Cera de Babilonia

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Cristian Campos, un “hipnoterapeuta” poco reconocido, somete a uno de sus pacientes a una regresión para dejar el vicio del tabaco. En pleno proceso, ocurre un acontecimiento asombroso. El paciente comienza a hablar en lenguas “muertas” y narra con todo lujo de detalles una situación acaecida en pleno siglo XVIII. Este hecho sorprendente, conduce a Cristian hasta una agencia secreta amparada por la propia Iglesia. Bajo esta tesitura, se le muestra la verdadera fisonomía del saber humano. ¿Por qué unas personas tienen un don, una cualidad innata que los hace especiales y otras no? ¿Qué convierte a una persona en un genio venerado a través de los tiempos? Revelaciones que cambiarán la realidad de Cristian por completo.

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Salvador Ortiz Serradilla

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98crisálida

© Salvador Ortiz Serradilla

© Alhulia, s.l.Plaza de Rafael Alberti, 1

Teléfono-fax: [958] 82 83 01

18680 Salobreña [Granada]

eMail: [email protected]

www.alhulia.com

ISBN: 978-84-15249-18-4

Depósito legal: Gr. 1.696-2011

Ilustraciones y diseño de portada:

Antonio Velázques Ramírez

www.antoniovelazaquez.zxq.net

Diseño y maquetación: Alhulia, s.l.

Imprime: Publidisa

Primera edición: febrero de 2010Segunda edición: abril de 2011

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A mis padres,el origen de todo mi mundo

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Agradecimientos

En primer lugar quiero expresar especial gratituda mis padres, por inculcarme los valores adecuados para aventurarme y disfrutar de una vida tan exigente y mara-villosa como la literaria. Mi gratitud sincera para Antonio Velázquez Ramírez, por utilizar las artes pictóricas en la construcción de un universo basado en palabras, frases y capítulos. Gracias a don Antonio Mulero Tudela quien me ha hecho ver que la educación y la cultura son for-mas exquisitas de ver la vida. Gracias también a María Fernanda González Llamas y a Paula González de la Peña Gil, por sus enseñanzas en el campo de las letras, cortesía y amabilidad. Un infinito agradecimiento a Nacho Ares, por enriquecer intelectualmente mi novela con un prólo-go ingenioso y elocuente que me aporta una dosis extra de confianza e ilusión de cara al futuro. De igual modo, deseo mostrar mi gratitud a todos los lectores de Cera de Babilonia quienes me han regalado inspiración y motiva-ción. Por último, a don Pedro Gómez, editor de Alhulia, por su confianza y apoyo en este proyecto.

Gracias.

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La novela de Salvador Ortiz, Cera de Babilonia, combina varios elementos que la convierten en una obra sin-gular y también valiente. Además de ser un relato muy cinema-tográfico —es obvio que el autor no puede negar su formación y orígenes—, la tensión se manifiesta desde el comienzo de la novela. Sin embargo, lo que más me llamó la atención la pri-mera vez que Salvador me habló de su obra, fue el trasfondo que proyectaba en torno a un tema muy pocas veces estudiado, quizá más psicológico o antropológico. Me refiero a los dones o las facultades de las que hace gala una persona para despuntar en una faceta determinada de la vida.

Desde el comienzo de los tiempos, desde que el ser huma-no ha vivido en sociedad, el que hubiera personas que destaca-ran entre la mayoría, era algo completamente natural. Siempre hubo reyes, magos, sacerdotes o individuos que, desempeñando un cargo determinado en el clan, han destacado por contar con una serie de cualidades que los hacían distintos; diferentes al perfil cotidiano de sus semejantes.

Todos de alguna forma somos diferentes. Sea cual sea nues-tro caso, destacamos en el conjunto por una serie de facetas o rasgos que nos caracterizan. Sin embargo, hablar de dones re-quiere un nuevo giro de tuerca; un gesto con la imaginación capaz de sobrepasar esa realidad cotidiana.

El tópico de muchos son los llamados y pocos los escogidos, que encontramos en el evangelio de Mateo (22, 14), se puede extrapolar, leyendo entre líneas la frase puesta en boca de Jesús,

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al tema que aquí quiero tratar. Me refiero a ese toque casi ex-traordinario, único o incluso divino, del que han hecho gala algunas personas a lo largo de la Historia.

Hace pocos meses realicé para televisión un reportaje sobre la figura de Niccolò Paganini. El violinista italiano padecía, se-gún los expertos, una enfermedad llamada síndrome de Marfan. Una de las características más llamativas de esta enfermedad son sus síntomas: extremada longitud de miembros en lo que respecta a brazos, piernas, manos, pies y dedos. Se dice que las manos de Paganini ¡medían casi 45 centímetros! La agilidad que permite en el manejo de un violín, como en este caso, la aracno-dactilia que conlleva el tener los dedos tan largos y flexibles se interpretó como la causa del virtuosismo que caracterizó la obra de este creador genovés nacido en 1782.

Sin embargo, hay algo que falla en esta teoría. El espíritu musical y el virtuosismo de sus conciertos —creados en ocasio-nes para una sola cuerda del violín—, no se pueden explicar con simples y burdos razonamientos mecánicos. Es cierto que el cerebro manda una orden a esos dedos para que se muevan con agilidad y presteza. No obstante, esa orden no solamente está formada por impulsos eléctricos sino por algo más; algo que se escapa a nuestro entender y que solamente adquiere sentido cuando hablamos de algo tan ambiguo y escurridizo como el te-ner un don.

Al igual que Paganini, otros muchos artistas o científicos del pasado y del presente han manifestado una serie de cualidades específicas para un oficio determinado gracias a la existencia de esos dones, tan amplios y variados como lo son los diferentes campos de expresión y del saber en el Ser Humano. Personas tan contrapuestas como Leonardo da Vinci, Albert Einstein o Platón manifestaron aptitudes propias de personas que tenían capacidades extraordinarias en el campo de las artes, las ciencias o la filosofía.

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¿Cuántas veces hemos escuchado la pregunta relacionada con un oficio concreto, por ejemplo, el futbolista nace o se hace? La respuesta siempre es la misma. Una imprecisión rodeada de interrogantes. Lo propio cuando se desconoce absolutamente el porqué de las cosas.

Lógicamente en la sociedad en la que nos movemos en don-de, salvando las distancias, todas las personas tienen acceso a la cultura y la educación, puede ser que resulte más fácil conseguir individuos que adquieran o desarrollen dones en un campo de-terminado del saber. Y sin embargo, lo vemos a diario, repitien-do las palabras de Mateo, muchos son los llamados y pocos los escogidos.

En cualquier caso, leyendo a Salvador Ortiz creo que esta-mos ante uno de esos elegidos. Cera de Babilonia es su primera novela pero apunta maneras para demostrar que él, al igual que otros creadores del pasado, también tiene ese don...

Nacho AresLa Casa de la PrincesaMadrid, 8 de febrero de 2011

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Capítulo primero

Cristian acariciaba la mano de Carla. Era hora-rio de visitas y había subido hasta la séptima planta del hos-pital universitario para hacerle compañía a su moribunda y querida madre. Examinaba detenidamente las múltiples vías que salían de los brazos de Carla hasta el instrumen-tal que suministraba suero intravenoso. Los delgados hi-los eléctricos, colocados con ventosas sobre su pecho, que desembocaban en un pequeño monitor donde se reflejaban la tensión y el ritmo cardíaco con líneas zigzagueantes y desequilibradas. Carla dormía con el rostro pálido y lleno de desesperanza. La luz natural proveniente de la ventana, acentuaba aún más en su cara el cansancio y la extenua-ción. La habitación era doble, pero la otra sección del cuar-to no estaba ocupada, aunque las sábanas impolutas del camastro vacante aguardaban deseosas por envolver a una nueva víctima del dolor y el sufrimiento. Rodrigo seguía mirando a través del ventanal. Cristian no veía a su padre muy a menudo, y cuando lo hacía, era por acontecimientos que derivaban del padecimiento y el malestar de Carla. En el exterior, todo parecía moverse a cámara lenta, incluso el tráfico. La gente cargaba con sus compras y el alumbrado comenzaba a encenderse bajo una leve llovizna. —Puedes quedarte en mi estudio si quieres —dijo Cris-tian en voz baja—. Mamá estará en observación y los dos sabemos que esta vez lo tiene complicado.

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Rodrigo se giró violentamente como un matón que lo-caliza a su víctima por el tono de voz. —No vuelvas a decir una cosa así delante de tu madre, eres un miserable. Los médicos no saben lo que dicen. Preocúpate de que se ponga bien. Ambos salieron al pasillo de la planta, lejos de la aten-ción de Carla, para continuar con el debate. Cristian re-soplaba para contener la cólera que le había producido la inoportuna reacción de Rodrigo. —Esta situación me duele a mí mucho más que a ti, papá —dijo Cristian. Rodrigo miró a su hijo apenado y resignado, igual que un militar cegado por la esperanza capaz de dejar su vida en una guerra perdida. —Sabes de sobra que yo me cambiaría por tu madre sin pensarlo. Si pudiera lo haría. —Ya no hace falta, papá. Después de nueve años no tienes que actuar como el perfecto marido, ni tienes que limpiar tus remordimientos conmigo. Rodrigo no consintió el atrevimiento de su hijo y lo interrumpió levantando la voz y poniendo fin a aquel desagradable recordatorio. La gente que paseaba por el pasillo los miraba, cuchicheando sobre el irrespetuoso lance entre padre e hijo que no hacía otra cosa que difi-cultar el descanso de los enfermos instalados en las habi-taciones contiguas. —Nunca le faltó de nada estando conmigo. ¿Tengo yo la culpa que tu madre se fuera y nos dejara a mí y a tu hermana en el pueblo? Como dos sacos de escombros —se justificó Rodrigo. —Recuerda que mamá no fue la única en irse de tu lado.

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—Eres un desagradecido. Te crees muy inteligente, ¿verdad? No es fácil vivir allí y saber que tu ex mujer está viviendo con otro hombre. Aguantando las miradas de la gente. Sin saber qué responderle a tu hermana cuando me pregunta por ustedes dos. —Me sorprende que eso sea lo que te preocupe ahora. Y no voy a consentir que hables mal de Martín por mucho que seas mi padre. Fue la persona que consiguió devolverle la ilusión después de lo sucedido. Y Natalia sabe de sobra que mamá se vino a la ciudad para empezar una nueva vida. Necesitaba romper con el pasado. —Lo sabe ahora, pero cuando nos abandonasteis, tu hermana tenía sólo nueve años. —Nosotros no abandonamos a nadie. Si has perdido el contacto conmigo, no ha sido por mi culpa —arremetió Cristian. —Tomaste una decisión y ésas fueron las consecuencias. Cristian, transigente, movió la cabeza de un lado para otro. Se giró hacia el cuarto y le dio la espalda a su padre. —Ya estás pensando en irte. Sólo llevas aquí un mi-serable cuarto de hora. Qué pasa, que estás tomando las costumbres del novio de tu madre, ¿verdad? Todavía no se ha pasado hoy a verla. Eso dice mucho de la nueva vida que tenéis. —Entraré a despedirme de mamá y me voy. Sabes de sobra que no me gustan los hospitales y me siento intran-quilo desde que entro en un sitio así. Sé que te importa poco, pero tengo consulta dentro de media hora. —Todavía sigues con lo mismo, con veintiocho años que tienes. Ya ni me acuerdo las veces que te he dicho que todo eso no te servirá de nada. Tu trabajo no lo necesita

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nadie... céntrate, mira a tu madre y sé realista por una vez en tu vida. Todos nos sabemos bien tu historia. Tienes tan-tos pájaros en la cabeza que te estás volviendo tonto. —Cállate —interrumpió Cristian—. Ha pasado tanto tiempo que te habrás acostumbrado a vivir sin mamá, pero yo la echaré mucho de menos. Cristian entró en la habitación abatido y besó a su ma-dre en la frente. Carla reaccionó cogiendo la mano de su hijo mientras sus labios comenzaron a recitar una oración en voz muy baja, casi imperceptible. A los pocos segun-dos abrió los ojos y Cristian agachó su mejilla para recibir un beso lleno de pasión, amor y cariño. Un beso con un mensaje oculto de despedida. El chico volvió a apretarle de nuevo la mano y tras soltarla, se colocó el abrigo y la bufanda para evitar el contraste de temperatura con el ex-terior. Cuando salió de la habitación, observó a su padre cabizbajo sentado en un banco del pasillo. Rodrigo tenía la mirada fija en el suelo. Aturdido, inmóvil y caduco, es-peraba que alguien del personal sanitario lo despertara de aquel amargo sueño con una buena noticia referente a la salud de Carla.

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Capítulo II

Con ansiedad, miró una vez más desde el exte-rior del complejo hospitalario a la ventana de la habitación donde su madre permanecía ingresada desde hacía varias semanas. «Mientras haya vida, hay esperanza. Se merece lo mejor» —pensaba Cristian—. Abrió la puerta trasera de su utilitario y se quitó la chaqueta de pana negra que lo res-guardaba del frío. Era demasiado incómoda para conducir con ella y la arrojó al interior del vehículo. Sí mantuvo su bufanda verde con líneas amarillas y marrones enrollada en su cuello, puesto que la calefacción del auto tardaba de-masiado en aumentar la temperatura ambiente. Sus pan-talones vaqueros estaban manchados de barro al igual que las botas, y su pelo castaño, engominado para desafiar las leyes de la gravedad, se veía aplastado por el bombardeo de gotas de lluvia. Con violencia, cerró la puerta trasera y se apoyó sobre el vehículo unos segundos. Las gotas de agua le recorrían su rostro refrigerando y aliviando el sen-timiento de preocupación y dolor que suponía una visita al hospital como aquella. Se subió al coche y lo puso en marcha. Armándose de paciencia por el incesante tráfico, llegó hasta una de las avenidas principales de la ciudad. Justo en un cruce de carreteras, el semáforo pasó de ámbar a rojo. Cristian paró respetando las leyes de circulación vial. Ese día no tenía demasiadas ganas de escuchar la radio pero siempre llevaba un disco compacto de bandas

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sonoras de cine guardado en la guantera. Cogió el CD y lo metió en el reproductor de música de su coche. A ve-ces, el aparato electrónico era incapaz de reproducir nada por la suciedad de la lente. Sin embargo, otras muchas, de forma inverosímil, se desquitaba reproduciendo discos repletos de arañazos y manchas. La banda sonora de La Misión salpicó todo el utilitario de acordes mágicos y fasci-nantes. A Cristian le relajaba mucho escuchar ese tipo de música; se imaginaba presenciando uno de esos rodajes tan increíbles. Estar en primera línea de trabajo de una gran superproducción. Observar al director planificar la jorna-da de rodaje y a los actores ensayar detrás de las cámaras. Aunque todo era simple curiosidad. Cristian vivía por y para su trabajo, y éste no tenía nada que ver con el celu-loide. Mientras el semáforo daba prioridad a los peatones que cruzaban la carretera, un coche excesivamente largo con forma rectangular se colocó justo detrás del vehículo del joven. Cristian alzó la vista hasta el espejo interior y, para su desdicha, comprobó que se trataba de un turismo, carrocería sedán, de color gris metalizado. Un escalofrió envolvió el cuerpo del muchacho que quedó paralizado. Durante unos segundos sólo atinó a mover sus ojos una y otra vez del retrovisor al semáforo y viceversa. El coche lo conducía un señor mayor acompañado por otro de me-nor edad, ambos trajeados, que a modo de guardaespaldas, velaban por la seguridad innecesaria de un difunto. Sin demasiada dificultad, al fondo del vehículo se vislumbraba un féretro rodeado de ramos y coronas de flores que daban una nota de viveza al habitáculo, convirtiéndolo en la an-tesala del paraíso celestial. Poco tardó el sudor en regar la frente y la espalda del chico, que no dejaba de mirar el

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semáforo deseando que cambiara de color lo antes posible. Tampoco le era viable cambiarse de carril, pues viajaba por el central y tanto el izquierdo como el derecho estaban ocupados por sendos automóviles. «Venga, por favor» —dijo Cristian—. «Quedan sólo diez segundos» —se repetía a sí mismo—. Los peatones seguían cruzando por el paso de cebra como una fila de hormigas. Cerró los ojos y au-mentó el volumen del reproductor para intentar abstraer-se de todo. Respiraba profundamente y su mente trataba de buscar una imagen que le reportara la calma suficiente para sobrellevar aquella situación. Al poco tiempo volvió a abrirlos, pero la señal luminosa seguía en rojo a falta de dos segundos para centellear con colores verdes. Le pare-ció interminable la espera. Introdujo en la caja de cambios de su vehículo la primera marcha y aceleró vehemente-mente. Un peatón retrocedió obligado ante el peligro que suponía cruzarse en el camino de Cristian en ese estado de alteración. Rápidamente dejó atrás el cruce y desde el retrovisor vio alejarse el coche de la funeraria con alivio. Respiró intensamente, sus palpitaciones disminuían con cada metro que se distanciaba. Un par de calles más ade-lante, en pleno barrio de San José, aparcó su auto delan-te de varios bloques de viviendas. De arquitectura tosca y construidos hace varias décadas, todos tenían la misma altura, doce plantas sin ascensor. El lugar era tranquilo y todo quedaba perfectamente adornado por unos jardines marchitos, debido a la estación, que precedían al portal de entrada al edificio. Anduvo mansamente, mirando todos y cada uno de los balcones del bloque de apartamentos donde vivía como un investigador privado. De unos salía música a unos niveles nocivos para el oído humano, otros

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escupían discusiones de pareja, y los más silenciosos escon-dían pandillas de jóvenes fumando marihuana y bebiendo ron barato cuando sus padres salían de casa. Sacó una llave pequeña de metal, con bastante óxido, y abrió la puerta principal del edificio. Con paciencia subió hasta la do-ceava planta utilizando la escalera. Una placa de bronce atornillada a la pared, informaba a todos los vecinos que aquel lugar era la residencia y el lugar de trabajo del mu-chacho. «Cristian Campos, hipnosis terapéutica», todo un lujo para la estética decadentista del edificio. Metió la llave en la cerradura de su piso silenciosamente y entró en la vivienda después de cerciorarse que nadie lo había visto. El apartamento no era demasiado amplio: cocina pequeña, salón, un baño y tres habitaciones minúsculas. Las paredes pintadas de gris claro le concedían un punto de objetividad y seriedad al domicilio. Todo perfectamente ensamblado con el color azul intenso de las puertas y marcos de venta-nas. Las mesas, sillas y estanterías, estaban construidos en metal y cristal. La calidez, la proporcionaba un sofá de cue-ro rojo muy oscuro y varios cuadros expresionistas clavados en la pared. En un rincón del salón, la zona más amplia del apartamento, junto al sofá de piel, un piano de cola lucía inmaculado. Era la joya de la corona. Cristian lo obtuvo a través de una subasta. El instrumento se encontraba en un estado deplorable en el momento de la adquisición, pero con la ayuda desinteresada de Martín, logró restaurarlo con gran acierto. En definitiva, se trataba de una vivienda in-adecuada para una familia de clase media alta, pero perfec-ta para un soltero joven e independiente. «Otro día más» —pensó—. Colgó todos sus bártulos en un perchero de metal y se preparó en la cocina un té con limón. Mientras

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le añadía la tercera cucharada de azúcar, alguien tocó el timbre. Apresuradamente dejó la taza en la encimera y se acercó hasta la puerta un poco neurótico. —¿Lola, eres tú? —preguntó. Un fuerte jadeo se escuchaba al otro lado. —¿Cuándo te vas a ir a otra consulta, hijo mío? Porque aquí, por lo que veo, el ascensor no lo van a poner nunca. Cristian abrió la puerta rápidamente al escuchar la contestación. —A todo se acostumbra uno —dijo el chico impacien-te, comprobando que nadie lo vigilaba—. Adelante. Estás en tu casa. Pasa al fondo y siéntate, ya conoces el procedi-miento. Por cierto, se te ve mucho mejor. Lola sonrió. —Me siento en el diván, ¿verdad? —preguntó la chica desde una habitación adornada con réplicas de pinturas de artistas parisinos que hacía las veces de consulta. —Con tranquilidad. Respira profundamente. Ahora mismo estoy contigo —indicó Cristian desde el salón. Lola estaba completamente relajada. Tenía una respi-ración fuerte, muy sonora. Al borde del ronquido. Como si padeciera algún problema respiratorio. Siempre tenía el pelo recogido por pinzas de madera. De estatura media y espalda ancha. Su rostro de facciones curvas llevaba al error a todo aquel que se aventurara a descifrar su edad por la imagen infantil que transmitía. Aún así, tenía treinta y ocho años y una larga vida por delante, siempre y cuando pusiera fin a su trastorno. Un problema que pesaba ciento doce kilos y se hacía llamar obesidad. Lola acudía todas las semanas al estudio de Cristian para moderar su apetito a través de la «hipnoterapia».

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—¿Qué tal está tu madre? —preguntó la paciente. —Es una mujer muy fuerte. Se pondrá bien —respon-dió Cristian mientras encendía un aceite aromático enci-ma de la mesa de la sala de estar. Entró en la habitación con el aparejo odorífero y lo co-locó encima de una estantería llena de libros. Su paciente tenía los ojos cerrados; el aroma impregnaba lentamente la estancia de esencia de menta y eucalipto. Cada cinco segundos, la paciente realizaba una respiración profunda y con la ayuda de Cristian, comenzó progresivamente a relajar las distintas partes de su cuerpo. Desde los tobillos hasta la nuca, pasando por las piernas, vientre, brazos, ma-nos y cuello. Las ondas cerebrales comenzaron a bajar has-ta los ocho «Herzios». La paciente entró en un estado de relajación y ensoñación que, al mismo tiempo, le permitía seguir manteniendo el contacto con la realidad, y así, es-cuchar las indicaciones de Cristian. Tras unos minutos de silencio, el joven grabó en la cabeza de su paciente varios conceptos para controlar las situaciones de estrés y ansie-dad que derivaban en una sobrealimentación. Tras estas instrucciones, fundamentales para el devenir de la pacien-te, pidió a Lola que cruzara los brazos y respirara profunda-mente durante dos minutos, para que acto seguido, abriera los ojos y volviera a la normalidad. La mujer se despertó del estado hipnótico con total naturalidad, tras mirar a su alrededor, cerró de nuevo los ojos y sonrió aliviada. —Quería pedirte un favor —dijo Cristian—. Sé de sobra que las cosas no te van del todo bien, pero necesitaría cobrar ahora la terapia de hoy y las dos que tenemos pendientes. —He traído el dinero. Lo he traído, no te preocupes. No me gusta ir por ahí mendigando. Siempre te has por-

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tado bien conmigo. Además, no me gustaría que se fuera hablando mal de mí. —Nadie puede hablar mal de ti —dijo Cristian utili-zando la demagogia para facilitar aún más el cobro. Lola sacó el dinero de su cartera y dejó encima de una mesa pequeña cien euros en billetes y monedas. El chico apagó la vela que quemaba el líquido aromático y acompa-ñó a la mujer hasta la puerta sin prestar aparente atención al pago recibido. —Acuérdate que todo lleva su tiempo —dijo Cristian. —Y el que quiere algo, algo le cuesta. Lola se marchó satisfecha; bajaba los escalones con tranquilidad y resignación. Aquel era el único ejercicio que hacía en toda la semana. Por su parte, Cristian, tras verificar la cantidad de dinero lo metió todo en el bolsillo trasero de su pantalón. Bajó hasta la planta octava. Vi-siblemente alterado, tocó el timbre de la vivienda de su casero. El joven parecía un recluta que había conseguido información valiosa para un superior y pretendía ganarse su confianza con la entrega. A los pocos segundos, una señora de unos cincuenta años abrió la puerta en camisón portando un cigarrillo encendido en la mano izquierda. —Por fin apareces. ¡Ramón! —gritó la mujer sin apar-tarle la vista al chico—. Aquí está nuestro huésped favo-rito. Ramón no tardó en aparecer. Un señor bajito con poco pelo y bigote que recordaba al cajero de una entidad ban-caria. Vestía un pijama de rombos excesivamente llamati-vo, muy despintado y deteriorado. Desde el salón se escu-chaba la voz de un locutor televisivo narrando un partido de fútbol internacional.

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—Hombre, chaval, ya era hora —dijo Ramón. El casero cogió a su esposa del brazo con autoridad. —Vete para adentro, Maribel, yo me encargo de todo —sugirió. La mujer entró en la casa soltando una bocanada de humo y mirando con desprecio a Cristian. —Tío, no me hagas esto —continuó el casero—. Me debes dos alquileres. A este paso te voy a tener que echar. Lamento mucho lo de tu madre y todo eso, pero el alquiler es sagrado. Tengo una pareja de chinos que me dan cin-cuenta euros más de lo que tú me pagas. Y a mi mujer, ya la conoces. O la tengo contenta o… —Lo sé, Ramón. Ya me conozco ese cuento chino —dijo Cristian con ironía, dando a entender que esa historia le servía a su casero como medida de presión—. Te traigo cien euros. Sólo me faltan trescientos. —Cristian, hostias. ¿Qué hago yo con cien euros? Yo creo que siempre me he portado bien contigo, ¿o acaso tienes quejas? —Estoy esperando la contestación de una revista para que me publiquen un artículo sobre mi profesión. Pinta muy bien. Dame un poco más de tiempo. Es la misma historia de siempre, pero por favor, hasta que se pase este bache. —Dame los cien euros y hablamos a finales de esta se-mana —dijo resignado Ramón. Cristian agradeció el gesto y le tendió la mano para, de manera informal, cerrar el acuerdo alcanzado. De repente, dentro de la casa, el sonido ambiente del estadio de fútbol se transformó en el diálogo romántico y espeso de una te-lenovela sudamericana.

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—¡Deja el partido, coño! ¡No puedo estar tranquilo ni en mi propia casa! El casero cerró la puerta sin devolverle el gesto cortés al chico. Cristian respiró aliviado. Sabía que tendría que sacar dinero de cualquier parte. Lo fácil sería pedírselo a Rodrigo, pero esa opción ni siquiera la cotejaba su raciocinio. —Déjame ver este capítulo, cariño —dijo la señora tratando de ocultarle el mando a distancia a su marido. —Pero si todas la telenovelas son iguales, Maribel. —Ésta no. En este capítulo se acuestan María del Mar y Julia Augusta. —¿Se acuestan las dos? —Sí. —Que lo hacen en la cama… ¿te refieres? —Y sus maridos se quedan destrozados. Iban a casarse. ¿No te lo he contado? —Bueno, déjalo un poco. Ya veré el resumen del parti-do después en el telediario. —¿Te ha pagado ya el indeseable de la doce? —pregun-tó Maribel. —Más o menos. —¿Cómo que más o menos? —¿Quieres ver la novela o no? Pues cállate de una vez.

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Capítulo III

El agua se acumulaba en los recovecos del as-falto produciendo minúsculos charcos sobre la superficie. Los faros de los automóviles los iluminaban fugazmente; la travesía parecía estar plagada de millones de cristales rotos. Mientras, el maratón de gotas de lluvia impactaba violentamente contra el cristal delantero del vehículo de Paula. Rápidamente, activó el limpiaparabrisas y la corti-na líquida se desvaneció dejando ver una amplia autopista de la periferia de la ciudad. El viento, como un miliciano de la tempestad, hacía ondear, igual que una bandera, la frondosa vegetación que separaba ambos sentidos de cir-culación. Justo delante de la joven, un coche de color ne-gro adelantaba a otros vehículos a gran velocidad, ponien-do en peligro la seguridad de los muchos conductores que transitaban a esa hora por la pista. —Lo estoy siguiendo por el carril central —informó Paula a través del «manos libres» de su automóvil—. Con-firmadme que sigue en el mismo coche. Por ahora no nece-sitaré nada más de vosotros. Una voz femenina y complaciente, perteneciente a una señora de mediana edad, no tardó en contestar. —Estamos dos coches detrás de ti, querida. Te puedo confirmar que sigue en el mismo vehículo. Señor de pelo blanco y constitución delgada. De momento no hay cam-bios.

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—Mantenedme informada. —Debiste habernos avisado de que perseguías a uno de ellos —le recriminó la voz de una forma extremadamente pacífica y cordial. —Por favor, Raquel, deja tus consejos maternales para otro momento —dijo Paula molesta—. Tenemos trabajo que hacer. «Jamás pensé que pudiera descubrirme» —maduró la chica rememorando el momento en el que el sujeto al que perseguía descubrió sus intenciones, dando origen a aque-lla peligrosa persecución—. Aceleró y se colocó en el carril izquierdo. Tras adelantar arriesgadamente a varios vehícu-los, Paula llegó a la altura de un deportivo de color negro. Un Mercedes 300 SL Gullwing del año cincuenta y cuatro, más conocido como «alas de gaviota» por la característica forma en que se desplegaban sus puertas. Lo conducía un señor canoso vestido con traje gris de marca italiana y cor-bata burdeos que la miró desafiante, como un malhechor dispuesto a huir de la escena de un crimen. Paula le devol-vió la mirada renegando de cualquier pacto amistoso. —Trataré de situarme delante para que aminore. A us-tedes no os ha visto todavía —indicó la chica—. Colocaos detrás de él y aseguraos que no escape, ¿entendido? Una voz abrupta y ronca contestó a Paula airosamente. —¡Para nada! No entiendo absolutamente nada. Las órdenes las doy yo. Una cosa es que confíe en ti y otra bien distinta es que te saltes el procedimiento. —Raquel, gracias por avisarme —dijo Paula por el teléfono de forma comedida—. Imaginaba que conducía Eduardo. Todo un detalle por tu parte —continuó irónica-mente.

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—Lo siento mucho, querida —la consecuente voz de Raquel servía de justificación para la chica—. Todo ha sido idea de Robledo. —¡No hay nada más que hablar! Paula, adelante con la misión. Coloca tu coche y Raquel tratará de retenerlo. —Entendido —moderadamente orgullosa, sonrió al comprobar que su táctica tenía luz verde por parte de su jefe. Paula se armó de coraje, miró una vez más hacia su derecha y encontró de nuevo la mirada vacía y hueca del señor de mediana edad. Una mirada grisácea, casi blanca, como si estuviera rellena de las cenizas fruto de la incine-ración del pecado más horrible. Sin iris y sin retina. La tormenta se hacía más fuerte y un rayo dio una pincelada de luz al horizonte. Paula, decidida, cambió de marcha y colocó el vehículo a unas cuatro mil quinientas revoluciones. A los pocos segundos, consiguió colocarse delante del deportivo negro cerrándole el paso. —Querer es poder —reflexionó Robledo tras la valien-te actuación de la chica. —Ten mucho cuidado —aconsejó Raquel mientras cerraba los ojos y trataba de concentrarse—. Te avisaré cuando lo tenga sometido. Mucho cuidado, querida. Por favor, mucho cuidado. Paula frenó levemente. El conductor del deportivo era incapaz de cambiar de carril debido al incesante tráfico. La lluvia seguía cayendo violentamente mientras Robledo, después de adelantar a un taxi y a un camión de mercan-cías, se situó justo detrás del coche negro. El señor canoso miró por el retrovisor interior y golpeó fuertemente el vo-lante. Sabía a ciencia cierta que su situación se estaba com-plicando demasiado. Giró el cuello a ambos lados y observó

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detenidamente el coche de su derecha. Las pulsaciones se aceleraron dentro de su pecho. Fijó su mirada diáfana en la conductora del vehículo y cerró fuertemente los ojos. —¿Cómo lo lleváis? Daos prisa —sugirió la joven. Paula mantenía la posición cuando de manera ilógica, el deportivo empezó a zigzaguear haciendo colisión con un automóvil que circulaba por el carril izquierdo. El con-ductor del utilitario, sorprendido por el golpe, aminoró la marcha dando vía libre al Mercedes Gullwing a llegar has-ta el sentido contrario de la autopista, tras eludir la media-na. El fuego se apoderó de la situación cuando otro coche impactó con el deportivo frontalmente, convirtiéndolo en una bola incandescente que se avivaba con cada vuelta de campana. El accidente convirtió el tramo de la carretera en un lugar intransitable. Impacto tras impacto, los coches se agolpaban formando una presa artificial de chatarra y sangre. —Siento decirlo, pero lo hemos perdido —se exculpó Raquel. —¡Mierda! —Robledo miró por el espejo retrovisor y observó iracundo el resultado del accidente—. ¡Esto no debería haber sucedido! —Raquel, por favor. Dime qué ocurre. Paula seguía la conversación desde su automóvil. Ra-quel guardó silencio. —¿Qué ha ocurrido? —insistió—. ¿Ha sido un acci-dente o ha…? —No he podido someterlo, ha permutado y desde esta posición no lo percibo. Lo siento de veras, querida. —Hay que seguir buscando. Lo único que sabemos es que ya no es un viejo adicto a la velocidad en un deportivo

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tapizado en cuero —dijo resignado Robledo—. Seguimos con la misión, llamaré a una ambulancia para que ponga orden en este charco de mierda. ¡Nosotros a lo nuestro! Paula cerró los ojos un segundo, parecía como si el mundo se le viniera encima. Su mente estaba tan nublada como el cielo bajo el que conducía. Intranquila, miró de nuevo adelante y entre el perenne tráfico, algo llamó su atención. —Escuchadme. Voy a acercarme hasta un coche fami-liar que circula unos metros por delante de mí. La conducción del vehículo era cuanto menos sospe-chosa, pensó. —Más te vale encontrarlo —sugirió el jefe del equipo. Su rostro seguía bajo los síntomas de la agitación—. Te seguimos. Paula pisó el acelerador violentamente, no quería per-der un solo momento. Agarró fuertemente el volante y empezó a sortear el tráfico. El sonido del claxon de los co-ches le avisaba que estaba poniendo en peligro su vida, con cada giro inesperado y apurado que realizaba. El cielo estaba oscuro y no cesaba de llover. Daba la sensación que pronto se haría de noche, aunque no eran más de las cua-tro y cuarto de la tarde. —Estoy detrás del vehículo. Acercaos por mi izquierda. Robledo se acercó con mesura al coche indicado por Paula. —Lo percibo —dijo Raquel. Con un nuevo apretón al acelerador, se colocaron a la altura de la ventanilla del piloto. Raquel miró a su jefe y asintió con la cabeza dando luz verde a la nueva embestida.

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—Paula, escúchame. Mujer rubia de unos treinta años, delgada y con un tatuaje en el cuello. —Esta vez no tendrá escapatoria. La conductora del monovolumen giró bruscamente ha-cia una salida de la autopista. Paula y Robledo se vieron obligados a realizar una maniobra peligrosa pero lograron salir por el mismo tramo de vía. Unos kilómetros más ade-lante, el coche familiar entró en el aparcamiento de un centro comercial. El calendario seguía deshojando el mes de noviembre, pero en la fachada exterior del complejo ya había operarios colocando luces de neón que dibujaban campanas y estrellas. Era el primer aviso de que la Navidad abría sus bolsillos para recibir todo el dinero de los clien-tes, cegados por el derroche en aquella época del año. —Esto se pone feo —gritó Robledo—. No quiero sor-presas ni llamar la atención más de lo debido. —Trataré de sedarlo —apuntó Paula por su terminal telefónico mientras aparcaba el coche en la plaza «S6» del parking—. Paso al modo teléfono. Una vez apagado «el manos libres» del automóvil, el ce-lular tenía la particularidad de actuar como «walkie talkie» con los terminales de Robledo y Raquel. Paula guardó su te-léfono en su chaleco de cuero de tres cuartos y se instaló un auricular acompañado de un micrófono en su oreja derecha. Aprovechó para colocarse bien su flequillo. Tenía un corte de pelo muy peculiar y característico, que debido a sus vein-tinueve años, no resultaba del todo osado. El pelo de la parte occipital derecha le cubría la oreja y llegaba hasta la barbilla. Mientras que la izquierda, estaba recortada en demasía con maquinilla eléctrica. El mechón delantero lo recogía detrás de la oreja y cuando se le desenganchaba, le quedaba a la

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altura de los labios. Vestía siempre con pantalones vaqueros ceñidos y con una correa de cuero y hebilla grande. Botas altas sin tacón y camisas oscuras, con algún que otro botón desabrochado insinuando la parte superior de sus pechos. De estatura media y bien conservada físicamente. —Ha entrado en el centro comercial, nos vemos en la primera planta —dijo la joven. —Así será, y no hagas nada hasta que yo llegue —aña-dió Robledo al mismo tiempo que terminaba de equiparse con la misma tecnología comunicativa que Paula. Tras bajar del coche, Robledo abrió su gabardina y es-condió dos pistolas en ella. Nunca salía a trabajar sin su revólver del calibre cuarenta y cuatro. Un Colt Anaconda considerado uno de los mejores revólveres magnum gra-cias a su suave retroceso. Junto a él, un arma de inyecta-bles. Ambos constituían el equipo armamentístico del jefe de Paula y Raquel. Se abrochó el abrigo y cerró el vehículo con un mando a distancia. —No te separes de mí. —No suelo hacerlo, querido —dijo Raquel—. Sabes que no me gustan las lamentaciones. Robledo sonrió, guardó silencio un momento y sacó del bolsillo de la gabardina un reloj dorado un tanto arcaico pero de incontable valor sentimental y material. Marcaba las cuatro y cuarenta y ocho minutos. —Ha pasado demasiado tiempo. Raquel afirmó con la cabeza y se colocó el auricular, turbada por la noticia. En la zona de libros y fotografía de la primera planta, Pau-la no le quitaba ojo a la mujer delatada por una pequeña mariposa tatuada en su cuello. Ésta miraba continuamente

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hacia atrás, intranquila y preocupada. Su mirada permanecía oculta bajo unas gafas de sol. Robledo y Raquel subieron por las escaleras mecánicas y se ocultaron en el departamento destinado a la venta de libros. Altas estanterías colmadas de todo tipo de novelas, ensayos, cómics o rutas para viajeros les servían para pasar desapercibidos. Unos metros más adelan-te, la sospechosa miraba las gavetas de un quiosco de prensa que, con madera, habían construido dentro del centro. —Estoy al otro lado de la sección de libros —informó. Aquella situación se asemejaba a otras muchas. Paula se convertía en una cazadora a punto de lanzar el ataque final. Debía parecer serena y actuar como siempre había hecho: de manera profesional. —Hay dos guardias de seguridad. El sujeto está situado delante del quiosco de prensa. —Paula permanecía a la es-pera de órdenes. —Lo vemos, querida. Me acercaré con mucho cuidado y trataré de someterlo —indicó Raquel. —No hará falta. Con el sedante será suficiente —corri-gió la joven, dando un paso hacia adelante. —Se harán las dos cosas —sentenció Robledo—. Nos aseguraremos de que todo salga bien. Paula, cuando Raquel lo controle, lo sacamos fuera, lo sedamos y nos lo llevamos. No quiero más errores por parte de nadie. No me has fallado nunca y hoy es un mal día para hacerlo. Paula, desde el otro lado de la librería, apretó con fir-meza su arma. Una pistola de menor calibre y tamaño que la de su superior. Una Beretta 92 de color negro semiau-tomática. Un arma de origen italiano muy discreta, con un calibre de nueve milímetros. Entre tanto, la chica del tatuaje se dirigió hacia una cafetería ubicada a escasos me-

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tros de donde se encontraba. Robledo le hizo un gesto a Raquel y ésta avanzó en la misma dirección. Paula empezó a hojear un libro sobre senderismo y rutas paisajísticas con el fin de no llamar la atención del personal de seguridad. La sospechosa se sentó en una silla y se quedó quieta, inmó-vil. En ningún momento se quitó las gafas de sol. Raquel se acomodó unas mesas por detrás y se recogió un poco su larga falda de color azul. Le fascinaban las prendas azules; casi siempre las combinaba con una rebeca blanca. Como a todas las mujeres, le gustaba aparentar menos edad que la que realmente pregonaba su documento de identidad, y con ese vestuario sutilmente infantil, conseguía aparentar unos cuarenta y muchos años. Algo realmente halagador cuando su verdadera edad alcanzaba los cincuenta y siete. Su pelo largo, rubio, casi blanco, lo adornaba a veces con pinzas metálicas siempre a juego con sus pendientes de plata. Había sido una mujer guapa en su juventud, aunque su rostro no mantenía la chispa de la placidez. En aquella zona del centro comercial, la algarabía de gente era incansable. Raquel volvió a cerrar los ojos tal y como hizo en el auto y condensó toda su energía en una sola misión: someter a la chica. Tras varios segundos, Raquel pestañeó varias veces. Algo fallaba, los párpados de sus ojos se estremecían. No conseguía percibir nada. Un camarero, algo impaciente por servir al mayor número de clientes en el menor tiempo posible, llegó hasta la mesa de la mujer que continuaba con las gafas de sol colocadas. —Perdone el retraso, ¿qué le pongo? La chica no contestó. El camarero repitió la pregunta varias veces con el mismo resultado. Se acercó y tocó su hombro.

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—Señorita, ¿está usted bien? —El camarero tiró la bandeja al suelo y trató de hacerla reaccionar—. ¡Un mé-dico, por favor! ¡Un médico! Raquel abrió los ojos rápidamente y se acercó. Le quitó las gafas y comprobó que el color de su iris era normal. Verde oscuro casi marrón. Los miembros de seguridad del centro comercial llegaron casi al instante como perros de presa aler-tados por el olor de la delincuencia. Mientras, la gente de la cafetería no se perdía detalle de lo que pasaba. Los clientes de los alrededores estaban cegados por el morbo y Raquel se apartó de aquel circo en que se había convertido el bar. —Ha vuelto a permutar —informó la mujer lamentán-dose de nuevo. Robledo pulsó el contador de su reloj de bolsillo por segunda vez y las agujas empezaron a correr irremediable-mente. —No voy a consentir otra metedura de pata por vues-tra parte —avisó el jefe de la unidad exculpándose de toda carga—. Tenemos otros diez minutos para cogerlo. Paula, ¿me escuchas? Paula no tenía tiempo para contestar, no estaba acos-tumbrada a darse por vencida. Con todo el revuelo que acaecía en el café, un joven de unos veinte y pocos años aprovechaba para, de manera disimulada, robar unas gafas de sol de un centro de visión ubicado en la misma planta. El chico estaba de espaldas a Paula y a través de un espejo cuya función es la de comprobar cuán bien nos sientan estas o aquellas gafas, la joven vio cómo los ojos del ladrón estaban teñidos de gris. —Lo tengo. Está en la óptica —dijo presuntuosa por el hallazgo.

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—Bien hecho. Ya ha permutado varias veces y la últi-ma hace pocos minutos. La maldita suerte empieza a son-reírnos de una vez. Querer es poder, querer es poder —re-petía felizmente el jefe del equipo. Paula ya no se ocultaba tras las estanterías, salió deci-dida y se colocó detrás del chico, agarró su brazo con la misma violencia que un cepo estrangula a su víctima. —Casi me dejas en evidencia delante de mi jefe. Ponte las gafas y acompáñame, no quiero volver a repetirlo. —He oído hablar de ti. Supongo que pensarás que todo esto termina aquí. Ni tú, ni nadie, se encuentra preparado para lo que está a punto de llegar —vaticinó el chico con una inverosímil serenidad. El joven lanzó su codo hacia atrás y la chica, para po-der esquivar el golpe, soltó inexorablemente el brazo del sujeto que echó a correr escaleras abajo. El perseguido gol-peaba a los futuros consumidores para abrirse camino. Por su parte, Paula seguía su ritmo cegada por la rabia. El caos volvió a hacer acto de presencia en aquellos grandes alma-cenes. El chico bajaba las escaleras mecánicas en sentido contrario a las mismas, topándose con un guardia de segu-ridad que subía alertado por la batahola. Arremetió contra el vigilante consiguiendo robarle el arma sin demasiada dificultad. —Se acabó —la voz de Robledo sonó alterada por el teléfono móvil—. Hay demasiado en juego, olvídate de lo sucedido y vuelve a la unidad. —Voy siguiendo al objetivo, confía en mí —contestó la chica. —He dicho que hay demasiado… Robledo intentó recriminarle a Paula su decisión de

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continuar pero la comunicación se perdió. Paula descen-día las escaleras mecánicas siguiéndole la pista al chico. Al mismo tiempo, se quitó de la oreja el auricular y, con urgencia, lo guardó en un bolsillo de su abrigo. En la tercera planta del parking del centro comercial el bullicio de gente era mínimo. Las columnas de cemento que aguantaban aquel mastodonte de productos y ventas se contaban por cientos. A lo lejos, como salmones re-montando el curso del río, se podían oír algunos vehículos que aceleraban bruscamente para subir la rampa que les conduciría hasta el exterior. Arriba, en la primera planta, Robledo trataba de es-tablecer, sin fortuna, contacto con Paula a través del teléfono. El joven, exhausto por el esfuerzo realizado al bajar las escaleras, jadeaba detrás de un automóvil. Su-ficiente para que Paula, de un modo inusitado, acertara en localizar su posición. El fugitivo recuperó el aliento paulatinamente. Se quitó las gafas de sol y las guardó en su chaqueta debido a la escasa luz existente en aquella zona. Sus ojos completamente grises lo convertían en el objetivo preferido del equipo de Robledo. Echó un vistazo a su alrededor y logró encontrar la pendiente por donde los coches ascendían de piso. Se dirigió hacia la zona con mucha cautela, utilizando los vehículos como escudo con el firme objetivo de alcanzar el exterior. Paula tenía la situación bajo control, observó cómo el chico cruzó en-tre dos columnas. Con mucho sigilo, la joven cargó su arma. Aguardó cautelosamente con el propósito de sor-prenderlo. Después de unos segundos contemplando a su oponente, todo estaba a favor para disparar. Sin embargo, inesperadamente, las luces de un coche cegaron la visión

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de Paula que cerró levemente los ojos. Al abrirlos, obser-vó por el espejo retrovisor de un vehículo estacionado a su derecha, cómo el chico le apuntaba con el arma. Paula se agachó inmediatamente y la bala rompió el cristal que le había servido como delator. Mientras el estruendo del disparo rebotaba de columna en columna, Paula aprove-chó su posición desde el suelo para disparar al joven en su pierna izquierda, levantarse enérgicamente y, con el objetivo doliéndose, sacar una jeringuilla del bolsillo de su abrigo que clavó en el cuello de su enemigo. Todo en escasos segundos. El joven cerró los ojos quedando inmó-vil. Paula respiró intensamente durante unos instantes. Levantó el cuerpo, no con demasiada dificultad, y lo apo-yó sobre la parte delantera de un vehículo estacionado. El cuatro por cuatro de Robledo no tardó en llegar hasta la posición de la chica. Entre ambos introdujeron al sujeto en el todoterreno. Lo hicieron con rapidez para no le-vantar ningún tipo de sospechas. Lo ataron y cerraron la puerta trasera. —No vuelvas a cortar la comunicación —le recriminó Robledo a Paula. —Sólo he hecho mi trabajo. Tú me enseñaste a captu-rarlos. —Mírame. Paula volvió su cara y llenándose de valor, cruzó su mi-rada con la de su jefe. —La próxima vez, no toleraré que te descubran, ¿en-tendido? —No ocurrirá —se giró y le dio la espalda a su superior. Cerró los ojos—. Por cierto, el espectáculo ha sido filmado por cuatro videocámaras.

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—Hablaré con Santi, para eso le pago —Robledo sacó de nuevo su reloj de bolsillo y paró la cuenta—. Nos ve-mos en la agencia. No tardes. —Allí estaré. —Buen trabajo. Robledo se metió en el vehículo y se fue junto a Raquel. El cautivo permanecía inconsciente detrás. Paula abrió los ojos y respiró profundamente, una vez más; esta-ba satisfecha por el trabajo realizado.

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Capítulo IV

En la mesa de la sala de estar yacían los res-tos de la exigua cena de Cristian: una ensalada mixta y un vaso de agua baja en minerales. No comía demasiado pan, ni era aficionado a la lactosa. Su alimentación se basaba sobre todo en frutas, verduras, algo de carne, poco pescado y mucha pasta italiana. Spaguettis y raviolis deli-cadamente condimentados con tomate natural triturado. Y como a nadie le amarga un dulce, el joven era adicto a los postres caseros que realizaban con crema y hojaldre al-gunas pastelerías de su barrio. La televisión, a través de un canal sensacionalista, daba a conocer el último romance de la nueva promesa futbolística del país. Mientras, en la calle, las farolas del barrio centelleaban y el silencio se interrumpía por sirenas de ambulancia y ladridos de pe-rro. Faltaban algunos minutos para alcanzar las doce de la noche. Cristian, ajeno a la basura amarillista de la caja tonta, estaba sentado delante de su piano tocando una pieza majestuosa compuesta por Ludovico Einaudi, el so-bresaliente pianista turinés. Justo detrás del instrumento, una balda clavada a la pared sostenía una foto del chico. Retratado para la historia, tocaba el piano con tan sólo doce años en el único concierto que había realizado hasta la fecha. Vestía con un traje azul y corbata negra. El ins-trumento pertenecía al colegio de primaria de su pueblo natal y en el salón de actos del mismo, deleitó a todos los

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oyentes con una pieza de Chopin que previamente había elegido Carla. Quizá por los recuerdos, el piso de Cristian se llenó de melancolía. Ya no era un niño en puertas de la adolescen-cia, nadie en la ciudad se deleitaba con sus interpretacio-nes musicales, y sobre todo, el amor de Carla se iba dilu-yendo poco a poco como el óleo en esencia de trementina y aceite de lino. Cada nota que sonaba se convertía en la palabra de un rezo, de una oración, de un suspiro tacitur-no y pávido. Una vez dio por finalizada la obra, respiró intensamente. Se levantó en dirección al único baño del apartamento; de un cajón pequeño sacó un blíster y, tras presionarlo, dejó caer dos cápsulas ovaladas en la palma de su mano. Las introdujo en su boca y con un sorbo de agua las ingirió. El medicamento, debido a su composición, sólo podía obtenerse con receta médica. Se trataba de una me-dicación administrada vía oral llamada «Amobarbital», un barbitúrico perteneciente al grupo de los depresores del sistema nervioso con una larga lista de víctimas y adic-tos en su haber. Entre otros, la actriz Judy Garland. Desde la infancia, una de las actrices preferidas de Cristian, que tras una sobredosis viajó por última vez hasta el fabuloso mundo de Oz para no volver jamás. Cristian los llevaba tomando desde hacía cinco años. En dosis bajas, el com-ponente llegaba hasta su cerebro traspasando la barrera entre los vasos sanguíneos y el encéfalo, procurándole una somnolencia controlada. De pequeño no tuvo tanta suer-te, no contaba con la ayuda de este fármaco devastador y sus noches, cautivas de los terrores nocturnos, renegaban de los sueños placenteros convirtiendo la visita de la luna en un pozo de horror, extenuación y agotamiento que sólo

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conseguía llenarse de calma con el cariño y la atención de Carla. Existían casos de personas que afirmaban haber superado la enfermedad, pero Cristian sabía de primera mano que algo tan profundo no se desvanecía nunca. La única posibilidad era debilitarlo y esperar a que el cansan-cio dictaminara sentencia antes de ir a dormir. Con todas las luces del piso apagadas, la noche se hizo más fuerte, y mientras los minutos caminaban en dirección al amane-cer, el teléfono móvil de Cristian sonó a las cuatro y veinte minutos de la madrugada. «Dios, dime que no» —dijo en voz alta—. Eran altas horas de la noche pero aún no había conseguido conciliar el sueño. Se incorporó y cogió el ce-lular. El nombre de Martín apareció en la pantalla y cada tono estremecía su cuerpo como una descarga eléctrica. Aceptó la llamada pero no dijo nada. Al otro lado el silen-cio era aún más penetrante. —Cristian, ¿estás? —preguntó Martín estremecido. Cristian no contestó, el motivo de la llamada era de-masiado flagrante. Sólo se escuchaba su respiración y por encima de ésta, los latidos y el llanto de su corazón. —Tu padre ha pasado la noche conmigo y tu hermana acaba de llegar. Será mejor que vengas —advirtió Martín sollozando. Sus palabras cada vez eran más ininteligi-bles—. No ha sufrido en absoluto. Los médicos han hecho todo lo posible. Me gustaría verte y tu padre no hace otra cosa que preguntar por ti. Martín colgó el teléfono. Conocía perfectamente a Cristian y sabía que no recibiría respuesta por su parte, víctima del shock emocional. Las paredes del aparta-mento se prensaron en torno al chico como una prisión, dificultando su respiración y su lucidez. Se sentía vacío,

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sucio e impotente. Había sido la última noche de su ma-dre y no la había acompañado en sus últimas bocanadas de vida. Rápidamente se vistió con el mismo pantalón negro y la misma camisa del día anterior. Se lavó la cara en el baño sin ni siquiera mirarse al espejo, avergonzado de sí mismo. En el exterior del edificio, la calma reinante a aquellas horas contrastaba con su estado de ansiedad y aflicción. Arrancó el automóvil y salió en dirección al centro hospi-talario.

Rodrigo salía con Natalia del hospital cuando Cristian llegó. Hacía meses que no veía a su hermana. Estaba más alta desde la última vez que la vio y mucho más delgada. Seguía vistiendo con camisetas de doble manga y falda de pana. Tenía el pelo castaño y despeinado a la altura de los hombros y llevaba sus característicos colgantes de cuero. Era una joven atractiva que había recorrido el camino de la adolescencia a la madurez en tan poco tiempo, que su felicidad quedaría marcada para siempre. En cuanto la chica vio a su hermano corrió hasta él y fundió sus miedos con los miedos de Cristian en el abrazo más doloroso que jamás se habían procurado. Natalia in-tentó ser fuerte, pero no pudo retener el llanto. —Gracias a Dios que has venido —dijo mientras ponía fin al saludo con su hermano—. Papá quiere que nos vaya-mos al pueblo los tres y preparemos el funeral y el entierro. —Será mejor que yo me quede aquí en la ciudad y me encargue de Martín —respondió Cristian mientras su pa-dre se distanciaba de ellos dos.

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—¿Por qué, Cristian? —preguntó Natalia—. Debemos estar juntos en estos momentos. Mamá lo querría así. Rodrigo agarró a su hija del brazo. —Vámonos, niña, despídete y agradécele lo bien que ha cuidado a tu madre. —No es justo lo que acabas de decir —puntualizó Cristian. —Pocas cosas hay justas en esta vida, ya deberías sa-berlo. Y si fueras un buen hijo recogerías tus cosas y te vendrías con tu hermana y conmigo al pueblo. Cristian agarró los hombros de su padre, que seguía dándole la espalda, y lo giró enfrentándose ambos en un cara a cara. —Aunque os importe poco, Martín está solo, lo único que tenía era a mamá. —No me hables de ese impresentable. Si le hubiera pagado los medicamentos que hacían falta, tu madre no habría muerto. ¿O todavía no te has dado cuenta de cómo son las cosas? —Papá, por favor —recriminó Natalia al observar el duelo innecesario que se estaba llevando a cabo entre su padre y su hermano. —Si quieres honrar la memoria de tu madre, ya sabes donde vivimos. Si sigues pensando en quedarte aquí y consolar a un desgraciado como Martín… —Rodrigo se mordió la lengua al observar el rostro susceptible de Natalia—. ¡Vámonos! Se dio la vuelta y empezó a caminar, alejándose de Cristian. Natalia lo siguió igual que un lacayo acata las órdenes de su amo. Ambos se perdieron en el ascensor que bajaba al aparcamiento del complejo hospitala-

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rio. Cristian, por su parte, miró hacia arriba, justo a la habitación donde su madre había pasado sus últimos días de vida. La noche se había tornado violenta y dolorosa, igual que la enfermedad que se había llevado para siempre a Carla a la edad de cincuenta y cinco años, y que cada día aniquilaba a miles de personas en todo el mundo. Una agonía producida por el propio organismo. Un exceso de células cancerígenas que no dudaban en invadir el tejido y propagarse vía linfática creando metástasis. En el caso de Carla, en el estómago, lo que le procuró una pérdida de peso considerable y un aspecto mórbido y demacrado a imagen y semejanza de «Thanatos», Cristian fue al encuentro de Martín. Tras deambular por los pasillos, lo encontró en una sala habilitada para aquellos familiares que perdían a un ser querido en el com-plejo hospitalario mientras la funeraria cotejaba la auten-ticidad y la viabilidad de los papeles del seguro. —No sé qué decirte. La situación fue a peor durante la noche y tuvieron que sedarla —dijo Martín conster-nado—. Tu padre amenazó a un médico para que hiciera algo, para que tu madre no dejara de respirar. —No se podía hacer nada —matizó el joven afrontan-do la realidad. —No me puedo quitar de la cabeza… No puedo… ten-go clavada en la mente la última bocanada de aire que dio. Su color de piel cambió, todo a mi alrededor cambió. No pude hacer nada. Tu padre gritaba, gritaba muchísimo y tu madre… Martín abrazó efusivamente a Cristian; pudo retener todo el manantial de sollozos menos dos lágrimas que sus ojos liberaron y recorrieron su apagado rostro. Se apartó

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del chico y frotó un pañuelo de tela sobre su cara inten-tando desmaquillarla de tonos fríos y perniciosos. —Tu madre tenía pocas cosas, ya lo sabes, pero sería justo que… —No quiero nada, Martín —interrumpió Cristian—. Mi madre compartía su vida contigo y las pocas cosas o recuerdos que tenía, prefiero que sean tuyos. —Agradezco el gesto, pero prefiero que sean de los dos —Martín se colocó bien la camisa, se limpió de nuevo las lágrimas vertidas y se sentó en un sofá de la estancia—. Supongo que vas a volver al pueblo, ahora que tu madre no está. —Demasiados cambios para tan poco tiempo. Puedes dormir en mi casa lo que queda de noche. Te pido por favor que te ocupes de todo lo concerniente a la funeraria. Sabes que esos temas... me dan un poco de respeto. —Cuenta con ello. Me quedaré aquí un poco más. Nos veremos en la misa de pasado mañana aunque quizá pase por tu apartamento antes —advirtió Martín. —Cuando quieras. —Tu padre quiere poner una especie de capilla ardiente en su casa para que la familia pueda darle un último adiós. —No creo que sea buena idea que vayas hasta casa de mi padre. —Lo sé. No lo haré. Es un momento muy delicado. Cristian agradeció la consideración. Pocos conocían bien a Martín, era tres años menor que Carla, a la que siempre trató de forma excepcional. Muy introvertido, pero a la vez muy cuidadoso, atento y delicado. Vestía con pantalones de lino y camisetas anchas para camuflar su rechoncha barriga. Prácticamente era de la misma altura

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que Cristian, un metro ochenta, aunque pesaba muchos kilos más que el chico. Empresario, era un pionero de la música, pero no en su aspecto artístico, sino en su versión técnica. Se dedicaba a construir y arreglar instrumentos. A menudo, toda la paciencia necesaria para ejecutar dicha profesión era demandada por Carla para subsanar en cier-to modo las inquietudes y la agitación de Cristian. «Ten paciencia, todo llega en su momento» —le repetía Carla a su hijo incesantemente cuando éste, falto de ilusión por infortunios profesionales, llegaba a casa desmoralizado—. Por todo ello, Martín era una persona muy querida por Cristian debido a que también lo fue para Carla. Su único amigo en aquellos dificultosos momentos.

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Capítulo V

La llovizna se armaba de coraje poco a poco y las gotas de agua cada vez eran más voluptuosas. La cli-matología era espantosa y el ánimo de Cristian pregona-ba por todas las habitaciones de la vivienda su deseo de seguir en la cama y no levantarse bajo ningún concepto. Estaba seguro que en su pueblo natal, la familia se estaría agolpando en casa de su padre para darle el último adiós a Carla. «Le acompaño en el sentimiento», «cuida muy bien de tus hijos» —sabía Cristian con certeza que dirían los familiares de su madre—. «Esa mujer no te merecía», «tienes que hacer borrón y cuenta nueva. Conocer a otra señora. Eres un hombre de bien» —manifestarían en voz baja algunos de los hermanos y hermanas de su padre bajo la mirada desafiante de Natalia—. Cristian aguardaba con malestar el día siguiente para despedirse de su madre en la iglesia, durante la misa programada. Ya se imaginaba la imagen de Carla envuelta por la expiración junto a la algarabía y las lágrimas colectivas que se producirían en el templo. Traspuesto, se levantó de la cama. Poco faltaba para las diez de la mañana y en su agenda resaltaba en rojo el nom-bre de Claudio Cortés. Un paciente que pretendía dejar de fumar con la hipnosis terapéutica. El chico estaba falto de alicientes pecuniarios, y la figura de su casero le rondaba la cabeza como un ave de rapiña. Obligado por la nece-

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sidad, decidió recibir a su cliente. Ante todo, se trataba de un señor muy dado a pagar religiosamente cada sesión. Cristian se sentó delante de su piano y colocó una taza de chocolate espeso con poco azúcar sobre una mesa auxiliar situada cerca del instrumento de cuerda más perfecto de todos los tiempos. Sutilmente tocó dos teclas al azar, pero pronto colocó ambas manos sobre el teclado construido con marfil, material que proporcionaba una textura cá-lida y placentera al contacto con los dedos, y una suave melodía amenizó su dolor durante diez idílicos minutos. La lluvia no cesaba, por lo que la visita del paciente para las diez y media corría peligro. Cristian se vistió con una camisa y un pantalón vaquero gris claro y se calzó con de-portivas. Aprovechó para limpiar sus botas y encendió, como era costumbre, una vela para prender aceite aro-mático. Claudio se identificaba por ser una persona muy culta y amante de la lectura. Un escritor que ponía sus recursos literarios al servicio de uno de los diarios de la ciudad. Era imposible para él escribir sin mantener entre sus labios, un cigarro encendido. Se había convertido en un fumador compulsivo. Si bien lo había probado todo para dejar de fumar, su voluntad se rendía periódicamente a tan maloliente e insano vicio. Para algunas personas la responsabilidad todavía se tenía muy en cuenta dentro de su conciencia, y no faltó a su cita; es más, Claudio llamó al timbre justamente a las diez y media de la mañana del viernes catorce de noviembre de uno de los años más llu-viosos que se recordaban. —Ojalá todos mis pacientes fueran como usted. Pun-tual como siempre —dijo Cristian tras abrir la puerta de su vivienda.

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—Ojalá todos mis jefes tuvieran la educación que us-ted tiene, amigo Cristian. ¿Puedo pasar? —preguntó el es-critor amablemente. —Está usted en su casa. —Por cierto, había una señora abajo hablándole a una vecina suya, supongo que sería vecina suya, sobre la muer-te de una mujer aquí en el bloque. —No es exactamente así —respondió el joven inten-tando camuflar la pena y el dolor y desviar el tema de con-versación—. Ya sabe usted que la gente habla por hablar. —La gente puede hablar sin saber lo que dice, pero más grave es escribir sin saber lo que escribes y encima que te lo publiquen. Eso sí es grave, amigo mío. Claudio rió y dejó su abrigo de piel y su boina en el perchero. Apagó su cigarro sobre una revista anticuada de psicología que Cristian tenía encima de una mesa del cuarto de terapias y se sentó. Secó un poco su barba blanca meticulosamente recortada y se colocó bien el nudo de su corbata lisa marrón. —Bueno, veo que de momento las sesiones están sir-viendo de poco —dijo Cristian. —Sinceramente, tengo menos dependencia. Aunque sea poco convincente debo decirle que este cigarro es el primero que fumo desde hace tres días. —Pues tiene usted toda la razón, es muy poco convin-cente decir esas cosas. Si le parece vamos a proceder con la sesión. —En sus manos estoy, querido amigo —ratificó Claudio. Cristian hipnotizó a su paciente sin ningún inconve-niente y comenzó con la terapia. «Recuerde siempre que el tabaco es nocivo». «El organismo no necesita del taba-

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co para sobrevivir» —repetía Cristian una y otra vez—. La concentración era máxima. Su paciente permanecía en calma, la quietud era extraordinaria y el silencio de la sala abrumador. —Ahora, a mi señal, va a posicionarse en el momento en el que probó un cigarro por primera vez. ¡Ahora! La mente de Claudio se llenó de recuerdos de adoles-cencia. Un beso a una chica en la parte trasera de un co-che. Una pelea. Un hurto en el supermercado de su pue-blo. Su primera libreta para escribir. Todo se estabilizó en unos segundos y revivió un acontecimiento acaecido en la plaza de su barrio. Tenía catorce años y estaba sentado en un banco junto a cuatro amigos. Las clases estaban a punto de terminar y estaba atardeciendo. —Sabe muy mal —dijo Claudio quitándose el cigarro de la boca y pasándoselo a otro compañero de aventuras. —Es lo que hacen los mayores —respondió un chico de quince años con una gorra y un pendiente en su oreja izquierda—. Además, según me han contado, a las chicas les gustan los hombres que fuman. Claudio, al escuchar aquellas palabras, le quitó el ci-garro a uno de sus amigos que pretendía darle una cala-da. Ansioso, volvió a inspirar el humo convencido de que cuanto más oliera a tabaco, más éxito tendría con el géne-ro femenino. —¡Eh! ¡Me tocaba a mí! —le recriminó el chico. Cristian tomaba nota en una libreta de todo lo que su paciente narraba. Ya sabía con certeza que el motivo era más un tema instintivo que otra cosa. Con sus dedos, realizó un movimiento en la frente de Claudio y le mandó callar.

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—Antes de este acontecimiento, ¿había fumado en alguna otra ocasión? ¿Fue ésta su primera vez? —pregun-tó Cristian al mismo tiempo que Claudio negó con ro-tundidad. —Unas semanas antes —respondió. —Vayamos a ese momento y a ese lugar. Retrocedamos más. ¡Ahora! Los recuerdos de Claudio volvieron a cruzarse unos con otros intentando seleccionar el exigido por el joven. Sin embargo, el paciente comenzó a alterarse y contraer la cara violentamente. Las pulsaciones de ambos se ace-leraron y ocurrió un hecho extraordinario. Un aconteci-miento increíble que Cristian jamás había experimentado en su trayectoria como «hipnoterapeuta». Je le défie a un duel. Demain a l’aube (le desafío a un duelo. Mañana al amanecer) —dijo en francés—. Si vis pacem, para bellum (si quieres la paz prepara la guerra) —añadió en latín—. E ruego a San Peidro que me ajude a rogar (le pido a San Pedro que me ayude a rezar) —continuó en castellano an-tiguo—. Claudio siguió lanzando mensajes sin sentido en diferentes lenguas: japonés, inglés e italiano. Cristian no era capaz de romper el vínculo hipnótico mientras su pa-ciente gritaba y se revolvía en el sillón de terapia como un animal herido. El corazón de Claudio parecía desbocado, su mente retrocedió, pero a una época mucho más lejana en el tiempo. Mucho más que los años naturales que con-forman la vida de un ser humano. Edificios de finales del siglo XVIII, coches de caballos y niños vendiendo prensa por las calles aparecían en sus visiones. Su mente manaba recuerdos antiquísimos. —¡Bendita ciudad! —exclamó el paciente.

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—¿Dónde está en estos momentos? Tranquilícese y cuénteme lo que ve —dijo alterado Cristian, intentando encauzar la situación. —Es el día de mi cumpleaños. El dos de marzo de mil setecientos ochenta y cuatro —respondió con cara de fe-licidad. —Una fecha preciosa. ¿Recuerda cómo se llama? —testeó el chico. —Por supuesto. Isabel. Hoy cumplo treinta y dos años. Cristian trataba de sacar de la hipnosis a su paciente pero era incapaz. Aquel cúmulo de insensateces no le gus-taba en absoluto. Cerró los ojos y se concentró sobremane-ra «despierte a mi señal. ¡Ahora!» —gritó con violencia—. Claudio dejó de hablar enseguida, su corazón se calmó de forma inmediata y abrió los ojos con esfuerzo. Delante del escritor se erigía la figura exhausta de Cristian. —Todo bien, supongo —se aventuró a decir Claudio después de suspirar. Un suspiro que parecía poner en su sitio todos los siglos recorridos a través de su mente. Cristian bebió un poco de agua. Intentaba ganar tiem-po para asimilar lo ocurrido. —¿Recuerda usted algo? —Pues si le soy sincero, hoy ha sido una experiencia extraña. Sólo recuerdo unas caladas a un cigarro en la pla-za de San Rufino. ¡Qué tiempos aquellos, amigo mío! ¡Qué tiempos! —¿No recuerda nada más? —En absoluto. ¿Por qué? ¿Tengo que llevarme deberes a casa? ¿Alguna pauta a seguir? ¿Algún progreso? —Nada, nada. Es más, hoy, el gasto de la sesión corre de mi cuenta. Se la regalo. Es usted uno de mis mejores

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clientes —dijo Cristian mientras trataba de comportarse de forma natural. —Eso nunca. El trabajo del profesional siempre hay que remunerarlo —Claudio se levantó y sacó de su billete-ra cincuenta euros que entregó a Cristian—. Aquí tiene. Ahora si no le importa me marcharé antes de que la ca-beza me estalle —rió Claudio—. Me gusta la gente com-petente y de alguna manera siento menos necesidad de fumar. Muchas gracias, nos veremos la semana próxima, si el destino nos lo permite. —Usted lo ha dicho —Cristian, lacónico en palabras no dejaba de darle vueltas a lo sucedido—. La semana que viene le aseguro que el tabaco se convertirá en algo anecdó-tico en su extensa vida —continuó. —¿Extensa? Sólo tengo cincuenta y tres años. Aún me queda mucho por vivir —volvió a reír. —Sólo cincuenta y tres años. Pues mucho ha vivido usted para tan poco tiempo. Yo le hubiera echado algunos añitos más —comentó Cristian de forma irónica y cor-dial—. En fin, salude a su familia de mi parte. —Lo haré. Muchas gracias. Con prisas, el chico acompañó hasta la puerta del estu-dio a Claudio y se despidieron con un apretón de manos. —Muchas gracias de nuevo. Hasta la próxima. —Hasta la próxima. Pero perdone que le insista tanto, ¿no recuerda nada? —Por supuesto que recuerdo cosas. Hoy he aprendido que las mujeres siempre han sido mi punto débil. Qué tí-pico, ¿verdad? Tiene delito empezar a fumar creyendo que así tendría más posibilidades con el género femenino. Cra-so error por mi parte.

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—Cosas de niños. Todos hemos hecho tonterías algu-na vez. Claudio salió del piso, y el joven se apresuró a coger una libreta para apuntar todo lo que su paciente había na-rrado bajo los efectos de la hipnosis.

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Capítulo VI

Cristian vivía en la ciudad hacía casi una déca-da. Se trasladó justo unos meses después del divorcio de sus padres. Un catorce de abril, Carla tomó la decisión de romper con su relación y dejar atrás todo lo concer-niente a Rodrigo. No fue flor de un día, el matrimonio se venía deteriorando poco a poco, muy lentamente, unas rachas buenas y otras malas, aunque todos en la familia, y en especial Cristian, sabían que el connubio no tendría un feliz desenlace. Los años son sabios, pero poco esclare-cedores cuando la rutina se convierte en el pan de cada día dentro de una relación amorosa. Las discusiones cada vez eran más frecuentes y todo se solucionaba casi siempre con un portazo o con una voz que se escuchaba por enci-ma de las excusas del otro. Rodrigo era una persona noble pero demasiado testaruda. Y Carla, demasiado entusiasta para una mente anclada en el pasado como la de su ex marido. Incapaz de mantener una conversación coherente con Rodrigo, Carla acababa demasiadas veces derramando lágrimas en su cuarto, intentando poner remedio y com-prender los sentimientos de su marido. En cada riña, Rodrigo no sabía corresponder a las inquietudes de su, por aquel entonces, esposa, y ésta retornaba a su soledad sin poder resolver la situación que les separaba cada vez más. Sobre todo, sin saber dónde radicaba el verdadero proble-ma. Rodrigo vivía casi exclusivamente para su trabajo; dos

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hectáreas de fresas que se recogían con mucha delicadeza para hacer una deliciosa mermelada. Todos los años, a fi-nales del mes de abril, decenas de personas recogían tan dulce mercancía para que Rodrigo, mediante un laborioso proceso, llegara a alcanzar el producto que orgullosamente vendía y que a través de los años, había dado sustento a su familia. Un señor de ideas fijas, un hombre excesivamente varonil que concebía como una debilidad hablar de va-lores puros como el amor o la pasión. Siempre había sido igual, desde que empezó a salir con Carla a los veintidós años, pero la rutina del matrimonio empeoró su carácter y lo convirtió en un autómata que jamás logró recuperarse. Carla tomó la decisión de empezar una nueva vida en la ciudad, pues la carcoma había devorado todo su vigor por mantener unida la familia y, de sobra es sabido, que la vida pocas veces concede dos oportunidades. Dedicada a las la-bores domésticas a petición de Rodrigo todos esos años, Carla encontró trabajo en la capital como telefonista para una empresa de telecomunicaciones y ése fue el detonante que puso fin a su matrimonio. Cristian se marchó con ella a la ciudad. En un primer momento compartieron techo y esperanzas de que todo mejorara. Así fue, felizmente; apareció Martín. El joven se quedó con el estudio tras la marcha de su madre a la casa de su nueva pareja. Después de terminar la carrera de psicología y las técnicas de hip-nosis, acondicionó el apartamento. Y como el obrero que pone la primera piedra de un gran rascacielos, él colgó en la pared más amplia de su casa, con varios marcos de caoba y plata, los distintos títulos de psicología e hipnosis obte-nidos durante largos años de estudio. El primer paso para llegar a convertirse en un «hipnoterapeuta» reconocido.

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A pesar de llevar nueve años de estancia en la ciudad, la agenda de amigos de Cristian estaba vacía por comple-to. Algún que otro conocido de la facultad, pero nadie a quien poder llamar para desahogarse y contarle lo ocu-rrido con su madre. Todavía era pronto para asimilar el fallecimiento, y el dolor aún parecía flotar en el ambiente esperando un momento de lucidez para desplomarse en-cima del joven. Como un inoportuno visitante, un sobre apareció bajo la puerta del apartamento de Cristian. Esta-ba firmado por el gabinete de psicología «Mentexin», una entidad muy reconocida a nivel nacional e internacional, en la que el joven se aventuró a dejar una muestra de su trabajo. El interior era poco esclarecedor por lo que el chi-co, ilusionado ante la posibilidad de que quisieran contar con sus servicios, llamó a la oficina con la intención de saber de primera mano el motivo del envío. —Buenos días. Le llamaba en relación a una carta que me ha llegado desde vuestra sede. —¿De qué se trata? —preguntó el recepcionista robóti-camente. —Viene firmada por Antonio Belín. ¿Podría hablar con él? Por favor. —Se lo paso. Un momento. Al cabo de unos segundos una voz clara preguntaba por el autor de la llamada. —Soy Cristian Campos. Hace un mes les dejé un en-sayo de psicología para un artículo sobre la hipnosis tera-péutica. Me dijeron que estaban interesados en el tema pero… —Por favor, hijo, ¿qué quieres? Tengo mucho trabajo —interrumpió el señor.

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—Lo entiendo, pero me ha llegado una carta cuyo sig-nificado no comprendo muy bien. —No sé a qué artículo te refieres. —Fui un viernes por la tarde. Creo que me atendió us-ted. Me aseguró que pondría mi trabajo en manos de sus superiores para una posible publicación. —El psicólogo que ayudaba a la gente a dejar de fumar ¿verdad? —Más o menos. Tengo en mis manos una carta donde agradecéis mi trabajo, pero no indica si va a ser publicado por su compañía. —Es cierto que buscábamos un ensayo sobre ese tipo de hipnosis. Pero ya está cubierto. Publicaremos el artículo en la revista del mes que viene. Creo que te interesará. ¿Alguna cosa más? —Entiendo —dijo Cristian abatido—, por los menos dígame qué le ha parecido. Siempre es bueno saber la opi-nión de un profesional. —Pues… —masculló el director comercial de la em-presa. —Supongo que alguna cosa les habrá resultado intere-sante —reiteró Cristian. —La verdad es que sí —aseguró el hombre, poniendo de manifiesto que no había leído tal artículo—, algunas cosas no estaban del todo mal. Cristian guardó silencio y tras percatarse del insulto, encolerizó ante la desidia mostrada por la compañía. Es-taba dispuesto a soportar que no publicaran su artículo a cambio de una crítica constructiva para seguir aprendien-do, pero aquella falta de interés y de respeto, era la peor noticia que podían darle. Una humillación.

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—No han leído nada, ¿verdad? —preguntó. —No tengo que darte explicaciones de ningún tipo. Hemos seleccionado el artículo de un prestigioso psicó-logo. Avísanos cuando tengas en el mercado cinco libros sobre la materia y nos sentaremos a hablar —contestó irrespetuosamente el comercial. —¿Cómo pretende que lo haga? Si nadie apuesta por los que empiezan. Créame cuando le digo que publicaré mi artículo y no será con usted. Cristian colgó el teléfono con las palpitaciones del co-razón escuchándose por toda la casa. Pensativo y desilu-sionado subió hasta la azotea del edificio para reflexionar sobre lo ocurrido y desviar su atención observando el de-venir de la ciudad. En aquellos momentos, Cristian care-cía de sentido común. Su vida se tambalea como si de un «funambulista» se tratara, pero con la distinción de saber que la suerte no le iba a acompañar, que caería otra vez, y la red que debía esperarle abajo y amortiguar su caída, ya estaba rota por tantos sinsabores. El tiempo y el destino no estaban siendo nada benévolos. «Sé que el mundo es muy complicado —dijo esperanzado en que aquellas pala-bras llegaran hasta la presencia de su madre difunta, cual diálogo sobrenatural—. También sé que a nadie le rega-lan nada. Pero no es lo mismo esperar buenas noticias con la mente tranquila, que aliarte con la impotencia y tener que inventarlas para no sentirme un fracasado». Cristian estaba cansado de auto engañarse con utopías y falsas es-peranzas que surgían durante sus largas caminatas entre cirros y nubes. «¿Qué hago? Si estoy totalmente perdido. ¿Quién puede ayudarme a colgarle indicaciones a este la-berinto de dudas?» —se preguntaba a sí mismo—. Suspiró

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y bajó, ayudándose de oxidados escalones de metal, des-de la azotea del edificio hasta su apartamento, con la idea de descansar un poco; esperando alguna señal ante aquel ofrecimiento de sensaciones.

El hecho tan asombroso que presenció esa misma ma-ñana con su paciente, distraía un poco su atención y con-seguía resguardarlo del dolor. Faltaba poco para las siete de la tarde. Tan sólo el ruido del tráfico y la programación vespertina de la televisión le recordaban a Cristian que la noche aún no había hecho acto de presencia. —Si, dígame —dijo el joven después de descolgar el teléfono fijo. —Cristian, soy yo, Natalia. —Me alegra mucho que me llames, ¿qué tal va todo en el pueblo? —Puedes hacerte una idea. —¿Y papá? ¿Cómo está? —Ya lo conoces. Nadie lo ha visto llorar pero está como ausente. —¿Y tú? —Soy una chica muy fuerte, ya lo sabes. Te llamaba para darte una buena noticia. ¿Recuerdas ese cuarto tan amplio con vistas al campo, carteles de películas en las paredes y una videoconsola? —Imagino que hablas de mi antigua habitación. ¿A dónde quieres llegar? Empiezas a asustarme.—Cristian, por favor. Ahora más que nunca necesitamos que vuelvas. Papá me ha dicho que tienes tu cuarto pre-parado. Todo el mundo piensa que te vendrás esta noche. Dime que es cierto.

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—Esta noche no puedo. Martín se queda a dormir aquí en el piso. He quedado con él para cenar y hacerle com-pañía. —Por favor, Cristian, la familia es lo primero. —Prefiero quedarme aquí esta noche. ¿Qué más da? Es lo mismo que si me quedo en casa de papá y mañana me vuelvo. Además no estoy de humor para soportar las repri-mendas de nadie. —Imagino que no estás pensando lo que dices. Papá quiere que te quedes con nosotros para siempre. Que te vuelvas de la ciudad. Te fuiste para acompañar a mamá si no recuerdo mal. Ahora no tienes excusas para volver. —No puedo regresar, Natalia. Mi vida está aquí. En la ciudad tengo más oportunidades para dedicarme a lo que me gusta. —Aquí también podrías pasar consulta. —¿A quién? ¿A los vecinos? ¿A la familia? No es tan fácil. —Claro que no es tan fácil, pero aquí estamos noso-tros. Te ayudaremos en todo. —¿Tú crees que papá me ayudará? Si ni siquiera sabe bien a qué me dedico. Su obsesión es que me vuelva al pueblo, que me vuelva a toda costa. ¿Para qué? Para amar-garme la vida como hizo con mamá. —Cállate. Yo conozco a papá mejor que tú. Desde que mamá lo abandonó ha cambiado mucho. —Pues no ha mejorado demasiado. Mañana estaré con vosotros todo el tiempo que pueda. Tanto tú, como papá, podéis contar conmigo para cualquier cosa, pero no podéis pedirme que regrese. Estoy luchando mucho por hacerme un hueco en mi profesión y tarde o temprano llegará mi momento.

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—Y si no llega. Y si estás equivocado. Y si tu vida as-pira a ser más sencilla. Llevas muchos años intentándolo. Quizá papá tenga razón y no sabes ver tu fracaso. ¿No crees que si estuvieras hecho para ser psicólogo o «hipnotera-peuta» como tú dices, ya te habría llegado la oportunidad? Porque según tú, lo has intentado todo. —Por favor, Natalia. —Lo siento, Cristian. Siento decírtelo pero es la ver-dad. Tu sitio está aquí con nosotros. —Dale un beso a papá y otro para ti, mañana nos ve-remos en el funeral y hablaremos de todo esto con calma —dijo abatido Cristian. —¿Nada más? No respondes a mis preguntas y estoy perdiendo la paciencia. —Te he dicho que mañana hablaremos de todo con tranquilidad, no estoy de humor para discutir, y menos contigo. Pensaba que tenías otra imagen de mí. No la del hermano fracasado que necesita apoyo de todo el mundo. —Cristian, eres lo único que nos queda. Yo te ayudaré a abrirte camino aquí, te lo prometo. Te lo prometo una y mil veces. ¿Qué me dices? Cristian colgó el teléfono acongojado. Las palabras de su hermana se le clavaron tan profundo que le costaba pensar. Demasiadas emociones en tan poco tiempo. De nuevo, la incesante duda sobre si sepultar o no sus ilusio-nes bajo la resignación, volvió a aparecer. Una duda con demasiado peso argumental como para ignorarla y aún más después de conocer la negativa de la revista a publicar su artículo. Hasta el momento, no había conseguido nada, sal-vo instaurar un parásito en el corazón de sus anhelos. Un virus que poco a poco iba debilitando su fuerza de voluntad.

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Y la pregunta se hizo otra vez obligada «¿Para qué seguir luchando?» «¿Era el momento de apuntar más bajo y ser realista?». Cristian volvió a imaginarse un futuro diferente al que siempre había planificado. Asumió por un momen-to que no era especial, que era uno más entre tantos, y de esa forma, sus capacidades quedarían abandonadas con el tiempo. Pronosticó cómo sus inquietudes emocionales se acumularían y su felicidad, violada en sus principios, nun-ca llegaría a ser plena.

Martín llegó pasadas las nueve y media de la noche. Portaba un maletín y varias bolsas. En una de ellas se po-día leer el nombre del restaurante chino del barrio. Saludó a Cristian con un abrazo y dejó su paraguas en un rincón y las llaves del coche sobre la mesa. —No debiste molestarte. Tengo comida de sobra en la despensa. Había pensado preparar pasta con atún —dijo Cristian mientras colocaba el mantel. Martín sacó de un envoltorio una botella de «Rioja» y otra de licor sin alcohol. —Deberías dejar de comer tanta pasta. Al final se te acabará pegando el acento italiano. Trae dos copas de la cocina, por favor. Me apetece beber contigo. Como ves, he pensado en todo —puntualizó Martín, mostrándole a Cristian el licor de mora. —Me siento un privilegiado. Veo que todavía tienes más cosas en esa maleta y te recuerdo que para mi cum-pleaños aún quedan varios meses. Martín sonrió mientras descorchaba la botella que

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contenía el vino. Lo vertió con delicadeza en su copa y con mucha elegancia sirvió el licor a Cristian. —Una cena en buena compañía merece un buen vino y un… licor de calidad. Cristian no reunió fuerzas suficientes para sonreír, he-cho que no pasó desapercibido para su invitado. Tras ser-virse la comida, empezaron a deleitarse con sopa de fideos chinos, tallarines y un surtido de pescado agridulce. De fondo sonaba una leve melodía de piano que procedía de un antiguo equipo de música de Cristian. —¿Qué tal pasaste la noche? —preguntó el muchacho. Martín suspiró y tomó un trago de vino. No conseguía olvidarse ni un solo momento de Carla. —Mañana volverás a tu pueblo. Hacía mucho que no ibas, ¿verdad? —dijo Martín evadiendo la respuesta a la pregunta del joven. —Más de cuatro años. Estoy pensando en regresar. Aquí ya no me queda nada. —¿Y tu trabajo? —alentó el invitado. —Pasar consulta a dos personas a la semana creo que no se puede considerar trabajo. —Son tiempos difíciles. ¿Piensas montar la consulta en el pueblo? —No. —¿Entonces, qué harás? —Trabajaré con mi padre y Natalia. —¿En las fresas? —¡Sí! ¡En las fresas! ¿Hay algún inconveniente? —pre-guntó Cristian visiblemente alterado. Soltó el tenedor y be-bió de su copa durante unos segundos—. ¿No entiendes que aquí ya no pinto nada?

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—¿No te queda nada? ¿O quieres abandonar? Cristian no contestó. Al cabo de unos segundos de si-lencio miró a Martín a los ojos. —No es propio de ti abandonar. Nunca lo has hecho. No va con tu espíritu. Entiendo que todo lo que ha pasado nuble tus ideas, pero has luchado mucho para tirarlo todo por la borda. ¿Crees que tu madre estaría orgullosa? Retoma las relaciones con tu padre y tu hermana pero no tires tu fu-turo. Apoyaos entre vosotros. Ellos deben comprender que tu sitio no está en el pueblo. Las oportunidades son mayores aquí —argumentó Martín para que el joven reflexionara. —Mi padre nunca comprenderá eso y yo cada vez lo comprendo menos. Mi tiempo se acabó, he recorrido to-dos los caminos. —Siempre nos decías que habías nacido con una cuali-dad y que querías ponerla al servicio de los demás. Martín se levantó de la mesa y de su maletín sacó un marco con una fotografía. Se lo extendió a Cristian y éste lo cogió emocionado. Era una foto donde él aparecía con Carla. Los dos estaban sonrientes a la entrada del edificio donde se ubicaba el estudio de Cristian. —Esa foto, si no recuerdo mal, os la hicisteis el primer día que llegasteis a la ciudad. Cristian asintió con la cabeza, estaba demasiado emo-cionado para articular palabra. —La vida está llena de cambios y nunca deberíamos tirar la toalla en la lucha por conseguir nuestras ilusiones. Como habrás comprobado, me he tomado la libertad de escribirte en la foto una frase que tu madre siempre te re-petía, y que para mí también ha sido muy importante. «Tanto si crees que es posible como si no, en ambos ca-

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sos estás en lo cierto», era el mensaje que Martín escribió en el ángulo derecho de la fotografía. Cristian dejó con mucha cautela el marco en una estantería llena de libros de psicología ubicada justo encima de la televisión. Con la imagen de su madre aún en la retina, se sentó cabizbajo en un sillón de la estancia. —Gracias de corazón. Tienes razón, Martín, mi sitio no está en el pueblo. Intentaré sacar fuerzas para superar esto y para encontrar un trabajo digno. —Así me gusta, chaval. Por cierto, otra cosita más que traigo. Cristian sonrió. —La bolsa de la esperanza —bromeó el chico—. A este paso le vas a quitar el puesto a Santa Claus. —Tú lo has dicho —contestó Martín, alegre por el cambio de semblante de Cristian—. He traído unos pape-les, ya sabes burocracia pura y dura, pero es que… —Dame que los lea. ¿Para qué son? —El negocio va bien, más o menos. ¡Qué demonios! Va muy bien. Estoy pensando en abrir otra tienda en una localidad cercana a la ciudad. Tu madre siempre me decía que lo intentara. Estaré fuera unas semanas comprobando la viabilidad del negocio y buscando locales por la zona. Me marcharé después de la ceremonia. —Genial. Buenas noticas por fin. —Y en cuanto a tu futuro profesional… puede que te interese algo. —¿Todavía hay más? —Ojalá. Tan sólo comentarte que en una revista de sucesos sobrenatu… en fin, he visto la dirección de una web de psicología y de hipnosis terapéutica.

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—¿En qué revista? ¿En una de las tuyas? Ésas con un rigor científico insuperable. Martín carraspeó y colocó el semanario encima de la mesa. —Lo suponía —dijo el joven—. Gracias por el detalle pero no creo que sea buena idea. —Es una empresa de la ciudad. Mándales el currícu-lum. Por probar… —Te prometo que le echaré un ojo. Y hablando de mi trabajo, ¿puedo contarte un secreto? —Lo que quieras. —Esta mañana me ha pasado algo muy extraño. Verás, me habían pasado cosas extrañas en otras ocasiones pero ésta lo ha superado todo. —Cuéntame. Soy todo orejas. —Todo oídos, Martín —rectificó Cristian. Durante media hora, el joven explicó la regresión prac-ticada a Claudio y cuáles fueron sus consecuencias. —¿Qué vas a hacer? Martín volvió a echarse otra copa de vino. —Supongo que no tendría que darle mayor importancia. Probablemente se trate de un documental sobre la guerra o una película antigua que Claudio tendría muy reciente. Y acabó narrándola como si se tratara de su propia vida. —Pues sí. Será eso. Bueno, compañero, gracias por la cena. Me voy a descansar. Tú deberías hacer lo mismo, mañana nos espera otro día complicado. —Lo sé. En la consulta tienes el sofá preparado. No puedo ofrecerte otra cosa por el momento. Que descan-ses y… —Cristian volvió a mirar la fotografía que le trajo Martín—. Muchas gracias.

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Martín hizo una reverencia y se acostó. El joven llenó un vaso de agua y se tomó las pastillas recetadas. Se sen-tó en el sofá y cambió la televisión de canal varias veces hasta que, falto de interés por la programación, su mirada fue a parar a la revista que Martín le regaló. Comenzó a hojearla sin demasiada afinidad, como si leyera un pan-fleto publicitario con las ofertas de un supermercado. Rá-pidamente alcanzó la contraportada, donde casualmente se anunciaba la web de psicología. «Su psicólogo online» «Deje de fumar gracias a las ventajas de la hipnosis tera-péutica» «Escriba sus dudas o sus problemas y se los solu-cionaremos a través de internet» «Todo sobre la reencar-nación» «¡Hay vida detrás de la muerte!» A Cristian to-dos aquellos titulares le parecían una burla a la sociedad y al colectivo de psicólogos. Pero la noche se había tornado esperanzadora y en cierto modo para complacer a Martín, Cristian se dirigió a su cuarto y encendió su computadora portátil. Mientras el ordenador se conectaba a la red ina-lámbrica, el chico localizó la libreta donde anotó todos los datos que Claudio le había proporcionado en la mañana de tan peculiar regresión. Cristian escribió un correo elec-trónico a la página web www.reencarnet.es, explicando con todo detalle, la regresión de su paciente. No obstante, no albergaba la mínima esperanza de hallar respuesta a lo acontecido.

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Capítulo VIII

Como una luciérnaga, un tubo fluorescente centelleaba en el techo de una sala repleta de ordenado-res. Había mesas y estanterías. Todo el mobiliario de color blanco y todas las paredes pintadas de gris, salvo una, en color verde, que otorgaba un matiz acogedor a la estancia. En un rincón, a modo de cocina, se podían observar un juego de vasos y platos y un microondas pequeño, colo-cado encima de un refrigerador estrecho, y arañado por su parte inferior. Dos ventanas llenaban de luz natural el recinto, y de refuerzo, varios flexos colocados junto a las pantallas panorámicas de las computadoras. —Hay que cambiar ese tubo. Por si no lo sabías ese aleteo en la luz hace que pierda la atención en lo que es-toy haciendo y como consecuencia, pierdo eficacia en el trabajo. Lo que se traduce a que me estás pagando más de lo que realmente merezco —dijo Santi mientras observaba la pantalla de su ordenador. —Calla. —A mí me parece genial, pero soy una persona honra-da y por eso te lo digo. —Cállate, Santi, por favor —repitió Robledo repri-miendo las ganas de gritar a su empleado—. Te lo he dicho muchas veces, nuestro trabajo es muy duro y nadie en la agencia tiene ganas de escucharte decir tantas memeces.

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—Por eso hablo tan rápido, para que todo sea más ame-no —replicó Santi entre risas. —Y por favor deja de venir al trabajo como si fueras el hijo de «Ghandi». Ya sé que tus raíces son indias y todo eso, pero no es necesario. ¿No me ves a mí? Pantalón de lino, chalequillo, camisa y pelo corto. ¡Córtate el pelo de una vez y quítate las doscientas pulseras que tienes! Con todo lo alto que eres y tan… será que no te llega el riego sanguíneo a la cabeza. Que tienes casi cuarenta años. Maldita sea, Santi. Nosotros somos una empresa seria aun-que tú te lo tomes… —Yo soy el más serio aquí. —¡No me interrumpas cuando hablo! ¡Te lo he dicho muchas veces! —indicó Robledo—. ¿Algo interesante a través de «tu» web? —Eso de «mi» web me ha sonado despectivo. ¿Lo has dicho con esa intención? Bueno, en realidad me da igual, ninguno de vosotros estará nunca a mi altura. ¡Soy un eru-dito del código binario! Lo único que ha llegado de mo-mento es el correo de un tipo de la capital que cree que es la reencarnación de Napoleón Bonaparte. —No aguanto a los franceses y menos aún a quien no es francés y pretende serlo. —Fue un gran conquistador —informó Santi. —Nosotros los españoles sí que fuimos conquistadores. No me hables de conquistas. La historia de España está infravalorada. —Estoy de acuerdo contigo. ¡Arriba la cultura españo-la! Pero eso sí, casi nos conquistaron a nosotros. Y si nos hubieran conquistado, todas nuestras conquistas pasarían a ser suyas. El conquistador…

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—Cállate —interrumpió de nuevo Robledo. —Conquistado —Santi sonrió levemente. —Que sí, joder. Ahora ponte a trabajar para lo que realmente te pago, ¿entendido? —A sus órdenes. Dejaré de divagar y divagar y me pon-dré a trabajar y a trabajar. ¿Es eso lo que quieres? —Por supuesto. Te crees que aquí todo se hace por arte de birlibirloque. ¡A trabajar de una vez! —gritó el jefe de la unidad. Hastiado y mordiéndose la lengua por el compor-tamiento de su empleado, Robledo se marchó con unas carpetas bajo el brazo. El técnico informático se cambió de computadora, introdujo una clave formada por ocho dígitos numéricos más una letra y pulsó la tecla «entrar» del teclado. Como un mosaico de imágenes, comenzaron a aparecer cientos de rostros y nombres de personas de to-das las etnias, edades y sexos en la pantalla. Exactamente igual que una ficha policial. Bajo cada apellido resaltaba la palabra «desaparecido». —Hoy han desaparecido en la ciudad, a ver… una per-sona. Ni siquiera es mediodía y ya hay un caso. De mo-mento ningún avistamiento —reflexionaba Santi. En el otro ordenador, un icono comenzó a parpadear llamando su atención. Se acercó hasta él trasladándose sentado sobre su silla con ruedas. Se trataba de la entrada de un nuevo correo electrónico. Después de leer con dete-nimiento y parsimonia su contenido, llamó al teléfono fijo del despacho de Robledo con entusiasmo. —¿Qué te pasa ahora? —preguntó el jefe de la uni-dad desquiciado ante la molesta insistencia de su em-pleado.

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—Acaba de llegarnos un e-mail muy interesante. Un chico de aquí de la capital. —Por favor, ve al grano. —Comenta que es psicólogo y practica hipnosis tera-péutica. —Al grano. —No te han dicho nunca que la paciencia es… —¡Me importa tres cojones lo que digan de la pacien-cia! —Ya voy, ya voy. En fin. Describe una regresión a otra época que al parecer le practicó de forma accidental a uno de sus pacientes. Un señor que acude a su terapia para de-jar el vicio del tabaco. —Excelente. ¿Indica su dirección? —No. —¿Su nombre? —Tan sólo su nombre. —¿Y es de la capital? —Exactamente. Sabes que puedo encontrar su direc-ción fácilmente, sólo tienes que pedírmelo. —Hazlo. —¿Hazlo? —Hazlo… por favor… de una maldita vez —dijo Ro-bledo resoplando—. Cuando tengas la dirección mánda-mela, le diré a Paula que le haga una visita a nuestro hip-notizador terapéutico. —«Supergirl» está trabajando, míster. —No me llames míster. —Te dije que la idea de la página web funcionaría y que… Robledo colgó el teléfono antes de que acabara la frase.

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—Se están perdiendo los valores —expresó Santi des-pués de observar el comportamiento poco educado de su superior—. En fin… Pocas personas paseaban por aquella avenida, y aún menos un día de lluvia. Paula recorría a gran velocidad las calles de la zona, su condición física era envidiable. Unos veinte metros por delante de la chica, un hombre y una mujer querían zafarse de su presencia a toda costa. El agua de los charcos salpicaba las paredes de las casas abandonadas con cada pisada de los corredores. Logró re-cortarles distancia y tras sacar su arma de fuego, apuntó en dirección a las piernas de sus objetivos. Hacía demasiado viento y la visibilidad no era la más adecuada, pero disparó confiada en sus facultades haciendo blanco en el muslo del hombre que ante el peligro de ser capturado, no dejó de caminar con apremio. La mujer acechada le hizo un gesto a su acompañante y ambos se separaron. Paula optó por perseguir al hombre que sangraba inexorablemente, mien-tras miraba resignada cómo la señora se perdía por uno de los callejones de la zona. —Paula, te hemos perdido —dijo Raquel por el auri-cular. —Tengo a uno arrinconado. Estoy en un callejón del barrio del cuervo. El otro se ha escapado. Mujer alta de unos cuarenta y pocos años. Pelirroja. —¿Tienes su nombre? —No. El aviso de captura ha sido dado por Julián Se-gura, lo tengo delante en estos momentos. —¿Quieres que vayamos a buscar a la mujer? —No hace falta. Quiero que vengáis aquí. No me gus-taría nada que permutara.

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—Bien, mi niña. Estamos de camino. El hombre trató de subir por un muro de cinco metros de altura, pero descendió bruscamente falto de energía y dolorido por la herida de bala. Se giró y quedó cara a cara con Paula. La joven le apuntó con su arma a la cabeza manteniendo siempre una distancia prudencial que le per-mitiera defenderse de un posible ataque. —Se te acabó el juego —dijo la chica. Justo en ese momento, Raquel y Eduardo aparecieron con un vehículo negro todoterreno. Raquel bajó deprisa y se colocó justo detrás de la joven, cerró los ojos con vi-rulencia mientras Eduardo, permanecía en el asiento del conductor observando la escena como un crítico de cine. —¿Lo tienes? —preguntó Paula. Julián Segura cayó al suelo y comenzó a retorcerse de dolor. Al cabo de unos segundos, se repuso y levantándo-se con mucho trabajo se apoyó en el muro que minutos antes había intentado trepar. Una vez incorporado, gri-tó igual que un demonio enfurecido y se abalanzó sobre Paula como un felino hambriento. Raquel perdió la con-centración, pero la chica estaba preparada para cualquier imprevisto. Disparó al hombre en su pierna derecha y éste se desmoronó en el suelo a escasos centímetros de ella. Como si de un acto reflejo se tratara, Paula sacó de su to-billo una pistola de dardos con un potente sedante, y le inyectó uno en el cuello a su atacante. —La suerte te vuelve a sonreír —dijo Eduardo con su característico acento italiano, una vez bajó del auto. Paula se agachó y le subió el párpado al cautivo, sus ojos eran grises. —¡Subidlo!, ya conocéis el procedimiento. Julio os es-

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pera en la agencia. Yo daré una vuelta por aquí. Me gusta-ría encontrar algún rastro de la mujer que se ha escapado. —No te diré lo que pienso puesto que no me escucha-rás —advirtió Eduardo mientras se colocaba bien las gafas sobre su nariz aguileña. Eduardo siempre vestía con pantalón y chaqueta negra. Una camisa blanca resaltaba el color oscuro de las corbatas finas, fabricadas con materiales sintéticos, que se anudaba alrededor del cuello. En noches lluviosas como aquélla, se ataviaba con una gabardina marrón oscuro que lo convertía en un fastuoso actor de cine negro. Recogía con una gomilla su largo cabello tintado por las canas y, constantemente, acariciaba una insignia de plata, labrada con la figura de Jesús crucificado, que guardaba en uno de sus bolsillos. —Es una situación demasiado peligrosa para quedarte sola, querida —expresó Raquel. Paula no tenía intención de atender a las sugerencias de sus compañeros, por lo que Eduardo y Raquel desistie-ron y subieron al hombre a su vehículo dejando sola a la joven en aquel recóndito callejón. El teléfono móvil de la chica empezó a sonar al mismo tiempo que el sonido de la tormenta se hacía más ostensible. —Adelante. Te escucho con dificultad —dijo Paula al descolgar. —¿La cacería bien? —preguntó Robledo. —Hemos capturado al ciento veinte y cinco. Los ras-treadores están haciendo un buen trabajo. —Lo sé. —Raquel y Eduardo te llevan la presa para la unidad. Acaban de salir. —Me alegra escucharlo.

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Paula soltó una sutil sonrisa excedida en arrogancia. —Te llamaba por otro… —¿Otro caso? —interrumpió la chica. —No seas impaciente. Un chico de la ciudad ha manda-do un correo muy interesante. Deberías hacerle una visita. —¿A través de la página de Santi? —Exactamente. —Ya sabes mi postura. No me inspira demasiada con-fianza la gente que manda e-mails a una página que se pu-blicita en una revista de temas paranormales. Tiene que ser igual de excéntrico que Santi. —Puede ser. —¿Es necesario que vaya? —Paula, he dicho que sí —dijo Robledo levantando un poco la voz—. Tampoco perdemos nada por ir a cono-cerlo. —Iré esta misma noche. Cuenta con ello. —Se llama Cristian Campos. Vive en la calle San Juan de Ribera. Edificio 24. Planta doce. —Lo tengo todo memorizado. —Podría haber mandado a Julio, pero cuando quiero que algo se haga bien, o lo hago yo, o te mando hacerlo a ti. —Agradezco tu confianza. —La confianza no se agradece, la confianza se mantie-ne. Así que, por favor, hazle una visita a nuestro misterioso «hipnoterapeuta». Robledo cortó la comunicación y Paula guardó su telé-fono. Un minúsculo ruido que pasaría inadvertido para el resto de los mortales llamó su atención. El sonido se ase-mejaba a la pisada de una persona sobre una superficie de metal en mal estado. Miró a ambos lados de aquella calleja

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estrecha y sucia, al cielo, detrás de los contenedores de basura, pero no halló respuesta sobre el origen del sonido. Desde un tejado, unos ojos blanquecinos la observaban detenidamente. Paula era ajena a aquella circunstancia y tras unos minutos de incertidumbre e incomodidad, salió del lugar. Anduvo cuatro calles y cruzó varias plazas hasta que logró encontrar un taxi. Se sintió afortunada pues en una noche tan lluviosa como aquella, costaba encontrar vestigios de civilización. Como de costumbre, la alarma sonó a las doce de la no-che. A Cristian no se le olvidaba nunca tomarse sus pasti-llas, pero todos los días no eran iguales y ante la posibilidad de que alguna noche no lo recordara, tenía la seguridad de que la alarma de su reloj le avisaría rigurosamente. Estaba recogiendo las sobras de la cena. Muy afectado por la si-tuación en la que se encontraba la relación con Rodrigo y Natalia, y del mismo modo, dolido por el acontecimiento imborrable de no haber presenciado el entierro de su ma-dre. El informativo nocturno retransmitido por televisión, hablaba de la desaparición de varias personas a lo largo de la semana, que se creía, podían haber sido secuestradas. Cristian se levantó del sofá de la sala de estar y caminó en dirección a la cocina. Transportaba el envase vacío de una porción de tarta de nata que gustosamente había engullido durante la comida. Abrió el grifo del agua caliente y en-juagó brevemente los cubiertos antes de introducirlos en el lavavajillas. El timbre del estudio sonó repentinamente y, debido el sobresalto que experimentó, un plato que su-jetaba en sus manos cayó al suelo rompiéndose en varios trozos, sembrando el desconcierto en el estado anímico del chico.

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—Maldita sea. El timbre volvió a sonar una segunda vez. —Ya es muy tarde, Ramón. Mañana le pago lo que me falta. Se lo prometo —dijo en voz alta desde el salón. Al otro lado nadie contestaba. El timbre volvió a repi-quetear una tercera vez y la vecina de Cristian golpeó la pared en señal de protesta por el ruido a esas horas de la noche. —¿No puede esperarse a mañana? Cristian abrió la puerta queriendo poner fin a aquella escandalosa visita. —Hola… ¿quién eres tú? Las consultas son de diez y media de la mañana hasta las nueve de la noche. Paula miró a Cristian con aires déspotas e indiferentes. —Me llamo Paula. Me envía mi superior. Sé que es muy tarde pero no me gusta dejar las cosas inacabadas —dijo con apatía y mirando en la medida de lo posible hacia el interior del piso. —Podrías explicarme a qué te refieres. —Enviaste un correo electrónico a nuestra página web. —¡Ah! Ya recuerdo. Lo hice, pero no me interesa vues-tra web, ni vuestro trabajo. En resumen, no creo en fan-tasmas ni misterios. En realidad no sé ni por qué os mandé el e-mail, así que si vienes a venderme alguna farsa de tu empresa, te lo agradezco, pero no. —Me parece genial que no te interese nuestro trabajo. Incluso es señal de que eres una persona cuerda. Sólo ve-nía a preguntarte dos cosas. —Puedo comprender que tu empresa esté falta de clientes, pero hacer visitas a las doce de la noche es un poco raro. ¿Se trata de una encuesta? Perdona, pero no he

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tenido un buen día, así que agradecería mucho que te mar-charas y me dejaras descansar. Porque ya me cuesta creer que trabajes para una entidad. —Te ganas la vida como psicólogo hipnotizador, ¿verdad? —Pues… sí —vaciló unos segundos—. Eso hago. ¿Al-gún problema? ¿Soy vuestra competencia? —Tranquilízate. No me lo pongas más difícil, ¿quieres? —Lo siento. No esperaba recibir a nadie —dijo Cristian compasivo. —¿Le practicaste una regresión a uno de tus pacientes? —Sí. Fue algo fuera de lo común. —¿La primera vez? —A esos niveles, sí. —¿Cuánto llevas ejerciendo la hipnosis? —¿La hipnosis o la psicología? —Digamos que la psicología no me importa demasiado. —Vamos a ver, por favor. ¿Quieres decirme qué haces llamando a mi casa a estas horas? —Pues aunque no te lo creas, estamos formando una plantilla para nuestra empresa. —¿Has venido a ofrecerme trabajo? ¿A estas horas? ¿De hipnotizador de fantasmas? ¿O de afilador de estacas para vampiros? En realidad me gustan los dos —indicó Cristian con sarcasmo. —Piensa lo que quieras, aquí te dejo mi tarjeta. Cristian la cogió. «Paula Lima. Recursos Humanos. Empresa Reencarnet». —Tan sólo te puedo decir que todas las preguntas que te planean por la cabeza tienen su explicación. Llámame y hablaremos con más calma. Y si no te interesa tira la tarjeta a la basura y olvídate de todo.

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Paula se dio la vuelta y comenzó a bajar escaleras sin brindar un sólo comentario de despedida. Cristian cerró la puerta, recriminando interiormente los modales de la misteriosa chica. Dejó la tarjeta personal encima de la mesa de su cuarto y tras sacar las pastillas del cajón de la mesita de noche, se las tomó. En cualquier otro momento, Cris-tian seguiría dándole vueltas al acontecimiento con Paula, pero ese día había sido excesivamente complicado para él. Se arrodilló delante de su cama y, aunque no era un cris-tiano ejemplar, rezó en honor a su madre un padre nuestro como despedida.

En la calle, Paula se resguardaba de la lluvia bajo una cornisa. Marcó un número en su móvil y la contestación no se hizo esperar. —Sabía que me llamarías. ¿Nos olvidamos de él? —preguntó Robledo. —No ha colmado mis expectativas. A primera vista se le ve escaso de todo. Mediocre diría yo. —Cada quien es cada cual —apuntilló el jefe. —Se muestra reacio a hablar. Aunque eso es algo nor-mal, ¿quién hace visitas comerciales a las doce de la noche? —No me importa cómo se muestre. ¿Cuál ha sido tu primera impresión? —Es posible que tenga aptitudes. Aunque no me ins-pira demasiada confianza. Espero que todo esto sea sólo uno de tus caprichos pasajeros. No me gustaría perder más tiempo viniendo aquí. —Hará falta más información. Vete a descansar —or-denó el jefe de la unidad especial.

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—La decisión es tuya. Paula colgó el teléfono. Apoyada sobre la fachada de un edificio colindante al del joven, protegiéndose de la tormenta, observó cómo la luz del dormitorio de Cristian se apagó. Aquel chico le había resultado curioso. «Si es verdad que es capaz de hacer ese tipo de regresiones, habrá que tenerlo bajo vigilancia» —pensó.

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Capítulo IX

A diferencia de los días anteriores, el cielo no estaba tan nuboso. Algunos rayos de sol se filtraban y la mañana daba la sensación que sería distinta, algo más po-sitiva. Pero nada más lejos de la realidad. Entre tanto, al-guien llamó de nuevo a la puerta. La diferencia residía en que esta vez, nadie venía a ofrecerle un presente. Cristian se levantó de la cama, había vuelto a dormir poco y espe-raba la visita de Lola para una nueva terapia. —¿Dónde está mi dinero, chaval? —preguntó el casero con cara de pocos amigos. —Pensaba que era mi paciente. Que ya debería haber llegado. Y con el dinero de ese cliente, le voy a pagar a usted —dijo Cristian con irritación—. Por favor, no sea tan riguroso. —Ni pacientes ni nada. Necesito el dinero ahora mismo. El teléfono fijo de Cristian sonó y se convirtió en la excusa perfecta para tomar aire y excluirse por unos mo-mentos de aquel sufrido diálogo. —Un momento, por favor. El chico atendió la llamada resoplando. —Cristian Campos, «hipnoterapeuta». Dígame —dijo de forma soberbia y elevando la voz desde el salón para que su casero pudiera oírlo. —Cristian, soy Lola. Me va a ser imposible ir hoy. —¿Qué ha ocurrido?

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—Si te soy sincera, no voy a volver a ir más. Mi marido piensa que estoy tirando el dinero. —Todavía es pronto para ver los resultados —expuso en voz baja—. Te aseguro que funciona. Te lo prometo. —Lo siento, pero hemos tomado la decisión. —Por favor, no puedes finalizar la terapia ahora. Dile a tu marido que os haré un descuento. —No servirá de nada. No lo conoces. Lo siento, pero… —Si en cuatro sesiones no estás mejor, yo mismo os devolveré todo el dinero. Sabes que soy un profesional. La chica colgó el teléfono ante la insistencia de Cristian, y éste, enojado, se dirigió hasta la puerta. De forma gro-sera la cerró, dejando fuera a su casero, que comenzó a lanzar blasfemias contra él. «Voy a llamar a la policía. Te aseguro que la llamo si no me pagas ahora mismo». Tras la marcha del casero, el apartamento de Cristian se llenó de silencio como una mansión abandonada. Se preparó un café descafeinado y lo colocó en la parte superior del piano. Levantó la tapa que protegía el teclado y se sentó en un sillón concebido para facilitar una correcta posi-ción y eliminar tensiones en las extremidades superiores. Sus manos quedaron a la altura perfecta para tocar el ins-trumento con comodidad. Era su mejor terapia. Acariciar cada una de las teclas del piano y unirlas en una melodía, suponía para Cristian la misma felicidad que sentarse de-lante de un compañero de profesión y enumerarle todos sus problemas y prejuicios. Siempre que tocaba su piano, pretendía que todo a su alrededor desapareciera, pero nor-malmente una sensación, un sentimiento, o un recuerdo, se apoderaba de él e influía por completo en la esencia del tema musical. En aquella ocasión, tenía demasiadas

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preocupaciones y ningún pensamiento en concreto, por lo que el piano se vistió de gala para versionar una de las obras maestras de J. S. Bach: Jesu, joy of man’s desiring. Su mente estaba en blanco, simplemente se deleitaba con la pieza que interpretaba de memoria. Espontánea-mente, recordó la visita de Paula la noche anterior. «No tengo nada que perder» —pensaba sin dejar de tocar el instrumento un solo instante—. Aquella proposición su-rrealista se había convertido de la noche a la mañana en la única baza para salir de aquel callejón sin salida. Se levantó del sillón interrumpiendo la pieza musical que es-taba interpretando, apuró el café y cogió la tarjeta que le entregó la chica. —No pensaba que ibas a llamarme tan rápido —dijo la joven por el celular, al mismo tiempo que rellenaba unos informes sobre personas desaparecidas en una sala de la agencia de Robledo. —¿Cómo sabías que era yo? —preguntó Cristian sor-prendido. —No lo sabía. Lo intuí. —¿Te gusta jugar? —Forma parte de mi trabajo. —Ya sabes lo que dicen del egocentrismo —argumentó Cristian. —¿Cobras por terapias telefónicas? Anoche me expli-qué muy bien, quizá sea otra persona la que necesite tera-pia —respondió Paula irónicamente. —Me gustaría que me contaras un poco más sobre la propuesta de trabajo que me hiciste. —¿Se te han aparecido esta noche espíritus y de pronto crees en nuestra misión? ¿O es que te llama la necesidad?

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—Me encantan este tipo de conversaciones, pero esta mañana no estoy lúcido. Prefiero que lo sepas, antes de que diga una frase poco inteligente y te lleves una imagen pobre de mí —avisó Cristian. —Firmas el tratado de paz antes de empezar la guerra. No me conoces, y me parece lo más inteligente por tu par-te. Por cierto, nuestra propuesta sigue en pie. Somos una empresa seria. Quizá nuestra publicidad no sea muy ele-gante, pero el fin justifica los medios. —No siempre. —Casi siempre —sentenció Paula. —Lo que tú digas. Si eres tan amable, dame la dirección de tu empresa para que pueda juzgar en primera persona. Podemos vernos dentro de un rato. ¿El horario es de vein-ticuatro horas? ¿O es que a ti te tocó el turno de noche? —Eso fue un hecho aislado. Eso es todo. Aquí tenemos el mismo horario que una panadería. Somos una empresa de servicios. —Pues si no es demasiado problema, me acercaré den-tro de una hora. —Más te vale ser puntual. Pregunta por mí al llegar. Estamos en la calle Tribuna sin número. Es un edificio alto. La fachada está un poco descuidada y no tenemos letrero, así que no te costará encontrarlo, ¿verdad? La ironía volvió a envolver las palabras de Paula, muy dada a utilizar en sus conversaciones este tipo de recurso. —Estoy más acostumbrado a perder cosas, pero lo in-tentaré. La joven colgó poniendo fin a la conversación. Cristian se apresuró a vestirse con estilo adolescente pero elegante al mismo tiempo. Salió al exterior y cogió el metro en la

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parada de «los libreros». Bautizada así por las numerosas librerías y quioscos de prensa situados en la zona. No era la estación de metro más cercana a su domicilio, pero para llegar hasta la dirección que le habían indicado, era un trayecto directo. Sin necesidad de realizar combinaciones entre las líneas del transporte público. Igualmente, no te-nía ánimos para conducir. Demasiados atascos, demasia-das preocupaciones que le impedían sentarse delante del volante de su auto. Con el contratiempo añadido de que el edificio al que se dirigía se encontraba en una zona cer-cana al centro neurálgico de la ciudad y las posibilidades de encontrar aparcamiento eran escasas.

La situación económica se había complicado dema-siado y encontrar una fuente de dinero se había conver-tido en primera necesidad. Estaba dispuesto a pasar por el protocolo de una entrevista de trabajo puesto que no sólo le movía el objetivo de conseguir empleo, sino que el acontecimiento que vivió con su último paciente le seguía teniendo en ascuas, y parecía que la empresa a la que se dirigía podía sacarle de algunas dudas. Paula llamó a la puerta del despacho de Robledo. Tras-ladaba carpetas y documentos y su rostro, incapaz de disi-mular las impresiones que revoloteaban por su cabeza, re-flejaba incomodidad ante la inminente visita de Cristian. —Adelante. —El tal Cristian Campos viene para una supuesta en-trevista de trabajo. Está al llegar —informó la chica. —¿Crees que está capacitado?

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—Te contesté ayer, aunque para eso están las pruebas. Se ve un chico cabal y, al igual que a mí, no le inspira de-masiada confianza la web que programó Santi. Quizá sea una señal —satirizó. —Es un método más. Hay que estar a la última en las nuevas tecnologías. —No lo dudo. ¿Quieres que lo mande a casa? —Si es cierto lo que puso en su e-mail, que fue capaz de retroceder hasta la infancia de su paciente y cruzar el umbral, reculando, hasta la cuarta o quinta vida del eté-reo reencarnado, si eso es cierto, ese chico tiene aptitudes. ¿No crees? —En esta profesión nunca se deja de creer. Tú me lo enseñaste. Robledo sonrió. —Dale una oportunidad. Verifica que no miente y pre-para un informe. Lo esperaré esta tarde. —Cuenta con ello. Santi llamó a la puerta. —«Supergirl», te esperan abajo. —Muy simpático —dijo Paula. —Cuando se convierta en jefa tendrás que comerte tus palabras, porque tendrá plenos derechos para echarte. Así que ya sabes —dijo Robledo con una pícara mueca en el rostro. —Cuando ella sea jefa, ya habré montado yo otra em-presa para cazar espíritus y haceros la competencia. —No te olvides de pedir subvenciones para nuevos em-presarios. Últimamente se la conceden a cualquiera —in-formó la chica mientras abandonaba el despacho. —Bien dicho.

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—Esta señorita es única —reconoció el técnico en in-formática rindiéndose a la perspicacia de Paula. Robledo le hizo un gesto a Santi con la cabeza y éste abandonó la estancia cerrando la puerta con delicadeza. Sa-bía que en aquella habitación ya había desarrollado su come-tido informativo y se había convertido en persona no grata. Una vez dentro del ascensor, Paula sacó una llave de su pantalón, la introdujo en una ranura y la giró. Como un estrecho y menudo camino marcado con migajas de pan, se activó una columna de botones circulares, correspondientes a las diferentes plantas que disponía el edificio. El trayecto más largo, del que podían hacer uso los miembros del equi-po de élite de Robledo, iba desde el entorno nueve, donde se encontraba Paula en ese momento, hasta una estancia subterránea. Pulsó la planta cero. El ascensor era moderno y rápido y sólo tardó unos quince segundos en bajar. Las puer-tas se abrieron y el ambiente industrioso y rutinario del lu-gar era la mejor evasiva para pasar desapercibidos por cual-quier curioso que sospechara sobre el verdadero objetivo de la agencia. Se trataba de una sala con cuatrocientos metros cuadrados de superficie, repletos de mesas, sillas y ordena-dores. Semejante a la redacción de un periódico con tirada diaria. Hombres, mujeres, jóvenes y adultos, todos trabaja-ban sentados a sus respectivos escritorios. En las ventanas de la estancia aparecían macetas captando la luz del sol. En las paredes, copias de obras de arte firmadas por Picasso y en el suelo, bolas de papel que por desidia no descansaban en el fondo de una papelera. Cristian esperaba sentado en la recepción, intentando aclarar las ideas y el motivo que le había llevado hasta allí. La chica se colocó bien el cuello de su camisa blanca y salió del elevador. Entre las miradas

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lascivas de los empleados y los susurros colmados de envidia por parte de las trabajadoras, llegó hasta la posición de Cristian con un dossier en la mano. —Buenos días. Tengo que reconocerte que no me espe-raba una empresa con tantos trabajadores —dijo el chico. —Nunca te dije lo contrario. Y tampoco te dije que el tema de la página web es sólo una aplicación más de nues-tra agencia. Desarrollamos varias actividades. —¿Todas relacionadas con la hipnosis o la psicología? —Preguntas demasiado. Sólo espero que sepas valorar el trato especial que se te está brindando. Cristian estaba impresionado y miraba absorto hacia todas partes sacrificando a veces la conversación que, en cierto modo, mantenía con Paula. —¿Me estás escuchando? —preguntó la joven. —Sí, por supuesto. ¿Todas estas personas trabajan con-tigo? Mientras caminaban, el muchacho no podía evitar mirar la pantalla de los ordenadores colocados metódica-mente en las mesas de los empleados. En todas ellas apare-cían rostros de personas y eso le procuraba más interés. —Entra en aquel despacho y ve rellenando este cues-tionario —dijo Paula. —¿Es una orden? —Te conviene hacerlo. Cristian, sobrecogido por la actitud de la joven, obede-ció y comenzó a rellenar los datos. Estaba desconcertado por la magnitud de la empresa, pero a los pocos minutos la sorpresa se fue diluyendo en pos del nerviosismo. Se en-frentaba de nuevo a otra entrevista laboral y aunque ya tenía experiencia, una cruel experiencia, se sentía como

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el atleta que participaba en sus terceros juegos olímpicos y, a pesar de su destreza, no podía evitar sentirse un dile-tante al salir por el túnel del estadio y escuchar el sonido ambiente de la afición. Paula entró con una taza de café que ofreció al muchacho. —Te agradezco el detalle, pero no soy aficionado al café. No creo que mi cuerpo sea capaz de digerir la cafeína —dijo Cristian. —¿Nadie te ha dicho que no es recomendable dormir mucho? Siempre hay cosas que hacer. —Pues una de las cosas que yo hago es intentar dormir. ¿Tú no tomas nada? —Me gusta desayunar sola. Las conversaciones matu-tinas que mantiene la gente en el desayuno carecen de lucidez, son insípidas. —Es posible —contestó exiguamente Cristian. Inten-tando no poner de manifiesto la teoría de la chica, hablan-do más de lo necesario. —¿Tienes la ficha rellena? —¿La dejo en la mesa? Paula asintió. —Vamos directo al grano. No me gusta perder el tiem-po —explicó mientras se sentaba en una silla colocada detrás de un escritorio de metal y cristal de diseño—. Me gustaría que me explicaras con todo lujo de detalles la re-gresión que le realizaste a tu paciente. —Sinceramente no sé si fue una regresión o era otra cosa. —Si todo transcurrió como explicaste en el e-mail, puedo asegurarte que fue una regresión muy especial. No estoy en condiciones para solucionar tus dudas, pero sí para escuchar tu historia… siempre que sea breve.

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—Resumiendo, para que no perdamos ninguno de los dos el tiempo —dijo Cristian con presunción—. Te diré lo mismo que os escribí en el correo. Realicé una regresión con el fin de llevar a mi paciente hasta el momento justo que empezó a fumar y, de repente, comenzó a hablar en castellano antiguo y francés, entre otros idiomas. Narró en primera persona hechos históricos que no conocía. Quizá me taches de loco, pero daba la sensación de que ese hom-bre había vivido en el siglo dieciocho. —No exactamente. No fue tu paciente quien vivió en el siglo dieciocho. —No entiendo lo que dices. —Por eso lo digo. —Supongo que el hecho de conseguir el puesto de tra-bajo no se basa única y exclusivamente en narrar mis peri-pecias con la hipnosis —apuntilló el joven. —En eso tienes razón. ¿Cuánto llevas dedicándote a esto? —Lo justo para saber que a nadie le regalan nada y que aquel que no tiene padrino no se bautiza. Llevo años, des-de que acabé los estudios de la facultad, buscando un tra-bajo digno. Supongo que alguna vez en la vida todos pen-samos que somos especiales. Que hemos venido al mundo a hacer algo importante. A muchos se les desvanece ese sentimiento con el paso de los años. Otros se convierten en personas reconocidas sin darse cuenta de lo que acaban de conseguir y, por último, están los que se consideran im-portantes, pero de una manera u otra la sociedad pretende hacerles ver que están equivocados. —Y tu caso es el último. —Mucho trabajo y mucho sacrificio. Pero casi nadie

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ofrece oportunidades a los que estamos al principio del ca-mino. Les da igual tu potencial, tus aptitudes, tus ganas por hacerlo bien. Nadie quiere ver más allá de lo que ya conoce. Te embaucan con falsas esperanzas, trabajas gratis con la intención de ganarte la confianza de quienes pue-den ayudarte. Pero siempre hay alguien con más experien-cia que yo, con más reputación que yo, que se acaba todos los trozos del pastel. Éste es otro resumen. —El de una vida triste —dijo Paula levantándose de la silla y abriendo la puerta del despacho. —¿Ya está? Sólo he rellenado una ficha con mis datos personales. ¿Necesitáis mi currículum y las acreditaciones? Lo tengo todo en casa. —No te molestes. —No es molestia, de verdad. —Tengo información de sobra. Hablaré con mi supe-rior y tendrás noticias nuestras. —Pues si eso es todo… en fin… gracias por la oportu-nidad. —¿Sabes salir? —preguntó la chica fríamente sin mos-trar un ápice de humanidad. —Perfectamente. Cristian salió del edificio sorprendido y a la vez sosega-do. Aquella inusual entrevista le había servido como tera-pia. Dejó fluir sus miedos, expresó sus temores y, en cierto modo, se sintió liberado por unos momentos.

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Capítulo XII

Un poco de agua en un vaso y otra noche más el rito de tomar la venturosa medicación antes de dormir. Eran poco más de las diez de la noche, pero el cansancio le incitaba a irse a la cama temprano. Cristian se tumbó en el sofá, seguía dándole vueltas al encuentro con su padre, a su afección cardíaca. El joven suspiró y miró la fotografía donde sonreía junto a su madre. Cerró los ojos y cuando los abrió, volvió a verse solo. «Todo va a ser muy duro a partir de ahora» —pensaba—. Su padre le dejó muy claro que no iba a apoyarle en nada que no tuviera que ver con su retorno al pueblo. —Sí, ¿quién llama? —preguntó Cristian con displicen-cia, después de descolgar el teléfono móvil en el segundo tono de llamada. —Te llamo desde la agencia —informó Paula. —¿Qué tal estás? —preguntó Cristian aguantando su curiosidad—. ¿Todo bien? —Pues no ha cambiado mucho la cosa desde que ayer estuviste por aquí. ¿Alguna pregunta más? —Creo que no —respondió Cristian. Atónito por la desfachatez que seguía mostrando la chica. —Déjame primero hablar a mí, ¿ok? Cristian guardó silencio. —Le presenté tu informe a mi jefe y quiere verte actuar. —Es decir, ¿una prueba práctica?

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—Puedes llamarlo como quieras. Mañana a las siete de la mañana. —En el mismo lugar que ayer, supongo. —Supones bien. Ven bien preparado, aunque no lo creas, te juegas mucho mañana. —Sinceramente ya estoy acostumbrado a esa clase de entrevistas críticas. —Sinceramente puedo decirte que no sabes nada. —Parece que no te ha sentado bien que quieran cono-cerme un poco más en tu empresa. Puedes estar tranquila, porque no creo que vayan a contratarme a mí para despe-dirte a ti. —Pregunta por mí al llegar —informó Paula con desi-dia—. Suerte. —Es lo primero cortés que me has… Paula colgó el teléfono y el agradecimiento de Cristian se perdió para siempre. Se levantó con rapidez y puso la alarma de su móvil a las seis de la mañana. Sacó de una urna de cartón, colocada bajo la cama de su dormitorio, unos cuantos libros y cuadernos sobre hipnosis que guar-daba de su época universitaria. Así como apuntes de cursos privados sobre la materia que había superado con rotundi-dad y con calificaciones extraordinarias. Cargó con el arca repleta de documentos hasta la sala de estar. Comenzó a hojearlos y a memorizar algunos datos que había olvidado por el paso del tiempo. Su cerebro chisporroteaba al tratar de almacenar información y de activar conocimientos que tenía en el limbo de su corteza cerebral. Los minutos pasa-ban; el efecto de la medicación, junto al esfuerzo realizado, consumaron el descanso del joven. Dormido en el sofá de cuero del salón.

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Hasta tres veces sonó la alarma del despertador antes de que Cristian lo desconectara. Había tenido un sueño reconstituyente. Un regalo antes de una entrevista com-plicada. Se duchó rápidamente y se vistió con unos va-queros, camisa gris y chaqueta oscura. Delante del espejo repasaba algunos conocimientos al mismo tiempo que se lavaba los dientes con una pasta dentífrica especial para encías sensibles. El día alternaba nubes y claros y eso ya era suficiente para olvidar los días grises y procurar que la balanza cayera del lado de la esperanza. Subió a su utilita-rio y condujo en dirección a la agencia. Eran las seis y me-dia, una hora factible para encontrar algún aparcamiento libre. En el trayecto, marcó el número de Martín. Desde el fatídico día del funeral de Carla no había tenido oportuni-dad de hablar con él. —Buenos días. Me imaginaba que ya estarías despierto —dijo Cristian. —Buenos días, chico. ¿Qué tal estás? Ya ves, me gusta aprovechar la mañana. —Pero si para la mañana quedan aún unas cuantas ho-ras —bromeó. Martín rió. —Para mí, la mañana empieza cuando el sueño se ter-mina. Llevo unos días fuera de la ciudad, estudiando la zona donde, casi con toda seguridad, montaré mi nuevo negocio. Y me alegro que tu llamada no haya sido para darme otra mala noticia. Me ha extrañado que me llames tan temprano. ¿Te ocurre algo? —Me alegro mucho. Te llamaba para pedirte disculpas por lo del otro día. No estuvo bien que me fuera de esa forma.

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—Para eso no hay que madrugar. Además aprendí que el autobús que sale de tu pueblo hasta la capital es lo más incómodo del mundo. —Hay que dar gracias porque la línea de autobuses llegue hasta allí —sonrió Cristian—. Bueno, sólo era para agrade-certe tu apoyo y pedirte disculpas por ese viaje de vuelta tan poco gratificante. Aunque el paisaje sí te gustaría, ¿no? —Lo disfruté poco. Llovía demasiado. —Vaya… antes de que se me olvide… —¡Cuenta! ¡Cuenta! —exclamó Martín. —Voy camino para realizar una entrevista de trabajo. —Eso es genial. ¿Dónde? —Pues a una empresa un tanto peculiar. Alguien me aconsejó que mandara mi currículum. —No me lo creo. ¿La empresa que te dije? —La misma. Martín rió a carcajadas. —Tengo que reconocerte que aparenta ser bastante importante. Por lo menos a primera vista. —Pero, ¿ya la conoces? —Estuve hace poco, en una primera toma de contacto. Hoy por lo visto será el plato fuerte. —Y los ánimos, ¿cómo están? —Te voy a contestar con dos frases que ya han perdido todo el significado para mí. —¿Cuáles? —Esta vez tengo buenas sensaciones. Creo que saldrá bien. —Entiendo. Pues espero que esas frases recobren su significado en el día de hoy. Me alegro mucho por ti. Por supuesto que me alegro.

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—Ya te contaré. Bueno, tengo que dejarte. Me he ve-nido en coche pensando que a estas horas encontraría aparcamiento, pero va a estar complicado. Y para variar voy con el tiempo justo. —Mucha suerte o mucha mierda, o como diablos se diga. Y recuerda lo que tantas veces te decía tu madre. Tanto si crees que es posible como si no… —En ambos casos llevas razón —dijeron al unísono. —No te preocupes por nada porque has nacido para dedicarte a esto. Y hoy puede ser un gran día. —Eso espero. Gracias por todo. Te debo dos cervezas y una buena cena. —Que no se te olvide —dijo Martín entre risas. —Adiós. —Espero tu llamada. Cristian introdujo el teléfono en el bolsillo de su panta-lón. Aparcó cerca de un edificio en apariencia abandona-do. Se bajó del utilitario y se colgó su mochila en el hom-bro izquierdo. Presumido, se miró en el cristal del vehículo para abrocharse uno de los dos botones de su chaqueta de pana oscura. Entró decidido y caminó hasta la posi-ción de Paula. La chica esperaba apoyada en un mueble recibidor estrecho y moderno, fijado a una de las paredes de la recepción. A modo de centinelas infatigables, varias cámaras de seguridad grababan las veinticuatro horas del día. Colocadas en paralelo, captaban todo lo que sucedía en la planta cero del edificio con el fin de controlar las idas y venidas del personal contratado y del foráneo. El edificio se asemejaba a un banco internacional que no escatimaba en gastos para salvaguardar sus bienes. —Acompáñame —dijo la chica incorporándose.

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—Buenos días. —¿Preparado? Cristian no contestó, la grandilocuencia del lugar se hacía aún mayor con la ausencia de trabajadores. La plan-tilla de la sala cero no se incorporaba hasta las ocho de la mañana y aquella estancia, repleta de soledad y silencio, parecía incluso más amplia que la primera vez que la visi-tó. Con rapidez, ambos entraron en el ascensor. —Parece que no has pasado una buena noche —co-mentó el chico mirando hacia un panel digital situado en la parte superior del ascensor, que a modo informativo, indicaba el número de plantas que iban dejando atrás. —La verdad es que no. Hemos tenido que quedarnos a echar horas extras. —¿Se pagan bien las horas extras en esta empresa? —Mejor que en otros sitios —contestó taxativamente la joven. Cristian metió la mano en su bolsillo y sacó su teléfono móvil. Lo desbloqueó y dejó pulsada una de las teclas, has-ta que activó el modo silencio. —No creo que vaya a llamarme nadie, pero nunca se sabe. —Llegó tu momento —informó la chica. —¿Para la entrevista? Paula asintió. —No se te ve nervioso. —Todavía no tengo motivos. —Todavía. Tú lo has dicho. Robledo nos espera en la sala de documentación. No te resultará complicado ha-blarnos un poco de ti, ¿verdad? —Para nada. ¿Ese señor está autorizado a ofrecerme al-guna explicación sobre lo que ocurrió con mi paciente?

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—Quizá. —¿Robledo es un compañero de trabajo? —Depende —contestó Paula insustancialmente. La puerta del ascensor se abrió y un largo pasillo ates-tado de puertas a ambos lados se presentó ante ellos. Con prisa, entraron en una estancia repleta de libros y estan-terías. Una biblioteca inmensa y formidable. Cualquier persona, incluso alguien que deseche la lectura, quedaría conmovido por la elegancia y grandeza del lugar. Todo re-cordaba a una casa victoriana. Las estanterías de caoba estaban repletas de relojes de bolsillo y todos los rincones de la estancia conservaban muebles minúsculos lacados en negro y rojo. —Buenos días. Aquí no nos gusta perder el tiempo, así que me presentaré adecuadamente para que no tengas que realizarme ninguna pregunta —dijo Robledo—. Soy coor-dinador de todo lo referente a la Unidad Especial. Apar-te de jefe, relaciones públicas. El nexo de unión entre la agencia especial y el exterior. Y dicho esto… Cristian tardó unos segundos en devolverle el saludo, preguntándose el número de libros que habría en aquella espléndida sala. —Paula me entregó tu informe y me ha parecido opor-tuno citarte para conocerte en persona y saber de primera mano cuáles son tus capacidades. —Le agradezco la oportunidad —dijo Cristian mucho más centrado en la conversación y en reflejar una imagen de persona ilustrada. —Aunque no lo creas en esta sala hay más de doce mil ejemplares. No todos tratan de hipnosis, si es lo que te preguntas. La mayoría son libros de historia.

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—Buena elección —apuntilló Cristian. —¿Qué es para ti la historia? —preguntó el jefe de la agencia— ¿Es agua pasada? ¿Es una fuente de información? ¿Qué supone para ti? Quizá meras suposiciones. —La experiencia que nos facilita el camino a seguir —respondió con autoridad. Robledo comenzó a andar por la estancia observando los títulos marcados en el lomo de los libros. —Bien. ¿Y tu profesión? ¿Por qué quieres dedicarte a la hipnosis terapéutica? Ganarse la vida con esto es muy complicado. ¿No buscas alternativas? —No podría. Hago todo lo que está en mi mano para poder dedicarme a lo que me gusta. La psicología y sobre todo la hipnosis son todo en mi vida. —Sigues sin contestar a mi pregunta. Y una cosa sí quiero dejarte clara. No me gustan los rodeos ni las medias tintas. No es para que te sientas amenazado, es para que aproveches esa información en tu propio beneficio a lo largo de las pruebas del día de hoy. —Entendido. Así lo haré. Y a la pregunta de por qué quiero dedicarme a esta profesión, digamos… Bueno se podría decir que es una obligación de mi conciencia. —No está mal. Y volviendo al tema de la historia. Nos interesa mucho la tuya. Nos llegó a través de nuestra web. Robledo le hizo un gesto con la mano a Paula y la chica sacó un papel, con un examen tipo test, escrito que dejó sobre una mesa. —No te llevará mucho tiempo rellenarlas. Son me-ras preguntas sobre cultura general. Y la segunda página es una especie de prueba, por llamarlo de alguna mane-ra. Simplemente para saber tus conocimientos sobre la

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hipnosis. Supongo que te resultará extraño el proceder que hemos tenido con la entrevista. La verdad es que tenemos una filosofía de empresa un tanto peculiar. Sinceramente, nos diferenciamos del resto. —Hay mucha competencia, es bueno ser original —dijo Cristian ignorando la verdadera naturaleza del negocio. Robledo rió jocosamente. —Más o menos. Más o menos. Paula le dio la vuelta a un reloj de arena de madera y cobre con símbolos astronómicos grabados sobre el cristal. —Por tu bien y por el mío, deberías acabar el test con rapidez. Así que adelante. ¿Te molesta la música, chico? —Para nada. —Un poco de Beethoven, Paula. Yo me marcho, qué-date con él. Mientras, iré preparando el plato fuerte para cuando nuestro invitado salga airoso de este primer envi-te. Querer es poder —repitió Robledo mientras salía de la habitación. Cristian se sentó delante de un escritorio de caoba en una silla del mismo material. Las primeras cuestiones eran demasiado triviales, hablaban sobre capitales de ciudades del mundo, arte e historia. Todas no eran tipo test, por lo que en alguna ocasión, tenía que escribir o argumentar la respuesta con su lápiz de grafito. De fondo sonaba «Claro de Luna» de Ludwig van Beethoven. El cuestionario im-preso en el reverso del papel era más profesional y, a la vez, más personal. Preguntas sobre la hipnosis, sus técnicas y sus consecuencias. Cristian leía con detenimiento cada cuestión y la contestaba con mucha fluidez. Era buen co-nocedor de su profesión. Pero la lectura, cuidadosa con el significado de cada renglón, llegó hasta una cuestión que

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le dejó sumido en la duda. Justo antes de llegar al final de la página, unas frases en modo interrogativo, le pregunta-ban por su experiencia profesional, sus estudios, sus aficio-nes, sus temores o fobias. Esta última pregunta, sin lugar a dudas, era la más complicada de responder. La sinceridad o la mentira. Cristian decidió ser un hombre consecuente y apuntó sobre el papel la palabra «thanatofobia». Firmó con su nombre y su primer apellido. Se levantó del escri-torio de caoba y caminó para entregarle el documento a Paula. La joven esperaba pacientemente sentada en una silla isabelina, de patas torneadas y tapizada en color ma-rrón. Mantenía la vista clavada en Cristian, igual que un policía vigilando el lenguaje corporal de un sospechoso en la sala de interrogatorios. Cristian se acercaba hasta la posición de la chica caminando por encima de la extensa alfombra adornada con colores oscuros. Con cada paso, una preocupación se clavaba profundamente en la sensa-tez del muchacho como un ácido desgastando una plancha de metal. Por su mente revoloteó la sensación de que, con la respuesta referente a su fobia innata, ponía de mani-fiesto su debilidad. Estaba acribillando aquella suculenta oportunidad de encontrar empleo. —Perdona un momento. Este apartado no lo he relle-nado. Quizá esté más nervioso de lo que pensaba en un principio —se justificó Cristian lanzando una sonrisa ino-cente a Paula. —¿No repasas las cosas? Cristian se quedó quieto con el papel en la mano es-perando a que Paula aprobara la rectificación. Tras unos segundos de incertidumbre, la chica señaló con la cabeza el escritorio, consintiendo el acto.

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—Gracias, será sólo un segundo. Con impaciencia, utilizó la goma para borrar el nombre de su temor más grave y a la pregunta de «Padece usted algún tipo de miedo o fobia», Cristian escribió en ma-yúsculas «NINGUNA». Mucho más sereno por el cambio realizado, esta vez sí, le entregó el cuestionario a Paula disculpándose una vez más por el contratiempo. —Por cierto, he traído también un currículum, aunque los datos los he escrito en el examen. —Acompáñame —dijo Paula mientras abría la puerta y quitaba la música—. Supongo que no te habrá resultado difícil. —La verdad, no mucho. —Ahora llega lo interesante. —¿Mi contrato? Paula se giró ocultando las facciones de su rostro y co-menzó a andar por delante de Cristian. El comentario le había hecho sonreír y no quería, bajo ningún concepto, mostrar un ápice de simpatía hacia el chico. El pasillo por el que caminaban era muy ancho, paredes blancas con muchos espejos y puertas a cada lado. Recordaba a la sala de un mu-seo, pues resultaban llamativos los gigantescos lienzos que reflejaban batallas épicas de la historia de la humanidad. —¿Son obras originales? —preguntó Cristian. —¿Eres un experto en arte? —No. Por eso pregunto. —Son todas originales y no están a la venta. El sonido de una puerta al abrirse captó la atención de los dos jóvenes. —Éste es Julio. Es un mal presagio conocerlo —dijo la chica mirándolo de reojo.

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—Todos estos cuadros son propiedad de Robledo, así que más te vale mirarlos desde lejos. O mejor desde tu casa —dijo Julio terminándose un cigarrillo y apagándolo con-tra la pared—. ¿Y tú eres? Cristian tardó unos segundos en contestar, sorprendi-do por la falta de educación mostrada por aquel descono-cido. Julio tenía fama de pendenciero y poco civilizado. Era alto, sólo unos escasos centímetros por debajo de la talla de Robledo. Delgado y adicto a la nicotina. Era su único vicio, pues el jefe de la unidad, tras rehabilitarlo, formalizó un pacto con él donde se le prohibió consumir cualquier tipo de droga dura a cambio de trabajar en la agencia. A Julio le costó sudor y sangre redimirse, pero la vida en las calles era terrorífica y cada día era un infierno. Siendo adolescente, era encarcelado por robo casi todas las semanas. Hipnotizaba a sus víctimas con una facilidad pasmosa y les robaba sin ningún remordimiento. Robledo visitó a un sargento de la Guardia Civil para solucionar unos acontecimientos poco ortodoxos coincidiendo con Julio en el cuartel. El por aquel entonces adolescente, de-claraba tras ser nuevamente detenido por hurto. Robledo escuchó la manifestación casualmente, y de esta forma tan inusual, empezó la vinculación de Julio con la unidad es-pecial. Siempre vestía con camisetas de color verde oliva y una chaqueta de cuero que le engalanaba cada vez que se subía a su moto. Con el pelo rapado y barba descuidada, su imagen no transmitía confianza. Disfrutaba pisando a los débiles. Practicaba natación, todos los días, para eliminar la tensión originada por el trabajo con brazadas llenas de energía, pues sus treinta y dos años de edad así se lo permi-tían.

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—Voy a volver a repetirlo, hasta que alguien me diga que este chico es sordo. ¿Y tú eres? —Soy Cristian Campos. —¿Y? —Y nada. Estamos con las pruebas —dijo Paula, defen-diendo al chico y mostrando una fracción de interés por su situación ante el ataque de Julio. —Entiendo. Otro conejillo de indias. —¿Trabaja contigo? —preguntó Cristian a Paula. —Casi. —Ok. Entonces voy a tomarme la libertad de decirte que no soy ningún conejillo de indias. —Claro que no lo eres. Eres algo peor: un gilipollas. —¿Pero qué dices? —En mi casa yo hablo como me da la gana —advirtió. —Julio, déjate de cuentos —recriminó la chica. —¿Que yo me deje de cuentos? Aquí dentro hay gente con muchas más fantasías que yo. ¡Eso te lo juro! Robledo salió al pasillo, procedente de su despacho y alertado por el ruido. —Por favor señores, seamos sensatos. Estamos per-diendo el sentido común —dijo el jefe de la unidad mi-rando de manera desafiante a Julio—. Paula, llévate al chico a la antesala, enseguida estoy con vosotros. No le expliques nada de la prueba, yo le informaré de todo en unos minutos. —Se te ve el plumero, Robledo —increpó Julio. Paula y Cristian caminaron hasta una puerta que se diferenciaba de las demás por el material con que estaba construida. Una aleación de plomo y acero. La chica te-cleó una clave y giró una ruleta acoplada a la parte dere-

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cha del pórtico antes de abrirlo. Parecía como si entraran en un antiguo búnker alemán. —Espera aquí —indicó Paula, alejándose para reunirse con Robledo que seguía amonestando a Julio. —Ni una tontería más, Julio —dijo el jefe—. Tenemos que dar una imagen educada delante de la gente. No tengo la culpa de que vengas de la calle. O te comportas como una persona o te meto de nuevo en el agujero donde te encontré. —Sabes que no me gustan los cambios —indicó Julio amedrentado por la amenaza—. ¿Qué pinta este majadero aquí? —Esto es como el arte, amigo mío. Renovarse o morir. Ese chico parece que tiene cualidades. Vamos a ver qué tal se comporta a la hora de la verdad. —Tú sabes tan bien como nosotros que la situación está empeorando por momentos. —Paula se colocó a la derecha de Robledo. La jerarquía era muy ostensible en la agencia y la chica se había convertido por méritos pro-pios en el brazo ejecutor de la organización—. Si pasa las pruebas, será bien recibido en la unidad. Además, Cristian es de los tuyos —dijo la chica de forma altiva. —No necesitamos a nadie y menos a otro que se crea lo que no es. Ése no es capaz de controlar la hipnosis. Yo me basto y me sobro. Llevo años ocupándome de todo, ¡hostias! —Lo sé. Pero aquí se hace lo que yo digo. No hagas que me altere. Bastantes preocupaciones tengo ya —advirtió Robledo—. No viene a competir contigo. Viene a demos-trar de lo que es capaz. —¿Qué pasa aquí? ¿Qué yo no demuestro todos los días de lo que soy capaz? No necesitamos a nadie. ¡Mier-da! —rugió Julio.

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—¡Se acabó! —sentenció Robledo—. Tus historietas y tus conjeturas sin sentido te las guardas y te las metes por donde te quepan. Vamos a lo importante. ¿Está el chico preparado? —Está en la antesala. —Vamos a darle un regalito. Julio, ponte a trabajar y estate al tanto. No sabemos si tendremos que hacer la co-lada. Ya me entiendes. —Lo haré con mucho gusto. Y os juro por la tumba de mi madre que ese crío no llegará a ninguna parte. Eso que os quede claro. Robledo y Paula entraron en la sala deseosos de com-probar las capacidades del chico. Julio refunfuñaba en el pasillo maldiciendo su suerte y con la certeza de que Cristian no se dejaría pisar fácilmente. —Perdona a Julio. Es una persona muy… cómo llamar-lo… —analizaba Robledo. —¿Indecente? ¿Intolerable? ¿Poco educada? —pregun-tó Cristian con ironía. Aún seguía dándole vueltas al en-frentamiento. —Digamos que un poco de todo —sonrió el dirigente de la unidad—. Escucha atento. La prueba siguiente po-demos decir que se trata de la parte práctica del día. Ahí dentro hay una persona sedada. —¿Sedada? —Tranquilo. A esa persona vas a practicarle una regre-sión y vas a intentar que ocurra lo mismo que sucedió la última vez con tu paciente. —¿Pero… por qué está sedado? —Por precaución. Es un voluntario que se presta a la prueba. Tenemos todos los papeles firmados. Los efectos de la hipnosis no le sientan bien, eso es todo —explicó Paula.

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—Muy bien resumido. Así que ahora me vas a acompa-ñar. ¿Todo transparente? —Más o menos —contestó el chico muy nervioso. Paula marcó un código en otro panel de seguridad y una puerta de acero de ocho centímetros de grosor se levantó gracias a un mecanismo muy sofisticado. Una nueva puerta de cristal se abrió igualmente dejando paso a Robledo, Cristian y Paula. En el interior de la sala, es-peraban Raquel y Eduardo y un hombre de unos cuarenta años sentado sobre una silla giratoria. El paciente apare-cía conectado a un monitor, en el cual se manifestaba su ritmo cardíaco y la presión arterial. Se trataba del señor que, días atrás, Paula había capturado en el callejón. Per-manecía atado de pies y manos mediante unas correas de cuero y vestido con un pijama negro que contrastaba con las paredes blancas y los gigantescos ventanales de cristal reflectante que disponía la habitación. Tenía los ojos cerrados; permanecía completamente inmóvil justo en el centro de aquella estancia diáfana que podría pasar perfectamente por la habitación de un centro psiquiá-trico, de no ser porque carecía de paredes acolchadas y disponía de las ya citadas ventanas. —Te presento a Raquel y a Eduardo. Son nuestros «psi-coquinésicos». Ellos valorarán también tus aptitudes y se-rán los encargados de que todo discurra con normalidad. Hazme caso, no te preocupes por el paciente. Está atado por seguridad, nada más —reiteró Robledo—. Quería co-mentarte algo. Aspecto emocional aparte, como psicólo-go, sabrás que el ser humano utiliza normalmente un tanto por ciento muy escaso de su capacidad cerebral, aunque en los días que corren, hay quien no utiliza ni el uno por cien-

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to. No quiero presionarte, pero para la siguiente prueba se necesita poseer un coeficiente intelectual poderoso. Cristian intentó concentrarse tratando de no dejarse influenciar por los nervios. —Podríamos haberte obligado a hacer uno de esos jue-guecitos de combinaciones y series para calcular tu coefi-ciente intelectual, pero la práctica siempre vence a la teoría. Así que concéntrate, si necesitas cualquier cosa no dudes en pedirla. Quizá te la demos. —¿Qué buscamos? ¿Algún momento en concreto? —preguntó Cristian. —Poco a poco, chico. Te iré indicando mientras prac-ticas la regresión. —¿Estás listo? —preguntó Paula. Cristian miró con seguridad a la chica, inspiró profun-damente y se colocó delante del paciente. —Raquel, Eduardo ¿todo preparado? —Todo preparado —ratificaron a dúo. El jefe de la organización, y principal examinador de Cristian, quería ver en acción al chico. Al mismo tiempo, a través de una cámara de seguridad colocada en una esquina de la habitación, se disponía a grabar la prueba práctica. —Paula, por favor, despierta a nuestro querido invitado. La joven mojó una pequeña esponja en un líquido es-pecial contenido en el interior de una pipeta de cristal. Con determinación, la acercó a la nariz del cautivo. Al instante y como por arte de magia, el individuo despertó igual que un durmiente sobresaltado por un trágico sueño. Al comprobar el lugar donde se encontraba y ante la inca-pacidad de moverse, enfureció y comenzó a arrojar gritos virulentos al mismo tiempo que trataba de zafarse de las

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correas que lo inmovilizaban. Paula, intransigente, le gol-peó en el rostro con tanta violencia que el griterío cesó al instante. —¡Calla! —gritó mirando a los ojos grises y pálidos del sujeto—. No quiero oírte hablar en toda la sesión. ¡Ni una sola palabra! El paciente forcejeó de nuevo y recibió otro duro co-rrectivo por parte de la chica. Robledo disfrutaba viendo a Paula ejercer su profesión. Era la ayudante perfecta. —Ella os conoce, y pronto sabrá dónde os escondéis —dijo el paciente retando a los presentes—. Os conoce y conoce vuestros miedos. Desde los primeros vestigios de la humanidad queréis darnos caza y aún no habéis aprendido nada sobre nosotros. ¡Sois patéticos! Cristian no entendía absolutamente nada, pero sabía con certeza que aquella situación acabaría de forma belicosa. —Cristian, ¡adelante! Es sólo un loco —dijo Robledo. A través de un mando, no más grande que un encende-dor, activó la cámara que, automáticamente, inició la trans-misión de imágenes hasta la sala informatizada de Santi. —No te preocupes, necesita terapia, igual que tus clientes —continuó—. Es el momento de demostrar lo que eres capaz de hacer. —Este paciente no tiene predisposición para ser hip-notizado. En este estado no voy a conseguir nunca que sus ondas cerebrales disminuyan. Además, tiene algo extraño en los ojos, un color… este señor padece alguna enferme-dad, ¿no lo estáis viendo? —Los ojos son el espejo del alma —puntualizó Eduardo. —¿Qué significa todo esto? —¿Tan pronto tiras la toalla? —preguntó Paula.

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—Nada de lo que está ocurriendo tiene sentido. ¿Todo esto es una tomadura de pelo? Os lo estáis pasando bien, ¿verdad? —Es tu oportunidad, chico. Tendrás todas las respues-tas que quieras pero antes haz tu trabajo. —¡No! —¡Hipnotízalo, ahora mismo! ¡Ahora mismo! Sé que eres capaz —alentó el jefe. Ninguna persona, salvo su madre y Martín, le había dicho a Cristian que creía en sus posibilidades. Nadie en todos los años que llevaba buscando un trabajo importan-te. Jamás. Cristian se concentró, luchó por abstraerse de todo. Su materia cerebral comenzó a funcionar como la sala de calderas de un antiguo ferrocarril, esgrimiendo la confianza de Robledo a modo de combustible afectivo y sentimental. —Relájate —repitió. —Bien, chico, bien. Vas por buen camino. En cuestión de segundos el paciente quedó a merced de la voluntad de Cristian. Nunca había realizado una hip-nosis en tan poco tiempo, pero la confianza que Robledo parecía tener en él le sirvió de revulsivo. —Ya lo tienes —dijo Paula. Estaba satisfecha. De algu-na manera se sentía responsable. —Ahora viene lo complicado, chico —añadió Roble-do—. Lo que voy a contarte te parecerá mentira, pero si te concentras lo suficiente, conseguirás crear un vínculo entre tu mente y la mente de tu paciente. Podrás ver lo que él ve y vivir las experiencias vividas por él. Cristian estuvo a punto de realizar otra pregunta ante aquella insólita afirmación.

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—No hables. Limítate a concentrarte y crear esa unión. Adelante. ¡Querer es poder! Cristian volvió a respirar profundamente y su concen-tración aumentó, al igual que sus pulsaciones. No razonaba, pues si lo hiciera, ya se habría retirado de aquella misteriosa habitación. Tenía los ojos cerrados pero poco a poco co-menzó a vislumbrar una luz que cada vez se hizo más po-tente, como la fase final de un eclipse solar donde la luna lentamente se retira para dejar paso al brillo incondicional del astro rey. En cuestión de segundos, Cristian visualizaba miles de recuerdos que, a modo de autopista acondicionada con decenas de carriles, circulaban en todos los sentidos sin orden aparente por la mente de su paciente. —Lo veo ¡Veo sus recuerdos! No entiendo cómo ha ocurrido pero lo he conseguido —dijo Cristian excitado. —Perfecto, chico. No pierdas la concentración porque todavía tengo que pedirte que hagas varias cosas más. Cristian no abría los ojos, sus dedos se hundían en la sien del hipnotizado. Luchaba por no perder aquella mági-ca conexión que nunca antes había experimentado. —Quiero que te traslades hasta los primeros años de vida de esta persona —pidió Robledo—. Hasta sus prime-ros años de vida. ¿Entendido? Cristian contrajo el rostro. —Cuando te lo pida, quiero que retrocedas hasta el día de tu quinto cumpleaños —ordenó Cristian a su pacien-te—. Un, dos, tres, ¡ahora! Los recuerdos del hipnotizado recularon hasta esa época y Cristian, mediante el vínculo establecido con su paciente, observó aquellos momentos como si estuviera presenciando un documental sobre la biografía de un ilustre personaje.

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—Lo tengo. —Bien. Vamos a animar un poco la situación. Robledo miró a Raquel y Eduardo, los dos estaban con-centrados y le hicieron un gesto atestiguando que todo se-guía su cauce. —Ahora, quiero que retrocedas aún más —añadió el jefe de la unidad. —¿Hasta el día de su nacimiento? —preguntó Cristian. —Mucho antes. —No lo comprendo. —La vida que estás presenciando es la vida de la perso-na física que tienes delante. Pero dentro de él hay mucho más. Tienes que superar la barrera. —No entiendo de qué barrera me hablas. ¡No entien-do nada de lo que está pasando! —No pierdas el vínculo, Cristian. Eso es lo importan-te. Sigue concentrado. Ni se te ocurra estropearlo ahora, ¿comprendido? —preguntó adustamente Robledo. Cristian se serenó. Volvió a concentrarse de nuevo. No tenía otra alternativa. —Quiero que retrocedas hasta… Cristian no sabía qué mandato transmitir a su paciente. Se encontraba consternado. —¡Hasta su anterior vida! —gritó Paula. —¡Ordénaselo! ¡Ahora! —exclamó Robledo coaccio-nando al muchacho. —Quiero que retrocedas hasta tu vida anterior —re-puso Cristian mientras apretaba, aún más sus dedos contra la sien del hipnotizado—. ¡Quiero que retrocedas hasta mediados del siglo… diecisiete! —Bien dicho, chico.

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Los recuerdos se esfumaron, y en su lugar, apareció una irradiación cegadora. Como una puerta a una dimensión oculta a la sapiencia humana. Una claridad, aún más bri-llante que la anterior. El resplandor se dispersó sutilmente y en su lugar surgió una ciudad característica de mediados del siglo diecisiete. —Ha funcionado. El vínculo sigue intacto. Por la apa-riencia creo que estoy en Londres —Cristian estaba ma-ravillado y, a la vez, exhausto por el esfuerzo—. ¡Es algo increíble! El paciente comenzó a departir en inglés frases sin sen-tido con un acento muy refinado. —Bien, chico. Describe lo que ves. —Estoy en una plaza calcinada. Por la forma de las ma-nos y la ropa, creo que los recuerdos son de una mujer. —No debe extrañarte —reseñó Robledo. —Hay señoras hablando. No domino con destreza el inglés, pero comentan algo sobre un grave incendio. —El famoso incendio de Londres —apuntó Eduardo. Robledo asintió con la cabeza confirmando el comen-tario de su empleado. —Ese incendio calcinó cuatro quintas partes de la ciu-dad. Normal que parezca el infierno. Retrocede más —or-denó el director de la unidad. —¿Es posible? —En el punto en el que estás es posible cualquier cosa. Sólo ten en cuenta que ya no estás observando los recuer-dos de la persona que habías hipnotizado. Has cruzado la barrera, y todos esos recuerdos que ves son de un etéreo poseedor de cuerpos, o como nosotros lo llamamos, un «anífago».

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—¿Qué es un «anífago»? —preguntó alterado. —Todo a su tiempo, todo a su tiempo. Ahora retrocede más, hasta el momento de su nacimiento. —¿Otra vez? Ya lo hice. —No te confundas, te repito que todos esos recuerdos no pertenecen a un ser humano. Haz lo que te digo, ya falta poco. ¡Hazlo! —Estoy en ello. Cristian volvió a tomar aire lentamente y esta vez espe-ró unos minutos para volver a concentrarse. —Te ordeno… —carraspeó intranquilo— que retroce-das hasta el momento de tu nacimiento. ¡Ahora! Las percepciones dentro de la mente de aquel presumi-ble paciente comenzaron a variar. La revolución francesa, las cruzadas, acontecimientos históricos que poseían una particularidad. Los recuerdos correspondían a personas dis-tintas. De distinto sexo, raza y edad. Las diversas épocas llegaban y se iban. Cristian estaba sumido en un viaje tem-poral a lo largo de la historia de la civilización. Desde la edad contemporánea, hasta el año cuatro mil cien antes de Cristo. Las evocaciones se detuvieron en una ciudad sume-ria, a las orillas del Eúfrates. Fuera de las murallas, extensas hectáreas de cultivo y zonas dedicadas al pastoreo. En una pequeña aldea, alejada de las fortificaciones de la ciudad, en el interior de una casa construida con barro, una mujer joven daba a luz a un niño en ese preciso instante. —Veo a través de los ojos de un recién nacido. Estoy dentro de una choza. Parece una civilización muy antigua, es de noche y fuera parece que está lloviendo. —Lo has conseguido. Todo terminará en unos segun-dos. Ahora quiero que borres ese recuerdo, que elimines

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