(Colección Beta, 13.) Claude Mossé-Las Doctrinas Políticas en Grecia-A. Redondo (1971)

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Las doctrinas

políticas en Grecia

Claude Mossé

colección beta

a redondo

editor

Sepúlveda 41

Barcelona 15

¡ \ . Á 1 > , ? > . g \ ~ .

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His oire

des

doctrines politiques

en Crece

publicada en

la

colección Que sais je?

de Presses Universitaires de France

Traducción:

Rosario de la Iglesia, licenciada en

Filosofia y Letras

Diseño cubierta y maqueta:

Pérez Sánchez - Zimmermann

©

969: Presses Universitaires de France

© 970 de la edición castellana:

a

redondo, editor

Número Registro: 878-1969

Depósito legal:

B 6410

-

 97

Impresión:

Industrias Gráficas Francisco Casamajó

Aragón

82

Barcelona

Introducción

Fueron

los griegos quienes

inventaron la

política. Además

de la palabra concreta, todos

los

términos

de

la actual

ciencia

política tienen

un

origen

griego: democracia, aris

tocrada, monarquía, plutocracia,

oligarquía,

tiranía

(1).

Sólo

la

dictadura

es

de origen

romano. Todavía no poseía

en la

antigua

Roma el sentido que

posteriormente

ha ad

quirido,

cuando hombres

como Sila y

César dieron una

versión Tomana de

la

tiranía

griega.

Pero,

sobre todo,

fueron

los griegos los

primeros en

refle

xionar sobre los problemas del estado, su gobierno, las

relaciones entre los diferentes grupos sociales, el funcio

namiento de las instituciones.

Su influencia ha sido

enormemente

acusada hasta comien

zos del siglo xx,

tanto en

los

hombres

políticos

como

en

los teóricos

que

se han inspirado en las fuentes de la

cultura

clásica,

griega

o romana.

¿Cuál

es

el motivo de que la Antigüedad, y, más concreta

mente, la Antigüedad griega, haya

sido

la ,cuna de la c i e n ~

cia

política?

La respuesl a es

inmediata:

los griegos han

sido los primeros,

entre

todos los grupos humanos, en

crear

un tipo de

Estado que

exigía de todos ,los que for

maban parte de él una participación real en

la

vida

políti-

ca, en la vida de la ciudad, en la Palis. _1

La PaUs, la ciudad-Estado,

está

ya realmente constituida

a comienzos del siglo

VIII

a.

de

JC.

Es cierto que

la

civili

zación griega no

fue

la

primera

en

conocer

el régimen de

Ciudad-Estado. Los restos de

escritura hallados

en Meso

potamia, los

relatos,

bíblicos, testimonian

la

existencia de

ciudades de este

tipo en

el mundo asiático

occidental.

1) Aunque la palabra no tenga un origen griego la tiranía constituye

. una experiencia política fundamentalmente griega.

S

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y en lá misma

Grecia, Micenas, Tirinto, Pilos

eran

tam-

bién

Ciudades·ES'tado.

Pero,

al

menos

en

las

primeras, la ciudad que constituia

e] núdeo

del

Estado era

de hecho dominio del rey, dios o

sacerdoté, que sólo tenían vasallos.

Por

el contrario, lo que a

partir

del siglo

VIII

distingue

la

Polis griega de los restantes tipos de

Estado

es el hecho

de

que

los politai los ciudadanos, poseen, desde el mo-

mento mistnO'

en

que

se

reúnen,

en

que

forman la

eoclesia

i;] derecho a discutir los asuntos del Estado.

Este

derecho

puede

ser

mas o menos efectivo, pero,

en

cualquier caso,

existe. Esto explica

la

pasión

que

la política despertó en-

tré

los griegos;, y explica

también

que

la

ciencia política

haya surgido

espontáneamente entre

ellos.

1. (Origen de

la

política

'en

lasdudades

.

.

}omcas

y

en la Greda propiamente

dicha

Por

consiguiente,

la

ciencia política no hizo 'su

aparición

en

el

mundo

griego

hasta

el momento

en que

se

crearon

ciudades

autónomas

organizadas donde los

hombres

em-

pezaron a

adquirir

:consciencia .de

los

prdblemas del

Estado.

l. Condicionesgenerllles: de

la monarquía

homérica a

la

ciudad aristocrática

En este momento, a comienzos de siglo VIII, es fundamen-

talmente en Jonia, en la costa occidental del Asia Menor,

donde empiezan a desarr0Ilarse las ciudades que pront@

.Be convierten en centros de Estados ricos y

ya

poderosos.

La

más esplendorosa

de

estas

ciudades es Mileto,

per@

Éfeso, Halicarnaso y algunas islas omo la de Samas, ·0cn-

pan un

lugar que no

podemos olVidar tampoco.

Como casi todas las agrupaciones :humanas 'en los

tiempos

más

remotos, estas ciudades conocieron

un

tip0

de régimen

monárquico

de que podemos hacernos alguna

idea

por

los poemas homéricos, especialmente

por

.el

más

reciente de todos ellos,

la

Odisea.

Por

ejemplo, e

reyUli-

ses

en

haca,

o Alcínoo, e rey de los feacios, llegan

al

pa-

der por

herencia. 'Pero el

reyes

simplemente el

más

vene-

rado

entre

los anoianos,

entre

los jefes de diferentes

familias, de las diferentes

genai

que

constituyen

la

ciudad.

Sus funciones son triples: es, al mismo tiempo, e juez en-

cargado, de dirimir las diferencias que surgen

entre

los va-

sallos,el

sacerdote, jefe SU] lremo del culto que se rinde a

la

divinidad o divinidades pTGtectoras de ciudad y

el

jefe militar,

por

último, que acaudilla los ejércitos em

tiempos de guerra.

,Este rey, incluido el Agamenón de ¡la ;llíada que conserva

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el recuerdo de un pasado más lejano, está

muy

lejos de

ser un

monarca

absoluto.

En

efecto, cuando

ha

de

tomar una

decisión

importante

sobre todo

si se refiere a

materias

de

guerra

o paz, consul-

ta a los ancianos, los jefes de familia que forman su con-

sejo. .

Además, en circunstancias excepcionales,

consulta

tam-

bién a la asamblea de vasallos, la asamblea de ciudadanos

armados. Pero ~ s t s constituyen una minoría privilegiada

y no es posible de ninguna manera considerar la monar-

quía «homérica» como una democracia

Sin embargo, iban a surgir nuevas condiciones que entra-

ñarían la desaparición de este régimen político, en Jonia

primero

y después

en

todo

el mundo

griego.

Hacia

mediados del siglo VIII se produce

en todo

el mun-

do

griego un período de crisis

que asume el

doble aspecto

de crisis social y política y

que parece

mantener una es-

trecha relación con las profundas transformaciones eco-

nómicas

producidas

por la aparición y desarrollo del co-

mercio mercantil.

En efecto, durante los años de

a

Edad Media griega las

ciudades

no habían

conocido más

que

una economía de

subsistencia en la

que

e comercio era muy limitado.

Es

cierto

que determinados productos

de la

artesanía

griega llegaban ya a los confines del

mundo

mediterráneo.

Por otra parte

e

mundo

griego, con respecto a determi-

nadas materias primas por

ejemplo

el hierro

y el estaño,

dependía ya del

mundo bárbaro.

Pero la

mayor

parte de

estos intercambios se

hallaban fuera

del alcance de los

griegos.

Un hecho característico es

que en

los poemas homéricos

los únicos comerciantes

son

los fenicios. Mas, a partir

8

de siglo VIII

el

desarrollo de la producción, especialmen-

te de la

producción

de vasijas,

permite

la creación de un

sistema

de

intercambios en un primer momento

limitados

- l a moneda

no

hace

su aparición hasta finales del si-

glo VI I - pero que tendrá

enormes

consecuencias en

el

plano

social. Por una

parte

se lleva a

cabo dentro

de

las ciudades una división del

trabajo

entre e núcleo ur-

bano

y e campo, al mismo

tiempo que aparece

una clase

de artesanos especializados.

Por

otra parte

la comercialización de los

productos

agrí-

colas (aceite y vino principalmente) trae consigo un cam-

bio total del régimen de las tierras, cuyas etapas no son

fácilmente determinables, pero que da lugar a un fenóme-

no que

los griegos

llamaron

stenojoría

escasez de tierras,

que no se debe solamente a

un

crecimiento demográfico.

Esta

stenojorí constituye el origen del gran movimiento

de colonización que empieza a

manifestarse

a mediados

del siglo VIII y que, aunque no era ésta su intención en

un

principio, contribuiría enormemente al impulso del co-

mercio

griego.

Al nivel político

que

aquí

nas

interesa, esta evolución se

traduce por la

aparición

de nuevas condiciones.

Nos

encontramos con que

en las viejas ciudades, la 'anti-

gua monarquía

homérica

ha sido

totalmente

barrida y por

doquier aparecen

regímenes aristocráticos

en

los

que

e

poder pertenece

realmente

a los jefes de las antiguas genai

que forman

el

consejo. El rey, cuando se mantiene,

no

es

más que

un simple magistrado cuyas funciones

son

la ma-

yoría

de las veces religiosas, y en ocasiones

también

mili-

tares

como

ocurre en Esparta

y

que comparte

sus anti-

guas atribuciones

con otros

magistrados. En ocasiones se

.mantiene

el carácter hereditario

de la función real. Pero

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la

mayoría

de las veces ha

sido sustituida

por un

sistema

de elecciones con una

duración más

o

menos

limitada.

Por

otra

parte,

nos hallamos

con que

en

las

-ciudades de

reciente creación, los

oikistai

los fundadores,

deben

pro

ceder a la distribución del suelo entre los colonos, así

como a

la

creación de nuevas instituciones.

De este modo

se entiende

por

qué el siglo VII ha sido la época de los le

gisladores, como Carondas o Zaleuco.No sabemos dema

siado sobre ellos, y lo que sabemos pmcede de fuentes

muy posteriores, en especial de Aristóteles,que evidente

mente atribuye al período arcaico realidades de su época.

Parece, sin embargo, que su principal preocupación fue la

de mantener

el

orden y la estabilidad, lo

que

los griegos

comprendían en

una

sola

palabra:

eunomía.

n

Los

grandes

movimientos de los siglos VII Y VI. La

tiranía

Pero la colonización se había limitado a ser una soluCión

provisional al problema de la falta de

tierras.

El fenómeno

que

se había apuntado

con el

desarrollo de la

producción

mercantil, seguía y alcanzaba especiales dimensiones en

regiones

que

hasta entonces

no

se habían visto afectadas,

el

Atica por ejemplo. Por otra

parte,

la colonización con

tribuiría también

a

reforzar 1as corrientes

de

intercambio

entre las regiones

productoras

de cereales,

materias

pri

mas, e incluso donde era posible

hacer

provisión de hom

bres, y las ciudades griegas donde la producción-

para

la

venta,

que

descansaba cada vez

más en el

trabajo

de

una

mano

de

obra

esclava, se iba desarrollando rápidamente.

Este

desarrollo

resultaba particularmente

evidente

en

las

ciudades de Asia

que

alcanzaron

en el

siglo

VI

un extraor-

10

dinario esplendor, lo que iba a provocar la envidia persa

y originar su

pérdida,

y en la misma Grecia, en las ciuda

des próximas al istmo de Corinto (Corinto, Megara, Si

ción) y en

el

Atica.

El rápido desarrollo de la economia

mercantil que

a fina

les del siglo VII simboliza la aparición de las primeras mo

nedas

griegas, iba a tener importantes consecuencias, en

particular

el

desarrollo de una fortuna en bienes muebles

y

el

deseo de controlar

el

poder político, por parte de

quienes la

detentaban,

mercaderes,

artesanos,

aliados a

los

miembros

de las familias nobles

que

se

entregaban

a

u comercio más o menos aventurero

Los

últimos

decenios del siglo

VII

ven

perfilarse

un

perío

do de grandes conmociones, cuya expresión

más

evidente

es la aparición de la tiranía,

que

contribuyó a

que

quienes

la

padecieron

tomaran consciencia de los

problemas

po

líticos; un gran

número

de las transformaciones

que

se

manifestaron en

el poder

monárquico no se entenderían

sin

esta experiencia

concreta que

tuvieron

que

vivir los

griegos.

En

un gran número de ciudades griegas, Mileto, Samas

(Jonia), Corinto, Megara, Sición (Grecia

central

y Atenas,

aparece un régimen idéntico: toda la autoridad

está

en

manos

de

un

individuo

que

generalmente, incluso

cuando

posteriormente se haga elegir

por

el pueblo, ha llegado al

poder de una forma ilegal,

por

la fuerza o mediante argu

cias. Generalmente utilizan este poder

absoluto

para des

truir las

bases

de la organización política d e la vieja aris

tocracia agrícola, bien confiscándole las

tierras,

bien sus

tituyendo

las estructuras antiguas

por una

nueva oTga-

nización

que

reemplaza las antiguas agrupaciones religio

sas

o gentilicias por una división geográfica, como haría

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Clístenes en Atenas, si

bien

es cierto que

esto

ocurre des

pués de la

caída

de la tiranía.

El tirano

se erige generalmente

en

defensor del

demos

y,

mediante

su política, favorece a las nuevas clases surgidas

del desarrollo de la

producción

y del comercio.

Es

cierto

que este esquema

general no se manifiesta de la

misma

forma

en todas

las ciudades, y no podrían identificarse

en

un mismo

tipo

Periandro

de Corinto, Polícrates de

Samas

Clístenes de Sición o

Pisístrato

de Atenas. Pero la

tiranía

aparece en

todas partes como un

momento importante en

la

historia

de las ciudades griegas,

que

contribuye a la

destrucción de la vieja sociedad aristocrática y prepara

el

advenimiento de la Ciudad <<isonómioa» de la época clá

sica

Por supuesto que todas estas

transformaciones

fueron

perfectamente comprendidas

por

los contemporáneos, y la

primera literatura

política

en

Grecia

data precisamente

de finales del siglo

VII

y comienzos del

VI.

Desgradada-

mente, sólo nos han llegado fragmentos, y a menudo nues

tros juicios

han

de remitirse a comentarios de autores

posteriores.

Sin

embargo, hay

unos cuantos

nombres

que

merecen ser citados.

En primer lugar el poeta Teognis de Megara. Con su nom

bre nos han llegado

aproximadamente

unos 1.400 versos

elegíacos. A través de ellos se

transparenta la inquietud

de un

aristóorata frente

a la ascensión de nuevas dases

cuyo acceso al poder político facilita l

tirano

en este

caso Teágenes. Teognis enfrenta los

buenos

agazoi),

que

son

los

aristócratas

y los malos kakoi), los

pobres.

Pero

desprecia igualmente a los nuevos ricos, a los

que

algunos

no tienen escrúpulos en dar a sus

hijas

en matrimonio y

que ahora

pretenden

ser equiparados a los buenos. Halla-

  2

mas ya aquí formulados los temas que serán frecuentes

en la literatura política del siglo IV: la antinomia entre

la pobreza

y el

valor

político,

así

como

el

desprecio

por

los hombres bien nacidos cuya fortuna es de origen mer

cantil.

Las ideas políticas

formuladas en

los versos de Salón de

Atenas son algo diferentes.

Esto

se debe en parte a

que

Salón,

aunque

como Teognis era

miembro

de la vieja

aristocracia,

formaba

parte de aquellos nobles que, lejos

de

rechazar

las transformacio nes económicas, son, por su

misma

actividad,

sus promotores.

Por otra

parte

mien

tras

que

Teognis fue

probablemente condenado

al exilio

por Teágenes, y de ahí

su

rencor, Solón fue llamado por

sus compatriotas para que tratara

de solucionar

la

crisis

provocada por

l antagonismo entre los

pequeños

campe

sinos pobres, llenos de deudas y

sobre

los

que pesaba

la

amenaza

de la esclavitud, y los

aristócratas propietarios

de la tierra.

Si hemos

de

creer

sus palabras,

Salón

resol

vió esta crisis esforzándose

por

mantener

un

cierto equi

librio

entre ambos

grupos antagónicos:

por

una parte su

primió

la esclavitud por deudas y

mediante

la

seisajzeia

anuló

las hipotecas

que

gravaban las tierras;

pero por

otra parte mantuvo

una

cierta

desigualdad entre los dife

rentes grupos sociales de la ciudad las cuatro clases cen

sadas),

que aunque permitía

al pueblo, al

demos,

una

par

ticipación en la

vida

política en la Ecdesia o en la He

lié) en las ciudades, dejaba la autoridad a las clases más

ricas, las únicas

que

tenían acceso a las diferentes magis

traturas porque

eran

las únicas

que

poseían la are té, la·

virtud política. Salón, actuando así, pensaba que obraba

de acuerdo con la armonía natural. Pero ocurrió que su

obra

no

satisfizo a nadie, y esto explica las agitaciones

3

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que sobrevinieron después

de su marcha

y

que

desemboca

rian en

la

tiranía

de Pisístrato, que constituye

una etapa

en

e establecimiento de

la

democracia

por

Clístenes.

Se

ha

pretendido

ver

también elementos de

una

doctrina

política

en

lo

que

podemos entrever del pensamiento de

dos jonios de finales del siglo VI Pitágoras de Samos y

Heráclito de f:feso.

En primer

lugar, no poseemos de estos

autores

n un

solo texto. Pero

su

influencia, ejercida a

través de sus discípulos, fue considerable y el pitagorismo

representa, a nivel filosófico y religioso, uno de los movi

mientos más importantes del pensamiento griego. A nivel

político parece que tuvo cierta influencia sobre Platón.

En

efecto, parece ser que Pitágoras, que había huido de Sa

mos para escapar

a

la tiranfa

de Polícrates, se refugió

en

el Sur de Italia,

en

Crotona y allí estableció

una

comuni

dad semirreligiosa de Sabios, que gobernaron la ciudad

durante veinte años. Desgraciadamente, todo esto perma

nece demasiado oscuro

para

nosotros y no nos es posible

juzgar e valor real del pensamiento político de Pitágoras.

Heráclito es importante sobre todo, a nivel filosófico.

Pero a menudo se atribuye a algunas de sus formulacio

nes

un

sentido político,

en particular en

lo que se refiere

a la supremacía de la inteligencia y de la Ley, que debe

ser

a

la

Ciudad lo

que la

inteligencia es al hombre. Mu

chas veces se

ha

repetido la

célebre

frase:

«El pueblo

debe

luchar por

sus leyes lo mismo que

por

sus murallas»,

que testimonia la aparición de

un

nuevo

tipo

de hombre

e ciudadano. Así como

la

inteligencia ordena el caos, así

la

Ley crea el

orden en

la Ciudad y

hace triunfar la dilcé

la

justicia, igual

para

todos.

Pero se

trata

simplemente, como hemos podido observar,

de embriones de

un

pensamiento político,

que

no se desa-

  4

rrollarán hasta

más tarde. Para ello

era

preciso que apare

ciera

un

hecho político esencial, la democracia.

III.

El

triunfo de

la

democracia

en

Atenas

en

el siglo

V

El

problema de

la

politeia

Las reformas de Solón, a causa de

su

carácter parcial e in

completo, no habían impedido

el

establecimiento de

la

tiranía

en

Atenas. No es éste e momento de analizar esta

tiranía sobre la que ya han dado un matizado juicio los

escritores antiguos y, sobre todo, Aristóte es. Juicio que es

válido,

sobre

todo,

para

Pisístrato,

ya

que, con

su hijo

Hipias, la tiranía alcanzó un grado insoportable

para

los

atenienses,

que derrocaron

al

tirano con

la

ayuda

de los

lacedemonios. La iniciativa no vino del demos pero éste

fue

muy pronto

llamado a servir de

árbitro en

las diferen

cias

que enfrentaban

a los jefes de las distintas familias

aristócratas.

No fue,

por

consiguiente, el pueblo el

que

eligió a Clíste

nes, fue el Alcmeónidas quien decidió «dejar entrar al

demos en su

Edén». A

partir

de

este momento

surgiría

la

democracia,

basada en

la

isonomía

es decir,

en la

igual

dad

de todos

ante la

Ley,

sin

distinción de origen. Sustitu

yendo las

cuatro tribus

jónicas

por

las diez nuevas

tribus

que

incluían a todos los

demos

del Ática, y convirtiendo

el

demos

en

base

de

su

sistema «geométrico», Clístenes crea

las condiciones

que iban

a

permitir

el desarrollo de

la

de

mocracia 'ateniense.

De ahora en

adelante, todos los ciuda

danos del Ática, cuyo número

había

aumentado con los

neopolitai

inscritos

en

los

demos por

Clístenes,

podían

participar

también

en

las Asambleas,

en

el Consejo,

en

el

tribunal popular

de

la

Helié, y

la

creación de

la miszofo-

 

5

  ~ ~ ~ ~ ~ ~ ~ ~ ~ ~ ~ ~ ~

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ría por Pericles convertía

esta

igualdad

en

una

realidad

concreta

y efectiva.

Dos hechos diferentes

iban

a

contribuir

a

afirmar la

de

mocracia

ateniense y a consolidarla.

Primeramente

las

guerras

médicas, en

el transcurso

de las cuales Atenas se

vería llamada

a

asumir

la dirección de los griegos, garan

tizando de

este

modo su libertad,

lo que

le valió el con

vertirse,

sin ningún

género de dudas, en el hegemon de

Grecia

durante

medio siglo.

En

segundo lugar, la persona

lidad del gran estratega que, sacando las consecuencias de

la victoria de Atenas, victoria fundamentalmente maríti

ma y que por consiguiente se debía a los elementos más

pobres que servían como remeros,

iba

a establecer una

democracia

real

cuyo equilibrio

estaba

garantizado

por

el

dominio que Atenas ejercía sobre el resto del mundo

griego.

Bajo el gobierno de Pericles, Atenas se convrrtió en el ver

dadero

centro de Grecia, la «Grecia de Grecia» o «la escue

la de Grecia», utilizando la fórmula que Tucídides pone en

boca de Pericles.

Se

convierte

en

polo de

atracción

de sa

bios, artistas y escritores de

todo el

mundo griego.

Entre éstos,

el

primer escritor cuya

obra

demuestra autén

ticas

preocupaciones de teoría política es

el

historiador

Herodoto

de Halicarnaso.

Herodoto era sobre

todo, un

encuestador

como

indica

el mismo título de

su

obra:

Historias es decir, Encuestas. En último

extremo

casi se

le podría

aplicar el término

actual de reportero. Nacido

en Halicarnaso, en el Asia Menor, huyó

ante

la domina

ción

persa y, tras haber visitado

numerosos

países, inte

rrogado

a

hombres

de

todas

las condiciones y acumulado

un gran

número

de noticias,

terminó

estableciéndose

en

primer lugar, en

Samas

y después. tras una breve estan-

16

cia en

Atenas,

tomó parte

en la

fundación

de la colonia

panhelénica

de Zourioi, en el Sur de

Italia.

Aquí

tennina-

ría su

vida,

sin que sea

posible

precisar el momento

exac

to

de

su muerte.

Reunió

todas

sus

notas

con reflexiones

personales intercaladas, en

sus

Historias divididas en

doce libros,

cada uno de

los cuales lleva

el

nombre de una

musa y

cuya

finalidad es

narrar

y explicar el gran conflic

to que enfrentó el mundo griego con el mundo bárbaro la

libertad con

el despotismo. Todo

esto

ha

dado lugar

a una

obra en la que lo real se mezcla con lo imaginario, la in

genuidad con la astucia, la autenticidad con la superche

ría. En lo que respecta a la histOTia de las doctrinas polí

ticas, 10 que

sobresale

en la obra

de

Rerodoto es un diá

logo

que

figura

en

el libro

III

y que,

al parecer tiene lugar

entre tres nobles persas

que

discuten acerca

de

los méri

tos respectivos de las tres formas de constitución: demo

cracia, oligarquía y monarquía.

El

interés de este diálogo es doble: en

primer

lugar, por

que demuestra que ya se había

constituido

la ciencia polí

tica, la ciencia del gobierno de la Ciudad en torno a estas

dos

nociones:

la politeia que

provisionalmente

traduci

remos

por la palabra constitución, es decir, el orden esta

blecido entre los diferentes poderes; y

las

nomoi

es

decir,

las

leyes, sin las que no

puede

existir

ningún tipo

de Esta

do, y

cuya redacción

se

presenta como el acta constitutiva

de tal Estado (Dracón en Atenas,

Fedón

en Corinto, Filo

lao en

Tebas). Además,

porque demuestra qué tipo de

dis

cusiones y

problemas se

les

planteaban a

los griegos del

siglo v, y

cómo

analizaban las

distintas

fOTmas de cons

tituciones y regímenes políticos.

El problema que

se

plantea

es, pues,

el siguiente: ¿cuál

.es el

mejor

tipo de constitución? Y a este problema

irán

7

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respondiendo sucesivamente los tres interlocutores.

El

primero Otanes,

propone

la abolición de la

monarquía

persa

y

su

sustitución

por

una forma

de gobierno

que en

realidad

es la democracia,

aunque

Herodoto

no

utilice to-

davía este término.

Su

razonamiento comprende dos par-

tes perfectamente delimitadas. La

primera es

una denun-

cia

de

la monarquía.

Pero el término se emplea

aquí

en un

sentido

absoluto: no el tipo

de

monarquía que

han vivido

y v i ~ n

todavía gran parte

de las ciudades griegas, sino

l

gobIerno absoluto de una

sola

persona, es decir,

la

tiTanía.

Resulta interesante hallar aquí formulados por primera

vez los

principales argumentos que

un siglo

más tarde

de-

sarrollarían la mayor

parte

de los escritores políticos grie-

gos.

Se

resumirían así: un

jefe único

puede hacer

lo que

quiera

y no tiene que rendir cuentas a nadie. Partiendo de

estas premisas, y cualesquiera que sean en un principio

sus

disposiciones naturales poco a poco se ve arrastrado

al orgullo y a la insolencia, al mismo tiempo que, descon-

fiando de todos los que le rodean, se

entrega

a actos in-

sensatos y crueles. Ésta

es

la razón de que sea necesario

traspasar

el

poder

a lo

que

Otanes

llama ' 7 t N i í e o ~

es de-

cir,

l conjunto

de ciudadanos adultos varones, para

que

impere la isonomía

la

igualdad de todos ante la ley. Los

magistrados

serán

elegidos por sorteo y obligados a rendIr

cuentas de

sus

actos. Las decisiones se

someterán

al ve-

redicto

de

todo el

demos.

El

segundo

interlocutor

Megabizo, está de acuerdo con

Otanes

en

lo

que

respecta a los vicios de

la

tiranía,

pero

tanto como la cólera

del

tirano teme la

hybris

la

violen-

cia, la

cólera de

un gobierno

popular.

Y

resulta

evidente

que la masa ignorante no puede gobernar:

8

«Es cierto

que

nada

hay

más temerario

en el pensar que

el imperito

vulgo, ni

más

insolente

en el querer que

el vil

y

soez populacho.

De

suerte

que

de

ningún

modo

puede

aprobarse que

para

huir

de la altivez de un

soberano

se

quiera ir

a

parar

a

la

insolencia del vulgo, de suyo desaten-

to

y desenfrenado, pues al cabo un soberano sabe lo

que

hace

cuando

obra;

pero el vulgo obra según le viene a las

mientes, sin saber lo que hace ni por qué lo hace. ¿Y

cómo

ha de saberlo cuando ni aprendió de otro lo que es

útil

y

laudable ni de suyo es capaz de comprenderlo? Cierra los

ojos y arremete de continuo como un toro, o quizá me-

jor

a la manera de un impetuoso torrente lo abate y

arrastra todo» 1).

Por

consiguiente, Megabizo defiende el gobierno de un pe-

queño

número

de hombres, la oligarquía. Sólo los hom-

bres

ilustres que han recibido una

cierta

educación

son

ca-

paces de gobernar. Y no pueden ser

más que

un

número

reducido, los

más

nobles

y

los

más

ricos, los únicos que

tienen medios suficientes para dedicarse al estudio. Hero-

doto no

precisa más

la naturaleza de este saber:

esto no

se hará

hasta

el siglo IV. Pero ya es significativo que

esta

aristocracia sólo

pueda ser

para él

una

aristocracia

de

na-

cimiento.

El tercer interlocutor

es Daría. Y sus

palabras

son

las

que

más

interés presentan

ya que terminaría

convirtiéndose

en

rey de los persas. Daría empieza

su

exposición con

el

postulado

de

que en toda

discusión acerca del

valor

relati-

vo

a

estas tres formas

de gobierno, es preciso solamente

1)

l erodoto de

Halicarnaso versión de Manuel Fernández Galiano

.

Labor Barcelona

1951

9

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considerar

lo

mejor de cada una de

ellas. La

hybris puede

darse

perfectamente igual

en

el tirano

en el

pueblo

> en

los oligarcas.

Por

consiguiente lo

primero que

hay

que

hacer es

prevenirse

contra

ella. Admitiendo esto

el mejor

gobierno posible es el

del mejor hombre solo: un

jefe

único puede deshacerse de los descontentos puede tratar

con mano dura

a los nobles que de lo contrario,

se

rebe

larían

para gobernar. La

monarquía

es

por

consiguiente

la forma más

eficaz de gobierno. Además es tradicional

entre

los persas.

Por

lo cual es preciso conservarla.

Así haciendo

que tres

nobles persas expusieran

sus

pen

samientos sobre problemas que eran en realidad los de las

ciudades griegas Herodoto parecía deducir las excelencias

de

la

monarquía. Sin

embargo

no

podemos

dejar de

men

cionar

que es el r·azonamiento de Otanes

el

mejor cons

truido el

ataque contra la

tiranía

en

particular,

es el más

profundo, y esto

no

debe extrañarnos por parte de Hero

doto que huyó

ante

el triunfo de

la tiranía

en u ciudad

gracias al apoyo de los persas.

El interés de

esta

discusión más que suministrarnos da

tos acerca

del

pensamiento político fundamentalmente

ecléctico de Herodoto consiste en que nos

muestra

cuá

les eran las preocupaciones polítioas de los griegos y es

pecialmente de los atenienses de mediados del s i ~ o v. El

problema

de

la

politeia

el problema

de las

nomo: se

con

vertirían en los temas fundamentales del pensamIento po

lítico griego a finales del siglo v sobre todo entre los so

fistas.

20

2 La revolución sofista

La discusión

sobre

el

valor

respectivo de

las tres formas

principales

de politeia que

Herodoto

pone en

bo.ca tres

nobles persas evidentemente

era

el eco de

l a ~

~ I S c u s I 0 1 ~ e ~

que alimentaban

por

aquel

entonces

las

polenncas polítI

cas sobre todo en Atenas. . .

Dichas polémicas eran, a su vez

el

r e s u l t a ? ~

un

~ O V l -

miento

filosófico que poniendo

en tda

de JUICIO el OrIgen

de

las leyes y

de

los gobiernos

daría lugar al

nacimien

to de la

ciencia política movimiento

que

suele llamarse

«revolución» sofísta. Vamos a

estudiar

a continuación

este

movimiento y

sus

consecuencias

que fueron

grandes

en

la historia

de las doctrinas políticas en Grecia.

Desgraciadamente esta segunda i ~ d d ~ l siglo q ~ e cons

tituyóun

período de apogeo

en

la

hIstOrIa

de

las CIUdades

griegas

en

general y de Atenas

en

particular,

bajo el

ilus

tre gobierno de Pericles no nos

ha

dejado aparte de los

trágicos de Herodoto y de Tucídides más que m;t0S pocos

testimonios escritos. Una gran parte del pensamIento filo

sófico y político de la segunda

mitad

del siglo v.permane

ce totalmente ignorada para nosotros. En partIcular

no

poseemos ningún documento directo inmediato del pen

samiento

de dos

hombres

cuya enseñanza

oral

tuvo

?TIa

importancia extraordinaria yque

desde

el punto

VIsta

del desarrollo de

la

ciencia política

han

desempenado

un

importantísimo papel:

Protágoras y

Sócrates.

y

sólo a

través de obms posteriores en el caso de Sócrates las de

sus

discípulos Jenofonte y so. >re

todo P l a t ~ n .

podemos

adivinar lo

que

fue el pensamIento de los

mas I m p o r ~ a n -

tes

maestros de la

segunda

mitad

del siglo v. Ahora bIen

aunque es

cierto

que

Platón ensalzó a

su

.maestr? se mos

tró muy

hostil hacia los s o f i s t ~ s con q ~ : e n e s SIn embar-

go l

e

asodaban suscontemporaneos, cnticando

el

aspecto

.

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i

formalista y comercial de su enseñanza. El matiz peyora-

tivo que, a

partir

de Platón,

ha

acompañado siempre

al

término

de sofista,

puede

hacernos olvidar

que su

época

fue

una

época revolucionaria

en la historia

del pensamien-

to,

en la

que los pensadores liberaron a los hombres de

las supersticiones y

trabas de la moral

convencional,

una

época de

gran

actividad intelectual,

la

cual

en

ninguna

parte

se vio más estimulada y favorecida

que en

Atenas.

Ya hemos mencionado cómo se estableció

la

democracia

en

Atenas y cómo alcanzó

su

máximo apogeo

bajo

el go-

bierno de Pericles.

En

este

momento

Atenas

ha

consegui-

do el control de todo el

mar

Egeo,

que

domina a través

de

su

flota y sus colonias.

En

la

misma

Atenas e pueblo

es

dueño

de sus decisiones.

En

efecto, Pericles, gracias a

la

institución de los diferentes

miszoi

es decir

la

retribu-

ción

de

los cargos públicos,

ha

permitido a todos, cual-

quiera

que

sea

su

origen o

su

fortuna,

participar

directa-

mente en

la

vida de

la

ciudad, y, al menos

un

día

en su

vida, todo ateniense puede presidir

la

Asamblea política

de

la

ciudad y desempeñar el cargo de jefe supremo.

Resulta fácil comprender

e

problema que se

iba

a plan-

tear

cada vez con mayor agudeza. Dado que el sistema del

sorteo podía convertir a cualquier ciudadano en magistra-

do

responsable, y dado

que

las decisiones

importantes

re-

lativas a la vida de

la

ciudad se tomaban

en una

Asamblea

a

la

que podían asistir todos,

en

cuyos debates todos po-

dían participar ¿no parece algo necesario el que todos los

ciudadanos reciban

una

adecuada educación política?

Pues bien, los sofistas eran, en

un

principio, profesores de

retórica que acudieron a Atenas en la segunda

mitad

del

siglo v y reunieron en torno a ellos a

un

gran número de

auditores deseosos

de

llegar al conocimiento de las cosas

políticas, así como de dominar el

arte

de bien hablar.

En

primer

lugar, el futuro hombre político debía ser capaz de

convencer a

una asamblea

popular, de

imponerse

a ella

por la magia :te la palabra. Es fácil darse cuenta del peli-

gro que

entranaba

este estado de cosas. La retórica se con-

vertía en técnica del discurso y los sofistas en profesores

de elocuencia que enseñaban a sus alumnos más a engañar

al

pueblo y adularle

que

a

mostrarle

sus verdaderos inte-

reses.

Por

otra parte

los sofistas no

impartían

gratuita-

mente

sus enseñanzas, se hacían pagar, y a precios eleva-

d ? ~ Por

este motivo sus discípulos solían

ser

jóvenes am-

bICIOSOS,

deseosos de apoderarse del gobierno de

la

ciu-

dad, y

ésa

es

la causa por la

que

la

crítica de

Platón

se

dirige

fundamentalmente contra

estos dos aspectos de

la

enseñanza de los sofistas,

su

carácter formalista y

su

ren-

tabilidad económica.

Sin

embargo, este

primer

aspecto de

la

personalidad y de

la

enseñanza de los sofistas

no

debe ocultar

un

segundo

aspecto mucho más

importante:

e replanteamiento de

una

serie de verdades

hasta

entonces universalmente ad-

mitidas y

la

antítesis formulada

por

ellos

entre

las nocio-

nes de no os y de

physis

de Ley y de Naturaleza. Los

orígenes de esta dirección del pensamiento son múltiples

pero se relacionan sin duda alguna con los progresos deÍ

conocimiento científico

que

se

habían

alcanzado funda-

mentalmente en Jonia y

en la

Grecia Occidental;

ytam-

b i ~ n

se ~ l a c i o n a n

con

los progresos del conocimiento geo-

grafico, lIgados al gran movimiento de colonización que

ha

llevado a los griegos hasta los límites del mundo cono-

cido, poniéndose en contacto con nuevos pueblos y civili-

zaciones. Las

Historias

de Herodoto significan, en cierto

. modo, la suma de todos estos conocimientos.

23

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A partir de esto es fácil comprender cómo

ha

surgido la

idea de que la naturaleza posee sus propias leyes que

no

son las

de los hombres

las

cuales

como demuestra

la

di·

versidad de las experiendas humanas son puras conven

ciones. Resulta fácil adivinar también todas las implica

ciones de un razonamiento de este tipo: si las leyes son

puras convenciones creadas por el hombre y si en un de

terminado momento se hallan en conflicto con las leyes

naturales

entonces es necesario replantearlas. Y

no se

trata

solamente

de replantear las leyes morales sino

también y

fundamentalmente

de

las

Nomoi,

las

leyes

de

la Ciudad. Estas leyes que la

tradición

atribuía a legisla

dores omniscientes

no

son en realidad más

que

simples

leyes del

momento

y de

la

época

que las

creó. Una deter

minada

ley

buena para una

ciudad no lo es para otra; 1

que aquí es justo no ha de serlo necesariamente

en

otro

lugar.

En

último extremo

este

replanteo

de

todas las le

yes lleva a

la misma

negación de los ruoses.

1. Los

principales representantes del pensamienfo so-

fista

No todos los sofistas negaron tan lejos.

Sin

embargo

algunos alcanzaron una gran fama y una influencia con

siderable. A

partir

de unos

conocimientos a

menudo

fragmentarios e indirectos veremos la originalidad de cada

uno de ellos con respecto al movimiento en general.

a En

primer

lugar hemos de referirnos a Protágoras de

Abdera. Nació probablemente entre

el

490 y

el

480. Fue .

por primera

vez a Atenas

entre el

460 y el 445 tuvo amis

tad con Pericles e incluso participó junto con el historia

dor Herodoto en la expedición panhelénica para la funda-

  4

ción de la colonia Zourioi

en el

Sur de Italia.

Pero

volvió

en seguida a Atenas aunque tuvo que dejar la ciudad en

el 430

cuando el

círculo

de

amigos de Pericles empezó a

considerarle con una cierta desconfianza. Fue entonces

cuando se intentaron procesos contra algunos de ellos

como el filósofo Anaxágoras o el escultor Fidias :mientras

que la Asamblea votaba a propuesta de Diopeizes un de

creto condenando el ateísmo. El final de la vida de Protá

goras

sigue siendo un misterio.

Escribió numerosos tratados de los que únicamente cono

cemos los títulos. Uno de ellos es Peri Politeias Sobre la

Constitución), que es

el mismo título

que tomaría Platón

para

su

gran

obra y que a

partir de

los Romanos llama

mos

La República.

Otro

de

sus tratados se

refiere a los

orígenes

de la

humanidad. Platón lo conocía y se inspiró

en él

para

las respuestas que pone

en

boca de Protágoras

tanto en el

diálogo que lleva el

nombre

del sofista

porque

éste era uno de los interlocutores de Sócrates co:mo en

el

Teeteto,

el célebre diálogo sobr e

el

conocimiento.

El pensamiento de Protágoras se suele

resumir

en dos

fórmulas célebres:

«Sobre los dioses no puedo saber si existen o si no exis

ten ni a qué se parecen ya que numerosos obstáculos se

oponen a este saber que

son tanto

la falta de certeza

como la brevedad

de

la

vida

humana.

El

hombre es la medida de todas las cosas; de las que

existen en cuanto existen; de las que no existen en cuan

to no existen.»

Platón

con

afán de crítica ha sacado las consecuencias

políticas de esta última afirmación:

«En lo que a la Polis respecta cada una de ellas tras ha

ber determinado lo que es bueno y malo justo e injusto

25

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válido y

no

válido,

determina

de

acuerdo con

sus concep-

ciones lo

que

es legal para ella y lo que es en verdad váli-

do

para

todos, y

no

puede decirse,

en

este

aspecto,

que

una

ciudad

tenga

más sabiduría que

otra.»

De

esta

forma,

Protágoras

considera e

Estado

como la

fuente

de la

moral

y de la ley,

ya

que,

aunque cada

ciu-

dadano era libre

de conservar su propia opinión debía,

en su conducta someterse a

la voluntad común que

expre-

saban

las leyes. De

espíritu

democrático, la filosofía polí-

tica de Protágoras participaba también de otras formas

de régimen político,

con

lo

que resultaba

bastante eclécti-

ca. Su importancia estriba en que expresaba una profunda

tendencia del nuevo espíritu de la Ciudad: a partir de

este momento el hombre en cuanto miembro de la

co-

munidad cívica, se convierte en

el

centro de interés de

toda investigación filosófica. Es cierto que e triunfo

de la democracia en Atenas no es ajeno a este nuevo es-

píritu y a este respecto puede afirmarse que

Protágoras

es el verdadero representante del humanismo de Pericles.

b Los

otros

«viejos sofistas», Pródico,

Hipias

y Gorgias,

tienen menor

importancia.

Pródico se nos presenta sobre

todo como un teórico y un

moralista.

Lo

que

de él sabe-

mos

por

Platón

pone de manifiesto su importante contri-

bución

a la definición de las

palabras

utilizadas por la na-

ciente

ciencia política.

Sobre

Hipias de Elide sólo conoce-

mos

los dos diálogos de

Platón que

llevan su

nombre. No

parece un

pensador

demasiado

importante

sino más bien

un vanidoso

preocupado

por

obtener

el

mayor

dinero po-

sible

por sus lecciones y un buen

maestro

de elocuencia.

En lo

que

respecta a Gorgias de Leontinos,

más

aún que

Hipias, es l retórico por excelencia,

que

ha

aprendido

a

hacer juegos

malabares con

las

palabras

y

que cuando

26

llegó a Atenas en e

último cuarto

de siglo v,

iba

a reunir

a su

alrededor

a todos los jóvenes ambiciosos de la

ciudad.

o Sin

embargo, en el

último cuarto

de siglo iba a apare-

cer una

nueva

generación de sofistas. En

este momento

las

condiciones de equilibrio logradas por la

política

de Peri-

cles

empezaban

a mostrar

repentinamente

su precariedad.

La guerra del Peloponeso

no había

sido la guerra corta y

decisiva

que esperaba

el gran estratega. Atenas,

encerrada

tras

sus

muros había

conocido al

mismo

tiempo

que

la

invasión de su

territorio

la

peste que había

diezmado

su

población. Pericles

había

sido condenado y después reha-

bilitado

poco

antes

de

morir

como una de las

últimas

víc-

timas

de la epidemia. Pero resultó

muy

difícil de

asegurar

su

sucesión.

Fuera

de Atenas, la

miseria

y el

desorden

pro-

vocados por la guerra motivaron

una

desgana general que

expresa muy bien la comedia de Aristófanes, a Paz escri-

ta poco antes de que la paz de N'icias (421) diera fin a la

primera

parte de

la

guerra.

En

este nuevo clima en el que la violencia responde a la

violencia, el conflicto entre la Ley y la

Naturaleza

adquiri-

rá una

nueva

resonancia y llegará a conclusiones políticas

que no se podían

suponer

en un primer momento. Mien-

tras

que

los sofistas de la generación anterior eran profe-

sores de retórica,

que

acudieron a Atenas a enseñar, los

sofistas de finales de siglo suelen

intervenir

directamente

en la

vida

política,

participando

personalmente en las re-

voluciones oligárquicas que estallan

en

Atenas, y resultan

así más íntimamente ligados a la crisis política.

El sofista Antifón, que vivió en la segunda mitad del si-

glo v, era autor de

una

obra

titulada

Sobre l verdad de

la

que nos

han llegado

numerosos

fragmentos. Se

nos

27

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presenta

fundamentalmente como

el

defensor de

la

ley de

la

naturaleza de

la physis

frente a todo lo que

es

conven

ción.

y

así

escribe:

«Es

sumamente útil comportarse

jus

tamente

--es decir de acuerdo

con

las

leyes-

cuando

existen testigos de

la propia

conducta

pero

cuando no

hay

ningún peligro de ser descubierto no hay necesidad de ser

justo.» Las leyes

son

convenciones creadas

por

los hom

bres para regular sus relaciones:

el

castigo y

la

desgracia

son

sus sanciones sólo en

el

caso de que las transgresio

nes sean conocidas por los firmantes del pacto. Sin embar

go no

ocurre

lo mismo con las leyes naturales, que

no

pueden ser transgredidas ya que

el

derecho

natural

no

puede violarse sin grave riesgo. Así por ejemplo

la

natu

raleza

ha

hecho a

todos

los

hombres

iguales

ya que todos

se desarrollan respiran y se reproducen del mismo modo_

Ante la naturaleza no existe ninguna diferencia

entre

grie

gos y bárbaros.

Es

fácil comprender las consecuencias y

peligros que

entrañaba

una actitud de

este

tipo que se

oponía al conformismo político de la época a lo que era

normalmente admitido por un griego del siglo v

De Trasímaco de Calcedonia

otro

sofista que estuvo toda

su

vida

en

Atenas y fue familiar de Sócrates sólo

sabemos

lo que pensaba a través de las palabras que Platón

pone

en·su boca en el libro I de La República y por un frag

mento

de

carácter fundamentalmente retórico que

nos

ha

transmitido Dionisio de Halicarnaso. Aunque Platón haya

modificado

en

cierto

modo el

pensamiento de Trasímaco

y creado

con

distintos elementos

el personaje

de Calicles

su

oponente

en

el diálogo titulado

Gorgias uno

y

otro tie.

nen un fundamento en la

realidad.

Trasímaco como Antifón

parte de la idea de la

superio

ridad

de l ley

de la

naturaleza sobre

la

ley-convención.

8

Pero lejos de

sacar

las

mismas

consecuencias políticas que

Antifón es decir lejos de afirmar la igualdad de todos

ante la

Naturaleza llega a

una

idea totalmente diferente

para

él

la

ley

natural

es

la

«ley de

la

jungla» es el dera:

cho del

más

fuerte.

El nomos la

ley-convención es

por

el

contrario

aquello a través

de

lo cual los débiles

tratan

de

defenderse. La conclusión política surge espontáneamen

te: el

hombre

fuerte o el

Estado

fuerte puede sin trans

gredir la ley natural, prescindir de las nomoi transgredir

las o ignorarlas.

Esto

es lo que afirma Caneles

en Gorgias

:

el

hombre superior

no debe

tener para nada en cuenta

a

la

masa

débil e ignorante y menos todavía las leyes que ema

nan

de ésta. Según lo cual el

hombre más

feliz el modelo

hacia

el que debe tenderse es

el

tirano el que dueño abso

luto del

poder, se deja dominar por sus

pasiones y

trata

de

satisfacerlas

sin tener en cuenta

para

nada

a los hom

bres

y

las

leyes.

Cosa curiosa

esta

ley del más fuerte

sin

embargo

no se

formula a

un

nivel político solamente a través de la apo

logía de

la tiranía de

un hombre

sobre una dudad.

Puede

justificar asimismo

la

tiranía de

toda

una ciudad. Y

son

argumentos

muy

próximos a éstos de Trasímaco o Cali

eles los que Tucícides pone

en

boca de los dirigentes de

la

democracia ateniense para justificar la

suerte

reservada a

los

habitantes de la pequeña

isla de Melas

que durante

la

guerra del Peloponeso fueron duramente castigados por

haber tratado

de escapar a

la

dominación de Atenas. Para

Tucídides fuertemente influido por los sofistas los ar

gumentos basados en

la

ley del

más

fuerte pueden servir

también para justificar el imperialismo ateniense.

El resto de los sofistas de esta segunda generación son

bastante menos conocidos. Pero todos afirmaban igual-

29

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mente

la

superioridad

de la Naturaleza

sobre

la Ley, aun-

que

partiendo

de las mismas premisas llegaran a conclu-

siones distintas. Así, Alcidamas

ponía en

tela

de juicio

la

legitimidad de la esclavitud: «La Divinidad ha creado a

todos los

hombres

libres, la Naturaleza

no

crea ningún

esclavo», mientras que Licofrón,

aunque

reconoce la su-

premacía

de

la

Naturaleza

frente

a

la

Ley, afirma

que ésta

constituye una

garantía

mutua de los derechos entre los

hombres

y considera

que la

Ciudad surge en

l momento

en

que

las leyes sustituyen al derecho

natural

a conse-

cuencia de un acuerdo mutuo de un

contrato

entre sus

habitantes. Sin embargo, Licofrón vuelve a la

naturaleza

demostrando que los débiles se hacen fuertes uniéndose

lo

que

justifica

la

democracia-

y

que

e

poder

que

los

nobles

pretenden ejercer

en

razón

de

su

nacimiento

es

una ficción, pues

el

nacimiento

no puede

justificar

ningún

derecho.

Un

último nombre merece

ser destacado

en

esta genera-

ción de sofistas y es e de Critias. Era tío de Platón y,

como él,

pertenecía

a la aristocr acia ateniense. No era,

por

consiguiente, un sofista profesional, y sabemos

que

se

interesaba por la

música,

que había escrito

diversas

obras dramáticas

destinadas al

teatro

y

tratados

filosófi-

cos y políticos. Poseemos varios fragmentos de sus o bras,

e

más importante

procedente

de

una

obra

de

teatro

titu-

lada

Sísifo Critias pone en

boca

de principal protagonis-

ta

un

largo párrafo sobre la naturaleza del Estado y sobre

el

papel

de

los dioses y de la religión,

que

es probable-

mente

la

crítica más

violenta formulada en la Antigüedad

contra

las creencias de los hombres.

«Hubo

un

tiempo en que la vida. de los

hombres

era desor-

denada y

controlada

por la fuerza bruta como la de los

30

animales salvajes. No había entonces premio para

l

bue-

no ni castigo para e malvado. Entonces los

hombres

con-

cibieron la

idea

de establecer leyes como

instrumento

de

castigo, a fin de que ,la justicia fuera la única

norma

de

vida y

acabara

con la violencia Si alguien la transgredía,

era castigado. Pero como las leyes castigaban solamente

los actos de violencia manifiesta, los hombres

continuaron

cometiendo sus crímenes a escondidas. Un hombre sabio

y astuto descubrió entonces una fuente de temor para los

mortales:

que

los perversos habían de esperar algo dolo-

roso también

por aquello que hacían, decían o

pensaban

secretamente. Así surgió la idea de la divinidad,

de

un

dios dotado de vida

inmortal que

puede

oír

todo lo que

se dice

entre

los

hombres

y tiene

el

poder

de

ver

todo

lo

que hacen.»

y terminaba Critias:

«Éste fue, pues, el origen de la creencia en los dioses, así

como de la obediencia a las leyes.»

Por

consiguiente, Critias se

nos presenta como

un ateo

convencido y lamentamos

no

conocer

mejor

las

restantes

obras

de este

hombre extraordinario

y

sin

escrúpulos,

cuyo

pensamiento resulta

tan moderno. Critias, por otra

parte

no

se

conforma

con

enjuiciar

los acontecimientos

políticos, sino

que

desempeña un

papel

activo

en

los de

su

ciudad. Adversario convencido y despectivo de la demo-

cracia,

fue

condenado

al

exilio y se refugia

en

Tesalia,

donde participa en revueltas cuyo des<trrollo

no

es muy fá-

cil de seguir,

pero que terminaron

con el establecimiento

de la

tiranía

en la principal ciudad de Tesalia, Feres. Vue -

ve a Atenas,

participa en el

gobierno de los

Treinta

e im-

planta el

terror

en Atenas durante varios meses, creando

una

verdadera

dictadura, desarmando al pueblo, haciendo

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detener

y condenar a muerte a

todos

los

demócratas

que

no

habían podido

huir. Al igual

que Trasímaco

y

Calides

era

partidario de

laley

del

más fuerte

y

de

la

totalliber-

tad de hombre superior. Logró deshacerse

de

aquellos

oligarcas

moderados

que,

como

Teramenes, no

quisieron

seguirle hasta e final. Pero su muerte en e transcurso

un asalto realizado por los demócratas contra Atenas

on -

ginó la caída del régimen oligárquico la democracia se

vio restablecida y consolidada durante

tres

cuartos de

siglo.

Critias se nos presenta

como

un personaje curioso, ambi

guo, lleno

de

contradicciones. Pero sus contradicciones

eran

las mismas de la democracia griega, conformista e

igualitaria,

que poco

después

de

la

caída de

los

Treinta

iba a causar la muerte de

quien

en los diálogos de Platón

aparece

como

el

principal adversario

de los sofistas, Só

crates. Mas antes de estudiar al hombre que desempeñó

un papel fundamental en la

elaboración

de las

doctrinas

políticas griegas, debemos citar

todavía

dos obras que ocu

pan un

importante

lugar

en la historia de las

doctrinas

po

líticas de finales del siglo v y que nos han llegado con

nombres supuestos.

Una

es un fragmento importante

hallado

entre las obras

del

matemático

Jámblico, de donde recibe e nombre de

Anonymus Iamblichi

con

e

que

se

designa a

su autor.

La

otra

es un panfleto sobre la República de los atenienses

que figura entre las obras de Jenofonte, pero cuyo autor

es un oligarca ateniense de finales del siglo

v.

El autor de primer texto

parece

un hombre realista y

práctico. No trata de demostrar

que

la

justicia debe ser

estimada por ella

misma y

no por las ventajas que

repor

ta.

Por

el contrario aconseja que se

trate

de adquirir

una

32

buena

reputación, el

hábito

de la

palabra

el hacerse

útil

a las personas influyentes, obedecer a las leyes. Alaba la

paz y

orden sumamente

beneficiosos

para

quienes po

seen bIenes, pero no menos útiles para los pobres, ya que

la caridad y la ayuda

mutua

sólo se imponen en

una

comu

nidad que respeta la Ley. Pues es el desprecio al nomos

lo que produce tiranos.

Vemos aquí la expresión de una moral práctica, casi po

dríamos decir burguesa,

que

traduce ciertas transforma

ciones de

la

sociedad ateniense y que se desarrollará en

el

siglo IV en los escritos de

Jenofonte

y sobre

todo

de 1só

crates.

El autor de la República de los atenienses a

quien

los his

toriadores

ingleses

llaman

el «viejo oligarca» se

entrega

a

una

crítica

violenta y hostil de la democracia ateniense

demostrando

que la lógica interna del

sistema

j u s t i f i c b ~

tanto la

libertad

que se concedía a los esclavos

como

la

anarquía

general, la

promoción

de los mediocres y un im

perialismo que se iba

afirmando cada vez más brutal

mente.

Así pues, la sofística,

este pensamiento

múltiple,

se

nos

presenta

como

uno

de los

momentos más interesantes

de

la

historia

del

pensamiento

político griego y del pensa

miento político en general. Todos los temas esenciales se

abordan

ya y lo único

que lamentamos

es

no

conocer me

jor a los autores y, de este modo, defonnar quizá su pen

samiento. Por otra parte este gran movimiento ideológico

coincide con un momento especialmente trágico de la his

toria de Atenas: el de la guerra del Peloponeso, la desapa

rición de los valores tradicionales, la pérdida de confianza

en

el régimen, la ruptura del equilibrio

en

el que se basaba

el poderío de Atenas. Sin embargo,

un

hombre ante

el

es-

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pectáculo de los males

que asolaban

la Ciudad, se refugia

en el

mundo

de las ideas y en la

búsqueda

de una ética

personal,

sin dejar

de vivir

en su mundo ni

de

cumplir

sus

deberes cívicos. Influiría

enormemente sobre toda

la ge-

neración que siguió a su muerte en el paso de

un

siglo

a otro; alejaría de la actividad política a los espíritus más

brillantes, confiriendo así al pensamiento griego nuevos

caracteres y desarrollos.

2 Sócrates.

Muy pocos hombres

han

tenido sobre sus semejantes, Y

especialmente sobre los

hombres

políticos, una influencia

semejante

a

la

de Sócrates. Un

gran número

de sus audi

tores, atenienses o

extranjeros

desempeñaron un impor

tante

papel

político, como Critias, Alcibíades, Lisias, etc.,

y su acción estuvo necesariamente influida por Sócrates.

Pero, al mismo tiempo, y

dado

que Sócrates no

nos

ha

dejado

nada escrito, es difícil

apreciar

esta influencia de

forma

concreta,

valorar

lo

que

legítimamente le pertene

ce y lo

que sus

discípulos o .enemigos le han

atribuido

para

apoyar sus propias demostraciones.

Entre

los discípulos de Sócrates

que

se

convirtieron en

portadores de sus palabras debemos destacar dos, Pla

tón y Jenofonte,

ya que su obra

está indiscutiblemente do

minada

por

la enseñanza que recibieron de

un

maestro

cuya memoria

tratan

de honrar y defender. Sin embargo,

entre

estos dos hombres que han honrado y admirado a

Sócrates de igual modo existen grandes diferencias: por

un

lado nos hallamos con el aristócrata

notablemente

in

teligente, fino, sensible, cuya importancia en la historia

del pensamiento humano es excepcional y

que

ha termina-

34

do p o ~ s u p r ~ r

ampl amente a su maestro; p or el

otro el

burgues

atemense, lIgeramente conformista, interesándo

se más, quizá,

por

la vida política, más

hombre

de acción

también, cuyo pensamiento es infinitamente menos rico y

profundo,

pero

que para

elliistoriador

ofrece la

ventaja

de

presentar con claridad de expresión los problemas de sus

contemporáneos.

¿Cuál de estos dos personajes nos ha transmitido la ver

dadera personalidad

de Sócrates?

Se

trata de un

problema

casi irresoluble y que ha provocado ya grandes controver

sias. Por

ser

infinitamente

más

atractivo, nos vemos ten

tados a preferir el Sócrates de Platón, que explica mejor

la influencia que el filósofo tuvo sobre la juventud ate

niense. Pero si el Sócrates de los

primeros

diálogos plató

nicos se halla, quizá, muy próximo a su modelo, no puede

decirse lo mismo a partir de La República cuando el pen

samiento de su

ilustre

discípulo empieza a

expresarse

con

todo

su vigor y originalidad. Mientras

que

J enofonte, cuyo

pensamiento es más endeble, menos

personal

también,

sin

duda

alguna permanece más fiel a la enseñanza del

maestro

cuando le hace hablar.

Si

resulta extraordinariamente

difícil

determinar

el ver

dadero pen samiento d e Sócrates, él,

en

cambio,

como

per

sona) se perfila

perfectamente

a partir de la confronta

ción de distintos testimonios de

la

época. Sus orígenes

modestos,

su

fealdad, su desprecio por la riqueza, el ca

rácter asombroso de sus dichos, eran fenómenos de todos

conocidos. Casado,

padre

de familia,

no

desempeñaba apa

rentemente ningún

oficio que le

permitiera

vivir,

aunque

él mismo afirma

haber aprendido

de

su padre el

oficio de

albañil. No

parece

tampoco

haber

desempeñado puestos

oficiales, salvo el de prítane al que todo ateniense tenía

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derecho al menos una vez en su vida. Pero él mismo afir

ma

que

cumplía

escrupulosamente

sus deberes de ciuda

dano. Tenía como

auditores

a los jóvenes

más

brillantes

de Atenas y

no

despreciaba sus homenajes. Pero frecuen

taba

también

a los artesanos y pretendía contar entre

sus amistades a las más famosas cortesanas.

Su método de

interrogación

l a mayéutica- había im

presionado

enormemente

a sus discípulos hasta

el

punto

de

que

cuando le

hacían aparecer

en escena era

siempre

en el marco

de un diálogo

entre

dos o más personajes

con el fin de

que

la discusión

terminara

siempre con

el

triunfo

de Sócrates. Sus

palabras trataban

todos los

temas

que apasionaban

entonces a los espíritus ilustres y entre

ellos los

problemas

políticos los problemas de la Ciudad.

¿Es

posible a partir de los diálogos de

Platón

y los de Je

nofonte

exponer

una

doctrina

política socrática? Tampo

co esta vez

la respuesta resulta

fácil.

Es bastante proba

ble por ejemplo que Sócrates no experimentara hacia el

pueblo el desprecio

que

le

atribuye

Platón. Pero

no era

tampoco partidario de la democracia en la medida en que

confiaba todas las cuestiones importantes a una masa ig-

norante.

A este respecto toda forma de régimen político

que no descansara en una exacta apreciación de lo Justo y

lo Injusto le parecía nefasta. De ahí su comportamiento a

raíz del proceso incoado a los generales vencedores

en

Ar-

ginusas acusados de

no haberse preocupado

de los muer

tos y náufragos en el transcurso de la batalla: Sócrates

que

era

en aquel momento

prítano se negó a

someter

a

votación el decreto que pasando

por

encima de las dis

posiciones legales exigía la muerte

para

los acusados. De

aquí

también

su

actitud durante la tiranía de los Treinta

de la

que

Critias su amigo y discípulo era

el

jefe: Sócra-

  6

tes se negó a

secundar

las medidas legales decretadas por

los oligarcas dueños de Atenas.

En

efecto

aunque

se

situaba dentro

de

la tradición

de los

sofistas en lo que respecta al carácter relativo de las leyes

humanas

rechazaba las conclusiones

que

sacaban algunos

de éstos

sobre el

derecho del

más

fuerte y la posibili

dad de pasar por

encima

de las leyes de la Ciudad y

esto

porque

creía en una noción ideal de lo Justo y de lo In

justo

cuyo conocimiento le

parecía

el fin

último hacia

l

que debía tender el hombre

político. De

ahí

sus violentas

críticas contra todos aquéllos

tiranos

o demagogos

que

«cometían injusticia» y su sumisión a las leyes de

la

Ciu

dad en la que había nacido y había querido vivir. Es evi

dente

que

es

su pensamiento real el que

se

expresa

en

la

célebre

Prosopopeya de las eyes

de Critón que esgrime

frente a aquéllos de sus discípulos

que pretendian

ayu

darle a

huir

para escapar a la condena pronunciada con

tra él

por

los jueces atenienses. Desde este punto de vis

ta

el

pensamiento de Sócrates se presenta fundamental

mente como

una

moral política. No es

una

determinada

forma de régimen o

una

determinada

institución

las

que

hacen una Ciudad justa sino el uso que de ellas se hace

de

acuerdo

con la Justicia ideal.

Todavía se plantea

un

último problema: si l pensamiento

de Sócrates

sobre

los

problemas

de la Ciudad se

formula

a un nivel más moral

que

político ¿cómo explicar su pro

ceso a raíz de la

restauración

democrática que siguió a la

caída

de los Treinta y a pesar de la amnistía que había

constituido la condición de esta

restauración?

Caben dos interpretaciones teniendo en cuenta las acusa

ciones

que

se

formularon contra el

filósofo:

corrupción

de

.la

juventud y desprecio de los dioses de la Ciudad. La pri-

37

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mera es estrictamente

política:

la democracia restaurada

pretendía

deshacerse del maestro de critias y Alcibíades.

De

esta forma

se explicaría el

carácter

de hostilidad a la

democracia de la obra de sus dos principales discípulos,

Platón

y Jenofonte, el

primero

de los cuales renunció a

toda vida política,

mientras que

el segundo, cinco

años

después de la muerte de su

maestro luchaba en

las filas

de los enemigos de la

patria.

Pero la

interpretación puede no

ser simplemente política

y la condena de Sócrates explicarse por razones morales.

La democracia era,

naturalmente

conformista. Ya en

tiempos de Pericles, algunos de los

que formaban

parte

del círculo de amigos del

gran estratega habían

sido acu-

sados y condenados

por haber

hecho profesión de ateís-

mo. Y la principal acusación

formulada

contra Sócrates

era la de

haber

despreciado a los dioses de la Ciudad. La

democracia desconfiaba de todos aquellos que,

bajo

pre-

texto de la Ubertad de pensamiento,

ponían

en peligro

el

orden

establecido

en

la Ciudad,

que

era

tanto moral

y re-

ligioso como político.

En

cualquier caso, al igual

que

el

contenido de la filosofía de Sócrates, su trágica muerte

iba

a

tener importantes

consecuencias

sobre el

pensamien-

to político del siglo

IV.

3

Las repercusiones de la revolución sofista.

Si el personaje de Sócrates constituye una especie de

excepción en la historia de la revolución sofista, esta últi-

ma

no

ha

dejado

de ejercer una extraordinaria influencia

sobre los contemporáneos,

que

se hace patente tanto en l

teatro como en las obras de los historiadores.

En efecto, las discusiones políticas constituyen

un

punto

38

olave

en todo

el

teatro

de Eurípides,

contemporáneo

de

los

disoi logoi

de un

escritor

anónimo,

que oponían

argu-

mentos

dobles a todos los

problemas tratados por

los so-

fistas y

por

Sócrates lo Verdadero y lo Falso, lo Justo y lo

Injusto etc.).

En

Las Fenicias las alternativas son l ab-

solutismo l a

t iranía-

y la igualdad l a democracia-o

La tiranía es,

por

supuesto, lo primero que se rechaza, y

para justificar la

igualdad el

poeta se basa, curiosamente,

en la doctrina de la physis.

En

Las Suplicantes Aithra, ma-

dre de Teseo, da consejos a su hijo

sobre

la forma de go-

bernar y, especialmente, sobre los peligros que se

corren

cuando

no

se respetan las leyes:

«Lo

que evita

que las ciudades de los

hombres

se dividan

en

dos es la

perfecta

observancia de las leyes

por cada

individuo» 1).

Es

interesante recordar también

la

verdadera

profesión

de fe democrática

puesta en

boca de Teseo:

«No

busques tirano

aquí; la Ciudad

no está gobernada

por

un hombre

es libre.

El

pueblo es soberano,

cada año

tenemos un caudillo por riguroso

turno. El

rico

no

posee

privilegios especiales,

el pobre

es

su

igual» 2).

Vemos, pues, cómo en este

momento

se desarrol la Una es-

pecie de doctrina democrática cuyos principios se iban

formulando cada vez más olaramente.

Pero

este

contexto general de discusiones

apasionadas

so-

bre

los problemas políticos resulta

todavía

más evidente

en la obra de Tucídides y explica su carácter de originali-

dad frente a la de Herodoto. Evidentemente, Tucídides

aborda la historia

contemporánea

con

un

conocimiento

1) Verso 312 313.

. 2)

Verso

404·406.

39

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más

extenso, pero, sobre todo, un espíritu más critico y

racionalista que el de su predecesor. Su obra es funda-

mentalmente

un

relato

histórico, no

una

exposición

de

doctrinas políticas,

aunque

introduce en su relato dis-

cursos y discusiones a

través

de los

cuales

captamos el

pensamiento político de los dirigentes de la democracia

ateniense al

mismo tiempo que el del mismo autor: cuan-

do Tucídides hace hablar a su héroe

Perides,

no sabemos

si se

trata del pensamiento del

historiador

o del pensa-

miento del

jefe

político.

En

la oración fúnebre

pronunciada por

Perides

en ho-

nor de los

que habían muerto durante el primer año

de

guerra

es

donde más claramente se expresa

el

ideal

demo-

crático

basado en un

doble

principio

de

igualdad

y

de

libertad,

pero

una igualdad que tiene en cuenta el mérito

y

la

educación,

una libertad que va

acompañada del res-

peto a las leyes:

«En

cuanto al

número, como

las

cosas

dependen no de la

minoría, sino

de

la

mayoría,

nuestro régimen

político es

una

democracia.

¿Se

trata de lo

que posee cada uno? La

leyes

igual

para todos en sus

litigios

privados, mientras

que en

lo

que

a los

títulos

respecta,

si en algún dominio se

manifiestan,

no es

la

pertenencia

a

una

categoría,

sino

los

méritos

los

que permiten acceder

a los

honores;

por

el

contrario,

la

pobreza no hace

que un

hombre, si es capaz

de ser

útil

al Estado, se vea impedido por la

humildad

de

su situación. Practicamos la libertad, no sólo en nuestra

conducta política sino en todo lo que puede ser motivo de

sospecha recíproca en la vida cotidiana: no

mostramos

enfado hacia nuestros semejantes si actúan a

su

antojo,

ni

recurrimos a vejaciones que,

aunque

sin causar daño, pue-

dan resultar

hirientes. A

pesar

de esta tolerancia que rige

40

nuestras relaciones

privadas,

en

el

dominio público,

el

temor nos impide fundamentalmente ejecutar un acto

ile-

gal,

ya que hacemos

caso a los

magistrados

que

se

van

su-

cediendo y a las leyes, sobre

todo

a aquéllas que ofrecen

ayuda

a

las víctimas de la

injusticia, o que,

sin ser

,leyes

escritas,

tienen como sanción

el

oprobio

manifiesto

l).

Si Atenas

tiene

derecho a

mandar sobre los

griegos, a

ser

su hegemon es

porque

lo merece. Pero del mismo modo

que un verdadero jefe debe

respetar

las leyes, así

también

la Ciudad hegemon debe obrar bien con respecto a sus

súbditos, constituir para ellos un modelo más que un

maestro.

Y

termina Pericles:

«En resumen, me atrevería a decir que nuestra Ciudad, en

su conjunto, constituye

una

viva lección

para

toda

Gre-

cia» 2).

Tucídides, sin embargo, no se

hubiera mostrado

fiel a sus

principios y a la educación sofista que había recibido, si

sólo

hubiera

presentado el pensamiento de Pericles, si no

hubiera dado

también

la

palabra

a quienes tenían de la

democracia una concepción diferente a la suya. Así por

todo

ello, el discurso de Atenágoras a los siracusanos con-

tiene una apología de la democracia

bastante

semejante

aún a la de Pericles,

aunque

se

exprese

en términos más

viólentos:

«Se

me dirá

que la democracia

no

satisface ni

la

inteli-

gencia

ni la

equidad, y

que

los que

tienen

dinero

son

am-

bién

mejores para

mejor ejercer

el

poder. Pero yo

afir-

mo,

en

primer lugar,

que la palabra

del

pueblo

designa

una totalidad,

mientras que

la de la oligarquía una parte

1) TUCÍDIDES

l epitafio de Pericles n

37

. 2)

Ibidem

Il. 41.

41

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solamente, y,

en

segundo lugar,

que

si los ricos

son

los

mejores para dirigir las finanzas, es tarea de la inteligen-

cia el

dar

los consejos más

prudentes

y de la

mayoría el

decidir lo

más

conveniente, después de

haberse

Hustrado ;

y

que

estos tres elementos

ocupan

indistintamente,

cada

uno en particular

y los

tres juntos

idéntico

lugar en

una

democracia» 1).

La justificación del imperialismo ateniense por los suce-

sores de Perioles se nos

presenta

como una apología

sin

matices de la

tiranía

ejercida

por

Atenas

sobre

sus alia-

dos. Así en

el

célebre discurso qe Cleón a

propósito

de lo

ocurrido

en Mitilene, Tucídides

pone

en

boca

del

hombre

que entonces dirigía los destinos de Atenas:

«Acostumbrados

en vuestras

relaciones diarias a

una

con-

fianza y una seguridad recíprocas,

mostráis

las

mismas

disposiciones hacia vuestros aliados; y cuando sus pala-

bras

o la conmiseración os han hecho

cometer alguna

fal-

ta, no pensáis que vuestra debilidad

entraña

un peligro

para vosotros sin merecer ningún reconocimiento por su

parte.

Olvidáis que vuestra dominación es

una

verdadera

tiranía impuesta a hombres malintencionados, que sólo

obedecen en contra de su voluntad,

que no

\lS

conceden

ningún

tipo

de concesiones, onerosos para vosotros, q,:e

les domináis, pero

que

se someten menos por deferencIa

que

por

necesidad» 2).

Con lo

que

coincide, unos años más tarde, el discurso de

Eufemo al pueblo de Camarina, en Sicilia:

«De

forma que no haremos

frases ni diremos

que

es razo-

nable

que nosotros

ejerzamos esta dominación, por haber

1) ¡bidem VI 39.

2)

I1I

37.

42

aniquilado a los

bárbaros

o por

haber procurado

afron-

tando el peligro, la libertad de determinados pueblo s prin-

cipalmente la de todos los griegos y la

nuestra en primer

lugar: no se puede evitar el deseo de garantizar la propia

salvación de la manera más apropiada. Pues bien, si hoy

estamos

en

Sicilia, es

también

por

nuestra

propia seguri-

dad .. » 1).

El tema de las relaciones entre ciudades volveremos a en-

contrarlo

a lo largo de la obra del

historiador

en los dis-

cursos de Alcibíades, de Nicias, o del siracusano Hermó-

crates,

en

el célebre diálogo de Melas,

Es

la primera vez

en

la

historia

del

pensamiento

político que al

problema

de

la

naturaleza

del

Estado

y de las relaciones entre gober-

nantes

y gobernados se

une

el de las relaciones internacio-

nales, las relaciones

entre

las ciudades,

problema

al que la

guerra

ha dado

actualidad

y que se

convertirá

en

uno

de

los grandes

temas

de la

literatura

política del siglo

IV

Esto

nos

muestra el gran

interés de la obra

de

Tucídides

que, totaJmente

impregnada

de las discusiones

que

ani-

maban

entonces los círculos políticos, las querellas inter-

nas o internacionales, iban a suministrar a los escritores

posteriores

temas

de reflexión y ejemplos, al mismo tiem-

po

que

la

historia

se convertía

en

un

instrumento

para la

comprensión del pasado, del presente y del futuro.

Observamos

también

la

extraordinaria

riqueza del pensa-

miento griego a finales del siglo v. No puede dejar de im-

presionarnos

su carácter abstracto

y,

al mismo

tiempo,

sus estrechos lazos con la

realidad

contemporánea. En

efecto, este período señala un cambio esencial en la his-

toria

de las ciudades griegas, y determinaría la nueva

del pensamiento político del siglo IV.

43

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3 El desarrollo del pensamiento

político en el siglo IV

El siglo

IV

es el gran siglo del pensamiento politico griego,

el que

ha

visto nacer las doctrinas más ricas en

todo

tipo

de derivaciones.

Aunque en este pensamiento político se manifiesta la su-

pervivencia de muchos de los temas que se debatían en el

período anterior, sobre todo el de las relaciones entre

Naturaleza y Ley, sin embargo, las doctrinas políticas que

se formulan en el siglo

IV

presentan una gran originalidad

con respecto a las del siglo anterior, y esto se debe a dos

razones: primeramente, junto a los más abstractos razo-

namientos

sobre la

forma

de politeia se planteaban preo-

cupaciones económicas y sociales; en segundo lugar, al

agravarse los desórdenes políticos, se desarrolla una nue-

va

corriente de pensamiento,

que

cree

hallar la

solución a

dichos desórdenes poniendo de nuevo

en

manos de

un

jefe

predestinado

la autoridad absoluta, lo

cual

anuncia ya la

ideología que

triunfará

con las monarquías helenísticas.

Estas nuevas características están

en estrecha relación

con

la

crisis que atraviesa

por

aquel entonces el

mundo

griego y

que

conviene definir antes de considerar las solu-

ciones propuestas

por

los teóricos

para

hacerle frente.

I

l.a

crisis general del

mundo

griego

en l

siglo IV

1)

En

efecto, el

mundo

griego

en el

siglo

V

se caracteriza

por

una

grave crisis, que se presenta fundamentalmente como

e resultado del gran conflicto que

ha

enfrentado a las ciu-

dades griegas

entre

los años 431 y 404.

1)

ste problema

ha

sido

ya

estudiado en a fin e la démocratie

athénienne

París, P.U.F., 1962). Aquí nos limitaremos a exponer las

grandes líneas de las conclusiones enunciadas

en

la obra citada.

44

1 a crisis económica

y

social

a

Es sobre todo una

crisis

agraria,

ya

que la guerra ha

supuesto

la

devastación de los campos y las huertas, y

la

reconstrucción de los viñedos y olivares es

larga

y difícil

cuando termina

la

guerra, tanto más larga y difícil cuanto

que e estado de guerra sigue asolando el

mundo

griego

de

fonua

casi permanente a lo largo de todo e siglo. La con-

secuencia de este estado

de

cosas es que numerosas tie-

rras

son abandonadas por sus propietarios, o se dejan

como terreno yermo, ya que el endeudarse para

poner

de

nuevo las tierras en condición de cultivo se consideraba

como

un

hecho excepcional. La miseria del pequeño cam-

pesinado

se

presenta

como

un

fenómeno

ampliamente

ex-

tendido en el mundo griego, incluso en Atenas, donde se

sigue disponiendo, sin embargo, de

un

capital económico

considerable. No podemos pasar por

alto

aquí el testimo·

nio de Aristófanes sobre la miseria de los pequeños cam-

pesinos atenienses a comienzos de siglo IV, tal como que-

da patente en sus últimas comedias, La Asamblea de las

mujeres

y,

sobre

todo,

ploutos

Pero

esta

miseria general no lleva

en

todas

partes

a los

mismos

resultados: en

Atenas, la población

rural

empo-

brecida

va

a

aumentar

las filas de

la

población

urbana

y

vive de miserables sa larios y,

sobre

todo, de las diferentes

indemnizaciones concedidas

por la

Ciudad.

En otras

zo·

nas, sobre todo

en

las ciudades oligárquicas,

.]a

agitación

es más violenta y surgen de nuevo las viejas consignas de

abolición de las deudas y distribución

de

las tierras, al

mismo tiempo que el alistamiento con los mercenarios

suministra

la

solución más fácil e inmediata a

la

miseria,

en la medida

en

que las circunstancias lo permiten.

45

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b Sin embargo, la cnsls

agraria

se ve agravada en las

grandes ciudades mercantiles, y

en particular

en Atenas,

por una crisis económica más general que se caracteriza

a la vez por la disminución de la

producción

y del co

mercio. También en este caso hemos de remitirnos al

ejemplo ateniense, porque es el mejor conocido y al

que casi siempre se aplican los razonamientos de los

teóricos políticos. A este respecto es especialmente im

portante una obra como los

Poroi

de Jenofonte. Cons

tituye un testimonio tanto de

que

la explotación de las

minas en

Atenas

sufre

una importante disminución

con

respecto al período anterior, como de que los comer

ciantes

extranjeros no

son ya tan numerosos

en el

Pi-

reo,

razón por la

cual disminuyen los ingresos de

la

ciu

dad. Sabemos

además que

la

industria

cerámica ha perdi

do la

importancia

que tenía todavía

en

el siglo v y pleitos

y decretos constituyen un elocuente testimonio

sobre las

dificultades en que se halla Atenas para aprovisionarse de

trigo, especialmente en la segunda

mitad

del siglo.

Las razones de

esta

crisis

son

múltiples y

no

es éste ellu

gar

de estudiadas a

fondo:

las

guerras

incesantes, la

inseguridad de los mares, la

pérdida

de la hegemonía so

bre el

mar

Egeo,

son

razones a

tener

en cuenta. Pero tam

poco hay

que

olvidar

el

desarrollo en las

fronteras

del

mundo

griego de nuevas civilizaciones

en

regiones

hasta

entonces tradicionalmente clientes de Grecia.

c)

En

cualquier caso las consecuencias de

esta

crisis se

traducen

en

una profunda transfonnación

de las relacio

nes sociales y en la

ruptura

del equilibrio que había penni

tido el brillante desarrollo de la civilización ateniense

y

griega, en general- durante el siglo

v.

Se observa, por

una

parte,

un

aumento

de la riqueza de

personas que

es-

46

peculan con la

tierra

o explotan las dificultades económi·

cas de los comerciantes y annadores

y por otra

parte,

un agravarse

la miseria de la mayoría, cuyo descontento

se traduce

por

todas partes en una agitación política

que levanta a los

pobres

contra los ricos y en una crisis

general que afecta al funcionamiento de las institucio

nes políticas tradicionales.

2 La crisis política

Se

presenta

como una consecuencia directa de

esta

crisis

social, pero reviste distintas formas

en

Atenas, en Es

parta y

demás

ciudades del

mundo

griego.

En

Atenas

la

crisis tiene

un carácter

especial, a

causa

de

la

naturaleza

del régimen que,

no

debemos olvidarlo, no se

vio realmente amenazado y subsistió hasta la victoria de

Antipáter

en

el 322.

En

efecto, la multiplicación

de

los

procesos, el

enorme

peso de las cargas

que

gravan sobre

los ricos

para

garantizar el funcionamiento de las institu

don s y el pago de los diferentes miszoi confiscaciones,

liturgias de diversas clases) traen consigo el desapego de

los ricos

con

respecto a la democracia belicista.

Se

obser

va también

un

desapego de los pobres, más preocupados

por asegurar su subsistencia cotidiana que por participar

en la

vida

de la ciudad, como lo

demuestra la

creación del

miszos ecclesiasticos

a comienzos de siglo.

A causa de esto toda la vida política se ve alterada; se

crean partidos que

unen

a estrategas y oradores. Los pri

meros, utilizando un ejército formado en gran parte por

soldados mercenarios, tienden cada vez más a convertirse

en militares

profesionales,

mientras que

los segundos

arrastran con la magia de sus

palabras

a una masa

cada

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vez menos dócil y responsable, dispuesta a

abandonar

a

quienes ha seguido con entusiasmo si el éxito

no

corona

sus empresas. Los dirigentes de la democracia consideran

la

guerra

y la política

imperialista

como los únicos medios

para

mantener

el régimen y procurar los recursos indis

pensables para

su buen

funcionamiento. Pero la

guerra

de

mercenarios

cuesta

cara, el dinero escasea y

hay que

sa

carlo de donde lo hay, es decir, de los 'ricos, que de esta

forma

se

van

alejando

cada

vez más. De

ahí el

debilita

miento

de

la ciudad

en un

momento

en

que

necesitaría

aunar

todas sus energías para hacer frente al peligro ma

cedónico.

En

otros lugares la agitación política va generalmente

acompañada

de revoluciones

brutales

y sangrientas, como

ocurre en Argos,

por

ejemplo. Estas revoluciones, en oca

siones, están originadas por los tiranos, caudillos de los

mercenarios que se aprovechan de la agitación para hacer

se con el poder,

presentando

ante sus partidarios

el

espe

jismo

de ,la abolición de las deudas o

una

nueva distribu

ción de las tierras, y

no

vacilando, con tal de

vencer

a sus

adversarios, en liberar esclavos: éste es e caso de Denis

en Siracusa, de Eufrón en Sición y Clearco en Heraclea.

La

lucha cmítra

la subversión interior constituye e núcleo

central

de las preocupaciones del

estratega

Eneas de Es

tinfalo,

que en

los años

60

escribe

un tratado

Sobre la e-

fensa

e

las ciudades La

misma Esparta aunque

se vana

gloriaba de la

estabilidad

de sus instituciones, no

puede

escapar

al peligro, ya que, a comienzos del siglo, la conju

ra

de Cinadón amenaza por un

momento

la paz interior.

a comienzos de siglo siguien te

son

los mismos reyes los

que

se

erigirán

en defensores del programa revolucio

nario

48

Ante

estos

peligros, es fácil

comprender

la

inquietud

de

los escritores políticos y de los pensadores que, descu

briendo

por

primera

vez el nexo

entre

el desequilibrio so

cial y

el

desequilibrio político, deben

estudiar

los reme

dios adecuados

para

terminar con uno y otro. Señale

mos inmediatamente que

se trata la mayoría de

las ve-

ces de teorías abstractas que

no

desembocan en un pro

grama de acción preciso. Los escritores del siglo IV más

bien constatan y sugieren que proponen, y ninguno tiene

una actividad política directa. Pero sus obras

son

el testi

monio de

un

clima general y constituyen el reflejo de preo

cupaciones

que debían

compartir la mayor parte de sus

lectol'es y de sus auditores. Cuatro

nombres

merecen ci

tarse entre

todos aquellos

que construyeron en

cierto

modo teorías

políticas:

Platón, Jenofonte, Isócrates y

Aristóteles.

Platón y

Jenofonte son ambos

discípulos de Sócrates,

pero

dan

muestras

de una originalidad

propia con

res

pecto al

maestro

cuyas

palabras pretenden transcribir

fielmente. El

primero

filósofo y

aristócrata

a raíz de la

muerte de

Sócrates,

se

aleja

voluntariamente

de la

vida

política ateniense. Antes de

aplicar

sus desgraciadas ex-

periencias sicilianas

no

se le

ocurrirá

,la idea de pasar del

campo de la

teoría

al de la práctica.

El

segundo,

hombre

de

guerra

al

mismo

tiempo

que escritor

político, historia

dor e incluso economista,

pasa

la

mayor parte

de su vida

en el exilio. De inteligencia media, sin dotes excesivas, no

por ello deja de aportar un

importante

testimonio

sobre

la evolución de las doctrinas políticas del siglo IV

Isócrates,

profesor

de retórica,

maestro

de elocuencia de

gran renombre que atrae a los jóvenes de las más impor

tantes familias de Atenas y de otras ciudades, se nos pre-

49

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senta como el verdadero «articulista» de la época, cuya

obra evoluciona en estrecha relación con los acontecimien

tos

políticos,

una

especie de

periodista clarividente

y lú

cido, pero

también

burgués conformista, cuyas reacciones

son

las de toda

una

clase de

la

sociedad ateniense.

y

por

último, Aristóteles, filósofo, historiador, sabio, re

tórico, cuya inmensa obra pone de manifiesto las t r n ~ o r -

maciones

que

se

van

realizando

en

e

transcurso

de siglo.

Discípulo de Platón, se aleja de él bastante rápidamen

te y

encarna e

ideal

que será

el de

la época

helenística

en

las ciudades griegas, reducidas a

no ser

más

que

simples

ciudades

de

horizontes

limitados: un

ideal

de

paz social

basado

en la

supremacía

de

una

burguesía media.

Entre

estos

cuatro

hombres existen

dos rasgos

comunes:

todos son atenienses o

-como

es el caso de Aristóteles

han decidido vivir en Atenas; todos consideran, pues, los

fenómenos desde el punto de vista un poco particular de

sus relaciones con la democracia ateniense. Al mismo

tiempo todos son igualmente hostiles a

esta

democracia,

bien por principio, bien porque la democracia extremista

les molesta o los indigna. De ahí un cierto enfoque de sus

obras, que no

hay

que perder de vista cuando se emprenda

el estudio de sus

teorías

sociales y políticas.

n.

Los

teóricos

del siglo

IV

ante

la

crisis social

El problema de la

injusta

distribución de las riquezas y

de la desaparición de la dase media campesina es conside

rado

por los teóricos del siglo IV como

el problema

funda

mental,

aquél que

da

origen a todos los demás.

Para

resol

verlo se

proponen

diferentes soluciones que, simplifican

do, podemos incluir

en tres

apartados:

50

1 as teorías {{comunistas»

Pretenden

suprimir

en

toda

o

en

parte

de la población

la

libre disposición de la tierra y de los frutos que produce,

hacer de esta tierra y de los instrumentos de cultivo (hom

bres, animales, herramientas el patrimonio común de la

totalidad de los ciudadanos y por otra parte, en ciertos

casos, intentar también una distribución equitativa de los

frutos.

No cabe duda de que en todas estas elaboraciones subyace

e ejemplo espartano. No es éste e momento de volver a

un

problema sobre el que no se ponen de acuerdo los au

tores

modernos, como tampoco se pusieron

los antiguos.

Pero es evidente

que todavía

a comienzos de siglo

IV,

aun-

o

que

no pueda decirse lo mismo medio siglo más tarde,

e régimen espartano se

caracteriza por su matiz

comuni

tarío, ligado al hecho

de

que, al menos

en

teoría, en Es

parta

la

tierra era

propiedad

de

la comunidad

de los Ho-

moioi de los Iguales, lo

que iba acompañado

de normas

de vida austera a las que ningún

espartano

podía

escapar

y

que

hallaban su símbolo

en

las syssitia las comidas que

se hacían

en

común en torno a la tradicional «salsa ne

gra» ste comunismo espartano tenía como consecuencia

la existencia de una clase de hombres de condición infe

rior, los

ilotas

que cultivaban

los

cleroi

lotes

de

tierra

de

los Iguales, quienes hasta los 60 años tenían que consa

grarse exclusivamente a su vida militar y a los ejercicios

físicos. Es cierto que no es fácil distinguir entre lo que es

realidad y lo que un historiador ha llamado «e espejismo

espartano»

en

las

descripciones que nos han dejado los

antiguos del régimen de Esparta. Sin embargo, es cierto

que el ejemplo

espartano

no debe perderse de vista si se

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quiere comprender

las teorías formuladas en

el

siglo IV

por

algunos escritores políticos. Desgraciadamente no po

seemos ningún medio seguro de

medir la importancia

de

estas teorías comunistas dentro del pensamiento político

griego. Un solo testimonio, aunque de gran

importancia

nos demuestra

por

lo menos

que

no eran desconocidas

para las

masas

populares: una de las últimas comedias de

Aristófanes, La Asamblea de las mujeres las convierte en

blanco de sus flechas.

Se

ha dicho que

La Asamblea de las

muj r s constituye una respuesta a La República de Pla

tón.

Es

posible,

aunque esto plantee numerosos problemas

de fechas. Pero no comprendemos, sin embargo, por qué

Aristófanes ha llevado a la escena un tema de este tipo, si

sólo se

trataba

de

responder

a

una obra

accesible única

mente

para un

reducido número

de personas. Es

cierto

que

el

tema

se

prestaba

a

todo

tipo de exageración cómi

ca, y Aristófanes no se

ahorró

ninguno. Pero

para

hacer

reír a sus espectadores era necesario

que tratara temas

conocidos, teorías de

las que

se

hablaba

en Atenas.

¿Cuáles eran

estas teorías?

Mucho

más tarde abordando

en

La Política en

el libro II,

el examen

de las constitucio

nes

que

consideraba mejores, Aristóteles

cita con Platón

a

Faleas de Calcedonia y a Hipódamo de Mileto. En reali

dad

parece difícil hacer de la politeia de Faleas de Calce

donia,

que

ignoramos

además quién

fue,

un

prototipo

de

las politeiai comunistas. Todo lo más preconizaba una

igualdad de la propiedad, ya que la tierra se distribuía en

lotes iguales e inalienables. Pero igual dad no quiere decir

comunidad de bienes.

Para

Hipódamo de Mileto, célebre

arquitecto y urbanista

que

elaboró los planos del Pireo y

de la colonia panhelénica de Zourioi, el problema es más

complejo:

52

«Proyectaba,

nos

dice Aristóteles, una Ciudad

compuesta

por diez mil ciudadan os y dividida en

tres clases: una

de

artesanos, la

otra

de campesinos y la tercera de defenso

res armados. Dividió también la tierra en tres partes una

sagrada, la otra pública y la tercera privada; sagrada

aquélla cuyos ingresos debían subvenir a las necesidades

del culto tradicional de los dioses; pública aquélla de cu

yos productos habían de vivir los defensores; privada la

de los campesinos» (1).

Así las dos

terceras

partes del territorio de la Ciudad de

Hipódamo no

eran de propiedad privada, pero

no

ocurría

lo mismo

con

una

tercera

parte y Aristóteles

no

deja de

señalar el

inconveniente que supone

el

permitir la coexis

tencia de dos

formas

de

propiedad tan

diferentes.

Por

otra

parte,. sólo llevan una vida

comunitaria

los guerreros, que

constItuyen una de las

tres

clases de la Ciudad, y las

otras

dos

pueden

vivir como quieran.

Es evidente

que el

«comunismo»

de

Hipódamo,

el

excén

trico

que

escandalizaba a los atenienses por los cuidados

que

dedicaba a su

abundante

cabellera y

por

la sencillez

excesivamente

estudiada

de sus vestidos, ha podido inspi

rar

el comunismo platónico. Pero

éste resulta mucho más

riguroso, más completo. En efecto,

Platón

suprime

toda

forma de propiedad, individual o colectiva, sobre la tie

Ha.

Los guardianes y ayudantes

no poseerán nada en

pro

piedad.

Se

beneficiarán del trabajo de los labradores que

proveerán a todas sus necesidades. Por supuesto, se

trata

de una elaboración ideal

que

responde más a las concep

ciones éticas del filósofo que a una verdadera opción polí-

  1) A ~ I S r T E L E ~ : a P o l ~ t i c a

I I ~

1267

{

pág.

47

de l versión española

de Juhán MarIas y ana ArauJo InstItuto de Estudios Políticos M

.

drid

1951.

53

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tica. Platón ha demostrado que la propiedad que surge del

amor a la riqueza es un mal: esto entraña necesariamen-

te

la condena de

toda forma

de propiedad. La negación

de la propiedad

privada

lleva a la colectivización de las

mujeres y los niños estableciendo para estos últimos una

educación comunitaria, dirigida por la Ciudad que eviden-

temente se inspira en

l

ejemplo espartano. Al describir

esta

Ciudad ideal ¿pensó

Platón en su posible

realiza-

ción? Tenemos

nuestras

dudas al respecto. Todo lo

más

la

concebía como

un

modelo del

que

los

hombres

se habían

alejado cada

vez más.

Su comunismo

era

de

raíz aristo-

crática.

Era

el ideal de vida

propuesto

a una

comunidad

de

sabios y filósofos. A este respecto

ha

podido

hablarse,

a

propósito

de

La República

de

una

posible influencia

de

las doctrinas pitagóricas. Aristóteles más cercano a

la

rea·

lidad

que su maestro,

ha

formulado una crítica contra las

teorías

que

le

parecían

humanamente irrealizables apli-

cando argumentos tradicionales que los hombres han uti-

lizado siempre

en

el

transcurso

de los siglos

para

justifi-

car la propiedad privada. Pero aparte de estas triviales

observaciones ha subrayado acertadamente lo que consti-

tuía l punto débil de la doctrina platónica:

la

condición

de la tercera clase la de los trabajadores manuales, que

hubieran tenido

que ser esclavos como en Esparta para

que

el

sistema

resultara

viable. Si siguen siendo

hombres

libres capaces incluso de procrear guardianes y ayudan-

tes entonces concluye Aristóteles «habrá necesariamen-

te dos ciudades en una, y contrarias entre sí pues consi-

dera

a los guardianes como los defensores de la Ciudad

y a los

labr dores

como simples ciudadanos» 1 l

1) ARISTÓTELES op c¡it. lI

1264

b pág. 37.

54

El comunismo del siglo IV no desemboca realmente en una

perspectiva política. Simple construcción del espíritu, no

podía de ningún modo, presentarse como una solución a

la crisis que atravesaba la Ciudad griega.

2

l restablecimiento de la clase media.

La segunda

gran

obra teórica de Platón,

Las Leyes

se

relaciona con toda una corriente de ideas que aparece a

finales del siglo v

y

que se

basa

en la concepción general

de

una democracia

moderada y limitada.

Al

nivel económi-

co que

aquí

nos interesa, esta democracia

moderada

no

es sino

la

expresión política

de una

sociedad

de pequeños

o

medianos propietarios

agrícolas libres e

independientes,

defendidos

tanto de

una pobreza

extrema

como

de

una

extrema riqueza por la naturaleza misma de sus

bienes

y

por

las precauciones

que

tomaban

por

valorizarlos

dentro de una vida

tranquila y pacífica.

Por

supuesto no

se

trata

de ningún

modo

de lograr una

absoluta

igualdad

de

los bienes agrícolas y ninguno

de

los

teóricos del siglo IV

hace

suya la reivindicación de la dis-

tribución de las tierras. Pero parece previsible que una

nueva distribución de las

tierras permitiría,

aunque se

mantuviera la desigualdad original evitar los inconvenien-

tes

de

una

excesiva riqueza

y

de

una

excesiva pobreza.

Platón en

Las Leyes

abandona decididamente el comunis-

mo de

La República.

Todos los ciudadanos de la ciudad

imaginaria cuya

politeia

tratan de elaborar los tres inter-

locutores del diálogo reciben un

cleros

un lote de tierra

inalienable. Los

cleroi serán

de dimensiones iguales y

comprenderán tierras del mismo valor. Pero a esta propie-

 dad agrícola inicial podrán añadirse bienes muebles

más

o

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menos

importantes aunque

de

forma que la fortuna de

los

más ricos no pueda exceder del cuádruple de la de los más

pobres. ¿De

qué

se compondrán estos bienes muebles?

¿En qué

medida

la desigualdad prevista y limitada de las

fortunas no

afectará a la igualdad de la

distribución

de las

tierras?

Platón no

se ha

formulado estas preguntas

y Aris-

tóteles, una vez más, se lo

reprocha (1).

Además,

Platón

perman ece fiel al principio de prohibir a

los ciudadanos dedicarse al comercio y a la

industria que

están

reservados a los metecos, cuya fortuna se

limita

también

de

forma

estricta. En

resumen

si se abandona

el

principio del comunismo en lo

que respecta

a la

propiedad

de los bienes,

subsiste

un aprovechamiento

común

de los

frutos bajo el control estricto

de

la

Ciudad.

También

debe-

mos señalar

que

el

trabajo de la tierra se reserva a los

esclavos cuyas

rentas

sirven para el

mantenimiento

de

toda la Ciudad.

A diferencia de Platón, Aristóteles

no

se erige en reforma-

dor total, como ya hemos tenido ocasión de señalar. Es

cierto

que trata

de delimitar los contornos

de

lo

que

ha-

bría

de ser la Ciudad ideal, de sentar sus bases. Pero nun-

ca pierde

de

vista la realidad histórica

concreta.

lo

que parece

por

encima

de

todo

indispensable,

es

ga-

rantizar el equílibrio social de la Ciudad mediante un de-

sarrollo de

la

clase media.

En

efecto:

« .. los ciudadanos de

esta

clase no desearán los bienes de

los demás como los

pobres

ni

serán

como los ricos, obje-

to de envid ia y celos (2).

Con el adveuímiento de la clase media terminarán el dese-

quilibrio político y las encarnizadas luchas sociales. La

21) ARIstóTELES La Política 1265 a-b.

) ARISTÓTELES La Política

VI

1295

b.

56

aspiración natural de los

hombres

a la igualdad hallará

satisfacción asimismo.

Admitido

este

principio,

queda por saber cómo pretende

Aristóteles

reforzar

esta clase

media

y de qué elementos

se

va

a componer. Aristóteles

propone que

los excedentes

de los ingresos de la Ciudad vuelvan al pueblo y se distri-

buyan en

cantidades

bastante importantes «para que

todo

el

mundo pueda

comprar un pedazo de tierra o dedicarse

al comercio» (VII, 3, 4, 1320

a

38). Señalemos

que

no se

trata

de una

medida

revolucionaria, sino

que

corresponde,

por

el contrario

al

espíritu

de la Ciudad,

comunidad

de

hombres libres a los que los ingresos de la ciudad pertene-

cen de

una

forma natural. Además, estas distribuciones

no

constituyen

un

hecho nuevo. Constituyen, quizás,

el

ori-

gen de la creación de la moneda.

En

la Atenas del siglo V

dan lugar a la

institución

del theorikon cuya suma varia-

ba

según los excedentes presupuestarios. El ideal de Aris-

tóteles era crear

una

sociedad de pequeños productores di-

Tectos a través de estas distribuciones.

Pero la realización de

este

ideal exigía un

equilibrio

so-

cial y político

que el

mundo griego del siglo V estaba muy

lejos de poseer. Para llevar a cabo esta revolución desde

arriba que

Aristóteles preconizaba, hubiera sido preciso

que el Estado

no fuera ni un

estado

de ricos ni un estado

de pobres.

En

el estado

actual de cosas

esto

implicaba

la

exclusión de los pobres, dueños del

Estado

de Atenas, de

la comunidad

cívica.

De

esta forma

Aristóteles se relacionaba

con

toda una co-

rriente

del

pensamiento

político ateniense que se había

expresado desde finales del siglo v,

en

los medios de los

demócratas

moderados,

partidarios

de la República de los

Campesinos o de la República de los hoplitas.

Para

estos

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hombres

más

directamente ligados a las realidades políti

cas, no se trataba de modificar el régimen de la

propiedad

ni de igualar o, al menos,

limitar

las fortunas

privadas:

el

triunfo de la

clase

media se vería garantizado

por la

exclu

sión pura y simple de los más pobres de la comunidad po

lítica. Los campesinos-hoplitas se convertirían en el so

porte

natural

del Estado ya

que

la

propiedad

campesina

constituye

por

excelencia

la representación

misma

de todo

equilibrio político. Si Eurípides Jenofonte y Aristóteles

cantan las alabanzas del campesino, es porque la posesión

de

una pequeña propiedad

le convierte

en

enemigo

de

las

revueltas y de la agitación del Angora,

en

adversario de la

política belicista

de

los demagogos. Es esta misma preocu

pación por

el equilibrio social y político lo

que

hace que

los

hombres

políticos

moderados

deseen

la

exclusión

de los asalariados del cuerpo cívico activo y que el ejer

cicio de los derechos políticos se reserve a la clase de los

caballeros y los hoplitas que coincide, en definitiva,

con

la

de los pequeños y medianos

propietarios

agrícolas. A

este

respecto es interesante citar las palabras que Jenofonte

pone en

boca de Teramenes, su jefe a finales del siglo v, y

que constituyen

un

verdadero programa de la oligarquía

moderada:

«En lo que a mí respecta, Critias, siempre he sido enemigo

de quienes

creen

que la

democracia

sólo

será

perfecta

cuando los esclavos y miserables que

acudan

a la ciudad

en busca de un dracma tengan parte en el gobierno; e

igualmente me he opuesto siempre a las ideas de quienes

piensan que no puede existir una

buena

oligarquía hasta

que

no sometan la ciudad

a

la tiranía

de

ciertas

personas.

Pero entenderse con aquéllos que

pueden

servir como ho

plitas y como caballeros, ésta es la política que yo he con-

58

siderado siempre la mejor y no he cambiado de opi

nión» 1).

Debemos confesar nuestra ignorancia en lo que respecta a

las modalidades

de

esta

exclusión

de

los

pobres. ¿Se

trata

de alejarlos pura y simplemente de la ciudad «privar

les de su

patria»

como dirá un adversario de estos mode

rados, o convertirlos en ciudadanos menores lo

que

Aris

tóteles a finales de siglo llama

ciudadanos

vasallos y

que

la

democracia

burguesa llamará más púdicamente

ciuda

danos pasivos? Nada nos permite emitir

un

juicio

sobre

este

problema

ya

que

las dos revoluciones oligárquicas

que

vivió Atenas a finales del siglo

v

y cuyo programa era

en

principio el de los moderados se interrumpieron brus

camente. Sin embargo éstos

no habían

renunciado a

hacer

triunfar sus

puntos

de vista, ya que al día siguiente de la

restauración

democrática del año 404,

trataron

de

que

se

promulgara un decreto que permitía el ejercicio de los de

rechos políticos sólo a aquéllos que poseían bienes inmue

bles. El decreto se rechazó y hasta el año 322 no pudo vol

ver a

plantearse

en Atenas la exclusión de los

pobres

de

la ciudad. Los partidarios de la República de los Hoplitas

no estaban menos convencidos del

buen

fundamento de

sus teorías. Pero de hecho, en una Atenas que se empobre

cía

cada

vez más, la democracia resultaba ser cada vez

más

claramente

el

gobierno

de los

pobres

y

la

misma

de

rrota del año 338 no trajo consigo el replanteamiento

del régimen.

Sin embargo continuamente se iba dibujando con mayor

claridad

en algunos teóricos políticos la

idea

de

que

exis

tía

otra

solución

para desembarazarse de

los más pobres,

naturales productores de revueltas: la colonización.

1) JENOFONTE Helénicas

II

59

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3

l

imperialismo de la colonización.

De hecho,

ésta había

sido

la

solución

adoptada por

los

griegos de los siglos VIII y VII. El gran movimiento de co

lonización que había tenido como consecuencia la crea

ción de ciudades griegas· en todas las costas del Medite

rráneo

no era solamente una consecuencia de las revuel

tas

que

habían estallado en

determinados

puntos del mun

do griego y de la crisis agrícola,

que

frecuentemente era

la causa de tales revueltas. Pero

aunque intervinieran

otros factores para obligar a los griegos al exílio,

no

por

ello

deja

de ser cierto que la colonización, especialmente

en

el

Sur de

Italia

y en Sicilia,

había

constituido

también

una forma

de resolver

esta

crisis. Sin embargo, las gran

des creaciones de colonias datan de finales del siglo

VI.

En el siglo v se

produce

un nuevo equilibrio a

causa

de

la hegemonía

que ejercen determinadas

ciudades

como

Atenas

sobre el resto

del

mundo

griego, hegemonía

que

permite

a la

ciudad dominante conservar

en su interior,

un precioso equilibrio

sin tener que salir

de los límites

de

su territorio.

Pero a comienzos del siglo

V

no es posible

ya

un impe

rialismo a expensas de los griegos. La

guerra

del Pelopo

neso ha significado en este sentido

un

momento decisivo

y los efímeros

intentos espartanos

y tebanos

demuestran

si había necesidad de ello, que en el siglo V ninguna ciu

dad

es

verdaderamente

capaz de

crear una

hegemonía so

bre

el resto del mundo griego.

l

mismo tiempo, las viejas

colonias se

emancipan

económica y políticamente.

Esto

ocurre tanto en la Italia Meridional en Sicilia como en

la región del Ponto. Por consiguiente, es preciso hallar

nuevas tierras de colonización

para

exportaT ese excedente

60

de

hombres que van

a

incrementar

las filas de los ejérci

tos de mercenarios y

son la presa

de todos los aventure

ros. De

ahí

la

aparición

de lo

que podríamos

llamar nue

vas teorías imperialistas.

Ya a comienzos de siglo se formulan, en la

Andbasis

de

Jenofonte,

cuando éste propone instalar en

Tracia a aqué

llos

que en

Grecia carecen del

sustento

necesario.

Es

cier

to

que

la Tracia

no

es una

terra incognita para

los griegos.

Pero

el poder cada

vez

mayor

de los reyes odrisios a fina

les del siglo v y comienzos del

IV

hacía

más

difícil la crea

ción de colonias

en su

país.

Sin

embargo,

puede

admitir

se que J enofonte pensaba

para

ello en aquellas regiones

de Tracia donde vivían tribus no organizadas políticamen

te, donde los indígenas,

para

utilizar

una

expresión

que

él

mismo emplea en Las Helénicas eran todavía abasileutoi

no sometidos a la autoridad del rey.

Pero este nuevo imperialismo tomará forma sobre todo

con Isócrates, en el siglo

IV.

Isócrates pensó en

algún

mo

mento también en Tracia, pero era sobre todo

el

Asia Me-

nor

lo

que le

parecía

que podía ser la tierra de

promisión

para las nuevas colonias, que presentarían sobre las anti

guas la ventaja de que en vez de

ser

colonias de una deter

minada

ciudad

serían colonias panhelén icas como ya se

había

pretendido que

lo

fuera

Zourioi en

el

siglo v). ¿Por

qué el Asia Menor?

Porque esta parte

del imperio

persa

que

resultaba

bastante familiar

para

los griegos,

parecía

relativamente fácil de conq uistar, dado

el

ocaso del poder

de los Aqueménidas.

Por consiguiente, la

conquista

de Asia era

el

objetivo

que

había que

proponer a una Grecia dividida

que

recupera

ría

de esta forma su independencia y

lograría

una nueva

unidad.

Pero precisamente

la

unión

panhelénica se pre-

6

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sentaba

como la condición previa

al

éxito. Ya en el 380,

en el Panegírico Isócrates lo

gritaba en

voz

alta

esperan-

do

que

Atenas

lograra realizar la

tan

deseada unión

de-

jando

a un lado

sus

ambiciones y

renunciando al

impe-

rialismo

agresivo

que la

había llevado

al borde de la

ruina.

Los hechos

iban

a

arrebatar

a

Isócrates sus

ilu-

siones

y, hacia mediados de

siglo,

pensaba que

sólo

un

hombre superior

sería ya capaz de lograr tal unión y

llevar a cabo con éxito la guerra contra Persia, y que

este

bombre

era Filipo de Macedonia, en el que la ma-

yoría de sus compatriotas veían

por

el contrario el

enemigo jurado de Atenas. Isócrates

moriría

poco des-

pués de la

batalla

de Queronea,

esa

victoria

militar

que

convertiría

a Filipo

en

el

h g mon

de

los griegos,

pero

Alejandro, el hijo de Filipo,

iba

a realizar

el

sueño de

viejo

orador

ateniense.

Isócrates se

había dado

perfectamente

cuenta

de

que

e

obstáculo

fundamental para la

unidad

de los griegos era

no sólo e

individualismo

de

las

ciudades, sino

también

y

sobre todo, las

luchas encarnizadas

que

enfrentaban unas

ciudades

con

otras

y que

eran el

reflejo

de un

grave dese-

quilibrio

político.

La

crisis

económica

y social sólo

podía

resolverse en

la

medida

en que

se

superara la

crisis po-

lítica.

lB.

Los teóricos frente a la

crisis

política

A

un

nivel

estrictamente

político, el

pensamiento

griego

del siglo IV

se presenta

a

la

vez

como heredero de toda la

corriente

sofista

que

lo

ha precedido

y

como testimonio

de la

evolución

contemporánea.

De

ahí su gran

originali-

dad

y

también

su futuro en

la

historia de las doctrinas

políticas.

62

A primera vista los pensadores griegos del siglo

IV

pare-

cían

sobre todo preocupados por que no se

les confundie-

ra

con

los sofistas. No

solamente lanzan

contra

ellos ata-

ques personales, sino que además, mientras que los sofis-

tas

proclamaban

abiertamente el

carácter

relativo de toda

ley, los escritores políticos del siglo IV

contrariamente

erigen la Ley en valor absoluto y muestran a este respecto

un conformismo total. Cuando tratan como había hecho

Herodoto de, clasificar las diferentes politeíai ponen en

Juego la mayona de las veCes como criterio esencial que

permite distinguir las buenas de las malas el respeto a las

leyes. Su condena de la democracia ateniense se

basa

en

sI; frecuente

violación

de

las leyes.

Sm embargo lo

veremos

con

más

detalle

cuando nos

refi-

r ~ o s

a

las

teorías monárquicas los teóricos políticos del

Siglo IV

no

son tan conformistas

ante

el

problema

de la

ley

como

parece a

primera

vista.

Su

concepción del

poder

absoluto del saber

fruto

de

una buena educación

les lleva

a

ad:nitir

que aquél o aquéllos

que

lo

d e t e n t a ~

pueden

modificar las leyes,

las

nomoi.

Pero

a

diferencia

de los

sofistas n?

j ~ s t i f i c n

esta

transgresión de las

leyes

por

una

supenondad

natural

del tipo que

sea ni

por

la

fuer-

za: sólo lo

autoriza

un

saber

paciente profundamente

adquirido.

Pero, a

de.ci:-

verdad

el

problema de

las leyes,

de su origen

y

su

relatiVidad,

se

desvanece

en

el siglo IV

tras

el proble-

ma fundamental de

la politeía:

frente al ocaso

de

la

de-

mocracia ateniense,

frente

a

la

grave crisis social y políti-

ca ql;'e

sacude al mundo

griego, los

escritores

políticos

d e l s l ~ l o

IV

han tratado de determinar cuál

sería

la

mejor

f1 0ltteta y algunos de ellos han

intentado

elaborar a par-

tIr de

la realidad una

Ciudad ideal.

63

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El término politeia

se

emplea

frecuentemente

en

el si-

glo IV con un significado bastante próximo al que los ju-

ristas romanos dieron a la palabra latina civitas: la poli

teia

es

l

derecho de

ciudad

y,

en

régimen democrático,

el derecho a participar en la vida política. Pero precisa-

mente porque

«participar

en la politeia» significa también

participar en la vida política tal como está organizada en

la Ciudad, el

término

politeia se convierte en sinónimo de

constitución: se trata entonces del orden establecido entre

los diferentes poderes. En resumen, cuando los teóricos

políticos del siglo V utilizan el término politeia le atribu-

yen en general un significado más rico, más matizado tam-

bién,

que

abarca el

conjunto

de

problemas

filosóficos y

morales que

se le plantean al hombre que vive en socie-

dad: así

Platón

define la politeia como el alimento del

hombre,

Isócrates dice

que

es

el

«alma» de la Ciudad y

Aristóteles

que

es su principio vital y

que

debe determi-

nar su objetivo final, al

que

todos los escritores del si-

glo

V

identificaban con la felicidad.

Según esto, es fácil deducir que su

búsqueda

de la politeia

ideal

no se iba

a limitar a un simple análisis crítico de las

instituciones políticas.

Tratando,

ante todo, de crear las

condiciones de la felicidad del

hombre, actuaban como

moralistas al

mismo tiempo que

como teóricos políticos.

Pero,

partiendo

de

un

análisis

de

la

realidad

concreta, a

partir de estare lidad tratarían de elaborar construccio-

nes que constituyeran una importante contribución a la

historia

de las

doctrinas

políticas. Y

por este

motivo iban

a

dar

al término politeia su sentido más general, el de

constitución,

que

se conserva hasta nuestros días.

Los escritores políticos del siglo IV habían heredado del

siglo anterior

una

clasificación de las politeiai a la que

6

solían

referirse

generalmente con ligeras modificaciones.

Se

reconocían

tres

tipos

fundamentales:

el gobierno de

demos o democracia; el gobierno de un

pequeño número

u

oligarquía; el

gobierno de

uno

solo o

monarquía.

1 La democraoia.

Suele

considerarse el

pensamiento político del siglo IV

como expresión de la hostilidad a la democracia atenien-

se

que dominaba

en aquellos

momentos

en los medios

cultivlados. De hecho, todos estos escritores,

estos fi-

lósofos

que

viven en Atenas, más o menos

inmersos en

la

vida

política de la ciudad, critican de buen grado un

régimen cuyo mismo principio, la

soberanía

del

demos

ignorante,

no podía

satisfacerles. Además,

el

medio social

al que la mayor

parte

de ellos pertenecían les impulsaba

a

rechazar

una

politeia basada

en

la igualdad

de todos,

de los buenos y los malos, los ricos y los pobres, los fi-

lósofos y los banausoi.

Pero más aún que los principios

era

la

realidad

misma

de la democracia ateniense

lo que

disgustab a a los· teóri-

cos políti cos:

el

demos en su opinión, se confundía

cada

vez más, en el siglo IV,

con

la masa de hombres

libres

po-

bres, y esto traía consigo la injusticia, la

anarquía,

el

abandono

de las leyes de los antepasados,

mientras

que la

miszoforía

la retribución

de los servicios públicos, acos-

tumbraba a los

ciudadanos

a la ociosidad y gravaba el

erario

público.

Sin

embargo, no todos

sacaban

las

mismas

consecuencias

de esta condena. Sólo Platón la consideraba irremediable.

En

su

opinión, el

parecer

de la multitud

no

podría

nunca

determinar lo

que era

justo

y lo

que no

lo

era.

En La Re-

65

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pública (492-b-c) describe de forma

sorprendente esa

falta

de juicio

que

es

propia

de la multitud reunida:

Cuando se

hallan

congregados en

gran número,

senta

dos todos

juntos en

asambleas, tribunales, teatros,

campa-

mentos

u

otras

reuniones públicas,

censuran

con gran al

boroto

algunas de las cosas

que

dicen o hacen, y otras las

alaban

del mismo modo, exageradamente en

uno

u otro

caso, y chillan y

aplauden;

y

retumban

las

piedras

y todo

el

lugar en que

se hallan,

redoblando

así el

estruendo

de

sus censuras o alabanzas ..

Platón llegaba a la conclusión de que era imposible que el

pueblo

fuera

filósofo. Su condena de la democracia enca

jaba

en el seno de su filosofía, especialmente en su teoría

del conocimiento y

su

concepción

aristocrática

de

la

cien

cia

reservada a

un

pequeño

número

de elegidos.

Es

cierto

que

en

ocasiones llegaba a reconocer

que

la democracia

podía

ser

un

régimen agradable en

el que

se vive bien y él

mismo

llegó a acostumbrarse después de su desgraciada

experiencia siciliana. Pero se trata de

una

concesión a la

realidad, contraria a todos sus principios.

Los otros escritores políticos del siglo IV defienden una

posición

mucho

más matizada.

Jenofonte

no se

opone

por

principio a la

soberanía

del demos. Lo

que

,critica es la

forma

extrema que

ha

adoptado

la democracia contempo

ránea y

en

el fondo su opinión, puesta en boca de Tera

menes

en

las

Helénicas

es que hay que reservar

los de

rechos políticos a aquellos que

pueden

mantener un equi

po de hoplitas y

asegurar

la defensa de la Ciudad.

~ s t

es

también el punto

de vista de Isócrates.

Si

conde

na vehementemente la democracia contemporánea, es

para

elogiar mejor la democracia de

sus

antepasados, de

la patrios politeia.

Este

rico

burgués

ateniense sólo consi-

66

dera como verdaderamente grave contra

el

régimen políti

co de su ciudad, los impuestos que éste

impone

a los

ricos. No rechaza la

soberanía

popular a condición de

que

se mantenga dentro de ciertos límites.

A esta conclusión llega

también

Aristóteles al cabo de

un

largo análisis consagrado a la democracia. Tampoco

él

se

muestra adversario

irreductible

del principio de la sobe

ranía popular.

En

efecto,

es

posible que,

aunque aisladamente

los

que

componen

la multitud no sean

hombres

superiores, ten

gan

un

valor mayor que

los

hombres

eminentes, cuando

están

reunidos; y ello porque se les

considera como

un

conjunto

y no uno por uno .. (1).

Esta superioridad puede

incluso

situarse en el

plano mo

ral,

ya que la multitud

es

más

difícil de

corromper que

un

número

reducido.

Sin

embargo,

aunque

coincide con Isó

crates en

que

el pueblo debe

participar en

las deliberacio

nes públicas, le niega el derecho a ejercer las magistratu

ras más importantes,

económicas y militares.

También

de

searía que la democracia fuera más respetuosa hacia la

leyes. Por este motivo es necesario que las decisiones más

importantes no sean tomadas por una asamblea tumul

tuosa: sólo los ciudadanos ilustres pueden decidir acerca

de la paz y de la guerra y de los

asuntos

más

importantes.

Esto contribuye

a

fragmentar

el

poder

deliberativo,

sin

incrementar al

mismo

tiempo el de los

magistrados,

los

cuales deben dar

muestras

de moderación en todos sus ac

tos, a fin de

ganarse

a las masas. Por otra parte, los

car-

gos públicos deben entrañar más obligaciones

que

benefi

cios, para

que

los

pobres

no

aspiren

a ellos.

,(1) ARISroTELES,

La Política

IlI, 1281 a pág. 87

67

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Así pues, Aristóteles admite el principio sobre el que se

basa la

democracia, pero a condición de hacer unas cuan

tascorrecciones

cuyo objeto fundamental es el de poner

fin al antagonismo

entre

pobres

Ticos,

que

tiene

p ~ r

es

cenario la democracia, e impedir que la d e m o ~ r a c a se

identifique, como ocurre en la Atenas contemporanea, c ~ n

el «gobierno de los pobres». Según esto, la democracIa

aristotélica

se

parece

bastante a las

fórmulas moderadas

de gobierno oligárquico que él preconizaba.

2 La oligarqula.

En

el

último tercio del siglo v entre los oligarcas se

manifestaban

dos tendencias,

una

moderada

y

otra

ex

tremista. Los moderados

no formulaban

ninguna

crítica

de principio al régimen d e ~ o c r á t i ~ o sólo

p r e t ~ n d í a n

excluir de

la

comunidad

pohtlca

a CIertas

categonas

so

ciales sobre todo a los .artesanos

y

a todos aquellos

que

integ;aban la

clase de los asalariados, los cuales

no

p o-

seían

nada

y, según palabras de Teramenes,

estaban

«dIs

puestos a vender

la

ciudad por

un

dracma» (1).

En

el siglo

IV

se conserva todavía el eco de este

programa

moderado. Jenofonte, a lo largo de

toda su

obra

canta

las

alabanzas de

la

clase campesina, insiste sobre el valor mo

ral

las cualidades militares del

hombre

~ c o s t u m b r a d ?

a

trabajar

los campos, sobre el valor educatIvo de

la

agn-

cultura verdadera escuela de virtud y previsión. I sócrates,

cuando evoca con nostalgia la patrios politeia no deja de

mencionar que entonces los c i u d a d a n o ~ vivían de l o ~ in

gresos de

la tierra

y ellos mismos servIan como hoplItas.

1)

et

supra.

68

Platón,

al

final de

su

vida,

elabora en Las Leyes una

Cons

titución que se parece

bastante

al

programa

de

la

oligar

quía moderada:

todos los ciudadanos de

su ciudad

mode

lo, que se elevarían a 5.040, reciben

un cleros

que los con

vierte

en

agricultores acomodados. Los artesanos, los co

merciantes, no tienen derecho de ciudadanía a los ciuda

danos les está prohibida

otra

actividad que

no

sea rural.

Mucho más evidente es la simpatía de Aristóteles

por la

oligarquía moderada. En

la

Athenaion Politeia no se olvi

da de elogíar

la

Constitución elaborada

en el año 411

es evidente que sus preferencias se inclinan por Tera

menes. Cuando pasa del nivel histórico al nivel teórico,

en La Política es perfectamente evidente que lo único

que hace es

sistematizar

la experiencia política de los

moderados atenienses. También él considera la clase de

los agricultores como la más firme políticamente: reteni

dos por su trabajo los campesinos

no

pueden permitirse

el lujo de celebrar frecuentes asambleas generales. Huyen

del

ágora

y les repugna el dictaT decretos a diestro y si

niestro. Una Constitución que descanse sobre

un

campesi

nado acomodado

es garantía de orden y de paz social.

como

ya

hemos apuntado

por

este motivo la recons

trucción de este campesinado acomodado era considerada

por todos los teóricos como la solución a todos los males

que aquejaban

a

la

ciudad. Pero ninguno de ellos se plan

teaba

las

condiciones concretas de

esta

reconstrucción que

suponía

una

nueva distribución de las tierras inimagí

nable

sin

una

revolución previa

en la

Grecia del siglo IV

Ahora bien, todos consideraban

la

revolución como

el

más

terrible de los males.

En

ese caso,

era

preferible

aceptar

los regímenes existentes. Esto nos explica

por

qué ningu-

.

no

de los teóricos políticos del siglo

IV se

planteó

una

ac-

69

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ción concreta

para

garantizar el triunfo

de

sus ideas. Tan-

to más cuanto que

en

la Atenas del siglo IV los moderados

eran

sobre todo pacifistas, deseosos de

mantener una

paz

relativa en el mar Egeo a fin de disminuir el peso de los

impuestos que recaían sobre los contribuyentes.

En

1

que se refiere a los extremistas, representados a

fi-

nales del siglo v

por

Critias y su

grupo

de jóvenes aristó-

cratas más o menos ligados a las corrientes sofistas. ha-

bían perdido prestigio

por

su doble fracaso, sus compro-

misos con Esparta y las violencias a que se habían entre-

gado durante

el

breve período de la tiranía de los Treinta.

Evidentemente,

cabe

preguntarse si Platón, al poner en

escena a Calides y Trasímaco,

hada

alusión a algún con-

temporáneo que

defendiera

las mismas

ideas.

En

cual-

quier

caso,

estaban

aislados, sin ninguna influencia real

en el plano político, y los grandes teóricos del siglo IV

sólo

mostraban

desconfianza y hostilidad

ante

estos hom-

bres

que defendían el crimen, la injusticia y el desprecio

a las ,leyes.

Pero tampoco aprobaban el nuevo significado

que había

asumido

la

oligarquía

en el

siglo IV, que cada vez se con-

fundía más con

1

que Jenofonte en

Las Memorias

llama

la

plutocracia,

es

decir, el gobierno de los ricos,

pIutoi

rista

era la

consecuencia de

una

evolución general en el

mundo

griego

que había situado

la

riqueza

de bienes

muebles a la misma altura que las formas más antiguas

basadas

en la

posesión de

la

tierra. En numerosas ciuda-

des

la

oligarquía significaba el gobierno de los ricos, y el

acceso a las magistraturas y funciones públicas dependía

de

la

posesión de

una

determinada fortuna. Pero los teóri-

cos no querían

esta

oligarquía basada en

la

riqueza. Aun-

que también en este caso habría que matizar: Isócrates o

70

Jenofonte no se mostraban hostiles hacia los ricos, sobre

todo el primero aunque despreciaban a los

banausoi

enri-

quecidos y a los comerciantes especuladores. Pero en Pla-

tón

la

condena es

total:

«¿No existe, en efecto -escribía en

La

RepúbUca- entre

la

riqueza

y la virtud una diferencia tal que, colocadas

ambas sobre los platillos de

una

balanza, siempre se mue-

ven en dirección contraria?» 550e).

Una oligarquía basada en el dinero es para él la peor de

todas las politeiai

Aristóteles, más realista, comprueba la existencia de este

tipo de oligarquías y busca la

forma

de hacerlas

más

acep-

tables para la masa de los pobres, a través de una serie

de

medidas

destinadas a

paliar

los inconvenientes de la

omnipotencia de los ricos: disminución de

la

cuota a fin

de

ampliar

el cuerpo deliberativo, participación limita-

da de los pobres

en

ciertos honores, como se practicaba

en Marsella o

en

Heraclea del Ponto, y,

por

supuesto,

respeto de las leyes, que constituye, como

en el

caso de

la

democracia,

la mejor

garantía

contra

cualquier tipo de ex-

cesos

Por esto es

importante

matizar

la

afirmación tradicional

del carácter oligárquico del pensamiento político griego

del siglo IV. Dentro de la tradición de

una

oligarquía mo-

derada, condena,

en

general, los excesos de los extremis-

tas.

En la

medida en que la oligarquía contemporánea

tiende cada vez más a confundirse con

l

gobierno de los

ricos, es igualmente rechazada. Pero, pese a todo, se

trata

de

un

pensamiento oligárquico, ya que, a grandes rasgos,

no

puede admitir una Ciudad perfecta si

no

está dirigida

por hombres que hayan recibido

una

cierta educación, 1

cual

supone tiempo

libre, bienestar material o bien

una

71

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organización de la sociedad tal, que la clase de los dirigen-

tes esté

totalmente libre

de las preocupaciones de su sub-

sistencia. El

lugar que

los pensadores griegos del siglo

IV

conceden a la educación, a la

Paideia

así como la

natura-

leza misma de esta educación, les llevan a

reservar

poco

a poco l derecho de dirigir la Ciudad a quienes hayan

recibido sus frutos. Esta exigencia alcanza su punto má-

ximo con Platón.

Toda

su obra tiende a demostrar que

el

poder

político debe

reservarse

al sabio, al filósofo,

es

de-

cir, al

hombre instruido

en lo

Justo,

lo Bello y

lo

Bueno,

el único capaz de alcanzar

el

conocimiento verdadero.

Sólo a él se debe confiar

el

gobierno de la Ciudad que

compartirá

con un pequeño

número

de elegidos.

Es

fácil

comprender

que

tales exigencias lleven a

la monarquía.

3. Las tendencias moruírquicas en

el

siglo IV.

Platón

no

fue el único

que

llegó a

estas

conclusiones. En

efecto, a través de las

doctrinas

políticas del siglo

V

se

perfilan tendencias monárquicas que anuncian y

preparan

la época helenística y constituyen el aspecto más original

de estas doctrinas. Pero

antes de

exponerlas es necesario

definir lo que un griego entendía

por

monarquía. Empeza-

remos

con una definición de Aristóteles:

«Las diferentes formas de

monarquía, escribe

él,

son

cua-

tro: una la de los tiempos heroicos (ésta se ejercía con el

asentimiento de los súbditos y en algunos casos por

un

tiempo limitado; el rey era general y juez y tenía autori-

dad en los asuntos religiosos); la segunda es la de los

bárbaros éste es un gobierno despótico y legal

fundado

en

la estirpe); la tercera, la

llamada aisymneteia

que es

una tiranía electiva) la cuarta, la de Laconia (ésta es,

72

para decirlo en cuatro palabras, un

generalato

vitalicio

fundado

en la estirpe).

Hay

una

quinta forma de mo-

narquía,

en la que un individuo tiene autoridad

sobre

todas las cosas .. »

1).

Si

dejamos

a un lado la

aisymneteia

fenómeno

transitorio

que

apareció

en

la época arcaica en algunas ciudades coin-

cidiendo

con

la redacción de las leyes, los griegos conocían

u ~ t ~ o

tipos de

monarquías:

la

monarquía

heroica, la

que

eXlstIa en

Esparta,

la

monarquía persa

y la tiranía.

Es

evidente

que

las dos

primeras

formas de

monarquía

ofrecían

muy

pocos atractivos

para

los adversarios de la

democracia,

partidarios de

un régimen fuerte, de un go-

bierno más eficaz que pusiera fin a la anarquía y restable-

ciera el orden

y la

seguridad: en

lo

que respecta

a

la

mo-

narquía

oriental, a la

intelligentsia

ateniense, le

parecía

inaceptable porque reducía a los súbditos a la condición

de esclavos,

lo que

era incompatible

con

la

libertad

del

hombre griego.

Pero

los

griegos

no podían

tampoco

preconizar

una vuelta

a la tiranía que habían conocido sus antepasados. En efec-

to, si bien es

cierto

que

estas tiranías

de antaño habían

presentado aspectos positivos que algunos autores esta-

ban dispuestos a reconocer, como lo demuestran las apre-

ciaciones de Aristóteles

sobre Pisítrato

o sobre

Periandro

de Corinto,

habían

ido acomp añadas d e violencias

que

las

tiranías

contemporáneas, especialmente la de Denis en Si-

racusa, habían sacado de nuevo a la luz, sin los aspectos

positivos

que

presentaban las

tiranías

antiguas. Según

esto, la tiranía sólo presentaba

un

balance negativo.

Se

presentaba como

un poder absoluto y arbitrario que sólo

1) ARISTÓTELES,

a

Poli/ica nI , 1285

b

pág. 99.

73

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se preocupaba de los intereses del propio tirano despre-

ciando los de todos los demás. Alcanzado

el

poder,

el

tira-

no

sólo piensa en robar a los ricos, ya que necesita dinero

para

satisfacer sus placeres y

para pagar

los servicios de

sus mercenarios, sobre cuya fuerza descansa su autoridad.

Con

tal

de hacerse dueño de la Ciudad,

no

vacila

en

pro-

meter la

supresión de las deudas y

la

distribución de las

tierras, es decir, los dos principales

puntos

del

programa

revolucionario

en

el mundo griego del siglo IV.

Y,

sin em-

bargo, los mismos pobres,

que son

los

que

con sus votos

han

contribuido a

la

ascensión del tirano,

no tardan

en

arrepentirse. La tiranía engendra la miseria:

• para que el pueblo tenga necesidad de

un

caudillo y

también para que

los ciudadanos, empobrecidos

por

los

impuestos, tengan

que

preocuparse de sus necesidades co-

tidianas y conspiren menos contra él» 1).

Por último,

la

tiranía engendra también la ruina moral de

los ciudadanos:

la

delación se convierte

en

práctica habi-

tual. Las reuniones de amigos, las comidas

en

común, todo

lo que hace atractiva la vida de

un

hombre libre, debe

suprimirse, ya que el tirano vive en el continuo temor de

conspiraciones. El miedo reina en la ciudad, ya que

cada

individuo es

para

sus semejantes un posible enemigo. La

tiranía termina de este modo envileciendo a los ciudada-

nos, haciendo

nacer entre

ellos la desconfianza,

arrebatán-

doles toda posibilidad de acción. Esto puede equipararse

con

el

envilecimiento del bárbaro ante el rey todopodero-

so. Por consiguiente, al igual que la monarquía persa, la

tiranía no

es digna del

hombre

griego. ¿Quiere

esto

decir

1) PLATÓN La República 566-567 a Versión bilingüe por J. M. abón

Madrid, 1949.

74

que debe rechazarse el principio del gobierno de

un

hom-

bre

solo? No lo parece. Lo que se reprocha al tirano no es

hecho de s ~ r é.l el único

que

decide, sino el

que

lo haga

sm una

s U p e n ~ t ; d a d

m o r ~

o intelectual

que pueda

justi-

ficar su sItuaclOn preemmente, actuando de este modo

no

en beneficio de todos, sino

para

satisfacer sus

propios

intereses. ~ o r el contrario, el príncipe monárquico, lejos

de ser nOCIVO, puede constituir

una

fuente de beneficios

para

la Ciudad. Pero es preciso entonces que el hombre

que

~ i e n e en sus manos la

totalidad

del poder sea digno

de eJercerlo: los teóricos políticos del siglo IV

oponen

al

tirano lo que ellos

llaman

el Rey, y lo

presentan

como

su

negativo,

un

negativo adornado de

todas

las cualidades

que

le faltan al

primero.

El Rey se opone al

tirano por su

mismo origen:

«Ya los orígenes de

una

y

otra monarquía son

opuestos:

la realeza surge

para

la defensa de las clases superiores

c o n t r ~ pueblo, el rey se

nombra entre

aquéllos

por

su

supeno;Idad en

VIrtud o en las actividades que de la vir-

tud

denvan

o cualquier superioridad de

la misma índole

el tirano sale del pueblo y de la muchedumbre contra l o ~

selectos, a

fin

de que el pueblo no sufra ninguna injusticia

por parte

de aquéllos» 1).

Lejos de

perturbar

el orden, quiere y debe proteger a «1os

ricos

propietarios contra las

injusticias y al pueblo

contra

los u l t r a j e ~ » . ser su autoridad libremente aceptada por

todos, nadIe pIensa en derrocarle a no ser

por

motivos in-

confesables o injustificados. Y, sobre todo, garantiza el

mantenimiento del orden, ya que su poder es eficaz.

Esta eficacia le parece a Isócrates

la

mejor justificación

1) ARISTÓTELES,

La Política

VIII, 1310 b

pág.

231.

75

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del poder monárquico: en su

Nicocles

insiste sobre las

cualidades que le

parecen

esenciales, éstas

son la

perma-

nencia y

la unidad, la primera

garantiza

la continuidad

de

la

política de

la

Ciudad y

la

segunda evita

la

reparti-

ción

de

responsabilidades que conduciría a

la

irresponsa

bilidad. La

misma

idea se halla expuesta

en Arquídamo

cuando

compara

los ejércitos sometidos a

las

órdenes

de

numerosos jefes irresponsables

con

el ejército ideal some

tido a

un

solo jefe dotado de

una autoridad

sin límites.

Ciertamente, el

orador

ateniense pensaba entonces en las

fuerzas de su ciudad enfrentadas

con

las

de

Filipo

de

Macedonia.

Esta

preocupación

por la

eficacÍa

en la

acción, si bien es

cierto

que

se

halla en

todos los teóricos,

sin embargo no

es predominante. Los pensadores griegos del siglo IV se

preocupan más

por

las implicaciones morales de

la

políti

ca que

por la

política propiamente dicha. Platón, J enofon

te, Isócrates, Aristóteles, afirman con más o menos fuerza

la

necesidad,

para reformar

la Ciudad, de hacer mejores

a los ciudadanos y, para lograrlo, poner el

poder en

manos

de

un

hombre predestinado, un hombre superior,

el

úni-

co capaz, a través de

su

ejemplo, de realizar las transfor

maciones que exigen la anarquía contemporánea y los de

sórdenes políticos y sociales. La expresión más perfecta

de

esta

concepción

de

la

monarquía real

se

halla

en

el

filó

sofo-rey de

La República

de Platón. Constatando éste que

ninguna

de las

politeiai

actuales

resulta

convincente

para

el verdadero sabio, piensa que no hallará una verdadera

solución

para

los

problemas

de

la

Ciudad

hasta

que:

• ese pequeño número de filósofos a quienes se conside

ra

no

nefastos sino inútiles,

se

vean obligados

por

las

circunstancias a ocuparse, de

buena

o de

mala

gana, de

76

la Ciudad, y

la

Ciudad

se

vea obligada a obedecerlos o

hasta que

las casas reales, o los reyes actuales o sus hi.

S

e llen .. ' d· JOS

en, por mspIraClOn Ivina, de

un

auténtico

amor

por la verdadera

filosofía»

(1).

Sólo entonces, cuando el filósofo haya tomado el

pod

P?drá

transformar a las masas y garantizar su f e l i c i d ~

Sm

embargo, P l ~ t ó n . en

su

diálogo, no se

muestra

todavía

firmemente p ~ : t I d a r I o del gobierno de un solo hombre.

Pero

en

los .dIalogos posteriores,

en l Político

y

en Las

Leyes

Platón se define más claramente como monárquico

desde r: 0mento

en

que,

en la

práctica,

trata de hallar

para

SIcIha

un

rey-filósofo. Ya sabemos

hasta

qué punto

estas .experiencias sicilianas iban a ser decepcionantes

para

a

t o ~ o en

Las Leyes

llega a

la

conclusión de

que

SI

eXIste

un

dIa

un hombre

de

carácter

verdaderamen

te

real

habrá

que confiarle la dirección de

la

Ciudad ya

que.

cuando el hombre

que detenta el

poder

es a

la

vez

s ~ b l O

y

prudente,

entonces se realiza la

politeia

ideal y la

CIUdad alcanza

verdaderamente la

felicidad. Aristóteles

llega

la ;nisma

conclusión,

aunque

con

un

poco más

de retICenCIaS.

¿En

qué reside

esta

superioridad que justifica el gobier

no real? Con

Platón

la respuesta es sencilla:

el

rey, ya

lo hemos visto, debe

ser un

filósofo, es decir,

haber

al

canza?o

la

más elevada

virtud

moral y el conocimiento

s ~ p ~ r I o r

del Sabio. Sólo él posee

la verdadera

ciencia,

dIstmgue lo Justo de lo Injusto, el Bien del Mal. Jeno

fonte o .Isócrates no tienen

tan

elevadas exigencias mo

rales.

Sm

embargo, también fonnulan

la

necesidad de

que el rey posea

un

conocimiento superior,

fruto la

mayo-

 1) PLATÓN El Político

cit.,

499

b c.

77

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ría de las

veces

de la

experiencia. Así,

Jenofonte señala en

La Ciropedia

que los

hombres

obedecen

de mejor grado

al que creen que

conoce

mejor que

ellos

mismos sus

pro

pios intereses»,

mientras que Isócrates invita al joven

rey

de

Chipre,

en una carta,

a

que se inspire en

la filosofía y

en la experiencia cotidiana, y termina:

Piensa

que

la conducta

más

digna de un rey

estriba

en no

ser esclavo de ningún

placer

y

dominar más

sus deseos

que a sus compatriotas»

(1).

Pero una vez establecida la

superioridad

del rey

sobre

sus

súbditos, es necesario fijar sus límites,

preguntarse

en

qué

medida

se acomoda al respeto debido a las ley/'s de la Ciu

dad. Como

ya

hemos visto, los teóricos políticos del si

glo IV están todos de acuerdo en

hacer

del respeto a las

leyes

el criterio que

distingue

las buenas

Constituciones

de

las malas.

En esto se diferencia el Rey del tirano. Jeno

fonte dice de Agesilao, rey de

Esparta:

«Entre

los mayores servicios

que

ha

hecho

a su país, yo

destaco el que habiendo sido el

más

poderoso en la ciu

dad,

haya

sido

también

el

más

sometido a las leyes» (2).

Pero las cosas no son tan

sencillas:

el poder

absoluto

del

rey

se justifica

por el

hecho

de

que es superior

a

sus

súb

ditos, de

que ha

adquirido por

la

experiencia o por una

gracia

divina un

saber superior al común de

los

mortales.

Pero

este

hombre

que está por encima de los

demás

hom

bres, ¿no puede también situarse

por

encima de

las leyes

humanas, y por

encima de las

leyes

de la

Ciudad?

Platón

responde

afirmativamente.

En

la

medida

en

que

las

leyes

han sido

creadas por

la masa ignorante, son

resultado

de

1)

A Nicocles

29.

2)

Agesilao VIL

78

la experiencia

más que

del saber, y

es

evidente

que

el filó

sofo

no

se someteria

incondicionalmente

a ellas. Es cierto

que es

totalmente

inadmisible

rebelarse

contra

las

leyes'

por

este

motivo

Sócrates

ha

obrado rectamente

c e p t a n d ~

s.u suerte. Pero

el Rey-filósofo, que

necesita de una total

hbert,,;d

para c o n s t ~ i r

el

Estado

ideal y

no puede

obrar

mal,. tIene que

prescmdir

de todo el pasado.

Platon en uno

de

sus

últimos diálogos, l Político formu

la

los

más

extraordinarios argumentos a

favor de la

li

b e r t ~ d

del Rey

ante una

ley

inadecuada

a las transfor

maCIOnes de una realidad siempre variable:

«Entre la.s

politeiai sólo

será verdadera

politeia

la que

p r e s ~ n t e Jefes d o t ~ d o s . de una ciencia

auténtica

y no de

un SImulacro .de cIenCIa; y el que sus jefes

respeten

las

leyes o

las

olVIden,

que sean aceptados

o

simplemente

so

p o ~ t a d o s . ricos o pobres, nada de esto debe importar ..

SI ~ e c e s I t a ? matar o exilar a unos u

otros

para purgar o

lrm1.'Iar la CIUdad, exportar colonias como se enjambran

abejas para hace;-Ia

más

pequeña, o bien importar ciuda

danos del

extranjero

y crear nuevos ciudadanos para ha

cerla J? lás. ~ r a n d e siempre que se ayuden de la ciencia y

·.de la JustICIa

para

conservarla, y de

mala

convertirla en

la

~ e j o r

p o s i ~ l e

es e n t o n c ~ s

cuando una politeia así de

fimda

se

conVIerte

en la úmca

politeia

recta»

(1).

?e

esta

f ~ r m a

Platón acepta el recurso

a

la

violencia: el

~ e f e o los Jefes ?e

la Ciudad podrán exilar

matar a quien

Juzguen o n ~ e m e n t e y no

necesitarán

el

consentimiento

de

t?dos

para Imponerse.

Su

origen

importa muy

poco y la

r I q u ~ z a

no

constituye en absoluto un privilegio.

Pero

es

preCISO

que

el político o los políticos estén

en posesión

de

1)

l Politico 93 d·c.

79

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la verdadera ciencia. Así, Platón denuncia tanto los re

gímenes

en que

el ejercicio del

poder

se

basa en la.

pose

sión de

una determinada fort una

como

la

democracIa ate

niense,

en la que

los dirigentes ignorantes

pretenden ser

capaces de juzgarlo todo. Resulta interesante

ver

cómo

Platón incluye

entre

los actos

que un

político puede reali

zar

con

toda libertad la

fundación de

una

colonia o

la

crea

ción de

neopolitai.

Cabe

suponer que en

el

primer

caso

Platón pensaba, quizás,

en

las hazañas de los tiranos

de

Sicilia,

pero también en

esa colonización de nuevo tipo

con

la

que soñaban, como ya hemos tenido ocasión de ver,

cÍertos pensadores del siglo

IV

que veían

en

ella

una

for

ma

de librarse de los elementos más turbulentos

En

lo

que respecta a

la

creación de neopolitai,

no era

conside

rada

como algo positivo

por todos

aquellos

que corrían el

peligro de tener que compartir con otros los privilegi?s

relativos a

la

condición de ciudadanos. Es cierto que Ans

tóteles hacía de esto uno de los criterios de la evolución

democrática, basándose fundamentalmente en el ejemplo

de Clístenes. y sabemos muy

bien

que los tiranos se apre

suraban en conceder a sus partidarios la categoría de ciu

dadanos. Pero

la

democracia ateniense del siglo Ivaprecia-

ba el

derecho de ciudadanía y lo distribuía, lentamente;

nada más triunfar

la

restauración

democrática del 404-403,

se puso de nuevo en vigor la ley de Pericles del 451. Por

consiguiente,

el

reconocimiento

por parte de

Platón

de

la

libertad del político era

una

medida ilegal a los ojos de

sus compatriotas

Sin embargo,

en todo

caso, es necesario

tener en cuenta

que la misión de éste

sería

precisamente hacer mejores

de lo que eran antes tanto a los nuevos como a los anti

guos ciudadanos.

80

Así, en

l

Político, Platón

da una

definición de la monar

quía absoluta

en la

que toda soberanía reside de ahora

en

adelante

en

la persona del Rey, del jefe superior, al que

t ~ o s

deben someterse. Pero

este

mismo diálogo,

que

en-

CIerra

una

condena de la Ley con la que los sofistas se

mostrarían de acuerdo, esboza ya una vuelta hacia ese res

peto debido a las leyes que Platón defendía

en

sus prime

ras

obras y que justifica el título mismo de su último Diá

logo.

En

efecto, el respeto a las leyes es necesario, pero

como segunda opción. No hay más que una verdadera po-

l ~ t ~ i a aquélla en la que el poder absoluto

pertenece

al po

IItIco, al que sabe y no tiene necesidad de inspirarse en

leyes promulgadas

por

sus antepasados o

por

él mismo

cuando han dejado de responder a la realidad del momen

to. Las

otras politeiai no san

más

que

imitaciones de

esta

verdadera politeia. Sin embargo,

para

subsistir necesitan

imponer el respeto a las leyes y

castigar

a quien no las

cumpla, y la distinción

entre

buenas y

malas politeiai

se

basa en este criterio. Pero esto no tiene ningún valor en lo

que al político se refiere. Platón concluye así:

Pero no surge

un

rey

en

las ciudades igual

que

nace

en

las

c ~ l m . e n a s

singular desde el

primer momento por

su

supenondad

de cuerpo y alma, es necesario entonces reu

nirse

para

escribir códigos,

tratando

de seguir los pasos

de la única verdadera politeia» 1).

Los otros escritores políticos del siglo

IV

ofrecen sobre el

problema

de

la

monarquía opiniones menos matizadas y

complejas. Isócrates, que glorifica a Teseo, el rey legenda

rio de Atenas, e insiste sobre

su

respeto a las leyes afirma

en

otro

discurso que «la voluntad de los reyes es' la más

. 1) PLATÓN op cit 301 a

81

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imperiosa de las leyes», no vacilando en contradecirse si

así era necesario. En cuanto a Aristóteles,

termina

así su

análisis de la monarquía:

«Si

hay algún individuo

o

más de uno, pero no

tantos

que

por sí solos

puedan

constituir la ciudad entera, tan exce-

lentes

por su superior

virtud que

ni la

virtud ni

la

cidad política

de

todos

los

demás puedan compararse con

l s

suyas

si

son varios y

si es uno

solo con

l

suya

ya no se les deberá considerar como una parte de

la

ciudad, pues

se

los tratará

injustamente

si se los

juzga

dignos

de

iguales derechos que los demás,

siendo

ellos tan

desiguales en

virtud

y capacidad política; es natural, en

efecto, que

un hombre tal

fuera

como un

dios

entre

los

hombres.

De donde

resulta también

evidente

que la

le-

gislación sólo se refiere necesariamente a hombres iguales

tanto

en linaje como en capacidad. En cuanto a los que

se elevan a

un

nivel superior

al

de los

otros hombres, las

leyes

no se aplican

a ellos,

porque

ellos

mismos son su

propia

ley» 1).

Este texto merece varias observaciones:

Aristóteles

insiste

en

el

carácter

excepcional

de esta superioridad.

No

cree

en absoluto ¡ él, el maestro de Alejandro )

en

la existen-

cia de

tales

hombres

extraordinariamente dotados. Pero

admite

tal

posibilidad y saca de ello todas las consecuen-

cias lógicas. y concluye su razonamiento diciendo que hay

que considerar a un ser de esta especie «como un dios

entre los hombres».

Pero entonces se plantea un último problema: una vez

admitida

la superioridad de un individuo, una vez acepta-

da libremente la obediencia a sus decretos y a

su

voluntad,

1)

ARISTÓTELES

La Política II , 1284

a pág. 94.

82

¿puede admitirse que

esta

superioridad

sea

transmitible?

Resulta

evidente

que, en el siglo

IV, no es

el nacimiento

10

que puede justificar el acceso a la monarquía. Ya sea la

superioridad moral,

intelectual,

ya

abrace todos

los cam-

pos

de

la actividad humana,

es,

en primer

lugar,

personal.

Efectivamente, Platón

admite

que la ciencia

real

no es he-

reditaria:

La República no

establece

compartimientos es-

tancos entre las

tres clases

de ciudadanos. Pero

en otros

autores aparece la justificación del

poder

hereditario por

medio

del

hombre

providencial:

desde

luego, si la auto-

ridad es el fruto de un

saber

pacientemente adquirido, es

también

el resultado de una elección de los dioses que

inspiran a ciertos

hombres

que, a través de la

palabra

o

de

la

acción,

han

de

dirigir

a los demás.

Entonces,

si

la

divinidad puede elegir a un individuo, puede

también

ele-

gir

a

una

familia. Es

la

conclusión a

que

llega Aristóteles:

"Por tanto, cuando

se

el caso

de que toda una familia

o

cualquier individuo entre

los demás, descuella

tanto

por

su virtud

que

la suya esté

por encima de

la

del

resto,

entonces será justo que esa

familia

sea

regia y ejer-

za soberanía sobre

todos,

y

que

ese individuo

sea

rey» 1),

Así, los grandes teóricos políticos del siglo IV, a través de

sus contradicciones,

sus

reticencias, y

también las

pre-

cauciones a que se

veían

obligados

al

vivir y escribir en

la

ciudad

«que

más

detesta

el

poder autoritario»,

terminan

confesándose

partidarios

del

poder

de uno. Cabe pre-

guntarse en

qué

medida estas teorías

superan

el marco de

un

círculo

limitado de

«intelectuales» enemigos

de la

de-

mocracia. No es fácil responder a esta pregunta, ya que es

. 1) ARISTÓTELES

La Política

II , 1288 a pg. 106·7.

83

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casi imposible conocer la opinión de otros griegos, incluso

limitándonos a Atenas, de esa minoría activa que acos

tumbraba a seguir regularmente las sesiones de la Asam

blea

y del

Tribunal

y

que constituía el principal

apoyo de

los oradores populares. Puede

ser

que se

m a n i f e ~ t a r a

tre

ellos

una

cierta nostalgia

por

un hombre provIdencIal,

ligada a

su

desapego

ante

la democracia,

ante el

funcio

namiento

regular y, más

marcadamente

aún,

ante toda

actividad política concreta. La admiraci?n

por

cierto.s

hombres

políticos parece

un

fenómeno eVIdente

en

el

SI-

glo IV Ya a finales del siglo anterior, Alcibíades

había

despertado

entre

sus compatriotas

un

e n t r ~ i a s m o que

basaba

más

en su persona

que

en

sus

mentas.

En

el

SI-

glo

IV

son los estrategas los que tienden a

situarse por

en

cima de las leyes de

la

Ciudad, apoyándose

en

el

ascen

diente que tienen

sobre

sus soldados.

Para

todos los des

heredados, los pobres obligados a venderse como merce

narios el caudillo que obtiene

la

victoria, consiguiendo al

mism;

tiempo los medios

para

garantizar

la

subsistencia

de sus hombres es a

la

vez

la

Ley y

la

Patria

por

cima de las leyes de

la

Ciudad o cualquier

otro

tIpO

de ley. .

ero

esta

mística del caudIllo, aunque eXIste eVldentemen-

te en el mundo concreto de los mercenarios, ¿se da tam

bién entre los ciudadanos pobres de Atenas, los que asis

ten

a las sesiones de la

Ecclesia

discuten

en

el Agora

o

descargan el trigo

en

los muelles del Pireo? La respuesta

ha

de basarse en datos muy someros. Aristófanes insiste

en el hecho de que

la

opinión pública de Atenas desconffa

de todos los aspirantes a

la

tiranía , y los numerosOs decre

tos por los que el demos

ha

concretado las medidas que

habrían de tomarse contra tal peligro constituyen un tes-

84

timonio de esta desconfianza. Platón afirma que el demos

teme por encima de todo a los hombres superiores e Isó

crates, dirigiéndose al rey de Macedonia, Filipo n ob

serva:

« Los griegos no están acostumbrados a

soportar

la mo

narquía mientras que otros pueblos no pueden regular su

vida sin

esta

forma de dominación» 1).

En

efecto, los atenienses

por

lo menos

permanecían

ape

gados a la democracia y contrarios a todo lo que pudiera

recordar la tiranía

de PisÍstrato.

En lo

que

respecta

a los

demás griegos, hemos de confesar que ignoramos lo que

pensaban. Pero el cuidado

con que

defendieron sus insti

tuciones tradicionales

tanto bajo la

dominación macedó

nica como

bajo la

de Roma, testimonia

que no eran

sen

sibles

al

desarrollo de las doctrinas monárquicas. Éstas,

en

cualquier caso,

traducían

las preocupaciones de

un

pe

queño grupo

de

intelectuales, inquietos

ante

el desequili

brio social y político y dispuestos a

poner su

confianza

en

un monarca que pusiera

fin a la miseria general.

Pero

este

tipo de hombres

eran

raros

en

el

mundo de

las

ciudades griegas del siglo

IV.

Los caudillos de los mercena

rios

que en

algún momento se hicieron dueños del

poder

eran

considerados

más

como tiranos que como reyes bien

hechores y sabemos muy bien

la

decepción

que

Platón ex

perimentó

en

Siracusa cuando

trató

de convertir a. sus

ideas a Denis y a

su

joven

hijo.

Es

cierto

que

algunos de

estos tiranos

trataron

de comportarse como filósofos,

como es el caso de Arquitas de Tarento o Hermodoro de

Atarbea, amigo de Aristóteles. Pero se

trataba

de experien

cias limitadas

al

margen del mundo griego propiamente

1)

ISÓCRATES

A Filipo.

85

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dicho. Los griegos en

su

gran mayoría

eran

contrarios a

la

monarquía, y sobre todo

eran

incapaces de concebir

la

monarquía fuera del marco de

la

Ciudad: l rey ideal cuyo

retrato

dibujan

los teóricos políticos sólo

puede ejercer

su autoridad dentro de este rígido marco. Ninguno se

plantea

la idea de

una monarquía

nacional.

4 Los limites del panhelenismo en el siglo

IV.

La crisis política

que

afectaba

al mundo

griego

en

l si-

glo IV hubiera podido desembocar en la

absorción

de la

ciudad en el seno de un marco más amplio de un Estado

griego capaz de resistir a las presiones del mundo

exterior

y concretamente a

partir

del

año

359 de Fil ip?

de.

~ ~ c e -

donia. No ocurrió

nada

de esto y fue

una

GreCIa dIVIdIda

la

que sucumbió

en

el 338

en

Queronea. Algunos autores

modernos

han

lamentado que el excesivo individualismo

inherente al espíritu de

la

Ciudad haya precipitado l fin

de

la

civilización clásica griega. Y este mismo razonamien-

to

les

ha

llevado a ensalzar las corrientes panhelénicas

que empezaban a dibujarse

en

el

p ~ n s m i e n t o p o l í ~ i c o

griego del siglo IV

Por

esto resultara mteresante c o n s l ~ :

rar este problema si se quiere comprender

tanto

la ongl-

nalidad como las limitaciones de las doctrinas políticas

griegas. No

puede

negarse el hecho de

que

I?s griegos

seían l sentimiento de pertenecer a

una

mIsma comum-

dad

por

encima de las fronteras de sus ciudades respecti-

vas. Rerodoto daba ya en el siglo v

una

definición de esta

comunidad en la que intervenían no sólo los fundamentos

étnicos sino también las nociones de lengua religión y -

vilización por las que los griegos se distinguían de todos

los demás

hombres.

En

el

siglo IV la unidad lingüística y

86

la unidad religiosa se

habían

fortalecido. La dominación

ejercida

por Atenas en todos los campos de la civilización

en el siglo v

había

contribuido en gran medida a acelerar

el

proceso de unificación. La

Iwiné

la

lengua

común en la

que se

expresaban todas las personas cultas

estaba ya

for-

mada. Atenas

había

impuesto sus métodos comerciales

su

sistema

de pesos y medidas así como su

politeia o

as

concepciones estéticas de sus artistas.

El

imperialismo ate-

niense había sentado de este modo las bases de

una futura

comunidad helénica realizada bajo

la

égida de Atenas.

Destruido el imperio esta comunidad siguió existiendo.

Los aliados levantados

contra la

dominación ateniense que

rechazaban

la

democracia que se les imponía renuncian-

do quizás a renovar los tratados comerciales con Atenas

no dejaban

por

ello

de proclamar su

pertenencia a

u n ~

civilización cuyo esplendor les iluminaba.

En

el plano religioso los grandes santuarios con motivo

de las fiestas panhelénicas seguían acogiendo a los delega-

dos que llegaban de todos los rincones del mundo griego.

y éste se abría cada vez más a las religiones orientales al

mismo tiempo que seguía manteniendo su originalidad re-

ligiosa.

Cabe preguntarse en qué medida el sentimiento de esta

comunidad se había extendido por todas

partes.

No debe-

mos olvidar que en lo

que

respecta a este problema como

a

tantos

otros,

nuestra

documentación se refiere casi

ex-

clusivamente a Atenas lo que contribuye en gran medida

a falsear las perspectivas. Respecto a

esta

ciudad

por

lo

menos poseemos elementos de juicio. El teatro,

forma

de

expresión eminentemente popular

abunda en

profesiones

de fe panhelénicas

que

van generalmente acompañadas de

la

afirmación

de la

superioridad de los griegos

sobre

los

87

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bárbaros.

Los oradores políticos recurren frecuentemente

al argumento de la defensa helénica y la fuerza propagan

dística contenida en la evocación de las hazañas de las

guerras

médicas indica igualmente

que

los atenienses

eran en su

mayoría, conscientes de

que formaban

parte

de una comunidad

más

extensa, la de los helenos.

Por otra

parte

las frases

que

los

historiadores

atenien

ses

atribuyen

a ciertos

hombres

políticos de

otras

ciu

dades griegas

testimonian que este

sentimiento existía

también

en Siracusa,

en

Tebas, en Corinto o

en Esparta.

¿

Este

sentimiento llevó a teorías panhelénicas? A de

cir

verdad,

este tipo

de teorías

raramente

se expresa

ban

de una forma concreta, tanto más cuanto que a co

mienzos del siglo

IV

la

guerra

de Peloponeso y sus se

cuelas

habían despertado el

antagonismo

entre

las ciuda

des. Las devastaciones y las represiones

unidas

a la

dura

dominación ejercida

por

Esparta al suceder a Atena.,

no

crearon condiciones favorables

para

el nacimiento o rena- .

cimiento de

un

sentimiento panhelénico. Más

aún

en

e

transcurso de la guerra se habían firmado alianzas con e

gran Rey y sus

sátrapas

gentes que por su raza y cultura

se distinguían de los griegos.

Sin embargo, es a comienzos del siglo IV en los

años

in

mediatamente

posteriores

al final de la guerra,

cuando

empieza a extenderse la moda de los discursos «olímpi

cos», primera expresión de lo

que podríamos

llamar doc

trinas panhelénicas. Conocemos

tres

de estos discursos

olímpicos, dos que llegaron a ser

realmente

pronunciados,

uno

por

el

siciliano Gorgias y el otro por

el

meteco ate

niense Lisias;

el tercero

era un simple ejercicio de retóri

ca, un modelo ofrecido por Isócrates a sus discípulos.

Del discurso olímpico de Gorgias sólo

nos

han llegado

88

fragmentos. El célebre orador de Leontinos, evocando el

recuerdo

de las

guerras

médicas,

predicaba

la concordia

entre los griegos y la lucha contra los bárbaros es decir,

contra

los persas.

Se trataba

de

un

discurso trivial,

en el

que se utilizaban los mismos argumentos de los que ya ha

bían abusado

los escritores y

hombres

políticos atenien

ses del período anterior. Conocemos

mejor el

discurso de

Lisias, cuyo comienzo nos

ha

sido transmitido

por

Denis

de Halicarnaso. Lisias, de origen siracusano, invita a los

griegos a unirse

para

derrocar al tirano que reInaba sobre

su patria

perdida

para lo cual debían olvidar sus quere

llas. Pero

esta

unidad dictada por las circunstancias,

no

parecía de ningún modo ir a desembocar en una unidad

orgánica, y si se aspiraba a la unión de todos los griegos,

esta unión se planteaba

fundamentalmente

en el plano mi

litar

en

pro

de las necesidades de

la

causa.

En e Panegírico de Isócrates, obra compuesta

con

cuida

do,

el

problema resulta más complejo y el juicio debe ser

más matizado. Es cierto, tal

como

se ha dicho y repetido,

que

el

Panegírico es una obra de circunstancias, que pre

para

el

resurgimiento

del

imperio

ateniense bajo la forma

de una

segunda

confederación marítima cuyo iniciador,

Timoteo, era un amigo y alumno del

orador.

Pero, de to

das formas, la obra ofrece un

indudable

carácter teórico

una afirmación de la necesaria unión de los griegos y

la

comunidad

de cultura

que

constituye su fundamento.

precisamente

porque Atenas sigue dirigiendo sin

lugar

a

dudas

esta

cultura ella

es la

que

debe

ocuparse

tam

bién de llevar a

cabo

la

unión

de los griegos y perfeccio

narla

bajo

u

hegemonía

«Nuestra Ciudad ha superado hasta tal punto a los demás

hombres

en

el

pensamiento y la

palabra que sus

alumnos

89

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se han convertido

en maestros

de los demás, de tal modo

que

el

nombre de griego se utiliza

no

como sinónimo de

raza, sino de

cultura

y

que

llamamos griegos

más

a las

personas

que participan

de

nuestra cultura que

a los

que

tienen el mismo

origen que

nosotros»

1).

Isócrates, a comienzos de su carrera política, expresa, por

consiguiente, ideas

muy semejantes

a las

que

Tucídides

ponía

en

boca

de Pericles y

su

defensa de la

unión

de los

griegos se

transforma en

una apología de Atenas.

Sin

em-

bargo, tiene mucho cuidado de

prevenir

a sus compatrio-

tas ante los errores cometidos en

un

pasado que les cos-

tó el Imperio, y les invita a

no

tratar ya a los aliados

como vasallos, señalándoles,

por

último, la solución para

los males

que sufre

Grecia: la

conquista

del

Imperio

per-

sa

y

una

nueva colonización del Asia. Per o

el

Imperio persa

no estaba tan debilitado corno Isócrates pretendía ha-

cer creer y

todavía

en el año 374 el rey podía imponer su

paz a los griegos. Además, la

reconstituida

Confederación

ateniense tropezaba con obstáculos que, un siglo

antes

habían precipitado la evolución de la liga de Delos en

el

sentido de

un

imperialismo cada vez más agresivo. Es-

parta

no tenía ya fuerza desde su derrota en Leuctra en

el 371.

En La Plataica

que

data de este mismo

año

371, Isócra-

tes

no

reivindica ya la hegemonía ateniense sobre una Gre-

cia

unida, sino

un reparto

de influencias

entre

las dife-

rentes

ciudades griegas, y

sobre todo

la creación de una

paz general, condición indispensable para la preparación

de la guerra

contra

los bárbaros y para la realización de

los proyectos de colonización, lo único

que

podía resolver

una crisis cuya gravedad iba

en

aumento. Esta

misma idea

1) ISÓCRATES Panegírico

9

aparece expresada

quince años más tarde

en el

discurs

Sobre la paz: Atenas debe renunciar a sus ambiciones im

perialistas, aceptar la reconciliación con los demás grie

gos.

Hasta que

Atenas y las

restantes

ciudades griegas

n

hayan

aprendido

a vivir juntas

en

un

mundo

pacificado n

podrán pensar en la conquista de Asia.

Por lo

tanto

el panhelenismo de Isócrates se afirma, n

corno un principio absoluto, sino

más bien

como la cond

ción del restablecimiento

en

Grecia de la paz social y e

equilibrio político. La

unidad

griega

no es

más que u

medio;

la

conquista

de Asia es lo

que

constituye el objet

vo fundamental. Por

esta misma razón

Isócrates, al fina

de

su

vida, confiere a Filipo,

que

para

muchos

griegos se

guía siendo un

bárbaro

la misión de

lograr

la

unida

griega

para

llevar a feliz término

esta

conquista.

El acercamiento de Isócrates a Filipo y a la causa mace

dónica es la

prueba

más evidente de los límites de

su

pan

helenismo. Es cierto que para justificar su acercamient

al caudillo de

un

país bárbaro Isócrates ponía mucho cu

dado en subrayar su origen griego y los distintos grado

de autoridad que ejercería sobre los griegos, los macedo

nios y los bárbaros. Recomendaba a Filipo

que

fuera «e

bienhechor de los griegos, el rey de los macedonios y e

dominador de los bárbaros». Pero, en definitiva, según e

orador ateniense, la unidad griega

no

podría ya logrars

sin la

intervención de Filipo, el único capaz de

imponer

las ciudades griegas la paz

que

éstas

no

querían aceptar

y llevar a feliz

término

la

conquista

militar de Asia.

El panhelenismo de Isócrates

resulta extraordinariament

limitado. No conduce en absoluto a un

determinado

tip

de fusión orgánica

que hubiera

dado origen a un nuev

tipo

de estado, a un

Estado

nacional griego.

9

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Estas limitaciones del panhelenismo de Isócrates se dan

también en otros pensadores y hombres políticos del si-

glo IV PUes

por

numerosas que sean las profesiones de fe

a favor de

la

reconciliación de los griegos,

van

siempre

acompañadas de la afirmación del odio al

bárbaro

y nunca

consideran la posibilidad de

una

construcción política per-

manente. Así Platón, en

La República,

afirma

que las gue-

rras entre griegos son luchas fratricidas, mientras

que

la

hostilidad

entre

griegos y

bárbaros

es

una

cosa

natural

e

invita

a sus conciudadanos a {... tratar a los bárbaros

como los griegos se

tratan ahora entre

sí". Jenofonte,

en

su Agesilao,

elogiando al rey de

Esparta

expresa senti-

mientos análogos:

«Si es

hermoso que un

griego ame Grecia,

¿a qué otro

ge-

neral hemos

visto negarse a

tomar una

ciudad cuando

creía que

iba

a ser saqueada o considerar como

un

desas-

tre una

victoria obtenida

en una

guerra

contra

los grie-

gos?» (1).

Frente a esto, la campaña de Agesilao en Asia señala el ca-

mino a seguir: luchar contra Persia, el enemigo crónico

que en

otro

tiempo intentó someter a Grecia y que

en la

actualidad fomenta con sus intrigas las rivalidades

entre

los griegos

ibid,

VII, 7).

Los hombres políticos defienden estas mismas tesis;

sin

embargo, Demóstenes, poco sospechoso de hostilidad sis-

temática frente al Rey, no considera la guerra contra los

bárbaros como

una

necesidad vital y hace

un

llamamiento

a sus conciudadanos para que apoyen el

levantamiento

de

los ciudadanos de Rodas

Sobre l libertad de los habitan-

tes de Rodas,

5). A partir del año 345, cuando Demóstenes

(1) Agesilao, VII.

92

predica

la

unión de los griegos, no es ya para

luchar

con-

tra

Persia, sino

contra

Filipo,

al

que considera mucho más

peligr.oso, a quien se niega a considerar como

un

griego.

Pero

mcluso en

este caso,

si se

señala la

comunidad

de

c u ~ t u r y de civilización que une a los griegos y que debe

umrlos ahora como antaño

para

defender sus libertades

amenazadas, jamás se formula

una

comunidad política.

Así, aunque es un hecho cierto que en el siglo IV existía

u?, sentimiento panhelénico, y que los griegos, y los ate-

menses sobre todo, tenían consciencia de pertenecer a

una misma

comunidad cultural

y lingüística, es igualmen-

te evidente que este sentimiento panhelénico tenía lími-

tes muy estrictos, no llegando jamás a la concepción de

u?,a ,Grecia políticamente unificada. No se

plantea en

nmgun momento

la necesidad de

renunciar

a lo

que

no-

sotros llamamos hoy soberanía nacional

en

beneficio de

cualquier tipo de organismo confedera . Cuando los teóri-

cos o los hombres políticos defienden

la

concordia

entre

los griegos, Il:unca tienen

en

cuenta

la

posibilidad

de

que

esta

concordIa rompa los rígidos marcos de

la

Ciudad.

Quizás hay

una

sola excepción, pero no es convincente: la

h i ~ ó t e s i s formulada

por

Aristóteles de que

una

Grecia

umda por una

sola

politeia

podría gobernar el mundo

La Politica,

IV,

6,

1, 1327

b

29). Evidentemente Aris-

tóteles

no

desarrolló nunca

esta

idea y a lo largo de toda

su

obra

se

muestra partidario

de

la

concepción

de

la

Polis clásica.

De este análisis de las doctrinas políticas griegas del si-

glo IV se desprenden dos conclusiones fundamentales.

93

4 Las doctrinas políticas en la época

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La primera es que frente a la crisis de la Ciudad los teó

ricos del siglo concibieron

un

nuevo

tipo

de politeia

la

monarquía,

que se diferencia de todas las monarquías

anteriores por

las cualidades

que

se le exigen al Rey ideal.

En este sentido han contribuido a la elaboración de la

concepción del monarca griego

que

dominará en la filoso

fía política del período siguiente. Pero a diferencia de la

monarquía helenística más personal

que

política esta

monarquía ideal de los teóricos está íntimamente relacio

nada con la Ciudad de tipo clásico. Y si algunos como

Aristóteles se han dado

perfectamente

cuenta de

que

ha

bía en ello una contradicción casi insuperable en general

han prescindido de ella.

La segunda conclusión es que la actitud de los teóricos

políticos griegos del siglo

IV

frente

al

problema

polí

tico de la crisis de la Ciudad confirma lo

que

ya había

revelado

el

análisis de su

actitud frente

a la crisis so

cial. Ninguno de ellos piensa en realizar su ideal en de

sempeñar realmente

un

papel

eficaz en

intervenir

per

sonalmente y

mezclarse en las discusiones del Consejo o

de la Asamblea.

Hombres

de pensamiento

son

educado

res

en

primer lugar

y nada tiene de

extraño que

la edu

cación

termine

pareciéndoles

el

único remedio universal

para

los males de la ciudad.

Pero en realidad los destinos de Atenas y de Grecia se ju

garán al margen

de ellos.

Su

contribución a

una nueva

for

ma

de gobierno no será efectiva

hasta

que la democracia

ateniense

no

haya sido vencida militar y políticamente.

94

helenística y su difusión en el mundo

romano

La

conquista

del Oriente por Alejandro la constitución

tras cuarenta años de luchas de extensos reinos

por

sus

antIguos

compañeros

convertidos en fundadores de las

~ u e v s

dinas tías reales de Asia de Egipto

y

de Macedonia

Iban a alterar profundamente las condiciones de la

vida

política en el

mundo

griego confiriendo de este modo a

las

doctrinas

políticas un carácter nuevo al

mismo

tiempo

que la crisis social hacía

surgir intentos reformadores

o

revolucionarios. Al

mismo

tiempo la

victoria

de Roma y

su dominio del

mundo mediterráneo

iban a dar a

estas

doctrinas

una difusión que

hasta·

entonces

no habían

co

nocido.

l.

Las nuevas

condiciones de la

vida política

y social

En comparación con

el

mundo

de las ciudades griegas el

mundo

helenístico

resulta

un

mundo extraordinariamente

ampliado. Pero las repercusiones de

esta nueva

situación

sobre

las condiciones generales de la vida económica

y

de

las relaciones sociales por mucho

que

se

intente

apreciar

las no se hicieron patentes en los años inmediatamente

posteriores

a

la conquista

de Oriente por los griegos. Hay

que esperar

hasta la segunda

mitad

del siglo

para que

las consecuencias de este importante fenómeno resulten

claramente evidentes.

En

cambio las nuevas condiciones

de la vida política resultaron inmediatamente percepti

bles. Es cierto

que

las ciudades griegas siguieron existien

do y sus instituciones se mantuvieron aunque

privadas

de

una parte de su contenido inicial. Pero las decisiones polí

ticas habían dejado de pertenecerles y habían pasado a

manos

de los reyes dueños de los grandes Estados surgi

dos de la conquista de Alejandro. Entre

éstos

y las ciuda-

9

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des griegas

se

establecieron relaciones

tanto más

comple-

jas cuanto

que los primeros

pretendían ser también

fundadores de nuevas ciudades. Y si las viejas ciudades de

la

Grecia

continental lograron con más

o menos

fortuna

conservar

parte

de

su

independencia frente a

la

mo-

narquía

nacional macedónica su más próximo vecino

y

aprovecharse con mayor o menor éxito de las rivalidades

entre

los Seleúcidas y los Lágidas

en

Oriente

por

el con-

trario las ciudades se vieron poco a poco integradas

en

los grandes reinos. Es cierto

que

esto les proporcionaba

en

ocasiones importantes ventajas materiales sobre todo

en

aquellas ciudades que los Reyes elegían como capital

pero

era

a costa del abandono de

toda

verdadera inde-

pendencia.

Es

fácil comprender

dada la

situación

que

los

problemas

que preocupaban a los hombres del siglo

IV

los de la Ciu·

dad

la

politeia y las leyes hayan pasado a segundo plano

mientras que resultaba fundamental la reflexión sobre a

Basileia la monarquía y que se pensara en primer lugar

en

definir los fundamentos del poder real tanto como los

derechos y los deberes del rey. Pero a causa de estas nue-

vas condiciones de la vida política los que se entregaban

a esta reflexión no eran sabios con vocación filosófica

sino más bien hombres de la corte más o menos al servi-

cio de

aquel

cuyo

poder

trataban

de definir y justificar.

Los soberanos helenísticos

que

favorecían

el

desarrollo

de

este

tipo de

literatura

política

tendían

a

atraer

a

su

corte

a aquellos

que estaban

dispuestos a servirles. Sin

embargo no debemos esquematizar. A finales del siglo

IV

Atenas sigue siendo el

centro

indiscutible del

pensamiento

griego. Precisamente

en

el año 306 a. de

C.

Epicuro funda

allí el

Jardín

y Zenón

unos

años

más tarde la

escuela del

96

Pórtico que

tanta

influencia tendria sobre

la

evolución de

las doctrinas políticas

en

los siglos y

l I

Pero al cabo

de varios decenios Atenas pierde

su

predominio a favor de

las nuevas capitales reales y

sobre

todo de Alejandría.

Ante la ciudad empobrecida decaída carente de recur-

sos económicos los Ptolomeos ponen a su disposición

fabulosas cantidades de dinero que les permiten desem-

peñar plenamente su papel de mecenas y poner al servicio

de los estudiosos los medios de trabajo más perfecciona-

dos tal como la famosa Biblioteca de Alejandria y

el

Mu.

seo

esa

especie de

comunidad

intelectual

que permitía

a

los sabios y a los estudiosos dedicarse a la investigación

sin

tener que

preocuparse

por su

sustento material.

¿Puede decirse entonces

que

la literatura

política

ha

de-

saparecido

totalmente?

Sería

esquematizar

demasiado.

aunque

es necesario

esperar

a

la

segunda

mitad

del si-

glo

para

asistir

con

Polibio al renacimiento de la dis-

cusión

sobre la mejor politeia

como

tema

esencial de

la

liÚ ratura griega

es

igualmente cierto

que

este

problema

continuaba alimentando las disputas

dentro

de las escue-

las filosóficas. Pero

por

encima de todo

la

ciudad conti-

nuaba

siendo el

marco

ideal dentro del cual los reforma-

dores inscribían

sus

proyectos más o menos utópicos de

transformación de

la

sociedad. Estos proyectos ya lo he-

mos visto con anterioridad habían surgido

en

el siglo

IV

ante

el espectáculo del antagonismo

cada

vez

más

grave

que enfrentaba a pobres y ricos. Pues bien este antagonis-

mo

ha

ido acrecentándose durante la época helenística. La

extensión geográfica del mundo griego

ha

tenido como

consecuencia el acceso a las riquezas de Oriente así como

un

prodigioso desarrollo del comercio. Pero

esta

afluencia

. de nuevas riquezas aunque en ocasiones ha servido para

97

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remediar algunos de los males

que

sufría

el mundo

griego

a finales del siglo

IV

a la

larga

ha servido para producir

nuevas injusticias.

Es

cierto y la Comedia Nueva constitu

ye

un

claro testimonio al respecto

que

ha

empe2 ado a

crearse en las

ciudades una clase de nuevos ricos

cuya

fortuna se había formado

rápidamente mediante el saqueo

del

mundo

oriental. Pero se trataba de una minoría. La

gran

masa de los individuos

de la

ciudad y del campo se

habían

empobrecido

aún

más. Del mismo modo

que

ha

bían surgido nuevos

centros

de

vida

intelectual se desa

rrollaban también

nuevos centros de producción. El Pireo

no

era ya la

encrucijada

comercial del

mundo

Egeo y los

impuestos

beneficiaban

ahora

a los comerciantes de Rodas

o a los soberanos de Alejandría.

En

lo

que

se refiere a

la

colonización oriental

no había sido la panacea con

la

que

soñaban los hombres del siglo IV. El movimiento se había

detenido rápidamente y lo que los nuevos dueños de

Oriente necesitaban no eran campesinos sino soldados y

técnicos. Por consiguiente la

miseria que

asolaba los cam

pos griegos en

el

siglo IV había ido en aumento confirien

do más actualidad que nunca a las viejas consignas de dis

tribución

de las tierras y abolición de las deudas. Para

valorar

el

alcance de esta

miseria

no disponemos más que

de unos pocos datos concretos. Pero

el eco

que hallarían

en Grecia los intentos

reformadores

del rey espartano

Cleomenes así

como la inquietud ante

estos

intentos

de

todos los que deseaban mantener el

orden

social testimo

nian la gravedad de la crisis.

En Oriente los ant agonismos sociales

tenían distintas ba_

ses. Los greco-macedonios dueños de la tierra

habían

re

ducido a los indígenas a una condición de dependencia

que

desde el punto

de

vista

jurídico no

debía diferenciar-

98

se

notablemente

de la que tenían antes de la conquis

ta

de Alejandro

pero que

de hecho se

traducía

en un em

peoramiento de su situación económica y social al menos

en

aquellas regiones

en

las

que la

técnica griega

había

he

cho más efectiva la recaudación de impuestos y tasas de

distintos tipos. La resistencia tomaría formas muy diver

sas de acuerd o con las circunstancias

particulares

de cada

uno de los

grandes

reinos: huelgas y huidas en Egipto le

vantamientos

en Asia mientras

que

en todas partes p ero

sobre todo en

Asia por un lado y

en

Sicilia por otro

el

problema de los esclavos

parecía

plantearse en términos

nuevos.

Análisis de la

monarquía

y soluciones de la crisis

más

o

menos utópicas

parecían

los dos principales temas de re

flexión del pensamiento político griego

en

la

época helenís

tica antes de

que

la victoria de

Roma contribuyera

a

conferir

de nuevo un sentido

actual

al

problema

de la -

liteía

1I. El

estudio

de

la monarquía

Si

dejamos

a un

lado

la obra de Polibio los escrit ores po

líticos de

la

época helenística los

que

viven en la

corte

de

los soberanos macedonios se interesan fundamentalmente

por

el problema monárquico. La monarquía se convierte

en su principal tema

de

estudio

y los

tratados

peri basi-

leías

son numerosos en el catálogo de las obras publicadas

en la época.

Por supuesto que los teóricos de la monarquía se plantean

los principales

problemas

ya evocados por los escritores

políticos del siglo IV: el origen del poder real su natura-

leza sus límites. Pero

puesto que

a diferencia de sus pre-

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decesores, deben reflexionar a

partir

de una

realidad

con-

creta, tienen necesariamente

que insistir en

dos aspectos

particularmente importantes

de la teoría

monárquica por

una parte

la señal de

la

elección divina,

que

es

la

victoria

militar, y por

otra

la

naturaleza

igualmente divina del so-

berano mismo. Si los hombres del siglo IV podían imagi-

narse a su

modo

al

rey

filósofo

que

deseaban

poner

a la

cabeza de la ciudad, los de la época helenística tenían ante

ellos

hombres que habían

alcanzado su

autoridad

a través

de la victoria sobre sus enemigos, victoria conseguida la

mayoría de las veces gracias a las armas de los mercena-

rios que les servían. Era el «derecho de la lanza» más que

una

determinada superioridad moral lo que constituía el

fundamento de su poder. Por consiguiente, es preciso jus-

tificarlo

para

distinguir

al

soberano del

tirano.

De

ahí

el

desarrollo de la idea, ya

formulada

en el siglo IV de que

la Fortuna divinizada,

Tique

designaba

por

medio de la

victoria a aquellos a quienes los dioses deseaban confiar

el

gobierno de los hombres. El vencedor

no

era aquel

que

disponía de una fuerza superior a la de su adversario, sino

el

elegido por la Fortuna. Y esta elección

constituía

el fun-

damento

de su

poder.

De

esto

se deducía naturalmente

el

carácter divino de la persona real. y también

en

este caso

la

teoría

venía a

confirmar

una

realidad

que se había ela-

borado

en

los hechos. No es

tarea nuestra estudiar aquí el

complejo

problema

del culto

real en

las

monarquías

hele-

nísticas. Pero sabemos que ya a

partir

del siglo

n

se em-

pezaron

a rendir

honores

divinos a ciertos Reyes, incluso

en

vida, como fue el caso de Antígono Monoftalmos y de

su hijo

Demetrio Poliorcetes. En Egipto

se

institucionali-

el

culto real a partir del reinado de Ptolomeo

II

Fila-

delfo.

100

Desgraciadamente no conocemos casi

ninguno

de

los

ar-

gumentos

esgrimidos

por

los pensadores políticos

en

sus

tratados

sobre

la

monarquía

para justificar la

realidad

monárquica

helenística. La

mayor parte

de

estos tratados

han desaparecido y la

mayoría

de las veces debemos con-

tentarnos con fragmentos procedentes de escritos poste-

riores. Sabemos

que

entre las

obras

de Teofrasto,

que

su-

cedió a Aristóteles en la dirección del Liceo, figuraba

un

tratado

Sobre la nwnarquia. Su

conclusión

era que el

po-

der del Rey no debía basarse en la fuerza, sino ser legíti-

mo, y la insignia de esta legitimidad era

el

bastón

el

skeptron.

No había en esto nada de original con respecto

al pensamiento político del siglo IV del que Teofrasto pue-

de

considerarse

el último representante. Sin embargo, a

partir

del siglo

nI

y

para responder

a

la

situación real

que acabamos

de describir, fue necesario precisar con

más detalle la naturaleza y el origen del poder real, al mis-

mo tiempo que los deberes

que este

poder implicaba.

Si era necesario admitir

que

la victoria era la señal de

una elección por

parte

de la divinidad, esto no

era

sufi-

ciente para legitimar

el

poder real. Era necesario, al mis-

mo

tiempo, que

aquel que

había

sido

elegido superara a

todos

los

demás

por su virtud y benevolencia. Uno de los

textos en que mejor se expone esta elevada concepción

de la monarquía es a

carta de Aristeo

obra de

un

ju-

dío

de

Alejandría,

que

se

considera

una reproducción

de

la

respuesta que

los

Setenta

sabios

judíos que

acudieron

a Alejandría bajo el

reinado

de Ptolomeo

II para

traducir

el Pentateuco al griego,

dieron

a las diferentes cuestiones

sobre

el arte de

gobernar.

A la cuestión

fundamental:

¿Qué es mejor para el pueblo,

que

un

simple

ciudadano

,sea designado Rey o

que el título corresponda

a

un

Rey

1 1

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por nacimiento?»,

el

Sabio

responde:

«Lo

que

sea mejor

de acuerdo

con

la Naturaleza», y

precisa:

«La competen-

cia

en lo

que

al gobierno se refiere depende del valor, de

carácter

de la educación. Ptolomeo, vos sois

un gran

Rey,

pero vuestra

grandeza

no

reside en la

fama

y

riqueza

de

vuestro

Imperio.

Se

debe a

que habéis superado

a todos

los

hombres

en

virtud

y benevolencia, al

haberos

conce-

dido Dios estos bienes

por

un tiempo superior al de los

demás hombres.» Y un poco

más adelante precisa:

«Los

Reyes deben conformarse a las leyes de forma que, a tra-

vés de sus actos,

puedan mejorar la vida

de los hombres.»

Así se iba perfilando la imagen del Rey salvador Soter),

bienhechor Evergetes), verdadera «ley viva»,

por

emplear

una

expresión del filósofo Diotógenes.

Es

evidente

que

la filosofía

no podía mantenerse al

mar-

gen de la nueva realidad que se iba creando a su alrede-

dor. En la Academia, en e Liceo, proseguían los diálogos

iniciados en el siglo IV acerca de la Naturaleza y la Ley,

sin que ninguna personalidad verdaderamente notable

pa-

reciera

capaz de

adaptarlos

a la

nueva realidad

del mundo

helenístico. En

cuanto

a los nuevos filósofos, parecían

mucho menos políticos.

La

doctrina

que

Epicuro

y sus discípulos

profesaban

en

e Jardín mostraba una preocupación esencialmente prác-

tica: procurar a una

minoría

de Sabios, aislados del

resto

del

mundo

la vida feliz. Y

esta

finalidad se alcanzaría

más

difícilmente con

profundos

conocimientos

que

por un

ejercicio continuo de la sabiduría,

una

disciplina

que el

alma

se

da

a sí

misma

y

que

se desarrolla en la

vida

en'

comunidad. El

sabio

sólo

cultiva

la

ciencia en

la medida

en

que

le libera de una

multitud

de creencias

sin

funda-

mento y de vanos terrores. No es de ninguna form a un

102

modo de

comprender

el

mundo

o de actuar

sobre

é El

sabio epicúreo, a diferencia del sabio de Platón, se mues-

tra

indiferente

ante el destino de la Ciudad. Pero, acomo-

dándose

al

mundo en que

vive, desea

un poder

fuerte,

que

imponga

leyes y salvaguarde la libertad de

los

individuos.

La

doctrina

estoica,

elaborada

en

el

Pórtico por Zenón de

Citio, procedente de la isla de Chipre para establecerse en

Atenas e impartir allí

sus

enseñanzas,

representaba

una

corriente de

pensamiento mucho

más importante

y

que

debía tener grandes

repercusiones

en el plano

de las doc-

trinas

políticas. Los

primeros

fundadores del estoicismo

eran

bárbaros

helenizados, y,

por

consiguiente, indiferen-

tes a la política «local» de las ciudades griegas. Y aunque

el mismo Zenón se mostró sordo ante las invitaciones de

los sob eranos helénicos,

no

ocurrió lo

mismo con

algunos

de sus discípulos,

que aceptaron el

convertirse en conse-

jeros de los reyes. Su indiferencia ante la Polis y sus pro-

blemas

se debía, fundamentalmente, a su doctrina cosmo-

polita. Un fragmento de Plutarco nos dice que «la admira-

ble politeia de Zenón, fundador del estoicismo, tiene por

finalidad general

que

dejemos de vivir

en

ciudades y

pueblos separados,

que

difieren por sus

distintas

concep-

ciones de la justicia, y que, por el contrario, consideremos

a todos los hombres como miembros de una tinica Ciudad de

un tinico pueblo, que sólo poseen una vida

y

un orden (cosmos),

omo un

rebaño que pasta

en

omún

y se cria

en un mismo

redil»

De hecho, fue Crisipo

más

que Zenón quien desarrolló la

doctrina cosmopolita

del estoicismo y, si consideramos

un fragmento de su

obra

es evidente

que el

estoicismo

no

poseía

todavía

el

carácter

igualitario que

más adelante

se-

ría

su característica. En efecto, Crisipo

decía:

«Del mismo modo que la polis puede entenderse en dos

103

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sentidos, el

lugar

en

que

se vive y

el conjunto

del

Estado

y sus ciudadanos, del mismo modo el universo es, por así

decir, una polis de Dios y de los

hombres los

dioses

que

gobiernan, los

hombres que

obedecen.

Es

posible

que

los

dioses y los hombres

tengan

relaciones recíprocas, ya que

unos

y otros

participan

de la Razón

y

dado

que el gobierno de los Dioses se ejerce por media-

ción de los Reyes, nada tiene de extraño ver

cómo

el es-

toicismo se convierte en la

doctrina

de alguno de ellos,

Antígono Gonatás, por ejemplo,

quien

llamó a su corte a

Perseo, discípulo de Zenón, al

que

la

tradición atribuye

un

tratado

Sobre la monarquía.

Pero si

el

cosmopolitismo estoico se adaptaba al poder

de los Reyes y trataba de

integrar

los antiguos

temas

de

discusión

sobre la

Ley y la

Naturaleza en una nueva

refle-

xión

destinada fundamentalmente

a justificar

este poder

sería

excesivo

afirmar

como

se

ha

hecho

en ocasiones,

que

se

mantuvo

al

margen

de lo

que

era su consecuencia lógi-

ca,

el

igualitarismo, y que la filosofía estoica ignoraba las

condiciones

materiales

en las que vivían la mayor parte de

los hombres y, a diferencia de los hombres del siglo IV,

aceptaba el malestar social como necesario para el man-

tenimiento de

un

cierto orden. La época helenística, época

particularmente agitada, vio surgir teorías igualitarias

que parecían sacar su justificación filosófica de ciertas co-

rrientes

del estoicismo, y

resulta extraordinario

compro-

bar la presencia de filósofos estoicos entre los hombres

que trataron de llevarlas a la práctica. Pero este tema

suscitado grandes controversias, por lo que sería intere-

sante

estudiar

el problema

con

cierto detenimiento.

1 4

nI.

Las utopías

igualitarias

En la

primavera

del

año 33 el

rey de Pérgamo, Atalo

nI

Filométor,

moría repentinamente

de

una

insolación. Poco

después, emisarios de Pérgamo

acudían

a Roma, entonces

en

plena

agitación campesina, para

comunicar

al Senado y

al pueblo romano el testamento

del

último rey

de la dinas-

tía

que nombraba al pueblo romano heredero de sus Es-

tados.

Pero en Asia,

un

hijo natural de Eumenés II Aristónico,

se negaba a admitir la decisión de su hermanastro reunía

un ejército y se veía pronto rodeado «por un gran número

de individuos sin recursos y de esclavos a los que prom<>-

tió la

libertad

y a los

que

llamó Heliopolitai» 1).

Esta

cita,

que

debemos al geógrafo

Estrabón ha

suscitado

numerosas discusiones que, más que en torno al carácter

de la

revuelta

de Aristónico, giraban en torno al nombre

que había dado a sus partidarios.

El mismo nombre

aparece

en

un

curioso relato transmi-

tido

por

Diodoro 2), relativo al viaje de un cierto lam-

boulos

a

un

país aparentemente imaginario cuya caracte-

rística fundamental

era la

completa igualdad que reinaba

entre sus habitantes y la ausencia de esclavos.

Era

tentador comparar el nombre de los partidarios de

Aristónico

con

el de los

habitantes

de

las

islas descritas

por lamboulos

así como

hacer

del

último miembro

de la

dinastía Atálida

un

adepto de un «igualitarismo utópico»,

que sería expresión de una corriente de

pensamiento ex-

tendida

en

ciertos

medios filosóficos o políticos durante la

época

helenística.

1) Estrabón, XIV.

2) Diodoro e Sicilia, 11

1 5

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Ya hemos hecho alusión a las circunstancias

que

favore-

cieron la aparición de tales

utopías

igualitarias.

Al

agra-

varse el

desequilibrio social

en

la vieja Grecia y

también

en

Oriente,

en

donde las comunidades

rurales

indígenas se

hallaban sometidas a

una

dominación más dura

por ser

más

sistemática,

al

mismo tiempo

que en

las ciudades se

iba

desarrollando

una

esclavitud de tipo clásico, no podían

dejar

de suscitarse revueltas que

la

«benevolencia»

real no

bastaba a

paliar.

No se debe al azar el hecho de

que

la

época helenística sea también la época de los reyes refor-

madores, de los tiranos revolucionarios.

El

problema es-

triba

en saber en qué medida las utopías igualitarias, es-

pecialmente la utopía de Iamboulos,

han

constituido

una

respuesta

a este desequilibrio.

A

decir

verdad,

el

relato ofrecido

por

Diodoro no

presenta

una

gran originalidad. Hallamos en

él

temas ya antiguos,

como

el

de la Edad de Oro, descrito por Hesíodo y tratado

de nuevo por Platón.

Al

igual

que

los hombres de la Edad

de Oro, los

habitaotes

de las islas del Sol gozan de una

eterna juventud,

interrumpida

sólo por una muerte

dulce;

al igual

que

aquéllos, están libres de enfermedades y sufri-

mientos,

ignoran

la dura ley del trabajo ya que la tierra

les ofrece en

abundancia todo

lo

que

necesitan para vivir.

Entre ellos

reina

la

más perfecta

igual dad y si se manifies-

ta

un

embrión

de organización social y política, ésta

parti-

cipa

tanto

de

la

realidad

de

la

democracia griega,

en la

medida

en

que

todos los ciudadanos

ejercen

sucesivamen-

te

las funciones públicas, como de las elaboraciones idea-

les de los teóricos. Pero

esto

sigue siendo bastante

vago:

distribución de los

habitantes en tribus

de

cuatrocientos

miembros, división en

ciertas

categorías,

como

cazadores

o artesanos, etc.

1 6

Más

interesante resulta otra

«utopía»

también relatada

por

Diodoro:

la descripción de la isla de

Pancaia

por un

tal Euhemero

de

quien

se supone

que

vivió a finales del

siglo

IV

o comienzos del

IlI .

Nos ofrece

la

imagen

de

una

sociedad organizada a la manera de las elaboraciones idea-

les de los teóricos. Los habitantes de la isla se dividen en

tres clases: la de los sacerdotes, entre los que se incluyen

los artesanos, la de los agricultores y la de los soldados y

pastores.

No existe la propiedad privada, nadie posee

más

que

su

casa

y el jardín circundante. Los sacerdo-

tes se ocupan de la distribución de los productos de la

tierra entre todos y se conceden a sí mismos doble caoti-

dad, lo que demuestra

que

tienen

una

situación privilegia-

da en la Ciudad. También en

este

caso coexisten algunos

detalles concretos y realistas

con

observaciones

más

abs-

tractas.

Sería inútil, sin embargo, tratar de localizar la

Pancaia

de

Euhemero.

¿,Puede

hablarse

de una relación entre estos relatos utó-

picos y

el

clima filosófico y político de la época? Los auto-

res

no se han

puesto

de

acuerdo sobre

la

respuesta

a

esta

pregunta. Para algunos las utopías igualitarias proceden

directamente

de las

doctrinas

de los estoicos y,

en

particu-

lar

de la osmopolis de Cleantes. « .. de

naturaleza

tal

que

hace

nacer

a su imagen, en

determinados

espíritus,

proyectos de República terrestre en la

que el

dios Helios

Cosmocrátor)

habría

de

inspirar la

abolición de

la

escla-

vitud

y una distribución

equitativa

de los bienes» 1).

Otros, como el

historiador

inglés W.

Tarn

2), han

tratado

1) J. BIDEZ

La

cité du soleil et la ité du monde chez les Stoiciens,

Bull. de l Acad.

oyale

de Belgique. S a

serie, XVIII, 1932 pgs. 244 y ss.

2) Alexander

the

Greath and the Unity of Mankind, Proceed. 1 Brit.

Acad

XIX 1933

pgs. 141 y ss.

107

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por

el contrario,

de

demostrar que

las

doctrinas

igualita.-

rias

están en relación

directa

con la ideología

real

de la

época helenística, en la

que

el rey, nl,lmerosos ejemplos lo

confirman,

se

identificaba

con el

sol,

dispensador de

todos

los bienes y que brilla igual para todos los hombres. Cabe

preguntarse

si

estas

dos interpretaciones

son

tan irrecon-

ciliables como pensaron sus autores. l analizar los mo-

vimientos revolucionarios de la época helenística nos sor-

prenden dos series de hechos:

por una

parte, todas las

revoluciones se

han

llevado a cabo por reyes o por hom-

bres

que

aspiraban al ejercicio del poder real: Agis, Cleó-

menes, más

adelante

Nabis

en

Esparta, Andrisco en Ma-

cedonia, Aristónico en Pérgamo y los mismos caudillos de

las revueltas de los esclavos en Sicilia, que rápidamente

se

proclamaron

reyes,

sin

olvidar,

aunque no

pertenezcan

al

mundo

griego, a Tiberio y Cayo Graco.

Pero

si

dejamos

aun lado las revueltas de los esclavos,

que no parecen

ha-

ber estado

animadas

por una ideología concreta, es sor-

prendente

comprobar la presencia de

representantes

del

pensamiento

estoico junto a los jefes revolucionarios: Es-

pahiros

de Bizancio

en

1=Isparta, Blossius

de

Cumas, pri-

mero en Roma,

donde

fue

maestro

de Tiberio Graco, y

después en Pérgamo,

donde

Aristónico le dio

asilo

después

de la

muerte

de su discípulo. No

puede

tratarse de una

simple coincidencia y

nos parece

un

error tratar

de nei¡\ar

la

influencia de igualitarismo estoico

sobre

la actuacIón

de los caudillos revolucionarios de la época helenística.

Estos

eran

también hombres

de

su

época, de la

época de

los reyes bienhechores y autores de la armonía del mundo, .

que soñaban con

aunar a

todos

los

hombres

en una igual-

dad común, con integrar griegos y bárbaros en e seno del

mismo Cosmos.

e

trataba, en definitiva, de hombres de

108

cultura, alimentados

por

el pensamiento filosófico de si-

glos anteriores, lo cual contribuia a sumirlos en el marco

de la Ciudad dentro de la cual,

como

ya hemos visto,

seguían formulándose las utopías igualitarias. De

aquí

las

contradicciones

que

se hacen

patentes

en su actividad, y

de aquí también su fracaso. No carece de interés el he-

cho

de que

el

artífice de su ruina haya

sido

una

potencia

que era

también

una Ciudad, y cuya victoria

daría

durante

dos siglos al problema de la politeia el carácter

que

tiene

en la

actualidad.

IV. Polibio y la penetración de las doctrinas políticas

griegas

en Roma

En los reducidos límites de esta obra,

no cabe

una

historia

de los acontecimientos

que

en

unos

pocos decenios

iban

a

convertir

a

Roma

en

dueña

del mundo

mediterráneo.

Mientras

que

los

romanos permanecían

estupefactos

ante

e espectáculo de las riquezas del Oriente griego,

mientras

que

la llegada

masiva

de

estas

riquezas a Occidente provo-

caba la grave crisis de la economía de toda la

peninsula

italiana que ya

conocemos en

Grecia

algunos

que nunca

habían

querido reconoCer la

superioridad de

los Reyes

sobre

las Ciudades, veían en

esta

victoria de

una

ciudad

sobre

aquéllos

una

revancha

que necesitaban

justificar

con

razonamientos teóricos. La ciencia

política

alcanzaba

de nuevo

importancia

y con ella la

búsqueda de

la mejor

politeia

109

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1

Polibio la teoría de la Constituc ión mixta

Polibio nació hacia

el año

200 a. de C., en Megalópolis Ar

cadia. Megalópolis

formaba parte

entonces de

la

Liga

Aquea la confederación de ciudades

que

se habían conve:

tido

en

uno

de los principales poderes políticos de GreCIa

gracias a la acción del estratega Arato de Sición y a la

alianza que éste ante las intrigas revolucionarias de Cleo

menes

había

hecho

con

el rey

de

Macedonia Antígono

Dosón:

En

el año en que nació Polibio la alianza que du

rante una época había estado inactiva se rehízo con

el

su

cesor de Dosón Filipo V, ya que dicha alianza resultaba

de nuevo necesaria ante las amenazas que el tirano de

Esparta Nabis hacía pesar sobre

el

Peloponeso. Pero la

intervención de

Roma

en

Grecia las

derrotas sufridas por

Filipo y por su sucesor Perseo

no

tardaron en

complicar

el

juego político griego. En

el

año 167, después de la vic

toria de Paulo Emilio en Pidna Polibio estaba entre los

rehenes que la Liga Aquea

proporcionó

al vencedor. De

esta forma llegó a Roma donde no tardó en hacer amis

tad

con el hijo

adoptivo del vencedor de Pidna Escipión

Emiliano . Así entró a formar parte

con

otros intelectuales

griegos del famoso círculo de los Escipiones acompañan

do

incluso a su amigo en el sitio de Numancia. En

Roma

empezó la redacción de una Historia Universal cuya fina

lidad

era

explicar cómo y

por

qué

Roma

en

poco

más de

medio siglo había logrado dominar el mundo mediterrá

neo. en

el

libro V de su H istaria

emprende

un

estudio

de las diferentes politeia del

pasado

y del presente par

tiendo de

que

« ...

para

un estado la

causa principal

de

sus éxitos y de sus fracasos es siempre

su

politeia».

El pensamiento de Polibio no es excesivamente original.

110

Los dos

temas que dominan

la exposición de su

doctrina

política el de la anacyclesis el ciclo de las Constituciones

y el de la Constitución mixta

no son

nuevos. En La Repú:

blica

Platón ya había abordado el tema

de

la

evolución de

los regímenes políticos considerando

cada

paliteia como

el

resultado

de la degeneración del régimen

que

la

había

precedido. Platón partía de la Ciudad

ideal para

demos

trar cómo corría el riesgo de degenerar dando lugar a las

f o r ~ a s más nefastas de

paliteia

la. democracia extrema y

la tIranía. Pero

no

consideraba

el

ciclo en su

totalidad

el

r ~ g r e s o punto de partida.

0

más bien el regreso; la

CIUdad Ideal no podía ser sino la consecuencia de

un

extraordinario esfuerzo intelectual al mismo tiempo que

de

una

transformación total de las estructuras sociales.

Polibio

no sitúa su

ideal

en

esferas tan elevadas.

Por otra

parte la

anacyclesis

se presenta como

un

fenómeno

natu-

r ~ l de a?í

el

regreso

perenne

al punto de

partida

el

-Iclo

contmuamente cerrado

en sí mismo. De

ahí

la posibi

lIdad de prever en

cualquier momento

del ciclo

el

futuro

de cada Ciudad.

Recogiendo la vieja distinción que se remonta a

Herodoto

Polibio admite también

tres

formas de paliteia: la manar:

quía la

oligarquía

y la democracia. como Platón en l

P?Zítico distingue para

cada

una de estas

formas

dos tipos

dIfere?-;tes

uno

de los cuales es

en

cierto modo la dege

neraCIOn del

otro:

así

monarquía

y

la tiranía la

aristo

cracia

y la oligarquía la democracia y la oclocracia.

«No. se

debe

escr i e dar el

nombre

de monarquía al

g o b e r ~ l O d.e

un solo

hombre

a

no ser que este

régimen

h a ~ a

SIdo

hbremente

aceptado por los

ciudadanos

y la au

tOrIdad se

base en

su consentimiento

más que en el

temor

o en la violencia.

Tampoco

se debe

considerar como

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aristocracia cualquier estado dirigido

por

unas

cuantas

cabezas sino solamente aquellos

en

los que se eligen, para

confiarles el poder, a los individuos más justos y sabios.

Del mismo

modo

una

democracia

no es

un

Estado donde

las masas son dueñas de hacer a su antojo todo lo que

quieran, sino

un

país que

ha

conservado la antigua cos

tumbre de

honrar

a los dioses, venerar a los padres res

petar

a los ancianos, obedecer las leyes, y donde se obser

van todos estos principios inclinándose ante la voluntad

de

la mayoría:

esto es lo que

se

llama

una

democra

cia» (1).

Expuestos estos principios, Polibio, que

ha

esbozado so

meramente en

el

capítulo 4 del libro VI las grandes líneas

de la evolución

natural

de los regímenes políticos, vuelve

a ellos de

forma más

detallada y, según él mismo formula,

con

la

intención de

poner al

alcance de sus lectores teo

rías expuestas de

forma

excesivamente complicada

por

Platón y otros filósofos. Por consiguiente, no

es

extraño

hallar

en

la obra un

breve estudio sobre

el

origen de las

sociedades humanas a las

que la

necesidad de defenderse

lleva a agruparse

en torno

a los

más

fuertes «cuya autori

dad

no

conoce

más

límites que los de

la

fuerza» (VI, 5).

Polibio llama

monarquía

a este

tipo

de régimen basado

en

la

autoridad del más fuerte. Pero cuando surgen, en rela

ción con el estrechamiento

·de

los lazos sociales, las no

ciones

de

lo

Justo

y

lo Injusto el Bien

y

el

Mal,

entonces

la

monarquía

deja

paso a

la

realeza «cuando en lugar

de

la

pasión y la fuerza bruta es la razón la

que domina.

(VI, 6). Resulta, evidentemente,

bastante

extraño

hallar

en

la

obra

de Polibio este elogio de la realeza, que recuer-

 1) VI, 4.

2

da los escritos del siglo IV, así como las teorías políticas

en favor de las grandes

cortes

helenísticas. Sin embargo,

hemos de hacer una observación: si la realeza es en sí

régimen beneficioso, se

trata

de

una

realeza

que no

tl.ene

nada

que ver con la de Filipo V o Antíoco III. Poli

blO

en

efecto, opone los reyes de antaño que

« .. no daban niriguna oportunidad a la maledicencia ni a

envidia, porque no trataban de distinguirse de sus súb

ditos

por

sus vestidos, alimentación o necesidades sino

que vivían como

todo

el mundo y llevaban la m s m ~ exis

t ~ n c i a . que el comú?- de los mortales», a sus sucesores que

«:magmaban necesltar

trajes

más suntuosos que sus súb.

dItos una mesa más rica y variada relaciones amorosas

que

nadie

pudiera

contrariar» (1).

A

partir

de

este momento

la

realeza se convierte

en

tira

nía, el régimen más odiado que haya podido existir. Pero

una tiranía que

no

tiene el origen

popular que le

atribu

yen los escritores del siglo

IV,

de los que Polibio se

aparta

en esta

ocasión

por

necesidades de

su

propia teoría.

De

la

tiranía nace la ari.stocracia, al confiar el pueblo espontá

neamente

la

autOrIdad a aquellos que con sus ardides

han

logrado derrocar

al

tirano. Pero también

en

este caso, en

Una segunda generación,

la

aristocracia se

transforma en

o ~ i g a r q u í a cuyos mismos excesos dan lugar a

la

democra

CIa.

No podemos

dejar

de señalar que esta democracia es

según Po libio,

un

régimen

que

posee

en

sí tanto valo;

como la realeza o la aristocracia. Desde luego que l

ana-

cyc esls

no

es un.a d e ~ e n e r a c i ó n a dife rencia del ciclo pla

tómco. Es n

el znterlOr

de cada tipo de

politeia

donde se

opera la degeneración, seguida

en

cierto modo de

una

es-

(1) VI, 7.

113

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pecie de renacimiento a cada cambio de régimen. Así, la

democracia es,

en

sí, un régimen

basado

en la

libertad

e

igualdad que, según Polibio, son bienes inapreciables.

Pero

«cuando la multitud se

acostumbra

a vivir del bien de los

demás y a

poner en

manos de sus semejantes el cuidado

de

asegurar su

subsistencia,

basta

con

que encuentre un

caudillo ambicioso y audaz,

pero

cuya pobreza le excluya

de las más elevadas funciones

públicas:

se

produce

en

tonces el triunfo de

la

fuerza,

la lucha de

los

partidos,

con

sus asesinatos sus proscripciones sus distribuciones

e

tierras, hasta que en este reinado

del

terror

el pueblo

halle de nuevo un caudillo que restablezca la monar-

quía

(l).

Como podemos observar,

no se

trata

de teorías

muy

ori

ginales y es fácil localizar las fuentes en que se ha inspi

rado Polibio.

Sin embargo, en

cualquier

caso, debemos

reconocer

en él

una

cierta

lógica, ya

que

al hecho de

que

la

anacyclosis

no

sea

en

sí una degeneración se debe la posibilidad de de

tener el desarrollo natural

mediante

el establecimiento de

la Constitución mixta. También es cierto que

este

segundo

tema del análisis del historiador aqueo no constit)1ye tam

poco un

tema

original en el pensamiento político griego.

Ya Aristóteles en el libro

II

de

La Política

definía la Cons

titución

espartana

como

una

mezcla

de

monarquía

(los

Reyes), de aristocracia (la Gerusia) y de democracia (los

éforos elegidos por sufragio universal) y veía en ello un

elemento de equilibrio y estabilidad. La escuela peripaté-.

tica

profundizaría este

problema con uno

de sus represen-

(1) VI, 9

114

tan

es

más

brillantes, Dicearco

de

Mesina que, entre

otras

obras

históricas

y filosóficas, escribió el

Tripolitikos que

no

nos ha

llegado, pero

parece que

era

un

tratado sobre

un régimen

político

que

combinara los tres tipos funda

mentales de

politeia.

Es significativo el hecho de

que

Di-

cearco, como Aristóteles, viera, en cierto modo,

en

la

constitución

espartana el modelo o prototipo

de la

Consti

tución mixta.

Es difícil saber exactamente lo

que

Polibio debe a Dicear

ca. Su originalidad se debe al hecho de que, volviendo a la

teoría de la Constitución mixta, la aplica no solamente a

las

politeiai

griegas, sino también al ejemplo

romano,

con

virtiéndolo en la consecuencia lógica de su teoría de la

anacyclesis.

También en este

caso el punto de partida se

halla

en

el ejemplo espartano: Licurgo fue quien

había

constatado

que

« ••• todo régimen simple, basado en un solo principio, es

inestable, porque

sucumbe rápidamente

en el exceso que

le es característico e inherente ..

cada

forma de gobierno

lleva en sí un germen corruptor que la

naturaleza

ha pues

to en é » (1).

Lo que Licurgo

descubre

«a través

de un

razonamiento ,

los romanos lo

comprenderían

en

el

transcurso de

una

lar

ga

evolución, caracterizada

por duros

combates y numero

sas dificultades:

la

experiencia les hizo descubrir, a

su

costa,

la mejor

solución,

la

que

Licurgo

había

elegido

para

Esparta, creando «la Constitución más perfecta

que

haya

mos

conocido nunca . Debemos

señalar

aquí

el

cuidado

que pone Polibio en

establecer

una diferencia entre ambos

procesos:

por una parte el razonamiento

basado

en un

(1) VI,

10

5

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análisis

natural

de las Constituciones; por

otra

la ex

periencia,

adquirida

a

menudo

a

costa

de

duros

sinsabo

res. El

historiador

Aqueo

pretendía

de este

modo poner el

acento

en

lo

que separa al pragmatismo romano

del racio

nalismo

griego.

Evidentemente,

no

se trata en un

estudio

consagrado a

las doctrinas políticas griegas, de analizar la Constitu

ción romana a

partir

del texto de Polibio. Pero éste resu

me

sus características en una serie de

fórmulas

que

no

admiten equívoco:

«Las

tres formas

de gobierno a

que me

he referido s-

cribe- se

hallan

reunidas

en

la Constitución romana Y

cada una de sus partes está

tan

exactamente calculada,

todo

tan

equitativamente

combinado,

que

nadie, ni los

mismos romanos,

podrían

decir si se

trata

de

una

aristo

cracia, de una democracia o de una

monarquía.

Esta in

decisión es, por otra

parte perfectamente

natural: si se

considera el poder

de los cónsules, se trata de un régi

men

monárquico, de una realeza; si se considera

el poder

del Senado, se trata de una

aristocracia;

por último, si se.

consideran los derechos del pueblo,

parece que

se

trata

de

una democracia»

1).

Los

autores

modernos han criticado

este

análisis de Po

libio por demasiado simplista,

ya que no

tiene en

cuenta

esos elementos irreductibles

al

racionalismo griego

que

eran

las nociones de

imperium

y

auctoritas

Se han

mara

villado

también

de que, escribiendo en

Roma en la

segunda

mitad

del siglo

II

Polibio

haya

podido describir

la

Cons

titución romana sin ver los gérmenes de destrucción

que·

ya

se adivinaban en esta

estructura que

el

historiador

ca-

 1) VI. 11

116

lificaba de tan perfecta.

Sin

embargo,

cabe preguntarse

si,

al final de este libro VI, no da ya a entender que la perfec

ción de la Constitución romana

no

era más que

un

estado

provisional,

ya

amenazado.

La aportación de Polibio a la

historia

de las doctrinas po

líticas de Grecia

no

es ni .muy importante ni demasiado

original. A pesar de todo, muestra

una

situación

nueva

creada

en

el mundo

griego por la victoria de Roma: la

liberación de las ciudades griegas

proclamada

por Flami

nius significaba

que

en la

lucha

que enfrentaba ciudades

y reyes,

las primeras habían

vencido.

Frente

al poder de

uno

solo,

absoluto

y

sin

límites, se erigía de nuevo la co

munidad

cívica

detentadora

de

la soberania

política, aun

que

estuviera

dispuesta

a

abandonar

la

mayor

parte de

esta soberanía en manos

de magistrados elegidos o de

un

consejo

aristócrata.

No es de

extrañar por

consiguiente,

que

los

últimos

defensores de la República romana

hayan

basado en las doctrinas políticas griegas los argumentos

que iban

a

permitirles librar su combate

ideológico contra

el

poder personal.

2

La penetración de las doctrinas griegas en Roma Ci-

cerón y el fin de la República

Resulta difícil hablar de las doctrinas políticas en Roma

antes

de mediados del siglo

II.

i e r t a m e n t ~

existían gru

pos políticos

que

se oponían, a veces violentamente,

pero

a diferencia de lo

que

había

ocurrido

en Grecia, y espe

cialmente en Atenas, estas oposiciones

no

daban lugar a

conflictos ideológicos. Los problemas que enfrentaban a

nobles y populares no tenían consecuencias a nivel insti

tucional. Esto no se debía simplemente al carácter «mix-

  7

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to» de la Constitución romana sino más bien a una men

talidad

arcaica

que

se expresaba

en

las nociones, difícil

mente asimilables por la experiencia política griega, de

auctoritas

y de

imperium

que limitaban

extraordinaria

mente el principio de la soberanía colectiva de los ciuda

danos. La supervivencia de

esta

mentalidad arcaica es

taba

relacionada, evidentemente, con las

estructuras

de

la

sociedad romana que, a comienzos del siglo H se pre

sentaba todavía como

una

sociedad esencialmente

rural

y

familiar. Los grandes cambios introducidos

en

la sociedad

romana

por

las guerras de conquista de los siglos

I y II

iban a contribuir a la destrucción de esta mentalidad ar

caica, favoreciendo de este modo

la

penetración de las

doctrinas políticas griegas. Probablemente éstas sólo fue

ron

conocidas

en

un primer momento por unos cuantos

círculos privilegiados, como el que se había formado en

torno a Escipión Emiliano, del que formaba parte Polibio,

así cama el filósofo estoico Panecio de Rodas. Hasta el

siglo a. de

C.

y

al amparo

de

las

guerras civiles, los

grandes temas del pensamiento político griego no resulta

ron

familiares

para

el pueblo

romano. Fue

entonces cuan

do la experiencia de los Gracos se consideró como un in

tento

de

tiranía popular

a

la manera

griega

y

la acción de

los

populares

se

hace en nombre

de

la

soberan ía de los ciu

dadanos, mientras que los nobles y el

partido

senatorial

buscaban la

justificación de

su amor por

el

orden

estable

cido

en la

doctrina estoica,

la misma

doctrina estoica que

confería a los reformadores sociales los fundamentos filo

sóficos de

su

acción

1).

Las doctrinas políticas griegas

penetraron en

Roma a tra-

 1)

el.

supra

118

vés de los estoicos tanto más que

por

mediación de Poli

bio. Panecio de Rodas convirtió al estoicismo a hombres

influyentes como Cayo Laelo o el máximo pontífice C.

Mucius Scaevola. Ya hemos hecho alusión a

la

influencia

del estoico Blossius de Cumas

sobre

Tiberio Graco. Las

mismas divergencias que existían en el seno de la escuela

estoica

permitían que

hombres cuyos objetivos y concep

ciones

eran

totalmente diferentes, se consideraran inclui

dos en ella. Pero

la

influencia estoica alcanzaría

su punto

culminante con Cicerón, desembocando en

una

doctrina

política

en

la que se mezclaban todas las aportaciones del

pensamiento griego y que constituía, en cierto modo,

su

última expresión.

Un historiador contemporáneo

ha

dicho de Cicerón que es

«el

primero en haber

confrontado

sistemáticamente

las

necesidades de la acción política, en la que se halla in

merso, con

una

reflexión filosófica que no era la de

un

aficionado entendido, sino que respondía a

una

vocación

exigente y profunda»

1).

De hecho, instruido en el pensamiento político y filosófi

co griego,

hombre

de biblioteca y de estudios, Cicerón fue

también un hombre

político, directamente «comprometi

do» en los acontecimientos políticos de

su

época.

De esta

forma pudo

ilustrar su

reflexión

con la

práctica y

dar

a la

experiencia política griega

una

nueva dimensión. No es

éste el

momento

de

recordar

lo

que

fue

su carrera

excep

cional si tenemos en cuenta que se

trataba

de

un

«hombre

nuevo», rico pero sin clientela, complejo y ambigiio según

opinión de los liberales, pero que no le impidió

morir

vÍc

tima de lo que

había

tenido el valor de escribir.

El

hom-

 1 ) C. NrcoLET es idées politiques

aRome

sous l République

pág 61.

119

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bre en sí importa poco, y no podría negarse

ni

su

vanidad

ni

sus

errores

de juicio. Pero es indiscutiblemente

uno

de

los grandes

representantes

del pensamiento político anti

guo, y

esto es

lo

que

nos interesa.

El pensamiento político de Cicerón se expresó a través de

sus discursos, así

como

a través de sus escritos puramente

teóricos. Sin embargo son éstos, escritos entre los años 54

y

44

a. de C., los

que

exponen con mayor claridad

una

doc

trina que

no

por

estar en relación con los acontecimientos

contemporáneos deja de

conservar

para su autor

un

valor

universal, hasta

el

punto de

que

de la obra de Cicerón se

ha podido decir que

«constituye el fundamento de

todo

el pensamiento político

europeo» (1).

La

doctrina

ciceroniana se apoya

fundamentalmente en

dos ideas: que la

Justicia

es posible en la Ciudad median

te

la adopción de la mejor Constitución y, por

otra parte

que

las leyes

no son

nada

sin

los

hombres que

las

hacen

respetar.

Esto demuestra

la

importancia

de la influencia

estoica

sobre

Cicerón, pero, al mismo tiempo, la existencia

de una influencia quizá

más

profunda

de

la obra de Pla

tón,

por 10 que no

debe

extrañarnos que

las dos principa

les

obras

teóricas del

hombre

de

Estado

romano,

escritas

el año

52 a.

de C.,

se titulen, respectivamente, De Republi-

ca y

e

Legibus, y

que adopten

la

forma de

diálogos, se

mejantes

a los del

gran

filósofo ateniense.

Cicerón

parte

de la idea, esencialmente estoica, de que la

política, con todos sus aspectos contradíctorios, es,

sin

embargo, el resultado de un proceso «razonable», que exis

te, por encima de la incoherencia de las acciones humanas

1) C. NICOLIIT,

op

cit., pág. 71.

120

un

recta

razón

que permite

a los

hombres

actuar de acuer

do con la justicia:

«En verdad

no existe

más que

un derecho

que

afecte a la

sociedad humana así

como una

sola

Ley

instituida; esta

Leyes la re?ta razón, en tanto que prohíbe u ordena, y

todo el que Ignore esta Ley, escrita o no, es injusto» (1).

Cicerón saca las consecuencias a un nivel

político:

« .. Es evidente que las leyes se hicieron para bien de los

Estados y de los ciudadanos y

para

proteger la tranquili

dad, la

seguridad

y la felicidad de los

hombres.

Por eso

quienes

establecieron

por primera vez

semejantes

normas

demostraron

que

era necesario escribirlas y

proponerlas

para que,

una

vez

aprobadas

todos viviesen feliz y hones

tamente.

Y

denominaron

leyes a estas

normas

una vez ela

boradas

y

puestas en vigor:

de donde se deduce

que

los

que

prescriben

a los pueblos

mandamientos

perniciosos e

injustos actuando

contra

sus

declaraciones y promesas,

hacen todo salvo leyes» (2).

A partir de estas premisas, Cicerón

tratará

de definir cuáJ

es la Ciudad

más

justa y, por consiguiente, la

más

confor

me a la

recta

razón. Y,

dato

interesante,

en

su pensamien

to

hallamos elementos

ya

expresados por Platón, Aristóte

les y Polibio,

fundamentalmente

la distinción

entre buena

y mala

politeia

dentro de

una

misma forma de gobierno.

«1 \1

(Escipión,

uno

de los interlocutores del diálogo) con

cluye

que

un

Estado actúa verdaderamente de

acuerdo

con su finalidad de ser la cosa del pueblo

res publica)

cuando está

gobernado

en la

justicia

y el bien, ya sea

por

un

Rey, por unos cuantos ciudadanos principales o

por el cuerpo entero de la nación. Por

el

contrario si-

 I¡ e L e g ~ b u s 1 15.

Versión esp.

Obras

Edaf

1967.

2

De Legtbus

n S

pág 1530.

Versión esp. citada.

121

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guiendo

el

ejemplo de los griegos,

llama tirano

al Rey in-

justo facción a la aristocracia

injusta;

y no hallando

un

término adecuado

para

calificar a un pueblo injusto le

llama también

tirano»

1).

También de Polibio toma Cicerón la idea de la Constitu-

ción mixta, de la que dice en este mismo diálogo:

«La mejor forma de Constitución

política

es aquella

en

la

que se mezclan racionalmente las tres formas de gobier-

no, real, aristocrático y popular, y

que no

necesita recurrir

al castigo para

dominar

a los espíritus

rudos

e

intratables.

Así fue más o

menos

la de Cartago, anterior a

Roma

en

sesenta y cinco años, ya

que

se

instauró

treinta y

nueve

años

antes

de la primera Olimpiada. Mucho

antes

aún

Licurgo

tuvo

los mismos puntos de vista» 2).

Cicerón cita, pues, los mismos ejemplos

que ya antes que

él habían utilizado Aristóteles, Platón y Polibio. Pero in-

siste en

precisar que

esta Constitución

mixta no

debe ser

solamente una mezcla de

las tres

formas de gobierno.

Debe establecer

entre

ellas un equilibrio estable, a fin de

evitar que

una de las formas

domine sobre

las demás.

Y

en opinión

del

senador

Cicerón, la

forma que

amenaza

con

dominar

a

todas

las demás es la

monarquía:

.

«Porque en la sociedad en

que

una

persona

esté

investida

de potestad

perpetua

y de la regia principalmente, aun-

que haya

en

ella

un Senado como

en Roma

bajo los Reyes,

o como

en

Esparta bajo

las leyes de Licurgo, y

aunque el

pueblo ejerza algún derecho como en

nuestra monarquía

el título de rey inclina la balanza y

hace que el Estado

sea y se llame

monarquía.

Y

esta forma

de gobierno es

la

1) De República IlL

2) De República. Il 23.

122

ás

expuesta a mudanzas y a trastornos porque los vi-

o;os de uno solo pueden

bastar

a precipitarla en

una

pen-

d ente

funesta. En sí

misma

no solamente

no

encuentro

detestable. la

monarquía

sino

que

la

encuentro

preferible

a l a ~ demas formas de gobierno, simples, si alguna simple

pudIera

agradarme.

Pero la monarquía sólo merece esta

preferencia si es fiel a su institución; y únicamente existe

~ s t fidelidad cuando el poder

perpetuo

de uno solo en

19ua.ldad y justicia, garantizan la seguridad, la i g u l d ~ d y

el

bIenestar

de todos los ciudadan<J.s. Aun entonces le fal-

ta al pueblo

que

es gobernado

por

un rey

muchas

cosas

pero

ante

todo

la libertad,

que

no estriba en tener

un

u e ~

amo, sino en no tenerle .. » 1).

debemo.s perder de vista, al

leer

este texto,

que

Cice-

ron

lo

escnbra

cuando la lucha

entre partidos

alcanzaba

en

Roma

su punto culminante y la República se veía ame.-

nazada por las ambiciones de los dos jefes

militares

que

t o d a : Í ~

u n ~ d o s , iban

a

enfrentarse

muy pronto en una u e ~

rra

CIVIL Crcerón, portavoz de la oligarquía

senatorial

se

creía

en la obligación de poner en

guardia

a

sus c o n c i ~ d -

danos

frente

a los peligros del

poder

monárquico. Pero

su hostilidad contra el

poder

real era

más

hostilidad de

hecho

~ u :

de principio. Y

en

este mismo diálogo de

a

Republtca se acerca a Platón cuando define las cualida-

des del caudillo ideal, del político:

« .. virtuoso,

prudente apto para

defender los intereses

s:, Estado,

un

verdadero

tutor

y procurador de la Re-

publrca .. Este

hombre

sabio

será

fácil de

reconocer: será

aquel que pueda proteger al Estado con sus palabras y sus

obras» 2).

21) De República n

23

)

De República n 29

123

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fi.ste, el

Princeps

será el único capaz, basándose en rec

tas leyes, de crear la concordia en la Ciudad, es decir, la

armonía entre los diferentes grupos sociales

que

la com

ponen. Su

autoridad procederá

del

consensus universorum

bonorum

de consentimiento de todos los

hombres

de

bien. De nuevo hallarnos aquí los ternas de

la

filosofía

política griega del siglo IV

y el

princeps

ciceroniano se pa

rece mucho al político de Platón.

Pero

entre

Platón y Cicerón existe

una gran

diferencia:

mientras

que

el filósofo ateniense razonaba fundamental

mente en

abstracto ya que sus experiencias sicilianas

constituyen

una

desgraciada experiencia, Cicerón

situaba

en un

mismo plano

su

vida política y

su

reflexión filosófi

ca.

Hasta

qué

punto la primera ha

determinado los carac

teres

de

la

segunda, es

un

problema

al

que

se le

han

dado múltiples respuestas. Algunos

han

visto

en

el

prin-

ceps

ciceroniano el modelo

en el

que se inspiró años más

tarde

Augusto; otros

por

el contrario

han

puesto el acen

to en el carácter abstracto del método del filósofo romano.

No es fácil dirimir

la

cuestión, y el valor de

la obra

teó

rica de Cicerón procede sin duda de «ese diálogo perma-

nente

entre

lo posible y lo rea]", de «ese paso de

la

teoría

deseable a

la

práctica históricamente comprobada» (1).

En

definitiva, poco

importa

que Cicerón,

al

describir

el

príncipe ideal, haya pensado

en

Escipión, el principal in

terlocutor

de La República

en

Pompeyo o

en

sí mismo.

Lo que es indudable es

que

en la situación objetiva en que

se hallaba la República romana hacia mediados del siglo

antes de Cristo, y mientras que el ideal monárquico hele

nístico era capaz de tentar a un hombre corno César, Cice-

(1) C. NICOLET,

op. cit. pág 66.

124

rón engarzando con

e

pensamiento político griego de la

época clásica,

ha

sabido recuperar el espíritu de

la

Ciudad

antigua, proporcionando así al fundador del Imperio ro

mano

el

vocabulario político que iba a hacer que todos

aceptaran

una

total

modificación constitucional, presen

tada

corno

una

restauración de

la

República.

125

Conclusión

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La fundación del

Imperio

romano termina definitiva

mente

con toda vida política real. Es cierto que las ciuda

des

continuaban

existiendo en el seno del

Imperio con

sus

instituciones, sus asambleas y sus magistrados pero se

trataba

de

un

simulacro de vida

política, y,

tanto

al

Este

como al Oeste, no

tenían

ya

ningún

poder de decisión. En

la

misma

Roma el

autoritarismo

de los emperadores el

desarrollo de la burocracia el

papel

del ejército,

impedían

cualquier crítica de las decisiones imperiales. Las revolu

ciones no

serán

ya, de ahora en adelante,

más

que revuel

tas palaciegas o rebeliones militares.

Y

puesto

que ya

no

existe una vida política, el

pensamiento

político no tiene

ya

razón

de ser. La

historia

de las doctrinas políticas grie

gas termina cuando termina el régimen de la Ciudad, de

la Polis

que las había

visto

nacer.

Pero la experiencia política griega constituye un hecho

esencial

en la

historia del

pensamiento

y,

cuando tras

si

glos

de

despotismo vuelva a surgir

la vida política en Oc-

cidente, espontáneamente

se

volverán las miradas hacia

los

estudios

teóricos

de

los

escritores

políticos griegos. No

es

casual

el hecho de

que

las

comunas

libres

italianas

fue

ran

las primeras en redescubrirlos, antes

que

la Inglaterra

del

siglo XVII o

la

Francia del

XVIII.

La

burguesía

victoria

na encontró en ellos justificaciones

para su

intento

de

limi

tar el

ejercicio de los derechos politicos, y

el

socialismo

naciente, heroicos ejemplos.

El mundo

moderno

en

gesta

ción, redescubría y confería

un

nuevo significado a todo

un

vocabulario elaborado

por

los griegos de los siglos

y

IV.

¿ Quiere esto decir que los griegos lo habían inventa

do ya

todo

en el campo de la ciencia política? ¿La demo

cracia, el imperialismo, el comunismo? No debemos lle

gar

a tales conclusiones, que

hacen abstracción

del carác-

126

ter comp.lejo de r e l i ~ d histórica que ha visto

surgir

l.as doctnnas pO ltJcas

gnegas

y del carácter específico de

estas. Lo. que sm

embargo

es cierto es que. en menos

de dos sIglos,

en

un

mundo

de reducidas dimensiones

fueron

planteadas por

unos cuantos

hombres

las cuestio:

nes fundamentales a las que se

buscan

todavía

respuesta

en

nuestros

días.

127

Indice

Colección Beta

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Introducción

1 Origen

de la politica en

las

ciudades Jónicas

y en la

Grecia

propiamente dicha

Condiciones generales: de la monarquia homérica a la

ciudad -aristocrática, 7 - Los grandes movimientos de

los siglos VII y VI. La tirarua, 1 0 - El triunfo de la

democracia

en

Atenas

en

el siglo V.

El

problema de la

politeia, 15

2

La revolución sofista

3

El desarrollo del pensamiento político

en l

siglo

IV

La crisis general del

mundo

griego

en

l siglo

IV,

44

Los teóricos del siglo

IV

ante la crisis social, 5

o L o s

teóricos frente a la crisis politica, 62.

4 Las doctrinas politicas en

la

epoca helenistica

y su

difusión en

l

mundo romano

Las nuevas condiciones de

la

vida politica y social,

95

El

estudio de la monarquia,

99

- Las utopias igualita

rias, 105 - Polibio y la penetración de las doctrinas

politicas griegas en Roma, 09

Conclusión

5

7

21

44

95

126

Titulos publicados:

1. Los dividendos del progreso P. Massé - P. Bernard)

2 .

La Cibernética L. Couffignal)

3. Los métodos

en

sociologla R. Boudon)

4. Antes y después del Concorde F. Simi - J. Bankir)

5. La semana de treinta horas. La jornada de trabajo en

España

R.

Paranque - R.

Garda

-

Durán)

6. Los terciarios. El terciario en España M. Praderie - J.

1.

Puigdollers)

7. La industria de los banqueros J. Lavrillere)

10.

Los mecanismos económicos H. Cullman)

11.

El

beneficio A. Babeau)

12. La estrategia nuclear e. Delmas)

3.

Las doctrinaspoliticas en Grecia

e.

Mossé)

5.

El

cálculo cientifico G. Canevet)

9

La iuformática

p.

Mathelot)

21.

Los métodos

en

psicologia M. Reuchlin)

25. La epistemologia genética J. Piaget)

26.

Los marxismos después de Marx

p.

Favre - M. Favre)

En preparación:

16. Higiene en la sociedad moderna J. Boyer)

7. El

control de gestión J. Meyer)

23. La

enseñanza programada G. Klotz)