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1.A la sombra del bosque ………………………………………….. 3

2. Thoreau, el emboscado ………………………………………. 4

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3. La fraga de Cecebre ………………………………………………. 5

4. Tres árboles ………………………………………………………… 11

5. Árbol en algún bosque ……………………………………………. 11

6. Existían sus manos ……………………………………………….. 12

7. Árboles ……………………………………………………………… 12

8. El Hombre que plantaba árboles ………………………………… 13

9. Han descuajado un árbol ………………………………………… 21

10. Bosque …………………………………………………………….. 22

11. ¿Has olvidado que el bosque era tu hogar?............................. 22

12. Amo los árboles ………………………………………………….. 23

13. El viejo árbol ……………………………………………………… 23

14. Árboles …………………………………………………………….. 24

15. Los robles ………………………………………………………….. 25

16. Hyperión …………………………………………………………… 25

17. Wood’stown……………………………………………………….. 26

18. Soneto XIII ………………………………………………………… 29

19. Apolo y Dafne …………………………………………………….. 30

20. El bosque de donde han brotado todos los libros del mundo .. 31

A la sombra del bosque

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1- H .D. Thoureau. Emily Dickinson. Miguel de Unamuno 2- Joaquín Araújo 3- Wenceslao Fernández Flórez 4- Gabriela Mistral 5 - Ana María Mayol 6- Antonio Gamoneda 7- Federico García Lorca 8- Jean Giono 9- Rafael Alberti 10- Ángel González 11- Jorge Teillier 12- Aurelia Snaidero 13- Hsu Ning 14- Hermann Hesse 15 y 16- F. Hölderlin 17- Alphonse Daudet 18- Garcilaso de la Vega 19- Ovidio (adaptación) 20- Ana María Matute

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"Fui a los bosques porque deseaba vivir deliberadamente, quería vivir profundamente

y extraer toda la esencia de la vida. Dejar de lado todo lo que no fuera la vida, para no

descubrir en el momento de la muerte que no había vivido."

Walden o La Vida en los Bosques

Henry David Thoreau (Estados Unidos, 1817-1862)

Robé a los Bosques,

los confiados Bosques.

Los Árboles desprevenidos

mostraron sus Frutos y sus musgos

para agradar a mis delirios.

Escudriñé, curiosa, sus adornos;

se los arrebaté, me atreví a robar.

¿Qué dirá el solemne Abeto?

Y el Roble, ¿qué dirá?

Emily Dickinson (Estados Unidos, 1830-1886)

Hubo árboles antes que hubiera libros. Y acaso, cuando acaben los libros, continúen

los árboles. Y tal vez llegue la humanidad a un grado tal de cultura que no necesite ya

de libros, pero siempre necesitará de árboles. Y, entonces, abonará los árboles con

libros.

Miguel de Unamuno (1864-1936)

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Thoreau, el emboscado (Joaquín Araújo; Tierra, adaptación)

Esta civilización se ha arrancado a sí misma de casi todo lo que la hace posible. El paraíso es desmantelado a diario como demuestran los casi 20 millones de árboles que cada día son abatidos o quemados en este planeta. "¿Quién robó a los bosques, a los confiados bosques?" se pregunta dolorida Emily Dickinson, sin duda lectora de Thoreau. Por eso algunos nos hemos emboscado: para tenderle trampas a esta miseria programada. Queremos ser la parte del bosque que defiende al bosque. No solo vivimos en las arboledas, intentamos menguar la señalada mengua plantando, no solo árboles sino, ante todo, las emociones que nos guiaron hacia la Natura y que nos han permitido comprender algo.

La emboscadura aporta serenidad. La primera cosecha de la arboleda es la calma. Fruto en estrecha relación con la capacidad dadora de las selvas.

El bosque es la seguridad social de la biosfera, la farmacia para los lisiados aires del presente, la transparencia que se suma a las aguas y a la atmósfera en cuanto dejamos respirar y beber a los árboles.

Se nos quiere olvidar que a nuestros pulmones llega el alma verde de las hojas. 

Emboscarse propicia también un deleite. Se puede degustar la Belleza fundacional. La apreciación de Francisco Giner de los Ríos de que " a la contemplación de un árbol podría dedicarse la vida entera" brota de lo que tus ojos están comprobando cada vez que se asoman al bosque. La arboleda ha creado la mayor la complejidad del presente, es decir la multiplicidad de la vida. No menos las tramas esenciales de las que mana la madera que hizo casi todas las casas y publicó todos los libros. Que nos dio, es más, los mangos de las hachas, como Tagore recordó en un imprescindible aforismo. Sin olvidar la sombra reparadora, que cada día necesitamos más.

Los bosques además no mienten, de hecho están ahí para que "todo sea verdad bajo los árboles", como comprendió Antonio Gamoneda.

Nada usa mejor el tiempo, el espacio que el árbol. Nadie marca mejor el paso de las estaciones. Nada acompaña tanto a tus paseos. Cura, serena, produce, resulta solidario, merece nuestra admiración y compasión, es arte...

Por eso algunos nos emboscamos.  Lo hacemos queriendo seguir la formidable vivencia escrita por H.D. Thoreau. Él escribió: "Voy y vengo por esos bosques acompañado por una extraña libertad que mana de ellos mismos." También esto: "¿Qué hay en el paisaje que no sea una cierta fertilidad en mí".

Libre y fecundo, pues.  No consigo dar con nada que más dé.

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La fraga de Cecebre

El bosque animado, Wenceslao Fernández Flórez (España, 1885-1964)

Un día llegaron unos hombres a la fraga de Cecebre, abrieron un agujero, clavaron

un poste y lo aseguraron apisonando guijarros y tierra a su alrededor. Subieron luego

por él, le prendieron varios hilos metálicos y se marcharon para continuar el tendido de

la línea.

Las plantas que había en torno del reciente huésped de la fraga permanecieron

durante varios días cohibidas con su presencia, porque su timidez es muy grande. Al

fin, la que estaba más cerca de él, que era un pino alto, alto, recio y recto, dijo:

-Han plantado un nuevo árbol en la fraga. 

Y la noticia, propagada por las hojas del eucalipto que rozaban al pino, y por las del

castaño que rozaban al eucalipto, y por las del roble que tocaban las del castaño, y las

del abedul que se mezclaban con las del roble, se extendió por toda la espesura. Los

troncos más elevados miraban por encima de las copas de los demás, y cuando el

viento separaba la fronda, los más apartados se asomaban para mirar.

-¿Cómo es? ¿Cómo es?

-Pues es -dijo el pino- de una especie muy rara. Tiene el tronco negro hasta más de

una vara sobre la tierra, y después parece de un blanco grisáceo. Resulta muy

elegante.

-¡Es muy elegante, muy elegante! -transmitieron unas hojas a otras.

-Sus frutos -continuó el pino fijándose en los aisladores- son blancos como las piedras

de cuarzo y más lisos y más brillantes que las hojas del acebo.

Dejó que la noticia llegase a los confines de la fraga y siguió:

-Sus ramas son delgadísimas y tan largas que no puedo ver dónde terminan. Ocho se

extienden hacia donde el sol nace y ocho hacia donde el sol muere. Ni se tuercen ni se

desmayan, y es imposible distinguir en ellas un nudo, ni una hoja ni un brote. Pienso

que quizá no sea ésta su época de retoñar, pero no lo sé. Nunca vi un árbol parecido.

Todas las plantas del bosque comentaron al nuevo vecino y convinieron en que

debía de tratarse de un ejemplar muy importante. Una zarza que se apresuró a

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enroscarse en él declaró que en su interior se escuchaban vibraciones, algo así como

un timbre que sonase a gran distancia, como un temblor metálico del que no era capaz

de dar una descripción más precisa porque no había oído nada semejante en los

demás troncos a los que se había arrimado. Y esto aumentó el respeto en los otros

árboles y el orgullo de tenerlo entre ellos.

Ninguno se atrevía a dirigirse a él, y él, tieso, rígido, no parecía haber notado las

presencias ajenas. Pero una tarde de mayo el pino alto, recio y recto se decidió… sin

saber cómo. Su tronco era magnífico y valía muy bien veinte duros, aunque él ni

siquiera lo sospechaba y acaso, de saberlo, tampoco cambiase su carácter humilde y

sencillo. El caso es que aquella tarde fue la más hermosa de la primavera; las hojas,

de un verde nuevo, eran grandes ya y cumplían sus funciones con el vigor de órganos

juveniles; la savia recogía del suelo húmedo sustancias embriagadoras; todo el campo

estaba lleno de flores silvestres y unas nubecillas se iban aproximando con lentitud al

Poniente, preparándose para organizar una fiesta de colores al marcharse el sol.

Quiso la suerte que una leve brisa acudiese a meter sus dedos suaves entre la

cabellera de la fronda, tupida y olorosa como la de una novia, y bajo aquella caricia la

fraga ronroneó un poquito, igual que un gato al que rascasen la cabeza, y luego se

puso a cantar.

Como estaba contenta y en la plenitud de su vigor, prefirió de su repertorio una

canción burlesca: la que copia el atenuado fragor del tren cuando avanza, todavía muy

lejos, entre los pinares de Guísamo. Es la que más divierte a los árboles, porque lo

imitan tan bien que muchos aldeanos que pasan por las veredas corren al escucharla,

creyendo que el convoy está próximo y que les será difícil alcanzarlo. Con esto los

árboles gozan como niños traviesos.

El pino, cantando en sordina entre los largos dientes de sus hojas, tenía un papel

principal en el coro del bosque y merecía la fama de dominar la onomatopeya. Su

propia felicidad, el alborozo pueril de aquella diablura, le movió a decirle al poste:

-¿No quiere usted cantar con nosotros?

El poste no contestó.

-Seguramente -insistió el pino, inclinando su copa en una cortesía- su voz es delicada

y armoniosa, y a todos nos agradará que se una a las nuestras.

El poste silbó malhumorado.

-¿Y a qué viene eso? ¿Qué cantan ustedes?

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-Imitamos a un tren remoto.

-¿Y para qué? ¿Son ustedes el tren?

-No -reconoció el pino, avergonzado.

-Entonces, ¿qué pretenden con esa mixtificación? Ya que usted me interpela, le diré

que no encuentro seria su conducta.

-¿Quizá le agrada más la canción de la lluvia?

-No.

-¿Acaso la canción del mar?

-Ninguna de ellas. Este es un bosque sin formalidad. ¿Quién podría creer que árboles

tan talludos pasasen el tiempo cantando como ranas? Yo no canto nunca, susurro

apenas. Si ustedes acercasen a mí sus oídos, escucharían el murmullo de una

conversación, porque a través de mí pasan las conversaciones de los hombres. Eso sí

que es maravilloso. Sepan que vivo consagrado a la ciencia y que yo mismo soy

ciencia y que todo lo que ustedes hacen a mi alrededor lo reputo como bagatela y

sensiblería, si alguna vez me digno abandonar mis abstracciones y reparar en ello.

La opinión del poste pronto fue conocida en toda la fraga y ya no se atrevieron a

entregarse a aquel entretenimiento que el árbol extraño y solemne, de ramas de

alambre, acusaba de frivolidad.

Llegó el verano y los pájaros se hicieron entre la fronda tan numerosos como las

mismas hojas. El eucalipto, que era más alto que el pino y que los más viejos árboles,

daba albergue a una pareja de cuervos y estaba orgulloso de haber sido elegido,

porque esas aves buscan siempre los cúlmenes muy elevados y de acceso difícil. Un

día en que su esencia se evaporaba al fuerte sol con tanta abundancia que todo el

bosque olía a eucalipto, se decidió a conversar con el poste y le dijo:

-He notado que no adoptó usted ningún nido, señor. Quizá porque no conoce aún a los

pájaros que aquí viven y no ha hecho su elección. Me gustaría orientarle, pues

supongo que usted sostendría un nido con agrado. Nos convierten en algo así como

un regazo maternal. Yo alojo a unos cuervos. No molestan, pero confieso que son

poco decorativos. Quisiera recomendarle a usted las oropéndolas. Ya habrá visto que

hay oropéndolas en Cecebre. Pues bien, cuelgan sus nidos con tanta belleza y

originalidad que no desmerecerían de las que a usted le ennoblecen.

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El poste crujió:

-¿Para qué quiero yo sostener nidos de pájaros y soportar sus arrullos y aguantar su

prole? ¿Me ha tomado usted por una nodriza? ¿Cree que soy capaz de alcahuetear

amoríos? Puesto que usted me habla de ello, le diré que repruebo esa debilidad que

induce a los árboles de este bosque a servir de hospederos a tantas avecillas inútiles

que no alcanzan más que a gorjear. Sepa de una vez para siempre que no se

atreverán a faltarme al respeto amasando sobre mí briznas de barro. Los pájaros que

yo soporto son de vidrio o de porcelana, y no les hace falta plumaje de colorines, ni

lanzarán un trino por nada del mundo. ¿Cómo podría yo servir a la civilización y al

progreso si perdiese el tiempo con la cría de pajaritos?

Estas palabras circularon en seguida por la fraga, y los árboles hicieron lo posible

para desprenderse de los nidos y para ahogar entre sus hojas el charloteo de los

huéspedes alados que iban a posarse en las ramas.

Sobre el tronco del pino resbalaron una vez diáfanas gotas de resina que quedaron

allí, inmovilizadas, como una larga sarta de brillantes. De ellas arrancaba el sol

destellos de los siete colores, y el pino estaba satisfecho de ser tan esbelto, tan

oloroso y tan enjoyado, una maravilla viviente.

-¿Se ha fijado usted en mis collares? -se atrevió a preguntar al vecino.

-Sí -aprobó esta vez el poste-; claro que usted llama collares a lo que no son más que

gotas de resina. Pero la resina es buena: es aisladora (el pino ignoraba de qué), y es

más digno producirla que dedicarse a dar castañas, como ese árbol gordo que está

detrás de usted. Cierto es que, por muchos esfuerzos que usted haga, no conseguirá

crear un aislador tan bueno como los míos, pero algo es algo. Le aconsejo que se deje

dar unos cortes en el tronco, a un metro del suelo, y así segregará más resina.

-¿No será muy debilitante? -temió, estremeciéndose el pino.

-Naturalmente, debilita mucho, pero resulta más serio. No crea usted que eso se

opone a hacer una buena carrera.

-¡Ah! -exclamó el árbol, que seguía sin entender.

-Hasta le favorece, si se me apura. Conocí varios pinos que fueron sangrados

abundantemente, que trabajaron desde su edad adulta para la Resinera Española. Y

ahí los tiene usted ahora con muy buenos puestos en la línea telegráfica del Norte,

dedicados también a la ciencia.

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Aquel año los vendavales de invierno fueron prolongados y duros. Durante varios

días seguidos los árboles no conocieron el reposo. Incesantemente encorvados,

cabeceando y retorciéndose, llenaban el bosque del ruido siniestro de sus crujidos y

del batir de sus ramas. Les era imposible descansar de tan violento ejercicio y sus

hojas secas, arrebatadas por el huracán, parecían llevar demandas de socorro.

Temblaban desde las raíces hasta las más débiles ramas, y el viento no se

compadecía. A la tercera noche, un cedro no pudo más y se desplomó roto. Las ramas

de algunos compañeros próximos intentaron sostenerlo, pero estaban cansadas

también y se quebraron y dejaron resbalar hasta el suelo al bello gigante, con un golpe

que resonó más allá de la fraga. Todo fue duelo. El hueco que deja en un bosque un

árbol añoso es tan entristecedor y tan visible como el que deja un muerto en su hogar.

Únicamente el poste pareció alegrarse.

-Al fin se decidió a cumplir su destino –declaró-. Ahora podrán hacerse de él muy

hermosas puertas, que es para lo que había nacido; no para esconder gorriones y

para tararear tonterías. Y ustedes aprendan de él. ¿Qué hace ahí ese nogal? Otros

muchos más jóvenes he tratado yo cuando se estaban convirtiendo en mesas de

comedor y en tresillos para gabinete. ¿Y aquel castaño gordo, tan pomposo y tan

inútil? ¿A qué espera para dar de sí varios aparadores? ¡Pues me parece a mí que ya

es tiempo de que tenga juicio y piense en trabajar gravemente! ¡Vaya una fraga ésta!

¡No hay quien la resista! Si yo no estuviese absorto en mis labores técnicas, no podría

vivir aquí.

Los pareceres de aquel vecino tan raro y solemne influyeron profundamente en los

árboles. Las mimbreras se jactaban de tener parentesco con él porque sus finas y

rectas varillas se asemejaban algo a los alambres; el castaño dejó secar sus hojas

porque se avergonzaba de ser tan frondoso; distintos árboles consintieron en morir

para comenzar a ser serios y útiles, y todo el bosque, grave y entristecido, parecía

enfermo, hasta el punto de que los pájaros no lo preferían ya como morada.

Pasado cierto tiempo, volvieron al lugar unos hombres muy semejantes a los que

habían traído el poste; lo examinaron, lo golpearon con unas herramientas,

comprobando la fofez de la madera carcomida por larvas de insectos, y lo derribaron.

Tan minado estaba, que al caer se rompió.

El bosque hallábase conmovido por aquel tremendo acontecimiento. La curiosidad

era tan intensa que la savia corría con mayor prisa. Quizá ahora pudieran conocer, por

los dibujos del leño, la especie a que pertenecía aquel ser respetable, austero y

caviloso.

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-¡Mira e infórmanos! -rogaron los árboles al pino.

Y el pino miró.

-¿Qué tenía dentro?

Y el pino dijo:

-Polilla.

-¿Qué más?

Y el pino miró de nuevo:

-Polvo.

-¿Qué más?

Y el pino anunció, dejando de mirar:

-Muerte. Ya estaba muerto. Siempre estuvo muerto.

Aquel día el bosque, decepcionado, calló. Al siguiente entonó la alegre canción en

que imita a la presa del molino. Los pájaros volvieron. Ningún árbol tornó a pensar en

convertirse en sillas y en trincheros. La fraga recuperó de golpe su alma ingenua, en la

que toda la ciencia consiste en saber que de cuanto se puede ver, hacer o pensar,

sobre la tierra, lo más prodigioso, lo más profundo, lo más grave es esto: vivir.

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Tres árboles (Gabriela Mistral, Chile, 1889-1957)

    Tres árboles caídosquedaron a la orilla del sendero.El leñador los olvidó, y conversan,apretados de amor, como tres ciegos.

    El sol de ocaso ponesu sangre viva en los hendidos leños¡y se llevan los vientos la fraganciade su costado abierto!

    Uno, torcido, tiendesu brazo inmenso y de follaje trémulohacia otro, y sus heridascomo dos ojos son, llenos de ruego.

    El leñador los olvidó. La nochevendrá. Estaré con ellos.Recibiré en mi corazón sus mansasresinas. Me serán como de fuego.¡Y mudos y ceñidos,nos halle el día en un montón de duelo!

Árbol en algún bosque (Ana María Mayol, Argentina)

Tal vez antes de ser mujerfui árbol en algún bosquey mis ramas crecían hacia el cielosiempre intentando ver el horizonte

y estuve allí por siglosenraizadaaferrada a la tierrabebiendo el cielohabitada de pájaros y estrellas.

Tal vez antes de ser mujerdiseminé retoñosdejé semillasy el viento fue mi amanteen los silencios

Mi piel era cortezamis colores símbolosdel transcurso del tiempoen crecimiento

A veces pienso en elloy el bosqueno es un lugar extraño

Tal vez antes de ser mujerfui árbol en algún bosqueaún siento el latido de la tierraen mis venasy hay días que regresan los pájarosy anidan.

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Existían sus manos (Antonio Gamoneda)

Un día el mundo se quedó en silencio;

los árboles, arriba, eran hondos y majestuosos

y nosotros sentíamos bajo nuestra piel

el movimiento de la tierra.

Tus manos fueron suaves en las mías

y yo sentí la gravedad y la luz

y que vivías en mi corazón.

Todo era verdad bajo los árboles,

todo era verdad. Yo comprendía

todas las cosas como se comprende

un fruto con la boca, una luz con los ojos.

Árboles (Federico García Lorca, 1898-1936)

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¡Árboles!

¿Habéis sido flechas

caídas del azul?

¿Qué terribles guerreros os lanzaron?

¿Han sido las estrellas?

Vuestras músicas vienen del alma de los pájaros,

de los ojos de Dios,

de la pasión perfecta.

¡Arboles!

¿Conocerán vuestras raíces toscas

mi corazón en tierra?

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El Hombre que plantaba árboles

Jean Giono (Francia, 1895-1970)

Para que el carácter de un ser humano excepcional

muestre sus verdaderas cualidades, es necesario contar con la

buena fortuna de poder observar sus acciones a lo largo de los

años. Si sus acciones están desprovistas de todo egoísmo, si la

idea que las dirige es una de generosidad sin ejemplo, si sus

acciones son aquellas que ciertamente no buscan en absoluto

ninguna recompensa más que aquella de dejar sus marcas

visibles…, sin riesgo de cometer ningún error estamos entonces

frente a un personaje inolvidable.

Hace alrededor de cuarenta años, estaba dando un largo paseo por unos

montes totalmente desconocidos por los turistas, en esa vieja región de los Alpes que

se adentra en La Provenza.

Esta región está delimitada al sureste y al sur por el curso medio del río

Durance, entre Sisteron y Mirabeau; al norte con el curso alto del río Drôme, desde su

nacimiento hasta Die; al oeste con la llanura de Comtat Venaissin y las estribaciones

del Mont-Ventoux. Comprende toda la parte norte del departamento de los Bajos

Alpes, al sur de la Drôme, y un pequeño enclave de Vaucluse.

Cuando comencé mi largo paseo todo era un paisaje desértico, landas

desnudas y monótonas. Hacia 1.200 o 1.300 metros de altitud no crecían más que las

lavandas silvestres.

Crucé el país por su parte más larga y después de tres días camino, me

encontré en medio de la mayor de las desolaciones. Acampé al lado del esqueleto de

un pueblo abandonado. No había encontrado agua desde el día anterior y me hacía

falta encontrarla. Aquellas casas apiñadas, aunque en ruina, que parecían un viejo

nido de avispas, me hicieron pensar que debió haber, hace mucho tiempo, una fuente

o un pozo artesiano. Y allí estaba la fuente, pero seca. Las cinco o seis casitas, sin

tejado, roídas por el viento y la lluvia, la pequeña capilla con el campanario

desmoronándose. Estaban allí como están las casas en los pueblos habitados, pero

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toda la vida había desaparecido.

Era un hermoso día de junio y lucía un enorme sol, mas por encima de estas

tierras desnudas y altas en el cielo, el viento soplaba con una furia salvaje. Los ruidos

en las casa s esqueléticas semejaban a los de un león interrumpido en mitad de su

comida. Necesitaba levantar el campamento. Después de cinco horas de camino no

había encontrado agua todavía, y no había ningún indicio de ir a encontrarla. Por todas

partes la misma sequedad, los mismos hierbajos secos. A lo lejos, me pareció

vislumbrar una pequeña silueta oscura, de pie. La tomé por el tronco de un árbol

solitario. A toda prisa me dirigí hacia allí. Era un pastor. Treinta ovejas acostadas

encima de la tierra caliente reposaban a su lado.

Me dio a beber de su calabaza y, un poco más tarde, me llevó a su cabaña, en

una ondulación de la llanura. Sacaba el agua -excelente- de un agujero natural, muy

profundo, encima del cual había instalado un rudimentario torno. Este hombre era de

pocas palabras. Es la costumbre de los solitarios, pero lo noté seguro de sí mismo y

confiado. Era algo sorprendente en este país desposeído de todo. No vivía en una

choza, lo hacía en una casa de piedra, donde se veía claramente cómo con su

esfuerzo fue reparando la ruina que se encontró al llegar. El tejado era sólido y sin

goteras. El viento hacía el mismo ruido que hace la mar en las playas. Su casa estaba

muy arreglada, los platos limpios, el suelo de madera barrido, su fusil engrasado, a

sopa hervía en el fuego. Me di cuenta entonces de que también estaba bien afeitado,

que todos sus botones estaban sólidamente cosidos, que su ropa estaba repasada

con tanta minuciosidad que los remiendos eran imperceptibles. Compartió su sopa

conmigo y, cuando le ofrecí mi petaca de tabaco, me dijo que no era fumador. Su

perro, silencioso como él, era amistoso pero sin llegar a ser servil. Parecía claro que

iba a pasar la noche allí. El pueblo más cercano estaba todavía a una jornada y media

de camino. Además, conocía perfectamente el particular carácter de los pueblos de

esta región. Había cuatro o cinco dispersos, lejos los unos de los otros, en las faldas

de aquellos montes, en los claros de los bosques de robles albares, al final de los

caminos donde pueden llegar las carretas. Donde viven los carboneros que hacen

carbón de la madera. Son lugares donde la vida no es fácil. Las familias viven

apretadas unas contra otras en un clima de una dureza extrema, lo mismo en invierno

que en verano, restriegan su egoísmo por entre el lodo. El continuo deseo, irracional y

desmesurado, de escapar de este lugar.

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Los hombres van a llevar el carbón a la ciudad con los carros y luego vuelven.

Los más sólidos espíritus se rompen en estas condiciones de vida. Las mujeres

cuecen a fuego lento su odio. Por encima de todo está la rivalidad, lo mismo da que

sea por la venta del carbón que por el banco de la iglesia, las virtudes se enredan con

las virtudes, los vicios con los vicios, los vicios con las virtudes, Y por encima de todo,

el viento que sin descanso desquicia los nervios. Los suicidios son muy frecuentes, los

locos son cosa común y casi siempre son asesinos. El pastor que no fumaba se

levantó a coger un pequeño saco y esparció encima de la mesa un montón de bellotas

de roble albar. Se puso a inspeccionarlas con gran cuidado, separando las buenas de

las malas. Mientras tanto yo fumaba de mi pipa. Le pregunté si le podía ayudar. Me

contestó que aquel era su trabajo. Entonces, viendo el cuidado que ponía no le dije

nada más. Esto fue todo lo que hablamos. Cuando el montón de las buenas fue

considerable, comenzó a hacer paquetes de diez. Mientras los iba haciendo, todavía

con más cuidado, iba separando las más pequeñas o las que estaban agrietadas.

Cuando tuvo cien bellotas perfectas, se detuvo y nos fuimos a acostar.

Estar junto a este hombre te daba la paz. Por la mañana le pedí permiso para

descansar todo el día en su casa. Lo encontró de lo más natural, o, mejor dicho, me

dio la impresión de que nada de lo que yo hiciese lo iba a molestar. En realidad no era

que yo necesitase un descanso, estaba muy intrigado y quería saber algo más. Hizo

salir al rebaño de ovejas y las condujo hasta los pastos. Antes de salir puso a remojar

en un cubo el saco donde estaban metidas las bellotas que con tanto cuidado había

escogido y contado. Me di cuenta que llevaba de bastón una barra de hierro tan

grueso como el dedo pulgar y de alrededor de un metro y medio de largo. Lo seguí,

haciendo como que daba un paseo por un camino paralelo al suyo. El sitio donde

pastaban las ovejas era el fondo de un pequeño valle. Dejó el perro vigilando el rebaño

y subió hasta el sitio donde yo estaba. Tenía miedo de que viniera a reprocharme mi

entrometimiento pero no fue así: me invitó a ir con él si no tenía nada mejor que hacer.

Subió doscientos metros más arriba, hasta el alto. Llegué al lugar donde él quería, y se

puso a clavar la barra de hierro en la tierra. Hacía un agujero y metía una bellota,

después tapaba el agujero.

Sembró los robles. Le pregunté si la tierra era suya. Me dijo que no. ¿Sabía de

quién era? No lo sabía. Creía que eran tierras comunales, o a lo mejor, los dueños

eran gente que no se preocupaba. A él tampoco le preocupaba conocer a los

propietarios. De esta manera sembró cien bellotas con el mayor de los cuidados.

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Después de comer a mediodía, volvió a seleccionar las simientes. Creo que a

fuerza de insistir con mis preguntas me contestó. Llevaba tres años sembrando

árboles en aquella soledad. Sembró cien mil. De los cien mil veinte mil nacieron. De

los veinte mil, calculaba que se perdiesen todavía la mitad, por culpa de los ratones y

porque es imposible prever lo que nos puede traer la Providencia. Iban a quedar diez

mil robles albares que iban a crecer en este lugar donde antes no había nada. Fue en

este momento cuando me interesé por la edad de este hombre. Estaba bien claro que

tenía más de cincuenta años. Me dijo que cincuenta y cinco. Se llamaba Elzéard

Bouffier. Había tenido una granja en la llanura. Allí hizo su vida. Murió su única hija.

Después su mujer.

Entonces decidió retirarse a la soledad donde le tomó placer a vivir lentamente,

con sus ovejas y su perro. Se dio cuenta de que el país moría porque le faltaban los

árboles. Añadió que, no teniendo cosas más importantes que hacer, tenía que cambiar

este estado de las cosas. En aquel tiempo, y a pesar de mi juventud, como yo mismo

estaba haciendo una vida solitaria, debería haber sabido aproximarme a otras almas

solitarias. Entonces dije algo que no debía. Mi juventud me llevaba a imaginar el futuro

en función de mí mismo y a una particular forma de búsqueda de la felicidad. Le dije

que, en treinta años, estos diez mil robles estarían magníficos. Me respondió

sencillamente, que si Dios le concedía bastante vida, en treinta años, sembraría

tantos, tantos, que estos diez mil iban a parecer una gota de agua en la mar.

Mientras tanto, estaba estudiando la reproducción de las hayas y había hecho

al lado de su casa un semillero donde algunas ya habían germinado. Las plantitas,

resguardadas de los corderos por una valla de zarzo, estaban hermosas. Pensaba

también en los abedules para las partes más bajas donde, me dijo, una cierta

humedad dormía a algunos metros de la superficie del suelo. Nos separamos al día

siguiente.

Al año siguiente, comenzó la guerra del catorce en la que estuve cinco años.

Un soldado de infantería no podía ni siquiera pensar en los árboles. A decir verdad,

aquel asunto no me había impresionado: lo consideré como un juguete, como una

colección de sellos, y lo olvidé. Volví de la guerra, y me encontré con una pequeña

pensión de desmovilización y con unos inmensos deseos de respirar un poco de aire

puro. Fue así como, sin pensarlo, volví a tomar el camino de las comarcas desiertas.

El país no había cambiado. Sin embargo más allá del pueblecito muerto, vislumbré a lo

lejos una niebla gris que tapaba las cumbres como si fuese un tapiz. Ya desde el día

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anterior había vuelto a pensar en el pastor que sembraba árboles. “Diez mil robles, dije

para mí, ocupan verdaderamente mucho espacio”.

Había visto morir a tanta gente en cinco años que no me fue difícil imaginar que

Elzéard Bouffier hubiese muerto, además de que a los veinte años uno ve a los

hombres de cincuenta como unos ancianos a los que no les queda ya nada más que

morir. No había muerto. Estaba de veras vivo. Había cambiado de oficio. Ya no tenía

más que cuatro ovejas, pero a cambio tenía cien colmenas. Se deshizo de los

corderos porque hacían peligrar sus plantaciones de arbolitos. Me dijo (y lo comprobé)

que no le había hecho caso alguno a la guerra. Había seguido plantando sin

distracción.

Los robles de 1910 tenían ahora diez años y eran más altos que yo y que él. El

espectáculo era impresionante. Quedé literalmente sin palabras y, como él no hablaba,

pasamos todo el día caminando por su bosque. Tenía, en tres parcelas, once

kilómetros de largo y tres en la parte más ancha. Cuando uno se acuerda que todo

esto había salido de las manos y del alma de este hombre sin medios técnicos

comprendía que los hombres pueden ser tan eficaces como Dios en tareas distintas a

las de destruir.

Había seguido con su idea, y las hayas que me llegaban al hombro, extendidas

hasta donde llega la vista, lo atestiguaban. Los robles eran robustos y habían pasado

de la edad en la que están a merced de los ratones; si la misma Providencia quisiera

destruir lo ya hecho, tendría que echar mano de los ciclones. Me mostró orgulloso

bosquetes de abedules que tenían cinco años, eso quiere decir de 1915, de la época

en la que yo estaba peleando en Verdún. Los había colocado en las hondonadas

donde sospechaba, con toda la razón, que había humedad cerca de la superficie del

suelo. Los abedules estaban tan hermosos como muchachas en flor y crecían

valientes. El trabajo realizado parecía funcionar como una reacción en cadena. Él no

se alteraba; seguía tenazmente con su tarea, nada más. Bajando hacia la aldea, vi

cómo el agua corría por los arroyos que, hace mucho tiempo, estaban secos. Esta fue

la consecuencia más importante que vi de su trabajo. Estos arroyos secos,

antiguamente, iban rebosantes de agua. Muchos de los pueblos entristecidos, antes

mencionados, estaban edificados sobre las ruinas de antiguas villas galo-romanas, de

las que todavía se ven las señales. Los arqueólogos en sus excavaciones encontraron

varios anzuelos, en un lugar en el que a principios del siglo veinte eran necesarias

cisternas para poder disponer de un poco de agua. El viento diseminó las semillas. Y

al mismo tiempo en que reapareció el agua, volvieron los sauces, las mimbreras, los

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prados, los jardines, las flores y la esperanza de la vida. Pero el cambio se iba

haciendo de manera tan imperceptible que todo era natural, sin sobresaltos. Los

cazadores que subían a aquellos páramos persiguiendo liebres o jabalíes se iban

dando cuenta de que los árboles brotaban, pero lo achacaban a la propia naturaleza.

Así sucedió que nadie perturbó el trabajo de este hombre.

Lo más probable es que si alguien lo hubiera sabido, hubiesen ido en contra de

su labor. Pero, ¿quién se iba imaginar, en las aldeas o en las administraciones, una

constancia y una generosidad parecidas? Desde 1920, no dejé pasar un año sin ir a

visitar a Elzéard Buoffier. Jamás lo vi flaquear ni dudar. Solo Dios sabe si el mismo

Dios lo empujaba!. Nunca se quejó. Sin embargo, uno puede imaginarse que para

realizar semejante proeza fue necesario vencer a la adversidad; que para asegurar la

victoria le hizo falta pelear contra la desesperación. Un año, sembró diez mil arces.

Todos murieron. Al año siguiente abandonó los arces y volvió con las hayas, que se

dieron todavía mejor que los robles albares.

Para darse una mínima idea de lo que era este carácter extraordinario, no

debemos olvidar que trabajaba en la soledad más absoluta; tan total que al final de su

vida perdió la costumbre de hablar. O ¿es posible que ya no lo considerase necesario?

En 1933 lo visitó un guardabosques despistado. El funcionario le dejó bien

claro que estaba terminantemente prohibido hacer fuego en el monte, para que no

peligrase el desarrollo de este monte natural. Era la primera vez, le dijo el ingenuo

hombrecillo, que se veía a un bosque nacer solo. En esta época, iba a plantar las

hayas a doce kilómetros de su casa. Para ahorrarse el trabajo de ir y volver -ahora

tenía setenta y cinco años- se propuso hacer una cabaña de piedra en el mismo lugar

donde estaban sus plantaciones. La construyó al año siguiente. En 1935, una

delegación del gobierno fue a inspeccionar el “monte natural”. Fueron un alto cargo de

Aguas y Bosques, un diputado y distintos técnicos. Se dijeron muchas palabras sin

ningún valor. Se decidió hacer algo y, gracias a Dios, no se hizo nada, sólo lo único

que tenía sentido: el bosque fue protegido por el gobierno y se prohibió hacer carbón.

Era imposible no quedar anonadado por la belleza de aquellos arbolillos jóvenes llenos

de vitalidad que consiguieron enamorar al mismísimo diputado. Un amigo mío era uno

de los jefes de montes de la delegación. Le desvelé el misterio. Un día de la semana

siguiente fuimos juntos a encontrarnos con Elzéard Bouffier. Lo encontramos

trabajando, a veinte kilómetros del lugar donde se hizo la inspección. El jefe de montes

era mi amigo por algo. Era conocedor del valor de las cosas. Supo guardar el secreto.

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Le ofrecí unos huevos que llevé para regalárselos. Partimos en tres trozos nuestra

merienda y luego pasamos varias horas mirando el paisaje sin decir nada.

El lugar por donde fuimos estaba cubierto de árboles de seis a siete metros de

altura. Me acordé de cómo era el país en 1913: el desierto… El trabajo tranquilo y

continuo, el aire puro de las alturas, la prudencia en el vivir y, por encima de todo, la

serenidad del alma acabaron por darle a este anciano un aire de santidad casi

solemne. Era un atleta de Dios. Me pregunté entonces, cuántas hectáreas iba todavía

a cubrir de árboles. Antes de marchar, mi amigo le hizo apenas una pequeña

sugerencia sobre algunas clases de árboles a las que les podía ir bien aquel terreno.

No insistió gran cosa. “Por una buena razón, me dijo luego, este buen hombre sabe

mucho más que yo”. Después de una hora de camino -la idea le había ido dando

vueltas en la cabeza- me dijo: “sabe mucho más que todo el mundo. Encontró una

muy buena manera de ser feliz”. Fue gracias al jefe de montes que, no sólo el bosque,

sino también la felicidad de este hombre fueron protegidos. Para ello designó tres

guardabosques y los aleccionó de tal manera que resistieron a todos los vasos de vino

que les ofrecieron los leñadores. Su obra no corrió un riesgo serio hasta la guerra de

1939. Los automóviles funcionaban ahora con gasógeno, y no había suficiente

madera.

Comenzaron a cortar por los robles de 1910, pero estas zonas estaban tan

lejos de todas las rutas que el negocio fue malísimo desde el punto de vista financiero.

Abandonaron. El pastor no llegó a ver nada. Estaba a treinta kilómetros, continuaba

apaciblemente con su trabajo, ignorando la guerra del 39 como había ignorado la

guerra del 14.

Vi a Elzéard Bouffier por última vez en junio de 1945. Tenía ahora ochenta y

siete años. Tomé el camino de aquel erial, pero ahora, a pesar de que la guerra había

arruinado el país, un autobús hacía el trayecto entre el valle de la Durante y la

montaña. Pensé que era este medio de transporte, relativamente rápido, el que me

hacía irreconocibles los lugares de los viejos paseos. Me parecía también que el

trayecto pasaba por parajes desconocidos. Necesité ver el nombre de un pueblo para

asegurarme que estaba en la región que yo tan bien conocía, antes arruinada y triste.

El autobús me dejó en Vergons. En 1913, esta aldea de diez o doce casas tenía tres

habitantes. Eran medio salvajes, se odiaban, vivían de la caza con trampas y lazos;

sólo un escalón por delante del estado físico y moral de los hombres prehistóricos. Las

ortigas crecían alrededor de las casas abandonadas. Habían olvidado la esperanza.

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No les quedaba nada más que esperar a la muerte: una situación que no predisponía

precisamente a una vida virtuosa.

Todo había cambiado. El mismo aire. En lugar de los brutales vendavales que

me habían recibido en otro tiempo, murmuraba suavemente una brisa cargada de

fragancias. Un ruido parecido al del agua venía de las alturas: era el viento meciendo

los árboles en el bosque. Por fin, la cosa más gratificante, oí el ruido del agua

manando de una fuente. Habían hecho una fuente de la que brotaba agua en

abundancia, y lo mejor de todo, habían plantado un tilo que debía tener cuatro años,

bien robusto, símbolo verdadero de la resurrección. Además Vergons mostraba las

señales de un trabajo para el que se necesita tener mucha esperanza. La esperanza

volvió. Se retiraron los escombros, se derribaron los muros desvencijados y se

reconstruyeron cinco casas. La aldea tenía veinticinco habitantes de los que cuatro

eran jóvenes matrimonios. Las casas nuevas, recién enjalbegadas, estaban rodeadas

de huertas donde crecían mezcladas pero ordenadas, las legumbres y las flores, las

coles y los rosales, los puerros y las bocas de dragón, los apios y las anémonas. Se

convirtió en un pueblo donde la vida era agradable. Desde allí, hice el resto del camino

a pie. La guerra de la que salíamos no dejaba que la vida floreciese del todo, pero

Lázaro había salido de la tumba. En las faldas de los montes, se veían campos de

cebada y de centeno, al fondo de los estrechos valles divisé el verde de los prados.

Sólo hicieron falta ocho años para que todo el país resplandeciese de salud y de

bienestar. Donde estaban las ruinas que yo había visto en 1913, se veían ahora

cuidadas granjas, encaladas, que mostraban la existencia de una vida feliz y

confortable. Los viejos arroyos, alimentados por las lluvias y las nieves retenidas por

los bosques, fluyen sin descanso. Se canalizaron las aguas. Al lado de cada granja, en

los bosquetes de arces, el agua que desborda los vasos de las fuentes inunda los

tapices de mentas frescas. Los pequeños pueblos se van reconstruyendo poco a poco.

Gente que vino de las llanuras donde la tierra cuesta cara, vive ahora en el país, al

que le han traído juventud, dinamismo y espíritu de aventura. En los caminos te

encuentras hombres y mujeres saludables, jóvenes a los que da gusto verlos reír y

que han vuelto a disfrutar de las fiestas campestres. Si se cuenta a los antiguos

pobladores, irreconocibles desde que su vida cambió, y a los venidos de afuera, más

de diez mil personas le deben la felicidad a Elzéard Bouffier.

Cuando reflexiono acerca de que un solo hombre, únicamente con sus

recursos físicos y morales se bastó para que saliese del desierto este país de Canaan,

pienso que, aunque alguno lo dude, la condición humana es admirable. Pero cuando

pienso en la cantidad de constancia, en la grandeza de alma que se necesita y el

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derroche de generosidad necesario para alcanzar este resultado, me entra un inmenso

respeto por este anciano carente de cultura que llevó a cabo una tarea digna del

mismísimo Dios.

Elzéard Bouffier murió apaciblemente en 1947 en el hospicio de Banon.

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Han descuajado un árbol... (Rafael Alberti, 1902-1999)

Han descuajado un árbol. Esta misma mañana,

el viento aún, el sol, todos los pájaros

lo acariciaban buenamente. Era

dichoso y joven, cándido y erguido,

con una clara vocación de cielo

y con un alto porvenir de estrellas.

Hoy, a la tarde, yace como un niño

desenterrado de su cuna, rotas

las dulces piernas, la cabeza hundida,

desparramado por la tierra y triste,

todo deshecho en hojas,

en llanto verde todavía, en llanto.

Esta noche saldré -cuando ya nadie

pueda mirarlo, cuando ya esté solo-

a cerrarle los ojos y a cantarle

esa misma canción que esta mañana

en su pasar le susurraba el viento.

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Bosque (Ángel González, 1925-2008)

Cruzas por el crepúsculo.

El aire

tienes que separarlo casi con las manos

de tan denso, de tan impenetrable.

Andas. No dejan huellas

tus pies. Cientos de árboles

contienen el aliento sobre tu

cabeza. Un pájaro no sabe

que estás allí, y lanza su silbido

largo al otro lado del paisaje.

El mundo cambia de color: es como el eco

del mundo. Eco distante

que tú estremeces, traspasando

las últimas fronteras de la tarde.

¿Has olvidado que el bosque era tu hogar? (Jorge Teillier, Chile, 1935-1996)

¿Has olvidado que el bosque era tu hogar?

¿Que el bosque grande, profundo y sereno

te espera como un amigo?

Vuelve al bosque,

allí aprenderás a ser de nuevo un niño.

¿Por qué olvidaste que el bosque era tu amigo?

Los caminos de las hormigas bajo el cielo,

el estero que te daba palabras luminosas,

el atardecer con el que juegas con la lluvia.

¿Por qué lo has olvidado?

¿Por qué no recuerdas nada?

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Amo los árboles (Aurelia Snaidero; Argentina)

Amo los árboles y me pregunto

¿sentirán cuando sus hojas se desprenden?

¿Cuando caen balanceándose coquetas

sonriendo al viento que las mueve?

Me gusta darles nombres,

acariciarlas suavemente preguntando….

¿Te duele la vida?

¿Y qué cuando la nieve

las viste de novias,

apurando el proceso de la muerte?

Cuando el otoño visita sus predios.

Cuando camina desollando la arboleda,

mordiendo la vida, embalsamando colores.

¿Qué de los pequeños gusanillos

que toman de su savia el alimento?

Que se mueven como acordeones

de algún tango arrabalero.

¿Tendrá pudor el árbol al quedar desnudo?

¿Habrá sentido las punzadas de dolor

cuando las hojas sin quererlo se morían?

No los he visto llorar.

Pero sí….temblar de frío.

El viejo árbol (Hsu Ning, China, siglo IX)

El viejo árbol se inclina sobre el antiguo camino, no hay ya flores en sus ramas ni

hierba a sus pies. Los caminantes no vieron al árbol en su juventud pero el árbol los ha

visto envejecer, poco a poco, a todos.

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Árboles (Herman Hesse, Alemania, 1877-1962, adaptación)

Los árboles son santuarios. Quien sabe hablar con ellos y sabe escucharlos,

descubre la verdad. Ellos no predican doctrinas ni recetas. Predican, indiferentes al

detalle, la originaria ley de la vida.

El árbol dice: en mí hay escondido un núcleo, una luz, un pensamiento. Soy

vida de la vida eterna. Único es el propósito y el experimento que la madre eterna ha

hecho conmigo. Únicos son mi forma y los pliegues de mi piel, así como único es el

más humilde juego de hojas de mis ramas y la más pequeña herida de mi corteza. Fui

hecho para formar y revelar lo eterno en mis más pequeñas marcas.

El árbol dice: mi fuerza es la confianza. No sé nada de mis padres y no sé nada

de los miles de hijos que cada año nacen de mí. Vivo, hasta el final, el secreto de mi

semilla y de nada más me ocupo. Confío que Dios está en mí. Confío que mi misión es

sagrada. Y de esta confianza vivo.

Cuando estamos heridos y apenas podemos resistir más la vida, el árbol puede

hablarnos: ¡Detente! ¡Detente! ¡Mírame! La vida no es fácil, la vida no es difícil. Esas

son ideas infantiles. Deja que Dios hable dentro de ti y tus pensamientos crecerán en

silencio. Te sientes ansioso porque tu trayecto te conduce lejos de la madre y la patria.

Pero cada paso y cada día, te encaminan de regreso a la madre. Tu patria no está ni

aquí ni allí. Tu patria está en tu interior o en ningún lugar.

Así susurra el árbol al atardecer cuando nos inquietamos con nuestros

pensamientos infantiles. Los árboles tienen un razonamiento más extenso, más

apacible y de largo aliento, igual que tienen vidas más largas que las nuestras. Son

más sabios que nosotros mientras no les escuchemos. Pero cuando hemos aprendido

a prestarles atención, la brevedad, la rapidez y el apresuramiento pueril de nuestro

juicio, alcanza una alegría incomparable. Quien haya aprendido a escuchar a los

árboles no busca más ser un árbol. No querrá ser distinto de lo que es. Ésa es la

patria. Eso es la felicidad.

Hermann Hesse. El Caminante. Traducido por Lorenzo Zavala y Ana Mª. Carvajal.

Edición de Ana Mª. Carvajal Hoyos. Editorial Caro Raggio. Madrid, 2012

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(Friedrich Hölderlin, Alemania, 1770-1843)

Los robles

Al salir de los jardines, me acerco a vosotros, ¡hijos de las montañas! Lejos de

los jardines, donde la Naturaleza vive doméstica y paciente, nutricia y a su turno

cuidada, compañera de los activos hombres. Pero vosotros -¡egregios!- os alzáis como

un pueblo de Titanes en medio de un mundo cada vez más dócil, y sólo a vosotros

mismos obedecéis, y al cielo, que os ha nutrido y educado, y a la tierra materna.

Ninguno de vosotros fue jamás a la escuela domeñadora de hombres, y libres y

contentos, surgís de vuestras fuertes raíces, en múltiple tropel. Y como brazos

potentes aferráis el espacio, como su presa el águila, levantando hacia las nubes la

amplitud serena de vuestras altas testas asoleadas. Cada uno de vosotros sois un

mundo; y unidos por una libre alianza, convivís como dioses. Si yo pudiera tolerar la

servidumbre, nunca envidiaría al bosque, y me plegaría sin esfuerzo alguno a la vida

común de los hombres. Si este corazón mío que vive para el amor dejara de

encadenarme al mundo ¡cuánto me gustaría ser un roble!

Hyperión (fragmento)

A ser uno con todo lo viviente, volver en un feliz olvido de sí mismo, al todo de

la naturaleza. A menudo alcanzo esa cumbre... pero un momento de reflexión basta

para despeñarme de ella. Medito, y me encuentro como estaba antes, solo, con todos

los dolores propios de la condición mortal, y el asilo de mi corazón, el mundo

enteramente uno, desaparece; la naturaleza se cruza de brazos, y yo me encuentro

ante ella como ante un extraño, y no la comprendo. Ojalá no hubiera ido nunca a

vuestras escuelas, pues en ellas es donde me volví tan razonable, donde aprendí a

diferenciarme de manera fundamental de lo que me rodea; ahora estoy aislado entre la

hermosura del mundo, he sido así expulsado del jardín de la naturaleza, donde crecía

y florecía, y me agosto al sol del mediodía. ¡Oh, sí! El hombre es un dios cuando

sueña y un mendigo cuando reflexiona.

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Wood’stown

Alphonse Daudet (Francia, 1840-1897)

El emplazamiento era soberbio para construir una ciudad. Bastaba nivelar la

ribera del río, cortando una parte del bosque, del inmenso bosque virgen enraizado allí

desde el nacimiento del mundo. Entonces, rodeada por colinas, la ciudad descendería

hasta los muelles de un puerto magnífico, establecido en la desembocadura del Río

Rojo, sólo a cuatro millas del mar.

En cuanto el gobierno de Washington acordó la concesión, carpinteros y

leñadores se pusieron a la obra; pero nunca habían visto un bosque parecido. Metido

en el centro de todas las lianas, de todas las raíces, cuando talaban por un lado

renacía por el otro rejuveneciendo de sus heridas, en las que cada golpe de hacha

hacía brotar botones verdes. Las calles, las plazas de la ciudad, apenas trazadas,

comenzaron a ser invadidas por la vegetación. Las murallas crecían con menos

rapidez que los árboles, que en cuanto se erguían, se desmoronaban bajo el esfuerzo

de raíces siempre vivas.

Para terminar con esas resistencias donde se enmohecía el hierro de las

sierras y de las hachas, se vieron obligados a recurrir al fuego. Día y noche una

humareda sofocante llenaba el espesor de los matorrales, en tanto que los grandes

árboles de arriba ardían como cirios. El bosque intentaba luchar aún demorando el

incendio con oleadas de savia y con la frescura sin aire de su follaje apretado.

Finalmente llegó el invierno. La nieve se abatió como una segunda muerte sobre los

inmensos terrenos cubiertos de troncos ennegrecidos, de raíces consumidas. Ya se

podía construir.

Muy pronto una ciudad inmensa, toda de madera como Chicago, se extendió

en las riberas del Río Rojo, con sus largas calles alineadas, numeradas, abriéndose

alrededor de las plazas, la Bolsa, los mercados, las iglesias, las escuelas y todo un

despliegue marítimo de galpones, de aduanas, de muelles, de entrepuertos, de

astilleros para la construcción de los barcos. La ciudad de madera, Wood´stown -como

se la llamó- fue rápidamente poblada por los secadores de yeso de las ciudades

nuevas. Una actividad febril circulaba en todos los barrios; pero sobre las colinas de

los alrededores, que dominaban las calles repletas de gente y el puerto lleno de

barcos, una masa sombría y amenazadora se instaló en semicírculo. Era el bosque

que miraba.

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Miraba aquella ciudad insolente que había ocupado su lugar en las riberas del

río, y de tres mil árboles gigantescos. Toda Wood’stown estaba hecha con su vida

misma. Los altos mástiles que se balanceaban en el puerto, aquellos innumerables

desniveles uno tras otro, hasta la última cabaña del barrio más alejado, todo se lo

debían, tanto los instrumentos de trabajo como los muebles, tomando solo en cuenta

el largo de sus ramas. Por esto, ¡qué rencor terrible guardaba contra esta ciudad de

ladrones!

Mientras duró el invierno, no se notó nada. Los habitantes de Wood’stown oían

a veces un crujido sordo en sus techumbres y en sus muebles. De vez en cuando una

muralla se rajaba, un mostrador de tienda estallaba en dos estruendos. Pero la

madera nueva padece estos accidentes y nadie les daba importancia. Sin embargo, al

acercarse la primavera -una primavera súbita, violenta, tan rica de savia que se sentía

bajo la tierra como el rumor de las fuentes- el suelo comenzó a agitarse, levantado por

fuerzas invisibles y activas. En cada casa, los muebles, las paredes de los muros se

hinchaban y se veía en los tablones del piso largas elevaciones, como ante el paso de

un topo. Ni puertas, ni ventanas, ni nada funcionaba. “Es la humedad -decían los

habitantes-, con el calor pasará”.

De pronto, al día siguiente de una gran tempestad que provenía del mar, y que

trajo el verano con sus claridades ardientes y su lluvia tibia, la ciudad, al despertar,

lanzó un grito de estupor. Los techos rojos de los monumentos públicos, las campanas

de las iglesias, los tablones de las casas y hasta la madera de las camas, todo estaba

empapado en una tinta verde, delgada como una capa de moho, leve como un encaje.

De cerca parecía una cantidad de brotes microscópicos, donde ya se veía el

enroscamiento de las hojas. Esta nueva rareza divirtió sin inquietar más; pero, antes

de la noche, ramitas verdes se abrieron en todas partes sobre los muebles, sobre las

murallas. Las ramas crecían a ojos vistas; si uno las sostenía un momento en la mano,

se las sentía crecer y agitarse como alas.

Al día siguiente todas las viviendas parecían invernaderos. Las lianas invadían

las rampas de las escaleras. En las calles estrechas, las ramas se enlazaban de un

techo al otro, poniendo por encima de la ruidosa ciudad la sombra de avenidas

arboladas. Esto se volvió inquietante. Mientras los sabios reunidos discutían sobre

este caso de vegetación extraordinaria, la muchedumbre salía fuera para ver los

diferentes aspectos del milagro. Los gritos de sorpresa, el rumor sorprendido de todo

aquel pueblo inactivo daba solemnidad al extraño acontecimiento. De pronto alguien

gritó: “¡Miren el bosque!”, y percibieron, con terror, que desde hacía dos días el

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semicírculo verde se había acercado mucho. El bosque parecía descender hacia la

ciudad. Toda una vanguardia de espinos y de lianas se extendían hasta las primeras

casas de los suburbios.

Entonces Wood’stown empezó a comprender y a sentir miedo. Evidentemente

el bosque venía a reconquistar su lugar junto al río; sus árboles, abatidos, dispersos,

transformados, se liberaban para adelantárselo. ¿Cómo resistir la invasión? Con el

fuego se corría el riesgo de incendiar la ciudad entera. ¿Y qué podían las hachas

contra esta savia sin cesar renaciente, esas raíces monstruosas que atacaban por

debajo del suelo, esos millares de semillas volantes que germinaban al quebrarse y

hacían brotar un árbol donde quiera que cayeran?

Sin embargo todos se pusieron bravamente a luchar con las hoces, las sierras,

los rastrillos: se hizo una inmensa matanza de hojas. Pero fue en vano. De hora en

hora la confusión de los bosques vírgenes, donde el entrelazamiento de las lianas

creaban formas gigantescas, invadía las calles de Wood´stown. Ya irrumpían los

insectos y los reptiles. Había nidos en todos los rincones, golpes de alas y masas de

pequeños picos agresivos. En una noche los graneros de la ciudad fueron totalmente

vaciados por las nidadas nuevas. Después, como una ironía en medio del desastre,

mariposas de todos los tamaños y colores volaron sobre las viñas florecidas, y las

abejas previsoras, buscando abrigo seguro en los huecos de los árboles tan

rápidamente crecidos, instalaron sus colmenas como una demostración de

permanencia y conquista.

Vagamente, en el gemido rumoroso del follaje se oían golpes sordos de sierras

y de hachas; pero el cuarto día se reconoció que todo trabajo era imposible. La hierba

crecía demasiado alta, demasiado espesa. Lianas trepadoras se enroscaban en los

brazos de los leñadores y agarrotaban sus movimientos. Por otra parte, las casas se

volvieron inhabitables; los muebles, cargados de hojas, habían perdido la forma. Los

techos se hundieron perforados por las lanzas de las yucas, los largos espinos de la

caoba; y en lugar de techumbres se instaló la cúpula inmensa de las catalpas. Era el

fin. Había que huir.

A través del apretujamiento de plantas y de ramas que avanzaba cada vez

más, los habitantes de Wood’stown, espantados, se precipitaron hacia el río,

arrastrando en su huida lo que podían de sus riquezas y objetos preciosos. ¡Pero

cuántas dificultades para llegar al borde del agua! Ya no quedaban muelles. Nada más

que musgos gigantescos. Los astilleros marítimos, donde se guardaban las maderas

para la construcción, habían dejado lugar a bosques de pinos; y en el puerto, lleno de

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flores, los barcos nuevos parecían islas de verdor. Por suerte se encontraban allí

algunas fragatas blindadas en las que se refugió la muchedumbre desde donde

pudieron ver al viejo bosque unirse victorioso con el bosque joven.

Poco a poco los árboles confundieron sus copas y bajo el cielo azul

resplandeciente de sol, la enorme masa del follaje se extendió desde el borde del río

hasta el lejano horizonte. Ni rastro quedó de la ciudad, ni de techos, ni de muros. A

veces un ruido sordo de algo que se desmoronaba, último eco de las ruinas, donde se

oía el golpe de hacha de un leñador enfurecido, retumbaba en las profundidades del

follaje. Solamente el silencio vibrante, rumoroso, zumbante de nubes de mariposas

blancas giraban sobre la ribera desierta, y lejos, hacia alta mar, un barco que huía, con

tres grandes árboles verdes erguidos en medio de sus velas, llevaba los últimos

emigrantes de lo que fue Wood’stown.

Soneto XIII (Garcilaso de la Vega, 1501-1536)

A Dafne ya los brazos le crecían,

y en luengos ramos vueltos se mostraban;

en verdes hojas vi que se tornaban

los cabellos que el oro escurecían.

De áspera corteza se cubrían

los tiernos miembros, que aun bullendo estaban:

los blancos pies en tierra se hincaban,

y en torcidas raíces se volvían.

Aquel que fue la causa de tal daño,

a fuerza de llorar, crecer hacía

este árbol, que con lágrimas regaba.

¡Oh miserable estado, oh mal tamaño,

que con llorarla crezca cada día

la causa y la razón por que lloraba!

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Apolo y Dafne (Las metamorfosis, Ovidio, Italia, 43 a.C. – 17 d.C., adaptación)

Apolo, gran cazador, quiso matar a la temible serpiente Pitón que se escondía

en el monte Parnaso. Habiéndola herido con sus flechas, la siguió, moribunda, en su

huida hacia el templo de Delfos. Allí acabó con ella mediante varios disparos de sus

flechas. Delfos era un lugar sagrado donde se pronunciaban los oráculos de la Madre

Tierra. Apolo reclamó Delfos para sí. Se apoderó del oráculo y fundo unos juegos

anuales que debían celebrarse en un gran anfiteatro, en la colina que había junto al

templo.

Orgulloso Apolo de la victoria conseguida sobre la serpiente Pitón, se atrevió a

burlarse del dios Eros por llevar arco y flechas siendo tan niño:

-¿Qué haces, joven afeminado -le dijo- con esas armas? Sólo mis hombros son

dignos de llevarlas. Acabo de matar a la serpiente Pitón, cuyo enorme cuerpo cubría

muchas yugadas de tierra. Confórmate con que tus flechas hieran a gente

enamoradiza y no quieras competir conmigo.

Irritado, Eros se vengó disparándole una flecha, que le hizo enamorarse

locamente de la ninfa Daphne, hija de la Tierra y del río Ladón, mientras a ésta le

disparó otra flecha que le hizo odiar el amor y especialmente el de Apolo. Apolo la

persiguió, pero - cuando iba a darle alcance- Daphne pidió ayuda a su padre, el río, el

cual la transformó en laurel: “Apenas había concluido la súplica, cuando todos los

miembros se le entorpecen: sus entrañas se cubren de una tierna corteza,; los

cabellos se convierten en hojas; los brazos en ramas; los pies, que eran antes tan

ligeros, se transforman en retorcidas raíces; ocupa finalmente el rostro la altura y sólo

queda en ella la belleza”.

Este nuevo árbol es, no obstante, el objeto del amor de Apolo, y puesta su

mano derecha en el tronco, advierte que aún palpita el corazón de su amada dentro de

la nueva corteza, y abrazando las ramas como miembros de su cariño, besa aquél

árbol que parece rechazar sus besos. Por último le dice:

-Pues veo que ya no puedes ser mi esposa, al menos serás un árbol

consagrado a mi deidad. Mis cabellos, mi lira y aljaba se adornarán de laureles. Tú

ceñirás las sienes de los alegres capitanes cuando el alborozo publique su triunfo y

suban al capitolio con los despojos que hayan ganado a sus enemigos. Serás

fidelísima guardia de las puertas de los emperadores, cubriendo con tus ramas la

encina que está en medio, y así como mis cabellos se conservan en su estado juvenil,

tus hojas permanecerán siempre verdes.

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El bosque de donde han brotado todos los libros del mundo

Ana María Matute (1925-2014). Extracto de su discurso de entrada en la RAE.

Después, cuando ya había aprendido a descifrar esos signos misteriosos, la

primera vez que leí la palabra «bosque» en un libro de cuentos, supe que siempre me

movería dentro de ese ámbito. Toda la vida de un bosque –misterioso, atractivo,

terrorífico, lejano y próximo, oscuro y transparente– encontraba su lugar sobre el

papel, en el arte combinatorio de las palabras. Jamás había experimentado, ni volvería

a experimentar en toda mi vida, una realidad más cercana, más viva y que me revelara

la existencia de otras realidades tan vivas y tan cercanas como aquella que me reveló

el bosque, el real y el creado por las palabras.

Porque el bosque era el lugar al que me gustaba escapar en mi niñez y durante

mi adolescencia; aquél era mi lugar. Allí aprendí que la oscuridad brilla, más aún,

resplandece; que los vuelos de los pájaros escriben en el aire antiquísimas palabras,

de donde han brotado todos los libros del mundo; que existen rumores y sonidos

totalmente desconocidos por los humanos, que existe el canto del bosque entero,

donde residen infinidad de historias que jamás se han escrito y acaso nunca se

escribirán.

Todas esas voces, esas palabras, sin oírse se conocen, en el balanceo de las

altas ramas, en la profundidad de las raíces que buscan el corazón del mundo. Allí

presentí y descubrí, minuto a minuto, la existencia de innumerables vidas invisibles, el

rumor de sus secretos comunicándose de hoja en hoja, de tallo en tallo, de gota en

gota de rocío, conducidos a través del bosque por los diminutos habitantes de la

hierba.

Percibí claramente el curso de los ríos escondidos y el sueño de las tormentas

apagadas, que duermen incrustadas en las cortezas de los viejos troncos, aún

fosforescentes. El aire del bosque entero parece sacudido, vibra, se cruza de

relámpagos fugaces. Los gritos de todos los pájaros heridos, el último lamento de los

ciervos inmolados, la sombra de los niños perdidos en la selva, miles y miles de gritos,

todos los gritos vagabundos y los que anidan en los huecos de los árboles, parecen

uno solo, terrible y armónico a la vez. Es la antiquísima voz que se eleva desde lo más

profundo de la primera historia contada. Es la historia de todas las historias que

siempre quise y quiero contar.

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