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Los Cuadernos Inéditos «CAPRICCIO» (Relato de una noche madleña) Luis Antonio de Villena S e habían conocido en casa de la Mar- quesa de Alcañices, que era una señora muy aficionada a reunir juventud. Pero, en principio, un muchacho inglés des- garbado, larguirucho, huesudo y con andar des- vencijado; y otro, de allí, madrileño, mas con quien la comunicación era inicialmente dicil a causa de su sordera, parece que no eran idó- neos a convenirse, si otro nexo más secreto (pe- ro que la Marquesa desveló) no les hubiera acer- cado, y mucho: Ambos eran asiduos de las le- tras, heridos por la Musa, y además ambos -pe- se a su mocedad- habían publicado alguna obri- lla. Por supuesto, existían otros lazos -tan pro- ndos como la literatura- bien que eso lo des- cubrirían por sí mismos. Momentáneamente e hablar de libros -tras la cena, ya en el salón- y de librescas pasiones comunes: El maravilloso Verlaine, agreste como una flor salvaje, Huys- mans y el A Rebours, tan definitivo respecto a la sandez del mundo, Villiers con sus bellísimas crueldades y sus muertas exquisitas... Libros anceses, evidentemente entre la primera con- versación ancesa, y al final -casi como un se- creto- el nombre de Osear Wilde, santón y pa- triarca de todas las perversiones... Tal afinidad de gustos hizo que Ronald Firbank, el desgarba- do muchacho inglés hijo de una acaudalada - milia, que estaba un año en Madrid para apren- der español, y Antonio de Hoyos y Vinent, hijo del embajador Marqués de Hoyos, Grande de España, decidieron, rotundamente, verse otro día. Todo esto ocurrió una noche de principios de mayo de 1905. Y los dos tenían veinte años, aunque era Ronald unos meses más joven. Otra noche de comienzos de julio -muy poco antes de la cha prevista para partir de veraneo hacia el Norte- los dos amigos, que ya se trata- ban asiduamente, decidieron cenar en un mesón que quedaba muy cerca del río. El escor de la humedad lo ventilaba, junto a un oreo serrano, y la noticia de la buena cocina del lugar -aun- que miliar o artesana- había atraído al puesto a señoritos y bohemios, que conaternizaban el espacio (bajo los agradecidos ojos de la patrona) con los guarnicioneros, tenderos, peones y gen- te campechana que por allí de ordinario paraba, incluidas -de noche- dais con su hablar redi- cho y algunos tunantes... A Antonio le habían llevado al sitio, hacía semanas, unos amigos gol- s, que encontró en un sarao de la Pardo Ba- zán; y supuso que aquel ambiente arrabalero, castizo, y no exento de toques raffinés y hasta canallas, podría gustarle a Ronald, que hablaba 86 de las novelas de Lorrain y se decía -como el propio Hoyos- admirador rviente de Heliogá- balo y de Petronio... La noche era calurosa y acaso eso les había empujado por sus derroteros. Vestidos de hilo blanco, seda y gruesas leonti- nas de oro, llegaron a la tábema, h-blando ani- madamente de viajes románticos: Los abruptos desfiladeros de Sierra Morena, las duquesas de pintados lunares, piel de luna y ojos atigrados; los bandoleros de apolínea silueta, salvajes y ga- lanes a un tiempo, con el arcabuz y el pañuelo rojo, en noches (quizá como la que vivían) so- cante, pero al tiempo mismo como saturada de esencias, de ertes aromas florales... -¿Florales? -terció el vozarrón de Hoyos, ya pasado el umbral- yo diría que por aquí huele también a axilas de moros... Ronald, delgado, ca- si con aire tísico, gustaba no solo de la evoca- ción andaluza, rzada y queridamente tópica, pero que él vestía a su antojo, sino también de las nuances perversas, de los territorios donde el pie, tropicalmente, podría no sentirse firme. Be- bían, ya sentados, caliente y rojo vino de Argan- da, mientras a su alrededor, de las mesas casi llenas, brotaban sones, risas, estrépitos gutura- les, tintineo de vasos y cubiertos, altos murmu- llos de fiesta... Había artistas con melena y blu- són blanco, pero también madamas con pañolón y moño abrillantinado y chulapos con el panta- lón de mil rayas ajustado como un dicho, y algu- nos señoritos en compañía de evidentes demi- mondaines... Había ruido, bastante ruido. Y lám- paras de gas con luz temblona, y un olor denso, acre y dulzón, que Ronald identificaba otra vez con su bienamada Andalucía: Peau d'Espagne -citaba- scent of sex... El vino e animando a nuestros literarios co- mensales, y quizá lo bermejo denso de su color, o el rerido aroma a nardo (de perme) y cuer- po veraniego, o aquel tema de romanos deca- dentes y bandoleros a lo Tempranilla que trata- ban sacó, como a su son, el asunto de la plebe y de los gladiadores. Se decía que algunos patri- cios, sintiéndose débiles o enrmos, habían be- bido la sangre de jóvenes gladiadores recién muertos en combate, suponiendo que el líquido vital transmitiría a sus cansados cuerpos el arro- jo, la energía y el valor de los luchadores, tanto tiempo preparados y recios para la lid... -Sí, lo he leído en Gibbon -aprobó Firbank. El lo llama «costumbre decadente», pero a mí se me ocurre que aquellos patricios tenían razón... Beber el coraje que la peección, el placer y la molicie han gastado, ¿no es hermoso? Y Hoyos le replicó de súbito: -¿Has bebido sangre alguna vez, Ronald? Y se quedó mirando fijamente a su amigo. La primera idea hubiera sido responder que sí. En honor de la Condesa Bathory, o del mpiro del que era secretario de Byron... Pero a Ronald hubo de parecerle la afirmación, presunta extre- madamente literaria. Tenía veinte años, y dudó en atribuirse un pasado vampico. Contestó que

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Los Cuadernos Inéditos

«CAPRICCIO»

(Relato de una noche madrileña)

Luis Antonio de Villena

Se habían conocido en casa de la Mar­quesa de Alcañices, que era una señora muy aficionada a reunir juventud. Pero, en principio, un muchacho inglés des­

garbado, larguirucho, huesudo y con andar des­vencijado; y otro, de allí, madrileño, mas con quien la comunicación era inicialmente difícil a causa de su sordera, parece que no fueran idó­neos a convenirse, si otro nexo más secreto (pe­ro que la Marquesa desveló) no les hubiera acer­cado, y mucho: Ambos eran asiduos de las le­tras, heridos por la Musa, y además ambos -pe­se a su mocedad- habían publicado alguna obri­lla. Por supuesto, existían otros lazos -tan pro­fundos como la literatura- bien que eso lo des­cubrirían por sí mismos. Momentáneamente fue hablar de libros -tras la cena, ya en el salón- y de librescas pasiones comunes: El maravilloso Verlaine, agreste como una flor salvaje, Huys­mans y el A Rebours, tan definitivo respecto a la sandez del mundo, Villiers con sus bellísimas crueldades y sus muertas exquisitas... Libros franceses, evidentemente entre la primera con­versación francesa, y al final -casi como un se­creto- el nombre de Osear Wilde, santón y pa­triarca de todas las perversiones ... Tal afinidad de gustos hizo que Ronald Firbank, el desgarba­do muchacho inglés hijo de una acaudalada fa­milia, que estaba un año en Madrid para apren­der español, y Antonio de Hoyos y Vinent, hijo del embajador Marqués de Hoyos, Grande de España, decidieron, rotundamente, verse otro día. Todo esto ocurrió una noche de principios de mayo de 1905. Y los dos tenían veinte años, aunque era Ronald unos meses más joven.

Otra noche de comienzos de julio -muy poco antes de la fecha prevista para partir de veraneo hacia el Norte- los dos amigos, que ya se trata­ban asiduamente, decidieron cenar en un mesón que quedaba muy cerca del río. El frescor de la humedad lo ventilaba, junto a un oreo serrano, y la noticia de la buena cocina del lugar -aun­que familiar o artesana- había atraído al puesto a señoritos y bohemios, que confraternizaban el espacio (bajo los agradecidos ojos de la patrona) con los guarnicioneros, tenderos, peones y gen­te campechana que por allí de ordinario paraba, incluidas -de noche- daifas con su hablar redi­cho y algunos tunantes ... A Antonio le habían llevado al sitio, hacía semanas, unos amigos gol­fos, que encontró en un sarao de la Pardo Ba­zán; y supuso que aquel ambiente arrabalero, castizo, y no exento de toques raffinés y hasta canallas, podría gustarle a Ronald, que hablaba

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de las novelas de Lorrain y se decía -como el propio Hoyos- admirador ferviente de Heliogá­balo y de Petronio. .. La noche era calurosa y acaso eso les había empujado por sus derroteros. Vestidos de hilo blanco, seda y gruesas leonti­nas de oro, llegaron a la tábema, h-a:blando ani­madamente de viajes románticos: Los abruptos desfiladeros de Sierra Morena, las duquesas de pintados lunares, piel de luna y ojos atigrados; los bandoleros de apolínea silueta, salvajes y ga­lanes a un tiempo, con el arcabuz y el pañuelo rojo, en noches ( quizá como la que vivían) sofo­cante, pero al tiempo mismo como saturada de esencias, de fuertes aromas florales ...

-¿Florales? -terció el vozarrón de Hoyos, yapasado el umbral- yo diría que por aquí huele también a axilas de moros ... Ronald, delgado, ca­si con aire tísico, gustaba no solo de la evoca­ción andaluza, forzada y queridamente tópica, pero que él vestía a su antojo, sino también de las nuances perversas, de los territorios donde el pie, tropicalmente, podría no sentirse firme. Be­bían, ya sentados, caliente y rojo vino de Argan­da, mientras a su alrededor, de las mesas casi llenas, brotaban sones, risas, estrépitos gutura­les, tintineo de vasos y cubiertos, altos murmu­llos de fiesta ... Había artistas con melena y blu­són blanco, pero también madamas con pañolón y moño abrillantinado y chulapos con el panta­lón de mil rayas ajustado como un dicho, y algu­nos señoritos en compañía de evidentes demi­mondaines ... Había ruido, bastante ruido. Y lám­paras de gas con luz temblona, y un olor denso, acre y dulzón, que Ronald identificaba otra vez con su bienamada Andalucía: Peau d'Espagne -citaba- scent of sex ...

El vino fue animando a nuestros literarios co­mensales, y quizá lo bermejo denso de su color, o el referido aroma a nardo (de perfume) y cuer­po veraniego, o aquel tema de romanos deca­dentes y bandoleros a lo Tempranilla que trata­ban sacó, como a su son, el asunto de la plebe yde los gladiadores. Se decía que algunos patri­cios, sintiéndose débiles o enfermos, habían be­bido la sangre de jóvenes gladiadores reciénmuertos en combate, suponiendo que el líquidovital transmitiría a sus cansados cuerpos el arro­jo, la energía y el valor de los luchadores, tantotiempo preparados y recios para la lid ...

-Sí, lo he leído en Gibbon -aprobó Firbank. Ello llama «costumbre decadente», pero a mí se me ocurre que aquellos patricios tenían razón ... Beber el coraje que la perfección, el placer y la molicie han gastado, ¿no es hermoso?

Y Hoyos le replicó de súbito: -¿Has bebido sangre alguna vez, Ronald?Y se quedó mirando fijamente a su amigo. La

primera idea hubiera sido responder que sí. En honor de la Condesa Bathory, o del Vampiro del que fuera secretario de Byron ... Pero a Ronald hubo de parecerle la afirmación, presunta extre­madamente literaria. Tenía veinte años, y dudó en atribuirse un pasado vampírico. Contestó que

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no. Hoyos -que tenía su yo también totalmente dispuesto- dudó ante la negativa de su amigo inglés. No, él tampoco. Pero se le iluminó la mi­rada. Las corridas de toros en España -prosiguió narrando- eran el más claro resto de los juegos romanos que había en Europa. En ellas era adu­lada la multitud, y el reclamo de la fiesta era la sangre. Sangre era un término usual a los tore­ros.

Firbank había acudido un par de veces a la li­dia, por San Isidro. No gozó del espectáculo mismo, pero sí de su lado pintoresco. El colori­do, el sol, los mantones, el brillo japonés de los trajes de lidiador, las extrañas palabras y gritos ... Recordaba, tras el puyazo, cómo brotaba la san­gre densa del toro, roja y profunda, cual manan­te de un surtidor ... Eso, por ejemplo, no le había gustado. Pero la conversación -desde los gladia­dores- se extendió a los toreros. Lo que daba valor (según Antonio) a su riesgo de sangre, a su gesto, era la belleza. Un cuerpo esbelto ofrecido al holocausto era el germen y la justificación de la posi­ble tragedia ... lHabían hablado, alguna vez, de belle­za masculina? Porque la belleza -según los griegos­siempre era varonil. Y Firbank citó a W alter Pa­ter. Y la palabra varonil -proseguían- lno linda­ba, no tenía algún oculto parentesco con sangre? La sangre había sido, muchas veces, prueba de virilidad real, de nacimiento del muchacho al hombre ... Habían oído de ciertas pruebas iniciá­ticas, entre remotas tribus del Africa ...

La cena se acercaba a su conclusión, cuando Antonio de Hoyos pidió más vino. La conversa­ción giraba aún sobre el tema de la sangre y de la belleza -hermanastras, sugirió Ronald- cuan­do Antonio iluminó su sonrisa al ver entrar al mostrador previo de la taberna, a un grupo de jóvenes muy reidores, que pidieron chatos de tinto ... Al ser preguntado por su amigo -al re­querir por la sonrisa- Hoyos le contó que se tra­taba de un grupo de maletillas conocidos suyos, a los que daba dinero alguna vez, para alentarles -dijo- en sus deseos de llegar a toreros ... Leshizo un gesto y se acercaron. Eran tres, más un cuarto que le presentaron como nuevo.

-Este chico acaba de llegar de Sanlúcar, DonAntonio ... Pero conoce las dehesas, y le han ense­ñao varios «maestros» ...

El muchacho -Serafín- se quitó la gorrilla de cuadros que llevaba y que liberó una mata de largo y dúctil pelo negro. Era moreno, y parecía reservado o tímido. Antonio hizo algunas bro­mas, presentó globalmente a Ronald -un inglés andaluz- y luego les dijo que cargaran a su cuenta una nueva ronda de chatos, y que se es­peraran para tomar otra juntos, concluida su ce­na. Los chicos se retiraron con obsequiosas son­risas. Fingían, desde luego, una urbanidad que no tenían: Los modales ante el señorito. Anto­nio sirvió entonces vino a su amigo, mientras le preguntaba -animado, muy animado- si le ape­tecería contemplar una sesión de toreo noctur­no ...

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-¿Toreo nocturno, que es eso?-Toreo de salón, naturalmente. Estos chicos to-

rearán desnudos en mi casa. Con los capotes ro­jos. Arte, un arte puro ...

Entonces Ronald agregó, llevándose el vaso a los labios:

-Toreo, ¿sin sangre?, without blood?Antonio no contestó al tema. Sino que, mi­

rando a los muchachos que charlaban en voz al­ta, dijo de improviso que aquel chico nuevo, Se­rafín, tenía aire de guerrero, un guerrero espar­tano que había visto en París en algún lienzo ... Hacía esfuerzos por recordar el nombre sin con­seguirlo. Un joven espartano con una espada ...

Le miraron ambos. Serafín era un chico de unos dieciocho años en quien vivía una singular mezcla de ángel y luchador. Unos rasgos clási­cos y muy oscuros, aquel abundoso pelo negro, los ojos grandes, y el cuello ancho y recio, soste­niendo la tez imberbe, producía esa combina­ción entre la fuerza y la dulzura. Sí, el color de los ojos parcía violeta, como de lilas, pero las manos morenas y grandes, de clara raíz campesi­na, eran pletóricas de energía: Como ríos sola­res. Antonio hizo que los maletillas acudieran a la mesa, y pidió otra botella de Arganda. Los muchachos estaban contentos, y por la sonrisa del nuevo cabría comprender que ya le habían hablado de la generosidad del señorito. (El los

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llamaba de tú, y ellos de usted, y Don Antonio). Hablaron de toros, como es natural. Y del valor. Los chicos se calentaban: Sin valor no había to­reo. Era lo esencial de la fiesta. Lo más grande, dijo alguno con acento de Sevilla. Y Hoyos agre­gó:

-Y tú, Serafín, üú tienes valor?-Mié usté si tengo ...Y se abrió la camisa para enseñar una cicatriz

que le corría del hombro hacia la axila, frondosa de oscuros vellos. Pero el pecho era formado y liso. La herida no habría sido profunda, aunque sí en mal sitio. Se la hizo un toro bravo en una finca, de noche, por los campos de Carmona ...

Ronald pidió entonces que le contase al chico lo del guerrero espartano ... Sí -añadió- porque a mí me recuerda otra pintura; pero creo que la he visto en Nápoles, no en París ... Unas piernas fuertes en luz de bodega, como un aguador, un cuadro del Guercino ... Los chicos se quedaron mirando. No entendían bien si hablaban de sol­dados o de negocios. Y Antonio narró que Se­rafín le recordaba a un guerrero griego visto en un cuadro, un joven fuerte y dorado por el sol, que sostenía en la mano una espada. Y los es­partanos -agregó- tenían fama, entre los grie­gos, de ser los más valerosos, los más valientes ... Serafín, que había estado apocado o tímido, co­menzó a relajarse, y esbozó, una franca sonrisa de agrado. Los muchachos comenzaron enton­ces casi a coro, a relatar lances apurados que les habían acontecido con las reses: Pases filosos, revolcones, rasguños... Para ese momento, ca­minando, el grupo todo salía ya de la taberna, entre las zalemas de la patrona al señorito mar­qués, que había pagado la cuenta por todo lo al­to. No mucho más lejos, entre la luz de los faro­les, y el calorcillo estival (con el griterío de los populares vecinos, tomando la fresca en los bal­cones, o incluso directamente en la calle, con abanicos y botijos que trasudaban anís) vieron el rótulo de otra taberna y entraron. Antonio pagó por adelantado dos rondas, y en un aparte le hi­zo saber a Ronald -decididamente alegre por el mucho morapio- su intención: Pedir a Serafín que fuera con ellos, y someterle, como a los gla­diadores, de acuerdo los dos, a una prueba, a una prueba física de valor. Firbank sonrió com­placido (pues, al fin, contestaba a su anterior pregunta) y con las pulsaciones del corazón vi­brantemente aceleradas. Entonces Hoyos se acercó al muchacho, y le bisbeó unas palabras al oído. Los otros, al percatarse, sonrieron y siguie­ron bebiendo. El que más había hablado, se ade­lantó con voz querendona y simpática:

-Don Antonio, déjenos pagada otra rondita an­tes de irse ...

Y Hoyos, ofreciendo unos cigarrillos aromáti­cos, puso unas cuantas monedas más sobre el húmedo níquel del mostrador. Serafín se había vuelto a quedar silencioso, un algo cabizbajo. Sabía que el señorito era generoso (se lo habían contado, por supuesto) y podía imaginarse lo

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que buscaba. El inglés no debía ser distinto. Y la salida del trío, hacia un coche de punto, fue aclamada con muestras de agradecimiento, au­gurios de fortuna, ansias de nuevos encuentros, gozosa complicidad, y un más' sibilante, hasta luego, pimpollo, que uno de los chicos le dirigió sonriente y a propósito amanerado a Serafín, el último en salir, mientras este levantaba un ta­cón de su bota hacia lo alto, como quien -son­riendo también- le hiciera un corte de mangas con la pierna, al compañero levemente envidio­so ...

Era ya cerca de la una cuando llegaron al ca­són familiar de Antonio de Hoyos, en una calle silenciosa y pequeña cerca a Miguel Angel. Dentro de la gran casa, Antonio se había hecho acondicionar cuatro o cinco piezas para su uso: Saturadas de objetos, lámparas y búcaros -espe­cialmente dos salones que se comunicaban­ofrecían un aspecto suntuoso y excesivo, con mucho dorado y seda cruda (en las paredes) y unas grandes palmatorias de iglesia sobre las que había, en lugar de velas, apiñadas varillas de sándalo ... El abarrocado conjunto estaba presidi­do, a un extremo, por un gran retrato del anfi­trión, vestido con uniforme de cadete en un ám­bito escurialense o principesco; y al opuesto, por un cuadro de tardío manierismo, en que un fle­chado San Sebastián muriente, mira al cielo con mueca que mezcla la voluptuosidad y el ho­rror ... Mientras Ronald observaba con el mo­nóculo algún detalle -aunque ya había estado en la casa- Antonio le mostraba el lienzo al to­rerillo preguntándole, con simpatía, si a ese mu­chacho lo juzgaría «valiente» ...

-Bueno, señorito, en un santo, no es lo mis­mo ...

Antonio les rogó que se sentaran, y dijo que acudiría él mismo a la cocina en busca de alguna bebida fresca, por no despertar a ningún criado a aquellas horas. Serafín, aunque impresionado por el espectáculo ostentoso de la mansión, y por ello levemente envarado, parecía ir sintién­dose nuevamente más cómodo. Pidió permiso para quitarse la chaquetilla que llevaba y el pe­queño pañuelo al cuello, y quedó, al sentarse, con una camisa blanca, vieja pero limpia, am­pliamente abierta. Unas copas que ostentaban finos racimos tallados, acogieron el exacto color de una naranjada fría. Ronald tomó una licorera de coñac, y echó en su copa. El muchacho hizo lo propio. Mientras bebían Antonio se cercioró con gusto de la cordial sonrisa del chico.

-Serafín -le dijo- ¿ tú has oído hablar de losgladiadores romanos?

La voz paposa y grave, alta incluso, sonaba co­mo la de un emperador a punto de dar una or­den ineluctable.

-Serán como esos guerreros, que decía usté an­tes ...

Ronald tomó la palabra -achispado y feliz co­mo estaba, y con su fuerte acento extranjero: Sí, los gladiadores -contó- eran también guerre-

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ros, pero de muy especial valor. Guerreros que hacían de su valentía una profesión. Y le estalló una comparación feliz: Eran los toreros de la an­tigüedad. (A Serafín le gustó y esbozó otra son­risa). Claro que -prosiguió el inglés- tenían que poseer dos condiciones para ser admitidos a la asamblea de su profesión: Ser aprobados por un artista, y resistir, sin palabra ni quejas, una herida ...

Antonio miró que lo que charlara con Ronald, antes de la última propuesta al maletilla, había caído en terreno abonado. Ronald cumplía per­fectamente el papel que ambos se habían sugeri­do y distribuido. El muchacho los miraba atento y semejaba tranquilo. Antonio tomó entonces el hilo del relato. Te extrañará lo de la «aprobación· de un artista» -empezó- pero nada hay de raro. De alguna manera, en el toreo de hoy se hace lo propio. lEs imaginable un torero desgarbado o patizambo? (Serafín se reía). No. Un cuerpo be­llo es necesario para embellecer el arte. (Perora­ba Antonio como un conferenciante popular). Un arte que es belleza, requiere también un so­porte bello ... Y si el toro hunde el pitón en el to-

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rero, es la belleza de su cuerpo herido lo que su­blima y enaltece esa muerte ... a los gladiadores les ocurría lo mismo. Y por eso necesitaban la aprobación de un artista -de alguien que juzga­ra la belleza- y luego peleaban desnudos ...

Antonio bebió un largo trago de naranjada, y sin transición, pero suavemente, le dijo a Se­rafin que se desnudara. El chico no se sorpren­dió, y hasta se diría que deseaba hacerlo: ¿Aquí? -preguntó.

-Sí, sí... Puedes dejar tus ropas en aquel sillónde atrás.

Se apartó ligeramente, y en apenas unos se­gundos -muy rápido como quien ya supiera­avanzó hacia los dos jóvenes desnudo, absoluta­mente desnudo. Las luces tibias del salón au­mentaban el matiz moreno y dorado de aquella piel lisa, y el brillo como metálico de los múscu­los, avezados al ejercicio. Bajo una mata de vello negro (abundante como el de las axilas) el sexo se deslizaba hacia abajo, exacto y grande. Fir­bank y Hoyos iniciaron una lenta mirada apro­batoria. El chico no fue ajeno al examen y se sintió seguro: Comprobó que superaba la prue-

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ba del arte. Le hicieron contraer los músculos -pectorales, bíceps, surales- y moverse, comoen el paseíllo, y tumbarse luego en un diván,cual si estuviese dormido, o herido o muerto:Variando la curva de los brazos y de las piernas.Serafín, cada vez más tranquilo y seguro de sí,ufano podría decirse de su desnudez, les oía ha­blar de arte. Hablaban de pintura, y decían nom­bres italianos, que a él no le sonaban ... Más tar­de Antonio fue a buscar un capote, y le pidióque hiciera unos lances. Serafín se dejó ir por supropio placer, y sobreactuó las suertes, alargan­do el cuerpo, o contorsionándolo como en quie­bros de perfecto escorzo, sin dejar, alguna queotra ocasión, de protegerse o recogerse el sexocon la mano extendida ... Oyó varios iolé!, muydecididos. Pensó en su pueblo, y en el orgullo ygracia que tendrían de saberle un gladiador ro­mano. Pero tampoco olvidó la mentada genero­sidad del marqués. Sabía que al filo del alba ten­dría unos cuantos billetes.

Cuando al fin tiró el capote, y mientras respi­raba acelerado y sentado bebiendo un vaso de refresco, vio cómo Antonio se acercaba a él son­riente. Ese era sin duda el momento, y sabía que diría que sí. Casi todos sus amigos conocían el trance. Se sopló el pelo que le caía a los ojos, y se llevó la mano al sexo, esta vez, agarrarídolo, un tanto contundente. Notó los ojos del inglés, como el humo de una plegaria. La frase del jo­ven marqués no fue, sin embargo, la esperada.

-Serías un magnifico gladiador ... Pero iestaríasdispuesto también a la prueba de valor, a la mis­ma que les hacían a los gladiadores?

Mientras oía la pregunta, Serafín sintió que tres dedos levemente húmedos le recorrían el pecho, y pensó -aunque no por el tacto- en una espada. Como ya estaba dispuesto a decir un sí, lo expresó en voz alta con un gesto que quería ser sonrisa. Mientras el noble retiraba los dedos, oyó su timbre gangoso. Estaba serio:

-Esa prueba era una herida. Una leve herida de· cuchillo que el luchador debía aceptar sin queja,sin inmutarse ...

Serafín miró como extrañado a sus compañe­ros. Probablemente le pasaron por la cabeza va­rias ideas confusas. Presentía algo raro, aunqueno les había acompañado para eso. El corazón sele aceleró, ciertamente, y tuvo miedo. Una suer­te de miedo nocturno a lo desconocido. Pero sepuso de pie, y dijo que estaba dispuesto a esaprueba. En realidad -pensó también- los lancescamperos con los bichos le ponían en riesgosmucho peores ... Firbank y Hoyos se contempla­ron seriamente asimismo. Serafín tuvo el con­vencimiento de que estaban borrachos. En esemomento Antonio salió, casi de repente, de lasala, como deslizándose para no hacer ruido, yvolvió enseguida con un cuchillo en la mano:Un puñal de acero con la hoja muy brillante, yun mango negro con incrustaciones blancas queformaban volutas ... Explicó que se trataba de unarma florentina del siglo XVII. Serafín, en silen-

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cio, miró hacia abajo y se contempló desnudo: Solo en ese instante, aunque Ronald, el rubio, le hubiera mirado insistentemente. El marqués volvió a preguntarle -en tono muy amable, y ca­si en voz baja- que si estaba dispuesto. El chico -para darse ánimos- contestó con un sí alto yrotundo. Antonio entonces, visiblemente emo­cionado, se acercó más, y le frotó con la manoun hombro. Sintió la piel oscura y lisa. Pensó enla palabra jazmín, al mismo tiempo que, casisubconscientemente hacía entrar los dedos en­tre el vello negro de la axila, mientras el mucha­cho despegaba levemente el brazo del costado,como para facilitar la operación. De pronto, elmarqués se detuvo:

-Temo que no resistas, querido Serafín ... Setrata de una herida pequeña, pero debe haber san­gre ... y te veo tan débil, tan frágil ...

La voz era a cada momento más susurrante y trémula. La del chico siguió sin aminorarse. Era incluso más fuerte, más viril, más bronca:

-Haga lo que sea ... Yo aguanto. Se lo dije ya,he probado que soy un hombre; haga lo que sea ...

Y miró hacia el hombro con la cicatriz (una herida poco profunda) que era el opuesto al que Antonio de Hoyos tentara antes. Firbank calla­ba. El corazón le latía asimismo muy fuerte, cuando vio cómo Antonio tomaba el puñal, y apretando con una mano el hombro del mucha­cho, clavaba levemente la punta de pulido acero, con la otra. A Serafín se le crispó el rostro, y apretó los labios, pero no dejó escapar el más li­gero quejido. La incisión Gusto en la curvatura del hombro) manaba sangre ...

-Bien Serafín -expresó Antonio, casi jadean­do- demuestras ser un verdadero guerrero, un bravo de casta, un hombre apto para defender a sus hijos ... Pero la prueba no ha acabado aún ... ¿quieres que siga?

La sangre chorreaba ya -lenta- por el brazo y la axila. Pero el rostro de Serafín, iluminado, embellecido por una rara luz interior, había pa­sado del temor al orgullo, de una cierta zozobra, a la seguridad.

-Siga -respondió contundente. Y como si al­go hubiera cambiado, no tuvo rubor en compo­ner su figura, erguir más el pecho, estirar los músculos de las piernas, respirar hondo, y con una mano agarrarse el sexo -no para ocultarlo, quizá para afirmarlo- pues había comenzado a endurecerse ... Ronald se aproximó, con la mira­da hirviente. Y Antonio, jadeando, juntó más su cuerpo, mientras una mano tornaba a apretar el hombro, y la otra, con el puñal, continuaba el rasguño hacia abajo, hacia la axila ... Apenas un leve rictus en la embellecida cara del chico de­notó que el acero rasgaba, no honda, pero sí cla­ramente la carne: La sangre aumentó su flujo. El corte no sería más largo que un dedo índice, entre la lisura externa del hombro, y el velludo inicio del sobaco: No más de un dedo. Parecía mucha la sangre, y Antonio dejó caer el puñal al

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Los Cuadernos Inéditos

suelo. Serafín seguía recio e inmóvil, sujetándo­se el sexo, y quizá el ruido del arma al caer pro­vocó el movimiento. El joven marqués extraña­mente excitado, y como en otro jadeo profundo y débil, llevó sus labios a la herida, y tras besar­le empezó a limpiar la sangre. A chuparla, como u� perro. Luego agachándose un algo -Serafínno se movía- corrió la lengua hasta la axila, y laenzarzó en el vello: Recogía la sangre y la besa­ba. Ronald, al punto, comenzó a hacer lo mismopor detrás, por el otro lado del hombro. Ambosprofundamente turbados y como ciegos, como sinada existiera. Limpiando la sangre que traga­ban, y besando aquella carne, valiente, cálida ylisa. El silencio era absoluto, y se oía tan sólo ellengüeteo, un murmullo. No se dieron cuentaasí, que el muchacho había comenzado a mas­turbarse. Eran todavía movimientos muy lentos.Se percataron cuando los ritmos se aceleraban, yle vieron resoplar y sonreír. Pero no se atrevie­ron a decir nada, ni a cambiar de postura. Lasangre salía más lentamente. Y el semen -en unjadeo rápido y final- se perdió sobre la alfom­bra ... Sólo entonces Antonio se atrevió ya a mo­verse y buscó más luz. Encendió la lámpara. Fir­bank fue a buscar toallas al baño, y volvió conuna palangana, alcohol y vendas. Tenían roja laboca, oscura. Pero la herida estaba casi limpia.Serafín se echó sobre el sillón, contento, y sedejó dar el alcohol sin quejarse tampoco, perocon pequeños bufidos: Volvía a parecer, no unguerrero, sino casi un niño.

-Eres muy valiente, Serafín -le dijo Ronald­serías un gladiador perfecto... Tienes valor y belleza ...

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Y sonrió al decirlo, porque el chico también sonreía.

_¿y qué, servía o no servía? Le salía una voz infantil ciertamente.

-Serás un gran matador ... sin duda. Y las mu­jeres se pegarán por ti; como las cortesanas por los gladiadores romanos, ya verás, estoy seguro ...

La voz atonal de Antonio, aunque con preten­dida intrascendencia, sonaba todavía emociona­da. Una mano ataba la venda al chico. La sangre empieza a espesarse. Y al abrir una cortina, Fir­bank notó que comenzaba a clarear. Sintió una especie de raro mareo. Como el vértigo que ha­bía tenido en una mastaba, en Egipto.

Mientras el chico se vestía, Antonio le puso unos billetes en un bolsillo de la chaquetilla, y se lo dijo. Y mientras Serafín, sonriente, salía hacia la puerta, con aire ufano como si nada hu­biera ocurrido, pero llevándose la mano al hom­bro, tras meter la oscura melena en la gorrilla, Antonio le decía que esperaba volverlo pronto a ver como a los buenos amigos, y que si quería

' ' algo no dudara en decírselo. Ah -agrego como

al desgaire, ya en el zaguán- si alguien te pregun­ta di que te has pegado con unos sir/eros, di que has tenido una bronca, y que ha sido por defender­nos... Que te has pegado con unos macarras ...

Firbank miró la blanca, la cetrina luna del amanecer, y oyó el suave acento sureño y juve­nil del chico, con su taconeo al andar.

-A mandar, señorito...

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