Boero, Patricia L. - Administracion de Castigos

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UNIVERSIDAD DE CIENCIAS EMPRESARIALES Y SOCIALES Especialidad en Psicología Forense Cátedra: Interrogantes clínicos e ideológicos del tratamiento carcelario desde una perspectiva histórico-política del surgimiento y continuidad de la pena de prisión Profesoras: Lic. Alcira Daroqui Dra. Nelsy Medina Alumna: Lic. Patricia L. Boero DEL PATÍBULO A LAS REJAS Cambios en la administración del castigo entre los siglos XVIII y XIX 1

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DEL PATÍBULO A LAS REJASCambios en la administración del castigoentre los siglos XVIII y XIX

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UNIVERSIDAD DE CIENCIAS EMPRESARIALES Y SOCIALES

Especialidad en Psicología Forense

Cátedra:

Interrogantes clínicos e ideológicos del tratamiento carcelario desde una perspectiva histórico-política del surgimiento y continuidad de la pena de prisión

Profesoras:

Lic. Alcira Daroqui

Dra. Nelsy Medina

Alumna: Lic. Patricia L. Boero

DEL PATÍBULO A LAS REJASCambios en la administración del castigo

entre los siglos XVIII y XIX

Año 2011

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DEL PATÍBULO A LAS REJASCambios en la administración del castigoentre los siglos XVIII y XIX

Quizás no haya descripción más dramática y abrupta del giro

ocurrido entre los siglos XVIII Y XIX en las tecnologías de castigo que el

inicio de Vigilar y Castigar de Michel Foucault.

En él se relata el pasaje, en apenas unas décadas, de una sociedad

del espectáculo punitivo en la que el soberano encarna todos los poderes

del Estado y el castigo público es una demostración de su poder absoluto,

a una suerte de regulación normativizante de corte monacal en

instituciones de confinamiento, donde el destino de los condenados

pareciera asociarse al lema benedictino de “ora et labora” secularizado.

Este pasaje marca el surgimiento de la institución carcelaria como la

pena por excelencia a la hora de administrar sanciones, fenómeno que,

como podemos ver, y en contraposición a la creencia habitual de que la

cárcel es una institución de origen remoto, nos muestra la paradoja entre

su reciente nacimiento y el grado de aceptación —inmensa— que ha

tenido hasta y en la actualidad.

La reclusión, desde luego, no es un fenómeno moderno, pero sí su

aplicación tal y como la conocemos en el presente.

Hasta el siglo XIX sirvió a muchos propósitos diversos como uno más

de los dispositivos del cortejo punitivo.

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Durante el siglo XVIII el soberano ejerce el poder de captura y de

sustracción de la vida bajo el principio de venganza, no de justicia.

En el siglo XIX, el poder disciplinario va incursionar, en cambio, en

una anatomopolítica del cuerpo que encuentra su fundamento científico

en disciplinas como la medicina, la psiquiatría y la psicología con el

objetivo de la normatización. El “anormal” en esta época, cuya

característica fundamental es la de estar considerado un individuo

“peligroso” (peligrosidad en torno a la cual sigue girando actualmente

cierta criminología y ciertas intervenciones periciales, aun cuando este

concepto no tenga estatuto jurídico ni psicológico) es un efecto de la

conjunción del monstruo medieval, renacentista y dieciochesco cuya

característica es la de quebrar tanto el orden natural como las

regularidades jurídicas, el incorregible de los siglos XVII y XVIII y el niño

onanista —paradigma del cuerpo que obtiene un placer al margen de la

producción, sometido a disciplinas higiénicas bajo la égida de la medicina

y la política moralista de salud—. Se lo recluta entre las clases más

desvalidas y vulnerables. La selectividad y la visibilidad continúan hoy

como un presupuesto de la criminalización.

Quisiéramos agregar, como dato del presente, que la doctrina

“peligrosista” que en la actualidad tiene cada vez más auge, conculca

garantías constitucionales y convierte el Derecho penal de acto en

Derecho penal de Autor y al sujeto que delinque en “enemigo interno”,

cuestión tratada por el Dr. Zaffaroni en numerosos textos, introduciendo

la dinámica de la guerra en el Derecho Penal de Garantías (cf. Zaffaroni,

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Raúl: “El enemigo en el Derecho Penal”), con la diferencia de que hasta

para las circunstancias bélicas, el enemigo sigue conservando derechos al

que delinque se le retiran de hecho.

Tanto el poder soberano como el disciplinario (y más tarde la

biopolítica), avanzan sobre el cuerpo. El poder soberano, sobre el cuerpo

como maquinaria, la carne bruta del súbdito que no tiene existencia o la

tiene en forma neutral hasta que no es tocado por el soberano que lo hace

morir o lo deja vivir. Hacer morir y dejar vivir es el lema del poder del

monarca. La brutalidad de los castigos y los suplicios y torturas previas a

una ejecución responden a un principio de mostración de fuerzas en la

cual el soberano ofrece la evidencia de que no habrá ningún delito mayor

que su poder facultado para destrozar literalmente a su enemigo en las

formas más diversas y refinadas. El principio de venganza se nutre de la

consideración de que los delitos no son daños infringidos a la sociedad

sino al cuerpo del rey como Pater. Considerando que el crimen que se

tenía como más aberrante era el parricidio, pues quien se convertía en

parricida, era capaz de descender por toda la cadena de criminalidades

graves, aún el regicidio se jugaba en estos términos.

El cambio en la administración del dolor del siglo posterior, no se

debió a consideraciones piadosas sino que se implementó por razones

políticas y disminución de costos económicos. Por una parte, las grandes

ejecuciones de la Francia del s. XVIII, la cultura patibularia, reunía a

ingentes masas de personas que podían derivar en situaciones de

amotinamiento, violencia y descrédito del soberano. Por la otra, castigar

tenía altos costos económicos que se veían notablemente reducidos si se

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aplicaban los principios del confinamiento de delincuentes en

instituciones cerradas vigiladas por un número pequeño de agentes de

control social. Vigilar resultaba siempre menos oneroso. Pero este cambio

plantea diversas paradojas: que en el siglo de Las Luces el espectáculo

fuera desnudo y público, mientras los reclusos vivían en mazmorras

oscuras y malolientes, contrastaba con la transparencia panóptica que,

curiosamente, enviaba intramuros los castigos, produciéndose un velo

para el exterior respecto del modo en que se ejecutaban.

En otro orden de cosas, el poder disciplinario que gestiona la vida de

los individuos para adiestrarlos, contó con la sostenida colaboración de

disciplinas que se dedicaron no sólo a vigilar sino también a extraer saber

de los reclusos y de todos aquellos confinados en lo que Foucault

denominó “instituciones de secuestro” (hospicios, hospitales, manicomios,

fábricas, escuelas) cuya proliferación como lugares de contención y

adiestramiento datan también de esta época y que Goffman denominó

“instituciones totales”.

La cárcel se transformó entonces en un dispositivo de control social

que iba más allá del cuerpo físico del recluido. El control del alma de los

condenados se producía por un mecanismo donde la vigilancia efectiva

podía no estar presente pero siempre lo estaba la idea del detenido de

estar constantemente vigilado, por lo que se lograba que él mismo fuera

su propio guardián en la presunción de que había otro inevitablemente

presente que podría sancionarlo por sus conductas, gracias a su

omnivisión.

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Como institución total, la cárcel perpetró también el secuestro del

tiempo del recluso y pretendió reconvertir la ociosidad que se desprendía

de su permanencia intramuros en tiempo productivo. Con ello, se

agregaba una dudosa virtud a la pena: la de que los presos estuvieran

dentro del sistema productivo, a través del trabajo del que no podían

hacer usufructo. Dudosa virtud porque no se trataba de un trabajo sino de

un castigo revestido de retórica altruista, toda vez que ninguno de ellos

era un asalariado.

Pero hasta el advenimiento de la cárcel como institución

privilegiada, el régimen penal se componía de cuatro formas de punir:

1. deportar, desterrar, impedir el paso, destruir o confiscar aquello

relacionado con la identidad y el arraigo (lugar de nacimiento,

vivienda, bienes), característica de la sociedad griega, de la cual

Edipo es uno de los ejemplos más conocidos.

2. imponer como compensación al daño una obligación en términos

dinerarios o en bienes, característica del derecho germánico. El

Wergeld es el ejemplo extremo.

3. grabar en el cuerpo marcas infamantes de poder (amputar, herir,

señalar con una cicatriz, etc.), característica de las sociedades

occidentales de finales de la Edad Media. El hierro candente en

la frente es un ejemplo.

4. encerrar, característica de nuestra sociedad a partir de 1780.

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Realizamos esta enumeración a partir de lo que Foucault menciona

en “La vida de los hombres infames”, sin pretender agotar las

innumerables formas de castigo desarrolladas por las sociedades hasta la

actualidad. Tanto en las griegas como en las germánicas o en la Europa

Medieval y Renacentista, en las sociedades colonizadas o en los procesos

inquisitoriales de orden religioso, existían innumerables formas de castigo

y tortura con fines retaliativos, confesionales, informativos, políticos y

segregativos, aunque según el autor, estos eran los privilegiados.

Es probable que la empresa del castigo sea una de las actividades

que más ha desarrollado el refinamiento retorcido y la imaginación

desbordante en todas las épocas. Baste mencionar el Manual de

Inquisidores conocido como Malleus Maleficarum (El martillo de brujas)

de Kramer y Sprenger o hacer una recorrida por algún museo de la

inquisición en Perú, España o México para tomar dimensiones de la

creatividad punitiva.

Lo cierto es que la cuarta modalidad se estableció casi en forma

inexplicable como institución administradora de dolor privilegiada en el

mundo occidental.

Durante el siglo XVIII hay unanimidad entre los juristas

reformadores en considerar a la prisión como algo ajeno a la pena,

aunque se practicara la reclusión como acto de autoridad monárquica.

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Las reclusiones anteriores a 1780 revestían diversos caracteres:

algunas pueden asimilarse a nuestra actual prisión preventiva, otras a la

garantía (se encierra a un acreedor hasta la satisfacción de la deuda

contraída) y otras al encarcelamiento político ante posibles amenazas al

poder real.

Por otra parte existían encierros no sujetados a ningún concepto de

crimen sino a actos que contravenían principios morales o de formalidad

de conducta: retiros a conventos de eclesiásticos que no habían cumplido

con sus deberes religiosos, mujeres enviadas a casas de reclusión por

evidenciar una vida inconveniente.

En este último caso es interesante señalar que Foucault sostiene la

idea de que la cárcel tiene un antecedente que muestra que el poder es

microfísico, capilar y diseminativo y no se ejerce únicamente en forma

verticalista sino que adopta la forma de un rizoma. Ese antecedente es, en

la época del poder soberano, la lettre de cachet (orden real de encierro),

solicitudes dirigidas al monarca a través de sus representantes locales por

un particular notable, padre o marido agraviado por la conducta de su hija

o esposa, solicitándole “poner en vereda” a alguien por desvíos en su

conducta o acusaciones de inmoralidad, incluso por conflictos laborales. Si

el rey accedía, el sujeto era recluido hasta que estuviera lo

suficientemente corregido y reformado.

Pero retomando el enigmático origen de la cárcel como

institución total, enigmático en tanto los juristas reformadores no la

admitían como pena universal (se proponían otros modelos punitivos

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como la infamia, el talión, la esclavitud “social”), podemos mencionar

además que su imposición fue profundamente criticada casi por los

mismos motivos que hoy podríamos realizarle una o varias críticas: que es

una escuela de criminalidad, que produce estigmatización e identidad

negativa y, entre otras, que la autonomía que tiene el poder penitenciario

en relación a la ejecución de la pena respecto de las decisiones del Poder

Judicial —las cuales no son actualmente otra cosa que la aplicación de

políticas penales en términos de gerenciamiento de la inseguridad—,

produce un efecto de invisibilización de los aspectos más controvertidos

de la ejecución penal y una naturalización intramuros de la punición.

Ante las críticas, las respuestas de la reforma penitenciaria surgida

en la primera mitad del s. XIX (aislamiento, pedagogía y trabajo, actuación

de instituciones parapenales de control y prevención) fueron ineficientes

para reducir la disfuncionalidad carcelaria.

Lo más notorio de este período es la reconversión del interés por los

aspectos institucionales —materiales y formales—de la prisión (edilicios,

administrativos, correctivos, pedagógicos) en un interés por la

caracterización de los individuos que delinquían. Se pasan entonces al

olvido los efectos de la prisionización per se para poner en primer plano

un discurso que crea un nuevo sujeto, el delincuente, que ha de ser

estudiado y al que la institución carcelaria debe controlar.

Lo que constituyó la interrogante de una “ciencia de las prisiones”

se transforma en una “ciencia de los desviados” que delinquen, siendo

esta desviación psicológica, capturada como objeto por los distintos

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enfoques de las ciencias psiquiátrica, psicológica, sociológica y de la

criminología positivista.

La transición del siglo XVIII al XIX se caracterizó entonces, por un

relevo del gran espectáculo patibulario y el rey como pater Familiae, por

un mecanismo institucionalizado de vigilancia, control y normativización

cuya función no fue la de castigar mediante el sacrificio ritualizado y la

desaparición, el desmembramiento o la abolición material del cuerpo del

condenado, sino transformar a ese cuerpo en un objeto dócil, apto para

ser reformado, adiestrado, controlado en su temporalidad y convertido en

útil para la cadena productiva, a partir de la intervención ominiabarcativa

de la mirada a través del dispositivo panóptico. No ha de extrañarnos que

Jeremy Bentham, mentor del Panóptico arquitectónico, haya sido el

propulsor del utilitarismo.

Por otra parte, las ciencias médicas, con su discurso saludable y las

prácticas psicológicas y psiquiátricas, con su discurso acerca de la

normalidad y anormalidad, se hicieron cargo de la transformación del

cumplimiento de la pena en términos de curación de una enfermedad o

de una desviación, produciéndose así un efecto de medicalización,

psicologización y psiquiatrización del delincuente.

Es suficientemente conocido el mecanismo del Panóptico para

describirlo aquí. Podemos sintetizarlo, caracterizándolo como un artilugio

de la transparencia, la disciplina y la normalización que contrasta con esas

prisiones imaginarias (“Carceri d’ invenzioni”) que Giovanni Battista

Piranesi (1720 –1778) soñara en el siglo XVIII.

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“Carceri d’ invenzioni” - Giovanni Battista Piranesi

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Illinois State Penitentiary, vista interior

Panóptico de Jeremy Bentham

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Si observamos estas dos series de imágenes, podemos comprender

desde un recurso gráfico la contraposición entre el castigo dieciochesco y

el del siglo posterior y por qué Foucault sostiene que la prisión moderna

(aun cuando no tenga estructura arquitectónica de panóptico puro, y a

pesar de que la idea de control absoluto que Bentham le supuso a esta

estructura haya fracasado) no corrige, ni resocializa, ni reinserta, ni

tampoco readapta, sino que atrae constantemente desde su centro y

hacia su periferia, a la clientela de la que se va a nutrir y a justificar su

existencia, transformándose en un dispositivo de pulcra racionalidad tan

efectivo como la máquina de tatuar del texto “En la colonia penitenciaria”

de Kafka, en el que la marca simbólica sobre el cuerpo no es, en definitiva,

más que un manifiesto normativo.

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Adenda

A las dos primeras formas paradigmáticas del poder (poder

soberano y poder disciplinario) Foucault agrega una tercera, característica

de las sociedades de control o de seguridad surgidas en la modernidad

tardía. El biopoder que se constituye como biopolítica, avanzando ya no

sobre individuos sino sobre la administración de la vida de las poblaciones.

Los conceptos sobre biopoder y biopolítica no han sido

desarrollados en este trabajo puesto que la consigna se refería a los

cambios que se produjeron entre los siglos XVIII y XIX en relación a las

tecnologías punitivas.

No obstante ello quisiéramos agregar:

1. que los tres estadios del poder no son formas históricas estancas

sino que se encabalgan a modo de placas tectónicas, pudiendo

observarse una convivencia de los tres en la actualidad en múltiples

situaciones que conjugan acciones de soberanía, disciplinarias y

biopolíticas. Las acciones antiterroristas de los EE.UU. y el reciente

discurso de Obama luego de haber abatido a Osama Bin Laden son

un bueno ejemplo de esa conjunción.

2. la lectura de Giorgio Agamben acerca del enfoque de Foucault sobre

los paradigmas de poder, introduce una interesante cuestión que

coloca a la biopolítica no como un hecho de la modernidad sino

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como el fundamento original de la política, a partir de los conceptos

de “estado de excepción”, “homo sacer” y “nuda vida”. No hemos

desarrollado tampoco estos conceptos aquí por no considerarlos

incluidos en la consigna.

Lic. Patricia L. Boero

2011

Bibliografía

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(edición digital)

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