BRUCE SPRINGSTEEN

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EL BONISMO , FUENTE DEL ODIO ................................ Pienso, por ejemplo, en el farsante más abyecto del siglo XX: Bruce Springsteen. Hemos de reconocer la habilidad de este genio del mal para hacerse rico con su disfraz de humanista y su inteligencia emocional a la hora de elegir la música popular como vehículo para la puesta en práctica de su demoledor bonismo. Si eres español y escribes en un diario, puedes dar la tabarra a un número limitado de personas. Pero si eres norteamericano y practicas una perversión bonista del rock and roll, puedes contaminar con tus tonterías a toda la humanidad. No creo exagerar si digo que Bruce Springsteen es el hombre que ha acabado con la música pop tal como la conocíamos. Tradicionalmente, el rock and roll era el refugio de los inadaptados, de los gamberros cuya idea de la diversión era prender fuego a los muebles de los hoteles tras mearse en las macetas del hall. El mundo pop era un amasijo de simpáticos sociópatas, algunos de los cuales hasta tenían talento. Era un mundo clasista en el que los que triunfaban hacían realidad su sueño de vivir sin trabajar y se dedicaban a dilapidar su fortuna en alcohol, drogas y sexo desordenado. Gracias a las bandas de rock, los chavales díscolos tenían un espejo en el que contemplarse y hacerse la ilusión de que no eran unos borregos como sus compañeros de pupitre, que no había más que verlos para deducir que acabarían en una oficina siniestra acumulando trienios y encajando, al cabo de los años, una patada en el culo acompañada de un reloj barato. Estoy hablando de un mundo maravilloso que se fue al carajo cuando todos esos santurrones como Sting, Bob Geldof o Michael Jackson se lanzaron a montar sus equivalentes musicales de las fiestas de la diversidad en vez de quedarse en sus casas inyectándose heroína o de destrozar la habitación del hotel que los acoge en una de esas ciudades de las que sólo conocen el aeropuerto y el estadio en el que actúan. El uno se agarraba a las madres de la Plaza de Mayo, que bastante desgracia tenían, las pobres; el otro intenta salvar África él solo; el de más allá rueda el asqueroso video clip de una canción en la que miente como un bellaco al asegurar que da lo mismo ser blanco que negro: ¡no hay más que vede para comprobar que él prefie-

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EL BONISMO , FUENTE DEL ODIO ................................

Pienso, por ejemplo, en el farsante más abyecto del siglo XX: Bruce Springsteen.

Hemos de reconocer la habilidad de este genio del mal para hacerse rico con su disfraz de humanista y su inteligencia emocional a la hora de elegir la música popular como vehículo para la puesta en práctica de su demoledor bonismo. Si eres español y escribes en un diario, puedes dar la tabarra a un número limitado de personas. Pero si eres norteamericano y practicas una perversión bonista del rock and roll, puedes contaminar con tus tonterías a toda la humanidad.

No creo exagerar si digo que Bruce Springsteen es el hombre que ha acabado con la música pop tal como la conocíamos. Tradicionalmente, el rock and roll era el refugio de los inadaptados, de los gamberros cuya idea de la diversión era prender fuego a los muebles de los hoteles tras mearse en las macetas del hall. El mundo pop era un amasijo de simpáticos sociópatas, algunos de los cuales hasta tenían talento. Era un mundo clasista en el que los que triunfaban hacían realidad su sueño de vivir sin trabajar y se dedicaban a dilapidar su fortuna en alcohol, drogas y sexo desordenado. Gracias a las bandas de rock, los chavales díscolos tenían un espejo en el que contemplarse y hacerse la ilusión de que no eran unos borregos como sus compañeros de pupitre, que no había más que verlos para deducir que acabarían en una oficina siniestra acumulando trienios y encajando, al cabo de los años, una patada en el culo acompañada de un reloj barato.

Estoy hablando de un mundo maravilloso que se fue al carajo cuando todos esos santurrones como Sting, Bob Geldof o Michael Jackson se lanzaron a montar sus equivalentes musicales de las fiestas de la diversidad en vez de quedarse en sus casas inyectándose heroína o de destrozar la habitación del hotel que los acoge en una de esas ciudades de las que sólo conocen el aeropuerto y el estadio en el que actúan. El uno se agarraba a las madres de la Plaza de Mayo, que bastante desgracia tenían, las pobres; el otro intenta salvar África él solo; el de más allá rueda el asqueroso video clip de una canción en la que miente como un bellaco al asegurar que da lo mismo ser blanco que negro: ¡no hay más que vede para comprobar que él prefiere ser blanco!

Esta gente, de un plumazo, se propuso acabar con una imagen trabajosamente construida por héroes del pop como Jerry Lee Lewis, Little Richard, Janis Joplin o Sid Vicious, que siempre quisieron dejar bien claro que el rock and roll era, ante todo, una gamberrada insolidaria practicada por personas que se ganan a pulso el privilegio de hacer lo que les sale de las narices sin rendir cuentas a nadie. Pero ninguno de esos meapilas del rock ha sido tan funesto como Bruce Springsteen.

No negaré que este sano muchachote de Nueva Jersey tiene algunas canciones interesantes. Siendo benévolos podremos reconocede todo un álbum de canciones interesantes: Nebraska, una serie de temas asaz emotivos, interpretados a voz y guitarra pelada y grabados con una zapatilla a cuadros

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ejerciendo las funciones de micrófono. Una de ellas, «Highway patrolman», sirvió de inspiración a Sean Penn para dirigir The indian runner, una estupenda película que nadie se tomó la molestia de ver. Pero lo cortés no quita lo valiente, y un álbum digno no compensa la bajeza moral que lleva años distinguiendo a la carrera de este trovador americano.

Cuando hablo de bajeza moral no me refiero a algún vicio inconfesable. Bruce no tiene de esas cosas. Su mayor afición es, según propia confesión, la cerveza Heineken, y todo parece indicar que su vida privada, su existencia de buen marido y mejor padre de familia, es impecable. A lo que me refiero es a su inveterada manía de presentarse ante su público como si fuera uno de ellos, cuando todos sabemos que es un millonario cuya fortuna no debe de andar lejos de la de Bill Gates. Podría disfrutar de esa fortuna y de su status de estrella del rock and roll si no fuera por su adicción al bonismo, que, tal vez de forma involuntaria, le lleva a engañar a sus fieles de mala manera.

A Bruce no le basta con ser un músico de éxito. Además quiere dejar bien claro que:

1. No se le ha subido la fama a la cabeza y sigue siendo un muchacho de barrio como los que acuden a sus conciertos.

2. Puede que sea un millonario, pero eso no le impide estar en contacto con las miserias y las alegrías de la gente de la calle, a la que sigue dedicando la práctica totalidad de sus temas.

3. Aunque le sobra el dinero y podría encarga de cada año una docena de trajes a Giorgio Armani, prefiere seguir yendo por el mundo hecho unos zorros, con tejanos destrozados, camisetas con manchas de grasa y barba de tres días.

Estos tres puntos se resumen en uno: Bruce es uno de los nuestros, un colega, un hermano mayor enrollado.

Mentira.

Bruce Springsteen es un millonario y por lo que a mí respecta puede meterse su buen rollo por donde le quepa. Y si algún día le toca comparecer ante el Alto Tribunal de Delitos Contra el Rock and Roll que no cuente conmigo para que le defienda. En esto de la música pop, amigo Bruce, no se puede estar en misa y repicando.

Antes de Springsteen, las estrellas pop eran seres inaccesibles que, a cambio de dinero, se subían a un escenario a poner en práctica las fantasías de su audiencia. La gente quería ser como ellos y, con la excepción de cuatro groupies con ganas de figurar, a nadie se le ocurría conocerlos, tomarse copas con ellos o considerados como de la familia. Eran como los divos de Hollywood, fantasías andantes que cumplían una función sedante para sus seguidores, que podían asomarse durante un ratito a un mundo de fantasía y diversión habitualmente inaccesible.

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Por supuesto, Bruce es tan inaccesible como David Bowie o Lou Reed. Pero estos dos caballeros, por lo menos, no engañan a nadie, no le hacen creer a su público que las puertas del camerino están abiertas a cualquiera que quiera compartir una Heineken con su ídolo. Bruce, eterna-mente disfrazado de buena persona, ha conseguido convencer a todos los camioneros de Nueva Jersey, a todos los estudiantes universitarios del mundo y a una buena parte del sector femenino de las audiencias rockeras de que es un chaval simpático y accesible que está en el escenario prácticamente por casualidad, ya que cualquiera del público lo podría hacer igual de bien que él.

De sus conciertos siempre hay alguien que sale diciendo (lo he comprobado) que, en un momento u otro de la velada, Bruce ha cruzado su mirada con la suya y le ha sonreído. Mientras David y Lou no te ven o, en caso afirmativo, te escupen nada más establecer contacto visual contigo, san Bruce te sonríe, te arquea las cejas y te da personalmente las gracias, por vía telepática, por tu asistencia. O eso creen los pobres infelices que han sobrevivido a las cuatro agotadoras horas que duran las maratones musicales del Boss. Porque ésa es otra: para demostrar que a él a buen tipo y a generoso con su audiencia no le gana nadie, se tira en el escenario hasta que hay que pensar seriamente en llamar a la grúa municipal para que lo saque de ahí y sus rehenes puedan, por fin, irse a dormir.

Es una pena que una persona en principio decente se convierta en un monstruo por culpa del bonismo, pero eso es lo que hay. Y las peores consecuencias de esta adicción destructiva para un artista son las que le convierten en una parodia de sí mismo o, directamente, en un farsante. ¿ O es que alguien puede creer que el Bruce real y el Bruce personaje son la misma persona? El Bruce real es un multimillonario cincuentón que, si fuera sincero consigo mismo, escribiría canciones sobre la voracidad del ministerio de Hacienda o el dinero que se deja su mujer en las tiendas de Madison Avenue o Rodeo Drive, pero, claro, eso le convertiría en un tipo de una lucidez tan aplastante y de una auto crítica tan mordaz que sus seguidores dejarían de comprar sus discos (¿acaso alguien compra los de Randy Newman, ese cantautor que ha hecho del sarcasmo y la autoflagelación un arte?). Tal como está esa situación que él mismo ha creado, Bruce tiene que seguir escribiendo canciones sobre héroes de la clase obrera que sudan la gota gorda para traer un poco de comida a casa: gente que se parece a él y que viste igual que él.., ¡pero que no tiene nada que ver con él!

Esta ficción tan enternecedora que Bruce ha creado para sí mismo y para sus seguidores no sería especialmente grave si no hubiera creado escuela. Hoy día, en la escena rockera, no se puede dar un paso sin tropezarse con maestros de la autenticidad, a cual más insoportable. ¡Como si ser auténtico (signifique eso lo que signifique) y buen tío tuviera algo que ver con el rock and roll!

Si Bruce Springsteen fuera, pongamos por caso, bosnio, la cosa no sería tan grave porque sólo le venerarían cuatro bosnios. Pero el tipo pertenece al mayor fabricante internacional de mentiras y engañifas morales, los Estados Unidos de América. Y en ese país es donde el bonismo ha arraigado con más fuerza. N o sólo en la música, sino en cualquier sector de la industria seudocultural, siendo, tal vez, su presencia en el mundo del cine la más preocupante. Entre otras cosas, porque el bonísmo cinematográfico lleva ejerciendo su labor disolvente desde los años treinta, con aquellas repugnantes

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películas de Frank Capra en las que un pringado (por lo general, Gary Cooper o James Stewart) llegaba a Washington y ponía en su sitio a los politicastros. Por no hablar de aquellos fárragos pretendidamente religiosos en los que Bing Crosby o Spencer Tracy hacían de curita simpático que ayudaba a los niños descarriados a hacerse con su porción del pastel del sueño americano.

Los libertarios años sesenta, aunque no fueran tan brillantes como se empeñan en recordarnos de manera machacona quienes los vivieron, tuvieron la virtud de arrinconar temporalmente el bonismo. Algo parecido se puede decir de los años setenta, cuando empezaron a rodar santos varones como Martin Scorsese o Francis Ford Coppola. Pero en los ochenta, la era en la que Ronald Reagan llega a presidente sin que aún hoy día consigamos entender cómo lo logró, el bonismo salta de nuevo a la palestra sin vergüenza alguna, gracias, especialmente, a dos de los actores más despreciables que nos hayamos encontrado jamás en una pantalla: Robin Williams y Tom Hanks.

Aunque hablar de estos dos personajes me pone de un mal humor considerable, no sería lícito dejados fuera de este opúsculo. Es imposible dar con dos bonistas tan recalcitrantes como ellos, siempre al frente de productos que potenciadores de las mejores cualidades humanas.

Ramón de EspañaEl odio

Ediciones Martínez Roca, 2000