sobrevivir.

—¿Se os ocurre algo? —La reinapasaba de la excitación al abatimiento.

Cantillana dudó antes de formular lapregunta; al final se decidió:

—Majestad, ¿tenéis plena confianzaen mí?

La respuesta de la soberana fuerápida y elocuente:

—Si no me fío de vos, ¿de quiénpuedo hacerlo?

—Gracias, majestad. No osarrepentiréis. Habéis de conseguir queel rey firme órdenes de prisión por altatraición, en blanco; yo me encargaré deque se preparen los papeles y vos habéisde obtener la firma, sin que nadie mástenga conocimiento de ello… —Esperóla respuesta a su petición.

—Podéis contar con ello.—Mañana por la mañana tendréis

los papeles, si a su majestad le parecese los haré llegar a través de Ana Ma…,de vuestra camarera mayor.

La reina esbozó una sonrisa:—Su nombre completo es Ana

María, vos lo sabéis sobradamente.Cantillana inclinó la cabeza en un

gesto que pretendía ser gentil, ycontinuó:

—Es necesario, majestad, quecontemos con hombres dispuestos allevar a cabo las detenciones tan prontocomo las circunstancias lo aconsejen. Enprincipio, después de la oración de aquí

a tres días. Dispongo de los hombresnecesarios, pero deberán estar asistidospor alguaciles para que no hayaproblemas de legalidad. ¿Puedo tenerseguridades de ello?

—Supongo que será posible.—Majestad, no podemos andar con

suposiciones, está en juego el trono.—Dejad eso de mi cuenta, don

Fernando. Los alguaciles necesariosestarán disponibles en el momentopreciso. —Quedaba claro una vez másque la camarera mayor era una mujerenérgica y de recursos.

—¿Estás segura, Ana María? —preguntó la reina, inquieta.

—Dadlo por hecho, majestad.Ante la seguridad de su camarera,

consejera y amiga, Luisa Gabriela deSaboya guardó un discreto silencio.

—En estas condiciones, majestad, elnombramiento de general del ejércitoque el rey va a poner en mis manos,deberá esperar hasta que hayamosresuelto este asunto, que no irá más alládel plazo que estamos barajando. Senecesitarán muchos más días paralevantarlo.

Justo en ese momento sonarongolpes en la puerta; alguien solicitabapermiso para entrar. La puerta seentreabrió y asomó la cabeza del

secretario Ubilla.—¿Qué ocurre? —preguntó la reina,

sorprendida.—Majestad. —Ubilla sostenía una

de las hojas de roble macizo en su mano—. Perdonad, pero es un asunto de sumagravedad y… y… no hemos queridomolestar al rey… Perdonad.

—¡Adelante, pasad!Ubilla cerró la puerta tras de sí y se

acercó. Parecía azorado y estabatemblón. No sabía cómo empezar, noencontraba las palabras necesarias paracontar lo que tenía que decir.

—Majestad, yo… —Un papel seagitaba en sus manos temblorosas.

—No tengáis reparo, podéis hablarcon absoluta claridad.

—Es que… Es una carta de Roma…De… de Uceda. —Tomó sus gafas y lascolocó, con dificultad, en su prominentey aquilina nariz. Por fin logró quequedasen sujetas; acercó entonces elpapel a la vista y lo leyó:

El aprieto en que los ministrosaustríacos han puesto al Pontífice leha llevado, en primera instancia, areconocer genéricamente por rey aCarlos de Austria y ordenado seforme una junta de quincecardenales para determinar el título.El Pontífice ha nombrado a loscardenales Accijoli, Carpegna,

Marescoti, Espada, Panfiatici, SanCesáreo, Gabrieli, Ferrari,Paraciani, Caprara, Fabroni,Panfilio, Astali, Bicci y Renato.

Don José Molines, decano de laSacra Rota por España, haprotestado ante el cardenalcamarlengo y ha puesto en miconocimiento que se han dadoinstrucciones al nuncio en Madrid,arzobispo de Damasco, para queablande el ánimo del rey nuestroseñor (que Dios guarde),exponiéndole que el Pontífice estáviolentado y le es imposibleredimirse de la vejación, sincondescender en gran parte de loque piden los austríacos.

He retenido este correo hastatener conocimiento de la

determinación de la Junta deCardenales. Ya es voz pública enesta ciudad que el archiduque Carlosha sido reconocido como ReyCatólico en aquella parte de losdominios de España que posee, sinperjuicio del título ya adquirido y dela posesión de aquellos reinos deque goza el rey nuestro señor.

Tanto el embajador del ReyCristianísimo, como yo en nombrede nuestro soberano, don Felipe V,Rey Católico, hemos elevadonuestra protesta y disconformidadpor ese nombramiento, reputándolode falaz y no válido por contraveniruno anterior en plena posesión ygozo de su titular.

Espero instrucciones concretasdel rey nuestro señor para obrar en

consecuencia.Uceda.

La reina estaba acalorada, a duraspenas había podido contenerse mientrasUbilla daba lectura a la carta remitidapor el embajador ante la Santa Sede. Lacamarera mayor se había acercado a sumajestad y tomado una de sus manos.Cantillana, que se había puesto de piecuando Ubilla entró, había permanecidoinmóvil. Su rostro era inescrutable.

Lo siento majestad… —Elsecretario del despacho universal sesentía en la obligación de pedir excusas,no tanto por el contenido de la carta,cuanto por haber tenido que hacer pasar

aquel trago a la reina—. Creo quevuestra majestad tiene que saberlo. —Sequitó las gafas y adoptó el aire de quienespera que se le diga alguna cosa.Parecía empequeñecerse por momentosy habría dado cualquier cosa por nohaber tenido que vivir un momento comoaquél.

—¡Nos están dejando solos! —dijola reina con cierto desmayo, pero en estaocasión no rompió a llorar. Aunquetodavía tenía lágrimas para derramar,apretó los dientes. Si bien la situaciónera complicada, no podía permitirse undesmayo.

—No estáis sola majestad. —

Cantillana hablaba con el aplomo y laserenidad de quien ha vivido y superadomomentos graves—. No estáis sola —repitió—; en los próximos días tendréisocasión de comprobarlo. Es mi palabra,majestad.

La última frase sonó a solemnejuramento.

El secretario del despacho universalpidió licencia para retirarse. Estabaempequeñecido y, conseguida la venia,se fue en silencio.

El conde de Cantillana tomó susombrero y su capa para marcharse. Lareina le dirigió una mirada cargada deangustia, con la que estaba diciéndole

que dependía de él. Sintió como si derepente hubiera caído sobre sus hombrostodo el peso de la monarquía, como sifuese un Atlas que tuviese quedesempeñar la tarea de sostener aqueledificio arruinado al que a cada instanteque pasaba se le abrían nuevas grietas.

Cantillana besó la mano de la reina yse retiró. Estaba ganando la puertacuando se volvió y dijo:

—Majestad, ¿disponéis de tiempopara acudir mañana por la tarde aNuestra Señora de Atocha?

Luisa Gabriela de Saboya y sucamarera mayor le miraron extrañadas.

—¿A Atocha decís?

—Sí, majestad, a las cinco de latarde y a pie. A pie desde palacio hastala basílica…

—¡Don Fernando, habéis perdido elsentido! —La camarera, además desorprendida, estaba enojada—. ¡Sumajestad a pie, como si… como si…!

El conde la miraba muy serio.—La reina es siempre la reina —

dijo—, en carroza, a caballo y también apie… Majestad, ¿estáis en disposiciónde hacerlo?

—No os entiendo…—Majestad, Madrid ha de sentir que

tiene una reina, y más aún en estosmomentos de dificultad. Os aseguro que

no os arrepentiréis.—Esta bien. Sea como vos

proponéis.—Salid a las cinco de palacio,

majestad. Que os acompañen vuestrasdamas y poca escolta, pocos soldados,sólo los justos.

Capítulo XXIII.Reunión en el Louvre

Lentamente, una tras otra, las carrozas,hasta un número de cinco, fueronabandonando el palacio del Louvre.Últimamente las reuniones del consejoprivado del Cristianísimo solían serturbulentas, y ésta tampoco había sidouna excepción. En todo caso, sólo sehabía diferenciado de otras por su largaduración: había comenzado pocodespués de las nueve para concluircerca de las tres. Los cinco hombres queallí se habían congregado no habían

interrumpido la reunión ni paraalmorzar. Habían sido seis largas horasde debate áspero, en algunos momentosagrio, porque los pareceres encontradosde los asesores del Rey Sol semostraban irreconciliables en puntosfundamentales del asunto sobre el quehabían discutido con tanta largueza.Todos coincidían en la necesidad deajustar una paz, porque la situación de lamonarquía era muy difícil y en algunoslugares del reino verdaderamentecrítica. También estaban de acuerdo enque era necesario hacer los mayoresesfuerzos para alcanzarla. Lasdiferencias surgían cuando se ponía

sobre la mesa hasta dónde se podíaceder para lograr esa paz.

—La situación es tal que, en lasactuales condiciones, resulta pocomenos que imposible levantar un soloregimiento. Ya no podemos exigir más.Las noticias que llegan de todas partesson alarmantes. Informes secretos de losoficiales reclutadores indican que enalgunos lugares se murmuraabiertamente contra su majestad. —Elseñor de Chamaillart, ministro de laguerra, siguió enunciando lasdificultades que había no sólo paralevantar nuevas tropas, sino paraequiparlas de forma adecuada.

—Siempre ha habido problemascuando de reclutar hombres para laguerra se trata, eso no es nuevo,Chamaillart. Ni conozco a nadie en lareal tesorería que haya hablado, jamás,de abundancia.

—Señor conde de Tolosa —elministro enfatizó el título de suinterlocutor, dejando claro que susrelaciones personales no eran buenas—,resulta evidente concluir de vuestraspalabras que no sois quien ha deadministrar las finanzas del reino.Debéis saber que el erario público estáagotado, que los banqueros hanconcertado con su majestad asientos que

suponen la enajenación de las rentasreales para los próximos dos años, loque obligará a renegociaciones futuras,cada vez en peores condiciones. Insistoen que en modo alguno podemoscontinuar así.

—Siempre andáis con el corazónentre los talegos —las palabras delconde tenían una carga ofensiva, tantopor el contenido, como por el tono—, yos olvidáis con frecuencia del honor delrey, que con vuestros planes puedequedar en entredicho.

Chamaillart dio un fuerte puñetazocontra la mesa.

—Todos estamos aquí para

salvaguardar el honor de su majestad, y,desde luego, hay actitudes que noconducen a ello. —Había levantado eltono de voz hasta el límite de la ofensa.

—Haya calma, haya calma, señores.—El arzobispo de Burdeos movía lasmanos con gesto pausado y apaciguador—. Nada bueno puede salir delacaloramiento. Si estamos reunidos aquípor mandato del rey nuestro señor, no esprecisamente para esto, sino paraalumbrar un dictamen que permitaayudar a su majestad a decidir sobre lomás conveniente para Francia, sussúbditos y su real casa.

El purpurado bordelés tenía fama de

ser un verdadero maestro encomponendas. En Versalles, dondepasaba mucho más tiempo quepastoreando las ovejas de su diócesis,porque Luis XIV quería tenerle cerca deél, se decía que habría sido mejorpolítico que príncipe de la Iglesia. Apesar de esos comentarios, que podíanhacer pensar en determinadasinclinaciones poco acordes con susagrado ministerio, el obispo llevabauna vida austera y sencilla, cosa pococorriente entre el lujo y el desenfreno,que eran las notas dominantes entre losasiduos a la corte. El rey, que conocía yestimulaba los enfrentamientos entre los

miembros de su consejo privado —solíadecir al respecto que «salvo su poder,todos los demás habían de tener loscontrapesos precisos»—, le habíacolocado allí como una garantía deapaciguamiento, si las cosas llegaban alímites de tensión no recomendables.

—En mi opinión —quien ahorahablaba era el duque de Borgoña,hermano del rey de España y nieto,como éste, de Luis XIV—, hemos dadoun primer paso con la retirada denuestras tropas de los dominios del reyFelipe. Pero se trata sólo de un primerpaso. Es un gesto hacia Inglaterra yHolanda, y debe servir para indicarles

que nuestros deseos de paz no son unaestratagema. Con ello, además,reforzaremos militarmente nuestraposición en las fronteras, donde, éste esun dato que a nadie debe escapar,estamos sosteniendo una guerradefensiva, cosa que hace más de mediosiglo no ocurría en nuestro país… —Hizo una pausa premeditada con elpropósito de que calase entre lospresentes lo que acababa de decir—.Con ese paso podremos mejorar lasposiciones que nos hemos vistoobligados a sostener en la frontera delnorte y en la del este. Todos sabéis quetanto en el Rin como en los Alpes

estamos batiéndonos en retirada —seguía profundizando en la misma idea,como si fuese una herida en la quehurgaba para producir dolor—, pero esono es suficiente…

—¿Para quién no es suficiente? —Lapregunta la había formulado el mariscalde Tessé, el quinto de los miembros delconsejo privado del rey.

—No es suficiente para losasistentes de Francia y del rey —contestó Borgoña con acidez. No lehabía gustado que interrumpieran suspalabras.

—Yo no comparto vuestro criterio.En mi opinión, para quien no es

suficiente es para nuestros enemigos.Nuestros enemigos, que, no debemos deolvidarlo, son los ingleses y losholandeses. Nosotros ya hemos dado unprimer paso, y muy doloroso por cierto,cual es abandonar a su suerte a unmonarca de la sangre del nuestro —mirócon intención al duque de Borgoña—,frente a enemigos poderosos. Tampocodebemos olvidar que el rey Felipe deEspaña lo es por la voluntad del reynuestro señor.

El purpurado bordelés terció enaquel momento:

—Hay otro punto de la cuestión queen ningún caso debemos perder de vista,

y es el carácter de enemigos de la SantaMadre Iglesia de los ingleses yholandeses…

El conde de Tolosa interrumpió alarzobispo:

—Su eminencia, como príncipe de laIglesia hace bien en plantear talescuestiones, pero he de recordaros quelos intereses de Roma pueden ser o noser coincidentes con los de Francia. Enel primer caso, los ingleses y losholandeses, además de enemigos deFrancia, serán herejes, pero en elsegundo, sus creencias será un asunto sinmayor relevancia.

Los presentes, salvo su eminencia,

respaldaron con gestos afirmativosaquellas consideraciones, y se oyó unbreve murmullo de asentimiento.

—Señor conde, esta monarquía esfiel a la Santa Iglesia Católica Romana,y nuestro soberano ostenta con orgullo eltítulo de Cristianísimo concedido por laSanta Sede.

—Y vuestra eminencia no ignora quela nave de esta monarquía no ha muchotiempo estuvo gobernada por ilustresmiembros del sacro colegiocardenalicio, y que siempre primaron ensu norte los intereses de Francia, y larazón de Estado, por encima decualquier otra consideración. También

el rey nuestro señor, que es el primerpríncipe de la cristiandad y cuyapreeminencia por nadie es discutida, enaquellas circunstancias en que losintereses del papado no han corridoparejos a los de esta monarquía, no hadudado en sostener los de sus amadossúbditos por encima de cualesquieraotros.

El obispo no contestó, guardando unsilencio elocuente al comprobar que elargumento religioso tenía poco peso enel tratamiento del asunto que lesocupaba. Era cierto, debía reconocerque en Francia la razón de Estadosiempre había primado en los dictados

de la política, incluso tenía que admitirque una buena parte del clero francés, dehecho con pocas excepciones, semostraba proclive a la defensa de losintereses de Francia aun cuando éstosentrasen en colisión con los del vicariode Cristo en la tierra. Se acomodó en susillón, juntando las manos sobre suvientre, con la satisfacción de habercumplido con un formulismo.

Fue Chamaillart quien volvió alnudo de la cuestión.

—Insisto en que la situación es deuna gravedad extrema —dijo—. Elmantenimiento durante una campaña deun solo regimiento supone un gasto de

seis mil luises, sin contar con que si setrata de una unidad que ha de tener unalojamiento durante los meses deinactividad, esa suma puede elevarsehasta los diez mil.

—He aquí una razón que pone demanifiesto el error que supone habersacado nuestras tropas de España —indicó Tessé, que parecía de buen humor—. Mientras nuestros soldados hanpeleado en aquel país, los gastos hancorrido por cuenta de su monarquía;ahora habrá que sostenerlos con fondosdel rey.

—Lo que viene a señalar, miquerido Tessé, cuan necesaria se hace la

firma de la paz para poner fin cuantoantes a esos elevados gastos que tantoaterran al ministro Chamaillart. —Borgoña estaba disfrutando aldevolverle a Tessé la ironía delrazonamiento—. Por eso, señores, decíaantes que la retirada de nuestras tropassólo era el primer paso en un caminopor el que hemos de continuar sibuscamos el bien de Francia…

—Excelencia —Tessé ahora estabaserio—, una paz no es honorable, ni sefirma por el bien de algo, si uno de losfirmantes ha de dar todos los pasos queconduzcan a la misma; quien hace eso esporque está derrotado y ya no tiene otra

salida. Es cierto que tenemosdificultades, que los recursos escasean yque las reclutas de hombres son cadavez más conflictivas y presentanmayores problemas (no necesito lospapeles a que se refiere el señor deChamaillart), pero Francia no estáderrotada ni en situación de doblar lacerviz y ponerse a los pies de susrivales. Sé las dificultades por las quetambién atraviesan Inglaterra y Holanda,y no hablo de los imperiales porque sinel concurso de las potencias marítimasno podrían por sí solos continuar laguerra. El pensionario Hensius quiere lapaz, los mercaderes de Amsterdam, de

Amberes y de Roterdam así lo estánexigiendo; esta guerra es demasiadolarga y ya hace tiempo que estáperjudicando sus intereses. Lo mismoocurre en Inglaterra; en el Parlamento deLondres hace tiempo que se levantanvoces contra un conflicto para el queven una difícil salida. Los ministros dela reina Ana fueron a la guerra ante eltemor, que nosotros nunca quisimosdisipar, de que las coronas de Francia yEspaña acabasen unidas, y en Londressabían que si eso ocurría, insisto en quenunca se desmintió esa posibilidad, susintereses económicos y políticos severían gravemente afectados. Excuso

deciros que la preocupación de Londresfue temor entre los dirigentes de esaodiosa república de mercaderes que estáal norte de nuestras fronteras y cuyaincorporación a los dominios de estamonarquía se ha intentadoinfructuosamente en varias ocasiones…Con nuestra ambigüedad les echamos enlos brazos del emperador, que no seconformaba con ver impasible cómoEspaña, gobernada desde hacíadoscientos años por su familia, pasaba amanos de un Borbón al morir sindescendencia el anterior rey.

—¿Acaso, mariscal, estáisdenunciando como negativa la política

seguida por su majestad? —La preguntadel duque de Borgoña era una flechaenvenenada lanzada contra Tessé.

—No, excelencia, no es ésa miintención. Estoy arguyendo razones quenos permitan alumbrar el mejor consejoposible que podamos ofrecer al reynuestro señor. Porque esa es nuestraprimera obligación. —El tono era de unenfado a duras penas contenido.

—Según vuestra opinión, señor deTessé —las formas del obispo buscabanotra vez el apaciguamiento entreaquellos gallos de pelea—, si el reynuestro señor ofreciese garantías aInglaterra y Holanda sobre la separación

inexcusable de las coronas de Francia yEspaña, se podrían albergar esperanzasfundadas de alcanzar una paz duradera.

—Ignoro, eminencia, si unadeclaración con garantías del rey en esesentido sería suficiente para ajustar unapaz honrosa, eso deberán inquirirlonuestros negociadores en la mesa deconversaciones. Si Inglaterra fue a laguerra para oponerse a la unión de lasdos coronas, exigiendo el trono deEspaña para el archiduque Carlos, ahoralas cosas han cambiado; la muerte delprimogénito imperial ha convertido alarchiduque también en heredero delimperio. Inglaterra ya no ve con buenos

ojos esa situación.—Esa situación se produjo hace ya

muchos meses, y parece haber influidopoco desde entonces —replicóChamaillart.

—Tampoco nosotros hemos hechonada por aprovecharla en beneficio dela paz.

Era evidente que las posiciones quelos integrantes del consejo privado deLuis XIV tenían sobre el asunto estabansólidamente fijadas y resultabacomplicado llegar a un punto deconfluencia, salvo el criterio común delo necesaria que era la paz en laspresentes circunstancias. En aquellas

condiciones el duque de Borgoña intentóforzar la situación.

—Ayer por la tarde fui requeridopor mademoiselle de Maintenon. Comotodos los miércoles, había acudido alconvento de las Carmelitas para visitara su amiga, la madre priora, y me citóallí para hacerme algunasconsideraciones acerca del asunto queha motivado esta reunión. Como sabéis,tiene licencia especial para retirarse a laclausura de este convento y autorizaciónpara pasar a las zonas reservadas a lacomunidad, de modo que me recibiójunto a la priora en el locutorio. Entreotras cosas me indicó que es imperiosa,

y ha de anteponerse a cualquier otroasunto, la negociación de la paz, y quepara alcanzarla no debe repararse enningún sacrificio por muy oneroso queresulte. Tuvo especial interés enrecalcar que no había ningún sacrificioque no pudiese hacerse para alcanzar lapaz…

Me confesó, apenada —prosiguió—,que el rey está confundido, que necesitaaliento y claridad en el mar de dudasque embargan su ánimo, y que, aunqueen la corte aparente la seguridad y ladisposición de ánimo de siempre, suespíritu está triste y hay muchosmomentos en que le invade una profunda

melancolía. Mademoiselle nos solicitala mayor claridad posible en eldictamen, que debe ir encaminado a quelas dudas que anidan en el corazón de sumajestad queden despejadas para quepueda tomar la resolución másconveniente a los intereses de Francia.

Después de aquellas palabras sehizo el silencio. Todos parecían meditarsobre el mensaje que el duque deBorgoña acababa de lanzarles. Eranconscientes de la influencia que sobre elrey ejercía mademoiselle de Maintenon,posiblemente la única persona en elmundo capaz de llevar a Luis XIV deFrancia por un camino que no fuese el

que él se hubiera trazado conanterioridad.

—Antes habéis señalado como unprimer paso la retirada de nuestrastropas de España. —El conde de Tolosatrataba de que sus palabras sonasenneutras—. En vuestra opinión, ¿cuálesserían los siguientes pasos que podríanconducirnos a la paz que todosconsideramos necesaria?

—Esa será la decisión que el reyhabrá de tomar, y para ello requierenuestro concurso. —Borgoña no queríasoltar prenda, o al menos eso parecía enla estrategia que estaba desplegando.

—Seré más directo. ¿Cuáles deben

ser, en vuestra opinión, los siguientespasos que deberíamos recomendar alrey?

—Ejem… Ejem… —El duque seaclaró la garganta como preparaciónprevia a una intervención de calado—.Todas las informaciones y todos loscomentarios que nos llegan del lugardonde se ha celebrado el encuentro denuestros embajadores con los deInglaterra y Holanda ponen de relieveque en Londres y La Haya verían conbuenos ojos que otra persona se sentaseen el trono de España…

—¿Significa eso que todo pasaríaporque Felipe V fuese destronado?

—Así es, monseñor.—En ese caso —terció Tessé—,

nosotros ya hemos hecho lo que se nospodía pedir. Hemos retirado nuestrastropas y abandonado a su suerte avuestro hermano.

Aquello fue un mazazo, y la reaccióndel duque de Borgoña no se hizoesperar.

—¡Aquí, señor mariscal, no estamostratando problemas de familia, sinoasuntos de Estado!

—Sí, pero da la casualidad de queestos asuntos de Estado conciernen deforma directa a vuestra familia. Vuestroabuelo es el rey de Francia, y vuestro

hermano, por voluntad de vuestroabuelo, es el rey de España. ¡Eso es asíos guste o no!

Las miradas que se cruzaronBorgoña y Tessé eran matadoras, y latensión muy fuerte. Los nervios delprimero eran palpables por larespiración entrecortada y agitada quemovía su pecho con fuerza. El ministrode Dios entendió que tenía la obligaciónde apaciguar otra vez los ánimos.

—En la nueva situación en que seencuentra el rey de España, abandonadoa su suerte, parece poco probable quepueda sostenerse por mucho tiempo enel trono. Tal vez, señores, sea el tiempo

quien solucione lo que en este momentoparece ser uno de los mayores escollospara alcanzar la paz.

—Sí, pero en ese caso —Borgoñaseguía siendo presa de la agitación— nopodríamos plantear quién sería el nuevorey de España, que nos vendría impuestopor una derrota.

—En ese caso; ¿hay algunapropuesta concreta que deseéis ponersobre la mesa? —El conde de Tolosaparecía cansado por las largas horas dereunión.

—Sí, hay una propuesta que, sicuenta con vuestra anuencia, podríapresentarse al rey. Una propuesta que,

por añadidura, contaría con lasbendiciones; perdón, eminencia, sólo esuna expresión —Borgoña miró desoslayo al purpurado—, demademoiselle de Maintenon.

—¿Gozaría de su beneplácito, o esella su instigadora? —La pregunta delmariscal estaba cargada de intención.

—He de deciros, señor, que sois unimpertinente. ¡Me niego a responderos!

—Yo os diré, excelencia, que esohabla muy poco en vuestro favor. ¡Si nodeseáis que se conozca el santo, nocontéis el milagro!

Aquello era más de lo que el duquede Borgoña entendía que podía soportar.

Hizo ademán de incorporarse. Elmariscal, apercibiéndose delmovimiento, también iba a levantarse.Sólo la intervención del señor deChamaillart, aplacando al nieto del rey,y el conde de Tolosa y el obispohaciendo lo propio con Tessé, lograronevitar una situación embarazosa. Fuenecesario un buen rato para que unacierta tranquilidad, no exenta de tensión,volviese a la reunión.

La propuesta de Borgoña de que losejércitos de Francia, llegado el caso,luchasen contra Felipe V, fue rechazadapor el mariscal de Tessé y el conde deTolosa, y fue apoyada por el señor de

Chamaillart, mientras que el obispo deBurdeos tuvo una larga y tediosaintervención que cumplió a la perfecciónlas intenciones de monseñor: hablarmucho y no decir nada.

Borgoña y Chamaillart habíansostenido como argumentosfundamentales de su posición lagravedad de la situación, la razón deEstado y las ventajas con que podríanllegar al final de la contienda, quepasaba indefectiblemente por la derrotade Felipe V. Sus antagonistas habíanpuesto sobre la mesa el honor deFrancia y del propio rey, que,indefectiblemente también, quedaría

mancillado; la necesidad de que elenemigo diese muestras de desear unapaz aceptable y honrosa, tras la salidade España de las tropas francesas, y ladisconformidad con varios de los puntosconcretos que contenía la propuesta quehabía hecho el duque.

Lo que resultaba evidente, despuésde aquella reunión, era que la corte deLuis XIV estaba profundamente divididaante la gravedad de la situación y quehabría de ser el propio monarca quientomase la decisión final. No era aquéllauna situación que preocupase nisupusiese un problema grave paraalguien acostumbrado a ejercer la

autocracia desde hacía muchas décadas.Aunque, sus consejeros privados sabíanahora…, de primera mano…, que elzorro de Versalles estaba melancólico, yeso no auguraba nada bueno.

La carroza que llevaba al duque deBorgoña se dirigió al palacio deLuxemburgo, donde esperabamademoiselle de Maintenon.

—Señora —dijo el nieto del reyhaciendo una reverencia cortesana—, lareunión del consejo no ha puesto nada enlimpio. Tessé y Tolosa se niegan arecomendar a su majestad que se actúecon toda la contundencia que la

situación reclama.Las palabras de Borgoña sonaban

fuertes y tajantes, lo que hizo que elsilencio subsiguiente resaltase aún más.

—¿Y el arzobispo? —La voz demademoiselle era meliflua—. ¿Qué dicesu eminencia?

—Su eminencia, señora, no dicenada, como siempre.

El silencio ahora fue largo. El duqueya había dicho lo que tenía que decir yesperaba a que su interlocutora hablase.

—¡En ese caso, tendremos queactuar! Eso significa que,independientemente de cómo se esténdesarrollando los acontecimientos en

Madrid, se pondrá en marcha la segundaparte del plan.

—¿Sin aguardar noticias de Madrid,señora?

—Sin aguardar noticias. No haytiempo que perder. ¡Que hoy mismosalgan los correos!

—¿Sabe su majestad que se tomaesta decisión?

—¡Borgoña…! —El tono era dedisgusto y daba a entender que sí. Perola pregunta quedó sin respuesta.

Mademoiselle dio por concluida lareunión y tendió la mano para queBorgoña se la besase.

Aquella misma tarde, antes de la

puesta de sol, tres correos salían deParís; uno iba hacia Toulouse y doscamino de España.

Capítulo XXIV. Lareina visita Atocha

Todos los clientes y todos aquellos queconcurrían a diario a la barbería delmaestro García, un lugarcillo estrecho ymal ventilado en el chaflán de una viejacasa que se alzaba en la cuesta que ibade la calle de Cuchilleros a la deToledo, hablaban de lo mismo. Algoparecido ocurría en los tenderetes de lossoportales de la plaza Mayor, y elmismo asunto era también el centro delas conversaciones de los que pululaban,iban y venían por la plaza del Cabildo.

Al final de la calle Mayor, en las gradasde San Felipe, no se comentaba otracosa entre los que por allí haraganeaban,y los que gastaban la holganza de sutiempo en las covachuelas de palaciosólo tenían un tema de conversación. Portodas partes, por barberías y carniceríaspúblicas, en los talleres de losesparteros, de los cordeleros, de losbotineros, chapineros y bordadores, porlos mercados de la villa, a la puerta deiglesias y conventos…, en todo Madrid,en las mancebías, en los mesones y enlas tabernas. En la casa del pobre y enlos blasonados palacios de la nobleza.En boticas, en sacristías…, en esquinas,

en calles y en plazas… En todos lossitios corría el mismo rumor. Era comouna canción que sonaba por todas partes,con distintos tonos pero siempre lamisma letra: «La reina vende sus joyaspara que se pueda armar un ejército».

Pocas veces en Madrid una noticia orumor se había extendido tanto y contanta rapidez. Las gradas de San Felipeno eran ahora el mentidero de la villa.Toda la villa era un gigantescomentidero.

Resultaba curioso observar cómo enlas conversaciones no se hablaba decifras, de dineros, de cantidades. Sehablaba de la reina, de su juventud, de

su gesto.—¡Sólo tiene quince años! —apuntó

un individuo mal encarado que esperabaturno para ponerse en las manos delmaestro García, quien pasabaparsimoniosamente su navaja una y otravez por el cuero y que negó con lacabeza.

—Ya ha cumplido veinte —señaló.—¡Qué más da! —terció el que tenía

la cara enjabonada.Los otros cuatro hombres que allí

estaban asintieron con un murmullo.El chiquillo que ejercía de recadero

y ayudante para las tareas menores deloficio, como mantener la lumbre, barrer,

sacudir los baberones que el maestroponía a los clientes, limpiar y ordenartenacillas, bacinas, palanganas,escupideras, cuchillos, recibirpescozones y capones con frecuencialastimosa, intervino en la conversación,aun a sabiendas de que se ganaría unmamporro.

—Maestro, de esto mismo estánhablando en la casa del maestro Pedro,los que…

No terminó la frase. García habíadejado la navaja en una repisilla y lesoltó un cogotazo, que sonó conestridencia.

—Maestro, es que… —seguía el

chiquillo sosteniendo tan campante unabacinilla que se usaba como repisa debarbas cuando éstas estaban en remojo.

—¡Es que nada…, que te calles yveas! —El maestro García había cogidola navaja y otra vez le daba cuero conestilo acansinado—. Mira que te lotengo dicho… —En el fondo de aquellarelación ni el barbero podía pasar sindar los pescozones, ni el mozuelo sinrecibirlos. Aquello era así todos losdías, varias veces.

Nadie ponía en duda la noticia. Setrataba de una verdad absoluta, casidogmática. Antes del Ángelus, laSaboyana era mucho más reina de lo que

nunca había sido hasta entonces. Envarios lugares de Madrid, donde laconcurrencia era mayor —en las gradasde San Felipe, en la plaza Mayor, en laconfluencia del Arenal con Bordadores,junto a la iglesia de San Ginés, en laplaza de la Villa, al pie de la Torre delos Lujanes—, habían sonado gritos de«¡Viva la reina! ¡Viva la Saboyana!», yhabían sido coreados con fuerza y ganaspor los presentes.

Al ver el panorama cualquierextraño hubiese pensado, con razón, queen España no había rey sino reina, comopasaba en Inglaterra.

Poco después del mediodía, cuando

ya en muchas esquinas y en algunasplazas estaban montados los puestos deguisar —tenderetes donde se cocíanpotajes y sopas calientes para los quequerían echarse algo caliente al coleto aaquellas horas del día— comenzó otrosonsonete. Unos lo habían oído en lasgradas, otros en el arco de Cuchilleros,donde lo afirmaban, sin discusión. Aquílo traía uno que venía de la calle de lasPostas, donde ya no se hablaba de otracosa, allí lo confirmaba otro a quien selo había dicho un fraile canoso quepasaba por la colegiata de los jesuitasfrente a la calle de Toledo.

En el puesto de guisar de la plazuela

del Salvador lo estaba diciendo unabeata de la vecindad.

—Su majestad la reina en persona.¡A las cinco, a las cinco!

—¿Y decís que es a Nuestra Señorade Atocha?

—A Nuestra Señora de Atocha, esomismo.

Una mujerona, aún joven, poseedorade un par de descomunales tetas cuyocanalillo asomaba generoso por eldesabrochado corpiño, aportaba algomás al asunto de la conversación:

—He oído decir que irá a pie,acompañada sólo de sus damas.

—Sí, sí —corroboró una voz de la

cola, medio deshecha en corro alrededordel tenderete. Yo también he escuchadoque su majestad irá a pie.

—¡Pues, andando! —era elguisandero, con aire autoritario—, ¡quehoy tenemos que recoger antes!

El corro se alineó malamente y seempezó a vender potaje: nabostroceados, repollos y habas secas, todoguisado con mucha cebolla picada. Notenía mal aspecto, aunque el olor noacompañaba.

Por la tarde Madrid parecía estarcelebrando una de sus grandessolemnidades, algo semejante a la

procesión del Corpus Christi o lapopular romería en honor del SantoPatrón. Tiendas y talleres estabancerrados desde hacía rato, muchos nisiquiera habían abierto después delalmuerzo. Aprendices y oficiales habíandejado sus trastos y herramientas, ybastantes habían cambiado su ropa dediario por algo mejorcillo, la ropa delos domingos y fiestas de guardar. Lasobras estaban paradas porque losalbañiles habían dejado el tajo antes detiempo. En las huertas del ruedo y en loshuertecillos de la ribera delManzanares, donde se trabajaba convigor desde el día de la tormenta,

también habían abandonado sus tareas amedia tarde. Las religiones estaban en lacalle después de que el párroco deAtocha hubiese confirmado la noticia deque su majestad la reina acudía altemplo, acompañada de sus camareras,para postrarse a los pies de NuestraSeñora e implorar su auxilio; eranlegión: franciscanos, calzados ydescalzos; dominicos, mínimos;carmelitas de las dos ramas; capuchinosy servitas, benedictinos y agustinos…

Una abigarrada masa de gentes demuy variada clase y condición se habíaido agolpando desde una hora antes dela que se había extendido por Madrid

como señalada para que la reinaacudiese a pie desde el alcázar hasta laiglesia de Atocha. La muchedumbre seapiñaba a lo largo del recorrido quehabía de hacer su majestad: la explanadade palacio hasta tomar la calle Mayor,luego la puerta del Sol, seguido por laCarrera de San Jerónimo para luegobajar por el Prado hasta la basílica encuestión. Por todo el itinerario se podíanencontrar aguadores y alojeros con suscántaros llenos para combatir la sed,porque el sol todavía castigaba confuerza, así como vendedores de pastelesde carne y tortas de aceite para aquellosa quienes la espera les despertase las

ganas de comer. Había tambiénbuhoneros, vendedores ambulantes deencajes y pasamanería. Unossaltimbanquis con una cabra amaestraday un viejo oso desdentado y con la pielllena de cicatrices y ranchos dondefaltaba la pelambre intentaron, en laembocadura de la plaza de la Villa y lacalle Mayor, desarrollar un número deacrobacia y habilidades. No estaba elhorno para bollos, y recibieron unarechifla sonada. El ambiente era festivo,pero no había ánimos de feria.

A las cinco de la tarde, con el sollevantado todavía dos cuartas sobre elhorizonte y con una luz limpia y dorada

que provenía del otro lado del alcázarreal, la gente que se apretujaba en laconfluencia de las calles Mayor y de laColegiata se arremolinó. Algo pasaba.Se oyó un rumor creciente que poco apoco se hizo más nítido, hastaconcretarse.

—¡Ya viene, ya viene!—¡Es la reina, la reina! ¡Y aquélla

su camarera mayor!—¡Ya viene! ¡Que vienen!—¡Viva la reina!—¡Es la reina! ¡Nuestra reina!Estaba espléndida. Avanzaba dando

la sensación de que no andaba. Su cutisera blanco y finísimo. Tenía el pelo

recogido hacia atrás para abrirse en lanuca en una negra cascada detirabuzones que caían sobre sus hombrosy espalda, con la longitud precisa. Sucuello, largo y delicado, estabaadornado por un collar de gruesas perlasque daba dos vueltas completas. Lucíaun vestido de seda azul claro cerradocasi hasta el cuello, con mangas largas yajustadas, que remataban en unos puñosvueltos, adornados con un volante derizos diminutos. El cuerpo era ajustadoal talle hasta la cintura. Su majestadestaba delgada, muy delgada. Unasmanos de regular tamaño casi habríanpodido abarcar su cintura sin problemas.

La falda, que bajaba hasta rozar elsuelo, era ligeramente acampanada. Loschapines, de los que sólo se veían laspuntas, estaban forrados de la mismaseda azul del vestido y permitíanadivinar unos pies diminutos.

La sencillez del vestido ibaacompañada de la ausencia de joyas, aexcepción del collar de perlas querodeaba su cuello. Al gentío no le pasóinadvertido el detalle.

—¡Su majestad no lleva joyas!—¡La reina no tiene joyas!—¡Viva la reina!—¡Viva! ¡Viva!El fervor de la masa era palpable al

paso de aquel pequeño cortejo: la reina,dos pasos más atrás, a su izquierda, laprincesa de los Ursinos; detrás, seiscamareras, tres a cada lado. Cerrando elgrupo, dos oficiales de la Guardia Real,armados sólo con sus sables. Era unaguardia de respeto.

Cuando la reina se acercaba a unlugar se producía primero un silencioadmirativo, y luego el júbilo sedesbordaba. Todos se inclinaban a supaso, lleno de majestad, y la aclamaban.La alegría popular prorrumpía en vivasatronadores, que no cesaban, aplausos,que se convertían en ovación y respeto,mucho respeto. La gente que había

formado la calle mantenía la mismaabierta, y en algunos lugares searrojaban flores en su honor.

El tiempo que Cantillana habíaprevisto para hacer aquel recorrido semultiplicó. En medio de unamuchedumbre que pugnaba por verla, lareina llegó a la puerta de la iglesia deAtocha, donde, por su expreso deseo,sólo le esperaba el párroco con dossacristanes, revestidos y con cruzalzada. Rodeada del gentío que ahorahabía roto toda organización y seagolpaba ante los muros del sagradorecinto, Luisa Gabriela de Saboyarectificó mentalmente lo que dijera la

tarde anterior cuando, desfallecida,escuchó que el Papa había reconocido alarchiduque Carlos como Rey Católico:No estaba sola. Había un pueblo enteroque cerraba filas en torno a ella. Elconde de Cantillana, ¿dónde estaría aaquellas horas?, no se habíaequivocado.

Antes de entrar en la iglesia sumajestad se volvió, levantó la manoderecha y saludó a la muchedumbre. Fueel delirio. Sólo los más próximosoyeron a la soberana musitar:

—Gracias, gracias, Dios mío.Unas lágrimas diminutas resbalaron

por sus mejillas.

La reina y sus damas no estuvieronmucho rato en el templo. Su majestad,postrada a los pies de Nuestra Señora,oró en silencio durante un cuarto dehora; después, con la misma sencillezque hizo su entrada, efectuó la salida,acompañada hasta la puerta por elmismo clero que la había recibido alllegar. Conforme avanzaban hacia lacalle, se hacía más intenso el ruido quellegaba del exterior. Al abrirse de paren par las puertas y aparecer la reina enel cancel, el ruido se transformó enestruendo.

—¡Viva la reina!—¡Viva! ¡Viva! ¡Viva!

Miles de gargantas la vitoreaban y laaclamaban como su soberana. No serecordaba nada parecido en la villa ycorte de Madrid.

La reina permaneció un tiempo a lapuerta del templo, mirando el panoramay permitiendo que los presentespudiesen, a su vez, contemplarla,aprovechando que las puertas estaban aun nivel superior que el de la calle, a laque se bajaba por una escalinata.Después descendió por los peldaños conmajestuosa lentitud, seguida de susacompañantes, manteniendo laformación que llevaban en la ida. A lapar que la reina avanzaba, se iba

abriendo un pasillo, cosa que parecíaimposible en medio de aquella multitud.El sol acababa de ocultarse en elhorizonte, la luz dorada que habíapresidido la caída de la tarde se habíavuelto crepuscular.

A lo largo del recorrido de regresohabía tanta gente como al dirigirse a laiglesia. Fue un retorno triunfal. Eranoche cerrada cuando Luisa Gabriela deSaboya entraba en el alcázar, hastacuyas mismas puertas la había seguidola muchedumbre, que protagonizó unaúltima concentración en la ampliaexplanada que se abría ante el palacio.

Madrid había vivido una extraña

jornada. La figura de aquella reinaaniñada que parecía desamparada,aunque nunca una reina de España habíaestado más protegida y resguardada,había cautivado el corazón de su corte.

Había entregado sus joyas para quese armase un ejército. Sus súbditos seencargarían de formarlo.

Capítulo XXV. Unapelea callejera

A la mañana siguiente la villa y corte sehabía desperezado poco a poco. Losartesanos habían abierto las puertas desus tiendas y muchos de ellos exponíansus productos en la calle, como forma dereclamar la atención de posiblescompradores. En la plazuela de SanMiguel los abastos ya estaban en suscestos y seras; algunos vendedoresvoceaban sus mercancías y no paraba deafluir personal. Todavía estaba entrandopan, traído en blancos costales de lona a

lomos de mulas de los pueblecitos querodeaban la corte; los regatones sehabían hecho con las verduras y otrosfrutos llevados por los hortelanos delruedo en la madrugada de aquel mismodía, cuando la oscuridad era todavía laseñora dominante. Habían llegadocargas y carretadas de berzas, coles,coliflores y nabos; también espinacas ycardo blanco de las riberas del Lozoya ydel Henares, en grandes cantidades.Llegaron nueces, almendras y avellanasde las llamadas cordobesas, en sacos deyute y esparto, cuyo contenido estabaentre las tres y cuatro arrobas. Llamabanla atención los montones de calabazas y

de cidras que tenían una clientela adictaporque permitían, con la recia cáscaraque les protegía, aguantar mucho tiempoen desvanes, despensas y alacenas paracuando llegase la ocasión propicia deconvertirlas en compotas o en pastasdulces y fibrosas que se utilizaba comorelleno de bollos y confites. Con todo,lo más espectacular eran, por suvolumen, los enormes montones demelones que a lo largo del verano, yhasta bien entrado el otoño, seconvertían en la fruta preferida de lasclases populares madrileñas y quedurante algunas semanas compartían conlas arracimadas uvas las preferencias de

aquellos que tenían algunos posibles.Las voces de los vendedores se

elevaban por encima de los regateos delos compradores y de lasconversaciones de los que allí llegabanpara matar los primeros ocios del día ysaber de las habladurías que llenarían lajornada.

—¡Melones! ¡Melones deVillaconejos!

—¡Melones! ¡Se permite calar!Una enorme sandía se estrelló contra

el pavimento, rajándose por múltiplespartes y desparramando su roja carne ynegras pepitas en un radio de variasvaras. Tras el impacto inicial, surgió la

discusión.—¡Habréis de pagarme la sandía! —

clamó el regatón.—¿Yooo? —fue la respuesta de un

individuo malencarado de rostroblanquecino, que se señalaba el pechocon el dedo índice de la mano derecha.

—¡Sí, vos! ¿Quién si no? —replicóel otro.

—La sandía no era mía, yo no lahabía comprado.

—Sí, pero se os ha caído a vos.El posible comprador había dado

media vuelta en un claro gesto dedesentenderse del asunto. Aquello nogustó al vendedor, que salvó de un salto

unos cestillos que servían de parapetoentre el sitio donde tenía la romana conque pesaba y el individuo que semarchaba. Era un rubicundo fornido, conla cara granujienta; con toda seguridadaún no había cumplido los veinte. Pusouna manaza en el hombro del otro y lehizo girar como una peonza, hastaencararle.

—Amigo, son dos cuartos y los vaisa pagar —dijo en un tono que no parecíaadmitir discusión.

En torno a los dos se había formadoun corro, con los que por allí andaban,más los que rápidamente se habíanacercado al olor de una bronca. Parecía

que la pelea, si llegaba el caso, notendría color dado el aspecto quepresentaban los contrincantes. Elvendedor sacaba más de dos cuartas alotro, y sus espaldas eran el doble deanchas. Uno era un mocetón, y otro unesmirriado que le doblaba en edad, loque en este caso era una desventaja.

—¡Cuidado! —gritó una mujer delas que formaban corro.

Justo a tiempo, porque una dagavizcaína había aparecido en la mano delque había roto la sandía. Con habilidadla había sacado del justillo que vestíaencima de la ropa. El mocetón pudoesquivar, a duras penas, el arco que

describió la hoja, que sólo le cortósuperficialmente en el brazo con quehabía sostenido el hombro de suadversario, quien, fallado el primerenvite y la ayuda adicional que suponíala sorpresa, saltó hacia atrás con unaagilidad mayor de la que se podíasuponer.

Los dos hombres quedaronencarados y separados un par de varas.Tensos, con las piernas ligeramenteflexionadas y el cuerpo echado un pocohacia adelante, se estudiaban ydesplazaban despacio, en círculo. El dela daga compensaba con ella lainferioridad de su menor envergadura;

tener un arma incluso le daba ventaja. Lagente les jaleaba para que seacometiesen, y el corro, que se habíaabierto de manera considerable, estabaformado ya por un centenar de personasde la más variada edad y catadura.

—¡Vamos! ¡Pínchale!—¡Venga! ¡Venga!—¡Ramón, cuidado que ese hijo de

puta es zurdo!Los dos contendientes se estudiaban

buscando el momento oportuno delanzarse sobre el otro; de repente, ungrito se elevó por encima de los jaleosque proferían los que hacían corro.

—¡Los soldados! ¡Vienen los

soldados!—¡Los soldados! ¡Los soldados!En efecto, por una de las esquinas de

la plazuela había surgido un piquete desoldados con un tambor y un sargento ala cabeza. Se produjo un brevedesconcierto. Ramón, el sandiero, loaprovechó para abalanzarse sobre el dela daga; sorprendiéndole, le asió confuerza por la muñeca de la mano armaday con un movimiento rápido llevó éstahasta el cuello de su adversario. Todotranscurrió en un instante, la mayoría delos presentes ni se dieron cuenta de quela mitad de la hoja le entró en lagarganta, de donde brotó un chorro de

sangre. El golpe fue fulminante, aquelindividuo se desmadejó y desplomósobre el suelo. La muerte vinocertificada por dos estertores queacabaron moviéndole espasmódicamentelas piernas; luego, quedó inmóvil. Nohabía tenido tiempo ni de pedirconfesión.

La gente, que no se había apartado apesar de los gritos que alertaban de lapresencia de los soldados, habíaquedado paralizada…, estupefacta.Nadie dijo nada, y lo que era másextraño, un silencio embargó al grupoque miraba atónito la escena: un muertotendido en el pavimento, una daga que se

había salido del cuello del cadáver, delque brotaba sangre en gran cantidad porel atroz agujero que le había causado lamuerte. El cadáver tenía ya empapadasla camisa y el justillo, que goteaban pordiferentes partes; se estaba formando uncharco oscuro y viscoso, cada vezmayor. Ramón, manchado de sangre enla mano derecha y en la pechera de lacamisa a causa del primer chorro quehabía salido con fuerza de la herida,ofrecía una imagen en tensión, con laspiernas flexionadas y el cuerpoligeramente echado hacia adelante,como si la lucha aún continuase. Teníael rostro desencajado y contraído. Con

la respiración agitada y entrecortadamiraba de forma extraña a los presentes,como si fuesen a echarse sobre él.

Quien le había gritado sobre lazurdera del que ya era un cadáver fue elprimero que reaccionó. Se acercó aRamón y le cubrió con una capa corta depaño oscuro que le permitía ocultar lasangre que manchaba su ropa y ledelataba.

—Tienes que huir, tienes que huir —le dijo en voz baja, pero no tanto comopara que no lo escuchasen otros.

—Ha sido en defensa propia, todoslo han visto —protestó Ramón,dirigiendo una mirada a quienes le

rodeaban. Se había relajadoligeramente, incorporándose.

—Tendrás complicaciones, Ramón.Por lo pronto irás a la cárcel, y luego…—insistió el que le había cubierto con lacapilla, un hombre corpulento y mayorcuyo cabello blanco estaba cortado casia ras de la piel, lo que colaboraba aincrementar su fornido aspecto, pese alos años.

El grupo de soldados que enformación, con aire marcial eimpecablemente vestidos, habíaaparecido, se detuvo en el centro de laplazuela, ajenos todos ellos a lo quepasaba en el corro formado junto al

montón de sandías que, bajo una lonamugrienta que de noche las cubría y dedía, sostenida en unos palos, servía detoldillo, ocupaba una de las esquinas.Allí, los cuatro soldados se habíanalineado tras su sargento. Se oyó unpotente redoble de tambor, la piel decuya caja vibró con fuerza y ritmo antelos enérgicos y rápidos golpes de lasbaquetas que el tamborilero manejabacon habilidad. Después de los redobles,el sargento gritó con voz campanuda:

—En nombre del rey nuestro señor,don Felipe el quinto, a quien Diosguarde, se hace saber que todos aquelloshombres mayores de dieciocho años

solteros o casados que sean padres demenos de cinco hijos y no hayancumplido los cuarenta, podránvoluntariamente alistarse bajo lasbanderas del rey nuestro señor, porcuanto se hace necesario la defensa deesta monarquía, amenazada por losherejes ingleses y holandeses, enemigosde nuestra santa fe y de los traidores,desleales y malos súbditos que faltandoa su fe, a su palabra y a su honor se hanrebelado contra el rey nuestro señor. Lapaga será de tres reales diarios, más losderechos de alojamiento y gajes.

Las últimas palabras del sargentocasi se confundieron con un nuevo

redoble de tambor. Concluido éste, elsargento volvió a repetir sullamamiento. Cuando lo iniciaba, todoslos que estaban en la plaza ya se habíanacercado al grupo de los militares yescuchaban en silencio.

—¡Ramón, alístate! ¡Enrólate en elejército del rey!

El vendedor de sandías se manteníaen silencio, meditabundo. El otroinsistió:

—¡Es lo mejor que puedes hacer!¡El ejército! Una o dos campañas yluego todo se habrá olvidado.

Ramón continuaba silencioso einmóvil, como escuchando el pregón del

sargento.—Vete a casa, Ramón, ya me

enteraré dónde se efectúan losalistamientos…, para que te presentes.¡Espérame en la casa! ¡Te llevarénoticias!

Ramón asintió.—Me alistaré —dijo—. Tenía

pensado hacerlo de todas formas.El otro le miró, sorprendido.—¿Habías pensado enrolarte?—Sí, en el ejército que tiene que

defender a nuestra reina —respondió, ycomo si lo dijera para sus adentros,repitió—: A nuestra reina.

El llamamiento para que los

madrileños en edad de hacerlo formasenbajo las banderas del rey se estabarepitiendo aquella mañana en todas lasplazas y esquinas de la villa y corte.Desde las primeras horas del día, comohabía ocurrido en la plazuela de SanMiguel, piquetes formados por cuatrosoldados y un tambor a las órdenes deun sargento, o en algunos casos unalférez, habían hecho sonar una y otravez las cajas de guerra, que retumbaronhasta los más apartados lugares de lavilla. Y en todos los sitios ocurría algoextraño: la gente se acercaba a lossoldados, sabiendo que se trataba depiquetes de alistamiento, cuya aparición

en cualquier otro momento habríaprovocado una desbandada general,porque la huida era la respuesta que,ante un posible reclutamiento, daban losvecinos. Luego, los que estaban en edadde incorporarse a la miliciadesaparecían como por ensalmo ypermanecían escondidos tantos díascomo fuese necesario, hasta que elpeligro y la amenaza pasaban.

Madrid estaba viviendo una jornadaespecial, porque no había rechazo nihuidas. Pero más raro aún resultaba loque estaba ocurriendo.

—¿Dónde decís que son losalistamientos?

—Podéis acompañarnos en nuestroitinerario o podéis acudir más allá delCampo del Moro, al otro lado del río,donde los oficiales reclutadores estánorganizando los regimientos.

A eso del mediodía algunos de lospiquetes iban acompañados por unacohorte variopinta de individuos que sehabían incorporado como reclutas aaquel ejército que estabaimprovisándose.

—¿Decís, señor, que es al otro ladodel Manzanares?

—Así es.—Allí nos veremos en cuanto

arregle un asuntillo.

Melchor Rico, el bonetero de lacalle de Segovia, se hacía lenguas con elcanónigo Guillén, un hombretóncorpulento y cachazudo cuyosconocimientos sobre las SagradasEscrituras eran reconocidos por todos.Recibía consultas sobre cuestionespeliagudas desde lugares situados másallá de las fronteras de la monarquía, ysus opiniones y dictámenes eranconsiderados verdades indiscutibles.Sus conocimientos habían hecho que setrasladara del cabildo hispalense, dondetenía su canongía, a San Jerónimo elReal, en la corte.

—Ya me dirá vuestra reverencia si

es normal lo que está pasando.—¿Y qué está pasando? ¿Le han

salido alas a los bonetes? —preguntó,divertido, el canónigo.

—No se burle vuestra reverencia demí… —excusaba el bonetero mientrassoplaba para quitar unas motasimaginarias de polvo en el boneteforrado de rojo que presentaba consuficiencia a la aprobación del canónigo—. Me refiero al revuelo que losalistamientos están provocando.

—¿Qué es lo que ocurre con elalistamiento?

—Es una locura, reverencia, unalocura. Los oficiales del taller se han

marchado con el sargento reclutador…Lo mismo se hacen soldados —habíasoltado el bonete, juntado las manos ycon ademán beatífico elevaba los ojoshacia el techo, como implorando laayuda celestial.

—Vamos, vamos, Melchor, no serápara tanto… Los jóvenes siempre hansentido en las tripas el redoble de unacaja de guerra…

—Reverencia, no son sólo misoficiales; el cordelero de abajo hacerrado el taller, y lo mismo ha hecho elcerero de la esquina de enfrente. Mirad,mirad. —Y señalaba el cerrado postigode la cerería frontera a su

establecimiento.El canónigo se caló las lentes, fijó la

vista en la dirección que le indicaba elbonetero, y se encogió de hombros.

—Si los madrileños estánenrolándose en el ejército del reynuestro señor, tienen todas misbendiciones —sentenció, quitándose lasantiparras.

—¿En el ejército del rey, decís?—¡En cuál si no!—¡En el de la reina, reverencia! ¡En

el de la reina! Estos soldados van apelear por la reina.

—Pues que peleen por la reina, quereina de España es. ¡Vaya si lo es!

—Pero, reverencia…—¡Ni reverencia ni peros, al cuerno

tus bonetes! ¡Ya tengo asunto para mipróximo sermón! ¡Vaya si lo tengo! —Serecogió el manteo con gesto brioso ytomó camino de la puerta. Al llegar alumbral se volvió y con el dedo índiceextendido, lo que era toda unaadmonición, espetó al sorprendidobonetero—: ¡Si alguno de los que meescuchen duda en alistarse, te aseguroque yo le convenceré!

Si la jornada anterior, con el paseode la reina desde palacio hasta NuestraSeñora de Atocha, había sidoextraordinaria, la que Madrid estaba

viviendo aquel día no lo era menos.Nadie recordaba a los mozos y a loshombres granados acudir por docenas,por centenares, para convertirse porvoluntad propia en reclutas… Reclutasque querían ser soldados de aquellareina que les había ganado el corazón enuna tarde en que marchaba a pie por lascalles de la villa y corte para postrarsea los pies de la imagen más veneradapor los madrileños. Muchos de los quehabían trabajado para devolver lanormalidad a las zonas de la villaafectadas por la tormenta, habíanabandonado sus menesteres; oficiales dela más variada laya y condición habían

dejado sus talleres y obradores, losalbañiles cortaban los tajos para hacersesoldados. Gentes procedentes de los dosCarabancheles, de Alcalá, de Móstoles,de Ciempozuelos, de las huertas de laribera del Jarama…, confluían allídonde se había improvisado elcampamento real, donde todos loscálculos se habían visto desbordados yla intendencia que trataba deimprovisarse no daba abasto parasatisfacer una parte mínima de lasnecesidades que demandaba lamuchedumbre que se iba concentrandoal otro lado del Manzanares.

Concurría, además, otra

circunstancia. Desde mediodía, comocaídos del cielo, habían empezado aarribar a Madrid grupos de soldadosque entraban por el camino de Alcalá yGuadalajara… Eran los restos delejército borbónico deshecho a orillasdel Ebro. Eran hombres física ymoralmente abatidos, muchos de ellosheridos y todos harapientos y agotados.Se trataba de grupos aislados, sinninguna clase de organización, porqueésta había desaparecido hacía días.Unos venían a pie; otros, los menos, acaballo. Componían una estampa triste ylamentable, pero aquellos hombresatesoraban un valor que, en las

circunstancias del momento, resultabainestimable. Eran soldados. Vencidos,pero soldados. Muchos de ellosveteranos que conocían su oficio y…podían enseñarlo.

Sin embargo, a media tarde ocurrióalgo inesperado: las gentes quepululaban por la calle de Alcalá vieronen lontananza cómo se levantaba unapolvareda que, con lentitud pero deforma inexorable, avanzaba desde elcamino de Guadalajara hacia Madrid.Hubo agitación y empezaron a circularrumores, confusos primero einquietantes después.

—¡Son las tropas del archiduque!

—¡Por el camino de Guadalajarallegan los ingleses y los holandeses!

—¡También vienen catalanes!—¡Dicen que son miles y no hay

quien pueda frenarles!—¡Vienen los herejes! ¡Los herejes!Las gentes corrían despavoridas. Las

madres buscaban a sus hijos y con prisaacudían a esconderse en las casas;muchas puertas se cerraron a cal y canto.Las iglesias y conventos cerraron suscanceles y echaron las trancas, mientraslas campanas de algunas torres yespadañas empezaron a doblar, tocandoa rebato; el tañido se contagió de unas aotras y Madrid se llenó de los metálicos

sones de sus bronces, lo que acabó porconmocionar a todo el vecindario. Huboescenas de preocupación y de angustia,llantos contenidos o soltados sin rebozoy… silencio, un silencio pavoroso fueradel ensordecedor repicar de lascampanas.

Mucha gente se había refugiado enlas iglesias creyendo que eran lugaresmás seguros. Otros, pensando que losque llegaban eran herejes, enemigos denuestra Santa Madre Iglesia, entendieronque aquélla era una mala elección. Enlos conventos, las comunidades sehabían reunido en los oratorios, en unoscasos puestas sobre aviso de lo que se

venía encima, en otros alarmadas por elrepique general que, desde luego, adeshoras y de aquella forma nada buenoanunciaba. Talleres, obradores, tiendasy tenderetes cerraron puertas y ventanas,muchos dueños permanecieron en ellos ala espera de los sucesos, convencidosde que podrían defender mejor suspertenencias de un posible saqueo. Laplaza Mayor y sus calles aledañas,verdadero corazón económico ycomercial de la capital, habían quedadodesiertas en pocos minutos.

La noticia saltó al otro lado delManzanares, donde los integrantes delos dos regimientos de la guardia —la

Valona y Real— hacían esfuerzos porponer un mínimo de organización en elcaos que se había formado allí a lo largode la jornada.

—¡Las tropas del archiduque estánentrando por la puerta de Guadalajara!

—¡El enemigo entra en Madrid porel camino de Guadalajara!

—¡El enemigo está aquí!—¡Llegan los ingleses! ¡Llegan los

ingleses!En aquel desbarajuste no había

orden ni concierto, todo estabadesbordado y resultaba materialmenteimposible poner en marcha medidas quepermitiesen a una cierta disciplina; sin

embargo, ocurrió un hecho admirable.Aquella gente, aquella masa amorfa ydesordenada que no tenía ninguna clasede orientación a la que acogerse era lomenos parecido a un ejército, y aun asíno se produjo la previsible desbandada.Aunque no sabía qué hacer y carecía derumbo, la gente permaneció allí, a laespera de que alguien le dijese cuál erasu misión.

La polvareda continuaba su avancelento y porfiado, sin variar el ritmo,pero de forma inexorable. En el arrabal,allí donde el borde de la villa seconfundía con el ruedo, donde el caserío

y el campo sostenían un pulso para fijarel límite, siempre borroso, que separabaa uno del otro, se oía ya el redoblar delos tambores. Un sonido que anunciabala proximidad, la llegada inminente delas tropas invasoras, la entrada enMadrid de aquellos malditos herejes,porque no había ningún obstáculo que seopusiese a su avance. La capital de lasEspañas era una población abierta, sinmurallas ni baluartes que la defendiesen;la ceñía una miserable cerca de adobede escasa altura que chiquillos traviesospodían derribar a naranjazos.

En el alcázar real la noticia habíaproducido un estremecimiento general

que parecía afectar también a las viejasparedes de aquel destartalado caseróndesde donde, en otras épocas, se habíagobernado el mundo y tomadodecisiones que afectaban a sereshumanos que vivían en dominios dondeel sol no se ponía, tal era su dimensión ygrandeza. El personal de servicio ibadesconcertado de un lado a otro, sinsaber qué hacer. El rey permanecíaausente, ajeno a todo, encerrado en suhabitación, negándose a hablar connadie. Apenas comía y ninguna fuerzahumana o divina, si por tal entendemoslas instancias y ruegos de su confesor,habían conseguido que se mudase de

ropa, se lavase o se pusiese en manos desu barbero. Sólo masticaba tabaco yapestaba por todos los poros de sucuerpo. Ubilla y Grimaldo, los únicoshombres con responsabilidad degobierno que había en palacio, ademásdel gentilhombre de jornada, trataban deconvencer a la reina de que tomase loimprescindible y se llevase a sumajestad el rey, mientras hubiese tiempopara abandonar la corte. La camareramayor, que asistía a la escena, manteníaun mutismo absoluto.

—No me marcharé —dijo la reina,que aparentaba calma.

—¡Majestad, no podemos asumir el

riesgo de que permanezcáis aquí!—¡No me marcharé! —insistió Luisa

Gabriela de Saboya.—Majestad —suplicaba Grimaldo,

visiblemente preocupado—, si el reynuestro señor y vuestra majestad caen enmanos del enemigo, todo se habráperdido. Todos los esfuerzos, todos losdesvelos habrán sido inútiles. Hacednoscaso, majestad, los consejos, lostribunales y la administraciónimprescindible os seguirán.

—¿Adónde, Grimaldo? ¿Adónde nosseguirá? —En los ojos de la soberana sepintó una sombra de angustia, pero habíaresolución en su mirada.

El ministro agachó la cabeza.—¿Dónde está Cantillana? —

preguntó la reina.No hubo respuesta.—¿Nadie sabe dónde está el conde

de Cantillana?Tampoco hubo contestación.La reina se dejó caer en el extremo

de un sofá, desganada. La falta derespuesta parecía abatirladefinitivamente. La camarera mayor sesentó a su lado y la tomó por las manos;fue entonces cuando la reina de Españarompió a llorar. Grimaldo y Ubilla seretiraron en silencio, respetuosamente.

Capítulo XXVI. Miedoen Madrid

Por la calle de Alcalá subían losprimeros soldados avanzando endirección a la puerta del Sol y la plazaMayor. Madrid estaba desierto, lospostigos y puertas de las casaspermanecían cerrados, no había nadie enlas calles. A la cabeza de aquella tropados jinetes trataban de refrenar el bríode sus caballos para adaptarlos a lacansina marcha de los soldados que lesseguían, con el paso acompasado alredoblar de los tambores que en

apretada fila formaban la primera líneade los infantes que entraban en lacapital. Detrás de los tamborilerosvenían las banderas, portadas por variosjinetes; las enseñas estaban sucias ydesgarradas, pero enhiestas y alzadas.Entre los azulados pliegues podíanvislumbrarse las doradas lises que,como estrellas, llenaban los estandartesdel ejército borbónico.

—Mendieta, aquí pasa algo extraño.—El conde de Cantillana, que vestía unimpecable uniforme de coronel delejército real, no se explicaba aquellasoledad en las calles y aquella cerrazónen medio del estruendoso repicar de las

campanas madrileñas—. Ordena que unaescuadra se adelante y recojainformación. Esto no es normal.

El capitán Mendieta, ayudante delcoronel Cantillana en el regimiento deinfantería número dos, más conocidocomo regimiento de la Reina, tiró de lasriendas de su caballo, haciéndole girar,con lo que Cantillana quedó solo alfrente de sus tropas. Era la única unidaddel ejército borbónico destrozado en losalrededores de Zaragoza que no habíaquedado desorganizada. Como en otrasocasiones, la bravura y la disciplina deunos hombres que habían hecho de suunidad un mito entre las tropas que

sostenían la causa de Felipe V les habíansalvado del naufragio general a que lescondujo la incapacidad del marqués deVilladarias. El capitán ayudante,Mendieta, había dirigido, en ausencia desu coronel, los movimientos delregimiento en aquella aciaga jornada.Tras el desastre, una vez que ladesbandada se hizo general, logrómantenerlo cohesionado, y a falta deotras instrucciones por haberdesaparecido el estado mayor, decidióreplegarse ordenadamente hacia Madrid.Fue de gran ayuda para su propósito laactitud del general Stanhope, queinexplicablemente se entretuvo en

Zaragoza en lugar de marchar sobre lavilla y corte. Luego, por el camino, unnúmero creciente de hombres fuesumándose a su regimiento, procedentestodos ellos de las desaparecidasunidades del ejército que había mandadoVilladarias. A pocas millas de Madridhabía enviado recado a su coronel,quien, sin pérdida de tiempo, salió alencuentro de sus hombres, a cuyo frenteentraba ahora en la capital de España.Era una abigarrada tropa integrada pormás de tres mil hombres que, bien losabía Cantillana, iban a constituir elnúcleo del ejército que su majestad lareina le había encomendado organizar.

Pasaban a la altura de la parroquiadel Salvador cuando se abrió la puertade la iglesia con un portazo tal que lanzólos batientes de par en par. Comoimpulsados por un resorte, surgió delcancel un clérigo seguido de dossacristanes revestidos con roquete ysotanas rojas, portando cruces alzadas.

—¡Son los nuestros! ¡Son losnuestros!

El sacerdote, que se había recogidola sotana hasta media pierna, se hincó dehinojos al pie de las gradas que dabanacceso al templo.

—¡Son los soldados del rey nuestroseñor! ¡Viva Felipe el quinto! ¡Viva el

rey! ¡Viva Felipe el quinto!Al ver a los clérigos, Cantillana, que

había refrenado el paso de su caballocasi hasta detenerlo, comprendió lo quehabía ocurrido. Poco a poco las puertasde las casas empezaron a abrirse y lagente a salir a la calle. Muy pronto seformó una turbamulta, que avanzaba,cada vez más numerosa, al compás delos soldados que, ante el cariz quetomaban los acontecimientos, dieron unaire más marcial a su marcha. Tanto que,en medio de las aclamaciones, noparecían un ejército derrotado.

Cerca de una hora emplearon lastropas en subir por la calle de Alcalá,

cruzar la puerta del Sol y avanzar por lacalle Mayor hasta desembocar en laexplanada delantera del alcázar real.Cuando los soldados llegaron ante elpalacio, les acompañaba ya unaverdadera muchedumbre, que sedesparramó por aquella zona, dondemuchos habían tomado posiciones parano perderse detalle de la improvisadaparada militar en que se habíaconvertido el arribo de las tropas,último vestigio de un ejército al quetodos daban por desaparecido.

En el balcón principal del alcázarapareció Luisa Gabriela de Saboya.Sólo la acompañaba su camarera mayor,

quien se situaba detrás de la soberana enuna discreta penumbra. Cuando losmadrileños se dieron cuenta de lapresencia de su reina, fue la locura.

—¡La reina! ¡Es la reina!—¡Mira; mira! ¡Allí, allí! —

exclamaba una mujer al tiempo queseñalaba a su majestad.

—¡Viva la reina!—¡Viva la Saboyana!—¡Viva! ¡Viva! ¡Viva!Cantillana, que había previsto girar

a la izquierda para llevar sus tropashacia el puente de Segovia y cruzar elManzanares, decidió que sus hombresdesfilasen ante la reina. Dobló a la

derecha y tras él la línea de tambores,que intensificó sus redobles en mediodel griterío de una muchedumbre quemanifestaba una alegría exultantedespués de la tensión y el miedo que sehabía vivido con anterioridad. Los tresmil hombres pasaron por delante de susoberana, cuya presencia les estimuló detal forma que más parecían ofrecerle unavictoria, que ser los retalesdeshilvanados de un ejército aplastado ypuesto en desorden y desbandada.

Cuando los últimos hombrescruzaron ante la fachada del alcázar,Cantillana, que había permanecidofrente al balcón, escoltado por Mendieta

y un tambor que no era otro queGinesillo, saludó militarmente a lareina. Sabía que aquello era másartificio que otra cosa, pero sabíatambién que ahora contaba con unnúcleo aguerrido de hombres —sushombres— con los que componer eimprovisar un ejército. Bien mirado,aquello era mucho más de lo que podíahaber aspirado esa misma mañana.Después de saludar, espoleó su caballoy se perdió en la lejanía camino delpuente de Segovia para ganar el otrolado del Manzanares. Allí, la llegada delas tropas fue apoteósica. Una animaciónque desbordaba vitalidad invadió hasta

los más apartados rincones delimprovisado campamento, en el queaumentaba el caos reinante a lo largo dela jornada.

Había que organizar una masacercana a los once mil hombres, lamayoría de los cuales habían tenido muypoco en común hasta aquel día. A partirde medio regimiento que habíamantenido el tipo tras la derrota deZaragoza, dos compañías de la GuardiaReal, soldados desorganizados,procedentes de muy variadas unidades, ymás de cuatro mil voluntarios que sehabían enrolado en las últimas horas,Cantillana tenía que improvisar en

pocos días un ejército que era la últimabaza para que el Borbón se mantuvieseen el trono de San Fernando. Aquelloshombres significaban la últimaesperanza de una reina para quien reinarse había convertido en una quimera.

También a lo largo de aquellajornada se difundió un rumor por todo elcampamento:

—El conde de Cantillana ha sidonombrado general del ejército.

Una y otra vez se repetían lasmismas palabras.

El rumor era falso. El conde deCantillana aún no había sido nombradogeneral de aquel ejército que estaba por

forjarse, y la decisión de la soberanasobre el asunto todavía era un secretoentre tres. Nadie sabía que el conde deCantillana sería quien asumiesesemejante responsabilidad; sin embargo,lo ocurrido aquel día le había asignadoun nombramiento que se haría públicoen pocas horas.

Los madrileños habían vivido otrodía cargado de emociones. Tras elmiedo de aquella tarde, a muchos lallegada de la noche y la convicción deque en Madrid ya había concentrado unejército con capacidad para hacer frentea los traidores y a los herejes les trajo lacalma. No podía afirmarse que Madrid

fuese un lugar tranquilo, pero ahorahabía algo de sosiego.

La llegada del recogimientonocturno no fue obstáculo para quemuchos noctámbulos, más de loshabituales, se diesen a la celebración yel festejo en figones, mesones yburdeles. Un extraño que llegase aMadrid difícilmente podría imaginar queaquélla era la capital de una monarquíaque había vivido una jornada tanincierta. En algunos lugares aparecieronluminarias —uno de los elementosoficiales de toda manifestación públicade alegría—, en las fachadas de lascasas principales, de las parroquias y

los conventos. En argollas empotradasen la pared se colocaron teas encendidasque aportaron alguna luminosidad a lastinieblas nocturnas.

Sin embargo, ocurrían también otrascosas que escapaban al atisbo de lasgentes y cuyo curso y desenlace era desuma importancia para la vida de todosaquellos que se habían encerrado en susdomicilios, en iglesias o en otroslugares, y que luego se habían echado ala calle para protagonizar un hechoverdaderamente insólito: vitorear a losmaltrechos restos de un ejército quehabía sido vencido y desbaratado unosdías antes. En medio de la algarabía

general había pasado casi inadvertida lallegada de un jinete a la posada de lacalle de Carretas, el mismo lugar dondehacía pocos días un grupo deenmascarados había asesinado a unfrancés, una muerte ante la que no hubopesquisas ni nadie fue a la posada ainteresarse por lo ocurrido, sólo unosalguaciles que impusieron silencio y sellevaron el cadáver, que fue enterradopor los hermanos de la Caridad, quecorrieron con los gastos.

Era ya muy tarde, hacía rato quehabían dado las diez, cuando aqueljinete llegó.

—¿Monsieur Regnault? —preguntó

al posadero nada más entrar y tras dejarsu cabalgadura en manos de unmozalbete.

El preguntado no contestó, puso losbrazos en jarras, en un claro gesto dedesafío, y miró con dureza al individuoque tenía frente a él; éste repitió lapregunta en un correcto castellano, perocon un inconfundible acento francés.

—¿Está aquí monsieur Regnault o,tal vez, monsieur Flotte?

Siguieron unos instantes de silencio,antes de que el posadero contestase contono desabrido:

—No, no están. Ni tampoco sédonde andan. —Giró sobre los talones y

dio la espalda al francés, acentuando lainsolente actitud de que había hechogala. El recién llegado se acercó y posóuna mano en su hombro, lo que provocóuna sacudida en el posadero, que sevolvió con una agilidad impropia de suvoluminosa humanidad. En su manoapareció un cuchillo tocinero quellevaba oculto bajo el mandil.

—¡Quítame la mano de encima! —Sus palabras eran una amenaza en todaregla.

El francés, sorprendido, dio un pasoatrás y llevó instintivamente la mano a laempuñadura de su espada; la cogió confuerza, pero no desenvainó el acero.

—Sólo os he preguntado por dospersonas a quienes busco, y ésta es ladirección donde me han dicho queviven… o al menos han vivido. —Teníamodales correctos y parecía un hombredecidido. Miró alrededor y vio que noera mucha la gente que había: dosmozas, una mujer mayor que éstas, tresindividuos y dos jovenzuelos. No eranmuchos en un lugar como aquél, perotodos estaban pendientes de lo queocurría. Retrocedió varios pasos, sinperderle la cara al posadero, buscandoprotegerse la espalda. Por suindumentaria se veía que era un soldado,y quedaba claro que en caso de pelea

conocía el terreno que pisaba. Elposadero, a quien no se le escapó eldetalle, sacó conclusiones: aquelindividuo no se dejaba intimidar, y sihabía bronca sería peligroso.

—¡Ya os he dicho que no están aquí!—Eso ya lo sé, porque

efectivamente me lo habéis dicho, pero¿se han alojado aquí?

El posadero pareció dudar por uninstante, luego se decidió a contestar:

—Así es, pero se marcharon haceunos días… ¡No han dejado razónninguna!

El francés no soltaba la mano de laempuñadura de la espada; con la otra

registró en sus ropas y aparecieron en supalma dos monedas de oro.

—¿No recordáis nada más?La codicia brilló en los ojos del

posadero, que instintivamente pasó layema de los dedos por el filo delcuchillo que sostenía.

—Os juro que no lo sé; os he dichola verdad. No sé adonde han podido ir,ni siquiera podría deciros si están enMadrid.

El francés guardóse el dinero y miróhacia la salida, sin bajar la guardia. Elposadero comprendió que se quedabasin aquellas monedas. A todossorprendió la agilidad con que de un

salto salvó la distancia que le separabade su objetivo y se abalanzaba sobre elfrancés, que no tuvo tiempo dedesenvainar. Su espada quedó a mediosalir, con la mano crispada en laempuñadura, porque la vida se le escapóde forma instantánea al haberle entradodos palmos de la hoja del cuchillo en elcorazón. El impulso con que aquelhombretón se le había echado encimafue mortal, ya que al cuchillo matador sesumaron la fuerza del brazo y el pesodel cuerpo.

Cuando el herido cayó al suelo porel propio impulso del que le asestó lacuchillada, ya estaba muerto. El arma

que le había provocado la muerte sólodejaba ver la empuñadura y actuabacomo tapón de la herida que le habíasegado la vida, de modo que apenas sisalía sangre. Otra cosa sería si lequitaban el cuchillo. Los presenteshabían quedado paralizados por elhorror y la rapidez con que todo sehabía desarrollado. El posadero, quetambién había rodado por el suelo, seincorporó lentamente; los ojos parecíansalírsele de las órbitas y tenía contraídoel semblante. La mujer de más edad, queera su esposa, se tapó la cara con lasmanos y rompió en sollozos.

—¡Deja de gimotear y vamos a lo

que vamos! —le gritó el posadero.La mujer dejó ver su rostro lloroso.—¿Qué has hecho Manuel? —

exclamó. Presa de una profundaconsternación no dejaba de gritar—. ¡Lehas matado! ¡Le has… asesinado!

—¡Déjate de monsergas! ¡Vamos!¡Ayudadme!

Su mujer, las dos mozas y los dosjovenzuelos se acercaron vacilantes alposadero y al cadáver que yacía a sulado.

—¡Vosotros también! ¡Venga! —Elhombretón invitaba a los otros tresindividuos a que acudiesen—. ¡Habráoro para todos! ¡Ya lo veréis! ¡No hay

que preocuparse, la muerte de ungabacho no interesa a los alguaciles!

Dos de los tres parroquianos seacercaron ante la invitación delposadero, que ya empezaba a registrarlos bolsillos y recovecos de lavestimenta del muerto, con avidez ynerviosismo; del bolsillo de dondehabía sacado las dos monedas, quedespués había guardado, salieron nuevepiezas de oro; eran luises franceses.También sacó una bolsilla de tafilete enla que había veinticuatro monedas más,igualmente luises de oro. En otrobolsillo encontró dos monedas de plata,de las llamadas reales de a ocho, y una

perla de regular tamaño.Mientras desvalijaba al muerto el

posadero parecía poseído por una furiaincontenible, la codicia brillaba en susojos y no reparaba en las sacudidas quedaba al cadáver. Todos los demásmiraban expectantes, salvo la mujer, queseguía gimoteando. El hombretóndesabrochó con ira la casaca deldifunto, y lo hizo con tal brusquedad quevarios de los botones saltaron antes depasar por los ojales. Aquella operaciónhizo que el cuchillo se saliese unapulgada de la herida, lo que fuesuficiente para que se debilitase elefecto de tapón que ejercía sobre ella y

manase la sangre en mayor cantidad quehasta entonces. Del chaleco sacó unpapel perfectamente doblado y lacrado;no prestó mucha atención al pliego ysiguió hurgando en las ropas del muerto.

—¡Que nadie se mueva! —La vozque sonó a la espalda del grupo no eraestridente, pero tenía la energíasuficiente para dejar claro que aquellono era una broma. Era el tercero de losparroquianos, el que no se habíaacercado al grupo ante la invitación delposadero. Todos quedaron paralizados.Aquel individuo tenía una pistola en lamano derecha, y estaba amartillada.

—¡Que nadie se mueva y que nadie

tema! —sentenció con voz tranquila,pero que no admitía discusión. Cuandoel posadero iba a decirle algo, le pidióel papel—: Sólo quiero ese pliego queacabas de quitarle al muerto, lo demásno me interesa.

—¿Queréis ese papel? ¿Sólo esepapel? —preguntó el posadero entreperplejo e incrédulo.

—Efectivamente, y si no me lo das,lo tomaré yo.

—¡Faltaría más, señor! —El de lapistola no tenía aspecto de señor, peroel posadero deseaba halagarle, dadaslas circunstancias—. ¡Si ése es vuestrodeseo, cumplido está!

Le tendió el papel, uno de cuyosextremos se había manchado con lasangre del muerto, el desconocidoalargó la mano que tenía libre y locogió.

Después retrocedió hasta el portónde salida, guardó la pistola ydesapareció.

Para extrañeza de todos los quetuvieron noticias de aquel asesinato, elasunto fue resuelto, sin muchasindagaciones, como un caso de legítimadefensa. El posadero había sidoagredido y había actuado para salvar suvida.

Capítulo XXVII. Eltercer mensaje

Las muestras de cansancio se leacumulaban en el rostro, lo que le dabaun aire envejecido. Un cerco oscuro, unaespecie de aureola grisácea, rodeaba susojos, produciendo una sensación deprofundidad que acentuaba su imagencansina. En el reloj de pesas del portalhabían sonado, lentas y solemnes, docecampanadas, anunciando que habíallegado la medianoche, que comenzabaotro día, aunque para el común de lasgentes el inicio de una nueva jornada no

se producía hasta que despuntaba el albay la luz ganaba su cotidiano pulso a lassombras de la noche.

El conde de Cantillana estaba ahorasolo en su gabinete de trabajo, de dondehacía pocos minutos acababa demarcharse el capitán Mendieta, elsegundo jefe del regimiento que élmandaba, un hombre honrado, valiente ycapaz. Se conocían desde hacía cuatroaños, los mismos que llevaban siendocompañeros de armas en aquelregimiento. Javier de Mendieta,primogénito de un hidalgo navarro,caballero de hábito, le debía la vida aCantillana, al igual que Cantillana se la

debía a él. Era la consecuencia lógica ycasi natural que se derivaba de los gajesde la guerra, pero aquello les habíaunido por encima del compañerismo delas armas y había forjado entre ellos unaamistad que superaba con mucho lasrelaciones propias de la milicia.

La reunión entre los dos militares,entre los dos amigos, se había alargadode forma considerable, porque Mendietacontaba y no paraba aspectos, detalles,actitudes y acciones relacionadas con lagrave derrota que habían sufrido. Nopodía explicarse ni la estrategia ni lasórdenes que habían emanado del estadomayor de Villadarias y que habían

conducido al desbaratamiento absolutode las tropas borbónicas. La confusiónfue tal que no podía dar cifras válidas,pero la mitad del ejército debió dequedar prisionero en manos del enemigocomo consecuencia de la incapacidad eincluso la cobardía con que se habíamaniobrado y actuado.

Cantillana, que siguió con reposadaindignación los comentarios yafirmaciones de su compañero, preguntósi pensaba que la batalla estabaamañada de antemano, si ante la forma ymanera en que se desarrollaron losacontecimientos podía pensarse queexistía una sombra siquiera de traición.

Mendieta no fue capaz de manifestarse.La conversación se prolongógenerosamente, en torno a aquellosgraves sucesos, hasta casi lamedianoche, en que el capitán se habíamarchado. Cuando se quedó solo,Cantillana pensó por un momento en laingente tarea que en tan poco tiempohabía caído sobre sus espaldas. Recordósus años mozos, cuando galanteaba, eraalgo torero y peleaba en Flandes contralos franceses; ya entonces había tenidola responsabilidad de mandar unregimiento, pero eran otros tiempos yotras circunstancias. Recordó tambiénaquella extraña misión que le encargara

el conde de Oropesa, en la que estaba enjuego el futuro de la monarquía, y queaun no creyendo en ella la llevó a caboimpulsado por su afán aventurero. Eraentonces rey Carlos II, el Hechizado, yaquella misión, una verdadera aventura,cambió su vida y determinó una buenaparte de su futuro. Habría negado conenergía a cualquiera que entonces —habían pasado algunos años— lehubiese pronosticado que se encontraríaen la presente situación: con laresponsabilidad de salvar a unamonarquía acosada y casi abatida por lasuma de fuerzas de enemigos muypoderosos. Una monarquía traicionada

por muchos de los que tenían obligaciónde guardarle fidelidad y a cuyo frente seencontraba un demente de costumbresatrabiliarias que junto a escasos ratos delucidez vivía la negrura y el aislamientode profundas melancolías.

Sólo la atracción de aquella mujerque había conocido en Roma y queejercía sobre él una fascinación queresultaba difícil de explicar, le habíallevado a la posición de abrumadoraresponsabilidad en la que se encontraba.A fuer de sinceros, sabía que existía otrarazón: una reina soñadora que, adiferencia de su marido, quería ser reinade España y había puesto sobre la mesa

todo lo que tenía para conseguirlo. Poraquella reina, casi una niña en elmomento de llegar al trono, merecía lapena asumir el reto que tenía pordelante.

Se desperezó estirando brazos ypiernas en un intento de alejar elcansancio que le mortificaba. Se puso depie y paseó por el gabinete con elpropósito de despejarse y alejaraquellos pensamientos de otras épocasque habían embargado su espíritu.

El silencio de la noche quedó rotopor unos golpes en la puerta de su casa.Quien fuese tenía prisa y, desde luego,dada la hora que era debía de tratarse de

un asunto urgente. Reaccionóencaminando sus pasos hacia la puerta,sin aguardar a que ningún criadoacudiese a la llamada; ya estabadescorriendo los cerrojos queaseguraban las pesadas hojas cuando,presurosos y agitados, llegaron dossirvientes…

—Excelencia, dejadnos a nosotros.—Haceos a un lado, señor, no

sabemos quién está ahí… Podríaresultar peligroso.

Quien hacía esta advertencia abrióun ventanuco que había en una de laspuertas y que permitía conocer quién tana deshoras armaba aquel revuelo, sin

necesidad de franquearle la entrada.—¿Quién vive? —preguntó el

fámulo al tiempo que levantaba un farolpara tratar de escudriñar al otro lado dela mirilla. Efectivamente, enmarcada enel cuadrado de ésta, surgió de entre lassombras el rostro de un individuo, quejadeaba con fuerza.

—¡Soy Mateo, abrid pronto!—¡Por los clavos de Cristo, Mateo!

¿Qué haces llamando así a estas horas?—¡Traigo algo urgente para el señor

conde! ¡Abrid de una vez, maldita sea!Los criados descorrieron los

cerrojos, completando el trabajo queCantillana había iniciado, y abrieron una

de las hojas, forradas con planchas dehierro, de la puerta. Cuando Mateoentró, se sorprendió al encontrar allí alconde.

—¿Qué ocurre Mateo? A estas horashabrá de ser algo importante.

—Espero que sí, señor.Diciendo esto, sacó una carta que

entregó a Cantillana. La carta estabamanchada de sangre.

—¿Qué es esto? —preguntó el condemientras tomaba el pliego entre lasmanos.

—No lo sé, señor; pero la tenía unfrancés que hace poco llegó a la posadapreguntando por los otros franceses.

—¿Y esta sangre?Mateo contó lo que había ocurrido

en la posada de la calle de Carretas.—No he perdido un minuto y he

venido a toda prisa —añadió.Cantillana asintió con la cabeza y

ordenó que se le atendiese, después seencerró en su gabinete, tomó asiento,rompió los lacres, sin reparar enmayores detalles, y fijó los ojos en elcontenido de aquella carta.

Fue una cuestión de segundos; quedóparalizado hasta el punto de contener larespiración de manera instintiva. Nopudo evitar exclamar:

—¡Santo cielo!

Se restregó los ojos con los puñosen un gesto que buscaba despejar lossentidos por aquel procedimiento tanrudimentario. Volvió a leer el texto. Susojos pasaban con rapidez, con avidez,de una línea a otra, y cuando terminóesta segunda lectura, tomó lentamenteaire por la nariz, pues mantenía la bocaapretada, y después lo expulsó confuerza por ésta, tratando de descargar latensión que en tan pocos instantes sehabía acumulado en su organismo.

El papel que Cantillana acababa deleer era la clave de todo el embrollo yla trama de la conjura. Venía a poner enclaro muchas de las oscuridades e

incertidumbres que había en aquelasunto que amenazaba el trono de FelipeV.

Sacó de un cajón del bufete dospapeles, que desplegó y colocó pororden. Eran copias de los dos mensajesanteriores.

El primero decía:

Plutarco se impondrá a Homero.Ha sonado la hora de la Justicia.Las Damas y sus Hijas lo

agradecerán.Cicerón está dispuesto.X y Y avisen a Cicerón.

El otro rezaba:

De la Justicia a X e Y.El recibo de esta letra servirá

para que todo se ponga en marcha.Cicerón ha de estar dispuesto

porque Plutarco se ha impuesto aHomero.

La Justicia está prevenida y lasDamas y sus Hijas son conformes.

Para el acto final esperad a queJúpiter se decida a lanzar su rayo.

Comparó los textos y reflexionósobre las conclusiones que de losmismos afloraban a la luz de la nuevainformación que acababa de recibir. Loque hasta aquel momento habían sidodudas y cavilaciones, especulaciones yposibilidades, tenía ahora mayor solidez

y consistencia. Sacó un pliego de papel,tomó recado de escribir y fue anotandocuidadosamente todas las claves quequedaban desveladas con el mensaje quehabía llegado a sus manos. Empleó eneste trabajo un largo rato, porque noquería cometer ningún error, y para elloera necesario deducir con cautela yanalizar todas las posibilidades.

Cuando terminó tenía en su podernuevos datos, de gran importancia, en elentramado de aquella conjura. No todos,sin embargo, porque aquel último papeltenía algunas palabras ilegibles. Tal vezen ellas estuviera la solución a loscabos que quedaban sueltos, pero no le

importaba demasiado. ¡Lo que habíadescubierto no tenía precio! Terminabasu tarea cuando en el silencio de lanoche sonaron las campanas queanunciaban las cuatro; sólo entonces sedio cuenta de lo tarde que era. Se habíaensimismado y embebecido de talmanera en su trabajo que había perdidola noción del tiempo.

Era demasiado tarde para ponerse enmarcha y actuar, aunque sabía que eltiempo apremiaba y no podía perderseun instante. La base del éxito del planque ya bullía en su cabeza radicaba en larapidez con que se actuase y, desdeluego, en anticiparse a la acción de los

conjurados. «Menos mal —pensó— quemantuvimos bajo control la posada de lacalle de Carretas, a pesar de que los dosfranceses se marcharon. Si hubiésemosabandonado la vigilancia nunca habríallegado a nuestro poder este papel —miró el pliego que tenía delante— yandaríamos dando palos de ciego».

A pesar de la contrariedad quesuponía no poder entrar en acción deinmediato, estaba contento y decidióecharse en la cama, aunque sabía que nopodría conciliar el sueño. Así lo hizo, ydurante las horas que transcurrieron nodejó de pensar en la forma de encontraruna solución para la lectura de las líneas

que la sangre había manchado.

Capítulo XXVIII. Enbusca de una solución

Era muy temprano. Las primeras lucesdel alba no habían logrado romper losúltimos retazos de la noche queterminaba. El conde de Cantillana estabameditabundo y prestó poca atención alos comentarios de Julián, quien comocada día, antes del amanecer, tomaba enla cocina chocolate bien espeso ycaliente. La mortecina luz de loscandiles había alumbrado pobremente lacharla del señor y el viejo criado,ajenos ambos al ajetreo que ya

empezaba a producirse entre los perolesy los pucheros.

El conde apenas había tomado unossorbos de café, que calentaron sustripas, y escuchado distraídamente aaquel anciano medio ciego contarle, unavez más, las historias que tantas veces lehabía repetido. Por los ampliosventanales entraron las primeras lucesdel alba indicando a Cantillana quedebía ponerse en movimiento. Dio alviejo criado un apretón de manos y sedespidió. Tomó su capa y rápidamentesalió a la calle, donde los primerosviandantes caminaban, con escurridizarapidez, hacia sus destinos. En pocos

minutos Madrid estaría en plenaebullición, en las plazuelas y lugaresdonde se instalaban a diario losmercados ya se iniciaba el movimientoque precedía al comienzo de lasactividades cotidianas.

Llevaba el paso presuroso ydecidido; cualquiera que le viese podíaafirmar que aquel hombre sabía a dondecaminaba y que quería llegar pronto.

Iba al único sitio donde podríaencontrar una solución al problema delas palabras ilegibles del mensaje que lanoche anterior había llegado a su poder.Durante las horas que, tendido en lacama, había pasado en vigilia, mientras

su cabeza daba vueltas en torno almismo asunto, recordó que Ana María,con motivo del escándalo del padreDaubenton, le había dicho que detrás detodo aquello estaba la visita que la reinay ella habían hecho a una adivinadoraque vivía a la espalda del colegioImperial. No tenía la seguridad de queno fuese una de las muchasembaucadoras que pululaban por la villay corte en busca de buenos ducadossacados a los incautos, pero no se leocurría qué otra cosa hacer.

No sabía cuál era la casa de aquellamujer de la que sólo recordaba sunombre pero la calle de referencia era

pequeña y pensaba que la encontraríafácilmente. Desde luego, habíarechazado la posibilidad de hablar deeste mensaje con Ana María. Intuía elgrave riesgo que entrañaban aquellaslíneas manchadas y deseaba alejar, en lamedida de lo posible, el peligro queacecharía a la mujer que amaba.Mientras caminaba no podía apartar desu mente a personas que había conocidohacía años, dotadas de saberessobrenaturales. Ese conocimiento, quesabía real, era lo que le conducía allí.Tal vez, aquella Ana, cuyo apellido nolograba recordar, fuese alguien de esacondición. Sacudió la cabeza, como

alejando un pensamiento, y paraanimarse se dijo a sí mismo que, en todocaso, sería cuestión de poco tiempo elsalir de dudas. De todas formas, ahorale interesaba mucho más lo que no sabíade aquel mensaje, que las claves que elmismo le había desvelado.

Embebido como iba en estospensamientos, subió la Carrera de SanJerónimo y casi sin darse cuenta cruzó laplaza Mayor, donde la animación era yaintensa; dejó a su izquierda la ronda deCurtidores y se introdujo en el dédalo decallejones y callejuelas que quedabanentre la calle Mayor y la de laColegiata, donde se asentaba el colegio

de los padres de la Compañía. Una deaquellas callejas sería la que albergasela casa que buscaba.

La tarea de localizarla se presentómucho más dificultosa de lo que habíaimaginado en un principio. Al llegar allíse dio cuenta de que preguntar por lacasa de Ana, sin más, era poco concreto,y que aludir a sus actividadespresentaría más inconvenientes queventajas. Podría incluso levantar algunamala sospecha y ya había tenidoproblemas con el Santo Oficio, con elque las cuentas no estaban saldadas.Pensaba en cómo abordar aquellasituación cuando un hecho inesperado

vino en su ayuda.—Una limosna, por caridad. Que

Dios os lo premiará. —Quiendemandaba aquella ayuda era un hombrede mediana edad que no tenía aspecto demendigo, aunque estaba lisiado. Sehabía dirigido directamente a él,extendiendo un platillo.

Cantillana echó mano al bolsillo desu cinto y sacó un ducado —¡toda unaseñora limosna!— que relució en arcilladel cuenco; el solicitante, asombrado alcomprobar lo que acababan de darle,alzó la mirada que hasta entonces habíamantenido baja. Cuando vio el rostro desu bienhechor no pudo contener una

exclamación de asombro.—¡Por los cuernos de la luna! ¡Si es

el mismísimo coronel Cantillana!Instintivamente el conde llevó la

mano a la empuñadura de su espada.—¿Quién sois vos?El mendigo, que se había retirado un

paso, al percatarse del gesto contestó sinvacilar:

—Señor, un soldado que peleó a lasórdenes de su excelencia en Flandes.

Cantillana se relajó.—Así que eres un veterano de los

tercios.—Sí, excelencia.—¿A qué te dedicas? —preguntó el

conde.—Malvivo, señor, de la caridad de

buenas gentes como su excelencia. Nopuedo trabajar —enseñó el muñón de loque fue su brazo derecho—, y ya sabe suexcelencia que las pagas de los viejossoldados nunca llegan.

—¿Cuál es tu nombre?—Álvaro de Mendoza, para

serviros, señor, y tengo un aposentocompartido con otro veterano en elcallejón del Nuncio.

—Así es que vives por aquí.—En efecto, señor. ¿Necesitáis

algo?—Sí, Álvaro, necesito una

información que tal vez… tú puedasfacilitarme.

El tullido adoptó un aire de ciertamarcialidad y exclamó:

—¡A las órdenes de usía, micoronel!

Cantillana sonrió con amabilidad yposó su mano enguantada sobre elhombro de aquel veterano, donde sehabía reflejado por un instante el orgullodel tiempo pasado en la milicia.

—¿Puedo confiar en ti?—¡Señor, sin la menor duda!—Bien, Álvaro; busco la casa de

una mujer que vive por aquí. Su nombrees Ana…

—¿Por un casual, Ana de Hoserín?A Cantillana se le iluminó el

pensamiento. Ése era el apellido de lamujer, que no lograba recordar:

—¿La conoces?—Sé dónde vive, señor. Os llevaré

hasta su casa.En pocos minutos el viejo soldado le

condujo hasta el lugar que Cantillanadeseaba. Éste tomó el bolsillo dondellevaba las monedas, pero cuando hizoademán de entregarlas a su guía, fueparado en seco.

—¡De ninguna manera, señor! ¡Nopuedo aceptar ni un maravedí por unservicio a mi coronel! —Levantó la

cabeza con gallardía y dando mediavuelta, sin decir palabra, se marchóarrastrando su miseria con dignidad.

Cantillana, permaneció quieto, sinmover un solo músculo, hasta que le vioperderse por la primera esquina quehabía. Sólo entonces llamó con fuerza ala puerta de la casa de Ana de Hoserín.

Aquella calleja no era un sitio queatrajese a la concurrencia, ni un lugar depaso. Los golpes habían sonado con granlimpieza por encima del bullicio quellegaba de la lejanía. Su llamada no tuvorespuesta por lo que insistió otra vez.De nuevo los golpes sonaron con fuerza.

Transcurrido un cierto tiempo, el

que parecía más que prudente para quedesde el interior diesen respuesta,Cantillana dudó si habría alguien enaquel lugar. Decidió, antes de realizarun tercer intento, aguardar un poco más.Cuando consideró que era suficiente,realizó una tercera llamada, pero denuevo el silencio fue la respuesta queobtuvo. Numerosas dudas le asaltaronentonces: ¿Habría alguien allí? ¿Seríaaquélla la casa de Ana de Hoserín? ¿Lehabría mentido el tal Álvaro deMendoza? Rechazó esta últimaposibilidad. Aquel hombre le conocía,sabía que era coronel y, lo másimportante, había rechazado el dinero

que le ofreciera… No, Álvaro deMendoza no podía ser un malandrín.

Decidió dar un paseo por losalrededores y volver más tarde. Apenashabía caminado unos pasos cuando oyóque alguien hablaba a sus espaldas.

—¿Quién es el que arma tanto jaleoa deshoras? ¿Se puede saber quién…?

Una vieja había abierto la puerta yCantillana volvió sobre sus pasos.

—¿Vive aquí Ana de Hoserín?La vieja soltó, con un gruñido:—¡Vive aquí Ana de Hoserín! ¡Vive

aquí Ana de Hoserín…! ¿Y se puedesaber quién pregunta por ella?

—Sí que se puede saber; soy yo

quien pregunta. —Cantillana estaba yafrente a ella.

—¿Y quién sois vos?—Soy alguien que necesita de

vuestros servicios.La vieja soltó una risotada

estridente:—¡De mis servicios…! Ja, ja, ja, ja.Aquella risa provocó la cólera de

Cantillana, que no acertaba acomprender la actitud de la vieja.

—¡Pardiez! ¿Se puede saber de quéos reís?

—Señor, es que, ja, ja, me ha hechogracia la confusión. Yo no soy lapersona que buscáis.

Cantillana aguardó unos instantes ydespués preguntó, retador:

—¿Y bien…?—¿Y bien, qué?—¡Que si está Ana de Hoserín, por

los clavos de Cristo!La vieja hizo un extraño ademán y

preguntó:—¿Quién habéis dicho que sois?—¡Yo no he dicho quién soy, pero

os lo voy a decir! ¡Soy el conde deCantillana, y ahora, si no os importa,respondedme!

—Esta bien, está bien. Aguardad unmomento —dijo la vieja, y dando unportazo lo dejó plantado en medio de la

calle. Así transcurrieron no menos decinco minutos hasta que la puerta volvióa abrirse de nuevo y la vieja, sin decirpalabra hizo un gesto a Cantillanaindicándole que pasase. Aquella vieja,que se movía con una mayor agilidad dela que pudiese creerse, le condujo a lamisma habitación donde la reina y sucamarera mayor se habían reunido consu ama.

Cantillana hubo de esperar algunosminutos más en aquella sala donde Anade Hoserín recibía sus visitas. No dejóde ir de un lado para otro, hasta que laenigmática mujer apareció. El condedecidió no perder el tiempo en

preámbulos y sin mayores formalidadesle expuso cuáles eran las razones que lehabían conducido a solicitar su ayuda.Acto seguido, sin esperar respuesta, leenseñó el mensaje.

Se produjo un largo silencio que aCantillana se le hizo eterno. Por fin, lamujer contestó afirmativamente a sudemanda.

—Bien, en ese caso ¿podéis decirmequé es lo que está escrito en las zonasmanchadas?

—No tengo inconveniente, peroantes hemos de fijar el precio de misservicios.

Cantillana se dio cuenta del olvido y

sacó de entre sus ropas una bolsa decuero.

—Hay cien ducados, creo que serásuficiente. En todo caso…

—Señor —la mujer le interrumpió,cortante—, no se trata de dinero; mitrabajo tiene otro precio.

El conde se puso instintivamente enguardia:

—¿Qué es lo que queréis? —preguntó.

—Algo muy simple y que para vosno supone ninguna dificultad.

—Decidme, pues.—Quiero un carruaje, un

salvoconducto, una escolta que me

conduzca hasta Sevilla y un pasaje paraembarcar a las Indias.

Tras la petición, Cantillana mirabaatónito a la mujer.

—¿Es que acaso…?—Sí, me marcho de Madrid. Si no lo

he hecho antes es porque en las actualescircunstancias un viaje es asuntocomplicado, además de peligroso.

—Está bien, tendréis lo que pedís.Ahora leedme el texto completo de esacarta.

—Señor, eso no es posible hasta quetenga a mi disposición lo que os hepedido, y también vuestra palabra decaballero.

—Tenéis mi palabra; ahora leed.—No sin antes tener lo que os he

pedido.Cantillana a duras penas podía

contener el malhumor que le embargaba.Buscó otra fórmula para vencer latenacidad de aquella mujer.

—¿Cómo sé yo que no sois una detantas embaucadoras?

Una chispa de malévola intenciónbrilló en los ojos de la mujer.

—Yo no os he ofrecido misservicios —dijo—, sois vos quien havenido a requerirlos. Eso es suficiente.Pero os daré una prueba, ¿os suena elnombre de «Homero»?

Cantillana le arrebató a la mujer elpapel que tenía en las manos y leyó conavidez. La palabra «Homero» nofiguraba en el texto, en todo caso estaríaentre las que la sangre había manchado.Levantó la mirada y, sin pestañear,exclamó:

—A mediodía tendréis lo que mehabéis pedido. El coche, la escolta, elsalvoconducto y el pasaje os estaránaguardando y yo vendré a por el texto.

—Estaré esperándoos.El conde de Cantillana tuvo una

mañana febril, pero a las doce unacarroza y un piquete de soldados decaballería aguardaba en la puerta de la

casilla de aspecto miserable que daba laespalda al colegio Imperial. Habíabajado del vehículo y entrado en la casa,donde quedó atónito, al borde delespanto, cuando Ana de Hoserín, que leestaba esperando, leyó completo el textode aquella misiva. A pesar de su estadode ánimo, preguntó a la mujer lasrazones de su marcha.

—Es conveniente que así sea —fuela respuesta que obtuvo.

—¿Conveniente por qué? —insistió.—De acuerdo. Ya que me habéis

facilitado los medios y dado vuestrapalabra, os diré algo más. Mi vida estáen peligro, tengo ese presentimiento, y

sé que sólo me encontraré a salvo fuerade la ciudad y, mejor aun, fuera deEspaña.

—¿Qué es lo que os amenaza?—Eso no voy a decíroslo, pero os

pediré un favor que os resultará fácil dehacer.

El conde indicó con un gesto deasentimiento que esperaba la petición.

—¿Os importaría hacer llegar a laprincesa de los Ursinos este billete? —Ana sacó de su pechera un papelcuidadosamente doblado y lacrado.

—Será como queréis.—Una cosa más. No lo entreguéis

antes de mañana, y hacedlo llegar de

forma anónima.Cantillana asintió con un movimiento

de cabeza.—¿Tengo vuestra palabra de

caballero?—La tenéis.Instantes después la carroza

escoltada tomaba camino del puente deToledo, mientras el conde espoleaba sucaballo hacia su casa. Tenía en susmanos las claves de aquella conjura.Estaba aterrado porque el asunto eramucho más grave de todo lo que habíapodido imaginarse. Cada minuto podíaser determinante.

Aquella tarde dos individuos de

mala catadura llamaron una y otra vez ala puerta de una casucha de la callejaque corría a la espalda del colegio delos jesuitas; pese a su insistencia sóloobtuvieron el silencio como respuesta.Después intentaron forzar la puertadisimuladamente y para su sorpresacomprobaron que ésta cedió al primerimpulso. No estaba cerrada. Entraroncon sigilo y comprobaron, sorprendidos,que había comenzado un pequeñoincendio provocado por un braserillo dequemar plantas aromáticas que estabavolcado. Los carbones debían llevarhoras consumiendo con su lenguaincandescente la madera de una tarima; a

poco que se le ayudase, aquel incendioalcanzaría proporciones que haríanarder toda la casa.

Los dos rufianes buscaron por todoslos rincones y no encontraron lo queesperaban; entonces decidieron avivarel fuego hasta convertirlo en una candelay abandonaron rápidamente el lugar. Enpocos minutos la casa, cuyas maderashabían prendido con gran facilidad, erauna tea que amenazaba a lasconstrucciones colindantes. Entre elhorrorizado vecindario y los criados dela Compañía a los que se sumaron losalumnos del colegio Imperial, lograronapagar el fuego con grandes esfuerzos.

No hubo desperfectos en otrasviviendas, pero la casa siniestradaquedó destruida hasta los cimientos,convertida en un montón de escombros.Cuando se removieron los restos no seencontró ningún cadáver, aunque elvecindario sabía que allí vivían dosmujeres, que no aparecieron por ningunaparte. En la villa y corte nunca más sesupo de ellas, y tampoco nadie preguntó.

Al otro día, sin que supiese cómo, lacamarera mayor de la reina recibió unbillete en el que se leía:

Si la reina hubiese usado mibálsamo se habrían ahorrado muchossinsabores y yo no tendría que temer

vuestros rencores.A pesar de todo, os doy gratis un

consejo: no bajar la guardia ante elazul.

No estaba firmado ni tenía otraseñal, salvo el nombre de ladestinataria, pero la princesa de losUrsinos sabía quién estaba detrás deaquellas líneas. Hizo indagaciones paratratar de averiguar cómo había llegadoel billete a su poder, pero no sacó nadaen limpio. Tuvo noticia del fuego de unacasa que había quedado destruida, peroque sus moradoras no habían perecidoen el incendio. Supo entonces que, pesea su poder, alguien le había ganado por

la mano y, además, la dejaba sumida enun mar de confusiones. La última frasede aquel escrito que la ponía en guardiacontra el azul, le recordó otra frase quela reina le comentaba con frecuencia:«El amarillo no será obstáculo; triunfaráel azul, pese a otros azules».

Capítulo XXIX. Altatraición

—… Hemos de tener pruebas muyconcluyentes para que se hayanefectuado todas esas detenciones y… loque es no menos importante, el que dadala calidad de las personas detenidas, seles haya encerrado en la cárcel de lavilla, como si se tratara de vulgaresmalhechores.

Luisa Gabriela de Saboya daba lasensación de estar ausente; sentada en lapresidencia de la mesa del Consejo deEstado ofrecía una imagen hierática,

sólo el pequeño tamborileo de los dedosde su mano derecha sobre el tapete dabavida a la misma. Sin embargo, los que laconocían, como era el caso de todos lospresentes, sabían que no estabaperdiendo detalle de lo que se decía enaquella sesión, convocada con carácterde máxima urgencia con la finalidad dediscutir y, en su caso, elevar unaconsulta, ante los acontecimientos quehabían tenido lugar aquel día.

—Hay razones fundadas para ello,ya que estamos hablando de un caso dealta traición. —Era Grimaldo quiencontestaba de esta forma a las dudasformuladas por el consejero. Tras las

dos últimas palabras, el silencio de lospresentes se hizo absoluto, sólo se oía lafatigosa y asmática respiración deMancera.

—¿Alta traición habéis dicho?—Eso es lo que he dicho Frigiliana,

alta traición. ¡Alta traición y lesamajestad!

Hubo una pequeña conmoción entrelos consejeros, todos se removieron ensus sillones. Era la manera de manifestarla sorpresa que les producía lo queacababan de oír y que parecía tenerlesenmudecidos. El único que parecióreaccionar fue el cardenal Portocarrero.

—¡Por el amor de Dios! ¡Queréis

explicaros! Lo que acabáis de decires… extremadamente grave. ¿Tienerelación con la detención y arresto delseñor duque de Medinaceli?

Grimaldo miró fijamente alpurpurado antes de realizar unaexposición detenida de todo aquello quehabía levantado tan generalizadorevuelo entre los madrileños y obligadoa convocar a toda prisa al máximoórgano de gobierno de la monarquía.

—Hemos tenido noticia, ycomprobado su veracidad, de queexistía en esta corte una conspiraciónpara destronar al rey nuestro señor. —Elsilencio de los presentes era tenso y

expectante, estaba claro que Grimaldono se andaba por las ramas y habíaentrado de lleno en materia—. No setrata, como vuestras excelenciaspudiesen creer, de un complotaustracista, al estilo del que algunosindeseables y desleales vasallos de sumajestad promovieron en Granada paraproclamar soberano de esta monarquíaal archiduque Carlos de Austria.Tampoco se trata de que los partidariosde la casa de Austria hayan promovidoun amotinamiento en esta corte en favordel hijo del emperador, sino de algo másprofundo, ya que sus ramificaciones ymaquinaciones llegan hasta extremos

verdaderamente increíbles. Estamos enpresencia de una acción combinada delargo alcance que iba mucho más allá depromover la sedición en una población,aunque esa población fuese Madrid, elmismísimo corazón de la monarquía. Loque los conjurados se proponían eraactuar combinadamente con los jefes delejército inglés y holandés para sentar enel trono a un nuevo rey…

El silencio con que los presenteshabían seguido las palabras deGrimaldo se rompió. Casi todos seagitaron de una u otra forma en susasientos y dejaron escapar algúnsuspiro, alguna exclamación que ponía

de relieve su estado de ánimo. En todosanidaba, como sustrato común, lasorpresa y el estupor. Fue Portocarreroquien interrumpió el discurso delministro.

—Decís que hay pruebas de laconjura y que se conoce el alcance y lasramificaciones de la misma. ¿Dóndeestán las pruebas? ¿Hasta dónde alcanzalo que habéis insinuado? ¿Qué garantíastenemos de que sea cierto todo eso queestáis diciéndonos? ¿Quién es ese…ese…? —Portocarrero no encontraba lapalabra adecuada; fue la reina quienvino a sacarle del apuro.

—No sabemos, eminencia, quién es

la persona que los conjurados quierenimponer. —Su voz sonaba con unaenergía que resultaba impropia de suapariencia, pero que, desde luego, noextrañaba a ninguno de los presentes—.Sí sabemos, como ha apuntadoGrimaldo, que la conjura tienedimensiones internacionales; estáconfirmado que los ingleses y losholandeses están en el asunto… Tal vez,tal vez —la reina vaciló— haya otras,potencias complicadas que asombraríana vuestras excelencias…

Ninguno de los presentes se atrevióa abrir la boca, aunque a alguno le costótrabajo reprimir el deseo de hacerlo; era

la reina quien estaba hablando, pero porla cabeza de todos rondó el mismopensamiento: su majestad se estabarefiriendo a Francia; ése fue elrelámpago mental que cruzó suscerebros durante el instante que LuisaGabriela de Saboya empleó para haceruna breve pausa. Si Francia estabapatrocinando un nuevo candidato altrono de España, coincidiendo coningleses y holandeses, la causa deFe l i pe V estaba perdida, pues erainsostenible. Alguno pensó en los pasosque habría de dar para posicionarse anteuna situación tan novedosa.

—… Esa potencia es la que todas

sus excelencias están pensando: Francia.Tras las palabras de la reina, el

silencio fue total, ni se respiraba.Grimaldo y Ubilla mirabanescrutadoramente a los restantesmiembros del Consejo, tratando decalibrar el efecto producido por aquellarevelación, intentando meterse en suscabezas y hacerse con el curso de suspensamientos. Sus rostros, sin embargo,eran todo un tratado de inexpresividad.En aquella corte, semillero de intrigas ymentidero universal de la monarquía, eldisimulo y la doblez eran moneda deaquilatado valor. No se llegaba asícomo así al Consejo de Estado, no se

sentaba cualquiera en uno de aquellossillones. Era necesario, además depertenecer a un esclarecido linaje, haberhecho todo un cursus honorumcortesano, un aprendizaje que llevabaincluido el dominio no ya de laspasiones o de las emociones, sino de lamínima reacción que delatase algo aunos cortesanos cuya mirada estabaadaptada para interpretar el significadoy verdadero valor de una mueca, ungesto o el brillo de unos ojos.

—Las pruebas por las que hapreguntado su eminencia sonconcluyentes. —Grimaldo retomaba sudiscurso y hablaba ahora con más

aplomo del que había mostrado conanterioridad; era indudable que laintervención de la reina le había dadoalas—. De no haber sido así no sehubiesen producido las detenciones yarrestos que esta mañana se hanefectuado. Asimismo, la gravedad deldelito es lo que ha aconsejado elaislamiento y la incomunicación encárcel pública, prescindiendo de lacalidad de las personas detenidas…

Otra vez el cardenal Portocarrerointervino, interrumpiendo a Grimaldo:

—¿Quiénes son las personasdetenidas? Porque… porque, ¡son tantaslas habladurías que hoy han

circulado…!La respuesta que Grimaldo dio dejó

boquiabierto al cardenal primado de lasEspañas.

—Siento deciros, eminencia, que nome es posible revelar los nombres delas personas que han sido detenidas eincomunicadas.

Los ojos de Portocarrerocentelleaban, su brillo iracundo parecíaimpropio de la edad que habíaalcanzado y que por lo común sueledoblegar la ira y atenuar las formas. Aduras penas logró contener suindignación, que, pese a la presencia dela reina, se dejó traslucir en la forma en

que contestó al ministro.—Habéis de saber, señor mío, que

estáis hablando en el más importanteórgano de asesoramiento del rey nuestroseñor, cuya vida Dios guarde. —Susojos glaucos lanzaron una intencionadamirada a la reina—. Que nuestraacrisolada fidelidad a su majestad noofrece la más mínima mácula de duda yque en el caso concreto de quien oshabla representa la máxima dignidad denuestra Santa Madre Iglesia en losdominios de la Monarquía Católica.Vuestra respuesta, señor mío —añadiócon retintín—, es no sólo una afrenta alos miembros de este Consejo, sino una

falta de…No terminó, porque la voz de la

reina, enérgica a la vez que suave, lecortó en seco.

—Nadie duda, eminencia, de losvalores que atesoran todos y cada unode los miembros de este dignísimoconsejo ni de las prendas que adornan avuestra eminencia. Sin embargo, habréisde admitir que en las actualescircunstancias todas las precaucionesque adoptemos no son baladíes niresponden a caprichos. Espero que lospresentes entiendan las razones queobligan a ello…

La reina paseó la mirada, con

lentitud, por todos y cada uno de losconsejeros quienes, sin excepción,bajaron la cabeza.

¿Acatamiento a las afirmaciones dela soberana? ¿Ocultamiento de sudesasosiego?

—Grimaldo —concluyó la Saboyana—, al contestaros así, ha seguidofielmente las instrucciones que harecibido.

Portocarrero, a quien la soberanahabía mirado fijamente mientraspronunciaba estas últimas palabras,sintió el aguijonazo. La única personaque podía dar instrucciones al ministroera la propia reina, dadas las

condiciones en que se encontraba el rey.El viejo purpurado hubo de ocultar lamano derecha entre los pliegues de susvestiduras para quitar de la mirada delos presentes el temblor que la agitaba ycuyo control se le escapaba. Era unmovimiento nervioso que, desde hacíatiempo, le acometía cada vez que se veíaen una situación embarazosa.

Fue el viejo marqués de Manceraquien rompió el difícil silencio que sehabía apoderado de la reunión, tras lasúltimas palabras de la reina, que a todoshabían sonado —dichas con suavidad—a recriminación por la actuación delprimado. Mancera había acudido a la

convocatoria del Consejo en una silla demanos que le había llevado hasta lamisma antesala de la cámara donde secelebraban las sesiones, y varioscriados le habían acomodado, congrandes cuidados, en su sillón. A pesarde sus achaques físicos, mantenía unalucidez admirable. Además, y eso losabía toda la corte, gozaba no ya delfavor de la reina, sino que ésta no serecataba de manifestar en público lasimpatía que profesaba a aquel viejogruñón que, sin embargo, era modelo delealtad y cuyos servicios a la coronaresultaba innumerables. Mancera,posiblemente, era el único personaje de

la corte que podía permitirse, endeterminadas circunstancias, ciertasiniciativas.

Ahora se daban esas circunstancias.—Majestad, si me permitís…—Adelante, Mancera. —Los ojos de

la reina se alegraron de formainstantánea, pese a la veladura depesadumbre que arrastraban.

—Es cierto, majestad, que en lasactuales circunstancias se hacenecesario extremar las precauciones. Yoaplaudo que se guarde el máximo de lossigilos posibles en un asunto que, enpalabras de Grimaldo, ha sidoconsiderado alta traición y lesa

majestad… He creído entender, además,que en esta conjura hay extensasramificaciones…

Grimaldo asintió en silencio a lamirada del marqués solicitandoinformación:

—Lo cual hace no sólo aconsejablessino necesarias y saludables lasdisposiciones tomadas; pero… pero¿cuál es la razón por la que con todaurgencia se nos ha convocado?

Grimaldo pidió con la mirada laautorización de la reina para responder.Ahora fue la soberana quien asintió sinabrir la boca.

—Dos son las razones que han

llevado a esta convocatoriaextraordinaria y urgente. La primera, dara conocer la confirmación de losrumores que hoy circulan por estacorte… A saber, que se ha procedido apracticar varias detenciones de personasde calidad y que la causa de las mismasse encuentra en la conjura urdida contrael rey nuestro señor en los términos alos que anteriormente me he referido.No se trata de una conspiraciónaustracista para promover los anhelos—utilizó la palabra con contundencia—del señor archiduque, sino de sustituir alrey nuestro señor por un pretendienteque sería visto sin recelos por las

potencias marítimas y que, ya lo haindicado su majestad, es visto tambiéncon buenos ojos por Francia, comosolución a un conflicto que estásuponiendo por su dureza y duración unasangría de hombres y dinero que elCristianísimo no puede seguirsoportando por más tiempo… —Hizouna pausa para escrutar los rostros delos presentes, sin que una vez máspudiese concluir nada de suobservación. También le sirvió parapreparar la exposición de la segunda delas cuestiones que ponía sobre el tapete—. El segundo de los asuntos que sumajestad quiere someter a la

consideración de este Consejo es laactitud adoptada por la Santa Sede enrelación al conflicto que vive nuestramonarquía…

Contra lo que era norma, las noticiasque Uceda había enviado desde Romano habían trascendido fuera de uncírculo muy reducido. Posiblementeninguno de los miembros del Consejo deEstado tuviese conocimiento de lapostura adoptada por el papado…, y entodo caso, si alguien había oído algorelacionado con aquella cuestión,aparentó hacerse de nuevas.

Otra vez fue su eminencia elcardenal primado quien se adelantó a

preguntar:—¿La actitud adoptada por la Santa

Sede, decís?Antes de que Grimaldo abriese la

boca, el purpurado formulaba otrapregunta:

—¿Roma se ha pronunciado sobre elconflicto? —El rostro del primadotoledano expresaba una extrañeza rayanaen la incredulidad.

Grimaldo abrió una carpeta detafilete rojo adornada con una orladorada, que tenía ante sí. Tomó unpliego y, tras calarse las antiparras, leyócon cierta solemnidad:

El aprieto en que los ministrosaustríacos han puesto al Pontífice leha llevado, en primera instancia, areconocer genéricamente por rey aCarlos de Austria y ordenado seforme una junta de quincecardenales para determinar el título.El Pontífice ha nombrado a loscardenales Accijoli, Carpegna,Marescoti, Espada, Panfiatici, SanCesáreo, Gabrieli, Ferrari,Paraciani, Caprara, Fabroni,Panfilio, Astali, Bicci y Renato.

Don José Molines, decano de laSacra Rota por España, haprotestado ante el cardenalcamarlengo y ha puesto en miconocimiento que se han dadoinstrucciones al nuncio en Madrid,

arzobispo de Damasco, para queablande el ánimo del rey nuestroseñor (que Dios guarde),exponiéndole que el Pontífice estáviolentado y le es imposibleredimirse de la vejación, sincondescender en gran parte de loque piden los austríacos.

He retenido este correo hastatener conocimiento de ladeterminación de la Junta deCardenales. Ya es voz pública enesta ciudad que el archiduque Carlosha sido reconocido como ReyCatólico en aquella parte de losdominios de España que posee, sinperjuicio del título ya adquirido y dela posesión de aquellos reinos deque goza el rey nuestro señor.

Tanto el embajador del Rey

Cristianísimo, como yo en nombrede nuestro soberano, don Felipe V,Rey Católico, hemos elevadonuestra protesta y disconformidadpor este nombramiento, reputándolode falaz y no válido por contraveniruno anterior en plena posesión ygozo de su titular.

Espero instrucciones concretasdel rey nuestro señor para obrar enconsecuencia.

Uceda.

Grimaldo se quitó los lentes yguardó el pliego en la carpeta. Nadieabría la boca. Portocarrero dirigía susojos de soslayo a fray Juan deSantaelices; a Arias no se molestaba en

mirarle, sólo diría amén a lo que élplanteara.

—Los señores consejeros han desaber que, por razones que ignoramos, elnuncio de su santidad no ha solicitadoaudiencia para ser recibido por el reynuestro señor.

Las palabras de Grimaldo sólorompieron momentáneamente el silencioque había imperado tras la lectura de lacarta. La reina había sacado el punto yhacía calceta con movimientos ágiles delas agujas, que sus dedos manejaban conexperta habilidad, mientras todos lospresentes parecían estar ensimismadosen profundas meditaciones. Aquél era un

asunto grave que venía a echar máslastre a una situación en extremodelicada, pero además planteaba unacuestión peliaguda, no sólo por lo quesuponía el reconocimiento de la SantaSede al pretendiente austriaco, sinoporque uno de los ejes de la propagandaborbónica durante los largos años decontienda había sido la defensa de lareligión católica, apostólica y romanafrente a los herejes ingleses yholandeses.

—Sin embargo, esperamos que esaaudiencia sea solicitada de un momentoa otro. En las actuales circunstancias —continuó— eso es lo de menos, lo

fundamental en este momento —miróalternativamente a Portocarrero y aSantaelices— es controlar lasconsecuencias que la decisión papalpuedan tener en el estado eclesiástico.No debemos perder de vista ladimensión de cruzada contra los herejes—Grimaldo enfatizó su afirmación—que tiene la lucha sostenida por el reynuestro señor. Lucha contra herejes,repito, que son quienes apoyan a unpretendiente que… que…

—¡Que un Papa político reconoce enun acto político! —Fue la vehemenciadel conde de Santisteban la que lanzóaquella dura afirmación.

—¡Reportaos, Santisteban! Estáisrefiriéndoos al vicario de Cristo en latierra. —El tono de fray Juan deSantaelices era reprobatorio.

—¡El vicario de Cristo en la tierrareconociendo a un príncipe a quiensostienen los enemigos de la SantaMadre Iglesia! ¡Esa, fray Juan, es unadecisión política!

—¡Además de política, es pocoafortunada! —afirmó, contundente, elmarqués de Mancera.

—¡Se trata del Papa! —Portocarreroelevó el tono de voz más de loadecuado.

—¡También fueron papas Alejandro

VI y Julio II, y en una ocasión nuestrastropas hubieron de saquear Roma! —Ahora Mancera también elevaba el tono.

—Señores, señores… —intervino lareina con voz sosegada—, así noresolveremos nada. Estamos ante unasituación triste y complicada. Debemos,por nuestra conveniencia, ver la formade afrontarla adecuadamente.

Todos guardaron silencio ante laspalabras de la reina. Grimaldo retomó lasituación:

—En mi opinión, la cuestiónfundamental estriba en la postura que elestado eclesiástico ha de mantener antela decisión del Papa, y me gustaría

conocer vuestra opinión sobre el asunto,fray Juan.

Las miradas de los presentesapuntaron hacia el teólogo, quien,recostado en su sillón, mantenía lasmanos metidas cada una en la mangacontraria del hábito, ocultándolas a lavista. Se tomó tiempo para responder ala requisitoria que Grimaldo le habíaplanteado, tomó aire, con una profundainspiración, y se aclaró la garganta.

—Hecha la salvedad y sentada lapremisa de que mi opinión en estemomento no constituye un dictamen —dijo—, cuyo pronunciamiento requeriríauna reflexión más meditada y, desde

luego, que también se pronunciasensobre la cuestión otras vocesautorizadas, hemos de considerar dosaspectos. El primero, que para emitir unjuicio sólo disponemos de una únicafuente de información: la carta delembajador de su majestad ante la SantaSede. El segundo, que en dicha carta seseñalan aspectos de posibilismo oprobabilismo. Sentadas estas premisas,que sin duda cuestionan de forma casideterminante cualquier pronunciamientoy plantean serias reservas al mismo,podemos manifestar que, aparte de ladisquisición acerca de si el Papa actúacomo vicario de Cristo en la tierra o

como señor temporal y,consecuentemente, su acción quedaríadeterminada en un ámbito concreto de suactuación, hay dos elementos en el textodel señor embajador a los que hemos dededicar una particular atención. Uno deesos elementos se refiere a las presionesejercidas sobre el Papa para que tome ladecisión objeto de análisis. ¿Ha sidoésta una decisión tomada al librealbedrío de su santidad, o, por elcontrario, es la consecuencia de unapresión moral o física? Y también,¿hasta dónde se ha producido esapresión? El otro elemento se refiere aque el hipotético reconocimiento del

señor archiduque, de haberse producido,y suponiendo que el mismo no hayaestado sometido a coacciones, sólo lo espara aquellos territorios de lamonarquía que se hallan al presentesometidos a su dominio… En miopinión, y salvo un más meditado ycontrastado dictamen, a la par quereitero no ser procedente, por lascircunstancias que concurren sobre elcarácter que pudiese tener la decisióndel Sumo Pontífice, el supuestoreconocimiento al señor archiduque,desde luego, no tiene valor ninguno enesta corte, ni en aquellos territorios deesta monarquía que permanecen fieles al

rey nuestro señor. Asimismo, es miopinión que dicho reconocimientotambién es cuestionable, dadas lascircunstancias que concurren y en cuyoprolijo examen no entramos ahora, enlos territorios de esta monarquíaocupados por los herejes ingleses yholandeses, enemigos irreconciliablesde la Santa Madre Iglesia Católica,Apostólica y Romana.

Fray Juan respiró profundamente enuna inequívoca manifestación deautocomplacencia.

—Hemos de colegir de las palabrasde vuestra paternidad —señalóGrimaldo en tono consultivo—, que aun

cuando el nuncio de su santidadcomunicase oficialmente la decisiónpontificia, el estamento eclesiástico notiene por qué asumir la misma.

—A reserva del dictamen queelevase una junta de teólogos, donde condetenimiento y reflexión se analizase elcaso, ésa es mi opinión.

Grimaldo, que apenas podíadisimular la satisfacción queexperimentaba, porque era la primeranoticia buena que recibía en medio delas angustias que le atenazaban en suquehacer de los últimos días, miró conintención a Portocarrero. El primado sedio por aludido con aquella mirada y se

sintió en la obligación de decir algo,aunque ello no supusiera definirse yromper la ambigüedad calculada quesiempre le caracterizaba. No obstante,eligió cuidadosamente las palabras.

—Con todas las reservas que frayJuan ha puesto de manifiesto al emitir suopinión particular y singular —dijo—,dejando el asunto para el superiorcriterio que pudiese darse en undictamen razonado, por nuestra parte notenemos ninguna salvedad que hacer a laopinión de un teólogo tan reputado yexperimentado.

El arzobispo Arias se limitó aseñalar que se conformaba con el

parecer de su eminencia el cardenalprimado.

Con un tono burlón, el conde deSantisteban apostilló, tras las palabrasdel arzobispo:

—Está visto que será el canónigoGuillén quien nos saque de dudascuando predique en los Jerónimos.

Capítulo XXX. Unsermón singular

Impresionaba la muchedumbre que seagolpaba en el interior del sagradorecinto de la iglesia conventual de lospadres Jerónimos donde se habían dadocita gentes de la más variada condicióny rango. Abundaban los hábitos de lasórdenes, cuyos representantes hacíanalarde de las veneras que lesidentificaban como caballeros deSantiago, de Alcántara o de Calatrava,aunque ante la multitud congregada nopodían lucir por falta material de

espacio. También eran numerosísimoslos hábitos de seculares o regulares demuy diversas órdenes que habíanbuscado acomodo de la mejor forma queles había sido posible. El lugarreservado a las mujeres hervía derumores y comentarios. Algunas señorashabían enviado a sus sirvientas altemplo, desde poco después delmediodía, a tomar sitio y asiento.Algunos grandes habían acudido congran acompañamiento de criados yservidores, como si de un profanoacontecimiento social se tratase, en elque cada cual hacía ostentosa exhibiciónde su poder. En realidad, el

acontecimiento que estaba a punto decomenzar, pues de un verdaderoacontecimiento se trataba, tenía muchode social, así como de político y hastade religioso.

También se habían congregado enlos Jerónimos gentes sencillas que enmuchos casos habían optado por perderuna parte de su jornal, y ello por noquedarse sin lugar en el templo. Eracomo en los viejos tiempos, cuando seproducía un estreno de comedias salidode la pluma del Fénix y todo Madrid seconmocionaba. La diferencia estribabaen que para acceder al corral de lasrepresentaciones había que pagar la

entrada, y aquí la entrada era gratis,aunque había a quien no le hubieraimportado pagar. Por lo demás, existíanmuchos paralelismos: la expectación delos grandes acontecimientos, laconcurrencia multitudinaria, laspendencias propias de lasaglomeraciones, sin que importase losagrado del recinto donde se habíanconcentrado los madrileños, o al menostodos los que habían tenido la suerte deconseguir un lugar, donde iban a estaraprisionados y de pie; sólo los másafortunados, que eran los menos,podrían asistir sentados al sermón delpadre Guillén.

Desde las cinco, una hora antes de laseñalada para que la gigantescahumanidad del canónigo sevillanoocupase la sagrada cátedra y tomase lapalabra, el templo estaba a rebosar. Siuna prédica, en circunstancias normales,de aquel ciclón de la oratoria ya erarazón suficiente para levantar oleadas deexpectación, en las condiciones en quesu actuación iba a tener lugar aquellatarde, su sermón se había convertido enuno de los acontecimientos con mayorcapacidad de convocatoria que podíandarse en Madrid. Estaba anunciadodesde hacía varias fechas, pero el rumorque se había difundido por la villa y

corte desde la tarde del día anterior, eralo que había llegado incluso a desatarlas pasiones. Se decía que la Santa Sedehabía reconocido al archiduque Carloscomo rey de la Monarquía Católica, o almenos de aquellos territorios que habíanocupado las tropas que lo sostenían ensus pretensiones.

Los madrileños estaban atónitos.«¿Cómo podía el Papa admitir un

rey cuyos aliados eran unos herejes?».«¿Cómo podía aceptar la Santa Sede

semejante disparate?».«¿Cómo era posible que la Iglesia

hiciese aquello?».Ése era el tenor de las

exclamaciones que aquel día habíancirculado por todas partes, y ésa era larazón de que el sermón del canónigoGuillén hubiese alcanzado unaexpectación de semejantesproporciones. Se añadía el hecho de quehacía unos días se habían detenidonumerosas personas de calidad queestaban implicadas en una conjuracontra el rey.

Cuando hizo su aparición en lapuerta de la sacristía principal deltemplo, los rumores que configuraban unmurmullo generalizado se elevaron untono. Con dificultad, ante el gentío quetodo lo inundaba, se abrió paso hacia el

púlpito que se alzaba junto a las gradasque daban acceso al presbiterio. Su tezcetrina parecía, en su color, unaprolongación de los tonos oscuros desus vestimentas, sólo rotos por elcarmesí de la beca que en forma de uveflotaba sobre su pecho. En una de lasmanos portaba un pliego doblado, y enla otra sus antiparras, redondas y negras,que cuando tenía puestas daban al óvalode su rostro un aspecto de búho,acentuado por los dos promontorios depelo canoso que flanqueaban unacalvicie generosa y brillante. En estaocasión brillaba más que de costumbreal estar perlada de sudor.

Los peldaños de la escalera quedaba acceso al púlpito crujieron bajo elpeso de su reverencia, que no debía debajar de las ocho arrobas aragonesas.Cuando hubo ganado la altura, oteó elpanorama de cabezas que abarrotaban eltemplo, se caló los anteojos, desplegócon parsimonia el pliego que llevaba ylo alisó con la mano; después, se agarrócon ambas manos al borde superior delexágono que conformaba el púlpito ytomó aire, lentamente, hasta henchir lospulmones. Su voz fue un trallazo queimpuso el silencio de la concurrencia demanera inmediata, no hubo ni siquieralos siseos habituales en ocasiones

semejantes. El canónigo prescindió de lahabitual introducción, se limitó asignarse e invocar al Altísimo paraentrar a continuación en materia.

—Al igual que el enemigo común,que nunca duerme, siempre procura,como infernal lobo, hacer presa de lasalmas, disimulándose con pieles deoveja para mejor aprisionar aquellasque halla menos cautas para recelar susengaños, en estos días ha llegado anosotros la noticia, como su astucia hasido tanta, de que ha procurado valersede algunos ministros de Dios parasembrar, no sólo en conversacionesprivadas, sino hasta en el confesonario

mismo, así en esta villa y corte como enotros lugares, el sacrílego error con queha procurado turbar las inocentesconciencias de los más leales vasallosde nuestro gran monarca Felipe elQuinto, nuestro rey y señor natural,señalando que no tenían obligación deconservarle la debida obediencia, y queno sólo podían, sino que a riesgo depecado mortal debían rendirla alarchiduque Carlos, solicitar su entradaen estos reinos y ayudar a suentronización, y que fuese depuestonuestro católico Felipe. Temeridad, lamás sacrílega que ha podido inventar lamalicia diabólica, y error, el más

abominable que en el fuego de la pasiónha sabido forjar el atrevimiento. Yaunque no dudamos que en los lealespechos de estos fieles vasallos del reynuestro señor no habrá hallado abrigotan sacrílego arrojo, tememos que puedahaber entre la gente sencilla algunosque, incautos, se hayan dejado llevar poreste engaño, ya por la autoridad delestado y profesión de las personas, yapor las conveniencias propias, lesaseguran, se les sigue de su deslealtad,con que han procurado paliar y vestir suerror, y no pudiendo, quizá, penetraréstos la malicia y veneno que envuelvenestas proposiciones, las gravísimas

culpas que en sí encierran y de ellas sesiguen y de las ruinas que en loespiritual y temporal les atraen.Hallándonos investidos de esta dignidaden que el Señor nos ha puesto, es nuestraobligación, por nuestro pastoral oficio,desengañar a nuestras ovejas, y darlesvoces para que huyan de los precipiciosque las llevan a la perdición temporal yeterna, y se contengan en el redil de lasalud, en que su lealtad los tienepuestos. Asimismo, ha circulado elrumor malicioso y perverso de que elarchiduque Carlos, ha sido reconocidocomo rey Católico por el Sumo Pontíficeen los territorios de esta monarquía

sometidos al dominio de los herejesingleses y holandeses, por lo que hemosde salir al paso de tamaño dislate, fruto,con seguridad, de los diabólicosmanejos de herejes y desleales sinpalabra. Nuestro rey y señor don Felipeel Quinto es, por sanción de la SantaSede, el único investido con lossagrados derechos que le otorgan lostítulos valederos y verdaderos para elgobierno de esta monarquía, no sólo porhaberlo dispuesto así la augustavoluntad de nuestro rey y señor donCarlos el Segundo, que gloria haya, sinopor haberlo investido libremente elvicario de Cristo en la tierra…

Sabed que lo que se os ha dicho nosólo es falso —el canónigo ponía cadavez más énfasis en sus palabras—, sinoun sacrilegio, un error y un delito, elmás abominable a los ojos de Dios porel juramento que tenéis hecho, en lacoronación de nuestro monarca, a lafidelidad, obediencia y amor debido alrey como nuestro señor natural, al celode la religión y a la conveniencia propiavuestra, con que debéis mirar por laseguridad de vuestra alma, por laconservación de vuestra vida, por elpunto de vuestra honra, por lamanutención de vuestros bienes yquietud universal de todo el reino; pues

por todos estos títulos estáis obligados ala lealtad, fidelidad, amor y obedienciadebida a nuestro católico Felipe elQuinto, y a todo esto faltaríais congravísimas ofensas a Dios si, dandocrédito a este diabólico engaño,desleales e infieles, le negarais ladebida obediencia y pretendierais ysolicitarais que depuesto de su soliofuera entronizado el archiduque Carlos.Mirad cuan lejos está de que sea verdadlo que se os ha enseñado y aquello deque se os ha persuadido en orden a laobligación que os han pretendidoimponer. Y para que más bien conozcáisel error y los precipicios a que éste os

podía encadenar, os exhorto y digo queestáis obligados debajo de pecadomortal a esta fidelidad y obediencia anuestro católico rey y repeler ycontradecir a todos sus contrarios y adefender de todos los modos susderechos, y el castigo e indignación quemerecierais de Dios si hicieseis locontrario…

Sus palabras habían idoprogresivamente ganando en fuerza yvehemencia. Apenas si había dirigidoalguna mirada de soslayo al papel que,al comienzo de su sermón, habíadesplegado ante sí, porque su discursohabía discurrido por el camino de la

espontaneidad. Ahora, cuando rematabasus últimas frases, el canónigo Guillénreparó en que estaba acalorado y que sucuerpo transpiraba sudor por todos losporos, hasta el punto de empapar susvestiduras, que sentía húmedas alcontacto con su piel. Las diminutas gotasde sudor que perlaban su calviciecuando ganó la plataforma del púlpitohabían crecido en tamaño y número,formando pequeños reguerillos quecorrían por su rostro, mojándolo yvolviéndolo brillante. Tomó un pañueloque extrajo de sus vestiduras y enjugó surostro, mientras entre la concurrenciaexplotaba una atronadora ovación,

salpicada de gritos a favor del Borbón yvivas a Felipe V. Se rompía el silenciotenso y expectante que contra lo que eranormal —lo más frecuente era que elauditorio comentase, cuchicheara omurmurase mientras se desarrollaba laprédica— se había impuesto durante losminutos de su alocución.

Guillén no tenía muy claro si susermón había concluido al guardarsilencio, porque el esquema quecontenía el papel que iba a servirle deguía se había deshecho. En todo caso y,ante la reacción de los congregados,entendió que allí debía dar porconcluidas sus palabras. Se santiguó de

forma aparatosa, recogió el papel y sequitó los lentes. Con parsimoniaestudiada, descendió por los escalonesdel púlpito, que volvieron a quejarsebajo el peso de su humanidad. Ante él sefue abriendo un pasillo y, con unadignidad absoluta, discurrió en medio deuna muchedumbre que a sus ladosguardaban un respetuoso silencio, quecontrastaba con el auténtico escándaloque ya dominaba el templo. Tan prontocomo el canónigo avanzaba, el pasillose cerraba y el silencio de respeto seperdía.

La gente comenzó a salir del recintosagrado y a desparramarse por el atrio y

las gradas que daban acceso al mismo;todo el mundo hablaba de lo queacababan de decir desde el púlpito.Habían escuchado, además, lo quequerían oír. Se les habían clarificado lasdudas y borrado las inquietudes que losrumores de aquel día habían sembradoen sus mentes y en sus corazones. Paraellos estaba clara y exenta de cualquierduda la postura de la Santa MadreIglesia. El canónigo don Juan Guillén lohabía dicho sin ambages, y lo que donJuan decía iba a misa. ¡Cómo iban ellosa consentir un rey aupado por herejes,sacrílegos y traidores! El rey era el rey.Felipe V era el rey, y todo lo demás eran

monsergas.Las sombras de la noche caían sobre

la capital de España cuando aquellasgentes, partidarias del Borbón,encaminaron sus pasos hacia susrespectivas moradas, confortadas en suscreencias y reafirmadas en susconvicciones por lo que habíanescuchado de boca de uno de los máscualificados y afamados clérigos de lavilla y corte.

A aquellas horas cinco hombres sehallaban reunidos en una casucha deaspecto miserable que hacía esquina conla embocadura que conducía al puente

de Segovia, cerca del alcázar real.Ocupaban una estancia pequeña y sucia,sin apenas ventilación, salvo la quepodía entrar por un ventanuco estrecho yalargado, enrejado por dos barrotescruzados en su centro y tapado por unpapel encerado, oscurecido por lamugre. El aspecto de los congregados nodesentonaba con el sitio de la reunión.Eran, en medio de la penumbra que todolo invadía, unas negras sombras queapenas destacaban en la oscuridad delfondo. Cuatro de ellos estaban de pie,alineados casi de forma militar, yembozados con sus largas capas. Loscuatro tenían calados sombreros de alas

amplias, que ayudaban a sus poseedoresa ocultar el rostro, si ése era su deseo,mucho mejor que los tricornios queúltimamente se habían puesto de moda.El quinto de aquellos individuos estabasentado y embozado, pero no teníapuesto el sombrero. Cubría su rostro conun antifaz negro.

El silencio era total y recogía latensión de quienes estaban esperandoalgo o a alguien. Entre los presenteshabía quien mostraba signosinequívocos de impaciencia: unogolpeaba con los guantes sujetos con unamano la palma de la otra; otro movía,levantando la puntera de su bota, uno de

los pies. La tensión contenida que habíaen el ambiente subió de formaperceptible cuando un crujidodesagradable anunció que la puertecillaque daba acceso a la estancia se abría.Fueron varios los que instintivamente sellevaron la mano a la cintura, buscandola empuñadura de la espada; el únicoque no pareció alterarse fue el individuoque había permanecido sentado, quien selevantó con agilidad y se acercó al lugarpor donde habían aparecido otros doshombres. Uno de ellos, con aspecto decriado, portaba un farol; el otro era untipo alto y delgado que, a pesar de lalarga y pesada capa que lo envolvía, no

disimulaba sus aires de señor. Calzababotas de piel que descubrían la calidadde su propietario. La capa estabaabotonada y tenía dos aberturas quepermitían sacar por ellas las manos eincluso los brazos hasta el codo. Laprenda, de paño oscuro de primerísimacalidad, estaba cerrada hasta el cuello ytenía un corte y una caída impecables.Aquel individuo llevaba las manosenguantadas, usaba peluca y su rostroestaba cubierto por una careta, de unaperfección tal que sólo cuando habló lospresentes advirtieron que sus labios nose movían.

—Buenas noches nos dé Dios —

dijo.—Buenas noches… —contestaron

los presentes al unísono. El que estabasentado se había adelantado y saludadocon una reverencia al recién llegado.

El criado que le acompañaba sesituó en un rincón, sin soltar el farol,cuya luz disipó ligeramente la penumbradel tabuco. A ninguno de los presentesse le escapó el detalle de la descomunalespada que portaba y las dos pistolas,cuyas empuñaduras asomaban porencima del ancho cinturón que las ceñía.Muchas armas para un lacayo.

El del antifaz ofreció su asiento, elúnico que allí había, al recién llegado,

quien rehusó con un movimiento decabeza. Sin embargo, se situó en aquellaparte de la mesa, de forma que la mismale separaba de los otros cuatro y a susespaldas quedaba el del farol, mientrasel del antifaz se puso al lado del señor,lo que hizo resaltar la estatura de éste,que le sacaba casi una cabeza.

—Bien, ya sabéis que el motivo deesta cita es el deseo que tenemos deencargaros un trabajo que requierearrojo, decisión y rapidez. No voy aocultaros que el riesgo es mucho, y tanalto —aunque su voz sonaba grave yclara, puso especial énfasis alpronunciar estas palabras— que todos

nos jugamos el pellejo. —Esta últimaexpresión sonó rara en su boca.

Después de decir aquello se detuvoun instante, tratando de escrutar losrostros desagradables de aquellos cuatrohombres. Dos de ellos estaban marcadospor cicatrices, en un caso doscuchilladas en cada carrillo, sin duda unajuste de cuentas; en otro una líneahorrenda que bajaba desde la mitad dela frente hasta la mandíbula; sólo el ojode aquel sujeto interrumpía la línea de lacicatriz, era un milagro que la cuenca noestuviese vacía. Otro tenía marcado elrostro por profundas cicatrices deviruela, y el cuarto tapaba su ojo

izquierdo con un parche negro quesostenía una cinta anudada en la nuca.

La pausa fue apenas perceptible,pero todos los presentes la notaron. Erangentes que sabían que su vida dependíade pequeños detalles.

—José ya os ha comunicado —elrecién llegado miró hacia donde estabael del antifaz— que tendréis una paga dedoscientos ducados. La mitad se osentregará ahora, y la otra mitad cuandohayamos concluido el trabajo. —Otravez miró al del antifaz, quien reaccionósacando de entre sus ropas cuatro bolsasde cuero que colocó sobre la mesa.

—¡Ahí están! ¡Tomadlos y

contadlos! —ordenó el de la careta.Dos de los cuatro hombres hicieron

ademán de adelantarse y coger lo que seles ofrecía, pero les detuvo la voz delindividuo que tapaba su ojo izquierdocon el parche.

—¡Un momento! Doscientos ducadoses mucho dinero… excelencia. —Habíadudado a la hora del tratamiento, peropensó que quien pagaba de aquellaforma tenía que ser por lo menosexcelencia—. Sin embargo, ignoramoscuál es el trabajo que hemos de hacer.Sólo sabemos lo que ése nos ha dicho—señaló al del antifaz, a quien «suexcelencia» había llamado José—, y lo

que nos ha dicho es que es muypeligroso… Vamos, que nos jugamos lavida… Pero debéis comprender,excelencia, que antes de cerrar el tratotenemos que saber con quién y por quénos jugamos la vida… Otra cosa: suexcelencia ha dicho antes que «todosnos jugamos el pellejo». ¿También seincluye a su excelencia en el juego? —Hubo un deje de ironía chulesca en susúltimas palabras.

Ninguno de los presentes pudo ver elefecto que aquella pregunta produjo enel caballero, porque la careta ocultabasu rostro de la mirada de los presentes,pero el tono de su respuesta, por la

contundencia, no admitía dudas.—Yo estaré al frente de la

operación y correré la misma suerte quetodos; eso responde a tu última pregunta.En cuanto a lo primero, no puedorevelar el trabajo que hemos de hacer;sabéis que será esta misma noche, y encaso de que no pueda ser esta noche noserá nunca.

El del parche iba a hablar, pero elcaballero no le dio opción:

—Eso no será obstáculo para quecobréis los otros cien ducados.

—¿Doscientos ducados por untrabajo de una noche que se nos pagaránaunque no lo hagamos? —inquirió el

tuerto con tono de incredulidad.—Yo no he dicho eso. Yo no he

dicho si no lo hacemos, sino para elcaso de que no sea posible hacerlo, queno es igual.

—Bueno, bueno… yo me entiendo.—Comprenderéis que no se trata de

cualquier cosa.—Excelencia, yo por doscientos

ducados haré lo que me digáis…—¿Fuera lo que fuese? —Ahora la

ironía la ponía el caballero. El otro lemiró esquinado, dudó y al fin respondió:

—¡Por ésta —y besó una cruz quehizo con el pulgar y el índice de la manoderecha—, que hasta mataría a mi

madre! ¡Estamos a vuestras órdenes,excelencia! ¿Cuándo ponemos manos ala obra?

—Aún no he terminado. Hay más…Los cuatro matones, que se habían

acercado a la mesa para coger lasbolsas, se detuvieron.

—Si la operación sale bien…, losducados serán doblados.

—¡Cuatrocientos ducados! —Lacodicia estaba implícita en aquellaexclamación.

—Cuatrocientos ducados —confirmó el caballero.

Capítulo XXXI. Másconjurados

Había ocurrido ya en otras ocasiones; laalcoba de la reina se había convertidoaquella noche en sala de consejo, dondese había juntado un grupo reducido depersonas para analizar la situación. Esasreuniones informales servían para tomariniciativas y decisiones en momentos degravedad, en circunstancias difíciles ycomprometidas.

El dormitorio de Luisa Gabriela deSaboya, separado del de su esposo porun pequeño pasillo interior cerrado con

puertas que daban a ambasdependencias, ofrecía un aspecto decierto desorden. Los presentes, a tenorde los restos, debían de haber tomadoalgún refrigerio a modo de cena. Ahoraformaban un círculo en torno a una mesavestida con faldillas de terciopelomorado. Allí tomaban asiento, ademásde la reina, la princesa de los Ursinos,el secretario Ubilla y el joven y atildadoconfesor de la primera, el padreJerónimo de Celaya. Todos escuchabanlos comentarios del secretario acercadel impacto producido por el sermónque el canónigo Guillén habíapronunciado aquella tarde. Ubilla daba

numerosos detalles de lo ocurrido.Cuando hubo concluido, la reina le pidiónoticias de la situación en que seencontraba el intento de desarticulaciónde la conjura. El leal funcionario semostraba optimista por primera vez enmuchos días.

—Considero que la situación estácontrolada. Además de las catorcedetenciones practicadas entre gentesprincipales, avecindadas en esta corte,incluidos los tres eclesiásticos, hoy hansido apresados los dos agentes francesesque movían los hilos de toda la trama yservían de enlace entre los conjuradosresidentes en esta villa y la cabeza de la

conspiración. En estos momentos estánsiendo interrogados en la cárcel de lavilla y corte…

—¿Han confesado ya? —preguntó,inquieta, la reina.

—Aún no tenemos noticias de ello,majestad. Sin embargo, si delinterrogatorio se derivase alguna noticiao algún detalle que no conocemos, nosserá comunicado de forma inmediata.

—¿A estas horas? —inquirió eljoven sacerdote.

—A estas horas, reverencia. Laguardia tiene instrucciones concretas alrespecto y franqueará el paso. —Lacamarera mayor, que era quien había

contestado, hablaba con gran seguridad.El jesuita hizo una mueca extraña.—¿Os ocurre algo? —preguntó la

princesa de los Ursinos.—¡Oh, no! ¡Nada, nada en

particular! Simplemente que podemostener una noche muy agitada.

—¿Una noche muy agitada? ¿Por quédice eso vuestra reverencia? —preguntóUbilla.

El jesuita tardó unos segundos encontestar.

—Sencillamente —dijo al fin—,porque si están interrogando a esosagentes franceses, acabarán dandoalgunas respuestas a las preguntas que

nos hacemos.—Es posible que desde ese punto de

vista tengáis razón, pero también puedeocurrir que no suceda nada esta noche ydebamos aguardar más tiempo del quevuestra reverencia piensa para que sedespejen nuestras dudas.

El eclesiástico volvió a hacer otramueca idéntica a la anterior; era como sino pudiera controlarse, al secretario deldespacho universal aquel gesto leproducía repulsa. Desconocía el motivo,pero así era. La razón de su disgusto talvez se encontrase en que no le resultabasimpático aquel clérigo jovencito,pulcro, un punto impertinente y que, sin

que todavía se lo explicase, se habíaganado la confianza de la reina, quien lehabía admitido en su círculo de íntimosmás restringido. De eso hacía sólo unosmeses, cuando se había convertido en suconfesor, tras la muerte del venerablefray Diego de Sahagún, un capuchinoanciano y bonachón que había dirigidola conciencia de Luisa Gabriela deSaboya desde que se convirtió en reinade España. Nadie sabía muy bien cómoaquel joven jesuita se había hecho con elcodiciado puesto.

—¿Vos tenéis alguna duda acerca detoda esta tramoya, padre? —preguntóUbilla con tranquilidad, como si no

buscase una respuesta sino dar cuerda auna conversación.

—En el asunto que nos ocupa, miquerido secretario, caben ya muy pocasdudas. Con las detenciones tenemoscompleta toda la malla de esta featraición, a falta de algunos detalles.

—Y… ¿cuáles diríais vos que sonesos detalles? La formulación delsecretario del despacho estaba cargadade interés. Al parecer el confesor nodeseaba contestar a aquella pregunta.Unos golpecitos, tenues, suaves, apenasperceptibles, salvaron la situación.

Todos guardaron un silencioexpectante y cruzaron miradas entre

ellos. Los golpes repitieron otra vez sucadencia: toc, toc, toc.

No había duda, procedían de lapuerta que daba al pasillo quecomunicaba con las habitaciones delrey. Las miradas eran de extrañeza,porque, aunque era cierto que aquellapuerta podía cerrarse con un cerrojo,como éste no estaba echado se podíaabrir sin tener que llamar y… la únicapersona que podía aparecer por allí notenía necesidad de hacerlo por lasencilla razón de que… era el rey.

La princesa de los Ursinos selevantó y sin hacer ruido se acercó a lapuerta; Ubilla y el jesuita tenían pintado

el estupor en el rostro, mientras que lareina miraba sin pestañear en direccióna la puerta. Otra vez sonaron losgolpecitos —toc, toc, toc—, que casicoincidieron con el tirón que la princesadio para abrir. La silueta que se recortóante sus ojos causó el asombro de lospresentes. No había duda de que aquellapersona era el rey, su majestad Felipe V,pero su aspecto era el de una caricaturaque tenía mucho de visión espectral. Aljesuita se le escapó un gemido de horrorque no fue capaz de contener mientras seponía de pie; también asombrado, perocon más aplomo, Ubilla se habíalevantado.

La figura del rey era macilenta,cadavérica. Su rostro estaba tan pálidoque casi había perdido el color, y teníalos ojos hundidos. Su mirada erainexpresiva, muerta y su labio inferior,carnoso y grande, colgaba flojo, dándoleaspecto de bobalicón. Iba sin peluca, loque colaboraba a hacer aún másdesolador el aspecto que ofrecía, porquesu pelo natural eran auténticas greñasenredadas y apelmazadas por el sudor yla suciedad. Sus vestiduras estabandeterioradas, por todas partes se veíanrozaduras, rotos, manchas, descosidos ydesgarros. Más que el atuendo de un reyparecían los andrajosos harapos de un

mendigo a quien le hubiesen regalado unrico traje desechado por su propietario.Lo peor, sin embargo, no era ellastimoso aspecto que ofrecía elsoberano, sino el hedor que despedía.

Nada más abrirse la puerta unapestilencia nauseabunda, insoportable,inundó la alcoba de la reina. Era un olorprofundo, apestoso e indefinido, tan acreque el jesuita a duras penas podíacontener el vómito que le subía hacia lagarganta. Ubilla se había inclinadorespetuosamente ante la presencia delsoberano, mientras que la camareraapretaba la boca en un intento vano decontener la respiración, a la vez que se

agarraba al pomo de la puerta, que enaquella situación le estaba sirviendo desoporte. La reina, con el rostroconmovido, avanzaba hacia su marido,que a duras penas se sostenía en pie,aferrado al marco de la puerta.

—¡Felipe, Felipe! ¡Dios mío, qué ossucede! ¡Ayudadme! ¡Ayudadme! —Lareina había tomado a su marido por unantebrazo, a la vez que la princesa delos Ursinos le asía por el otro, tratandode que la regia mano, cerrada como ungarfio, soltase el marco. Ubilla ayudó aque su majestad llegase hasta uno de lossillones y se acomodase en él. Felipe Vparecía sin vida; quedó desplomado

sobre el sillón, como una marioneta a laque le han aflojado los hilos que le danforma y movimiento. Ahora, el olor eramás intenso e insoportable; el jesuita nopudo contener la náusea y una arcadasonora le trajo residuos de alimentos ala boca, que a duras penas atinó aarrojar en un pañuelo. Se le habíanenrojecido los ojos y las lágrimas se lederramaban en abundancia; estabapasando por un trance amargo. Lospresentes no le prestaban atención,porque todo su interés estaba centradoen la persona del rey.

En aquel momento, en un relojcomenzaron a sonar, lentas y monótonas,

las doce campanadas que señalaban lamedianoche. El joven confesor de lareina tuvo una sacudida y, haciendo unesfuerzo, trató de recuperar lacompostura y con andares indecisosabandonó la alcoba.

A la misma hora que esto acontecíaen el viejo alcázar real, en un palacioque se levantaba en la confluencia de lacarrera de San Jerónimo con el paseodel Prado todo eran nervios y tensióncontenida. En el amplio patio trasero dela aristocrática mansión dos carruajesestaban aprestados, con los caballosenganchados a los tiros y los cocheros

preparados, sentados en los pescantes.Medio centenar de hombres esperabanansiosos las órdenes de partida. Ibanarmados hasta los dientes y tenían lascabalgaduras embridadas y listas.Esperaban, impacientes, a que pasasenlos minutos; unos acariciaban a susmonturas, tranquilizándolas, otrosrepasaban su armamento en silencio,algunos hacían comentarios en voz baja.

En un salón cuyas ventanas y unapuerta accesoria se abrían al patiodonde hombres y bestias aguardaban,dos hombres paseaban nerviosos eintercambiaban frases. Vestían ropa deviaje y también estarían armados, como

para una batalla, cuando tomasen laspistolas, dagas y espadas que enperfecto orden habían sido dispuestas enuna mesa adosada a una de las paredes.

—Ya sólo quedan diez minutos —afirmó el más joven de los dos. El otroasintió en silencio con un levemovimiento.

—Supongo que los tiempos estánbien medidos, que no habrá ningún fallo—dijo. El tono de sus palabras estaba amedio camino entre la afirmacióndudosa y la interrogación.

El mayor de los dos hombres, quedebía de rondar la cincuentena, detuvosus pasos y miró con firmeza a la cara

del joven. Los dos quedaron frente afrente.

—Mi querido amigo, todas lasdisposiciones se han tomado con lamayor precisión y nada se ha dejado alazar. A estas horas, si todo estádesarrollándose de acuerdo con el planprevisto, nuestros hombres habránentrado en palacio y estarán ganando losaposentos del duque de Anjou. Estáprevisto que la operación se desarrolleen veinte minutos. Nosotros necesitamosdiez para llegar a la plaza de armas depalacio. Si todo sale como estáplaneado, allí coincidiremos con losque, cumplida su misión, abandonarán el

alcázar.El joven caballero, que había

escuchado sin pestañear las palabras desu interlocutor como si fuera la primeravez que las oía, bajó la cabeza e hizo unademán que denotaba la preocupaciónque embargaba su ánimo.

—No sé, no sé; algo me da malaespina.

El hombre mayor, a quien el jovenhabía expresado sus temores, se acercóy le cogió por los hombros con fuerza,casi sacudiéndolo. Sus rostros quedaronmuy cerca el uno del otro.

—Es natural que estés preocupado—dijo—. Estos días han sido terribles.

Sólo llegar a Madrid ya ha supuesto,tanto para vos como para mí, un peligrograve. Los dos sabemos que nosjugamos la vida y que en el envitetenemos tantas posibilidades deconservarla como de perderla. —Hizouna pausa y continuó—: En estosmomentos Cifuentes está asumiendo losmayores riesgos. Ya estará con sushombres tratando de quitar la vida aAnjou y poner fin a esta guerra que durademasiados años y que sólo concluirácuando hayamos acabado con él, porqueAnjou es el obstáculo mayor y casiúnico para que las potencias lleguen auna paz general, universal y estable.

—Todo lo que decís es cierto, perono puedo evitar que la preocupación meabrume… ¡Al fin y al cabo, estamostratando de matar al rey!

—¡En determinadas circunstanciasel regicidio está justificado! ¡Noshallamos ante una de esas circunstanciasporque la ambición del duque de Anjounos ha llevado a la triste situación quehoy sufre esta monarquía y sus súbditos!—Volvió a sacudir con fuerza por loshombros a aquel joven que parecíasentirse tan apesadumbrado que estabacomo ausente. Miró por encima delhombro y vio que las agujas de un relojde pared y largo péndulo ya marcaban

las doce y cinco—. No tengas másdudas. Además, ya poco importa; lo quetenga que ser ya está siendo, son lasdoce y cinco. ¡Pongámonos en marcha!Cifuentes y sus hombres nos necesitan, ycuando tengamos el aviso no podremosperder tiempo, si no queremos llegartarde.

Las últimas palabras seconfundieron con el ruido que produjo laagitada entrada de un criado en laestancia:

—Señor, señor —dijo dirigiéndoseal mayor de los dos hombres—, uncaballero pregunta por vos con urgencia.Desea…

No pudo acabar la frase, porque elaludido entró como un torbellino:

—¡Todo está en marcha! ¡Ahora nostoca a nosotros!

Por toda respuesta los dos hombrestomaron las armas que habíadepositadas sobre la mesa.Acomodaron, cada cual a su parecer, laspistolas y dagas, después engancharonlas espadas de los tahalíes que cruzabansu pecho, tomaron las capas y los tressalieron al patio. Cuando los hombresque allí aguardaban les vieron aparecer,cesaron los comentarios y sedeshicieron los corrillos; los cocherostomaron las riendas y prepararon sus

látigos.—¡Cinco hombres contigo, Juan, por

delante, abriendo marcha! ¡Detrás de loscoches los demás, a tus órdenes,Andrés! —Quien hablaba estaba hechopara mandar, no había duda.

Los tres aristócratas subieron en laprimera de las diligencias; la otra ibavacía.

—¡Sin detenernos! ¡Al alcázar real!¡Si alguien se opone, abrid fuego!

Las últimas instrucciones fuerondadas desde el estribo del vehículo.Cuando el mayor de aquellos hombrescerró la portezuela, tronó su últimaorden:

—¡En marcha!La comitiva abandonó el patio y

enfiló la calle a buen paso, con ruidoestrepitoso que parecía aumentar a causadel silencio casi absoluto que llenaba lanoche madrileña. A la altura de la plazaMayor la carroza vacía torció a laizquierda, tomando la ronda deCurtidores, camino de una quinta de lasafueras de Madrid, donde un nutridogrupo de hombres aguardaba impacienteel desarrollo de los acontecimientos.Aquella carroza haría su siguiente viajeen función de cómo transcurriese laoperación que ya estaba en marcha.

En la plazuela de San Lorenzo,mucho antes, el conde de Cantillanahabía visitado a una prostituta en casade la más famosa alcahueta de Madrid,respondiendo a la invitación que lehabía hecho mediante un billete. Quienle abrió la puerta era Marfisa, una viejameretriz que había marcado época en elMadrid de Felipe IV y a quien todavía lequedaban arrestos para continuar en elnegocio. Introdujo al visitante en laalcoba donde le esperaba la Barquillera,sin apartar ni su oído ni su atención delo que ocurría en dicho aposento. Alpoco rato se mostraba asombrada,

porque oía mucha charla y pocomovimiento. Así se lo manifestaba a lasdos jovencitas que hacían con ella elpupilaje:

—¡Yo debo de estar majareta, o enesta corte sólo quedan maricones!

—¡Qué cosas decís «señá» Marfisa!—exclamó una de las pupilas.

—¡Qué cosas digo! Pues no lleva elcabrito un buen rato ahí dentro y aún nole ha metido mano a ésa. ¡Vamos, igualque en mis tiempos!

—¡Cuente, cuente «señá» Marfisa,que siempre hay mucha sabiduría en sushistorias y a nosotras nos viene deperlas! —requirió la otra aprendiza del

oficio.Mientras la vieja, que ahora ejercía

de alcahueta y facilitaba, previo pago,su casa a las pelanduscas que larequerían, contaba alguna de suspicantes historias a las aplicadasjovencitas, en el aposento contiguoseguía aquella larga conversación quetanto la había escandalizado.

—¿…Estáis completamente segurade todo lo que me habéis dicho? —Lavoz de Cantillana sonaba incrédula.

—No existe la menor duda de queasí es como a mí me lo han contado. ¡Yaos dije en cierta ocasión que no podéisimaginaros lo lenguaraces que los

hombres son en la cama!—Tampoco tenéis dudas acerca de

la identidad de quien os lo ha dicho.—Ninguna, señor. Se trata de

monsieur Amelot, el ministro francésdel rey nuestro señor. No hay ningunaduda.

El conde de Cantillana, que tras lasúltimas afirmaciones de la ramera habíaquedado sumido en un profundosilencio, musitó en voz baja al cabo deun rato:

—Así que el duque puede estar yaen Madrid.

Lo dijo para sus adentros, pero laBarquillera oyó perfectamente la frase.

—Es muy posible, señor —señalócomo si fuese una respuesta a las dudasde Cantillana.

—En ese caso, no podemos perderun instante si no queremos que todo sevaya al traste. —Se levantó, tomó sucapa y se dirigió a la puerta de lahabitación, al llegar a ella se volvió yañadió—: Ni una palabra de esto anadie, y… gracias, es posible que estéissalvando un reino.

Ella hizo un gesto con la mano,dando a entender que quitabaimportancia a su papel en aquel asunto.

El conde abandonaba ya la estanciacuando se volvió una vez más para

preguntarle a la mujer que tan valiosainformación acababa de proporcionarle:

—¿Por qué me habéis citado aquí,en casa de Marfisa?

—Por simples razones deseguridad… Algo he aprendido en estassemanas.

Cantillana se dirigió a toda prisahacia el único sitio donde se podíaencontrar el final de toda aquellahistoria.

Capítulo XXXII. Elasalto

Ha sido algo espantoso. Era difícil deexplicar cómo había podido sucederalgo tan grave. Nadie daba razón decómo aquellos hombres entraron enpalacio y llegaron hasta los mismísimosaposentos regios. Nadie se explicabacómo era posible que se les hubiesefranqueado la entrada, que hubieranburlado la guardia y atravesado medioalcázar sin que se les detuviese… Nadiese lo podía explicar, pero… habíaocurrido. Terribles fueron las escenas

de pánico vividas después de queaquellos asesinos llegasen a su objetivoy se trabase una lucha feroz. La sangreque había por muchos lugares,manchando muebles y paredes, tapices ycortinas, era la prueba más elocuente dela dureza con que se había combatidohasta en las habitaciones de la reina.

Los cadáveres de los que habíanperdido la vida en aquella refriegatodavía estaban tirados por el suelo endiversos sitios, aunque en su mayorparte se encontraban en la antecámara dela alcoba de Luisa Gabriela. Allí, por loque podía verse, se había desarrolladola parte más dura de la lucha. En el

rellano de la escalera principal dossoldados de la guardia eran atendidos desus heridas por unas criadas. Muy cercade donde les estaban curando —uno enla mano y otro en un muslo— colgaba elcadáver de otro soldado, que habíaquedado enganchado en los adornos deforja de la baranda; tenía segado mediocuello y la cabeza colgaba hacia atrás—parecía a punto de desprenderse—dejando ver las arterias, las venas y losmúsculos seccionados. Gotas de sangrecaían pausada y regularmente de laterrible herida, formando un charco.

—¡Querían también matar a la reina!—exclamaba compungida una de las

doncellas, que sostenía una palanganilladonde su compañera mojaba los pañosque aplicaba a las heridas. El líquidoque contenía el recipiente tenía ya uncolor ocre rojizo poco a propósito parala tarea que realizaban.

—¡Deja de gimotear y cambia elagua, Isabel! ¡Tendremos quearreglárnoslas solas, porque el doctorestá en las habitaciones de su majestad!

La requerida miró alrededor sinsaber muy bien qué hacer, como alelada.La otra mujer dio un tirón a lapalanganilla y arrojó su contenido porlas escaleras.

—¡Llénala de agua limpia en ese

cubo! —le gritó mientras se la tendía.Isabel obedeció y volvió a repetir:—¡Querían también matar a la reina!

—Y rompió a sollozar.El ajetreo en palacio era intenso.

Había voces, gritos, prisas, carreras,órdenes, contraórdenes y muchaangustia. Casi nadie sabía exactamentequé era lo que había ocurrido. Conocíandel revuelo que se había organizado y delos gritos proferidos. Sabían que sehabía producido una matanza comoconsecuencia de la encarnizada refriega.¡En el mismísimo alcázar! ¡En laresidencia de los reyes! Había muchoscomentarios y nadie era capaz de

confirmarlos ni de desmentirlos. Unosdecían que habían intentado matar a lareina, como gimoteaba una doncella queen las escaleras principales estorbaba lacura de un par de soldados heridos.Otros decían que no habían queridomatarla, sino que la habían matado. Unaversión diferente señalaba que elobjetivo del intento de regicidio era elrey, y que había tenido éxito. Algunoscomentarios ponían el acento en laidentidad de los asaltantes del palacio;ahí existía unanimidad, aunque conpequeños matices que no carecían deimportancia: según unos, partidarios delarchiduque Carlos de Austria; según

otros, el grupo asaltante estaba enconexión con la conjura descubierta enla corte. Para otros el interés residía enlas posibles —algunos las daban comoseguras— connivencias que losatacantes habían tenido en el interior depalacio.

Fue una noche larguísima. Parecíaimposible que en el espacio delimitadopor los muros del alcázar pudiesenafirmarse tantas falsedades y tantasmentiras. En medio de aquella locura sehabía tomado una sabia disposición, yademás se había cumplido a rajatabla:cerrar todos los accesos al palacio.

Lo ocurrido quedó recogido con

numerosos detalles en una relaciónpormenorizada que el marqués deBedmar confeccionó con los testimoniosy declaraciones de las personas quevivieron lo acaecido. A las cuatro de lamadrugada algunas cosas se habíanpuesto en claro gracias a la actuaciónenérgica del capitán que tenía a su cargola guardia, don Pedro de Sotomayor, ydel marqués de Bedmar, quien en sucondición de gentilhombre de cámara deservicio, había tomado las disposicionesconvenientes ante un caso tan insólito.

Entre los muertos habidos comoconsecuencia de la lucha, cinco de elloscorrespondían a la guardia real —un

sargento y cuatro soldados—, ademásdel padre confesor de la reina, el condede Cifuentes, que era quien mandaba lapandilla de atacantes, y cuatro de loscinco individuos que integraban lamisma. El único superviviente de entrelos asesinos había sido detenido. Setrataba de un individuo de mala cataduraal que le faltaba un ojo, cuya cuencavacía tapaba con un parche de cueronegro. Había cuatro heridos, aunqueninguno de consideración, salvocomplicaciones posteriores. Tres eransoldados de la guardia y el cuarto donAntonio de Ubilla, el secretario deldespacho universal.

La ayuda que los asesinos habíantenido en el interior del palacio era, porlo que se sabía hasta el momento, la delpadre confesor de la reina, según eltestimonio de los soldados quemontaban guardia en la puerta principal.La presencia del religioso hizo que lallegada de los apandillados no levantaselas sospechas de los centinelas, quefueron engañados por el jesuita, quienrespondió de aquellos hombres, dándosela circunstancia de que los centinelastenían noticia de que podía llegar gentea palacio a cualquier hora. La garantíadada por el padre confesor de queaquellos hombres eran los que se

esperaban, fue lo que les franqueó laentrada sin mayores problemas.Confirmaba la versión de los soldadosla propia declaración del confesor,quien, herido mortalmente en la refriega,quiso descargar su conciencia con elmarqués de Bedmar, en cuyos brazosadmitió su traición y felonía antes deexpirar. También le entregó un pliegocerrado dirigido a la reina.

En plena lucha llegó a la explanadade la fachada principal de palacio, cuyapuerta ya estaba defendida pornumerosos soldados, un carruajeescoltado por al menos cincuentahombres a caballo, en actitud hostil. Al

percatarse, sin embargo, de la alerta delos centinelas, cuyo número era crecido,abandonaron el lugar a toda prisa,perdiéndose en dirección a la plazaMayor.

Los asaltantes, una vez ganado elinterior del recinto, avanzaronrápidamente hacia la escalera, lo quelevantó las sospechas del sargento deguardia, quien llamó al padre confesor.Este requerimiento puso nervioso alclérigo, que gritó a los que leacompañaban:

—¡El rey está en la alcoba de lareina! ¡Es la última habitación de lagalería donde desemboca la escalera!

¡Están acompañados!Fue aquella última expresión, «están

acompañados», la que confirmó lassospechas del sargento, que dio la vozde alerta.

—¡Alarma! ¡Alarma! ¡Hay intrusosen palacio!

Los hombres que estaban de guardiay los que en aquel momento prestabanservicio en las galerías superioresacudieron a la llamada. A partir de eseinstante se entabló un violento combatecuyo desarrollo tuvo lugar en lasescaleras y en la galería principal de laplanta primera. La lucha fue encarnizaday como consecuencia de ella se

produjeron numerosas muertes.Dos de los asaltantes lograron

abrirse paso hasta las mismas puertas delos aposentos de su majestad la reina,nuestra señora. Se trataba del conde deCifuentes y de un individuo noidentificado, todavía, los cuales a puntode lograr sus malvados propósitos, seencontraron con el conde de Cantillana,quien se enfrentó a ellos con la ayudaque pudo dispensarle el secretario deldespacho universal, don Antonio deUbilla, que resultó herido en el lance.

Del primer interrogatorio efectuadoal único superviviente de los asaltantesse ha sabido que se trata de un tal

Sánchez, natural del reino de Córdoba.Es de pequeña estatura, pelo castaño, ytiene cicatrices de viruela. Afirma estaravecindado en esta villa y corte en unode los callejones que dan a la calle deCarretas y no tener oficio fijo, viviendode las faenas y trabajos que se leencomiendan. Se trata, a falta deconfirmar algunos datos, de un matón asueldo, de uno de los «valientes» quepululan por la ciudad. Ha confesado querecibió el encargo de hacer un«trabajo», ignorando que se trataba deatentar contra su majestad, y que no sabenada acerca de la persona que lecontrataba, que fue uno de los dos que

vinieron con él y sus otros tres cofrades.Asegura también que uno de esos sujetosrespondía al nombre de José y que nosabe el nombre del que les mandaba,quien le parece persona de calidad.

Al Sánchez se le encontró una bolsaconteniendo cien ducados en monedasde oro. Dice que era parte de la pagaque habían de recibir por el encargo yque se los habían entregado esta mismanoche poco antes de venir aquí, por loque ni siquiera había tenido tiempo deponerlos a buen recaudo. Parececonfirmarse este extremo, porque a losotros compinches se les han encontradobolsas similares con iguales cantidades.

También ha declarado que quien entróen contacto con ellos fue el tal José, quelo hizo hace sólo dos días, y que les citópara la tarde de ayer, previniéndolesque acudiesen «acomodados» ydispuestos para ejecutar un encargo porel que les darían doscientos ducados.Que era un trabajo que, con suerte,podía estar concluido en un par de horasy que había que matar, aunque no seespecificó a quién, si bien era personade alcurnia, motivo por el cual la pagaera tan elevada. Que la reunión de latarde anterior, en que se cerró el trato,tuvo lugar en una casilla que hay en unacallejuela próxima al puente de Segovia,

que está en condiciones de identificar.Que allí apareció el tal José y tambiénrecibieron al que les ha conducido hastaaquí. Que cuando llegó a la casa leacompañaba un criado, o al menosparecía serlo, pero que no ha venido conellos. Afirma no tener conocimiento nipoder dar razón ninguna de otra cosa.

Preguntado por los jinetes y lacarroza que aparecieron en la explanadaprincipal, mientras se producía elataque, dijo no saber nada al respecto.

Cuando Ubilla, que tenía un brazovendado y un pequeño corte encima dela ceja, acabó de contar la relación de losucedido y la declaración del asesino

superviviente, preparada por el marquésde Bedmar, los primeros albores del díaentraban por la ventana de la alcoba dela reina. Allí estaban junto a la soberanala camarera mayor y el conde deCantillana. El rey no se encontrabapresente. Felipe V parecía no haberseenterado de los graves sucesos quehabían tenido lugar. Ni siquiera seinmutó en el momento más crítico deaquella terrible noche, cuando el condede Cifuentes y uno de los esbirroslograron alcanzar la antecámara de lareina y plantarse ante las puertas de sualcoba, donde se sostuvo un duelo amuerte ante la defensa que de aquel

umbral hizo el conde de Cantillana.Pasado el peligro las dos mujeresretiraron a aquel pelele rey a susaposentos y le acostaron vestido,resistiendo las náuseas que su hedorproducía y el temor que atenazaba suscorazones ante la angustiosa situaciónque acababan de vivir.

El ataque y su significado habíanafectado profundamente a LuisaGabriela, pero cuando su dolor parecióincontenible fue al enterarse de que suconfesor, la persona a la que habíadesnudado su alma y a quien habíaconfiado sus más íntimos sentimientos,estaba en la trama de la conjura y había

sido quien facilitó el acceso al alcázarde aquel grupo de asesinos.

La reina había escuchado el relatopuesta de pie junto a la ventana por laque ya entraba la primera luz delamanecer. Tenía los ojos enrojecidospor el llanto y la vigilia de aquella larganoche. En el rostro de Cantillana sereflejaban sombras de preocupación,que se sumaban al cansancio. No habíadormido, había matado a dos hombres yestaba atónito ante la facilidad con queun puñado de asesinos a sueldo habíalogrado llegar hasta los aposentos de lareina.

—Majestad… Majestad… —dijo

Ubilla con un hilo de voz—. Majestad…—insistió.

La reina, por toda respuesta, volvióla cabeza hacia él y le miró.

—Majestad —añadió Ubilla—, aquítengo el papel que vuestro confesorentregó al marqués de Bedmar. —Levantó un pliego doblado yamarillento. La reina lo miró condesgana. Aquello era, como mucho, laconfesión de un traidor. Por un instantepensó en quemarlo en la llama de uno delos cabos de vela que consumían susúltimas bujías tras arder toda la noche.Sin embargo, le pudo más la curiosidad.Tomó el papel con parsimonia y rompió

el lacrecillo que garantizaba el secretode lo que allí estaba escrito.

Majestad:La lectura de esta carta por

vuestra majestad será signoinequívoco de que mi alma haabandonado mi cuerpo. Suplicovuestro real perdón por los malesque pudieran derivarse de misacciones hacia vuestra majestad, aquien sólo debo gratitud yreconocimiento.

No comparto esos sentimientoshacia vuestro esposo, el duque deAnjou. Miembro de una familiacuyas acciones y actuaciones desdeel trono de san Luis han supuestovejaciones continuadas yhumillaciones sin límite hacia los

sagrados derechos de Nuestra SantaMadre Iglesia y del vicario en latierra de Nuestro Señor Jesucristo.Anteponer las regalías del podertemporal de la Corona a loslegítimos derechos de los sucesoresde san Pedro supone tan grandísimopecado que ningún buen cristiano niningún hijo de Nuestra SantísimaMadre, la Iglesia Católica,Apostólica y Romana, puedeconsentir.

Cumplo con mi deber decristiano y de hijo amantísimo deNuestra Santa Madre Iglesiacolaborando con mi esfuerzo y miriesgo a poner fin a tan impía familiapor el bien de todo el OrbeCatólico.

Implorando vuestro perdón V. L.

M. de V. Magd.Padre Jerónimo de Celaya, S. I.

La reina arrugó el papel entre lasmanos y exclamó:

—¡Jamás creí que mi confesor fueseun fanático!

Cuando el conde de Cantillana salíapor la puerta del alcázar, la residenciade los reyes parecía una fortaleza.Habían sido requeridas todas lascompañías disponibles del regimientode la Real Guardia Española y de laGuardia Valona. Había soldados,impecablemente uniformados y armadoscomo para entrar en combate, en todaslas puertas y en todos los accesos. El

cuerpo de guardia rebosaba de hombresy en los patios numerosos corrillos desoldados comentaban lo ocurrido. En laexplanada delantera de palacio ya sehabía congregado un gentío conformadopor las personas que acudían, comocada mañana, a presentar solicitudes,requerir noticias, pedir una gracia,reclamar un derecho o simplemente aver y dejarse ver en el lugar.

Todos se habían encontrado conaquella situación que convertía elalcázar en una fortaleza, y que a causade ello se les impedía el paso. Éste sólose le franqueaba a los funcionarios delos consejos y de los órganos

administrativos ubicados en los bajosdel edificio y que habían tenido laprecaución de llevar consigo lacedulilla identificativa que lesacreditaba. La mayoría, no pudo pasar.

Ya era de dominio público la causaque había dado lugar a aquella extrañasituación: ¡habían intentado asesinar alrey en el transcurso de aquella noche!

Cantillana logró pasar entre elgentío, salvando la situación —temióverse abordado por alguien sabedor deque él tenía noticias de primera mano—.Antes de abandonar el alcázar se habíacerciorado de que no se producirían mássorpresas. Aunque le costaba trabajo

creer en aquellas cosas, no dejaba depensar en que la mano de la providenciale había llevado la tarde anterior a casade Marfisa, donde sostuvo una largaconversación con la Barquillera, quienle llamó porque tenía «una noticiaurgente y capital que comunicarle»,según rezaba el billete que le hizollegar. Advertido, aún tuvo tiempo deganar el alcázar antes de que Cifuentes ylos suyos apareciesen.

Capítulo XXXIII. Unpaseo otoñal

Era una tarde deliciosa y tibia; con todaseguridad aquel año traería ya muypocas así. Las jornadas templadas delotoño madrileño tocaban a su fin y conla puesta del sol se refrescaba tanto elambiente que las noches eran frías; deallí en adelante lo que esperaba, durantemeses, era el duro invierno que estaba alas puertas. El sol hacía rato que habíainiciado su declinar. La luz de la quetodavía quedaba por lo menos una hora,era limpia y brillante, sus tonos

invitaban al optimismo y la alegría. Porlos jardines del Campo del Moro lareina y su camarera mayor,acompañadas del conde de Cantillana,paseaban placenteramente. Hasta ellosllegaba, como un eco lejano, el ruido delos madrileños que también paseabanpor las inmediaciones de los realesjardines.

Había transcurrido casi un mesdesde el incidente del asalto al alcázar.Aunque no era mucho tiempo para quese aquietasen los ánimos ante un sucesotan extraordinario como aquél, elsosiego había ganado terreno y serespiraba cierta tranquilidad, si bien las

medidas de seguridad y vigilancia eranimpresionantes. En la quietud de losánimos habían tenido especial influenciados sucesos acaecidos el mismo día, deello hacía apenas veinticuatro horas. Esedía, antevíspera de san Andrés, sumajestad la reina había acudido a labasílica de Nuestra Señora de Atocha adar gracias una vez más alTodopoderoso y a su Santísima Madrepor haber salvado su vida y la del rey enel difícil trance vivido, y porque losnegros presagios que las derrotas deAragón habían traído se hubiesendisipado en gran medida. Sin duda, aeste último hecho había colaborado la

actuación de los madrileños, que con sudecisión de levantar un ejército paradefender a su reina habían evitado lamarcha sobre la villa y corte de lasvictoriosas tropas del archiduqueCarlos.

La soberana había vuelto a vivir unajornada singular que sólo tenía parangóncon otra que, en circunstancias muydifíciles, había revestido el mismocarácter. Luisa Gabriela de Saboyahabía concurrido a pie, con un escasoacompañamiento de damas, al temploque concitaba las mayores devocionesde los madrileños. Su recorrido habíasido, otra vez, una marcha triunfal en

medio de las aclamaciones del gentíoque se agolpaba a lo largo del itinerario.Colaboró al ambiente de exaltaciónvivido en aquella jornada la convicciónde los vecinos de que la inminencia deun ataque sobre la capital habíadesaparecido. Las semanas transcurridasdesde las derrotas en tierras de Aragón,cuando Madrid estaba indefensa, habíanhecho que las disposiciones tomadas porla oficialidad de aquella improvisada yheterogénea masa de gente que se habíaconcentrado al otro lado de la ribera delManzanares, diese un aire deorganización a los nuevos soldados que,mezclados con los cada vez más

numerosos restos del ejército derrotado,empezaban a tomar, al menos enapariencia, la forma de una milicia.Nunca se sabría cuál podría haber sidosu eficacia en el combate, pero eraseguro que todo aquello había servidocomo elemento disuasorio para laacción de los enemigos, que tras lavictoria de Zaragoza creyeron tener elcamino libre hacia Madrid.

El segundo de los sucesos era demayor alcance en relación con el futuro,aunque los madrileños no lomanifestasen abiertamente. A nadie se leescapaba la importancia de la llegada deun correo de París que traía, en valija

diplomática, cartas del embajador enaquella capital. Una de ellas decía losiguiente:

… en el momento presente lascircunstancias que concurren en estacapital han hecho cambiar de formanotoria la situación de las cosas, loque nos pone de manifiesto, una vezmás, la mudanza de los tiempos quenos han tocado vivir y que losdesignios de la Divina Providenciason insondables… Las reiteradas einsoportables exigencias de lasPotencias Marítimas para alcanzaruna paz que ponga fin a la guerrapresente, han dispuesto el ánimo delCristianísimo de tal forma que,contra el parecer más extendido de

esta corte, ha decidido romper lasnegociaciones y prepararse para unanueva campaña en todos los frentes,incluida la Monarquía Católica.

Aunque no nos ha sidoconfirmada personalmente, tenemostodos los pronunciamientos paracomunicar a V.E. que la próximaprimavera las tropas delCristianísimo volverán a operar enEspaña para defender elsostenimiento de la causa del reynuestro señor (cuya vida Diosguarde)…

La principal novedad apunta aque será el señor duque de Vendômequien marchará al frente de lastropas francesas, sustituyendo en elpuesto a monsieur el duque deOrleans.

Alba.

P.D. Ha causado pavor yconsternación en esta corte lanoticia del criminal suceso delataque al palacio real y el intento deasesinar a su majestad (cuya vidaDios guarde). No es descartable quetan execrable crimen hayapredispuesto el ánimo delCristianísimo en la presentedisposición.

El paseo del conde de Cantillanajunto a las dos mujeres tenía el aire deuna despedida. Como general del nuevoejército, y habida cuenta de que lastropas enemigas se habían retirado a suscuarteles de invierno, con lo cual daban

por concluida a todos los efectosaquella campaña, debía tomar lascorrespondientes disposiciones para lainvernada de sus hombres. El flamantegeneral, después de una larga serie deconsultas con sus jefes y oficiales, habíaordenado que ningún integrante delejército fuese desmovilizado. Todas lasunidades continuarían sus ejercicios deinstrucción y adiestramiento durante elinvierno en aquellos lugares dondequedasen establecidos sus alojamientos.Las más veteranas y avezadas de lasmismas se situarían en las poblacionesque marcaban la ruta entre la villa ycorte y la raya de Aragón, mientras que

aquellas cuya instrucción era másprecaria quedarían acantonadas en losalrededores de Madrid. Para la puestaen marcha del plan había decididollevar a cabo personalmente lasupervisión del mismo, lo cual leobligaba a abandonar la corte durantealgunas semanas. Partiría al díasiguiente.

La verdad era que Cantillana apenashabía tenido un instante para el sosiegoque procuraba a los demás. Los díassiguientes al intento de asesinato del reydedicó sus esfuerzos a detener a losjefes y oficiales que integraban el estadomayor del marqués de Villadarias, sobre

los que pesaban graves acusaciones. Lamayoría de ellos habían sido apresadosy se les había abierto una investigación.Unos estaban arrestados en el alcázar deSegovia y otros fueron conducidos aConsuegra, todos ellos bajo prisiónseverísima hasta que se depurasenresponsabilidades. A Villadarias, quetras la derrota de Zaragoza se habíamarchado a su casa de Antequera, se lemantenía incomunicado en su propiamorada. Sólo un par de coroneles nohabían sido localizados, y se ignorabaqué había sido de ellos. Todo apuntaba,sin embargo, a que habían cruzado laraya de Aragón y marchado a Barcelona

para ponerse al servicio del archiduqueCarlos. Para el nuevo general de lastropas borbónicas resultó penoso buscary apresar a sus compañeros de armas,quienes en la clave de la conjura seconocía bajo el nombre de «Hijas»,pero no tuvo ningún asomo de duda a lahora de cumplir con lo que era suobligación.

—Don Fernando, esperamos quevuestra ausencia no se demore más alláde los plazos previstos. —Mientrasdecía esto, la reina, miraba conintención a su camarera.

—Espero, majestad, que no surjandificultades que alteren las previsiones.

La princesa de los Ursinos guardabaun silencio poco usual a la vez que teníala mirada embargada de sentimiento.Luisa Gabriela de Saboya se detuvo porun momento y fijó su atención en lasflores, ya marchitas, de un enormeparterre de forma abombada —semejabauna colina rodeada por un seto deverdor—, donde todo amarilleaba porefecto de los primeros fríos y acabaríapor morir. Miraba las flores, pero por laexpresión de su rostro resultabaevidente que tenía la mente muy lejos deallí.

Transcurrió un rato, en que los trespermanecieron quietos y silenciosos.

Cantillana y la camarera aguardaban, enactitud respetuosa, a que la reinarompiese aquella situación que seprolongó hasta que musitó unas palabrasque provocaron en su camarera un breveestremecimiento que no pasóinadvertido al conde.

—El amarillo no será obstáculo,triunfará el azul, pese a otros azules. —Volviéndose hacia su amiga, le preguntó—: ¿Lo recuerdas, Ana María?

—Sí, majestad, Ana de Hoserín.—¿Qué quería decirme? Esa frase

ha permanecido en mi mente durantetodo este tiempo, martilleando micabeza, pero por más vueltas que le doy

no acabo de encontrarle sentido. —Lareina suspiró profundamente y seencogió de hombros. Era como si seresignase al no poder llegar al fondo delsignificado de aquellas palabras—. Apropósito, ¿qué sabes de aquella mujer?

—No podría deciros, majestad. Hancorrido varios rumores y en su casahubo un incendio, pero, al parecer, ellaestaba ausente. ¿Acaso deseáis…?

La reina la interrumpió con energía:—Ni hablar… Ni se te ocurra.La camarera recordó el billete que

Ana de Hoserín le había hecho llegar yla última frase del mismo: «No bajar laguardia ante el azul».

El sol había continuado su caminohacia la línea del horizonte, a la queestaba a punto de llegar. La luminosidadde la tarde había perdido gran parte desu brillo, anunciando la llegada de lasprimeras sombras de la noche, a la parque la agradable temperatura de quehabían disfrutado los madrileñosempezaba a esfumarse. En poco ratoharía frío.

—Empieza a refrescar, es hora devolver a palacio, pero vosotros quedaosun rato más. Deseo estar sola. —Lareina miró con picardía a susacompañantes, dio a besar su mano alconde y se alejó con pasos ágiles.

Los dos enamorados quedaron solos.Tras la agitación de los sucesos queculminaron en el intento de regicidio, lassemanas transcurridas apenas les habíandeparado algunos ratos de intimidad.Ahora las obligaciones militares de élles separarían durante un tiempo.

—¿Qué ha querido decir su majestadcon eso de: «El amarillo no seráobstáculo, triunfará el azul, pese a otrosazules»?

Por toda respuesta la princesa de losUrsinos tomó a su amante por las manosy, tirando suavemente de él, lo condujohasta uno de los bancos de piedra que seperdían entre los recovecos y las formas

caprichosas que tenían los setos quedelimitaban las zonas ajardinadas de lasde paseo en aquel paradisíaco lugar.

—Fueron las últimas palabras que amodo de presagio le dijo Ana deHoserín, aquella embaucadora de quiente hablé y que su majestad visitó,buscando remedio para sus angustias.

«El amarillo no será obstáculo,triunfará el azul pese a otros azules».Cantillana meditaba en aquellaspalabras que encerraban un enigma;sacudió la cabeza con gesto dubitativo,que cortó la princesa al abrazarle confuerza y besarle apasionadamente.Estaban en plena efusión cuando

Cantillana se levantó de un salto, tanintenso que parecía impulsado por unresorte.

—¡Fernando, qué te ocurre! —Laprincesa miró en todas direcciones perono vio a nadie. Estaban solos en lainmensidad de aquellos jardines, dondeempezaban a proyectarse las primerassombras de la noche.

—Ana María, esa…, esa Ana deHoserín sabía lo que decía. Teníapoderes extraordinarios.

—¿Por qué dices ahora eso? —preguntó la princesa entre malhumoradae incrédula.

—Por la frase de la reina…

—¿Quieres explicarte, Fernando,por el amor de Dios?

—Todo está muy claro.—¿Qué es lo que está claro?—Escúchame con atención. Yo

conocí a esa mujer cuando acudí a ellapara ver si podía leerme la parte de untercer mensaje que llegó a mi poder yque quedó borrada por la sangre delmensajero que lo traía. Para misorpresa, fue capaz de desvelar elcontenido de aquellas líneas perdidas. Adecir verdad, no me extrañó…

El rostro de la princesa de losUrsinos reflejó, primero, incredulidad, ydespués una creciente crispación. A

duras penas podía contener la ira que lainvadía, hasta que estalló, colérica:

—¿Que hubo un tercer mensaje?¡¡Que hubo un tercer mensaje!! —repitió, gritando, a la vez que se poníade pie y trataba de golpear a su amantecon los puños.

Con tranquilidad, pero no sinesfuerzo, Cantillana trató de calmarla:

—Déjame que te explique, AnaMaría, por favor.

No era suficiente para aquietar aaquella furia desatada a la que asía porlas muñecas. Necesitó un largo forcejeohasta que logró un ciertoapaciguamiento.

—¡Escúchame, si quieres saber! —dijo con energía Cantillana cuando laprincesa estaba algo menos agitada,pero muy lejos de la calma—. Sí, huboun tercer mensaje —continuó—. Untercer mensaje en el que se aclarabanmuchas cosas, pero cuyo conocimientoresultaba extremadamente peligroso.Tanto que era un riesgo grave para lavida de todo aquel que supiese sucontenido. —Miró con ternura a los ojosde la mujer que sujetaba por lasmuñecas y susurró—: Yo no podíaconsentir que asumieses ese riesgo. Teamo, te amo. —Aflojó la presión de susmanos y soltó a la mujer, que se

desplomó sobre el banco, acansinadapor el esfuerzo—. Sólo ahora puedessaber lo que decía aquel papel sincorrer un peligro terrible. —Cantillanahizo una pausa que le permitió retomarsu relato interrumpido—: Te decía queno me extrañó el poder de aquellamujer. Yo conozco gente capaz de hacerlas cosas más extraordinarias einverosímiles que puedas imaginar.Gentes para quienes la palabraimposible no existe. Tal vez esta Ana deHoserín sea una de ellas. Aquel tercermensaje, que utilizaba las mismas clavesque los dos anteriores, Homero,Plutarco, la Justicia, Cicerón, fue

descifrado por ella con una precisiónasombrosa. No te lo había dicho…

La princesa hizo un mohín e iba ahablar, pero Cantillana se lo impidió:

—No te lo había dicho por lasrazones que te he dado… Sin embargo,ahora, tras la carta del embajador Alba,puedes conocer el contenido de aquelpapel sin ningún riesgo para tu persona.Desde ayer, en que llegó el correo deParís, he buscado la ocasión paraexplicártelo. Escúchame con atención.

Ana María de la Tremouille se cruzóde brazos, algo más relajada, y sedispuso a escuchar.

—El tercer mensaje no sabemos a

quién venía dirigido —prosiguió él—,pero su portador acudió a la posada dela calle de Carretas y preguntó porRegnault. Al igual que el anterior, fueinterceptado por mis hombres. En elmismo se indicaba que si «Cicerón»,nombre en cifra del conjunto deconjurados que había en Madrid, nopodía facilitar la llegada a la villa ycorte de las tropas inglesas y holandesasque mandaba Stanhope (su nombre enclave era «las Damas», mientras que«sus Hijas» era el conjunto de oficialescompatriotas nuestros que habíatraicionado a su majestad, contribuyendoa nuestras derrotas en Aragón) se

pusiese en marcha un segundo planprevisto en la conjura. Como quiera quenuestras pesquisas habían llevado aldescubrimiento de «Cicerón» así comola detención de sus integrantes, y en elMadrid de aquellos días se levantaba unejército que suponía un obstáculo parala llegada de Stanhope a la corte,decidieron ponerlo en marcha.

Ese segundo plan de la conspiración—continuó Cantillana— significabaasesinar al rey. El texto del tercermensaje rezaba «eliminación deHomero». Esas palabras estaban entrelas que la sangre del mensajero habíahecho ilegibles. También este mensaje

nos indicó que, si se ponía en marcha elsegundo plan, la «Justicia» vendría hastaMadrid para encontrarse aquí cuandotodo se desarrollase de acuerdo con lasprevisiones que tenían los conjurados,aunque, como era lógico, no intervendríadirectamente en el asesinato de sumajestad. En aquel momento casi teníala certeza de quién se escondía detrás deaquel nombre, aunque no contaba con laprueba que lo confirmase.

—¿Quién estaba detrás de esenombre? —preguntó mademoiselle coninterés.

Parecía que su cólera anterior sehabía desvanecido por completo.

—Ten calma, ten calma. Todo a sudebido tiempo. —Cantillana prosiguió—: El mensaje señalaba que «Júpiter»había dado su autorización para queaquel plan diabólico se pusiese enmarcha. «Júpiter ha dado suconsentimiento», decía el texto, dondelas palabras «Júpiter» y«consentimiento» no eran legibles acausa de la sangre. Cuando Ana deHoserín me dio el texto completo delmensaje, éste decía así:

Si la situación de Cicerón nopermite alcanzar el objeto de lasDamas y sus Hijas, disponedlo todopara el segundo plan. Júpiter ha dado

su consentimiento. Poned en marchala eliminación de Homero. LaJusticia estará en ésa para suproclamación.

—Tampoco tenía la prueba materialque señalase quién se escondía detrás de«Júpiter» —añadió Cantillana—, perono había muchos candidatos, y uno era elque concentraba la práctica totalidad delas posibilidades; detrás de «Júpiter»sólo podía estar el rey de Francia.¿Quién, si no, tiene poder para que todosestén pendientes de su decisión?«Júpiter» tenía que ser el abuelo del reynuestro señor.

La amargura se reflejaba en los ojos

de la camarera mayor. Cantillana sepercató del difícil trance por el quepasaba en aquel momento. Tomó una desus manos y le susurró:

—¿Ves ahora, amor mío, las razonesde mi actitud y de mis reservas? Segúnaquel mensaje era el mismísimo Rey Solquien estaba en el extremo final del hilode la conjura.

Cantillana guardó unos instantes desilencio y luego prosiguió:

—Lo que me impresionó vivamentede Ana de Hoserín fue que me entregóun papel aparte en el que me señalabalos nombres en clave y suscorrespondencias. En ellas indicaba

quién era cada cual y afirmaba que«Júpiter» era el rey de Francia y que la«Justicia» era el duque de Orleans.

—¿Monsieur de Orleans era la«Justicia»?

—Así es, pero permíteme concluir.Todo aquello me produjo una graninquietud; sin embargo, serenó algo miespíritu el saber que aquel mensaje nohabía llegado a su destino y por lo tantoel plan no podría ponerse en marcha deinmediato, lo que nos daba ciertaventaja y la posibilidad de tomar lasprevisiones necesarias para abortaraquellas pretensiones. En esa estrategiaestaba cuando recibí un billete de… —

Cantillana titubeó antes de pronunciar elnombre— de la Barquillera, en el queme decía que acudiese a una cita ante unasunto de extrema gravedad. Fui deinmediato, y por su boca supe queAmelot…

—¿Amelot? —preguntó intrigada lacamarera.

—Sí, Amelot, el ministro que LuisXIV tenía puesto en Madrid comoconsejero del rey nuestro señor, visitabaa la Barquillera.

—Hummm, vaya, vaya —dijo laprincesa con una sonrisa cargada demalicia.

—Como digo, Amelot fue ligero de

lengua. Tal vez quiso presumir, sinsaber que aquella mujer a la que sóloconocía por su oficio, disponía de unainformación que su indiscrecióncomplementaba. Por esta vía supe que elduque de Orleans viajaba hacia Madrid.Esto último fue lo que Amelot dijo, yeso fue lo que a mí se me reveló. Si elduque de Orleans estaba camino deMadrid significaba que toda laoperación se encontraba en marcha,aunque el mensaje que obraba en mipoder no hubiese llegado a su destino.Por lo tanto, tenía que haber otra vía decontacto que nosotros no habíamoscontrolado. Hoy sabemos que era

Amelot, y eso explica que abandonaseMadrid a toda prisa, alegando unallamada urgente de Versalles, lo queaquí se interpretó como un paso más enel aislamiento a que se nos sometía.Decidí dirigirme a palacio y desde allíorganizar la protección del rey, perotodo fue tan rápido…

Después del relato quedaron ensilencio; Cantillana esperaba la reacciónde la camarera ante la revelación queacababa de hacerle, pero ésta guardabasilencio. Sólo cuando hubo pasado unlargo rato, ella preguntó:

—¿Sabes si Orleans estuvo enMadrid?

Cantillana sacudió la cabeza conexpresión de duda:

—Ése es uno de los dos cabos queno he podido atar en esta complicadahistoria. Tal vez nunca lo sepamos concerteza, aunque no existen dudas acercade que él era la «Justicia» y la baza quelos conjurados tenían para sustituir alrey. Creo que si hubiésemos sabidoquién iba en la carroza que se presentóante palacio la noche de la refriega,tendríamos la respuesta a tu pregunta.

—¿Crees que…?—Creo que en ella iba Orleans.—Has dicho que ése era uno de los

dos cabos que quedaban sueltos en esta

historia, ¿cuál es el otro?El conde tardó en responder, parecía

estar eligiendo cuidadosamente suspalabras. Después de mucho pensarlo,contestó:

—No sé si el rey Luis llegó a darinstrucciones en las que autorizaba aatentar contra la vida de su nieto. Pareceincreíble que actuase así contra supropia sangre; sin embargo, en susdecisiones, tú, Ana María, bien lo sabes,la razón de Estado tiene fuerza de ley…,y…

—¿Sí…? —inquirió mademoiselle,esperando el final.

—No me extrañaría que lo hubiese

ordenado —repuso él—. Es más,entonces estaba convencido de que asíera, y temí por tu vida. Esa fue la razónpor la que decidí mantenerte al margende este asunto. Sólo hoy, cuandosabemos que la alianza entre el abuelo yel nieto está a salvo, se han disipado mistemores.

»También ahora comprendo elsentido de la frase de Ana de Hoserín,era una forma de señalar que elproblema para el rey no venía delarchiduque Carlos, cuya bandera comomiembro de la casa de Austria esamarilla, sino del color azul de labandera de los Borbones, definiendo así

las intrigas de Versalles y lasambiciones del duque de Orleans contraFelipe V.

Otra vez Ana María de Tremouillerecordó la última frase que contenía elmensaje de Ana de Hoserín: «No bajarla guardia ante el azul». Se puso de pielentamente y, sin decir palabra,encaminó sus pasos hacia palacio. Lassombras del atardecer dominaban ya elambiente, en pocos minutos el manto dela noche caería sobre Madrid. El condede Cantillana marchaba a su lado; losdos guardaban silencio, ensimismadosen sus pensamientos. Faltaba poco paraalcanzar la puerta que daba acceso a

palacio por aquella parte cuando ella sedetuvo y, mirándole fijamente, le espetó:

—No tengas dudas de que elCristianísimo había autorizado esaacción.

Cantillana abrió desmesuradamentelos ojos:

—¡Que no tenga dudas!—¡Ninguna! —remarcó la camarera

—. Además, ya es hora de que sepas queen la carroza que apareció ante elpalacio no iba monsieur de Orleans. Laocupaban el conde de Corzana, el deErill y el señor de Baños, quienes teníanencomendada la misión de controlar lasituación en palacio una vez que

Cifuentes y los suyos hubiesen acabadocon la vida del rey. Monsieur deOrleans aguardaba el desarrollo de losacontecimientos en una quinta a lasafueras de Madrid, acompañado de unnumeroso contingente de hombresarmados. Cuando se enteró de que todala operación había fracasado, huyó contanto sigilo como había llegado.

Cantillana escuchaba atónito lo queacababa de oír por boca de aquellamujer. Con un hilo de voz, preguntó:

—¿Cómo sabes todo eso?La princesa le miró maliciosamente:—¡Pregúntale a la Barquillera! —

respondió y siguió andando con el

cadencioso ritmo que era capaz de dar asus pasos.

FIN

Nota finalConjura en Madrid es una obra decreación literaria. Se trata de una ficciónque, sin embargo, tiene un fondohistórico que en todo momento se hatratado de respetar. Existen indiciosrazonables, de ello hay documentaciónen los fondos del Archivo HistóricoNacional de Madrid, de que hubo unaconjura para destronar a Felipe V cuyasramificaciones llegaron hasta la capitalde España. Sobre esa base se hasustentado la trama de la novela y eldesarrollo es invención del autor.

En el Madrid de la guerra de

Sucesión conspiraron para organizar unaconjura dos agentes franceses, quienestrabajaron por cuenta del duque deOrleans, sus nombres eran Regnault yFlotte. Personajes como Ubilla,Grimaldo, Bedmar, Mancera,Portocarrero, etc., fueron reales ydesempeñaron funciones importantes enla España de principios del siglo XVIII,pero la imagen que ofrecen es la que elautor ha establecido en función de latrama de la obra. También la princesade los Ursinos, siendo un personajehistórico de la época, cuyo poder en lacorte madrileña durante los años de laguerra de Sucesión fue incontestable,

está modelada según los entresijos de lanovela. No tuvo ningún romance con elconde de Cantillana, quien es una figuracreada por el autor en una novelaanterior: El rey hechizado. Existe eltítulo de este nombre, pero nada más.

Felipe V fue un rey abúlico y pocodecidido que en diferentes fases de suvida cayó en profundas depresiones,más frecuentes e intensas conformetranscurrieron los años. Luisa Gabrielade Saboya fue una reina animosa yresponsable, que llegó al trono con sólotrece años. Fue muy querida por losmadrileños.

Madrid vivió en el transcurso de

esta guerra momentos de angustia ya queen dos ocasiones (1706 y 1710) lastropas austracistas entraron en ella,coincidiendo con graves derrotas delejército borbónico. Sus vecinos semostraron siempre partidarios de lacausa de Felipe V.

En 1709, ante la grave situación porla que atravesaba Francia, Luis XIVordenó la retirada de las tropasfrancesas que operaban en España,defendiendo los derechos de su nieto.Uno de los generales que mandaba esastropas fue el duque de Orleans.

JOSÉ CALVO POYATO (Cabra,Córdoba, 23 de julio de 1951) es unpolítico, historiador y novelista español.

Es licenciado en Geografía eHistoria por la Universidad de Granada,en la que se doctoró en Historia, ytrabaja como catedrático. Como escritores autor tanto de obras de investigación

y divulgación científicas como denovelas científicas. Autor de numerosasinvestigaciones que tienen como marcoel sur de Córdoba y la propia ciudad deCabra. Ha publicado numerosas novelashistóricas como La biblia negra, Elhechizo del Rey, Jaque a la Reina, Elmanuscrito de Calderón o El sueño deHipatia entre otras. A partir del 2005 ycon la publicación de El manuscrito deCalderón, introdujo el personaje dePedro, un antiguo mosquetero dedicadoa la investigación que recuerda dealguna manera al capitán Alatriste.

Miembro del Partido Andalucista, sutrayectoria política se caracteriza por su

densidad, y por la presencia en cargosde importancia. Ingresó en el PartidoAndalucista, siendo SecretarioProvincial de esta formación enCórdoba entre 1990 y 1995. Presidentede la Comisión Permanente delCongreso del PA (1995-1996), fuetambién Presidente de la Comisión deGarantías (1996-2000) y Diputadoprovincial (1995-1999) y autonómico(1990-1994 y 2000-2005).

Entre 1991 y 2000 fue alcalde deCabra (Córdoba), su ciudad natal. Eshermano de la también política CarmenCalvo Poyato, ex Ministra de Cultura.Es miembro de la Real Academia de

Ciencias, Bellas Letras y Nobles Artesde Córdoba.

Notas

[1] Nombre que se daba a los partidariosde la Casa de Austria y de que elarchiduque Carlos fuese rey. <<