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Conclusiones Finales Las fuentes normativas de la moralidad pública moderna. El itinerario realizado en esta tesis doctoral sobre las tres propuestas tendidas por Durkheim, Habermas y Rawls al problema de una fundamentación de la normatividad con vocación pública, nos ha ubicado en un inmejorable escenario reflexivo para determinar, en la contrastación de sus diferentes orientaciones epistémico- metodológicas, qué papel está llamada a desempeñar la moral en las sociedades modernas. A diferencia del enfoque estrictamente político en el que Rawls viene a enmarcar su propuesta de una teoría de la justicia contractualista, la perspectiva más genuinamente sociológica, tanto de Durkheim como de Habermas, viene a releer el problema de la moral desde la cuestión de la “integración social”, y su función para con el proceso constitutivo de las sociedades mismas. La moralidad social se nos presenta como una condición de posibilidad de las sociedades en su andadura histórica, que sólo en sus últimos estadios de evolución habría ido perdiendo su ascendiente tutelar religioso o metafísico sobre los individuos, para dejarlos abandonados a sus propias fuerzas reflexivas, en cuyas condiciones la moral misma mudaría su naturaleza interna hasta alcanzar un formato postconvencional. Por esta razón, antes de encontrarnos en condiciones de evaluar las virtudes y defectos de cada una de estas propuestas en el escenario de las sociedades modernas, se nos presenta la tarea previa de narrar, aunque sea de manera sinóptica, cual ha sido la trayectoria evolutiva de las sociedades a lo largo de la historia para poder tener a mano un “mapa cognitivo” sobre el que atrevernos a esbozar un diagnóstico de la adecuación y pertinencia analítica de las propuestas morales de Durkheim, Habermas y Rawls. De esta manera, la organización de este último capítulo de conclusiones responderá a la siguiente estructura: a) un primer apartado dedicado a “los estadios morales de la evolución social”, en el que se vendrá a detallar de forma resumida y en clave histórico- estructural, el tránsito funcional de las sociedades y sus respectivas moralidades públicas; b) un segundo apartado dirigido al análisis de las propuestas de Durkheim, Habermas y Rawls en torno al problema de la moralidad pública en las sociedades

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Conclusiones Finales

Las fuentes normativas de la moralidad pública moderna.

El itinerario realizado en esta tesis doctoral sobre las tres propuestas tendidas por

Durkheim, Habermas y Rawls al problema de una fundamentación de la normatividad

con vocación pública, nos ha ubicado en un inmejorable escenario reflexivo para

determinar, en la contrastación de sus diferentes orientaciones epistémico-

metodológicas, qué papel está llamada a desempeñar la moral en las sociedades

modernas. A diferencia del enfoque estrictamente político en el que Rawls viene a

enmarcar su propuesta de una teoría de la justicia contractualista, la perspectiva más

genuinamente sociológica, tanto de Durkheim como de Habermas, viene a releer el

problema de la moral desde la cuestión de la “integración social”, y su función para con

el proceso constitutivo de las sociedades mismas. La moralidad social se nos presenta

como una condición de posibilidad de las sociedades en su andadura histórica, que sólo

en sus últimos estadios de evolución habría ido perdiendo su ascendiente tutelar

religioso o metafísico sobre los individuos, para dejarlos abandonados a sus propias

fuerzas reflexivas, en cuyas condiciones la moral misma mudaría su naturaleza interna

hasta alcanzar un formato postconvencional.

Por esta razón, antes de encontrarnos en condiciones de evaluar las virtudes y

defectos de cada una de estas propuestas en el escenario de las sociedades modernas, se

nos presenta la tarea previa de narrar, aunque sea de manera sinóptica, cual ha sido la

trayectoria evolutiva de las sociedades a lo largo de la historia para poder tener a mano

un “mapa cognitivo” sobre el que atrevernos a esbozar un diagnóstico de la adecuación

y pertinencia analítica de las propuestas morales de Durkheim, Habermas y Rawls. De

esta manera, la organización de este último capítulo de conclusiones responderá a la

siguiente estructura: a) un primer apartado dedicado a “los estadios morales de la

evolución social”, en el que se vendrá a detallar de forma resumida y en clave histórico-

estructural, el tránsito funcional de las sociedades y sus respectivas moralidades

públicas; b) un segundo apartado dirigido al análisis de las propuestas de Durkheim,

Habermas y Rawls en torno al problema de la moralidad pública en las sociedades

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modernas; y c) un tercer y último apartado en el que se vendrán a enumerar las

conclusiones finales que se pueden colegir de una “moralidad pública” para las

sociedades modernas.

a) Los estadios morales de la evolución social.

En los términos de una determinación moral de las sociedades en su devenir

histórico, quizás quien mejor ha sabido captar los diferentes sesgos en la naturaleza de

la misma ha sido S. N. Eisenstadt en su apropiación de las épocas axiales de K. Jaspers1.

Las épocas pre-axiales serían aquellas correspondientes al hecho fundacional de las

sociedades, que se instituyen en el mismo momento de “simbolización sagrada” de las

realidad natural y social de la práctica ritual mágico-religiosa. La sociedades axiales

serían aquellas que crean una ruptura de niveles en la significación de la realidad, entre

un mundo profano y un mundo sagrado, y que se corresponderían, fundamentalmente,

con la época de instauración e implantación de las grandes religiones universales. Por

último, las sociedades post-axiales serían aquellas en las cuales, en virtud de una

secularización de los universos simbólicos de vivencia, se manifiesta una disolución de

las grandes metanarrativas sagradas a favor de una creciente racionalización

sociocultural y diferenciación de esferas de valor en los términos de Weber.

En cierta manera, la descripción de las sociedades pre-axiales se ajusta con bastante

exactitud a la que ya tuvimos ocasión de analizar con Durkheim sobre los cultos

totémicos en las sociedades primitivas, salvo por la atribución religiosa con su

correspondiente separación de los niveles sagrado/profano de la realidad a las

primeras prácticas rituales por las cuales la realidad natural y social se instituye de

significado2. La numerosas evidencias empíricas registradas por los antropólogos de

1 Ver, Jaspers, K., Origen y meta de la historia, Gedisa, Barcelona, 1990, y La psicología de las concepciones del mundo, Gredos, Madrid, 1967; Eisenstadt, S. N., “Introduction. The Axial Age Breakthroughs: their characteristics and origins”, en Eisenstadt, S. N. (ed.), The Axial Age Civilitations, Albany, Nueva York, 1986. Para una utilización del concepto desde la óptica de la contingencia social, ver: Beriain, J., “La contingencia como valor propio de la modernidad”, en J. Beriain, La lucha de dioses en la modernidad, Anthropos, Barcelona, 2000. 2 En la necesidad de fundir en un mismo origen la simbolización de la realidad sagrada como primera forma de ideación colectiva y de la realidad social, Durkheim necesitaba buscar un culto primitivo en el cual el objeto de culto el tótem fuese al mismo tiempo un símbolo de la naturaleza sagrada fuente de la ideación social con un superioridad moral sobre la individual y de la sociedad misma el tótem representa la bandera toponímica de cada clan, por lo que no tendrá el menor reparo en afirmarse en la

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campo, apuntan en la dirección de una etapa mágica anterior a la religiosa, en la cual se

proyectaría sobre la facticidad material otra realidad de carácter ideal-espiritual, de la

que se puede colegir una explicación de los fenómenos naturales en términos mágicos3.

A partir del descubrimiento “numinoso” de la naturaleza a través de la aisthesis, y de su

posterior reglamentación en los rituales mágico-catárticos de acceso a la “realidad del

imaginario”4, la experiencia sensitiva se transforma en experiencia cognitiva que puede

ser representada e interpretada socialmente. El mana aparece como en un “hecho social

total”5, en virtud del cual se produce una consubstancialización simbólica entre la

realidad natural, la realidad social y la realidad ideal-sagrada-divina de los mitos

como representaciones o figuraciones ejemplares de cómo debe comportase la

realidad6, dónde el kosmos-nomos y el ethos devienen la bóveda y las columnas que

definen y sostienen respectivamente el universo7. El pensamiento mitológico, que por el

contrario de la lógica científica se nos manifiesta como una forma intelectual de

bricolage en la que se ensamblan los diferentes niveles de la realidad en una misma

unidad experiencial de sentido8, nos dejaría constancia de la necesidad “estructural” del

pensamiento humano para vivir dentro de un orden9, y abrirse de este modo al

conocimiento aunque por el momento tan sólo se trate de una anticipación del

hipótesis de la primogenitura del totemismo como la primera forma religiosa conocida. La magia, lejos de representar una forma anterior, sería una derivación del totemismo. Lo curioso del caso es que uno de los apoyos fundamentales de su teoría, como es el concepto de mana tomado de algunas investigaciones en Polinesia ya analizadas por Mauss, no se presenta asociado al fenómeno del totemismo tanto como a las prácticas mágicas, pues como ideación de una “cuarta dimensión” de la naturaleza la atribución de un alma o naturaleza espiritual en la que las cosas adquieren explicación, es la condición de posibilidad misma para dotar de sentido a la realidad. 3 Mauss, M., y Hubert, “Esbozo de una teoría general de la magia”, en Mauss, M., Sociología y Antropología, Tecnos, Madrid, 1979, pp. 50 ss. 4 Esta primera forma social de reglamentar las relaciones con el imaginario, como descubrimiento de la naturaleza espiritual propia, podría corresponderse, en opinión de A. Wallace, con un culto chamánico. Ver, Wallace, A., Religion: an anthropological view, Randonhouse, Nueva York, 1966, pp. 65 ss, 84 ss. Sobre el chamanismo, ver también Eliade, M., El chamanismo y las técnicas arcaicas de éxtasis, FCE, México, 1986; Harner, M., La senda del chamán, Swan, Madrid, 1987; Furts, P., Alucinógenos y cultura, FCE, México, 1980; Levy-Bruhl, L, La mitología primitiva, Península, Barcelona, 1978; Ries, J. (ed.), Los ritos de iniciación, EGA, Bilbao, 1994; Amodio y Juncosa, (ed.), Los espíritus aliados: chamanismo y curación en los pueblos indios de Sudamérica, Abya-Yala, Ecuador, 1991. 5 Mauss, M, “Ensayo sobre los dones: razón y forma del cambio en las sociedades primitivas”, en Mauss, Sociología y Antropología, op. cit., p. 157. 6 Lévi-Strauss, C., El pensamiento salvaje, FCE, México, 1984, pp. 136 ss. 7 Geertz, C., La interpretación de las culturas, FCE, México, 1965, pp. 23-24. Como hemos visto por otro lado, ésta es precisamente la caracterización de la moral convencional. 8 Lévi-Strauss, C., El pensamiento salvaje, op. cit., p. 43; Castoriadis, C., Los dominios del hombre: las encrucijadas del laberinto, Gedisa, Barcelona, 1995, pp. 71 ss.; Cassirer, E., Esencia y efecto del concepto de símbolo, FCE, México, 1989, pp. 16 ss. 9 Lévi-Strauss, C., Mito y Realidad, Labor, Barcelona, 1984, p. 30.

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mismo10. Los símbolos desplegados en el pensamiento mitológico tendrían además la

virtud de aprehender una “realidad total”, haciendo estallar la realidad sensorial

inmediata para proyectarnos hacia un “sentido” trascendente a la misma11.

Por el contrario, aquellos fenómenos naturales o comportamientos sociales tales

como la locura o la epilepsia que no pueden explicarse desde los esquemas mágicos

de interpretación de la realidad, serán atribuidos a un numen maligno, que es menester

exorcizar apelando a los “aliados” o protectores espiritual-mágicos que velan para que

el orden cósmico se mantenga12. La obligación normativa se manifiesta entonces como

un hábito ritualizado de “higiene mágica”13 contra las potencias oscuras del caos y el

inframundo, que amenazan con irrumpir en la realidad de los individuos

contaminándoles ésta es la interpretación mágica de la enfermedad, o atrayéndoles

al abismo de la “disonancia cognitiva”, dónde la realidad perceptiva se derrumba y deja

de tener el sabor familiar de lo conocido14. La función básica de la normatividad mágica

sería entonces la de posibilitar el despegue cultural de los homínidos al permitir, en

virtud de un conjunto de interdicciones o tabúes sobre como interaccionar con la

realidad caso ejemplar, según Lévi-Strauss, del incesto como posibilidad de las

primeras estructuraciones sociales en clanes familiares, un control de las pulsiones

instintivas de comportamiento preprogramadas genéticamente a favor de una

normatividad socialmente producida, que refuerza la organización social como

estrategia cultural de adaptación del homo sapiens a su entorno15. En definitiva, la

normatividad mágica supondría un hito en la evolución de las especies al presentarse

como un mecanismo de descarga emocional-instintivo que permite regular o

10 Lévi-Strauss, C., El pensamiento salvaje, op. cit., pp. 27-28. 11 Eliade, M., Imágenes y símbolos, Taurus, Madrid, 1989, pp. 190 ss; Durand, G., La imaginación simbólica, Amorrortu, Buenos Aires, 1971, pp. 12-13. 12 Lowie, R. H. Religiones primitivas, Alianza, Madrid, 1983, p. 38. 13 Tal y como lo especifica Mary Douglas, se trataría de “ahuyentar espíritus”, frente a la “eliminación de gérmenes” moderna; ver Pureza y Peligro, Madrid, Siglo XXI, 1991. 14 Weber, M., Ensayos sobre sociología de la religión, Taurus, Madrid, 1983, vol. 1, p. 196. Ver también, Otto, R., Lo Santo, Alianza, Madrid, 1991, pp. 23 ss. 15 Desde la biología del comportamiento animal se designa esta preprogramación genética como “mecanismos innatos de liberación” (MIL) frente a señales-estímulo que desencadenan una reacción instintiva ante circunstancias que nunca antes habían sido experimentadas, como por ejemplo el impulso de huida ante el avistamiento de un depredador. Los rituales mágicos nos permitirían, precisamente, revertir estas tendencias instintivas manejando las pulsiones emocionales que liberan diferentes estímulos procedentes de la realidad natural, permitiendo una “reinterpretación simbólica” que da paso a la conducta social. Ver, Campbell, J., Las máscaras de Dios, Alianza, Madrid, 1991, vol. 1, pp. 51 ss.

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“reprogramar” socialmente la conducta de los homínidos, teniendo como principal

rendimiento cultural una significación simbólica de la realidad16.

No obstante, la propia estrategia de adaptación del homo sapiens a través de la

organización social, va a demandar un creciente despliegue de la “racionalidad

instrumental” en la división y especialización del trabajo, que a su vez va a requerir una

ruptura de niveles y de conocimientos sobre la realidad misma: el mundo profano y el

mundo sagrado17. El mana protector que ayudaba a los individuos a enfrentarse

“cognitivamente” a la realidad, se va a transferir a un mismo objeto-espíritu de culto

para todo el grupo social, en el que todavía se puede constatar una “alianza” elemental

entre la realidad natural, la realidad social y la realidad divina, que vendrá a

representarse como el centro del mundo18. El espacio que se le otorgará en la

organización social siempre se ubicará, en consecuencia, en el centro mismo de la aldea,

que de este modo va a adquirir un estatus sagrado, dónde, incluso, para poder

interaccionar con él, es necesario llevar a cabo una serie de “ritos de paso” que limpien

a los individuos de la mácula de su vida profana19. Los individuos que por el contrario

están encargados dentro de la creciente división del trabajo del mantenimiento de

dicho espacio social y de su vigilancia frente a posibles contaminaciones mundanas, por

su contacto más prolongado con el mismo, adquirirán también un estatus sagrado,

siendo considerados como sacerdotes hombre tocados por la gracia sagrada. Algunos

autores han tratado de ver, no sin ciertas dosis de especulación por otra parte

inevitable sin una máquina del tiempo, una cierta forma de transición entre los cultos 16 Sería problemático asociar este primer estadio normativo con la conciencia moral pre-convencional o egoísta, aunque ciertos elementos comunes en su caracterización pudieran licitar su comparación. 17 En los términos de Habermas, si en la etapa anterior los mundos objetivo, social y subjetivo aparecían estrechamente fundidos en una misma interpretación de la realidad, con la división entre un mundo profano y un mundo sagrado se produce una cierta separación del mundo objetivo en cuanto percepción de su realidad distintiva y su organización cognitiva como conocimiento técnico o instrumental respecto del social-normativo y subjetivo, que si aparecen vinculados en una misma interpretación religiosa sobre el mundo sagrado. Como vamos a ver, la unión entre la normatividad social y la subjetiva, característica de la moral convencional, se patentiza como un camino de salvación que vehiculiza y subordina la ética existencial al mantenimiento de la normatividad social. 18 La conceptualización que realiza Durkheim sobre los tótem como objetos-sujetos en cuanto tienen una existencia espiritual propia de culto, sería equiparable al concepto de Axis Mundi que acuña M. Eliade, que se presencializa como el centro y origen por el cual la realidad vino a la existencia. Ver, M. Eliade, Lo sagrado y lo profano, Labor, Barcelona, 1985, p. 38. Tillich también será de la opinión de que el enfoque cognitivo religioso viene posibilitado por la consubstancialización ontológica y cosmológica, correspondiente a lo que Eliade denomina “mitos cosmogónicos”; Tillich, P., Teología de la cultura y otros ensayos, Amorrortu, Buenos Aires, 1974, p. 14.

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chamanistas-mágicos y los cultos propiamente religiosos en el creciente monopolio por

parte de chamanes profesionales de las tareas de sanadores y limpiadores de malos

espíritus de las emergentes comunidades político-familiares20. Los chamanes

profesionales acabarán de este modo por convertirse en “profetas” o mensajeros del

“espíritu guardián” o aliado heredado por su linaje chamánico, que terminará por

erguirse como el espíritu guardián de todo el grupo, posibilitando el giro de la

manifestación de fuerzas mágicas al de un culto religioso, con su correspondiente

sentido de afiliación a una “comunidad de fe” o Iglesia en los términos en que la

define Durkheim21.

De todas maneras, dónde se va a manifestar de forma ejemplar esta ruptura de

niveles de la realidad profana/sagrada que caracteriza a las civilizaciones axiales, va a

ser en las grandes religiones universalistas, dónde, en los términos de Weber, dichas

realidades se “racionalizan” como un mundo terrenal de imperfección y sufrimiento, y

un mundo espiritual de perfección y gracia divina, al que los individuos sólo pueden

aspirar a llegar a través de un camino ético de salvación22. La moral convencional va a

encontrar en estas formas religiosas su principal anclaje estructural dentro de las

“sociedades tradicionales”, manifestándose sobre los individuos con una “autoridad

moral” que vela por la adecuación de los comportamientos al objetivo realizativo

supremo de la “salvación”. La ética existencial queda íntimamente imbricada con el

orden normativo que regula la organización social, tendiendo puentes de plenitud de

sentido a la acción más allá del mero intercambio de pruebas de estima mutua que

refuerzan la personalidad. En los términos de Geertz, se produce una “interpretación

densa” de la realidad, capaz de inscribir y acoger a los individuos dentro de un universo

con sentido, que les proyecta hacia el reconfortante horizonte de una plenitud

19 Ver: Van Gennep, A., Los ritos de paso, Taurus, Madrid, 1986; Turner, V., El proceso ritual, Taurus, Madrid, 1988. 20 Wallace, ferviente partidario de esta hipótesis, intenta correlacionar causalmente estas nuevas formas religiosas a las crecientes necesidades de especialización del trabajo de los asentamientos proto-agrícolas con una organización social más compleja; Wallace, A., op. cit., pp. 25 ss, 110 ss. M. Harris también se hará partidario de esta interpretación desde su metodología del materialismo cultural: Harris, M., El materialismo cultural, Alianza, Madrid, 1982; Caníbales y reyes. Los orígenes de las culturas, Alianza Madrid, 1989; Introducción a la antropología general, Alianza, Madrid, 1988. 21 Sobre la especialización del chamanismo hacia el “profetismo”, como inicio de los cultos religiosos, ver: Cassirer, Esencia y efecto del concepto de símbolo, FCE, México, 1989, p. 175; Evans-Pritchard, E., La religión Nuer, Taurus, Madrid, 1982, pp. 51 ss. 22 Weber, M., Economía y Sociedad, FCE, México, 1978, pp. 412 ss.

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existencial frente a los sufrimientos de un mundo cotidiano contingente23. La

contaminación ya no se produce por la influencia de potencias maléficas aunque

todavía quede un pequeño residuo religioso en el fenómeno de la posesión y el

exorcismo como terapia, sino por la debilidad de la naturaleza carnal-pecadora del

hombre, que lo aleja de la redención para congratularse en los placeres “egoístas”

mundanos. Como bien nos aleccionara Durkheim, la realización personal de los

individuos aparece en este tipo de moral convencional supeditada a las necesidades del

mantenimiento normativo de la Conciencia Colectiva, que, en virtud de su imposición

sobre las conciencias individuales con la autoridad de lo sagrado, asegura la existencia y

permanencia de la organización social misma, suscitando una solidaridad “interna”

entre los sujetos sin la cual las necesarias desigualdades de la estructura social como

forma adaptativa de la especie a su entorno bajo el “modo de producción” agrícola no

podrían sostenerse.

No obstante, el vínculo individuo-sociedad característico de esta moral

convencional, se va a encontrar tensionado desde dos extremos diferenciados de la

estructuración social del mundo profano: la división del trabajo social, con su

correspondiente desarrollo del conocimiento técnico-instrumental, y la organización del

poder político, con su correspondiente legalidad normativa pública-obligatoria bajo la

amenaza de sanciones punitivas.

La primera de estas tensiones en manifestarse en el decurso histórico habría sido la

larga contienda entablada entre el poder político y el poder religioso por el control de la

gestión pública del orden normativo. En realidad, en las condiciones de una

organización productiva agrícola, el conflicto era más una disputa conyugal que una

amenaza de divorcio, puesto que al venir ambas a reglamentar el mismo tipo de vínculo

normativo individuo-sociedad, se necesitaban mutuamente para aplicar la capacidad de

sanción del poder militar-fáctico y legitimar simbólicamente ante la población el

ejercicio de dicho poder. Como haría patente San Agustín con la doctrina de los dos

reinos, el equilibrio entre estos dos poderes se mantendrá en Europa a lo largo de toda la

época medieval, donde los señores feudales conservarán el control militar avalado en

23 Geertz, C., La interpretación de las culturas, op. cit., pp. 111 ss.

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la superioridad de la caballería pesada nobiliaria y los castillos para su defensa24 y la

Iglesia un control “moral” y escolástico como monopolio sobre la adquisición y

gestión del conocimiento sostenido por individuos célibes (sin compromisos familiares)

dispensados de la carga del trabajo manual, e indispensables por añadidura para la

administración político-económica sobre el resto de la población.

La segunda de estas tensiones procede de lo más oscuro del mundo profano al

menos en el sentido de carecer de una proyección normativa pública, como resulta de

una lenta pero progresiva división y especialización del trabajo. Desde el punto de vista

histórico, frente al mundo rural campesino de la mayor parte de la población en las

sociedades agrícolas, la especialización del trabajo en profesiones independientes tuvo

lugar en los centros urbanos, verdaderos nodos neurálgicos de la coordinación social y

transacción económica25. La población que podía verse exonerada del trabajo agrícola

era directamente dependiente de la productividad y capacidad de explotación de los

terrenos dedicados a tal fin, y a la extensión territorial que pudiese abarcar un régimen

político, con su correspondiente implantación fiscal. Así, el desarrollo urbanístico que

llegó a alcanzar la ciudad de Roma durante el Imperio Romano, sólo pudo superarse en

los disminuidos reinos feudales europeos con la acumulación de pequeñas innovaciones

agronómicas que incrementaban la productividad de las explotaciones, y no sin el riesgo

de que, ante periodos de pronunciadas malas cosechas, se produjeran grandes desastres

de mortandad agravados por enfermedades epidémicas. Con la emergencia de las

grandes urbes de los imperios por la acumulación de la riqueza procedente del mundo

agrícola, se empezó a gestar también una nueva clase social de “burgueses”, a partir de

la cual se acentuarán los ritmos de la división y especialización del trabajo y del

conocimiento técnico para desarrollarlo26. Con las ciudades también se va a posibilitar

la existencia, al amparo de los círculos cortesanos, de nuevas clases de inteligentzia 24 Sobre la influencia de la tecnología en sus aplicaciones bélicas y la estructuración social feudal, procedente del monopolio de un armamento superior por parte de una casta guerrera, ver: McNeill, W.H., La búsqueda del poder. Tecnología, fuerzas armadas y sociedad desde el 1000 a.c., Siglo xxi, Madrid, 1990. 25 En lo que sigue, se ha tomado la referencia básica de H. Pirenne, en sus libros: Las ciudades en la Edad Media, Alianza, Madrid, 1972; Historia de Europa desde las invasiones hasta el siglo xvi, FCE, México, 1942, Historia económica y social de la Edad Media, FCE, México, 1939; también, Parker, G., Una Introducción a las fuentes de la historia económica europea 1500-1800, Siglo XXI, Madrid,1985. 26 Como se sabe, el término burgués para describir a los residentes en las ciudades procede de la estructuración de las ciudades medievales europeas en “burgos” o corporaciones profesionales, que por

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artística, filosófica y científica, aunque todavía no con una diáfana diferenciación entre

ellos por su función básicamente de entretenimiento palaciego, y por quedar siempre

bajo la desconfiada vigilancia eclesiástica, en permanente guardia ante la emergencia de

nuevas cepas de corrupción simbólica a las que pudiera exponerse la salud de la moral

pública encarrilada hacia la salvación.

En estimación de N. Elias, se puede apreciar como a partir del siglo XII se produce

en la Europa Medieval una concentración de artesanos y comerciantes al resguardo de

las fortalezas y centros administrativos de los grandes señores territoriales, que al darse

cuenta de la nueva fuente de ingresos fiscales que suponían con independencia de la

riqueza agrícola, les ofrecerán condiciones favorables para su implantación, acelerando

así el proceso de concentración, y de paso su hegemonía económico-militar respecto de

la competencia de otros señores feudales27. Se va a producir rápidamente un

movimiento dinámico de urbanización de la vida social, que va desplazando de la esfera

de influencia política a la pequeña aristocracia nobiliaria, que no tienen más remedio

que convertirsen en “clientes” de las grandes cortes caballerescas feudales, que pasan a

convertirse así en verdaderos “dominios de representación” del poder político y

económico de cada región, al tiempo de potenciales centros de mecenazgo artístico y

literario28. En torno a este siglo, se va a producir también una progresiva concentración

de monopolios sobre diferentes mercados por parte de los principales “monarcas”, que

van a posibilitar la aparición de emergentes Estados como órganos centrales de la

administración pública29, derivando en un desequilibrio de fuerzas que se tornará

irrevocable con el vertiginoso avance de la monetarización y comercialización del siglo

XVI, y en el que la incipiente inteligentzia y la nueva burguesía participarán

activamente como aliados frente a las antiguas fuerzas centrífugas feudales30.

un lado atesoraban y administraban los conocimientos técnicos para el desempeño de su trabajo, y por otro, en la formación de “barrios”, irán ganando en autonomía política para su autoorganización. 27 Elías, N., El proceso de la civilización, FCE, México, 1993, pp. 311 ss. 28 Como constata Elías, estos centros cortesanos van incluso a disputarse a los más afamados e insignes representantes de la poesía trovadoresca, así como a los escultores, músicos y pintores de probada valía; ibíd., pp. 320 ss. 29 Ibíd., pp. 344-355. 30 Ibíd., pp. 392-466. Elías no tiene en cuenta en los procesos de monopolio estatal el impacto de la invención de la pólvora en la propia organización militar. Con las armas de fuego, la superioridad de la caballería pesada y la armadura nobiliaria será muy rápidamente superada, y con los cañones, los viejos castillos de estrechos muros obsoletos. La concentración de burgueses en grandes plataformas urbanas puede venir influenciada también por el cambio que supuso la invención de los cañones sobre la noción de murallas seguras. Frente a las fortalezas medievales construidas en vertical, las nuevas murallas debían ser más bajas y gruesas para soportar el impacto balístico. Este tipo de amurallamiento requería de fuertes

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Sin embargo, no pasará mucho tiempo hasta que esta nueva administración civil

choque de nuevo, pero desde una diferente posición de poder, con la administración

eclesiástica31. La burguesía tratará de crear sus propios centros de formación y

conservación del conocimiento, que, aun en muchos casos bajo las sombras de

sociedades secretas, le disputarán a las organizaciones religiosas su monopolio sobre la

posesión exclusiva de la producción y gestión del conocimiento32. Pero es que, además,

como fieles representantes de un vínculo “cofraterno” individuo-individuo basado en la

igualdad, el proyecto de secularización del poder administrativo público va a llevar

aparejado también un proyecto propio de “ilustración” de toda la sociedad como

emancipación de la tutela doctrinal eclesiástica sobre el pensamiento. La persecución

inquisitorial de la religión sobre la ciencia en defensa del dogma, se va a cebar en

aquellos integrantes de la misma de convicciones ateas, que, en su arrogancia

racionalista, auguraban, como Nietzsche, la muerte de un pensamiento revelado.

Las sociedades post-axiales van a encontrar su lugar histórico, precisamente, en

este proceso de modernización estructural y secularización del orden normativo público,

cuya principal fuente simbólica de legitimación procede del vínculo asociativo

inversiones económicas que sólo los grandes centros urbanos podían permitirse financiar. Por otra parte, la rápida implantación de la pólvora en la organización militar, con sus consecuentes transformaciones sociales, resultaba una necesidad en una Europa continuamente en guerra entre diferentes “colectividades” conscientes de una cierta identidad socio-cultural no hace falta recordar su original procedencia en los pueblos nómadas de las invasiones bárbaras, que sentían una especial predilección por la guerra y el pillaje como estrategia social adaptativa. La explicación de por qué será precisamente en este medio de reinos en continua competencia bélica dónde primero se desarrollará la utilización de la pólvora para uso militar, en detrimento de otros imperios que como el Chino tenían un conocimiento ancestral sobre su existencia, se encuentra en la propia exigencia de supervivencia entre pueblos en permanente estado de guerra como una forma de comunicación-confrontación ineludible. El imperio Chino, con artificios como el de la Gran Muralla, precisamente había intentado por todos los medios cerrarse sobre sí mismo, produciendo con ello pese a las continuas guerras civiles un aislamiento frente a otras formas de organización social y militar, que no le presionarán para la adopción de la pólvora hasta que ésta venga a visitarles durante la colonización europea. Sobre la “polemología” como fenómeno sociológico de primera magnitud y relevancia para el cambio social, ver: Bouthoul, G., La guerra, Oikos-tau, Barcelona, 1971. Sobre el cambio de la pólvora en las estructuras militares y sociales en la Europa Medieval, ver: Parker, G., The Military revolution, Cambridge University Press, Cambridge, 1996; y en, Europa en crisis, 1598-1648, Siglo XXI, Madrid, 1986. 31 Elías, N., El proceso de la civilización, op. cit., pp. 408 ss. 32 En esta lucha oculta por el control de la gestión del conocimiento social tuvo una gran repercusión la invención de la imprenta, a partir de la cual la producción de los libros, como vehículos de transmisión del conocimiento, dejaron de estar en manos de los copistas y escribas monásticos, facilitando el acceso a los mismos para una mayor “público”, aunque también limitado a las pocos segmentos sociales con la instrucción suficiente para leer y escribir, que se convertirán en una nueva élite ilustrada. Ver, McLuhan, H., La Galaxia Gutenberg, Aguilar, Madrid, 1969, pp. 187-195; Luhmann, N., “La diferenciación evolutiva entre sociedad e interacción”, en Alexander, J. y otros (ed.), El vínculo micro-macro, Universidad de Guadalajara (México), Guadalajara, 1994, p. 149-151; Luhmann, N, Sistemas Sociales, Anthropos, Barcelona, 1998, pp. 276, 299-300, 382-384.

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individuo-individuo en el que se fundaba el autogobierno de los burgos urbanos.

Cuando la relación de fuerzas entre los monarcas “absolutistas” y sus aliados burgueses

empiezan a desequilibrarse hacia estos últimos frente a la anterior hegemonía de las

fuerzas centrífugas de la aristocracia rural, ante las cuales el monarca se presentaba

como un puente de equilibrio, se producirán diferentes movimientos

“revolucionarios” que transformarán radicalmente las estructuras sociales socavando los

viejos privilegios nobiliarios y monárquicos. La forma histórica que tomó esta

reducción del poder absolutista de los monarcas es de todos conocida: los sistemas de

Carta. Con esta nueva fórmula de lealtad al poder, sobre la que se inspirarán las teorías

del Contrato Social, los burgueses conseguirán imponer su nueva forma de “legalidad

contractualista” como expresión del vínculo individuo-individuo frente al de la

designación divina del Absolutismo un vínculo de sumisión individuo-sociedad, al

tiempo que consiguieron dejar de lado la legitimación religiosa del poder político. Junto

con la progresiva industrialización de los burgos, y su creciente importancia en la

organización del poder político-militar, se van a producir dos fenómenos sociales que

pondrán en sus manos definitivamente el poder político e ideológico. Estos dos

fenómenos son los nacionalismos y la secularización.

La identificación de los Estados absolutistas con una nación, habiendo surgido de la

descomposición de los imperios, tiene dos fuentes de manifestación. La primera de ellas

proviene del creciente monopolio por parte de los monarcas de un ejército profesional

equipado con armas de fuego, y al que los señores feudales no podían presentar

oposición. Los viejos castillos medievales dejan de tener utilidad para la defensa del

territorio ante su manifiesta vulnerabilidad balística y su concepción de una guerra

defensiva, frente a la concepción de guerra ofensiva de ejércitos cada vez más

numerosos y mejor pertrechados. Las fortalezas feudales tienden a desaparecer para

dejar su lugar a grandes recintos amurallados urbanos y palacios cortesanos. Pero, al

mismo tiempo, la nueva forma de hacer la guerra, con una gran movilidad de infantería

en detrimento de la caballería, va a demandar una mayor participación de los

ciudadanos libres urbanos en la composición de los mismos, dónde las guerras se van a

manifestar, cada vez en mayor medida, como guerras de toda una nación movilizada

para el esfuerzo bélico. Esta nueva concepción de “guerra total” va a imponerse tras la

Revolución francesa y las posteriores guerras napoleónicas, adquiriendo su más

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fidedigna expresión durante las dos guerras mundiales33. La segunda fuente procede de

los propios movimientos burgueses, donde su identificación nacional era una necesidad,

frente a la fragmentación en centros de poder feudales, para obtener una mayor

influencia como poder político propio, y hacer de paso frente a las pretensiones

absolutistas de los monarcas como se demuestra en la nueva acuñación ideológica de

sus gobiernos como “despotismo ilustrado”. La identificación nacional contendrá así

una reivindicación de “soberanía popular”, que será llevada a su máxima expresión

durante la Revolución francesa y la instauración de una República como forma de

gobierno. De esta manera, frente a la lectura del Estado público por los regímenes

monárquicos como una mera agencia administrativa de su poder absoluto frente al resto

de la sociedad, los movimientos revolucionarios burgueses verán en el mismo un

representante de la “soberanía nacional” compartida por toda la sociedad libre-burguesa.

La legitimación del poder político también se transformará de un apoyo basado en la

moral convencional de carácter religioso supeditación de los individuos al

representante de la sociedad por designio divino, a un “Contrato Social” firmado

primero entre individuos y el representante de la corona sistema de Carta, y,

segundo, como una soberanía compartida bajo una forma democrática de gobierno

vínculo “contractualista” individuo-individuo34.

La construcción de los Estado-nación va a llevar a aparejada, en su faceta de las

soberanía nacional, un proceso de secularización de la esfera pública-política y de

privatización de las confesiones religiosas35. Como hemos visto, esta necesidad era

doble, pues, por un lado, la legitimación religiosa del poder político es desbancada por

la legitimación “racional-democrática”, y, por otro lado, el propio desarrollo industrial y

económico en el que la burguesía cimentaba su fuerza política requería de un

despliegue del conocimiento técnico y científico, que las formas de disciplina moral

religiosa entorpecía con el encono del instinto de supervivencia. La teoría de la

33 Sobre el concepto de “guerra total”, ver: Vestringe, J., Una sociedad para la guerra, CIS, Madrid, 1990; Hamon, L, Estrategia para la guerra, Guadarrama, Madrid, 1969. 34 No voy a entrar en la influencia de los movimientos obreros en la radicalización democrática del concepto de soberanía popular, tan sólo me voy a limitar a registrar su innegable influencia para no distraernos con excesivas complejidades. 35 Rawls es de la opinión de que, precisamente, en este proceso se encuentra el origen del pluralismo moderno; ver: “Introduction” en Political Liberalism, Columbia Univ. Press, Nueva York, 1993, pp. xxiv ss. Ver también: Lübbe, H., “Estado y religión civil” en Filosofía práctica y teoría de la historia, Alfa, Barcelona, 1993, pp. 92 ss.

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secularización36 de Weber nos dejaría constancia de cuatro procesos imbricados

simultáneamente en la disolución de los sistemas de clasificación religiosos medievales,

hacia una mundo estructural y simbólicamente organizado en términos profanos37. El

primero de ellos lo supuso la reforma protestante, que destruyó la pretensión de unidad

de un Iglesia universal ante el poder político, y que sirvió de paso para reforzar el

ascenso y papel llamado a desempeñar por la burguesía al transformar la ética de la

salvación de la llamada o vocación religiosa, por una ética secular del trabajo como

vocación profesional con la ética “intramundana” se desdibujan los límites

axiológicos de los mundos sagrado y profano, pues la posibilidad de salvación

únicamente puede ser alcanzada por mediación del trabajo en el mundo profano. El

segundo de estos movimientos fue la consolidación de Estados públicos secularizados,

que, como ya se ha comentado, tuvieron su origen en una nueva clase de funcionarios

dependientes de los monarcas absolutistas en la administración de diferentes

monopolios frente a las administraciones feudales y eclesiásticas, como pudieron

ser, especialmente, el de los medios de sanción violenta, el de la recaudación fiscal y el

de la monetarización dentro de un mismo territorio. En las posteriores revoluciones

liberales, la nueva clase urbana burguesa querrá asumir un mayor protagonismo

político, teniendo que entrar en una confrontación directa con las iglesias en buena

parte “nacionalizadas” tras la emergencia de los Estados absolutistas en el aspecto de

la legitimación del poder político. La tercera de las fuerzas que irrumpirán en este

escenario histórico será el capitalismo como nueva forma de reestructuración

económico-industrial —la revolución capitalista—, que promocionará, frente a la moral

austera y diligente de los primeros burgueses procedente de la ética protestante, el

espíritu de lucro y el valor del bienestar como sus principales valores existenciales para

la “vida buena”38. Con su desarrollo en las sociedades de masas de producción

estandarizada, el espíritu “materialista” del consumo y del despilfarro como signo de

36 El proceso de secularización tendría su origen, precisamente, en la misma diferenciación axiológica entre un mundo sagrado y un mundo profano desgajado del anterior, donde el ámbito secular estaría referido a las distintas labores que llevaban a cabo los emisarios eclesiásticos en las actividades propias del mundo profano. 37 Para una interesante y sugerente visión del proceso de secularización en clave weberiana, se puede consultar: Casanova, J., Public religions in the modern world, University of Chicago, Chicago, 1994 (hay traducción española: Religiones públicas en el mundo moderno, PPC, Madrid, 2000). 38 Para esta transformación entre los dos tipos de burguesía por efecto del capitalismo, ver: Sombart, W., El burgués, Alianza, Madrid, 1972.

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distinción social atravesará toda la sociedad, dónde el dinero, como nuevo ídolo, se

va a manifestar en los términos de Burke y en virtud de su omnipresencia como el

“sustituto técnico de Dios”39. La última fuerza impulsora de la secularización

comparecerá bajo la forma de una revolución científica, que primero al amparo de

sociedades secretas bajo la vigilancia eclesiástica, y segundo como un “proyecto de

Ilustración” de inevitable beligerancia contra la verdad revelada, será asumido por los

propios Estados absolutistas y liberales en su disputa con las instituciones eclesiásticas

por el control de la “Opinión Pública” y la legitimación política, para finalmente

conseguir arrebatar a la Iglesia su papel funcional como gestora del conocimiento

social40.

A la par del desarrollo científico, de la especialización administrativa del poder

político y del capitalismo, va a eclosionar un proceso de estructuración social nunca

visto hasta la fecha, como no es otro que la radicalización del proceso de la

diferenciación funcional, y la emergencia de “medios generalizados de comunicación”

para su regulación sistémica. La importancia de este fenómeno radica en una nueva

forma de vinculación individuo-sociedad ajena a su definición normativa, y que se ubica

exclusivamente en el mundo profano. Como bien intuyera Durkheim con su concepto de

la solidaridad orgánica, y posteriormente Luhmann con su teoría de una evolución de la

integración social desde los sistemas de interacción hacia los sistemas sociales, los

vínculos que enhebran a los individuos a las sociedades complejas ya no vienen a

articularse normativamente, sino funcionalmente. La normatividad social pasa a

ubicarse en un sistema social propio, como es el sistema jurídico pero dependiente

del sistema político organizado en torno al medio especializado de comunicación

“poder”, que de este modo se distancia de los sistemas de interacción

simbólicamente estructurados del mundo de la vida; es decir, que las necesidades

de reproducción social-normativa que mantienen la cohesión social, ya no se van a

cargar sobre el sistema de la personalidad prescribiéndole unos moldes obligatorios bajo

39 Ver: Burke, K., A Gramar of Motives, Berkeley, 1969, pp. 108-113; Simmel, G., La Filosofía del dinero, Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1977. 40 Frente al proceso más calmado de reconocimiento público de las instituciones científicas en los países protestantes, en los países de herencia católica el proceso de “ilustración” va a adquirir un manifiesto y beligerante carácter antirreligioso, que se va a patentizar en la lucha por el control secular de la enseñanza pública. Sin ir más lejos, R. K. Merton, en su conocido trabajo: Ciencia y Técnica en la Inglaterra del siglo XVII, esbozará la afinidad electiva existente entre el puritanismo y el desarrollo científico.

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la forma de una ética de salvación41. No obstante, los vínculos individuo-individuo

entablados por los actores sociales en sus acciones, van a trascender su interacción

presencial para alcanzar repercusiones sistémicas, cuya agregación de efectos no

pretendidos de acción cristalizarán en una nueva “realidad” orgánico-funcional42. En los

términos de Habermas, si en la moral convencional se habría producido una separación,

en cuanto construcción de un conocimiento especializado, del mundo objetivo

conocimiento técnico-instrumental profano respecto de los mundos social-

normativo y subjetivo conocimiento moral-religioso sagrado, en la moral post-

convencional se van a producir las condiciones sociales necesarias para que el mundo

social-normativo y el mundo subjetivo se separen a su vez como esferas de

conocimiento diferenciadas43. De este modo, el vínculo normativo que une a los

individuos respecto de la sociedad, se va a distanciar de cualquier pretensión “ético-

existencial”, aunque desde el punto de vista del poder va a necesitar todavía de un

fundamento simbólico de legitimación “abstracto”, que ya sólo puede ser construido en

términos racionales. La “moralidad pública”, como un principio racional de la

legitimación juridico-política, y la “eticidad existencial”, como proyecto axiológico de

la vida buena sobre el que se articula la identidad y se estabiliza el sistema personalidad,

se divorciarán para siempre en esferas independientes, dónde si la moralidad pública de

la integración individuo-sociedad va a aparecer simbióticamente aferrada a las

estructuras de reproducción del sistema político medio poder, la eticidad

existencial todavía seguirá residiendo en la privaticidad de los sistemas de interacción

individuo-individuo del mundo de la vida.

41 Esta distancia la que separa las necesidades de reproducción de los sistemas sociales de las necesidades de reproducción del sistema personalidad es la que permitiría a los individuos descubrir su propia subjetividad mediante un ejercicio de autoobservacion reflexiva, pues al separarse el mundo social-normativo del mundo subjetivo, este último puede desarrollarse “autónoma” e independientemente. 42 Esta pretensión “orgánica” de la sociedad es una ambición que Luhmann no esconde para su teoría, dónde la estructuración autopoiética de las sociedades en sistemas de conocimiento y acción, sin ningún tipo de anclaje normativo o simbólico que trascienda los propios mecanismos de regulación de los sistemas, se percibe como una realidad estructural-organizativa propia: la realidad orgánica social. 43 Como ya se ha comentado, esta diferenciación habermasiana tiene su origen en la diferenciación de esferas de conocimiento y valor de Weber, que entiende que, en virtud de un proceso de racionalización sociocultural, en la modernidad se produce una separación de las anteriores definiciones cosmológico-religiosas de la realidad en tres esferas de conocimiento: la científica, la legal-normativa, y la artística como expresión de la exploración de la propia subjetividad.

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2. Las contribuciones de Durkheim, Habermas y Rawls al problema de la

moralidad pública moderna.

La cuestión que nos podemos plantear tras este pequeño croquis de la trayectoria de

la moral dentro del proceso de estructuración social, no es otra que preguntarnos si las

nuevas formas de administración del poder político referidas a la soberanía popular,

demandan o no demandan una moralidad propia; y, si es así, cuales pueden ser sus

contornos. Con el fin de hacer más diáfana esta cuestión, se puede consultar el siguiente

esquema, construido a partir de la sociedad en dos niveles y la teoría de la legitimación

de Habermas:

La primera cuestión que me gustaría abordar es la relación existente entre poder

político y la moralidad pública en la conformación de un orden normativo vigente para

toda una sociedad. La realidad social, a diferencia de la realidad natural, se instituye en

Sistemas Funcionales (vínculo individuo-sociedad)

Racionalidad instrumental

Sistema Político (orden legal-normativo público)

Legitimación (moralidad pública)

Mundo de la Vida (vínculo individuo-individuo)

Durkheim (Sociología)

Democracia Habermas (Racionalidad Comunicativa /Democracia Deliberativa) Rawls (Liberalismo Político)

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la misma praxis social por la cual la sociedad reproduce sus estructuras constitutivas y

los individuos se socializan en un mundo dotado de significado. Como tuvimos ocasión

de señalar en la crítica del vínculo ilocucionario de Habermas, la praxis social no puede

estabilizarse únicamente desde el plano cognitivo de los rendimientos pretéritos de

comunicación e interpretación, pues necesita también de una “legalidad” propia que

venga a delimitar unos límites infranqueables para la acción, respaldados por sanciones

empíricas administradas desde el poder político. Durante la etapa axial de una moral

convencional, los rendimientos comunicativos de interpretación de la realidad social

y en cierto modo también de la realidad natural fueron gestionados desde una

corporación eclesiástica, que se imponía sobre la racionalidad socio-cultural con una

“autoridad moral” vinculada a la revelación sagrada y la posibilidad de salvación

como máxima meta de la autorrealización personal. Por el contrario, en la etapa post-

axial, se produce una escisión entre la moral pública y la eticidad existencial, que sería

precisamente la desencadenante según Habermas de la emergencia de una moral

post-convencional. El problema de esta fragmentación en el orden normativo, como ya

vimos en la defensa que realiza Habermas de una “moral cognitiva”, no es otra que

dejar de lado la cuestión de las motivaciones empíricas para la acción, imbricadas

internamente con una eticidad existencial, degradando con ello la moral a una mera

función de legitimación de la normatividad pública.

La legalidad, como articulación del orden normativo público con el respaldo fáctico

del poder político, lejos de venir ahora en las sociedades post-axiales a acaparar la

función de la integración social, se puede decir que siempre la ha retenido. Lo que han

cambiado son las “fuentes normativas de la moralidad pública” sobre las que se sostiene

su legitimación desde la praxis social, y más en las nuevas condiciones de un pluralismo

axiológico de formas de vidas coexistentes. La determinación de las particulares éticas

existenciales en las sociedades modernas se abandonará a la supuesta autonomía y

responsabilidad racional de cada individuo, que tendrá una total libertad de conciencia y

pensamiento para conformarla, bien bajo nuevos ropajes post-modernos ligados a

valores post-materialistas, bien a partir de una carrera de estatus anclada en valores

materialistas, o bien asumiendo las viejas éticas de salvación religiosas “privatizadas”44.

44 Sobre este nuevo rasgo de la modernidad que carga al individuo con la necesidad de elegir, ver: Berger, P., Una gloria lejana. La búsqueda de la fe en época de credulidad, Herder, Barcelona, 1994, pp. 90 ss; y

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El rasgo característico de la nueva moral pública moderna sería, como creo que ha visto

correctamente J. Rawls aunque no comparta el modelo contractualista que ha

utilizado para darle forma, su definición política y su función prioritariamente

destinada a la legitimación del poder político. Aunque Habermas tratará de dotar a la

moralidad pública de una sentido “cognitivo”, fundamentado en la misma racionalidad

comunicativa que permite una autopercepción reflexiva idealizada como un yo

abstracto sin implicaciones intencionales para la acción como intereses vitales o

preferencias axiológicas, lo cierto es que al final tendrá que referirla, en sus

ambiciones “públicas”, al ámbito político como su principal escenario de realización, y,

concretamente, a la legitimación del orden normativo vigente.

Hecha esta pequeña aclaración, podemos pasar a analizar el esquema precedente.

Tomando por base inicial de nuestras reflexiones el análisis de Habermas de la sociedad

en dos niveles y su estudio sobre la crisis de legitimación, podríamos llegar al diseño

que se explicita como una doble fuente normativa del orden legal-público. Por el lado

de los requerimientos funcionales de la sociedad, tendríamos una demanda de

“racionalidad instrumental”, y por el lado del mundo de la vida, como escenario de la

“interacción” social, una demanda de legitimación sostenida sobre la base de una

“moralidad pública” compartida por todos los miembros de la sociedad45.

Las versiones que nos van a presentar Durkheim, Habermas y Rawls sobre la

“moralidad pública” para las sociedades modernas son diferentes por dos razones

fundamentales: a) por construir sus modelos teóricos desde presupuestos de la praxis

social diferentes; y b) por referir el proceso de legitimación hacia diferentes modelos

políticos de democracia: el nacional-republicano (Durkheim), el liberal (Rawls), y el

Un mundo sin hogar, Sal Terrae, Santander, pp. 63-68, 78 ss. Sobre el fenómeno de la privatización de la religión, ver también los textos de T. Luckmann., La religión invisible, Sígueme, Salamanca, 1973, pp. 62 ss; y Razón, ética y política, Anthropos, Barcelona, 1989, pp. 90-107. 45 No estaría de más recordar los dos tipos de acción social estipulados por Habermas en Teoría y praxis como trabajo e interacción. La acción comunicativa, pese a acomodarse en el mundo de la vida para la determinación de consensos de “interpretación”, no se identifica con la interacción, que como acción social, tiene una base hermenéutica y/ó estratégica. También resulta pertinente recordar que el diferir los consensos sobre el mundo objetivo a la misma acción comunicativa, el espacio del trabajo como “acción funcional” queda referido al mismo espacio del mundo de la vida como fuente de conocimiento consensual. Esta sería una consecuencia de negar la posibilidad, vista por ejemplo por Luhmann, de que los sistemas sociales puedan establecerse como “sujetos de conocimiento” propios, con independencia de los individuos como actores, llegando a la paradójica consecuencia de dejar sin referente de fundamentación a la construcción de una realidad sistémica a la par de la realidad de la interacción simbólica.

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deliberativo o —como lo denomina en su disputa teórica con Rawls— “republicanismo

kantiano” (Habermas).

El modelo más limitado respecto a las necesidades de legitimación del poder

político es el durkheimiano. Al no creer que existiera una relación conflictiva entre los

“juicios de realidad” y los “juicios de valor” como objeto de estudio de la sociología,

ésta viene a arrogarse con la presunción de una “ingeniería social” capaz de ordenar

eficientemente la sociedad. El proceso de legitimación entre la praxis social y el poder

político queda roto, pues es la sociología la encargada de observar la praxis para

determinar su “normalidad de hecho”, y, a partir de ella, estipular la “normalidad de

derecho” para una sociedad en su estado de evolución. La legitimación se basa, en

consecuencia, en la creencia o “fe” en la capacidad de la ciencia para ordenar

correctamente las prácticas sociales según su naturaleza, dónde los individuos, en la

inferioridad de sus capacidades racionales respecto de la sociedad en su conjunto, sólo

pueden asumir dichas estipulaciones normativas por la “autoridad racional” con la que

vienen investidas. Al igual que el modelo de legitimación legal-racional de Weber, la

“autoridad” del derecho proviene de la “creencia” en la racionalidad del mismo, con la

particularidad de que su determinación es delegada en manos de “expertos” de una

ciencia de lo social. La solución dada por Durkheim al problema de la moralidad

pública adolece de esta misma “arrogancia” sociológica para ordenar correctamente la

realidad social. Frente a las tesis contractualistas de su anterior “solidaridad orgánica”,

Durkheim entiende que la moral sólo puede sostenerse en un fuerte vínculo

“convencional”, puesto de manifiesto por la sociología como una necesidad de cohesión

social para poner las prácticas sociales al servicio de una socialización en las

representaciones colectivas o ideales sociales por las que la sociedad misma se

autoconstituye simbólicamente como un “nosotros”, como una identidad colectiva. La

sanción legal deberá estar acompañada de los beneficiosos mecanismos de la

“efervescencia asamblearia” sobre la personalidad que inculcan en los individuos un

“co-rrecto” sentido existencial para la acción. La solución que consecuentemente

propondrá la sociología a los peligros anómicos de la corriente individualista procedente

de la división del trabajo social, no será otra que “socializar” las prácticas funcional-

económicas, pues, según su diagnóstico, no estaban generando una adecuada

“solidaridad orgánica” interna entre los individuos —pasamos de la “normalidad de

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hecho” a la “normalidad de derecho”. Esta solución pasaría por la reestructuración de la

organización social en “corporaciones profesionales” que llevasen a cabo tan necesaria

labor de moralización de la vida funcional al superponer la organización económica y la

organización política recordemos que las corporaciones profesionales serán

propuestas como unidades electorales para la representación política en una misma

estructura social-moral.

Rawls, por el contrario, parece seguir, en un primer momento, el camino abierto por

Durkheim de una solidaridad orgánica contractualista para la determinación de una

“moralidad pública”. El “sentido de la justicia” que pretende “reconstruir” en su Teoría

de la Justicia, se podría interpretar como ese factor elemental de “solidaridad interna”

que permite a individuos con diferentes intereses participar en la empresa cooperativa

de una misma sociedad. El vínculo social entablado por los individuos en la posición

original es un vínculo contractualista individuo-individuo, que toma asiento en el primer

principio de la justicia como equidad de la igualdad de derechos subjetivos, así como en

la aspiración a la igualdad de oportunidades según los méritos personales del segundo

principio de la diferencia junto a un mínimo social de bienes irrenunciables para las

peores posiciones de la estructura básica o división del trabajo. El giro dado en

Liberalismo político, hacia una definición de la Justicia exclusivamente en términos

políticos ante el problema del pluralismo axiológico en la sociedad civil, transforma el

vínculo social en un vínculo político, dilapidando el principio de “solidaridad interna”

de un sentido de la justicia que intentaba convertir a ésta en un “fin racional” en

sentido kantiano de una racionalidad práctica universal que guíe la praxis. La justicia

política se concibe en el “construccionismo político” como un primer estadio pro tanto

para la reflexión político-normativa, a partir del cual se podrían determinar los

principios que guíen la construcción de un “consenso político constitucional”. El

problema de esta formulación, respecto de la cuestión de la legitimación y la moralidad

pública, estriba en que el “juicio reflexivo” de la posición original no se toma de la

misma praxis social Mundo de la Vida, sino desde una “cultura política” dictada de

antemano por el filósofo o jurista, y que se manifiesta, respecto de las prácticas, como

un “consenso político básico”, semejante al de una Conciencia Colectiva de carácter

convencional-ideológico. Quién no esté de acuerdo con los valores liberales en los que

se sostiene dicho consenso como una “razón pública”, queda automáticamente excluido

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de la actividad política, como lo demuestra el hecho de que todo representante político

deba jurar su lealtad a los principios constitucionales antes de tomar posesión de su

cargo.

De este modo, nos encontraríamos con una doble estructuración moral en las

sociedades modernas: una moral pública en torno a una “cultura política” liberal, y una

moral privada, asociada a las “doctrinas comprehensivas”, que conviven, no sin un

supuesto grado de conflictividad, en la sociedad civil. La presunción de neutralidad de

la cultura política respecto de las moralidades privadas principalmente retratadas

como confesiones religiosas sin embargo no es tal, pues éstas deben asumir la

prioridad de los valores políticos liberales sobre sus propias determinaciones normativas

acerca de la vida buena, como requisito previo para ser reconocidas políticamente como

“razonables” o correctas, y legalmente como instituciones sociales legítimas. En el

modelo democrático liberal encontramos, en consecuencia, una reversión de los

términos de la legitimación, que en vez de fluir desde la opinión pública hacia el poder

político, se imponen desde éste a la opinión pública, restando credibilidad, y toda

posibilidad de movilización política, a la emergencia de otras “culturas políticas”

adversarias con mayor sensibilidad hacia otros problemas de ordenación normativa —

como pueda ser el de la “justicia social”, que atenta contra el principio distributivo de la

meritocracia como forma prioritaria del reparto de los rendimientos netos de la

estructura básica. El orden normativo liberal adquiere, al igual que en Hobbes, una

bondad intrínseca en cuanto orden, ponderando en mucha mayor medida el “problema

de la estabilidad” del poder político, que el problema de la legitimación propiamente

dicho. Toda reivindicación política o legal, aunque se movilice desde el mundo de la

vida como desobediencia civil, deberá enmarcarse dentro los valores liberales

previamente asentados en la “cultura política” siquiera para ser aceptada como parte

del discurso político legítimo, que de este modo pasa a institutucionalizarse como una

verdadera “religión civil”.

Al contrario de Durkheim y Rawls, la teoría que Habermas despliega sobre su

particular y compleja conceptualización de la moralidad pública no admite una rápida

simplificación, pues entronca con el análisis mismo de los procesos sociales de

reestructuración de la modernidad en los niveles objetivo-funcional, normativo-social, y

subjetivo-reflexivo. Partiendo del esquema señalado, las fuentes normativas del derecho

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moderno tendrían así, en la obra de Habermas, una doble entrada: la racionalidad

instrumental, procedente de los sistemas sociales vínculo individuo-sociedad, y la

racionalidad comunicativa, procedente del mundo de la vida, y que es la que nos ofrece

una medida de la legitimación de las “pretensiones de validez” normativas desde el

vínculo ilocucionario individuo-individuo46. A mi modo de entender, los principales

escollos de esta formulación serían los siguientes: 1) si la ética del discurso se puede

considerar una “moralidad pública”; y 2) si el derecho puede cumplir adecuadamente su

doble compromiso con la “facticidad” del poder político y la racionalidad instrumental

regulación-inclusión sistémica individuo-sociedad, y con la “validez” procedente

de la racionalidad comunicativa insita en el mundo de la vida integración

ilocucionario-cognitiva individuo-individuo.

1) Si se concibe la moralidad pública como un referente normativo asumido por “todos”

y cada uno de los actores pertenecientes a una sociedad, es decir, como un criterio

compartido de expectativas para la acción a partir del cual ésta puede coordinarse

normativamente, cabe preguntarse dos cuestiones: a) si la naturaleza del consenso

normativo básico puede ser indistintamente teleológica referente a valores o

deontológica referente a procedimientos sin que con ello cambie su función social

y forma de operar en la acción; y b) si una moralidad pública puede sostenerse

únicamente sobre un criterio cognitivo vínculo ilocucionario individuo-individuo

para determinar una “obligación normativa”, que tradicionalmente se ha estructurado en

torno a un vínculo “individuo-sociedad”.

1.a. El giro desde una fundamentación normativa de corte teleológico-convencional

hacia otra de corte deontológico-postconvencional, será vista por Habermas como una

consecuencia del proceso de subjetivización de la racionalidad moderna. En el proceso

46 La racionalidad instrumental sería portadora de los códigos de interacción con el mundo objetivo, mientras la racionalidad comunicativa, como heredera de la racionalidad práctica kantiana, sería depositaria de los códigos de interacción con el mundo social-normativo. Aunque el mundo de la vida también acogería las manifestaciones “expresivas” de la subjetividad, vitales para la construcción de la personalidad e identidad, la racionalidad comunicativa en su determinación reflexiva por la ética del discurso descargada de intereses prácticos y preferencias axiológicas no se haría mensajera del mundo subjetivo respecto de sus reivindicaciones normativas. Como ya hemos señalado hasta la saciedad, ésta es una consecuencia de la separación entre la moralidad pública y la eticidad existencial en las condiciones reflexivas de la modernidad.

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de modernización, la moralidad socio-cultural deja de tener su fuente en la moral

convencional de una cosmovisión unitaria de sentido para fragmentarse en esferas

diferenciadas de conocimiento ciencia, derecho, arte que ya no revisten

implicaciones existenciales. El yo queda abandonado a sus propias fuerzas “reflexivas”

para construir su identidad, de dónde se produce una “subjetivización” de la

racionalidad práctica que debe guiar la conducta social. El yo reflexivo, sobre el que,

por ejemplo, se levantan los derechos subjetivos de la jurisprudencia moderna, se

convierte en un yo abstracto, sin ninguna vinculación o afiliación a alguna definición

particular de la “vida buena”. Pero, por ello mismo, frente a las tendencias a la

disgregación de universos de vivencia en el mundo de la vida, resulta de imperiosa

necesidad, si se quiere trascender la “jaula de hierro” de la racionalidad instrumental

profetizada por Weber y tematizada por la Teoría Crítica, reconstruir la racionalidad

social desde la “interacción”47, para que el hombre no se resigne así al papel de un

“creador creado”, y pueda tomar las riendas de una expansiva organización social-

funcional con riesgo de desbocarse48. Esta reconstrucción de la racionalidad social ya

sólo será posible en la modernidad, en opinión de Habermas, desde las condiciones

pragmático-universales que posibilitan la sociedad como comunicación.

El concepto que maneja Habermas de “interacción humana” para llegar a una razón

comunicativa, como tuvimos ocasión de ver en el análisis de la fundamentación

filosófica de su Teoría de la Acción Comunicativa, es altamente complejo. Por un lado,

se basa en el interaccionismo de Mead, que define la sociedad como una posibilidad

surgida de la misma interacción, cuyo rendimiento comunicativo no solamente se cuenta

como estructuras “intersubjetivas” de significatividad para su interpretación

componente hermenéutico, sino también en un proceso de “socialización” que

conforma a los actores desde la misma praxis en la que se relacionan y actúan entre sí

47 La necesidad de conceptualizar una racionalidad comunicativa frente a la instrumental nace tempranamente en Habermas por la insuficiencia marxista de definir la naturaleza humana exclusivamente desde el punto de vista del trabajo. Así, en Teoría y praxis, complementa la vocación del hombre a autorrealizarse en su trabajo con la de autorrealizarse también en la interacción, que precisamente es la fuente de las “distorsiones comunicativas” que llevan a una falsa conciencia ideológica. La emancipación del hombre sólo puede conseguirse desde una comunicación libre de distorsiones o coacciones, que de esta manera “libere” todo el potencial “reflexivo” de la esencia del hombre como ser racional en la interacción misma. 48 Sobre la desesperanza por ponerle las riendas al Juggernaut de la diferenciación funcional en las sociedades modernas, ver: Giddens, A., La Consecuencias de la Modernidad, Alianza, Madrid, 1990, pp. 142 ss.

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movidos por sus propias motivaciones realizativas, dónde el yo se mira en el

espejo de la suma de reacciones del resto de participantes en la comunicación. Esto hace

que no se le pueda atribuir al hombre ninguna “esencia” finalista en su naturaleza antes

de que dicha interación-socialización se produzca, a cuyo través la personalidad se

realiza en la asunción crítica de las actitudes/roles de los otros participantes49. De hecho,

al retener el actor el momento “generativo” de la acción, pudiendo reaccionar de manera

diferente a los estímulos procedente de otros actores su posibilidad de aprendizaje,

los individuos tampoco se pueden reducir a meros epifenómenos de una realidad social

reificada, es decir, de una “racionalidad social” que se les impone por encima de sus

cabezas. La racionalidad que permite la estructuración de significados para la acción es,

de este modo, “intersubjetiva”, en la cual se vendrían a coimplicar las estructuras

sociales que median entre los actores sus roles sociales y funcionales y la

capacidad de aprendizaje como distancia reflexiva para modificar sus reacciones y

apropiarse cognitivamente de su propio rol.

En conclusión, la posibilidad de formular una racionalidad dada sobre la naturaleza

del hombre, pasa por la “reconstrucción” de la pragmática insita en la propia

comunicación intersubjetiva, que, a partir de las estructuras generativas universales del

lenguaje Chomsky, puede negociar intersubjetivamente las reglas de su

semantización desde diferentes marcos estructurales o “juegos del lenguaje”

Wittgenstein. La “esencia” del hombre se perfila entonces como una consecuencia de

las condiciones que posibilitan la comunicación social misma, es decir, no de manera

positiva según los valores “teleológicos” que, por ejemplo, prescribe dogmáticamente

una moral convencional para la vida buena, sino de manera negativa o reflexiva,

como parte de las bases deónticas o procedimentales que permiten que la comunicación

social se produzca.

La ética del discurso será, precisamente, la encargada de señalar las actitudes

“morales” contenidas en la racionalidad comunicativa para que ésta pueda realizarse

idealmente. Su necesidad, como “ética” moderna sin implicaciones existenciales, se

despliega ante el desmantelamiento de la posibilidad de una “moral convencional” de

carácter público, dónde la normatividad pública ya sólo puede armarse de una 49 Esta imposibilidad viene a truncar la pretensión de Kant de “construir” una racionalidad práctica innata, incorporada en todo hombre en virtud de una naturaleza racional dada a priori, que además, en virtud de

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correspondencia cognitiva desde una subjetivización reflexiva del yo la actitud

hipotética del discurso que permite a los actores distanciarse de su propios intereses y

preferencias axiológicas, que atienda exclusivamente a un criterio de

“universalización” de pretensiones de validez, que incluyen para su determinación a

todas las posiciones discursivas relevantes sostenidas por los participantes en dicha

comunicación la asunción de rol de un “otro generalizado”.

De todos modos, como el mismo Habermas puntualiza con los otros tres tipos de

acción social, la acción comunicativa sólo tiene lugar allí donde las definiciones de la

situación los consensos como “rendimientos pretéritos de comunicación” se tornan

problemáticas, y los actores tienen que volver a concordar los términos del contexto

social en el que después tienen que enmarcar el desarrollo de sus acciones el

problema de la ontología del mundo de la vida dada por supuesta

“fenomenológicamente”, que en la modernidad ya sólo puede ser reconstituida

reflexivamente.

Hay otra pretensión sine qua non a la ética del discurso que todavía es más

polémica: la de atribuir al hombre, en cuanto ser racional, una predisposición “natural”

al entendimiento con sus semejantes, buscando un bien o “interés general” antes que la

realización de intereses de acción propios. Como ya vimos en el análisis de la obra de

Habermas, el concepto de una evolución de la racionalidad sociocultural, frente al de

un adoctrinamiento ideológico de acuñación marxista, elimina asépticamente la

posibilidad de una interferencia perlocucionaria alojada en el interior de la acción

comunicativa, que, por el contrario, si entrañaría una definición estratégica de la

situación en la promoción de ciertos intereses de acción. La dominación ideológica,

como habrían puesto de manifiesto por ejemplo Foucault con la microfísica del

poder y Bourdieu con las luchas simbólicas, es una motivación básica de los actores

cuando entablan una acción comunicativa que se dirige a ordenar normativa y

estructuralmente la sociedad; fenómeno social que no sólo vendría a dar una mejor

expresión de la naturaleza egoísta humana, sino también a explicar —mucho más

convincentemente— los conflictos ideológicos que atraviesan toda la historia de la

humanidad.

la transcendencia de un reino de fines racionales compartido por todo ser racional, sería universal.

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En conclusión, podemos llegar a afirmar que, según Habermas, con el paso de una

fundamentación teleológica a una fundamentación deontológica la moral también muda

de naturaleza, desde una determinación convencional anclada en identidades colectivas

y convicciones éticas sobre la “autenticidad” y bondad única de una forma de vida

impuesta desde una autoridad moral-sagrada incuestionada, a una determinación

postconvencional en torno a principios universalistas y abstractos de conducta reflexiva,

y una definición post-identitaria del yo como “sujeto racional” carente de perfiles

axiológicos e intereses propios para la acción sus intereses, en la actitud reflexiva del

discurso, comulgarían con el “interés general”.

1.b. La segunda cuestión que se plantea a la pretensión de la ética del discurso como una

moralidad pública, es si su criterio cognitivo de vinculación ilocucionaria individuo-

individuo puede generar adecuadamente un sentido interno de “obligación normativa”,

que tradicionalmente se articulaba como un vínculo individuo-sociedad. El argumento

en el que se sostiene la obligación normativa de la ética del discurso se vertebra sobre

dos tesis diferentes:

a) Que en las condiciones modernas de un yo reflexivo, los individuos sólo

pueden admitir pretensiones de validez normativas desde un proceso

discursivo donde compiten los mejores argumentos en virtud de su fuerza de

convicción racional.

b) Que las “reglas procedimentales” especialmente la de universalización,

como reconstrucción de la condiciones “ideales” y realizativas finalidad

racional propia del discurso, garantizan la “racionalidad” universal de

los contenidos normativos consensuados. En definitiva, que la racionalidad

del procedimiento garantiza la racionalidad del producto —a pesar de las

siempre manifiestas “imperfecciones” humanas.

1.b.a. El problema del primer presupuesto es hacer coincidir el principio de autonomía

tomado de Kant con el de una “racionalidad comunicativa-intersubjetiva”. En el

interaccionismo simbólico, la socialización de los individuos se realiza desde la misma

praxis en la que interactúan, teniendo por resultado una personalidad social como

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producto de la comunicación misma50. La organización interna de la percepción de la

situación social conjunta deriva en orientaciones de acción normativas que van a mediar

las relaciones entre los actores como expectativas de acción-reacción futuras. El vínculo

ilocucionario de los actos de habla respondería a este mismo mecanismo de

socialización en la praxis, pero sólo bajo la condición de que la motivación fundamental

por la que los actores interactúan entre sí sea la de llegar a establecer criterios

compartidos de acción, motivados desde la necesidad psicológica por reducir la

ansiedad que produce vivir inmersos en la “doble contingencia” de no saber como van a

reaccionar los demás a nuestras acciones (disonancia cognitiva). La motivación básica

de una acción genuinamente comunicativa sería entonces la búsqueda del

entendimiento, frente, por ejemplo, a una acción estratégica que busca una realización

ventajosa de intereses propios aun a costa de los del prójimo. En consecuencia, la

acción comunicativa contendría en su seno una “motivación moral”, sobre cuyo

vínculo ilocucionario cabría esperar un “respeto” o sentido de obligación normativo

por parte de los individuos que lo han internalizado como un referente perceptivo-

normativo para la acción. Y si el vínculo ilocucionario contiene una motivación moral,

es porque, a fin de cuentas, es un vehículo de expresión de la solidaridad humana como

facultad interna de su sociabilidad.

Sin embargo, desde la conceptualización kantiana de la autonomía, la definición del

hombre sufre una polarización: una naturaleza racional y una naturaleza sensible

asociada a intereses mundanos. Si la segunda de estas naturalezas es egoísta, la única

naturaleza que podría contener una actitud moral en sí misma es la racional, que

precisamente, en cuanto instituye un reino de fines propios, se caracteriza por llegar a

determinar orientaciones prácticas para la acción según un criterio de “imparcialidad”.

Habermas va a tomar este rasgo de la imparcialidad como el más característico de un

punto de vista moral, que además, por sólo ser posible en “abstracción” de intereses

personales y como universalizable también en ausencia de definiciones axiológicas

concretas, sería justamente el que cabría adoptar en las actuales condiciones de

“reflexividad” moderna.

50 Mead en realidad establece dos principios dinámicos de la psicología personal: un yo, como momento de conciencia dónde se dan lugar las motivaciones internas y reacciones a estímulos, y un me, como elemento interno de la estructuración de las reacción de los otros en una personalidad social que puede anticipar las reacciones de los demás a nuestro comportamiento.

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El problema de relacionar este punto de vista moral kantiano con el vínculo

ilocucionario de la acción comunicativa reside en sus respectivas definiciones del yo.

Desde la racionalidad intersubjetiva, el yo es un producto de la comunicación misma,

dónde el vínculo ilocucionario no sólo contendría un referente cognitivo para la acción,

sino que también llevaría aparejado un “compromiso existencial” del yo que se ha

gestado en virtud del mismo, y del cual se derivaría una pretensión de obligación

normativa que se justifica como una condición de la reproducción estructural del

sistema de la personalidad51. Por el contrario, desde la presunción de “autonomía

racional” de la actitud hipotético-reflexiva del discurso, el yo queda “emancipado” de

cualquier anclaje con la praxis, deviniendo cognición pura frente a las distorsiones

comunicativas de los intereses vitales y las preferencias axiológicas. Es, en definitiva,

un yo sin contornos, un yo desimplicado de la acción, un yo al que se le ha sustraído la

“voluntad de ser” en sentido nietzscheano en el mundo. Lo que se pretende es que

su inmersión en la praxis, y su vinculación con la misma a través de “intereses

realizativos”, esté precedida de un compromiso existencial cargar a la acción social

con un fin realizativo de la razón (comunicativa) en sí misma. El vínculo moral-

racional queda de este modo, al igual que en Kant, desprovisto de anclajes con la praxis

real, dónde las motivaciones personales de los actores para la acción son precedidas de

una motivación moral que, manifiesta en el vínculo ilocucionario constitutivo de la

sociedad misma, genera un espontáneo sentimiento de “solidaridad interna” que orienta

51 En ciertos “medios sociales”, como puede ser el de algunos segmentos de trabajadores manuales masculinos que requieren el despliegue de una gran capacidad de fuerza física, se puede constatar, por ejemplo, como la violencia puede socializarse como una “virtud” de “distinción social”. El reconocimiento social de los especímenes masculinos entre sí se negocia desde la capacidad de desplegar eficientemente el recurso a la violencia física, que se convierte en una definición simbólica por la que se valoran a sí mismos, y al resto de individuos de dicha sociedad, en términos de respeto y prestigio. La percepción de la definición de la situación en el conjunto de experiencias de interacción obtenidas en este medio, crea una “expectativa normativa” para el despliegue de la violencia ante determinados estímulos que vienen a socavar la autoestima masculina la hombría, a riesgo de ser evaluado como un individuo que no merece reconocimiento ni respeto alguno. Este atributo simbólico puede ser elevado al rango de “moralidad pública” en determinados tipos de sociedades “guerreras” esencialmente nómadas, como por ejemplo fue el caso, en gran medida, de los pueblos celtas, de los “bárbaros” germanos o mongoles, o, más representativamente, de los Vikingos. Para éstos últimos, incluso el concepto de “salvación”, como derecho a ingresar en el paraíso del Vahala, venía asociado a una muerte gloriosa en el campo de batalla. Con esta pequeña puntualización, tan sólo quiero resaltar la influencia de las condiciones estructurales de la praxis para la definición del yo y su compromiso normativo. El yo social, articulado en torno de su “reconocimiento social”, sólo puede construirse desde la misma praxis de los universos simbólicos de vivencia, con lo que, un “yo racional” sólo sería posible —y en esto sigo a Bubner— en el contexto de una “forma de vida racional”, se defina ésta última como se quiera.

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a los sujetos hacia la búsqueda cooperativa del entendimiento como un “interés

general”. Al final, el yo reflexivo, desde el a priori de una comunidad ideal de

comunicación la racionalidad o imparcialidad del punto de vista moral se

convierte, pese a su referencia a una “racionalidad procedimental”, en un yo

trascendente construido a priori de la experiencia o praxis social.

1.b.b. El segundo presupuesto nos viene a decir que la “racionalidad del

procedimiento”, respecto de las reglas pragmático-ideales que posibilitan la

comunicación y el entendimiento, garantiza la “racionalidad del producto”, es decir, la

“moralidad pública” imparcialidad y universalidad de los consensos alcanzados

desde la ética del discurso. La primera pregunta que deberíamos hacernos es si las

condiciones procedimentales de la imparcialidad y la universalidad, son las que mejor

definen una moralidad pública. Y en segundo lugar, si una racionalidad-moralidad

procedimental, como “reglas técnicas” del discurso que posibilitan la distancia

reflexiva, pueden conferir a la razón de “fuerza moral” suficiente para imponerse

como reglas normativas sobre los intereses vitales egoístas y las preferencias

axiológicas de la motivación para la acción de los actores en la praxis social.

El problema que entraña la primera de estas preguntas es la definición propia de la

moral, y si ésta, como moral pública, puede distanciarse de implicaciones existenciales

éticas, como motivaciones internas que “enganchan” a los sujetos con la vida social y

las necesidades de reproducción estructural de la sociedad. En estimación de Habermas,

y sobretodo de Luhmann, la separación entre ambas viene posibilitada por el

desplazamiento del vínculo individuo-sociedad desde la moral convencional

determinaciones normativas para la acción hacia los sistemas sociales. El vínculo

individuo-sociedad dejaría así de conformarse a través de un proceso de “integración”

normativa tal y como podía ser la búsqueda de Durkheim por encontrar nuevas

representaciones colectivas y grupos sociales capaces de atraer y disciplinar a los

individuos hacia una misma Conciencia Colectiva, para articularse a través de un

proceso de “inclusión” sistémica, instrumentalizado por la interacción codificada de

“medios especializados de comunicación” dinero, verdad y poder que incrementan

exponencialmente la capacidad de coordinación-regulación social-funcional. La

diferencia fundamental entre las visiones de Luhmann y Habermas sobre este proceso,

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es que si para el primero el vínculo sistémico obedece a un procedimiento regulativo del

propio sistema, para Habermas la sociedad como organización debe orientarse a la

finalidad de la “autorrealización” del ser humano, cuya naturaleza última es de carácter

reflexivo. Y he aquí que, precisamente, esta naturaleza reflexiva sólo puede emerger

como una nueva forma de aprendizaje, cuando las orientaciones normativas para la

acción dejan de estar referidas a una “cosificación” hermenéutica de sentido, es decir, a

una moral convencional. La moral, como espacio de realización de la naturaleza

racional-reflexiva, aparece entonces definida, en virtud de la pragmática universal del

lenguaje que permite evaluar las pretensiones de validez normativas desde la distancia

reflexiva de una actitud hipotético-discursiva, con el rasgo de la “imparcialidad”; es

decir, desde una definición abstracta del ser humano, que además contiene una

pretensión de “universalidad”, manifiesta en la prevalencia de un “interés general” yo

me atrevería a llamarlo genérico por su afinidad con la ética cosmopolita kantiana en

la determinación de los rendimientos comunicativos ilocucionarios.

La dificultad de esta formulación estriba en que la moral pública deja de construirse

desde un vínculo individuo-individuo, que es el único posible desde la elección de la

teoría de la acción como comunicación que asume Habermas en su propuesta teórica,

para referirse a una “vinculación genérica” insita en la propia racionalidad reflexiva.

Este sería el resultado de sumar a la característica de la “imparcialidad”, que en sí

misma es la que permite la actitud hipotético-reflexiva del discurso, una pretensión de

“universalidad” racional, que volvería a resituar la “ética del discurso” en su original

formulación apeliana trascendental de una “teleología” realizativa del discurso insita en

el a priori de una “comunidad indefinida de comunicación”. Quizás, en este punto, la

propuesta de Rawls de una justicia política se muestra más solvente, pues aunque asume

el criterio de la imparcialidad como prioritario de una ordenación “contractualista” del

orden normativo público, en su definición exclusivamente política va a criticar la

pretensión de una universalidad racional-cognitiva que siempre contiene un sesgo

trascendental respecto de la praxis social-política.

La segunda pregunta referente al segundo presupuesto si la racionalidad del

procedimiento garantiza la racionalidad del producto era aquella que se cuestionaba si

del seguimiento de las “reglas técnicas del discurso” se desprendía una validez de las

“reglas normativas-morales”, al tiempo que transferir de una “obligación técnica

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como conjunto de condiciones que posibilitan la comunicación y que todo

participante debe adoptar si quiere comunicarse una “obligación moral” para cumplir

los acuerdos consensuados cognitivamente. La validez normativa se remite, como

acabamos de ver, a la “imparcialidad” creada con la distancia reflexiva de la actitud

hipotética del discurso, que así mismo procede de una “predisposición” al

entendimiento como finalidad propia de la acción comunicativa. El discurso creará

validez normativa si y sólo si sus participantes asumen esta orientación a

entenderse como una motivación prevalente de toda comunicación social frente a sus

propios intereses y preferencias axiológicas. Descubrimos entonces que la “obligación

técnica” en realidad también contiene una “obligación actitudinal” propia del

discurso, que es además la que confiere una “obligación normativa” al vínculo

ilocucionario.

Sin embargo, cuando observamos la praxis real, descubrimos que los actores

pueden comportarse como free riders que los demás jueguen limpio ateniéndose al

vínculo normativo ilocucionario mientras nosotros jugamos sucio violando las reglas en

nuestro beneficio si las normas públicas no vienen respaldadas por sanciones de

distinto tipo hacia sus infractores. Descubrimos que la buena voluntad que habíamos

supuesto en los actores cuando se comunican entre sí, no tiene un fundamento extensivo

a las motivaciones reales de los mismos para participar en la praxis social, dejando en

entredicho la limpieza perlocucionaria de los vínculos ilocucionarios contraídos. En

definitiva, que el orden normativo público se encuentra bajo una sospecha ideológica

sobre la posibilidad de que algunos actores hayan podido introducir, en la definición

conjunta de la situación del vínculo ilocucionario, intencionalidades perlocucionarias

que los beneficien de manera señalada frente a otros actores sociales en la planificación

del orden estructural de la sociedad. La sospecha ideológica tiene como efecto una

“definición estratégica” de la comunicación, cuya principal repercusión sería la de

quebrar la expectativa de una “obligación moral” como juego limpio hacia los

consensos normativos alcanzados discursivamente.

2. La necesidad del derecho como gozne de articulación entre la facticidad del poder

político y la racionalidad instrumental del resto de sistemas sociales como

requerimientos de “regulación”, y la validez normativa de la ética del discurso, como

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moralidad procedimental pública, proviene, precisamente, de la insuficiencia del

vínculo ilocucionario para asentar una “obligación normativa”, que de este modo debe

reforzarse desde el poder político con sanciones “empíricas” de distinto tipo. La

legalidad obligación normativa pública y la legitimidad validez normativo-

discursiva de carácter cognitivo-universal encuentran en el derecho, como sistema

social diferenciado, el altar que consagra su feliz matrimonio. Sin embargo, si se quiere

mantener una ponderación acentuada en la legitimación como es el caso de

Habermas, en su “inquietud” por plegar las estructuras sociales al fin último de la

autorrealización del ser humano como ser racional, tendremos que analizar cuales

pueden ser los mecanismos institucionales desde los cuales pueden encontrar acomodo

en la praxis social, que, evidentemente, en su necesidad de implicar al poder político,

deben incluir un modelo político de “autogobierno”, es decir, un modelo de

Democracia. El diseño que Habermas nos presenta de la Democracia como sistema

político es, en cierta manera, bastante novedoso, pues, en su orientación de

sobrecargarlo en el momento discursivo de la validez, se asienta en una

“reconstrucción” de la esfera pública como depositaria a ultranza de la soberanía

popular democrática, frente al modelo de la “representación” política liberal o el de una

Constitución cosificada como ideología52.

La preocupación de Habermas por la esfera pública se puede considerar como una

de sus más tempranas inquietudes de investigación, pues se remonta a los inicios de su

paso por la Teoría Crítica y a su trabajo de habilitación: Strukturwandel der Offentlichkeit.

Tras consolidar una teoría sociológica propia en torno a la acción comunicativa,

Habermas va a retomar este viejo proyecto para diseñar un nuevo prototipo del sistema

político, denominado “Democracia Deliberativa”. Aun asumiendo el principio de 52 En la versión más acabada de este modelo, creo que Habermas viene a desmarcarse por el riesgo de caer en un republicanismo idealista de su anterior apuesta por un “patriotismo constitucional” como ideal concluso y fosilizado de Democracia. Habermas entiende más bien a la sociedad civil, en su dinamismo comunicativo que va mutando continuamente la Opinión Publica con nuevas aportaciones en el discurso político-moral, como depositaria de un proceso de “Constitución permanente”, que en virtud de la actitud reflexiva del discurso, reapropia y actualiza continuamente las pretensiones de validez del consenso normativo público. Evidentemente, en estas condiciones extremadamente flexibles de la normatividad social, el único elemento al que se puede apelar como un referente de su articulación es a la ética del discurso, fuente de los principios “deontológicos” por los que se puede llegar a consensuar normas conjuntas para la acción. No obstante, como el mismo Rawls puntualiza, estos principios no pueden ser exclusivamente procedimentales, pues si quieren incorporar el horizonte realizativo teleológico de la racionalidad discursiva en la articulación normativa de las sociedades orden

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“representación” política como una imposición técnica para la eficacia de la actuación

política y administrativa en las sociedades de masas, Habermas nos va a recordar que la

soberanía popular, lejos de quedar tutelada por el poder administrativo-político, todavía

se remite al caldero de interacciones comunicativas que constituyen la Opinión Pública.

Así, frente al cheque en blanco de la subasta electoral para el gobierno del poder

político, Habermas plantea la posibilidad de una vigilancia permanente por parte de la

sociedad civil organizaciones sociales que prestan su voz a la Opinión Pública frente

al poder administrativo como garantía de un adecuado ejercicio de la democracia

como autogobierno, que además vienen a tematizar políticamente cuestiones

desplazadas al ámbito privado que, no obstante, requieren de la atención y de la

regulación político-normativa pública53. El problema de esta propuesta es que, en

realidad, se queda en eso, en una mera propuesta, sin un desarrollo paralelo de las

instituciones “públicas” que permitirían esta labor de vigilancia popular de la actuación

político-normativa, labor que en la actualidad vendría a ser desempeñada desde el

sistema jurídico por el tribunal constitucional.

Lo cierto es que el momento de la reflexividad del discurso se perfila

normativamente más en sintonía con la interpretación liberal de las “libertades

negativas”, que en la línea republicana de las virtudes cívicas como pleno ejercicio de

las “libertades positivas”. La racionalidad reflexiva no crea una identidad propia a no

ser que quiera caer en la paradoja de una identidad post-identitaria, sino que, en su

autodeterminación política, crea el espacio normativo y social al yo para que, con las

garantías de una libertad de pensamiento y conciencia, pueda “elegir” una adscripción

existencial entre la oferta de las tradiciones ya existentes, o construir una propia

individual o asociativamente como estilo de vida. Habermas, por el contrario,

social, deben tener también un carácter “substantivo” como valores politico-morales que permiten nuclear moralmente dichos consensos. 53 Sin embargo, la presunción de una “racionalidad reflexiva” a estas organizaciones surgidas de la sociedad civil es una atribución sin mucho fundamento, pues siempre aparecen vinculadas a reivindicaciones vertebradas en torno a intereses sociales concretos o interpretaciones axiológicas sobre la vida buena como pueda ser la solicitud de un reconocimiento “ público” de alguna seña de identidad socio-cultural, bien sea una lengua propia, o incluso el derecho a la “autodeterminación” política de una identidad nacional. Ni tan siquiera se podría decir que este tipo de organizaciones sean en su conjunto avatares de una nueva conciencia post-materialista ante la crisis de identidad la vuelta de las reivindicaciones de la “eticidad existencial” al terreno de la normatividad pública, pues existe entre ellas tal diversidad de demandas, con motivaciones prácticas intrínsecas a su movilización y organización pública, que nunca podría hablarse de un síntoma reversivo de la privatización normativa de la subjetividad.

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mantiene su aspiración por “cargar” a la libertad positiva del “republicanismo

kantiano”, con una perspectiva de realización del proyecto ilustrado de la emancipación

como destino evolutivo ontogenético-cognitivo de la humanidad en su conjunto, que, a

fin de cuentas, se retrotrae a la “autodeterminación” trascendental kantiana de la

“racionalidad” como principal esencia o verdadera naturaleza del hombre.

Habermas, de esta manera, será un ferviente partidario del “derecho cosmopolita” como

proyecto genérico de la humanidad, desacreditando el cierre “nacional-identitario” de

las comunidades políticas a favor de una progresiva federación de Estados

plurinacionales, de la cual el presente proceso de la Unificación Europea sería un gran

laboratorio exportable al resto del mundo. Pero con esta última intencionalidad

teleológico-evolutiva, Habermas viene a transferir el proyecto de la Ilustración racional

desde el ámbito natural kantiano de la “moralidad pública” al ámbito de la organización

política, manifiesto en el diseño de una Democracia Deliberativa, que contiene la

ambición oculta de una “moralización” ético-discursiva de la práctica política como

requisito imprescindible para su legitimación.

Como recapitulación de las aportaciones de Durkheim, Habermas y Rawls al

problema de la moralidad pública en la modernidad reflexiva, se puede visualizar

finalmente el siguiente esquema:

Principio racional normativo

Institución Social

Durkheim

Racionalismo Científico

Sociología

Rawls

Razón Pública Contractualista

Consenso Constitucional

Habermas

Racionalidad Comunicativa

Opinión Pública

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Los tres autores coinciden en atribuir a algún “principio racional” la fuente

prioritaria de fundamentación de la moralidad pública que legitima el orden normativo

político en la modernidad.

Para Durkheim, el único principio racional al que se puede apelar es aquel

procedente de la ciencia, pues a partir de la misma es como se produce en las sociedades

orgánicas la nueva estructuración de la división del trabajo. El individualismo encuentra

en la ciencia, como nueva forma “racional” de organización social, su principal

condición de posibilidad recordemos que el individualismo es un efecto del proceso

de “desanclaje” simbólico de los individuos respecto de la Conciencia Colectiva,

producto del “descentramiento” cosmovisivo en diferentes esferas de conocimiento

“científicas”. La institución social básica que aplicaría este principio racional científico

al orden normativo de las sociedades no sería otra que la Sociología, que en virtud del

método “científico” que le caracteriza, podría llegar a discernir “racionalmente” a que

tipo de necesidades sociales responde la moral, y desde que tipo de instituciones

sociales en las sociedades modernas puede encontrar una satisfacción más plena el

nuevo ideal “moral” del individualismo.

Rawls, por el contrario, habría seguido en sus inicios la línea de trabajo de una

solidaridad orgánica del derecho “contractualista”, criticada por Durkheim como

orientación estratégica de la determinación de un principio de racionalidad del orden

normativo público. No está de más recordar que los orígenes de su Teoría de la Justicia

se encuentran, precisamente, en la búsqueda de un método racional para llegar a

consolidar un criterio compartido que guíe la construcción de un orden normativo,

frente a las teorías morales del intuicionismo y utilitarismo. El método elegido

primeramente para determinar este principio de racionalidad, se basaba en la teoría del

cálculo racional egoísta, capaz de canalizar las negociaciones en una posición original

de igualdad bajo el principio maximin hacia un mismo sentido “procesual” de la

justicia como equidad. En el posterior giro teórico del Liberalismo Político, este

principio de racionalidad será corregido hacia el sentido de una negociación

contractualista exclusivamente política, que, a partir del hecho de un pluralismo de

formas de vida que imposibilita llegar a consensos axiológicos incluido el proyecto

ilustrado de la racionalidad como finalidad social propia, va a restringir las

“intuiciones” del sentido de la justicia hacia el restrictivo horizonte de un Consenso

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Constitucional Político. Este Consenso Constitucional básico se va a convertir, como

definición “sustantiva” de una “cultura política” que guía las prácticas políticas”, en una

“razón pública”, en virtud de la cual se podría juzgar reflexivamente si la legislación y

las reivindicaciones normativas con pretensiones “públicas”, pueden ser consideradas

“razonables” dentro de los principios y valores que defiende dicha “cultura política

liberal” depositaria del “espíritu” constitucional de la posición original.

Para Habermas, el principio de racionalidad básico de una moral pública post-

convencional procede de la misma reconstrucción pragmático-procedimental de la

racionalidad comunicativa, que, no olvidemos, constituye la dinámica intersubjetiva de

la praxis social fundante de las mismas sociedades y de los individuos como sujetos

socializados, y que, desde el punto de vista de su aplicación en la determinación de

principios normativos para la acción, cristaliza como una ética del discurso. La

institución social que se haría depositaria de este principio discursivo de validez

normativa dentro del sistema político que refrenda su vigencia fáctica, sería la Opinión

Pública, que, organizada y movilizada a través de diferentes auto-organizaciones de la

Sociedad Civil, vigilaría y garantizaría el correcto ejercicio del poder administrativo que

ordena normativamente la sociedad.

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3. Conclusiones finales en torno a la Moralidad Pública.

En este último apartado, vamos a proceder finalmente a enumerar las conclusiones

a las que se puede llegar, después del itinerario realizado en esta tesis doctoral, en torno

al concepto de una moralidad pública, que, a mi modo de entender, serían las siguientes:

1. El papel de la moralidad pública en la historia de la evolución social depende de

las necesidades funcionales de la normatividad social.

En las sociedades nómadas de cazadores/recolectores pre-axiales, la función

básica de la normatividad social era la de crear un espacio de posibilidad para el

conocimiento y la conducta social, fungiendo como una realidad única de sentido el

mundo natural, el mundo social y el mundo subjetivo.

En las sociedades agrícolas axiales, por los requerimientos intrínsecos de una

mayor división del trabajo social, se va a producir una cierta separación del

conocimiento técnico-instrumental profano destinado al control del mundo natural,

respecto del conocimiento moral-sagrado de los mundos social y subjetivo,

íntimamente imbricados a través de una ética de salvación, que se perfila como un

mecanismo de compensación simbólica frente a las condiciones contingentes de

existencia y las desigualdades sociales. El poder político y el poder religioso, como

gerentes de los “medios generalizados de comunicación” del poder y de la verdad

respectivamente, van a presentar una forzosa relación simbiótica, en la que el

primero otorga una “estabilidad externa” fáctica, como conjunto de límites

infranqueables del orden normativo, y el segundo una validez o legitimación del

orden social desde una “estabilidad interna”, que “carga” las necesidades de

reproducción estructural de la sociedad para la acción social sobre las estructuras de

reproducción del sistema de la personalidad.

Finalmente, en las sociedades modernas post-axiales, el despliegue de la división

del trabajo en los centros urbanos, y especialmente tras la revolución industrial y

emergencia del capitalismo, va a requerir de nuevas demandas de “regulación”

sistémica para la coordinación social-funcional en detrimento del orden normativo,

que ya no puede referirse a un sentido sagrado-trascendente. La burguesía —y con

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posterioridad, toda una plétora de clases y grupos sociales que surgen como agentes

sociales de esta nueva forma de organización social— tendrá que embarcarse en una

triple empresa de control de los tres medios generalizados por los que se reproduce

sistémicamente la sociedad: a) el dinero, como capital de inversión con la facultad

de “organizar” el factor productivo del trabajo social frente a la posesión de tierra

del feudalismo; b) el poder político, como su mayor participación en la formación

de ejércitos profesionales con cualificación técnica sobre los que los monarcas

absolutistas consiguieron imponerse sobre la aristocracia feudal primero, y las

posteriores “revoluciones nacionalistas” sobre el propio poder absolutista bajo una

pretensión de “soberanía popular”, en segundo término; y c) el conocimiento, como

un proyecto de ilustración “racional” de la sociedad frente al adoctrinamiento

religioso, que lleva aparejado un proceso de secularización del orden normativo

como nueva moralidad pública-política.

2. En las condiciones de alta reflexividad de la modernidad, la moralidad pública y la

eticidad existencial se divorcian en dos esferas o sistemas independientes de acción.

La reproducción de las estructuras funcionales de la sociedad, especialmente

referidas a la organización del trabajo, ya no requieren “cargarse” sobre el sistema de la

personalidad, pues se articulan como un entrelazamiento funcional de “consecuencias

no pretendidas de acción”, que hacen posible un mayor rendimiento de la coordinación

social en las “sociedades de masas”, superando las restrictivas limitaciones de una

coordinación normativa de expectativas de acción característica de los “sistemas de

interacción” presenciales mediados por el lenguaje. El coste de este proceso de

desanclaje normativo, que desplaza el problema desde la integración a la regulación

sistémica, es un mayor peso de la “estabilización externa” del orden normativo

aquella que viene producida por motivaciones empíricas como incentivos positivos

económicos, o incentivos negativos de sanciones “fácticas” ante la violación de la

legalidad vigente sobre el de la “estabilización interna” aquella que “carga”

normativamente expectativas de acción de la praxis social sobre el sistema de

personalidad, como una finalidad propia del reconocimiento y construcción del yo. La

consecuencia de este proceso será la producción de “identidades frágiles” —puesto que

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ya no vienen respaldadas desde la estructuración social—, que en muchas ocasiones se

mostrarán como una reivindicación existencial “postmaterialista” preferente sobre las

propias motivaciones empíricas “materialistas”, que de este modo manifestarán un

déficit motivacional respecto de su función para “enganchar” a los individuos en las

dinámicas que reproducen estructuralmente la sociedad, convergiendo como una crisis

de identidad de gran envergadura en un cada vez más difícil tránsito desde una dilatada

adolescencia —por los inflacionados requerimientos funcionales de cualificación— a la

vida adulta.

3. En las condiciones de alta reflexividad de la modernidad, la moralidad pública

solamente puede fundamentarse en principios de validez racional.

La segunda consecuencia de la separación entre la moralidad pública y la eticidad

existencial es, al perder esta última su carácter público, la de una gran proliferación de

formas o estilos de la “vida buena” coexistentes en la sociedad civil. En estas

condiciones, resulta de todo punto imposible llegar a determinar “valores” de vida o

estructuras axiológicas que pueden obtener un reconocimiento generalizado por parte de

todos los miembros de una sociedad —problema éste que ya había sido planteado por

Nietszche, Bandelaire y Weber entre otros—, teniendo que recurrir a principios

abstractos de racionalidad —Parsons— para fundamentar la “moralidad pública” que

sostiene la validez cognitiva del orden normativo. Estos “principios de racionalidad”

pueden tomar, esencialmente, los tres registros que Durkheim, Habermas y Rawls

respectivamente dictan para la misma:

a) una racionalidad científica, como un orden social planificado por expertos que

aparecen investidos de una “autoridad racional” en sus respectivas materias

disciplinares de conocimiento;

b) una racionalidad comunicativa, que desde una reconstrucción procedimental o

deóntica de la racionalidad práctica kantiana, pretende definir primero la esencia

humana en su capacidad reflexivo-comunicativa, para después “cargarla” —bajo

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la forma de un fin realizativo— sobre el orden normativo público54, como

proyecto genérico de ilustración de la humanidad en su conjunto.

c) una racionalidad público-política, dónde, frente a la definición existencial

“privada” de los individuos en la sociedad civil, se produciría una definición de

persona “pública” paralela en cuanto ciudadanos “racional-abstractos”, cuya

principal fuente racional para sus “juicios reflexivos” se tomaría de una teoría de

la “justicia política” anclada en la tradición liberal-contractualista.

4. En las condiciones de alta reflexividad de la modernidad, la moralidad pública se

encuentra íntimamente imbricada con el poder político, y su función prioritaria es

la legitimación del mismo bajo la fundamentación de una forma de gobierno

democrática.

Dadas las condiciones de “estabilidad externa” del orden normativo moderno, la

moralidad pública debe restringir sus funciones de integración en los sistemas de

interacción para ponerse al servicio de la legitimación del poder político. Esta es, en

primer lugar, una necesidad histórica, pues la moralidad pública moderna surge en la

lucha política e ideológica mantenida por la burguesía contra la legitimación religiosa

del poder eclesiástico, teniendo por principal resultado la neutralidad confesional de un

Estado político secularizado. Y al mismo tiempo, también es una necesidad funcional,

pues los sistemas sociales especializados necesitan desvincularse para su regulación de

la normatividad existencial, que pasaría a adquirir un rango privado. La moralidad

pública se dirige, de este modo, hacia la legitimación del poder político, que toma

asiento en algún principio de racionalidad como rasgo esencial de la personalidad

ciudadana y/o humana.

La forma de gobierno en la que los tres teóricos consultados se ponen de acuerdo

como la más representativa de una moralidad pública asentada sobre principios

racionales, es la democracia, aunque cada uno de ellos manifieste una preferencia

personal y teórica por algún modelo en particular de la misma.

54 Bajo la forma de un principio de racionalidad, aquí es la subjetividad como “reflexividad” la que se “carga”, como un fin realizativo, sobre el orden normativo, revirtiendo la anterior lógica convencional de “cargar” el orden normativo sobre las estructuras de personalidad como un fin personal de salvación.

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a) Para Durkheim, el ideario de la Tercera República Francesa contendría los dos

rasgos principales de la racionalidad: ser partidaria a ultranza de la racionalidad

científica como forma de la organización social; y ser defensora del

individualismo humanista, definido a partir de una determinación “racional” de

la naturaleza humana, que, a su vez, sería una consecuencia “ideo-lógica” de la

organización científica de la sociedad.

b) Para Rawls, el ideario que recoge más fidedignamente la naturaleza “racional”

de la ciudadanía, es el Liberalismo Político, entendiendo esta naturaleza racional

como un “juicio reflexivo” que se conforma en la condiciones pro tanto de la

posición original, y que dan lugar a un Consenso Constitucional político como

“cultura política” en la que se asienta la “razón pública”.

c) Para Habermas, la forma de gobierno del poder político más fiel a una

racionalidad comunicativa, no sería otra que la Democracia Deliberativa, que

frente al poder administrativo del sistema político necesita del refrendo de la

legitimación o validez de sus determinaciones por el poder comunicativo

residente en la Opinión Publica, que de este modo mantendría un control

“realizativo” de la esencia racional humana sobre el orden normativo,

reduciendo el riesgo de una estructuración sistémica a espaldas de la esencia

“social-comunicativa” del ser humano.