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Carlo Collodi Las aventuras de Pinocho Traducción y notas de Guillermo Piro XXVII Gran pelea entre Pinocho y sus compañeros; al resultar uno herido, Pinocho es arrestado por los guardias. Al llegar a la playa, Pinocho echó un gran vistazo al mar; pero no vio ningún Tiburón. El mar estaba tranquilo como un espejo. —¿Dónde está el Tiburón? —preguntó, dirigiéndose a sus compañeros. —Se habrá ido a comer —respondió uno de ellos, riendo. —O se habrá ido a la cama a echarse un sueñito —agregó otro, riendo más fuerte aún. Pinocho, por aquellas respuestas incongruentes y por aquellas risotadas necias, comprendió que sus compañeros le habían jugado una mala pasada, haciéndole creer algo que no era cierto; se lo tomó muy a mal y les dijo, enfa- dado: —¿Y ahora? ¿Qué gracia le encuentran a haberme hecho creer la historia del Tiburón? —¡Mucha gracia!... —respondieron a coro aquellos pillos. —¿Y cuál sería? —El haberte hecho perder la escuela y hacerte venir con nosotros. ¿No te avergüenza ser todos los días tan puntual y tan diligente en las lecciones? ¿No te avergüenza estudiar tanto? —¿Y si yo estudio, a ustedes qué les importa? —A nosotros nos importa muchísimo, porque nos obligas a hacer un mal papel ante el maestro... —¿Por qué? Permitida la reproducción no comercial, para uso personal y/o fines educativos. Prohibida la reproducción para otros fines sin consentimiento escrito de los autores. Prohibida la venta. Publicado y distribuido en forma gratuita por Imaginaria: http://www.imaginaria.com.ar

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Carlo Collodi

Las aventuras de PinochoTraducción y notas de Guillermo Piro

XXVIIGran pelea entre Pinocho y sus compañeros;

al resultar uno herido,Pinocho es arrestado por los guardias.

Al llegar a la playa, Pinocho echó un gran vistazo al mar; pero no vio ningún Tiburón. El mar estaba tranquilo como un espejo.

—¿Dónde está el Tiburón? —preguntó, dirigiéndose a sus compañeros.—Se habrá ido a comer —respondió uno de ellos, riendo.—O se habrá ido a la cama a echarse un sueñito —agregó otro, riendo

más fuerte aún.Pinocho, por aquellas respuestas incongruentes y por aquellas risotadas

necias, comprendió que sus compañeros le habían jugado una mala pasada, haciéndole creer algo que no era cierto; se lo tomó muy a mal y les dijo, enfa-dado:

—¿Y ahora? ¿Qué gracia le encuentran a haberme hecho creer la historia del Tiburón?

—¡Mucha gracia!... —respondieron a coro aquellos pillos.—¿Y cuál sería?—El haberte hecho perder la escuela y hacerte venir con nosotros. ¿No

te avergüenza ser todos los días tan puntual y tan diligente en las lecciones? ¿No te avergüenza estudiar tanto?

—¿Y si yo estudio, a ustedes qué les importa?—A nosotros nos importa muchísimo, porque nos obligas a hacer un

mal papel ante el maestro...—¿Por qué?

Permitida la reproducción no comercial, para uso personal y/o fines educativos. Prohibida la reproducción para otros fines sin consentimiento escrito de los autores. Prohibida la venta. Publicado y distribuido en

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—Porque los alumnos que estudian hacen quedar mal a los que, como nosotros, no tienen ganas de estudiar. ¡Y nosotros no queremos quedar mal! ¡Tenemos también nuestro amor propio!...

—¿Y entonces qué debería hacer para darles el gusto?—Debes aburrirte tú también de la escuela, de las clases y del maestro,

que son nuestros grandes enemigos.—¿Y si yo quisiera seguir estudiando?—No te volveremos a mirar a la cara, ¡y a la primera ocasión, las pagarás!...—De verdad que casi me hacen reír —dijo el muñeco encogiéndose de

hombros.—¡Eh, Pinocho! —gritó entonces el más grande de aquellos mucha-

chos, acercándose—. No vengas a hacerte el bravucón, no te hagas el gallito!... ¡Porque así como tú no nos temes, nosotros no te tememos! Recuerda que estás solo y que nosotros somos siete.

—Siete, como los pecados capitales —dijo Pinocho con una gran risotada.—¿Oyeron? ¡Nos acaba de insultar! ¡Nos comparó con los pecados capitales!...—¡Pinocho! ¡Pídenos perdón por habernos ofendido... si no, tendrás

problemas!...—¡Cucú! —contestó el muñeco, tocándose la punta de la nariz con el

índice en señal de burla.—¡Pinocho! ¡Terminarás mal!...—¡Cucú!—Recibirás más palazos que un burro!...—¡Cucú!—¡Volverás a casa con la nariz rota!...—¡Cucú!—¡El cucú te lo voy a dar yo! —gritó el más atrevido de aquellos pillos—.

¡Toma esto a cuenta y guárdatelo para la cena de esta noche!Y diciendo esto le dio un puñetazo en la cabeza.Pero, como suele decirse, fue dar y recibir, porque el muñeco, como era

de esperar, respondió enseguida con otro puñetazo; y en un instante el com-bate se hizo general y encarnizado.

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Pinocho, aunque estaba solo, se defendía como un héroe. Con sus pies de madera durísima trabajaba tan bien que tenía siempre a sus enemigos a respetuosa distancia. Allí donde sus pies conseguían llegar dejaban siempre un moretón a manera de recuerdo.

Entonces los muchachos, rabiosos al no poder medirse con el muñeco cuerpo a cuerpo, pensaron en echar mano a unos proyectiles y, desanudando las correas con que llevaban atados sus libros de escuela, comenzaron a tirarle con los Silabarios, las Gramáticas, los Giannetinos, los Minuzzolos, los Cuen-tos de Thouar, el Pollito de la Baccini y otros libros de escuela; pero el muñeco, que era rápido y avispado, los esquivaba a tiempo, y los libros, pasándole por encima de la cabeza, terminaba todos en el mar.

¡Imagínense los peces! Los peces, creyendo que los libros eran comes-tibles, corrían en bandadas a ras del agua, pero después de haber saboreado alguna página o alguna tapa escupían haciendo una mueca con la boca que parecía querer decir: “No es para nosotros: ¡estamos acostumbrados a comer cosas mejores!”

Ilustración de Carlo Chiostri (1901)

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El combate se volvía cada vez más feroz, cuando de pronto un gran Cangrejo, que había salido del agua y poco a poco se había arrastrado por la playa, gritó con voz de trombón resfriado:

—¡Termínenla, bribones, que no son más que eso! Estas peleas entre muchachos raramente terminan bien. ¡Siempre sucede una desgracia!...

¡Pobre Cangrejo! Igual que si hubiese predicado en el desierto. El bribón de Pinocho, volviéndose y mirándolo con desprecio, le dijo groseramente:

—¡Cállate, Cangrejo de mal agüero! Más te valdría chupar dos pastillas de liquen para curarte ese resfrío que tienes. ¡Vete mejor a la cama, y procura sudar mucho!

Entretanto los muchachos, que ya habían terminado de tirar todos sus libros, vieron a poca distancia el atado de libros del muñeco y se apoderaron de ellos en menos de lo que canta un gallo.

Entre estos libros estaba uno encuadernado en cartón grueso, con el lomo y los bordes de pergamino. Era un Tratado de Aritmética. ¡Dejo que ustedes imaginen lo pesado que era!

Uno de aquellos bribones se apoderó del libro y, apuntando a la cabeza de Pinocho, lo lanzó con todas sus fuerzas, pero en vez de darle al muñeco le pegó en la cabeza a uno de sus compañeros, el cual se volvió blanco como un papel, y no dijo más que estas palabras:

—¡Oh, madre mía, ayúdame... que me muero!Y cayó cuando largo era sobre la arena de la playa.Al ver a aquel niño muerto, los muchachos, asustados, se dieron a la

fuga, y en pocos minutos se perdieron de vista.Pinocho se quedó allí, y aunque a causa del dolor y el susto él también

estaba más muerto que vivo, corrió a mojar su pañuelo en el agua del mar y se puso a mojar las sienes de su pobre compañero de escuela. Y mientras, deses-perado, lloraba a lágrima tendida, lo llamaba por su nombre y le decía:

—¡Eugenio!... ¡Pobre Eugenio mío!... Abre los ojos Eugenio... Si los mantienes cerrados harás que me muera yo también... ¡Oh, Dios mío! ¿Cómo haré ahora para volver a casa?... ¿Qué será de mí?... ¡A dónde huiré?... ¿Dónde podré esconderme?... ¡Oh! ¡Cuánto mejor sería que hubiese ido a la escuela!...

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¿Por qué les habré hecho caso a mis compañeros, que son mi condena?... ¡Y el maestro me lo había dicho!... Y mi mamá lo había repetido: “Cuídate de las mala compañías”. ¡Pero yo soy un testarudo... un cabeza dura... dejo hablar a todos y después hago lo que mejor me parece! Y luego me toca pagar... Y así es como, desde que vine al mundo, no tuve nunca ni un cuarto de hora de tran-quilidad. ¡Dios mío! ¿Qué será de mí? ¿Qué será de mí? ¿Qué será de mí?...

Y Pinocho seguía llorando, berreando, dándose golpes en la cabeza y lla-mando por su nombre al pobre Eugenio, cuando de golpe oyó el ruido sordo de unos pasos que se acercaban.

Se volvió: eran dos guardias.—¿Qué haces tirado en el suelo? —le preguntaron a Pinocho.—Asisto a mi compañero de escuela.—¿Está enfermo?—¡Parece que sí!...—¡Otra que enfermo! —dijo uno de los guardias, inclinándose y obser-

vando a Eugenio de cerca—. Este muchacho ha sido herido en la cabeza. ¿Quién lo ha hecho?

—Yo no —balbuceó el muñeco, casi sin aliento.—Si no fuiste tú, ¿quién lo hirió, entonces?—Yo no —repitió el muñeco.—¿Y con qué lo han herido?—Con este libro.Y el muñeco recogió del suelo el Tratado de Aritmética, encuadernado

en cartón y pergamino, para mostrárselo a los guardias.—¿Y este libro de quién es?—Mío.—Basta ya entonces. No hay nada más que decir. Levántate enseguida

y ven con nosotros.—Pero yo...—¡Ven con nosotros!—Pero yo soy inocente...—¡Ven con nosotros!

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Antes de partir los guardias llamaron a algunos pescadores que en ese momento pasaban con su barca cerca de la playa y les dijeron:

—Les confiamos este muchacho, que ha sido herido en la cabeza. Llé-venlo a vuestra casa y cuídenlo. Mañana iremos a verlo.

Entonces se dirigieron a Pinocho, y después de ponerlo en medio de los dos le ordenaron con acento militar:

—¡Adelante! ¡Y camina rápido! ¡Si no, será peor!

Ilustración de Charles Copeland (1904)

Sin hacérselo repetir, el muñeco comenzó a caminar por aquella senda que conducía al pueblo. Pero el pobre diablo ya ni siquiera sabía en qué mundo se encontraba. Le parecía estar soñando. ¡Y qué mal sueño! Estaba fuera de sí. Sus ojos veían todo doble. Las piernas le temblaban. La lengua se le había quedado pegada al paladar y no podía articular una sola palabra. Y sin embargo, en medio de aquella especie de estupidez y embotamiento, una espina agudísima le atravesaba el corazón: el pensamiento de tener que pasar bajo las ventanas de la casa de su buena Hada flanqueado por los guardias. Hubiese preferido la muerte.

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Ya habían llegado y estaban por entrar en el pueblo cuando una jugue-tona ráfaga de viento arrebató el gorro de la cabeza de Pinocho, llevándoselo a una docena de pasos de allí.

—¿Me permiten —preguntó el muñeco a los guardias— que vaya a recoger mi gorro?

—Ve, pero vuelve enseguida.

Ilustración de Attilio Mussino (1911)

El muñeco fue, recogió el gorro... pero en vez de volver a ponérselo en la cabeza se lo puso entre los dientes, y después comenzó a correr a toda prisa hacia la playa. Corría como una bala.

Los guardias, juzgando que hubiese sido difícil alcanzarlo, largaron tras él un gran mastín que había ganado el primer premio en todas las carreras de perros. Pinocho corría, y el perro corría más que él, por lo que la gente se asomaba a las ventanas y se agolpaba en medio de la calle, ansiosa de ver cómo terminaba aquella feroz carrera. Pero no pudo darse el gusto porque el mastín y Pinocho levantaron en el camino tanta polvareda que después de pocos minutos no fue posible ver nada más.

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Ilustración de Carlo Chiostri (1901)

XXVIIIPinocho corre peligro de que lo frían en una sartén,

como un pescado.

Durante aquella carrera desesperada hubo un momento terrible, un momento en que Pinocho se creyó perdido. Porque hay que saber que Ali-doro (1) (éste era el nombre del mastín) a fuerza de correr y correr casi lo había alcanzado.

Basta decir que el muñeco sentía a sus espaldas, a un palmo de distancia, el jadear anhelante de aquel animal, e incluso sentía el aliento cálido de sus resoplidos.

Por suerte la playa ya estaba cerca y el mar se veía a pocos pasos.Apenas pisó la playa, el muñeco dio un bellísimo salto, como el que

hubiese podido dar una rana, y fue a caer en medio del agua. Alidoro, en cambio, quería detenerse; pero llevado por el ímpetu de la carrera él también entró en el agua. Y aquel desgraciado no sabía nadar, por lo que enseguida comenzó a patalear para mantenerse a flote. Pero más pataleaba, más se le hundía la cabeza en el agua.

Cuando volvió a sacar la cabeza afuera, el pobre perro tenía los ojos aterrorizados y fuera de las órbitas, y, ladrando, gritaba:

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—¡Me ahogo! ¡Me ahogo!—¡Muérete! —le dijo, desde lejos, Pinocho, que ya se veía fuera de peligro.—¡Ayúdame, Pinocho mío!... ¡Sálvame de la muerte!Al oír esos gritos desgarradores, el muñeco, que en el fondo tenía un

corazón de oro, se compadeció, y volviéndose hacia el perro le preguntó:—¿Me prometes que, si te ayudo a salvarte, no me molestarás más ni

volverás a perseguirme?—¡Te lo prometo! ¡Te lo prometo! Date prisa, por favor, porque si tardas

más de medio minuto no hay quien me salve.Pinocho dudó un poco; pero después, recordando que su padre le había

dicho muchas veces que uno nunca se arrepiente de una buena acción, nadó hasta Alidoro y tomándolo por la cola con las dos manos lo llevó sano y salvo hasta la arena seca de la playa.

Ilustración de Carlo Chiostri (1901)

El pobre animal no se tenía en pie. Sin quererlo, había bebido tanta agua salada que estaba hinchado como un globo. Por otra parte el muñeco, no fiándose demasiado, estimó prudente volver a arrojarse al mar; y alejándose de la playa le gritó al amigo que acababa de salvar:

—¡Adiós, Alidoro, buen viaje y saludos a la familia!—Adiós Pinocho —respondió el perro—; mil gracias por haberme

librado de la muerte. Me has hecho un gran favor, y en este mundo todo tiene su recompensa: Si se presenta la ocasión, podrás comprobarlo.

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Pinocho siguió nadando, manteniéndose siempre cerca de la costa. Finalmente le pareció haber llegado a un lugar seguro, y echando una mirada a la playa vio sobre los escollos una especie de gruta, de la cual salía un larguí-simo penacho de humo.

—En aquella gruta —dijo entonces para sí— debe de haber un fuego. ¡Tanto mejor! Iré a secarme y calentarme. ¿Y después?... Después que pase lo que pase.

Tomada esta resolución, se acercó a la orilla; pero cuando estaba por treparse, sintió algo debajo del agua que subía, subía, subía y lo elevaba por los aires. Inmediatamente trató de huir, pero ya era tarde, porque para su gran sorpresa se encontró encerrado dentro de una gran red en medio de un montón de peces de todas formas y tamaños, que coleaban y se debatían como almas desesperadas.

Y al mismo tiempo vio salir de la gruta a un pescador tan feo, pero tan feo, que parecía un monstruo marino. En vez de cabellos tenía sobre la cabeza una espesa mata de hierba verde; verde era la piel de su cuerpo, verdes los ojos, verde la larguísima barba, que le llegaba hasta los pies. Parecía un enorme lagarto parado sobre las patas de atrás.

Ilustración de Enrico Mazzanti (1883)

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Cuando el pescador terminó de sacar la red del mar, gritó, loco de con-tento:

—¡Providencia bendita! ¡Hoy también podré darme un buen atracón de pescado!

—¡Menos mal que yo no soy un pez! —dijo Pinocho para sus adentros, recobrando un poco de valor.

La red llena de pescados fue llevada dentro de la gruta, una gruta oscura y llena de humo, en medio de la cual borboteaba una gran sartén llena de aceite, que exhalaba un olor que cortaba la respiración.

—¡Ahora veamos qué pescados tenemos hoy! —dijo el pescador verde; y metiendo en la red una manaza tan desproporcionada que parecía una pala de panadero, sacó un puñado de salmonetes.

—¡Qué buenos salmonetes! —dijo, mirándolos y oliéndolos con deleite. Y después de haberlos olido los echó en un recipiente sin agua.

Después repitió varias veces la misma operación, y a medida que iba sacando otros pescados, se le hacía agua la boca y alborozado decía:

—¡Qué buenas pescadillas!...—¡Qué exquisitos mújoles!...—¡Qué deliciosos lenguados!...—¡Qué espléndidos peces—araña!...—¡Qué lindas sardinas, con cabeza y todo!...Como pueden imaginar, las pescadillas, los mújoles, los lenguados, los

peces—araña y las sardinas terminaron todos mezclados en el recipiente, en compañía de los salmonetes.

Lo último que quedaba en la red era Pinocho.Apenas el pescador lo sacó, abrió maravillado sus ojazos verdes, gri-

tando, casi asustado:—¿Qué clase de pescado es éste? ¡No recuerdo haber comido nunca un

pescado así!Y volvió a mirarlo atentamente, y después de haberlo mirado bien por

todos los costados, dijo:—Entiendo: debe de ser un cangrejo de mar.

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Ilustración de Luigi E. Augusta Cavalieri (1924)

Entonces Pinocho, mortificado al ver que lo confundían con un can-grejo, dijo con resentimiento.

—¡Qué cangrejo ni ocho cuartos! ¡Mire cómo me trata! Yo, para que lo sepa bien, soy un muñeco.

—¿Un muñeco? —replicó el pescador—. Es como yo digo, ¡el pez—muñeco es algo nuevo para mí! ¡Mejor así! Te comeré con ganas.

—¿Comerme? ¿Pero puede entender que yo no soy un pescado? ¿No oye que hablo y que razono como usted?

—Es verdad —agregó el pescador—, y como veo que eres un pescado, que tienes la suerte de hablar y razonar, como yo, voy a tener contigo toda clase de consideraciones.

—¿Y estas consideraciones cuáles serían?...—En señal de amistad y de particular estima te dejaré elegir el modo en

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que quieres ser cocinado (2). ¿Deseas ser freído en la sartén o prefieres que te cocine en la olla con salsa de tomate?

—A decir verdad —respondió Pinocho—, si tengo que elegir, prefiero que me deje libre para poder volver a mi casa.

—¡Estás bromeando! ¿Te parece que tengo ganas de perderme la ocasión de probar un pescado tan raro? No es común pescar un pez—muñeco en estos mares. Déjame a mí: te freiré en la sartén junto con los otros pescados y te sentirás a gusto. Ser freído en compañía siempre es un consuelo.

El infeliz Pinocho, al oír esto, comenzó a llorar, a gritar y a pedir cle-mencia, y llorando decía:

—¡Cuánto mejor sería que hubiese ido a la escuela!... ¡Les hice caso a mis compañeros y ahora lo estoy pagando!... ¡bua, bua, bua!...

Y como se retorcía como una anguila y hacía esfuerzos increíbles para escurrirse de las garras del pescador verde, éste tomó una vara de junco, y después de atarle las manos y los pies, como un salame, lo arrojó al recipiente con los demás.

Después, habiendo sacado un tarro de madera lleno de harina, se puso a enharinar todos los pescados; y a medida que los iba enharinando, los tiraba dentro de la sartén para que se frieran.

Los primeros que se pusieron a bailar en el aceite hirviendo fueron las pobres pescadillas, después les tocó a los peces—araña, después a los mújoles, después a los lenguados y a las sardinas, y después le tocó el turno a Pinocho. El cual, viéndose tan cerca de la muerte (¡y qué fea muerte!) fue presa de tal temblor y de tanto miedo que ya no tuvo ni voz para pedir clemencia.

¡El pobrecito pedía clemencia con los ojos! Pero el pescador verde, sin prestarle atención, le dio cinco o seis vueltas en la harina, enharinándolo tan bien de la cabeza a los pies que parecía haberse vuelto un muñeco de yeso.

Después lo tomó por la cabeza y... (3)

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Notas del traductor

(1) “Alidoro”: Collodi atribuye al mastín el nombre de un protagonista del poema caballe-resco Amadigi (Amadís) (1560), de Bernardo Tasso (padre de Torcuato, el autor del poema épico Jerusalén liberada).

(2) Amable concesión que recuerda al gigante Polifemo que, en señal de hospitalidad, pre-tende comerse a Ulises en último lugar, después de haber hecho lo mismo con sus compa-ñeros (Odisea, cap. IX)

(3) Gerardo Deniz se pregunta: “¿Estaban en buenas relaciones los carabinieri con el espantoso pescador verde, capaz de antropofagia o, cuando menos titerofagia? ¿Pagaba este monstruo sus impuestos? O veámoslo de otra manera: al autor de aquel sesudo libraco de aritmética, ¿le parecería natural que, en las afueras de un puerto civilizado y ducho en números, viviera semejante troglodita? Singular vecindad del salvajismo y la cultura. Hace recordar viejos cuadros, como los de San Jorge de Carpaccio: el dragón no es vencido en un paraje agreste, sino entre casas medievales elegantes. Por el suelo, eso sí, hay pedazos de víctimas. La tensión naturaleza—cultura es extrema, insostenible (...). Luego, consumada la proeza, el heroico santo (...) reúne escasos admiradores. Se imagina uno a cualquier niño mirando casualmente por la ventana de alguna de las casas:“—Ven a ver, mamá, un señor está matando al dragón.“Y la señora, sin interrumpir por tan poca cosa los quehaceres domésticos.“—Qué bien, porque era una lata ese animal. Se comía a todo el mundo.”(Deniz, op cit.).