Columna del 19 de enero. La escritura del café

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La escritura del café Julieta Lomelí Balver Cuando vivía en casa de mis padres, mi hermano acostumbraba poner la música a alto volumen, la cual iba desde una sinfonía de “rock alternativo”, hasta la desdicha de soportar melodías de Fergie. Él trabajaba así, era impresionante, hacía cálculos muy complejos con ese tipo de canciones. Aquel año, yo tenía una mezcla de sentimientos encontrados hacia mi hermano, que iban desde la admiración -por lograr concentrarse a pesar de todo-, y algo de rencor, debido a que él no atendía a mis súplicas de bajar el volumen de su música. Le era difícil entender que definitivamente no tenía una hermana tan inteligente, que pudiera estudiar y comprender lo leído, a pesar del ruido. Entonces, comencé a buscar lugares más tranquilos para estudiar, o al menos eso creí. En esa época de incertidumbre, dispersión y nula concentración en mis estudios, me tocó visitar la FIL, el país invitado era Italia, dos cosas me atraían magnéticamente ese año: el pensar que la particularísima amargura de Leopardi fue causada por una mezcla extraña entre su patria y su vivencia interior, y en segundo lugar, que la nostalgia de un filósofo italiano, también y seguramente, fue causada más por sí mismo que por Italia. Como sea, ahí estaría aquel filósofo, dando muchas conferencias. Así que lo del dramatismo patriótico nunca lo creí, sino que era un pretexto más para ir a hablar con él en vivo y en directo. Un día, andando con el filósofo italiano, me di cuenta que, con la vorágine de los compromisos, comidas y labor social, realmente era poco el tiempo que le quedaba para preparar sus últimas conferencias, a pesar de eso, fuimos a la presentación de un libro, sí, a otra presentación oficial, muy parecida al momento en que el Rey León exhibe a su cachorro Simba al resto de los animales de la selva, al final

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La escritura del café

Julieta Lomelí Balver

Cuando vivía en casa de mis padres, mi hermano acostumbraba poner la música a alto volumen, la cual iba desde una sinfonía de “rock alternativo”, hasta la desdicha de soportar melodías de Fergie. Él trabajaba así, era impresionante, hacía cálculos muy complejos con ese tipo de canciones. Aquel año, yo tenía una mezcla de sentimientos encontrados hacia mi hermano, que iban desde la admiración -por lograr concentrarse a pesar de todo-, y algo de rencor, debido a que él no atendía a mis súplicas de bajar el volumen de su música. Le era difícil entender que definitivamente no tenía una hermana tan inteligente, que pudiera estudiar y comprender lo leído, a pesar del ruido. Entonces, comencé a buscar lugares más tranquilos para estudiar, o al menos eso creí.

En esa época de incertidumbre, dispersión y nula concentración en mis estudios, me tocó visitar la FIL, el país invitado era Italia, dos cosas me atraían magnéticamente ese año: el pensar que la particularísima amargura de Leopardi fue causada por una mezcla extraña entre su patria y su vivencia interior, y en segundo lugar, que la nostalgia de un filósofo italiano, también y seguramente, fue causada más por sí mismo que por Italia. Como sea, ahí estaría aquel filósofo, dando muchas conferencias. Así que lo del dramatismo patriótico nunca lo creí, sino que era un pretexto más para ir a hablar con él en vivo y en directo.

Un día, andando con el filósofo italiano, me di cuenta que, con la vorágine de los compromisos, comidas y labor social, realmente era poco el tiempo que le quedaba para preparar sus últimas conferencias, a pesar de eso, fuimos a la presentación de un libro, sí, a otra presentación oficial, muy parecida al momento en que el Rey León exhibe a su cachorro Simba al resto de los animales de la selva, al final para eso es la FIL, para regalarle a las quinceañeras su primer vals.

Sentados y escuchando la introducción de aquel libro, de repente vi que Franco -el italiano-, sacaba una hoja, de esas que le regalaron como propaganda de alguna tienda, para comenzar a escribir en la parte limpia y literalmente ensuciarla: hacia bocetos, ponía palabras de un lado, del otro contrargumentos, escribía muchas ideas, sí, eso, ideas, el filósofo italiano había puesto en la hoja todo un esquema mental, complicadísimo, para su última charla. ¡Eso hizo!, preparó su última conferencia ahí mismo, escribía a pesar del ruido del público, del autor megalómano que presentaba su más reciente obra, y sobre todo, de mis preguntas constantes hacia él.

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Pero eso no es todo, mientras un amplio mundo conceptual se tejía en aquella cuartilla, Franco atendió concienzudamente -diría también que respetuosamente, pero es imposible- al bautizo de aquel libro, sin embargo, eso no garantizaba que estuviera de acuerdo con lo expresado por el onanista autor acerca de su propia creación, Franco se pasó refutando y quejándose en voz alta de “las tonteras” expresadas por aquél. Mientras que yo muy apenas pude tan sólo escuchar al filósofo, y sobre todo, comenzar a admirarlo.

Así, el italiano casi había terminado de escribir su conferencia en aquella hojita, aunque también, al mismo tiempo, terminaba de criticar la presentación, saludar a la periodista que conoció la semana pasada, platicarme un poco de la entrevista que le harían en Puebla, describir a detalle la atmósfera jalisciense y por supuesto, de atender a mis dudas.

¿Impresionante?, pues sí, casi una ficción, sin embargo, juro que no lo soñé, la anécdota fue más que cierta. Días después, no podía quitarme de la cabeza la capacidad de Franco, recordaba –más allá de la banalidad teórica, de lo que pudiera cualquier académico presumir acerca de su labor filosófica-, una y otra vez su sofisticada forma de pensar las situaciones, de posicionarse ante la vida -aunque suene cursi- con un exceso de sentido, muy poético y muy lírico, incluso trágico, pero dejando los adjetivos, el asunto está en que hasta lo más cotidiano y vil, él lo volvía un gran acontecimiento, era como el eterno retorno de la sensibilidad maximizada, de la concentración puesta en cada detalle, pero al mismo tiempo puesta en todos los detalles.

Alguna vez, el italiano me contó que escribía muchos lugares, en el tren camino a la universidad, en su estudio, en la calle, en los cafés…

Mi hermano me alentó a salirme de la casa para poder concentrarme, mientras Franco me enseñó que nada es imposible y que es necesario aprender a pensar en cualquier lado, “el lugar no puede determinarte, tú debes determinar al lugar”. Ahora, la mayoría de lo que leo, estudio, y escribo, lo hago en cafés (o en donde se pueda).

Jardiel Poncela decía que trabajaba siempre en cafés, porque necesitaba ruido a su alrededor, y en ese ruido se aislaba como pez en una pecera. A mí me pasa algo parecido, necesito ser copartícipe de la atmósfera, de las voces externas para trasladarlas a mis textos, quisiera poder escribir el acontecimiento tal cual y explicar en una cuartilla la vida misma, pero aún no lo logro. Pensar desde un café nos da la oportunidad de, como lo diría Segovia, “escribir sin ningún pudor, sin ningún temor, sin ninguna aureola y dejarnos interrumpir por charlas

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ajenas”, hacer de la escritura un todo, sin escindir o sufrir la labor lírica, de la corporalidad mundana.

Hacer disfrutable la escritura es ponerla al nivel de lo más cotidiano, confundirnos entre las palabras y las personas, entre las hojas y las mesas de un café.