Clase N°2: América Latina durante la Guerra Fría (c)

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Programa Latinoamericano de Educación a Distancia en Ciencias Sociales PLED-CCC 1 Curso: Procesos políticos y estructuras de poder en América Latina Clase Nº2: América Latina durante la Guerra Fría Bibliografía Nº2: Formaciones sociales y de poder en América Latina Graciarena, Jorge y Franco, Rolando ‘’Formaciones sociales y de poder en América Latina’’ (Madrid: Ed. Centro de Investigaciones sociológicas) pp. 47-157. 1981 ®De los autores Todos los derechos reservados. Esta publicación puede ser reproducida gráficamente hasta 1.000 palabras, citando la fuente. No puede ser reproducida, ni en todo, ni en parte, registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, por fotocopiadora o cualquier otro, sin permiso previo escrito de la editorial y/o autor, autores, derechohabientes, según el caso. Edición electrónica para Campus Virtual CCC: MARIANO TRAVELLA Campus Virtual: http://www.centrocultural.coop/campus

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Clase N°2: América Latina durante la Guerra Fría: 1947 - 1989

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Programa Latinoamericano de Educación a Distancia en Ciencias Sociales PLED-CCC 1

Curso: Procesos políticos

y estructuras de poder en América Latina

Clase Nº2: América Latina durante la Guerra Fría

Bibliografía Nº2: Formaciones sociales y de poder en América Latina

Graciarena, Jorge y Franco, Rolando ‘’Formaciones sociales y de poder en América

Latina’’ (Madrid: Ed. Centro de Investigaciones sociológicas) pp. 47-157. 1981

®De los autores

Todos los derechos reservados.

Esta publicación puede ser reproducida gráficamente hasta 1.000 palabras, citando la fuente. No puede ser reproducida, ni en todo, ni en parte, registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, por fotocopiadora o cualquier otro, sin permiso previo escrito de la editorial y/o autor, autores, derechohabientes, según el caso.

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II. LA MODERNIZACION DESARROLLISTA BAJO UN ORDEN DEMOCRÁTICO GRACIARENA Y FRANCO 1. LAS PROYECCIONES DE LA POSTGUERRA

El término de la segunda guerra mundial trajo consigo expectativas y

consecuencias de considerables proyecciones sobre la situación social y política de América Latina. No es éste el momento de hacer un inventario de ellas, bastará que se indiquen unas pocas de las que tuvieron una influencia específica sobre lo que aquí nos interesa. La primera fue una atmósfera de creciente optimismo respecto del futuro y las posibilidades del progreso humano dentro de un orden pacífico internacional. La organización de las Naciones Unidas y el estado de armonía que siguió entre los países vencedores -que ciertamente no duraría mucho tiempo- fueron acaso ingenuamente interpretados como el inicio de una era histórica en que los conflictos internacionales se resolverían por la vía de la negociación pacífica. La mesa de negociación reemplazaría al campo de batalla tan pronto se hubiera completado el conjunto necesario de acuerdos y mecanismos internacionales que, de una vez por todas, lograrían la anhelada paz permanente o, al menos, la meta que parecía menos ambiciosa de «institucionalizar los conflictos», esto es, de rutinizarlos y enmarcarlos, de tal modo que los órganos internacionales sostenidos por sus potencias tutelares tomarían cuenta de ellos y les darían una solución acorde con los intereses legítimos en juego 1. Estas medidas relacionadas con la seguridad colectiva tuvieron también su versión regional, donde fueron evidentes los esfuerzos de la diplomacia norteamericana para organizar los países latinoamericanos mediante un sistema de acuerdos y pactos regionales, políticos y estratégicos destinados a ratificar su posición dominante y la unidad politica regional.

Luego, la derrota del fascismo significó nada menos que la recuperación

de la unidad ideológica del mundo capitalista. Las democracias capitalistas inspiradas en el liberalismo constitucionalista habían probado su vitalidad his-tórica venciendo a sus contrincantes por la fuerza de las armas. En este sentido, la posguerra representó para América Latina el triunfo del orden capitalista basado en el laissez (aire contra el capitalismo totalitarista y estatizante. Esta situación indujo a trazar falsos paralelismos. Uno de estos equívocos era el de que aquel tipo de capitalismo de libre empresa era el único modo de organización económica viable para la democracia, no sólo como estilo político, sino también como forma de vida respetuosa del desarrollo y la libertad de la persona humana. Es oportuno recordar aquí que la justicia del crecimiento capitalista y la democracia representativa habían sido severamente cuestionados en el período de preguerra desde ambos extremos del espectro político e ideológico, tanto que su credibilidad resultó seriamente debilitada. La guerra y su resultado le restituyeron, aunque desde una perspectiva renovada, un más alto grado de

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confianza. Como consecuencia de esto, tanto el uno como la otra aparecieron estrechamente vinculados en una concepción que los hizo depender recí-procamente. Para algunos, capitalismo y democracia llegarían a ser casi sinónimos.

Por último, es importante destacar el renacimiento de la fe en el vigor

expansivo del capitalismo y en su capacidad para promover conjunta y armónicamente tanto el desarrollo de la producción como la justicia social, porque su influencia posterior sobre la política latinoamericana sería muy considerable. En efecto, los países latinoamericanos no enfrentarían más la disyuntiva ideológica y política que los dividió en el período de preguerra -y aun durante la guerra-, en que los más remisos se incorporaron a la causa aliada recién cuando la contienda bélica ya estaba decidida y bajo fuerte presión externa de los Estados Unidos; En realidad, y aunque esta posición neutralista parezca contradictoria, la antigua disputa entre los Estados Unidos e Inglaterra por el control de América Latina no había sido ajena a estos episodios. Sea lo que fuere, lo que cabía hacer de ahí en adelante era aceptar sin vacilaciones el hecho incuestionable de la hegemonía norteamericana sobre un continente en el que desde ese momento se suponía que sus intereses no serían ya desafiados desde fuera 2.

La pax americana se basaba, por fin, en el reconocimiento e imposición

universal de la doctrina Monroe, ahora con el beneplácito de Inglaterra, que no sólo aceptaba todas sus consecuencias, sino que cedía a los Estados Unidos la posición de socio principal en una alianza a escala mundial que tenía como fundamento una nueva concepción del poder en el orden internacional. De cualquier manera, para los países latinoamericanos no había ya opciones, ni menos aún dudas, de que un paradigma político era el modelo representado por los Estados Unidos. La democracia representativa, fundada en el voto electoral y en el pluralismo político, marcaría en lo sucesivo la línea a seguir. Todos los países deberían ajustarse en lo sucesivo, de una manera u otra, a ese modelo político, o al menos pagar el tributo debido a sus excelencias con su lealtad política y estratégica a los Estados Unidos, no obstante que su política interna estuviera regida por patrones políticos efectivos, a veces diametralmente diferentes y en oposición a los ideales democráticos.

Por fin, la idea de que el Estado era en última instancia el mayor

enemigo de la libertad económica era una de esas falacias que se arrastraba de tiempo atrás y que conservaba aún su predicamento. Las diatribas contra el Estado planeador eran cosa corriente en la literatura económica, el periodismo y la política. La prevención contra el Estado y su injerencia en la economía no sería, sin embargo, tan fuerte como lo deseaban sus detractores, porque la guerra misma había probado dos cosas: primera, que la necesidad de planear la producción bélica renunciando al laissez (aire había eliminado la «anarquía de la producción capitalista» y aumentado considerablemente la productividad y la eficiencia general de la economía, así como su estabilidad y el nivel de empleo, y

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luego, aún más importante resultó la comprobación de que la planificación estatal, lejos de ser un obstáculo para el empresario capitalista, era un factor coadyuvante de la mayor importancia cuando no había colisión ni conflicto entre los objetivos generales del Estado y los intereses de la empresa privada. Todo dependía no ya de la planificación, sino de la clase de planificación que se aplicaría, o sea, del sistema hegemónico que sirviera de puente para conectar y armonizar la economía con la política. El problema del control del Estado y la planificación se tomó de esta manera en un motivo de interés y preocupación central en los debates políticos, los foros internacionales y ambientes académicos’.

2. LA INDUSTRIALIZACION EN LA CONCEPCION DEL PROYECTO DESARROLLISTA

En el contexto de las ideas, expectativas y experiencias históricas que

siguen a la posguerra es que se comienza a bosquejar el modelo desarrollista 4. Las fuertes demandas y presiones sociales por un crecimiento económico sostenido y rápido reconocían diversas fuentes, a menudo heterogéneas, que no obstante convergían en el sentido de relacionar la satisfacción de las necesidades y aspiraciones colectivas con la expansión productiva. En esos tiempos se esperaba más del bienestar del desarrollo, que aseguraría en sus nuevas fases una mayor equidad social en la distribución de los bienes económicos, que de la justicia social de la reasignación de recursos y redistribución de ingresos en que hasta ese momento se habían cifrado las esperanzas de quienes acompañaron los movimientos de reforma social y las apelaciones revolucionarias del pasado5.

En esas condiciones, el crecimiento productivo se tornó un objetivo

imperioso de primera prioridad, puesto que sólo a él se le reconocía capacidad para dar satisfacción a las amplias capas de la población formadas por sectores populares y medios, que exigían más alimentos, empleo y educación y, en general, mejores ingresos y niveles de bienestar. En este contexto, el desarrollo fue tanto una necesidad derivada de la naturaleza equitativa e igualitaria de la democracia como un recurso social e indirectamente político para darle más consistencia mediante la formación generalizada de consenso entre los grupos beneficiados por la expansión productiva. Con este amplio proceso de mo-dernización se generaría el apoyo político necesario para la continuidad del orden social, así como serviría para sostener los nuevos esquemas de poder que se estaban gestando y que sólo lograrían consolidarse más tarde con la concreción del proyecto desarrollista centrado en la industrialización. Para muchos era evidente que el crecimiento sería el sustento necesario de la democracia en las condiciones sociales y políticas de América Latina de esos años.

Las conexiones conceptuales y reales entre uno y otra, crecimiento y

democracia, se establecieron por diversos medios y con variadas justificaciones. Una de las fuentes más importantes en la generación de esta conexión fue in-dudablemente el cuerpo de ideas, estudios e interpretaciones que se conoce

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como la «doctrina de la CEPAL»’. Desde la más inmediata posguerra, este organismo internacional que había conseguido reunir a un grupo muy destacado de economistas, planificadores y otros cientificos sociales, que bajo la dirección y el liderazgo intelectual de Raúl Prebisch dio comienzo a una serie de estudios e informes, cuyas conclusiones generales y recomendaciones de estrategia propiciaban la puesta en práctica de políticas de industrialización con el objeto de modernizar la economía de los países regionales. Tales recomendaciones inicia-les se fundaron en las constataciones empíricas de la misma CEPAL, que ponían de relieve una tendencia de largo plazo al «deterioro de los términos del intercambio». En otras palabras: lo que se había descubierto era una relación desventajosa en la evolución de los precios de los productos primarios con respecto a los precios de los productos industrializados. La conclusión que derivaba de esto era que la división internacional del trabajo funcionaba en contra de los intereses y las posibilidades de desarrollo de los países periféricos que participaban en el mercado mundial exportando principalmente productos primarios. De ahí se seguía que, para crecer aprovechando al máximo las ventajas del progreso técnico y escapar del subdesarrollo, era indispensable industrializarse y modernizarse.

La industrialización, tal como era concebida por la «doctrina cepalina»,

comprendía un horizonte amplio de problemas, unos más explícitos que otros, que envolvían no sólo la asignación de recursos para inversión industrial y modernización de la infraestructura económica, sino también una renovada concepción del Estado y sus funciones económicas, así como una interpretación de los dinamismos sociales que podían concurrir en auxilio de las políticas de industrialización y modernización.

En términos esquemáticos puede afirmarse que este complejo diagnóstico de

la realidad se sostenía en tres posiciones principales: la industrialización como factor dinámico del crecimiento económico y la modernización tecnológica y social; la importancia del Estado como actor y regulador económico, destacándose la importancia de la empresa pública en un caso y de la planificación en el otro, y, por fin, existía una gran confianza en la formación de unas clases medias modernas que se suponía contribuirían tanto a la creación de una conciencia nacional como al surgimiento de un empresariado imaginativo e innovador, que tomaría a su cargo la dirección e impulsión del proceso de crecimiento económico7.

Aunque la evolución histórica posterior ratificaría parcialmente este

diagnóstico prospectivo, lo más importante acaso fue el hecho de que se puso en estado sólido una serie de ideas que por esos años «flotaban en el aire». Con el apoyo técnico y objetivo que les proporcionó la doctrina y acción de la CEPAL, los gobiernos latinoamericanos pudieron cimentar una parte considerable de las po-líticas que aplicaron en los años siguientes. Los sectores empresariales emergentes ligados a la industrialización y, en general, a la producción para el mercado interno, los profesionales y planificadores públicos encontraron en ella

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guías y orientaciones útiles, que por unos años tuvieron una considerable vigencia y predicamento en la política latinoamericana. Su principal mérito fue tanto el de ofrecer objetivos y medios precisos para reorganizar la producción económica, dirigiéndola hacia objetivos renovados, como el de haber sabido percibir los cambios que estaban ocurriendo en el balance de poder social. Esto le permitió identificar y atraer a los nuevos grupos y sectores medios y altos, que ya entonces pesaban como actores principales de los procesos de desarrollo.

La focalización conceptual y la integración teórica del pensamiento cepalino

inicial, que consideraba como factores claves del crecimiento económico y de la modernización social a la industrialización y la capitalización nacional, el Estado y la planificación económica, la redistribución del ingreso y la expansión del mercado interno, la dinamización social y política de los sectores medios y más tarde la integración latinoamericana, en un momento histórico en que esos mismos factores cobraban un mayor relieve y se fortalecían debido a transformaciones estructurales que se proyectaban en esa misma dirección, no dejó de tener consecuencias positivas para la vigencia política de la doctrina cepalina. En verdad, esta convergencia -que en parte no era casual- la hacía asumir las características de una «profecía autocumplida».

El «desarrollismo» como ideologías8 se inspiraría parcialmente de esos

presupuestos, aunque en una versión en que aparecen relativamente trastrocados y caricaturizados. En efecto, aunque la idea-fuerza del crecimiento económico continuaría siendo realzada al punto de convertirla en una panacea apta para todos los males sociales, al mismo tiempo se tratará de vigorizar la convicción de que el ahorro nacional no es suficiente y que hay que apelar en gran escala al capital extranjero, facilitándole sus operaciones para que la inversión alcance la «masa crítica» necesaria para el ansiado despegue. Luego, el desarrollismo, en sus expresiones más recientes, sostendrá una posición menos nacionalista y regionalista, propiciando el estrechamiento de relaciones económicas con las corporaciones transnacionales, así como la conveniencia de postergar las políticas distributivas y redistributivas hasta fases más avanzadas de crecimiento de la economía. Ciertamente, estas versiones sólo lograrán establecerse y afirmarse cuando posteriormente el estilo público predominante adopte un sesgo autoritario, tornándose capaz de contener las reivindicaciones sociales, considerablemente exacerbadas por estrategias de desarrollo deliberadamente concentradoras del ingreso y elitistas en muchos otros aspectos sociales.

3. LOS VAIVENES DEL NACIONALISMO DESARROLLISTA

La posibilidad de un crecimiento económico autosostenido, donde la

industrialización nacional constituía su principal foco dinámico, no podía dejar de atraer a importantes grupos emergentes de la modernización que buscaban su identificación nacional a través de la toma de conciencia de su posición en la

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realidad social. De esta búsqueda y de las experiencias relacionadas con ella derivaron naturalmente las orientaciones nacionalistas, que tuvieron algunas versiones del desarrollismo inicial. Estas tonalidades nacionalistas fueron en parte reactivas y, a veces, poco más que verbales. En verdad, no faltaron razones, pues la industrialización de algunos sectores fue resistida, enfren-tándose inconvenientes derivados de las políticas restrictivas de los grandes negocios y los gobiernos de los países centrales 9.

La idea de un desarrollo autónomo y nacional centrado en la

industrialización, que tenía como meta principal el abastecimiento del mercado interno y que al mismo tiempo aspiraba a reducir la dependencia del mercado in-ternacional de productos primarios -baluarte de la dominación oligárquica y vía de acceso para la penetración foránea en la economía-, tenía que ser altamente atractiva para unos sectores medios, cuya presencia se hacia sentir en el nuevo esquema de poder que promovía el proyecto desarrollista y modernizante. Observando este panorama retrospectivamente, no puede dejar de señalarse que estas aspiraciones y orientaciones fueron articuladas de una manera confusa, cuando no contradictoria e inoperante. Confusas porque no había un programa claro y preciso capaz de ordenar convenientemente las relaciones entre medios y fines. Contradictorias porque el nacionalismo económico que propiciaban era en principio difícilmente viable si se tenía en cuenta que al mismo tiempo sus propulsores se identificaban con entusiasmo con el paradigma político de los Estados Unidos y con su política internacional general, particularmente en lo que se refiere a la guerra fría. Inoperantes porque, como resultó obvio más adelante, la coyuntura no era propicia para otra cosa que para un nuevo estilo de integración dependiente en el esquema internacional de división del trabajo que la política norteamericana estaba ensamblando cuidadosamente y que para los países latinoamericanos implicaba nuevas formas de relación subordinada en lo económico y no menos en lo político. En este sentido es muy típico el cambio de estrategia que se advierte a lo largo de los años sesenta (especialmente después de la revolución cubana), en que las grandes multinacionales norteamericanas y europeas acentúan una política muy agresiva de participación en la industrialización latinoamericana, que en una forma más tímida ya había comenzado en la década anterior, y cuyo objetivo principal era el control de los mercados internos, entonces fuertemente protegidos por toda clase de barreras.

Se llega así a una fase de nuevas relaciones de dependencia (designada

por algunos como de «internacionalización del mercado interno» o de «capitalismo asociado»), que al cambiar de fisionomía se tornarían más penetrantes y efectivas. En rigor, lo que ocurre es una integración más orgánica entre las empresas e intereses del capital extranjero y las nuevas estructuras hegemónicas internas que se gestaron y pusieron en práctica con el proyecto de modernización.

Estas nuévas configuraciones de relaciones económicas y políticas entre las

empresas nacionales y extranjeras que operaban en el mercado interno y el

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mundial condujeron a un debilitamiento, luego al abandono progresivo del na-cionalismo inicial y al retorno a una tolerancia más condescendiente, y aun aceptación, de la hegemonía regional norteamericana y de su papel de gran líder en el mundo capitalista.

Sería más recientemente, ya avanzados los años setenta, y especialmente a

partir de la recesión de la economía norteamericana de 1973, cuando los gobiernos latinoamericanos comenzarían a oponer reparos y a organizarse para enfrentar más bien las reglas de juego y el estilo de dominación que la hegemonía misma de los Estados Unidos en la región 10.

4. LA CONCEPCION DE UNA RELACION NECESARIA ENTRE DESARROLLO ECONOMICO Y DEMOCRACIA POLITICA

La justificación intelectual de la existencia de una vinculación real y

necesaria entre democracia política, crecimiento económico y bienestar social fue elaborada fuera de la región sobre la base de ideas bastante antiguas, que volvieron a ponerse de moda por esos años en los círculos académicos norteamericanos. La idea tuvo en seguida una amplia acogida, ya que había muchos motivos para que se viera con simpatía la posibilidad de una relación estrecha entre dichos procesos. Si además se afirmaba -como algunos lo hacían- que el crecimiento aseguraba casi inevitablemente la democracia política y que ésta, con sus complejos mecanismos de representación de grupos e intereses y garantías políticas, garantizaba que a la hora de la distribución todos tendrían la parte que legítimamente necesitaban y razonablemente les correspondía, la idea se hacía aún más atractiva, puesto que significaba una plausible justificación del crecimiento capitalista.

Sin abrir juicio por el momento sobre lo pertinente de este modelo de

relaciones, hay que admitir que las circunstancias históricas eran entonces muy propicias para darle un refuerzo objetivo a esta concepción de la moder-nización. Por fin, en un número creciente de países se tornaban posibles formas hegemónicas compatibles con un régimen político democrático de participación ampliada, cuya existencia y continuidad se apoyaban en los cambios estructurales todavía en curso y en el beneplácito con que eran vistos y estimulados desde los Estados Unidos. Crecimiento económico más democracia representativa era el modelo de exportación del momento, y si el primero constituía la causa necesaria de la segunda, tanto mejor. Acaso el debate intelectual y académico de esos años sobre la modernización fue más fiel a la fórmula desarrollista que lo que fueron las políticas externas norteamericanas, que a menudo dispensaban sus favores a gobiernos latinoamericanos que estaban lejos de tener la menor semejanza democrática. Sin embargo, aun en estos casos, las autocracias de turno trataban invariablemente de salvar las apariencias reafirmando•;; cada vez que fuere necesario, sus vocaciones constitucionalistas y liberales, haciendo profesión de fe en la voluntad política del pueblo y, a veces,

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simulando elecciones libres para convalidar los principios democráticos y el respaldo político de la mayoría de la población.

En síntesis, el paralelismo o la conexión causal presente en la relación entre

desarrollo económico y desarrollo político democrático dependía de una serie de presupuestos que, al menos cuando estuvo en auge, rara vez se hicieron del todo explícitos. Parece necesario recordar algunos de ellos para enmarcar adecuadamente el análisis de las transiciones políticas, reales e intelectuales, que tuvieron lugar en este período. Del lado económico, las teorías de la mo-dernización que sugerían aquel paralelismo suponían que el crecimiento económico y la modernización tecnológica de la producción seguirían avanzando a un ritmo elevado, y que, además, el progreso en curso no se discontinuaría más con depresiones o recesiones económicas del tipo de la que tan severamente había castigado la economía mundial en los años treinta. Esta confianza en el control de los denominados ciclos económicos se hizo muy fuerte entre los economistas y líderes políticos de los años cincuenta, cuando pareció evidente que la eficacia del instrumental anticíclico derivado de la teoría keynesiana era tal que en el futuro no habría más motivos para esperar el retorno de las temidas crisis. Todo esto llevó a un estado de espíritu casi eufórico, puesto que la esperanza de un desarrollo económico indefinido parecía por primera vez posible, ya sin las crisis periódicas que asolaron al crecimiento capitalista desde los albores del siglo xix y superando las crisis de confianza que surgieron con los vaticinios sobre la tendencia secular al estancamiento crónico del capitalismo, que, aunque corrientes ya desde el siglo pasado, cobraron gran fuerza en los años de la preguerra.

En este presupuesto general relativo al progreso paralelo del desarrollo

económico y del desarrollo político hacia un orden democrático había un punto específico de la mayor importancia, que consistía en que el progreso económico, como factor causal en la conexión, no debería ni estancarse ni tampoco desacelerarse con respecto al desarrollo político. Y esto resultó grave, ya que el desajuste entre ambos procesos bien podría ocurrir, aun cuando el progreso económico fuera indefinido: bastaría sólo con que las aspiraciones y presiones de las mayorías sociales se organizaran e intensificaran a un ritmo mayor que el del crecimiento de la producción. De los dos, este último era sin duda el flanco más débil de la conexión, debido a la aceleración de la movilización social. Pero también retornarían las recesiones económicas, que pondrían en jaque al esquema.

Hasta este punto, los presupuestos de la relación entre ambos desarrollos

estaban planteados de un modo mecánico, pues consistían principalmente en el ajuste y correspondencia de sus ritmos respectivos. Empero, había otros aspectos aún más importantes que no se podían traducir de esta manera. Por ejemplo: nunca se hizo completamente explícita la cadena de intermediaciones que transmutarían la expansión económica en democracia política. La idea de una interrelación entre estas dimensiones producía una atracción simpática, que, por

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serlo, tenía el peligro de provocar adhesiones carentes de la reflexión necesaria, lo que efectivamente ocurrió con muchos que se sintieron cautivados por ella. El problema de cómo se constituía y operaba la cadena de vínculos y mecanismos necesarios que conectaban la economía y la política en el proceso global de desarrollo apenas si se dio por supuesto, y lo más que se hizo fue tratar de demostrarlo mediante correlaciones estadísticas y comparaciones internacionales 11

Pocos años más serían necesarios para que se revelara con toda evidencia y

cierto dramatismo que estas conexiones, de ser ciertas, como se las planteaba, eran en todo caso muy variadas y podían funcionar en direcciones muy distintas y con significados diversos. No había nada tampoco que indicara que tenían sentido y fundamento real las extrapolaciones históricas de quienes estaban persuadidos de la existencia de un proceso lineal semejante al ocurrido en el desarrollo capitalista europeo del siglo xix.

Un problema que se puso en el camino de estas concepciones desarrollistas

fue el de la naturaleza del subdesarrollo, que para unos era una situación de mero «atraso» que se resolvería con maduración,y tiempo para lograr una mayor integración en el mercado internacional. En todo caso se aseguraba que las condiciones estaban dadas para que los países subdesarrollados, salvando etapas, pero dentro de las mismas líneas seguidas por los países ya indus-trializados, pudieran «cerrar la brecha» y alcanzar a éstos en un plazo prudencial. Desde una perspectiva diferente, otros sostenían que el subdesarrollo era algo más, y en gran medida diferente a lo que postulaban los partidarios de la teoría del atraso. Para ellos, el subdesarrollo constituye una característica estructural del orden internacional, y, por tanto, los países que entran en esta categoría no siguen la misma línea de evolución que aquéllos. No se trata en modo alguno de un problema de retraso, sino de diferenciación funcional y de complementariedad estructural y subordinada en el contexto de la actual división internacional del trabajo. Sobra decir que esta interpretación dependentista del subdesarrollo estaba ya explícitamente esbozada en el clásico estudio de la CEPAL, que pone los cimientos de su doctrina al analizar las condiciones del intercambio y de la transferencia de tecnología en el contexto del orden económico mundial y al distinguir a los países

Pocos años más serían necesarios para que se revelara con toda evidencia y

cierto dramatismo que estas conexiones, de ser ciertas, como se las planteaba, eran en todo caso muy variadas y podían funcionar en direcciones muy distintas y con significados diversos. No había nada tampoco que indicara que tenían sentido y fundamento real las extrapolaciones históricas de quienes estaban persuadidos de la existencia de un proceso lineal semejante al ocurrido en el desarrollo capitalista europeo del siglo xix.

Un problema que se puso en el camino de estas concepciones desarrollistas

fue el de la naturaleza del subdesarrollo, que para unos era una situación de

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mero «atraso» que se resolvería con maduración y tiempo para lograr una mayor integración en el mercado internacional. En todo caso se aseguraba que las condiciones estaban dadas para que los países subdesarrollados, salvando etapas, pero dentro de las mismas líneas seguidas por los países ya indus-trializados, pudieran «cerrar la brecha» y alcanzar a éstos en un plazo prudencial. Desde una perspectiva diferente, otros sostenían que el subdesarrollo era algo más, y en gran medida diferente a lo que postulaban los partidarios de la teoría del atraso. Para ellos, el subdesarrollo constituye una característica estructural del orden internacional, y, por tanto, los países que entran en esta categoría no siguen la misma línea de evolución que aquéllos. No se trata en modo alguno de un problema de retraso, sino de diferenciación funcional y de complementariedad estructural y subordinada en el contexto de la actual división internacional del trabajo. Sobra decir que esta interpretación dependentista del subdesarrollo estaba ya explícitamente esbozada en el clásico estudio de la CEPAL, que pone los cimientos de su doctrina al analizar las condiciones del intercambio y de la transferencia de tecnología en el contexto del orden económico mundial y al distinguir a los países entre «centrales» y «periféricos», implicando con esto una estructura de relaciones jerárquicas y asimétricamente ordenada. 5. EL DESARROLLISMO EN EL MARCO DE LA «GUERRA FRIA»

El desarrollo político, tal como era concebido por las teorías de la

modernización en su vertiente doctrinaria, ponía énfasis en un recetario que incluía la integración social mediante la armonía de las clases sociales, el con-senso racional y consciente expresado a través de mecanismos políticos representativos y del voto popular, el pluralismo ideológico y el progreso gradual. Todos estos rasgos no solamente parecían necesarios y convenientes, sino también viables en el contexto de una coyuntura histórica y de unas transformaciones estructurales que daban pie para interpretar las tendencias de esta manera. En rigor, esta interpretación no carecía de sesgos intencionales, y puesto que lo que se trataba de comprender era una situación política concreta, la apreciación que de ella se hacía no podía dejar de tener también una fuerte carga política.

Pongamos por ahora la atención en los dos últimos rasgos señalados antes,

a saber: el pluralismo ideológico y el progreso gradualista. Desde fines de la década de 1940, y más aún desde la guerra de Corea (1950-53), la situación internacional se había endurecido rápidamente y las amenazas de una posible «tercera guerra mundial» se cernieron sobre el horizonte. Su repercusión sobre la política latinoamericana de los Estados Unidos fue rápida y drástica. La «guerra fría» había comenzado trayendo severas limitaciones al debate intelectual y al pluralismo ideológico no menos que a las transformaciones estructurales conflictuales y disruptivas. Los dos movimientos revolucionarios que se producen en América Latina por esos años (Bolivia, 1952-53, y Guatemala, 1954), con

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signos principalmente nacionalistas y con generalizado apoyo de masas, abortaron como consecuencia de presiones económicas en el primer caso y de una invasión armada en el otro, ambas promovidas y facilitadas por la potencia hegemónica de la región, que no vio precisamente con simpatía a ninguno de ambos movimientos.

La lección fue rápidamente entendida: no era conveniente ni aconsejable -

en todo caso no resultaba fácil de llevar a cabo una empresa revolucionaria exitosa aun cuando se contara con una amplia y favorable correlación interna de fuerzas sociales, de manera que la revolución dejó de ser una opción posible, por lo menos en esos años. Con esto no se quiere decir que de ahí en adelante se acabarían los «golpes de palacio» (cuartelazos, levantamientos, etc.), en cuya producción la historia latinoamericana se ha mostrado -tan fecunda. No, no eran estos tipos de cambio de gobierno, no electorales y a veces violentos, los que preocupaban, porque en realidad ellos no significaban otra cosa que el reemplazo de un elenco de dirigentes por otro, cuya fidelidad a la «civilización occidental y cristiana» y al orden político regional era invariablemente lo primero que se empeñaban en difundir urbi et orbi. La revolución que se ponía en el index y que se vetaba como una opción válida de cambio histórico era aquella que estaba dirigida contra el statu quo interno y regional. Aunque fuera meramente nacionalista en sentido estricto, se tornaba doblemente peligrosa y amenazante contra el orden establecido si contaba además con el apoyo entusiasta y armado de sectores populares, ya fueren mineros, campesinos o trabajadores urbanos políticamente movilizados.

El desarrollo político que se prefería era aquel que se producía dentro de un

orden democrático capitalista, contando con el consentimiento de todos los grupos interesa dos y a través de cauces pacíficos, o sea, se trataba de un proceso de cambio controlado que no generaba conflictos ni agudizaba la lucha de clases y que menos aún se colocaba fuera de los límites del orden político democrático y representativos que constituía el modelo prescrito para la región.

La confianza casi mítica en el planeamiento, como un proceso de cambio

racional fundado en criterios y orientaciones técnicamente fundados, convenció a no pocos de que la acción política tradicional no era una opción justificada cuando se trataba de las complejas transformaciones estructurales que exigía la modernización de la sociedad. Las corrientes ideológicas tecnoburocráticas, que eran todavía incipientes, pero ya hacían entrever su influencia, se hicieron sentir en este campo, no faltando tampoco los académicos, que escribían sosteniendo la futilidad de la revolución, porque, a largo plazo, regímenes tan disímiles como el capitalismo norteamericano y el socialismo soviético terminarían asimilándose impulsados por un ineluctable movimiento convergente derivado de las imposiciones de la tecnología 12. La utopía tecnológica había logrado entonces un elevado grado de refinamiento, pero estaba aún lejos de alcanzar la posición prominente que ha alcanzado en nuestros días.

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6. EL PLANEAMIENTO Y EL ESTADO EN LA UTOPIA LIBERAL DEMOCRATICA

En esos años las esperanzas eran generales en cuanto a la viabilidad de la

utopía liberal democrática y a su posible vigencia, teniendo en cuenta las renovadas circunstancias sociales y la naturaleza de la coyuntura histórica latinoamericana, tal como fue descrita anteriormente. El veto a la revolución de base popular era una preocupación menor, tanto que las críticas que produjo fueron considerablemente más reducidas que las que suscitarían algunos episodios semejantes en una época posterior (el bloqueo y los ataques armados contra la revolución cubana y la invasión militar de la República Dominicana). Y esto era así en razón de las expectativas positivas, que había despertado la idea de que el cambio estructural era posible por medio del acuerdo político y del planeamiento con consenso democrático.

El desarrollo económico, como una inagotable cornucopia, daría lo necesario

para que todos se sintieran gratificados y satisfechos, evitándose de ese modo los conflictos inherentes a las transformaciones profundas que llevaban aparejadas importantes traslaciones de ingresos y riqueza de unos sectores a otros, que además implicaban, como es obvio, reasignaciones de poder social y también político. No cabe duda que se trataba de una utopía feliz que iba aún más allá, puesto que se proponía quebrar las segregaciones dualistas que se concebían como características de las sociedades latinoamericanas, y que, como concepción intelectual y práctica, gozaba de un auge considerable por ese tiempo13. El planeamiento podía alcanzar el desiderátum de un crecimiento armónico y proporcionado. Si todo esto parecía posible, tanto que, para algunos, estaba casi al alcance de las manos, ¿para qué entonces la revolución, con todas sus secuelas de violencias, destrucción y retraso histórico?

Este tipo de razonamiento en gran parte se explicaba por la generalizada

convicción de que la situación política no estaba todavía suficientemente madura para consolidar un régimen político democrático de gobierno y que, por tanto, se necesitaban ajustes y cambios a diversos niveles y en distintos sectores para reforzar las condiciones objetivas e ideológicas favorables. La atención se proyectó casi inevitablemente sobre el Estado, que fue concebido de una manera muy diferente a lo que había sido el Estado laissez faire de la época oligárquica. La doctrina keynesiana había influido mucho en este sentido al colocar las políticas públicas por encima del mercado como mecanismo regulador de la economía, destacando su papel como fuentes generadoras de impulsos y orientaciones para el crecimiento económico. De hecho, este nuevo enfoque no constituía un mero desplazamiento del núcleo del análisis económico, sino que implicaba una reubicación de la propia economía en su relación con la política, la sociedad y el Estado. Con Keynes se retorna a la tradición de la economía política, o sea, a una visión más integrada de la economía y la sociedad. Y esto se advierte en sus proposiciones relativas a los más importantes problemas prácticos de la estabilidad y crecimiento económico, cuya solución depende menos de las señales

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y estímulos del mercado y más de las orientaciones políticas del Estado. Por debajo de todo esto subyace una conclusión que para algunos no deja de ser inquietante: la economía funciona con un trasfondo ideológico y es más maleable a los dictados de la política y a la voluntad del poder que a la lógica del mercado y de los precios. De manera que, sea para hacer crecer la economía, sea para encaminarla en beneficio propio, nada resultaba políticamente más importante que el control del Estado.

El problema del Estado se convirtió así en el tópico central del análisis del

desarrollo. Los planteamientos iniciales no fueron muy consistentes porque hubo obstáculos para superar las concepciones del modelo liberal de un Estado «gendarme», que a la distancia y con benevolencia arbitraba en los conflictos políticos, mientras que lo hacía de cerca y con rudeza en los de orden social. En realidad, el Estado nunca había sido un gendarme políticamente neutral, y por eso no fue tampoco totalmente prescindente en materia económica.

7. EL ESTADO DESARROLLISTA

De ahora en adelante, el Estado «desarrollista» tenía que adquirir ciertos

atributos y funciones para responder positiva y eficazmente a las nuevas expectativas y fuertes presiones que sobre él se estaban proyectando. Tenía en-frente una economía y una sociedad que se habían transformado sustancialmente, con formas de dominación social no menos modificadas que incluían nuevos sectores y grupos, diversos tipos de relaciones sociales y cuadros ideológicos, que si bien no habían cambiado esencialmente, por lo menos habían experimentado un proceso de actualización y remodelación, todo lo que en parte ya fue esbozado.

Entre los cambios más relevantes que conducen a la emergencia de este tipo

de Estado habría que señalar los que se apuntan a continuación. En una perspectiva económica, a las anteriores funciones de productor y regulador económico, con proyecciones casi siempre sectoriales y limitadas, cabe agregar ahora la acción mucho más general e inclusiva del planeamiento. El Estado planeador debía hacer todo aquello y mucho más, como ser, construir la in-fraestructura física e institucional necesaria para la producción y circulación de bienes y, sobre todo, manejar un conjunto de estímulos diversos para promover el crecimiento de la economía en la dirección establecida por una estrategia política; en lo social, el surgimiento de importantes sectores medios con fuertes tendencias consumistas, de los trabajadores urbanos y otros sectores populares organizados, que también hacían sentir su presencia en la escena política, tornaron inevitable que asumiera funciones asistencialistas y se convirtiera en un Estado benefactor y paternalista, cuando -a juicio de algunos- esto era todavía prematuro; finalmente, desde el punto de vista político, acaso la más importante nota de esta transición se encuentra en el hecho de que el Estado desarrollista, aunque débil y a menudo inoperante, tuvo, sin embargo, un

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margen de autonomía política respecto de sus fuentes de poder social bastante mayor que el Estado oligárquico y también más que el populista. En el primer caso la oligarquía controlaba al Estado, convirtiéndolo en poco más que un apéndice de su fuerza social; en el segundo, la gravitación de un liderazgo personalista y movilizador de masas, que contaba además con el apoyo de fuertes intereses organizados, hicieron del Estado populista un mecanismo político-administrativo con una proyección propia casi irrelevante, aunque también paternalista.

Esta presunta mayor autonomía del Estado desarrollista derivaría de la

diversificación y heterogeneidad de intereses y aspiraciones políticas de su base social. En otras palabras: tanto la coalición que lo sustentó como los sectores incorporados a la legitimidad vigente, pero ajenos a la coalición dominante, provenían de una sociedad ahora más diferenciada y con intereses a menudo contrapuestos, que le permitirían al Estado enfrentar a unos contra otros para comprometerlos en arreglos y acuerdos que desde la partida le reconocerían un cierto grado de autonomía.

El Estado que depende de un pacto social de este tipo ha sido llamado

«Estado de compromiso» y tiene una trayectoria ya relativamente antigua en la literatura de la sociología política 14. La consecuencia que nos interesa destacar en este asunto es que si el Estado gana efectivamente esta autonomía, quienes disponen de ella, aunque sea parcialmente, son los funcionarios políticos y técnicos del Estado que no representan directamente intereses sociales: o sea, los tecnoburócratas, cuyo poder empezó a arraigarse en los márgenes intersticiales de libertad del Estado que tomó posible su mayor diversificación funcional y, sobre todo, el tipo de alianzas que fueron características del orden político democrático en esta fase. 8. PRODUCTIVISMO Y DISTRIBUTIVISMO EN EL PROYECTO DESARROLLISTA

Acaso la disyuntiva más difícil de resolver que enfrentó el Estado

desarrollista fue la que derivó de la conciliación entre «productivismo» y «distributivismo». En rigor, si bien las doctrinas desarrollistas sostenían que el crecimiento económico era compatible con la elevación proporcional del bienestar social, nunca fueron bien explícitas en lo que se refiere al grado y concomitancia de esta convergencia. Muchos de los que se adhirieron fervorosamente a estas doctrinas pensaron que los frutos del crecimiento económico se distribuirían inmediatamente y con justicia entre quienes habían contribuido a producirlo con su esfuerzo. Aún más que esto, algunos pensaron que el crecimiento en sí mismo era una fuente de justicia social retrospectiva, puesto que sus efectos equitativos se harían sentir redistribuyendo también las acumulaciones ya existentes de riqueza e ingresos.

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Pero la solución fue difícil, porque en la situación histórica y con la fórmula política al uso no había manera de conciliar una aspiración con la otra, esto es, la de una expansión acelerada y simultánea tanto de la producción como del consumo de masas. El Estado populista había sido esencialmente distributivista: el carisma político nunca fue suficiente -excepto en plazos muy cortos- para impulsar la movilización y mantener el control de los movimientos populares; sus promesas tenían imperiosamente que mundanizarse gratificando aquí y ahora a su masa de prosélitos con más bienes y servicios para aliviar sus carencias y elevar su bienestar material.

Los viejos problemas de la economía, o sea, de la oposición entre las

demandas de inversión y consumo, entre el corto y el largo plazo, reaparecieron como opciones políticas que no dejaban mucho margen para la transacción. El desarrollismo optó por dar prioridad a la modernización expansiva de la producción, postergando para más tarde la distribución más igualitaria de sus frutos. Esta fórmula no dejó de tener inconvenientes, que sería prematuro analizar ahora, porque otras tendencias y procesos contribuyeron a contrarrestar los efectos de estas contradicciones.

9. LOS AVATARES DEL PROYECTO DESARROLLISTA

En verdad, la mayor parte de la década de los años cincuenta fue propicia

para la implementación del modelo de la democratización desarrollista. La prosperidad creada por la segunda guerra mundial todavía continuaba. El auge del comercio internacional producido por la guerra de Corea y el rearme de las potencias que habían luchado como aliadas en la última gran guerra generó buenos márgenes en el intercambio externo, los que, sumados a una evolución también positiva de la economía interna, proporcionaron condiciones para un crecimiento relativamente rápido, que para muchos pareció ser una confirmación de la validez y viabilidad de la fórmula. Además, por esos años se cierra el ciclo de varios gobiernos populistas y dictaduras militares (Vargas, 1954; Perón, 1955; Rojas Pinilla, 1957; Pérez Jiménez, 1958, y Batista, 1959) y se inicia un retorno generalizado a las fórmulas liberalizantes y neoligárquicas, que se habían comenzado a ensayar desde la posguerra como una salida elegante de los estra-gos de la crisis de los años treinta. De modo que hasta ese momento no fue necesario renovar muchas cosas, ni tampoco incurrir en experiencias riesgosas para el orden social establecido. El viento soplaba de popa y había que aprovecharlo. Todo iba bien, pues los tiempos eran favorables. Sin embargo, el curso de los acontecimientos no siguió por mucho tiempo en esa dirección ni justificó las esperanzas de quienes aseguraban un futuro venturoso e indefinido al modelo político que se había estado instaurando. En efecto, su vida sería más corta que lo que muchos pronosticaban.

Ya al promediar los años cincuenta los duros hechos pondrían en evidencia

que algunas de las más caras expectativas desarrollistas se estaban tornando

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difícilmente factibles. En primer lugar, el núcleo mismo de la doctrina, que consistía en la idea de un crecimiento económico autosostenido, cuya continuidad estaría asegurada además por un proceso de planeamiento cada vez más eficiente, comenzó a ser negado por la realidad al constatarse que la expansión de la producción, pese a los empeños racionalizadores, había comenzado a enlentecerse, a tal punto que, con razón, se comenzó a hablar de estancamiento. En 1956 la expansión del ingreso bruto por habitante se reduce a cero después de un crecimiento moderado en el quinquenio anterior de alrededor del 2 por 100. Observando los datos de ese año y de los anteriores desde 1950, es claro el movimiento recesivo general para la mayoría de los países. En tanto Argentina, Colombia y Chile presentan en 1956 tasas negativas de crecimiento del producto por habitante, en Brasil es cero, mientras que en México, que es el único país grande que todavía crece económicamente, la tasa desciende abruptamente a cerca del 2 por 100‘. Las tendencias recesivas continúan, aunque con variantes, durante todo el segundo quinquenio y se extienden hasta bien avanzado el primero de la década de 1960.

De manera que con la excepción importante de México, el estancamiento se

hace general en los años siguientes. Se abre por entonces un debate que trasciende las fronteras intelectuales y que se inicia cuando algunos analistas sostuvieron que el capitalismo subdesarrollado había llegado a un estado de parálisis del que no se recuperaría fácilmente. Hacia 1965, un economista tan influyente como Celso Furtado escribe un libro donde examina los «obstáculos» e impedimentos que en los años anteriores constriñeron a las economías latinoamericanas a una tendencia al estancamiento 16.

La convicción de que el crecimiento tenía necesariamente que ser

sostenido sufrió así un rudo golpe, que aprovecharon los partidarios del estilo de desarrollo capitalista centrado en el mercado para cuestionar los dos puntos que les molestaban en el modelo desarrollista, a saber: el planeamiento como un proceso directivo y reformista de la economía y un matiz ideológico nacionalista que había impregnado las políticas desarrollistas de esos años. Empero, la discrepancia no era fundamental, al punto que en ocasiones era difícil distinguir las posiciones de uno y otro grupo. Y efectivamente era así, porque con el tiempo las distancias se redujeron y las diferencias tendieron a vincularse menos con ideas y más con grupos e intereses ligados a ellas. 10. EL IMPACTO DE LA REVOLUCION CUBANA

A la situación de estancamiento generalizado que dominaba el panorama

económico vino a agregarse un hecho político de la mayor trascendencia: la revolución cubana. Esta representó ni más ni menos que la emergencia de una alternativa no capitalista en la región, donde la política de Washington había extremado sus esfuerzos y precauciones para impedir su concreción.

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De nuevo el fantasma de la revolución se cernía sobre el modelo desarrollista. Y esto ocurría en el peor momento: cuando sus promesas de desarrollo autosostenido comenzaban a diluirse bajo un prolongado ciclo de recesión económica, que inevitablemente provocaría una atmósfera de desconfianza y aun de cuestionamiento a la viabilidad del modelo capitalista de desarrollo.

Cuba se declara socialista en 1961, aliándose con la Unión Soviética. En

1962, la Organización de los Estados Americanos (OEA), bajo la presión norteamericana, convoca la conferencia de Punta del Este, donde se adoptan dos resoluciones fundamentales: la suspensión de Cuba como miembro de la OEA y el plan regional conocido como de la Alianza para el Progreso.

Una y otra resoluciones estaban estrechamente vinculadas y formaban parte

de una estrategia mucho más general de medidas dirigidas a aislar y bloquear a Cuba, a invadiría infructuosamente ese mismo año y, más tarde, a perturbarla usando una imaginativa variedad de recursos desestabilizadores. De modo que la reunificación y consolidación del frente capitalista en la región fue un objetivo no declarado, aunque transparente, en el espíritu que orientó estos empeños.

En ese momento era además imperioso un esfuerzo especial para sacar al

resto de las economías latinoamericanas del estado de postración en que se encontraban. Con tal objeto se crearon organismos especiales, se prometieron fondos masivos de tal magnitud, que algunos creyeron que había llegado la hora de un nuevo «plan Marshall» para salvar esta vez a América Latina; se fijaron metas de crecimiento y se recomendaron casi imperativamente trans-formaciones estructurales para remover obstáculos que -se presumía- habían impedido el progreso económico.

En su conjunto, la fórmula económica y política de la Alianza para el Progreso

constituía una reiteración, en una versión más progresista, de lo que la doctrina desarrollista había estado sosteniendo desde los años previos “. El diagnóstico en que se basaba este ejercicio político ponía el acento en el hecho de que aún persistían impedimentos estructurales cuya superación era un requisito indispensable para seguir adelante. Algunos de los puntos de su programa no dejaron de producir inquietud en poderosos sectores de intereses, como los latifundistas, a quienes no producía entusiasmo alguno la vehemente recomendación de llevar a cabo una reforma agraria, con redistribución de la propiedad de la tierra si se lo consideraba necesario. Empero, la sangre no llegaría al río porque había otras circunstancias que tornarían superables las discrepancias e impedirían un conflicto abierto entre los bandos que se habían formado a la sombra de la política norteamericana.

Para que no se desdibuje el paisaje total es necesario mencionar

rápidamente la consecuencia mayor que trajo consigo la nueva realidad política que introducía Cuba con su revolución social. Esta fue sin duda la agudización de la guerra fría en el interior de la región hasta un punto que nunca se había

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alcanzado antes. La confrontación ideológica se avivó intensamente en ambos lados y los cazadores de brujas hicieron su agosto.

Y no era para menos, porque lo que había acontecido significaba que de

nuevo se abría la incógnita de la revolución social posible. Y este interrogante tenía ahora nada menos que el respaldo de una experiencia histórica. Pronto se vería, con la ocupación militar de la República Dominicana en 1965, que la política norteamericana no estaba dispuesta a ofrecer chance alguna que hiciera posible la repetición de una revolución como la cubana. De ahora en adelante se apelaría a cualquier clase de recursos para impedir una nueva fisura en el frente capitalista latinoamericano. 11. LA EXPLOSION POBLACIONAL

Por otro lado, el crecimiento de la población se había acelerado a un

punto que ya provocaba alarma. En un continente que para los standards internacionales siempre había sido considerado como si estuviera prácticamente despoblado 18, la población se expandió a las más altas tasas del mundo (más del 3 por 100 anual), y cuando se proyectaba su magnitud para las décadas más próximas, las cifras que resultaban de las estimaciones parecían as-tronómicas. Las migraciones internas se habían universalizado y por este motivo la urbanización crecía a un ritmo avasallador. Algunas de las ciudades latinoamericanas pasaron a contarse entre las más pobladas del planeta, y la proporción de población urbana bien pronto sobrepasó a la rural en la mayoría de los países. Cinturones de poblaciones migrantes rodearon a las ciudades y para designarlas se usaron a menudo nombres pintorescos con una carga escondida de crítica social. La presencia de estos «pueblos expectantes» ahí no más, en los suburbios de las ciudades, traía malos presagios. Se hacía indispensable, por tanto, la necesidad de tomar medidas protectoras. El control de la natalidad fue una de ellas. Las otras tomarían algún tiempo antes de ser puestas en práctica.

12. EL SUBEMPLEO GENERALIZADO

Por fin, no podrían dejarse de lado dos problemas entrelazados cuyas

proyecciones inmediatas en ese entonces se avizoraron en sus reales dimensiones: el empleo y la distribución del ingreso. La explosión poblacional en medio de una situación de estancamiento económico agravó la situación ya crónica de la desocupación rural y urbana, poniendo al descubierto una de las más graves contradicciones objetivas del estilo de desarrollo que se estaba implementando. Las estimaciones indicaban que proporciones alarmantes, del orden de un tercio a dos quintos, de la población activa se encontraba sin empleo o subempleada. Y estas cifras parecían corresponder a una tendencia que no descendía y que en todo caso reflejaba el hecho de que las personas carentes de ocupación o mal ocupadas crecían continuamente en términos absolutos. En efecto, el problema

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del empleo parecía estar agravándose paulatinamente y el futuro parecía aún menos promisorio si se extrapolaban los datos del crecimiento poblacional y se estimaban sus consecuencias ocupacionales.

El sector moderno y dinámico de la economía había mostrado una muy

limitada capacidad de absorción de fuerza de trabajo debido en parte a la rápida expansión de la demanda ocupacional, pero también al primado de un estilo de crecimiento económico con características fuertemente concentradoras, pues se llevaba a cabo con una canalización considerable de las inversiones productivas hacia empresas modernas que utilizaban una tecnología compleja y costosa, que requería poca mano de obra, pero muy calificada. Vastos contingentes poblacionales quedaron relativamente marginados por la escasa permeabilidad del sector moderno y debieron en muchos casos «inventar» sus propias ocupaciones para poder sobrevivir, sea como vendedores ambulantes, trabajadores ocasionales y especialmente como proveedores de servicios personales de todo tipo. Este llamado «sector informal» se cumplió así continuamente sin poder, empero, absorber todas las personas que buscaban trabajo. Porque no se trataba mera-mente de dar cabida ocupacionalmente al mayor número de candidatos provenientes de la expansión demográfica, sino que ahora el problema más serio consistía en que buena parte de los desempleados eran jóvenes y mujeres educados para los que el sector informal no tenía solución alguna que ofrecer. 13. LA CONCENTRACION DEL INGRESO

El carácter concentrador del estilo de desarrollo se puso de relieve en otro

aspecto: la distribución del ingreso. Hasta comienzos de la década de 1960 el problema del ingreso había despertado un interés sólo ocasional entre los analistas del proceso de crecimiento de las economías latinoamericanas. Sería nuevamente la CEPAL quien diese un toque de atención sobre este asunto con una serie de estudios parciales que realizó ya antes de esa década19.

Algunos vaticinios optimistas del pensamiento económico de la posguerra

que afirmaban que los frutos del crecimiento económico se distribuirían rápida y equitativamente en beneficio de la colectividad no se cumplieron sino en un grado insignificante para algunos de los grupos no incorporados a la coalición de los privilegiados por el estilo de desarrollo vigente. Por el contrario, en años más recientes todo comenzó a indicar que el estilo de desarrollo era en sí mismo una fuente mayor de concentración, puesto que las traslaciones más importantes de ingresos beneficiaban a las capas urbanas altas vinculadas al sector moderno de la economía, donde era también mayor la concentración de capital extranjero, y a los dirigentes del aparato del Estado y las empresas públicas.

De manera que la concentración del ingreso no era una «supervivencia

tradicional», como algunos analistas todavía se empeñaban en demostrar, sino un factor concomitante y estructuralmente insertado en el estilo de modernización

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económica que se estaba poniendo en práctica. Las evidencias ahora existentes proporcionan un sólido respaldo a este punto de vista. De esto se han derivado, naturalmente, algunas críticas ideológicas al estilo puramente desarrollista. Frente a estos hechos, algunos de sus defensores se replegaron a una posición más protegida argumentando que en todo caso se trataba de un fenómeno transitorio que sería rápidamente superado en una fase más avanzada del desarrollo. Esta transición no muestra signos de haberse iniciado todavía en América Latina. Mientras tanto, la concentración real del ingreso ha seguido en aumento20.

14. LA AGUDIZACION DE LAS TENSIONES SOCIALES

Para no abundar demasiado, se han indicado algunos pocos entre los

factores que han estado agudizando las tensiones sociales en los últimos quince años. Mientras duró el período de estancamiento general, o sea, hacia el fin del primer quinquenio de los sesenta, la lentitud del crecimiento y en algunos casos los visibles efectos de la contracción económica, tales como el aumento de desempleo y la declinación de los niveles de vida, sirvieron como pretexto para contener o desviar las presiones de amplios sectores populares necesitados y de sectores medios ávidos de aumentar su consumo. Pero cuando en el quinquenio siguiente el crecimiento recobra sus bríos y se eleva a un ritmo acaso nunca alcanzado antes para la economía latinoamericana en su conjunto, ya no había explicación factual posible para justificar la miseria de las masas.

El dilema entre producción y distribución, inversión y consumo, se reabría en

términos que no dejaban otra alternativa que la de apelar a argumentos teóricos tales como, por ejemplo, el de la necesidad de concentrar más los ingresos para acumular más ahorro. Estas justificaciones han resultado poco convincentes para postergar las exigencias de nuevos grupos sociales cada vez más educados y organizados que plantean demandas más racionales y revelan una mayor capacidad de negociación y presión política. Aunque con los altibajos indicados, la economía latinoamericana ha conseguido una expansión muy considerable desde la última posguerra, especialmente en lo que se refiere a la industrialización. Todos los indicadores económicos confirmaban este proceso 21. 15. EL «BOOM» EDUCACIONAL Y SU IMPACTO MOVILIZADOR

Algunos procesos tales como la educación, la urbanización y los medios de

masa contribuyeron de una manera positiva, aunque limitada, a la articulación y estructuración de amplios sectores populares. Particularmente relevante en este sentido fue la gran expansión educacional de las últimas décadas. Por un lado hubo un aumento acentuado en los niveles de escolaridad general de la po-blación, que redujo la tasa de analfabetos; por el otro hay que destacar el

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carácter diferencial y estratificado de este ascenso educacional, que presenta una fisionomía en gran parte semejante a la del proceso general de desarrollo.

En las últimas décadas ha sido común que la educación media y

universitaria crezca a un ritmo mucho más alto que el de la educación primaria. Sus consecuencias sociales han sido varias. Acaso lo más pertinente sea limitarse a dos de ellas. La primera tuvo que ver con la definición de los sectores medios y su magnitud. Cualquier persona que hubiera pasado por el segundo ciclo educacional (aun sin completarlo) se consideraba como aspirante a una ocupación de nivel medio o superior. De manera que, desde un punto de vista psicosocial, estos sectores crecieron sin una base real en la economía. En otros términos: la dificultad surgió de los diversos ritmos de crecimiento de la educación posprimaria y de las ocupaciones medias; estas últimas se expandieron en proporciones moderadas del orden del crecimiento de la población, mientras que la educación, en sus niveles medios y altos, lo hizo con tasas de expansión de la matrícula del orden de un 20 a un 30 por 100 anual. O sea, que la educación creció en una proporción ocho a diez veces superior que los empleos para los miembros de los sectores medios. A todas luces, se trata de un enorme desajuste estructural y dinámico.

No es éste el momento para examinar, aunque sea someramente, todas las

proyecciones de este desfase. Interesa, sin embargo, hacer notar la distorsión que se ha estado produciendo entre las aspiraciones ocupacionales inducidas por la educación y las posibilidades reales de empleo que ofrece un mercado menos permeable y relativamente estancado. Aunque los efectos inmediatos no han sido tan explosivos como era dable suponer a partir de una comparación mecánica de las tendencias, es, sin embargo, difícil anticipar ahora cuáles serán sus efectos de largo plazo. El hecho es que en los países educacionalmente más avanzados de la región existe una gran sobreeducación relativa, con un exceso de profesionales ‘ y de personal con educación media o universitaria parcial, que están forzados a rebajar sus aspiraciones ocupacionales y a desarrollar tareas donde están subutilizados y se sienten socialmente resentidos. Un escape es la emigración a otros países latinoamericanos en una fase de menor desarrollo educativo o fuera de la región. Las cifras de emigración de algunos países latinoamericanos son verdaderamente impresionantes y han sido indudablemente acrecidas por el contingente de exiliados o autoexiliados que han partido debido a la persecución política.

La educación está produciendo otro efecto, menos directo y visible, pero no

menos importante. Pese a todas las críticas fundadas que recibe por sus reconocidos y relativos efectos alienantes, el proceso educacional tiene un profundo impacto movilizador de aspiraciones y consecuencias de cierta significación en la elevación de los niveles de racionalidad social. Por lo general, la regla es que los grupos más educados tienen una conciencia más clara de sus intereses y necesidades, están más organizados, o sea, poseen una mayor

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capacidad de acción colectiva, pues están en condiciones para distinguir con más claridad sus metas y escoger sus medios de acción.

16. LA MOVILIZACION SOCIAL Y LA CRISIS DEL ORDEN DEMOCRATICO DESARROLLISTA

El Estado desarrollista democrático fue desbordado por estos y otros procesos

que gravitaron pesadamente sobre un orden político que no fue constituido para incorporar tan vastos contingentes en tan poco tiempo, cuya integración, por otra parte, entrañaba costos económicos y sociales intolerables para los grupos dirigentes. Las circunstancias demostrarían que aquél estaba aún menos capacitado para manejar y neutralizar las tensiones y conflictos que iban emergiendo sin desmedro de su empeño en otros aspectos y de los recursos necesarios para llevar adelante el proyecto desarrollista focalizado en la meta de un crecimiento económico rápido. La crisis que se abre con el estancamiento generalizado de comienzos de los años sesenta es mucho más que una recesión económica. Se trata, ni más ni menos, de una crisis política que tiende a generalizarse envolviendo rápidamente a varios países de la región. El modelo de un Estado desarrollista, democrático y pluralista, basado en un acuerdo relativamente amplio de grupos e intereses y empeñado en promover un proyecto desarrollista capaz de conciliar altas tasas de crecimiento con una razonable equidad social, entra en un proceso de falencia que, en pocos años más, conduciría a su bancarrota.

Los síntomas se observan por doquier. Hay un debilitamiento del apoyo

explícito y del consenso espontáneo de importantes sectores sociales, cuyos litigios -que tienden a agravarse- no pueden ser ya zanjados por un Estado con una capacidad de arbitraje que está cuestionada y naturalmente debilitada por una creciente inoperancia, cuando no presenta un estado de verdadera parálisis para conducir la vida política del país e imponer su autoridad sobre los conflictos sectoriales de intereses. Menos efectivos son aún sus recursos para progresar en la línea de incorporación masiva de los grandes contingentes popula-res marginalizados, que se encuentran en una actitud de promover crecientes demandas y expectativas difícilmente compatibilizables con el sesgo que ha tomado el estilo de desarrollo en la última década.

Cuando se hace evidente que esta situación tiende a generalizarse y a

persistir, reaparecen viejas dudas sobre la capacidad del proyecto desarrollista para seguir adelante en medio de condiciones tan desfavorables. La idea de una democracia, en el fondo elitista y restringida en los hechos a la participación plena de unos pocos y limitados círculos, la que, no obstante, se suponía que gozaría del consenso de las mayorías sociales que quedaban fuera de esos círculos del poder y que respetarían el orden social vigente y sus reglas de juego político, dependía de una serie de premisas y consecuentemente de presupuestos reales -ya mencionados páginas atrás- que nunca se dieron del

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todo en la experiencia latinoamericana. Cualquiera que fuera el grado y la duración de la coyuntura en que esas circunstancias favorables estuvieron presentes, que en algunos países de la región hicieron posible largos períodos de funcionamiento de un orden democrático relativamente amplio, hay que ser francos y convenir que esas tendencias han cambiado abruptamente de dirección en los últimos años.

Desde mediados de los años sesenta, esta crisis de la democracia política

fue seguida por estrategias que se han movido en varios sentidos contrapuestos. En un caso, la solución entrevista consistió en profundizar la democracia mediante movimientos animadores y movilizadores de la base social. La fórmula de una democracia principalmente política centrada en el sufragio electoral y en el juego de partidos y de poderes en el gobierno, aunque con alcances limitados sobre el resto de la sociedad y la economía, comenzó a ser problematizada a tal grado que para superar la evidente desgana -cuando no descrédito- que susci-taba entre amplios sectores, y particularmente en la población marginada de sus esquemas participativos, se pasó a una concepción aún más inclusiva, cuyo objetivo central fue convertirla en una democracia social (o socialista en algún caso), ideal este que no era ajeno en modo alguno a su sentido último como modelo político y social.

Por tanto, la democracia como proyecto no era lo que estaba en debate; lo que

se discutía manifiestamente eran estrategias, o sea, problemas de oportunidad histórica y conveniencia práctica. Mientras que para unos había llegado el momento de pasar a la acción para socializar la democracia con la participación popular, para otros este paso era prematuro en tanto no concurrían -a su juicio- las condiciones propicias que facilitarían un mayor grado de participación con más altos niveles de equidad social. Estos últimos defendían todavía el modelo desarrollista de participación limitada, aunque ahora con una creciente reluctancia a aceptar el veredicto del voto popular como fuente última de legitimidad política, y con una propensión a reemplazarlo por un orden corporativo que se apoyase en las jerarquías «naturales» de la sociedad. Aquéllos, en cambio, se propusieron avanzar más profundamente hacia formas de participación general, si no total, de la población en la política por medio de movimientos políticos y de la representación partidaria; y en la economía, a través del poder sindical, de la nacionalización y socialización de empresas, así como de otras asociaciones de intereses. Aquéllos, por fin, seguían identificados con la democracia política; estos últimos, en cambio, ya hablaban con franqueza de la necesidad de un orden autoritario.

En el lapso comprendido entre la presidencia de Goulart en Brasil (1962-

64) y el retorno del peronismo al góbierno argentino (1973-76) se completa un ciclo, que comprende a varios países y a gobiernos que impulsan proyectos neopopulistas, movilizadores de masas que se proponen expandir considerablemente la participación popular y, en algunos casos, intentan transformaciones estructurales de carácter cuasi revolucionario. Aunque sea

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arbitrario ponerlos a todos en una misma bolsa, porque en muchos aspectos sus rasgos difieren considerablemente, hay, sin embargo, dos constantes que están presentes sin excepción en los regímenes populistas de esta fase histórica: una es su relativa despreocupación con respecto al crecimiento productivo, que pasa a ser un objetivo secundario y que, en todo caso, queda postergado para el largo plazo; la otra es aún más evidente: todos fueron barridos por golpes militares con ideologías y apoyo de sectores neoligárquicos de derecha, manifiestamente contrarios al orden político representativo y democrático.

A estas alturas, y entre los círculos dirigentes, ya eran pocos quienes

seguían persuadidos de las virtudes del orden democrático para cobijar y promover el crecimiento económico en las tensas condiciones sociales que provoca-ban su cuestionamiento. Las circunstancias hacían evidente la inevitabilidad de un viaje fundamental en la estrategia política del desarrollo. El nuevo rumbo tendría efectivamente otro sentido, pues en la siguiente fase desarrollista el orden político ya no sería democrático, sino autoritario.

III EL DESARROLLISMO EN UN MARCO AUTORITARIO 1. LOS FUNDAMENTOS DEL DESARROLLISMO AUTORITARIO

Las fuerzas sociales que se unen para poner en práctica el proyecto

desarrollista autoritario proceden de situaciones histórico-estructurales relativamente variables de un país a otro. En una linea de generalización se observan en una posición destacada algunos emergentes estructurales, cuadros ideológicos y tendencias históricas semejantes, cuya presencia se puede advertir en la mayoría de los estilos autoritarios latinoamericanos de la actualidad. De partida, conviene recordar cuáles son esos emergentes estructurales relevantes que fueron señalados páginas atrás: el crecimiento poblacional y la urbanización acelerada, el subempleo generalizado, la concentración del ingreso y de las actividades productivas en grandes unidades económicas que lideran su sector y el conjunto de la economía, la movilización social y la agudización de las tensiones entre las clases y sectores sociales, el boom educacional y su impacto en la formación de la conciencia social. Estos factores dinámicos se han estado moviendo en direcciones paralelas cuando no convergentes, dando origen a fuertes presiones e imbalances estructurales que no han podido ser absorbidos ni resueltos con los medios políticos disponibles. Se abre de este modo una crisis estructural y de legitimidad a la que se intenta dar respuesta recomponiendo los esquemas de poder y el orden social.

Para poder entender mejor los esfuerzos que siguen a esta crisis es preciso

señalar qué fuerzas sociales están gravitando más significativamente en la configuración de esos nuevos esquemas de poder que se intenta implementar con

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motivo del derrumbe del desarrollismo democrático. De comienzo, y sin que esto sea un juicio de prelación con respecto a su importancia en la emergencia del nuevo modelo desarrollista bajo un signo autoritario, es menester mencionar el peso creciente en la economía y en el poder de las grandes empresas modernas que operan generalmente en estrecha asociación con el capital extranjero. Estos grupos de interés, con respaldo externo, han insistido mucho en la necesidad de cimentar un orden social estable, que imponga la disciplina social y el acatamiento laboral de las «leyes del mercado», al tiempo que sea dúctil y sensible a las necesidades infraestructurales, financieras e institucionales de las empresas privadas, como requisitos para sanear la economía y recuperar ritmos elevados de crecimiento económico.

Desde luego, estas demandas y otras coincidentes que cuentan con el apoyo

de fuertes sectores medios, traen naturalmente aparejada una concepción autoritaria del Estado, pues está forzado a tutelar en la lucha de clases y en los conflictos sectoriales, de un modo que como mínimo contribuya a reestablecer las condiciones necesarias para asegurar el mantenimiento del orden público y la expansión productiva. Las funciones de este modelo de Estado, que es la aspiración de estos núcleos sociales, no concluyen, por cierto, con la creación de estas condiciones, pues ellos se extienden a otros campos de la actividad social, pero siempre en el sentido de orden y jerarquización 1. En consecuencia, la responsabilidad principal de un gobierno autoritario es imponer y hacer reconocer el orden establecido y desde luego conservarlo.

En la concepción desarrollista, la idea de orden y seguridad se amplía,

pero de cualquier modo el ejercicio pleno de la autoridad del Estado requiere un respaldo de fuerza difícil de ganar -al menos en esta fase y con los actuales estilos de desarrollo- a través del consenso popular. Siendo así el caso, no quedaba más que una opción, la de imponer la autoridad del Estado, y para esto había un solo recurso, que es lo que en términos genéricos se puede denominar la presencia militar. El concepto es deliberadamente vago, pues con él se alude tanto al caso en que las fuerzas armadas, como corporaciones institucionales, toman a su cargo el ejercicio y la responsabilidad del gobierno como cuando se constituyen en un factor condicionante de tal magnitud que no se pueden ignorar cuando se toman las más importantes decisiones políticas, pues, en última instancia, poseen el poder de vetarlas si no les satisfacen. En una situación o la otra, son en esencia la ultima ratio del poder.

Por fin, en este rápido bosquejo no se puede dejar de mencionar los

cuadros ideológicos autoritarios en lo que se refiere al desarrollo y la estructuración del poder. Acaso sea en este campo donde se observan las diferencias más marcadas entre las fases desarrollistas democrática y autoritaria.

Estas son las tres coordenadas principales en cuya intersección se configura

el proyecto desarrollista autoritario.

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Recapitulémoslas: una nueva fase en el crecimiento económico que ocurre

en un escenario internacional y regional que se ha modificado sustancialmente; una concepción diametralmente diferente del poder político y de la naturaleza y funciones del Estado en particular, y, por último, un cuerpo ideológico en el que se destacan diversas fuentes y mecanismos de legitimación, así como un considerable énfasis puesto ahora en los objetivos de seguridad nacional y orden social, que no solamente se postulan como prerrequisitos para el desarrollo, sino también como sus metas fundamentales. Sobre estos puntos retornaremos a propósito de algunos aspectos y problemas particularmente relevantes en la generación y puesta en práctica del proyecto desarrollista autoritario.

2. LA INTERNACIONALIZACION DE LOS MERCADOS INTERNOS Y LAS POLITICAS INTEGRACIONISTAS LATINOAMERICANAS

Entre las nuevas condiciones que ponen en cuestión el proyecto desarrollista

tal como fue concebido en su primera fase, adquiere un relieve especial el cambio de identidad del proceso de industrialización. En su origen, tanto la industrialización sustitutiva como la volcada posteriormente sobre la exportación fueron concebidas como esfuerzos para ganar autonomía económica y política internacional reduciendo la dependencia de los países capitalistas centrales. En este sentido se entendía a la integración como un proceso necesario para que las empresas de capital nacional, cuya magnitud era insuficiente, se vinculasen entre sí y con mercados ampliados para expandirse mediante un nuevo impulso a la industrialización y, por ende, a la modernización de las economías nacionales latinoamericanas. Conviene ver esto más de cerca, analizándolo con algún detalle.

Los esfuerzos que se llevaron a cabo para sacar al proyecto desarrollista del

punto muerto en que se encontraba en la segunda mitad de los años cincuenta fueron múltiples, y entre ellos cabe mencionar las iniciativas de integración económica regional y subregional que fueron promovidas por varias organizaciones internacionales, pero muy especialmente por la CEPAL 2. En sus diagnósticos de la realidad económica latinoamericana, este organismo internacional, ya desde mediados de los años cincuenta, había advertido el estancamiento económico que se insinuaba y, además, entrevisto la dificultad insuperable para la continuación del proceso de industrialización sustitutiva que representaba el limitado tamaño de la gran mayoría de los mercados nacionales, que por su reducida capacidad de absorción se estaban convirtiendo en un serio obstáculo para progresar mediante el aumento de la productividad y la generación de economías externas y de escala. Si los países continuaban funcionando como compartimentos es-tancos, sería imposible cruzar la barrera, que en algunos casos significaba la limitación de su población y en todos la de su ingreso medio para la incorporación de tecnologías más modernas, que sólo operan con una producción de mayor escala.

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La necesidad de exportar manufacturas era, por tanto, imperiosa. Pero ya

que no se podía exportar debido a los altos costos y a la poca receptividad de los mercados mundiales de productos industriales, la opción que quedaba y pareció viable para las empresas de capital nacional, y además compatible con el estilo de desarrollo vigente entonces, fue la de tratar de integrar los mercados internos de los países latinoamericanos. Un primer paso en esta dirección fue el Tratado de Managua, para la integración centroamericana (1958), seguido dos años más tarde por un tratado más amplio que creó la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio (ALALC). Posteriormente, otros pactos subregionales se sumaron a estas corrientes integracionistas tendentes a la complementación económica y a la creación de mercados comunes.

El sentido principal de este movimiento hacia la integración económica no

careció, por cierto, de evidentes connotaciones y objetivos políticos e ideológicos. En sus formulaciones iniciales, las justificaciones económicas de la integración estaban teñidas por fuertes sentimientos nacionalistas y regionalistas, que veían en estos acuerdos una protección para el vacilante proceso de industrialización nacional, que era necesario expandir para defenderlo de la penetración agresiva de las empresas de capital extranjero. Todavía se pensaba -de la derecha a la izquierda política- que el futuro pasaba por un período en que la hegemonía política estaría en manos de una burguesía nacional formada principalmente por empresarios industriales, quienes así liderarían el proyecto desarrollista.

Los gobiernos latinoamericanos se fueron sumando con lentitud y a veces no

sin reticencia al proyecto integracionista. En su momento de auge (primer quinquenio de los años sesenta) hubo un estado de espíritu muy propicio que impulsó los progresos bastante considerables que se realizaron, sobre todo en materia de intercambio comercial intrarregional. Pero el tiempo demostraría que la base estructural de estos progresos era relativamente endeble, pues tenía muy poco que ver con los sectores industriales modernos y dinámicos. El comercio que se expandía consistía principalmente en productos tradicionales y en manufacturas poco sofisticadas. Esto se advirtió claramente en esos años, cuando las diversas organizaciones integracionistas comenzaron a mostrar signos de esclerosamiento, cuando no de parálisis aguda o de disociación 3. Algo había que se ponía en el camino de este proceso obstaculi zando su progreso expansivo. No fue difícil descubrir de qué se trataba, porque en realidad las fuentes de esta resistencia se hicieron manifiestas desde el comienzo mismo del proceso integracionista. Se trataba, ni más ni menos, de aquellas fuerzas contra las cuales se le había estructurado y puesto en marcha; es decir, las grandes corporaciones transnacionales extranjeras, que desde que comenzaron a operar en las economías y mercados latinoamericanos pusieron trabas y ejercieron toda clase de presiones para obstruirlo. En modo alguno se oponían a la idea de la integración en general, sino a la concepción de ésta que estaba siendo implementada y, especialmente, a sus ribetes nacionalistas.

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Porque, en verdad, un proceso integracionista con un fuerte sesgo nacionalista y antidependentista sólo tenía sentido y podía progresar mientras se mantuviera el contexto general de los proyectos nacionales, desarrollistas y modernizantes, e inspirados por valores e intereses semejuntes. Pero cuando hacia mediados de los años sesenta se produce el vuelco general hacia unas estrategias y objetivos de mayor compatibilidad y vinculación con el capital extranjero, el proceso integracionista ya no podía continuar su antiguo rumbo. En momentos en que las grandes corporaciones internacionales penetraban ampliamente en los mercados financieros y manufactureros internos, y cuando gran parte de su producción estaba destinada a la exportación intrarregional, todo esto acogido halagüeñamente por un número creciente de gobiernos y por no pocos intereses económicos nacionales, no parecía tener sentido ni resultaba viable continuar con los primitivos esquemas integracionistas basados en una concepción regionalista muy distinta.

Todo esto es todavía un punto controversial de la política regional

latinoamericana actual, pues frente a la primitiva concepción de la integración, con su sentido nacionalista y regionalista, hay una tendencia más reciente que propicia reformular esos esquemas de un modo que algunos consideran más realista y acorde con su interpretación del curso de los acontecimientos. En su opinión, lo que cabe hacer es incorporar las corporaciones transnacionales al proceso integracionista, cosa que en gran parte ellas mismas ya han estado realizando por su cuenta y como un aspecto de sus estrategias globales de estructuración del mercado mundial. Un importante aspecto -nada desdeñable, por cierto, para quienes impulsan esta salida- sería un mayor grado de conciliación con la conocida posición de la diplomacia económica norteamericana al respecto.

Quizá sea más propicio hablar ahora de «regionalización», pues este

concepto refleja con más fidelidad el carácter más inclusivo que han estado adoptando progresivamente los esfuerzos integracionistas frente a esas nuevas realidades. De los más específicos enfoques iniciales, circunscritos principalmente a problemas aduaneros, tarifarios y comerciales, se pasó luego a la concepción de un mercado común latinoamericano que incluía la posibilidad de acciones de complementación e integración industrial. En los últimos años se ha entrado de lleno a planteamientos más comprensivos que abarcan la esfera política, pues en ellos no han estado ausentes los aspectos de seguridad nacional y comunidad ideológica, muy activados estos últimos desde la revolución cubana y la acentuación de la guerra fría regional que trae como secuela4.

Las políticas de bloques internacionales en que están divididos los países

centrales y periféricos, los socialistas y los «no alineados», el «grupo de los 77», la vigorosa expansión del «tercermundismo», han producido un impacto considerable en los debates ideológicos y la política externa latinoamericana. Por su parte, la experiencia latinoamericana ha ejercido una considerable influencia en la formación de estos bloques políticos de países periféricos con intereses

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económicos y políticos comunes que han actuado en los foros internacionales durante los últimos quince años.

No menos importante ha sido la contribución intelectual latinoamericana para

fundamentar rigurosamente la posición cada vez más firme y homogénea de los países subdesarrollados en defensa de sus intereses nacionales. Desde la amplia concepción «cepalina» inicial de la industrialización hasta las más recientes discusiones sobre la problemática de la dependencia, la apelación ideológica latinoamericana ha sido muy considerable en todo el «tercer mundo».

Estas reformulaciones, que conducen a las nuevas concepciones de la

regionalización, tienen mucho que ver con una perspectiva que es ahora más política que antes, pues no disocia, sino al contrario, los aspectos comerciales y técnicos de sus marcos políticos. Este nuevo impulso y proyecto regionalista toma cuerpo especialmente con la constitución del Sistema Económico Latinoamericano (SELA) mediante el convenio de Panamá de octubre de 1975. Por primera vez en su historia los países regionales disponen a partir de ahora de una institución permanente para la defensa de sus intereses, pues por el mismo acto de cons-titución de esta entidad se reconocen implícitamente como distintos de los intereses «hemisféricos» que sirvieron de base para la formación de entidades internacionales más antiguas bajo la égida norteamericana5

Lo que podrá ser el resultado de este proceso integracionista de nuevo

cuño es difícil de pronosticar tanto en sus aspectos más generales como en los sectores más específicos, porque las fuerzas que están en juego no son coherentes ni lo son tampoco las ideas e interpretaciones que existen al respecto. Mientras algunos consideran que por esta línea se marchará a una mayor satelización «periférica» y subordinada con los países capitalistas centrales, otros, en cambio, se empeñan en señalar un frente de resistencia y de reacción positiva que estaría localizándose en las nuevas capas tecnocráticas del Estado, que se orientarían preferentemente por renovadas políticas nacionalistas. En este sentido se ha señalado que las próximas confrontaciones serán entre estos «tecnócratas», civiles y militares, quienes con el apoyo de la fuerza del Estado enfrentarían a las grandes corporaciones internacionales por la conquista de una mayor autonomía nacional en la definición y orientación de sus estrategias económicas.

Donde posiblemente sean más evidentes las inconsistencias de los nuevos

planteamientos es en el campo de las políticas que siguen los gobiernos. Por un lado, las políticas económicas racionales se han estado abriendo creciente y rápidamente a unas relaciones más estrechas e integradas con las corporaciones transnacionales. En efecto, se les ha estado franqueando el acceso en condiciones ventajosas aun en campos donde en las últimas décadas les estaba vedado operar, como son los recursos naturales, bancos y finanzas, seguros y otros. Por el otro, los nuevos esquemas de regionalización que conservan sus tonalidades nacionalistas en el contexto de una proyección latinoamericana se

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enfrentan como siempre con las políticas económicas de los países capitalistas centrales, que convergentemente con sus grandes corporaciones transnacionales propician esquemas de coordinación de sus intereses regionales sobre bases bien diferentes de aquellas que están siendo implementadas por los diversos acuerdos regionales y subregionales de integración 6.

Hay un aspecto importante que sólo toca tangencialmente a las consideraciones anteriores, pero que no se podría dejar de lado sin hacer al menos algunas consideraciones someras. El problema es el de la evidente incongruencia que se observa entre las políticas externas, regionales y mundiales, de la mayoría de los países latinoamericanos y sus estilos políticos internos. Mientras en los foros mundiales y regionales se oyen voces enérgicas que demandan un orden económico internacional más democrático e igualitario, un mejor trato y un reconocimiento pleno de los derechos nacionales de los países periféricos, muchos de esos gobiernos aplican políticas autoritarias que desco-nocen derechos equivalentes a la gran mayoría de sus ciudadanos. En esta coyuntura histórica, cuando tienden a predominar en la región latinoamericana las tendencias autoritarias que aquí se ponen de relieve, parece algo paradójica esta profesión de fe democrática internacional con la que se trata de reemplazar a las crudas políticas de poder que con harta frecuencia predominan en los diversos escenarios mundiales. Se suele decir que «la salud bien entendida comienza por casa», pero este adagio no parece estar encontrando mucho eco en los estilos políticos que predominan en la actualidad en América Latina.

3. UNOS SECTORES MEDIOS CONSUMISTAS Y A LA DEFENSIVA

En años recientes, la expansión de los sectores medios ha ocurrido fuera de

proporción con el grado de desarrollo de las fuerzas productivas en la gran mayoría de los países latinoamericanos. Esta hipertrofia ha obedecido a una va-riedad de procesos convergentes tales como la burocratización, urbanización y educación. Sin embargo, estos procesos no serían suficientes para explicar la magnitud y significado de los sectores medios en las presentes condiciones sociales. El factor fundamental, al menos en el surgimiento de ciertas capas medias superiores que aquí nos preocupan especialmente, ha sido precisamente el Estado. En efecto, gran parte de los sectores medios que constituyen uno de los más sólidos puntos de apoyo de los actuales estilos autoritarios han emergido a la sombra del Estado desarrollista democrático, que contribuyó activamente a la jerarquización de su situación social mediante diversos recursos de política económica y social, que han servido más para comprometerlos con el statu quo que con la democracia. Por lo demás, los cuadros dirigentes de las fuerzas armadas que respaldan tales estilos están formados en su gran mayoría por personas que provienen de estos sectores o han pasado a formar parte de ellos precisamente por el hecho de pertenecer a las instituciones castrenses. En fin, su existencia

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social, las posiciones que ocupan y los beneficios de que disfrutan han sido creados en gran parte por los medios políticos del Estado.

En verdad nada asegura fehacientemente que esta gran expansión de los

sectores medios obedezca exclusivamente a mejoras de productividad y eficacia económica creadas por ellos mismos. Es cierto -y no sería justo desconocerlo- que la mayor educación y, consiguientemente, la formación y capacidad profesional de estos sectores han contribuido de un modo importante al aumento considerable de la producción económica y de la racionalidad técnica que se ha registrado en los últimos años. De todos modos, y aunque haya sido así en alguna medida, cuando se observan los diversos datos disponibles se advierte que el crecimiento de estos sectores ha tenido lugar en una proporción mucho mayor que la que se podría explicar por medio de indicadores ocupacionales y económicos en general. Ciertamente una parte importante de estos sectores ha surgido en condiciones casi parasitarias, promovidas por regímenes políticos que utilizaron dadivosamente los recursos del Estado para ampliar vertiginosamente la cantidad de empleos burocráticos, ofrecer créditos baratos para las empresas y los profesionales, así como para vivienda y consumo personal, que se diluirían rápidamente por la inflación «controlada», siendo, por tanto, restituidos con un dinero de mucho menor poder adquisitivo. Los sectores medios han aprovechado ampliamente estas oportunidades económicas no menos que las ventajas sociales de unas políticas asistenciales públicas, que de una manera u otra los favorecieron más que a los sectores de menores ingresos, a los que aparentemente estaban dirigidos.

Sin duda que ese proceso de jerarquización social y económica de los

sectores medios no habría ocurrido en las proporciones actualmente observables si no fuera por un estilo de desarrollo que concentró ingresos en las capas superiores de estos sectores, a las que privilegió para promover la formación de mercados de consumo diversificados y sofisticados, que se constituyeron en los principales impulsores internos del crecimiento económico. De este modo se favoreció un proceso sostenido de concentración del ingreso y del poder económico, que se convirtió en uno de los pivotes fundamentales de los nuevos estilos de desarrollo vigentes en la región en la última década. La influencia social y política de estas capas privilegiadas’ ha crecido más que su posición económica, porque su cuasi monopolio de la educación superior les ha dado una posición aún más destacada en sociedades que ponen de manifiesto firmes tendencias a meritocratizarse.

Estos sectores medios favorecidos o privilegiados de una manera u otra han

tomado conciencia de una situación y, consiguientemente, han adoptado la actitud defensiva de un statu quo que es ventajoso para ellos. Como su peso en los nuevos esquemas de poder es considerable, debido en parte a su número y, más aún, a su influencia social y a sus funciones tecnoburocráticas en el aparato del Estado, han contribuido en gran parte a la configuración de los recientes estilos desarrollistas. El repliegue autoritario, tan evidente en los últimos años,

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ha sido en gran parte inspirado por algunos de estos sectores, que luego de haber medrado al amparo del orden democrático se han sentido amenazados por las presiones populares, a las que han considerado un peligro para la continuidad de sus ventajas sociales. Estas capas superiores, formadas principalmente por empresarios y ejecutivos, profesionales y tecnócratas, no parecen estar dispuestas a ceder un ápice en cuanto a su prestigio social y en sus aspiraciones de conservar y aun de expandir su consumo conspicuo. Los polí-ticos redistributivistas ya no reciben ninguna acogida favorable. El ideal de una democracia social en expansión, que incluiría finalmente en un conjunto armónico y equitativo a todos los sectores de la sociedad, fue perdiendo vigor y, sin desaparecer del todo, quedó relegado a un futuro impreciso.

4. ELITISMO Y EDUCACION SUPERIOR En el perfil elitista que tiende a predominar en la nueva fase del proyecto

desarrollista, las reorganizaciones recientes de la educación superior en varios países latinoamericanos ofrecen algunas claves para comprender cómo se están cerrando viejas fisuras pluralistas en las sociedades regionales, que fueron a menudo aperturas para la circulación y transmisión de ideas frescas o renovadas a las nuevas generaciones. En los últimos sesenta años, también antes, pero menos intensa y frecuentemente, las universidades latinoamericanas fueron un fermentario de ideas e inquietudes juveniles, desde las que con bastante fre-cuencia se ejerció una activa oposición a los gobiernos de turno. Por razones que ahora no cabe analizar, y en años más recientes, las universidades -especialmente las públicas, con mayor población estudiantil- tendieron a radi-calizarse. Esto fue posible desde 1918 en adelante, cuando las universidades públicas consiguieron progresivamente el reconocimiento de su autonomía funcional y política respecto del Estado, del que no obstante continuaron depen-diendo financiera y administrativamente. Algunas universidades, y por un tiempo variable, se abrieron a un amplio pluralismo ideológico, mientras que otras se afiliaron a líneas de orientación política, más focalizadas en la crítica al gobierno, cuando no de contestación al orden social vigente. A menudo, la lucha interna entre los diversos estamentos universitarios y sus grupos ideológicos respectivos fue tal que se llegó a una especie de empate, que paralizó a la institución como centro formativo e impidió que tomara una posición política unitaria. En momentos de alta movilización política nacional, las universidades han funcionado como cajas de resonancia que multiplicaron -a veces distorsionándolos- los ecos políticos que venía de fuera de sus muros.

Aunque su fuerza política directa haya sido siempre escasa, las

universidades han tenido una proyección política desproporcionada, debido principalmente a ju carácter de centros de formación profesional superior y a la extracción social de sus poblaciones de estudiantes y docentes. En buenas cuentas, su función histórica ha sido la de formar nuevas generaciones de las élites profesionales y políticas. Y es precisamente en este punto donde se produce

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una ruptura ideológica -quizá más aparente de lo que se ha supuesto- que desvía a las nuevas promociones universitarias de su papel fundamental como miembros de una élite, que es ni más ni menos que la conservación del orden social. Si las universidades estaban radicalizadas, no se podía esperar que motivasen a los estudiantes de un modo tal que manifestasen una adhesión intensa y una actitud militante de defensa del statu quo. Mantener abierta la cúpula de la sociedad a nuevas y más abundantes camadas de profesionales radicalizados parecía un riesgo que no había que correr. El orden social vigente necesitaba muchos universitarios, pero, eso sí, convencidos de su bondad y justicia tanto como fuera necesario para estar resueltos a defenderlo.

De modo que esta incompatibilidad entre socialización política e

identificación con el statu quo se fue acentuando con el tiempo hasta alcanzar un punto en que se consideró indispensable arbitrar algunos nuevos expedientes que pudieran contener o desviar el reto que significaba la situación aludida. Para abreviar indicaremos algunas de las lineas fundamentales de acción que se están siguiendo. Una política bastante general ha sido la de elevar los umbrales de exigencia para ingresar a las posiciones de cúpula, sea en el Estado, en las empresas o en la universidad misma. Sin estudios de posgrado realizados en universidades «respetables» es difícil tener acceso a ciertos mercados profesionales muy selectivos y restringidos. Tanto mejor si la formación de posgrado se ha hecho en determinados países del extranjero, pasando previamente a través de rigurosos tamices selectivos. Otra línea de acción muy importante, porque está más relacionada con la formación política, ha sido la creación y expansión de academias, centros e institutos de formación superior de las fuerzas armadas, donde se imparte formación del más alto rango no sólo a sus jefes superiores, sino también a un número creciente de civiles que son cooptados para cursar estudios sobre «seguridad nacional» y otros campos afines de gran importancia política. El hecho de haber sido docente o cursado estudios en alguna de estas instituciones pasaría a ser rápidamente un dato crucial en el curriculum de los candidatos para puestos de responsabilidad política en el gobierno. Un carácter selectivo semejante, aunque de menos significación, poseen las universidades privadas de élite, religiosas o seculares, que suelen ofrecer un buen entrenamiento profesional a la par que forman candidatos ideológicamente confiables para posiciones políticas. Por fin, en este grupo habría que incluir una variedad de centros de formación superior, a veces universidades en sentido estricto, que han proliferado en los últimos años organizados y financiados con recursos de asociaciones empresariales. Su principal función es el entrenamiento de ejecutivos para los cuadros dirigentes de las empresas.

El resto de la educación superior se imparte en un conglomerado de

instituciones que van desde grandes universidades públicas hasta pequeños y precarios centros de formación possecundaria, creados a veces como empresas comerciales disimuladas que se diluyen desde las capitales hasta las pequeñas ciudades de provincia. La salida profesional de estos egresados, que provienen principalmente de los sectores medios bajos, con alguna representación de las

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capas altas de la clase obrera, se dirige a un mercado de nivel medio, ya saturado en varios países, donde la sobreabundancia de estos profesionales se hace sentir visiblemente. En muchos casos, para emplearse deben rebajar sus aspiraciones ocupacionales o, eventualmente, emigrar (si pueden).

Sin embargo, hay una constante para todo el conjunto de la educación

superior, y es la mayor vigilancia política e ideológica que se ejerce sobre todas las unidades y escalones del sistema. La autonomía funcional de las universi-dades públicas, y aun de las privadas, ha desaparecido casi completamente, ya que el reclutamiento de su personal de docentes e investigadores pasa necesariamente a través de los controles de los sistemas de seguridad pública. 5. EL RETORNO DE LAS OLIGARQUIAS

Conforme a lo que fue indicado antes, los ensayos políticos posteriores a la

crisis de los años treinta no concluyeron radical y definitivamente con las posibilidades políticas de las oligarquías. En no pocos casos, las circunstancias fueron tales que pasarían por ella casi indemnes, al punto que algunos de sus sectores líderes obtuvieron una participación importante en el Estado desarrollista y en la formulación de sus políticas. Esto ocurrió aún en el caso de coaliciones dominadas por sectores medios, que habían conquistado su gravitación política no sin afrontar una férrea oposición oligárquica.

Estas situaciones sociales resultaban paradójicas, pues pocos se imaginaron

la capacidad anteriormente insospechada de las oligarquías para amoldarse a las nuevas circunstancias históricas conservando una parte considerable de su posición hegemónica. En efecto, en esos años eran muchos los que esperaban una acelerada descomposición y aun la desaparición definitiva del orden hegemónico tradicional dominado por las oligarquías. Planteadas así las cosas, la solución no podía ser otra que una ruptura completa y la superación histórica de éstas.

Sin embargo, la ruptura no se produjo al menos en esos términos. Algunos

analistas sociales que habían observado agudamente estos procesos advirtieron que las estructuras sociales tradicionales que cimentaron el orden oligárquico resistían el embate del proceso modernizador más allá de lo que se había generalmente previsto 8. Esta fortaleza inesperada que era descrita como flexibilidad y permeabilidad ante las nuevas formaciones sociales que iban emergiendo puede ser interpretada en dos sentidos. El primero era de freno y obstáculo al proyecto modernizador, o sea, a la creación de las condiciones requeridas por un estilo de desarrollo centrado en la industrialización urbana frente al carácter más rural de las estructuras tradicionales. El segundo se refiere a la maleabilidad de los sectores líderes del orden oligárquico para conservar posiciones de poder adaptándose a las nuevas condiciones.

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Ambas proposiciones resultaron ser aproximadamente correctas. Es indudable que su reconocida capacidad de adaptación les permitió a algunos sectores oligárquicos un monto de poder y la posibilidad de crear un espacio de maniobra suficientemente amplio, tal que evitase una ruptura completa y su desplazamiento del comando del proceso de transformación política. De ahí que en las coaliciones políticas y en los tipos de orden social que se ensayan y ponen en práctica a partir de la crisis oligárquica se advierte la presencia en posiciones descollantes de miembros procedentes de los antiguos grupos y sectores sociales hegemónicos. Aparentemente, una de las razones por las cuales estos grupos conservaron parte de su influencia fue debido a que en las confusas y contradictorias circunstancias que siguen a la crisis de 1930 su predicamento ideológico se reveló más coherente y realista que el de otros sectores sociales, más poderosos pero menos consistentes en sus orientaciones y actuaciones sociales, con los cuales se aliaron en la nueva fase desarrollista. En lugar de la marcha hacia una ruptura inevitable, lo que primó entonces fue una solución de compromiso, en que unos y otros grupos e intereses se amalgamaron en una combinación política dirigida a la modernización de lo tradicional mediante la actualización tecnológica y el crecimiento económico.

Aquellas interpretaciones sociológicas, originales en su momento,

constituyeron un hito en la explicación de los procesos de desarrollo de las sociedades latinoamericanas. Sin embargo, su efecto de deslumbramiento fue tal que produjeron el ocultamiento de otros aspectos que no han merecido tanta atención en el análisis político del desarrollo. Sin duda alguna se trataba de una explicación aguda y plausible, pero en todo caso parcial, pues no apuntaba más que a uno de los lados del problema.

En primer lugar, el argumento de la maleabilidad estructural, que gozó de

una aceptación casi general, es en cierta medida circular. En verdad, la transición social gradual facilitó las transformaciones políticas sin una ruptura del orden hegemónico, pero también se puede afirmar lo contrario, esto es, que por el hecho de que no hubo ruptura fue posible la transición gradual‘.

Sea lo que fuere, es importante destacar que el proyecto desarrollista

promovido por medio de un orden político democrático y representativo contó con el apoyo de algunos sectores que por su inserción estructural habían constituido la cúpula social del orden oligárquico. Es cierto que no todos ellos cooperaron y que al comienzo la mayoría resistió, acaso con aprensión, frente a la retórica transformista y cuasi revolucionaria del desarróllismo inicial; pero luego, cuando fue evidente que se trataba a lo más de un reformismo «blando» y que nada importante iría a cambiar 10, la propensión «modernizante» se convirtió en una disposición general de estos grupos hacia una especie vernácula de «gatopardismo».

La mayor coherencia de la oligarquía frente a los nuevos grupos

industriales y burocráticos que surgían al amparo del Estado y la industrialización

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se debió tanto a la incapacidad de estos últimos para imaginar e implementar un proyecto nacional consistente y basado en una ideología propia, que no tenía que ser necesariamente original porque podría haberse elaborado reformulando elementos ya contenidos en las doctrinas liberales en boga. Para entender mejor las razones por las que los grupos oligárquicos conservaron la delantera en la formulación ideológica de un proyecto nacional es necesario tener en cuenta el amplio abanico de sus cuadros de referencias valorativos.

En realidad, como ya se ha visto, la oligarquía estaba lejos de constituir un

grupo homogéneo con una ideología única. Más bien constituía un conglomerado formado por dos principales sectores con orientaciones relativamente contrapuestas: un sector agrario tradicional, con una concepción autoritaria y jerárquica de la sociedad, pero al mismo tiempo partidario de un Estado débil que protegiese sus intereses sin inmiscuirse en sus dominios políticos privativos, generalmente regionales. El otro sector estaba formado por grupos urbanos comerciales y financieros, más ligados y dependientes del aparato del Estado, con una concepción política liberal -más profesada que actuada-, que se tradujo en el profuso constitucionalismo latinoamericano y en una convicción legalista y casi mágica sobre la virtud de las normas legales -fueran ellas constituciones, leyes o decretos- y de su capacidad autónoma para modernizar sus sociedades.

Por diversas circunstancias ya explicadas, estos grupos se vincularon en

una alianza conflictiva, pero estable. De esta variedad de situaciones sociales reales y cuadros de referencia ideológicos surgieron posibilidades que con-tribuyeron muy positivamente a la capacidad adaptativa, que luego, en la crisis de un orden hegemónico, les permitió moverse con facilidad y prontitud en varias direcciones: por un lado, hacia el autoritarismo de su vertiente jerárquica tradicional y, por otro, hacia el desarrollismo democrático por el de su vieja tradición liberal y pluralista. Una y otra posibilidad fueron combinadas sincréti-camente.

El hecho de constituir un conglomerado que se apoyaba en una larga

tradición histórica común les dio una ventaja adicional sobre los nuevos grupos, que eran algo así como los parvenus que recién arribaban al banquete social. La coherencia real de aquéllos eran ni más ni menos que una decantación histórica; en cambio, la lógica real de estos últimos tenía aún que ser encontrada y las posibilidades no eran muchas, como se vería con el tiempo, porque las fuerzas de la diversidad podrían gravitar más que la necesidad de conseguir un grado apropiado de cohesión e integración. Estos no alcanzaron, al menos hasta ahora, a desarrollar una clara identidad social, ni tampoco una doctrina coherente, flexible y adaptable a las diversas y cambiantes circunstancias sociales; por eso en las épocas de crisis coyunturales tuvieron que apelar con frecuencia a miembros de los grupos oligárquicos para salir de las confusiones en que habían caído. Esta dependencia se tornaría patente en la

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fase del desarrollismo autoritario, en que el retorno ideológico de la derecha oli-gárquica sería casi triunfal. 6. LOS FUNDAMENTOS DEL REPLIEGUE AUTORITARIO

Con el fracaso de las tentativas de conciliar democracia política con

crecimiento económico bajo el manto del proyecto desarrollista reaparecen vigorosamente planteadas viejas ideas que curiosamente se compatibilizan, aunque su procedencia histórica sea diferente y hasta antagónica. En ellas se cuestiona, en primer lugar, al Estado como fuente de dirigismo económico, sea esto la planificación, la empresa pública y, muy especialmente, sus políticas asis-tenciales y redistributivas en favor de los sectores populares “. La filosofía económica en que se apoya este aspecto del cuestionamiento deriva de las versiones monetarias contemporáneas del neoclasicismo económico, cuyos partidarios repiten con fervor las ventajas de una «economía social» basada en la lógica del mercado y en la justicia de la «mano invisible».

En su vertiente política -que concierne más a nuestro asunto-, el

cuestionamiento del orden democrático tiene sus raíces sociales puestas en los grandes movimientos y procesos de cambio que experimenta América Latina en las dos últimas décadas, los que provocan un estado general de alarma entre sus elencos dirigentes y en vastos sectores medios. Aunque dispersas y contradictorias, las reacciones que siguieron tendieron en general a coincidir en un primer punto, que era el de que la participación política debía ser confinada dentro de ciertos límites, porque de otro modo el orden social vigente sería desbordado por la marea, con efectos catastróficos para la continuidad de los sistemas hegemónicos imperantes. Y este proyecto no era fácil de llevar a cabo, porque en verdad las presiones populares en sentido contrario, o sea, por una mayor participación política, estaban creciendo firmemente en momentos en que los mecanismos sociales y políticos que en el pasado habían mantenido bajo control el encuadramiento social de las masas se revelaban incapaces de contenerlas por mucho tiempo. El relativo estancamiento económico y los efectos de la concentración del ingreso se hacían sentir con fuerza y de una manera negativa para la preservación de un régimen político que había perdido en apariencia sus posibilidades para impulsar un crecimiento sostenido de la producción y una distribución equitativa de sus bienes y servicios 12.

En estas circunstancias, evidentemente propensas para generar estados de

violencia social, las reacciones defensivas y represivas se suceden una tras otra a medida que se desvanece la ilusión de una democracia representativa compatible con la conservación del statu quo. Los ensayos en procurar una salida se mueven en direcciones convergentes hacia nuevos tipos de regímenes políticos, que en algunos casos intentan conservar la cómoda fachada del Estado liberal para disimular su carácter autoritario y represivo. Por un lado, se intenta reorganizar los mecanismos democráticos limitando los derechos

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políticos o de ciudadanía a grupos política e ideológicamente seguros. En estos casos, y aunque en teoría nunca se abandonan los principios democráticos 13, en nombre de la defensa del orden social democrático se prohíben los partidos y movi-mientos políticos, así como las ideologías obreras que lo contestan. Estos sectores pueden no ser -como en muchos casos no lo son- un peligro para la supervivencia del orden social; a menudo, los excluidos no son más que grupos de oposición al gobierno y al estilo de desarrollo que éste implementa. Y en no pocos casos estos grupos y sectores excluidos, pero no contestatarios, son muy numerosos, tanto que bien pueden representar una mayoría holgada de la población.

Las fórmulas que se han imaginado y ensayado para reorganizar los

regímenes políticos son muchas, tantas que difieren de país a país y, en cada uno de ellos, de una fase histórica a otra. No corresponde, por cierto, al carác-ter de este trabajo el examen pormenorizado de la variedad de recetas específicas aplicadas o recomendadas. La casuística es tan rica que desborda las posibilidades de clasificación. Para no perder la visión de conjunto se circunscri-birá el análisis a lo fundamental, comenzando en primer lugar con las ideas generales relativas a la representación política, o sea, al ejercicio de los derechos de ciudadanía y a la constitución de la sociedad política. Luego vendrá el momento de analizar en términos muy comprensivos la situación política y las constantes del paradigma político autoritario, que en algunos casos se está esbozando y que en otros se encuentra ya en proceso de franca y resuelta aplicación. Los ideales, más actuados que profesados, son siempre los de reconstituir un orden político que garantice la continuidad de las jerarquías y privilegios sociales establecidos, particularmente del derecho de propiedad, así como la persistencia de ciertas líneas de política nacional e internacional a las que están vinculadas las «clases amenazadas».

El arsenal ideológico al que se apela en estos esfuerzos de reestructuración

política proviene de las más importantes experiencias reaccionarias de este siglo, que fueron, en primer lugar, el fascismo clásico europeo, cuya influencia en América Latina fue considerable, especialmente en la década de los treinta, según ha sido señalado. Además no faltaron -como no faltan todavía- ideas vernáculas de corte autoritario, que sirvieron en el proceso adaptativo por el que el fascismo clásico adquirió su carta de ciudadanía y «color local». En este panorama no puede dejar de señalarse el resurgimiento de cuadros ideológicos que se califican como neofascistas, término que sería aceptable y riguroso si significase protoformas o, en todo caso, versiones distintas y parciales del fascismo europeo de los treinta 14

De cualquier manera, la disyuntiva fundamental se plantea a partir del

fascismo, que fue la ideología que más sistemáticamente sostuvo la posibilidad de un capitalismo corporativo y autoritario centrado en un Estado totalitario. Más aún: lo que el fascismo pone en cuestión es la posibilidad de una contradicción sistemática entre democracia y capitalismo, que a partir de cierta fase de su

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desarrollo pueden llegar a ser antinómicos. Es a este problema al que dedicaremos el punto que sigue para introducir en un contexto acaso esclarecedor la importante controversia actual sobre los tipos de representación política, el sentido de la idea de ciudadanía y la existencia necesaria de una sociedad política.

7. LA CONTRADICCION ENTRE DEMOCRACIA POLITICA Y ORGANIZACION SOCIAL CAPITALISTA

Aunque sea muy someramente, no se podría dejar de señalar una

contradicción principal que está en la base de la reformulación política del modelo desarrollista democrático. Escuetamente formulado, se trata de la contradicción entre realidad política y económica en el liberalismo; más concretamente, entre democracia política y organización económica capitalista. Esta contradicción entre un orden democrático y otro autoritario existe en la medida que este último frena la posibilidad de que la sociedad política democrática pueda convertirse en una democracia social, o integral si se prefiere. Y a la inversa, la contradicción opera también cuando la democracia política mis-ma constituye una barrera que impide el desarrollo económico capitalista. Esta última contradicción es lo que ahora está en cuestión. En sus términos, ¿cuál es el régimen político más apropiado para impulsar un crecimiento económico rápido compatible con el mantenimiento de la seguridad nacional?

La democracia política, representativa y pluralista, preconiza un espacio

político abierto a la participación de los ciudadanos, que como hombres «políticos» forman un pueblo estructurado sobre la base de criterios normativamente igualitarios. En principio, cada ciudadano es igual a los otros. La contradicción surge cuando se contrasta este modelo político con el capitalismo, que, como organización social, tiene una estructura autoritaria y jerárquica basada en la empresa capitalista y en un tipo de división del trabajo, donde su principal línea divisoria separa a los individuos entre empresarios y asalariados, según posea o no medios de producción 15.

Un largo y complicado esfuerzo fue llevado a cabo por los economistas clásicos y neoclásicos para demostrar -con notable ingenio por cierto- que los principios liberales de una democracia igualitaria reinan también en la economía por medio de la denominada «soberanía de los consumidores», quienes en el mercado de bienes finales, consumiendo o absteniéndose, ejercen un control fundamental sobre el funcionamiento y la orientación de la economía, concebida como el fundamento principal de la vida social.

La experiencia histórica, con sus obstinados hechos, no ha confirmado esta

imagen democrática de la economía capitalista. Antes bien, ha mostrado con reiteración que sus principales centros de dirección no están en las manos de los consumidores, sino en otros lados, como ser, en las grandes empresas cuasi

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monopólicas, en los medios de masa y las agencias de publicidad, en los bancos, en el Estado y en los centros de decisión política. Su estructura piramidal y el carácter elitario de sus directivas son por lo demás evidentes.

Esta contradicción derivada de la pretensión de hacer marchar juntos dos

modelos incongruentes de organización social se proyectó de varias maneras sobre la situación histórica de América Latina. En primer lugar, incidió mucho sobre el funcionamiento de la planificación. Al no hacer claras y específicas las conexiones entre los mecanismos democráticos de decisión política (especialmente con los poderes legislativos) y la estructura más jerárquica de la economía, la planificación quedó dislocada en una especie de «tierra de nadie», proponiendo planes que ni traducían bien la voluntad política de los sectores hegemónicos que controlan el Estado ni tampoco las posibilidades reales de la economía. Las relaciones entre planificadores y políticos siempre fueron difíciles, sobre todo para los primeros, porque eran generalmente ignorados por estos últimos. Esta relativa disfuncionalidad e incomprensión recíproca continúa todavía cuando los decision-makers no son ya políticos, sino tecnócratas, aunque cabe indicar que su concep-ción de la administración política y del poder tiende a converger más, pero no se compatibiliza del todo con la estricta racionalidad instrumental de los planificadores. La otra consecuencia proviene del hecho que la democracia política y la producción capitalista no son necesarias ni recíprocamente dependientes. En otros términos: la democracia política es compatible con otros modos de organiza-ción económica, como, por ejemplo, con la socialización de los medios de producción y distribución. De la misma manera, la organización económica capitalista puede compatibilizarse bien con otros tipos de organización política. El fascismo europeo confirmó esta suposición cuando ensambló un modelo de organización de la sociedad donde coexistían armónicamente un modo específico de organización capitalista con un Estado totalitario. Y la experiencia fascista, que había dejado sus huellas profundas en América Latina, constituyó una lección permanente a la que se podría apelar cuando las circunstancias lo hicieran aconsejable.

Pronto se modificaría el sesgo de la coyuntura y esta experiencia sería

aprovechada. Y cuando esto ocurrió en las circunstancias ya señaladas, muchos de los que ocupaban posiciones en los diversos círculos del poder comenzaron a dudar sobre la viabilidad del proyecto modernizante tal como había sido concebido inicialmente. Seguir insistiendo en la conveniencia de mantener unidos los dos términos de la fórmula: crecimiento económico y desarrollo democrático, cuando, a su juicio, ciertos hechos y tendencias ponían en cuestión la posibilidad misma de continuidad histórica del capitalismo, parecía una posición sin fundamento alguno. La movilización social acelerada y sus consiguientes derivaciones políticas, la revolución cubana y la contestación violentista constituían desafíos que ponían en jaque al Estado democrático, cuya inoperancia para canalizar las fuerzas sociales desbordadas y neutralizar las fuentes de conflicto que estaban operando parecía evidente. Esta imagen de un

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proceso descontrolado adquiría ribetes de mayor gravedad al enlentecerse, hasta casi paralizarse, la” expansión de la producción económica.

Vistas así las cosas, la opción entre sostener y profundizar la democracia

política y dar nuevo vigor e impulso al crecimiento económico aparecía claramente predeterminada. Allí donde la crisis se agudizó hasta estos extremos, la salida fue invariablemente de replantear desde sus bases toda la organización económica, y las estrategias de promoción de la producción que siguieron se apoyaron en un modelo político que ya no sería democrático. En lo sucesivo, el proyecto desarrollista sería promovido por un Estado autocrático, dentro de un marco político autoritario y tecnocrático, y en una vinculación mucho más estrecha con las corporaciones transnacionales y los grandes grupos económicos nacionales. La legitimación de estos nuevos regímenes políticos no procedería tanto del consenso de un pueblo democrático y soberano, sino que se apoyaría en otras fuentes de poder de naturaleza más coercitiva. No faltan, sin embargo, las referencias a valores, que en estos casos adquieren un carácter más abstracto y a veces dife-rido. Se suelen invocar la patria, la historia, cuando no la infalibilidad del conocimiento técnico-científico. En estas condiciones, el quantum adicional de coerción que se requiere para equilibrar la balanza sólo podía provenir de una fuente de poder: las fuerzas armadas, que pasaron así a convertirse institucionalmente en los poderes tutelares del Estado y del orden social vigente. 8. LA OPCION ENTRE REGIMEN POLITICO Y CORPORATIVO

La solución «corporativa» como alternativa de organización política ha

reaparecido en América Latina enfáticamente replanteada a consecuencia de la crisis del proyecto desarrollista democrático. El lenguaje utilizado no es siempre directo, adoptando a menudo vías oblicuas y un carácter eufemístico. Sin embargo, no faltan ocasiones en que las cosas se mencionan por su nombre y entonces el contrapunto entre sistema político y régimen corporativo se presenta con una notable claridad.

Ambas alternativas son a veces presentadas como dos órdenes de la realidad

que siempre han chocado en la historia. Los corporativistas ven en la representación profesional y corporativa, a diferencia de la política, una forma de diferenciación natural que traduce jerarquías e intereses sociales genuinos y respetables. Para unos, la representación política es la consecuencia de la dominación burguesa que se impone, luego de la destrucción de los gremios y corporaciones por la Revolución francesa, constituyendo un medio espúreo de articulación de las masas (Perón). De ahí que su realidad histórica se explique más bien como una necesidad de la dominación capitalista-burguesa. Este es un viejo argumento que ya se encuentra claramente formulado por los doctrinarios del fascismo tradicional.

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Otros, que también podrían ser situados a la derecha del abanico ideológico, sostienen que la política no es más que una actividad social como cualquier otra que realizan unos «profesionales», que son los políticos, y que se lucran con ella. En otras palabras: son algo así como los procuradores y abogados de intereses sociales que se expresan indirectamente en la arena política. Su actividad es considerada altamente inconveniente porque son una fuente de confusión en la articulación de las aspiraciones sociales, que naturalmente deberían ser expresadas por los interesados mismos a través de sus propias organizaciones de interés.

Finalmente están los tecnócratas, que sostienen que la política no tiene

sentido ni función en la «era tecnológica». La política corresponde a la época del «ensayo y error», donde las soluciones se encontraban por aproximaciones sucesivas. En cambio, la técnica científica inaugura la época del planeamiento racional y de la solución no política de los problemas de la sociedad, lo que hace innecesaria la forma de discusión pública o deliberación colectiva. En la sociedad tecnocrática son los «especialistas» quienes deciden «objetivamente» con la verdad científica en la mano, en nombre de los altos intereses nacionales y sin responsabilidad pública ante el pueblo 16 9. EL ESTADO TECNOCRATICO Y LAS NUEVAS FUENTES DE LEGITIMACION

Un aspecto importante es que un régimen corporativo no puede menos que

apoyarse en un Estado tecnocrático, cuya lógica y fuentes de legitimación difieren considerablemente de las de un orden político democrático. Como se acaba de indicar, en este nuevo tipo de configuración política la ciencia y la técnica desempeñan un papel fundamental en varios sentidos, pero principalmente como nuevas fuentes de legitimación racional y dominación social.

Cuando se declara que «Dios ha muerto», que la tradición constituye un

valor negativo y cuando las lealtades personales y las identificaciones ideológicas se debilitan; cuando, por fin, parece no tener sentido que el pueblo sea convocado electoralmente, se necesita una legitimación que se apoye en fundamentos inéditos. Estos tienen que ser originales y capaces de producir el impacto necesario para soldar la dominación y justificar la acción guberna-mental.

Los nuevos demiurgos son ahora la ciencia y técnica, pues es en su nombre

y con su auxilio como los nuevos dueños del poder del Estado, los tecnócratas civiles y militares, sustituyen a los políticos en el manejo de la res publica. Ya no habrá más opciones políticas, sino alternativas técnicas, y éstas no admiten discusión o apelación. No son controversiales ni caben opiniones sobre ellas, porque se fundan en el conocimiento técnico, que es infalible por definición 17.

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Un Estado tecnocrático es autoritario por necesidad; sus mecanismos de decisión son de tal naturaleza, que es difícil concebir su compatibilización con un sistema de participación popular abierta y de discusión pública de sus políticas. Sus orientaciones políticas fundamentales son formuladas en un ambiente restringido y sigiloso, donde tienen acceso solamente aquellos que disponen de poder reconocido y están facultados para ejercerlo. Es ahí donde se establecen y definen los lineamientos generales de politica, sus reglas de juego, los ganadores y perdedores, todo esto cohonestado por el conocimiento técnico de los especialistas y por la «verdad científica». 10. SOBRE LA NATURALEZA DE LOS ORDENES POLITICO Y CORPORATIVO

Para comprender mejor la naturaleza de la disyuntiva que está siendo

planteada, conviene presentar de una manera más rigurosa la distinción entre lo que es conceptualmente un orden político con respecto a su alternativa, el orden corporativo 18.

En general, se pueden suponer dos tipos de representación social y

estructuración política. El tipo democrático se basa en un orden político autónomo, en que la articulación y representación política se basa en partidos políticos y donde la clase política se ha profesionalizado y tiene un gran peso en la configuración del régimen político y en el manejo del Estado. En este caso, los partidos son esenciales, pues constituyen algo así como las organizaciones especializadas en el «negocio de la política».

El régimen político es directamente representativo de los ciudadanos que

forman el pueblo y son los actores políticos básicos de la sociedad. Se compone de un aparato institucional de cuerpos deliberativos y decisorios destinados a producir colectivamente las resoluciones políticas, así como dispone de un conjunto de medios aptos para legitimarlas mediante consultas electorales a los ciudadanos. Todas las variedades conocidas de la democracia liberal y una cantidad de regímenes socialistas quedan comprendidos en este tipo. El modo opuesto de representación es mediante un orden corporativo en que típicamente no hay un aparato político independiente que represente a los ciudadanos como agentes políticos de la sociedad. En consecuencia, no existe la política como una actividad social legítima y autónoma. La articulación de intereses no adquiere caracteres políticos ni se realiza por medios institucionales específicamente políticos. De hecho o de derecho no hay partidos políticos en sentido propio, ni tampoco hay cuerpos políticos deliberativos con una ciudadanía representada. Lo que es esencial en un orden corporativo es que las organizaciones sociales para fines específicos, principalmente profesionales y gremiales, asumen crecientemente funciones que en esencia son políticas, y aunque esto no se encuentre formalmente reconocido y manifiesto. El cierre de los canales específicamente políticos produce un efecto de reconversión y transferencia de la

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representación de los intereses políticos hacia instituciones tales como los gremios patronales y profesionales, los sindicatos obreros legalmente autorizados, las fuerzas armadas, las instituciones religiosas, las organizaciones locales de base territorial y otras.

Esta modalidad de estructuración y representación de intereses puede tener

expresión formal en una constitución política, pero lo que generalmente se bloquea o excluye directamente es la lucha legítima por el poder, esto es, por el control del Estado. De esta manera, la dirección suprema de la sociedad deja de ser una cuestión política, pues queda fuera de órbita del poder corporativo de decisión. Los cuerpos colegiados pueden ser directamente corporativos y ocuparse de asuntos específicamente profesionales y sectoriales. Cuando en su definición son más políticos, su función se torna principalmente ornamental y de legitimación de la actuación política de las autoridades ejecutivas del Estado y de sus agentes tecnocráticos.

Para los partidarios de este tipo de orden, el régimen democrático de

partidos se convirtió en el responsable de la «corrosión democrática» y de la corrupción política, y es contra los políticos profesionales sobre los que ahora se concentran los fuegos de la artillería pesada de los regímenes autoritarios.

El gobierno corporativo típico es autocrático y adopta generalmente la forma

de una dictadura civil o militar, que en sus versiones más modernas adquiere una fisonomía tecnocrática y tiene siempre un carácter políticamente autoritario, aunque apele a alguna forma de legitimación popular y a una cobertura constitucional. Empero, como incluso esto puede ser a veces arriesgado para la permanencia del statu quo, se impone la apatía política como una forma de legitimación tácita del estilo político dominante. La «mayoría silenciosa» puede ser también una forma extrema de este consentimiento presunto, pero no explícito, de una población políticamente desmovilizada19.

Si se necesita o no un régimen de partidos e instituciones políticas autónomos

dedicados con exclusividad a una actividad social especializada como es la política, es materia de preferencias, ideologías y valores, esto es, de filosofías sociales. Queda, por tanto, para el debate ideológico. No obstante, es imperativo señalar que aun el orden corporativo no altera el sentido fundamental del pro-blema: la política, en su sentido amplio de lucha por el control del Estado, no deja de existir ni tampoco pierde importancia en la sociedad. Desde luego, en el orden corporativo la política se diluye en otras formas de actividad legítima o se sumerge en el underground cuando sc coloca en la oposición, ya que a ésta se la reprime y condena. Lo que se transforma entonces es el tipo de acción política legalmente autorizada y socialmente posible. Desaparece la lucha política organizada y abierta por el poder. El discurso político se verbaliza de otra manera, con otros mensajes y vocabulario, se «congela» y transmuta en otros tipos de debate, pero aun así, la controversia ideológica de ninguna manera se reduce a ser mera polémica tecnocrática. En sustancia, y parafraseando a Von

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Clausewitz, se podría decir que en los regímenes corporativos modernos la política persiste, aunque se lleva a cabo por otros medios.

11. NUEVOS Y MAS REFINADOS METODOS DE CONTROL SOCIAL

Un aspecto que contribuye decisivamente a la continuidad de los sistemas

hegemónicos y del orden social imperante está constituido por el mayor refinamiento y sofisticación de los medios utilizados para el control social. La importancia del control social, sea éste psicológico, institucional o político, se vuelve decisiva en sociedades que no son sino limitadamente consensuales y que por eso tienen que apelar a mecanismos compensatorios de tipo coercitivo para mantener el orden público y social, asegurando así condiciones apropiadas para el funcionamiento de la economía y el reconocimiento de la autoridad del Estado. Toda sociedad se estabiliza sobre la base de un balance entre consenso y coerción o entre autoridad y libertad. Este balance se puede establecer a diversos nive, les, según sea el grado de movilización social, de organización institucional y de expresión espontánea de los individuos y grupos de la sociedad. Una sociedad más espon-taneísta y políticamente movilizada será probablemente más consensual si al mismo tiempo sus posibilidades de expresión social y política se manifiestan en la composición del gobierno y la orientación de sus políticas. En sentido contrario, una sociedad desmovilizada, donde no se estimula ni permite la libre expresión de la ciudadanía, tendrá que ser necesariamente más autoritaria y por eso más represiva. En el aludido balance entre autoridad y libertad, en ella primaría la autoridad.

El ideal de una sociedad consensual, tan caro al liberalismo clásico y a

otras ideologías progresistas, constituía el objetivo final del proyecto de modernización desarrollista bajo un orden democrático, que cobró impulso y auge desde la última posguerra. Su mayor ambición profesada fue desde entonces la de conciliar un orden social estable con el mayor grado de libertad individual y participación social. En esas ideas era considerable el predicamento de la imagen de una sociedad «tocquevilliana» formada por un ensamblaje de «sociedades intermedias» constituidas por diversos tipos de agrupaciones espontáneas, capaces de articular, representar y expresar los intereses de los ciudadanos, desde los niveles más elementales y concretos de la vida cotidiana hasta los más complejos y generales del Estado y sus políticas. Esta era una utopía feliz que se esperaba alcanzar algún día, pero que no se postergaba para un futuro sine die, sino que se trabajaba cotidianamente por ella. La coyuntura histórica no ha sido propicia para la consagración de este ideal. En las presentes circunstancias, ya bosquejadas, el movimiento no ha sido precisamente hacia una mayor consensualidad, sino que se ha movido en un sentido contrario, procurándose contener las fuerzas sociales espontáneas para enmarcarlas dentro de contextos sociales impuestos.

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Ciertamente, lo que hace posible inclinar el fiel de la balanza del lado de la autoridad y establecer los estilos autoritarios tan característicos del presente panorama político latinoamericano es el extraordinario avance que se realiza en el campo de las técnicas de control social con dispositivos y recursos que expanden su capacidad de acción en una escala nunca antes conocida en la región. Las «técnicas sociales» 2D del pasado eran principalmente represivas y operaban ex post facto; ahora, en cambio, muchas de las nuevas técnicas sociales son anticipatorias y, por tanto, preventivas, porque operan en los propios procesos de formación de la conciencia social. La apatía y alienación resultantes son medios de control social tanto o más efectivos en la medida en que disimuladamente bloquean la conciencia y desvían la voluntad política hacia fines compatibles con el statu quo.

Estos nuevos métodos han constituido un recurso decisivo para asegurar la

continuidad del orden, social vigente en la región, puesto que de no haber sido por esa mayor eficacia de las nuevas técnicas sociales para bloquear o desviar desde sus mismas fuentes la generación de movimientos opositores y contestatarios, aquél habría sucumbido en más de un país latinoamericano. Un breve examen de estos dispositivos sociales es preciso como una introducción al paradigma autoritario, que luego será someramente descrito.

Las técnicas sociales son medios destinados principalmente al control de

masas, y en sus aspectos meramente represivos operan no sólo contra el cuerpo, sino también contra la conciencia autónoma y la racionalidad social y política de los individuos. En América Latina el dislocamiento de la hegemonía oligárquica y la movilización de los sectores arcaicos constituyeron condiciones objetivas propicias para el progreso de la racionalidad política de las masas y para la emergencia de nuevas formas de asociación social y política. Sin embargo, los nuevos esquemas de poder han procurado bloquear estos desarrollos hacia la constitución de organizaciones espontáneas adecuadas para representar sus derechos e intereses sociales, al mismo tiempo que se ha contenido su expresión mediante la promoción de la apatía política de los sectores populares, sea actuando sobre sus organizaciones, sea alienando sus conciencias y confundiéndolos ideológicamente.

Los medios que han servido estos propósitos han sido muy variados, tanto que

probablemente ninguno de ellos ha sido desaprovechado. La prensa periódica, la radio y televisión, al concentrar la atención de sus auditorios en asuntos triviales, los han «distraído» de sus problemas reales, no importa si con historias «rosas» o «rojas», elevando la trivialidad a la categoría de cosa trascendental, mientras que los temas que realmente cuentan para la vida de los individuos son disimulados cuando no directamente omitidos 21.

La educación formal, los símbolos de prestigio, el carácter deliberadamente irracional del debate político, la manipulación de la información pública y privada son, entre muchos, los expedientes al uso para hacer descender los

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niveles de racionalidad política y la capacidad de los individuos para entender su vida, conocer sus posibilidades y derechos y ejercerlos socialmente donde corresponda.

Cuando estos medios de contención social, que actúan a nivel de la

conciencia social, han mostrado ser insuficientes, emerge la coerción abierta, que subyace como una potencialidad en todos los momentos del proceso aliena-dor, pero que sale a la superficie cada vez que el freno que significa se vuelve indispensable para la conservación del statu quo y del orden social.

Ambos tipos de control social, la coacción física y la alienación ideológica y

psicológica, son antiguos. En verdad, fueron conocidos y aplicados desde hace mucho tiempo. Tal vez estas técnicas sociales más sofisticadas e indirectas sean ahora indispensables, sobre todo porque en sociedades arcaicas con altas proporciones de analfabetos sometidos a controles tradicionales, los métodos alienantes eran innecesarios. En rigor, sólo tenían sentido para la socialización política de las nuevas generaciones de los grupos dirigentes y allegados, así como para los que eran cooptados para integrar sus filas.

De cualquier manera, el hecho es que la eficacia de ambos tipos de control

social ha mejorado vertiginosamente como efecto de un proceso de modernización. Nuevas ideas, mejoras organizacionales y estratégicas, y una tecnología formidable han ensanchado tanto el campo de acción y la penetración de las técnicas sociales, que es difícil hacer comparaciones retrospectivas sin concebir alguna forma de «salto cualitativo». Es cierto que el agregado de recursos disponibles hoy para actividades de control social y político han crecido muy considerablemente, pero lo que, más se destaca es el «progreso» en los procedimientos y estrategias alienadoras y coactivas. Este progreso es tanto, que sin vacilaciones se puede decir que constituye uno de los sectores sociales donde la «modernización» ha sido más profunda, y se ha producido a un ritmo tan acelerado, que las comparaciones entre los avances de algunos países lati-noamericanos y la situación de algunos países desarrollados -cuyo aporte a esta modernización ha sido reconocidamente «generoso»- no son ni aproximadamente tan desfavorables como las que se podrían hacer con sus prin-cipales indicadores económicos y sociales.

El imbalance entre la fuerza efectiva de los individuos y los medios de

control social del Estado es hoy abismal, fuera de toda comparación posible con cualquier época anterior. Hasta el siglo pasado, la ecuación «cada hombre, un fusil» (o espada, o lo que fuera) representaba un cierto equilibrio potencial de fuerza entre el Estado y los ciudadanos por la eventual capacidad de éstos para resistir y desafiar las arbitrariedades que se cometieran desde aquél. Hoy día todo eso se observa nostálgicamente como parte de una ‘edad de oro’ de la política, en que el poder de resistencia de un pueblo era un contrapeso efectivo contra el abuso de poder del Estado y en que las estructuras obsoletas podían ser transformadas o eliminadas con los mismos recursos con que eran protegidas.

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Pueblo y Estado tenían entonces fuerzas de un peso que podía ser equivalente. Actualmente este equilibrio está totalmente alterado, tanto que se ha ensanchado considerablemente el margen de arbitrio del gobierno y los sectores hegemónicos.

Es claro que aún existen formas y medios de resistencia civil que pueden, en

circunstancias, ser considerablemente efectivos. Pero poco se puede hacer en la actualidad contra la capacidad del Estado si éste moviliza todos sus recursos y los utiliza implacablemente, como ha estado ocurriendo con una frecuencia cada vez más alarmante.

Una pregunta que sigue necesariamente a las observaciones anteriores

sería: ¿por qué se apela cada vez más a las técnicas de control social como un recurso político indispensable para la continuidad de los gobiernos y del orden social capitalista latinoamericano?

En las reflexiones que se han hecho páginas atrás hay algunas claves para

entender la naturaleza y dirección de los procesos y tendencias hacia la aplicación de procedimientos crecientemente coercitivos, tanto a los sectores de oposición como a los que están fuera del régimen político vigente y contestan el orden social. La suposición que subyace a esta tendencia, esto es, de que las presiones sociales potencialmente disruptivas han estado aumentando en los últimos años, no parece de ninguna manera disparatada. Al contrario, diversos signos, tales como la recurrente apelación a la violencia como una forma habitual de práctica política y la respuesta -cuando no la provocación- también violenta de las fuerzas que defienden el statu quo, la indiferencia frente a los procedimientos políticos más pacíficos como la discusión parlamentaria, la ne-gociación política y las contiendas electorales, parecen indicar que son ya pocos los que confían en las reglas de juego del régimen político democrático, así como en su legitimidad y viabilidad 12.

Tal vez, como algunos han sugerido, la necesidad principal de apelar a un

aparato represivo sea la consecuencia de que el capitalismo subdesarrollado tiene que ser necesariamente «más duro» que sus congéneres desarrollados. No es fácil evaluar una afirmación tan general y vaga en esencia. Sin embargo, parecería no carecer de asidero al menos en lo que se refiere a la naturaleza de los estilos de crecimiento económico actualmente en boga en la región, cuya puesta en práctica es una fuente considerable de tensiones sociales. Si se pudiera resumir en un esquema fundamental lo que hay de esencial en ellos, habría que señalar que lo que resulta más notable son los esfuerzos para resucitar las fórmulas capitalistas decimonónicas: deprimir los salarios hasta los límites de subsistencia si fuera posible, elevar los precios tanto como se pueda, crear oportu-nidades especulativas y concentradoras mediante los shocks inflacionarios, estimular la producción de algunos rubros de exportación mientras que al mismo tiempo se organiza un pequeño mercado interno, variado y sofisticado, para los grupos sociales de cúpula. La ilusión de un «milagro económico» que recorre este modelo se basa en la atracción de capital extranjero con el principal

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estímulo de una mano de obra tan barata como sea posible. Un atractivo adicional es el de un orden público estable y de una clase obrera tan desarticulada que posea escasa o nula capacidad de negociación y presión para mejorar sus salarios y condiciones de trabajo.

Si años atrás el modelo de referencia podía ser la economía inglesa en la

época de apogeo del Imperio británico, en la actualidad se piensa en modelos más modestos y no faltan grupos dirigentes que se conformarían con reproducir las condiciones de funcionamiento de la economía de Singapur, Taiwan, Hong Kong, Filipinas, Puerto Rico o Corea del Sur.

Estos estilos de crecimiento económico producen muy fuertes tensiones

sociales porque se basan en la acentuación de las diferencias internas en materia de ocupaciones, ingresos, educación y otros servicios sociales, así como en una abismal diversidad en la abundancia de los bienes de consumo y la calidad de los niveles de vida de las distintas capas sociales. Estas distancias sociales tan pronunciadas son muy difíciles de mantener en el largo plazo, pero mientras persisten en condiciones de subdesarrollo económico son fuentes de conflictos que no pueden ser absorbidos con los medios normales de una sociedad subdesarrollada. Una mayor coerción se convierte entonces en el último recurso, y a él se acude como a una «tabla de salvación».

La idea de una situación general de carácter represivo encuentra una base

amplia en estos antecedentes e incluye una variedad de aspectos, que van desde la «congelación» regional de la revolución social y la modificación del papel tradicional de las fuerzas armadas, convertidas ahora en guardianes tutelares del orden social «occidental y cristiano», hasta las formas más sutiles de acción psicológica y penetración cultural, que reducen o distorsionan los procesos de toma de conciencia y racionalidad política en los sectores populares emergentes, antes de que se constituyan en efectivas fuerzas sociales y políticas.

En términos más concretos, y como fue sugerido antes, en el predominio de

la situación represiva se refleja un imbalance social considerable, que es el producto de la disparidad entre la capacidad del aparato de control social del Estado y la fuerza de los grupos y sectores sociales que se oponen al gobierno o desafían el orden social y proponen alternativas de cambio. En otras palabras: el surgimiento espontáneo de nuevas fuerzas sociales no encuadradas por el régimen político, y que pugnan por moverse en direcciones peligrosas y alarmantes para los grupos comprometidos con el mantenimiento del statu quo, está siendo contrarrestada por un incremento mucho más que proporcional de la eficacia estratégica de las técnicas sociales represivas, tanto que es preciso destacar que en la última década se ha contenido a casi todos los movimientos contestatarios, pacíficos o violentos, y aun a las oposiciones desafiantes encarnadas por nuevos grupos políticos 23.

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La decadencia del populismo puede atribuirse, y con razón, a muchos factores, pero cualquier enumeración sería incompleta si no se mencionara la creciente reluctancia y sensación de amenaza con que ahora se observa la animación de la movilización social y las retóricas transformistas. En verdad, el populismo ha dejado de ser un medio eficiente de control social porque su recurso principal para estabilizar el orden social, que era la manipulación de las masas, corre riesgos de ser desbordado en circunstancias sociales bastante distintas. Las formas modernas de control social son más efectivas que el populismo, con la ventaja de que se puede contener a las masas sin hacer demasiadas concesiones y con costos económicos probablemente más bajos’. La alternativa de una apertura social hacia formas más inclusivas de participación popular en la riqueza, el ingreso y el poder, más allá de ciertos límites próximos, requeriría una modificación sustancial del esquema hegemónico y de sus objetivos fundamentales, todo lo cual parece difícilmente conciliable con los estilos políticos en boga y aceptable para los intereses vinculados con la defensa del statu quo. De la confrontación de estas dos fuentes de tensión y conflicto, no menos que de la necesidad de evitar una apertura social, que en el mejor de los casos sería considerada prematura, es precisamente de donde surge lo que más adelante se denomina el paradigma autoritario.

12. LOS MECANISMOS DEFENSIVOS Y AUTOJUSTIFICATORIOS DE LOS ESTILOS AUTORITARIOS

Tomando apoyo en ideas que circulan aquí y allá se puede señalar que

los estilos autoritarios modernos’ se autojustifican apelando a varias situaciones que se presentan como una amenaza efectiva contra el orden social dominante, lo que provoca estados de aprensión social y de paranoia omnipotente entre las «clases amenazadas». Típicamente, los fundamentales son los que se indican a continuación.

En primer lugar se menciona la existencia de un enemigo externo, que

puede ser tanto una amenaza internacional colectiva como un cerco ideológico, el temor a una guerra inminente o la convicción en la declinación cercana de la civilización industrial. Cualquiera que sea la forma que adopte, acaso su impacto más importante sea el refuerzo de la cohesión social interna reduciendo la distancia y las tensiones entre grupos objetivamente antagónicos y morigerando, por tanto, sus motivos de lucha interna.

Un segundo factor tiene que ver con la confabulación interna, en la que

puede participar un conglomerado de grupos, instituciones e ideologías, todos más o menos amenazantes: los marxistas, los políticos, los agitadores profesionales, la lucha de clases, los estudiantes, los obreros, los marginados, el poder sindical, los partidos políticos y otros. Cualquiera de ellos o todos pueden atentar contra la seguridad nacional y contribuir a la creación de obstáculos premeditados para el «gran proyecto de desarrollo nacional», que suele ser el objetivo proclamado del

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gobierno y de cuya satisfactoria realización dependen el futuro de la nación y la felicidad de sus habitantes.

El último suele ser una concepción trascendente del futuro histórico del

país, algo así como un «destino manifiesto» de grandeza nacional, el ideal de un gran porvenir para una gran patria, que sea reconocida como una nación que pesa efectivamente en el concierto regional e internacional y en la defensa de la civilización a que pertenece.

En suma, se parte del presupuesto de que el gran proyecto nacional

modernizante ha sido y está siendo interferido en sus posibilidades de realización por el «cerco externo», que en colusión con el «enemigo interno» intenta destruir la nacionalidad y los «fundamentos esenciales de su modo de ser histórico».

Con una explicable diversidad circunstancial, estos mecanismos defensivos

están presentes en una cantidad de expresiones recientes de autojustificación cuando se exponen proyectos o medidas de reorganización política dentro de los lineamientos aquí bosquejados. Este contexto ideológico y psicosocial se ha convertido en el punto de partida de varios regímenes autoritarios latinoamericanos de constitución reciente.

Cuando se va al fondo del problema se encuentra que los recientes estilos

políticos autoritarios se afirman en la convicción de que sólo con un vigoroso aparato autoritario centrado en el Estado y usado implacablemente es posible evitar el derrumbe del orden social y del Estado mismo como forma vigente de dominación. De la misma manera se considera que la sociedad no podrá ser estabilizada ni legitimada consensualmente mientras no se logre cierto nivel de desarrollo económico y bienestar social26.

La idea de que el desarrollo trae inevitablemente consigo la conmoción

social es una vieja aprensión que ya estaba presente en las actitudes antidesarrollistas de las oligarquías, que suponían, acaso con razón, que al final de cuentas el desarrollo sería su sepultura. Era obvio, pues, que no desearan ser sus propios sepultureros. El argumento ha tomado ahora una fisionomía levemente diferente. Como antes, el peligro que se advierte tiene que ver con los efectos sociales y políticos disruptivos atribuidos al crecimiento económico rápido, pero lo que preocupa más específicamente son los incrementos de la racionalidad objetiva de las demandas populares y su orientación política, que trae consigo la modernización social que sigue necesariamente al proceso de crecimiento económico y a la expansión educacional, entre otros.

El objetivo fundamental de los medios modernos de control social es la ruptura

de los nexos entre estos procesos, o sea, que trata de conseguir el crecimiento económico rápido sin provocar concomitantemente la movilización política de los sectores no participantes, evitando así el crecimiento descontrolado de sus

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presiones. Las fórmulas concretas son varias, pero todas coincidentes en sus metas. En verdad, es un efecto difícil de lograr, pero que la realidad presente de la región está mostrando que no es imposible si se dispone y usa de los recursos necesarios. La movilización reactiva que deriva de estados de aprensión provocados entre los sectores presuntamente amenazados está probando ser un recurso eficaz para estrechar filas apoyando los estilos autoritarios.

Como los riesgos son altos, una línea alternativa de soluciones podría ser la de

intentar no promover el crecimiento de la economía, puesto que así serían inevitables sus indeseables efectos secundarios. La experiencia política de varios países ha probado más bien lo contrario, ya que la inercia económica ha tenido altos costos políticos para el statu quo. Los países estancados y atrasados de la re-gión no han carecido, en efecto, de situaciones de tensión social, lo que demuestra, una vez más, que el crecimiento económico tiene poco que ver con la movilización política. Aunque distinto en su género, el ejercicio autoritario del poder se ha convertido en un expediente indispensable, ya que en ambos casos el equilibrio y la continuidad política se han conseguido invariablemente mediante dosis crecien-tes de coerción, que se disimula a menudo como un consenso apático o que se hunde en la psiquis colectiva como un temor internalizado que paraliza la expresión política.

Cuando la coerción es severa y cruenta no solamente desmoviliza, sino que

aplasta las pretensiones políticas y la creatividad del pueblo. El problema es en todo caso de dosificación de las técnicas sociales, cuya eficacia actual excede con mucho lo que era posible unas décadas atrás en materia de efectos coercitivos. Ahora, y con su auxilio, parece ser posible conseguir los resultados, largamente anhelados por los sectores dominantes, de neutralizar las presiones políticas y de confinar la pugna por el poder dentro de los círculos donde ella es admitida. 13. EL PARADIGMA DEL ESTILO DESARROLLISTA AUTORITARIO

De una manera más bien esquemática y abstracta se intentarán

seguidamente esbozar las tendencias predominantes de los modelos políticos que se están promoviendo en la región. Se trata de identificar los elementos que están confluyendo hacia la constitución de regímenes políticos que ponen en práctica el estilo desarrollista autoritario. Este modelo, que es principalmente conceptual y ,cuya confirmación en la realidad social es todavía incipiente, ha sido construido por eso mismo de una manera deliberadamente inestructurada. En verdad, todavía no se ha avanzado suficientemente, sea en su formulación intelectual, sea en su puesta en práctica, como para que sea posible dar justificadamente una versión más acabada y pulida del mismo. En efecto, ha sido mayor el progreso en la expresión de los ideales profesados y los requerimientos

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formales y jurídicos del estilo que en su articulación concreta como sistema institucional.

Sin embargo, estos movimientos todavía imprecisos hacia lo real siguen

direcciones que convergen en cuanto comparten una preocupación y un objetivo fundamentales, que se pueden describir de esta manera: a partir de un diagnóstico de la presente coyuntura histórica, considerada como una amenaza contra el orden social vigente, se intenta superar sus riesgos y su sesgo desfavorable mediante una estrategia de crecimiento económico y reordenamiento social que procura la preservación del sistema capitalista, concebido a su vez como un aporte esencial de la seguridad nacional. De ahí la reiterada vocación de los centros de poder por «reorganizar», «reestructurar», «restablecer» o «refundar» las instituciones políticas del Estado, de acuerdo con cierta interpretación de las tradiciones nacionales, lo que ocurre al mismo tiempo que retóricamente se habla de una «nueva república» o de un «país nuevo» sostenido por la «unión nacional» y superando las diferencias de intereses de grupos y clases sociales. De manera que la voluntad política se proyecta en un sentido restaurador, volviendo los ojos al pasado e idealizando algunas épocas históricas en que gobiernos fuertes hicieron funcionar a la sociedad con orden y disciplina, imponiendo el respeto a la autoridad y a la propiedad, considerados todos ellos como los pilares de un orden social justo. La preocupación de los constitucionalistas actuales radica precisamente en lograr fórmulas jurídicas y políticas capaces de asegurar su supervivencia y de evitar, consiguientemente, que sean barridos por los temidos «cambios estructurales».

La ilusión de lograr una «democracia autoritaria, protegida y tecnificada»

parece haberse convertido en una obsesión dominante entre ellos. A nadie se le escapa que esta «utopía restauradora» presenta serias dificultades en cuanto se la convierte en proyecto político nacional que se intenta poner en práctica, puesto que por su naturaleza esencialmente inequitativa parece difícil que pueda afirmarse sobre una amplia base de consenso social y que por ello deba tener que apelar a unas dosis considerables de coerción, que la tornarán social y políticamente inviable en poco tiempo. El curso histórico se mueve indudablemente en otras direcciones, y estos empeños por detenerlo o desviarlo, aunque sean circunstancialmente efectivos, bien pueden resultar estériles en el largo plazo.

A partir de este foco central de orientaciones, intereses y preocupaciones

convergentes, es posible atribuir una cierta unidad al conjunto de elementos identificados, pues si no fuera así no tendría otro carácter que el de un inven-tario inarticulado. Aunque los elementos que se ofrecen más adelante no son, por tanto, otra cosa que los indicios fragmentarios que están disponibles en la realidad en este momento, ellos adquieren, sin embargo, cierto sentido como totalidad cuando se los proyecta con un efecto de contraste sobre el patrón analítico que se acaba de sugerir.

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Como última observación, es preciso señalar que los rasgos del estilo están expresados tal como ellos aparecen manifiestos o subyacen en diversas fuentes objetivas, sean documentos, publicaciones o declaraciones políticas recientes (1976) de varios países de la región.

Unidad política. Estado y gobierno tienden a confundirse en una imagen

comprensiva, negándosele implícitamente a éste el carácter de variable de aquél. El Estadogobierno representa a la nación y a sus intereses generales y se ocupa de las decisiones importantes para el bien común nacional; o sea, de definir las reglas básicas del juego político y las oportunidades económicas, así como de pre-servar el derecho de propiedad y el funcionamiento del mercado. El Estado queda colocado de hecho o de derecho bajo la tutela militar, que garantiza la preservación de su presente forma institucional y social. La política general y la estrategia de desarrollo quedan fuera del debate público admitido y reservadas a las decisiones de los círculos internos del poder. En materia dé interés más específico y de menor trascendencia se estimula la descentralización de la toma de decisiones hacia unidades políticas regionales y autoridades locales. En este caso, la participación directa y local es lo que parece recomendable, porque de ese modo las actividades laborales, vecinales y sociales confluyen directamente sobre los problemas prácticos, sin connotaciones ideológicas. Así se ofrecen a los individuos posibilidades para actuar motivados por sus intereses particulares y profesionales y por los de su región o localidad. El interés individual y grupal por los problemas locales y sectoriales es considerado legítimo y conveniente mientras no trasciendan del nivel técnico. No es así, en cambio, en lo que se refiere a la participación ciudadana estructurada, que concierne a decisiones sobre política general a escala nacional, estrategias globales de desarrollo y seguridad nacional, y aún menos a la participación legítima en la lucha política por el control del Estado. Sin embargo, existen ciertas preocupaciones por encontrar nuevas fórmulas de articulación política de la ciudadanía, aunque para propósitos políticamente limitados que no pongan en cuestión la supremacía y autonomía del Estado-gobierno.

Jerarquización y concentración del poder. El ideal de este esquema de poder

consiste en un Estado fuertemente autoritario en la cúspide de una sociedad regida por el orden y la disciplina. Se admite la necesidad de una des-centralización mediante delegaciones escalonadas, específicas y limitadas de poder hacia abajo, esto es, hacia las unidades regionales (provincias, estados, departamentos, municipios) y asociaciones sociales de base que representan intereses particulares (gremiales, profesionales, deportivos, culturales), siempre que haya muy débiles conexiones horizontales en cuanto a la federación de sus intereses comunes y recíprocos. En general, se evita y controla la formación de redes o coaliciones que hagan posible la acumulación de poder en las unidades sociales primarias o de base. Sin exagerar mucho, se podría decir que la des-agregación de estas unidades es tal, que se las coloca en un estado de relativa atomización política. En cambio, es fuerte la concentración de poder y los controles que se movilizan a través de las conexiones verticales, que funcionan

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principalmente en la dirección descendente antes indicada. Al contrario, el movimiento inverso, de abajo hacia arriba, desde las bases sociales hasta alcanzar la cúpula donde están los centros principales de decisión del Estado y la sociedad, es débil e inestructurado. Fundamentalmente opera como canal de transmisión de información, pero no constituye una vía significativa de representación y expresión del poder de las bases sociales, especialmente para propósitos que conciernan al interés general de la sociedad. Empero, el poder que se concentra en el Estado mediante esta estructura vertical tiene apoyo en una jerarquización paralela de los órdenes sociales institucionalizados, que están a su vez dominados por grandes unidades profesionales estrechamente vinculadas al Estado por medio de la corporativización de hecho del régimen político, donde además gravitan considerablemente las grandes empresas nacionales y extranjeras.

Régimen de representación política. La eliminación del profesionalismo político

y del sistema de partidos tiende a evitar la «hipertrofia» política y la «partidocracia», o sea, lo que se denomina el gobierno abusivo de las directivas partidarias. Las relaciones entre el Estado y los intereses profesionales, sectoriales o regionales debe realizarse a través de sus organizaciones sociales específicas, o sea, sin intermediaciones políticas. La «democracia autoritaria» directa excluye, consiguientemente, la mediación política y elimina al político clásico, que es un agitador profesional o, en el mejor de los casos, un parásito innocuo e innecesario. Cabe, por tanto, fortalecer el «poder social» (asociaciones de intereses específicos, gremios profesionales, agrupaciones vecinales, clubs deportivos, entre otros) y su integración al régimen político sobre la base de la articulación y representación corporativa de este tipo de asociaciones no políticas representativas de intereses segmentados. La consulta electoral, cuando existe, tiene alcance limitado debido a las restricciones establecidas para evitar la estructuración autónoma de opciones políticas alternativas que trasciendan el marco de la legitimidad vigente. Ultimamente se ha estado generalizando la fórmula que atribuye al titular del ejecutivo nacional un mandato político que no procede directamente del sufragio popular, sino de una elección indirecta o de un cuerpo de notables cooptados que ha sido especialmente instituido para esa función. En algunos casos, las elecciones que están siendo programadas reducen la participación política a los «partidos tradicionales», reservando a las fuerzas armadas un poder de veto sobre el o los candidatos. En otras, el cuerpo electoral real no está constituido por el pueblo o la ciudadanía, sino por los poderes tutelares del Estado (una junta militar, el cuerpo de jefes superiores de las fuerzas armadas, etc.). Recientes cambios constitucionales han comenzado a institucionalizar la «democracia autoritaria», con poderes presidenciales fuertemente concentrados y regímenes de excepción de las libertades públicas que pueden ser impuestos a su solo arbitrio.

Integración social y seguridad nacional. El mantenimiento del orden social en

una situación de conmoción interna y de amenaza externa requiere de recursos y medidas especiales. Para el logro de este objetivo es menester evitar el debate inútil, porque de otro modo, y en medio de una coyuntura crítica, se podría

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caer fácilmente en las debilidades populistas y la tentación demagógica. Desde luego, la más alta prioridad se encuentra puesta en la seguridad nacional, que, consiguientemente, exige un alto grado de confianza en las fuerzas armadas, porque ellas son la última garantía de la continuidad histórica de la nación y de los valores fundamentales de la patria.

Desarrollismo. La seguridad nacional y el desarrollo económico son los dos

objetivos interrelacionados, básicos y fundamentales, de este estilo político. Veamos cómo son concebidos. Entre las finalidades esenciales del crecimiento económico se destacan el incremento del poder del Estado para asegurar la continuidad del modo de vida occidental y cristiano y la integridad de la nación. El desarrollismo autoritario adquiere así un carácter instrumental en cuanto contribuye principalmente a conservar el perfil histórico, espacial y político del ser nacional. Esta finalidad se torna especialmente significativa en momentos en que -de acuerdo con esta concepción- se han diversificado las formas de agresión interna y externa. De ahí que la seguridad nacional sea entendida en un doble plano: militar e ideológico, ya que mantiene su responsabilidad de la defensa de las fronteras nacionales, pero para eso debe operar también sobre la conciencia política y la moral de la población. Por tanto, seguridad nacional y desarrollo económico son mutuamente interdependientes, aunque asimétricamente relacionados, porque este último está puesto al servicio de aquélla.

Un nuevo estilo de capitalismo periférico. La resistencia proveniente del

«nacionalismo oficial» a la vinculación con el capital extranjero ha tendido a desaparecer rápidamente en los regímenes autoritarios de nuevo cuño. Poco queda ya de las demandas de un capitalismo autóctono basado en la defensa de la empresa nacional frente al empuje avasallador de las grandes corporaciones transnacionales. En cambio, han progresado considerablemente las ideas, que ya no advierten una oposición tajante entre empresa nacional y extranjera y que, por el contrario, propician entusiásticamente una asociación creciente entre ambas como un modo de asegurar la mayor y mejor provisión de capital y tecnología tanto como el acceso a los mercados internacionales controlados por las corporaciones transnacionales. Lo que antes era posición vergonzante, ahora se ha convertido en profesión de fe públicamente declarada. Las políticas económicas en boga han asumido esta apertura como un hecho fundamental para los nuevos estilos de desarrollo que están promoviendo. Esto se pone de relieve, además, en la actitud más condescendiente y favorable que observan los poderes del Estado, pues en función del llamado «principio de subsidiariedad» coadyuvan a la profundización de esta vinculación. Esta asociación creciente, con la consiguiente penetración del capital extranjero en el mercado interno y en las exportaciones no tradicionales, está teniendo asimismo una influencia considerable en la formación y orientación ideológica de las coaliciones dominantes y en las características autoritarias de muchos de los estilos políticos que han surgido en la región en los últimos años.

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Tecnocratismo. El Estado debe apoyarse en un sólido aporte técnico, cuya función es dar fundamento racional y científico a las decisiones políticas del gobierno. Se ha afirmado que «la época de los slogans políticos podría superarse si prevalece la palabra de los que detentan un acervo de conocimientos técnicos sólidos y si ella fuera recogida por las autoridades que han de velar por el bien común». «En una época en que los problemas son de índole cada vez más técnica que ideológica, la función cooperadora de lo técnico aparece como una alternativa necesaria», sobre todo cuando se observa la progresiva «decadencia de la democracia electoral contemporánea» y cuando los avances científicos y tecnológicos «hacen del gobierno una cosa técnica». En la actualidad se puede contar con esta «nueva y vital forma del poder social» radicada en la fuerza del conocimiento técnico, que hace obsoleto lo político y, por ende, el debate público de los problemas nacionales.

Antiintelectualismo. Como los intelectuales se caracterizan por su «afán de

construir ‘modelos’ y hacer innovaciones sociales», esto debe ser reemplazado por un «espíritu de sensatez» y de «verdadero estímulo al trabajo» disciplinado y duro. Los intelectuales, como los políticos, son los arquetipos de grupos disfuncionales para un Estado tecnocrático, que requiere la unidad del pueblo en lugar de la lucha de clases y la coincidencia de opiniones y esfuerzos en vez de la discrepancia estéril y paralizante. 14. UN BOSQUEJO DE PREOCUPACIONES FINALES

Después de esta vista a vuelo de pájaro sobre el sentido y la dirección de

las tendencias políticas recientes en relación con las nuevas estrategias desarrollistas, en que se ha tratado de sistematizar algunas observaciones sobre la corriente principal de los acontecimientos históricos contemporáneos, resulta difícil hacer un balance y extraer conclusiones que puedan servir para apuntalar alguna proyección prospectiva. En realidad, no ha sido ésa la intención de este trabajo, como no lo ha sido tampoco la de justificar lo que parece estar ocurriendo. Sin embargo, no tendría sentido dejar abierto el problema sin apuntar algunas observaciones finales, que más bien tratarán de ser algo así como un bosquejo de nuestras preocupaciones sobre los rumbos y límites del proceso que se ha presentado páginas atrás, que ojalá sirvan para esclarecer su naturaleza y, no menos, para contribuir al debate intelectual sobre un asunto tan crucial para el presente y futuro latinoamericano.

Mirando hacia el futuro se puede decir que hay dos posiciones muy

contrapuestas en relación con estos problemas, que mencionaremos sumariamente. La primera afirma que lo que ocurre es parte nada menos que de una tendencia de largo plazo hacia una sociedad más represiva que concluirá en una especie de «1984», en que un «mundo feliz» cobrará finalmente realidad27. A esta visión catastrofista del futuro, ahora fuertemente condimentada con elementos neomaltusianos y la amplia aceptación de la posibilidad de un holocausto atómico

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o de una hecatombe ecológica cercanas, se opone otra perspectiva de corte casi «panglossiano», en que se supone que las presentes tendencias autoritarias son transitorias y que serán fácilmente superadas por otras más permisivas y equitativas, cuando se logren niveles más elevados de crecimiento económico y un take-off autosostenido que dinamice la economía hacia un horizonte expansivo y sin crisis, en que la meta sea un capitalismo de bienestar o consumista al estilo de los países centrales.

Prestemos atención a esta última proposición. De comienzo señalemos que los

datos recientes no parecen confirmar esta predicción, porque, no obstante toda la evidente y a menudo sincera preocupación de los círculos internacionales por las «estrategias y enfoques unificados» del desarrollo, el hecho dramático es que tal vez nunca antes se logró desvincular tanto el crecimiento económico del desarrollo social como ha estado ocurriendo en América Latina en la última década. En efecto, es ahora evidente que el considerable aumento de la producción económica ha sido seguido casi fielmente por un deterioro relativo (cuando no absoluto) en los niveles de empleo, consumo y bienestar de la gran mayoría de la población. La pobreza es el tema de moda en los círculos internacionales. Quizá se podría agregar sin exageración que en algunos países regionales de alto crecimiento del producto ha habido una relación inversa entre sus tasas de crecimiento económico y los indicadores sociales de bienestar de las masas. Algo semejante se podría señalar con respecto a la represión en los términos que fue descrita anteriormente. En estas circunstancias, cabe todavía la posibilidad de desplazar la esperanza hacia el futuro de largo plazo, pero, como alguna vez dijo Keynes, «en el largo plazo estaremos muertos». Porque este desplazamiento temporal de las expectativas bien puede llevar a tomar seriamente en cuenta la proposición catastrofista, que es evidentemente antitética con la segunda.

Una segunda observación se refiere al economicismo flagrante que subyace a

toda la proposición anterior. En última instancia, los problemas políticos y los males sociales del presente serán aparentemente resueltos o mitigados por la mayor producción económica; o sea, su solución dependerá de medios técnicos y del desarrollo de las fuerzas productivas. En momentos en que se oyen influyentes voces que recomiendan «congelar» la producción mundial para evitar la débácle demográfico-ecológica, la esperanza de largo plazo puesta exclusivamente en la expansión económica parece una peligrosa apuesta, que en todo caso no deja de ser una maniobra para la preservación del statu quo. Pero hay otro aspecto más ideológico en esta posición economicista, que vale la pena mencionar aunque sea rápidamente. Lo que se recomienda en realidad con esa proposición es olvidarse de la política y «dejar que la economía lo haga todo». Esto no deja de tener alguna similitud con cierta parábola oriental en que se propone sentarse a la puerta de la casa para esperar el cortejo fúnebre del enemigo. De donde la tradición apoyaría metafóricamente una conveniente postura tecnocrática sobre la «muerte de la política» y el «fin de las ideologías».

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Personalmente me inclino a creer que el presente estilo autoritario será transitorio, como lo es todo en la historia; pero discrepo con los que piensan (y desean) que los dinamismos que lo lleven a la tumba sean de naturaleza exclu-sivamente económica. No sé bien lo que vendrá después, pero no quiero terminar sin dejar esbozadas algunas breves pero inquietantes cuestiones, de cuya respuesta dependerá el curso del futuro.

¿Cuál será, en el largo plazo, el destino de un régimen político que tiene

que tornarse predominantemente coercitivo para asegurar la continuidad de un orden social que no genera suficiente consenso para sostenerse sobre sus pies ni asegura una solución satisfactoria a los problemas del desarrollo humano?

¿La conquista de la continuidad de las situaciones privilegiadas y la

conservación del orden social podrán conseguirse al costo de una represión y alienación crecientes? ¿La capacidad humana de problematizar, y aun de cues-tionar la justicia del orden social, podrá ser contenida ad eternum, sobre todo cuando el régimen político se torna opresivo? ¿Cuál será el impacto de medio y largo plazo del «retorno a las ideologías» y del resurgimiento de las preocupaciones sociales fundamentalistas que están reapareciendo vigorosamente en las nuevas generaciones? ¿Podrá continuar políticamente inerte e ideológicamente alienada la mayoría de la población de los países periféricos cuando participa crecientemente en sociedades cada vez más diversificadas y objetivamente racionalizadas? La actual tendencia hacia la concentración económica, ¿continuará indefinidamente, y con qué consecuencias? ¿Qué cursos y efectos tendrá la presente satelización económica, social y política de los países capitalistas periféricos del Tercer Mundo y de América Latina? ¿Cómo se afrontarán los retos del futuro próximo y cuál será la capacidad para llevar a cabo las profundas transformaciones sociales y políticas que se requerirán ineludiblemente para afrontar el largo plazo? ¿Cómo harán los nuevos dueños del poder para sobrellevar las responsabilidades del gobierno sin discrepar con respecto a alternativas políticas y sin ser arrastrados por las contradicciones internas que objetivamente los dividen y enfrentan?

Nada asegura que la paz reinará con el orden impuesto coercitivamente ni

con la disciplina social totalitaria, y que el curso de los acontecimientos significará una marcha ordenada hacia el progreso humano. Pienso que las disyuntivas anteriores serán difíciles de resolver. La persistencia del presente estilo autoritario depende de circunstancias que están esencialmente fuera de su control y que en general operan en contra suya. Por eso mismo lo considero un anacronismo histórico, que tarde o temprano sucumbirá arrastrado por nuevos acontecimientos y fuerzas sociales que no podrá evitar.

Ahí están todavía frescos los casos del Portugal de Salazar y de la España

de Franco, que revelan inequívocamente qué vanos son los esfuerzos para hacer sedimentar arcaicos regímenes autoritarios convertidos en retornos nostálgicos a un pasado ya definitivamente superado. Acaso valga también la misma reflexión

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cuando se trata de reinstalar mecanismos democráticos formales y de imple-mentar políticas de parches, sin antes resolver los problemas básicos y las contradicciones sociales fundamentales que contribuyeron a engendrar la presente ola de regímenes autoritarios cautelares de un orden económico y social, que muy probablemente enfrenta ya los síntomas de su irreversible ocaso histórico.

Notas (Capítulo II) 1 El Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas ha tenido aparentemente esta función, claramente evidente en su constitución, atribuciones y especialmente en el derecho de veto conferido a las grandes potencias que triunfaron en la última guerra mundial. 2 A principios de 1961 esta hegemonía total sería frontalmente puesta en cuestión cuando Cuba se adhirió al marxismo-leninismo y le alió con la Unión Soviética, quebrando así el monopolio capitalista y la unidad estratégica de la región. 3 Más adelante se dirá algo más sistemático sobre los contrasentidos y equívocos que subyacen a algunas formulaciones corrientes sobre las relaciones entre democracia y capitalismo. 4 Para evitar confusiones de sentido cabe dejar constancia de que la expresión «desarrollista» carece de otras connotaciones que no sean las de una expresión puramente descriptiva, que denota básicamente el punto de vista de que sin crecimiento de la producción económica no habrá solución para diversos «problemas sociales», que tanto pueden ser el bienestar popular, la equidad social, como la seguridad nacional. Justamente, a lo largo del período estudiado nunca desaparece o disminuye la importancia central del crecimiento económico; lo que en cambio se debate es cómo crecer y cuáles serán sus efectos sociales y políticos derivados. 5 «Quienes en la generación anterior se interesaban en los problemas concretos de la economía y en sus derivaciones sociales, solían poner el acento en las medidas de orden redistributivo para mejorar la precaria situación de las masas. Ahora se tiende cada vez más a concentrar la atención en la aptitud de un sistema econ6mico -y del medio institucional en que funciona- para aumentar sin demoras el ingreso por habitante y lograr su distribución más equitativa. En realidad, la validez de un sistema tiende a juzgarse por su capacidad de crecimiento» (R. Prebisch, La cooperación internacional en la política de desarrollo latinoamericana, Santiago de Chile, CEPAL, 1973, p. 12; este trabajo fue editado originalmente en septiembre de 1954).

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6 Entre muchas fuentes bibliográficas, pueden consultarse como esenciales: CEPAL, El pensamiento de CEPAL (Santiago de Chile, Editorial Universitaria, Colección Tiempo Latinoamericano, 1969), passim, que contiene fragmentos ordenados de sus principales documentos iniciales. Más recientemente, los trabajos fundamentales de Raúl Prebisch, José Medina Echavarrfa y otros fueron reeditados en 1973, en la Serie Conmemorativa del XXV Aniversario de la CEPAL (Santiago de Chile, CEPAL, 1973). Por último, cabe citar el importante libro de Octavio Rodríguez La teoría del subdesarrollo de CEPAL (México, Siglo XXI, 1980). 7 En otras palabras: la posición fundamental de la CEPAL consistía en la afirmación del crecimiento productivo tanto como necesidad social cuanto como exigencia económica, en circunstancias internacionales que lo tornaban un recurso indispensable para superar el estrangulamiento comercial y financiero externo, superar la brecha tecnológica y lograr una distribución más equitativa del producto social. Las vías propuestas para alcanzar estos objetivos generales fueron la industrialización, la racionalización económica en la asignación de recursos sociales y en el logro de más altos niveles de productividad y la capitalización nacional. Desde los primeros trabajos de la CEPAL se observa su preocupación por dos asuntos que ya eran percibidos como «problemas» y que lo serían aún más años después: las tendencias consumistas asociadas con la concentración del ingreso y una actitud crítica hacia la penetración indiscriminada del capital extranjero y la dependencia tecnológica. 8 El «desarrollismo» ha sido el núcleo ideológico de varios momentos y lugares de la política latinoamericana. Ha estado presente en algunos movimientos populistas con regímenes políticos democráticos, como, por ejemplo, en las presidencias de’ Frondizi en Argentina y Kubitschek en Brasil, quienes hacia fines de los años cincuenta ascendieron al poder apoyados, el primero, por el «peronismo», mientras que el segundo lo fue por el «varguismo». Más recientemente, los desarrollismos han perdido su carácter de movimientos con apelación de masas, inclinándose cada vez más a la aceptación de la «solución autoritaria», robusteciéndose sus orientaciones tecnocráticas. 9 El refinamiento del petróleo y la instalación de industrias siderúrgicas y petroquímicas fueron, entre otros, algunos de los ejemplos más conocidos de la tenaz resistencia que se opuso a la industrialización latinoamericana en estos y otros rubros. Sin embargo, estas oposiciones serían superadas años más tarde, cuando se celebraron acuerdos generalizados con‘ las corporaciones transnacionales, que levantaron sus vetos y’ participaron en las actividades anteriormente proscritas. 10 Más adelante se retorna a este problema con relación a las experiencias integracionistas latinoamericanas

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11 La literatura sobre estos problemas es abundante y muy conocida, por lo que nos sentimos eximidos de entrar en detalles. Basta recordar algunos de los clásicos de este planteamiento: Rostow, Almond y Coleman, Verba y, especialmente, S. M. Lipset, El hombre político, Buenos Aires, Eudeba, 1963 (original inglés de 1960), cap. II. 12 Véase, por ejemplo, esta interpretación en el conocido libro de W. W. Rostow, The Stages of Growth, Cambridge (Inglaterra), Cambridge University Press, 1960, cap. 10, quien traza ese paralelo futurista en el capítulo citado. 13 El predicamento de las concepciones dualistas está lejos de haberse esfumado, pues en la actualidad reaparecen cubiertas con los ropajes más inesperados. 14 Puede verse al respecto J. Graciarena, Poder y clases sociales en el desarrollo de América Latina, Buenos Aires, Paidós, 1967, cap. III, pp. 82 ss. 15 Naciones Unidas, Estudio económico de América Latina, 1956, México, CEPAL, 1957, pp. 3-5. 16 C. Furtado, Subdesarrollo y estancamiento en América Latina, Buenos Aires, Eudeba, 1966. Citando a la CEPAL como fuente, este autor da los siguientes datos: «La renta real per capita en América Latina, en su conjunto, a partir de 1950, comportó así: 1950-55, 2,2 por 100; 1955-60, 1,4 por 100; 1960-63, 0,4 por 100.» Véase nota 1 de la p. 58. 17 La declaración aprobada en Punta del Este coincidía en muchos aspectos fundamentales con los programas de partidos y movimientos políticos latinoamericanos de centro-izquierda, a los que la administración Kennedy estaba proporcionando un fuerte apoyo, tratando así de fortalecer una alternativa viable frente al desafío que significaba el sesgo político cubano. Estas corrientes políticas representaban alianzas entre sectores medios y trabajadores urbanos, que por esos años contaban con un considerable caudal electoral. 18 Entre 1950 y 1970 la densidad poblacional se duplicó, pero aun así la cifra de 13,5 personas por kilómetro cuadrado era baja comparada con otras regiones del mundo. 19 Los problemas derivados de la concentración del ingreso y sus efectos sobre la capitalización nacional y el nivel de la composición del consumo personal ya comenzaron a plantearse en la CEPAL desde el año 1951, en que se manifestó un cierto grado de preocupación por el impacto de la «elevación inflacionaria de las entradas de los grupos de altos ingresos y el crecimiento desmesurado de estos grupos, lo cual trae consigo un fuerte incremento en el consumo superfluo». Cf. R. Prebisch, Problemas teóricos y prácticos del crecimiento económico, Santiago de Chile, CEI’AL, 1973, p. 12. En el fragmento de que

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forma parte esta cita se analiza la importancia del sistema impositivo como medio de redistribución del ingreso. Se hace notar que la edición original de este trabajo data de mayo de 1951. Posteriormente, en un trabajo del mismo autor que fue expuesto en una reunión internacional celebrada en 1960, se expresa: «La política de desarrollo económico, ya lo hemos dicho, significa un esfuerzo deliberado para obrar sobre las fuerzas de la economía a fin de acelerar su crecimiento, no por el crecimiento en sí mismo, sino como medio para lograr un mejoramiento persistente en los grupos sociales de ingresos inferiores y medianos y su participación progresiva en la distribución del ingreso global.» Cf. R. Prebisch, Hacia una dinámica del desarrollo latinoamericano, México, Fondo de Cultura Económica, 1963, pp. 166-167. En varias oportunidades la CEPAL volvió a ocuparse del problema de la distribución del ingreso, incluyendo en los estudios económicos anuales algunos estudios parciales y un informe más amplio sobre cuatro países presentado en su período de sesiones de Caracas (1967). Pero el primer estudio sobre el tema, que comprende a ocho países latinoamericanos, en que se destaca comparativa y retrospectivamente la considerable concentración del ingreso que había en la región con relación a los países capitalistas centrales, fue publicado en 1970. Confróntese CEPAL, La distribución del ingreso en América Latina, Nueva York, Naciones Unidas, 1970; estudios posteriores con datos más recientes han confirmado la continuidad y acentuación de estas tendencias concentradoras, que se producen a expensas principalmente de los sectores populares y de las capas bajas de los sectores medios. Cf. J. Graciarena, «Tipos de concentración del ingreso y estilos políticos en América Latina», en Revista de la CEPAL, núm. 2, año 1976; en este estudio se analizan e interpretan datos de concentración del ingreso de varios países. 20 Naciones Unidas, Desarrollo humano y cambio social en América Latina, Santiago de Chile, Cuadernos de la CEPAL, número 3, año 1975, pp. 37-45; CEPAL, América Latina en el umbral de los años ochenta, Santiago, Naciones Unidas, 1979, cap. II. 21 En un importante mensaje reciente de la CEPAL se dice lo siguiente: «En verdad, muchos latinoamericanos -quizá una mayoría- no alcanzan a apreciar los profundos cambios que han ocurrido en este escenario en los últimos veinticinco años. Las transformaciones han sido sustanciales, tanto en las magnitudes como en la composición estructural. Recordemos algunas cifras representativas. Hacia 1950, el producto total de América Latina (medido en dólares de 1970) alcanzaba a unos 60.000 millones de dólares. En 1974 esa suma se eleva a 220.000 millones, esto es, casi cuatro veces la dimensión de la economía regional de 1950. ¿Qué significa esto? Por un lado, que el producto total del presente es similar a la producción de Europa en 1950, cuando aque-lla región era una de las áreas más industrializadas del mundo y algunos de sus países figuraban entre las principales potencias económicas... Por otra parte, las economías (nacionales) de mayor envergadura en América Latina han logrado ya una dimensión comparable a la de las principales economías europeas en 1950.» En ese mismo período de 1950 a 1974 la producción

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manufacturera creció cinco veces, representando en este último año un 24 por 100 del producto global y un 18 por 100 de las exportaciones. «La producción de vehículos automotores, que era casi insignificante (en 1950), sobrepasa ahora los 1,6 millones de vehículos anuales.» Con variaciones, todas las otras estadísticas (acero, energía, combustibles, textiles y hasta alimentos) confirman la enorme expansión económica que se ha producido. «Todo lo aseverado hasta aquí constituye una palpable evidencia del extraordinario despliegue de las fuerzas productivas de América Latina en el último cuarto de siglo. Sin embargo, no debe creerse que pasamos por alto un aspecto que oscurece -y dramáticamente, sin duda- esos logros y perspectivas. Me refiero al hecho de que una parte importante de la población latinoamericana no ha podido participar en ese proceso, sea como elemento activo de los cambios, sea como beneficiaria de las conquistas que han favo recido a otros grupos. En contraste, los grupos de ingresos altos han estado en situación de reproducir y gozar de patrones de consumo que las naciones industrializadas se demoraron mucho en alcanzar... Es el universo de la pobreza crítica y masiva de los marginados o sumergidos. Es la otra cara de las cifras del... crecimiento. La realidad que angustia la ‘conciencia crítica’ de la región. De los 100 dólares per capita en que aumentó el ingreso promedio por habitante en los años sesenta, tan sólo dos dólares correspondieron a un integrante del 20 por 100 más pobre de la población... Somos hoy algo más de 300 millones de latinoamericanos. De ellos, alrededor de 100 millones viven en condiciones de extrema pobreza, y de esos 100 millones, cerca de 65 están en zonas rurales, marginados de los mercados y carentes de la cultura mínima que les permita vislumbrar las posibilidades de una existencia distinta a la que han vivido por generaciones. Amplios grupos están marginados por razones étnico-culturales y es preciso realizar grandes esfuerzos para integrarlos a la sociedad. Y, por otra parte, los que ingresaron a las ciudades, si bien han recibido algunos de los residuos de la sociedad moderna, están relegados en su mayoría a cordones de miseria que contrastan violentamente con la riqueza de los grandes centros urbanos levantados a lo largo y a lo ancho de nuestra América... Y todo esto no ha ocurrido ciertamente por deficiencia de recursos. América Latina cuenta con los medios humanos y materiales para aliviar en un plazo razonable la pobreza crítica. Pero debemos reconocer que no ha existido la voluntad política para enfrentar con audacia e imaginación una realidad que impide crear las condiciones de solidaridad necesarias para lograr un progreso justo y sostenido.» Exposición del secretario ejecutivo de la CEPAL, Enrique Iglesias, en la Conferencia de Puerto España (Trinidad y Tobago), tal como aparece en Naciones Unidas, América Latina: El nuevo es-cenario regional y mundial, Santiago de Chile, Cuadernos de la CEPAL, núm. 1, 1975, citas de caps. II y III, pp. 18-28 (subrayados agregados). 22 De todas las categorías, porque por más que se repita monótonamente el deseo de contar con más técnicos y científicos naturales, y menos abogados y humanistas, aquéllos suelen encontrar casi tantas dificultades como éstos para conseguir empleos apropiados.

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Notas (Capítulo III) 1 La divisa favorita de Metternich era: «gobernar es ordenar», o sea, diferenciar y jerarquizar. En el vocabulario político contemporáneo, orden y seguridad han pasado a ser términos equivalentes. Por eso ahora el objetivo fundamental es compatibilizar «seguridad con desarrollo», en ese orden. 2 «Con esas ideas-fuerza fue definiéndose el pensamiento de industrialización en América Latina y el pensamiento de las transformaciones del comercio exterior. De esas ideas-fuerza nació en 1951 el movimiento de integración económica de Centroamérica, y en 1959, el de la zona de libre comercio. De esas ideas brotó en 1954 la creación de una institución bancaria interamericana para el desarrollo. De ellas emanó la semilla de la planificación; y en 1964, la de agrupar a países con intereses comunes en producción y comercio de materias primas, que fue el origen de una posición común en la conferencia inicial de la UNCTAD.»’ Empero, «la idea-fuerza de la integración es el mejor ejemplo de lo que la CEPAL ha pesado en el campo político. Los países centroamericanos saben muy bien cómo se inició en esta casa la discusión del problema de la integración y cómo se le alentó... Y lo mismo podríamos decir de los demás esquemas de integración. Frente a aquel mosaico diverso que era la América Latina, la unidad fue formando cuerpo y fue creando los esquemas integracionistas que hoy prevalecen en la región». De la exposición del secretario ejecutivo de la CEPAL, Enrique Iglesias, en la Asamblea de la CEPAL en Quito, 1973. Tomado de Notas sobre la economía y el desarrollo de América Latina, Santiago, CEPAL, número 201, octubre de 1975 (subrayado agregado). Ciertamente, la percepción de los factores que contribuirían al estancamiento de los años siguientes fue claramente percibida y planteada por la CEPAL en su informe de 1954 a la Conferencia de Río de Janeiro, llamando la atención sobre la relación entre la cooperación internacional, la política de inversiones extranjeras y la necesidad de atenuar la vulnerabilidad económica exterior de América Latina. De estas proposiciones surgiría posteriormente la doctrina integracionista, cuya formulación más acabada se puede encontrar en J. A. Mayobre, F. Herrera, C. Sanz de Santa María y R. Prebisch, Hacia la integración acelerada de América Latina, México, Fondo de Cultura Económica, 1965, passim. Su sentido nacionalista y regionalista es por demás evidente, como lo es también su amplia proyección política. 3 Esta preocupación se puso claramente de manifiesto cuando el presidente de Chile solicitó en enero de 1965 a los directores de los organismos regionales la preparación de unas «proposiciones para la creación del mercado común latinoamericano», que en ese mismo año fueron cursadas a los presidentes latinoamericanos y que estaban destinadas a revitalizar el proceso integracionista. Cf. J. A. Mayobre y otros, ob. cit., pp. 12-40.

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4 Un campo de integración regional donde las convergencias han sido mayores es el de los acuerdos y políticas conjuntas antisubversivas establecidas entre las diversas fuerzas militares y de seguridad de la mayoría de los países sudamericanos. No se trata precisamente de pactos formales, sino de entendimientos para el intercambio de información y de colaboración y apoyo recíproco en caso de amenazas que atenten contra los intereses permanentes de sus patrias. Estos entendimientos han sido posibles por la existencia de una comunidad ideológica cada vez más estrecha que vincula a las fuerzas de seguridad y, no menos, por su coincidencia en cuanto a la necesidad de una línea de acción internacional concordante con la política militar y estratégica norteamericana. 5 Esta posición regionalista del SELA se confirma al convocarse su primera reunión formal (Caracas, enero de 1976), cuyo principal objetivo fue «preparar la participación latinoamericana en la IV UNCTAD», posición que luego se llevaría a la reunión del «grupo de los 77» (Manila, enero de 1976), donde se fijó final-mente la posición de los países del «tercer mundo» para la conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo (Nairobi, mayo de 1976). 6 Un problema interesante, porque pone de relieve hasta qué punto pueden llegar estas incompatibilidades entre políticas nacionales y regionales, es el que se ha suscitado en el seno del Pacto Andino, donde sus países miembros enfrentan un margen considerable de desacuerdo con respecto al tratamiento que deben dar al capital extranjero. Después de haber aprobado trabajosamente la famosa «Decisión 24», que establece un régimen común para todos los países en cuanto a las operaciones económicas subregionales, la medida está siendo cuestionada por algunos países, que desean extender el tratamiento preferencial que ya están dando en otros campos de su actividad interna al capital extranjero. 7 Con la excepción de unos pocos países latinoamericanos (acaso no más de tres o cuatro), cuando en sentido estricto se habla de sectores medios y, aún más, de capas privilegiadas de los sectores medios en relación con el ingreso y su participación en el consumo de bienes y servicios sofisticados, se está aludiendo en realidad a una proporción considerablemente pequeña de la población, que oscila, cuando más, entre un 10 y un 20 por 100 de ella. Estas capas disfrutan de standards de vida internacionales equivalentes y a veces superiores en algunos aspectos (servicios personales) a los de los países desarrollados con ingresos promedio mucho más elevados que los países latinoamericanos. 8 Hasta ahora «se ha imaginado a las sociedades tradicionales como cáscaras, más o menos endurecidas, capaces sólo de resistir o de quebrarse en añicos. Lo cierto es que las sociedades tradicionales han resultado más o menos flexibles y capaces muchas veces de asimilar elementos en extremo racionales en algunos de sus puntos, sin perder por ello su fisonomía... Su ‘estructura tra-

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dicional’, lejos de haber sido rígida e impenetrable, ha tenido la porosidad suficiente para modernizar buena parte de sus elementos, sin alcanzar por eso una duradera ‘modernización’ rápida y radical... La hipótesis de este trabajo es que la flexibilidad de la estructura tradicional de América Latina se ha apoyado hasta ahora en un sistema de dominación de clientelas o de patronazgo. La crisis actual no sería otra cosa que la crisis de ese mecanismo desgastado por el uso y la presión demográfica». CEPAL, El desarrollo social de América Latina en la posguerra, Buenos Aires, Solar-Hachette, 1963, pp. 12, 13 y 14 (subrayado agregado). 9 Donde excepcionalmente, como en México, la oligarquía fue destruida por una guerra civil, las condiciones en que se estructuró el proyecto desarrollista modernizante fueron muy distintas, como lo fueron también los grupos que lo pusieron en práctica.

10 La historia de las reformas agrarias gradualistas que se pusieron en práctica desde la posguerra ofrece una demostración, entre otras, de que nunca hubo un intento resuelto y seriamente concebido para producir cambios estructurales profundos. En algunos casos las reformas agrarias fueron realizadas a iniciativa y conveniencia de los propietarios agrícolas, que enfrentaban condiciones desfavorables y deseaban probar su suerte en otras actividades trasladando sus capitales inmovilizados en la tierra a actividades más lucrativas. 11 En realidad, esto parece ir a contrapelo con las tendencias predominantes del desarrollo político en el último medio siglo, pues todas ellas coinciden, aunque con motivos y objetivos muy variables, en un punto básico, que es el acrecentamiento del poder del Estado. Las fórmulas y recetas concretas difieren tanto como los intereses sociales hegemónicos en cuyo nombre son propuestas, pero su común denominador es siempre el de un Estado fuerte y eficaz. De manera que el debilitamiento que propician las nuevas orientaciones que procuran el retorno a políticas de laissezfaire es más aparente que real, puesto que quienes las impulsan lo hacen desde una posición fuerte al frente de un Estado que impone un estilo autoritario en sus políticas generales. En verdad, el cuestionamiento del Estado es apenas un pretexto para reformular sus funciones políticas, sociales y económicas, pero de ninguna manera eso implica una restricción de sus actividades y áreas de responsabilidad en general, particularmente con respecto a la sociedad. Es más, se puede agregar que la lógica del laissez (aire impone un debilitamiento de la estructuración autónoma de la sociedad y de las fuerzas sociales populares y un acrecentamiento del poder político y social del Estado en beneficio de los intereses económicos dominantes. 12 Esta imagen de la existencia de una situación amenazante, creada por las que en el siglo xix se denominaban «clases peligrosas», no necesita ser inferida, puesto que se la encuentra en una diversidad de fuentes donde el peligro y el

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temor que genera están expuestos directa y claramente. Ha sido tan general este estado de alarma, que se le ha utilizado como un frecuente argumento para ejercer presión psicológica, tanto en los discursos políticos como en áridas obras de diagnóstico y planeación económica. 13 Las razones por las cuales no es posible manifestar un abandono franco de los ideales democráticos son tan obvias como conocidas. No tiene sentido recordarlas aquí, porque además ya fueron mencionadas. No obstante, cabe señalar que la vigencia impuesta del modelo democrático sirve para que los restos de los sistemas constitucionalistas sean reacondicionados de una manera tal que, en vez de ser canales y estructuras para articular y expresar intereses políticos y marcos legalizados para la lucha por el poder, su principal función se ha convertido en ser fuentes de legitimación y, aún más, de enmascaramiento para disimular y sostener regímenes que en esencia son autocráticos y autoritarios. 14 Los estilos políticos autoritarios pueden diferir unos de otros en lo que se refiere a la organización del Estado, las formas de la acción política y la estructura de la sociedad civil. Sin embargo, en todos ellos la autoridad se impone con energía y sin apelación, aun en los casos de abusos o excesos cometidos con los derechos de las personas e instituciones, invocándose la «razón de Estado» o cualquier otro motivo definido unilateralmente por la autoridad política. En el contrapunto entre autoridad y libertad, ésta siempre pierde y aquélla gana. La autoridad se ejerce arbitrariamente (o sea, al arbitrio de quienes ocupan las posiciones de poder), sin control político eficaz ni juegos de poderes que contrapesen la autoridad ejecutiva. En este sentido, el fascismo es un estilo autoritario de ejercicio del poder que, además de las anteriores, presenta las siguientes características, que son inseparables de su naturaleza política: un partido oficial en un régimen político monopartidista y al mismo tiempo corporativo; una ideología del Estado; un Estado totalitario que organiza y controla todos los aspectos posibles de la vida social; y una política de movilización controlada que dinamiza a importantes sectores de clase media y alta de la población sobre la base tanto de apelaciones irracionalistas como de una bien dosificada difusión de estímulos paranoicos y agresivos. El fascismo europeo clásico movilizó a sectores medios contra la clase obrera y otros enemigos sociales; posteriormente, y con referencia a los populismos latinoamericanos, se ha señalado la posibilidad de un «fascismo de izquierda» (Lipset) en los regímenes populistas lati-noamericanos, que estuvieron basados en la movilización de sectores populares urbanos y rurales. El error de esta denominación deriva tanto del hecho de que el fascismo no se define sola y exclusivamente por su ideología como por la ignorancia de lo que sí es fundamental, esto es, su carácter de autoritarismo de clase media. Se podría agregar, por fin, que las ideologías populistas nunca fueron rigurosamente de izquierda. De modo que hablar de «fascismo de izquierda» implica incurrir en una contradicción en los términos. En estos

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casos, ni tampoco en otros más recientes de gobiernos latinoamericanos autocráticos con estilos autoritarios de ejercicio del poder, se han dado todos los rasgos que con rigor permiten identificar a un régimen político como fascista. Sin embargo, también se impone señalar que algunos casos, actuales o recientes, han presentado características que los asemejan al fascismo clásico. Precisamente por estas similitudes parciales es por lo que algunos han preferido denominarlos neofascistas. 15 El capitalismo moderno no ha funcionado como un sistema equitativo para la mayoría de la población. Esto ha sido así debido primero a su mayor concentración del ingreso y luego al hecho de que nunca ha podido asegurar la plena ocupación de su fuerza de trabajo, excepto en caso de guerras y otras circunstancias bélicas. Y ahora parece ser que las tasas de desempleo «normales» compatibles con un nivel tolerable de inflación pueden llegar a ser considerablemente más altas que en el pasado. Cf. A. Barros de Castro, «A crise atual a luz de evolucáo capitalista da aposguerra», Estudios CEBRAP 11, enero-marzo de 1975. 16 Es notable cómo lá antigua fobia liberal conservadora contra el Estado se ha desplazado y se ha reconvertido ahora en fobia tecnocrática contra los partidos, los políticos y el régimen representativo. 17 Es de sobra sabido que el conocimiento técnico-científico, que epistemológicamente es en esencia falible, no obstante es políticamente declarado infalible. En un Estado autoritario moderno, el dictum tecnocrático no debe ser cuestionado ni tampoco debatido, y se apelará al uso de la fuerza toda vez que sea necesario para imponerlo. La economía y la sociedad quedan así sometidas a una disciplina jerárquica en que las órdenes no se discuten nada más que por el hecho de que tienen su origen en la autoridad, como poder instituido y protegido con el peso de la tecnología y la voluntad política. 18 En la realidad, la distinción que aquí se hace es más tajante que la diferenciación efectiva que existe entre ambos órdenes. Más adelante se intentará demostrar por qué un orden corporativo nunca deja de ser en sentido estricto un orden político. 19 Es interesante recordar que los regímenes corporativos fascistas fueron socialmente movilizadores y crearon partidos de masas, y que aun en un caso tan extremo como el nazismo alemán, se apelaba regularmente al sufragio popular como una fuente de legitimación política. Es claro que había una sola postulación de candidaturas y un único partido legal con una sola ideología oficial. 20 Esta expresión tiene aquí el mismo sentido que le fue atribuido por K. Manheim, Diagnóstico de nuestro tiempo, México, Fondo de Cultura Económica, 1946, donde la define de este modo: «Entiendo por técnicas sociales el conjunto de los métodos que

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tratan de influir la conducta humana y que en las manos del gobierno operan como un medio de control social singularmente poderoso» (p. 9). 21 Las noticias «importantes» que aparecen en la prensa escrita, la radio y la televisión son los accidentes, las catástrofes naturales o materiales, los crímenes y delitos, el sexo y el deporte, y cuando se habla de política, aun en los diarios «serios», rara vez se pasa del nivel de la «personalización», que destaca la actuación a veces privada de los líderes políticos y la repetición de slogans y frases hechas, cuando no se presenta información deliberadamente distorsionada, como cuando se informa que «los precios se reajustaron», y lo que de hecho hubo fue un aumento, o que el dólar «subió», cuando en realidad ocurrió que la moneda nacional fue devaluada. 22 Sin embargo, y aunque negada en la realidad, no deja de pagarse un continuo tributo verbal a la democracia, para cuya vigencia efectiva en el futuro -se dice- se realizan todos los sacrificios presentes de los derechos humanos y de la justicia social. 23 La excepción a esta tendencia, constituida por el derrocamiento de Somoza en Nicaragua, vuelve a poner a flote la posibilidad amenazante para el statu quo de la revolución popular y la lucha armada. Su impacto sobre América Central y el Caribe está siendo muy considerable (1980). 24 La disciplina social que trae consigo un régimen autoritario produce -se dice- ventajas económicas indirectas al abolir las huelgas, reducir el absentismo y acrecentar el esfuerzo personal. 25 Apelando a una conveniente simplificación se puede considerar que en América Latina hay dos grandes variantes de estilos políticos autoritarios: la tradicional y la tecnocrática. La primera es una forma política decadente y en proceso de rápida desaparición porque es incompatible con cualquier variante del proceso de modernización. Interesa apenas como supervivencia transicional y residual de la fase de la dominación oligárquica y persiste en algunos países debido principalmente a circunstancias locales y condiciones geopolíticas propicias que favorecen su atraso. En cambio, la segunda se manifiesta pujante y expansiva, y bajo una u otra forma está cerca de convertirse en el estilo político dominante en la región. Los rasgos fundamentales de este estilo auto-ritario tecnocrático no son muchos. Señalemos algunos de los más relevantes. En primer lugar, su compatibilidad con un sistema pluralista de partidos es difícil, como lo es quizá aún más con respecto a la discusión política y a la decisión parlamentaria de las opciones políticas. Uno y otra son vistos como fuentes de competencia ideológica y de lucha entre grupos que conducen sobre todo a la confusión de objetivos públicos y a la indisciplina social, mermándose así la producción. Todo ello afecta la «unidad de destino de la nación», alterando, además, el buen ordenamiento de la sociedad. Desde luego, ello quiere decir que se ve en todo esto un serio inconveniente: alianzas estables y capaces de desarrollar políticas coherentes dirigidas hacia el logro de objetivos

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compatibles y viables para el crecimiento económico. En suma, se afirma que un régimen representativo y pluralista de partidos políticos constituye una permanente conspiración contra la eficacia funcional de la sociedad, la seguridad nacional, la estabilidad del Estado y del orden social. En segundo lugar, este estilo se caracteriza por una doble concentración combinada de poder, en el Estado y en el sector privado de la economía. La tecnocratización creciente aumenta la capacidad de acción y control, así como el poder de coerción del Estado. Esta mayor capacidad está reforzada por el poder económico y social acumulado que resulta de la coalición entre las grandes empresas, nacionales y extranjeras, a menudo asociadas en grandes conglomerados multinacionales, y los sectores tecnocráticos, civiles y militares. Ello cuenta con el considerable y decisivo peso de la presencia militar, que define la inclinación de la balanza de poder y pone su escudo protector cuando las circunstancias lo hacen necesario. Al hacer suya la responsabilidad política e histórica del estilo vigente, las fuerzas armadas la asumen como emergente de su condición de institución rectora del destino nacional, o sea, son -se ha dicho- la «columna vertebral de la nación». 26 La meta confesada puede ser «la conquista de los supuestos de un desarrollo con estabilidad», como se ha anotado recientemente. 27 Las alusiones son, obviamente, a los conocidos libros de Georges Orwell y Aldous Huxley.

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