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CARAMELOS SURTIDOS. SELECCIÓN, PRÓLOGO Y NOTAS:. NELI GARRIDO DE RODRIGUEZ. EDICIONES ORIÓN. PRÓLOGO EXCLUSIVO PARA LOS CHICOS. Leer un libro es una emocionte aventura; un se introduce en un mundo desconocido donde puede encontrar mil y una sorpresas en el camino. Y, cuando el libro es de cuentos y los cuentos de varios autores, la aventura puede ser muy divertida. Se preguntarán por qué. Vamos a decir que es algo así como cuando nos ponen frente a una hermosa caja de caramelos surtidos y nuestros ojos tratan de adivinar mientras se nos hace agua la boca: ¿qué gusto tendrá ése tan rojo y brillante? ¿y aquel verde y transparante? ¿tendrá relleno ese marrón? ¿y éste, tan envuelto y redondo? Si bien tomamos uno ( porque somos educaditos) la verdad... queremos probarlos todos. No de golosos !qué esperanza!; queremos saber cual nos gusta mas. Porque ésa es la gracia de los caramelos surtidos: todos son diferentes. Y diferentes son también los cuentos que figuran en este libro ya que cada autor escribe de distinta manera, tiene su estilo particular de decir Ias cosas y también distintas cosas que contar. Y aun cuando lo que nos cuentan fuera lo mismo, la forma de decirlo hace que el cúento nos guste más o menos. Por eso, de alguno nos gustará más la manera en que está escrito, de otro el contenido; en muchos podremos gazar de la gracia con que las palabras están reunidas, de las frases pintorescas, de las comparaciones poéticas, de las situaciones disparatadas; en otros apreciar el valor de la palabra desnuda, sin adornos, pero de gran significado. Un cuento puede hacer reir, sonreír, entristecer, pensar, imaginar... Acaso después de leerlo deje muy adentro un leve gustito dulce, o ácido, o tal vez ¿pór qué no?, un poquito amargo. Lo dicho: como los caramelos surtidos y, como a ellos, hay que paladearlos lentamente para descubrir su sabor y poder elegir. Eso pretenden los que escriben. Y ahora que viene al caso, les cuento: Cuando yo era chica creía que los escritores eran unos señores muy serios y acartonados, que se lo pasaban sentados frente a un escritorio mañana, tarde y noche, escribe que te escribe con una pluma de ganso que mojaban en la tinta de un tintero

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CARAMELOS SURTIDOS. SELECCIÓN, PRÓLOGO Y NOTAS:. NELI GARRIDO DE RODRIGUEZ. EDICIONES ORIÓN.

PRÓLOGO EXCLUSIVO PARA LOS CHICOS. Leer un libro es una emocionte aventura; un se introduce en un mundo desconocido donde puede encontrar mil y una sorpresas en el camino. Y, cuando el libro es de cuentos y los cuentos de varios autores, la aventura puede ser muy divertida. Se preguntarán por qué. Vamos a decir que es algo así como cuando nos ponen frente a una hermosa caja de caramelos surtidos y nuestros ojos tratan de adivinar mientras se nos hace agua la boca: ¿qué gusto tendrá ése tan rojo y brillante? ¿y aquel verde y transparante? ¿tendrá relleno ese marrón? ¿y éste, tan envuelto y redondo? Si bien tomamos uno ( porque somos educaditos) la verdad... queremos probarlos todos. No de golosos !qué esperanza!; queremos saber cual nos gusta mas. Porque ésa es la gracia de los caramelos surtidos: todos son diferentes. Y diferentes son también los cuentos que figuran en este libro ya que cada autor escribe de distinta manera, tiene su estilo particular de decir Ias cosas y también distintas cosas que contar. Y aun cuando lo que nos cuentan fuera lo mismo, la forma de decirlo hace que el cúento nos guste más o menos. Por eso, de alguno nos gustará más la manera en que está escrito, de otro el contenido; en muchos podremos gazar de la gracia con que las palabras están reunidas, de las frases pintorescas, de las comparaciones poéticas, de las situaciones disparatadas; en otros apreciar el valor de la palabra desnuda, sin adornos, pero de gran significado. Un cuento puede hacer reir, sonreír, entristecer, pensar, imaginar... Acaso después de leerlo deje muy adentro un leve gustito dulce, o ácido, o tal vez ¿pór qué no?, un poquito amargo. Lo dicho: como los caramelos surtidos y, como a ellos, hay que paladearlos lentamente para descubrir su sabor y poder elegir. Eso pretenden los que escriben. Y ahora que viene al caso, les cuento: Cuando yo era chica creía que los escritores eran unos señores muy serios y acartonados, que se lo pasaban sentados frente a un escritorio mañana, tarde y noche, escribe que te escribe con una pluma de ganso que mojaban en la tinta de un tintero panzón y a los que nadie podia molestar para que no se les escaparan las ideas. Eso pensaba yo, en la época de "maricastaña", claro. Era porque cuando chica, nunca conocí a un escritor "en persona" y por la misma razón me parecía que todos vivían muy lejos de donde yo estaba. Hoy cualquier. chico sabe que un escritor és un ser que trabaja mucho, que hace miles de cosas además de escribir; que a lo mejor vive en la casa de al lado, que riega el jardín, juega con los chicos y va a hacer las compras al mercado como cualquier papá y mamá. Pero, que por sobre todas las cosas tiene el precioso privilegio de poder expresar escribiendo, todo lo que siente, sufre, vive, goza y piensa y también inventar mundos imaginarios, entrelazando las palabras en versos, cuentos, novelas. Y, lo que es más importante, tiene la voluntad de hacerlo para que todo eso llegue a los demás. Desde estas páginas, algunos de bos muchos escritores que tenemos en nuestro país te dedican sus cuentos para decirte por intermedio de ellos que, si bien sus estilos y temas son distintos, tienen algo en común: la seriedad y respeto con que realizan su tarea y un gran cariño por los chicos.

NELI GARRIDO DE RODRÍGUEZ.

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Prólogo para los grandes. Este libro, dedicado a los chicos, también puede ser leído por las personas mayores. Juan Jacobo Bajarlía. El ojo mágico. Juan Jacobo Bajarlía Abogado, escritor y poeta, tiene una importante obra Iiteraria conocida en nuestro país y en muchos países del mundo. Ha publicado libros de cuentos: Historias de Monstruos, Fórmula al Antimundo, El Día Cero, y de poesía, como Nuevos Límites del Infierno, uno de los últimos. Ha escrito también numerosas novelas policiales, pero lo hace con "seudónimo". Aunque su Iiteratura es para adultos, la temática preferida para sus cuentos y relatos es lo fantástico, la ciencia-ficción y todo lo que imagina en las dimensiones "más allá" del mundo conocido. Acaso esa sea la razón por la que ha dedicado su cuento "El ojo mágico" a los chicos, tan amantes de lo misterioso. ............... . El mayor de los hermanos se Ilamaba Diki. El segundo, Mirco. Y el menor, Rolan. Los tres querían casarse con la hermosa Belisinda, hija del jefe qua tenía a su cargo el equipamiento de cosmonaves en la Estación Espacial Alfa-lnfinito. Y los tres se presentaron ante el padre de la niña. --Queremos casarnos con Belisinda, porque es la niña más bella del mundo. El padre, de acuerdo con Belisinda, debía elegir al más importante de los tres hermanos. Entonces cada uno de ellos comenzó a referir sus hazañas. —Yo —afirmó Diki—, estoy dando fin a mi invento del fonovisor, que también podría llamarse fonomagnetovisor. Es un aparato parecido al teléfono. Pero más perfecto, porque en el disco de los números se puede ver a la persona que habla, mientras queda grabada la conversacion en una placa del receptor. Si alguien se olvida de lo que le dijeron, hace funcionar la placa y oye la voz por segunda vez. Creo que esto es suficiente para demostrar mi sabiduria y lo importante que soy. El padre de Belisinda, aunque no le gustó la soberbia de Diki, quedó asombrado ante la descripción del invento. —Yo estoy fabricando un sismómetro para estudiar los martemotos (terremotos marcianos) que se producen en el planeta Marte. De este sismómetro dependerá el cálculo sobre la estabilidad de la corteza marciana y la seguridad de no amartizar en lugares de peligro. Rolán, el menor de los tres hermanos, debió pensar muchísimo antes de hablar, pues no era fácil derrotarlos. —Yo—dijo estudiando cada una de sus palabras—, estoy empeñado en instalar una estación espacial de comunicaciones en Icaro, que es el único asteroide que va y viene del área solar sin padecer el fuego intenso que se desprende del Sol. Esta estación espacial nos dará información sobre todos los planetas que el hombre podrá visitar en un futuro muy cercano. Terminado Rohn, el padre de la niña debía decidir la elección del mejor. Los tres habían demostrado que eran dignos de Belisinda. Pero el padre pidió tres días para contestar. Los tres hermanos dejaron transcurrir el plazo y volvieron ante el padre de Belisinda, el cual se expresó así:. —Mucho he meditado en vuestras azañas y en los méritos de cada uno de vosotros. Sin embargo, no lejos de aquí, en algún lugar del cosmos, hay otros inventos mayores que el hombre necesita para mejorar su condición. Pues bien. Al que sea capaz-de traerme el más grande de esos inventos, no tendré inconveniente en darle la mano de Belisinda.

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Entonces los tres hermanos se despidieron del padre y de la hermosa Belisinda, y se reunieron en un punto del espacio donde giraba una lámina orbital que servía de lanzamiento para los pequeños vehículos lunares. Allí deliberaron, y para evitar la deslealtad de alguno de ellos, resolvieron recorrer el cosmos desde la estación Alfa-lnfinito y regresar al mismo punto de partida al cabo de tres años a contar desde ese día. Los tres irían en busca del mayor de los inventos para tener el derecho de casarse con Belisinda. El que se adelantara y quebrantara este compromiso sin reunirse en el mismo punto, sería castigado por las leyes del espacio. Y los tres se ajustaron a la espalda los eyectores atómicos, probaron su precisión y se lanzaron por las distintas rutas del espacio en busca del invento maravilloso que resolviera las dificultades del hombre. Belisinda los vio deliberar. Observó sus movimientos. Verificó que cada uno de ellos volaba hacia una galaxia distinta. Y se guedó pensativa, a la espera de esa larga vuelta de tres años. Luego, para evitar tentaciones, se recluyó en su casa de plutonio, y le pidió al padre que sólo le anunciara, al regreso de los tres hermanos, cuál era el ganador. Ella amaba en realidadl a Rolan. Pero estaba dispuesta a lo que el padre resolviera. Y así comenzó a correr el plazo. Diki llegó a un mundo extraño, lleno de murcielagos y telarañas,l cuyos habitantes eran los Fenoi y los Botrock. Los Fenoi habitaban el día y eran superficiales. Los Botrock habitaban la noshe y sólo pensaban en la destrucción. Y ambas especies tenían un aspecto repulsívo. Diki preguntó por el hombre que los gobernaba, y en seguida acudió un monstruo semejante a un cangrejo gigantesco que tenía una barba blanquísima y avanzaba de costado con mucha dificultad. —Me llamo Wells—le díjo a Diki—, y sé a qué has venido. Este es un mundo borroso y destruido cuya más grande maravilla es la Máquina del Tiempo que yo inventé para salvarlo. Pero me equivoqué. Mi tarea fue l!evada por el demonio de la arena. Los que entonces vívian en este mundo rivalizaron en destruirse mutuamente, hasta convertírse en esos ser repulsivos que has visto al llegar aquí, los cuales dentro de un instante se arrastrarán como las serpientes para conseguir su alimento. Algunos ní llegarán a ser cangreos, lo máximo a que pueden aspirar en su evolución. Te regalo entonces la Máquina del Tiempo. Ya no me sirve. Mirco tuvo otra aventura. En una galaxia no muy lejana de la Vía Láctea halló una Computadora Genética en cuyo mecanismo, colocados los datos de un ser humano (edad, color de los ojos y la piel, calidad de la sangre, etc.) éste era trasladado en unos segundos a cualquier punto del espacio sin moverse de su sitio. Allí, en el lugar de destino, la computadora recomponía la imagen de la persona trasmitida, y ésta cumplía la tarea propuesta.Después, la misma computadora reabsorbía la imagen y la reintegraba al cuerpo de donde la había extraído. Rolan, en cambio, llegó a una estrella lejana y se echó a llorar porque no había descubierto ningún invento maravilloso que estuviera a la altura de Belisinda y reuniera al mismo tiempo, las cualidades requerídas para mejorar la condición del hombre. Un ángel, convertido ahora en un viejo cosmonauta que protegía los vuelos espaciales entre Marte y los otros planetas, vio a Rolan y le tocó la cabeza. Lo acarició como si ya lo conociera, y le dijo:. —No llores, Rolan. El hombre inventará muchas cosas maravillosas. Descubrirá el origen de la vida y de las estrellas. Pero perderá sus oios y no verá a sus semejantes. Cuando esto suceda, de nada servirá la máqwina del tiempo ni la mejor de las computadoras. El hombre será un ciego en un mar de tinieblas. Para evitar todo esto, yo inventé el Ojo Mágico, a través del cual el

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hombre podrá ver todos los rincones del cosmos, el espacio ilimitado, su sangre llena de deseos, el hambre que aflige a los niños y las riquezas que los poderosos no quieren distribuir. El que tenga el Ojo Mágico salvará a la humanidad aunque pierda los suyos, porque tendrá tiempo de reparar el mal. Y el ángel, convertido ahora en un viejo cosmonauta, dio a Rolan el Ojo Mágico, que era una circunferencia transparente que cabía en el puño de la mano, en cuyo centro una pupila azul revelaba los lugares y los males de este y los otros mundos. Tenía nueve botones, y cada botón, al ser accionado, liberaba un color y dejaba ver un planeta distinto. Pero al lado de los nueve botones había una pestaña muy pequeña que al tocarse transformaba la pupila en la visión de todo el cosmos. Después de esta aventura finalizaron los tres años. Y los tres hermanos se reunieron en la lámina orbital que servía de lanzamiento para los pequeños vehículos lunares. Diki mostró la Máquina del Tiempo. Mirco, la Computadora Genética. Rolan, el Ojo Mágico. Explicaron sus inventos. Y cuando Diki y Mirco se enteraron de las cualidades del Ojo Mágico, sintieron envidia del hermano, y se arrojaron sobre él para matarlo y despojarlo del invento. Pero Rolan cayó al espacio y quedó aprisionado entre los escombros cósmicos que giraban en la órbita de Saturno, junto a sus anillos. El Ojo Mágico, a su vez tomó otra dirección y también se perdió. Al quedarse solos, Diki y Mirco resolvieron ocultar la verdad, y se presentaron ante el padre de Belisinda. Le dijeron que Rolan había muerto al estrellarse contra la inmensa hoguera del Sol. En prueba de lo que decían le mostraron el distintivo que le habían arrancado a Rolan durante la pelea. El padre, pues, debía elegir entre los dos hermanos. Y ambos mostraron sus inventos. Pero aquél pidió tres días para poder hablar con Belisinda y luego contestar. Cuando la niña se enteró de la muerte de Rolan, se puso triste y se encerró en su habitación, en la casa de plutonio. Se miró al espejo y se arañó. Rasgó sus vestidos y se puso a llorar. Lloró tres días y tres noshes, mientras el dolor caía sobre Alfa-lnfinito. Pero en la última noche, mirando por la ventana hacia el jardín, Belisinda observó que algo brillaba entre la hierba. Primero creyó que era una luciérnaga. Sin embargo, reaccionó de su tristeza y salió de la habitación para levantar el objeto que tanto brillaba en la oscuridad. ¡Era una pupila transparente encerrada en una esfera, la misma que había perdido Rolan cuando sus hermanos pretendieron matarlo!. Belisinda miró fijamente el Ojo Mágico, tocó la pestaña sin advertirlo y sintió un dolor agudo en el pecho. En el fondo de la pupila pudo ver que Rolan estaba vivo y se debatía entre los escombros cósmicos de Saturno. Llena de gozo corrió a decírselo a su padre. Éste verificó la verdad, y esa misma noche, antes de que los hermanos se enteraran, rescató, a bordo de su cosmonave, el cuerpo vivo de Rolan. Éste corrió a presencia de Belisinda, y sin saber que ella había hallado el Ojo Mágico, le habló del gran invento y de todo lo expresado por el ángel que ahora era un viejo cosmonauta que vivía de órbita en órbita para salvar a los viajeros del espacio. Belisinda y su padre oyeron el relato, y al día siguiente cuando se presentaron Diki y Mirco para obtener la mano de la hermosa niña, un escuadrón de Vigilancia del Espacio los detuvo y los introdujo en una jaula. Fueron juzgados en nueve minutos, el tiempo máximo para que se defendieran de su envidia y sus intenciones. El juez que presidía.el escuadrón dictó la sentencia en el minuto siguiente. He aquí el texto redactado en estilo forense:. Vista esta causa; considerando los hechos que la informan, las circunstancias detalladas del delito sobre el intento de dar muerte a Rolan para despojarlo del Ojo Mágico, fallo en definitiva condenando

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a los viajeros del espacio Diki y Mirco, a girar eternamente en la órbita espacial número 7, lugar donde son castigados los que odian al hombre y viven contra sus intereses. Inmediatamente el escuadrón coloco la jaula en la órbita espacial, donde quedaría suspendida hasta el fin de los siglos, girando con los hermanos que tan deslealmente se habían conducido. Belisinda se casó con Rolan y le entregó el Ojo A/lágico para reparar el mal que tanto afligía a los hombres de este mundo. Desde entonces vivieron felices en la casa de plutonio, previendo el dolor y prodigando el bien. -------------- . Poldy Bird. LA CASA DONDE ME DECÍAN POLDITA. Poldy Bird. Escritora, poeta, periodista, es ante todo, la mamá de Verónica, a la que ha dedicado dos de sus libros más tiernos: Cuentos para Verónica y Nuevos cuentos para Verónica. En ellos le habla y le cuenta cosas a su hija y a todos los chicos, porque su palabra, de alguna manera, es lo que todas las mamás quieren decir a sus hijos. Cuentos para Verónica ha sido traducido y editado en inglés, portugués, francés, italiano, alemán y japonés y actualmente lo están traduciendo al hebreo y el griego. También Nuevos cuentos para Verónica ha sido traducido al japonés. Escribe desde niña. Ha publicado y publica continuamente cuentos, poemas, notas y artículos en diferentes revistas y diarios de Argergentina y otros países. Sus libros para grandes, Cuentos para leer sin Rimmel,Cuentos de amor, Cuentos con niebla y La nostalgia llevan ya decenas de ediciones y son también muy Ieídos por los adolescentes. ------------. En octubre ya mareaba el olor de las rosas. Blancas, color té, rojísimas. Con tus manos serenas y sabias y la tijera negra, las cortabas, de largos tallos, y armabas con ellas magníficos ramos en los jarrones del comedor. Abuela, Mamá Sara, vos no conocías, como yo, los rincones secretos del jardín, pero te dabas cuenta si arrancábamos espuelas de caballero, caléndulas, jazmines del cabo . . . y hasta veías el brevísimo claro que dejaba la falta de un ramito de jazmines del país . . . Todas las tardes, con paso majestuoso, jabot almidonado de puntillas, rodete en alto y tintineantes pulseras, dabas una vuelta por los caminitos de greda, alta reina de mi infancia, condescendiendo a mirar a las nomeolvides. Abuela de énvidiado costurero lleno de botoncitos de colores. Abuela de inigualdbles scones tapados con un repasador almidonado. sobre la mesada de la cocina, en un ingenuo intento de despistar mi hambre. Abuela que sabía el lenguaje de los abanicos: hacia abajo: "no puedo verte"; hacia arriba: "'me interesas"; cerrado y reposando en la falda: "no me importas"; abierto y ocultando parte del rostro, los ojos descubiertos: "te quiero" . . . Abuela que sabía el ienguaje de las flores: amarillas, desprecio; azules, nunca me olvides; blancas, amor con futuro; rojas, pasión desesperada . . . Cómo me gustaba oírte hablar de esas magias cotidianas, Mamá Sara. Y dejarle la cabeza a tus manos que me desenredaban sin apremio, y dejarle mi corazón a tu cuidado, que le enseñaba a creer en la gente, a disculpar los errores, a abrir de par en par mi carino como una ventana. Viéndote sonreir, aprendí a sonreír. Viéndote querer, aprendí a querer.

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Viendo cómo te querían, aprendí que es verdad que se recoge lo que se siembra. Abuela que sabía el lenguaje de los sabores: si no hubieras cocinado para mí, yo nunca hubíera podido sentir esa cosa que se siente cuando uno come algo que hicieron especialmente para quererlo, para hacerle una caricia con forma de buñuelo, para darle calor pisado en el puré . . . Todo lo que yo se lo aprendí de vos. Heredé de mi madre la poesía, la rueca para hilar las palabras . . . pero de vos heredé esta mujer que soy ahora. La parte buena de esta mujer que soy ahora. Mujer, y me parece raro decir mujer cuando hablo de mí, porque me veo siempre con tus ojos . . . esos ojos, Mamá Sara, que me veían "poldita", sucia de barro las rodillas, escapándome por entre los dibujos del portón de hierro con las iniciales del abuelo que no conocí pero te dejó la costumbre del té a las five o'clock, el chicken pie y los scons. Cuando cruzo la calle, tu voz me cuida: "Mirá para los dos lados". Cuando salgo: "Ponete perfume. Andá a pasarte el peine. Quedaban más lindas las chicas con bucles que con ese pelo así, llovido". Tu amor hizo sagradas las fiestas religiosas: Navidad, Año Nuevo, Reyes... son como un homenaje a tu recuerdo . . . A lo mejor yo no te dije nunca estas cosas, pero vos las debes; haber adivinado: mirándote hacerlo aprendí a coser botones, a hacer dobladillos, a zurcir, a freír huevos, a cocinar una salsa, a doblar las servilletas, a armar un ramo, a hacer un moño, a saludar, a sentir que la familia debe ser un nudo apretado. ¿Te dije alguna vez cuánto te quería?. ¿Te dije alguna vez cuánto te necesitaba?. Y ahora también, Mamá, que me dan ganas de correr a comprarte una tetera de regalo, un jabot de regalo, una canasta de flores de regalo para tu cumpleaños, porque cuando se llega el 25 de octubre la primavera no es más primavera, todo es tu cumpleaños, y vos seguís siendo la reina de la casa donde me decían poldita, la casa que es mentira que tiraron abajo y no tiene rosales, es mentira, Mamá, porque la tengo toda construida dentro de mi corazón. Toda guardada intacta para vos, para las dos, para transitar otra vez por sus cuartos y su jardín cuando volvamos a encontrarnos. ___________ .

Elsa Isabel Bornemann. UNO MÁS UNO. (cuento para chicos enamorados).

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Elsa Isabel Bornemann. Es maestra, diplomada en lenguas inglesa y alemana, Profesora en Letras, asesora literaria en una editorial. Escribe poesías, narrativa y teatro para niños chiquitos , para más grandecitos y para chicos casi grandess. Ha publicado: Tinke-Tinke (versicuentos), El espejo distraído (versicuentos), El cumpleaños de Lisandro (cuento), El cazador de aromas (cuento), Cuento con caricia (cuento) y están prontos a aparecer sus libros Andar por los aires, Un elefante ocupa mucho espacio, Cuadernos de un delfín, Poemas para chicos y El libro de los chicos enamorados. Obtuvo la Faja de Honor de la Sade en 1971 por su libro El espejo distraído, y en 1973 fue premiada su obra Andar por los aires. Ha publicado también en revistas y diarios cantidad de cuentos. Y sigue publicando, claro. ----------------- .A LOS cinco años planté un nombre. Aún no sabía escribir, y el jardín de casa me reservaba un lugar mágico, bajo las azaleas cultivadas por papá. Allí lo pronuncié por primera vez:—Pa-blo . . .—Los sonidos saltaron sobre mi mano izquierda, que me cruzaba la boca para recogerlos uno por uno. Tenia miedo de que se me cayera alguno. De ese modo, ¡zas!, la magia rota y Pablo se me perdería para siempre. Pero no. Los duendes me querían entonces: Los sentí chocar contra mi piel y cerré la mano con fuerza, Ya era mío. Después, lo planté apresurada, para que mis hermanas mayores no descubrieran el secreto, y corrí al comedor, donde ellas y mis padres me esperaban para almorzar. Todos estaban alegres aquel domingo... Yo también: Acababa de plantar el nombre de mi amigo. Ab... No podía contárselo a nadie: ¡Yo no conocía a ningún chico que se llamara Pablo! ¡Como se iban a reir mis hermanas, si les decía que me había inventado un amigo! ¿Y mamá? Seguramente me volvería a repetir que mis verdaderos amigos eran Lucas, Teresa, Carlitos o Raquel, los hijos de nuestros vecinos . . . ¿Y papá? Papá se limitaría a responderme con un dulce silencio. . . ¿Quién iba a entender que yo necesitaba un Pablo, y que sabía que alguna tarde tenía que aparecer, porque había plantado su nombre con amor?. El tiempo que hubiera que esperarlo no me importaba. Es más, el tiempo no tenía entonces,. para mí, ninguna importancia . . . Cuando cumplí seis años ingresé a primer grado y aprendí a escribir, como todos los chicos. —Bla-Ble-Bli-Blo-Blu -Leí una mañana a coro, junto con mis compañeras, mientras la maestra escribía esas sílabas en la pizarra, con tizas de colores. Ble era un ca-ble amarillo . . . Bli, una ta-bli-ta verde . . . Blu, una blu-sa colorada.. . Bla, todo el bla-nco . . . ¿Y Blo? El corazón me atropelló el guardapolvo: ¡Blo era Pablo! ¡Y azul!. —Pablo es el carpintero de mi pueblo —nos dictó más tarde la maestra. Y en mi cuadernito, generosamente abierto como la tierra del jardín de casa, escribí el nombre de mi amigo por primera vez. En el mismo momento, me pareció oír un canto o un silbo . . . Un canto o un silbo breve, tan breve como es todo lo mágico. Tan hermoso. Igual de inexplicable. Terminaron las clases. Y Sí. Sí. Sí y sí: Ese verano, tropecé con Pablo. Digo que tropecé, porque realmente sucedió así. tI doblaba la esquina de mi casa, arrastrando una rama contra la pared. Yo caminaba en la dirección contraria. De golpe, el encuentro. A puro sol. De frente. Nos miramos entre aleteos. (Todavía sobraban las mariposas..).

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—¡Hola! -me gritaron Lucas, Teresa, Carlitos y Raquel, que venían siguiéndolo. —Es el nieto de don Gregorio... me dijo Lucas. —. . . que vino del campo . . .—agregó Carlitos. —. . . a pasar las vacaciones en la ciudad —completé Ráquel, excitada. —Esta es Elsita, Pablo.—Teresa nos presentó. ¡Ja! ¡Como si hubiera hecho falta! ¡Al amigo se lo reconoce por los ojos!. Y nosotros dos, mirándonos, ya nos habíamos reconocido. Esa noche, volví al jardín y desenterre su nombre: ¡Mi amigo Pablo había aparecido por fin!. ¿Cómo contarles lo que nos dimos?. Necesitaría palabras hechas a mano, de esas que únicamente ustedes, los chicos, son capaces de dibujar... (Yo ya soy grande y uso una máquina para escribir ... ) Sin embargo, creo que puedo ayudarlos para que lo imaginen:. Aquel verano fue la suma de uno más uno. Reimost compinches, y lloramos a duo. Aquel verano fue una calle redonda, por la que él Y yo corrimos cada día para cambiarnos las sonrlsas . . . Aquel verano fue una plaza, donde juntos per seguimos—con los oios—los mismos pájaros. ., Aquel verano fue una siesa en la que ambos en puntas de pie - escuchamos campanear nuestros zapatos sobre un sueño que solamente nosotros dos sabíamos que era común. Al gastarse las vacaciones, Pablo volvó a su provincia. Marzo había venido a buscarlo. Março se fue, llevándolo. No nos volvimos a ver. Fuimos amigos durante un verano. Amigos a más no poder. Un verano solo. Amigos. Un único verano. Uno. ¿Que fue poco tiempo?. Ya les dije que el tiempo no tenía entonces, para mí ninguna importancia. Para Pablo tampoco. No puedo escribir más: En este momento me parece oír un canto o un silbo... Un canto o un silbo breve tan breve como es todo lo mágico. Tan hermoso. Igual de inexplicable. .................. . Aarón Cupit. LOS GUARDAPOLVOS BLANCOS. Aarón Cupit. Nació en el barrio de la Boca, ciudad de Buenos Aires, pero siempre le gustó andar de .aquí para allá, viajando, recorriendo nuestro país, y también otros países de América y Europa. Cuenta que a los 16 años se fue a recorrer Paraguay, solo, viendo libros. Desde muy joven se dedicó al periodismo, realizando todo tipo de tareas relacionadas con el mismo: tipógrafo, sacapliegos, linotipista, corrector de pruebas entre otras cosas y más tarde redactor, secretario de redacción, subdirector y director técnico de importantes editoriales. Su obra de escritor está especialmente dedicada a los chicos de diferentes edades. Es autor de muchos libros: Cuentos del año 2100 (editado en España) obtvo el premio "Lazarillo" 1972, Amigo Chum, El alegre Jardín, La jirafita que se escapó del zoológico y Cuando sea grande, son algunos de los títulos publicados. DOS chicos van subiendo por la calle ancha que más adelante se convierte en avenida. Juancho lleva una rústica caja de lustrar zapatos, fabricada por él. Observa los quioscos de golosinas, la panadería, los puestos de periódicos, la juguetería, el almacén, la frutería, y dice:. —Los grandes ocuparon todos los lugares.

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Tito mira con atención cada puerta, cada mostrador, cada rincón... Aprieta bajo su brazo un cartón doblado y vacío, con letras de imprenta marcadas sin tinta que le regalara un vendedor de diarios. --No hay muchachos ni chicas por aquí —confirma. ¿Qué hacemos?. —Seguimos un poco más. Se detienen en un cruce de calles donde la gente va, viene, camina ligero, se adelanta y parece que va a chocar. Juancho pone su caja en el suelo y la abre. En las esquinas no hay parada de ómnibus, ni confitería, ni café. Los que pasan no miran a su alrededor. No ven a los chicos hundidos en la altura de sus diez años. Los dos siguen lentamente su marcha. De súbito los ojos de Juancho se iluminan. Ve algo que se resiste a creer y que le produce alegría. A pocos pasos, a mitad de cuadra, unos hombres con ropas azules están enclavando una columna . . . En la parte alta se destacan grandes números pintados de amarillo sobre dos aletas. No hay duda: es un indicador de parada de ómnibus. —¡No te muevas de aquí! —grita, ruega, ordena a su amigo. —¿Qué pasa?. —¿No te das cuenta? Han cambiado la parada... La gente va a venir... Tendrá que esperar... Se lustrará los zapatos . . . —¡Y comprará diarios! Esperame... Ahora mismo voy a hablar al hombre del puesto de la otra esquina. . . Le diré que puedo vender aquí sus diarios. —¡fuimos los primeros en descubrirlo!. —Nos pertenece. ¡Qué suerte!. Toda la tarde se quedan junto a la columna, como si fuera un imán. Cuando la calle queda vacía, de noche, se animan a dejarla para volver a la mañana, muy temprano. ¡Es maravilloso! ¡Los ómnibus se detienen ante la columna! Comienza a acudir gente; los pasajeros, al bajar fuera de su esquina habitual, observan con extrañeza el lugar. Algunos miran sus zapatos... Uno, dos, cuatro, se los hacen lustrar. Los que advierten la nueva parada desean comprar su diario antes de subir al ómnibus. Tito corre, - lo alcanza, tiene monedas para el vuelto. Al mediodía los chicos se sienten fuertes y poderosos. Tienen una columna para apoyarse y un sitio donde afirmar los talones, porque es de ellos. Se lo han ganado y han reunido algún dinero. Pueden llevarle algo a Jacinta, la señora que les deja lugar en su casita de maderas y chapas, dos rincones tibios con techo y todo. ¿Qué podrían comprarle? Les gustaría . . . —Un pan grandote . . . —Un queso redondo y colorado . . . —Un dulce lleno de frutas . . . —Una, dos tabletas de chocolate... —El regalo se lo llevamos escondido. ---Que aparezca de golpe. El dinero no alcanza para lo que verdaderamente les gusta. Entonces deciden turnarse y vender también los diarios de la noche. Jacinta ya está acostada cuando los dos chicos vuelven a la pequeña casa, rodeada de otras semejantes. Ha apagado el farol a querosén, pero no duerme. Los espera, y no sospecha la sorpresa que le han traído. Tito y Juancho madrugan; saben que ella se levanta antes del amanecer. Disponen todo sobre la tabla que sirve de mesa y cuando Jacinta va a preparar el desayuno de siempre, los chicos acercan el farol encendido. —¡Café! yerba . . . y leche!. Aún no ha salido de su asombro cuando Tito trae un paquete redondo atado con una cinta roja Es un pan dulce dorado, oloroso,

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con nueces y frutas abrillantadas. Un pan dulce tan reluciente como los que se ven en las vidrieras en Navidad. Jacinta se queda mirándolo y sale agitada. Vuelve en seguida y enciende una, dos, tres velas. La habitación está tan iluminada que parece un lugar sin sombras. Es toda una fiesta, la primera desde que ella quedó sola, sin marido y desde que los chicos se resguardan allí. Mientras saborean el pan dulce, encuentran una pasa de uva o descubren una almendra, cuentan, comentan y se ilusionan con todo lo que podrán tener por haber hallado la parada de omnibus. Por primera vez también se ríen sin que haya algo cómico, que haga reír. Se sienten felices, y los días siguientes se presentan aún mejores. La gente viene a la parada, compra diarios, se lustra los zapatos. Muchos saludan a los chicos, algunos conversan con ellos. Entonces, como una bomba, se produce algo inesperado. A un señor que lleva tres paquetes, al subir al ómnibus, se le cae uno. Juancho alcanza a verlo de espaldas, recoge el paquete del suelo y corre a dárselo. No puede alcanzarlo; el vehiculo ya ha arrancado y toma velocidad. —Dejemos el paquete a la vista—propone Tito. —Seguramente va a volver a buscarlo . . —¿Qué será?. —No sé. . . ¿Lo abrimos?. —No ... A lo mejor viene en seguida. Durante todo el día están intrigados por el paquete. Está bien envuelto, en doble papel marrón estampado. Tito rasca con la uña en una parte muy chiquita y ve otro papel debajo. No se anima a romper más. . . Lo que contiene es duro y blando a la vez. ¿Que será?. —Yo creo que son sábanas . . .—dise Juancho, al desgarrar un poco el papel y encontrar una tela blanca. No hagas líos. . . No rompas más. —¿Qué hacemos si el hombre no viene?. —Va a venir. Llega la noche y el paquete sigue siendo un misterio. Los chicos lo llevan a su casa, con la intención de traerlo al día siguiente. —¡Son guardapolvos! -- dice Jacinta, que tampoco puede resistir la curiosidad—. Cuatro guardapolvos, para ir a la escuela. Estos dos son más grandes... —Este me queda bien a mi!... exclama Juancho, desdoblando uno y midiéndoselo en el largo y en el ancho de hombros. —Entonces también me sirve --opina Tito--. Y todavía nos quedan los otros dos, para cuando seamos más grandes. —Doblémoslos otra vez..., tenemos que devolverlos. Mañana seguro que viene el hombre. —¿Y si no viene?. —Dejen los guardapolvos aquí...- propone Jacinta, imaginando a los chicos vestidos con ellos—. Lleven mañana el papel y pónganlo a la vista. Si el hombre aparece lo va a reconocer. Entonces se los entregan, porque son de él. Durante tres días el papel marrón estampado está expuesto junto a la columna. Primero doblado, junto a la caja de lustrar, luego abierto, extendido sobre la pared. Ninguno de los que compran diarios ni los que se lustran los zapatos se preocupan por el papel. No lo miran quienes se paran, suben y bajan de los órnnibus. Los chicos ya no desean que aparezca el dueño de los guardapolvos y en verdad lo temen. Al cuarto día, cuando la lluvia moja el papel y lo deshace, dejan la parada y van corriendo a su refugio. Se cumplió la espera. Los guardapolvos son de ellos. —Me lo pongo ahora mismo—dice Juancho en su alegre impaciencia.

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—No... Esperemos a Jacinta —sugiere Tito, ansioso también de vestir el suyo. Los dos guardapolvos están desdoblados, blancos, impecables. —Tenemos que lavarnos las manos. Los vamos a ensuciar. —Están damasiado limpios. Ninguno de los dos quiere ser el primero en ponerse la nueva prenda. Mientras van hacia la canilla de la esquina, Tito murmura:. —Me gustaría que ahora estuviera mi mamá ... . —A mí también ... . y mi papá —confiesa Juancho—. Pero Jacinta es buena ... . Se lavan las manos y vuelven a la pequeña casa. Entonces surgen otros problemas:. —Tendríamos que bañarnos. —Acá, con jabón. —¿Te parece que mañana los podemos llevar?. —Los diarios son muy sucios. En un ratito se mancharán de tinta. —Y la pomada . . . ensucia más todavía. —¿Saldrán después las manchas?. —Esperemos a Jacinta. La señora les dice, al llegar, algo que no figuraba en sus pensamientos:. —¿Cómo se les ocurre? Los guardapolvos son para ír a la escuela. La gente no les comprará diarios ni se hará lustrar los zapatos. Se reirá de ustedes. Es como recibir un golpe, porque comprenden que Jacinta tiene razón. Desde ese momento, en la parada de ómnibus, advierten que el mundo de los niños se divide en dos: los que llevan guardapolvos y los que no los usan. Y hasta en las pegueñas casas donde viven existe también esa diferencia: los chicos que van a la escuela y los que no van. Para peor, ahora, se sienten más unidos a los que visten guardapolvos; podrían ser sus compañeros. No quieren parecerse a los que merodean por los mercados, los que venden limones como si pidieran caridad y mucho menos a los que se apoderan de lo ajeno en cualquier descuido. —iPor qué no habrá venido ese hombre a buscar su paquete? —se lamenta Juancho. —Mejor que no vino. Porque nosotros tenemos que ir a la escuela. —¡Si tenemos que trabajar! A la escuela van los que tienen tiempo. —¿No hay escuelas de noche?. Los dos se miran alegremente. Han descubierto que pueden ir. Trabajarán todo el dia y otro chico venderá los diarios de la noche. Se van a inscribir en una escuela nocturna. Ya saben algo y Jacinta les enseña un poco más, lo que se acuerda, para que puedan entrar en segundo grado. La mujer les prepara sus flamantes guardapolvos, les refuerza los botones, los repasa con la plancha ... . Llega el gran momento de iniciar las clases. Juancho y Tito van contentísimos, orgullosos. Están dentro de algo nuevo, blanco, limpio, espléndido. Se sienten alejados, a leguas de distancia, de esos dos chicos que subían por la calle ancha que luego se convierte en avenida, antes de encontrar la nueva parada de ómnibus. Imaginan que dentro de unos instantes se hallarán en un gran salón, donde todo será blanco, menos las caras rosadas, pálidas, morenas y las cabelleras rubias, negras, rojizas... . ¡Qué sorpresa! Van entrando los alumnos... ¡con ropas comunes! A la escuela nocturna nadie va con guardapolvo blanco. . . ¡Ellos son los únicos!. Juancho se detiene un poco antes de la entrada. Sonriente, se quita su guardapolvo, lo dobla cuidadosamente y lo pone debajo de los cuadernos sin estrenar. Tito hace lo mismo. Entran, procurando no demostrar su emoción. Todos los sitios parecen ocupados, pero hay cuerpos que se corren, brazos que se

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extienden, manos que los llaman, ojos que les sonríen. Dos asientos han quedado vacíos, no se sabe cómo, en lugares separados. Aún no ha llegado el maestro o la maestra. Juancho y Tito sienten estar unidos a todos; que además de ellos y de Jacinta, hay amigos. .................. . Marco Denevi. LAS ABEJAS DE BRONCE. Marco Denevi. Nació en la localidad bonaerense de Sáenz Peña. Ahora vive en Buenos Atres y es abogado. Su novela Rosaura a las diez recibió el premto Kraft en 1955; fue traducido al frances, inglés y alemán y llevada al cine y al teatro. Otra de sus novelas, Ceremonia secreta obtuvo el premio Life; se filmó en Inglaterra y también fue premiada como pelicula por la Academia de Artes Ctnematográficas de Francia. Tiene otros importantes premios como el Nacional de Teatro, Martín Fierro, Argentores, etc. Hierba del cielo, Falsificaciones, Parque de diversiones, Pequeño café, Los asesinos de los días de fiesta, Los expedientes, El emperador de la China, son algunos de los títulos de su extensa obra literaria, que abarca cuentos, novelas, ensayo y teatro para lectores adultos. Ha escrito además este cuento para chicos, que, en secreto, gusta mucho a los grandes.

DESDE el principio del tiempo el Zorro vivió de Ia venta de la miel. Era, aparte de una tradición de familia, una vocación hereditaria. Nadie tenía la habilidad del Zorro para tratar a las Abejas (cuando las Abejas eran unos animalitos muy irritables) y hacerlas rendir al máximo. Esto por un lado. Por otro lado el Zorro sabía entenderse con el Oso gran consumidor de miel y, por lo mismo, su mejor cliente. No resultaba fácil llevarse bien con el Oso, un sujeto un poco brutal, un poco salvaje, cuya rudeza de maneras no todo el mundo estaba dispuesto a tolerarle. Incluso el Zorro, a pesar de su larga práctica, tuvo que sufrir alguna desgraciada experiencia en ese sentido. Una vez, por ejemplo, a causa de no sé qué cuestión trivial, el Oso destruyó de un zarpazo la balanza para pesar la miel. El Zorro no se inmutó ni perdió su sonrisa (Lo enterrarán con la sonrisa puesta decía de él su tío político, el Tigre). Pero le hizo notar al Oso que, conforme a la ley, estaba obligado a indemnizar aquel perjuicio. —Naturalmente se rió el Oso . Te indemnizaré. Espera que corro a indemnizarte. No me alcanzan las piernas para traerte la indemnización. Y se reia como lo que era, como una bestia. —Sí --dijo el Zorro con su voz tranquila—, si, le aconsejo que se dé prisa, porque las Abejas se impacientan. Fíjese, señor. Haciendo un ademán teatral, un ademán estudiado, señaló las colmenas. El Oso se fijó e instantáneamente dejó de reír. Porque vio que millares de Abejas habían abandonado sus panales y con el rostro rojo de cólera, el ceño fruncido y la boca crispada, lo miraban de hito en hito y parecían dispuestas a atacarlo. —No aguardan sino mi señal --agregó el Zorro, dulcemente-- . Usted sabe, detestan las groserías. El Oso, que a pesar de su fuerza era un cobarde fanfarrón, palideció de miedo. —Está bien, Zorro -- balbuceaba--. Pondré la balanza. Pero por favor, que ésas se vuelvan a sus colmenas. —¿Oyen, queriditas? --dijo el Zorro melifluamente--. El señor Oso promete traernos otra balanza. Las Abejas zumbaron a coro. El Zorro las escuchó con una expresión respetuosa. Cada tanto asentía con la cabeza y murmuraba:. —De acuerdo. Ah, se comprende. ¿Quién lo duda? Se lo transmitiré.

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El Oso no cabía en su vasto pellejo. --Qué es lo que están hablando, Zorro. Me tienes sobre ascuas. El Zorro lo miró fijo. —Dicen que la balanza debera ser flamante. --Claro está, flamante. No iba a ser de segunda mano. —Niquelada. —Niquelada. —Fabricación extranjera. —¿También eso?. —Preferentemente suiza. No fallan. —Ah, no, es demasiádo. Me extorsionan. —Repitalo, señor Oso. Más alto. No lo han oído. El Oso rezongó:. —Está bien, está bien. Trataré de complacerlas. Pero ordénales que de una buena vez se vuelvan a sus casas. Me ponen nervioso tantas Abejas juntas, mirándome. El Zorro repitió su ademán de ilusionista y las Abejas, después de dedicarle al Oso una última ojeada amenazadora, desaparecieron dentro de las colmenas. El Oso se alejó, un tanto mohíno y con la sospecha de que era víctima de una estafa. Pero al día siguiente trajo una balanza fiamante, niquelada, con una chapita de bronce donde se leía Made in Switzerland. Lo dicho: el Zorro sabía manejar a las Abejas y sabía manejar al Oso. Pero ¿a quién no sabía manejar ese zorro del Zorro? Hasta que un día se inventaron las abejas artificiales. Sí. Insectos de bronce, dirigidos electrónicamente, a control remoto (como decía usando un galicismo el prospecto ilustrado), podían hacer el mismo trabajo que las Abejas vivas. Pero con enormes ventajas. No se fatigaban, no se extraviaban, no quedaban atrapadas en las redes de las Arañas, no eran devoradas por los Pájaros, no se alimentaban a su vez de miel (pura pérdida para el Zorro), entre ellas no había reinas ni zánganos sino que todas iguales, todas obreras, dóciles, fuertes, activas, obedientes, de vida ilimitada, resultaban, en cualquier sentido que se considerase la cuestión, infinitamente superiores a las Abejas vivas. El Zorro en seguida vio el negocio y se decidió. Mato todos sus enjambres (porque el prospecto ilustrado lo decía claramente: la proximidad de las abejas artificiales impulsa a las Abejas naturales al crimen), demolió las colmenas de cera, con sus ahorros compró cien abejas de bronce y su correspondiente colmenar también de bronce, mandó instalar el tablero de control, aprendió a manejario, y una mañana los animales presenciaron, atónitos, cómo las abejas de bronce atravesaban por primera vez el espacio aereo. Sin levantarse siquiera de su asiento, el Zorro movía una palanquita y una nube de abejas salía rugiendo hacia el norte, movía otra palanquita y otro grupo de abejas disparaba hacia el sur, un nuevo movimiento de palanca y un tercer enjambre se lanzaba en dirección al este, et sic de ceteris. Los insectos de bronce volaban a velocidades nunca vistas, con una especie de zumbido amortiguado que era como el eco de otro zumbido, se precipitaban como una flecha sobre los cálices de las flores, sorbían rápidamente el néctar, volvían a levantar vuelo, regresaban a la colmena, se incrustaban cada una en su alvéolo (estaban numerados), hacían unas extrañas contorsiones, unos ruiditos secos, cric, crac, cruc, y a los pocos instantes destilaban la miel, una miel pura, limpia, dorada, incontaminada, aséptica, y ya estaban en condiciones de recomenzar. Ninguna distracción, ninguna fatiga, ningún capricho, ninguna cólera. Y así las veinticuatro horás del día. El Zorro, en los momentos de descanso, se frotaba las manos, un poco para desentumecérselas (las tenía agarrotadas de tanto mover la palanquita) y otro poco para desahogar su satisfacción. La primera vez que el Oso probó la nueva miel puso los ojos en blanco, hizo chasquear la lengua y, no atreviéndose a opinar, le preguntó a su mujer:

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Carolina, ¿qué te parece?. —No sé —dijo ella—. Le siento gusto a metal. —Sí, yo también. Pero sus hijos protestaron a coro:. —Papá, mamá, qué disparate. Si se ve a la legua que esta miel es muy superior. ¿Cómo pueden preferir aquella otra, elaborada por unos bichos tan ignorantes y con una técnica primitiva? En cambio ésta es más limpia, más moderna, más fina. El Oso y madame Oso no encontraron razones con que rebatir a sus hijos y permanecieron callados. Pero cuando estuvieron a solas insistieron:. --Qué quieres, Ramón. Sigo prefiriendo la de antes. Tenía un sabor... . —Sí, yo también. Hay que convenir, eso sí, en que la de ahora viene pasterizada. Pero aquel sabor ... . Tampoco se atrevieron a confiar a nadie sus reservas, porque en el fondo se sentían orgullosos de servirse en un establecimiento donde trabajaba esa octava maravilla de las abejas de bronce. Quando pienso que, bien mirada la cosa, las abejas de bronce fueron inventadas exclusivamente para nosotros... .--decía madame Carolina. El Oso no añadía palabra y aparentaba indiferencia, pero por dentro estaba tan ufano como su consorte. De modo que por nada del mundo hubieran dejado de comprar y comer la miel destilada por las abejas artificiales. Y menos todavía cuando comprobaron que los demás animales también acudían a la tienda del Zorro a adquirir miel, no porque les gustase, sino a causa de las abejas de bronce y para alardear de actualizados. Con todo esto, el negocio del Zorro iba viento en popa. Tuvo que tomar a su servicio a un ayudante y eligió al Cuervo porque le aseguró que aborrecía la miel. Las cien abejas pronto fueron mil; las mil, cinco mil, las cinco mil, diez mil. Zorro y Cuervo cumplían jornadas agotadoras junto al tablero de control. Se comenzó a hablar de las ganancias del Zorro como de una fortuna fabulosa. El Zorro se sonreía y se frotaba las manos (y los brazos acalambrados). Y entretanto los enjambres iban, venían, salían, entraban. Los animales apenas podían seguir con la vista aquellas ráfagas de puntos dorados que cruzaban sobre sus cabezas. Las únicas que, en lugar de admirarse, pusieron el grito en el cielo fueron las Arañas, esas analfabetas, cuándo no. Sucedía que las abejas de bronce atravesaban las telarañas y las hacían pedazos. --¿Qué; es esto? ¿La guerra? --chillaron las damnificadas la primera vez. Pero como alguien les explicó de qué se trataba (fue una Mosca, a la que obligaron a hablar mediante torturas), amenazaron al Zorro con iniciarle pleito por daños y perjuicios. ¡Qué coraje! Como decía madame Carolina:. —Es la eterna lucha entre la luz y las tinieblas, entre el bien y el mal, entre la civilización y la barbarie. También los Pájaros se llevaron una sorpresa. Uno de ellos, en la primera oportunidad en que vio una abeja de bronce, abrió el pico y la tragó. ¡Desdichado! La abeja metálica le desgarró las cuerdas vocales, se le embutió en el buche y allí le formó un tumor, de resultas del cual falleció al poco tiempo, en medio de atroces dolores y sin el consuelo del canto porque había quedado mudo. Los demás Pájaros escarmentaron. Después ocurrió el episodio de las peonías de la Gansa. Una tarde, al vaciar una colmena, el Zorro descubrió entre la miel rubia unos goterones grises, opacos. Los probó con la punta del dedo y los halló amargos y de un olor nauseabundo. Tuvo que tirar toda la miel restante, que había quedado contaminada. Y estaba en eso cuando entró la Gansa como un huracán.

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—Zorro —silabeó—, ¿te acuerdas de aquellas peonías artificiales con que adornaba el porch de mi casa y que eran un recuerdo de mi finado marido? Pues bien: mira lo que tus abejas han hecho de mis peonias. Alzó una mano. El Zorro miró, vio una masa informe, comprendió en seguida, y como buen comerciante, no anduvo con rodeos. —¿Cuánto? —preguntó. —Veinte pesos —respondió la Gansa. ---Quince. —Veinticuatro. —Dieciséis. —Veintiocho. —¿Estás mal de la cabeza? Esto no es un remate. —Hago correr Ios intereses. —Basta. Toma tus veinte pesos. —Treinta y dos. —Esta bien, no sigas. Me rindo. Cuando la Gansa, recontando el dinero, se hubo alejado, el Zorro se abandonó a todos los excesos del furor. Se paseaba por la tienda, daba patadas en el suelo, golpeaba con el puño las paredes, gritaba (pero en voz baja):. —¡La primera vez! ¡La primera vez que alguien me saca dinero! Y miren quién, esa imbécil de la Gansa. Pero desde que los Gansos graznaron en el Capitolio, han adquirido tanto prestigio que no me conviene tenerlos de enemigos. ¡Treinta y dos pesos! ¡Treinta y dos pesos por unas peonias de celuloide que no valían más de cuarenta! Y todo por culpa de las abejas. La falta de instinto les hace cometer equivocaciones. Han confundido flores artificiales con flores naturales. Las otras jamás habrían caido en semejante error. Pero quién piensa en las otras. En fin, no hay nada perfecto en esta vida. Otro día una abejá,-alu introducirse como un rayo en una azucena, degolló a un Picaflor que se encontraba allí alimentándose. La sangre del pájaro tiñó de rojo la azucena. Pero la abeja, sensible sólo a sus impuisos electrónicos, libó néctar y sangre, todo unto. Y la miel apareció después con un tono rosa que alarmó al Zorro. Felizmente su empleado le quitó la preocupación de encima. —Si yo fuese usted, patrón —le dijo con su vocecita ronca y su aire de solterona—, la vendería como miel especial para niños. —¿Y si resulta venenosa?. —En tan infeliz hipótesis yo estaría muerto, patrón. —Ah, de modo que la probó. Mis propios subalternos me roban miel. ¿Y no me había jurado que la aborrecía?. —Uno se sacrifica, y vean cómo se lo retribuyen —murmuró el Cuervo poniendo cara de dignidad ultrajada—. La aborrezco y además me provoca ardor de estómago, Pero quise probarla para ver si era nociva. Corrí el riesgo por usted. Ahora, si cree que he procedido mal, despídame, patrón. ¿Qué querian que hiciese el Zorro, sino seguir los consejos del Cuervo? Tuvo un gran éxito con la miel rosa especial para niños. La vendió íntegramente. Y nadie se quejó. En fin, algunos padres se quejaron porque a sus hijos les habia dado por hacer versos, pero nadie relacionó esa manía con la miel rosa. De todos modos el Zorro ya no salía a la calle: los Pájaros se la habían jurado. Lo supo por el Cuervo. —Esos anarquistas han decidido, en asamblea general, declararlo persona indeseable, patrón. Cuídese. —¿Y usted? ¿Usted no se pliega?. —¿Yo? Yo sigo siéndole leal, patrón. —Pero usted es un pájaro. —Desde cierto punto de vista. Cuando mister Poe nos incluyó en un poema, resolvimos hacer rancho aparte. —¿Y no teme las represalias?.

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--No me haga reír. ¡Con el miedo que nos tienen a causa de nuestra lengua!. Al pasar el tiempo, el Zorro empezó a notar que sus insectos tardaban cada vez más en volver de sus viajes. Una noche, encerrados él y el Cuervo en la tienda, consideraron aquel enigma. ¿Por qué tardan tanto? --gemía el Zorro--. ¿A dónde van? Ayer un enjambre demoró cinco horas en regresar. Así la producción diaria disminuye y los gastos de electricidad aumentan. Además, esa miel rosa la tengo todavía atravesada en la garganta. A cada momento me pregunto: ¿qué aparecerá hoy? ¿Míel verde? ¿Miel negra?7 ¿Miel azul? ¿miel salada?. —Accidentes como el de las peonías no se han repetido, patrón. Y en cuanto a la miel rosa, no creo que haya de qué quejarse. —Lo admito. Pero ¿y este misterio de las demoras? ¿Qué explicación le encuentra?. --Ninguna. Salvo ... . —¿Salvo qué?. El Cuervo cruzó gravemente las piernas, entrelazó las manos y miró el cielo raso. —Patrón --dijo, después de reflexionar unos instantes--. Salir y vigilar a las abejas no es fácil. Vuelan demasiado rápido. Nadie, o casi nadie, puede seguirlas. Pero yo conozco a una persona que, si se le unta la mano, se ocuparía del asunto. Y le doy mi palabra que no volvería sin haber averiguado la verdad. —¿Y quién es esa persona?. —Un servidor. El Zorro iba a cubrir de insultos al Cuervo, pero lo pensó mejor y opto por aceptar. Cualquier recurso era preferible antes que quedarse de brazos cruzados, contemplando la progresiva e implacable disminución de las ganancias. El Cuervo regresó tardísimo, jadeando como si hubiese vuelto de la China. (El Zorro de pronto malició que todo era una farsa y que quizá su empleado conocía la verdad desde el primer día, una verdad que él, en cambio, encerrado en la tienda, ignoraba.) Su rostro no hacía presagiar nada bueno. —Patrón —balbuceó—, no sé cómo decírselo. Pero las abejas tardan, y tardarán cada vez más, porque ya no hay flores en la comarca y deben ir a libarlas en el extranjero. --Cómo que no hay flores en la comarca. ¿Qué tontería Es esa?. —Lo que oye, patrón. Parece ser que las flores, despues que las abejas les han sorbido el néctar, se doblan, se debilitan y se mueren. —¡Se mueren! ¿Y por qué se mueren?. —No resisten la trompa de metal. —¡Canastos!. —Y no terminan ahí las cosas. Las plantas, una vez que las abejas les asesinaron las flores... . —¡Asesinaron! Le prohibo que use esa palabra... . —Digamos... una vez que las flores pasaron a mejor vida, las plantas se niegan a fluorecer nuevamente. ¿Qué me dice, patrón?. El Zorro no decía nada. Estaba aterrado. Y lo peor es que el tiempo le dio la razón al Cuervo. Los clientes ya comentaban el temaen la tienda del Zorro:. —¿Qué es lo que está pasando? Mi jardín no da flores. —El mío tampoco. Y miraban al Zorro de soslayo. El Zorro, para disimular, decía:. —Es una epidemia provocada por los Pájaros. Pero sus palabras rebotaban en silencios y muecas hostiles. Pronto el problema se agravó. Porque las abejas artificiales también devastaron las flores de los países vecinos. Entonces pasaron a los países remotos. Y así, de país en país, dieron la vuelta al mundo y en todas partes ocurrió lo mismo: las plantas se negaron a florecer nuevamente. Hasta que las abejas volvieron al punto de partida y ese día ya no hubo más flores en el mundo entero.

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El Zorro, tercamente, seguía enviando enjambres hacia los cuatro puntos del horizonte. Las abejas volvían, anidaban en sus alvéolos, se contorsionaban, hacían cric crac cruc, pero no destilaban una miserable gota de miel. El Zorro se desesperó. Sus negocios se desmoronaron. Aguantó un tiempo gracias al dinero que había ahorrado. Pero incluso este dinero se evaporó. Tuvo que cerrar la tienda y despedir al Cuervo (quien difundió entre los animales la verdad de lo sucedido, y los animales quisieron linchar al Zorro). El único que no se resignaba era el Oso. —¡Zorro! —vociferaba—. ¡O me consigues miel o te levanto la tapa de los sesos!. —Espere —le respondía el Zorro, atrancado dentro de la tienda—. Mañana recibiri una partida de los Estados Unidos. Finalmente, una noche el Zorro desconectó todos los cables, destruyó el tablero de control, enterró en un pozo las abejas de bronce, y al favor de las sombras huyó con rumbo desconocido. Cuando iba a cruzar la frontera escuchó a sus espaldas una risitas y una vocecitas de vieja que lo llamaban:. —¡Zorro! ¡Zorro!. Eran las Arañas, que a la he de la luna tejían sus telas prehistóricas. El Zorro les hizo un ademán obsceno y se alejó a grandes pasos. -------------------- . Laura Devetach. EL BRUJO DE LOS TUBITOS.

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Laura Devetach. Es santafecina pero vive en Córdoba. Si decimos, solamente gue es Licenciada en Letras Modernas, Profesora de Lenguas, y Literatura a Nivel Superior e investigadora dentro del catmpo de la literatura infantil desde 1960 se nos puede ocurrir que esta escritora es superseria. Y lo es, pero esas actividades no le impiden dedicarse a otras bastante divertidas como es escribir y montar obras de teatro para chicos. Bichoscopio, dos veces premiada, El petirilío El paloliso, ¡Viva el canguro!, son algunus de ellas. Fue libretista e integrante de un equipo de T. V. en Córdoba para el programa, Pipirrulines (1972-1973) que obtuvo dos importantes premios. Su libro La torre de cubos (cuentos) se publicó en 1965 y Monigote en la arena ganó el premio Casa de las Américas en 1975.

EL Negro tenía un enorme pantalón hasta las rodillas. Y el pantalón tenía un solo tirador. Los domingos se ponía zapatillas y otro pantalón con dos tiradores. Todas las mañanas se acomodaba un silbido de pájaro, llenaba los bolsillos de piedritas y salia con las ovejas a buscar el lado más verde del pasto. El Negro decía que tenía diez años. A veces, se sumaba dos más. Don Nazario el viejo, decía que tenía ocho. En realidad el Negro podía hacerle creer a cualquiera —sobre todo a los turistas— que tenía los años que él quería tener ese día. Una mañana en que las moras del arroyo estaban ya madurando, el Negro vio con asombro que la casa de cal tenía gente. Raro, tan temprano, apenas madurando las moras. Además hacía años que nadie venía a pasar una temporada a la casa de cal. Así fue. Un día llegó un hombre con barba. Era moreno y joven. Estaba solo. Y se instaló en la casa de cal con su auto que parecía uria cucaracha. El Negro estaba curioso. Lo espiaba y cada vez que podía, lo saludaba de lejos. El hombre contestaba con la mano abierta y al Negro le parecía que se reía. Fue a ofrecerle leche de la vaca colorada, como para verlo de cerca. Y empezó a dejarle a la puerta una botella todas las mañanas. Pero no pudo enterarse de nada porque el Barbita dormía de día. O vaya a saber qué, porque no se lo veia. O se iba lejos, remontando el arroyo, picoteando las moras como un gran pájaro. Al atardecer sí se lo veía. Cuando el eucaliptus de la casa de cal tenía el sol rodándole por detrás, se encendía el farol y aparecía el Barbita inclinado trabajando junto a la ventana. El Negro pensaba que este hombre era medio brujo. No hacía nada como la demás gente que él veía venir de la ciudad. No se asombraba del color de las piedras, ni gritó como loco el día que vio un picaflor, simplemente hizo un gesto como si quisiera acariciarlo. Y con él, lo mismo: lo llamó Negro de entrada y le puso una mano sobre los pelos parados. Parecía saber un montón de cosas. Además al Negro le habían fracasado todos los trucos que tenía para asombrar turistas. ¡Y cómo tiraba piedras rayando la superficie del arroyo!. "Debe ser medio brujo", pensaba el Negro. Y lo espiaba por la ventana. El Barbita tenía estantes en las paredes, llenos de unos tubitos con dibujos de flores y animales. Y allí trabajaba sin moverse demasiado, siempre en el mismo lugar. Los tubos iban formando largas filas y un buen día el se iba en el auto y los tubos desaparecían de la repisa. El Barbita regresaba trayendo paquetes y empezaba de nuevo, uno por uno haciendo nuevas filas. Trabajaba en el cuarto de arriba de la casa de cal que era como una torre. El Negro lo espiaba desde el Cerrito, que quedaba un poco más alto. Y el Barbita, moviendo las

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manos en medio de la noche, quedaba como un cuadro colgado del cielo. Brujo y todo, el Negro y el Barbita se hicieron amigos. Una noche el Barbita lo llamó como si supiera desde siempre que el Negro lo espiaba. —Vení—le dijo—. Quiero mostrarte una cosa. El Negro, con la cola entre las patas pero con el corazón que se le salia casi voló del Cerrito a la casa de cal. Barbita había preparado mate amargo y lo convidó. Y además le convidó bananas. Y el Negro pensó qúe ese brujo sabía justo justo lo que a él más le gustaba. Mirá —le dijo. Le tendió un tubo con dibujos de flores azules y lunares color naranja. Era comó un largavista y habia que mirar por el agujerito con un solo ojo. El Negro lo tomó con miedo, de lejos nomás. Sintió que habia ruiditos leves adentro. Se rió nervioso, haciéndose el canchero; --Mira le dijo Barbita. El Negro miró y se quedó abriendo la boca. El tubo giraba en sus manos y delante de sus ojos aparecían rebaños de colores, flores locas, explosiones azules, rojas, verdes. Era una calesita para pasear el ojo abierto. Una calesita como la que viera hacía años, cuando pasó por la ciudad. Por eso el Negro miró primero con un ojo y luego con el otro, para que los dos ojos tuvieran su paseo en la calesita del tubo mágico. Y hasta le pareció escuchar la musiquita ... "Bajo la luz de la luna chungui-tachungui-tachungui.... soy más feliz que ninguno .... chungui tachún ...". Había que cerrar un ojo y amansar el corazón que se ponía apurado. Apurado porque era como asomarse a un pozo de colores hondos. A un mundo que daba vueltas y vueltas y cambiaba y sin embargo no cambiaba porque en el fondo seguía siendo siempre lo mismo. —¿Te gusta? —preguntó Barbita—. Es un caleidoscopio. ---Qailes... —Trató de repetir el Negro. ---Ca-lei-dos-co-pio.—Repitió Barbita. —¡Calios...! ¡Bueno, ese tubo! —terminó el Negro—. ¿Qué tiene adentro, don?. Barbita se rió. Dijo ah, ah, ah, con aire misterioso. Le contó que vendía los caleidoscopios en las jugueterías de la ciudad y le prometió uno de regalo. —Bueno, ¿pero qué tienen adentro? —Insistió el Negro que se había quedado como lleno de burbujas. Y el Barbita le dijo que ponía dentro del tubo todas las cosas de colores que encontraba en las sierras. Las imágenes reflejadas en el agua, las plumas más cambiantes de los picaflores, las chispas de las fogatas que se iban volando, las nubes de la tardecita, Ias sombras de los yuyos. Todo eso, mezclado, mezclado, formaba los cuadros siempre diferentes de sus caleidoscopios. El Negro no sabía si creerle o no... ¿Cómo podía ser semejante cosa? Y... después de todo, ¿por qué no?. —Y diga, don... como hace para meter eso adentro? —preguntó. Barbita sonrió con un:. —¡Ah, pero vos querés saber todo!. Y dejó la cosa ahí nomás. ¿Cómo lo haría?. El Negro lo recordó yéndose lejos, remontando el arroyo, picoteando las moras como un gran pajaro, cazando nubes quizas y chispas y reflejos. Al fin un día el Negro recibió su caleidoscopio de regalo. —Miralo con cuidado. —Recomendó el Barbita riéndose. —No vaya a ser que te caigas adentro.—Y le pegó tironcitos de los pelos parados. El Negro lo llevó como si las sombras y las chispas y los reflejos le cosquillearan la mano. Escuchaba con los ojos muy abiertos los ruiditos leves que surgían del tubo cuando lo hacía girar.

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En su casa, don Nazario, el viejo, miró por el agujerito y le dijo que esás cosas no eran para romper. Se lo guardó en un estante. Pero el Negro lo sacaba a la hora de la siesta y trataba de descubrir qué sombras y qué chispas y qué reflejos y qué colores de las sierras estaban allí adentro. Pero todo giraba y giraba y cambiaba sin cambiar. Y el Negro se dio cuenta que lo que sentía al asomarse al pozo de colores, era algo muy parecido al miedo. Por eso, porque no queria caerse adentro del caleidoscopio, porque no podía dejar de mirar, porque ese ruidito como de alas no lo dejaba dormir, porque quería ver qué chispas, qué sombras, salían y se desparramaban como panaderos, el Negro apretó fuerte fuerte un extremo del tubo y lo abrió. Y salieron haciendo un ruidito levé, como de alas, un vidriecito rojo, otro verde, otro negro, otro marrón y tres espejitos. El Negro se quedó mirando mirando con la boca como diciendo ¡bah!. Al rato largo, la boca le sonrió y los ojos —tan tan negros—le bailaron. Con un poco de trabajo y de probar y probar, armó de nuevo el caleidoscopio. Esa tarde cuando el Barbita llegó de la ciudad, encontró al Negro esperándolo en la puerta. —¡Hola Negro! —le dijo con alegría dándole unos golpecitos. —Tomá —le dijo el Negro—. Para los tubos. Y el Barbita vio sobre una hoja de diario, un ramito de verbenas rojas, dos plumas de cotorras, una rama de piquillín llena de frutitas, arena color melón y detrás de todo eso, la sonrisa más brillante del Negro. El Barbita recibió el paquete y se quedó mirando mirando todo sin hablar. Después puso su mano sobre los pelos parados del Negro y lo invitó a tomar mate como para festejar, porque sintió que ahora los dos, el Negro y él, sabían todo lo que puede haber dentro de un caleidoscopio. ----------------- . Beatriz Ferro. CUENTO PARA SACAR DE LAS CASILLAS.

Beatriz Ferro. Beatríz es porteña pero su nombre es conocido mucho más allá de Buenos Aíres. Se explica; ha escrito unos 400 cuentos infantiles para la colección "Bolsillitos", publicados también en Brasil, México, Italia, Hólanda, y países escandinavos. Se caracteriza por Ia gracia y humor con que suele tratar los temas mas profundos y serios; es autora de El Quillet de los niños, importante enciclopedia en 6 tomos, que proyectó, dirigió y redactó, de Leyendas y cuentos populares de Latinoamérica, de las dos terceras partes de la Gran enciclopedia de los pequeños (preescolar, 5 tomos); de El mago Mirasol, El secreto del Zorro, Chiquitazos, chiquitotes, pequeñitos, grandulotes (con temas de ecología), y de un onginal texto de lectura Un libro juntos (4º grado).

PERRO tenía una buena casilla: un ambiente amplio, orientación noreste, dependencias de servicio. Las dependencias de servicio eran el rincón donde hacía dormir a una de sus patas, la derecha, la que manejaba la aspiradora, cazaba moscas y abría las latitas de paté al marsala. Un día, ayudado por su pata derecha que se comidió a dar vuelta las páginas, Perro se puso a leer el diario. En un miserable recuadrito leyó una noticia realmente inquietante: los datos estadísticos señalaban que suman miles los casos de perros abandonados por sus amos. Casos de amos abandonados por sus perros, cero. Doblo el diario y se dedicó a meditar.

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Meditó largamente sobre la relación perro-amo. Y terminó preguntándose si, un día, en lenguaje ladrido llegaría a existir la expresión "fiel como un ser humano". Como un aprendiz de malabarista, empezó por arrojar ideas al aire para abarajarlas y volver a arrojarlas. Idea va, idea viene, llegó a pensar con admiración en los gatos, que parecen haber firmado un contrato con la sociedad, y en la sutileza o la fiereza con que defienden sus derechos toda vez que un torpe ser humano pretende quebrantar ese contrato. Se dijo que ellos, los perros, tendrían que buscar el asesoramiento de los gatos. Aunque, pensándolo bien, ¿qué opinarían de semejante cosa sus hermanos?. Justo en ese momento una de las ideas se le fue de las manos y se hizo trizas. Entonces, como suele ocurrirles a los malabaristas principiantes, perdió el control de toda la serie y, una tras otra, se estrellaron todas contra el suelo. La pata derecha rescató las que sólo estaban abolladas, las amontonó en un costado de la casilla y allí las dejó, fijas. Esas ideas fijas influyeron mucho sobre Perro. Para empezar, se volvió taciturno. Y se hizo más casero, o casillero. Un día tuvo visitas: era un ser alado, diminuto. Perro lo miró. ¿Era una libélula con orejas o un perrito con alas? ¿Sería acaso el Hada de los Perros?. —Soy el Hada de los Perros —dijo la visitante--. Recién, al volar sobre su casilla, mi varita registró vibraciones entrecruzadas en espiral descendente, punto ocho. Perro quedó con la boca abierta. —Eso significa que tenemos problemas, ¿no es cierto?—inquirió el Hada. —Sí señora... o señor, digo, por eso de el Hada. —¿Alguna vez usted oyó decir "hada padrino"?. ---Nunca. —Entonces ya sabe. En homenaje al Hada, Perro ordenó a la pata derecha que suspendiera la limpieza con la aspiradora. —Aquí estamos, mi varita y yo, pára socorrerlo mágicamente —prosiguió el Hada y desplegó ante Perro un abanico de posibilidades: Veamos... ¿quiere ser el animal más rico del mundo, aspira a casarse con una perrita premiada, desea salir en la tapa de una revista de actualidad? No tiene más que decirlo... . Perro movió la cabeza de un lado a otro y suspiró profundamente:. --Quisiera un mundo más justo y cariñoso ... . Pero el Hada había desaparecido... Y no por cosa de magia sino por esas cosas de la técnica. Se la había tragado la aspiradora. Muy pronto se escucharon grititos:. —¡Socorro! ¡Estoy en la bolsa de la basura!. Perro se agarró la cabeza; su pata derecha había olvidado desconectar la aspiradora. Corrió a apagarla, vació la bolsa de la basura y sacó al Hada. —Lo lamento... —dijo Perro soplándole la pelusa. —Tengo poco tiempo, acabemos con esto —lo interrumpió el Hada—. Mi misión es que sus deseos se cumplan así que, por favor, exprese uno. Perro trató de explicarle:. —Digo yo, por ejemplo, un gato... . —¿Gato? ¡Sea!. Para darle un corte definitivo al problema, el Hada esgrimió su varita de caracú de colibrí y lo convirtió en gato. Otro día Gato recibió la visita del Perro Vecino. Créame que soy Perro. —Ya sé, Gato, ya se que usted es Perro. Lástima que haya tenido ese contratiempo con el Hada.

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Gato (o sea Perro) mandó a su pata derecha que le cebara unos mates al amigo. —Usted sabe que tengo ciertas ideas fijas yo sólo nombré a los gatos como un ejemplo, como un símbolo. —Ya sé Gato, comprendo su punto de vista pero le advierto que usted tiene en contra a la mísma Historia. —¿No me diga?. El Perro Vecino venía del campo: hablaba con parsimonia y parecía sabio de puro criollo. —Fíjese —siguió diciendo—, que nosotros acompañamos al hombre desde la Prehistoria. —Entonces la tengo en contra desde la mismísima Prehistoria.. . . —Desde entonces dependemos del amo. Nuestros antepasados se acercaron a las prímeras aldeas para comer los desperdicios de la gente. —¿Desperdicios?. ---¡No les iban a dar paté al marsala!. Gato carraspeo. —Lo mismo hicieron los cerdos. Ahí los tiene. Es difícil cambiar después de cientos de miles de años. Los cerdos y los perros fuimos los primeros animales domésticos,-no lo olvide. Gato (o sea Perro) sintió crecer la indignación. Quiso ladrar çategóricamente: "¡No nos comparemos con los cerdos!" pero en cambio le salió un maullido salvaje. El Perro Vecino se puso en guardia y retroce dió hasta la puerta. —¡Oiga! Usted no será gato en serio, ¿no?. Otro día Perro (que había recobrado su forma por haberse gastado la magia) recibió la visita del Diablo. —¿Le cebo unos mates?. —Gracias, prefiero paté al marsala. Perro le pídió a su pata derecha que abriera la última lata que quedaba. —Delicioso dijo el Diablo. —Yo no le siento el gusto —confesó Perro. —Es porque usted tiene ciertas ideas fijas y sólo a ellas les siente el gusto --Puede ser. —¿Cómo es eso de los perros y los gatos, los cerdos y los hombres?. Perro se hizo el desentendido. En un principio pensó no abrir la boca, pero al rato ya estaba hablando comp un profesor:. —... Y dejemos por ahora de lado nuestra solidaridad y nuestro amor a toda prueba. Hablemos sólo de los servicios que prestamos a la comunidad: perros guardianes, perros guía, perros San Bernardo, perros viajeros al espacio, perros pastores, perros actores ... . —Precisamente —señaló el Diablo—, lo malo es que ustedes prestan servicios. Perro no pudo creer lo que escuchaba. —¿Eso es lo malo?. El Diablo prosiguió, paladeando el paté y las palabras. —Lo útil, a la larga, es reemplazado por algo mas útil aún. En el caso de ustedes, por alarmas fotoeléctricas, por sistemas de microondas, por perros marionetas ... Le digo que no es útil ser tan útil. Perro se sintió terriblemente confundido. De no haber sido por esas ideas fijas no hubiera sabido qué pensar. No sospechaba que el Diabio había dicho sólo verdades a medias, pues para eso es el Diabio. Amo y Ama se acercaron a la casilla. Ama se puso en cuatro patas y lo invitó a salir. Perro no hizo caso. —Hace unas tres horas que no asoma el hocico —dijo Ama.

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Las tres horas de los humanos pueden ser un largo tiempo, tal vez muchos días en la vida de un perro. —Está raro—dijo Amo. —Está casero—dijo Ama. Esperaban que Perro asomara el hocico, saliera, lamiera manos y agitara la cola como tres colas juntas. Perro se hizo un ovillo contra una de las paredes de su casilla De pronto Ama pareció darse cuenta:. —¡Ya sé por qué no sale! Está en la etapa en que los perros piensan en la relación de dependencia perro-amo. Su voz sonó como una música maravillosa y Perro se dejó acunar por ella. ¡Ama y Amo empezaban a darse cuenta! Bruscamente, la música se convirtió en un áspero chirrido. Fue cuando Ama agregó:. —Ya se le pasará. Como si se tratara de un dolor de muelas. Eso lo sacó de sus casillas. Perro se levantó, salió resueltamente y se plantó frente a los Amos. Se sacudió entero, como para secarse despues de un baño, y desplegó unas enormes alas oscuras, de dragón, que le salieron del alma. —Ahora que se asomó se hace el difícil —dijo Ama. —Te dije que estaba raro —insistió Amo. Perro agitó las alas y se elevó sobre ellos. Era un enorme, un descomunal perro alado que ethaba humo y fuego por el hocico. —Me parece que quiere llamar la atención —señaló Ama. Perro la escuchó desde el aire y le nació un ojo en la frente que derramó un río de lágrimas cristalinas. —Está tristón—dijo Amo. Como lejano—observó Ama. Desde allá arriba, Perro los vio pequeñitos com niños perdidos, demasiado solos y atolondrados por las palabras. Hasta que Ama recordó:. —¿Sabés una cosa? Cuando yo era chica y me enojaba mucho, echaba humo y fuego por la nariz. Me crecían unas alas oscuras, de dragón y me iba volando, furiosa y triste. —¿Por qué hacías eso?—preguntó Amo. —No recuerdo. Tal vez era cuando no entendía algo, o cuando no podía conseguir que los demás me entendieran. Las palabras de Ama volvieron a convertirse en música y llegaron hasta los oídos de Perro. Acunado por ellas cerró el ojo del llanto y empezó a descender más y más, a achicarse mas y más, hasta que toco tierra y guardó las alas. Ama lo abrazó y lo acarició mientras decía:. —Es cierto, Perro. Yo me iba volando y, a veces, volvía. —¿Entonces, terminaron los problemas?—preguntó Amo. "No sé", pensó Perro. "Yo sólo sé que volví porque me pareció que tienen ganas de crecer, ustedes con sus nombres. Y quiero estar aquí el día que dejen de llamarse Amo y Ama para ser Amigo, Amiga. .................. . Fernando Flores . LA GUERRA DE LOS ESPEJOS. Fernando Flores. Este señor -que es muy, pero muy joven- se dedica a asuntos sumamente serios como son los problemas de los chicos y los adolescentes. Es sociólogo y ha escrito varios ensayos, de los que están publicados Los Hippies, Rebelión juvenil y cambio social y Ernesto Cardenal. Los dos primeros han obtenido premios en los Concursos Municipales de Ensayo, años 1970 y 1973. También esmbe para niños y se interesa mucho por el teatro dedicado a éstos y a los adolescentes: Los puercoespines, Sonriamos porque si no sonamos, Narciso Porteño, son algunas de sus obras. Es autor de una serte de cuentos infantiles: Cuentos de

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animalocos. Es, además, periodista y profesor en colegios secundarios.

EL nacimiento de Narciso fue un extraordinario acontecimiento para la familia Fernández. Después de haber tenido cinco mujeres, los llenó de felicidad el hecho de tener un hijo varón. Y no se trataba de un bebé cualqúiera sino de una criatura hermosa. Ya desde un primer momento descubrieron la belleza del vástago. Poco a poco se fueron dando cuenta de que Narciso sumaba a sus excepcionales dotes físicas una gran delicadeza en sus actitudes y una elegancia principesca en sus movimientos. Esto era motivo de admiración para sus familiares y para las amistades de los padres. Allí donde estaba Narciso la gente se detenía a contemplarlo, a charlar y jugar con él. Era el centro de las miradas. Hacia él confluían los mimos y las atenciones de la madre, de las hermanas, de las abuelas, de las tías y de las amigas de la familia. El padre, un progresista comerciante de origen español, veía en el chico el heredero y futuro conductor de un taller que había levantado con mucho trabajo y sudor. Los espejos que modestamente había comenzado a fabricar don Fernández a su llegada de Madrid habían hecho surgir una exitosa empresa. La inteligencia de Narciso, decía orgulloso el padre, llevará adelante la pujante índustria. Así fue como el niño se acostumbró a vivir rodeado de regalos y de cuidados. Sus palabras, desde los primeros balbuceos, eran tenidas en cuenta como órdenes reales de un rey en potencia. Todo lo que Narciso quería, desde un chocolate hasta un juguete extravagante, era complacido por el séquito familiar. Sus caprichos eran soportados con entereza casi heroica. Sus desplantes eran justificados con una sonrisa conquistadora. No había nada en lo que el príncipe no fuera complacido. Para que lograra desarrollar su precoz inteligencia y su sentido artístico, los padres procuraron darle una educación refinada. Tuvo los mejores maestros. Tampoco sus instructores escaparon al tiránico encanto que rodeaba al chico. Narciso, sin duda, era un pequeño muy avanzado mentalmente. No era raro entonces que aventajara a sus compañeros de estudios. Siempre obtenía las mejores calificaciones. Esto marcaba una distancia entre los demás niños y él, que sabía aprovechar para tenerlos a su servicio. Los compañeros no se animaban a negarle lo que a él se le ocurriera. Desgraciadamente, Narciso era bien consciente de su belleza y de su inteligencia. Le gustaba disfrutar de su propia compañía. Se consideraba superior y entonces prefería estar solo. Amigos verdaderamente no tenía: se había habituado al hecho de tener súbditos. En el aposento del príncipe, para colmo, el padre había colocado los mejores espejos que había fabricado en su vida. Por todas partes había grandes espejos con marcos trabajados en oro y plata. A Narciso le gustaba contemplarse en el espejo. No sólo eso sino que también habia tomado una rara costumbre. Se miraba con soberbia en cualquier superficie que reflejara su imagen, ya sea en los muebles pulcramente lustrados de su casa, en las vidrieras del comercio, en la panza de las cucharas, en el fondo de las cacerolas, en las aguas tranquilas de un lago... una manía casi enfermiza, alimentada por las exclamaciones de la madre, de las cinco hermanas, de las abuelas, de las tías y de las amigas de la familia. Así fue la vida del célebre niño, por lo menos mientras duró la escuela primaria. Las cosas cambiaron cuando entró en un colegio secundario. Allí sus compañeros no veían con simpatía que Narciso prefiriera quedarse en su habitación pintando autorretratos en vez de ir a jugar a la pelota con ellos. Tampoco les gustaba que las chicas fueran detrás de Narciso, impresionadas por su suave pelo rubio, por sus ojos azuies, por su disimulada nariz, por su apetitosa boca, por el cuerpo sabiamente desarrollado del adolescente, por su habilidad para las matemáticas y el talento artístico. Claro que no lograban que

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les prestara atención. Acostumbrado a tratar con desdén a la madre, a las cinco hermanas, a las abuelas, a las tías y a las amigas de la familia, repitió esa forma de tratar con las enamoradas admiradoras. Y no porque le disgustaran todas, porque había una, Cristina, que sí habia llegado a penetrar en su corazoncito. Pero Narciso no sabía cómo hacer para bajar del pedestal y ponerse a la altura humana de esa chica. El carácter de ella hacia más complicadas las cosas; no estaba dispuesta a aguantar la altanería del bello Narciso. En otras palabras, no sería ella la que perseguiría al joven príncipe para que la invitara a bailar, sino que sería él quien debia tomar con humildad la iniciativa. Una aventura que todavía no estaba preparado para hacer. A medida que pasaban los meses, los compañeros de colegio se aburrían mas y más del comportamiento de Su Alteza (como lo llamaban en broma). No era un buen amigo. Si bien sabía mucho, no se preocupaba por ayudar a los demás. No le agradaba prestar sus cosas, ni que lo fueran a molestar con "proposiciones tontas", como preparar un campamento o un baile. Hasta que la bomba estalló. Fue un día en que Narciso se negó a prestarle un trabajo de matemáticas a uno de los compañeros. Su Alteza contestó en la forma doliente, despreciativa y distante que solía emplear. La respuesta del ofendido súbdito fue una descarga de trompadas que cayeron como una lluvia de píedras sobre la delicada cara y el frágl cuerpo de Narciso. Volvio a su palacio con el ánimo derrumbado. En sus sentimientos se mezclaban odio, sorpresa y pena. Se encerró en su cuarto y -delante de los espejos—se puso a gritar palabras hirientes (dirigidas a su agresor), mientras la madre, las cinco hermanas, las abuelas, las tías y las amigas de la familia trataban de calmarlo desde detrás de la puerta. Después el séquito decidió retirarse, ante una orden del príncipe sin trono. Narciso continuó con sus amenazantes gestos y con su actitud de admiración por sí mismo. De pronto notó que algo no funcionaba bien. Su imagen en el espejo no respondía exactamente a sus movimientos. Había del otro lado algún "otro". Era él, pero era otro. Por lo menos ya no hacía sus mismos gestos, sino que era más humilde. No seguía sus actitudes, sino que era más bien burlón. Narciso vio con indignada sorpresa cómo su imagen en el espeio se había independizado y se reía de él. Completamente perturbado fue a buscar un arco y una flecha que tenía colgados en la pared. Extendió el arco, colocó la flecha y la lanzó hacia el blanco, que era su propia imagen. En ese instante sintió que se caía al suelo tomado en una especie de sueño profundo. Experimentó que era transportado al otro lado del espejo. Allí, primero como en una pesadilla, vio que su imagen imitaba su comportamiento, ridiculizándolo. Después apareció Cristina, y por primera vez pudo estar con ella en un pie de igualdad, pudo bailar y bailar sin trabas. Y estaba también quien le había pegado. Lejos de querer insultarlo, Narciso le tendió la mano, lo abrazo y - él que nunca había jugado a la pelota—participó en un amistoso partido de fútbol con su compañero. A la mañana siguiente, Narciso amaneció tendido en el suelo. Lo despertaron los golpes en la puer ta. (Era su madre, que como todos los días le traía el desayuno a la cama.) Confundido, abrió la puerta y desayunó solo (como siempre hacía). Se sentía diferente, libre. No sabía qué había pasado, pero se había producido un cambio en su vida. Antes de ir al colegio, decidió llevar todos los espejos de su habitación al depósito. Y cuando se encontró con su compañero le pidió perdón por sus palabras del dia anterior y le prestó el trabajo de matemáticas. Ante el asombro de ex contendiente, se ofreció a explicarle todo lo que quisiera. Al salir del colegio, pasó por la casa de Cristina y la invitó al baile que su curso habia organizado para el sábado. Caminando las pocas cuadras que faltaban para su casa, Narciso tuvo la seguridad de que algo había muerto en él y algo había nacido. La familia Fernández también lo comprobó: nunca

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habían visto que su hijo se hiciera la cama o ayudara en las cosas del hogar. Narciso había dejado de ser una flor para ser un hombre. .............................. .

Sara Gallardo. ¡PERO EN LA ISLA!. Sara Gallardo. Nacida en Buenos Aires, vive en un departamento amplio y luminoso sobre la avenida más ancha del mundo. Su obra literaria es muy conocida: Enero (novela corta), Pantalones azules (novela), Los galgos, los galgos (novela), Eisejuaz, Historia de los galgos y numerosas publicaciones en diarios y revistas. Le gusta el campo y tiene especial preferencia por los perros: Corsario. Chispa, Flecha y Barcino son personajes muy importantes en su libro Los galgos, los galgos, que obtuvo el Primer Premio Municipal de Literatura. También escribe libros para chicos como Los dos amigos, Teo y la TV, Las siete puertas y muchos todavía sin publicar.

ÉSTE era un gato que se escapó de una casa llena de adornos. Pasó los primeros días debajo de un auto. De noche el hambre y las pasiones lo hacían salir. Evitó las peleas, comía poco, estaba débil. Cuando el auto se fue tuvo que buscarse otro refugio. Avergonzado, se encontró comiendo la carne que traía una vieja entre papeles. Hasta que oyó la burla de una gata que lo miraba desde un árbol. Ella le enseñó más que nadie. No era joven, ni linda; tenía su gracia. Recorrieron un parque sin fin, árboles de todas las especies, tan grandes que no daban idea de treparlos. Su primera caza: una paloma herida. El golpe, la sangre le hicieron comprender; se comió hasta las plumas. Después arrastrarse por las ramas, sorprender nidos, llegó a cazar ratas. No que no fuera cómodo rondar los tachos de basura. Una noche entraron en el jardín zoológico. Nunca supuso nada ni parecido. De jaula en jaula miraba, picos, garras, águilas, monos. Recorría la orilla hedionda donde duermen las focas. Una noche vio el foso de los leones. Acabó lo demás para él. Vivió para los leones. Llegaba tarde, llegaba temprano. Pero nunca faltó a las palabras del patriarca. Nacido libre, con cicatrices en el hocico, hablaba cada noche. Cada noche los parientes subían, rugiendo de costado, hacia el árbol. Llegaban los machos de melenas que se movían como pastizales. Las hembras dejaban dormidos a los cachorros. Iban echándose. Los jóvenes en la última fila. El gato esperaba. El pelo se le erizaba. Una sombra hubiera bastado para hacerlo chillar. En aquel idioma las palabras ardían, hogueras en un campo negro. No comprendía. Eran golpes. Lugares. Leyes. Leones que dejaron recuerdo para ser transmitido de león en león mientras dure la especie, libre o infeliz. Arenas, siestas. Vigilancias. Sabores, sangre, sangre humeante. Saltos, desde matorrales. Batallas. Derrotas. Amores. Leonas heroínas. Masacres de cachorros. Venganzas. El gato sentía como si cerca de él corriera el agua de un gran río cuyos peces no lograba cazar. Soñaba con aquellos peces, con aquellas palabras. Un día despertó sabiendo el idioma. Callaba el patriarca. Un trueno apagado de rugidos seguía. El ser mismo de león pasaba en esas noches de alma a alma. Las colas batían los costados. Después los sueños quemaban O, azules, eran noches en que baja el sendero para beber al río. —No permitas que te roben el seso —dijo la gata—. Son cosas que llevan a la muerte. El gato era joven. Dijo: no le importaría morir por eso.

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Una tarde llegó al zoológico a la hora de repartir la comida. Sintió la misma vergüenza, pero mucha más, que ante la carne del envoltorio de la vieja. A fuerza de mirar notó a un joven león. Tan joven que tenía rastros de manchas. Se portaba en cierto modo como el gato: no vivía para sí. Vivía para el patriarca. Lo atendía, aun en el sopor, aunque fuera levantando un párpado. Llevaba hasta el árbol las mejores presas, las dejaba a una distancia respetuosa pero no incómoda. Llegaba a las reuniones con anticipación. Así, mientras el joven vivía pendiente del viejo, el gato vivía pendiente del joven. Llegó a conocer sus pensamientos mejor que nadie, a no ser la madre, que lo observaba amamantando una cría nueva. Supo también su nombre verdadero. Un guardia lo llamaba Juan y respondía cuando lo llamaban, se dejaba acariciar el lomo y la nuca. Pero su nombre era otro. Lo oyó, en aquel idioma que acababa de comprender. El gato había tomado la costumbre de pasarse las horas sobre el árbol de tronco lacerado que echaba una sombra frágil sobre el patriarca. El tufo de las fieras reunidas lo embriagaba. El tufo de las almas lo enloquecía. Una noche vio subir la colina al joven león. Era temprano. Lo oyó balbucear. Decir a su antepasado que, meditadas sus lecciones, esa no era vida para un león. Que, pedía permiso y le anunciaba, en la primera ocasión buscaría la forma de conocer aquello sin lo cual no hay león: ser libre La pena del anciano subió como humo, hizo vacilar al gato en su rama. Cerró los ojos como si el tedio o la luz lo incomodaran. De entre nosotros, dijo, quien desea conocer esa cosa paga con el fin de todo: la muerte. El joven dijo como el gato un mes antes: no le importaría morir por esa cosa. El anciano bajó la cabeza. Lamió mucho rato las zarpas. Dijo: comprendía. Cuando el joven bajó la colina su madre sacudió las crías del flanco. Se levantó. En qué andaba, hijo. Nada, madre, nada. ¡El gato! Se entregó a la causa del joven. Le fue difícil dormir. Estudió los portones, los horarios, la forma de repartir las comidas. Lo dijo a la gata en un día que era sábado: el Iunes. Lunes de madrugada. Bien elegido, porque los domingos, al llegar la noche, los animales y los guardianes están ahítos y cansados. Todos esperan el cierre del lunes. Descanso. La gata lo escuchó, agazapada. Estaban en una rama de eucaliptus. Los ojos se le pusieron verdes como dos vidrios. Lo ayudaría. Total, había vivido demasiado. (No iba a decirle que la vida no le interesaba sin él). Esa noche el viejo león cantó. Cantó mostrando sus colmillos quebrados en batallas, oscuros por el tiempo. Cantó y los leones, que nunca habían cantado, cantaron. Cantaron, y los dos gatos sobre ellos, traspasados por el canto, gritaron hasta desvanecerse. Lo mismo que el barco desmantelado surge un día de viento sobre el horizonte y el aletear de sus jirones da una impresión de vida, así la vida de los leones en los desiertos fiameó sobre todos. Gantó el león viejo. Era adiós a su nieto. Lo comprendió su nieto. La madre. La gata. Nadie más. Lunes de madrugada con llovizna tres hombres en un auto juran haber visto, bebiendo en la fuente del monumento, a un puma con dos gatos. Lunes de madrugada con llovizna una actriz borracha dice que una leona con su cría cruzó la avenida ante sus ojos.

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Llovizna borra huellas. Llovizna ahuyenta enamorados. Llovizna alza el aroma de la tierra. Revolcarse en esta tierra, las hojas del otoño vuelan entre las zarpas; y mojadas se pegan sobre el cuerpo color hoja de otoño. Un gato y una gata se resguardan temblando de la humedad. Un fuego de brasas chisporrotea en la llovizna, la mendiga come sopa bajo un ombú. Lunes de madrugada con llovizna, un marinero nuevo va al cuartel. El viento le arrebata la gorra. Salta del colectivo. Que no siga rodando en el barro del parque. ¿No juró no merecer arrestos, pasar sin ser notado, casarse al volver? Un peso cae sobre su espalda, olor a fiera, un chorro baña el uniforme y humea. Arrastrado, piernas abiertas, comido, quebrado, saboreado, vida caliente que pasa a vida caliente. Amigos, no creo que conozcan guarida comparable a las palmeras situadas en el césped, surtidores en curva que salen de una maleza de su especie. Un sueño breve de reparación nerviosa, de digestión. Dentro del refugio no se siente el agua. Los gatos cuchichean. Fue un sueño. La aventura llamó. Salió de la maleza, levantó el pecho. Rugió. Anduvo entre árboles. Trotó. Husmeó. Llegó a orillas de un lago. Bebió. Los gatos lo seguían, refugiándose de la lluvia en lo posible. Pero estaba loco de alegría, cavó la tierra revolviéndola, olfateando, rayó un tronco que cedía corteza en tiras que se honraban por demorarse entre sus garras. Las voces de la noche callan con la lluvia. Estaban más calladas. Pero él creía que era lo habitual. La gata rogó al gato que tratara de hacerse entender. Una cosa es comprender un idioma, otra hacerse entender. Era idea de los gatos que aquel día debía ser pasado en una isla que hay en el centro del lago. La maleza toca el agua en las orillas. Hubo un puente con iluminaciones pero ya no estaba. (La gata tuvo amigos electrocutados). El león miró la isla. Le gustó. Tuvo que esforzarse para no borrar a los gatos de un zarpazo cuando volvieron a hablarle. Gruñendo, escuchó. Gatos no entran en lagos. Los cruzó. Hubiera sido facil para ellos quedarse. Pero quisieron ir. Salió el sol y los bambúes de la isla tiritaron en el aliento del alba. Los gansos de otra isla, sin árboles, con farol de piedra, gritaron demasiado, fueron y vinieron. Notaron en el agua el paso del desconocido. ¡Pero en la isla! El sol subiò, calentó la tierra, los bambúes, los árboles, y el calor empezó a volver voluptuoso el mundo. Habia un magnolio en el centro y en el magnolio un sonido uncomparable. Cayó sobre el hocico del león una piña incrustada de semillas rojas. La miró, preguntó al gato si ellas producían aquel sonido. (El sonido había cesado.) Que no, era sólo un zorzal, apenas un bocado, gusta de las semillas rojas en otoño. ¡En la isla! Arrastrarse por senderos que van a parar al lago. Saltar, jugando con la sombra de las hojas. Otra vez rayar un tronco, la barriga y la boca en la corteza musgosa. Perseguir la cola en redondo hasta volverse loco y revolcarse de alegria, zarpas al aire. Estirarse, desperezarse, bostezar en la atmósfera sin brisas. Dijo la gata al gato: Debimos traerle su comida. Y para sí: Empezó el fin. Subiendo a lo alto del magnolio los gatos podían echar una mirada. La avenida con sus automóviles y sus colectivos, los lagos, sus hileras de botes dando vueltas por la aguas. La cima del monumento donde se bebió el agua eufórica de la madrugada. Las frondas, los

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árboles conocidos de a uno, hospitalarios o no, aromáticos o no, secretos o no. Las personas con perros, las personas con bicicletas. Pero era lunes. Poca gente. Escaso ruido. Hasta los gansos ahítos desdeñaban el pan que alguien les ofrecía. El gato juzgó bueno recomendar al león que esa noche se echara sobre los gansos. La gata no le dijo que no habría esta noche. El león, en una rama del magnolio, una zarpa colgante, soñaba. Sueños nuevos por fragancias nuevas, el león anciano, la madre, el padre de melena negra y enorme que le entraba por el pecho hasta el vientre. Se despertó con hambre. Marchó a buscar su comida de la víspera. Al llegar a la orilla se detuvo Espió entre las hojas. Notó algo. Había un silencio. Ni ser humáno, ni bote, ni auto, ni colectivo. En la punta del magnolio murmuró la gata. Dos veces había nombrado al gato con nombre equivocado, el nombre del barcino de su juventud. Pues tenía en el paladar y en la lengua una sensación, un gusto, algo, igual al de la noche en aquel sitio de los árboles vertiginosos, donde murió el barcino de aquel modo, enamorado de la blanca, y ella huyó, loca de miedo Qué le importaba huir ahora. En el silencio se oyó algo. Se erizaron los pelos de los tres. Se oyó lejano, excitado, ladrar. Así fue rodeada la isla, con cascos blancos y objetos largos en las manos, y perros a cadena asfixiándose en el ansia de cazarlos, y una flotilla de lanchas. Y ciertos camiones con luces, cables. Así fue abordada. Era de noche, ya. —¡Juan! —gritó una voz conocida. Reculó, fulgores le salían de los ojos. Recuerdo de los suyos, de comida y caricias. Y de las rejas frias en el hocico. —¡Juan!. Era de noche. Todos los leones rodeaban al patriarca. Hoy no se hablaba. Allí estaba el de melena negra, enorme. La leona de cría reciente con su leche seca desde la mañana. Estaban todos. Trataban de olr. Se oyó una crepitación, lejana. El patriarca acható las orejas y cerró los ojos. Era el único que conocía ese sonido. Vio, con los ojos cerrados, que un joven caía desde una rama, una caída blanda, pesada. Vio caer sobre él unos anímalitos acribillados. Murió en esa hora, el patriarca, también. ............................. . Neli Garrido de Rodrìguez. EL VESTIDO DE VALERIA. Neli Garrido de Rodríguez. Nació en la ciudad de San Juan; ahora vive en Buenos Aires. Desde chica le gustaba contar cuentos y cuanxlo fue más grande se puso a escribirlos. Tiene dos hijos, es maestra, periodista, narradora, titiritera. Hace unos años escribía una página para los niños en el diario "Los Andes" de Mendoza, llamada "Garabato". Obtuvo siete premios literarios y ha publicado y publica en diferentes diarios y revistas, cuentos, poemas, notas y artículos para chicos y para grandes. De sus libros para niños se han editado: El hada Globo Azul, Historia del rey que tenía, El príncipe que perdió la risa y Leyendas argentinas.

¡¡¡Tararí, tachín, tachín, tachín!!!. El circo irrumpió en el quieto barrio con su sonoro y luminoso cascabeleo. Y desde ese dia ya no hubo paz para Valeria. Dentro de ella un continuo bullir y rebullir de colores y de ruidos la agitaba de una manera muy especial, le cósquilleaba, la hacia vibrar de pies a cabeza. Primero fue la banda con ese tambor que ella miraba desde abajo y que, seguramente, debía ser el gigante de los tambores; y esas

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cornetas —iTararí! relucientes, con flecos rojos, y los platillos ¡Tachín, tachín!. Más atrás, el elefante disfrazado de rey —¿o sería el rey?—y en su lomo un monito con cascabeles . . . ¡Y todos con esos uniformes tan bonitos, llenos de botones dorados!. Después pasó el carromato, corno el del libro de cuentos; y los camiones cubiertos de barro que Valeria ni siquiera vio. Se instalaron en su cuadra, dos casas más allá de la suya, en el baldío, y ella vivió todo el ajetreo preliminar a la función. Enterraron los postes, levantaron las carpas, colocaron las gradas. Golpeaban y clavaban; daban gritos y corrían y se enojaban. Y volvian a clavar y volvían a golpear... . Luego pusieron el aserrin sobre la pista. Los chicos del barrio miraban y miraban; los corrían de un lado para otro y los sacaban cuando estorbaban y Valeria, entre los chicos, contenía la respiración, agitada, como si tanto correr y trabajar lo estuviera haciendo ella misma. Valeria se enamoró perdidamente del circo y el día de la primera función fue el más feliz de su vida. No podía precisar qué le gustaba más. ¿Los payasos? iEI rey elefante bailarín? ¿Los caballos blancos? ¿EI mago que sacaba tantas y tantas cosas de sombrero?. Pronto lo supo. Apagaron las luces. Los tambores empezaron a tocar suavecito... y mientras alguien anunciaba muy fuerte no sabía qué un reflector dirigió su luz rosada hacia arriba. A partir de ese momento todo fue un sueño. ¡La trapecista se hamacaba, volaba, bailaba en el aire! ¡Qué hermasa era! iEtérea como una mariposa!. Ese día lo decidió: cuando fuera grande, ya no sería ni maestra, ni doctora, ni pianista, ni mamá . . . isería trapecista!. Durante dos meses Valeria vivió la fiebre del circo. Conoció a Betina, pequeña como ella, que era la hija del dueño del circo, y hacía pruebas en una alfombra roja. Se hicieron muy amigas; jugaban y conversaban incansablemente. Betina sabía hacer muchas pruebas, pero no era como volar en el aire. Cuando Valeria le preguntó por qué no era trapecista como la hermana, Betina le respondió muy seria:. —Es que no tengo el vestido... sabés?. Se contaron todos sus secretos, se mostraron sus cosas... . Valeria le enseñó sus juguetes y el vestido nuevo que le hicieron para su cumpleaños. El vestido celeste, ancho y fruncido, transparente, salpicado de puntitos brillantes, ¡tan bonito! que Betina quedó arrobada al verlo. —¡Se parece al de mi hermana! ...¡el que usa en el trapecio!. Primero se lo puso Betina; corrió unos pasos saltaditos, como hacía su hermana al salir a la pista, saludó graciosamente con la mano, llevando un pie hacia atrás, inclinándose, sonriendo para un lado y para el otro. Después se lo puso Valeria y repitió la escena. Se miró en el espejo . . . un saludo aquí . . . otro saludo allá... De nuevo sintió ese cosquilleo tan especial en todo el cuerpo... ¡río de campanillas de colores que le caminaba por dentro!. Y escuchó los tambores suavecito... suavecito... Valeria hecha luz; Valeria hecha sol; Valeria allá arriba; Valeria en el aire; uno dos y tres. Tres veces girando . . . Se hamaca hacia aquí. Se hamaca hacia allá. El trapecio es blando y el aire algodón. Valeria girando . . . Valeria ... . —¡Valeria! ¿Vamos a jugar?. La voz de Betina le hizo ¡Plop! el sueño. Su sueño . . . burbuja de jabón. —¿Tu hermana querrá enseñarme a hacer pruebas en el trapecio?.

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—¡Claro que sí! Total ya tenés el vestido ... . Ese día quiso más que nunca a Betina; y hasta le regaló una de sus muñecas. En los días subsiguientes planearon todo: Valeria se iría con el circo. Fueron días de gran excitación. Planearon tantas y tantas cosas . . . Un día ella volvería con el circo y todos irían a verla. ¡Y papá y mamá se pondrían muy contentos y estarían orgullosos!. Cuando llegó el tan esperado día, Valeria entró corriendo en la cocina, donde su mamá estaba preparando la cena y declaró triunfante:. —¡Voy a ser trapecista!. —¿Ah, sí? ¡qué bien! ¿Y dónde, si se puede saber?. —¡En el circo de Betina!. Luego hizo un paquete y salió corriendo. Sin saludar. porque si le daba un beso a su mamá, seguro, seguro iba a llorar. Betína la esperaba. ¡Qué triste estaba el baldío!.. Todo era diferente a cuando llegaron. Ni la banda, ni los uniformes. El elefante tenía puesta una manta marrón y el monito, de la mano del payaso, sin un solo cascabel. Eran las últimas horas de la tarde. Valeria apretaba el paquete contra el pecho que le hacía toc-toc muy fuerte. —Vení, te voy a esconder en el carromato; después mi papá no dirá nada. Pero Valeria no escuchaba. Un nudo fuerte le apretaba la garganta. Tenía la boca seca y estaba muy, muy asustada. —¡Apurate, que ya vamos a salir!. Pero Valeria no se movió. ¿En qué pensaba? ¿En mamá? ¿en papá? ¿en que la extrañarían mucho?. —¿No querés venir con nosotros? —preguntó Betina. Valeria le dijo que no con la cabeza; no podía hablar... . Retina la abrazó fuerte, muy fuerte, como mamá cuando quería consolarla. El circo se puso en marcha, silenciosa, lentamente. Cada vez se alejaban más. Iban llegando a la esquina; pronto doblarían... Valeria apretaba fuerte el paquete contra el pecho. De pronto sintió un impulso inexplicable y empezó a correr tras la caravana. —¡Betina! ¡esperame! ¡esperame!. El camión se detuvo. Valeria jadeante, brillante la cara por la emoción, le alcanzó el paquete con el vestido. —Llevátelo. Así podés subirte al trapecio ¿sabes?. Ahora se sentía más liviana. También más sola, y un poco triste. Con los bracitos lacios a los costados sin saber qué hacer. Cuando el último camión dobió la esquina empezaba a anochecer. Se volvió a la casa dando puntapiés suavecitos a las baldosas, por hacer algo. El nudo se deshacía, poco a poco, en la garganta. Al pasar por el baldío se detuvo. Estaba silencioso y vacío. Sin embargo a ella le pareció ver de nuevo el querido trapecio. Cerró fuertemente los ojos. ¡Otra vez las campanillas le cosquilleaban por el cuerpo!. El tambor sonaba suavecito tararararararará ... . Y el trapecio allá arriba, hacia aquí, hacia allá . . . Y en él ¡Betina! ¡la veía! ila veía! Uno, dos, tres . . . ¡Betina con su vestidito celeste!. iBetina, mariposa almidonada!. Betina ya podía ser trapecista. .......................... .

Marta Giménez Pastor.

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EL TRAJE. Marta Giménez Pastor. Escritora, periodista, maestra, Profesora de Jardtn de Infantes. Don Juan de los Palotes dice en la presentación de su libro Versos en sube y baja: "Nació en la época de ñaupa en La Pampa, pero vive en Buanos Aires desde que era así chiquita. Ahora es alta, míde 1,70. No es gorda ni flaca, ni linda ni fea, ni sí ni no, ni blanca ni negra". Podemos agregar que es la mamá de Conrado, Mireya y Alejanxlra, casi tan altos como ella. Escribe cuentos y poemas, para chicos y para grandes, que publica continuamente en diarios y revistas. Es autora de varios ltbros dedicados al mundo infantil, como el ya rnencionado Versos en sube y baja (Premio Nacional de las Artes, 1967) ; Miau, La pancita del gato, Respetable público y otros. Para las personas mayores: Canciones para el mar y los caminos, Acaso los dos éramos follaje, Después noviembre, Campeón (Faja de Honor de la Sade), Cosas de la vida y Seleccion poética femenina (en colaboracion can Daniel Viacava).

CONRADO había salido a comprarse algo con el padre. Algo ... no sé qué sería porque no les pregunté. Seguramente ropa, algún pulóver o una campera. A eso del mediodía oí que abría la puerta. Como pasó directamente a su dormitorio y cerró la puerta, me acerqué y sin entrar le pregunté desde afuera:. —¿A ver qué te has comprado? ¿Me mostrás?. —¡Esperá mamá . . . ! Cerrá los ojos un momentito y esperá hasta que yo te diga. —Está bien... ¿Listo?. —Sí, listo. . . abrilos ... . Abrilos... Y se me aparece Conrado, vestido de hombre. ¿Se dan cuenta? ¡Un traje azul, cruzado, con chaleco y todo . . . Camisa en serio y corbata . . . !. Casi se me escapa y le digo "señor". En cambio detrás de un semidesesperado ¡Oy. . . !, le pregunté en medio de un gran asombro:. —¿Y eso Conrado?. —Me lo compró papa —me contestó con su desbordante alegría, como desafiando mi desconcierto. (¿Papá? ¿Te lo compró papá? ¡Pero... no entiendo! ¿Cómo se le pudo ocurrir a papá hacerme esto? ¿Cómo no se ha dado cuenta que no tiene derecho... que no hay razón para quitarme tus vaqueros azules, así... sin la menor consideración . . . ? ¿y tu campera con escudos que te quedaba tan bien?). —¿Te gusta mamá? Mirá, tiene chaleco . . . —y se miraba de frente, de perfil y de tres cuartos en el espejo, sin saber bien qué hacer con su cuerpo enfundado por primera vez en la responsabilidad de algo serio. —iMe queda bien? ¿Qué te parece?. —Sí, hijo... ¡por supuesto! ¡Te queda muy bien!. —Mirá.. . mirá, ¡qué pinta! ¿no?. (¿Pinta decís, hijito? ¿Pinta de qué? De muchachito recién salido de mi lado . . . ¡Nada más que de eso! ¿sabés? Pinta de chiquilín todavía envuelto en los asombros de la vida... Pinta de ¡qué alto está este chico! ¿Sale a la madre, no?. ¡Claro . . . ! A la madre, que soy yo. Yo, que ahora me resisto a mirarlo con ese traje inmóvil azul impecable, como si fuera un desconocido que se acerca a saludarme. Entonces estiro la mano tratando de decirle, ¡Mucho gusto señor...! ¡Qué bien le queda ese traje! .. . pero en cambio, me sale una caricia. Le acaricio la cabeza una y otra vez para reconocerlo. Por fin me convenzo. Si, mamá zonza... es la misma que ha crecido. La misma que hace quince años se dejaba caer en tu falda cuando tenía sueño. La misma que pasaba una y otra vez

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delante tuyo, desde las vueltas de una calesita... o la que apenas sobresalía del respaldo de una silla a la hora del almuerzo o la misma que se apoyaba con avidez sobre el vidrio de la ventanilla cuando viajaba en tren o se sumergía en los renglones del primer cuaderno para escribir difitultosamente "mi mamá me mima". Ahora tendremos que decir "mi mamá me mimaba" ¿no es cierto? Porque así, con ese traje, Conrado ... no me va a resultar fácil mirarte . . . ) . —¿Y? ¿Qué te parece el chaleco? ¿\liste? Me queda justito ... como si me lo hubieran hecho a medida ¿no?. (No creas, hijo, no creas... a mí me parece que más justito te quedaban hasta ayer las travesuras . . . esas que hacías sin temor a arrugarte o mancharte el traje. En cambio, no sé si las travesuras que comiencen ahora serán a esa medida de hombre en miniatura que ahora me muestras con tanto orgullo. Travesuras para las cuales vas a necesitar otra fuerza, otro ritmo en el puiso, otra mirada distinta a esa que tenés ahora tan llena de adolescencia brillante . . . ¡Qué sé yo . . ! Travesuras con pinta de hombre, de las cuales ya no podré enterarme . . . ¿Sabés? Me hubiera gustado haber visto la cara de tu padre cuando te vio así vestido . . . La cara de papá, la voz de papá . . . hasta la manera de pararte frente al espejo . . . ¡Cómo te parecés a él!). —¡Ah! ¿Tambien un pañuelo nuevo? ¡Y con iniciales . . . ! ¿De dónde salió?. —Papá me lo compró y hasta me lo dobló así, ¿ves? para que me lo ponga en el bolsillo. ¿Papá hizo eso? ¡Claro.. . qué bien!. (Pero, digo yo, ¿cómo se le ocurre ocupar tu bolsillo con un pañuelo de hilo? iY dónde van a ir a parar los botones, las piedritas, las tapitas de coca, los carozos, que siempre guardás? Pero no, de esto no lo culpo a papá . . El culpable es el vendedor . . . Sí, claro. .. el vendedor que lo convenció para que lo comprara. ¡Ya me lo imagino!: "Éste le queda perfecto. Solamente habría que tomarle un poquito acá, ¿ve? Y qué bien le queda ese color a su hijo . . . Buen mozo el muchacho, ¿eh? . . . Y además es conveniente porque está en; precio.... créame". Sí, por supuesto que le creemos el precio . . . y lo sentimos también... El precio, señor vendedor, está bien a la vista, ¿se da cuenta?. El precio de este traje que usted le ha puesto a mi hijo, está aquí... en estas lágrimas que me salen por más que trato de {renarlas . . . Ve . . . ¿ve, señor vendedor? ¿Le hubiera gustado a usted que yo le hiciera algo parecido... así, tan gratuitamente? ¿Cómo qué me ha hecho? ¡Casi nada! ¡En un abrir y cerrar de ojos me ha cambiado a mi chico ,oor un señor! Y todavía me dice que el traje está en precio... Sí, en precio de lágrimas... ¿ve? De estas que están humedeciendo la solapa del traje azul y bien planchado que usted vendió! cuando Conrado me abrazó y me besó y me dijo por qué lloras mamá zonza... y yo sentí por primera vez su barba rozándome la cara como un pedacito de papel de lija que me pulía el corazón. Y ahora le mojé la solapa del traje nuevo... ¡claro! Porque ahora yo le llego a la solapa, yo, que hasta hace poquito, tenía que agacharme para prenderle los botones de su blazer azul . . . azul así como este traje de hombre). —¡Mira cómo te mojé . . . ! Bueno, no es nada, prestame el panuelo y te seco . . . ¡Eh! El pañuelo Conrado ¿qué pasó?. —¿El pañuelo? ¿Qué le hiciste mamá . . . ?. —¡Nada! . . . Si apenas lo toqué y se me escapó de la mano... —Y así fue... el pañuelo se escapó... abrió las alas y salió por la ventana. Se fue volando como una paloma blanca primero hacia el campanario de la iglesia... después hacia la plaza . . . y después ¡vaya a saber a dónde! Se me perdió de vista... . En eso llegó papa.

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—iY Conrado? ¿Viste el traje? ¿Qué te pareció? Le queda muy bien ¿no?. —Sí . . . Ie queda lindísimo .... . —¿Y donde está ahora? . . . Seguro que se fue a hacer pinta con algún amigo ... . —¿A hacér pinta? No.. . se fue volando atrás de la paloma. . . —¿Cómox ¿Que decis? ¿Atrás de qué paloma?. —No... me equivoqué. . se fue a buscar el pañuelo que salió por la ventana . —No te entiendo . —Bueno, yo sí... Quiero decir que Conrado con su traje de hombrecito se me acaba de escapar como su pañuelo paloma, hacia el campanario.,. hacia la plaza ... . ....................... .

Eduardo Gudiño Kieffer. ALGUNA VEZ.Eduardo Gudiño Kieffer. Nació en Esperanza, Santa Fe. Desde muy chico le encantáron los cxentos, sobre todo los de hadas rusos y los que le contaba su abuelita, doña Tránsito de la Peña; después se puso a escribirlos él mismo y le salieron tan lindos como éste que elegimos y seguro gustará a todos los chicos. Viajó por América Latina, Estados Unidos y Europa. Durante un tiempo vivió en Paris; ahora vive en Buenos Aires. Es abogado, pero no ejerce esa profesion; su tarea principal es escribir, escribtr y escribir. Cuando no escribe se dedica, entre otras cosas, a jugar con sus hijos. Ha publicado libros para adultos tales como: Para comerte mejor, Fabulario, Carta abierta a Buenos Aires violento, Guía de pecadores, La hora de María y el pájaro de oro, Será por eso que la quiero tanto.

LOS árboles mayores, que se erguían casi hasta tocar el cielo con sus copas agudas, hablaban con el árbol pequeño que crecía entre ellos. —Alguna vez —decían—; alguna vez serás alto como nosotros y como nosotros podrás ver el lago allá abajo, engarzado como una joya verde o azul entre las montañas verdes o azules. Alguna vez, alguna vez ... . El viento, cuando descendía hasta la altura del árbol pequeño, también hablaba con él. —Vengo de todas partes y lo sé todo... Conozco los bosques, las montañas, los campos, las ciudades de los hombres. .. Alguna vez, cuando te eleves tanto como los otros árboles, te contaré cosas. . . Alguna vez, alguna vez.... . Al llegar la primavera, cuando los pájaros venían en busca de calor y de alímento, el árbol pequeño tenía más noticias del mundo que aún no alcanzaba a ver. Los pájaros piaban:. —Hay sitios donde todo es arena, hay sitios donde todo es nieve, hay sitios donde todo es agua . . . Alguna vez, cuando seas más alto y más sólido, haremos nuestros nidos en tus ramas y te contaremos todo lo que sabemos... Alguna vez, alguna vez... . Y el pequeño árbol seguía inmóvil, repitiendo con todas sus hojas tiernas esas palabras excitantes y promisorias: "Alguna vez, alguna vez . . ." Pero ese "alguna vez" era lento, lentísimo. Porque los árboles no crecen tan rápidamente como los seres humanos. Lo que para nosotros es un año, para ellos es un siglo. Lo que para nosotros es una vida para ellos es apenas un suspiro. El pequeño árbol se impacientaba. Y preguntaba cosas a la lluvia, al granizo, a la nieve; preguntaba cosas a las bandadas de aves que pasaban volando por el cielo; preguntaba cosas a las nubes, a los rayos del sol, a los insectos que trepaban por su corteza ... Todos sabían cosas y cosas, todos conocían el mundo, todos parecían sabios y aventureros, todos terminaban diciéndole:. "Alguna vez, alguna vez... .

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Una tarde, por fin, sucedió algo. Pasó junto al pequeño árbol un hombre de barba oscura y ojos tristes conduciendo de la brida a un asno gris. Montada en el asno iba una mujer muy hermosas muy pálida, muy dulce. Se detuvieron y el hombre dijo:. —Esto es lo que necesito. Perdóname, pequeño árbol, pero debo cortarte.--Y un hacha hizo la primera herida en la madera joven. El árbol suspiró y sangró un poco de savia. El dolor era intenso, el hacha penetraba cada vez más en su carne vegetal; se sentía débil. indefenso, solo. Y no lamentaba tanto su sufrimiento físico, como ese "alguna vez" que perdía para siempre. Después el hombre cortó el árbol en trozos de escaso tamaño, y los acomodó en el morral. En cada trozo el árbol seguía viviendo. Llegaron a un lugar donde había un buey y otros animales. Allí el hombre tomó los trozos, los cepilló, los pulió, los ensambló. Y el árbol quedó transformado en una cunita rústica. Una cunita que al mecerse parecía gemir "alguna vez, alguna vez . . .". Todavía no había comprendido su destino. Pero esa noche, justamente a las doce, sintió un débil vagido. Una extraña música y una extraña luz envolvieron inmediatamenterel lugar; se escuchaba un sedoso revoloteo de ángeles y el llanto del niño que acababa de nacer parecía más bien un canto. El árbol hecho cuna sintió que depositaban entre sus maderas cubiertas de heno tibio, el cuerpecillo de la criatura. Y la sintió moverse suavemente en su interior. Y de pronto supo que "alguna vez" había llegado. Que ni los árboles altísimos, ni el viento, ni los pájaros, ni las nubes, habian experimentado nunca la gloria de ese momento que él gozaba cuando ya no era árbol sino cuna, cuando al fin de su vida vegetal marcaba el principio de una vida humana. ........................... .

María Hortensia Lacau. AVENTURA EN BUENOS AIRES. María Hortensia Lacau. Gran parte de la obra de esta autora está dedicada a los niños y adolescentes, como así también, gran parte de su vida está dedicada al estudio y difusión de la literatura y a la enseñanza, ya sea como profesora o por medio de sus numerosos libros. Escritora, ensayista, poeta, maestra, profesora de Castellano y Literatura, ha escrito y publicado, en colaboración con Mabel Manacorda de Rossetti: Castellano I, Castellano II, Castellano III, Antología I, Antología II y Antología III (los tres últimos con Análisis de textos muy usados en los colegios secundarios). Viaje de papel (libro de lecture para 4° grado), Didáctica de la lectura creadora y Libro práctico de lectura para 4º grado (este último en colaboración con Ione Artigas de Sierra). Especiales para chicos: País de Silvia (poemas), Yo y Hornerín (novela), El libro de Juancito Maricaminero (poemas) y El arbolito Serafín (para los más chicos). Debemos apregar a su producción numerosos ensayos y también libros de cuentos y poesía para los grandes, tales como: Prisma de siete colores, La voz innominada, Elegía para la hermana menor (Faja de Honor de la SADE), Poemas con gente, El oficio de vivir, entre otros mas.

I. UN SEÑOR MUY RARO. UN día de verano por la tarde estaba yo en mi casa, cuando mi hermano Roberto (el invencible), entró en mi cuarto corriendo como un auto de carrera a toda velocidad, frenó de golpe a pique de tirarse al suelo, y después que yo me había asustado bastante, me dijo:. —¡Carolina, mirá la carta que ha llegado para nosotros!. ¡Leela! —Y me puso una carta delante de la nariz. Apenas recuperada del susto me pongo a leer, ¿y qué leo? ¡Esto!:. Muy señores míos:.

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¿Quieren ser ustedes los valientes que encuentren las tres monedas doradas? ¿Quieren ver la doble cara del susto y de la risaa? ¡Pues a buscarlas!. ¡Quien las busque emprenderá una maravillosa aventura! Les daremos datos en la calle Zuviría 1318. Una firma, y abajo, una postdata: El premio será muy lindo. Yo no entendía mucho, y dije: —¿Qué premio? ¿Premio de qué? ¿El premio serán serán las tres monedas doradas?. No -dijo Roberto-. Esas deben ser las claves. . . —¿Las claves? ¡Ah! ¡que lindo! Entonces será como una búsqueda del tesoro. ¡Ahora sí que me gusta!. Y empezamos a imaginarnos toda clase cosas. Al día siguiente, un poco nerviosos y con permiso de papá y mamá, nos fuimos, y llegamos a la calle Zuviría, y la dirección era la de una casa vieja vieja. Mucho no nos gustó, pero, ¡que importancia tiene la facha de la casa! ¿no? Tocamos y tocamos el timbre, y nadie aparecía!. —¿No habrá nadie? -dije yo. Y en ese mismo momento, ¡trac! se abre la puerta y apareció un viejo... bastante raro... Sí, muy raro. Era pelado, tenía unos grandes anteojos negros y una barbita larga, finita y blanca, que cuando hablaba se le movía. ¡Y salía un olor a naftalina de adentro dela casa!. Pero el viejito se puso contento y dijo: —¡Ah! Futuros exploradores, no?—y se frotó las manos. Mi hermano Roberto el invencible, que nunca se queda callado más que... cuando le duelen las muelas, contetó: Futuros. No, señor- Porque nosotros ya hemos explorado... Y yo me acordé de cuando exploraba a mi perro Malvón, sacándole una que otra pulguita. —¿Ajá? dijo el señor de la barbita blanca—. Conque ya han explorado?. Entonces yo intervine antes de que mi hermano siguiera diciendo cosas. —Sí, señor, venimos por la carta. —¿Ajá? —volvió a decir el señor, y agregó—: pasen pasen... Y nos hizo entrar, y empezó a caminar delante de nosotros. El olor a naftalina era cada vez más fuerte. En seguida llegamos a una sala grande, grande, donde había muchos animales, de esos que después gue los cazan los conservan todos enteritos, como si estuvieran vivos. Hasta parece que miran. A mi me dió un poco de miedo. No me gustan los bichos asi . . . —Uy, Roberto —dije yo. Y del susto no me acordaba la palabra. —¿Cuántos bichos ... bal-... embal ....? balsámicos?. Y Roberto gritó, muerto de risa:. —¡Embalsamados, no balsámicos, Carolina!. Y no sé por qué nos dio a los dos milchísima risa, y nos empezamos a reír y a reír. El señor se puso muy contento también, y dijo casi cantando:. —¡Ajajaiajá! iSe ríen? ¡Magnífico! ¡Así me gusta! ¡Es muy importante saber reír!. Tan contento parece que estaba que... ¡se puso a bailar! ¡Sí, a bailar! Levantó los brazos y bailaba y bailaba y la barbita se le movía. Nosotros lo mirábamos y a mí se me pasó la risa de golpe, y le dije a Roberto, muy bajito:. —¡Qué viejo raro!. También de repente, el señor dejó de bailar, y casi empujándonos, pero con suavidad, nos hizo sentar en un sofá viejo que estaba allí cerquita. Caímos de golpe. ¡Plum! ¡Y qué les cuento! Del sillón empezaron a salir unos crujidos rarísimos, mitad música y mitad quejidos, y entonces, en vez de darnos miedo nos dio risa otra vez, y nos empezamos a reír, y no podíamos parar. Pero el señor raro no se enojó, al contrario, muy calmoso, dijo:.

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—¿Se siguen riendo? ¡Mejor que mejor! ¡El que ríe no es tonto ni lerdo, y la risa ahuyenta el miedo! ¡Muy bien! ¡Muy bien!. ¡Parecen valientecilios, valientecillos! Así me gusta. Ahora voy a hacerles una pregunta a cada uno, y si la contestan si la contestan bien. . . podrán ir a buscar las monedas, iY las claves!. A ver, usted, señoritinga: ¿qué es lo mejor para encontrar algo?. Yo pensé, pensé, y dije:. —¡Buscarlo!. —¡Muy bien, requetebién! ¡Prudente y acertada respuesta!. Y económica, porque no gastó muchas palabras. Buscarlo, eso es, buscarlo. Muy bien, señoritinga. A ver usted, ahora, señor niño: ¿qué debe usar el hombre que busca algo?. Roberto se quedó un segundo mudo, y en seguida contestó:. —Debe usar sus cinco sentidos, a saber: vista, oído, olfato, tacto, gusto. Y además, claro, el cerebro . . . —¡Perfecto! —gritó el viejito separando las sílabas—. ¡Plus... cuam... per... fec... to! Parece que están aquí los buscadores de monedas doradas... ¿Serán estos los buscadores de oro?. Dijo con tono de pregunta. Y sin más ni más se colgó de una especie de campanita que empezó a sonar se corrió una cortina y apareció una gran jaula cilíndrica llena de pájaros raros, que empezó a dar vueltas y vueltas en círculo, mientras los pájaros cantaban:. —¡Arre tesoro, arre tesoro! ¡Sí, sí, aquí están los buscadores del oro!. —¿Y esto? -dije yo, bastante asustada. —Psch...—me hizo Roberto que no tenía miedo. (Para algo es el invencible, ¿no?)- . Cállate, Carolina, ¿no ves que parece que él les hace caso a los pájaros?. Y yo, casi sin darme cuenta, dije en voz alta:. —¡Qué inteligentes estos animalitos?. -¡Muy mucho! ¡Muy mucho! Bueno, bueno; per fectamente. Están ustedes contratados. Así lo han decidido los animales, y ellos, de alguna manera, dicen siempre la verdad. Así que... escuchen bien niñitos: las tres monedas deberán estar aquí dentro de quince días. Junto con cada moneda encontrarán siempre una Clave. Si no hay Clave no hay moneda. ¿Entendido? Y si no hay moneda, se acaba el juego. —¡Síiii! -gritamos nosotros entusiasmados. —Aquí está la primera Clave dijo el viejito y nos alargó un sobre cerrado—. La leerán mañana por la mañana... Antes, no, ¿eh? ¡Y adiós! ¡Buena suerte, trotamundos!. Y nos acompañó hasta la puerta.

II. UNOS DAN VUELTA Y OTROS NO. Estábamos muertos de ganas de saber lo que decía la primera Clave, pero nos aguantamos hasta el dia siguiente por la mañana. Roberto, el invencible, la había guardado. En cuanto nos levantamos la leímos. Decía:. Busquen... busquen... donde los elefantes, jirajas y otros... dan vueltas y vueltas, cerca de los que no dan vueltas. Y recuerden estas Pistas;. 1. Un caballito alazán y su montura verde. 2. Lo prenidido debe desprenderse. 3. Que ningún ojo mire. 4. Abajo el que está arriba. 5. La mano debe ser mas rápida gue el ojo. 6. Y todo al son de la música. —¡Dios mío! —exclamé yo—. ¡Qué intríngulis chíngulis!. Roberto el invencible estaba mudo. —A ver... dijo, y tomó la Clave y se puso a estudiarla. Pasó la mañana, y nada. Durante el día barajamos toda clase de cosas, pero ninguna servía. Nos fuimos a acostar bastante tristes. Ya en la cama, yo saqué la Clave que había copiado, y la empecé a

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estudiar: "¿dónde los elefantes, jirafas y otros dan vueltas y vueltas cerca de los que no dan vueltas?" ¿Quiénes dan vueltas? ¿Dónde dan vueltas? ¿Pero hay otros que no dan vueltas?.. . Y tantas vueltas y vueltas di yo, que me fui quedando dormida. Al día siguiente era sábado. Me desperté y me pareció que había soñado algo. Pero no me acordaba mucho... Si... había soñado algo... ¿Qué era? Y de pronto me acordé: habia soñado con un montón de animales, ¡y era en el Zoológico! Y los pobres animales no podían salir y nos miraban a Roberto y a mí, que estábamos dando vueltas... ¡estábamos dando vueltas en la calesita! ¡Ya había descubierto el lugar! ¡Tenía que ser ahí!. Salí corriendo de la cama y me metí en el cuarto de mi hermano el invencible, como una flecha de indio. —¡Roberto, Roberto, ya está!. Mi hermano es muy dormilón y ni siquiera las claves lo hacen despertar antes de tiempo. —Ya está, ¿qué? —dijo con los ojos chiquititos y todo el flequillo revuelto. —¡La Clave! ¡Ya está la Clave! ¡Es en el Zoológico! ¡Seguro que es el Zoológico! ¿No ves? Los animales de la calesita dan vueltas, y los otros, que están cerca, no dan vueltas. ¿En qué otro lugar puede ser?. Roberto se despertó de golpe. —¡Claro! —dijo—. ¡Claro, Carolina! ¡Pero qué fósforo tiene esta chica en la cabeza!. Entonces, mañana vamos al Zoológíco. Mejor en día domingo, con más gente se va a notar menos . . . Pero yo no estaba muy segura y tenía un poco de miedo, y el miedo... ¡no es zonzo!. Al otro día por la mañana, nos fuimos al Jardín Zoológico. Llegamos, y allí estaba la calesita, llena de chicos y dale que dale a la musiquíta y a las vueltas. En medío de una de las vueltas, yo míro y veo, justo, un caballito alazán con montura verde. —¡Roberto, ahí está! ¡Es ese!. - Cierto, pero. . . ¡hay otro!. —Y otro —digo yo, medio decepcionada. —¡Qué broma —contesta mi hermano, hay tres iguales! Bueno, paciencia, Carolina. yo no pensaba subirme pero voy a tener que hacerlo, porque vos sola no vas a poder. Esperame, que voy a sacar los boletos. Se fue, sacó los boletos, y en eso, terminaba la vuelta. ¡Yo tenía unos nervios!. —¿Nos subimos?. —Sí —me dijo Roberto—, acercate vos a un caballo y yo me acerco a otro. —Pero Roberto, ese caballo está ocupado. —Ah, no importa, en cuanto puedas sacala a la trenzuda esa que está ahí trepada. Y yo me ocupo de ese de anteojos que está en el otro . . . Hum... La chica parecía posesionada del caballo. ¿Cómo haría yo para sacarla? A mí no me hubiera gustado que alguien me sacase de mi caballo. En fin, me acerqué, muy amable. Era un poco más chica que yo. Le dije:. —Nena, ¿me prestás un poco el caballito o me dejás que me suba en ancas?. —¡No! Subite en otro lado —me contestó de mal modo. —¡Sí! ¡Llevame! —dije yo, y empece a subirme al caballo. Pero la trenzuda me empujaba furiosa, y gritaba:. —¡No quiero! Yo estaba antes! ¡Bajate!. Yo decidí enojarme, a ver si la asustaba. —¡No me bajo nada! ¡No se me antoja! ¿sabés?. ¿Qué te creés? ¿Que sos la dueña de la calesita? —Y ya estaba arriba del caballo, bien instalada.

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La trenzuda gritaba: —¡Bajate, te digo que te bajés!. ¡Salí de aquí! —y me empujaba. Yo tenía que aprovechar el barullo. —¡Bajate, trenzuda, dejame el caballo! -Le dije, y le pegué un buen tirón de la trenza. —¡Ayyyy! -gritó la trenzuda. Pero yo, debajo de la montura, había "desprendido lo prendido", y había encontrado... ¡el sobre con la segunda Clave!. Mientras tanto la vuelta estaba terminando, y como la trenzuda lloraba a gritos, el hombre de la calesita vino corriendo y preguntó que pasaba, y la calesita paró y la trenzuda seguía gritando:. —¡Esa chica me empujó! ¡Me tiró al suelo para subirse a mi caballo! ¡Me tiró de la trenza!. Una señora mas bien gorda y que parecía la mamá de la trenzuda, dijo furiosa:. —iQué te has creído mocosa peleadora? ¡Venir a empujar a la criatura! ¡Ahora vas a ver lo que te va a pasar! —Y me pegó un tirón tremendo de la oreja, sin soltármela. —Sí, sí, me tiró al suelo y rompió la montura —gritaba la trenzuda. —¿Qué hizo con la montura? -Dijo el hombre, alarmado. —No sé, sacó algo, esa chica sacó algo —repetía la trenzuda sedienta de venganza. Y la señora gorda no me soltaba la oreja. "Santa Vícenta, salvame en la tormenta!", pensé yo. Y parece que Santa Vicenta me escuchó, porque acababa de aparecer mi hermano, que, como buen invencible, resolvió ganar la partida. —Señora —dijo—, suelte la oreja de mi hermana. Es de ella, no suya, y usted no se la puede tirar, y ella no es capaz de sacar nada de ningún lado, ¡qué se han creído! . . . Y mientras todos gritábamos, Roberto se guardó el sobre con la Clave, que no era de nadie, sino que era para nosotros. —Bueno, bueno —intervino el dueño de la calesita—, basta. La montura está sana y aquí no falta nada. Basta de perder tiempo, y ustedes dos, se me mandan a mudar de aquí, eh? ¡A volar!. ¡Qué más queríamos nosotros! Salimos corriendo y en cuanto pudimos nos sentamos en un banco, abrimos el sobre, y. . . allí estaba la moneda, y escrita en un papel, ¡la segunda Clave! Decía así:. Busquen... busquen... Demuestren que son útiles, obedientes, dispuestos. Siempre en posición de marchar, como el "boy scout". Allí donde alguien los necesita, estarán para mover las manos, los pies, y usar la inteligencia... si la tienen. Y recuerden estas Pistas:. 1. Tras el ¡ring!... ¡ring!...Ies llegará la llamada de auxilio. 2 Si eres mujer, tu mano será hábil y suave; tu sonrisa, paciente. 3. Si eres varón, tu mano será firme; tu paso, rápido; tu entendimiento, claro. 4. Alguien de muchos años, que está solo; en la casa de muchas piezas, los espera. 5. Buscarán donde el pie pasa el día. 6. Buscarán donde la música duerme.

IlI. MANO HABIL... PASO FIRME. Y así empezó nuestra preocupación acerca de donde iríamos a encontrar nuestra tercera Clave. Despues de mucho pensar, Roberto me dijo:. -—Esta segunda Clave me huele a enfermos... o enfermeros... o algo así, pero ¿dónde? ¿Y quién será el enfermo. Pasó ese día; y no sucedió nada. El otro, y tampoco. Ya estábamos desesperados, cuando de repente suena el teléfono, y era tía Clara, una tía vieiita de mamá, la que hablaba, pero . . . ¡un momento! ¡Sonó el teléfono, dije! ;Si, señor!. Y cómo hace el

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teléfono cuando suena? ¡Ring!... ¡Ring!... Claro que eso sólo no era suficiente, pero miren lo que pasó: lo que venía después del ¡ring!... ¡ring!... ¡era "un pedido de auxilio"! Era tía Clara, si, la que hablaba, y dijo que estaba enferma y sola, porque Julia, su empleada, habia tenido que irse por unos días, y que nos necesitaba urgente a Roberto y a mí. Yo pensé ¡pero ese señor de la barbita! ¿cómo sabe o adivina todo? Y me dio un poquito de miedo. Como era de noche, tía Clara quería que fuésemos al otro día, así que nos fuimos a dormir, porque había que madrugar, y después de preguntarme si tendría que trabajar mucho, cosa que no me alegraba demasiado, me quedé dormida. A la mañana siguiente nos instalamos en lo de tía Clara. La tercera Clave tenía que estar allí. Después del ¡ring! ... ¡ring!... tía Clara había pedido auxilio, y tía Clara era "alguien de muchos años que está sola en Ia casa de muchas piezas...". Yo la quiero mucho a tía Clara porque es buena y viejita, y tía de mamá, pero ¡qué tenía que ver la Clave con todo lo que tuve que trabajar! ¡Y Roberto también! Ya lo creo que "mi mano fue hábil, y mi sonrisa paciente" . . . Hice fideos con manteca y huevos pasados por agua. Y Roberto tuvo la "mano firme y el paso rápido y el entendimiento claro . . .", como que tuvo que trasplantar plantas. y encender una estufa de kerosene y escribir una carta a máquina... Y yo lavar los platos, y acomodar. y mientras tanto buscábamos por todos lados, y . . . ¡nada! Y al otro día tuve que hacer puchero, y ¡qué sé yo cuántas cosas! Hacía tres días que estábamos allí, ¡y nada! Roberto debíó ir al banco a cobrar un cheque, bien apurado y atento. Sí que salió cierto eso de "tu paso rápido y decidido, tu entendimiento claro". Hasta tuve que ponerle una inyección a tía Clara. No sé cómo, pero se la puse, y ella me dijo que me las había arreglado muy bíen, y que mi mano era "hábil y suave. .-." ¿Sabría algo, tía Clara? ¡No podía ser! Al otro día nuestra tía estaba mucho mejor y contenta, y entonces me preguntó si no quería escuchar un poco de música. Música, dije yo, y me acordé: ¿dónde duerme la música? Antes de que la despierten o sea de que la hagan sonar, la música duerme en el piano, en el violín, en los instrumentos . . . pero allí no había . . . Y también duerme en el tocadiscos. Pero yo no veía tocadiscos allí. Entonces dije:. —Sí, sí, tía Clara, quiero oír música, pero ¿cómo voy a oír?. —¿Cómo? —contestó tía Clara con su cara de viejita picara—. ¿Cómo se oye la música si uno tiene un tocadiscos? Muy fácil: poniendo un disco en el tocadiscos, ¿no? Bueno, allí debajo de ese cajoncito que parece una caja, está el tocadiscos. Yo me lancé a sacar la tapa, y justito allí, ¡había un sobre!. ¿Sería la tercera clave? Lo abrí, y . . . ¡era! Pero la moneda no estaba, ¡por Dios! En eso apareció Roberto con la moneda. —¿Dónde la encontraste? —grité yo. —Donde el pie pasa el día —me contesté Roberto, el invencible—. ¡En un zapato!. ¡Claro! ¿Dónde pasan el día los pies sino en los zapatos?. Poco después regresó la empleada de tía Clara, y nos volvimos a casa cargados de regalos, y con nuestra tercera Clave. Mi hermano, el invencible, la leyó antes que.yo, y no parecía tan invencible en ese momento, porque dijo:. —Ese viejito con olor a naftalina parece que cree que nosotros somos supermán, porque no salimos de una que nos metemos en otra, ¿no? Y mucho no me gusta lo que dice aquí . . . —A ver, leelo, ¿qué dice?. —Dice:. Busquen... busquen... Ia casa fría, la casa vacía, la casa sin dueños... Y recuerden estas Pistas:. 1. Los dueños junto al mar.

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2. Una manzana no es mucha distancia. 3. Quien mira detrás de las rejas ve dos pinos. 4. Para entrar es necesario saltar. 5. Hay que hurgar en el coraxón del tiempo, donde duerme la campanita muda. 6. Y todo cuando el sol duerme también. Yo me quedé muy preocupada y le dije a Roberto:. —¡Qué problema! Es difícil esto, ¿no? Tenemos que buscar una casa vacía, desocupada ... . ¿Cuál sería? A mí no me gustan mucho las casas vacías, pensé yo. Y tenía razón.

IV. LA AVENTURA HA TERMINADO. Pasaron dos días y no encontrábamos el lugar. Parecía que nunca íbamos a descubrirlo. Esa noche estábamos en casa, y hacía calor. Roberto y yo salimos a andar en bicicleta, como otras veces. Malvón, mi perro, se quedó gruñendo y llorando detrás de la reja. Tenía ganas de acompañarnos, pero no le hicimos caso. Estábamos dando vueltas a la manzana un poco desganados, cuando de repente, al pasar por la otra cuadra de casa, me dice Roberto:. —Uy, Carolina, fijate bien en esa casa, la de la derecha ... . —Sí ... . Habíamos dado vuelta a la esquina, y mi hermano me hizo señas para que me parara. —¿Quiénes viven ahí? ¿No viven los de Lozano?. —Sí —contesté yo-. Los padres de Susanita Lozano, que están en Mar del Plata. —Carolina, ¿viste los dos pinos? ¡Es la casa! ¡Es una casa que está sola!. —¡Y la reja! Todo ¡tal cual! Pero ... . fijate bien, Roberto, ¿no te parece que adentro de la casa se ve un resplandor, como una lucecita pálida? Ten...go...un...miedo. . . ¡Se mueve! ¿No habrá fantasmas?. —Dejate de tonterías, Carolina, tenías que ser mujer —dice Roberto—. ¿Entramos? ¡Tenemos que buscar la Clave y la moneda!. -Sí; pero no ahora, a lo mejor son ladrones . . . —Y bueno, vamos a ver . . . ¿De veras que tenés miedo? Si son ladrones, mejor, llamamos a la policía . . . —Sí, si podemos. .. ¿y si no podemos?. ¿Estaría hablando en serio mi hermano? A mí me temblaban las piernas y sentía como un aire frío que me corría por dentro. Pero mi hermano, Roberto el invencible ... . es invencible. Dejamos las bicicletas arrimadas a la puerta del jardín, y de repente, ¡bum! un bulto negro me cae encima y me tira al suelo. ¡Qué susto! Suerte que no grité. Era Malvón, mi perro. —¡Camine a casa! ¡En seguida!—le gritó Roberto furioso. El pobre Malvón se fue medio lloriqueando. Nos metemos en la casa por una ventana, pisamos despacito, en puntitas de pies como gatos. Está todo oscuro, pero por una puerta entreabierta del comedor, se ve una lucecita. ¡Dios mío, hay alguien, yo me quiero ir! Pero, ¿y la Clave? En seguida vemos el reloj. Está parado. ¿Será ése el de la Clave? "En el corazón del tiempo ... . donde duerme la campanita muda ... ." Roberto dice:. --Quedate ahí Carolina; voy a ver si está la moneda... —Y empieza a caminar. Llega al lado del reloj, abre la tapa de atrás, y busca. —¡Carolina, la encontré!. ¡Ya la tiene! Yo estoy tan asustada que no puedo ni alegrarme. En ese mismo momento, se oye un ruidito como de papeles. Y ahora una voz. Dos voces horribles. Una dice.

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—¿Lo encontraste? Apurate, que se me acaba la paciencia... Si no te apurás ... . La otra voz horrible le contesta:. Guardate tus amenazas para la policía ... . A mí no me asustás.. . ¡Oy, aquí está! ¡Sí! ¡Es éste!. Se callan. Yo tomo a Roberto del brazo y tiembil de arriba abajo. ¡Quiero irme!. —Roberto —digo-- ¿vámonos?... . Si esa voz de vinagre caliénte ... . Roberto me aprieta el brazo a mí y me dice:. —Vení, corré... . Corremos casi a oscuras y nos meternos atrás del gran sillón del living, nos dejamos resbalar hasta el suelo. ¡Por suerte! La otra voz, la de "Vidrio molido", dice:. --Tené cuidado ... A ver si arruinás todo ... . Se oyen los pasos de "Vinagre caliente", ¡se acerca! Y se acerca una luz. Alguien que tiene una linterna se asoma ... ¡Uy, si le hubieran visto la cara! Parecía ... parecía... un tiburón con viruela. —Se oye un ruido —dice "Vinagre caliente" — ¿Ajá? —Y empieza a acercarse a nosotros. Se acerca ... . Bueno, yo no soy un hombre, ¿no? Soy una chica. Me llamo Carolina. Lo que pasó después yo no lo sé. Mejor dicho lo sé porque me lo contaron, porque yo... yo... me desmayé. Cuando se me pasó el desmayo estaba en mi cama, y a mi lado papá y mamá. Todos me miraban de un modo raro. Roberto también. —Pero... ¿qué pasó?—pregunté. Resulta que cuando "Vinagre caliente" llegó al living, vio mis zapatos blancos debajo del sillón. Por eso dijo: ¿Ajá? Entonces se acercó despacito, pero no tuvo tiempo de nada, porque en ese momento se escuchó un ruido bárbaro de voces y ladridos afuera, y se encendieron las luces del jardín. "Vidrio molido" salió corriendo y gritando: —¡Vamos! ¡Viene gente!. Y salieron como balazo por la ventana. Pero no se fueron muy lejos porque ahí no más, al pasar el jardín, los agarraron. Resulta que allí estaban papá y mamá, vigilantes, y mucha gente, y hasta Malvón, ladrando todo lo que daba. Porque... ¡resulta que Malvón fue nuestro salvador! Cuando nosotros lo echamos, el pobre Malvón se volvió a casa desesperado. y se puso a ladrar y a ladrar hasta que llamó la atención de papá y mamá que notaron algo raro, nos empezaron a buscar por todos lados, y como no nos encontraban, llamaron al vigilante. Malvón corría y corría hacia este lado, y por fin lo siguieron, caminaron por la vereda, se juntaron otras personas, y llegaron a la casa. Claro, Malvó los llevó allí. Cuando estaban en la esquina aparecio otro vecino con un vigilante, porque también había notado algo raro en la casa. Entonces fue cuando ocurrió lo que ya sabemos. Dicen que pasa el susto y queda el gusto. Después que pasó todo estuvimos muy contentos, por que dentro del reloj estaban la tercera moneda y la cuarta y última Clave, que decía:.

Muy bien. La aventura ha terminado con éxito. La espero a usted señoritinga bonita, y a usted, señor niño, en mi casa, entre mis pajaritos cantores y mis doloridos sillones, para darles el premio. Los espero, sí, sin falta los espero, el 25 de enero. Y estábamos a 21 de enero... . Y fuímos a la calle Zuviría, y salió a abrirnos la puerta un señor. No era el viejito barbudo, pero ... era parecido. Y no había más bichos embalsamados, sino un lindo escritorio con muchos libros. Y resulta que había otros chicos, y en las habitaciones de al

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lado se oía hablar. ¿Y quiénes creen que estaban allí? Nada menos que papá y mamá y tía Clara, y los padres de los otros chicos también. Después de todo, me dio un poquito de rabia ... Porque al fin la aventura fenomenal era toda preparada, porque el señor ese que antes tenía barba, y que ahora no tenía barba ni olor a naftalina sino olor a agua colonia, era un profesor que estaba haciendo "experiencias" con los chicos para comprobar --dijo él— si éramos razonadores, decididos, si teníamos carácter reflexivo o impulsivo, qué hacíamos en cada caso" y no sé cuántas cosas más. Lo más lindo es que había un premio de veras. Todos los chicos que llegamos a encontrar las monedas en distintas aventuras... ¡nos fuimos a Bariloche a pasar quince días en campamento y a divertirnos como locos! ¡Ah! Parece que... "Vinagre caliente" y "Vidrio molido" no estaban en el programa del profesor... se agregaron por su cuenta... ¡y eran ladrones en serio!. ........................ .

Silvina Ocampo. La Liebre Dorada. Silvina Ocampo. Conocemos muchos libros de esta poetisa y cuentista excepcional que nació y vive en Buenos Aires pero es conocida en Francia y en Italia, donde su obra fue también editada:. Enumeración de la patria, Los nombres, Lo amargo por dulce, La casa natal, El pecado mortal y otros cuentos, Las invitadas, Los días de la noche, Amarillo celeste, Autobiografía de Irene, Los sonetos del jardín, Las invitadas, Espacios métricos, La furia, son alqunos de sus títulos para grandes. También ha publicado otros exclusivamente para chicos: El tobogán, El cofre volante y El caballo alado. Su manera de escribir es clara y poética, por eso, muchos de sus cuentos gustan por igual a chicos y grandes; tal es el caso del que aquí les ofrecemos. "La libre dorada" es un cuento para saborear sus descripciones, sus palabras y también para pensar; pertenece a su libro "La furia".

En el seno de la tarde, el sol la iluminaba como un holocausto en las láminas de la historia sagrada. Todas las liebres no son iguales, Jacinto, y no era su pelaje, créeme, lo que la distinguía de las otras liebres, no eran sus ojos de tártaro ni la forma caprichosa de sus orejas; era algo que iba mucho más allá de lo que nosotros los hombres llamamos personalidad. Las innumerables transmigraciones que había sufrido su alma le enseñaron a volverse invisible o visible en los momentos señalados para la complicidad con Dios o con algunos ángeles atrevidos. Durante cinco minutos, a mediodía, siempre hacía un alto en el mismo lugar del campo; con las orejas erguidas escuchaba algo. El ruido ensordecedor de una catarata que ahuyenta los pájaros y el chisporroteo del incendio de un bosque, que aterra las bestias más temerarias, no hubieran dilatado tanto sus ojos; el antojadizo rumor del mundo que recordaba, poblado de animales prehistóricos, de templos que parecían árboles resecos, de guerras cuyas metas los guerreros alcanzaban cuando las metas ya eran otras, la volvían más caprichosa y más sagaz. Un día se detuvo, como de costumbre, a la hora en que el sol cae a pique sobre los árboles, sin permitirles dar sombra, y oyó ladridos, no de un perro, sino de muchos, que corrían enloquecidos por el campo. De un salto seco, la liebre cruzó el camino y comenzó a correr; los perros corrieron detrás de ella confusarnente. —¿Adónde vamos? —gritaba la liebre, con voz temblorosa, de relámpago. —Al fin de tu vida —gritaban los perros con voces de perros.

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Este no es un cuento para niños, Jacinto; tal vez influida por Jorge Alberto Orellana, que tiene siete años y que siempre me reclama cuentos, Cito las palabras de los perros y de la liebre, que lo seducen. Sabemos que una liebre puede ser cómplise de Dios y de los ángeles, si permanece muda, frente a interlocutores mudos. Los perros no eran malos, pero habían jurado alcanzar la liebre sólo para matarla. La liebre penetró en un bosque, donde las hojas crujían estrepitosamente; cruzó una pradera, donde el pasto se doblaba con suavidad; cruzó un jardín, donde había cuatro estatuas de las estaciones, y un patio cubierto de flores, donde algunas personas, alrededor de una mesa, tomaban café. Las señoras dejaron las tazas para ver la carrera desenfrenada que a su paso arrasaba con el mantel, con las naranjas, con los racimos de uvas, con las ciruelas, con las botellas de vino. El primer puesto lo ocupaba la liebre, ligera como una flecha; el segundo, el perro pila; el tercero, el danés negro; el cuarto, el atigrado grande; el quinto, el perro ovejero; el último, el lebrel. Cinco veces la jauría, corriendo detrás de la liebre, cruzó el patio y pisó las flores. En la segunda vuelta, la liebre ocupaba el segundo puesto, y el lebrel siempre el último. En la tercera vuelta, la liebre ocupaba el tercer puesto. La carrera siguió a través del patio; lo cruzó dos veces más, hasta que la liebre ocupó el último puesto. Los perros corrían con la lengua afuera y con los ops entrecerrados. En ese momento empezaron a describir círculos, que se agrandaban o se achicaban a medida que aceleraban o disminuían la marcha. El danés negro tuvo tiempo de levantar un alfajor o algo parecido, que conservó en su boca hasta el final de la carrera. La liebre les gritaba:. —No corran tanto no corran así. Estamos paseando. Pero ninguno la oía, porque su voz era como la voz del viento. Los perros corrieron tanto, que al fin cayeron exánimes, a punto de morir, con las lenguas afuera, como largos trapos rojos. La liebre, con su dulzura relampagueante, se acercó a ellos, llevando en el hocico trébol húmedo que puso sobre la frente de cada uno de los perros. estos volvieron en sí. —¿Quién nos puso agua fría en la frente? —preguntó el perro más grande— Y ¿por qué no nos dio de beber?. —¿Quién nos acarició con los bigotes? -dijo el perro más pequeño—. Creí que eran las moscas. —¿Quién nos lamió la oreja?—interrogó el perro más fiaco, temblando. —¿Quién nos salvó la vida?—exclamó la liebre, mirando a todos lados. —Hay algo distinto —dijo el perro atigrado, mordiéndose minuciosamente una pata. —Parece que fuéramos más numerosos. —Será porque tenemos olor a liebre —dijo el perro pila rascándose la oreja—. No es la primera vez. La liebre estaba sentada entre sus enemlgos. Había asumido una postura de perro. En algún momento, ella misma dudó de si era perro o liebre. —¿Quién será ese que nos mira? —preguntó el danés negro, moviendo una sola oreja. -Ninguno de nosotros —dijo el perro pila, bostezando. —Sea quien fuere, estoy demasiado cansado para mirarlo—suspiró el danés atigrado. De pronto se oyeron voces que llamaban:. —Dragón, Sombra, Ayax, Lurón, Señor, Ayax. Los perros salieron corriendo y la liebre quedó un momento inmóvil, sola, en el medio del campo. Movió el hocico tres o cuatro veces, como husmeando un objeto afrodisíaco Dios o algo parecido a Dios la llamaba, y la liebre acaso revelando su inmortalidad, de un salto huyó.

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Maria Elena Togno. LA GRAN BATALLA.

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María Elena Tógno. Nació en Busnes Atres y tiene una imaginación llena de sol, tres hijos y dos nietas a las que les dedica sus cuentos infantiles. La mayor parte de la producción de esta autora se publica, desde hace varios años, en diferentes diarios y revistas. Es además antóloga de varios volúmenes de cuentos de autores argentinos. Ha obtenido premios y mencianes en concursos literarios. Escibe para grandes y para chicos, y, aunque lo hace "en serio", le gusta mucho decir, en sus cuentos, las cosas con humor.

ESTA es la historia de Ojo de Aguila y el capitán Cary Smith. Ojo de Aguila, jefe de una tribu de indios Sioux, y el capitán Cary Smith, un comandante del regimiento 6 de la artilléría montada, allá en los Estados Unidos de Norteamérica. Los dos hombres no se conocían personalmente pero se tenían una rabia rabiosa y una furia furiosa. Ardían en deseos de conocerse y no para decirse hola qué tal sino para verse, y ahí mismo liquidarse sin contemplaciones. El capitán Cary Smith tenía su regimiento en un recoveco de las Montañas Rocosas, y Ojo de águila las tolderías en otro recoveco de la misma montaña. Pero ninguno de los dos sospechaba siquiera que fueran tan vecinos. Ojo de Águila decÍa a todo el que quisiera escucharlo:. —Yo, Ojo, buscar a ese Smith y, cuando encontrar, matar con flecha envenenada y escupir cara después. Por su parte, el capitán decía a todo el que quisiera escucharlo:. —Yo, Cary Smith, buscaré a Ojo de Aguila y cuando lo encuentre descargaré contra él catorce cañonazos. Después le escupiré la cara. Los dos eran unos groseros porque no se debe escupir la cara a nadie. Pero la rabia rabiosa es así y al que le agarra sueña con revanchas originales y exclusivas. Pues bien: así las cosas hasta que por fin, una mañana de enero tan fría que soldados e indios jugaban a las bolitas con las lágrimas congeladas y el aliento caía parado en forma de chupetines, al capitán se le agotó la paciencia y decidió salir con su regimiento en busca de Ojo de bguila. Fue un caso de telepatía. Porque ese mismo día y a la misma hora, al jefe indio se le agotó la paciencia y desidió salir con la indiada en busca del capitán. Una buena batalla pondría fin a tanto odio y tanto chismerío. Los soldados entonces recibieron orden de prepararse para el gran zafarrancho: debían cepillar los caballos, lustrar botas, monturas y correajes, abrillantar sables y botones, desabollar los sombreros, lavar y planchar los blancos pañuelos de cuello; sacar las telarañas de las bocas de los cañones; cargar los furrieles con la harina, huevos, pasas y leche para el pudding, sin olvidar la panceta ahumada, naranjas y mermelada. Recortarse uñas y bigotes y ponerse en formación para que el sargento Wordsworthos revisara las orejas. Los indios por la otra parte recibieron orden de prepararse para el gran zafarrancho: debían ensuciarse manos, orejas y uñas, embadurnar las puntas; de las flechas con veneno de víbora o de escorpión, llenar con más veneno latas vacías de tomates; quitarles a los indiecitos los collares de dientes de tigre con los que estaban jugando (cosa que dejó a los chiquilines llorando a todo trapo), pintarrajearse horriblemente cuerpos y caras porque eso asustaba al enemigo. Ya se sabe que enemigo asustado, a medias vencido. Ojo de Aguila llamó a su presencia al brujo Garra de Fiera para que hiciera los vaticinios. El brujo, un viejo más viejo que el hipo, encendió una fogatita y, al ritmo de los tambores se puso a bailar la lanza de los augurios. Después de chillar y saltar como si se estuviera incendiando, dijo con voz raspante:. —Umba barrumba lupumba pachumba. Estas palabras produjeron un gran alivio al jefe indio.

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Los preparativos en las tolderías y en el regimiento duraron casi toda la noche. Cuando se fueron a dormir, todavía no hacía quince minutos de acostados cuando sonó la diana en el cuartel y el gallo cantó en las tolderías. A las cinco de la mañana partiero Iban en una larga hilera, los caballos; las puntas de los palos flameando lo cuello los blanquísimos pañuelos, todos muy acicalados y compuestos y cantando aquello de "Oh Carolina, oh Oklahoma, oh dulce Elizabeth". Los indios salieron a las cinco de la mañana, al galope desordenado de los caballos y al grito de Iuuuujuuu!. Hasta aquí, todo correcto. El inconveniente se produjo porque los indios partieron para el norte, y los soldados para el sur. Y entonces, a fuerza de marchar los unos para un lado y los otros para el lado contrario, a su paso encontraban puros pueblitos con sus salons, cowboys, sheriffs, alcaldes, pioneros y herrerías, mas entre ellos no se encontraban. Viendo Ojo de águila que los caballos se estaban cansando al divino botón, frenó su caballo y dio la voz de alto: desmontó y puso la oreja en el suelo. Nada. No se escuchaba ruido de cascos. Sólo el que hacían las hormigas al acomodar en las estanterias del hormiguero, palitos, alas de cascarudos, semillitas y todas esas exquisiteces que ahorran las hormigas para que no les pase lo que a la cigarra. Una hormiga se le prendió de la oreja y Ojo pegó unos cuantos chillidos. Enseguida llamó al brujo. —¿Qué pasando estar que no llegar al campo de batalla?—tronó. Garra de Fiera, de nuevo a encender la fogata, vuelta a chillar y a saltar para decir finalmente:. ---Chunga catachunga laraca paraca. Al escuchar tan mala noticia, Ojo de Aguila ordenó a la indiada desandar lo andado y allá salió el malón como alma que lleva el diablo. Mientras aquello ocurría, Cary Smith, viendo que los caballos se estaban cansando al divino botón, desmontó y llamó al teniente Gfandt. —¿Qué está pasando teniente que no llegamos al campo de batalla?. El teniente hizo la venia y chocó con fuerza los tacos de las botas. Pero con tan mala fortuna que se dio en los huecitos de los tobillos y lanzó un grito de dolor. —¡Despliegue el mapa teniente y no se haga el gracioso!—vociferó- el capitán. Grandt desplegó el mapa y empezó a recorrer con el índice las sinuosas líneas. —Si nosotros estamos acá, ellos deben estar en otro lado —dijo Grandt. —Entonces, ¡a desandar lo andado! —gritó Cary Smith. Miren: el choquetazo fue tan tremendo que por el suelo rodaron caballos, soldados e indios; flechas, fusiles, cañones, vinchas y sobreros; chaquetillas, taparrabos, tarritos con venenos, huevos, harina y de~ más alimentos. No se sabía quién era quién ni qué era qué. Indios y soldados Iloraban no porque fueran cobardes sino porque todos sabemoos lo que duelen los cocazos. Por ningun lado se véía al capitán ni a Ojo de águila. Como en el choque,le habían perdido sus distintivos, se confundían en el montón. Oye, camarada -decía un soldado a otro- ¿es tuyo este fusil?. Tiene la calcomanía del pato Donald. —No, el mío tiene la calcomanía de Liz Taylor . —¿Flecha esta que veneno escorpión tener, tuya Es?. —preguntaba un indio a otro. —No, esa ser de Nariz Rota ¿No ver tú taparrabos mío? Así como estoy, frío y vergüenza tener. Busca que te busca cada uno sus pertenencias, nadie allí tenía tiempo de pelear. A los caballos que luego del topetazo habían salido a la disparada, se los veía lejos de allí pastando amigablemente sin

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hacer caso de jerarquías, pelo ni marca. Y llegó la noche sin que se hubiera terminado de poner orden en aquel caos. Una noche sin luna, el cielo clausurado por espesos y oscuros nubarrones. El frío agarrotaba, dolía. Ya no se distinguían las caras y sólo se escuchaba el castañetear de dientes. Morirían todos de frio si no se encendian fogatas. Pero ¿con qué? Allí no había otra cosa que piedras. No sé a quién se le ocurrió la idea, pero esa idea prosperó de inmediato encender fuego con flechas y fusiles. Y a la fogata fue a parar todo lo que tuviera madera. ¡Qué bello y cálido espectáculo! Ciento cincuenta fusiles y ciento cirncuenta flechas chisporroteando alegremente y, alrededor, trescientos hombres (contando los dos jefes) calentándose y frotándose las manos. Sentáronse todos alrededor del fuego. Al principio se hablaba poco. Pero después, la cosa se fue animando. El primero en contar un cuento fue Pluma Blanca: "Vez una había, india bonita que llamarse Ciruelita. Enamorada estar de Cactus Espinudo, jefe tribu. Cactus Espinudo pero, no estar enamorado de Ciruelita y ella ponerse flaquita porque no comer y siempre llorar. Ciruelita querer morir y tirarse de montaña abajo. Caer pero encima flor mágica y salvarse. Cuando Cactus Espinudo snif snif sentir olor de flor mágica, enamorarse de indiecita, casarse y tener seis ciruelitos. Y colorado colorín, acabado cuento estar". Ya roto el hielo, un soldado hizo pruebas de magia y recitó. Dos horas más tarde todos dormían bien apretaditos los unos contra los otros, la cabeza de un indio en el hombro de un soldado, la cabeza de un soldado en el hombro de un indio. Todavía no se había podido detectar a Ojo de Aguila ni al capitán Cary Smith. Cuando el sol asomó la punta de la nariz por sobre la montaña, el espectáculo que se ofrecía a los ojos del viajero (es una manera de decir porque por allí no pasaba nunca nadie) era regocijante: indios y soldados acurrucaditos y abrazados. Y lo piramidal, lo loco, lo inaudito: iLa cabeza de Ojo de Aguila en el regazo del capitán Cary Smith!. Cuando soldados e indios vieron a sus respectivos jefes en tan buenas relaciones, un ¡hurra! incontenible brotó de todas las bocas. Despertaron los dos jefes. —¿A qué viené todo este escándalo? -murmuró el capitán, los ojos sueñudos y el pelo revuelto. —¿Escándalo este por qué? —preguntó Ojo de Aguila, los ojos sueñudos y el pelo revuelto. De repente despertaron del todo. Al verse por fin las caras, ambos jefes salieron al ruedo para darse de trompis. Mas tropa e indiada los convencieron para que hicieran las paces. Y cosa extraña, al capitán, el indio le resultó un tipo simpático y lo mismo le ocurrió al indio respecto al capitán. Se fumó la pipa de la paz y se despidieron todos, cambiando regalitos y direcciones para futuras visitas. —Esta es dirección mía, soldadito decía un indio—. Pasillo Nº 15, carpa 309. —Y ésta la mía —decía un soldado a un indio—, calle Murdog, Nº 5, piso 40, Mississippi River Private No Smoking. Ojo de águila le dio al capitán un collar de dientes de tigre y el capitán al indio un encendedor y una foto de Oliver Hardy. Todo estaba muy lindo. Lo peor de todo fue que tuvieron que volverse caminando porque los caballos habían desaparecido. Y aquel lugar que debió ser escenario de una cruenta batalla, se llamó desde entonces "El Valle de la Paz". ------------------ .

Alvaro Yunque. MOCHO Y EL ESPANTAPAJAROS. Alvaro Yunque. Su primer libro apareció en 1924 y desde entonces, miles de chicos, de varias generaciones, vienen leyendo

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sus cuentos. Y aunque, como él mismo lo dice, su literatura no es esencialmente infantil, la gran mayoría de sus personajes son niños entre los once y catorce años, con sus problemas sus sueños sus penas y sus alegrías. ¿Quién es este señor?: una de los grandes escritores argentinos. Su nombre es realmente Arístides Gandolfi Herrero; nació allá por 1889 en la ciudad de La Plata, Bs. As., justo un 20 de junio. Sus muchos años y cabellos blancos no pueden disimular que él es joven como el que más, ni ocultar. su fresca sonrisa de muchacho ni disminuir su voluntad de escnbir "todos los días". Estudió arquitectura pero su camino fue bien diferente: periodista, escritor, profesor; alguna vez tuvo un barco, pero de verdad, no de papel. Nombramos algunos títulos de su obra que abarca cuento, ensayo, teatro y poesía: Zancadillas, Espantajos, Barcos de papel, Ta-te-ti, Jauja, No hay vacaciones, Poncho, Muchachos del sur, La barra de siete ombúes, Muchachos pobres, El amor sigue siendo niño, y uno que ha terminado hace poco y póximo a aparecer, Lluvia con sol, de poemas para niiños. ¿Quién se aventurará a describir lo que sucede en el cerebro de un niño soñador cuando su sueño se ocupa de una muchacha?". Luis Gillet.

—¿ME querés acompañar a la chacra de mi tía? —dice Tula—. Mamá me manda llevarle esta torta. Yo tengo miedo al espantapájaros que hay a la salida del pueblo. —¡Puf! hace Mocho, y se yergue, satisfetho de que Tula,tan limpia, tan suave, tan modosa!, le haga este pedido, confíe en su valor y en su fuerza, apoye en él su debilidad femenina. —¿Me acompañásinsiste ella. —¡Vamos!. Comienzan a andar uno al lado del otro. Son de la misma edad, diez años, pero Mosho es bastante más alto y parece de más edad con su corpachón vigoroso de muchacho crecido al sol y al aire libre, con su cabeza de pelos enmarañados, negros y duros, con su cara morena y como amasada a golpes. No en vano la delicada y dulce Tula busca su apoyo. El muchacho exhibe fortaleza y coraje, ¡vaya!, ¿no lo ha visto ella misma enredarse a puñetazos con chicos mayores o correr a pedradas a perros gran des?. Caminan y conversan. Él:. —¿Por qué le tenés miedo al espantapájaros? No es nada más que un espantapájaros. Y vos no sos un pájaro. ¿O te creés que sos un gorrión?. —Ya sé que no soy un gorrión, pero abuela dice que de noche el espantapájaros se pone a caminar y yo pienso gue si vuelvo tarde sola y me encuentro el espantapájaros por el camino ... ¡Ay! Con sólo pensarlo, mirá, se pone la piel de gallina, me enfrío. Tocá. Mocho no se lo hace repetir Toca la piel aterciopelada del brazo de su amiga y habla. Habla seguro de si:. —¡Son macanas lo que dice tu abuela! Yo he pasado de noche por el camino y el espantapájaros estaba allí como si fuera de día. —Habrás pasado una noche de luna?. --He pasado en noches de luna y en noches de tormenta. El espantapájaros no se mueve de su sitio. —¿Noches de tormenta? ¡qué valiente!. Mocho sonrie, gozoso. Tula cree lo que él afirma. Y Mosho dite: —¡Para eso soy hombre! Los hombres somos valientes. Continúan andando. De vez en vez ella lo míra de reojo. Y vuelve a hablar:. —Yendo a tu lado no tengo miedo de pasar por frente al espantapájaros. ÉI calla. Una ola de satísfacción le sube desde el pecho al rostro y se lo colorea. Saber que esta muchacha tan linda, tan suave, tan graciosa, confía en él, le da mayor seguridad todavía.

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Calla, mete las manos en los bolsillos, pisa más fuerte. Ella insiste:. —iY si saliera el espantapájaros a atajarnos en el camino?. —¡Bah! -hace él y se encoge de hombros despreciativo: no toma en cuenta suposición tan descabellada. —Sí, ya sé que no saldrá, al fin ahora es de día. Pero ¿si saliera? ... . —¡Lo rompo todo! ¡No le dejo una hilacha! —afirma él y continúa andando. Lo dice con tanta firmeza que Tula sonríe, contagiada de la seguridad de su amigo. —¿Qué torta llevás allí? —pregunta él, y las pupilas le relucen de gula. —Una torta de dulce de membrillo para mi tía, la de la chacra. Hoy es su cumpleaños. —A ver, dejame tomar el olor... ¡Ah! ¡Qué rica!. —Yo te daría un pedazo, pero... si mamá sabe ... . —¿Y cómo puede saberlo? —Muy fácíl: que mi tía, mañana, cuando la vea, le diga: a tu torta le faltaba un pedazo. —Es cierto. —Mamá hizo otra torta para nosotros. Esta noche, cuando me dén mi pedazo, en el postre de la comida, no lo comeré. Te lo guardaré para vos. —Guardame la mitad —concede él, un poco caballero. —No, te lo guardaré todo. —No, la mitad. —Bueno, la mitad —accede la chica y agrega—: también le puedo pedir a mamá un pedazo para vos. Le puedo decir que me acompañaste. ¿Que te parece?. Me parece mejor. Así, con tu medio pedazo y mi pedazo, yo me como un pedazo y medio. Tula no responde, aunque, en verdad, Mocho no ha interpretado su pensamiento. Ella pensaba que pidiendo para él, éste se conformaría con su pedazo. En fin... . Doblan el camino. -AIIí está! —exclama ella, se coge de la mano de Mocho aminora el paso. —¿Y qué? dice él, despectivamente". ¡Vas conmigo!. Llegan delante del espantapájaros. Un sombrero de paja medio caído y, sobre la cruz de palo de sus hombros, colgantes harapos de lo que fuera un saco de hombre. Mosho lo enfrenta, burlón y valiente:. —¡Hola espantapájaros! ¿Qué decís? ¿Cómo te va?. Coge unas piedras y le tira. Acierta una y le bambolea el sombrero. No se conforma con esa demostración de valentía. No oyendo a Tula que le balbucea:. —INo, Mocho, no hagas eso! Mira que de noche se puede engar . . ¡No, Mocho!. El muchacho, de un brinco, salta el alambrado, se acerca al espantapájaros y le quita el sombrero. Ríe a carcajadas. Se toca con él y continúa andando, regocijado de su hazaña cuanto del temor con que su trémula compañera, pálida y temblorosa, lo sigue. Mocho se da vuelta y, saludando, grita:.

—¡Chau, espantapájaros! iTanto gusto de saludarlo con su sombrero, señor espantapájaros!. Y le tira el sombrero que cae entre los trigos de su custodia. A la vuelta, después de haber dejado el obsequio en manos de la tía, más satisfechos, porque ésta los había invitado con masas y sándwiches, Mocho vuelve a enfrentarse con el espantapájaros. jAdios, che!. Te has quedado sin cabeza. Te voy a poner el sombrero.

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Vuelve a saltar el alambrado, recoge el sombrero y lo hunde en el palo que sirve de cuello al espan tapaiaros. Antes de doblar el camino se vuelve para burlarlo:. —¡Adiós, espantapájaros! ¡Seguí asustando gorriones, que a mí no me asustás!. —¡Pero a mí me asusta! —agrega la chica, y se coge de su mano. Llegan a las casas del pueblo. —Hasta mañana, Mocho valiente. —Hasta mañana. Y ya sabés . —¿Qué, Mocsho?. —¿Te olvidaste lo del pedazo y medio de la torta? . . . ¡Me quedé con unas ganas de probarla!. Por la noche, una noche sin luna, con oscuros nubarrones que rezongan truenos, Mocho sale al camino. Va a buscar al espantapájaros. Va a probarle que si de día no le tuvo miedo, de noche tampoco se lo tiene. ¡Y eso que no es noche de luna!. Se burlará de él, le quitará el sombrero de paja, le desgarrará el saco. Porque el espantapájaros estará allí, en el sitio de siempre, inmóvil e inofensivo, sólo sirviendo para asustar a tontos gorriones o débiles niñas como Tula... . ¿Pero qué? ¿quién viene allí por el camino? ¿Es el espantapájaros? ¡No puede ser! ¡Y es el espantapájros, sí. Lentamente, con sus harapos al viento, con su sombrerote de paja agitado, allí viene por el camino, y en dirección contraria a la suya. Mocho se detiene, sorprendido y temeroso. Siente que un frío de hielo le paraliza las piernas, que la piel se le eriza, que los cabellos se le ponen de punta. Intenta gritar y no puede. La voz se le corta. iPero entonces era verdad lo que decía la abuela de Tula? ¿Es verdad que el espantapájaros sale de noche a andar por los caminos? ¡No puede ser! ¿Cómo creer tal cosa? Y sin embargo allí está, en el camino, andando como un hombre y dirigiéndose hacia él, quizás dispuesto a vengarse de sus burlas y de sus pedradas. Ya se acerca, se acerca. .. Mocho no resiste más. Da vueltas y, temblando de miedo, echa a correr. Pero corre torpemente, sus piernas temblorosas han perdido eI vigor y la agilidad habituales. Y oye detrás de él los pasos del espantapájaros que lo persigue. Los oye más cerca, ¡más cerca todavía!, ya parece que lo tiene junto a él, no puede más . . . Pide auxilio. ¿A quién pedirlo sino a la madre?. Intenta dar un salto, y grita:. —¡Mamá, mamá!. Siente que ha caído. Porque Mocho acaba de rodar de la cama donde estaba soñando. Se hace la luz. A su lado está la madre, afligida:. —iQué te pasa, querido?. Mocho la mira con ojos espantados. Va a decirle que el espantapájaros lo corría, pero calla. ¿Cómo decir tal cosa? Calla y se aprieta contra su pecho, sollozante. La madre lo consuela y acaricia:. —Estabas soñando. Una pesadilla seguramente. Eso te pasa por comer mucho y a cada rato. No es nada. Acostate, querido. Yo te acompañaré. Lo tiende en la cama, lo arropa. Y se instala a su lado. Mosho se siente seguro, cierra los ojos, se duerme. Pero a la mañana siguiente, día de sol radiante y magnífico, pasando por delante del espantapájaros inmóvil, sigue derecho, lo contempla de reojo. No se le acurre burlarlo ni tirarle piedras.

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