Cantico de la carta a los Efesion
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CÁNTICO DE LA CARTA A LOS EFESIOS
(1,3-10) El Dios salvador
3Bendito sea Dios,
Padre de nuestro Señor Jesucristo,
que nos ha bendecido en la persona de Cristo
con toda clase de bienes espirituales y celestiales.
4Él nos eligió en la persona de Cristo,
antes de crear el mundo,
para que fuésemos santos
e irreprochables ante él por el amor.
5Él nos ha destinado en la persona de Cristo,
por pura iniciativa suya,
a ser sus hijos, 6para que la gloria de su gracia,
que tan generosamente nos ha concedido
en su querido Hijo,
redunde en alabanza suya.
7Por este Hijo, por su sangre,
hemos recibido la redención,
el perdón de los pecados. 8El tesoro de su gracia, sabiduría y prudencia
ha sido un derroche para con nosotros, 9dándonos a conocer el misterio de su voluntad.
Este es el plan
que había proyectado 10
realizar por Cristo
cuando llegase el momento culminante:
recapitular en Cristo todas las cosas
del cielo y de la tierra.
COMENTARIO AL CÁNTICO DE LA CARTA A LOS EFESIOS
Inmediatamente empieza Pablo su carta con un himno al plan divino de salvación. Y esta
obligada alabanza de Dios nos da qué pensar. María entonó su Magníficat, y lo
comprendemos; Zacarías cantó su Benedictus, y sabemos por qué. Pero aquí no hay ningún
pretexto visible para este himno de alabanza con que empieza nuestra carta. Todo lo
contrario: Pablo escribe en calidad de prisionero. Reflexionemos sobre lo que esto
significa: prescindiendo de todas las privaciones exteriores, con el impulso del Redentor en
el corazón, con el encargo divino de llevar el Evangelio a todo el mundo, con la
preocupación por todas las iglesias que de él necesitan, Pablo está allí detenido día tras día
y año tras año, encajonado entre cuatro irritantes paredes que lo circundan. Y en medio de
este dolor y, humanamente hablando, del fondo de la oscuridad se levanta este canto de
acción de gracias a Dios. Ciertamente, le basta el pretexto de una carta a una comunidad
lejana y desconocida, le basta el recuerdo de una fe común, para que su alma se desborde
en acción de gracias y en alegría radiante. Así es el cristiano Pablo, y así se presenta ante
sus cristianos: desbordante de alegría en la fe y de gratitud. Pero esto no es más que el
comienzo de aquella plenitud, de aquella indestructible alegría en la fe, que, descollando de
la más simple monotonía y surgiendo lozana de en medio de las tribulaciones, nos aporta el
testimonio deslumbrante de que nuestro cristianismo es un «mensaje alegre», no sólo en el
nombre, sino en la realidad misma.
«Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo». En sí cabría justificar aquí la
alusión, en la alabanza, a Dios creador. Muy poderosas razones habría para ello. Pero para
Pablo retrocede el Dios creador para dar paso al Dios de la revelación, «el Dios y Padre de
nuestro Señor Jesucristo». ¡Qué nombre de Dios! En el Antiguo Testamento, Dios se llamó
a sí mismo y quiso ser llamado «el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob». Ya este título
era una vibrante confesión de fe. Pascal narra cómo en una venturosa noche pascual se le
reveló por primera vez la profundidad y la alegría que llevaba consigo este nombre: «el
Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob». Ello quiere decir que Dios no es el lejano y frío
Dios de los filósofos, sino el Dios de la historia, que desde una infinita lejanía se inclina
sobre los hombres y que en un determinado momento de la historia, en un determinado
lugar de nuestra tierra escoge a los hombres como amigos, hombres cuyos nombres
conocemos: Abraham, Isaac y Jacob. Y en consecuencia este Dios, en una movida historia
de casi un milenio y medio, se ha ido siempre compadeciendo de su pueblo, a pesar de
tanta infidelidad, de tanta apostasía y de tanta traición, en atención a aquellos antepasados,
sus amigos. Necesitamos conocer este trasfondo para valorar lo que para el judío Pablo
significa nombrar a Dios, no ya el Dios de Abraham, Isaac y Jacob, sino «el Dios y Padre
de nuestro Señor Jesucristo». Es la suma de todo el cristianismo: Jesucristo
es nuestro Señor, nos pertenece. En Él podemos llamar «Padre nuestro» a Dios, en un
sentido nuevo sin precedentes.
«Que nos ha bendecido en la persona de Cristo con toda clase de bienes espirituales y
celestiales». Así resume Pablo el contenido total del don con que Dios nos ha agraciado.
Pablo llama a la bendición de Dios una bendición «espiritual». Esta palabra lleva siempre
consigo, en san Pablo, una actuación del Espíritu Santo, ligada a su presencia personal en
nosotros. Y así tenemos en esta breve fórmula de nuestra salvación una alusión a las tres
personas de la Santísima Trinidad: el Padre nos bendice con toda bendición, al darnos su
Espíritu Santo, por medio de Cristo Jesús.
«Él nos eligió en la persona de Cristo, antes de crear el mundo...». ¿Quién de nosotros
piensa en estaelección desde la eternidad? Para Pablo es el pensamiento que más le
estimula: desde la eternidad yo, cristiano, fui objeto de un amor divino. Ni pensar siquiera
en algún mérito previo por nuestra parte. Aquí reside la pura liberalidad de Dios; y para
poderme amar a mí, no sólo como criatura, sino como hijo, con amor paterno, me ha
elegido desde la eternidad «en Cristo Jesús». Esto quiere decir: desde siempre mi
vinculación al pensamiento divino pasaba por Cristo Jesús y sólo por esta unión con Cristo
pude ser digno del amor del Padre.
Esta elección tiene un fin próximo y un fin último. El fin próximo es una verdadera vida
cristiana en este mundo. Con tajante brevedad es definido así por Pablo: «para ser santos e
inmaculados o irreprochables ante él». «Santo» significa separado de todo lo profano, y
consagrado definitivamente al servicio de Dios. Y precisamente por esta definitiva
pertenencia a Dios, esta vida tiene que ser «irreprochable»; e irreprochable «ante Él», o
sea: no sólo con conciencia de su presencia, sino con la pureza moral que solamente es tal
a los ojos del Dios tres veces santo.
Pero ¿no quiere esto decir que en la presencia de Dios ni los mismos ángeles son puros?
¿No es acaso una exigencia extrahumana? Sí, extrahumana; es «cristiana». ¿O hemos
olvidado ya aquello de que hemos sido escogidos a tan alta santidad «en él», en Cristo? En
una palabra, «inmaculados o irreprochables», no en virtud de nuestras posibilidades
naturales, sino como la «nueva criatura», que está íntimamente ligada con Cristo, que «se
ha vestido de Cristo», que vive de la vida de Cristo y por eso vive la vida de Cristo. ¿Cómo
no iba a ser santa e inmaculada aun a los ojos de Dios esta vida de Cristo en nosotros y
apropiada por nosotros? Cristo hace nuestra su propia santidad (1 Cor 1,30). ¿Cómo no iba
a mirar el Padre con infinita complacencia a un ser humano, que se presenta a Él, vestido
con la santidad de su Hijo?
Ciertamente la moralidad de esta vida de Cristo en nosotros queda siempre
desgraciadamente imperfecta. Pero el mismo esfuerzo por la perfección cristiana, por muy
necesario que sea, es de importancia relativamente mínima, comparado con lo que Dios
obra en nosotros: «Cristo en nosotros». Cristo en nosotros: éste es el objeto propio de la
complacencia divina, aun antes que pudiéramos pensar en las consecuencias éticas que de
ahí se derivan.
¿Son muchas estas consecuencias? Sí y no. Según Pablo hay una por todas, el
amor: «santos e irreprochables ante él por el amor». En esta breve fórmula de vida
cristiana aparece el amor en toda su imponente y solitaria grandeza. No es una virtud entre
tantas. Es la esencia de todas ellas; es toda la ley, y sin él el resto no vale nada (1 Cor 13,1-
3), y con él aun la nada se torna valiosa a los ojos de Dios; pues es amor derivado de su
amor, del amor de aquel que es el amor.
«Él nos ha destinado (nos predestinó) en la persona de Cristo, por pura iniciativa suya, a
ser sus hijos...». Pablo confirma lo que ya ha dicho, repite la verdad fundamental de
nuestra elección en Cristo, pero lo hace desde una nueva perspectiva, y nos da con ello otra
vez un concepto esencial de la existencia cristiana. De una manera más libre repite lo
anterior: «Nos predestinó a ser hijos suyos adoptivos». En esa expresión «suyos» («hijos
suyos») podemos rastrear algo del origen personal de nuestra nueva filiación: Dios nos
quiere poseer como hijos suyos, como si en ello tuviera alguna ganancia su corazón
paternal.
Y de nuevo, lo decisivo: «en la persona de Cristo». No se trata de una filiación en sentido
traslaticio, como si fuéramos recogidos por compasión entre las inmundicias de la calle y
llamados hijos sin serlo en realidad. No, somos hijos de Dios con toda verdad,
precisamente porque lo somos «en y por Jesucristo». O sea: no sólo porque Cristo, con su
redención, nos haya hecho dignos de Dios; sino porque él mismo, el Hijo, habita en
nosotros por medio de un vínculo vital misterioso y nos asume a todos nosotros para ser,
juntamente con Él, uno solo (Gal 3,28), «hijos en el Hijo», según la expresión de los padres
de la Iglesia.
«Por pura iniciativa suya...» o «según el beneplácito de su voluntad». Como antes la
palabra «eligió», así ahora la expresión «predestinó» quiere decir que de todo esto Dios
solo es la fuente. Es éste un pensamiento que obsesiona a Pablo más que ningún otro. Está
constantemente acentuándolo, hasta hacer expresamente este subrayado: «según el
beneplácito de su voluntad» o «según el benévolo designio de su voluntad» (la expresión
griega incluye ambas cosas: el beneplácito y la consiguiente voluntad y decisión, pero
siempre un beneplácito derivado del puro favor y gracia). Pablo sigue subrayando: la
gracia de Dios, soberanamente libre, es el único fundamento de nuestra elección y de
nuestra predestinación, de nuestra santidad en Cristo y de nuestra filiación en él.
«Para que la gloria de su gracia... redunde en alabanza suya». Dios no es solamente la
fuente primordial de su actuación gratuita, sino también el fin último de esta actuación.
Dos veces más todavía subrayará Pablo en el mismo himno (vv. 12 y 14) este pensamiento.
En ninguna otra parte del NT se expresa tan claro y en tres lugares tan cercanos, que Dios
actúa para gloria suya. Él da a conocer, a través de la donación, su propia gloria y, sobre
todo a las criaturas espiritualmente dotadas, el esplendor de su gracia. En esta notificación,
en esta comunicación de sus bienes consiste ya la propia glorificación de Dios. Ahora bien,
el hecho de que las criaturas agraciadas y favorecidas respondan a ello con reconocimiento,
con el reconocimiento que corresponde a su ser, significa, concretamente en el caso del
hombre, corresponder con alabanza de gratitud, salida del corazón, y con una vida que se
ajuste a esta gratitud y no la desmienta, sino que sea profunda, auténtica y verdadera. Esto
es lo que se llama la «gloria extrínseca» de Dios, porque no puede aumentar la gloria
intrínseca infinita de Dios. Sin embargo, Dios no puede renunciar a esta gloria, porque así
lo exige la íntima naturaleza de sus criaturas. Esto es lo que significa: Dios crea y actúa
para su gloria.
«Para que la gloria de su gracia, que tan generosamente nos ha concedido en su querido
Hijo...». Otra vez Cristo está en el centro. Toda la gracia del Padre nos ha venido por su
Hijo. No solamente en el Hijo, porque es el único mediador, el portador de la gracia, sino
en un sentido profundamente más venturoso, porque realmente Cristo mismo es la gracia
en persona. Porque la gracia, de la que aquí se trata, no es otra cosa que «Cristo en
nosotros». Pero aquí aparece como única excepción la expresión en su querido Hijo en
lugar de la corriente «en Cristo». Detrás de esto se esconde un doble pensamiento paulino:
con respecto a Dios y con relación a nosotros.
Con respecto a Dios se subraya el alto precio del favor que, humanamente hablando, nos
ha concedido. Este favor le ha costado nada menos que su propio Hijo, en el sentido de
aquel versículo de san Juan, tan repetido pero tan poco seriamente tomado: «Tanto amó
Dios al mundo, que le entregó a su unigénito Hijo» (Jn 3,16); y lo entregó a manos
humanas, que lo clavaron en la cruz.
Con relación a nosotros esta expresión significa sencillamente lo que ya repetidas veces
nos ha dicho: en Él como en el único Amado somos también nosotros -por nuestra
misteriosa vinculación con Él- objeto del infinito beneplácito de Dios, el Padre que ya en
nosotros no ve sino los rasgos de su amado Hijo. ¡Cuánta confianza debe alentar en un
cristiano que se sabe amado con el amor del Padre a su propio Hijo!
«Por este Hijo, por su sangre, hemos recibido la redención, el perdón de los pecados. El
tesoro de su gracia...». ¿Y nuestros pecados? ¿Quedan ahogados en este mar de gracia y
amor? Sí, pero no como si no fueran tomados en serio; muy al contrario, son considerados
con trágica seriedad: «... por su sangre hemos recibido la redención». ¡Sangre! Estamos
demasiado acostumbrados a hablar y a oír hablar de la sangre de Cristo. La sangre, cuando
realmente fluye, estremece profundamente a todo el hombre. Derramarse la sangre es como
derramarse la vida. Tenemos que aprender a tomar totalmente en serio la sangre de Cristo.
Aquí está toda la realidad de la muerte en cruz de nuestro Señor. Tan cruel debe parecernos
a nosotros como realmente lo fue para aquellas santas personas que estaban al pie de la
cruz y para las que el gotear de esta sangre era como un martilleo estremecedor en el alma.
«...dándonos a conocer el misterio de su voluntad. Este es el plan que había proyectado
realizar por Cristo cuando llegase el momento culminante: recapitular en Cristo todas las
cosas del cielo y de la tierra». Éste es el nuevo favor, añadido a los ya enumerados: Dios
nos ha consagrado a nosotros, sus hijos, en el misterio de su voluntad. Tenemos que saber
en qué maravilloso plan divino de salvación ha de participar nuestra pequeña vida. No
podemos entrar en las particularidades de estos versículos tan densos, siendo así que hay
en ellos bastante oscuridad en todos los aspectos. Pero los puntos capitales son éstos: Pablo
vuelve sobre los tres pensamientos que han dominado hasta ahora en el himno: 1.º el plan
de salvación tiene como punto de partida la sola voluntad gratuita de Dios; 2.º ha sido
preparado desde la eternidad; esta idea se expresa cuando se dice que Dios «predestina»
algo, o mejor: se propone un designio; pero sobre todo 3.º Cristo es también aquí el medio:
«en él» ha planificado Dios, «en él» realizará su plan. Y con esto apunta «la plenitud de los
tiempos». «Plenitud de los tiempos», «el momento culminante», no es aquí propiamente la
venida de Cristo, «cuando se cumplió el tiempo» (Gal 4,4), sino preferentemente todo el
acontecer definitivo desde la primera venida de Cristo hasta su retorno en gloria. No
solamente comienzo, sino realización y prosecución de los últimos tiempos.
En estos tiempos Dios proseguirá su objetivo de «recapitular en Cristo todas las cosas».
El verbo griego, en sentido estricto, sólo significa «recapitular», pero en una carta como la
nuestra, cuyo mensaje específico es Cristo como cabeza de su Iglesia y como cabeza de
toda la creación, es lógico suponer que Pablo escogió esta palabra y le dio un nuevo
sentido, ya que no podría sustraerse a las implicaciones de la palabra «cabeza» incluida en
el mismo verbo «recapitular». Lo que Pablo intenta decir con esto, lo veremos en los vv.
22.23 de este mismo capítulo: «Sí, todo lo sometió bajo sus pies, y a él lo hizo, por encima
de todo, cabeza de la Iglesia, que es su cuerpo, el complemento de quien llena totalmente
el universo».
Lo que bajo Cristo (cabeza) tiene que reunirse se expresa bíblicamente así: «todas las cosas
del cielo y de la tierra», o más brevemente: todo, el todo. En la carta a los Colosenses
destaca más vivamente esta verdad cuando se dice de Cristo: «Todo fue creado por y para
él..., y todo se mantiene en él» (1,16-17). Éste es también el misterio de la voluntad de
Dios, su plan eterno: Cristo tiene que ser la cabeza de todo. Tiene que darle sentido y
existencia, unidad y cohesión.
Dios nos ha comunicado este misterio suyo, y esto es para Pablo una gracia, que se coloca
en primera línea con la predestinación eterna, con la filiación divina, con la redención y el
perdón de los pecados. Con este conocimiento del sentido del mundo, Dios nos ha dado
su «sabiduría e inteligencia o prudencia». Sabiduría, con la que se aclaran todas las cosas
en su sentido profundo; e inteligencia o prudencia, que descubre el recto camino de la vida.
Tenemos que cooperar con la gran obra de Dios. Y del pequeño mundo de nuestra vida, del
pequeño reino de nuestra alma y de todo lo que allí acontece, hemos de hacer un trasunto
de lo que debe ser el gran mundo: dejemos que Cristo sea en nuestro pequeño mundo la
cabeza vitalizadora de todo, que dé sentido a todo, que lo encauce todo y que sea el vínculo
que a todo le dé cohesión.
[Extraído de Max Zerwick, Carta a los Efesios. Barcelona, Ed. Herder, 1975, pp. 20-33]
* * *
CATEQUESIS DE JUAN PABLO II
1. El espléndido himno de «bendición», con el que inicia la carta a los Efesios y que se
proclama todos los lunes en la liturgia de Vísperas, será objeto de una serie de
meditaciones a lo largo de nuestro itinerario. Por ahora nos limitamos a una mirada de
conjunto a este texto solemne y bien estructurado, casi como una majestuosa construcción,
destinada a exaltar la admirable obra de Dios, realizada a nuestro favor en Cristo.
Se comienza con un «antes» que precede al tiempo y a la creación: es la eternidad divina,
en la que ya se pone en marcha un proyecto que nos supera, una «pre-destinación», es
decir, el plan amoroso y gratuito de un destino de salvación y de gloria.
2. En este proyecto trascendente, que abarca la creación y la redención, el cosmos y la
historia humana, Dios se propuso de antemano, «según el beneplácito de su voluntad»,
«recapitular en Cristo todas las cosas», es decir, restablecer en él el orden y el sentido
profundo de todas las realidades, tanto las del cielo como las de la tierra (cf. Ef 1,10).
Ciertamente, él es «cabeza de la Iglesia, que es su cuerpo» (Ef 1,22-23), pero también es el
principio vital de referencia del universo.
Por tanto, el señorío de Cristo se extiende tanto al cosmos como al horizonte más
específico que es la Iglesia. Cristo desempeña una función de «plenitud», de forma que en
él se revela el «misterio» (Ef 1,9) oculto desde los siglos y toda la realidad realiza -en su
orden específico y en su grado- el plan concebido por el Padre desde toda la eternidad.
3. Como veremos más tarde, esta especie de salmo neotestamentario centra su atención
sobre todo en la historia de la salvación, que es expresión y signo vivo de la
«benevolencia» (Ef 1,9), del «beneplácito» (Ef 1,6) y del amor divino.
He aquí, entonces, la exaltación de la «redención por su sangre» derramada en la cruz, «el
perdón de los pecados», la abundante efusión «de la riqueza de su gracia» (Ef 1,7). He aquí
la filiación divina del cristiano (cf. Ef 1,5) y el «conocimiento del misterio de la voluntad»
de Dios (Ef 1,9), mediante la cual se entra en lo íntimo de la misma vida trinitaria.
4. Después de esta mirada de conjunto al himno con el que comienza la carta a los Efesios,
escuchemos ahora a san Juan Crisóstomo, maestro y orador extraordinario, fino intérprete
de la sagrada Escritura, que vivió en el siglo IV y fue también obispo de Constantinopla, en
medio de dificultades de todo tipo, y sometido incluso a la experiencia de un doble
destierro.
En su Primera homilía sobre la carta a los Efesios, comentando este cántico, reflexiona
con gratitud en la «bendición» con que hemos sido bendecidos «en Cristo»: «¿Qué te falta?
Eres inmortal, eres libre, eres hijo, eres justo, eres hermano, eres coheredero, con él reinas,
con él eres glorificado. Te ha sido dado todo y, como está escrito, "¿cómo no nos dará con
él graciosamente todas las cosas?" (Rm 8,32). Tu primicia (cf. 1 Co 15,20.23) es adorada
por los ángeles, por los querubines y por los serafines. Entonces, ¿qué te falta?» (PG 62,
11).
Dios hizo todo esto por nosotros -prosigue el Crisóstomo- «según el beneplácito de su
voluntad». ¿Qué significa esto? Significa que Dios desea apasionadamente y anhela
ardientemente nuestra salvación. «Y ¿por qué nos ama de este modo? ¿Por qué motivo nos
quiere tanto? Únicamente por bondad, pues la "gracia" es propia de la bondad» (ib., 13).
Precisamente por esto -concluye el antiguo Padre de la Iglesia-, san Pablo afirma que todo
se realizó «para que la gloria de su gracia, que tan generosamente nos ha concedido en su
querido hijo, redunde en alabanza suya». En efecto, Dios «no sólo nos ha liberado de
nuestros pecados, sino que también nos ha hecho amables...: ha adornado nuestra alma y la
ha vuelto bella, deseable y amable». Y cuando san Pablo declara que Dios lo ha hecho por
la sangre de su Hijo, san Juan Crisóstomo exclama: «No hay nada más grande que todo
esto: que la sangre de Dios haya sido derramada por nosotros. Más grande que la filiación
adoptiva y que los demás dones es que no haya perdonado ni a su propio Hijo (cf. Rm
8,32). En efecto, es grande que nos hayan sido perdonados nuestros pecados, pero más
grande aún es que eso se haya realizado por la sangre del Señor» (ib., 14).
[Audiencia general del Miércoles 18 de febrero de 2004]
* * *
DIOS SALVADOR
1. Estamos ante el solemne himno de bendición que abre la carta a los Efesios, una página
de gran densidad teológica y espiritual, expresión admirable de la fe y quizá de la liturgia
de la Iglesia de los tiempos apostólicos.
Cuatro veces, en todas las semanas en las que se articula la Liturgia de las Vísperas, se
propone el himno para que el fiel pueda contemplar y gustar este grandioso icono de
Cristo, centro de la espiritualidad y del culto cristiano, pero también principio de unidad y
de sentido del universo y de toda la historia. La bendición se eleva de la humanidad al
Padre que está en los cielos (cf. v. 3), a partir de la obra salvífica del Hijo.
2. Ella inicia en el eterno proyecto divino, que Cristo está llamado a realizar. En este
designio brilla ante todo nuestra elección para ser «santos e irreprochables», no tanto en el
ámbito ritual -como parecerían sugerir estos adjetivos utilizados en el Antiguo Testamento
para el culto sacrificial-, cuanto «por el amor» (cf. v. 4). Por tanto, se trata de una santidad
y de una pureza moral, existencial, interior.
Sin embargo, el Padre tiene en la mente una meta ulterior para nosotros: a través de Cristo
nos destina a acoger el don de la dignidad filial, convirtiéndonos en hijos en el Hijo y en
hermanos de Jesús (cf. Rm 8, 15.23; 9, 4; Ga 4, 5). Este don de la gracia se infunde por
medio de «su querido Hijo», el Unigénito por excelencia (cf. vv. 5-6).
3. Por este camino el Padre obra en nosotros una transformación radical: una liberación
plena del mal, «la redención mediante la sangre» de Cristo, «el perdón de los pecados» a
través del «tesoro de su gracia» (cf. v. 7). La inmolación de Cristo en la cruz, acto supremo
de amor y de solidaridad, irradia sobre nosotros una onda sobreabundante de luz, de
«sabiduría y prudencia» (cf. v. 8). Somos criaturas transfiguradas: cancelado nuestro
pecado, conocemos de modo pleno al Señor. Y al ser el conocimiento, en el lenguaje
bíblico, expresión de amor, nos introduce más profundamente en el «misterio» de la
voluntad divina (cf. v. 9).
4. Un «misterio», o sea, un proyecto trascendente y perfecto, cuyo contenido es un
admirable plan salvífico: «Recapitular en Cristo todas las cosas, del cielo y de la tierra» (v.
10). El texto griego sugiere que Cristo se ha convertido en kefálaion, es decir, es el punto
cardinal, el eje central en el que converge y adquiere sentido todo el ser creado. El mismo
vocablo griego remite a otro, apreciado en las cartas a los Efesios y a losColosenses:
kefalé, «cabeza», que indica la función que cumple Cristo en el cuerpo de la Iglesia.
Ahora la mirada es más amplia y cósmica, además de incluir la dimensión eclesial más
específica de la obra de Cristo. Él ha reconciliado «en sí todas las cosas, pacificando,
mediante la sangre de su cruz, lo que hay en la tierra y en los cielos» (Col 1,20).
5. Concluyamos nuestra reflexión con una oración de alabanza y de acción de gracias por
la redención que Cristo ha obrado en nosotros. Lo hacemos con las palabras de un texto
conservado en un antiguo papiro del siglo IV.
«Nosotros te invocamos, Señor Dios. Tú lo sabes todo, nada se te escapa, Maestro de
verdad. Has creado el universo y velas sobre cada ser. Tú guías por el camino de la verdad
a aquellos que estaban en tinieblas y en sombras de muerte. Tú quieres salvar a todos los
hombres y darles a conocer la verdad. Todos juntos te ofrecemos alabanzas e himnos de
acción de gracias». El orante prosigue: «Nos has redimido, con la sangre preciosa e
inmaculada de tu único Hijo, de todo extravío y de la esclavitud. Nos has liberado del
demonio y nos has concedido gloria y libertad. Estábamos muertos y nos has hecho
renacer, alma y cuerpo, en el Espíritu. Estábamos manchados y nos has purificado. Te
pedimos, pues, Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo: confírmanos en nuestra
vocación, en la adoración y en la fidelidad». La oración concluye con la invocación: «Oh
Señor benévolo, fortalécenos con tu fuerza. Ilumina nuestra alma con tu consuelo...
Concédenos mirar, buscar y contemplar los bienes del cielo y no los de la tierra. Así, por la
fuerza de tu gracia, se dará gloria a la potestad omnipotente, santísima y digna de toda
alabanza, en Cristo Jesús, el Hijo predilecto, con el Espíritu Santo por los siglos de los
siglos. Amén» (A. Hamman, Preghiere dei primi cristiani, Milán 1955, pp. 92-94).
[Audiencia general del Miércoles 13 de octubre de 2004]
* * *
ETAPAS DEL PLAN DE SALVACIÓN
Queridos hermanos y hermanas:
1. Hoy no hemos escuchado un salmo, sino un himno tomado de la carta a los Efesios (cf.
Ef 1,3-14), un himno que se repite en la liturgia de las Vísperas de cada una de las cuatro
semanas. Este himno es una oración de bendición dirigida a Dios Padre. Su desarrollo
delinea las diversas etapas del plan de salvación que se realiza a través de la obra de Cristo.
En el centro de la bendición resuena el vocablo griego mysterion, un término asociado
habitualmente a los verbos de revelación («revelar», «conocer», «manifestar»). En efecto,
este es el gran proyecto secreto que el Padre había conservado en sí mismo desde la
eternidad (cf. v. 9), y que decidió actuar y revelar «en la plenitud de los tiempos» (cf. v.
10) en Jesucristo, su Hijo.
En el himno las etapas de ese plan se señalan mediante las acciones salvíficas de Dios por
Cristo en el Espíritu. Ante todo -este es el primer acto-, el Padre nos elige desde la
eternidad para que seamos santos e irreprochables ante él por el amor (cf. v. 4); después
nos predestina a ser sus hijos (cf. vv. 5-6); además, nos redime y nos perdona los pecados
(cf. vv. 7-8); nos revela plenamente el misterio de la salvación en Cristo (cf. vv. 9-10); y,
por último, nos da la herencia eterna (cf. vv. 11-12), ofreciéndonos ya ahora como prenda
el don del Espíritu Santo con vistas a la resurrección final (cf. vv. 13-14).
2. Así pues, son muchos los acontecimientos salvíficos que se suceden en el desarrollo del
himno. Implican a las tres Personas de la santísima Trinidad: se parte del Padre, que es el
iniciador y el artífice supremo del plan de salvación; se fija la mirada en el Hijo, que
realiza el designio dentro de la historia; y se llega al Espíritu Santo, que imprime su «sello»
a toda la obra de salvación. Nosotros, ahora, nos detenemos brevemente en las dos
primeras etapas, las de la santidad y la filiación (cf. vv. 4-6).
El primer gesto divino, revelado y actuado en Cristo, es la elección de los creyentes, fruto
de una iniciativa libre y gratuita de Dios. Por tanto, al principio, «antes de crear el mundo»
(v. 4), en la eternidad de Dios, la gracia divina está dispuesta a entrar en acción. Me
conmueve meditar esta verdad: desde la eternidad estamos ante los ojos de Dios y él
decidió salvarnos. El contenido de esta llamada es nuestra «santidad», una gran palabra.
Santidad es participación en la pureza del Ser divino. Pero sabemos que Dios es caridad.
Por tanto, participar en la pureza divina significa participar en la «caridad» de Dios,
configurarnos con Dios, que es «caridad». «Dios es amor» (1 Jn 4,8.16): esta es la
consoladora verdad que nos ayuda a comprender que «santidad» no es una realidad alejada
de nuestra vida, sino que, en cuanto que podemos llegar a ser personas que aman, con Dios
entramos en el misterio de la «santidad». El ágape se transforma así en nuestra realidad
diaria. Por tanto, entramos en la esfera sagrada y vital de Dios mismo.
3. En esta línea, se pasa a la otra etapa, que también se contempla en el plan divino desde
la eternidad: nuestra «predestinación» a hijos de Dios. No sólo criaturas humanas, sino
realmente pertenecientes a Dios como hijos suyos. San Pablo, en otro lugar (cf. Ga 4,5; Rm
8,15.23), exalta esta sublime condición de hijos que implica y resulta de la fraternidad con
Cristo, el Hijo por excelencia, «primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8,29), y la
intimidad con el Padre celestial, al que ahora podemos invocar Abbá, al que podemos decir
«padre querido» con un sentido de verdadera familiaridad con Dios, con una relación de
espontaneidad y amor. Por consiguiente, estamos en presencia de un don inmenso, hecho
posible por el «beneplácito de la voluntad» divina y por la «gracia», luminosa expresión
del amor que salva.
4. Ahora, para concluir, citamos al gran obispo de Milán, san Ambrosio, que en una de sus
cartas comenta las palabras del apóstol san Pablo a los Efesios, reflexionando precisamente
sobre el rico contenido de nuestro himno cristológico. Subraya, ante todo, la gracia
sobreabundante con la que Dios nos ha hecho hijos adoptivos suyos en Cristo Jesús. «Por
eso, no se debe dudar de que los miembros están unidos a su cabeza, sobre todo porque
desde el principio hemos sido predestinados a ser hijos adoptivos de Dios, por Jesucristo»
(Lettera XVI ad Ireneo, 4: SAEMO, XIX, Milán-Roma 1988, p. 161).
El santo obispo de Milán prosigue su reflexión afirmando: «¿Quién es rico, sino el único
Dios, creador de todas las cosas?». Y concluye: «Pero es mucho más rico en misericordia,
puesto que ha redimido a todos y, como autor de la naturaleza, nos ha transformado a
nosotros, que según la naturaleza de la carne éramos hijos de la ira y sujetos al castigo,
para que fuéramos hijos de la paz y de la caridad» (n. 7: ib., p. 163).
[Texto de la Audiencia general del Miércoles 6 de julio de 2005]
«RECAPITULAR EN CRISTO TODAS LAS COSAS»
1. Cada semana la Liturgia de las Vísperas propone a la Iglesia orante el solemne himno de
apertura de lacarta a los Efesios, el texto que acaba de proclamarse. Pertenece al género de
las berakot, o sea, las «bendiciones», que ya aparecen en el Antiguo Testamento y tendrán
una difusión ulterior en la tradición judía. Por tanto, se trata de un constante hilo de
alabanza que sube a Dios, a quien, en la fe cristiana, se celebra como «Padre de nuestro
Señor Jesucristo».
Por eso, en nuestro himno de alabanza es central la figura de Cristo, en la que se revela y
se realiza la obra de Dios. En efecto, los tres verbos principales de este largo y
compacto cántico nos conducen siempre al Hijo.
2. Dios «nos eligió en la persona de Cristo» (Ef 1,4): es nuestra vocación a la santidad y a
la filiación adoptiva y, por tanto, a la fraternidad con Cristo. Este don, que transforma
radicalmente nuestro estado de criaturas, se nos ofrece «por obra de Cristo» (v. 5), una
obra que entra en el gran proyecto salvífico divino, en el amoroso «beneplácito de la
voluntad» (v. 6) del Padre, a quien el Apóstol está contemplando con conmoción.
El segundo verbo, después del de la elección («nos eligió»), designa el don de la gracia:
«La gracia que tan generosamente nos ha concedido en su querido Hijo» (ib.). En griego
tenemos dos veces la misma raíz charis yecharitosen, para subrayar la gratuidad de la
iniciativa divina que precede a toda respuesta humana. Así pues, la gracia que el Padre nos
da en el Hijo unigénito es manifestación de su amor, que nos envuelve y nos transforma.
3. He aquí el tercer verbo fundamental del cántico paulino: tiene siempre por objeto la
gracia divina, que «ha prodigado sobre nosotros» (v. 8). Por consiguiente, estamos ante un
verbo de plenitud, podríamos decir -según su tenor originario- de exceso, de entrega sin
límites y sin reservas.
Así, llegamos a la profundidad infinita y gloriosa del misterio de Dios, abierto y revelado
por gracia a quien ha sido llamado por gracia y por amor, al ser esta revelación imposible
de alcanzar con la sola dotación de la inteligencia y de las capacidades humanas. «Lo que
ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los
que le aman. Porque a nosotros nos lo reveló Dios por medio del Espíritu; y el Espíritu
todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios» (1 Co 2,9-10).
4. El «misterio de la voluntad» divina tiene un centro que está destinado a coordinar todo
el ser y toda la historia, conduciéndolos a la plenitud querida por Dios: es «el designio de
recapitular en Cristo todas las cosas» (Ef 1,10). En este «designio», en griego oikonomia, o
sea, en este proyecto armonioso de la arquitectura del ser y del existir, se eleva Cristo
como jefe del cuerpo de la Iglesia, pero también como eje que recapitula en sí «todas las
cosas, las del cielo y las de la tierra». La dispersión y el límite se superan y se configura la
«plenitud», que es la verdadera meta del proyecto que la voluntad divina había
preestablecido desde los orígenes.
Por tanto, estamos ante un grandioso fresco de la historia de la creación y de la salvación,
sobre el que ahora querríamos meditar y profundizar a través de las palabras de san Ireneo,
un gran Doctor de la Iglesia del siglo II, el cual, en algunas páginas magistrales de su
tratado Contra las herejías, había desarrollado una reflexión articulada precisamente
acerca de la recapitulación realizada por Cristo.
5. La fe cristiana -afirma- reconoce que «no hay más que un solo Dios Padre y un solo
Cristo Jesús, Señor nuestro, que ha venido por medio de toda "economía" y que ha
recapitulado en sí todas las cosas. En esto de "todas las cosas" queda comprendido también
el hombre, esta obra modelada por Dios, y así ha recapitulado también en sí al hombre; de
invisible haciéndose visible, de inasible asible, de impasible pasible y de Verbo hombre»
(III, 16, 6: Già e non ancora, CCCXX, Milán 1979, p. 268).
Por eso, «el Verbo de Dios se hizo carne» realmente, no en apariencia, porque entonces
«su obra no podía ser verdadera». En cambio, «lo que aparentaba ser, era eso precisamente,
o sea Dios recapitulando en sí la antigua plasmación del hombre, a fin de matar el pecado,
destruyendo la muerte y vivificar al hombre; por eso eran verdaderas sus obras» (III, 18,
7: ib., pp. 277-278).
Se ha constituido Jefe de la Iglesia para atraer a todos a sí en el momento justo. Con el
espíritu de estas palabras de san Ireneo oremos: ¡Sí, Señor, atráenos a ti, atrae al mundo a ti
y danos la paz, tu paz!.
[Texto de la Audiencia general del Miércoles 23 de noviembre de 2005]
MONICIÓN PARA EL CÁNTICO
En una célebre carta de Plinio, gobernador de una de las provincias romanas, al emperador
Trajano, se describe a los cristianos como un grupo de hombres que, «en un día
determinado, se reúnen y entonan un himno a Cristo, como a su Dios». De hecho, en los
libros del Nuevo Testamento encontramos algunos fragmentos que, muy probablemente,
son los himnos a los que se refería Plinio. San Pablo, en más de una ocasión, exhorta a los
fieles a que, además de los salmos, entonen «himnos espirituales» a Dios. Uno de estos
«cantos» es, sin duda, el presente fragmento de la carta a los Efesios.
Nuestro «himno espiritual», que, como quiere el Apóstol, vamos a añadir a los salmos que
hemos cantado, contiene cuatro bendiciones o alabanzas a Dios Padre, porque:
1) Ya antes de crear el mundo, nos ha bendecido, contemplándonos como formando un
solo cuerpo en la persona de Cristo.
2) Porque esta predestinación se ha realizado de una manera admirable: ha hecho de
nosotros hijos suyos.
3) Porque esto es consecuencia de su sabiduría y prudencia infinitas: es por la sangre de
Cristo que nos haperdonado nuestros pecados.
4) Porque, finalmente, por esta su intervención, Dios nos ha revelado el plan de salvación
oculto al principio:recapitular en Cristo, a través de su infinita perfección, todas las
deficiencias que, por culpa nuestra, pudieran tener los hombres y toda la creación.
Que los sentimientos de gratitud expresados en este himno sean, pues, el tema de nuestra
alabanza y que, por nuestra fidelidad a la Iglesia, contribuyamos también nosotros al pleno
cumplimiento de la obra de Cristo.
Oración I: Te bendecimos, Señor Jesucristo, porque has querido que, por el bautismo,
incorporados a ti, tuviéramos parte en tu santidad y obtuviésemos el perdón de nuestros
pecados; haz que todos los hombres y la creación entera lleguen a someterse a tu poder y
sean recapitulados en ti, según el plan de Dios, tu Padre. Tú, que vives y reinas por los
siglos de los siglos. Amén.
Oración II: Padre, lleno de amor, que en Cristo, tu Hijo, nos has dado a conocer el plan
oculto desde la creación del mundo y que habías proyectado realizar cuando llegase el
momento culminante: ser tus hijos por la sangre de Cristo, haz que creamos en tu amor
para con nosotros y que nuestra vida toda redunde en alabanza de la gloria de tu Hijo. Que
vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.
[Pedro Farnés]
* * *
NOTAS A LOS VERSÍCULOS DEL CÁNTICO
V. 3: Pablo se eleva desde el principio al plano celeste en el que se mantendrá en toda la
epístola. De ese plano proceden desde toda la eternidad las «bendiciones espirituales» que
detallará en los vv. siguientes.
V 4: Primera bendición: el llamamiento de los elegidos a la vida bienaventurada, incoada
ya de una manera mística por la unión de los fieles con Cristo glorioso. El «amor» designa,
ante todo, el amor de Dios para con nosotros, que provoca su «elección» y su llamamiento
a la «santidad»; pero no hay por qué excluir nuestro amor para con Dios que deriva de
aquel amor y a él responde.
V. 5: Segunda bendición: el modo elegido para esta santidad, que es el de la filiación
divina, cuya fuente y modelo es Jesucristo, el Hijo único.
V. 6: Tenemos aquí los dos estribillos que dan ritmo a toda la exposición de las
bendiciones divinas: éstas no tienen más origen que la liberalidad de Dios, ni
más finalidad que la exaltación de su Gloria por las criaturas. Todo procede de Él y a Él
debe volver.
V. 7: Tercera bendición: la obra histórica de la redención por la cruz de Cristo.
V. 8: El sujeto es Dios Padre.
V. 9: Cuarta bendición: la revelación del «misterio».
V. 10: «... hacer que todo tenga a Cristo por cabeza [=recapitular]». Este es el tema
central de toda la epístola: Cristo que regenera y reagrupa bajo su autoridad, para llevarlo a
Dios, el mundo creado que el pecado había corrompido y disgregado: el mundo de los
hombres, en el que judíos y gentiles se unen en una misma salvación, y también el mundo
de los ángeles.
[Cf. Biblia de Jerusalén]
* * *
Himno a la obra salvífica de Dios
Los sentimientos de Pablo están dominados desde el principio de su carta por la
admiración, la gratitud y la veneración hacia la obra salvífica de Dios, de la cual va a
hablar a sus lectores. Pero éstos deben ante todo, compenetrados de los mismos
sentimientos, volver la vista hacia el Padre santo y misericordioso en los cielos, en quien
tienen puesta toda su esperanza.
El himno en que les indica la manera de hacerlo forma en el texto griego un solo período,
largo y recargado, en el cual sin embargo los pensamientos están bien articulados, lo que
hace que su contenido aparezca sin dificultad. La obra salvífica de Dios, que Pablo se
propone exaltar (v. 3), se cumple con nuestra elección desde toda eternidad, hecha por el
Padre (vv. 4-6), con la redención mediante la sangre de Cristo (vv. 7-10) y con el
llamamiento a la posesión de la herencia celestial (vv. 11-14). En el conjunto de la
exposición no predomina el pensamiento trinitario; la alabanza se dirige siempre a Dios
Padre, sujeto único de todo el texto. Sin embargo, toda la obra de la gracia ha sido
concebida y realizada «en Cristo Jesús», y el Espíritu Santo es el sello y conclusión de su
obra, las arras de la plena posesión de cuanto esperamos.
V. 3.- Pablo dirige su alabanza a aquel que es «el Dios y Padre de nuestro Señor
Jesucristo». Ocasión de la alabanza es la plenitud de la bendición que Dios derramó sobre
nosotros. La bendición y la alabanza están expresadas en el texto griego, en un fino juego
de palabras, con dos términos que derivan de la misma raíz, de suerte que la alabanza
aparece como la respuesta del hombre a la bendición divina, lo que equivale a decir que es
ante todo expresión de gratitud. Para describir la naturaleza de tal bendición, el Apóstol
pone de relieve un triple carácter: por su ser mismo es una bendición «espiritual», es decir,
sobrenatural, ajena a la perspectiva de los bienes terrenos; ha sido concedida en el mundo
divino, arriba «en los cielos», de donde baja a nosotros, y, por último, nosotros
participamos de ella «en Cristo». Cristo no es solamente el canal por donde la bendición
nos llega; es su fuente misma. Nuestra relación con él es la del sarmiento con la vid, de la
cual recibe la vida (Jn 15,1-5).
V. 4.- El Apóstol vuelve ahora la vista hacia el pasado. La bendición presente no es sino la
ejecución de un plan concebido por Dios desde toda eternidad. «En él», es decir, en cuanto
miembros del cuerpo de Cristo, nos eligió para que fuéramos «santos e inmaculados en su
presencia». Esta cualidad se nos da en virtud de nuestra unión con Cristo, por lo cual
nuestra elección presupone su encarnación.
V. 5.- A la elección precede la predestinación (nos predestinó). Su razón de ser no es otra
que el amor de Dios, y el fin a que tiende es nuestra elevación a la dignidad de hijos suyos.
La posibilidad de llegar a ella nos viene de Jesucristo, el verdadero Hijo de Dios, quien al
hacernos miembros de su cuerpo nos permite compartir su filiación. Objetivo inmediato de
la predestinación es proyectarnos hacia él (hacia el Padre o hacia el Hijo).
V. 6.- Objetivo final de la predestinación y de la elección es la gloria de Dios. En su Hijo
amado creó su benévola condescendencia para con la humanidad caída un mundo nuevo,
digno de él y grato a sus ojos, cuya sola existencia es ya una sublime alabanza en su honor.
En su obra, el amor divino resplandece en tal grado que todas las criaturas se postran ante
él en actitud de admiración y de adoración.
La condición de hijos de Dios.- El objeto de la divina predestinación es, según el v. 5,
nuestra aceptación en el «estado de hijos»; tal es la traducción corriente del término griego,
que literalmente significa «inserción en el estado de hijos (de Dios)». La sola traducción de
esta palabra muestra cómo muchas veces es difícil expresar en nuestra lengua todo el
contenido de una idea cristiana. El vínculo que nos une a Dios como hijos suyos es único
en su género, y no coincide con ninguno de los sentidos en que se habla de filiación en la
vida profana: como consecuencia de la generación natural, de la adopción o de un vínculo
de carácter ético. Ante todo, se trata de algo que va más allá de la simple adopción, en el
sentido corriente del término, pues no se origina en un acto jurídico, sino en un nuevo
nacimiento de Dios (Jn 1,12-13). Este nacimiento se realiza en el agua y mediante el
Espíritu. El resultado no es una ficción legal, sino la participación real de la naturaleza
divina. Por ella somos con toda verdad hijos de Dios, poseemos el Espíritu de filiación en
el cual clamamos: «¡Abba!, ¡Padre!», nos hacemos «santos e inmaculados en su presencia»
(Ef 1,4). Esta divina filiación se nos da «por Jesucristo» (Ef 1,5). Una vez insertos en su
cuerpo místico (Ef 1,23), estamos «en Cristo», como lo dice Pablo en nuestra perícopa,
casi en cada versículo; con relación al Padre, participamos de la verdadera condición de
hijos suyos, somos objeto de su amor.
El v. 6 habla del Hijo como de su «Amado», «su querido Hijo», y Col 1,13 habla del
traslado «al reino de su Hijo querido». Pero, por razón de nuestra unión con Él, en Cristo el
Padre nos ama a nosotros, y en nosotros a Cristo. En Cristo se funda toda la plenitud de
nuestra vida sobrenatural, y compartimos los derechos que Cristo tiene como Hijo de Dios
por naturaleza; somos, por eso, «herederos de Dios y coherederos con Cristo» (Rm 8,17).
Nuestra condición de hijos de Dios se ha hecho realidad al ser incorporados a Cristo por el
bautismo, pero aquí en la tierra todavía no es patente, ni ha llegado a su estado perfecto.
Éste se conseguirá con la resurrección y glorificación del cuerpo (Rm 8,23); entre tanto
tiene el carácter de algo preparatorio y lleva en sí la posibilidad de alcanzar el pleno
desarrollo así como la de perderse.
De todo lo dicho se desprende que, en Pablo, filiación divina designa la relación especial
en que está con respecto a Dios Padre el hombre redimido por Cristo, agregado a su cuerpo
místico por el bautismo, santificado por el Espíritu Santo y elevado a una existencia
sobrenatural. Una relación tal no tiene ningún paralelo en el orden natural; de ahí que
tampoco en el lenguaje natural sea posible hallar un punto de comparación que permita dar
idea exacta de todo lo que este concepto implica. Los autores bíblicos escogieron la
expresión «hijo de Dios», porque, sin ser la más perfecta, es la que mejor traduce lo que
nuestra relación con Dios tiene de indescriptible. En la elevación a la condición de hijos de
Dios se basa la dignidad y la nobleza divina del cristiano, a ella debe el fiel toda la riqueza
de su vida sobrenatural y la íntima unión con su Dios.
V. 7.- En las últimas palabras del v. 6, Pablo, refiriéndose a la realización del plan
salvífico, dice que la gracia de Dios llegó a nosotros «en su querido Hijo». La parte que al
Hijo corresponde es la obra de la redención. De ésta se ocupa ahora el Apóstol y la
describe como el rescate de los culpables. El precio de tal rescate fue la sangre de Cristo,
derramada sobre la cruz, como víctima expiatoria por nosotros. Fruto de su sacrificio fue la
remisión de los pecados. Razón de todo no fue otra que su libre voluntad, que puso en
acción hasta el grado máximo para nuestro bien.
V. 8.- Entre los dones de la gracia, Pablo destaca particularmente la «sabiduría y la
inteligencia o prudencia», que se nos da en plenitud, sin más limitación que la de nuestra
capacidad receptiva. La «sabiduría» nos abre los ojos para hacernos comprender la
conducta de Dios y sus designios con respecto al mundo; la «inteligencia o prudencia» nos
habilita para orientar nuestra propia conducta y nuestros planes en conformidad con los
suyos. Pablo fija toda su atención sobre estos dones. En seguida va a hablar de la
revelación de un misterio divino que constituye el punto central de toda la obra salvífica.
V. 9.- Se trata de un «misterio de su voluntad», es decir, de una obra cuya realización
depende exclusivamente de su libre determinación, de una obra cuya realidad no nos es
dado conocer sino por divina revelación. Pues bien, Dios la reveló, y Pablo quiere dar
noticia de ella a sus lectores. La norma de su voluntad fue su benevolencia; así, en esta
obra resplandecen la libertad de Dios y su amorosa condescendencia para con sus criaturas.
El plan de tal obra fue concebido «en él», en Cristo, que en cuanto Verbo eterno del Padre
vive en el Padre, y los designios del Padre son designios suyos. Resuena aquí el
pensamiento de Juan: el Padre está en el Hijo, y el Hijo en el Padre (Jn 14,10.20).
V. 10.- El tiempo fijado para la realización del plan divino es «la plenitud de los tiempos»,
«el momento culminante», la era mesiánica, de la cual eran preparación todas las etapas
anteriores, que tienen en ella su pleno sentido y su punto culminante. El objeto del plan
divino era el ordenamiento de todas las cosas a Cristo como a su centro. Para dar mayor
relieve a este «todas», el Apóstol recuerda expresamente los dos grandes órdenes en que el
universo está dividido: lo que está en los cielos y lo que está sobre la tierra. El plan divino
abarca a todas las criaturas, tanto las puramente espirituales como el hombre como los
elementos materiales; todas deben hallar en Cristo su centro y su punto de confluencia.
Toda escisión en el mundo creado debe desaparecer, toda disonancia debe cesar, a toda
discordia se debe poner término. Cristo es, por la creación en el mundo natural y por la
redención en el mundo de la gracia, principio, fuente y fin de todo ser viviente. Así, en este
«misterio de su voluntad» se nos descubre aún hoy la razón última y el punto final de toda
la historia.
[Extraído de Karl Staab, Cartas a los Tesalonicenses. Cartas de la
cautividad... Barcelona, Ed. Herder, 1974, pp. 178-184]
* * *
El «misterio» de salvación
en los designios eternos de Dios (1,3,14)
La acostumbrada acción de gracias de otras cartas, que suele preceder al tema propiamente
dicho, aquí está hecha de manera que entra a formar parte del tema mismo de la carta.
El contenido de lo que aquí expone el Apóstol en forma de acción de gracias es de una
riqueza doctrinal extraordinaria; sin duda, una de las páginas más densas de doctrina de
todo el NT. La forma reviste a veces tonos líricos, de ahí que algunos autores consideren
todo el pasaje como un himno. El pensamiento dominante es la economía de la redención o
plan divino de salvación, por el cual Dios, desde toda la eternidad, determinó salvar a la
humanidad. El Apóstol atribuye a Dios Padre la gloria y la iniciativa de este plan de salud
universal (vv. 3-4), plan que se realiza en Cristo y por Cristo (vv. 5-7), y al que el Espíritu
Santo contribuye con su acción santificadora (vv. 13-14). Gramaticalmente el estilo resulta
bastante embrollado, a causa de la abundancia de ideas, que se van encadenando unas a
otras, formando todo el pasaje (en el texto original) desde el v. 3 al v. 14 un solo período,
cargado de pronombres relativos, que sirven de enlace entre los diversos incisos o
proposiciones.
Para mayor claridad en la exposición, podemos distinguir cuatro apartados, que
corresponden a otras tantas fases o etapas en el desarrollo del pensamiento paulino:
enunciado general del tema (v. 3), designio eterno de Dios (vv. 4-6), redención por Cristo y
en Cristo (vv. 7-10), salud para judíos y gentiles (vv. 11-14).
V. 3.- Comienza el Apóstol con la afirmación general de que Dios «nos bendijo en la
persona de Cristo con toda clase de bendiciones espirituales y celestiales». En los
versículos siguientes concretará cuáles son esos beneficios de que Dios nos ha colmado y
que constituyen el plan divino de salud. Habla de bendiciones «espirituales», en cuanto son
beneficios que proceden del Espíritu y pertenecen a la esfera del espíritu o parte superior
del hombre (cf. Rm 8,2-11; Gal 5,16-25). La expresión «celestiales» viene a ser casi
sinónima del adjetivo «espiritual», señalando que se trata de beneficios celestes, por su
origen y por su destino, ya que nos los dispensa Dios desde el cielo y están destinados a
recibir allí su consumación definitiva. Todos estos beneficios nos son concedidos «en la
persona de Cristo», es decir, en cuanto estamos unidos a Cristo, formando algo uno con Él.
VV. 4-6.- Después de esa afirmación de carácter general, el Apóstol comienza la
enumeración de dichos beneficios. El primero y fundamental es que Dios «nos eligió para
que fuésemos santos..., predestinándonos a la adopción de hijos suyos..., conforme
al beneplácito de su voluntad» (vv. 4-5). Parece que San Pablo presenta la
«predestinación» simplemente como una modalidad de la «elección», y su objeto o término
real es la filiación adoptiva. Sin embargo, la expresión griega también puede
traducirse habiéndonos predestinado, en cuyo caso la predestinación sería presentada
como acto divino, lógicamente anterior al de la elección. Sea como sea, de lo que no cabe
dudar es que para San Pablo la raíz o última razón de todo está en el «beneplácito» divino:
porque Dios así lo quiere. Conforme a ese beneplácito, nos eligió para ser santos... y nos
predestinó a la adopción de hijos suyos. No se trata aquí de elección y predestinación a la
gloria, en el sentido en que suelen poner esta cuestión los teólogos, sino de elección y
predestinación a la condición de cristianos. Es la misma idea expuesta en Rm 8,28-30:
«Por lo demás, sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le
aman; de aquellos que han sido llamados según su designio. Pues a los que de antemano
conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que fuera él el
primogénito entre muchos hermanos; y a los que predestinó, a ésos también los justificó; a
los que justificó, a ésos también los glorificó».
La elección se realiza «en Cristo» (v. 4), unidos al cual Dios nos contempla y ama desde
toda la eternidad; es también «mediante Cristo» (v. 5), el Hijo natural de Dios, como se nos
concede la filiación adoptiva, y «somos gratos» a Dios (v. 6). Causa final suprema de todo
este plan divino de salud es «la alabanza de la gloria de su gracia» (v. 6), es decir, que las
criaturas todas reconozcan y alaben la grandeza o «gloria» de Dios, manifestada en ese
modo de proceder gracioso (favor no merecido) con el cristiano.
La expresión «por el amor» (v. 4) puede referirse, bien a «nos eligió», bien a
«predestinándonos», bien a «santos e irreprochables». Gramaticalmente es muy difícil
decidir la cuestión. En el primero o segundo caso, se aludiría al amor de Dios a nosotros,
fuente y raíz de elección y predestinación; en el tercer caso, se aludiría más bien al amor de
nosotros a Dios, como tratando de explicar en qué consiste concretamente la «santidad» del
cristiano, es decir, en la práctica de la caridad.
VV. 7-10.- Expuesto así, en sus líneas generales, el plan divino de salvación, a
continuación el Apóstol fija su mirada en Cristo, eje central de la obra redentora. Es por
nuestra unión a Cristo, con quien formamos un mismo cuerpo, como entramos en el plan
divino de salud, obteniendo la «redención» y la «remisión» de nuestros pecados (v. 7). La
expresión «según las riquezas de su gracia» (v. 7), bastante frecuente en el Apóstol, es un
hebraísmo para indicar la abundancia de dones con que Dios (el Padre) nos ha favorecido,
cosa que se vuelve a recalcar en el v. 8, mencionando expresamente, aparte los ya
indicados de «redención» y «remisión de nuestros pecados», la «sabiduría» y la
«prudencia». Parece que con el término «sabiduría» alude el Apóstol al conocimiento
especulativo de los grandes misterios de la fe, mientras que con el término «prudencia» se
refiere más bien al conocimiento práctico, en orden a la acción. Concretamente, el
contenido de esa «sabiduría» se expresa en los vv. 9-10: «dándonos a conocer el misterio
de su voluntad... de recapitular en Cristo todas las cosas, las de los cielos y las de la
tierra». He ahí lo que constituye la idea base y como la sustancia del plan divino de salud:
«recapitular en Cristo todas las cosas». Mucho se ha discutido sobre el sentido preciso que
haya de darse al término «recapitular». Fuera de este pasaje, sólo aparece este término otra
vez en el NT (cf. Rm 13,9). Parece, atendido todo el contexto, que San Pablo se refiere a
que en Cristo, como bajo una sola cabeza, habían de ser reagrupadas y pacificadas todas
las cosas, dispersas antes por el pecado, reagrupación y pacificación que afecta sobre todo
a los hombres, pero que se extiende también al resto de la creación, sometida toda a Cristo.
A este plan divino de «recapitulación en Cristo» lo llama San Pablo «misterio», pues por
largo tiempo estuvo oculto a toda criatura, habiendo sido revelado únicamente ahora, al
llegar el momento de su realización «en la plenitud de los tiempos» (v. 10; cf. Gal 4,4).
(La expresión del v. 10 «recapitular en Cristo todas las cosas» fue traducida en la Vulgata
latina por «instaurare omnia in Christro», y ello ha influido sin duda para que los Padres y
escritores latinos suelan dar a la expresión de San Pablo el sentido de «reparación» o
«restauración» de todas las cosas en Cristo, que las habría vuelto a poner en su estado
primitivo de antes del pecado. San Agustín ve esa «restauración», por lo que toca al cielo,
en el hecho de que los elegidos ocupan el lugar de los ángeles rebeldes; y por lo que toca a
la tierra, en el hecho de que volvamos a ser revestidos de la gloria divina los que la
habíamos perdido por el pecado.
Desde luego, no negamos que la obra redentora de Cristo incluya la idea de «reparación» o
«renovación», devolviendo a los hombres privilegios perdidos; pero es mucho más que
simple «reparación». Además, nada hay en el texto bíblico que insinúe ser esa idea de
«reparación» la intentada expresar por el Apóstol, al menos de modo directo. El
término recapitular, derivado de cabeza, o más probablemente de cumbre, suma total,
resumen, indica más bien «recapitulación» o «resumen», y San Pablo lo aplicaría a Cristo
en el sentido de que todas las cosas están como «recapituladas» en Él, habiéndole Dios
colocado a la cabeza de todas ellas como principio de unidad y cohesión.)
[Extraído de Lorenzo Turrado, en la Biblia comentada de la BAC]
* * *
MONICIONES PARA EL REZO DEL CÁNTICO
Introducción general
La alabanza es la respuesta del hombre al Dios que se manifiesta salvando o revelando su
misterio. El autor de Efesios bendice a Dios porque nos ha descubierto su misterio. El
himno presenta esta composición: el enunciado de la bendición se desarrolla en tres
movimientos que abarcan todo el arco temporal y la acción trinitaria:
-- Pasado: El Padre, que elige y predestina (vv. 4-6a).
-- Presente: El Hijo, que da la gracia y perdona los pecados (vv. 6b-7).
-- Futuro: El Espíritu Santo, que inicia en el misterio (vv 8-9).
En la celebración comunitaria, como es un himno aplicable a la totalidad de los creyentes,
puede rezarse al unísono.
Para hacer justicia a la división estrófica se puede adoptar este modo:
Asamblea, Enunciado de la bendición: «Bendito sea Dios... bienes espirituales y
celestiales» (v. 3).
Coro 1.º, Elección y predestinación: «Él nos eligió... redunde en alabanza suya» (vv. 4-
6a).
Coro 2.º, Gratificación y perdón: «Por este Hijo... el perdón de los pecados» (vv. 6b-7).
Coro 3.º, Conocimiento del misterio: «El tesoro de su gracia... del cielo y de la tierra» (vv.
8-10).
Bendecidos en el Bendito
La maldición de la tierra y la dispersión de las razas son suplantadas por la bendición:
quienes acepten al «Bendito» de Dios serán bendecidos. El símbolo patriarcal y el monarca
davídico ceden el puesto al único Bendito entre los hombres. Cristo es el lugar en el que
hemos obtenido la bendición. Se trata del Cristo que habita en los cielos altísimos, donde el
mal ya no tiene cabida. Las raíces de nuestra existencia están saneadas por la bendición
que hemos recibido en el Bendito. No es otra que la comunicación del Espíritu, quien
«infunde calor de vida en el hielo».
Nos ha elegido el Amor
Dios ama cuando Israel es todavía niño. Antes de que el hombre pueda alegar un mérito
propio, Dios muestra su amor. Aun después lo único que puede alegar el hombre es su
propia indigencia. La historia del amor de Dios con los cristianos es pretemporal y
premundana: en el principio existía el Amor y el Amor era nuestro hogar. En la remota
aurora pretemporal, Dios nos quiso hijos en su Hijo (Rm 8,14-15). La transformación que
ha emprendido en nosotros, hasta que la imagen de su Hijo esté plenamente grabada,
llegará a ser «santidad», en la presencia de Dios, cuando triunfe el Amor. Bendigamos a
Dios, que nos ha concedido esta gracia inicial en Cristo.
¡Hemos sido liberados!
La liberación, abundantemente cantada en el AT, pasa al Nuevo con una transportada
melodía. El amado no es tanto la colectividad cuanto un ser singular: Jesucristo. En El se
remansó todo el amor benevolente del Padre y se hizo historia nuestra, por cuanto que Dios
nos ama como ama a Cristo (Jn 17,23). Esta historia vivida por Jesús tiene tintes de sangre:
de tal suerte nos ha amado Dios que entregó a su Hijo (Jn 13,16), y vivida por el hombre se
traduce en la libertad de quien se sabe perdonado. ¡Cristo es nuestra liberación!, por ello
alabamos a nuestro Padre.
Dios desvela su misterio
La historia humana tiene un sentido imperceptible al humano saber, pero manifiesto a
quien Dios se lo revela. Cuando el tiempo llegó a su plenitud hemos podido comprender
que las distintas edades de la historia se encaminaban hacia el «punto cero» que es Cristo,
y desde aquí maduran en el «punto omega», que es igualmente Cristo. El mundo
disgregado por el pecado ha encontrado, por fin, su vínculo de unión -Cristo-, que será su
plenitud cuando lo creado sea exaltado con Cristo. Tal es el misterio escondido en el
pasado. Para poder comprender necesitamos que nos ilumine la sabiduría y
la prudencia procedentes de lo alto. A la vez que alabamos al Padre de las luces, pidámosle
que la «Luz penetre en nuestras almas». Que Ella nos conduzca a la plenitud del misterio
de Dios.
Resonancias en la vida religiosa
Raíces de nuestra identidad: Nuestra identidad arraiga en el misterio insondable de Dios.
Emanamos como personas y como comunidad de su misteriosa actividad creadora y
liberadora. Dios Padre nos ha dado la vida, la Vida que es Cristo para vivificarnos y
liberarnos definitivamente del reino de la corrupción y de la muerte. Dios Padre da una
impronta de valor infinito a esa vocación y con-vocación que nos ha reunido aquí en
comunidad; porque la llamada escuchada por cada uno de nosotros no era sino la Palabra,
vocadora y con-vocadora del Padre, Jesús, y no, nuestros gustos, apetencias o
inclinaciones.
Dios Padre conoce la desviación pecadora de nuestra existencia y nuestro extravío
permanente. Él nos ha perdonado a través de la actitud perdonadora del Señor Crucificado,
dando así un nuevo relanzamiento a la vocación original.
Dios Padre nos ha comunicado su Espíritu para que conozcamos y saboreemos el secreto
del mundo, derrochando con nosotros su encantadora benevolencia.
Elegidos por el Padre en la Palabra, restaurados en el perdón, alentados en el Espíritu,
glorifiquemos y alabemos el Misterio de Dios, seamos santos e irreprensibles ante Él por el
amor.
Oraciones sálmicas
Oración I: Te bendecimos, Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, por que has tenido a
bien suprimir la maldición que pesaba sobre la tierra y congregar a todos los hombres en
Cristo Jesús, tu Hijo Bendito. Que tu bendición llegue hasta los confines del orbe para que
todos los hombres reciban el Espíritu de la Promesa. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.
Oración II: Te alabamos y te bendecimos, Dios nuestro, porque, sin mérito de nuestra
parte, te dignaste elegirnos en la persona de Cristo antes de crear el mundo; tu generosidad
ha sido grande con nosotros. Acrecienta en nosotros el espíritu filial, para que la vida de
tus hijos redunde en alabanza tuya. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.
Oración III: Dios misericordioso, de tal suerte amaste al mundo que entregaste a tu Hijo
único, en el que hemos recibido la liberación junto con el perdón de los pecados; alabamos
y glorificamos tu nombre santo y glorioso. Concede a tu Iglesia caminar en tal santidad de
vida que sea irreprochable ante Ti por el amor que nos tienes. Por Jesucristo nuestro Señor.
Amén.
Oración IV: Bendito seas, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado el
misterio de tu voluntad a los sabios y prudentes y se lo has revelado a los pequeños.
Reconocemos el derroche de tu amor para con nosotros. Te pedimos que tu Espíritu
penetre hasta el fondo del alma de todos los hombres para que sepan leer tus designios
amorosos y un día lleguemos todos a la plenitud que nos tienes preparada. Por Jesucristo
nuestro Señor. Amén.
[Ángel Aparicio y José Cristo Rey García]