CAPÍTULO 1 · 2018. 3. 28. · Las noticias de siempre: una mujer muerta a manos de su marido tras...

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l timbre de la puerta le despertó de un sueño pro- fundo, reparador del cansancio y de las noches en vela tras los pasos de un marido infiel. El energúmeno que llamaba a la puerta estaba dispuesto a fundir los plomos. No le quedaba otro remedio que levantarse. Al ponerse en pie tuvo la sensación de que iba a estallarle la cabeza. Sintió un ligero mareo. Se había pasado con el alcohol la noche ante- rior. Una botella de cava rodó vacía al empujarla invo- luntariamente con el pie. Se cubrió el cuerpo desnudo con un albornoz blanco de algodón, se calzó unas zapatillas y caminó hacia la puerta. Pegó el ojo derecho a la mirilla y vio a un joven de poco más de veinte años, vestido con una chu- pa de cuero y un casco de motorista colgado del brazo. ¿Quién sería? No recordaba haber pedido nada. Odiaba la comida a domicilio. Tampoco esperaba ningún paquete. Abrió la puerta resignado. El joven respiró con alivio. —Perdone mi insistencia —se disculpó—, pero el por- tero me aseguró que estaba en casa. Aunque ya empezaba a dudarlo. Le miró a los ojos sin decir nada. El muchacho abrió un zurrón de piel que colgaba de su hombro izquierdo y sa- 11 CAPÍTULO 1 E www.sumadeletras.com

Transcript of CAPÍTULO 1 · 2018. 3. 28. · Las noticias de siempre: una mujer muerta a manos de su marido tras...

  • l timbre de la puerta le despertó de un sueño pro-fundo, reparador del cansancio y de las noches en

    vela tras los pasos de un marido infiel. El energúmeno quellamaba a la puerta estaba dispuesto a fundir los plomos. Nole quedaba otro remedio que levantarse. Al ponerse en pietuvo la sensación de que iba a estallarle la cabeza. Sintió unligero mareo. Se había pasado con el alcohol la noche ante-rior. Una botella de cava rodó vacía al empujarla invo-luntariamente con el pie. Se cubrió el cuerpo desnudo conun albornoz blanco de algodón, se calzó unas zapatillas ycaminó hacia la puerta. Pegó el ojo derecho a la mirilla y vioa un joven de poco más de veinte años, vestido con una chu-pa de cuero y un casco de motorista colgado del brazo.¿Quién sería? No recordaba haber pedido nada. Odiaba lacomida a domicilio. Tampoco esperaba ningún paquete.Abrió la puerta resignado. El joven respiró con alivio.

    —Perdone mi insistencia —se disculpó—, pero el por-tero me aseguró que estaba en casa. Aunque ya empezaba adudarlo.

    Le miró a los ojos sin decir nada. El muchacho abrióun zurrón de piel que colgaba de su hombro izquierdo y sa-

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  • có un sobre. Se lo entregó con indolencia, sin prestarle de-masiada atención, y puso ante su cara un albarán y un bolí-grafo Bic para que firmara la entrega. Lo hizo y le dio laespalda sin decirle ni siquiera adiós. Se abrochó el casco ydesapareció escalera abajo con trotar de caballo sobre los pel-daños de madera. El edificio retumbó. Su maltrecha cabezatambién.

    Cerró la puerta, recogió la botella de cava que habíaapurado copa a copa en solitario, como le gustaba beber alcerrar un caso, y la tiró a la basura. Lo metía todo en la mis-ma bolsa, pese a los avisos que la alcaldía dejaba en los bu-zones para que los vecinos colaboraran en la recogida selec-tiva de residuos. Tomó el periódico, comprado de madrugadaen un Vip’s de la Gran Vía, y leyó los titulares de la primerapágina. Nada que le interesara. Lo dejó encima de la mesacamilla de la cocina. Sacó el sobre del bolsillo del albornoz,lo dejó junto al periódico y puso la cafetera al fuego. Nosentía curiosidad por su contenido. Tenía la certeza de quese trataba de una factura, de un impagado posiblemente. Ha-cía semanas que su cuenta estaba en números rojos. El casoque había resuelto le permitiría disfrutar de cierta bonanzaeconómica durante un par de meses.

    Su vida de detective la resumían las infidelidades des-cubiertas, el número de perros perdidos que había buscadosin éxito por las calles de Madrid, por los suburbios dondelas mafias organizaban peleas de canes, y todo simplemen-te para salir adelante, para pagar el alquiler de una buhardi-lla pequeña, calurosa en verano y fría en invierno. Húmedaen cualquier época y ruidosa los fines de semana cuando cien-tos de jóvenes se reunían en el barrio de las Letras, en la pla-za de Santa Ana y las calles adyacentes, para beber hasta bienentrada la mañana entre broncas que algunas veces termina-ban en refriegas de sangre bajo el brillo de las navajas.

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  • Estaba harto de su profesión. Llevaba más de veinteaños entregado a la honrada tarea de desenmascarar a ma-ridos rijosos, de consolar a viudas ricas encoñadas con suscanes, siempre pequeños, peludos, de ladrido agudo, perdi-dos en las calles de la gran urbe y con su fotografía repro-ducida hasta la saciedad en fotocopias pegadas en postes defarolas y escaparates. Por favor, encuentre a mi perrito; escomo un hijo para mí, le suplicaban desesperadas. Había pe-rros policías, perros cazadores, perros lazarillos y perros la-mechichis. Sin embargo, no podía quejarse. Tenía un buencoche, se daba algunos caprichos caros de vez en cuando,buenas comidas y buenos vinos, y disfrutaba de su períodode vacación cada año.

    Alguna que otra vez, con un poco de suerte, le contra-taba un empresario para aportar pruebas sobre el absentis-mo de un empleado vago. Incluso en cierta ocasión le con-trató una entidad bancaria para descubrir a un topo, a unespía industrial que pasaba información a un banco rival so-bre los planes hipotecarios y los sistemas informáticos. Ha-cía años solicitó sus servicios un empresario de renombre enlos círculos sociales y económicos de Madrid, para descu-brir el paradero de una hija díscola fugada con un pequeñotraficante de hachís. La encontró en el Rif, en Ketama, col-gada de las pipas de grifa, delgada por la falta de alimento,sucia y entregada al sexo con los hermanos del supuestonovio que cada noche se sorteaban a la muchacha. No le re-sultó fácil sacarla de allí pero lo hizo. Jugándose la vida logróllegar a Chechauen y después a Melilla, donde le esperabanlos padres de la chica y un médico amigo de la familia parasedarla y que no diera problemas. Nunca vio a un hombretan agradecido. Le pagó sus honorarios en efectivo, peseta apeseta, porque no quería dejar ningún rastro de su relación.Al despedirse, puso en su mano un paquetito alargado. No

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  • me dé las gracias, le dijo antes de desaparecer tras la puertade una habitación del Parador Don Pedro de Estopiñán, co-mendador de la casa ducal de Medina Sidonia y conquista-dor de Melilla en 1497. Abrió el paquetito con parsimonia,casi con desinterés, para descubrir con asombro un estuchede piel, de buena piel, cerrado por un delgado cordón dora-do y un sello de lacre. Rompió el cordón con impaciencia, yal abrir el estuche sus ojos se cegaron con los destellos de unreloj de oro: un Patek Philippe que al sol de la ventana pro-ducía escardillos en las paredes de la alcoba.

    Desde hacía tiempo le rondaba por la cabeza huir, de-jarlo todo, empeñarse hasta las cejas y comprar una masía enel Ampurdán para abrir un hotelito rural. Quería perderse,olvidarse de la jungla de asfalto, empezar una nueva vida. Es-taba en ese punto intermedio, cerca de los cincuenta, en queaún es posible dar un giro de timón y cambiar el rumbo dela propia existencia. Un día soltaría amarras y se dejaría arras-trar por la corriente. Pompeyo el Grande, el célebre generalromano, decía: «Vivir no es necesario, navegar sí». Queríanavegar, navegar como Ulises hasta el país de los lotófagosy alimentarse de ese néctar misterioso y mágico, de la am-brosía de los dioses del Olimpo, del único y verdadero ali-mento que mantiene a los hombres con vida. Quería dejarde vivir para navegar, para llegar orgulloso en su vejez a lascostas de Ítaca.

    Se sirvió un café con leche, más café que leche, se sen-tó y hojeó el periódico. Las noticias de siempre: una mujermuerta a manos de su marido tras una discusión banal, elprecio de la vivienda subía de manera escandalosa, la inse-guridad ciudadana aumentaba, cientos de inmigrantes ilega-les habían desembarcado en las playas de Tarifa. La noticia,por repetitiva, había dejado de tener interés y ocupaba unapequeña columna lateral en el apartado de sucesos. En las

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  • notas de sociedad destacaba la foto de una starlette rodea-da de su cortejo de bufones esperpénticos. La conoció en unafiesta de sociedad mientras vigilaba a su amante por encar-go de la empresa en que trabajaba. El joven, veinte años me-nor que ella, había cometido un desfalco para mantener suritmo de vida. Ninguno de los personajes del papel cuchénecesitaba trabajar como un burro para hervir el puchero. Elmundo estaba en manos de los inútiles, de los mediocres, delas rameras de lujo que se pavoneaban en las cadenas de te-levisión de haberse acostado con tal o cual personajillo debaja estofa. Pasó las hojas con desdén. Cerró el diario. Dioel último sorbo al vaso de café con leche y se metió una as-pirina en la boca. El sabor del ácido acetilsalicílico, entreagrio y amargo, le arrancó una mueca de repelús.

    Cogió el sobre y lo miró por ambas caras. Nada in-dicaba que fuese él, Frank Dónovan, el destinatario, ni tam-poco quién lo remitía. Estaba completamente en blanco.¿Cómo le había pasado por alto este detalle? La culpa latenía el dolor de cabeza, que por efecto del café con leche yla aspirina empezaba a remitir. Abrió la solapa con la pun-ta de un cuchillo y desdobló los dos papeles que contenía: lafotocopia de una reserva a su nombre en el hotel La Boba-dilla y un cheque al portador por mil quinientos euros, unasdoscientas cincuenta mil pesetas, calculó mentalmente. Enel reverso de la fotocopia una caligrafía cuidada, escrita apluma estilográfica, le convocaba a una reunión esa mismanoche, a las diez, en el vestíbulo del hotel. El cheque —de-cía la nota— compensará los gastos que el desplazamientopueda ocasionarle. Dejó los papeles junto al periódico e ins-peccionó el sobre. Era de buena calidad, de fibras de lino,grueso y resistente, y el interior estaba forrado con papel deseda azul. Hacía tiempo que no veía un sobre tan elegante.Un sobre caro, con la goma bien delimitada y pegada. Sólo

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  • las mejores papelerías de Madrid vendían envoltorios deaquella calidad.

    A continuación tomó la fotocopia de la reserva y le-yó de nuevo las líneas escritas a pluma. Su paso por laAcademia General de Policía le había reportado algunosconocimientos de grafología, una técnica utilizada en la in-vestigación criminal para conocer el perfil psicológico delos delincuentes. Cogió una lupa y aumentó las letras pa-ra descubrir rasgos reveladores de la personalidad de su co-municante anónimo. Estudió la escritura con detenimien-to. Los trazos eran cuidados, pulcros. Los puntos, acentosy tildes, estaban colocados con exactitud. Las mayúsculasaparecían bien proporcionadas, de tamaño medio. La ve-locidad era pausada o lenta, dependiendo del texto y su con-tenido. Rasgos que denotaban atención, orden y puntua-lidad. La nota decía «a las diez» y tenía la certeza de que sumisterioso comunicante se presentaría a esa hora con exac-titud meridiana. El segundo monte de una eme sobresalíade manera manifiesta. Se trataba de un rasgo propio de su-jetos de importancia social o de ambiciones elevadas. Lastildes de las tes y las jambas de las ges hablaban de una per-sona culta, de un nivel intelectual alto, segura de sus deci-siones, algo idealista, fría y calculadora de sus actos y con-secuencias.

    Cotejó la nota de la reserva con la firma del cheque. Laescritura pertenecía a la misma persona. Ambas presentabanidénticos rasgos psicológicos. Hacía tiempo que no se rela-cionaba con gente de alto nivel. Tuvo la certeza de que de-seaban contratarle para un trabajo sucio. Seguramente al bor-de de la ley o ilegal, y el remitente quería mantener en secretosu identidad. En Madrid había cientos de agencias de in-vestigación de acreditada fama y solvencia. ¿Por qué le ha-bían elegido a él?

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  • La persona que había escrito aquellas líneas le conocíabien. Le citaba en el hotel La Bobadilla. Un hotel de cinco es-trellas enclavado en las inmediaciones de Loja, en la provin-cia de Granada. Cuando ganaba suficiente dinero con algunode sus casos solía pasar dos o tres días en ese hotel. Allí, ro-deado de la dehesa, bajo el cielo azul y estrellado de la nocheandaluza, se sentía reconfortado, se reconciliaba con su pro-fesión, con la sociedad que despreciaba por frívola e inhuma-na. Se reconciliaba consigo mismo, con sus pensamientos, consu ego que le martilleaba día y noche con un sentimiento deculpabilidad por no atreverse a cambiar el rumbo de su desti-no. Por no atreverse a romper con todo y con todos. «Vivirno es necesario, navegar sí». Ese hotel era su tabla de salva-ción cuando naufragaba en medio de la gran ciudad, cuandoel mundo se le venía encima como una losa funeraria.

    Su posible cliente le ponía las cosas fáciles para que acu-diera a la cita. La fotocopia de un fax remitido por el hotelcon una reserva a su nombre y un cheque al portador pormil quinientos euros resultaban dos argumentos de peso.¿Qué podía perder? Nada. Al contrario, hacía casi un añoque su economía no le permitía disfrutar de su refugio pre-ferido, de los jardines y veredas por las que gustaba de pa-sear, de una piscina climatizada en invierno, de la sauna, delgimnasio, de su excelente cocina, y de su bodega con nume-rosas referencias de vinos, cavas y champanes. ¿Podía tra-tarse de una encerrona? ¿De una trampa urdida con afánde venganza por algún marido descubierto en sus infideli-dades? No lo creía. Nadie le citaría en el vestíbulo de un ho-tel para meterle dos tiros en el cuerpo. Conocía bien el lu-gar, a los empleados más antiguos, y sabía que el vestíbulosiempre estaba lleno de gente, en especial por la noche cuan-do los huéspedes se reunían en torno a una copa para escu-char las melodías arrancadas a un viejo piano de cola.

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  • Sobre la mesilla de noche estaba su Patek Philippe deoro. Se lo abrochó a la muñeca izquierda y miró la hora.La una y treinta de la tarde. Quedaban ocho horas y mediapara la cita. No podía perder tiempo. De Madrid a Granadahabía autopista y eso le permitía llegar en unas cinco horassin apretar demasiado el acelerador. Se levantó, dejó la tazade café en el fregadero y abrió el armario. Eligió un panta-lón tejano, una camisa beis de algodón egipcio, un jerseyde cuello de pico, unos calcetines negros de hilo irlandés, uncinturón de piel y unos zapatos náuticos Panama Jack, tancómodos como elegantes. Después cogió del altillo una bol-sa de viaje. Metió varias mudas y calcetines, algunos pañue-los, otro pantalón, otra camisa, una corbata de seda estam-pada a juego con la camisa, una americana de cheviot conforro de seda, unos zapatos negros y un pequeño necesercon su maquinilla de afeitar y algunos productos de cos-mética: pasta de dientes, un frasco de colonia Paco Raban-ne, crema Vichy para después del afeitado, desodorante,champú, una pastilla de jabón de glicerina... Las habitacionesdisponían de un extenso surtido de productos de acogida,pero solía llevar su propio set de higiene personal en previ-sión de que el viaje se alargara. No siempre dormía en hotelesde cinco estrellas.

    Cerró la bolsa y la dejó junto a la puerta. Instintiva-mente acercó el ojo a la mirilla. No había nadie en el rellanode la escalera. Se colocó frente a la ventana. Corrió un po-co la cortina y miró a la calle. La lluvia de primeras horas de lamañana daba brillo al asfalto bajo unos tímidos rayos de sol.El agua había retenido a muchas amas de casa en sus hoga-res y la calle y los comercios mostraban menos trasiego queotros días a la misma hora. Se acomodó en un sillón de ta-filete, cogió el teléfono inalámbrico y pulsó el botón paraabrir la línea. Llamó primero al hotel La Bobadilla. Al otro

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  • lado del hilo telefónico una recepcionista le confirmó la re-serva a su nombre. Todo parecía en orden. Arrellanó la es-palda para hacer una segunda y última llamada. Si Pilar noestaba en casa la llamaría más tarde. Tuvo suerte.

    —Dígame.—¿Qué quieres que te diga?—¡Maldito seas!...Hacía más de una semana, una semana y media para ser

    exactos, que no tenía noticias suyas. Frank se disculpó. Cuan-do trabajaba en un caso se mantenía alejado de sus seres que-ridos. Así creía protegerles, apartarles de los peligros. Habíaintentado explicárselo infinidad de veces pero ella no acep-taba sus razones. Anhelaba una relación formal y conven-cional. Frank había pensado en pedirle que vivieran juntos.Pero nunca se había atrevido porque estaba convencido delfracaso que representaría para ambos. Pilar tenía treinta ynueve años, una buena posición, un piso de propiedad enel barrio de Arapiles, un trabajo bien remunerado, un círcu-lo de amigos con buenas cuentas corrientes, se codeaba conla intelectualidad madrileña y gozaba de prestigio en el mun-do del arte. ¿Qué podía ofrecerle salvo sus preocupacio-nes, sus frustraciones, sus miedos, sus dudas, y un poco másde sexo? No podía comprometerse si antes no ordenaba suvida. La quería, no dudaba de sus sentimientos, pero nece-sitaba tiempo. Un tiempo del que quizá no disponía.

    Pilar también le recriminó por enésima vez que se ne-gara en redondo a comprarse un teléfono móvil. Estaba dis-puesta a regalárselo. Pero Frank se negaba y esgrimía elargumento de que las radiaciones alteraban el cerebro y pro-ducían cáncer. Para cambiar de tema y justificarse, Frank lerelató su último caso. Le había contratado una señora de bue-na posición y mejor ver, frisando en los sesenta, una mujerenamorada de su marido pese a llevar cuarenta años casada.

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  • La mayoría de las veces las mujeres que sospechaban de lainfidelidad de sus maridos acudían a los despachos de losdetectives no porque les importara la infidelidad en sí mis-ma, sino para presentar pruebas del adulterio y obtener ven-tajas económicas en el juicio de separación y divorcio. Eladulterio ya no estaba penado por ley, pero los jueces lo te-nían en cuenta a la hora de dictar sentencias, principalmen-te a la hora de entregar la tutela de los hijos a uno de los cón-yuges. Para un gran número de mujeres la infidelidad norepresentaba una catástrofe emocional sino una excusa paraliberarse, para dar un paso que de otra manera no se atrevíana dar.

    Pilar se quedó callada. Nunca había osado a pregun-tarle si le había sido infiel. Tampoco iba a preguntárselo aho-ra, pero Frank sabía interpretar sus silencios. Mientras ellale decía que le amaba, que le necesitaba, y le proponía que sevieran en su casa aquella noche, para compartir una cena es-pecial y una botella de Summum Brut Nature, Frank bus-caba la manera de explicarle que no podía, que alguien le ha-bía citado a las diez en el hotel La Bobadilla. Finalmente, conun hilo de voz le propuso que fueran juntos. Pero sabía deantemano que sus obligaciones se lo impedían.

    Le hubiese gustado acompañarle porque también com-partía su devoción casi mística por el hotel La Bobadilla, don-de habían pasado algunos de sus mejores momentos. Pero sehabía comprometido a entregar a primera hora de la maña-na una Virgen gótica que había limpiado de hollín, despa-rasitado de insectos xilófagos, recompuesto algunas partescarcomidas y repintado la policromía. Pilar se había licen-ciado en Bellas Artes y especializado en la restauración delienzos, aunque para ganar más dinero también se atrevía conotras antigüedades. No le faltaba clientela y además, desdehacía tres años, trabajaba como interina en el Departamen-

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  • to de Restauración del Museo del Prado. «Tendrías que ver-la», le dijo clavando los ojos en una talla del siglo XV que sos-tenía al Niño en su regazo. Una bella imagen inspirada enlos episodios del Evangelio de la infancia de Jesús. Junto a laVirgen, prendidas en un tablón de corcho, colgaban las fo-tografías que había tomado cuando llegó a sus manos enun estado lamentable. Estaba irreconocible. No parecía lamisma talla. La cena y la botella de cava tendrían que espe-rar una mejor ocasión. Se despidió con un beso pero antes lehizo jurar que al regreso la llamaría y que se dedicarían unoo dos días, no pedía más.

    —Te doy mi palabra —dijo Frank sin saber si le habíaescuchado.

    Metió el cheque en uno de los bolsillos y abrió la puerta pa-ra salir. Algo le retuvo. Se olvidaba a su inseparable com-pañera de trabajo. Cerró la puerta y caminó hacia la alco-ba. Se ajustó la cartuchera bajo la axila, enfundó su arma ysalió por la puerta. Al llegar a la calle del Príncipe giró a laizquierda para cruzar la plaza de Santa Ana. Los emplea-dos de la cervecería Naturbier se esmeraban en arreglar ellocal para recibir a los primeros clientes del día. La plaza es-taba llena de litronas vacías, de papeles, y de alguna que otrajeringa. En los parterres el césped había dejado de crecer ha-cía meses. Un rótulo señalaba una zona infantil, pero los ex-crementos de los perros se habían adueñado del lugar.

    Caminó con la fachada neoclásica del teatro Español asus espaldas hasta la estatua de Calderón de la Barca frente alhotel Tryp Reina Victoria. Enfiló hacia la vecina plaza del Án-gel, donde algunas noches se citaba con Pilar para ir de copasy escuchar buena música en el Café Central. Dejó a la derechauna tienda de discos y llegó a la plaza de Jacinto Benavente.

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