Bruno Schulz - Tratado de los maniquíes o segundo libro del génesis

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    Bruno Schulz

    Tratado de los maniqueso

    segundo libro

    del Gnesis

    Traduccin:

    Jorge Segovia y Violetta Beck

    Maldoror ediciones

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    La reproduccin total o parcial de este libro, no autorizadapor los editores, viola derechos de copyright.

    Cualquier utilizacin debe ser previamente solicitada.

    Ttulo de la edicin original:

    Sklepy cynamonowe [en]: Proza

    Ttulos de los relatos:

    ManekinyTraktat o manekinach albo Wtra Ksiga Rodzaju,

    Traktak o manekinach. Cig dalszy

    Traktak o manekinach. Dokoczenie

    Wydawnictwo Literackie, Krakw 1973

    Relatos publicados anteriormente [en]:

    Las Tiendas de Canela Fina

    Maldoror ediciones, 2003

    Primera edicin: 2011 Maldoror ediciones

    Traduccin: Jorge Segovia y Violetta Beck

    ISBN 13: 978-84-96817-19-7

    MALDOROR ediciones, [email protected]

    www.maldororediciones.eu

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    Tratado de los maniqueso segundo libro del Gnesis

    Dibujos originalesde Bruno Schulz

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    LOS MANIQUES

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    Aquel designio de mi padre con lospjaros fue la ltima explosin decolor, el ltimo y brillante gambi-to de caballo ejecutado por aquelimprovisador contumaz, aquel estra-tega de la imaginacin, contra lasbarricadas de un invierno inane y

    vaco. Slo ahora me es dado com-prender su herosmo solitario, lalucha en la que se empe contra eleterno aburrimiento que asolaba laciudad. Sin respaldo de nadie,incomprendido por todos nosotros,

    aquel hombre fuera de lo comndefenda sin esperanza la causa dela poesa. La tarea de mi padre erasemejante a la de un fantsticomolino en cuyas tolvas caan lashoras vacas, para salir de suengranaje, despus, como especiasperfumadas, colmadas de los ms oce-lados colores de Oriente. Aunque,una vez acostumbrados al inslitomalabarismo de aquel prestidigita-dor metafsico, en poco o nada valo-rbamos su magia excelsa que nos

    salvaba de tantas noches y dasinfaustos. Por lo dems, nunca cen-suramos el ciego vandalismo deAdela. Ms bien al contrario, sen-tamos algo parecido a una baja

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    satisfaccin al ver que haba pues-to coto a exuberancias que apre-

    cibamos sin reservas, mas cuyaresponsabilidad, prfidamente, noqueramos compartir. Quiz en esatraicin haba a su vez un secretohomenaje a la triunfante Adela, ala que vagorosamente atribuamosuna cierta misin proveniente de

    fuerzas superiores. As, traiciona-do por todos, mi padre abandon sinlucha los escenarios de su recientegloria. Sin cruzar las armas,entreg al enemigo los dominios desu antiguo esplendor. Exiliado

    voluntario, se retir a una habita-cin vaca al fondo del corredor yall se encerr en su soledad.Acabamos por olvidarlo.Volvi a sitiarnos la grisura fne-bre de la ciudad, que, aqu y all,lo invada todo; en las ventanasfloreca el umbroso tapiz de laaurora y la lepra de los crepscu-los: piel vellosa de largas nochesinvernales. Los tapices de la casa,antao acogedores jardines de losvuelos reverberantes de los pjaros,

    se haban espesado, sumindose en laaridez de desolados monlogos.Las lmparas ennegrecan y se mar-chitaban como viejos cardos.Colgaban ahora abatidas y sarcsti-

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    cas y sus colgaduras resonaban sua-vemente cuando alguien, a tientas,

    se abra paso a travs de la estan-cia en penumbra. Adela adorn,intilmente, los brazos de las lm-paras con velas de colores: vanosplacebos, plida memoria de lasesplendentes luminarias que hacemucho tiempo alumbraron sus jardines

    suspendidos en el aire.Ah! Dnde estaban aquellos brotesgorjeantes, aquellos raudsimos yfantsticos parpadeos de las lmpa-ras, de las cuales como tartas mgi-cas, levantaban el vuelo fantasmas

    alados que removan el aire comoesotricos naipes, dispersndose enaplausos coloridos, en escamas deazur, de verde pavorreal y verdepapagayo y metlicas, dibujandoarcos y arabescos, trazos destellan-tes, abanicos policromados, aleteosincandescentes que despus del vueloan persistan en el aire reverbe-rante de fulguraciones? Todava que-daban algunos ecos y huellas deaquellos colores en las profundida-des del aura marchita, pero nadie se

    decida a perforar con la msica dela flauta las turbias capas delaire.Aquellas semanas transcurrieron bajo elsigno de una extraa somnolencia.

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    Las camas, que permanecan sin hacerdurante todo el da, rebosantes de

    sbanas y mantas que los pesadossueos haban aplastado y arrugado,semejaban embarcaciones dispuestasa barquear los laberintos hmedos deuna Venecia oscura y sin estrellas.Al despuntar la aurora, Adela nostraa el caf. Nos vestamos pere-

    zosamente en las fras habitaciones,a la luz de una vela reflejadamuchas veces en los negros crista-les de las ventanas. Aquellas eranmaanas de un ajetreo desordenado,de errticas bsquedas en cajones y

    armarios. Toda la casa resonaba conel runrn de las zapatillas deAdela. Los dependientes encendanlas linternas de aceite, reciban demanos de mi madre las pesadas lla-ves de la tienda y salan a la oscu-ridad densa y reverberante. Mi madreempleaba largo tiempo en su aseopersonal. Las velas se consuman enlos candelabros. Adela desaparecaen las habitaciones del fondo de lacasa o en el desvn donde colgaba laropa lavada, y no resultaba fcil

    llamarla. El fuego del hogar, toda-va dbil, opaco y ondulante lamaen el cuello de la chimenea las cos-tras fras de un brillante holln.Al apagarse las velas, la habitacin

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    se suma en la oscuridad. An sinterminar de vestirnos, con las cabe-

    zas apoyadas sobre el mantel entrelos restos del desayuno, volvamos aadormecernos. Permanecamos as,como si nuestras caras se hundiesenen aquella protectora oscuridadvellosa, semejante a un vientre querespiraba con contracciones, mien-

    tras nosotros fluamos hacia unanada sin estrellas. Entonces, conse-gua despertarnos el ruidoso trajnde Adela mientras haca la limpie-za. Mi madre an no haba finaliza-do con su aseo. Antes de que hubie-

    se concluido con su peinado, losdependientes ya haban regresado aalmorzar.La umbrosidad que se extenda en laplaza viraba al oro viejo. En algnmomento, pudiera parecernos que deaquellos vaporosos registros detonalidades amieladas y ambarinas,salan los matices ms esplenden-tes de la tarde. Pero el instantefeliz pasaba, y, despus, aquelespejismo apenas insinuado volva adifuminarse, aquella germinacin

    casi madura de da se suma otravez, impotente, en la grisura coti-diana. Nos sentbamos a la mesa; losdependientes se frotaban las manosenrojecidas por el fro, y, de mane-

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    ra inesperada, la prosa de sus con-versaciones nos acercaba el verdade-

    ro da: un martes anodino y vaco,sin tradicin ni rostro. Mas, cuan-do se trajo a la mesa una fuente condos grandes pescados cubiertos poruna gelatina transparente, extendi-dos uno cerca del otro y dispuestoscomo en el signo zodiacal, encontr-

    bamos en ellos el emblema de aquelda, la potestad de un martes an-nimo; y entonces lo repartamosapresuradamente, ya aliviados por-que el da, finalmente, haba encon-trado su autntica fisonoma.

    Los dependientes coman, llenos deuncin y cumpliendo con el ceremo-nial del calendario. El olor de lapimienta impregnaba el comedor. Y,despus de limpiar con el pan losrestos de gelatina que an haba enlos platos, reflexionando sobre laherldica de los das siguientes,cuando en la fuente ya slo quedabanlas cabezas con ojos cocidos, todossentamos que nuestras fuerzas auna-das haban vencido la resistenciadel da y que lo dems careca de

    importancia.Adela saba bien qu hacer con aque-llos restos. Hasta el crepsculoira liquidndolos de una formaenrgica, entre una barahnda de

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    cacerolas y chorros de agua fra,mientras que mi madre dormitaba en

    el divn. Entre tanto, en el come-dor se preparaba el decorado de lanoche. Polda y Paulina, las costu-reras, instalaban lo mejor que pod-an los accesorios de su oficio.Llevaban con ellas una dama silen-ciosa, criatura de tela y estopa,

    que tena una bola de madera negraa modo de cabeza. Aun cuando estabacolocada en un rincn, entre lapuerta y la estufa, aquella serenadivinidad campaba por sus dominios.Esttica, vigilaba en silencio el

    trabajo de las muchachas. Acoga conun aire crtico y sin benevolenciasus esfuerzos para complacerla,cuando arrodilladas frente a ellale probaban retales hilvanados conhilo blanco. Atentas y pacientesservan a aquel dolo ensimismado alque nada poda contentar. Era unmoloch implacable, como slo puedenserlo los moloch femeninos, que lashaca trabajar sin descanso.Delgadas, rpidas como bobinas sol-tando el hilo, manipulaban con ade-

    manes grciles aquel montn de paoy seda, y, entre el sonido metlicode sus tijeras se aplicaban en cor-tar aquellos tejidos de colores;finalmente, hacan ronronear la

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    mquina de coser, accionando elpedal con sus charolados zapatitos

    de pacotilla. En torno suyo seesparcan en el suelo retales, tro-zos y jirones multicolores como cs-caras o mondas escupidas por dosgrandes papagayos mal enseados yderrochadores.Despreocupadas, las muchachas hun-

    dan sus pies en aquellos escombrosde un posible carnaval, de una mas-carada nunca llevada a cabo.Entonces, con una risa nerviosasacudan sus faldas para desprenderlos trozos de hilacha adheridos,

    acariciando los espejos con la mira-da. Su alma y la magia hbil de susmanos no estaban en aquellas tris-tes telas que abandonaban sobre lamesa, sino en los cientos de reta-les, en aquellos residuos ligeros ymaleables con los que hubiesen podi-do sumergir a la ciudad en un ven-daval de nieve tornasolada. En oca-siones se sentan, de pronto, dema-siado sofocadas por el calor y abr-an la ventana para percibir, almenos, en su impaciente soledad y su

    sed de acontecimientos el rostroannimo de la noche pegado al cris-tal. Ambas ofrecan al aire frescode la noche que hinchaba las corti-nas sus febriles mejillas, y descu-

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    bran sus ardientes escotes rivalesque se odiaban dispuestas a pelear

    por aquel Pierrot que un soplo noc-turno traera hasta la ventana. Ah,qu poco exigan a la realidad! Todolo tenan dentro de s mismas. Leshabra bastado un Pierrot relleno deserrn, una o dos palabras que esta-ban aguardando desde siempre, para

    entrar finalmente en el rol larga-mente ensayado, colgado hace muchotiempo de sus labios, lleno de unaamargura terrible y dulce, colmadode impulsos pasionales como laspginas de una novela de amor devo-

    rada durante la noche, con laslgrimas resbalando por sus mejillasafiebradas.En cierta ocasin y durante laausencia de Adela, mi padre como decostumbre, deambulando de noche porla casa, sorprendi aquella silen-ciosa escena nocturna. Se detuvo porun momento, con la lmpara en lamano, bajo el dintel de la puertaque daba al comedor, como magneti-zado ante aquella escena febril ysensible, aquel idilio de polvo de

    arroz, carmneo papel de seda yatropina, plena de colorido, quetena como fondo mstico la nocheinvernal que respiraba tras las cor-tinas de la ventana. Ajustndose las

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    gafas dio algunos pasos y gir entorno a las muchachas, mientras pro-

    yectaba sobre ellas la luz de lalmpara. Una corriente de aire pene-traba a travs de la puerta que nohaba cerrado, agitando las corti-nas; las jvenes, mientras se deja-ban contemplar, movan su cintura demanera sensual; el esmalte de sus

    ojos brillaba como el charol de suszapatos y las hebillas de sus ligasbajo las faldas levantadas por elviento. Los retales comenzaron adeslizarse hacia la puerta entrea-bierta, como ratas que corriesen por

    el suelo. Mientras examinaba atenta-mente a las muchachas, que seguansofocadas, mi padre murmur:Genus avium si no me equivoco,scansores o pistacci dignas delmayor inters.Aquel encuentro fortuito marc elinicio de una serie de veladasdurante las cuales, mi padre, consu extraordinaria personalidad,logr fascinar rpidamente a lasdos jovencitas. Para corresponder ala conversacin espiritual y galan-

    te con que llenaba el vaco de susveladas, las muchachas consentanque aquel apasionado investigadorestudiara la estructura de susbanales cuerpos.

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    Aquello ocurra durante la conversa-cin, de manera tan elegante y

    solemne que despojaba de ambigedadlos momentos ms comprometidos. Aldeslizar la media de la rodilla dePaulina y al estudiar con una amo-rosa mirada la construccin pura ynoble de la pierna, mi padre deca:Qu encantadora y feliz es la

    forma de ser que habis elegido!Qu hermosa y simple es la tesisque expresis mediante vuestra exis-tencia! Y adems, con qu maestray delicadeza llevis a cabo esecometido! Si me atreviese a perder

    el respeto por el Creador, y quisie-ra criticar su obra le dira: Menosfondo y ms forma. Ah! De qu modoaliviara al mundo una disminucindel fondo. Un poco ms de modestiaen los proyectos, ms sencillez enlas pretensiones y el mundo seraperfecto, seores Demiurgos. As seexpresaba mi padre en el precisomomento en que su mano extraa lamedia de la blanca pierna dePaulina.Mas, inesperadamente, Adela apare-

    ci en la puerta del comedor con labandeja de la cena. Aquel era elprimer encuentro entre esos dospolos opuestos despus de la derro-ta en el episodio de los pjaros. La

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    circunstancia de la que ramos tes-tigos nos llen de inquietud: resul-

    taba muy incmodo tener que asistira una nueva humillacin de mi padre,que ya haba sido puesto a pruebatantas veces. Mi padre, que estabaarrodillado, se levant lleno deturbacin y con las mejillas colo-readas por flujos de rubor. Aunque

    Adela, de modo inesperado, se mos-tr a la altura de las circunstan-cias. Se acerc a mi padre sonrien-do y con un dedo le golpe suavemen-te en la nariz. Ante ese gesto,Polda y Paulina aplaudieron y brin-

    caron alegremente, y, agarrndose alos brazos de mi padre, lo llevaronentre pasos de baile alrededor de lamesa. De esa manera, gracias al buencorazn de las chicas, el germen deun desagradable conflicto se disipen medio de una alegra compartida.As comenzaron los curiosos y enig-mticos exordios que mi padre, ins-pirado por el encanto de ese pequeoe inocente auditorio, pronuncidurante las siguientes semanas deaquel precoz invierno.

    Habr que subrayar, pues, la formaen que todas las cosas, al entrar encontacto con aquel hombre extraordi-nario, volvan en cierto modo a laraz de su existencia, reconstruan

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    su fenomenologa hasta su ncleometafsico y regresaban, por as

    decirlo, a su idea primigenia, paraalejarse al punto y derivar hacialas regiones ms oscuras, azarosas yambiguas que denominaremos, parasimplificar, las regiones de la GranHereja. Nuestro heresiarca deambu-laba entre las cosas como un magne-

    tizador, contaminndolas y hechizn-dolas con su peligrosa seduccin.Acaso debera decir que Paulina fuetambin su vctima? Durante aquellosdas ella se convirti en su alumna,su discpula, as como en el objeto

    de sus experimentos.Tratar de exponer, con toda laprudencia necesaria, y eludiendo elescndalo, la doctrina sumamenteheterodoxa que se apoder de mipadre y domin todos sus actosdurante largos meses.

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    TRATADO DE LOS MANIQUESO

    SEGUNDO LIBRODEL GNESIS

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    El Demiurgo dijo mi padre notuvo la Gracia de la creacin; lacreacin es una potestad de todoslos espritus. La fecundidad de lamateria es ilimitada, posee unafuerza vital inagotable, y, al mismotiempo, un poder de seduccin que

    nos lleva a moldearla. En el cora-zn oscuro y recndito de la mate-ria se esbozan sonrisas indefinidas,se crean tensiones y se concentranlas formas larvarias. La materialate ante las posibilidades intermi-

    nables que la atraviesan como vago-rosos estremecimientos. Mientrasespera un soplo de vida, la materiareverbera sin cesar y nos tienta conun sin fin de formas dulces y male-ables, nacidas de sus oscuros deli-rios.Carente de iniciativa propia, delujuriosa maleabilidad, voluble comouna mujer, dcil ante cualquierimpulso, la materia es una tierra denadie abierta a toda clase de char-latanera y diletantismos, a los

    abusos y las manipulaciones demir-gicas ms equvocas. La materia es elelemento ms pasivo y desamparadodel cosmos. Cualquiera puede molde-arla a su antojo. Todos los componen-

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    tes de la materia son transitorios einestables, propicios a la regresin

    y la disolucin.No hay nada pecaminoso en limitarla vida a formas nuevas y diferen-tes. La destruccin no es pecado.Muchas veces es una violencia nece-saria respecto a las formas rebel-des y osificadas y que han perdido

    inters. En el campo de un experi-mento arriesgado y fascinante, quizpudiese considerarse como una vir-tud. He aqu, tal vez, el punto departida de una novsima apologa delsadismo.

    Mi padre glorificaba, incansable,ese extraordinario elemento que esla materia.No hay materia muerta nos instru-a, la muerte solamente es una apa-riencia bajo la que se ocultan for-mas de vida an desconocidas. Lamagnitud de sus formas es infinita,y sus matices inagotables. ElDemiurgo estaba en posesin deesenciales y extraordinarios arca-nos de creacin. Gracias a ellos,cre un sin fin de especies con

    capacidad para reproducirse por smismas. No sabemos si tales arcanospodrn ser reconstruidos algn da.Aunque no sera de todo punto nece-sario, puesto que si esos inmemoria-

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    les procedimientos nos fuesen prohi-bidos de una vez para siempre, nos

    quedaran otros mtodos ilegales,una infinidad de procedimientosherticos y pecaminosos.A medida que mi padre pasaba de esasgeneralidades cosmognicas a consi-deraciones que le afectaban msntimamente, su voz bajaba de tono

    hasta convertirse en un penetrantesusurro, su exordio se haca poco apoco difcil y confuso, y se perdapor regiones cada vez ms inciertasy arriesgadas. Su gesticulacinadquira entonces una solemnidad

    esotrica. Entrecerraba un ojo, sellevaba dos dedos a la frente, y lainquietante astucia de su mirada sehaca insoportable. Paralizaba a susinterlocutores seducindolos conaquellas miradas, violaba con sucnica expresin sus pensamientosms ntimos y vergonzosos, hasta quealcanzaba el ms lejano rincn delos mismos, los pona contra laespada y la pared y los cosquillea-ba con un dedo de irona, y final-mente consegua de ellos una luz de

    comprensin y risa, la risa de laaceptacin y la entrega, el signovisible de la capitulacin.Las muchachas permanecan sentadas,inmviles; la lmpara humeaba. La

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    ropa haba resbalado haca ya ratode la mquina de coser, que segua

    funcionando intilmente, cosiendoel hilo que la noche invernal des-arrollaba inmisericorde y sin fin.Hemos vivido demasiado tiempo bajoel terror de la perfeccin inalcan-zable del Demiurgo deca mi padre,durante un tiempo demasiado largo la

    perfecccin de su obra ha paraliza-do nuestra propia creacin. Pero noqueremos competir con l. No tene-mos la ambicin de igualarlo.Queremos ser creadores en nuestrapropia y baja esfera, deseamos el

    privilegio de la creacin, el pla-cer creativo, deseamos en una pala-bra la demiurgia.No s en nombre de quin mi padreproclamaba tales reivindicaciones,qu comunidad o corporacin, secta uorden le ofreca un leal amparo queacababa impregnando sus palabras deuna proftica gravedad. En cuanto anosotros, estbamos lejos de lasaspiraciones demirgicas.Sin embargo, mi padre desarrollabael programa de aquella segunda

    demiurgia, de aquel Gnesis hetero-doxo que deba oponerse abiertamen-te al orden existente.Nosotros no aspiramos deca, aobras de largo aliento, a seres

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    duraderos. Nuestras criaturas nosern hroes de novelas de muchos

    volmenes. Sus papeles sern cortos,lapidarios, sus caracteres sin pro-fundidad. En ocasiones nicamentelos llamaremos a la vida para queejecuten un solo gesto o pronuncienuna sola palabra. Lo admitimosabiertamente: no insistiremos en la

    duracin o en la solidez de la eje-cucin, y nuestras criaturas serncasi provisionales, hechas para noservir ms que una vez. Si fuesenseres humanos les daremos, por ejem-plo, la mitad del rostro, una pier-

    na, una mano, la que le ser nece-saria para su papel. Sera pedantepreocuparse por la otra innecesa-ria pierna. Por detrs podra, sim-plemente, hacerse un hilvn o pin-tarlos de blanco. Nosotros pondremostoda nuestra ambicin en este sober-bio lema: un actor para cada gesto.Para cada palabra, para cada accin,llamaremos a la vida a una diferen-te criatura humana. Tal es nuestroantojo, y ese ser un mundo conce-bido a nuestro gusto. El Demiurgo

    amaba los materiales refinados,soberbios y complicados; nosotrosdamos preferencia a la pacotilla.Sencillamente estamos seducidos,cautivados por la baratija, la frus-

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    lera y la pacotilla. Comprendeispreguntaba mi padre el profundo

    sentido de esa debilidad, de esapasin por los trozos de papel decolores, por elpapier mch, por lalaca, la estopa y el serrn? se escontinu con una dolorosa sonrisanuestro amor por la materia en s,por lo que sta tiene de moldeable

    y poroso, por su ineluctable consis-tencia mstica. El Demiurgo, esegran seor y artista, hace la mate-ria invisible al hacerla desaparecerbajo los ojos de la vida; nosotros,al contrario, amamos sus disonan-

    cias, sus resistencias, su torpezade golem. Nos gusta ver en cada unode sus gestos, en cada uno de susmovimientos, su pesado esfuerzo, suinercia y su dulce torpeza.Las muchachas se quedaban fascina-das, mirndole con ojos estticos,como de porcelana. Al ver sus ros-tros tensos y paralizados por laatencin, y sus mejillas afiebradas,resultaba difcil saber si erancriaturas del primero o del segundoGnesis de la creacin.

    En una palabra dijo mi padre,queremos crear al hombre por segun-da vez, a imagen y semejanza delmaniqu..

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    Al llegar a este punto, y para serfieles al relato, debemos mencionar

    un pequeo e insignificante inciden-te que se produjo en ese momento, yal que no dimos ninguna importancia.Totalmente incomprensible y carentede sentido en esta serie de aconte-cimientos, ese incidente poda in-terpretarse como una especie de auto-

    matismo fragmentario carente de cau-sas y efectos, como una especie demalicia del objeto, trasladada alterreno psquico. Aconsejamos al lec-tor que no le haga ms caso que no-s o t r o s .

    As, pues, en el momento en que mipadre pronunciaba la palabra mani-qu, Adela mir su reloj y cruzuna mirada de entendimiento conPolda. Entonces arrastr su sillahacia delante, y, sin levantarse,alz el borde del vestido dejandover poco a poco un pie enfundado enseda negra, rgido como si fuese lacabeza de una serpiente.Adela permaneci en esa posicindurante toda la escena tensa, pes-taeando con sus enormes ojos, que

    la atropina agrandaba an ms,entre Polda y Paulina; las tresmiraron a mi padre con ojos muyabiertos. ste tosi, call, seinclin hacia delante y enrojeci.

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    En un segundo, su rostro, que hastaentonces era vibrante y proftico,

    adquiri una expresin de humildad.l, el inspirado heresiarca, hace uninstante posedo por un aura deexaltacin, se haba replegado sbi-tamente sobre s mismo, descompues-to y encogido. Quiz haba sido sus-tituido por otro hombre. Ese otro

    permaneca sentado y rgido, muyenardecido, con la mirada baja.Polda se acerc y se inclin frentea l. Y mientras le daba golpecitosen la espalda le dijo con un suavetono alentador:

    Seor Jakub, razone, seor Jakub,hgame caso, seor Jakub, no seaobstinado Por favor, seor Jakub,por favor!El zapato de Adela, que segua esti-rado, se mova con un ligero temblory brillaba como la lengua de unaserpiente. Mi padre, con la miradasiempre baja, se levant lentamente,dio un paso de autmata y cay derodillas. La lmpara silbaba en elsilencio. En los tapices de lasparedes se cruzaban elocuentes mira-

    das, se murmuraban palabras de doblefilo en el aire, maliciosos pensa-mientos

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    TRATADO DE LOS MANIQUES

    continuacin

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    La noche siguiente, mi padre volvicon renovado entusiasmo a tratar suoscuro y complejo tema. El mapa desus arrugas se haba enriquecido ydejaba ver una refinada astucia. Acada lnea de su rostro asomaba lairona. Pero a veces, la inspiracin

    extenda el delta de sus arrugasque, sacudidas por la fuerza de supalabra, formaban volutas silencio-sas que se perdan en las profundi-dades de la noche invernal.Figuras del panptico, mis queridas

    seoritas comenz mi padre, acasoparodias de los maniques delCalvario, s Mas, a pesar de queofrezcan esa imagen no os atrevisa menospreciarlas. La materia nosabe de bromas, sino que ms bienest imbuida de una desolada grave-dad. Quin, pues, se atrevera apensar que podemos tratarla conligereza, que podemos moldearla aimagen y semejanza de nuestra idea,y que semejante idea no impregna ypenetra al instante su naturaleza

    como si fuese su propio destino ouna ineluctable fatalidad? Acasosents ese dolor, ese sufrimientooscuro que no encuentra escapatoria,encerrado en ese maniqu, que no

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    sabe por qu la materia es como esni por qu sta debe permanecer bajo

    esa forma impuesta y paradjica?Comprendis el poder de la expre-sin, de la forma, de la apariencia,la arbitraria tirana impuesta sobreuna materia indefensa a la que domi-nan como si se hubiesen convertidoen su tirnica, desptica alma?

    Vosotras dais a cualquier cabeza detrapo y estopa una expresin defuror y la dejis as, con esefuror, con esa convulsin, con eseestigma, encerrada de una vez parasiempre en una ciega maldad para la

    que no hay escapatoria. La multitudre de esa parodia. Sera mejor quelloraseis, seoritas, sobre vuestropropio destino, al ver esa materiaprisionera, oprimida, que no sabe niquin es, ni por qu ni a qu con-duce esa actitud que se le haimpuesto para siempre.La muchedumbre re. Comprendis elterrible sadismo, la subyugante ydemirgica crueldad de esa risa? Enverdad os imploro que lloremos, misqueridas seoritas, por nuestro pro-

    pio destino, al contemplar el infor-tunio de la materia violada, contrala que se ha cometido un terribledesafuero. De ah proviene la hondatristeza de todos los golems fanto-

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    ches, de todos los maniques trgi-camente ensimismados en sus ridcu-

    las muecas.Ved al anarquista Luccheni, elasesino de la emperatriz Elisabeth;ved a la reina Draga de Serbia,demonaca e infeliz; ved a esejoven genial, esperanza y orgullode su linaje, al que perdi la

    funesta costumbre del onanismo.Oh!, irona de esos nombres, deesas apariencias.Hay verdaderamente algo de lareina Draga en esa figura de cera,acaso su doble o la ms remota som-

    bra de su ser? Esa semejanza, esefingimiento y ese nombre acaban porimponerse a nosotros y nos impidenque nos preguntemos quin es esainfortunada figura para s misma.Sin embargo, debe ser alguien,jovencitas, alguien annimo, insu-miso, infeliz, que nunca haya odohablar en su sojuzgada existencia dela reina DragaHabis odo, durante las noches,los terribles gritos de esos mani-ques de cera encerrados en barra-

    cas de feria, el lastimoso coro deesos fantoches de madera y porcela-na que golpean con el puo las pare-des de su crcel?

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    En el rostro de mi padre, alteradopor el horror de aquellas visiones

    que conjuraba desde la oscuridad, seform una espiral de arrugas, untorbellino que se iba haciendo cadavez ms profundo y en cuyo fondoarda el ojo amenazador de un pro-feta. Su pelo se haba erizadoextraamente: la barba, las verru-

    gas, los lunares y tambin la narizmostraban aquella hirsuta flora-cin. Permaneca rgido, con losojos ardiendo, temblando de una agi-tacin interna, como un autmatacuyo mecanismo se ha bloqueado y se

    detiene en punto muerto.Adela se levant de la silla y nospidi que no hicisemos mucho casode lo que iba a ocurrir. Se acerca mi padre, y, con las manos en lascaderas, en una pose de gran deter-minacin, dijo sin miramientos

    Las muchachas permanecieron senta-das, con la mirada clavada en elsuelo en un extrao abandono

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    TRATADO DE LOS MANIQUES

    conclusin

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    Una de las noches siguientes mipadre continu as su exordio:Cuando anunci mi tratado sobre losmaniques, realmente no querahablar de la encarnacin de esasprofanas figuras, no quera hablar,jovencitas, de esas tristes parodias

    que son los frutos de un comn yvulgar abuso, sino que tena enmente algo muy distinto.Aqu, mi padre comenz a desarro-llar ante nosotros el epgrafe deaquella generatio aequivoca con la

    que soaba: una especie de seresslo semiorgnicos, una clase deseudofauna y seudoflora, resultadode una fantstica fermentacin dela materia.Eran creaciones que, tan slo enapariencia, recordaban a criaturasvivas como crustceos, vertebrados ocefalpodos. Aunque en realidad esaapariencia resultaba engaosa: setrataba de criaturas amorfas, caren-tes de estructura interna, productosde la tendencia imitativa de la

    materia que, dotada de memoria,repite por la fuerza de la costum-bre las formas ya aceptadas. Laposibilidad morfolgica de la mate-ria es limitada, y una cierta can-

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    tidad de formas se repite una y otravez en distintos niveles de la exis-

    tencia.Esas criaturas con capacidad demovimiento, sensibles a los estmu-los, y an lejos de la verdaderavida, podran conseguirse suspen-diendo ciertos coloides complejos enuna solucin de sal culinaria. Esos

    coloides, al cabo de algunos das,adquiriran forma y se organizaranen precipitaciones de substanciasque recordaran a criaturas de unafauna inferior.En las criaturas concebidas de ese

    modo, se podran observar los proce-sos de respiracin y metabolismo,pero el anlisis qumico no revela-ra en ellas ningn rastro de alb-mina ni de compuestos carbnicos.Aunque, sin embargo, esas formasprimarias resultaban insignifican-tes, comparadas con la variedad yexuberancia de las seudofloras yseudofaunas que suelen aparecer aveces en ambientes ms propicios.Esa clase de ambiente reina en ae-jas estancias impregnadas de emana-

    ciones que all han destilado seresy acontecimientos; atmsferas des-gastadas, saturadas por la materiade que estn hechos los sueos huma-nos; escombros en los que abunda el

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    humus del recuerdo, de la aoranzay del tedio innombrable. En tal

    suelo, esa vegetacin imitativa ger-minaba raudamente y de forma casivaporosa; en un parasitismo abundan-te y efmero produca generacionesde corta vida, que, tras una bri-llante floracin, se extinguan ymarchitaban.

    En tales estancias los tapices hande estar carcomidos y agotados porla alternancia inmisericorde detantos sonidos y ecos; no resultanada extrao, pues, que se dejenllevar hacia lejanos y oscuros

    delirios. La mdula de los muebles,y su sustancia, han de estar rela-jadas, degeneradas y sensibles alas tentaciones ms perversas: esentonces cuando sobre ese sueloenfermo, agotado y salvaje, maduray se expande una fantstica erup-cin, un moho exuberante de colo-res abigarrados.Como sabis deca mi padre, enlas antiguas casas hay habitacionesque estn completamente olvidadas.Sin que nadie ponga el pie en ellas

    durante meses, se debilitan entresus viejas paredes, y a veces ocu-rre que se encierran en s mismas,se cubren de ladrillos, y, finalmen-te, se pierden irremediablemente

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    para nuestra memoria, abandonan pocoa poco su existencia. Las puertas

    que conducen a las mismas, situadasen el rellano de una incierta esca-lera de servicio, pueden escapardurante tanto tiempo a la atencinde los habitantes que llegan a fun-dirse y penetrar en la pared, dondese borran sus huellas, al desapare-

    cer en el complicado dibujo delneas y grietas de la misma.En cierta ocasin, una maana haciael final del invierno continu mipadre, despus de muchos meses deausencia, penetr en uno de esos

    corredores olvidados, y qued sor-prendido por el aspecto de aquellasestancias.De todas las grietas del suelo, detodas las cornisas y vanos brotabanfinos tallos que llenaban el airegris con una orla reverberante dehojas afiligranadas, de una inigua-lable proliferacin que evocaba untibio invernadero lleno de susurrosy parpadeantes brillos: una falsay gloriosa primavera. En torno a lacama, bajo la lmpara, a lo largo de

    los armarios crecan matas de tier-nos arbustos que, en lo alto, dise-minaban sus luminosas coronas yfuentes de hojas enlazadas, rocian-do clorofila, que se abra paso

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    hasta el cielo pintado del techo.En un rpido proceso de floracin,

    enormes flores blancas y rosas sehaban abierto entre la arborescen-cia, brotaban en un abrir y cerrarde ojos, mostrando su pulpa rosa,y, tras derramar sus ptalos,comenzaban despus a marchitarser a u d a m e n t e .

    Yo me senta feliz continuaba mipadre viendo aquella floracininesperada que colmaba el aire conun delicado susurro, con un murmu-llo suave, cayendo como confetiarcoirisado a travs de las delga-

    das vainas de las ramas.Yo poda ver cmo el temblor delaire, la fermentacin de una atms-fera tan rica haban provocado aquelflorecimiento precoz y lujuriante,y, finalmente, aquel deshojamientode las fantsticas adelfas, que, engrandes racimos de plidas floresrosas, haban llenado la estancia ydejaban caer sus hojas dulcementecomo ptalos de nieve.Antes de la cada de la noche con-cluy mi padre no quedaba ni ras-

    tro de aquella esplndida floracin.Esa visin quimrica era una fata-morgana, una mistificacin, un ejem-plo de la extraa simulacin de lamateria que haba dado origen a una

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    apariencia de vida. Mi padre eseda estaba extraamente animado, y

    su mirada incisiva e irnicaexpresaba vivacidad y astucia.Despus, sbitamente ms serio, sepuso a analizar la infinita diver-sidad de formas y matices que podarevestir la materia polimorfa.Estaba fascinado por las formas

    extremas, dudosas y problemticas,como el ectoplasma de los mediums,o la seudomateria, la emanacincatalptica del cerebro que, enalgunos casos, se derramaba de laboca de la persona en trance y

    cubra toda la mesa, llenando laestancia con un enrarecido tejidoflotante, con una pasta astral enel lmite entre el cuerpo y el esp-r i t u .Quin sabe deca cuntas formasexisten de vida fragmentaria,doliente, mutilada, como la vidaartificial de las mesas y armariosviolentamente clavados, maderascrucificadas, silenciosos mrtiresdel cruel ingenio humano. Dramticostrasplantes de razas de rboles

    incompatibles y hostiles entre s,fundidos en una personalidad nica ydesdichada.

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    Cunto sufrimiento acumulado hay enesas barnizadas vetas, en esas venas

    y nudos de nuestros viejos y fami-liares armarios. Quin sabr recono-cer en ellos los antiguos rasgos,las sonrisas, las miradas cepilladasy pulidas hasta perder totalmente suidentidad.El rostro de mi padre, al decir eso,

    se disolvi en una pensativa red dearrugas, que recordaban a una viejamadera, llena de nudos y vetas, dela que se hubiesen pulido todos losrecuerdos. Por un momento cremosque mi padre se sumira en un esta-

    do de postracin, como a veces leocurre, pero se recuper enseguida ycontinu diciendo:Algunas tribus mticas tenan porcostumbre embalsamar a sus muertos.Los cuerpos y las cabezas eran dis-puestos sobre las paredes, a modo deincrustacin: en la sala haba unpadre disecado; bajo la mesa, laesposa curtida como una piel hacade alfombra. Conoc a cierto capi-tn que tena en su camarote unalmpara melusina hecha por embalsa-

    madores malayos del cuerpo de suamante asesinada. En la cabeza tenaunas enormes astas de ciervo.En la tranquilidad del camarote,aquella cabeza con astas, colgada

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    del techo, pestaeaba; en su boca amedio abrir brillaba una burbuja de

    saliva que estallaba con susurros.Los pulpos, tortugas y enormes can-grejos, colgados de las vigas deltecho como si fuesen candelabros olmparas de araa, agitaban en aquelsilencio sus patas interminablemen-te, y caminaban, caminaban, sin

    moverse El rostro de mi padre adquiri unaexpresin de abatimiento y tristeza,mientras su pensamiento, quin sabea causa de qu extraas asociacio-nes, le indujo a una nueva digre-

    sin.

    Acaso debera silenciar deca envoz baja que mi hermano, a conse-cuencia de una larga e incurableenfermedad, poco a poco se fue que-dando reducido a no ser ms que unnudo de tripas, y que mi pobre primatena que llevarlo da y noche entremantillas, cantndole nanas a aque-lla infeliz criatura en las nochesde invierno. Puede haber algo mstriste que un ser humano reducido a

    tubo o goma de enema? Qu desilu-sin para sus padres, qu confusinpara sus sentimientos, qu perdidasesperanzas puestas en aquel jovenprometedor! Sin embargo, el fiel

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    amor de mi pobre prima lo acompaincluso en aquella transformacin.

    Ah!, no puedo ms, no puedo seguiroyendo eso, gimi Polda inclinndo-se en su silla. Hazlo callar,Adela!

    Las muchachas se levantaron. Adelase acerc a mi padre y agit el dedo

    como para hacerle cosquillas. Mipadre mud de expresin, se call,y, con un sbito temor comenz aretroceder ante el dedo de Adela.Ella lo sigui, amenazndolo con sudedo hasta que lo hizo salir, paso

    a paso, de la estancia. Paulina bos-tez, desperezndose. Ella y Polda,apoyadas una en otra, se miraron alos ojos con una sonrisa.

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    ndice

    Los Maniques 7

    Tratado de los Maniqueso Segundo Libro del Gnesis 23

    Tratado de los Maniques

    continuacin 33

    Tratado de los Maniquesconclusin 39

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    Mientras que la infancia y su magia presexualhaban estado presididas por la figura delpadre, el lugar de ste pronto va a ser ocupa-do, en La poca Genial como la denominaSchulz por la Mujer-dolo que, gobernada por

    una biologa inconsciente, est imbuda de unsentimiento de auto-satisfaccin y perfeccin.Sus tendencias e impulsos destructivos hacia elhombre y sus necesidades espirituales slo sondestructivos en apariencia y a corto plazo. Ensu percepcin masoquista, son al mismo tiempoestmulos creativos; inconscientemente favo-

    rables, fecundan involuntariamente la imagi-nacin. No se trata de un efecto del azar si, enel Tratado de los Maniques, Adela perturbandoe interrumpiendo las plticas del padre (adems,algo sintomtico, dirigidas a un auditorio dejovencitas), humillando su intelecto y su ima-ginacin lo anime al mismo tiempo a nuevas ten-tativas todava ms brillantes. No sin razn esella precisamente la que descubre y pone antelos ojos del nio los restos del Libro mtico dela infancia desaparecida, restos qu fecundoen cuentos! de una vieja revista. Poco importaque ella misma est llena de desdn y despreciohacia esos papeles. Eso no rebaja su valor sinoque, al contrario, lo aumenta. Pues la gracia

    santificadora emana de Adela y de las Mujeresde una manera completamente inconsciente, eincluso contrariamente a sus intenciones.En su obra literaria, Schulz supo explorar ma-ravillosamente la realidad en el lmite de lavigilia y el sueo, dosificar la intensidad y ladensidad de la materia de sus visiones, penetrar

    en los recovecos ms lejanos de las sensacionescon mltiples significados.

    Jerzy FICOWSKI