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BIOGRAFIA Y MEMORIAS Prólogo Una noche, en alguna parte del mundo, te vuelves a mirarte en el espejo de un camerino que nunca puede ser tu propia casa, y contemplas tus ojos desconcertados e hinchados por la fatiga. "¿Qué estás haciendo aquí?" "¿Por qué haces lo que haces y no otra cosa?" "¿Quién eres realmente tú?”. Al otro lado de la puerta todavía se agita una multitud fervorosa que te ha estado escuchando durante dos horas, aún aplaude al escenario vacío, espera que regreses y que le entregues lo que te queda de ti Alguien te dice muy nervioso que los servicios de seguridad apenas pueden contener a un grupo que pretende asaltar el camerino y te ruega que salgas hacia el automóvil que está esperándote ante una puerta lateral y secreta. Sin cambiarte de ropa, sin secarte el sudor, sin probar un sorbo de agua. Pero debe ser pronto, inmediatamente, antes de que resulte demasiado tarde. Porque a veces, y con frecuencia, el afecto es peligroso. A veces la pasión hiere. Pero ha bastado esa mirada fugaz e inconsciente para dejar sentada una decisión nueva: hacer algo que nunca había hecho. En la vorágine del trabajo ni siquiera tiene uno tiempo de pensar detenidamente en sí mismo. Los días, las semanas, los meses van machacando sobre la propia alma con la rutina apresurada del oficio. Coches, teléfonos, aviones, escenarios, fotógrafos, homenajees abrazos, sudor, aplausos, preguntas, vestuario... ¿Y en dónde está uno mismo? Dentro de nada -conciertos, aviones, teléfonos...-, dentro de nada volveré a mirarme en otro espejo, quizá mohoso o quizá lujosísimo, en alguna ciudad que no habré tenido tiempo de conocer, me miraré en un espejo y me daré cuenta de que he cumplido ya cuarenta años y que continúo, como todo el mundo, indeciso acerca de algunas cosas importantes. Todavía me faltan tres, pero el tiempo pasa demasiado de prisa en una vida tan agitada y vertiginosa como llevo desde los veintidós. ¿Sentiré entonces terror ante ese misterioso síndrome de los cuarenta años? No lo siento ahora, tan cerca, quizá porque he vivido demasiado

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BIOGRAFIA Y MEMORIAS

Prólogo

Una noche, en alguna parte del mundo, te vuelves a mirarte en el

espejo de un camerino que nunca puede ser tu propia casa, y

contemplas tus ojos desconcertados e hinchados por la fatiga.

"¿Qué estás haciendo aquí?"

"¿Por qué haces lo que haces y no otra cosa?"

"¿Quién eres realmente tú?”.

Al otro lado de la puerta todavía se agita una multitud fervorosa que te

ha estado escuchando durante dos horas, aún aplaude al escenario

vacío, espera que regreses y que le entregues lo que te queda de ti

Alguien te dice muy nervioso que los servicios de seguridad apenas

pueden contener a un grupo que pretende asaltar el camerino y te

ruega que salgas hacia el automóvil que está esperándote ante una

puerta lateral y secreta. Sin cambiarte de ropa, sin secarte el sudor, sin

probar un sorbo de agua. Pero debe ser pronto, inmediatamente, antes

de que resulte demasiado tarde. Porque a veces, y con frecuencia, el

afecto es peligroso. A veces la pasión hiere. Pero ha bastado esa

mirada fugaz e inconsciente para dejar sentada una decisión nueva:

hacer algo que nunca había hecho. En la vorágine del trabajo ni

siquiera tiene uno tiempo de pensar detenidamente en sí mismo. Los

días, las semanas, los meses van machacando sobre la propia alma con

la rutina apresurada del oficio. Coches, teléfonos, aviones, escenarios,

fotógrafos, homenajees abrazos, sudor, aplausos, preguntas,

vestuario...

¿Y en dónde está uno mismo?

Dentro de nada -conciertos, aviones, teléfonos...-, dentro de nada

volveré a mirarme en otro espejo, quizá mohoso o quizá lujosísimo, en

alguna ciudad que no habré tenido tiempo de conocer, me miraré en

un espejo y me daré cuenta de que he cumplido ya cuarenta años y que

continúo, como todo el mundo, indeciso acerca de algunas cosas

importantes. Todavía me faltan tres, pero el tiempo pasa demasiado de

prisa en una vida tan agitada y vertiginosa como llevo desde los

veintidós.

¿Sentiré entonces terror ante ese misterioso síndrome de los cuarenta

años?

No lo siento ahora, tan cerca, quizá porque he vivido demasiado

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tiempo aferrado a mi propio éxito, como si me hubiera acostumbrado

a él; he vivido demasiado pegado a la agitación querida y ni siquiera

he visto cómo pasaban los años. Pero los años pasan y todo el mundo

dice que nunca en balde. Efectivamente, aunque los recuerdos están

frescos, pasó ya la época en que me daban regletazos en las palmas de

las manos porque me negaba a cantar en el coro del colegio ante la

perspectiva de irme a correr las calles con mis amigos; la época de mi

primera banda, con mis compañeros de Alcoy; incluso la época de los

primeros discos, de las primeras sorpresas, de los primeros amores, de

los primeros aplausos. Y siento que en muchos escalones de esta

subida he llegado a olvidar en algún momento quién era yo mismo,

confundido entre los músicos, los espectadores, los micrófonos, los

periodistas. Quién era realmente yo, qué pasaba, qué estoy haciendo

aquí, entre los demás, cuál es mi destino y de qué manera se va

cumpliendo. Porque sé perfectamente que no soy cebo de multitudes,

objeto de griteríos y de páginas a todo color, fábrica de dinero, ídolo

sin sangre y sin alma. De pronto, cuando me pongo a regar las plantas

de mi casa, cuando me miro en un espejo, cuando me aburro en medio

de un vuelo interminable, me doy cuenta de que una parte de mi yo no

está al alcance de los otros: la que no sube a los escenarios.

De pronto, cuando me levanto de noche en una habitación de hotel y

he de tantear las paredes porque no sé dónde me encuentro, siento esa

conciencia de mí mismo que en ocasiones parece perdida en el ajetreo

diario. Y entonces decido escribir algo de mí, algo de mí, todo de mí.

No como confesión ni como penitencia, ni como parte de mi trabajo.

Sencillamente necesito pasar al papel algunos recuerdos, algunas

experiencias, algunas intimidades porque de otro modo me sentiría

perdido.

-Camilo, a escena. Vamos a empezar.

Un libro no es un escenario. O, mejor, es otra clase de escenario. No

hay comunicación de un hombre con una multitud, sino de una

persona con otra persona, de tú a tú, en la soledad mágica del mundo

de la lectura, que es el mundo de la inteligencia y de la sensibilidad.

Es también una apuesta del autor contra sí mismo. Tal vez, desde

luego, en mis canciones he dicho ya muchas de las cosas que pensaba,

mucho de lo que sentía incluso hacia mí mismo. Pero los ecos no

dejan oír las voces. Recuerdo un párrafo de Bruno Walter, el más

destacado discípulo de Mahler, que me impresionó tanto cuando lo leí

que lo anoté en un cuaderno. Cuenta el director de orquesta una visita

que hizo al compositor bohemio en 1896.

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"Cuando, camino de su casa, levanté los ojos hacia las cumbres de los

Alpes, cuyas abruptas paredes formaban detrás del encantador paisaje

un amenazador telón de fondo, Mahler me dijo:

"No tiene usted necesidad de mirar: yo he puesto todo eso en mi

Tercera Sinfonía".

Lejos de la pretensión ridícula de compararme con Gustav Mahler, he

tenido muchas veces que responder lo mismo a algunas preguntas de

los reporteros:

"¿Qué quién es Camilo Blanes?"

"Escucha las canciones de Camilo Sesto." En ellas está dicho casi

todo.

Claro que de una manera ambigua, llena a veces de sobrentendidos,

velando con frecuencia las verdades más profundas. Nadie que acude

a un concierto tiene muchos deseos de ver a su cantante

espiritualmente desnudo, de informarse de sus mayores intimidades,

de identificarse hasta el fondo con sus alegrías o sus tragedias. Busca

más bien encontrar en la voz amiga una expresión artística de sus

propios conflictos, de sus deseos, de sus ensueños. El cantante se

convierte en un cable que provoca un cortocircuito en el corazón del

que lo escucha; él mismo, su propia individualidad, ha de quedar al

margen. En el fondo, es más un instrumento que un protagonista. Por

eso a veces tiene uno ganas de quitarse esa necesaria máscara

pragmática para que sus amigos lo contemplen como es. Ya sé que

persona y máscara son la misma cosa en su origen etimológico griego.

Lo que pasa es que en algún momento de nuestra vida nos negamos a

aceptar esa verdad que sólo parece justificar las hipocresías de las

relaciones humanas. Y más un hombre que como yo en cierto modo

lleva siempre la máscara puesta, es decir, actúa para los demás,

interpreta, hace. Y nadie se inquieta por lo que es. Incluso llega a

pensarse que el actor, el hombre que se entrega a los públicos, ni

siquiera tiende a ser él mismo. Solo a ser un reflejo de las ansias de los

demás, no una expresión de él mismo. Insisto. En muchos momentos,

sin embargo, también el actor, el cantante, el que compone canciones

tanto para los demás como para sí mismo, tiene necesidad de

despojarse de las imprescindibles máscaras -uniforme de su profesión-

con las que se gana la vida y ver esa vida suya desnuda y fija, como

un objeto intransferible y exacto. Mucho más si, como en mi caso,

continuamente comprueba cómo los demás, familiarizados con ese

reflejo profesional, terminaban por confundir al individuo con la

imagen que proyecta. Hasta el punto incluso de hacerme dudar en

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algún momento de si yo de verdad soy quien soy o lo que otros

piensan que soy. Claro, bien seguro estoy de mí mismo, pero no me

satisface que tantos de mis amigos, próximos o lejanos, conocidos o

desconocidos, tantos que creen en lo que hago y gozan con ello, me

vean sólo como la luz de uno de esos focos multicolores de las

candilejas: como la luz, pero no como el foco mismo que la produce y

la proyecta.

- ¡Camilo, a escena!

Y me lanzo ahora a una escena distinta. Más íntima, más cerrada, más

secreta. A la que no llegan los aplausos ni los gestos de aliento de mis

compañeros los instrumentistas ni el apoyo de cuantos me acompañan

en las giras ni la prudencia de los que me cuidan. Una escena

perfectamente vacía y serena. Un libro se me presenta, a mí que sólo

he escrito poemas, además de infinitamente laborioso, como un reto

en el que debo luchar contra lo que no soy, contra la cara más

falsamente brillante de mí ser. Es un rinconcillo solitario y lleno de sol

en el que de verdad puedo descubrirme a mí mismo a través de lo que

he vivido, de lo que he hecho, de lo que todavía quiero hacer. Así que

cumplo los preparativos de esta actuación con un nerviosismo

magistral, como nunca he conocido otro en las presentaciones

musicales. Claro que tengo a mi favor la ventaja de que si este

concierto de letras no queda a mi gusto, lo guardo en un cajón o lo

condeno a la papelera y aquí no ha pasado nada. Nadie me silbará por

ello, ya que seguirá tan desconocido como ahora mismo, cuando estoy

comenzándolo, lo es. Quizá más por mí mismo que por los demás, por

los que me han confundido, los que sólo conocen una de mis caras, los

que están obligados a quedarse en la superficie. Más por mí, porque

dentro de nada cumpliré cuarenta años y no quiero a esa edad sentirme

ante nadie como un desvalido adolescente. Y también por él. Cuando

supe que acababa de tener un hijo no se me cayó el mundo sobre la

cabeza, aunque siempre me había negado a tener hijos por los motivos

que contaré. Yo mismo pensaba que así iba a ocurrir: una catástrofe

personal. Más de pronto encontré una respuesta nueva a esos

momentos de indecisión ante los espejos, en las habitaciones del hotel.

Fue como si, por primera vez en mi vida, sintiera los pies clavados al

suelo, el cuerpo entero hundido en una realidad física, concreta y

satisfactoria. Tal vez es demasiado pronto para plantearme muchas

preguntas u organizar muchos proyectos. El niño, mi hijo, apenas

acaba de cumplir medio año y ni siquiera intuye quién es su padre y

que ha nacido en México, muy lejos de donde nací yo y donde

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regularmente vivo. Por supuesto para él no está rodeado de las

solicitudes y de los inconvenientes de los hombres conocidos. Es solo

un niño como lo fui hasta que una misteriosa mano me empujó, ¡y tan

pronto!, a convertirme en lo que soy ahora; hasta que quise ser músico

y poner todas mis fuerzas en el empeño. Pero si él está muy lejos de

esta realidad, brillante a veces, dramáticas otras, el hecho de que

exista me obliga a mí a mirarme con más intensidad, con más

detenimiento, con más calma.

Y sin ninguna forma de piedad o de narcisismo, desde luego. Me

obliga tal vez a desmentir la superficie que forzosamente mostramos

los que estamos siempre en el escenario, como un objeto de consumo

público. Un ídolo, incluso para quien no lo tiene por tal, es una

especie de estatua moldeada en el vacío, sin un eje interior, sin vida

propia, sin sangre, sin alma, suplantador de Dios. Y yo creo que

importa poco de qué material esté construido ese ídolo, oro o barro.

Importa que dentro del luminoso ropaje haya una sustancia definida y

clara. Voy a tener tiempo para contarlo. Las páginas en blanco me

permiten la esperanza de esa mirada total que pocas veces en mi vida

he tenido tiempo de dirigirme. Seguramente con las dificultades que

ya conozco, esa actitud imparable a que me obliga una profesión

voluntariamente elegida y alegremente llevada. Pero valdrá la pena

superarlas, y sé que estoy preparado para ello. Cuando era niño,

actuaba como niño; ahora que soy un hombre, me comporto como un

hombre...

¿Eran exactamente así las palabras de San pablo?

En todo caso, hace muchos años que soy un hombre, pero pocas veces

como en este momento me he plantado lo que eso de verdad significa.

Y es lo que quiero expresar, a través de las historias, pequeñas o

grandes, que han contribuido a formar a ese hombre. Procurando

siempre llevar al primer plano aquellos aspectos que suelen quedar

ensombrecidos en la actividad pública de un hombre de escenario.

Muchos árboles he plantado en mi vida, porque pocas cosas me

apasionan tanto como el cuidado de las plantas. Ahora acabo de tener

un hijo.

¿Me falta sólo el libro para realizarme del todo, como ahora dicen? No

lo creo.

Un libro es solo la organización de pensamientos y sensaciones que ya

existían: ponerlos en claro y dejar que otros los conozcan. Sobre todo

cuando no se trata de un libro de ficción, sino de un pequeño

documento, espero que entretenido, de los treinta y siete años de un

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hombre conocido más por su trabajo que por él mismo. Por lo demás,

tampoco voy a concederle demasiada importancia a esta aventura. Lo

verdaderamente importante es esa conciencia de lo que soy y cuyo

desarrollo se ha acentuado al contemplar a mi primer hijo en la Ciudad

de México. La repentina sorpresa fue como el badajo de una campana

que hizo brotar de mí los sonidos que hasta entonces tenía ocultos. Y

es una música nueva, llena de ternura y de responsabilidad; la más

dulce y bella de mis canciones. Otro asunto es que sea capaz de

interpretarla bien sobre el papel. Ni siquiera me inquieta demasiado.

Sé lo que he hecho y tengo fuerzas para hacer lo que he decidido

hacer. Ese niño y su madre, que podría haber sido uno entre cientos de

amores apasionados, como ya diré, me han puesto una marca en el

camino y debo detenerme en ella para meditar y para mirarme más

despacio. Sin duda es esa presencia la razón última que me impulsa a

sentarme ante una máquina de escribir, instrumento que no me resulta

demasiado familiar, la verdad sea dicha, y a poner en claro todo lo que

para los otros resultaba oscuro y todo lo que muchas veces yo me he

ocultado a mí mismo por miedo a que frenase mi carrera de un lado a

otro de los escenarios. Ya sé que no ocurrirá eso. Ya sé que empiezo

una nueva etapa, que deseo empezarla y que tengo fuerzas para llegar

a su final.

-¡¡Camilo, a escena!!Una escena nueva, un escenario desconocido.-

¡Voy!

Capítulo 1.

Mamá, tengo hambre!

La primera lengua que yo aprendí fue el valenciano. Y el primer

recuerdo que conservo pegado a la memoria no es un recuerdo de

vida, sino de muerte. Mi madre, mi mamá, el confuso dolor y las

ganas de comer. Eso es todo. Antes de los tres años debieron de

ocurrirme grandes cosas y especialmente he sentido siempre la

misteriosa ternura y el amor que me rodearon desde que nací como un

manto cálido y seguro, algo de lo que la vida, para mi fortuna, no ha

querido despojarme nunca. Sin embargo, recuerdo solo las lágrimas de

mi madre y de mi hermana, una sombra de dolor, el hambre. Me

parece injusto, pero nadie puede alterar su memoria. Naturalmente, se

han borrado los perfiles y los detalles.

¿Qué ocurrió?

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Estaba muy enfermo, los médicos no descubrían lo que me estaba

pasando, todo el mundo en la casa pensaba que iba a morirme lo

mismo que una hermanita nacida seis años antes que yo: Mari

Carmen, desaparecida a los veinte meses. La fiebre me tenía postrado

e inerte.

¿Llegaron a internarme en un hospital?

¿Cuántos días permanecí en ese estado?

En la penumbra de esa primera infancia solo veo a mi madre y a mi

hermana poniéndome la mano en la frente, sus ojos apenados. Pero

una tarde me erguí en la cama y dije:-Mama, tinc fam.

Y la señora Joaquina, mi mama, mi madre; solo respondió con una

mirada brillante:

-¡Mi niño se ha curado!

Imagino que me trajeron algo de comer y que muy pronto pasó todo al

territorio del olvido. A los tres años de vida estuve muy enfermo y al

borde de la muerte, pero como si todos los males se hubieran

concentrado en aquel momento, nunca más he vuelto a estar enfermo.

Me dicen a veces, sobre todo cuando me ven fatigado después de una

actuación o al cabo de muchas horas de trabajo, al verme siempre tan

pálido y tan delgado, que tengo aire enfermizo, pero se trata siempre

de una falsa impresión. Raramente he agarrado la gripe o un resfriado

y solo en media docena de ocasiones me he quedado sin voz o sin

resuello, siempre como consecuencia de demasiadas horas cantando o

velando en mi habitación, abrazado a la guitarra y con un montón de

cuartillas delante. Tal vez por esta misma razón, por lo que en mi vida

tiene de insólito ese suceso, lo recuerdo con tanta nitidez y,

probablemente, con tanta desmesura. Al fin y al cabo, ese tipo de

acontecimientos es relativamente normal en cuantos nacimos en años

todavía difíciles y demasiado próximos aún a aquella gran catástrofe

de la guerra civil, una generación de españoles doble e inocentemente

condenada a pagar las locuras de sus mayores. No eran aquellos "años

del hambre" propiamente dichos, pero nadie estaba libre de las

consecuencias del desastre. Veníamos, sin haberlo pedido, un poco

marcados por tanta desmesura de sangre, de odio, de muertos, de

privaciones.

Yo nací en el año 1946, el dieciséis de septiembre a las diez de la

mañana y en un país "maldito, cercado y sin horizontes", como ha

escrito Ricardo de la Cierva al referirse a la situación sociopolítica de

aquel año. Racionamientos, retirada de embajadores, "si ellos tienen

ONU, nosotros tenemos dos", prohibición de andar por la calle en

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mangas de camisa, soledad y espanto, batidas de maquis, la carne a 14

pesetas el kilo (pero, ¿quién tenía aquel dinero...?).

Poco después de cumplido el servicio militar, cuando veía todos los

horizontes cerrados y me sobraba tiempo en un Madrid hostil y frío,

dediqué, más por aburrimiento, que por otra cosa, algunos días a

husmear papeles de la Hemeroteca Municipal. La curiosidad me

impulsó a investigar por encima lo que estaba pasando mientras en

Alcoy, Alicante, España, el matrimonio formado por Eliseo Blanes de

Mora y Joaquina Cortés Garrigós inscribía en el Registro Civil a su

cuarto hijo: Camilo.

Anoté un suceso pintoresco que me llenó de congoja: en un pueblo

portugués un guardia había puesto una multa a la muchacha que había

dado un beso a su novio en la calle. Y el comentarista español de la

hazaña no solo no se sorprendía ante aquella barbaridad, sino que

comentaba: "Portugal guarda las formas y conserva los hábitos que ya

van desapareciendo por el mundo. Y a mí me parece que hay que

felicitarle por ello".

A mí me parecía que lo que había que hacer era echarse a llorar, pero

así era entonces nuestra gente, o al menos, parte de ella. Claro que no

toda. Imagino que en secreto muchos españoles -y aun portugueses-

cantaban con satisfacción el fox lento de Consuelo Velásquez Bésame

mucho, un hit de medio siglo por ahora; en secreto porque, desde

luego, la letra estaba prohibida por la censura...Me hizo gracia

también saber aquel año se inauguraba la línea Madrid-Nueva York en

un aparato "Constellation" y por una tarifa de 4.000 pesetas, la misma

línea que tantas veces había yo de recorrer más tarde..., aunque

pagando los billetes a otros precios. Y que fue el año de la aparición

de las quinielas, el largo sueño de tantos millones de españoles hasta

ahora mismo. Después de todo, puede ser una señal de fortuna haber

nacido el mismo año que las quinielas. Y el mismo en que se

presentaba en el "Teatro Progreso" de Madrid una joven bailarina

andaluza con el nombre artístico de Carmen Sevilla, en el espectáculo

de Estrellita Castro. Y el mismo de la gigantesca manifestación de la

Plaza de Oriente del 9 de diciembre, el desesperado grito de los

españoles que se sentían solos y apoyaban lo poco que tenían, el fruto

de la victoria de unos sobre los otros...Pero yo no era ni me sentí

nunca heredero de ninguno de los dos bandos. Entraba en una España

que quería ser nueva y tenía hambre después de una peligrosa

enfermedad. En el último piso del número uno de la calle de Isabel la

Católica, lo que yo sentí de España era únicamente el amor de mis

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padres y de mi hermana Consuelo, doce años mayor que yo y siempre

mi segunda madre. A eso se reducía mi horizonte vital y siempre me

he sentido feliz de que así fuera.

Muchas veces más tarde, cuando la Prensa o la Radio han anunciado

con tanto escándalo mis fantásticas enfermedades e incluso muertes de

todos los géneros, ellas dos han corrido, apenas se enteraban, a

telefonear a mi oficina de Madrid o a los hoteles en que me

encontraba para conocer lo ocurrido.

Esta angustia que encontraba en sus voces me hacía recordar, o más

bien imaginar, las angustias que pasaron cuando tenía tres años. Me

han adjudicado paros cardíacos, hepatitis galopantes, cánceres de

garganta, amenazas de transplantes de riñón, leucemias múltiples, no

sé si también sífilis irreversibles. Me han hecho morir en una docena

de países, en accidentes de avión y de coches, en plena actuación, en

atentados callejeros...

La última vez por el momento fue la primavera pasada. al llegar a

Nueva York desde México se propagó el bulo de que había muerto en

un tiroteo de mafiosos en Colombia y mis músicos que me esperaban

allí padecieron algunas horas de inquietud.

Nunca he conseguido averiguar quién se divierte con tan ridículos

juegos, qué ganan con ofrecerlos al público; afortunadamente nunca

he sido supersticioso y no me han afectado demasiado esos sustos,

pero no ha ocurrido lo mismo con mis familiares y amigos,

especialmente con mi madre. Supongo que el hecho de que una

persona sea famosa o conocida no debe autorizar a nadie a ensañarme

con bromas que finalmente hacen daño a otros. De modo que me he

ido curando de tan imaginarias enfermedades con más rapidez que de

aquella de los tres años. Y sin hambre. Por entonces aproximadamente

se cambiaron mis padres de casa. de la terracita y el descansillo de la

escalera en que practiqué mis primeros juegos, escenarios

inolvidables. Nos mudamos al barrio de Santa Rosa, que era más bien

un descampado en proceso de urbanización.

Para llegar a la nueva casa había que pasar por amplias zonas

despobladas, era casi como ir a otro pueblo, aunque actualmente esté

ya en el centro de la ciudad. Y dejábamos un piso muy modesto por

una pequeña casa unifamiliar que tampoco contaba con lujos

espectaculares. Creo que la mudanza coincidió más o menos con el

cambio de trabajo de mi padre: de trabajar como electricista a sueldo

en una empresa había decidido establecerse por su cuenta.

Tanto él como mi madre habían nacido en Alcoy. También alguno de

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mis abuelos era de Alcoy, otros eran de Benilloba, un pueblo cercano.

Y aunque mi apellido está relacionado con el municipio homónimo de

Gerona, por lo que sé toda mi familia es de la región alcoyana.

Desgraciadamente no he conocido a ninguno de mis cuatro abuelos,

cosa que siempre he lamentado mucho. Por eso he estado repitiendo a

mis sobrinos -y lo repetiré mucho más a mi hijo- que cuiden a sus

abuelos, que aprovechen su presencia, su ternura y su sabiduría; solo

conocerán su valor cuando los pierdan. Por eso mismo me cuesta

mucho respetar -y no quiero utilizar una expresión más fuerte- a las

personas que se desentienden de sus mayores, abuelos o padres, que

los abandonan, que no los visitan, que no los aman. No hace falta

poseer un florido árbol genealógico por el que circule savia azul para

sentir respeto y amor hacia aquellos que nos han dado la vida, que nos

la han transmitido a lo largo de generaciones. Al parecer, la mayor

parte de mis antepasados se dedicaba a la agricultura. Alcoy, que

ahora tiene más de sesenta mil habitantes, había ido en los últimos

cien años ocupando las últimas huertas establecidas desde la época

árabe junto a los dos ramales originarios del río Serpis, desbordándose

en construcciones y fábricas textiles y papeleras por toda la hoya en

que está situado, abandonando el núcleo medieval y agrícola para

convertirse en una pujante ciudad industrial.

Algunas personas mayores con las que me gustaba conversar durante

mi adolescencia me contaron una vez que uno de mis antepasados,

creo que un bisabuelo, participó en las grandes revueltas anarquistas

de 1873. aunque mis personales rebeldías hayan tomado caminos

menos conflictivos, más pacíficos e individualistas, la gente de mi

tierra ha sido siempre brava y batalladora.

Ya en el año 1821, el año de la muerte de Napoleón y de la

independencia de México y Perú, el año en que Schubert compuso su

sinfonía Incompleta, durante el reinado del peor rey que España ha

tenido nunca, Fernando VII, los tejedores de Alcoy, desempleados

muchos de ellos a causa de la reciente industrialización, ocuparon la

ciudad, destruyeron los telares y hubo que recurrir al Ejército para

imponer el orden. Lo que ocurrió medio siglo mas tarde fue mucho

más grave. El verano de 1873 en Alcoy figura en la historia de España

como una fecha terrible y aun la leyenda planea como una sombra

oscura sobre mi ciudad.

Por aquella época habían aparecido destacados militares anarquistas

alcoyanos dentro de la Federación Española. A la sublevación

cantonalista que ya se estaba gestando en Cartagena y otras ciudades

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se unió el descontento de los trabajadores de las industrias papeleras y

textiles. Los obreros únicamente pedían la jornada laboral de ocho

horas y decidieron una huelga general, que sería el preludio de

grandes revoluciones en toda España. Alcoy tenía entonces unos

treinta mil habitantes y, naturalmente, la mayor parte de ellos eran

obreros.

Cuando una delegación salía del Ayuntamiento de hablar con el

alcalde, la Policía abrió fuego sobre la multitud desarmada. Los

obreros decidieron atacar el Ayuntamiento y después de veinte horas

de lucha, la treintena de policías se rindió por falta de municiones. El

alcalde Agustín Albors intentó disparar su revólver sobre los que iban

a arrestarlo y murió de un disparo. Era el 10 de agosto. El

levantamiento armado duró cinco días, hasta que se acercó el Ejército

y prometió amnistía a los sublevados, pero muchos alcoyanos

murieron en la rebelión y el nombre de mi ciudad sería como un

chispazo para otras sublevaciones en toda España.

Mi curiosidad en asuntos históricos, que probablemente han sido mi

lectura preferida, me empujó a investigar si alguno de los Blanes tuvo

participación en estos sucesos (y de haberla tenido, habría sido junto a

los obreros, ya que ninguno poseyó nunca fábricas de papel o de

hilados ni figuró entre los miembros de la Policía municipal), pero ya

he logrado averiguarlo.

Sin embargo, mis esfuerzos juveniles me sirvieron para conocer un

poco la historia de mi pueblo, y por lo tanto mi gente, y recopilar unos

cuantos libros de la historia de España del último siglo que conservo

como preciado tesoro.

Pero estaba yo hablando de una sola casa de Alcoy, no de la ciudad

toda. Estaba hablando de nuestra casa nueva en el barrio de Santa

Rosa, en el número 50 de la calle Laureado Carbonell idéntica a

muchas otras recién construidas, tenía en la planta baja, un comedor,

un pequeño vestíbulo, una cocina y un cuarto de baño. En el segundo

piso estaban los tres dormitorios. En el principal dormían mis padres.

En otro dormía yo con mi hermana Chelo, mientras fui pequeño.

Luego me trasladaron al tercer dormitorio, que ocupábamos los tres

hermanos varones: Eliseo, que me llevaba nueve años; José que me

lleva tres y yo. Confieso que no me gustó nada separarme de Chelo.

Mis padres me dijeron que ya era mayor -tenía ocho o nueve años- y

que no era conveniente que durmiera en la misma habitación que ella,

pero a mí me parecía una bobada. Siempre había estado a su lado, era

como mi madre suplente, la quería tanto como ahora la quiero...

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¿Cómo iba a tener importancia que la viera desnuda?

Pero hube de obedecer, a regañadientes, y pasé al territorio de mis

hermanos, un territorio bastante reducido, porque los dormitorios eran

más bien pequeños.

La casa tenía también un pequeño patio con lavadero y, a falta de

calefacción -lujo excesivo para la época-, en el salón brillaba una

inmensa estufa de hierro negro con una tapa de anillos que había que

ir retirando uno a uno para introducir la leña. Solo abandonaría esta

casa, en la que hoy vive mi hermana, para luchar en Madrid por lo que

había soñado siempre. Así que fue en ella y durante unos quince años

en donde fui creciendo, fui recibiendo generosas raciones de amor, fui

aprendiendo a cantar y a desear convertirme en cantante...

Arropado siempre por el cariño de mi madre, de mi padre, de mi

hermana Consuelo. Siempre niño mimado y preferido -lo que no me

ahorró algunas sesiones de azotes en el trasero, ciertamente-,

aprendiendo que la vida es hermosa y agradable cuando las personas

se aman e intentan comprenderse.

Capítulo 2.

Detrás de la cortina

Quizá yo intenté demasiado pronto poner en práctica ese

convencimiento de que la vida es hermosa cuando la gente se ama...La

verdad es que el ambiente familiar de mi infancia me impulsaba a ello.

Quienes no ha tenido tanta fortuna pensarán que hay algo de injusticia

en todo esto y yo mismo lo pienso a veces; no injusticia en el hecho de

que yo haya sido un niño feliz, sino en el hecho de que no todos los

niños hayan sido o sean felices. Frecuentemente en mis viajes,

especialmente por el interior de México y en América del Sur, aunque

también en España, he encontrado esos rostros desolados de niños,

esos ojos tristes y vacíos que gritaban su incomprensión ante una

desdicha evidentemente injusta. "El que no hay razón que le condene a

andar sin manta", como dice Horacio Guaraní, con débil gramática, en

su canción Si se calla el canto, que yo grabé en 1973. en esos

momentos me daba rabia de haber sido tan afortunado, especialmente

en mis primeros años. Luego uno se va labrando su dicha o sus

desgracias, al menos es parcialmente responsable de la una y de las

otras, pero en la infancia todo el mundo debería tener derecho a ser

perfectamente feliz. Yo lo he sido siempre..., o casi siempre. Y me da

vergüenza confesarlo. Hace un par de años leí en una revista mexicana

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un poema desgarrado y cínico que me dio mucho que pensar. Decía:

solo es feliz el imbécil / de catorce prístinos kilates. / Se puede -hay

casos- / ser feliz a veces / y mucho tiempo incluso, / pero sin alardes, /

sin muchos aspavientos / y por puro egoísmo, / y al paso, y de reojo /

y sin decirlo a los infortunados. Evidentemente, no quiero pasar por

imbécil, así que me apresuraré a confesar que también he sido

desdichado, muchas veces. Incluso en ocasiones en que todo parece

ser brillante y maravilloso, cuando llego a mi casa con los oídos

todavía llenos de aplausos y de gritos, utilizo un sistema muy

particular para entristecerme, para recordarme a mí mismo que no

siempre he tenido eso y que probablemente no durará toda la vida.

Aunque no creo que el tal sistema sea transferible, que sirva para los

demás, voy a describirlo. Me siento en un sillón, tenso todavía, busco

en mi discoteca algunos fragmentos musicales que me resultan

especialmente patéticos, que me ayudan a meditar, a sentirme menos

eufórico y triunfador. Por ejemplo el Adagio de Albinoni (y de

Giazotto, que lo reconstruyó), la Gymnopédie 1 de Eric Satie (pero en

la versión original para piano, la orquestación de Debussy no me

entusiasma), incluso la 2; en concierto de Vivaldi para flauta titulado

La Notte...La mayor parte de estas piezas son tan breves como una

canción y suelen bastarme para que me deshinche el globo de la

inevitable vanidad del hombre en los escenarios. Es una especie del

memento mori de los monjes antiguos, menos dramático pero

igualmente efectivo, y tienen para mí la magia de transportarme a

instantes o situaciones menos eufóricas de mi vida. Durante mis

primeros años en Alcoy eso no hubiera sido posible, porque todo fue

esplendor y dicha. Una vez más repito que gracias a mis padres y a mi

hermana Consuelo. Y quizás impulsado por esa venturosa experiencia

intenté muy pronto comprobar si otras clases de amor provocaban

satisfacciones semejantes. Uno de mis íntimos amigos, amigo

precisamente de esa época, suele burlarse de mí cuando se entera de

que ando enredado en conflictos sentimentales, cosa que para mi mal

sucede con demasiada frecuencia.-Siempre has vivido rodeado de un

harén- me dice. Él conoce lo que ocurrió exactamente el día de mi

primera comunión e incluso los hermosos preparativos. Por decirlo de

una manera un poco exagerada y quizás pretenciosa, cuando ese

amigo, me descubrió detrás de la cortina al poco rato de haber hecho

la primera comunión, ya llevaba yo muchas tardes jugando a los

médicos con varias niñas de mi barrio. No creo que nadie se

avergüence de esos primeros tanteos en el mundo del sexo, si es que

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realmente eso eran; imagino que a casi todo el mundo le ha ocurrido

lo mismo. En el fondo, todo se reducía a tiernas e ingenuas

exploraciones mutuas: "Pues tú tienes esto y yo tengo lo otro". "Pues

esto ahora se pone más grande y la enfermera te lo va a curar". "¿Y

por qué esto es diferente?".Quizás era yo más osado que mis

compañeros, tal vez tenía más curiosidad o menos temor, el hecho es

que practiqué el juego de los médicos muchas veces y con la mayoría

de las niñas de mi edad que vivían en el barrio. Solo ahora me

pregunto porqué precisamente ellas aceptaban ese juego conmigo y se

mostraban remisas con otros. Según me han dicho las personas que me

conocieron en esa época -estoy hablando del Camilo de seis u ocho

años-, era ya bastante alto para mi edad -ahora mismo mido un metro

ochenta y tres centímetros-, rubio y con los mismos ojos azules que

afortunadamente conservo...Esas personas dicen que parecía un ángel,

aunque eso suelen decirlo de todos los niños. La verdad es que ya

tenía el carácter que ahora tengo: extrovertido, jovial,

contemporizador, afable; procuraba no portarme mal con nadie y

atraerme a todo el mundo. Eso debía de convertirme en un pequeño

líder -"tú eras siempre el que mandaba en la calle", suele decir ahora

Chelo- y no es sorprendente que las niñas se inclinaras más hacia el

jefe de la pandilla, por pequeño que fuese, que hacia los peones.

Aunque como tampoco yo estuve nunca en la piel de ellos no podría

decir si las prácticas de Medicina Exploratoria también las realizaban

a mis espaldas. Nunca puede uno fijarse demasiado de la fidelidad de

sus amigas..., como tampoco ellas de las de uno, por lo demás. En fin,

el caso es que llegó "el día más maravilloso de mi vida", según me

habían contado en el colegio. Me habían comprado un traje gris de

pantalón largo y las solapas de raso gris, casi un verdadero esmoquin.

A mí me gustaba mucho, aunque en seguida le descubrí un

inconveniente.-Pero, mama, si me queda grande. La chaqueta casi

llega a las rodillas.-Es que será tu traje de los domingos, chiquet, y si

creces de prisa muy pronto te vendrá a la medida.- ¿Y por qué no me

compras otro cuando crezca?-Éste te queda muy bien. Vas el más

guapo de todos. Finalmente me convencieron, desde luego, y sin

decirme que no estaban los tiempos como para comprarme un traje

cada vez que estirara unos pocos centímetros. Como en mi casa nunca

se hablaba de dinero, o muy raramente, no lo hubiera entendido. De

hecho, al día siguiente de la comunión me quitaron las solapas de raso,

cortaron las perneras del pantalón y el esmoquin quedó convertido en

un elegante traje de los domingos. Recuerdo muy bien aquel hermoso

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traje porque era también el que llevaba puesto la primera vez que vi. el

mar en Alicante, al año siguiente. Aunque Alcoy dista solamente

medio centenar de kilómetros de la capital -y apenas treinta de la costa

mediterránea en Villajoyosa-, no era frecuente para una familia

modesta como la mía emprender excursiones de placer. Por eso tardé

tanto tiempo en asomarme al gran padre de toda mi cultura y de casi

toda mi música, el mar Mediterráneo. Ni siquiera me ofrecieron ese

viaje como regalo. Y tampoco un reloj o la bicicleta con la que tanto

soñaba y que no pude obtener hasta casi veinte años más tarde. El

uniforme de comulgante era más que suficiente: el traje gris, el

crucifijo colgado de un cordón dorado y el libro de oraciones con

pastas de nácar significaban ya un gasto respetable para mi padre el

electricista. Tenía entonces ocho años. Era en 1954, el mismo que

desembarcaron del Semíramis los solados de la División Azul

apresados en la campaña de Rusia, doce años antes, cuando luchaban

al lado de los alemanes. Cuando volvía a casa, una de mis vecinas me

dijo:-Estás muy guapo, Camilo. Era una chiquilla de mi edad, morena,

con grandes ojos negros y trenzas que le bailoteaban en la espalda. Se

llamaba...Ahora está casada, tiene hijos. Como, afortunadamente,

sigue llamándose, será mejor que no pronuncie su nombre. Pues bien,

la gente mayor estaba celebrando el acontecimiento. Padres, tíos,

parientes, vecinos se dedicaban al chocolate, las pastas, el anís y

habían olvidado por completo al protagonista de la fiesta. Yo dejé mis

condecoraciones más pesadas en una mesilla que había en el recibidor

y me fui con la niña pasillo adelante hacia el patio. Había allí un

pesado cortinón que ocultaba un cuarto trasero y detrás de él nos

escondimos. No era desde luego la primera vez que los dos

estudiábamos juntos nuestra piel, pero nunca lo hicimos con tanto

detenimiento y entusiasmo como aquel día. A simple vista podría

parecer desmesurado o sacrílego un acontecimiento como éste, pero

más bien habría que referirse a la inconsciencia o a la ingenuidad

curiosa de la infancia. ¿Qué ocurrió realmente? Probablemente nada...,

o todo. Recuerdo solo, como un tacto lejano, la piel delicada de

aquella niña y el agitado batir de la cortina, que se me pegaba a la

espalda y el los hombros. Aquella forma de hacer el amor a los ocho

años, aquel juego sin malicia, sin inquietudes, como una pasión

perfecta y limpia, no causó traumas o sinsabores a nadie, lo que

bastaría para justificarla. Ni siquiera el amigo que nos descubrió. Salía

hacia el patio y observó los bultos detrás de la cortina. La levantó un

poco y preguntó:-¡Eh! ¿Qué hacéis aquí? ¿Estás jugando a los

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médicos? -A los papás y las mamás- dijo la niña.-Pues vais a perderos

el chocolate. Y dicen que van a traer una tarta. Tu madrina, que te la

regala. El sonido de aquella palabra mágica, más que el susto por

haber sido descubiertos, nos hizo abandonar rápidamente nuestra

actividad. Recompusimos rápidamente las ropas y detrás del amigo

nos unimos en el salón a los que estaban festejando el día más feliz de

mi vida. Que probablemente lo era, aunque no por las razones que me

habían dado en los Salesianos. Mi novia precoz se situó en alguna

parte, con un trozo de tarta, y yo me dediqué a escuchar las

conversaciones de los mayores, aunque sin prestarles demasiada

atención. Todos se empeñaban en decirme que estaba muy guapo con

mi trajecito gris, que parecía un ángel, que nunca olvidaría un día tan

bello. Incluso los más simpáticos me preguntaban ya qué quería ser de

mayor, que aquel aire hasta podía llegar a ministro. En un rincón de la

sala sonaba con fuerza la radio y yo estaba más atento a la música

confusa y al sabor del dulce que a las conjeturas colectivas sobre mi

porvenir. Sobre todo porque no tenía intención de ser nada de mayor;

mejor dicho, no tenía intención alguna de ser mayor. Si no me había

propuesto imitar a Peter Pan era sencillamente porque no tenía la

menor idea de que tan inteligente personaje existiera. Era feliz con lo

que tenía entre los dedos, con el mundo que me rodeaba: no

necesitaba otra cosa.-Camilo, ¿no vas a dar más tarta a tus amigos?-

preguntaba Chelo.-Si es suya...Pueden comer todo lo que resistan.

¿Podremos ir a jugar más tarde? A la calle. Anda, mama.-Ese Camilo

solo piensa en jugar, ya lo veis. Pero tendrás que quitarte ese traje. No

quiero que lo destroces tan pronto.- ¿Y en qué va a pensar, mujer? -

respondía mi madrina Maríu-. Ya tendrá tiempo de meterse en

cavilaciones. Deja que se divierta ahora. Me había olvidado ya de mis

experimentos detrás de la cortina. Probablemente ni volví a mirar

durante todo el día a aquella niña que había sido, aproximadamente,

mi primera mujer. En la calle sin asfaltar, bajo el sol de mayo, nos

esperaban las canicas, el fútbol, el trompo; muy cerca de la calle

empezaba el campo, los primeros promontorios de la sierra Mariola.

La hoya de Alcoy era todo un universo lleno de tesoros fáciles de

conseguir y al alcance de la mano. Como tantos otros días, los

chavales estaban quizás esperándome para que yo tomara la decisión

de elegir un juego, una manera de pasar el rato. Subí a nuestra

habitación colectiva del piso superior y me cambié la ropa. Ya mi

madre me había enseñado -y siempre insistía mucho en ello- a

abandonar las prendas sobre mi cama, relativamente dobladas y

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ordenadas. Sin embargo, en los momentos especiales aparecía siempre

Chelo para echarme una mano. Ella me buscaba la ropa de repuesto,

recogía la otra, me daba un beso en la frente, me empujaba

suavemente para que me fuera a corretear. El día más feliz de mi vida

era cada uno de los que estaba viviendo en mi casa, en mi barrio, entre

mi gente. Y si muchas veces pienso que soy un hombre feliz, aun sin

derecho especial a serlo, es únicamente porque fui criado con ternura.

Y aquella ternura me ha servido luego como un colchón de espuma en

los momentos difíciles, cuando la infancia queda ya tan lejos y debo

de enfrentarme cada momento a las realidades del hombre adulto.

Capítulo 3.

El arte de la fuga

A media mañana, el maestro del colegio " Cervantes" se levantaba

casi de un salto y gritaba, más como una amenaza que como una

invitación:-¡Al recreo! Sabíamos todo lo que debíamos hacer. Yo

sabía también que en unos minutos más tarde iba a tener otra

oportunidad de fugarme. Pero el recuerdo más nítido que tengo de

aquel colegio es que cada día quería escaparme de él. En realidad, ese

deseo ha sido una especie de obsesión durante los aproximadamente

diez años que duró mi educación oficial en distintos centro de Alcoy.

El primero que recogió mis frágiles huesos de dos o tres años fue el "

Colegio del Pilar", quizás una guardería, y lo único de él recuerdo es

que no quería entrar. Como la mayor parte de los días no tenía mas

remedio que hacerlo, el segundo recuerdo es que sólo deseaba

escaparme. Por eso la orden de recreo en el "Colegio Nacional

Cervantes" me sonaba como una velada invitación a intentar de nuevo

una fuga. Pero el maestro me conocía bien. Nos poníamos todos en

fila india dentro de la clase e íbamos pasando despacio por delante de

él, derechos y braceando un poco. Aquel hombre era muy fuerte: tenía

un cuello enorme, tan ancho como la cabeza. Se llamaba, además, don

Juan Francisco, lo que a mi juicio le hacía más terrible, aunque no he

sabido por qué. Parecía más un general que un profesor.- ¡Media

vuelta! - gritaba cuando estábamos ya en el patio. Ahora dábamos la

espalda a la pared. Don Juan Francisco se colocaba en un extremo de

la hilera, un poco salido para vigilarnos a todos, levantaba el brazo

derecho con una furia tremenda y empezaba a cantar, sacando el

pecho un vozarrón que nos hacía temblara todos: ¡Cara al sol, con la

camisa nueva...!. En el segundo verso del himno falangista entraban

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las voces del ¡Cervantes!, que a pesar de su número apenas lograban

emular a la del maestro. Se trataba del ritual que deben conocer todos

los españoles de mi generación y de sus alrededores, un acto sin

especial significado político para la mayoría, una especie de

galimatías heroico en el que el ademán impasible se convertía en un ¡

y pasible el alemán!, lo mismo que las rutas imperiales de Montañas

Nevadas se transformaban en ¡pomporrutas!... Ya sé que luego se ha

hablado mucho de ese himno y de quienes lo cantaron o dejaron de

cantarlo. A los cuatro años aquel gesto junto a la pared de la escuela,

el brazo alzado, la cabeza erguida; aquel canto era una actividad

rutinaria e insignificante, como el rezo al comenzar las clases o los

gritos de alegría cuando nos devolvían a las calles. Más tarde cada uno

de aquellos chiquillos de Alcoy, como los del resto de España, podían

poner entusiasmo en las estrofas o aborrecerlas; en ambos casos me

parece muy bien, ya que cada uno tiene derecho a utilizar las

canciones que más se acerquen a su corazón, digan unas palabras u

otras. Y como ésa y otras canciones que nos enseñaba den Juan

Francisco tenían un indudable contenido político (aunque para nuestra

fortuna no podíamos descubrirlo entonces), la decisión de asumirlas o

no asumirlas quedaría, muchos años después, a la voluntad de cada

uno. Yo ni las amaba ni las odiaba: me limitaba a cantarlas pensando

en qué momento podría volver a mi casa. Y el que posteriormente les

prestara alguna atención extramusical queda tal vez para una mayor

ampliación más adelante. Con un poco de suerte, al menos una vez a

la semana lograba fugarme. En ¡El pilar! Las cosas me habían

resultado siempre más fáciles. Era yo entonces una especie de

muñequito rubio, chatillo y con los ojos azules. La profesora me

adoraba. Bastaba con que mirase con una intensidad especial, mirada

que por otra parte, me ha sido muy útil en la vida, para que desarmara

todas sus defensas.-Señorita, ¿puedo irme a hacer pipí?-Claro, claro,

Camilo. Pero no tardes. Hasta el día siguiente. Ella probablemente lo

sabía pero no debía de importarle demasiado. Sin embargo, con don

Juan Francisco no valía aquel truco. Tenía que escaparme por las

buenas, usando la habilidad y la astucia. Desde luego, lo conseguía en

muchas menos ocasiones, aunque las suficientes como para que me

sintiera satisfecho y seguro de mí mismo. En realidad, el drama diario

comenzaba mucho antes. Y no porque yo sintiera un odio especial por

los colegios, por los libros, por los profesores, por mis compañeros.

Lo que odiaba era sentirme encerrado, preso, sin libertad. Es evidente

que en esa época no eran grandes cosas las que podía hacer con mi

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libertad, pero me bastaba con sentirla, como una compañera dulce y

complaciente. El drama comenzaba cuando Chelo, que entonces

dormía a mi lado, me despertaba.-Chelo, estoy malo, no puedo ir a la

escuela.-Chelo, me duele mucho aquí, no puedo moverme.-Tengo

sueño, Chelo, no quiero ir...Todas las mañanas las mismas historias. Y

todas las mañanas Chelo repetía con dulzura los mismos argumentos:

¡Si te lo pasas bien en la escuela, Camilo, todos te están esperando...;

vas a aprender mucho; ya sabes cuánto te quiere la profesora...!

Naturalmente. Al final me convencía. Y me convencía de que me

privara de una de las cosas que me han gustado más a lo largo de mi

vida, desde muy pequeño. Dormir. Tener que levantarme temprano es

un castigo que no puedo soportar. Soy capaz de permanecer despierto

toda la noche si he de tomar un avión madrugador, por ejemplo, antes

que levantarme a la hora justa. Incluso no me importa pasar en vela

veinte o treinta horas seguidas con tal de librarme de madrugar. En el

fondo, quiero despertar siempre con el sol bien alto; de otro modo me

siento deprimido, flojo, inseguro. Supongo que es un vicio o una

manía y que puede que incluso una súplica de mi metabolismo o una

exigencia de mis retinas... Pero Chelo se empeñaba cada mañana en

que me levantara temprano y acudiera a la escuela, al ¡Zaragoza!, al

¡Cervantes! O, a continuación, a los Salesianos. Y como tenía razón y

sabía convencerme, la mayor parte de los días no tenía más remedio

que obedecer. Me tomaba un vaso de leche, me ponía - para el

primero de los colegios- un guardapolvo a rayas azules que me

gustaba únicamente porque sobre el bolsillo superior mi hermana me

había bordado a punto de cruz mi nombre: ¡ C. Blanes!. Y salía de

casa con ánimo de hacerle pagar caro a mi madre el castigo de

haberme hecho madrugar... En realidad, con ánimo de darme una

satisfacción que ahora, al escribirlo, me produce dentera; comer dulce.

Ella o Consuelo me daban cada mañana dinero para que comprara el

complemento de mi desayuno; así pues, entraba en una panadería muy

cercana de casa cuya propietaria me conocía muy bien:-dame tres

esparteros - pedía yo.- ¿Tres esparteros? Pero si ayer por la tarde me

dijo tu madre que o te vendiera los esparteros. Que te diera panecillos

para desayunar. Los esparteros son muy dulces y pueden estropearte

los dientes si comes tantos.- ¿Te dijo eso? Pues a mí me mandó que

comprara tres esparteros y me lo dijo muy seria. Y también Chelo...-

Bueno, habrán cambiado de parecer. Toma los esparteros. Eran unos

dulces alargados y riquísimos, dulces como la miel y de contextura

similar a la ensaimada. Y yo empezaba a comerme el primero allí

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mismo. Si no conseguía terminar los tres en el camino del colegio, en

la misma clase, a hurtadillas, o en el recreo daba cuenta de los

maravillosos esparteros. Ahora tantos años después, no soportaría ni

verlos. Curiosamente, debí comer tantos que he aborrecido lo dulce

hasta el punto de que cuando pasan ante mi vista el habitual carrito de

las tartas en los restaurantes tengo que volver la cabeza a taparme los

ojos para no vomitar lo que he comido. Lo más dulce que pudo

soportar son la conserva de mangos mexicanos en un almíbar muy

ligero, y muy fríos para que se note menos. Claro prefiero los chicles

que te hierven en la boca como todo el infierno tragado de una vez.

Porque no se trataba sólo de esparteros. Mi pobre madre llegaba al

borde del histerismo cuando, tantas veces, entraba en la despensa y

bajo sus pies comenzaban a rechinar los gránulos de azúcar que se me

habían caído en mis expediciones secretas.- ¡Camilo! ¿Has vuelto a

comer azúcar?-Yo no, mama.- ¿Con que no, he? Habrá sido el

gato...Si la cosa se repetía con demasiada asiduidad, o si yo me

empeñaba en negar lo evidente, mi madre terminaba furiosa

lanzándome una zapatilla que más de una vez hacía blanco en su

objetivo. En realidad, así como mi padre no me puso jamás la mano

encima y bastaba la severidad de una mirada suya para que no se me

ocurriera cometer ningún desmán o para que me arrepintiera en el acto

si ya lo había hecho, la relación con mi madre era más dinámica y

arriesgada. Comprendo ahora que no le divirtiera nada encontrar la

cocina llena de azúcar a causa de mi impericia en hundir la cuchara en

el bote que la contenía. Claro que no sólo era el azúcar la víctima de

mi glotonería. Los botes de leche condensada, si conseguía

encontrarlos abiertos, corrían los mismos riesgos. E incluso un

complejo vitamínico, o jarabe fortalecedor - en realidad, nunca he

sabido lo que era exactamente- llamado Glefina o algo parecido,

deliciosamente dulce, me resultaba tan apetitoso que lo engullía a un

ritmo muy superior al que aconsejaba el correspondiente prospecto. La

libertad que yo buscaba en mis fugas del colegio, tan precoces, no

iban dirigidas a esos pequeños robos que me han arruinado el paladar

para las cosas dulces. Ni siquiera hacía novillos para meterme en

peligrosas golferías. Una vez conseguido el arte de la fuga, regresaba

tranquilamente a casa frecuentemente la encontraba cerrada. Mi madre

estaba en la compra o el taller de mi padre, Chelo trabajaba ya en

alguna parte y mis dos hermanos, menos aventureros que yo,

aguantaban con paciencia el encierro colegial. Así que me sentaba

tranquilamente en la calle, a la puerta de mi casa, a esperar a que

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alguien llegase.-Pero Camilo, ¿qué haces aquí a estas horas?-Pues

nada.- ¿Nada? Nada. Ni siquiera esperaba. Estaba allí sentado,

tranquilo y dichoso El mismo gusto por la conquistada libertad era

suficiente. Miraba la calle, cruzaba unas palabras con las vecinas que

se ajetreaban en sus quehaceres, miraba los hermosos árboles quietos

en el cercano horizonte, respiraba y sentía cómo mi corazón vibraba

de gozo al otro lado del bolsillo bordado del guardapolvo. La mayor

parte de las veces mi madre no se enteraba de que me había fugado.

Me encontraba allí, entraba en casa con ella, esperábamos a los demás

hasta la hora de la comida...En cambio se daba una maña admirable

para enterarse, por ejemplo, de algunos de mis retornos por el gran

camino prohibido. Ese pecado la enfurecía mucho más que mis

glotonerías con el azúcar. Yo nunca vi peligro alguno en aquel camino

maravilloso, pero a ella le parecía siempre como la boca del abismo. Y

ni ahora me atrevo a quitarle la razón. Se trataba de la ribera de un

riachuelo que pasaba cerca de casa y por la cual se podía hacer un

buen trecho desde el colegio, después de apartarse de las calles y

zonas más pobladas. No tenía nada de especial, pero a mí y a algunos

de mis primeros amigos nos encantaba hacer alpinismo por aquellos

malecones crecidos de yerbajos, coronados de pedruscos, y arrojar de

vez en cuando una piedra plana sobre las entecas aguas con la ilusión

de que no se hundiera en el primer choque, y perseguir inútilmente a

alguna rana cuyo canto nos había llamado la atención, y contemplar

los pájaros que bajaban a beber... Bastaba luego con cruzar un

pequeño puente de madera, un tanto inseguro, para regresar al mundo

civilizado. Y aquellos malecones inocentes y aquel puente viejecito

causaban a mi pobre madre un desasosiego creciente, que muchas

veces pagaban mis infantiles posaderas. Aquellos riesgos

inverosímiles y mis continuas aventuras para escapar del colegio

contribuyeron a que me convirtiera en el cabecilla de los niños de mi

barrio. Esa especie de liderazgo no desaparecería hasta que me fui de

Alcoy. ¡Ay, se nos va el alma del barrio!, recuerdo que decía una

mujer cuando la furgoneta de Masanet arrancó de Alcoy rumbo a

Madrid cargada con ¡Los Dayson! Que íbamos a participar en un

concurso de noveles en la Televisión...

El jefe de mis amigos y el novio de mis amigas. Pero sin recurrir

jamás a la violencia. En el colegio o en la calle todos jugaban a lo que

quería jugar Camilo y si Camilo no tenía ganas de jugar a todos se les

había pasado el deseo de hacerlo. Sin embargo, no recuerdo ni una

sola pelea callejera. Incluso cuando se formaban pandillas para luchar

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contra los de los barrios vecinos y me llamaban para que participase

en ellas, me negaba siempre con argumentos que todavía me parecen

válidos.-Y si tiro una piedra y le doy a otro en la cabeza, ¿qué pasa

luego?-Pues que hemos ganado.-Pero no hemos ganado nada. Era una

manera ingenua de una expresión que ahora mismo usamos muchos

mis músicos y yo: dominar el panorama. Dicho de otra manera, ser

consciente de lo que uno hace y de las razones por las que lo hace,

incluso con la conciencia de los seis años. Cuando me escapaba del

colegio o lo intentaba sabía de alguna forma por qué lo hacia y que

perseguía con ese riesgo: sentirme libre, ser yo mismo al margen de la

multitud escolar. Pero en las peleas no encontraba ningún atractivo y

nunca en mi vida he dado un puñetazo a nadie. Sin exceptuamos

algunos fantásticos encontronazos con varias de las mujeres con las

que he convivido, en esos momentos de furia irracional, y más como

autodefensa que como ataque, jamás he llegado a las manos de nadie.

Y me gustaría no conocer nunca ese momento. En el fondo, eso que

ahora llaman carisma y que yo indudablemente poseía en mis años de

Alcoy, incluso antes de que todo el pueblo me conociera como

cantante, no es un mérito que uno pueda atribuirse a si mismo, ya que

no se gana con esfuerzo y lucha. Es simplemente un don de la vida,

que se ha portado muy generosa y benévola conmigo. O quizá consista

todo en no escaparse jamás de aquello realmente merece la pena. Mi

arte de la fuga era sólo una chiquillada que probablemente tenía

únicamente la finalidad de tantas otras cosas, buenas o malas, que yo

haya hecho: procurar encontrarme a mí mismo.

Capítulo 4.

Que sea como tú

La construcción de un hombre es tarea larga y compleja que dura toda

la vida. Y como en el caso de los edificios, el éxito de esa

construcción depende sobre todo del arquitecto que imaginó los

planos y de los ingenieros que pusieron los cimientos. No voy a caer

en la pretensión de meterme en camisa de once varas, que psicólogos

y pedagogos han escrito ya sobre el asunto para dar u tomar; sólo

estaba refiriéndome a mi experiencia personal. Voy repasando

pequeñas historias, anécdotas minúsculas, el difuso tejido de mi

infancia y siempre aparece la misma trama querida: mi madre fue

también más intensa, pero quizás un poco más tarde, en la

adolescencia; sin embargo, mi madre y Chelo me han ido

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acompañando siempre como dos luces imprescindibles. No descubro

un solo rincón de mi niñez del que ellas dos estén ausentes. Tal vez

porque teníamos intereses distintos, por la diferencia de edad -

especialmente con el mayor- y porque siempre me sentí el preferido

en mi casa, la relación con mis dos hermanos no fue nunca tan íntima

y directa. Y eso que, en cierto modo, formábamos una pequeña

dinastía en Alcoy, al menos en lo que se refiere a las chicas. Eliseo era

-y todavía es, desde luego- una especie de James Deán, con ojos

verdes, guapo...Las colegialas de las Carmelitas lo perseguían

materialmente hasta que empezó a trabajar con mi padre en su taller

de electricidad. Pocos muchachos había en Alcoy que levantaran tales

pasiones. Y después vino José, Pepe que más tarde se iría a estudiar

Ingeniería industrial a Tarrasa. Como a Eliseo y como a mí más tarde,

iban a esperarle a la salida del colegio, un verdadero asedio. Incluso le

dedicaban frases escritas en las paredes. Sin duda esa persecución de

las chicas, sobre todo cuando estábamos en la adolescencia, me

empujó a intentar convertirme en cantante profesional; por un lado,

nunca me asustaron las avalanchas de las fans, incluso de las más

histéricas, porque ya tenía cierta costumbre. Y por otro, debí darme

cuenta de que ya tenía ganada, sin demasiado esfuerzo, una parte de la

batalla. Ahora ellos dos están casados y tienen su propia vida, bien

alejada de la mía, pero hubo un tiempo en que éramos casi lo mismo

de famosos en nuestra pequeña ciudad. Chelo ha continuado más

cerca de mi corazón. Muchas veces le he dicho que de no haber sido

hermana, y a pesar de la incurable alegría que siento por el

matrimonio, me hubiese casado con ella. Siempre fue guapísima, con

unos ojos azules bellísimos y un rostro angelical: se parecía a Romy

Schneider. Antes de irse a sus clases de costura, se ocupaba de

despertarme, convencerme para que me levantase, vestirme, darme el

desayuno e incluso, en los primeros años, de acompañarme al colegio.

Después comenzó a trabajar en el taller de mi padre llevándole la

oficina. E incluso cuando tuvo su primer novio tampoco se separaba

de mí. Muchas tardes salíamos los tres juntos al campo, él portando el

caballete en el que yo comenzaba a practicar otra de las pasiones de

mi vida y, a la vez, el oficio que me permitiría comer durante muchos

años: la pintura. He dicho que era guapísima, y lo es aún, pero además

era la persona más tierna y adorable que he conocido, la que

contribuyó, junto a mi madre, a que me sintiera feliz durante tantos

años. Escribía con una caligrafía tan maravillosa que muchas tardes de

invierno le pedía que se sentara a mi lado, ante la mesa del salón, y

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fuera llenando hoja tras hoja, sólo para gozar de la belleza de su letra.

Jamás se negó a contestarme y supongo que hubo de soportar mis

caprichos con toneladas de paciencia. Pero me quería tanto como yo la

quiero a ella. Sin embargo, y aunque se lo he pedido muchas veces,

nunca ha querido abandonar su casa de Alcoy, la misma del barrio de

Santa Rosa, después de que muriera su marido, hace un par de años.

Dice que mi vida es mía y no debe meterse en ella, a pesar de que yo

me hubiera sentido feliz de tenerla a mi lado en mi casa de

Torredolones. Viene a visitarme con frecuencia y todavía la Navidad

pasada, reunidos con sus tres hijos y con nuestra madre, celebramos

las fiestas casi como en los viejos tiempos.-Chelo, vamos a bailar. La

agarré por la cintura y comenzamos a girar al ritmo de la música de la

radio. Mi madre aplaudía y lloraba de la risa.- ¡ay, qué chuli, volver a

bailar contigo! ¡Volver a bailar!- decía ella. Era una manera de

recordar algunos de nuestros momentos más dichosos. Nos llevaban

mis padres a los bailes y verberenas y en tanto ella no encontraba al

muchacho que le gustaba para pasar la tarde, era yo su pareja de baile.

Y si el portero no me dejaba entrar porque descubría que era muy

pequeño, no le importaba a ella renunciar a su diversión y regresar a

casa conmigo y con nuestros padres. Siempre que pienso en ella sé

que nunca podré estar solo...Yo he querido ofrecerle todo lo que

tengo, poner el mundo a sus pies, pero se ha negado siempre. Viuda,

sigue trabajando para sus hijos, valerosa y fuerte. Únicamente ha

aceptado que me porte con sus hijos como un segundo padre. Vienen

con frecuencia a mi casa, especialmente el más pequeño de los tres,

que tiene diecisiete años y unos deseos enormes de aprender. Les

ayudo en lo que puedo porque fue muy grande e importantísima la

ayuda que su madre me prestó cuando yo era niño. Probablemente fue

también ella la que me enseño a ir bien vestido. Como en todas las

familias sin recursos sobrados, la ropa de mi hermano mayor pasaba

en herencia a José. Sin embargo, yo fui incapaz siempre de utilizar

ropa de otro. Consuelo, que cosía muy bien, se ponía al tajo con un

abrigo usado de mi padre: le daba la vuelta, lo cambiaba de arriba

abajo y me confeccionaba una trenca. Parecía nueva y, sobre todo, era

mía. Entonces, me la ponía. Mis hermanos peleaban frecuentemente

porque uno usaba prendas del otro, se las robaban momentáneamente

para acudir a alguna cita o por simple capricho. Yo nunca fui capaz de

imitarlos. Prefería usar mi ropa vieja a ponerme la nueva de ellos. Y

eso continúa ocurriéndome ahora. No tengo ningún sentido de

propiedad de la ropa - y en realidad, de nada -, puedo prestarla o

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regalarla sin ningún apuro, pero no puedo ponerme nada de otro. Es

también otra de mis manías que me llegan de tan lejos...Entonces no

se trataba, naturalmente, de usar ropa cara o de grandes modistas.

Consuelo se ocupaba de comprarme aquello que sabía que iba a

gustarme o bien de cocerme prendas nuevas a partir de otras usadas.

Se empeñaba mucho en que fuera siempre bien aseado, me frotaba el

cuello cada mañana, procuraba que no tuviera un botón fuera de su

ojal. Así me iba enseñando, casi sin quererlo, a ser una persona. Yo no

quiero decir con ello que yo juzgue a las personas por su aspecto

externo, por su vestido; pero el aliño exterior es un espejo del aliño del

espíritu y la elegancia externa surge siempre del interior del individuo.

Lo cual no es lo mismo que exigir de alguien que ande por su casa con

traje de alpaca bien planchado; yo soy el primero en ponerme cómodo,

con un simple batín sobre la piel desnuda, y un simple taparrabos si

tengo calor. Pero aún así puede uno mostrarse limpio y

adecuadamente vestido. Y todo lo que vengo diciendo sobre Chelo,

que en el fondo son sólo muchas palabras para explicar cuánto la

quiero, podría repetirlo acerca de mi madre. También ella, a sus

setenta y tres años, vive en Alcoy, sola, lejos de mí. También ella

desea no meterse en mi vida y no acepta más que pasar temporadas

más o menos largas conmigo. Viene de pronto, cargada como siempre

de las cosas que me gustan, se instala en la casa y comienza a cocinar

para mí. No he conseguido siquiera que acepte que yo le mande mi

coche para que haga un viaje cómodo; viaja en autobús, con sus bolsas

llenas de comida y de regalos. Y cada vez que aparezco en la

televisión, me llama inmediatamente.- ¡Ay Camilo!, ¿que no es

emocionante? - me dice con un fuerte acento valenciano, sorprendida

de verme, como si todavía no se hubiera acostumbrado a este oficio

público que tengo. En realidad, ella y yo, como Chelo, seguimos

hablando en valenciano entre nosotros, porque es nuestra lengua

familiar y la lengua de nuestro amor. He visto y sigo viendo las

polémicas que suscita el hecho de que sea una lengua propia o una

manera de hablar el catalán. Yo quiero entrar en el asunto.

Sencillamente es para mí la lengua de mi infancia, la lengua de mi

felicidad primera, la de mis padres y la de mis hermanos. Sigue

pareciéndome hermosísima aunque la utilice en mis canciones menos

de lo que yo mismo quisiera. Desgraciadamente, un cantante

profesional termina siendo un hombre que se debe a un público

mayoritario. Cuando me enfrento en México o en Los Ángeles a

veinte mil espectadores, debo cantarles en la lengua que corresponden.

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Por eso en mis actuaciones por el levante español suelo dedicar parte

del espectáculo a mi lengua materna. Tal vez debería haber escrito en

valenciano la canción que dediqué a mi madre en mi cuarto disco, de

1974. Quizá no lo hice porque entonces se hacían interpretaciones

políticas - muchas veces equivocadas - acerca del asunto, yo he

procurado huir de las charlas políticas como la peste. Ay madre, ay

madre, siempre lejos... Me acostumbré tanto a ti, que cuando estoy

con alguien quiero que sea como tú; y como tú no hay nadie... No era

esa canción, en realidad más que una forma de expresar mi amor por

ella. Joaquina, como yo mismo la llamo influido por el tratamiento

que suelen darle mis guardeses, mis músicos y todos mis amigos, es

una presencia constante y total en mi vida, compañera adorada, cálido

regazo, alguien de quien nunca he podido prescindir, lo mismo en los

años que voy relatando que ahora mismo... Ni siquiera el inmenso

amor que siento hacia mi pequeño hijo disminuye en lo más mínimo el

que siento por ella. Vivaz, ingeniosa, desprendida, con un portentoso

sentido del humor y sin haber perdido nunca ese carácter entre

ingenuo e irónico ni sus costumbres de mujer de pueblo, todavía corre

a ocupar la primera fila en mis conciertos, y se levanta y grita y llora

de la emoción como la primera de mis fans. La primera y la más

importante, desde luego. Ya escribí hace diez años en aquella canción:

cuando encuentro a alguien, cuando amo a alguien, sólo quiero que

sea como ella, el gran arquitecto que puso en este hombre que ahora

soy lo mejor que tiene. Sobre ella, sobre los recuerdos que ella tengo y

mis vivencias a su lado podría llenar todas las páginas de este libro.

Desgraciadamente, ninguna de ellas, por abundantes y hermosas que

fueran, podrían describir mi agradecimiento hacia ella y la

importancia que ha tenido en mi vida. Ni el amor que le tengo.

Capítulo 5.

¡¡¡ Auxilio Camilo !!!

Cuando nos levantamos aquella mañana no sabíamos en dónde poner

el cuerpo. Era ya tarde, más de las diez. Para un niño de nueve años,

tan enamorado como yo del movimiento y de la vida que pasaba a mí

alrededor, el último día del colegio era siempre como un enorme

portón de acero a través del cual no se veía nada. Quiero decir que no

sólo no echaba de menos las clases y los profesores, sino que incluso

sentía en alguna esquina del alma que todo aquello no existía. Y no

porque lo odiase; sencillamente no pensaba en ello, el colegio se había

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volatilizado. De modo que cada mañana era una alegría nueva, incluso

una mañana como aquella en que el calor levantino pesaba como una

piedra. ¿Era sábado tal vez? Las chicharras atronaban por todas partes,

el sol parecía pegado en el suelo como una hoguera infinita. A los

ocho años y en esas circunstancias sólo piensa uno en resolver los

problemas que siente en su piel. Imagino que desayuné más o menos

como todos los días, que mi madre me dio un beso como todos los

días, que me mandó alguna cosa...-Mama, yo voy a darme un baño a

las balsas.-No quiero que vayas solo-Pues me voy con José. Pero José

tendría entonces unos doce años. Ni siquiera solía yo darle opción a

que opinara sobre mis deseos. Si tenía calor, le decía que me

acompañara a darnos un baño y no imaginaba contradecirme. No

desde luego por sometimiento a la autoridad de su hermano menor,

sino porque era aquello mismo lo que él deseaba plantear. Pero sólo

tenía doce años.- ¿Con José? - dijo mi madre -. ¡Ni hablar! Peor que si

fueras solo. Si tienes calor, te remojas en casa. No quiero que os

ahoguéis los dos. Consuelo estaba haciendo las camas y limpiando las

habitaciones. Ella tenía ya más de veinte años, era una mujer fuerte y

guapa. Escuchó la prohibición tajante de la señora Joaquina y ni

apartó los ojos de su labor para no inmiscuirse en el asunto. Yo me

senté en un rincón del pasillo, sofocado e imaginando de qué modo

podría salirme con la mía. Cuando Chelo cerro la puerta de la

habitación, pudo ver que su hermano Camilo, su preferido, estaba

acurrucado, dando grandes suspiros de tristeza, casi ahogado.-Pero,

chato, ¿qué te pasa? Yo levanté la cabeza y la miré con los ojos

deliberadamente ingenuos, como sorprendido por una pregunta que

tanto esperaba.-Es que tengo mucho calor.- ¡Pues vaya novedad! Y yo

también. Tienes calor porque hace mucho calor...-¿Y a ti no te

gustaría ir a darte un baño en las balsas?-Si no tuviera otra cosa que

hacer...-Ya has terminado - insistí.-En esta casa no se termina nunca.

Debo ir a la compra.-Pues te vienes con nosotros a las balsas, nos

dejas allí para que nos bañemos y tú te vas a la tienda. Luego nos

buscas. Así no enfadará tu madre. Chelo me revolvió el pelo con la

mano; me miró despacio y se apartó de mi lado. Un minuto después

regresaba con las manos juntas y tendidas delante del pecho. Las abrió

de golpe sobre mi cabeza y unos goterones de agua fresca me

salpicaron la cara. No sabía si llorar de rabia, pero al verla a ella

riéndose feliz, la imité y me abracé a su cintura.- ¡Es poco, es poco! -

le dije -. ¡Llévame a las balsas!-¿Y te portarás bien? Aunque no

hubiera tenido intención de hacerlo le hubiera respondido de la misma

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manera:-¿Pues claro? Debió de convencer a mi madre a mi madre sin

mucho esfuerzo. Todavía ahora me veo colgado de su mano derecha

caminando de prisa por la calle hacia las afueras de Alcoy. José

saltaba al otro lado, procurando como yo arrastrar los pies en el suelo

para levantar polvo. Chelo todavía continuaba riéndose y alzaba

mucho la cabeza hacia la luz, como si quisiera absorberla toda.

Aunque las calles estaban casi vacías a causa del bochorno, algunas

mujeres nos saludaban desde puertas y ventanas, en un alto repentino

de su trabajo casero. Nadie sabía mucho de mí en el mundo por

entonces, ciertamente, pero en mi calle era ya muy famoso. Y con eso

tenía suficiente. En realidad, me bastaba con dar saltos al lado de mi

hermana, bien sujeto a su mano. Ya ni siquiera hacía calor. La

felicidad únicamente consiste en instantes fugaces como aquel,

insignificantes y pequeños, pero perfectos. Probablemente en aquel

momento ni siquiera me apetecía ya bañarme. Era suficiente el polvo

amarillento que nos rodeaba, el tacto de la mano segura, los gritos que

José y yo nos dirigíamos sin mirarnos, el continuum agobiante, lento y

dulcísimo de las chicharras. No sé a cuál de las balsas nos dirigíamos

ni por qué elegimos precisamente aquélla. Los campos de Alcoy están

sembrados de pequeños pantanos en los que se recogían modestos

manantiales, enjutos regatos y las escasas lluvias para utilizar las

aguas en los regadíos del cultivo de huerta. En verano, desde luego,

cumplían la función de albercas siempre de sus dueños no estuvieran

al acecho de la chiquillería para impedirlo. Los altos bordes de tierra y

piedras contenían el agua, que podía quedar libre abriendo las

compuertas dispuestas en el fondo de la balsa. De todas maneras, no

creo que fuera muy grande. Y si con ojos de niño no parecía grande,

sospechoso ahora que era realmente pequeña, un charco profundo

rodeado de verde, lleno de agua verde a la que el duro sol no podía

atacar.-¿ Nos quedamos aquí? Mi hermana Chelo llevaba ya puesto,

bajo el vestido, un bañador estampado. José y yo teníamos menos

miramientos con el pudor. Sin comprobar siquiera si alguien nos

estaba vigilando, nos quitamos los pantalones, camisas, calzoncillos y

zapatos y nos lanzamos al embalse. No teníamos mucho estilo

nadando, ni tampoco pretensiones de adquirirlo: lo importante era

agitar brazos y piernas, bucear, lanzarnos aguadillas, chapotear en

medio de aquella frescura maravillosa. A nuestro alrededor como un

ángel de la guarda, Chelo disfrutaba también de su porción de dicha,

nos salpicaba, hundía presionándonos en la cabeza y luego nos

recataba tirando de un brazo o de una pierna. José fue el primero en

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tomarse un respiro. Le seguí yo y juntos nos tumbamos en las hierbas

calcinadas de la orilla. Me sentía tan dichoso que me puse a gritar; no

se trataba de una canción de aquellas que me aprendía de memoria

después de oírlas por la radio, de una escala estudiada en el colegio;

era un puro grito modulado, la voz pura y simple como expresión

biológica de que uno se encuentra a gusto, de que seria capaz de

pasarse así la vida entera, sin crecer mas, sin descubrir ningún otro

rincón del mundo, sin pedir nada a nadie, sin moverse. Siempre he

sospechado que la música y la canción nacieron de un estado de

espíritu semejante a aquel, como expresión irracional y biológica de

una sensación corporal, primitiva, infinitamente alejada de toda

contaminaci1ón civilizada. Gritaba al sol, al aire, al cielo, al agua, a

mi mismo. La canción no tenía texto, no tenia palabras porque no eran

necesarias. Y pronto se unió a mi voz otra que también brotaba del

fondo de la sangre.- ¡Camilo socorro! ¡Camilo! ¡Socorro, socorro...!

Me quedé sentado tirando hacia la balsa. Allí, en el mismo centro, mi

hermana Consuelo braceaba agitada y desesperadamente con la cabeza

muy salida del agua y los ojos muy abiertos. Tenía el pelo anudado al

cuello como una soga negra eso es lo único que me atemorizó. Y de

dirigía a mí con sus gritos.- ¡Se está ahogando, Camilo! - dijo José

como si se tratara de una parte imprevista de un espectáculo. Tanto

para él como para mí aquello era sencillamente insólito. Chelo movía

convulsa todo su cuerpo en medio de la balsa y nos pedía ayuda.

Éramos tan niños que la palabra ahogarse tenía un significado extraño

e infinitamente lejano: no quería decir que Chelo estaba a punto de

morir, que nunca más me acariciaría la cabeza, que no volvería a

llevarnos de la mano ni a reír a nuestro lado. Se ahogaba y eso era

todo. Nuestra primera reacción agobiados por el asombro, fue

tumbarnos en el suelo e extender los cortos y débiles brazos hacia el

agua, para que nuestra hermana se agarrara a ellos. Pero Chelo estaba

muy lejos de nosotros, parecía imposible que en un mundo tan

pequeño ella estuviera tan lejos. Intentaba avanzar hacia los bordes,

pero continuaba atrapada por el violento remolino de las aguas, y los

bordes eran cada vez más altos. Nosotros no teníamos fuerza

suficiente para sujetarla. ¿Cómo podía suceder aquello en una mañana

tan hermosa?-¡Llamad a alguien! ¡No puedo salir! ¡Id corriendo! -

gritó ella. Y como si de pronto hubiéramos adquirido conciencia de lo

que en realidad ocurría, José y yo echamos a correr por el campo, cada

uno en un sentido distinto. Encontré a una mujer muy mayor, me

parecía vieja, con cerca de cuarenta años pienso ahora. Estaba vestida

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de negro y trabajaba en una zona de cultivo llena de altas plantas que

me azotaban el cuerpo desnudo. Al verme correr enloquecido, sin una

prenda sobre la piel, dejó su herramienta y se dirigió a mí con los

brazos abiertos. Debía de pensar que algún animal me perseguía.-

¡Chiquet, chiquet! -¡Mi hermana! ¡No puede salir de la balsa! La

mujer se dio rápidamente cuenta de la situación. Paró en seco su

carrera y emprendió otra hacia el extremo de la huerta más alejado de

donde yo estaba. Yo la seguí gritando, porque creí que se había

asustado y huía de mí, pero en seguida vi cómo se agachaba, cogía

una cuerda y saltaba por entre las plantas en dirección a la balsa. Ya

no se ocupaba de mí para nada. La seguí a trompicones, con el

corazón en la garganta. Mi hermano José había desaparecido del

horizonte y se me ocurrió pensar que también él estaba en la balsa.-

¡Chelo, Chelo, espera! Pero aquella intrépida samaritana estaba ya

actuando al borde de la balsa. Arremangada la falda, por la forzada

postura, una pierna firmemente asentada en el terreno, lanzaba la

punta del cabo hacia mi hermana, cada vez más temerosa y asustada.

Consuelo siempre había sido una mujer muy vigorosa. Ahora braceaba

con mayor ímpetu y por fin consiguió aferrarse a la cuerda. La mujer

de negro tiró con fuerza y yo, como si sirviese de algo, me agarré

también al extremo de la cuerda y empecé a hablar como si de mis

tirones dependiera la vida de mi hermana, aunque supongo que en

realidad dificultaba más que favorecía el trabajo de la mujer. Al fin,

Chelo tocó la orilla, mientras en el centro del pequeño embalse el

vigoroso remolino continuaba absurdamente girando, ya sin su prensa.

Quedó derrumbada sobre las hierbas, respirando agitadamente.-

¡Madre de Déu! ¡Menos mal, menos mal...! Mi hermana se irguió y

quedó sentada en el suelo, sujetándose con los brazos la zona del

estómago.- ¿Que ha pasado? ¿Por qué no podía salir? - preguntó

mirándome a mí, como si se sintiera culpable, como si yo tendiera

algo de aquellos asuntos de gente mayor.- He tenido que ser yo, hija

mía - dijo la mujer sin apartar dos ojos del agua-. Me puse a regar y

abrí la compuerta de la balsa sin saber que os estabais bañando. Al

salir el agua por debajo siempre hace unos remolinos muy fuertes, por

la forma del terreno será, digo yo, siempre lo he visto... Menos mal

que tu hermano me avisó a tiempo. Todavía discutieron un rato sobre

aquel fenómeno que a mi no me interesaba nada. Chelo estaba sentada

allí, muy cansada aún, me miraba y sonreía. Eso era lo que a mi me

importaba. Al cabo de lo que me pareció mucho tiempo, reapareció

José persiguiendo, él también, a un huertano que había por fin

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encontrado en su carrera. Y el hombre terció sin dudarlo en el asunto

de los fondos de las balsas y los remolinos y el calor que hacia y por

qué no se había fijado la buena señora si conocía la cuestión, y cómo

el agua parecía verde a aquella hora. Yo estaba sentado en el suelo,

escuchando y, aunque era mediodía y el sol horadaba la tierra, sentía

un frío espantoso en las rodillas y en los codos. José y yo estábamos

vestidos y no sabíamos qué hacer. Por fin, Consuelo se levantó, se

puso el vestido - que era de color naranja, me parece- sobre su traje de

baño verde oscuro, todavía tardó un rato es despedirse del hombre y

de la mujer que la había salvado. De nuevo nos tomó de la mano y

empezamos a andar.-Si tú, Camilo...- empezó a decir, pero se calló.-

¿De verdad que no podías salir del agua? - preguntó José.-Los

remolinos son unos traidores, hay que tener mucho cuidado - dije yo

usando palabras aproximadas a las que había escuchado al huertano.-

Pero no vamos a decir nada a madre, ¿verdad? Solo hemos estado

jugando un rato en la balsa y yo me divertí dándoos un susto.- ¿Y

podremos volver? - pregunté.- Pues claro que sí, pero nos bañaremos

en otra balsa.

Capítulo 6.

Cristiano, moro o judío

El día 23 de abril estalla el mundo en Alcoy. Las bandas de música, a

pesar de utilizar los instrumentos de viento y percusión a todo trapo,

apenas pueden dejarse oír entre los truenos de la pólvora y los

repentinos bramidos de los trabucazos. Como en tantos otros pueblos

levantinos y andaluces, las fiestas de Moros y Cristianos son a la vez

una leyenda fantástica y una fantasía viva. San Jorge, ese santo

apócrifo que el Vaticano apeó de sus censos aunque siga haciendo

patrono de medio mundo; el San Jorge de la victoriosa lanza reúne en

Alcoy a moros, judíos y cristianos, ciudadanos que probablemente no

son nada de eso, y los lanza a la calle para que alboroten, se

emborrachen, bailen, quemen pólvora en abundancia y se entreguen a

todos los goces de la fiesta. Los romances anónimos que, en largas

parrafadas se transmiten de padres a hijos -aunque he leído que

algunos de esos versos quizás ya deformados fueron escritos por el

mismísimo Gracilazo de la Vega-, sirven de apoyo para todo tipo de

escenificaciones teatrales. Allí aparece un rabino con la bandera

española cruzándole el pecho, un terrible moro en uniforme de gala y

sin calzoncillos para no pasar calor, un cristiano orgulloso con la

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botella de coñac bajo el sobaco...Esta gran representación teatral y

festiva, animada por la pólvora y el alcohol; este carnaval

especialísimo, inimitable, que hunda su tradición al menos en

costumbres de hace cuatro siglos es sin duda un reflejo del carácter y

el modo de vida del hombre levantino. Es también una de las más

concurridas y útiles escuelas musicales del mundo, como las de zamba

en Brasil, como las reuniones religiosas de los negros americanos. Al

igual que los cariocas, no solo se dedican muchos días del año y

mucho dinero a preparar los magníficos trajes que luego han de

exhibirse por las calles, confeccionados con materiales nobles, sino

que todos los miembros de la comparsa dedican muchas horas a

ensayar las retahílas de versos y las músicas que han de acompañar los

desfiles. Yo pertenecí siempre a la comparsa de Los judíos, que

extrañadamente, eran Moros. Toda mi familia, padre, hermanos,

primos, mis abuelos, los parientes...todos hemos sido siempre judíos.

Y conservo uno de los uniformes con los que desfilábamos, el que

perteneció también a mi padre. Como he dicho, el hecho de ser judíos

nos obligaba a vestirnos de Moros: hermosos zapatos amarillos con

ribetes y lengüeta verde, medio fruncida; medias de lana muy gruesa,

de color marrón, pantalón bombacho en el que podían caber tres o

cuatro judíos, por la cantidad de la tela que tenían, de seda rosa

brillante; una faja azul; camisa tan holgada como los pantalones y tan

mora que parecía de las Mil y Una Noches; sobre ella, un chaleco con

bordados de oro hechos a mano; luego, el Fez y una inmensa

capa...Para completar el uniforme de judío, portábamos un poderoso

trabuco que solamente podía utilizarse el último día de las fiestas, ante

el peligro de dejar sordos al vecindario y a los visitantes e

incapacitados para escuchar las pintorescas parrafadas. Conservo una

foto en la que aparezco vestido así... y con un enorme puro en la boca.

El asunto de la fiesta tenía un curioso argumento. En los primeros días

los Moros, con la ayuda de sus aliados los judíos, comenzábamos

ganando la batalla; pero luego, y con la ayuda del invencible San

Jorge, aparecían los cristianos y acababan derrotándonos. Lo cual no

nos preocupaba mucho a los vecinos, porque sabíamos que al año

siguiente comenzaríamos nuevamente a ganar la batalla. En cualquier

caso, las pendencias nunca eran muy graves porque únicamente se

trataba de pasear disfrazados y de divertirse a toda costa. Si para mí

tuvieron importancia estas fiestas de Moros y Cristianos, desde que

tengo uso de razón, fue sobre todo porque representaron mi primer

contacto vivo en la música. No recuerdo si en ellas llegué a tocar

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algún instrumento. Lo que sí es seguro que cantaba alguna de las

extrañas canciones de nuestra comparsa. Porque yo no recuerdo a

Camilo sin cantar. Me importaba poco ahora si figuraba como judío,

como moro o como cristiano, porque en lo religioso he sido siempre y

sigo siendo un poco sincretista, como corresponde a un buen

mediterráneo; sí me importa en cambio la huella que aquellas músicas

de charanga, en ocasiones de magníficas bandas de aficionados,

dejaron en mí. Esas orquestas callejeras por una lado y las canciones

de la radio fueron mi verdadera escuela musical, mi única escuela. La

señora Joaquina debía estar harta de mí.- ¡Camilo! ¿Quieres apagar

esa radio? ¡Me estás mareando!-Pero, mama, si está cantando

Joselito.-Como si canta el señor obispo. Me duele la cabeza. Era un

aparato maravilloso. Lo teníamos colocado en un rinconcito del salón,

cobijado por unos visillos que ocultaban los soportes metálicos.

Parecía una pequeña ermita de madera negra. Al altavoz estaba

cubierto por un brocado y en el dial aparecía un mapamundi en azules

y beiges como una tentación para sintonizar todas las emisoras de la

Tierra. Sin embargo, las ondas lejanas penetraban muy difícilmente en

la Hoya, de manera que apenas se tocaba el mando, fijo siempre en la

EAJ-12, Radio Alcoy. Todo lo que manaba de aquel brocado era

absorbido por mi cerebro como un alimento imprescindible. Joselito,

Juanito Valderrama, Antonio Machín, las folklóricas, grandes damas

inagotables...Y también noticias, anuncios, discursos, concursos. Pero

sobre todo la música. No solo era una pasión, sino una droga. Me

asomaba a la puerta y si no veía nadie en la calle, aunque hiciera buen

tiempo, aprovechaba para conectar el aparato.- ¿No puedes dejarle

descansar un ratito? -repetía mi madre.-Déjame un poco solo, mama.-

¿Y por qué no repasas la lección?-Si ya me la sé...Lo que realmente

me sabía de sabía de memoria eran todas las canciones de la época. A

los diez años debía de tener ya un repertorio incluso superior al de

ahora. No me cuesta ningún esfuerzo recordar fragmentos y piezas

completas: Campanera, Juan Salvador,

Pa dónde vas, Pregunto al trote de mi caballo...Francisco alegre y

olé...Continuamente las repetía para mí mismo, a media voz. En lugar

de meter en mi mollera la lista de los reyes godos, que me iban a

preguntar al día siguiente; o los afluentes del Ebro, iba aprendiendo

palabras y conceptos extraños, frases que no entendía, versos que para

mí carecían de significado. Pero llevaban con ellos una música que se

me pegaba al oído como las moscas en aquellas cintas untadas de falsa

miel que mi madre colgaba del techo en el verano. Sin ningún

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esfuerzo, como esponja que absorbe hasta la última partícula de

humedad, como alimento imprescindible. Ya no me despegaría de la

radio nunca. Cuando, unos años más tarde, pasaba horas inacabables

pintando para ganarme el pan, allí estaba la radio acompañándome,

enseñándome, nutriéndome. Sin la esclavitud de horarios del colegio,

pude descubrir entonces otro tipo de programas que de niño no

conocía. Y así, entre bloques de canciones y de discos dedicados,

escuchaba también inacabables novelas llenas de lágrimas y de

tragedias: Alexis y Cristina, La Renuncia, El derecho de nacer... En

las voces de Matilde Conesa, Juana Ginzo, Matilde Vilariño, Teófilo

Martínez...No me interesaban mucho aquellas historias de príncipes

desgraciados, de criados con hijos secretos, de esposas infieles, pero

todavía no se habían utilizado los recursos musicales que luego las

estaciones en Frecuencia Modulada pondrían al alcance de los niños

melómanos, que es lo que yo entonces. Dónde estará mi niña que no

aparece, qué locura encendía me la entretiene...Yo no quería ser

ministro, ni bombero, ni futbolista del Alcoyano, aún con toda su

moral a cuestas, ni guardia, ni cura, ni electricista...Durante muchos

años yo quería ser Joselito. Me sabía de memoria todas sus canciones,

veía todas las películas que estrenaban de él, y cuando me dejaban, las

dos sesiones en el mismo día. Fue mi primer ídolo y no he perdido aún

el agradecido afecto que por él sentí. Aquel niño prodigio, tan

diferente físicamente a mí, era el espejo en el que yo deseaba verme.

Cuando aparecía su voz aguda y un poco gangosa en el mapamundi de

la radio, me levantaba de la silla para acercarme lo más posible al

receptor y no perder una sola palabra. Olvidaba la leche condensada,

los proyectos de fuga de la escuela, el malecón del río, las canicas,

incluso los juegos experimentales con mis vecinas. Lo mismo me

apasionaba el género español -que por lo demás era casi lo único que

ofrecía Radio Alcoy- , que la zarzuela, los boleros, las escasas

canciones italianas, los conciertos de las bandas, tan abundantes en

toda la zona levantina y en las que se formaron muchos de los

instrumentistas que me han acompañado más tarde, los reducidos

fragmentos clásicos, incluso las marchas militares. Todo era música y

eso me bastaba. Y, además, me resultaba bastante útil. No solo quería

ser Joselito, sino que intentaba ser Joselito. Y me gustaba, debo

confesarlo. Me gustaba cantar e imitar a Joselito, que se ajustaba más

a mi estatura que por ejemplo Valderrama. Los domingos por la

mañana iba a visitar a mis tías o a las vecinas más amigas de mi madre

y sin que me pidieran me ponía a cantar ante ellas. Y cuando nos

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visitaban, siempre ocurría lo mismo:-Joaquina, dile a Camilo que nos

cante algo. Y la Señora Joaquina no se enfadaba: también a ella le

gustaba oírme repetir las canciones que había aprendido por la radio.

No cantaba para obtener algo, sino porque me gustaba. Pero siempre

obtenía algo. Era siempre el más rico de todos los hermanos y primos.

Mis tías me daban encantadas una peseta para que me fuese a la feria

después de haberme oído. Como en alguna de las películas de Joselito

debía ocurrir algo semejante, yo me sentía orgulloso y feliz. No tanto

por el dinero en sí, que nunca me ha interesado especialmente, sino

porque significaba una valoración de mi arte. El hecho de que me

pidieran una canción era ya un motivo de felicidad; no pensaba que

eso me iba a reportar algún beneficio, sino que me daban una

oportunidad de demostrar todo lo que sabía hacer. ¿Y desde cuándo

ocurría esto así? Me parece que siempre, que nunca hice otra cosa que

cantar, que era solo lo único que realmente me gustaba. Me pongo

ahora a imaginar una ucronía terrible: ¿qué hubiera podido ser yo de

no ser cantante? Y no consigo encontrar ninguna respuesta. En mis

tiempos jóvenes no era sin duda tan difícil como ahora abrirse camino

en la vida, encontrar un trabajo, lograr algo con una carrera

universitaria. Y efectivamente, aunque no me gustaron los estudios

reglamentados, probablemente habría conseguido ser agente de

comercio o profesor de Historia o empresario del ramo eléctrico o

jugador de baloncesto o fraile salesiano o millonario gracias a las

quinielas...Intento mirarme hundido en una de esas procesiones y no

me veo, no me imagino. Sospecho que nací para cantar, y la radio y

Joselito y las comparsas no hicieron sino encaminarme para un destino

que en alguna parte estaba ya previsto. Quizás incluso mi

incomodidad en todas las escuelas a las que asistí se debía a que intuía

ya no era eso lo que estaba buscando. Lo mismo podría decir de la

actitud de mis padres. Me concedieron una maravillosa libertad para

que yo buscara mi camino, incluso en esos primeros años en que todo

es tan confuso y opaco. Jamás recibí un azote por un suspenso en el

colegio. Naturalmente que me empujaron al estudio, que insistían para

que no me descuidase en los exámenes, pero jamás hicieron una

cuestión de honor una calificación más alta o más baja. Tampoco, la

verdad, me empujaron nunca a que me convirtiera en Joselito; quiero

decir que no se dedicaban a mostrarme entre las amistades como un

monstruito con una voz de oro. Les gustaba que cantase, me

escuchaban, pero nunca pensaron que ese sería mi futuro, ni me

empujaron hacia él. Fue como una corriente suave y rica que iba

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creciendo año tras año, que cada vez cobraba más vigor y

consistencia, iba anegando a su paso otros campos incluso más fértiles

y con posibilidades mayores. Porque si hubo un tiempo en que yo era

pintor, y me ganaba decentemente el condumio con mi trabajo, y ya

desde muy joven, ¿por qué finalmente me empeñé a entregar mi vida a

la música? Nadie me empujó, ni yo mismo. Fue como una planta que

germinó y fue creciendo ella sola.

Capítulo 7.

Prueba de artista

Delante de mí, en la fila, un chaval con cara de despistado se rascaba

detrás de la oreja como si aquella mañana no se hubiera lavado. A mi

lado, otra daba saltitos como si tuviese ganas de orinar. Estábamos

todos un poco nerviosos en el patio de los Salesianos, que tenían uno

de los mejores colegios de Alcoy. Después de haber pasado todos los

trámites, habían decidido plantearnos un nuevo examen.-A mí me han

dicho que es una plasta ser del coro- dijo el que le picaba la cabeza-.

Te hacen quedarte después de las clases para los ensayos. Y no te

hacen ningún favor, no creas. Vamos, que te catean si no estudias.

¿Tú, cómo te llamas?-Yo, Camilo.-Me lo ha contado mi hermano.

¿Sabes lo que voy a hacer yo?-No. ¿Qué vas a hacer?-Cuando el cura

ponga las escalas, lo hago todo al revés. Aunque se cabree. A mí no

me cogen para el coro ni a tiros. Estaría bueno.-Pues yo creo que éste

tiene razón- dijo el que se orinaba-. Aunque los del coro tienen que

tener enchufe, a la fuerza... Y les darán mejores notas.- ¡Bah,

tonterías! Mi hermano está en segundo y lo sabe no seáis tontos.-

Seguro que nota que le estás engañando- dije yo al de los picores.-Tú

hazme caso. Sueltas un gallo detrás de otro y no hay quien te salve.-

Pues a mí me han dicho que éste canta muy bien- respondió el de los

saltos.- ¿Quién te lo ha dicho?-Es que yo vivo cerca de tu casa, donde

los militares retirados. Mi padre es brigada. Y una niña de mi calle me

lo ha contado.- ¡Chico, brigada! ¿Y tiene pistola? - preguntó el de los

picores.-Toma, ¿no va a tener pistola? Y un fusil de reglamento y

granadas y de todo. Podía hacer una guerra si quisiera.-Pero yo

también puedo sacar gallos y desafinar - dije yo-. Si quiero, puedo

romperle los oídos al cura, no creas. ¿Y cómo se llama la que te lo

dijo?-Ya no me acuerdo. Pero te oyó un día. Decía que cantabas mejor

que Joselito fíjate. Esa no tiene ni idea.- ¡Tú qué sabes, meón!-¿Yo

meón? Te arreo una...Era el mes de septiembre y todavía hacia calor.

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Por primera vez en mi vida estaba yo contento de ir al colegio. Era un

colegio para mayores. Aunque tenía un año menos de lo

reglamentado. Mi padre se las había arreglado para que me

admitieran. A los seis años iba a comenzar a estudiar en un colegio

bueno y grande. Yo sospechaba que, como yo era mayor, no iba a

tener ganas de escaparme de aquel colegio. A los seis años estaba casi

decidido a portarme bien. Además, los compañeros parecían buena

gente; había chavales de mi barrio, pero también de toda la ciudad. Y

había hijos de comerciantes y de obreros, de ricos y de menos ricos.

Claro, en Alcoy no había ningún príncipe marqués. Todos éramos

iguales o eso parecía al menos. Obtuve más tarde matrícula de honor

en el examen de ingreso al Bachillerato y mi madre se apresuró a

enmarcar el diploma; lo tenía colgado en el salón; desgraciadamente

ha sido el único diploma que conseguí en mi vida y eso porque en el

examen de ingreso me preguntaron precisamente las cosas que más

me gustaban de las que me habían enseñado: caligrafía y gramática.

Chelo me había enseñado a escribir con buena letra y los verbos se me

daban muy bien. También había alguna pregunta de matemáticas, de

cuentas, pero tan fáciles que las salvé sin dificultad. De todas maneras,

a pesar de mis infantiles obsesiones por permanecer en las aulas el

menor tiempo posible, cuando estaba en ellas procuraba aprender - y

lo conseguía sin muchos esfuerzos- lo que me enseñaban; mi buena

memoria no me servía solamente para recordar las canciones de la

radio, sino también las lecciones escolares.- ¡A ver, el siguiente, que

pase! Mientras entraba en el aula de música me crucé con el chaval

que tenía un hermano listísimo y experimentado.-Chico, creo que me

ha cazado - me dijo a media voz.-Pues yo iba dispuesto a la victoria.

Un cura muy joven, vestido de negro, estaba sentado ante el piano, y

otro de pie a su lado, con listas de nombres y otros papeles. Me mandó

que me acercase al piano.- ¿Eres Camilo Blanes?-Sí.- ¡Vaya! Me han

dicho que sabes cantar... Eso está bien. Vamos a ver cómo lo haces. El

cura joven tocó en el piano una música que no conocía; estuvo así un

momento y luego empezó a tocar notas solas, muy fáciles de recordar.

Lo hizo dos o tres veces. Yo estaba decidido a engañarle, porque el

hermano mayor de mi amigo había dicho que si te elegían para el coro

estabas perdido; pero si a él lo habían cazado era porque aquellos

curas eran muy listos. Mientras escuchaba el piano pensaba cómo

demostrarles que no sabia cantar.- ¿Has oído esto? - preguntó el

pianista-. Voy a hacerlo otra vez. Do re mi fa sol la si do re mi...

Vamos a ver si puedes repetirlo. Inmediatamente se me ocurrió la

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idea; y sin meditarlo mucho, porque estaban esperando, no imaginé

mejor cosa que hacer lo mismo que el piano, sólo que al revés: Mi re

do si la sol fa me re do... Y con una afinación perfecta, porque ni

siquiera intencionadamente he logrado nunca desafinar.- ¿A ver, a

ver? Repite eso- dijo el cura de las listas sonriendo. El pianista volvió

a tocar, subiendo esta vez la escala tres o cuatro notas más, y yo volví

a repetirlo a la inversa. Ellos dos se miraron sonriendo.-Bueno, no es

eso lo que yo he tocado, Camilo. ¿Te sabes alguna canción?

-Sí señor.

-Se dice: Sí, padre.

¿Cuál te sabes?

-Las de Joselito...

-Cántanos Clavelitos, anda.

-Sí, señor...

Me olvidé inmediatamente de mis buenos propósitos. No podía cantar

al revés aquella canción y la había interpretado tantas veces en mi casa

ante mis tías, en la calle, que no podía cantarla mal. Por otra parte se

me habían volado de la cabeza los santos consejos de mi desconocido

amigo, como si fuera un pecado cantar deliberadamente mal aquella

canción de mi ídolo. Así que le canté lo mejor que pude, con toda mi

voz, contento una vez más de que me escucharan.-Muy bien, Camilo.

¿Te gustaría pertenecer al coro del colegio? - preguntó el cura de los

papeles después de señalar algo en uno de ellos.

-No, señor.

-Se dice: No, padre.

¿Por qué no?

-Es que no lo sé, señor...

-Ya verás como sí te gusta. Aprenderás muchas canciones y música y

podrás tocar un instrumento, el que tú elijas. Y serás de los más

famosos del colegio. ¿No te gusta eso?-Bueno, eso sí pero...-Anda,

puedes irte a jugar. Ya te llamaremos. En aquel instante, poco antes de

que fuera mi sexto aniversario, en septiembre de 1952, se decidió mi

destino de cantante profesional. Si alguien me lo hubiera dicho

entonces, me habría parecido una broma bastante tonta... aunque

también muy agradable. Ya era casi tan importante como Joselito y si

todavía no cantaba por la radio- que era algo tan grande, tan

gigantesco que ni siquiera me atrevía a imaginarlo-, al menos iba a

cantar en la iglesia. Estaba deseando contárselo a mis amigos pero ni

siquiera los vi allí. El de los picores había desaparecido, aunque muy

poco después volvería a encontrarme con él en los primeros ensayos.

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Y casi hasta ahora mismo no volvería ya a separarme de él. Se llama

Remigio Barrachina. Fue el que más tarde me lió para que

formásemos un dúo y a continuación un grupo entero y... Barrachina...

Blanes. El capricho del orden alfabético nos unió ante las puertas del

aula de música y ya nos hemos separado. La música ha sido siempre la

expresión de nuestra íntima amistad. Pero aquel día, cuando llegué a

casa a comer, ya no pensaba en él. Conté en mi casa lo que me había

ocurrido y todos se pusieron contentos. Tanto que yo mismo empecé a

pensar que no era tan malo pertenecer al coro de los Padres

Salesianos. Iba a tener delante de mí ocho años para arrepentirme de

aquella alegría... y más de veinte, a continuación, para arrepentirme de

ese arrepentimiento. Si fue una tragedia convertirme en niño del coro,

fue también el paso más decisivo para ser lo que soy ahora.

Capítulo 8.

La bicicleta

El director gerente de la empresa Reparaciones Eléctricas Eliseo

Blanes Mora, empresa que contaba entre sus trabajadores con su

propietario, con su esposa Joaquina, que acudía a veces a echar una

mano; con su hijo mayor, Eliseo, el cual no había querido continuar

estudiando; con su hija Consuelo, encargada de la administración y

del papeleo; y con sus dos ayudantes ocasionales llamados José y

Camilo, el director gerente iba consiguiendo sacar a su familia

adelante, siempre con mucho trabajo. Había comenzado a trabajar

como electricista a los 9 años, y ahora estaba ya establecido como

autónomo. Incluso había logrado comprarse una Izo-moto, primer

vehículo de tracción motorizada que existió en la calle en que vivía.

Con aquel artilugio, fruto glorioso del fin de la autarquía, se

desplazaba por Alcoy e incluso por los pueblos vecinos para hacerse

cargo de cualquier tipo de faena. Lo mismo arreglaba un enchufe

casero que organizaba la instalación eléctrica de un nuevo edificio de

cinco plantas, o acudía a una fábrica a reparar la máquina envasadora

del papel de fumar, producto tradicional de su ciudad, o reconstruía en

su taller cualquier artefacto averiado, desde un generador hasta una

plancha, u organizaba una línea de alta tensión...Mi padre, sin

embargo, no tenía mucha confianza en mi responsabilidad vial. Lo

mismo que en años anteriores tanto él como mi madre se ponían muy

furiosos cada vez que se enteraban de que había regresado a casa

caminando por el borde del río, ahora se negaban en redondeo a

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comprarme una bicicleta. Era yo un niño muy mayor, con once años, y

muy alto desde luego; estudiaba en los Salesianos y casi desde el

primer día me habían elegido solista del coro del colegio. A pesar de

ello, seguían negándose rotundamente a comprarme una bicicleta. A

lo largo de mi corta vida ni había padecido una negativa semejante.

Aunque nunca fuimos ricos en casa, nunca faltó algún juguete a

ninguno de los cuatro y yo mismo, por ser el más pequeño, había

podido satisfacer casi todos mis caprichos. No es que fuera muy

exigente y pesado en esos caprichos, pero todo el mundo decía -

incluso mis hermanos, lo que era más grave - que era el más mimado

de la familia. Así, pues, había destrozado ya algunos trenes de cuerda,

varios coches de hojalata; había reventado una buena colección de

pelotas... En realidad, el tren de cuerda me lo rompió un niño de la

calle la misma tarde que me lo regalaron... Pero el dorado sueño de la

bicicleta no se convertiría nunca en realidad. Como medio de presión,

me arriesgué un día a contar a mi madre que yo sabía montar en

bicicleta, que era un arte que me resultaba muy fácil. Algún amigo del

barrio o mis propios hermanos se habían molestado en enseñarme en

espera del día afortunado de que tuviera una bicicleta propia. Lo único

que conseguí fue una regañina y prometer que nunca más se me

ocurriría montar en otra. No obstante, no podía renunciar tan

fácilmente. A los doce años había aprendido de mi padre la magnífica

lección del trabajo. Si deseaba algo, debía trabajar por obtenerlo, sin

esperar neciamente a que alguien me lo regalara. Mi padre no sólo me

lo decía con palabras, sino con su ejemplo. Y ese ejemplo se ampliaba

a toda la familia. Efectivamente, y cada uno según sus fuerzas, todos

arrimábamos el hombro en la pequeña empresa familiar. Mis

quehaceres, en razón de la edad, eran desde luego los más sencillos y

los realizaba siempre que no interfieran en mis estudios, en vacaciones

sobre todo.-Camilo, aquí tienes tu parte del trabajo- decía mi padre.

Como cada año, mi padre hacia imprimir el nombre y la dirección de

la empresa en unos calendarios publicitarios que se fabricaban con ese

fin. Al comienzo de las Navidades había que repetir centenares de

aquellos calendarios por todo Alcoy e incluso en los pueblos cercanos.

A los once años me correspondía a mí esa faena. No era

particularmente dura, desde luego. Me echaba un paquete bajo el

brazo y a pie iba distribuyendo la publicidad. Desde luego, y al

margen de que yo fuera el hijo del dueño, casi todos me pagaban el

obsequio con una pequeña propina. Ese era el salario de mi trabajo. Y

el destino de aquel salario estaba bien decidido por mí. Un hombre

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que vivía cerca del taller de mi padre poseía una maravillosa bicicleta

de carreras, grande y sólida, bastante usada pero que funcionaba muy

bien. Alguna vez me había permitido dar una vuelta con ella y conocía

mi codicia por aquel vehículo. Medio en broma, medio en serio había

llegado a decirme que estaba dispuesto a vendérmela el día que

reuniera dinero suficiente. Aquella Navidad por fin pude acercarme a

su casa con los bolsillos llenos de monedas.-Ya tengo el dinero.

Quiero comprarte la bicicleta - le dije.- ¿Y de dónde lo has sacado, si

puede saberse?-Trabajando - respondí muy orgulloso.-Bien, de

acuerdo. Vamos a decírselo a tu padre y te llevas la bicicleta. La sacó

a la calle y me dejó montar mientras nos acercábamos al taller. En el

fondo, aquel hombre sospechaba la procedencia de tanto dinero en un

niño de once años, pero mi padre le contó en seguida que lo había

ganado honradamente. Sin embargo, no aceptó mi proyecto de

compra. Seguía teniendo miedo a que me rompiera la cabeza con

aquel vehículo. Me llevé una terrible desilusión. Comprendo ahora

que mis padres no estaban faltos de razón, porque la bicicleta que yo

adoraba era demasiado grande y pesada para mi edad, pero este

pensamiento no me aliviaba entonces del terrible disgusto. Y, además

tenía un problema extra. ¿Que hacía yo con todo aquel dinero? Pedí a

mi hermana Chelo que me acompañara y la conduje a la tienda de

ropa más elegante de Alcoy. Me compré una bufanda, el mejor abrigo

que tenían y un sombrero tirolés. No había ningún juguete que me

apeteciera a esa edad, tenía ya balón; ningún objeto me atraía

especialmente, así que me cómprela ropa. Los Blanes, del primero al

ultimo, éramos conocidos en Alcoy por nuestra manera de vestir; sin

llevar ropas desmesuradamente caras, a todos nos gustaba vestir con

elegancia. En el barrio decían que cualquier trapo que nos echáramos

encima nos caía bien, pero teníamos a gala andar bien presentados. Y

eso, como ahora mismo me ocurre a mí, sin sufrir ningún género de

locura por la moda, por lo último; y como ya dije, sin dar demasiada

importancia a la elegancia de los demás. Yo igualmente amigo del

Rey que del último caballerizo de un circo de aldea. El que va por la

vida disfrazado de figurín pero tiene cabeza más vacía que un huevo

cascado no me interesa los más mínimos. Sigo en eso el viejo refrán

de que el hábito no hace al monje... aunque un monje bien vestido es

más agradable que otro igual, pero zarrapastroso. En consecuencia,

con mi abrigo, mi bufanda y mi tirolés iba por las calles de Alcoy más

chulo que un ocho. Y aunque la obsesión de la bicicleta no se me

había pasado, al menos el disgusto quedaba un poco mitigado. Con el

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paso de los años, mi padre debió de pensar que había sido

excesivamente duro conmigo, porque durante las Navidades, Y todos

los años, tenía a gala regalar una bicicleta a todos sus nietos. Claro

que entonces existían ya bicicletas a la medida de los niños. Mis

sobrinos, quizá gracias a mi personal tragedia, han logrado así poseer

toda una colección de bicicletas. Esa desmentida pasión por la

bicicleta, sin embargo, todavía ahora me sorprende. Para quitármela

de encima, un buen día, decidí comprarme una, la más hermosa que

encontré; a los veintiséis años, cuando mi trabajo me permitía tener

todas las bicicletas que deseara. Y apenas la usé; ni siquiera sé dónde

ha ido a parar. Y me sorprende porque nunca he sido un hombre

especialmente aficionado a los vehículos.

Es muy frecuente en mi profesión, como en todas las profesiones que

tienen que ver con públicos masivos, rodearse de aparatos llamativos

y hasta escandalosos para reforzar la propia imagen. Yo les he

concedido siempre una importancia justa. Me compré mi primer coche

con los beneficios de mi primer disco grande, en 1972. Luego he ido

teniendo otros, pero sin saber nunca los misterios - ni los mecánicos ni

los de apariencia - que encerraban. Hasta no hace mucho, por ejemplo,

solía andar por Madrid con un Ford Fiesta, porque era manejable y

cómodo. Un día, al bajarme de el, oí a una mujer que decía:-¡Anda,

pero si es Camilo Sesto! Pues no debe ser tan buen cantante cuando

tiene ese coche pobretón. Se ve que no gana dinero. Me dio tanto

coraje esa estupidez que regalé el coche a Paco y a Petra, los

guardeses que llevan tantos años cuidando de mí y de mi casa, tan

queridos y entrañables que forman parte de mi familia. Y decidí usar

mi otro coche, un Mercedes 280. Pero tuve y tengo a veces que oír

frases como esta;-¡Mira, Camilo Sesto! Claro, así ya se puede. Jo, Qué

coche. Se está forrando a costa nuestra y se compra esos coches. Y

hay gente que no tiene ni zapatos para ir andando. ¡Es una

inmoralidad! ¡No hay derecho! Siempre me he sentido en aprietos

parecidos. Hace poco cambié nuevamente de coche, aunque no de

marca. Me compré un Mercedes 500. Verde, como la bicicleta que no

pude tener. Y lo suficientemente grande, cómodo y rápido como para

terminar mi actuación en Málaga a las dos de la mañana, montar en él,

echar un sueño, y llegar con tiempo para el concierto contratado en La

Coruña al día siguiente. Nunca me ha gustado aparentar más de lo que

soy por tener un coche superferolítico, porque ninguna máquina puede

añadir una brizna a la estatura espiritual de un hombre. Solamente

sirve para hacerle la vida, o su profesión más cómoda y llevadera. Y

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ningún bólido increíble podría ahora otorgarme la felicidad que

aquella bicicleta de carreras estuvo a punto de darme, que me dio

mientras la deseé, mejor dicho.

Capitulo 9.

Lágrimas y sonrisas

En el colegio de los Salesianos empezó una rutina nueva, decisiva y

apasionante. Después de los cuatro años de parvulario y durante los

cuatro años de mi Bachillerato Elemental ocurrieron tantas cosas que

sería imposible incluso resumirlas. También dentro de la familia

fueron sucediendo durante ese mismo tiempo muchos

acontecimientos: la boda de mi hermana Consuelo, la decisión de mi

hermano de estudiar ingeniería, cosa que a pesar de los sacrificios

económicos que eso significaba para mi familia, porque había de

trasladarse a Tarrasa, fue recibida con alegría para todos,

especialmente por mi padre, orgulloso de que un hijo suyo fuera

abriéndose camino; la compra de un coche; mejores medios de vida

para todos... Y yo acudiendo cada mañana, a pie como siempre, al

centro de la ciudad para asistir a las clases, encontrando nuevos

amigos y más amplios horizontes. Luces y sombras, lagrimas y risas,

abulias y pasiones... Casi todos los profesores eran curas y todavía me

acuerdo muy bien de ellos, incluso de mis enemigos. El enemigo

mayor, desde luego, era el profesor de matemáticas, don Rafael

Quintana; razón de su especialidad, lo odiaba a muerte. Y él debía de

ser el único de allí que no me quería. Sabiendo que esa ciencia era un

alimento tan indigesto para mí, cosa que demostré desde el primer día,

en vez de suavizarlo y endulzarlo lo convertía en un auténtico veneno.

Pienso en realidad que era un pésimo profesor, de los que te riñen y

castigan continuamente si no entiendes algo, en vez de explicártelo de

nuevo e intentar hacerlo comprensible: era un hombre duro,

antipático, cruel, inhumano, agrio, frío sin un ápice de misericordia en

el alma... Por alguna misteriosa razón, he conocido a muchas personas

como yo aborrecieron muy tempranamente las matemáticas por haber

tropezado de niños con un ogro como el que a mí me deparó mi

infortunio; no puedo pensar que esa ciencia tenga en su alma algún

virus tan asesino como para haber logrado la malevolencia de tantos

alumnos, más bien pienso que muchos profesores - como el mío - no

se preocuparon jamás de explicar para que servía un logaritmo y cuál

era su género de belleza, que sin duda la tiene: de hecho, música y

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matemáticas, por su entidad abstracta, han tenido siempre mucha

buena vecindad. ¿Qué ha ocurrido entonces? Supongo que alguna vez

en alguna parte habrá habido un adolescente que adorase las

matemáticas, que abandonara sus juegos para correr a su cuarto a

averiguar el trazado de una elipse o la velocidad de un tonel que se va

vaciando a razón de medio litro por minuto... Algunas veces he

sentido mi carencia de conocimiento en ese campo, aunque nunca en

la práctica vital; diaria; carencia en el plano especulativo, porque a

todo el mundo le gustaría saber más de lo que sabe,

independientemente de lo útil que eso pueda ser; todos los hombres,

por ese hecho de serlo, deben aspirar a saberlo todo, a conocerlo todo,

por encima de la imposibilidad real de conseguirlo. Si aquel profesor

cuyo nombre preferiría olvidar hubiese sido más generoso, más

inteligente, no sentiría ahora esa incomoda aversión hacia las

matemáticas. Porque debo confesar que las ciencias en general

tampoco me apasionaron mucho, y con frecuencia esta asignatura

acompañaba a las matemáticas en hacerme menos agradables los

veranos. Quiero decir que suspendía las dos en los exámenes de junio

y debía continuar estudiándolas para por fin aprobarlas en septiembre

y así pasar al curso siguiente. Fueron pues, las dos compañeras más

fieles y las menos amadas de mi bachillerato. Incluso hube de asistir a

una academia nocturna para reforzar - o suplir - lo que no enseñaban

los salesianos... Y sin embargo, había muchos rincones de las Ciencias

que me apasionaban y siguen apasionándome, tal vez porque les he

dado alguna utilidad. Del árido aprendizaje de la manera de

reproducirse los helechos, por ejemplo, he pasado a cultivarlos en mi

propia casa y a contemplar admirado la caída de las esporas. De las

listas de los huesos de los mamíferos he terminado entablillando

alguna pata de alguno de mis numerosos perros cuando sufrían un

percance... Pero tampoco el profesor se esforzaba por enseñarnos las

maravillas de la vida y su proceso, esa belleza inmensa de los seres

que nos rodean, la perfección de las piedras, el milagro de las plantas.

En la clase todo parecía abstracto y lejano, como si no tuviera relación

alguna con nosotros mismos, ajeno como una educación, técnico

como un verbo latino en subjuntivo. Tal vez me cuesta más trabajo

perdonar aquel profesor de Ciencias que a mi declarado enemigo

matemático, porque me gustaban las ciencias y no pude sacar de ellas

el justo provecho. Luego venían las actividades religiosas. En la época

dorada de lo que los historiadores han llamado el nacional

catolicismo, a finales de la década de los cincuenta, y ya en puertas de

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la Década Prodigiosa - aunque quizá no tanto entre nosotros-,

entonces, digo, a ningún niño ni a ningún padre se le pedía opinión

acerca de la enseñanza religiosa que deseaba o sobre qué grado de la

misma. Y como todos los colegios eran religiosos de un u otro,

importaba poco que sus titulares fueran frailes o laicos o funcionarios

públicos; por otro lado en ciudades pequeñas como Alcoy no había

mucho donde elegir. De modo que la disciplina en este territorio era

terrible. Por la mañana antes de comenzar las clases, misa obligatoria;

al mediodía, la visita; por la tarde, el rosario y la despedida... Entre

unas cosas y otras nos pasábamos la vida entrando y saliendo de la

capilla.- ¡Niños, a rezar! Ninguno de mis condiscípulos podrá olvidar

jamás aquella orden tan continuamente repetida. Y cada uno

procuraba desobedecerla como mejor podía, sin arriesgarse demasiado

a las iras de los cuidadores, No porque entre nosotros hubiera un

especial sentido de irreligiosidad o ateísmo, sino porque tales excesos

no resultaban bastante pesados. Misas, confesiones, rosarios, primeros

viernes de mes, novenas, visitas al Santísimo, mes de María... No

paraba uno de asistir a la capilla, lo que, a la larga, en vez de fomentar

la devoción alimentaba el aburrimiento. Y sin embargo, yo era un niño

bastante piadoso y lo sigo siendo, aunque, como en todo, un poco a mi

manera, desde luego. Cuando en la confesión me ponían algunas

oraciones de pertenencia, terminaba confundiéndolas todas

especialmente el Señor mío Jesucristo y el Yo Pecador; lo normal es

que empezase con una y terminara con la otra. Esa especie de

indiferencia biológica, y aquella edad, no significaba que fuese

entonces, como no lo soy ahora, Una persona descreída, simplemente

uno se forja un Dios a su medida, se dirige a él con su propio lenguaje,

lo ve según la personal imaginación. Lo que no me gustan son los

ritos, ni en eso ni en nada. Lo que solía suceder, como consecuencia

de tal actitud de espíritu, era que cuando pasaban lista a las ocho de la

mañana, antes del Introibo ad halarte Dei, el alumno Camilo Blanes

no había aparecido; no todos los días, pero sí muchos. Con mi carita

angelical daba siempre la misma disculpa: que mi casa estaba

lejísimos del colegio - lo cual era una verdad comprobable-, que mi

madre me había despertado un poco tarde, que se me habían roto los

cordones del zapato a medio camino; lo expresaba con tanta

convicción e inocencia que sólo en contadas ocasiones sufrís

represalias por el retraso. En cuanto al oficio vespertino, el rosario, la

incomparecencia presentaba mayores dificultades. Como éramos

muchos los alumnos, era posible fugarse lisa y llanamente en el

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camino del aula o la capilla, o en la capilla misma, por una puerta

lateral. En los salesianos mis escapadas no estaban motivadas por el

tedio de los estudios o la nostalgia de la casa, sino por el excesivo celo

religioso de mis educadores. Entrábamos en la capilla en fila de a dos

y en el revuelo de colocación en los bancos, yo me las arreglaba para

desaparecer por la otra puerta. Normalmente los vigilantes no se

enteraban Y si se enteraban...-Camilo, no te quedaste ayer al rosario.-

Que sí padre, que sí me quedé...-¿Ah, sí? ¿Y qué ocurrió durante la

letanía?-Pues..., pues, que uno de tercero se quedó dormido y se cayó,-

Mucha imaginación tienes tú. Pon la mano.-No por favor...-¡La mano!

¿No has oído? La gran herramienta de tortura de los salesianos,

especialmente de don Juan Marín, caía sobre mí. Era una regla

cuadrada y gruesa, ennegrecida por la cochambre y los golpes. Según

quien la utilizara, podía hacerse ver todas las estrellas de la Vía

Láctea, el total conglomerado de las galaxias, o solamente los cúmulos

de bordes dorados como montañas nevadas (según las describía mi

libro de Ciencias).Y si los curas seguían las "ordenanzas" de la

continencia en algunos aspectos, las despreciaban a la hora de usar

medios represivos. Aquellas reglas, e incluso herramientas de

proporciones mayores, eran la gran medicina de aquel colegio. Y

servían para todo género de enfermedades: si llegabas tarde, si te

escapabas, si no sabías responder a lo que te preguntaban, si urdías un

plan cachondo para alterar la clase, si se te escapaba un cuesco, si se te

caía un libro, si te resbalabas cuando ibas a comulgar, si te escapabas

durante el recreo, si le debas un pelotazo a un vigilante, si te oían decir

una palabra fea, si...Para mi desdicha, por culpa del orden alfabético,

me encontraba sentado siempre en el primer pupitre y solo esa cara

angelical de la que ya he hablado me libraba -aunque no siempre- de

las venganzas colectivas, porque los escarmientos recaían sobre el que

estaba más a mano. Uno de ellos era el pobre candela. Se fundían las

luces del colegio y:-¡Candela!, ¿qué has hecho?-Yo no he hecho nada,

padre.- ¡Seguro que has metido un ratón entre los cables! ¡A ver, la

mano! Aparecía un cristal roto y:-¡Candela!, ¿con qué has roto el

cristal? ¡La mano! El pobre Candela, que estaba a mi lado y carecía

del don del rostro angelical era el que pagaba todos los platos rotos de

la clase, el chivo expiatorio, la cabeza del turco, la víctima de todas las

iras sin destino. ¡Cuántas palizas recibió el pobre! No es que siempre

fuera inocente, desde luego, e imagino que su buena fama se la

ganaría con méritos que ahora no recuerdo, pero no podré olvidar el

silbido de la regla que pasaba junto a mi oreja y terminaba en la

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cabeza de mi colega. Si yo tengo ahora alguna resistencia acerca de

los métodos educativos de aquellos salesianos, sospecho que el tal

Candela habrá fundado una asociación para luchar contra los hijos de

San Juan Bosco. Por lo menos. Y también yo recibí lo mío. Y no

porque fuera de esos alumnos que ponían petardos debajo del culo del

profesor, o llenaban de moscas muertas su tintero, o le mojaban la

tiza, o le arrojaban pellas de barro a la sotana...Los más inocentes

delitos solían recibir un tratamiento catártico inmediato y cruel.

Aunque algunos años mayor que yo -y por lo mismo con experiencias

aún peores-, José Antonio Labordeta ha sabido reflejar aquel mundo,

su sordidez, en una espléndida canción titulada Rosa Rosae, que me

emocionaba cada vez que la oigo. Un día entró mi madre en el baño

para darme ropa limpia después de la ducha. Me vio la espalda y el

trasero llenos de moratones.-Pero, ¿qué te ha pasado, Camilo? Hasta

entonces, no me había atrevido a contarlo. Y tuve que confesar. Pero

¿qué terribles delitos podía cometer un niño de once, de trece años? Ni

siquiera recuerdo por qué motivo había llevado a mi casa aquel día las

huellas de la regla asesina. ¿me habían salido mal los quebrados?

¿Había confundido las fanerógamas con las criptógamas? ¿Me había

saltado la capital de Hungría? ¿O tal vez no había aparecido a la hora

de los ensayos? Eso es lo más probable. Nunca fui, lo he dicho, un

alumno díscolo e intratable. Más aún, casi todos los profesores que me

querían mucho e incluso me mimaban en ocasiones gracias a esas

artes misteriosas que me han sido dadas, pero ningún cariño parecía

eximirles de su afición a la tortura, y yo recibía las más abundantes

raciones por asuntos relacionados con la música. Es que era muy dura

mi vida..., sí. El hermano de Remigio Barrachina, el de los picores en

la oreja, había sido efectivamente un profeta. Como ya conté,

prácticamente desde el primer día, y durante cuatro años que estuve en

aquel colegio, tuve el cargo de solista del coro. Eso implica algunos

pequeños privilegios, o por lo menos un mejor trato general, mayores

muestras de afecto, quizás cierta benevolencia en las clasificaciones

de una sabiduría dudosa y, desde luego, una razón para la pequeña

vanidad. En Alcoy todo el mundo sabía -o por lo menos las niñas, que

empezaban a ser la parte del mundo que más me interesaba- que

Camilo era solista de los Salesianos. Al margen de las bromas, la gran

ventaja de haber pertenecido al coro fue la formación musical,

incompleta si se quiere, pero sólida. Por otro lado, siempre me he

sentido muy orgulloso de ello cuando he leído biografías de los

músicos verdaderamente grandes (Bach, Morales, Haydn, Purcell,

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Schubert, Puccini), que se iniciaron también como niños de coro.

Llevábamos una actividad dura y provechosa: horas y horas de

escalas, técnicas primitivas de voz, aprendizaje de lectura de

pentagramas, nociones de historia de la música, audiciones...; aunque

no se trataba de una metodología rigurosa y dirigida a una profesión

musical, como hubiera ocurrido en un conservatorio, al menos

sentaban las bases para quien deseara luego seguir ese camino. En ese

sentido he agradecido siempre aquellas enseñanzas que estaban al

margen de los estudios oficiales; tal vez sin ellas hubiera abandonado

mi afición a la música, pero lo que sí es seguro es que no sabría

mucho de lo que ahora sé y hubiera ignorado siempre técnicas que he

podido aplicar luego a mi forma de cantar. Pero entonces no era yo

muy consciente de ese agradecimiento. Sentía solo la dramática e

incómoda realidad presente. Y la voz de Chelo:-Camilo, al colegio.-

Pero si es domingo...-Tienes que cantar en la misa.-Diles que me he

quedado ronco, Chelo, por favor. Tengo mucho sueño.-Que luego te

arrean con la regla. Vamos, tienes que ir. Te daré un buen desayuno y

se te quitará el sueño. E iremos a oírte.-Si hoy no hay misa...así,

domingo tras domingo, fiesta tras fiesta. Mientras mis colegas podían

quedarse en la cama hasta mediodía -lo que siempre me ha parecido el

placer supremo-, mientras incluso podían desayunar en la cama y

luego echar otro sueñito, el infeliz Camilo, solista del coro, tenía que

saltar disparado de la cama, vestirse a toda prisa, desayunar sin

entusiasmo y correr como un loco por las calles vacías de Alcoy para

llegar a tiempo a la misa. El colegio quedaba lejos, pero los domingos

y fiestas de guardar parecía que lo habían trasladado a Alicante...Y

luego, los ensayos. El ritual católico de la época acumulaba con

generosidad sin límites las celebraciones religiosas. Continuamente

era necesario aprenderse nuevas coplas: villancicos para navidad, loas

a la Virgen de Mayo, oficios en Semana Santa, himnos para los santos

de la casa. Después de un día fatigoso con las matemáticas, y mientras

los afortunados que tenían mala voz se iban a jugar a la calle, nosotros

debíamos quedarnos todavía un rato más para aprendernos los cantos

religiosos. Y como se organizaban ocasionalmente también fiestas

profanas (el santo director, las excursiones, el fin de curso), era

necesario reforzar el repertorio y aprender asimismo aquellos arreglos

de canciones tradicionales y folklóricas para coros religiosos que

hacían el padre Donastia y otras docenas de curas de Media España.

Melodías vascas, gallegas, fragmentos de zarzuelas, habaneras,

romanzas originales...todo había que ensayarlo una y mil veces, en las

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mejores tardes de mi vida. Nadie se sorprenderá de que luchara con

todos mis medios para hurtarme a aquella condena. Conseguía a

veces, en el camino desde el aula a las clases de ensayo, escaparme

con los demás. Otras veces, especialmente cuando teníamos

matemáticas a segunda hora de la tarde, me las piraba durante el

recreo. E incluso en alguna ocasión convencí a mi madre de que había

perdido la voz y de ninguna manera conseguiría entonar debidamente

el Gloria. Ni siquiera me importaban demasiado las consecuencias.

Cada vez que no aparecía en un ensayo o en una actuación del coro,

sabía lo que me esperaba. Únicamente quedaba por averiguar si se

utilizaría la regla pequeña o la grande, si me golpearían

exclusivamente en las manos -en los nudillos primero, en las palmas

después-, o si los golpes me alcanzarían también la cabeza y las

costillas...Era un riesgo conocido que valía la pena correr a cambio de

unas horas más de sueño o de compartir con los demás esos momentos

deliciosos que siguen a las horas de clase; el clima de Alcoy era por lo

general benigno, las calles estaban animadas, los levantinos hemos

estado siempre muy inclinados a la fiesta y a la alegría. ¿Cómo

podrían convencerme para que sacrificara todo eso por ser el solista

del coro? Pero no todo era tan terrible en el colegio de los Salesianos;

e incluso había profesores maravillosos, como don Tomás, un cura

"rebotado" al que todos los niños seguíamos siempre como el flautista

de Hamelín. Si había muchas cosas que dolían profundamente a un

espíritu libre como el mío, otras resultaban muy satisfactorias. Su

número, visto a los cinco lustros, supera a las otras, ya que han

quedado más hondamente enraizadas. El odio que sentía por las

matemáticas y las horas de ensayo no era tan intenso como el amor

que tenía por otras materias. La historia y la literatura me encantaban.

Lo primero que hacía todos los años al recibir los libros del curso era

leerme todas las poesías que aparecían en el texto de Lenguaje;

muchas de ellas me las sabía de memoria antes de meternos con la

primera lección. Las fábulas de Samaniego, los romances de

Machado, pequeños fragmentos, ejemplares de Berceo, Lope, García

Lorca, Fray Luís, Gerardo Diego parecían tener para mí una música

todavía no encontrada. Repetía los versos con la misma devoción que

las canciones de Joselito y no me ponía a cantarlos porque todavía la

radio no me había dado una pista. Y luego la Historia, tanto la de

España como la mundial. No me costaba ningún trabajo aprenderme

de memoria nombrar los reyes, guerreros y gobernantes, sobre todo

porque algunos de ellos aparecían dibujados en el libro; podía

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identificar sus hechos con sus hazañas y eso me los hacía más

cercanos y comprensibles (lo que no ocurría con la geometría). En este

apartado incluía también la Religión. Si mi comportamiento en la

capilla no era muy devoto, en cambio me sabía al dedillo la asignatura

llamada Religión. Sospecho que, sobre todo, porque consistía

básicamente en Historia Sagrada. Me costaba mucho esfuerzo

comprender que un Dios mandase a su amigo Abraham que clavase un

cuchillo a su hijo Isaías en lo alto de un monte -ni entendía la bondad

de Dios en este hecho ni la obediencia del justo-; comprender que a

Job le gustase vivir entre ratas y basuras porque así se lo pedía un Ser

que ideaba crueldades de ese género, tantos asesinatos, tantas muertes

como allí aparecían, pero me entusiasmaban los hechos que en sí

mismos y las ilustraciones que los mostraban; la estupenda Judith, la

liberadora de Betulia frente a los asirios, con la cabeza de Holofernes

en la mano, la Magdalena mesándose los pelos a los pies de Jesucristo

(escena que yo habría de representar al lado de mi amiga Angelita

Carrasco...), la honda del rey David antes de serlo, la maravillosa

generosidad de la multiplicación de los panes y los peces...Eran todas

historias espléndidas que yo me aprendía en un pispás y esperaba las

clases que nos las explicaban como auténtica impaciencia.

Evidentemente, yo era de letras... No me costaba mucho el aprendizaje

del latín, que era la bestia negra de la mayoría. Todavía hoy podría

declinar y recitar algunas formas verbales, incluso las irregulares. En

cuanto al francés, me resultaba tan fácil como el español. No solo me

han gustado siempre las lenguas, sino que incluso he sido un poco

obseso en este terreno; no me da reparos corregir a los amigos que

utilizan expresiones erróneas o barbarismos...incluso en francés y en

inglés (y pronto en alemán y hasta en japonés, ya que he comenzado a

estudiar estas lenguas). Debido sin duda a un oído excelente,

manifestado ya en la facilidad para recordar las canciones de la radio,

el estudio de los idiomas me gustaba; más aún, era una verdadera

pasión. Si el director del colegio me hubiera ofrecido cambiar la clase

de matemáticas por tres clases de suahili, tagalo y quechua, por

ejemplo, lo hubiera aceptado muy contento. Aún perdiendo los juegos

de la tarde. Tal vez por eso y por los resultados de mi trabajo en el

coro, la mayor parte de los frailes estaba enloquecida conmigo...,

excepto los ya silenciados profesores de Ciencias y de Matemáticas.

Había incluso un par de ellos que me querían demasiado. No soy

chismoso, no diré sus nombres. A uno de ellos le gustaba mucho, por

razones de oficio, hacerme regulares repasos de conciencia. Lo que

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ocurre es que también era aficionado a hacerme repasos de piel. Una

vez al trimestre al menos me llamaba a su despacho, pequeño y lleno

de libros, me sentaba en sus rodillas y me hacía una sesión muy

perfecta de lavado de cerebro; al mismo tiempo, me acariciaba el

cuello, las rodillas desnudas...Debo confesar que tardé algunos años

en darme cuenta exacta del sentido de aquellas caricias. Yo estaba

sorprendido de tanto afecto, maravillado de las cosas que oía. Decía

que yo podía ser un segundo Santo Domingo Savio, aquel jovencito

cursi que prefería morir a pecar, quiero decir, que decía antes de morir

que pecar, y lo relataba con tanta belleza y garbo que por un momento

me veía levitando con las manos juntas y aquel cuellecito cerrado que

mostraban las estampas del niño italiano. Ni notaba la manipulación

del cura sobre mi cuerpo ni imaginaba a dónde quería ir. Cuando

llegué a mi casa, mi aspecto angelical debía ser seráfico.-Mama,

quiero ser cura.- ¿Cómo has dicho? -preguntó mi padre dejando la

cuchara en el plato.-Que voy a ser cura.- ¿Qué chaladura es esa? ¿Qué

le ocurre a este niño, Joaquina? ¿Está malo?-Es que me han dicho que

voy a ser Santo Domingo Savio y me parece que para eso hay que ser

cura antes.-Ah, bueno -respondió mi padre-. Muy bien, muy bien...Lo

malo es que tú eres Camilo Blanes Cortés. Así que has llegado un

poco tarde para ser el domingo ese. Será mejor que cenes, hijo. A la

mañana siguiente, no me acordaba del asunto. Pero de vez en cuando

algún compañero me contaba que había decidido llegar a se Santo

Domingo Savio. No hacía falta que le preguntara quién le había

convencido de ello. A unos cuántos, quizás a la mayoría, se nos

llamaba de vez en cuando a aquel despacho y entre toqueteos y

palabras tiernas terminábamos flotando en una santidad que ni

siquiera comprendíamos. "Antes morir que pecar..." Pero, ¿qué era

pecar a los doce años? ¿Dónde estaba el mal y cuál era su rostro?

Aquel hombre no supo explicármelo nunca. No obstante, a lo largo de

aquellos cuatro años, sí lograron -puede que incluso también aquel

paidófilo y mariposeo secreto- inculcarme un firme sentido moral de

la existencia. No estoy seguro de si lo adquirí en mi casa o el los

Salesianos, aunque creo que las dos formas de educación

contribuyeron a ello. Así, aunque pasé momentos muy malos, ahora

entiendo que a la larga me han resultado provechosos. Especialmente

porque en ese borde de la infancia aprendí a respetar a los demás, a

amarlos por encima de las propias opiniones, a sentirme solidario con

los otros, sobre todo con quienes peor lo pasaban, como mi vecino

Candela. Con cierta pena comprobaría más tarde que muchas veces el

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interés y el negocio pesaban más que aquellas gentes que su

honestidad y caridad profesional. Cuando, por ejemplo, intenté que

mis sobrinos fueran admitidos en el colegio La Salle de Alcoy, tuve

que aceptar casi a la fuerza una actuación benéfica cuya recaudación

total fue a parar al colegio. Unos años más tarde, mis sobrinos

tuvieron problemas de estudios debidos sobre todo a su

comportamiento díscolo. Sin ningún miramiento los curas decidieron

suspenderles la matrícula, sin recordar el dinero embolsado a mi costa.

En otra ocasión me ocurrió un hecho todavía más insólito y

desagradable con los mismos religiosos. Me encontré con uno de

ellos, cargo importante en el colegio, y enseguida comenzó a

explicarme una inexistente realidad.- ¡Claro, hombre, Camilo Blanes!

¡Chico, con eso de Sesto me tenías confundido! ¡Si fuiste alumno de

nuestro colegio...!-Yo, mire...-Sí, hombre, no se me podía olvidar...

¿Te acuerdas del padre Federico?

¿Y te acuerdas del día que cantaste y te aplaudieron los fieles?

¿Y aquel otro día que...?

A mí no se me olvidará nunca.

¡Eres uno de los mejores alumnos!

Se pasó un rato dándome coba y trayendo a colación recuerdos falsos.

Yo le seguía la corriente, porque sabía a dónde quería llegar. No quise

decirle que había sido alumno de los Salesianos y no de La Salle, el

otro colegio grande de Alcoy. Sonreía para mis adentros mientras el

cura continuaba sus despropósitos. Y por fin decidió entrar en el

meollo del asunto.-Pues tenía muchas ganas de volver a encontrarte,

Camilo...Porque, ¿sabes?, estaba pensando yo que podías hacer un

Festival Benéfico. No puedes negarte, habiendo sido alumno nuestro.

Es para cubrir algunas necesidades perentorias...No me atrevo a

escribir las palabras que utilicé para negarme a aquella burda

encerrona. Al fin, como una bruma dorada, me queda esa memoria del

colegio de los Salesianos. La regla, los ensayos, las matemáticas, los

asedios resultan solo montículos podridos en una gran llanura llena de

paz. Mirando con prisas se ven solo esos montículos, porque se

destacan de tantos días útiles y acogedores. Supieron inculcarnos un

gran sentido de la amistad y de la cooperación entre todos, esa

solidaridad que he citado; entre el área del polígono irregular y el

Galia Estonia divisa in partes tres; aquellos educadores supieron

finalmente prepararnos para la vida, que está construida de caricias y

golpes, de lágrimas y sonrisas. No logro recordar en qué espacio

situaron esa conciencia de la moral, moral por encima de cualquier

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religión determinada, pero ciertamente existió. Como existió también

una cierta imparcialidad política, algo que los que conocieron la época

calificarían conmigo de milagrosa. No quiero decir solo que

desaparecieron los himnos, pero incluso los adoctrinamientos; en

realidad, nos ahorraron la conciencia de lo que estaba pasando

entonces en España, lo cual puede interpretarse como se quiera. Pero

si nos prepararon para un tipo de relaciones políticas que entonces casi

ni podían soñarse, su insistencia en una cierta tolerancia y

comprensión, desdeñando siempre las peculiaridades del momento,

nos mantuvo al margen de lo que sucedía. En fin, los impulsos que a

mí me dieron no solo por el camino de la música, sino también por el

de la pintura y el de la poesía, y en general el gusto por lo bello y lo

duradero, resultaron valiosísimos a la larga. Apenas abandonado el

colegio de los Salesianos, con la reválida de cuarto, desistí de

continuar estudiando con regularidad. Por mi cuenta ampliaría mis

conocimientos de aquellas cuestiones que me habían interesado hasta

entonces: las lenguas, la Historia, la poesía, la pintura y, sobre todo, la

música. Tal vez también fueron los salesianos los que me

convencieron de que nunca se termina de aprender y que la curiosidad,

en todas sus formas, es el reflejo más evidente de que uno está vivo.

Dejar las aulas no significa dejar de estudiar, de aprender. La única

diferencia es que no tienes un profesor de matemáticas con una regla

en la mano.

Capitulo 10.

El campeón del tango

Fuimos llegando en tropel a la mesa, pero la mesa, pronto se quedó

pequeña y hubo que traer otras dos más. Formábamos una legión. Era

el primer año que veraneábamos realmente, mi padre había decidido

tirar la casa por la ventana: cerró el taller y nos llevó a todos a Altea,

junto al mar. Debía ser el año 1960, cuando ya las playas españolas

empezaban a llenarse de multitudes de toda Europa. Ese hecho

empujaba también a los españoles a disfrutar de los paisajes de la

propia patria: hasta entonces, solo los más potentados aprovechaban el

descanso anual para salir de casa, quizás solo aquellos que

descansaban más que trabajaban. Los trabajadores como mi padre ni

siquiera se tomaban vacaciones. Aquella fue la primera vez. Yo había

acabado con éxito y muchos sudores mi reválida, mis hermanos

mayores tenían sus vidas prácticamente organizadas, todo iba sobre

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ruedas. Y mi padre había mostrado una vez más su generosidad y

había invitado también a algunos primos míos. En realidad, el

apartamento que alquiló para quince días parecía un atiborrado hotel

familiar. Había colchones por el suelo y era preciso cada noche retirar

mesas y sillas para hacer hueco a los cuerpos. Cada uno hacía su vida

y nadie paraba durante el día dentro de la casa: solo de madrugada

íbamos llegando y buscábamos un hueco en alguna habitación para

descansar un rato. Allí estaban también Chelo y su marido, con uno o

dos de sus hijos pequeños. Y Eliseo con su mujer. Y algún hijo de mi

tío el andaluz...La diversión no tenía límites. Personalmente, andaba

yo bastante inquieto persiguiendo a María Ángeles, una niña de Alcoy

de la que estaba enamoradísimo. Habíamos sido medio novios durante

unos meses y aquel verano habíamos roto las relaciones sin romperlas

del todo. ¿Seguíamos juntos o no? De todas maneras, a mí me gustaba

aquella muchacha, risueña y simpática como nadie. En el contraste sin

duda encontrábamos la fuente de nuestro pequeño amor, tan difícil,

tan incompleto, tan dulce. Alguien me había dicho que también María

Ángeles veraneaba en Altea, y yo no terminaba de decidirme. ¿La

buscaba o me hacía el desentendido? ¿Intentaba volver o daba por

definitivamente rota nuestra relación? Más importante que ella era mi

familia y con mi familia había acudido aquella noche a la terraza

Casablanca. El camarero repartió gaseosas, vermú para los mayores,

refrescos para los medianos. En un estradillo, al fondo de la terraza,

una orquestina de los años cuarenta -el saxo con bigote de la

posguerra, el batería calvo, el trompeta pequeñito y delgado, el

vocalista gordo y grasiento- amenizaba la reunión. Ruido de voces,

niños correteando por la pista de baile, entrechocar de botellas, la

deliciosa algarabía de la gente levantina que se siente feliz y dispuesta

a divertirse comunitariamente. De pronto, entre los pitidos de los

altavoces, el vocalista anunció el número fuerte de la noche.-Y ahora,

señoras y señores y señoritas y público en general, ahora nuestro

magnífico concurso de baile, con grandes premios, para los ganadores.

¿A ver, Paco? ¡Un arpegio para abrir la boca! -el del saxo lanzaba una

sarta de notas y se ponía tan animado como si se creyera Charlie

Parker; no interpretaba Love for sale sino un fragmento de tango-...!

Sí, señor, sí, señores, magnífico! ¡La primera sección de nuestro

estupendo concurso será el tango! ¡Grandes premios para los

vencedores! ¡Adelante! ¡Todo el mundo a la pista, los abueletes

también! ¡Animo! ¡Rosendo con ustedes, a mandar!-¿Te animas,

Joaquina?- preguntó mi padre.- ¡Pues claro! ¡Vamos a enseñar a bailar

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a estos críos! Y Eliseo Blanes, y cariñosamente para los amigos Súa,

apretó fuerte la cintura de la señora Joaquina y juntos salieron a bailar

La Cumparsita. Hacían inverosímiles filigranas, mi madre se inclinaba

como un junco a pesar de sus años y mi padre hacía el papel de

profesor de tango de su juventud. Naturalmente, ganaron el primer

premio. Sonaron aplausos y gritos y los dos regresaron felices a la

mesa. El vocalista Rosendo pidió un poco de silencio y dijo:-Una

estupenda botella de champán, auténtico de San Sadurní para los

ganadores. En aquella mesa -añadió mirando a un camarero- ¡Y otro

aplauso! Y continuamos nuestro concurso, con permiso de los señores

clientes. ¡El...charlestón! Mis padres estaban radiantes. Mientras

abrían la botella de champán, mi padre miró con picardía a su mujer:-

No tenemos bastante para tanta gente... ¿Te atreves con el charlestón?

Y sin dudarlo un segundo volvieron a la pista. Los contrincantes

empezaron dejándoles el centro del círculo, con un espacio libre para

que todo el mundo los viera bien. ¿Cómo podía mi madre, con

cincuenta años, moverse de aquella manera?-¡Señoras y señores,

señoras y señores! -gritó el vocalista. Ni la mismísima vedette Miss

Dolly, la gibraltareña, lo habría hecho tan bien como nuestra

concursante. ¡Y su acompañante podría superar el mismísimo Carlos

Sandrini, sí, señores! ¡Esa es la pareja ganadora, un aplauso para ellos!

¡Otra botella de auténtico champán fresquito para los vencedores! La

nueva Miss Dolly me dio un beso cuando volvió a sentarse entre

nosotros. Estaba más radiante que nunca. Luego, mi padre intentó

arrastrarla al pasodoble, al fox, pero ella dijo que no había que abusar.

Hasta que el vocalista anunció el twist.- ¡Reservado para los más

jóvenes, solo para los mas jóvenes! ¡No pueden participar

concursantes de más de ochenta años...! Ni Rosendo ni sus colegas

eran ciertamente Hank Ballard y sus Midnighters. En realidad,

intentaban darle ritmo de twist, recién importado, al mismísimo Bello

Danubio Azul. -¡Vamos Camilo, déjanos en buen lugar! En una mesa

cercana estaba sentada una hermana de María Ángeles. Me levanté sin

dudarlo, le tendí la mano y con ella me situé en la pista, con toda la

chiquillería y la juventud de Casablanca. Nos pusimos a menear

furiosamente el esqueleto, yo estaba bien entrenado y conseguía casi

tocar con el culo en el suelo mientras agitaba las rodillas; la chica

tampoco lo hacía mal. ¡Y ganamos! Nos dieron de premio una botella

de sidra "auténtica asturiana" y nuevamente el camarero se presentó

en nuestra mesa.-De tal palo, tal astilla- decía mi madre, más feliz con

mi triunfo que con el suyo propio. Pero intentó que me presentara

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también al concurso de rock-and-roll. Cuando hice ademán de salir,

siempre con la hermana de maría Ángeles, los de las mesas vecinas

comenzaron a gritar sus protestas. Muchos de ellos conocían a Súa y

decían que aquello no era justo, porque nosotros éramos profesionales.

Para no poner en un serio apuro al gordo Rosendo, maestro de

ceremonias de aquel mogollón, alcé los brazos al cielo como un torero

victorioso y opté por no concursar más. Ya teníamos bastantes

botellas ganadas. Y en cierto modo, los protestantes tenían su pizca de

razón. Tanto mi padre como mi madre adoraban la música. Los dos

cantaban muy bien. Todavía hoy mi madre, con más de sesenta años,

tiene una hermosa voz, poca pero muy afinada y con frecuencia la

encuentro en mi cocina, guisándome la paella y cantando los temas de

mi último disco. El verdaderamente profesional era mi padre. En su

juventud, antes de casarse, había tenido además de su profesión de

electricista, una academia de baile en Alcoy llamada Suachiar; el

nombre venía del apodo de los dos socios propietarios y profesores. A

mi padre, precisamente porque sudaba al bailar, le conocían por Súa;

su compañero se llamaba Carlos y llevaba como nombre artístico

Charles...En las octavillas se aseguraba que enseñaban a bailar el vals,

el uno, el chotis, el pericón moderno. Debió ser la guerra del año 36 la

que terminó con su carrera de maestros de baile. En todo caso, sus

conocimientos de la danza le permitirían mucho más tarde ganarse un

par de botellas de champán auténtico de San Sadurní,

naturalmente...Fue un gran tipo mi padre...No debió de costarle mucho

convencer a mi madre para llevarla al altar, cuando ella, jovencita,

trabajaba en Papeleras Reunidas creo que en la manipulación de ropas

desechadas para su conversión en pasta. Porque, además, era un

hombre guapo, alto y muy afectuoso. Yo conservo imborrables

recuerdos de aquel afecto, envueltos en el familiar petardeo de su Izo-

moto cuando se iba hacia el taller, bastante apartado de la casa, y

cuando regresaba cansado, pero con fuerzas aún para sentarme en sus

rodillas y pedirme que le diera un beso como a él le gustaba: besos

ligeros en la mejilla cubiera ya por la barba, ligeros y continuos,

chuic, chuic, chuic...hasta que me cansaba. Mis hermanos, mayores

ya, se desentendían del asunto o cumplían el deseo paterno con

frialdad y premura. Pero yo era el pequeñín de la casa, el preferido y

también el más zalamero. Me gustaba saberme tan cerca de mi padre y

sentir su fuerte abrazo después de mis besos. Solo en aquellos últimos

años de mi infancia gozaba su vida de un poco de calma. Había nacido

en 1908 y, en consecuencia, había sufrido todos los avatares y

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agitaciones de la historia española, trabajando en medio de una gran

pobreza. Cuando pudo comprarse el "Citroen" dos caballos fue como

una fiesta. No lo quería para pasear, sino para su trabajo, pero era

como una señal de triunfo. Tuvo que hacer tres veces el servicio

militar, como él decía. Primero, bajo Alfonso XIII; luego, en la zona

republicana durante la guerra civil; después, en la zona nacionalista.

No era muy aficionado a contarme sus aventuras en la guerra pero mi

madre suplía ese silencio y de vez en cuando me relataba batallas,

acciones, horrores y alegrías...Luchas al lado de Negreen, fugas a

Francia, batallas en el lado franquista... Pero nunca fue un hombre

apasionado en política ni rencoroso. Se limitaba a decir, como una

meditación evidente que era ésta -hacia los años sesenta- la época más

tranquila de su vida y en consecuencia la más feliz. Lo que no

significaba una toma de posición política, solo una constatación vital

que tantos españoles como él compartían, incluso al margen de su

ideología. Ni siquiera tenía particular empeño en demostrarnos alguna

verdad incontestable: "Tú tienes que ser como crees que debes ser. Lo

importante es portarse bien con los demás". Esos eran sus consejos.

Había pasado miedo en sus luchas y huidas, había sufrido demasiado,

pero el paso del tiempo había ido curando las heridas y se sentía

dichoso con su familia. Los sábados por la tarde y los domingos le

gustaba mucho salir de casa a dar una vuelta. Casi siempre era yo su

compañero.-Vamos, Joaquina, deja de trabajar en la casa.-Que tengo

mucho que hacer. Espera un poco.-Vamos a dar una vuelta, mujer.-

Está toda la ropa de los niños sin planchar. No puedo ahora.-Pues me

llevo a Camilo. Me tomaba la mano, buscaba un taxi y me llevaba a

las ferias de los pueblos vecinos: Cocentaina, Muro, Onteniente,

Penáguila...No era tacaño con su escaso dinero. Me dejaba montar en

los tiovivos, tirar con las carabinas de aire comprimido, hartarme de

globos de azúcar y de manzanas recubiertas de caramelo. Me llevaba

regalos y él participaba también en la diversión. Luego, al anochecer,

regresábamos a casa como dos reyes victoriosos. Nunca los hermanos

mayores nos acompañaban en esas correrías festeras y fue sin duda en

ellas donde se estableció entre nosotros una especial complicidad que

no desaparecería nunca. Hubo tan solo unos años que estuvimos

distanciados. Cuando yo decidí irme a Madrid en busca de fortuna -

con la pintura o con la música- no se sintió muy dichoso, porque

pensaba que no iba a conseguirlo. Al mismo tiempo, mi hermano José

empezaba a llenar el salón de casa de títulos de su carrera de

ingeniero. Él se sentía orgulloso de que un hijo suyo continuase su

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mismo oficio e incluso le superase. Pero a mí los cables me daban

tanto miedo como las víboras; ni me atrevo a tocarlos. Mi padre veía

que se colmaban sus ilusiones con José; aunque sus estudios le

costaban mucho dinero y mucho sacrificio, los daba por bien

empleados. Yo, en cambio, el preferido, tomaba rumbos difíciles y

conflictivos y ello tuvo que apenarlo. Sin embargo, ese

distanciamiento no duró mucho. Se dio cuenta de que tampoco yo me

había equivocado y se convirtió con mi madre en mi primer fan. Le

gustaba mucho venir a mi casa, preguntarme detalles absurdos sobre

mi oficio, acompañarme a los estudios de grabación, colocarse detrás

del escenario durante las actuaciones, permitiéndose incluso dar

consejos a los iluminadores, a los muchachos de sonido, a los mismos

músicos. Gozaba como un niño en los viajes por el extranjero a los

que le invité. Y de pronto un día, estando yo en Los Ángeles, me

llamaron para decirme que se encontraba muy enfermo. Ni me paré a

hacer las maletas. El médico había dicho que podía vivir dos semanas,

dos meses, dos años, pero yo tuve, como en tantas otras ocasiones, la

corazonada de que aquello era el fin. Fue no hace mucho, en 1982. en

esos últimos años nuestra dependencia mutua llegó a ser tan fuerte

como en mi primera infancia: él me buscaba y yo le buscaba a él. Aún

cuando yo me encontrase muy lejos de Alcoy, sentía su presencia

constante y, bien él o yo, nos llamábamos por teléfono casi a diario.

Tal vez sentía yo que no me quedaba mucho tiempo para gozar de la

proximidad de aquel hombre ejemplar, sereno, trabajador, honesto. Y

a él le ocurría lo mismo. Cuando vivían en mi casa, mi madre se

empeñaba en darle la cena.-Voy a esperar a que venga Camilo -

replicaba él.-Pero puede tardar dos horas. Ya lo conoces, Eliseo. Él

anda con su trabajo y siempre se acuesta tarde.-No importa, no tengo

hambre. Esperaré para cenar con él. Y más de una vez nos hemos

sentado los dos a cenar en mi cocina a las cuatro de la mañana,

mientras nos contábamos las incidencias del día o comentábamos la

calidad del guiso de la señora Joaquina. Estaba ya en sus últimos años

lleno de enfermedades, pero mantenía el tipo a pesar de todo. No le

gustaban los cuidados ni la compasión de los otros y procuraba hacer

una vida normal. Pero sabía que su tiempo terminaba. Incluso un día

nos llamó para decirnos que había decidido repartir su herencia. Yo

me adelanté:-No quiero nada, papá. Déjalo estar.-Tú tendrás tu parte,

como los otros. Me obligó a quedarme con una pequeña casa de

campo que poseía cerca de Alcoy, el máximo orgullo de su vejez,

porque le había costado mucho comprarla. Solo su recuerdo me

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empujaba en ocasiones a irme a pasar unos pocos días en ella, pero

aunque no me sirva de mucho -tengo demasiadas cosas para descansar

y siempre ningún tiempo libre para hacerlo- no la vendería por todo el

oro del mundo. Es como el talismán de infancia, como la mano de mi

padre, siempre tendida. Una propiedad tan preciosa como el anillo de

bodas de él, que llevo siempre en mi dedo.-No te inquietes, que es

grave, pero no demasiado- me decía mi hermana por teléfono.-Voy

ahora mismo, ahora mismo. Ni siquiera me entretuve en preparar

equipaje. Los Ángeles-Nueva York-Madrid, en el primer avión. Era

como si me estuviera esperando. Llegué a Alcoy y pasé a su lado los

últimos seis días de su vida, sin apartarme de la vera de la cama. Una

vez le había preguntado sobre mí un reportero de una revista y él

había respondido: "Mire usted, yo he tenido cuatro hijos, pero como

camilo ninguno; ésa es la verdad". No podía sentir yo hacia él de otra

manera. En esos últimos seis días sentía pudor de que le mudaran de

ropa o se ocuparan de él, no deseaba que nadie lo viera desnudo, ni

siquiera el médico y la enfermera que acudían a casa. Únicamente nos

permitía desvestirle y moverlo en la cama a mi hermana Chelo y a mí.

Pero yo sentía que se acababa el mundo...Mientras le miraba en su

cama recordaba que en los últimos diez años había recorrido medio

mundo, conocía a miles de personas, recibía halagos y afecto de todas

partes, había tenido varias docenas de mujeres a mi lado, centenares

de amigos y compañeros, conocía a mis treinta y cinco años cien

veces más de lo que aquel hombre había podido conocer; y había sido

seguramente más afortunado que él, y gracias a él. No había tenido

miedo, no había padecido privaciones, mi trabajo estuvo siempre muy

bien pagado y a cualquier parte que fuese me rodeaban las

multitudes...Sin embargo, ahora, sin él me sentía solo. Quizás ha sido

la primera vez en mi vida que me sentía realmente solo. Y estaba

dispuesto a perder todo aquello que poseía, mis mujeres, mi dinero, mi

carrera a cambio de que aquel anciano de 73 años me esperase en

alguna parte para cenar conmigo, me pidiera que le pusiera una camisa

limpia, me preguntara por la utilidad de un nuevo artilugio de

grabación. Me miraba fijamente, como recordando tantas horas de

dicha juntos, las excursiones a las ferias, los suaves besos en la

mejilla, el concurso de baile, la lenta e ineluctable progresión de la

vida, que hace crecer a los hijos y va matando a los padres. Y yo veía

aquellos ojos y pensaba solo en cuánto quería a aquel hombre y en la

soledad que me entraba en el corazón como un oleaje repentino. Con

él moría la mejor parte de mí mismo.

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Capitulo 11.

Música de barrio

En la radio estaban cambiando mucho las cosas. De pronto, Antonio

Molina solo cantaba un par de veces al día y Joselito no más de

cuatro. Incluso los locutores hablaban de ellos con una voz

difuminada, como si estuvieran acercándose al olvido. A mi

comenzaba a cansarme Joselito, un poco monótono, siempre con la

misma copla. Desde Madrid, Raúl Matas emitía un programa titulado

Disco manía que yo procuraba no perderme. Aparecían allí canciones

que tenían muy poco que ver con lo oído hasta entonces. El "Dúo

Dinámico" no solo continuaba con las melodías italianas que los

habían hecho famosos, Gondolier, Come prima, Buona será, sino que

hablaban en las entrevistas del swing, un concepto que en Alcoy

resultaba un poco raro, pero sonaba bien, y muy pronto se convirtió en

una plaga aquello de Quince años tiene mi amor, dulce y tierna como

una flor...También yo tenía quince o dieciséis años por entonces y lo

de la pierna empezaba a causarme escalofríos. ¿Se podía decir aquello

en una canción? Pero Raúl Matas llegaba aún más lejos: un muchacho

granadino que se hacía llamar Mike Ríos, que tenía un par de años

más que yo, cantaba de manera extraña algo más sorprenderte aún:

Hey, hey, hey, pecosita...Se me ponía carne de gallina al escucharlo y

comenzaba a sentirme infiel a Joselito. en el mundo en que yo estaba

viviendo no existían campaneros ni clavelitos de mi corazón ni

mineros que comían arroz con habichuelas ni jacas que cruzan el

viento caminito de Jerez; estaba, sin embargo, lleno de dulces piernas

de muchachas adolescentes, de pecositas que te miraban y te

arrastraban par le bout de coeur -como decía ya Brassens-, por el

camino de la amargura. Lo entendía mejor, lo sentía más, era mi

propio mundo. De pronto la infancia quedaba irremediablemente

perdida con sus bicicletas verdes imposibles, las balsas traidoras, los

brazos levantados de don Juan Francisco, las reglas de los salesianos y

sus inagotables corales, las niñas del barrio...Con la reválida bajo el

brazo y sin una ocupación precisa, la adolescencia llegaba a mi

espíritu como una locomotora agitada. Era todo distinto. Los hallazgos

suponían algunas renuncias. Me había gustado mucho jugar al fútbol

en el colegio y había pertenecido en los últimos tiempos a la selección

de Los Salesianos, como portero. Curiosamente, aunque era de los

más altos del curso, nunca me interesó el baloncesto, aunque ahora sea

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mi deporte favorito, como espectador y como practicante ocasional. Y

también el fútbol quedaba perdido. En los primeros meses intentaba

mantener el contacto con mi equipo, acudía a los partidos de los

chavales que me sucedían en Los Salesianos, pero ya se sentía uno

desplazado, viejo entre aquellos críos. Y se le presentaban a uno

nuevas solicitudes y también nuevas obligaciones.-Hasta que no

decidas qué hacer en la vida, mejor será que vengas a ayudarnos al

taller -dijo mi padre. Pero yo no podía resistir en el taller. Él fumaba

mucho y el humo me molestaba, aunque no tanto como yo intentaba

hacerme creer. "Me pica la garganta", decía. Me ocupaba de encargos

en la calle, porque la calle estaba viva y era donde realmente me

gustaba estar. Barrachina empezaba a empujarme para que cantáramos

juntos. Y Paco Esplugues no renunciaba a un proyecto para mí. Había

sido el único de los profesores de los salesianos que no me llamaba

Camilo, sino Chato.-Chato, sal de la pizarra. Nunca me ha sobrado

nariz, desde luego, pero aquella forma de llamarme encerraba alguna

complicidad. Paco Esplugues, además de profesor de dibujo, era

andaluz -contra que haría sospechar su apellido-, era locutor de Radio

Alcoy y, además, enseñaba pintura en la escuela de Bellas Artes. Creo

que hacía otras muchas cosas, pero entonces no era de mi

incumbencia. Frecuentemente lo encontraba por las calles de Alcoy,

yendo o viniendo de alguna parte y con muchas prisas.-Bueno, Chato,

¿vas a venir a la escuela o tengo que decírselo a tu padre? Me había

dado siempre las calificaciones más altas en dibujo y repetía

continuamente que tenía que convertirme en pintor. Incluso me había

prestado algunos libros gigantescos para que mirase las hermosas

láminas de los grandes pintores.-Chato, decídete, no pierdas el tiempo.

¿Por qué debía uno decidirse a hacer alguna cosa, ahora que se había

conquistado la libertad, que no era necesario escaparse de ninguna

parte, que siempre andaba escaso de tiempo para no hacer nada? ¿Por

qué te obligaban a crecer? La clase se había disgregado. Algunos de

los discípulos continuaban hacia el bachillerato superior con el ánimo

de ser médicos, abogados, ingenieros. Otros, con su primer título bajo

el brazo, empezaban a trabajar en los negocios familiares o ingresaban

como aprendices en fábricas y talleres. A unos pocos nos iba

comiendo una pasión confusa por hacer algo, por ser alguien. Pero

¿qué? No había, ciertamente, urgencia alguna. Cada tarde, en alguna

plaza de Alcoy, me esperaba María Ángeles o su sombra. Cada

mañana, la radio me enseñaba una canción nueva, verdaderamente

nueva. Me asomaba a la puerta y mi barrio tenía otro aspecto: estaba

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siempre lleno de niños pero yo no era ya uno de ellos. Los jovencitos

de mi edad tenían sus propias ocupaciones. La nueva música del

barrio era el silencio, de modo que me apartaba de él y buscaba a

algunos compañeros desconcertados como yo mismo, me entretenía

en el taller eléctrico, me acercaba al Instituto. Entretanto, a los quince

años, iba llenando cuadernos de dibujo con paisajes a lápiz, pequeñas

acuarelas de paisajes que soñaba. Mientras escuchaba la radio y

tarareaba a media voz las canciones, me aplicaba en la pintura, porque

necesariamente terminaría siendo pintor o cantante. Alfredo Fraus y

Soralla parecían llamarme desde alguna parte para que intentase

imitarlos. Si en Alcoy hubiese habido un conservatorio, el solista del

coro de los salesianos se hubiera inscrito inmediatamente; pero allí la

música era un arte que se aprendía en la calle, durante las fiestas de

Moros y cristianos y durante las verbenas, nadie pretendía hacerse

profesional, seguir una carrera. El aprendizaje de la pintura más

accesible y tenía ya un amigo que continuamente me aconsejaba:-

Bueno, Chato, te estoy esperando. Eras el que mejor dibujabas del

colegio. No puedes desperdiciar tu talento. Hablaré con tu padre. Mi

padre, sin duda, se sentía un poco decepcionado. Como Chelo seguía

trabajando en el taller, acudía frecuentemente para estar con ella, y la

ayudaba en las facturas, en las cuentas, en el papeleo. No solo éramos

hermanos, sino también amigos. Me miraba con sus hermosos ojos

azules.-Camilo, no puedes quedarte siempre aquí ¿Verdad que no?-No

me gustan los cables, no entiendo de esto.- ¿Por qué no intentas

hacerte pintor? Te resultará muy fácil. Ganan dinero y se hacen

famosos. Son artistas. Tú siempre has querido ser artista.-También me

gusta cantar...-Sí, pero es más difícil. Desde aquí... ¿Quién va a

ayudarte? Pero aquel profesor de dibujo te quería mucho y puede

echarte una mano.-Lo estoy pensando.-Bueno, solo tienes catorce

años. No hay tanta prisa. ¿Qué vas a hacer esta tarde?-Nada. Acaso

busco a María Ángeles...María Ángeles...Y Remigio Barrachina que

me esperaba también para cantarme otra canción nueva de...Y al otro

lado del mar, un tipo que se hacía llamar Bob Dylan en honor del

poeta Dylan Thomas, pero que se llamaba solo Robert Zimmermann

(Roberto Camarero, aproximadamente), un tipo que luego daría algo

que hablar estaba cantando ya unos versos que yo no podía escuchar:

"Escuchad, gentes, escuchad dondequiera que os encontréis...El agua

os llega al cuello...Pero advertid que los tiempos están cambiando". Y

el querido barrio de Santa Rosa repentinamente vacío, muerto. Los

militares retirados, que podían hacer una guerra si querían

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continuaban sus interminables paseos; las niñas estrenaban vestidos.

Los jóvenes iban a trabajar. El esplendor de mi mundo había

desaparecido de repente, me estaba llegando el agua al cuello y tenía

fuerzas para beberla. No era una conciencia precisa de inseguridad, de

insatisfacción: solo la visión confusa del horizonte. No recuerdo qué

escritor latino decía que no había ningún fruto que no fuera ácido

antes de madurar; y no tenía conciencia de que mi obligación

biológica era precisamente la madurez, ¿cómo podía entonces llegar a

ella? Pero quizás no tenía razones para la prisa. Había apenas salido

del colegio y, ciertamente, no tenía intención de quedarme brazo sobre

brazo. El camino se hace al andar, había leído a Machado en un texto

escolar. Bastaba, pues, ponerse en marcha, aunque la música de mi

barrio hubiera enmudecido.

Capitulo 12.

Las dos novias

-No es bueno que trabajes tanto, Camilo-Si no es tanto, madre. Me

gusta.-Pero estás muchas horas. Estoy ganando dinero. Y me gusta.

Tengo que prepararme. La señora Joaquina miraba por encima del

hombro, me tocaba suavemente los brazos, movía la cabeza. Sobre la

mesa camilla de mi habitación tenía extendidas algunas láminas de

papel blanco que iba llenando de pintura. En una esquina, el caballete

estaba preparado con un pequeño lienzo todavía intocado. Al fondo, la

radio continuaba tendiéndome su poderosa tentación. No era ya la

misma casa. Casada ya mi hermana Chelo, se había quedado a vivir en

la casita del barrio de santa Rosa y nosotros nos habíamos mudado a

un piso cercano al taller de mi padre. Disponía en él de una habitación

para mí solo y allí trabajaba. Como si repentinamente me hubiera dado

una enfermedad, estaba obsesionado por pintar y por aprender. Paco

Esplugues había terminado por convencerme y me matriculé en una

llamada Academia de Bellas Artes, situada en el Instituto de Alcoy.

Todas las tardes después de comer acudía a las clases, entre un grupo

numeroso de aspirantes a artistas. Aquella escuela local era conocida y

respetada en toda la provincia, ya que había dado muchos

profesionales de la pintura en todas sus ramas, artísticas y artesanas.

Pintores, tasadores, restauradores, ilustradores, dibujantes...

Y también ceramistas, escultores falleros, diseñadores, grabadores,

muchos profesionales habían estudiado y seguían haciéndolo en

aquella escuela. La presión de mis padres para que continuara

estudiando no había sido muy fuerte; confiaban en mis propias

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decisiones, aunque tardara unos meses en tomarlas. Ahora, apenas

iniciados los estudios artísticos, mi madre se preocupaba porque los

estaba tomando con demasiada seriedad. Con gran rapidez estaba

aprendiendo las distintas técnicas y corría a mi habitación a aplicarlas

de inmediato. Normalmente pasaba las mañanas en el taller de mi

padre, por lo menos hasta que me apetecía marcharme y siempre que

no tuviera trabajo como pintor. Después de comer acudía dos o tres

horas a clase y dedicaba el resto de la tarde a mis cuadros. Los

sábados, domingos y jueves era posible encontrar en las calles de

Alcoy, a partir de las siete o a las ocho de la tarde, a algunos amigos.

La de San Lorenzo era un poco la del paseo oficial; mi ciudad fue

siempre tan bullanguera como laboriosa, pero en esas tardes, sobre

todo con buen tiempo, era una delicia recorrer la calle San Lorenzo

entre una multitud de conocidos.-Adiós..., adiós...¿Cómo estás?

Adiós..., adiós...Uno miraba el aspecto de los otros, la belleza de las

muchachas, la unión de las familias, el vestido del vecino. Arriba y

abajo, una y otra vez, tropezando con las mismas personas. Y siempre

lo mismo.-Adiós..., adiós...Hola, ¿qué hay? Adiós...No era aburrido ni

monótono. Tenía un sentido del reconocimiento dentro de la tribu,

como los animales que se huelen para conocerse. Era una manera de

comprobar que seguíamos vivos, que crecíamos y nos íbamos

haciendo viejos. En ocasiones aparecía frente a mí la silueta de María

Ángeles, "más blanca que la leche y más hermosa que el prado por

abril de flores lleno", según la había descrito yo con unos versos de

Garcilazo. Nos mirábamos con un gramo de timidez, nos saludábamos

como todos los paseantes, nuestro amor se había difuminado. A mi

lado, Remigio Barrachina me estaba hablando de canciones y de

maravillosos proyectos imposibles. El tiempo era muy largo. Me daba

tiempo a visitar el taller, a pasear, a oír la radio-ahora incluso las

novelas-, a asistir a las clases y a trabajar. Otra amiga mía estaba

empeñada en convertirme en pintor, y tan entusiasmada con mis dones

que apenas iniciadas las clases habló con un tal Cerdá, marchante

general de todos los artistas de Alcoy. Era un hombre bonachón,

grueso pero muy ágil; miraba a la gente con la cabeza un poco

inclinada y sonreía siempre. Su negocio era bastante inverosímil,

aunque provechoso. Relacionado con comerciantes de arte de toda

España, e incluso de algunos países extranjeros, exportaba de Alcoy

una cantidad enorme de productos artísticos y artesanales de todo

género, especialmente pinturas.- ¿Así que estás dispuesto a trabajar,

muchacho?-Sí, señor.- ¿Y trabajar en serio? ¿No te gustarán a tu edad

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más los bailes que los lienzos?-Me Gusta todo. Pero me he prometido

a mí mismo tomarme esto seriamente. Yo no me había prometido

nada, desde luego. Cuando mi amiga me habló de la posibilidad de

ganar un poco de dinero al mismo tiempo que estudiaba, había

respondido afirmativamente, porque lo necesitaba para mis gastos.

Barrachina estaba empeñado no sólo en que nos compráramos

inmediatamente un tocadiscos y discos, sino incluso instrumentos

musicales. Y eso resultaba muy caro. Por lo demás, no me gustaba

pedir dinero para mis pequeños gastos personales e incluso para mi

ropa. Muy rápidamente mi producción artística comenzó a ser

impresionante, no en calidad, desde luego, pero sí en cantidad.

Utilizaba todas las técnicas: óleos, acuarelas, carboncillos, lápices,

plumilla, incluso a bolígrafo pintaba. Y tan variados como las técnicas

eran los tamaños y los temas. Había cuadros grandes, medianos,

pequeños, miniaturas; sobre tela, papel o madera. Y no renunciaba a

ningún argumento: paisajes, retratos, floreros, bodegones, arlequines,

ciervos, payasos...Por supuesto, nunca se me ocurrió intentar la

pintura abstracta; ni estaba capacitado para entenderla ni en Alcoy

intentaba nadie enseñarla. Primero copiaba estampas clásicas, luego

las iba modificando a mi gusto, después retrataba la realidad-casas de

Alcoy, el campo de los alrededores, árboles próximos-, finalmente

imaginaba mis propios cuadros. Cada diez o quince días acudía a la

tienda de Cerdá cargado con el fruto de mis esfuerzos.- ¿Qué tal? ¿Le

sirve? Cerdá inclinaba la cabeza, miraba rápidamente los cuadros, los

apilaba a un lado.-No está mal, no está mal .Calculaba los precios por

el tamaño y por la técnica empleada: había obras de 75 pesetas, de

200, de 500, incluso de 1.000 pesetas; creo que nunca cobré una

cantidad superior a ésta. Pagaba siempre a tocateja. Tenía una

valoración personal y nadie discutía su decisión; tampoco él discutía

la calidad de las "obras de arte". Debía de tener un negocio muy

amplio y bien organizado. Le servía todo, lo vendía todo. No era

incluso raro que al cabo de varios meses encontraba yo un cuadro mío

lujosamente enmarcado expuesto en una tienda de muebles, tanto en

Alcoy como en otros pueblos importantes de las cercanías y hasta en

Alicante. Antes de profesionalizarme de ese modo, hube de seguir

cursillos rápidos de especialización hasta llegar a captar "el estilo

Cerdá". Realmente, su taller era una factoría de pinturas. Trabajaban

en ella varias personas y otras muchas lo hacían en sus casas según

sus dictados. Al principio yo me reunía con tres hermanas que vivían

de eso. Todavía hoy siento adoración por ellas. Dorita, Victoria,

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Angelines...Angelines sobre todo fue la que me enseñó aquel tipo de

pintura; y lo hacía graciosamente, porque aquel muchachito pálido,

delgado y alto le caía bien. En su casa, después de pasarme por la

academia de Bellas Artes, comenzaba a iniciarme en sus secretos. Los

estudios en la academia eran poco rigurosos y nadie se preocupaba de

si asistía o no a las clases, de si progresabas o te enterabas de algo.

Pero Angelines, mientras trabajaba ella misma, luchaba para que se

soltara mi mano y consiguiera imitar su estilo. Su hermana Victoria

todavía se echa a llorar cuando voy a visitarla ("ay Camilo, que tonta

soy", dice), porque finalmente abandoné la pintura. "Con lo bien que

pintabas, camilo, con lo bien que pintabas". Durante más de cuatro

años, prácticamente hasta que me fui de Alcoy, gocé de su amistad y

de sus enseñanzas. A cambio, alguna tarde me lanzaba a cantar

delante de ellas; por edad supongo, les gustaban las cosas antiguas y la

zarzuela. De modo que yo volvía a mis orígenes: Joselito, Valderrama,

Machín, y, sobre todo, los maravillosos boleros e incluso canciones de

Raquel Meller; algunos de los boleros las hacían llorar de emoción,

porque yo los cantaba -debo reconocerlo- con mucho sentimiento. Lo

que más me pedían, no obstante, eran romanzas de zarzuela, y

justamente aquellas en que era preciso subir más: En la huerta del

Segura, donde vive una huertana...Me ha dado pena que esos

fragmentos maravillosos de zarzuela sean acogidos por la gente joven

con tanta indiferencia. Algunos intentos de colegas míos por

revitalizarlos han fracasado estruendosamente, pero es que también

para cantar zarzuela hay que tener condiciones y no se justifica que

cuando la melodía sube una octava, el intérprete la baja porque no

puede llegar a las notas altas; el estilo es muy importante, pero

también la voz. La historia de la música está llena de melodías

maravillosas que van cayendo en el olvido por indiferencia de los

cantantes, por presiones de las compañías discográficas, por

comodidad del oyente. Yo una vez decidí aprenderme algunos lieder

de Schubert y aún los canto a voz en grito cuando nadie me oye, al

lado de mi piscina o dentro de la ducha: Und er läzst es gehen alles

wie es will, dreht, und seiner Leiere steht ihm nimmer still... La

historia del viejo músico ambulante que "a todo es indiferente, da

vueltas a la manivela y su instrumento suena sin cesar...". cuando

escuché a Barbra Streisand, que se atrevió a grabar algunos, me moría

de envidia. Pero no me he dado por vencido. A mis tres maestras

vocacionales les encantaba ese género de música, que era mi moneda

de pago por tantos favores. Y Cerdá pagaba mis cuadros con pesetas

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contantes y sonantes, de manera que mi madre recibía cada mes más

dinero de su hijo Camilo que de su marido Eliseo. Por lo que

recuerdo, mi madre asignaba a la casa una cantidad mensual, que

siempre resultaba corta. Yo no tenía inconveniente en entregar a la

señora Joaquina todo lo que me producían los cuadros, que era

bastante. Dependía, claro, de mis ganas de trabajar; he dicho que me

lo tomaba muy en serio. Tal vez intentaba resarcir a mi familia de los

gastos que suponían los estudios de José: consideraba que me habían

hecho conmigo demasiados sacrificios. Regresaba, pues, de la fábrica

de Cerdá y entregaba el dinero tal y como lo había recibido.- ¿Por qué

no te lo quedas para ti?- preguntaba mi madre.-No me hace falta.-Pero

querrás comprarte algo.-Los lienzos y la pintura. No se limitaba desde

luego a darme dinero para esos gastos. Yo continuaba con una

modesta asignación que dependía de mi voluntad y tenía decidido con

Remigio que solo compraríamos instrumentos musicales cuando

consiguiéramos ganar algo con la música. Más aún: de mi dinero

personal empezaba a ahorrar para comprarme a plazos un tocadiscos y

las grandes novedades del momento. Ya no podíamos depender solo

de la radio...Barrachina empezaba también a trabajar en oficios

diversos y juntábamos nuestros duros mientras poníamos los

cimientos de nuestro gran proyecto...No quedaba tiempo para el

descanso. Viendo yo la alegría de mis padres por mi responsabilidad

laboral, no dejaba un minuto los pinceles. Angelines me enseñó la

técnica industrial, la pintura en cadena, y aquello era una mina de oro.

Colocaba la pintura en las paredes de mi habitación media docena de

telas sujetas con chinchetas, imaginaba un tema pictórico, inspirado a

veces en los grandes maestros (Veronés, Sorolla, Braque, Vermeer,

Van Gogh, Murillo, Manet...), organizaba los colores y comenzaba a

pintar en serie. Si en lo alto del cuadro había una nube, mojando el

pincel en la misma mezcla conseguía seis nubes casi en el mismo

tiempo que me hubiera llevado una sola. Y así sucesivamente. Cuando

mi frustración de artista era inaguantable, cambiaba de lugar el árbol,

o el perro, o la nube, de manera que los seis cuadros nunca eran

exactamente iguales. A Cerdá no le inquietaba lo más mínimo este

sistema. Él vendía pintura por metros cuadrados y le bastaba con no

enviar dos cuadros iguales a la misma tienda. Lo que buscaba eran

cuadros bonitos y cuantos más mejor. Como descanso de aquella

rutina, si ya había cubierto mi cupo económico del mes, pintaba

retratos de los miembros de mi familia, o de mis amigos, o de mis

profesoras; o paisajes muy elaborados que luego regalaba o alguien

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conseguía vender por mi cuenta. Lo importante es que me sentía libre,

trabajaba en aquello que me gustaba y, además, me pagaban por ello.

¿Qué otra cosa podía pedir un muchacho de dieciséis años? Sin

embargo, aún pedía más. Confuso sobre cuál de las dos amadísimas

novias casarme -la pintura o la música-, en realidad me apetecía ser

bígamo. Ya tenía dominada a la primera; había que empezar

seriamente por la segunda.

Capitulo 13.

Bodas y banquetes

"El tiempo solo se calcula por la felicidad o por el dolor", escribió

Dumas. A mí me había asignado la primera de las medidas. Tal vez

había soplado a mí alrededor la tragedia, sin duda a mi lado había

mucha gente que no era feliz, pero esa misma dicha personal me

embotaba los sentidos, me adormecía un poco respecto a lo que

sucedía a mí alrededor. Es una lucha que he tenido siempre conmigo

mismo. Ya he contado de qué medios me valgo para aplacar los

excesos de euforia cuando regreso a la soledad de mi casa. He tardado

quizá demasiado, afanado por tantas cosas, en darme cuenta de esa

respiración pestilente de la maldad, de la desdicha, del miedo. Eso

también que intente revisar el tiempo pasado. Entonces se trataba tan

solo de una cuestión de supervivencia. Remigio y yo decidimos iniciar

el camino. En los periódicos, ocasionalmente, y con frecuencia en la

radio, empezaban a comunicarse pequeñas historias, extrañas

anécdotas de muchachos tan jóvenes como nosotros que habían

logrado ser famosos en muy poco tiempo gracias a la canción.- ¿Y

cómo empezaste tú? -les preguntaban. A uno le había regalado su

padre una guitarra, el otro cantaba en el colegio, éste era aficionado a

escuchar la banda de su pueblo, aquel otro ganó un concurso de baile

y alguien lo llamó...

-Camilo, podíamos formar un dúo tú y yo.-

Ya se me había ocurrido, pero no me atrevía a decírtelo.

- ¿Crees que de verdad podremos?

-Cantamos bien, ¿no? Tampoco tenemos mala pinta.

En aquel instante ya no soñaba yo con ser Joselito, sino la mitad del

"Dúo Dinámico". La otra mitad le correspondía naturalmente a mi

íntimo desde el primer año de los salesianos, a mi inseparable

Remigio Barrachina, el que tenía picores de oreja durante el examen

para el coro...y estaba empeñado en convertirse en músico. Tal vez su

voz no era excepcional, pero tenía un oído espléndido y una gran

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habilidad para entenderse con cualquier instrumento que le cayera en

las manos. Como también estaba trabajando, consiguió comprarse una

guitarra eléctrica de mala calidad, pero que nos parecía de oro de

veinticuatro quilates. Le aplicó una pastillita de desecho, la conectaba

al fondo de la radio y aquello empezaba a sonar como los propios

ángeles. Yo ayudaba dándole los ritmos con las manos sobre una

mesa. Solo faltaba la voz. Los dos cantábamos infatigables. Y lo

cantábamos todo, como siempre había hecho yo, aunque pronto

comenzamos a elegir. Nuestros primeros ídolos eran los hombres del

swing, los primeros roqueros nacionales. Entre ellos, el "Dúo

Dinámico", al que estábamos dispuestos a desbancar en unos meses; a

su lado un muchacho valenciano que empezaba a ser famoso por la

región; se llamaba Emilio Baldoví, pero las chicas le conocían como

Bruno Lamas. No obstante, aquel tipo de música no abundaba en la

radio; había que andar persiguiéndola día tras día, hora tras hora, hasta

conseguir aprenderla. Y, entretanto, no desperdiciábamos el tiempo e

íbamos montando a dos voces aquello de Zapore di mare, zapore di

sale y Non ho I´etá y Cae la nieve y esta tarde no vendrás...

Así pasaba la vida. No sé en qué momento exacto Remigio y yo nos

encerramos en una habitación de su casa y empezamos a cantar a dúo

acompañados por una guitarra mágica. Entre los quince y los dieciséis

años, saltaba de los cuadros en serie a las canciones secretas, del taller

de mi padre atiborrado del humo maloliente de los "Ideales" que me

hacían toser a las tiendas de discos para averiguar si por fin aparecían

las grandes novedades que mencionaba Raúl Matas. Algunos

compañeros nos escucharon e intentaron que apareciéramos en

público, pero nos faltaba la decisión final. Y no por temor al público.

En los salesianos habíamos hecho juntos teatro, con presencia de

gentes de fuera del colegio; habíamos cantado incluso solos delante de

desconocidos. Necesitamos el empujón final.-Hay que buscar más

músicos, Barrachina. Con un verdadero grupo podremos hacernos

famosos.

¿A quién podríamos llamar?

Había colas de pretendientes en Alcoy.

Remigio ocupó el puesto de guitarra baja, yo me quedaba como

cantante, José Luís a la guitarra solista y dos Jesuses, una en la batería

y otro de guitarra de acompañamiento. Cinco en total. El batería Jesús

tenía dos baquetas, pero carecía de caja, así que las golpeaba sobre la

silla de madera. Así ensayábamos. Horas y horas, casi todas las tardes,

los domingos durante ocho horas seguidas. Y como nos hacía falta el

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dinero y la fama, muy pronto aceptamos la primera oferta que se nos

hizo. Era una boda, una hermosa boda de las de otro tiempo, con

mucha gente, mucha comida, mucha bebida, baile...

Situados en un estradillo, vestidos de luto riguroso -porque llamaba

más la atención, resultaba más revulsivo-, empezamos con nuestros

mejores números. Pero aquella gente no apreciaba mucho a Bruno

Lamas, a los Dinámicos, a Adriano Celentano; ni siquiera habían oído

hablar de ellos. Querían pasodobles, la raspa, la conga, canciones

lentas. Puesto que nos habían contratado -aunque por cuatro perras-

había que darles el gusto.

Ya he repetido que nuestro repertorio -por lo menos el de Remigio y

el mío- era inagotable. Durante horas cantando de todo, quizás hasta el

Veni creator Spiritus, que siempre me había salido muy bien. Y

cuando la mayoría estaba para el arrastre a causa del baile y de la

bebida, atacábamos una serie completa de "twist", con lo que los más

jóvenes del festejo se ponían a aplaudir como locos, a gritar y,

naturalmente, a bailar. Eso era el éxito y no otra cosa. Teníamos tan

solo dieciséis años, pero tanta gloria en aquel atiborrado salón como

Alejandro Magno en Macedonia. El contrato existente no especificaba

horario, ni camerinos, ni número de piezas, ni potencia de vatios, ni

comisión de manager, ni apoyos de Prensa, ni servicios de seguridad.

Era una fiesta también para nosotros. Cuando volvíamos a casa, de

madrugada ya, con nuestros instrumentos bajo el brazo, a Barrachina

se le ocurrió una idea esencial.

-Camilo, para que nos conozcan tenemos que tener un nombre.

-Podíamos llamarnos "Dúo BB y sus músicos"- dijo uno de los

Jesuses, que tenía muy claro que nosotros éramos los jefes de la

compañía.

-Eso suena a Conchita Piquer -dije yo-. Un nombre inglés, por lo

menos.

-"Los Daison" -dijo Barrachina.

-Y eso qué significa -preguntó José Luís.-

Yo qué sé, pero no suena mal ¿verdad? Los Daison...,

Daison.-Pero con y griega, ¿no? -pregunté yo.-

¿Parece más inglés con la y griega?-Desde luego.

Entre inglés y americano, supongo -dije muy rotundo.-

¡Muchachos, os presento a "Los Dayson"!

-¡Los mejores de Alcoy!-¡Y de todo Alicante! ¡Los mejores!

Entre cante y cante le habíamos dado también al cubalibre y a la sidra.

Nos habían aplaudido a rabiar y el padrino además del pago

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convenido, había tenido la gentileza de soltarnos una buena propina...

¿Qué más podíamos desear?

Con aquel dinero podíamos pagar el primer plazo de una verdadera

guitarra. Éramos auténticos profesionales. Al día siguiente, después de

pasar por el taller eléctrico, tendría sin duda que completar la ración

de pintura al por mayor...

El camino se presentaba largo. Y uno de aquellos días, cuando al fin

admirábamos una caja nueva para Jesús, cuando nos preparábamos

para un banquete en honor de un jubilado, cuando intentábamos

sintonizar una emisora francesa o italiana, cuando le daba la pincelada

definitiva al arroyuelo entre los sauces, un día de aquellos,

exactamente el 5 de octubre de 1962 -yo acababa de cumplir los

dieciséis años- se ponía a la venta en Londres un disco titulado Love

me do. Sus autores llevaban ya seis años ganándose la vida con la

música e incluso habían actuado en Hamburgo, Alemania. Se

llamaban Los Beatles. Alguien pudo pensar que era un disco más, uno

de tantos de aquella gente que vestía de forma agresiva y cantaba con

una especie de desenfreno inmoral, melenudos, irrespetuosos, pero el

vocalista de "Los Dayson", o quizás todavía del "Dúo BB (Blanes-

Barrachina), se pegaba locamente a la radio cada vez que sonaba

aquella magnífica canción, tan raramente. A Barrachina también le

gustó mucho y luego Please, please me y Twist and shout ya nos

pareció una locura. Inmediatamente nos pusimos manos a la obra para

incorporarlas a nuestro repertorio. Con las ganancias de las

actuaciones en bodas y banquetes nos habíamos comprado ya un

tocadiscos y encima de él empezaron a desgastarse de tanto girar los

discos de Los Beatles. Como no teníamos ni la más remota idea de

inglés, nos aprendimos fonéticamente la canción. Y como yo estoy

bien dotado para las lenguas, con un oído excelente, conseguía

reproducir milimétricamente cada palabra, cada sesgo de la voz, cada

nota. Joselito acababa de morir definitivamente en mi corazón. Poco a

poco empezaba a relegar la pintura "para cuando tenía tiempo"; cubría

con estrechez mis cupos económicos, sobre todo para que en mi casa

no sospecharan.

Entregaba un dinero a mi madre y los beneficios de la música, que

eran miserables, se empleaban comúnmente en la compra de mejores

instrumentos, de discos y de los primeros póster de "Los Beatles”,

traídos incluso de Londres. En unos meses nos convertimos en la

vanguardia musical alcoyana.

Yo leía todo lo que caía en mis manos, con tanta pasión como

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escuchaba la radio. Según decía un periódico, que criticaba con furia a

"las nuevas generaciones", había en España a comienzo de los sesenta

unos veinte mil conjuntos musicales, el noventa por ciento de los

cuales eran conocidos por sus vecinos (era nuestro caso), así, pues,

más de cien mil chavales jóvenes empezábamos a abrirnos camino en

la música.

¿Cuántos llegaríamos a la meta?

La gente mayor no solo no nos entendía, sino que tampoco les

gustábamos.

En un recorte de la revista Triunfo, de diciembre de 1962, leía esta

tontada: "Se levantan, chillan, marcan unos compases, se vuelven a

sentar; silban cuando un número les gusta; la tradicional costumbre de

la ovación española para premiar una actuación que ha sido de nuestro

agrado, es sustituida en esta ocasión por el silbido ululante, por el

pateo rítmico, en la mejor tradición del "show" americano.

"Se referían las noticias y las fotos escandalosas a lo que estaba

ocurriendo en el "Circo Price", de Madrid, que debía de ser lo mismo

que nuestra Glorieta pero a lo grande. "The Diamond Boys", Jean

Pierre y "Les Rebelles", "Los Teen Boys" "y sus voces que electrizan,

Ontiveros, "Los Sonor", Mike Ríos, "Los Satanes", Lorenzo Valverde

acompañado de "Los Pekenikes", "Los Dragones Rojas", "Los Gatos

Negros", "Los Tonys" "Dick y Los Relámpagos", "Los Cinco

Estudiantes"...

Aprendíamos de memoria todos aquellos nombres y, con el paso de

los años, iría descubriendo detrás de ellos a muchos amigos, a muchos

compañeros, músicos que todavía hoy me acompañan, veinte años

más tarde, cantantes, productores técnicos que no solo conforman los

orígenes de la música española actual, sino que aun hoy siguen siendo,

en distintos puestos, su verdadera alma. Los grises aporreaban a los

seguidores que continuaban bailando en la Plaza del Rey después de

los conciertos, mientras los elefantes y las jirafas del circo se agitaban

en sus jaulas."Sobre el asfalto, en la acera, en plena calle, bajo la

lluvia, estos jóvenes bailan al ritmo de nuestro tiempo: el "twist". Esta

histeria colectiva no se ha producido en Londres ni en Estocolmo.

Acontece en Madrid a las dos de la tarde del pasado domingo.

No ha sido una escena única, insólita, la que ha captado el fotógrafo.

Se repite cada día festivo tras la sesiones de ritmos modernos que, con

gran éxito de público, se celebran en nuestra capital. Miles de jóvenes,

tras haber soportado dos horas, o más de guitarra eléctrica, batería y

canciones en inglés, inician a ritmo de "twist" su vuelta a casa.

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¿Quiénes son estos muchachos?

No creemos que sean universitarios, no creemos que sean jóvenes

obreros.

¿Dónde, pues, ubicar a estos muchachos?

¿De dónde salen, a qué se dedican?

Así comentaba el diario Pueblo una enorme fotografía presentada en

su primera página. Miguel Ángel Nieto, alias El Calvo, organizador de

aquellos festivales y actualmente uno de los informadores políticos

más respetados en la radiodifusión del país (en la cadena Antena 3),

me contaría más tarde que todo había sido manipulado; el fotógrafo

había pedido a cuatro chavales que bailaran en la calle, porque no

había podido hacer las fotos en el interior del Price por falta de luz. Y

aquel truco había servido para hablar de histeria, de soportar la

guitarra eléctrica y para preguntarse si aquellos jóvenes eran quizás

marcianos, o comunistas, o ratas de las cloacas, o delincuentes

comunes. De paso, el periódico azuzaba a los poderes públicos y a los

guardias para que cortaran de raíz aquel insólito relajo, aquel pecado

de modernidad en una España que deseaba vivir tan aislada del mundo

como cuando yo había nacido. Pedían el regletazo de los salesianos, la

desaparición pura y simple de la juventud como grupo social.

Clamaban por lo viejo, por lo aburrido, por lo rutinario. En el mejor de

los casos, por lo cursi...y censurado:

Cerca de aquí me la encontré, / mi caballo al trote la alcancé. / ¿Quién

eres tú? Yo no sé. / Pero por si acaso te querré.

Aunque la versión original tenía un verso muy diferente, aunque no

menos hortera: Cerca del bigote, bésame. Lo cantaban Luís Mariano y

Gloria Lasso y aquellos ideólogos de entonces debían de saber muy

bien de dónde venían sus ídolos.

Sobre nosotros, las mejores conjeturas nos asignaban orígenes

infernales.

Capitulo 14.

Los Dayson en la cumbre

No nos causaba desánimo e inquietud el hecho de que Los Dayson

fueran un grupo más de los veinte mil que intentaban circular por

España, ni siquiera el que no tuviéramos la apetecida oportunidad de

presentarnos en el Circo Price. Sobre todo porque empezábamos ya a

dominar el panorama, es decir, a hacernos un hueco en nuestro

territorio. La lucha con Los Cinco Joes era la muerte. Si exteriormente

se manifestaba en el número de niñas que cada grupo arrastraba a la

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Glorieta o a las bodas y banquetes, en el mecanismo íntimo y secreto

de cada uno la batalla tenía otras reglas. Lo importante era saber

interpretar las canciones más nuevas, más llamativas, a ser posible en

inglés; saber vestirse con mayor personalidad; poseer los instrumentos

mejores (guitarras y baterías); recibir más saludos en los paseos de la

calle de San Lorenzo. Nuestro equipo técnico se iba incrementando a

medida que ganábamos dinero. No nos quejábamos en ese sentido. Si

los grandes divos del Price cobraban tres mil quinientas pesetas por

sus actuaciones, el que a nosotros nos pagaran la mitad era todo un

éxito. Y como seguíamos trabajando al margen de la música, no

necesitábamos aquel dinero para vivir: lo dedicábamos todo al equipo,

a pagar a Masanet -que también nos servía portes a plazos- y a buscar

la ropa adecuada. Remigio y Camilo seguíamos siendo el corazón de

Los Dayson. Los demás miembros eran un poco aleatorios. A veces

buscábamos refuerzos, intercambiábamos a alguno de los

componentes, aunque los dos Jesuses y José Luís eran siempre los

socios fijos. Solo aparecía algún otro cuando ellos fallaban. Y, por si

acaso, nos fuimos al fotógrafo más elegante y caro de Alcoy para

hacernos un retrato de grupo, con varios cientos de copias para regalar

a nuestras primeras fans. Por fin me había casado yo con mi segunda

novia y era una boda ruidosa, brillante y espléndida. En seguida me di

cuenta de lo difícil que es mantener una bigamia digna y efectiva. La

música me robaba mucho tiempo de mis trabajos pictóricos; los tenía

limitados a lo justo para que Cerdá no se enfadara y para que mi

madre recibiese mensualmente una cantidad al menos similar al que le

entregaba mi padre. Era casi una cuestión de orgullo. A pesar del

aspecto enfermizo que tengo, por la palidez de mi piel, gastaba más

energía que nunca. En realidad, me sobraba, como ahora mismo. En

los escenarios era siempre el de delante y brincaba, bailaba, me

contorsionaba como un atleta, sin dejar de cantar a todo gas. Debo

reconocer ahora, cuando tanto he aprendido, que no lo hacíamos nada

mal. Yo cantaba con mucho entusiasmo, sobre todo las canciones de

Los Beatles, y las dos voces de acompañamiento, también magníficas,

lograban un conjunto casi perfecto; si con los instrumentos estábamos

todavía un poco verdes, la parte vocal de las canciones que

interpretábamos -siempre ajenas- resultaba excelente. No lo estábamos

logrando sin esfuerzo. De momento, habíamos alquilado una nave en

mal estado y muy próxima al taller de mi padre. El acondicionamiento

consistió en una limpieza a fondo -siempre he sido muy meticuloso

con la limpieza de mi entorno- y en un tapizado general de todas las

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paredes; pero no con corcho o algún elemento que favoreciese la

acústica, sino con carteles de Los Beatles. Solíamos leer juntos las

revistas Discóbolo y Mundo Joven. Por alguna de ellas conocí la

noticia del suicidio de Marilyn Monroe, en el verano del 62 fue un

choque terrible, más por el suicidio en sí que por la desaparición de la

propia estrella. Aquella palabra pecaminosa y nefasta, mencionada

como con miedo en las informaciones, me provocaba intranquilidad y

espanto. Alguna tarde Los Dayson y sus seguidores más cercanos

habíamos silbado de admiración en los cines de Alcoy ante sus

contoneos y sus canciones; soñar con pasar un rato a su lado era una

inimaginable estupidez; y mucho más a los dieciséis años, pero la

privación de ella no resultaba tolerable. ¿Por qué una mujer tan

esplendorosa elegía la muerte? Era eso lo que no podíamos

comprender. En la adolescencia, la muerte es siempre un visitante

extraño y brumoso; no se le presta importancia; no se le reconoce, no

existe. Buscarlo como ella hizo sobrepasaba mi capacidad de

raciocinio. Como, por otra parte, seguíamos teniéndola tan cerca de

nosotros, en la pantalla, no podíamos hacernos la idea de su

desaparición: no era más que un cuento de los periódicos. Muchas

gentes de mi edad han hablado luego del terrible trauma de aquel

suicidio del 62, de un hundimiento del mundo a su alrededor. Ni para

mí ni para mis amigos significó tanto. Solo incomprensión y sorpresa.

Unos diez años mas tarde, cuando yo estuve a punto de seguir su

camino a causa de una depresión semejante, aunque sin duda menos

motivada, entendí lo que encerraba aquella patética palabra:

suicidio...pero se trata de una historia que contaré a su tiempo, si no

me arrepiento antes. Hablaba de lo que significó aquella muerte para

los muchachos de mi generación, por lo menos según relataron más

tarde. Marilyn no era el ídolo soñado de Los Dayson; al lado de Los

Beatles, significaba poco más que una mujer atractiva y apetitosa a la

que jamás podríamos acercarnos. Por lo demás, desde que empezaron

a gustarme las mujeres de la pantalla cinematográfica, nunca tanto

como las de la realidad, dicho sea de paso, preferí siempre a Brigitte

Bardot. ¿Debo pedir que me perdonen por ello? Lo que sí nos

impresionó vivamente fue la otra muerte escandalosa, la que ocurrió

en el año siguiente. Precisamente de un hombre tan relacionado con

ella. El asesinato de Kennedy fue de verdad un golpe bajo entre

nosotros. Tal vez porque fuese católico, porque fuera joven, por esa

aureola mágica que lo rodeaba, el hecho es que en mi casa lloramos al

saber la noticia. En cierto sentido, Kennedy representaba para los

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muchachos de entonces la victoria en la lucha que estábamos llevando

a cabo. Nadie se planteaba abiertamente si sabía bailar el twist o si le

gustaban las canciones de Los Beatles; se daba supuesto.

Imaginábamos que aquel hombre era uno de nosotros, que nos estaba

ayudando a triunfar desde los más bajos escalones, que no se

escandalizaba con nuestras cabriolas en los escenarios y nuestras

ropas, que nos aplaudía desde lejos, que estaba empeñado en cambiar

el mundo entero para reconstruirlo a nuestra medida...Al perderlo,

perdíamos de verdad una parte de nosotros mismos, a un amigo

poderoso y cercano, a nuestro portavoz, a nuestro defensor principal.

No se trataba de un apoyo a una determinada política, no se trataba de

ideología. Solo sentimientos, o sentimentalismo, o

sentimentalidad...Teníamos prevista aquel fin de semana una

actuación. El día 22 de noviembre era jueves o viernes. Se habían

vendido ya entradas para un festival benéfico en una nave de las

afueras de Alcoy.-No deberíamos actuar- dije yo-. Deberíamos hacer

luto.-Pero se enfadarán las chicas.-A ellas también les gustaba

Kennedy. Yo creo que no va a importarles. Yo había oído la noticia el

día anterior por la radio, en mi casa, y de pronto me había quedado sin

fuerzas. No podía cantar en nuestra leonera, en donde preparábamos

algunas canciones nuevas. Cuando se lo planteamos a los

organizadores, les pareció bien nuestra decisión. No solo admitieron

nuestra ausencia, sino que incluso suspendieron todo el festival. La

desaparición de nuestro desconocido amigo era más dura que la de

Marilyn. Y si Los Dayson habían decidido guardar luto, hasta Los

Cinco Joes lo aceptaban. Porque ya entonces, en 1963, éramos los

ídolos de Alcoy. Seguíamos sin cobrar un duro, comprando los

instrumentos a plazos, pero todo el mundo nos adoraba. Creo que

hasta los guardias, a pesar de los escándalos públicos que solían

organizarse a nuestro alrededor. Estábamos llegando a la cumbre. Y,

como siempre suela ocurrir en España, aquella llegada hubo que

producirse no en nuestra tierra, donde éramos reconocidos profetas,

sin embargo, sino "en el extranjero". Jamás Los Dayson habían tenido

ni tuvieron luego una gloria tan grande. Fue nuestra primera actuación

pública. No recuerdo quién pensó en nosotros. Llegó un buen día un

delegado "extranjero", de Onteniente, para ofrecernos participar en un

festival que se estaba organizando en un teatro llamado "El

Patronato". Se estaba reuniendo a los mejores grupos de la región. "El

extranjero", en realidad, dista unos treinta kilómetros de Alcoy y es un

pueblo parecido al nuestro. Por lo demás, era también un poco mi

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segunda patria. Allí vivía parte de mi familia, tíos, primos, y mis

padres me habían contado sus viajes en burro para visitarlos, antes de

la guerra. Yo mismo había ido muchas veces, ya en el coche de mi

padre, y conocía a mucha gente. Pasaba largas temporadas en verano,

tenía amigos, conocía a todo el mundo y me conocían a mí. No

obstante, Onteniente no era Alcoy. Que llamaran a Los Dayson era un

verdadero éxito. Especialmente porque íbamos a actuar en un teatro,

un verdadero teatro. Nada de sesiones de baile para niñas, nada de

raspas y congas para los mayores, nada de Sombrero, ay mi

sombrero..., música a petición del respetable público, nada de eso. Se

trataba de un verdadero concierto, y en competencia con otros nuevos

grupos de allí. Incluso se pensaba que acudiría el mismísimo Bruno

Lomas. Ni siquiera me importó madrugar. Todavía era de noche

cuando Masanet apareció con su vehículo, nervioso y eufórico.

Cargamos los adminículos, nos acomodamos en el interior de la

furgoneta y emprendimos viaje. Íbamos Remigio, José Luís, Jesús,

guitarra rítmica, y un nuevo batería que se había prestado a echarnos

una mano; y yo, naturalmente. El nuevo batería era otro amigo del

alma, Juan Iborra. Ahora es profesor de percusión en el Conservatorio

de Madrid y está considerado como el mejor percusionista de Europa.

Entonces ya era muy bueno, aunque debía de contentarse con

instrumentos de segunda categoría. A media mañana subimos al

escenario. Iborra golpeaba una caja y un plato -era toda nuestra

disponibilidad en cuanto a batería- pero de pié, y bailando también el

prodigioso ritmo del twist. Remigio, José Luís y yo llevábamos una

guitarra cada uno: ellos tres hacían a la vez las voces de

acompañamiento y yo la de solista. Llevaba pantalón y pulóver negros

y un cuello postizo negro que me había confeccionado para la ocasión,

sobre una camisa blanca. Abajo, una algarabía impresionante. Creo

que todos los jóvenes de Onteniente habían acudido al Patronato. Y

gente mayor también. Ciertamente, allí estaban todos mis primos con

sus novias, novios, amigos, compañeros; los primos de mis primos,

mis tíos...Cuando Remigio logró poner en marcha los sistemas

electrónicos de su guitarra y sonaron las primeras notas, la

muchedumbre de las butacas empezó a gritar desde sus asientos:-¡Ca-

mi-lo! ¡Ca-mi-lo! ¡Ca-mi-lo! Eran varios centenares de gargantas

aclamándome, la mayor parte de ellas de chicas jóvenes.-Bueno ¿y

nosotros? -preguntó sonriendo Remigio.- ¡Remigio, Camilo, Remigio,

Camilo!-Chico, ¿qué les das? -me dijo adelantándose al borde del

escenario. Iborra punteaba entusiasmado los gritos los gritos en su

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caja, sin dejar de moverse. Se nos habían asignado un par de

canciones, apenas diez minutos de actuación. Cantamos cinco durante

más de veinte minutos. Era preciso aplacar los aplausos, los silbidos,

los gritos antes de comenzar cada una de las canciones. Los chavales

empezaron a situarse en los pasillos o sobre las butacas y a bailar entre

ellos, al mismo ritmo que nosotros. El jadeo era formidable. Si yo

hubiera estado ya acostumbrado a aquel acoso de las fans si no

hubiera conocido tantas veces antes aquel entusiasmo cálido y

desmesurado, me habría desmayado allí mismo. Pero las niñas habían

empezado ya a asistir a las misas de los salesianos a escucharme, me

esperaban tímidas en la puerta de la iglesia; chillaban, se

desmelenaban como estaba ocurriendo ahora. Era, pues, como un baño

familiar, como un aire conocido. Y me sentía dentro de él. Con solo

barro nos formó, en su creación perfecta...Ése fue nuestro primer

número, un tema del mexicano Enrique Guzmán que Bruno Lomas

había hecho popular. Como él no apareció, lo utilizamos nosotros.

Después, María Amparo, me gustas tú, con tu suéter y tus blue-jeans;

vámonos juntos a bailar...No había por entonces muchos blues-jeans y

las chicas decentes tampoco se enfundaban jerseys particularmente

llamativos, pero todo el mundo sentía lo que la canción explicaba.

Luego Rezaré por ti, porque en tu corazón..., una obra estupenda de

Celentano. Y el Twist and shout como remate. El representador del

festejo matinal no conseguía hacerse oír:-¡Por favor, por favor,

muchachos! Habéis acabado de escuchar a Camilo y su voz

microfónica acompañado por Los Dayson. Volveremos a invitarle, lo

prometo, lo prometo...-¡Ca-mi-lo! ¡Ca-mi-lo! Abandonamos el

escenario, porque ya venían otros empujando. Cuando salimos a la

calle, solo nos esperaba media docena de seguidores; los otros

continuaban disfrutando del espectáculo. Una tía mía se me lanzó al

cuello llorando de emoción, como si se hubiere encontrado con el

Papa. Tuve que despedirme de mis compañeros para acompañarla a

casa a comer. Los otros Dayson se las arreglaron en los bares de

Onteniente, con Masanet y los otros músicos que habían intervenido

en el Patronato. Y en casa de mi tía firmé mis primeros autógrafos.

Mis primos me trajeron las octavillas que anunciaban el festival y en

varias de ellas estampé mi nombre. Camilo y su voz microfónica, con

Los Dayson acababan de conquistar la fama, la posteridad, la gloria.

Por lo menos, en Onteniente.

Capitulo 15.

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Doble exámen

La historia de los Dayson, con Camilo y su voz microfónica al frente,

fue bastante larga y no vacía de éxitos, aunque éstos raramente

sobrepasaban la región alcoyana. Duró realmente hasta que mi

decisión de tentar la aventura en Madrid planteó algunos problemas a

varios otros miembros del grupo. Pero entonces llevábamos ya sobre

nuestras espaldas algunos centenares de actuaciones, poseíamos uno

de los repertorios más ricos entre los grupos de la época e incluso

habíamos concluido las primeras composiciones propias, que sólo

ocasionalmente nos atrevíamos a interpretar en público. A lo largo de

más de tres años, no sólo había ido aprendiendo música, a tocar la

guitarra, a perfeccionar la voz y a moverme en los escenarios con todo

lo que ello implica -organización de los conciertos, luces, efectos,

ropas, relación comunicativa con los diferentes públicos-, sino que me

iba forzando humanamente. Pero un roquero que se iba haciendo

hombre a principios de los sesenta no tenía muchas preocupaciones

aparte de su trabajo en la música. Todo era agradable, brillante,

cómodo. Ahora me doy cuenta de que ante la vida de nuestros

prójimos sentíamos un cierto pasotismo avant la lettre; nos inquietaba

tan sólo nuestra propia presencia en el mundo, en nuestro reducido

mundo, el calor de nuestras seguidoras, los aplausos, la música más

vanguardista. La rebeldía frente a lo establecido se limitaba a esas

manifestaciones externas y casi biológicas ; quiero decir que en

nuestra vida había más sentimiento que ideología, aunque

posteriormente -o simultáneamente- aquel sentimiento fuera

trasformándose en ideología, más entre quienes nos contemplaban que

entre los que movíamos el mundo sin saberlo. Pero lo estábamos

moviendo y agitando, como luego se vio. A ser consciente de esta

realidad me ayudó sobre todo Juan Iborra, el batería genial que

algunas veces actuaba por gusto con nosotros, aunque no perteneciera

al grupo. Juan era y sigue siendo una maravillosa mezcla de músico,

de poeta, de extraterrestre y hombre en su expresión máxima. -Tienes

que componer canciones en valenciano, Camilo- me decía. -Si todo el

mundo pronunciara el valenciano como tú, sería la lengua más

hermosa del mundo. Yo creo que ya lo es, pero la gente descuida la

fonética. Me prestaba libros de poetas valencianos y catalanes -

Guimerá, Aribau, Maragall, Espriu, March, Andrés Estellés, Carles

Salvador, tantos otros- y me pedía que leyera en voz alta los poemas.

Aquellas sesiones eran como una continuación de mis solitarias

lecturas de los poetas castellanos y también un descubrimiento de

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otras sonoridades, otras sensibilidades. Iborra era un entusiasta de

todo lo mediterráneo y lo es aún, tal vez más, desde que se casó con

un mujer mexicana y pasa largas temporadas en el país de ella. En lo

mediterráneo no incluía sólo a los poetas y a Sorolla, sino también a la

música árabe y griega. Precisamente mis primeras composiciones en

valenciano, aún inexpertas y por eso no grabadas posteriormente,

tenían una fuerte influencia de la música árabe; incluso algunas

noches pasábamos juntos grandes ratos escuchando la música maluf

de Túnez que nos llegaba por encima de las olas del mar amado.

Algunas huellas de esta afición casi secreta han quedado en muchas

composiciones o interpretaciones mías, no sólo en Melina, Más que

nunca y Miénteme. Aquellos consejos de Juan me acompañan hasta

hoy. Jamás aceptó tocar con ningún cantante o grupo moderno salvo

conmigo. El rumbo de su vida no le ha permitido hacerlo con la

asiduidad que yo hubiese querido. Mi amigo de Muro de Alcoy,

pegado a nuestra sangre durante toda la vida, fue un compañero

inolvidable de aquellos años, como Remigio, el que mejor supo

empujarme y compartir lo que a nuestra edad resultaba inconcreto y

confuso. Mientras tanto, la actividad del grupo no cesaba. No sólo

actuábamos en la "Glorieta" y en el "Centro Preuniversitario"

(conocido en Alcoy como "el Seu"), sino en los pueblos de los

alrededores y en una zona turística próxima a mi ciudad llamada "La

Fuente Roja". En "el Seu" sobre todo las colas empezaban a formarse

varias horas antes de iniciarse los conciertos; toda la juventud de

Alcoy nos seguía ya como ídolos indiscutibles. Los Dayson eran

Camilo y adonde iba Camilo allí iban las niñas. Y adonde iban las

niñas, allí acudían los chavales, claro. Naturalmente, cobrábamos por

nuestras actuaciones, pero siempre tan poco que apenas teníamos para

pagar el alquiler de nuestra nave y para la renovación de instrumentos

y vestuario. Yo seguí siempre aportando a la familia el dinero ganado

como pintor, actividad que no podía abandonar y, además, tampoco

quería. Pero no todo el mundo veía con buenos ojos el creciente éxito

de Los Dayson. Un día se presentó en la "Fuente Roja" un policía. -

¿Tenéis carné de artistas?- preguntó. -¿Y eso qué es?- dijo Barrachina.

-Carné del Sindicato. El que autoriza a cantar o actuar en público

cobrando.-Ni idea- dije yo. -Pues se han recibido denuncias de que

actuáis ilegalmente, en competencia ilícita. Estáis avisados. La

próxima vez tendré que multaros. Por hoy pase, que la gente ya ha

pagado sus entradas Algunos profesionales de las orquestas clásicas

de la región -especialmente los especializados en bodas y banquetes-

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empezaban a temer nuestra competencia, que les quitaba clientela. Era

una estupidez, pero legalmente justa. Así que inmediatamente nos

lanzamos a la burocracia y solicitamos el carné del Sindicato. Muy

pronto nos llamaron para las pruebas de rigor. Debió de ser en 1963.

Y era un domingo por la mañana. En una sala de fiestas de Alicante

llamada "Albany", un grupo de señores, casi todos vestidos de oscuro

a pesar del calor, fumaba con mucha seriedad delante del escenario.

Algunos nos habían advertido ya de que convenía acudir a aquel lugar

con algún género de recomendación, si deseábamos salir con bien del

trance, pero era un detalle que habíamos pasado por alto. Estábamos

seguros de que sabíamos actuar ante el público, de nuestra

profesionalidad, de modo que ni buscamos cartas del gobernador

militar ni compramos jamones. Para obtener el carné se pedían dos

interpretaciones distintas. A mí se me ocurrió cantar primero en

valenciano y luego una canción en español, idioma que también es

mío. Delante de nosotros se presentaron Los Cinco Joes. Iban ya a la

desesperada, porque también habían sido denunciados pero llevaban

acudiendo a "Albany" cuatro o cinco veces sin que consiguieran

aprobar. Uno de ellos, al encontrarnos, me miró con un gesto de

piadosa superioridad: sospechaba que nos quedaba todavía muchos

intentos. Subimos al escenario. Miré al severo jurado desconocido con

mis ojos más infantiles, le dirigí una sonrisa casi cómplice. Era un

riesgo. Podían mandarme a casa antes de escucharme por aquella

osadía en un chaval de diecisiete años. Y nos lanzamos a nuestro

propósito: primero No la canteu més y luego una de nuestra propia

inspiración. Creo que incluso uno de los miembros del jurado (¿o era

tal vez el acomodador, o el vigilante del local, o un camarero?) se

puso a aplaudir cuando hubimos terminado. Nos dieron el carné a

todos los miembros del grupo, carné profesional de Teatro, Circo y

Variedades. Mientras Los Cinco Joes quedaban una vez más colgados

-y creo que eso supuso su posterior desaparición-, Los Dayson podían

ya recorrer el mundo con todas las autorizaciones legales para actuar

como músicos, cantantes, actores, equilibristas, payasos, domadores

de fieras, starlets de varietés o cualquier otra cosa que se nos

ocurriera. Nadie podría decir ya que la voz microfónica de Camilo era

intrusa en los escenarios, ningún policía podría retirarnos de las tablas

por falta de papeles. Podíamos soltar más humos que un tren, si nos

apetecía. Personalmente me parecía una minucia aquella cuestión del

carné profesional: si una persona canta bien, puede hacerlo con o sin

un papel determinado en el bolsillo. No me sentía más importante,

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más orgulloso, mejor cantante con la posesión de aquel carné. No

obstante, aquel paso insignificante y obligado por las circunstancias

era quizás una decisión más rotunda, más firme de lo que parecía: la

música era mi profesión. Para celebrar el éxito, gastamos hasta el

último céntimo y empeñamos los próximos en nuevos instrumentos.

Fuimos a la casa Alberdi de Valencia e incorporamos a nuestro

material dos espléndidas columnas que causaron sensación entre

nuestros seguidores, colocadas una a cada lado del escenario. Algún

tiempo más tarde incorporamos también a nuestra leonera un trofeo

magnífico. Se estrenó en Alcoy la película de Los Beatles Qué noche

la de aquel día y nada más anunciarla, ya de madrugada, apenas

colocado, los cinco aventureros de Los Dayson robamos uno de los

carteles de gran tamaño que anunciaba la cita. Lo situamos en el lugar

más noble de la nave de ensayo y, en una larga sesión, interpretamos

todas las canciones del filme, en homenaje al cuarteto de Liverpool.

Con el transcurso de los meses habíamos ido abandonando la música

anticuada y aficionándonos más a la inglesa y americana. Salvo los

Rolling Stones, que siempre nos parecieron demasiado duros,

violentos y ásperos, con un sonido sucio y muy follonero; salvo ellos

y sus imitadores, lo incorporábamos casi todo. En especial, las

canciones donde imperaba la armonía de las voces, la riqueza de

matices y acordes y la dulzura del sonido, dentro del rock. En Long

tall Sally yo interpretaba el papel de guitarra de acompañamiento, una

vez conseguido cierto dominio del instrumento, y el de cantante. Ya

entonces me daba pena no disponer de tiempo para dedicarlo

exclusivamente al estudio científico de la música o al cultivo selectivo

de un instrumento. Incluso ahora a veces me planteo abandonar el

trabajo regular para encerrarme en alguna parte, con algunos

profesores, para estudiar. Sin embargo, nunca lo consigo. Me he

habituado ya a pensar que mi instrumento es la voz y que es en ese

instrumento en el que debo trabajar continuamente. Pero eso no me

libra de la tristeza de conocer bien a fondo otros instrumentos. En los

años de que hablo continuaba asistiendo a las clases de Bellas Artes,

aunque irregularmente, y continuaba pintando. Era imposible hacer

más cosas. ¿De donde sacar las horas para estudiar solfeo? Por otra

parte, las actuaciones se multiplicaban. Y pronto se nos presentó la

oportunidad de salir de nuestro habitual círculo en la región

valenciana. Fue muy poco después del examen de Alicante y una

especie de segundo examen o reválida de lo que hasta entonces

habíamos aprendido. Nos seleccionaron para intervenir en un

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programa de televisión titulado "Salto a la fama". La furgoneta de

Masanet cargó con los cinco Dayson y sus bártulos y emprendió el

más largo viaje realizado hasta el momento. El hombre conocía un

pequeño hostal, muy modesto, situado en la calle de la Victoria en

Madrid, en un barrio de toreros sin éxito, aventureros de la peseta y

otras gentes de mal vivir. Allí nos alojamos, sin conceder al lugar más

importancia que la de su baratura. Comenzaron las pruebas y las

eliminatorias previas. Durante interminables horas, casi todas en

espera de que apareciese alguien que no estaba o de que se subsanara

una avería repentina, empecé a familiarizarme con el mundo

vertiginoso, confuso, voraz y apasionante de la televisión.

Curiosamente, teníamos ya tantas tablas que nos encontrábamos en

nuestro ambiente, como si no hubiéramos hecho otra cosa en la vida

que mirar a los pilotitos rojos de las cámaras y atender las órdenes de

los regidores. Nos seleccionaron. Entre las canciones propias que

interpretamos en la convocatoria, incluimos una de Los Brincos,

Flamenco. Alguien dijo: -Vais a cantar Flamenco. -¿Flamenco?

Nosotros preferimos cantar en la final una nuestra. -Las vuestras no

son conocidas. Es mejor Flamenco. No hubo manera de convencerlos.

Yo insistí en que nos dejaran interpretar una de nuestras canciones,

pero ellos se negaron. No sé si por presiones de alguien, porque estaba

de moda o porque no deseaban allí demasiadas novedades, Los

Dayson tuvimos que resignarnos a dar aquel salto no deseado. Nos

clasificamos, llegamos a la final, pero no ganamos el concurso.

Habíamos actuado bien, muy seriecitos, vestidos con trajes nada

llamativos. Y sólo me permití una libertad que suscitaría ya entonces

numerosos comentarios. Cuando la canción dice y si mi novia tú

quieres ser, dirigí a la cámara, que me enfocaba en primer plano, un

guiño nada disimulado. Todas las chicas que luego me vieron

pensarían que aquel guiño iba dirigido a ellas, a cada una de ellas, y si

eso les gustó mucho, a otros les pareció exagerado y hasta obsceno.

Regresamos de Prado del Rey a Alcoy satisfechos y felices, aun sin

haber vencido. Habíamos conocido la capital, nos habíamos

relacionado con otros grupos desconocidos nacionalmente como

nosotros mismos y a mí se me había metido en la cabeza una idea fija:

"Aquí es donde tenemos que estar". Si el examen en sí mismo no

había sido un éxito, la experiencia había resultado muy rica. -Aquí es

donde tengo que estar, Remigio- le dije a mi amigo. Todos juntos. -

Todos juntos. La vida juvenil de Alcoy se detuvo cuando Los Dayson

aparecieron en la pantalla lechosa. Los cinco nos reunimos en mi casa

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para ver la grabación. Los cinco estábamos dispuestos a emprender el

vuelo juntos, un grupo que conseguiría imponerse a pesar de la

abundancia de ellos y de las dificultades de destacar. Yo no pensaba

entonces dedicarme a la música como cantante solista, sino como uno

más dentro del grupo, uno más de Los Beatles de Alcoy. Sentados en

el saloncito de mi casa, con mis padres, con Chelo, sospechábamos

que aquello sería posible. Mi madre empezó a llorar apenas aparecí yo

y sospecho que se perdió todo el espectáculo. Sólo dijo lo que luego

ha repetido tantas veces: -¿Que no es emocionante, Camilo? Era muy

emocionante, desde luego. Chelo también tenía los ojos húmedos. En

el fondo, las dos intuían, como yo mismo, que aquello era como salir

de una habitación dejando la puerta bien atrancada. La señora

Joaquina tenía pánico a que su hijo pequeño, su hijo mimado,

abandonara para siempre el hogar. Y tal vez a eso se debían sus

lágrimas, tanto como a la emoción. Nosotros mismos, en medio de la

alegría de reconocernos, de vernos "desde fuera" por vez primera, nos

sentíamos algo inquietos ante lo que podía significar aquello. A

ninguno nos preocupaba lo más mínimo no haber quedado

clasificados en primer lugar; nos preocupaba lo que significaba estar

allí y en tantos millones de hogares de toda España. Cuando concluyó

el programa salimos en tromba de la casa. Estábamos anhelantes por

comprobar si todo Alcoy había muerto de infarto al vernos, si al salir a

la calle nos iban a devorar como a Los Beatles en sus conciertos.

Estábamos vestidos como ellos: pantalones campana, gorritas como

las que ellos usaban, pelo prudentemente largo, chaquetas ceñidas. En

vez de caminar de cualquier modo, nos poníamos en fila o agrupados

a lo ancho de la calle. En realidad, sentíamos en aquel instante que

Los Beatles éramos nosotros. -Muy bien, chavales, muy bien- nos

decían los mayores. -Son unos cabrones. El premio era vuestro. Erais

los mejores. -¿Me guiñabas a mí, Camilo? -Estupendo. Los Dayson,

los mejores. Se dirigían a nosotros las amas de casa, los dueños de los

bares, los guardias municipales, los niños de las escuelas. Y sobre

todo la gente de nuestra edad, nuestros incondicionales. Todo Alcoy

estaba entusiasmado de que alguien del lugar fuera tan famoso como

para salir cantando en la televisión, que por entonces sólo tenía en

España ocho años de vida : todavía es un milagro aparecer en la

pantalla. Éramos indiscutiblemente los número uno, la gloria del

pueblo. El viaje a Madrid nos había costado bastante dinero, pero

aquella aparición multiplicaría nuestros contratos, nuestras

actuaciones, aunque no nuestras tarifas. Claro que eso nos importaba

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muy poco. Estábamos seguros de que íbamos por el buen camino.

Ahítos del halago de nuestros vecinos, muy de noche nos encerramos

en nuestra nave para comentar lo sucedido. Y allí, rodeados de los

rostros de nuestros queridos Escarabajos liverpulanos, con Pablito

MacCartney al frente de ellos, dudábamos sobre cómo sería el camino

de la gloria. Si aquel primer paso había resultado tan dulce, tan

maravilloso, era difícil soñar a qué sabría la fama en Valencia, en

Barcelona, en Madrid, en México, en Los Ángeles...

Como un paisaje primaveral, a mí me parecía todo sencillo, plácido y

luminoso. Tal vez si alguien me hubiera susurrado al oído algunas

historias que iban a ocurrirme, habría decidido en aquel momento

continuar con mis cuadros para el señor Cerdá. O no. Aún de ese

modo habría seguido el camino, habría dicho que sí. La música

empezaba a estar por encima de mí, por encima de mis intereses

personales, de mi comodidad, de mi sosiego. La música circulaba por

mis venas, mezclada a mí sangre, contribuía a mantenerme vivo, era

parte esencial de mí mismo. ¿Cómo podría renunciar? Lo que la

música pudiera darme carecía de importancia; sólo importaba lo que

yo podría dar a la música. Se trataba de una especie de deber, de un

destino ineluctable. Y pasados los exámenes, era necesario dedicarse a

ejercer la carrera.

Capitulo 16.

Malos tiempos

Con dieciocho años, éramos ya mayores. O así lo sentíamos Y la

primera gran decisión conjunta de Los Dayson vino a significar su

definitiva separación. A los pocos días de mi cumpleaños, y después

de la experiencia en la televisión y en Madrid, acordamos trasladarnos

juntos a la capital. José Luís, el guitarrista solista, influyó mucho en la

decisión, porque quería comenzar estudios de Arquitectura y en

Alicante no había escuela. También yo insistí ante los demás, porque

intuía que nuestro lugar como músicos era Madrid. Mis padres no se

sorprendieron demasiado cuando se lo dije; aunque con pena; me

dijeron que si yo pensaba que eso era lo mejor para mi futuro, que me

fuera. Siempre estaba a tiempo de volver, en todo caso. Cargamos

nuevamente la furgoneta con instrumentos, maletas y ropa personal y

en octubre de 1964 nos trasladamos a Madrid. El mismo Masanet, a

través de un conocido, nos buscó una casa donde alojarnos, un tercer

piso en la calle Ailanto, 54, en el barrio de La Ventilla. La calle estaba

sin asfaltar, del campo llegaba un viento helado que se colaba por las

Page 86: BIOGRAFIA Y MEMORIAS - camilo-superstar.es

paredes. Las habitaciones carecían de calefacción y la señora María,

que hasta entonces vivía sola con un nieto de corta edad, tenía

decidido ofrecernos agua caliente para la ducha solamente los sábados

; el resto de los días había que lavarse saltando y gritando dentro de la

ducha y dándole a los más furiosos rock-and-rolls para licuar el hielo.

De noche, las almohadas de la cama estaban duras como leños de la

taiga siberiana. Estábamos acomodados dos en cada habitación, ya

que José Luís se había ido a una pensión de Argüelles que le quedaba

más próxima a la Universidad. Y como teníamos que vivir por

nuestros medios, antes incluso que intentar abrirnos camino en la

música era preciso sobrevivir. Yo recurrí a mi sistema habitual. Mis

amigos pintores me pusieron en contacto con un marchante madrileño

amigo suyo llamado Caballero. Creo que ahora es una poderosísima

institución en el negocio de la pintura. Por entonces poseía un

motocarro y un almacén en La Elipa y, desde luego, muchas ganas de

trabajar. Tantas al menos como yo mismo. Regularmente se acercaba

a nuestra casa con una buena provisión de lienzos y cartulinas y yo

monté un pequeño estudio en el comedor de la señora María: primero,

el caballete; más tarde, paneles para los cuadros en serie. Jesús el

batería, que me veía continuamente afanado para sacar dinero para

todos, empezó a ayudarme. Fui poco a poco enseñándole a pintarme

los fondos de los cuadros, mientras yo me ocupaba de las figuras y

detalles. De nuevo, como en los más laboriosos días de Alcoy, me

imponía una tarea fuerte: tres o cuarto cuadros diarios, y a veces más.

Cuando llegaba Caballero, teníamos en nuestro dormitorio una buena

cantidad de obras. Nos las pagaba, dejaba nuevos lienzos y hasta la

próxima visita. El batería Jesús era un alumno aventajado; yo le iba

transmitiendo los conocimientos técnicos que me habían dado las

hermanas Angelines, Dorita y Victoria y cada vez su ayuda me

resultaba más valiosa. Hasta tal punto se aficionó mi amigo que unos

meses más tarde decidió dedicarse por completo a la pintura, estudiar

y a partir de entonces hasta hoy mismo continúa con esa actividad.

Remigio Barrachina era un poco el administrador de la extraña

cooperativa que formábamos. Cobraba de Caballero y se ocupaba de

pagar la pensión de los cuatro y de llevarnos a comer a los lugares más

adecuados a nuestro presupuesto. Generalmente comíamos en un bar

de albañiles situado cerca de la casa. Si la hora o el hambre nos pillaba

por el centro, caminábamos hasta la calle Barbieri, donde estaba el

restaurante más barato de Madrid. Por diez pesetas ofrecían tres

platos: sopa o potaje, un huevo frito y una salchicha con patatas o algo

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semejante. Más una fruta de estación como postre.

Durante varios meses, y con la ayuda de Jesús, pinté centenares de

cuadros. Los firmaba con el nombre de Campillo, nombre colectivo

que usábamos varios artistas de la cuadra del marchante. He visto

luego cuadros míos en algunas casas, incluso en una de Nueva York,

de un americano, pero jamás me he atrevido a confesar que fuera yo el

autor de la obra. Y no por vergüenza, pues algunas de aquellas

pinturas eran más que dignas, varias realmente estupendas, sino por

pudor. Quizás el hecho de que un cantante hubiera pintado aquello lo

hubiese conferido automáticamente el calificativo de obra de

aficionado. Y no es así. Los cuadros de Campillo, cualquiera que

fuese su autor, solían tener un cierto nivel de calidad, aun realizados

en serie y de prisa. Por eso se vendían con tanta prodigalidad en todo

el mundo.

Mi relación con la pintura fue siempre la de un amante infiel, debo

reconocerlo. Infiel y aprovechado. Sólo ahora sigo practicándola por

puro placer, un poco como desagravio a aquellos años que me dio de

comer esperando quizá que me quedara con ella para siempre. Ahora,

en los escasos momentos de ocio, me encierro en una habitación y

pinto lentamente algún cuadro. O un retrato de la mujer que me

acompaña. Y no guardo ninguna de esas obras: se las regalo siempre a

las personas que están más cerca de mí o a mi madre, que le gusta

guardarlas con esmero. Absorto totalmente en la música, con buena

parte de mi vida hipotecada por ella, la pintura es una visitante

ocasional y plácida, nada exigente, que me recuerda tantos favores

recibidos y horas muy agradablemente pasadas. Nunca le he dicho un

adiós definitivo, lo mismo que a mis otras novias de carne y hueso, y

no descarto la posibilidad de que algún día, cuando la garganta me

falle o me aburran las producciones, regrese a los brazos de esta vieja

amante en la intimidad de mis últimos años. Sé que ella no va a

echarme en cara esa larga traición con la música. Porque la música era

el primer objetivo de Los Dayson en Madrid. Queríamos tocar, pero

¿donde? No conocíamos a nadie, nadie nos conocía. Entre Remigio y

yo planeábamos una estrategia. A media tarde salíamos los cinco

músicos de casa y comenzábamos las investigaciones. Nos

acercábamos a las chicas por la calle. -Oye, ¿vosotras dónde movéis el

esqueleto? -En tal sitio.- ¿Y tienen buenas orquestas? -Las hay buenas

y malas, según. Bastaba con que nos mencionaran un par de veces un

lugar para que nos presentáramos allí para pedir trabajo. No nos

sentíamos tímidos o asustados y, por lo demás, teníamos ya un

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pequeño curriculum: habíamos salido por la tele. Además de ese

camino, íbamos también por el más directo. Allí donde veíamos un

cartel o un anuncio que dijera "baile", "club", "sala de fiestas" o

similar, llamábamos y pedíamos audiencia. José Luís se informaba en

la Universidad de los lugares a los que acudían los jóvenes y el resto

del grupo se mantenía con todas las antenas bien desplegadas para

captar cualquier información útil sobre el mundillo musical de la

bullente capital española. -Oye, los sábados, ¿donde vais a bailar? -A

"Los Boys", ¿por qué? -¿Y por dónde cae ese sitio? -Por Usera. Allá

fuimos, como a tantos otros sitios. Era una especie de garajón enorme

y horroroso, con las paredes sucias y húmedas. El dueño aceptó

hacernos una prueba y nos contrató para el sábado siguiente. A mí me

pareció como un "The Cavern" a la española. En medio de nuestra

actuación, un tipo completamente vestido de negro, adornado con

cadenas y herrajes de todo tipo, pelo largo, muñequera, gafas oscuras;

un tipo con un aspecto terrible empezó a hacerme muecas de burla

mientras bailaba. Yo dejé la canción a la mitad, abandoné el micro en

el suelo y me lancé a la pista. No era fácil ganarme bailando el rock-

and-roll. Pronto nos hicieron corro y aparecieron dos chicas en la

competición. Al terminar, el fulano me abrazó con fuerza y dijo: -A

partir de ahora seréis los líderes musicales de nuestra Banda de lo

Ojos Negros. -¿Yo? ¿Has visto el color de mis ojos? -Da lo mismo.

Cantas y bailas como dios. Asunto hecho. Aquella banda estrafalaria y

suburbial estaba formada por una docena de bailones formidables,

trabajadores duros y entusiastas del rock-and-roll. Iban armados de

cadenas de motos, cuchillos y resultaban realmente peligrosos. Así

que eran los verdaderos dueños de "Los Boys". Sin embargo, gracias a

su admiración por nosotros, se convirtieron enseguida en nuestros

protectores. Sus chicas eran también nuestras chicas. Fueron a ver al

dueño del local.

-Nos van Los Dayson. ¡Contrátalos!

-Pero tengo muchos compromisos...

-¡Contrátalos! Son los mejores.

-Bueno, sí.

-Pues eso.

-De acuerdo, de acuerdo. Actuarán un par de veces al mes.

Nos pagaban una miseria, apenas para costearnos el Metro y la cena,

pero nos sentíamos felices. No éramos sólo músicos de escenarios -

por cutre y desolado que fuera el de Los Boys- sino que

participábamos en los bailes, nos divertíamos como todo el mundo.

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Muy poco después, un manager llamado José Luís Pascual, que tenía

la oficina por detrás de la calle de Leganitos y llevaba al batería

Regoli, primo segundo de nuestro guitarra rítmico, nos consiguió de

compromiso una audición de Antonio Alonso, actor de cine y casado

más tarde con una marquesa, dueño de "El Parnaso". Era el primer

club en plan fino que hubo en Madrid, antes del "Nica's" de Nicholas

Ray. En "El Parnaso" actuaban ya los grupos de más renombre de

Madrid y muy pronto Los Dayson pudimos codearnos con ellos. Cada

vez que actuábamos allí nos podíamos permitir el lujo de despreciar el

restaurante de la calle Barbieri. Incluso comíamos pollo, que era un

lujo asiático en aquella España del despegue económico: Barrachina

no ponía pegas de tipo económico. Claro que no podíamos echar la

casa por la ventana. Cuando regresábamos de trabajar, por la noche,

era un espanto cruzar el puente de Legazpi: del río soplaba un viento

helado. Entonces nos montábamos los cinco en un taxi, y nada más

pasar el puente decíamos:

-Mire, mejor déjenos usted aquí, que vamos a visitar a un amigo...

Pagábamos las seis pesetas del trayecto y seguíamos el viaje en Metro

hasta nuestra casa de la Plaza de Castilla.

Claro que raramente volvíamos temprano a casa. Muy pronto

empezaron a rondar junto a nosotros las chicas. Sólo en "El Parnaso"

recuerdo haber tenido cinco novietas a la vez, entre ellas las dos

hermanas Galbó. Pero esas primeras adquisiciones de mi harén

pertenecen a otro capítulo...

Al término del espectáculo, las invitaba a dar un paseo y a tomar un

bocadillo en una tasca, o nos quedábamos bailando si detrás de

nosotros se presentaba otra orquesta. Mari Carmen, Lali, Pilar,

Cristina y Beatriz Galbó... Yo tenía dieciocho años.

Sin embargo, aquello no era vida. En el mismísimo "Copacabana", su

propietario nos permitía ensayar en una especie de ático enorme en

donde colgaban a secar manteles y servilletas. En aquel tendedero,

mientras las telas se enredaban a veces en los instrumentos, fuimos

montando el Help de Los Beatles...

Cuando comíamos, no cenábamos. Cuando cenábamos, nos

helábamos de frío en nuestra pensión. El grupo empezó a tambalearse,

quizá porque ninguno de sus otros miembros tenía tanta pasión como

yo por la música. La madre de Remigio empezó a decir que le daban

ataques por estar lejos de su hijo y como éramos menores de edad

obligó a mi amigo a regresar a Alcoy. Allí sigue todavía, casado y con

dos hijas, relacionado tangencialmente con la música, pero dedicado a

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otros asuntos. José Luís aprovechó la oportunidad para explicar que

debía ocuparse de sus estudios de arquitectura, un poco intocados con

tanto baile y tanto ajetreo. Hoy es un gran arquitecto. Y Jesús, experto

ya en cuadros de Campillo, prefirió también ensayar esa vía. Primero

nos quedamos tres, luego dos...

Los Dayson morían cuando parecía posible conseguir algo. Era el

mismo cáncer que destruía a tantos grupos españoles de la época.

Cuando Los Dayson éramos tres -Jesús el batería, Emilio el primo de

Regoli y yo- nos mudamos a la calle de Isabel la Católica, a un piso

situado encima de una panadería. Teníamos una habitación para los

tres con dos camas, de modo que nos turnábamos para dormir dos en

una cama y el otro en la otra. Una noche los dos a los que había

correspondido cama compartida aparecieron rojos de ronchas y

sarpullido. Pensamos al principio que nos había sentado mal la cena,

pero todos habíamos cenado lo mismo: una tortilla francesa. A la

noche siguiente, a mi compañero de cama volvió a ocurrirle lo mismo.

A la tercera, uno se despertó, encendió la luz y se encontró la cama

como redil de chinches. Yo debo de tener la sangre agria o amarga, en

todo caso poco apetitosa para los bichos, ni los feroces mosquitos del

trópico me atacan, pero mis compañeros parecían alfombras bujarás.

Habíamos dejado la casa helada y nos habíamos metido en aquella

habitación que parecía un zoo entomológico, con una cortina por

puerta. Escapamos al día siguiente. Solos los tres, ni actuaciones ni

perspectivas. Fueron unas semanas espantosas, hasta que Jesús nos

abandonó también. Pasada la Navidad, todo parecía perdido. Sin

embargo, yo me ocupaba de escribir a mi madre cartas en que le

contaba que vivíamos poco menos que en maravillosos palacios, que

comíamos en los mejores restaurantes de Madrid y que todo era

maravilloso.

Emilio y yo andábamos ya a la desesperada. Nos había oído tocar

mucha gente, nos sobraban las chicas, pero todo parecía oscuro. En

Madrid había entonces miles de chavales llegados de todo el país,

como nosotros, y con ganas de afirmarse en la profesión de músicos.

¿Cómo salir adelante?

Al fin me llamó alguien.

-Oye, Camilo, que Cefe se va a la mili, ¿lo conoces? Nos hace falta la

voz solista. ¿Qué te parece?

-Hombre, gracias, pero yo estoy con Emilio; no puedo dejarlo solo.

Aquel tipo pidió tiempo para pensarlo. Era uno del grupo llamado

Cefe y Los Gigantes, del cual Ceferino Feito (Daniel Velásquez, más

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tarde) desaparecía. Debieron de echar a la calle a su guitarra rítmica y

nos metimos Emilio y yo con ellos. Durante toda una semana fui el

cantante solista de Los Gigantes y hasta tuvimos tiempo de actuar en

el Club Victoria, de la cadena Consulado...

¿Cómo seguir veinte años después las micro historias de todos los

grupos de la época?

No recuerdo por qué: Los Gigantes se desintegraron a la semana de

haberme incluido a mí entre ellos. No batimos el récord de brevedad;

creo que lo tenían The Mistery Men, que se formaron un viernes,

actuaron el domingo, encapuchados, y el lunes dejaban de existir. Y

otra vez en la calle. Pero al mismo tiempo se disuelven una vez más

Los Botines porque su cantante solista, Manolo Pelayo, ha decidido

abrirse camino como solista (Rufo el pescador...).

Los Botines se habían llamado antes Los Diablos Negros, y antes Las

Estrellas Negras, y antes Los Vultures, creo, y antes... Eran gente muy

famosa, imitadores también de Los Beatles ; aparecían fotografiados

en periódicos y revistas, siempre muy elegantes, muy finos. Incluso ya

tenían algunos discos grabados, es decir, contrato con una compañía

discográfica. Andaban por allí el guitarra Paco Candela, que ahora

tiene en Madrid una horchatería y un negocio de alfombras de

Crevillente; Manolo Varela, batería, ahora enrolado en una empresa

de espectáculos. Y los suizos Dominique Varcher y Daniel

Grandchamp que se habían traído de su país Alain Milhaud, el

reorganizador del grupo. Creo que al final el único Botín auténtico era

Varela. Los demás éramos Los Gigantes y los dos suizos. Todo esto

sucedía en la primavera de 1965.

Estos primeros Botines -primeros en lo que a mí me toca- tuvieron

durante poco más de un año una actividad muy fuerte, aunque sin

lograr en ningún momento un puesto privilegiado bajo el sol.

Trabajábamos casi todos los fines de semana, a veces dos veces en un

mismo día, y aceptábamos cualquier tipo de oferta. Era un tobogán sin

frenos, una droga en la que ninguno o muy pocos de nosotros se daba

cuenta de lo que estaba viviendo, una gran borrachera continua entre

cuyas brumas giraban actuaciones, insomnios, chicas, amigos

repentinos, desapariciones súbitas, dinero escaso, cambios constantes

de domicilio, aplausos, tristezas...

Y la mismísima sombra de la muerte.

Los bailones de "Los Boys" y "Copacabana", con toda la Banda de los

Ojos Negros, quedaban ya lejos. Otros grupos recién venidos "de

provincias" ocupaban nuestro puesto. Los Botines actuaban en "El

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Parnaso", en "Acuario", en la cadena Consulado.

En el mes de julio de aquel año 1965, creo que el día 2, había

conseguido por fin verlos en persona. No había demasiada gente en la

plaza de toros de Madrid porque las entradas resultaban carísimas:

cuatrocientas pesetas. Era una verdadera fortuna para un joven, pero

los Escarabajos cobraban ya cuatro millones de pesetas por la

actuación. No se habló mucho de su presencia en España -todavía a

los adultos les daba miedo su música- pero para todos nosotros fue

como recibir un maná que habíamos esperado tanto. Y todos nosotros

estábamos allí, desde luego: desde los pioneros del Price hasta los

últimos enfebrecidos del barrio de Usera, desde las descubridoras del

twist, que quizá se habían casado ya, hasta las niñas que colgaban el

uniforme del colegio en casa de una amiga y se disfrazaban de

mayores para asistir al Club Victoria. Todos deseábamos verlos,

hablar con ellos, pero los rodeaban tantos policías que nadie logró

acercarse a ninguno de los cuatro a menos de cien metros. Todavía

éramos como una sociedad secreta, como adictos a una religión que

nadie comprendía, devotos de aquellos cuatro melenudos cuyas

canciones nos oxigenaban el alma. Los que aquel día estuvimos allí,

incluso después de haber pedido dinero prestado, jamás podremos

olvidar fiesta tan grandiosa

Curiosamente, mi admiración no tenía la menor sombra de envidia, tal

vez porque jamás he sido envidioso o porque me parecía justo que

Paúl estuviera entre Los Beatles y yo entre Los Botines. A fin de

cuentas, nosotros no hacíamos sino imitarlos. Tampoco me

avergonzaba comparar nuestros contratos con los suyos.

Contratos como uno que recuerdo para una actuación en una piscina

de Las Rozas, a una veintena de kilómetros de Madrid. Se

especificaba en los pactos que teníamos derecho a entrar en las

instalaciones por la mañana, a bañarnos... y a comer una paella. La

paella era detestable, desde luego, pero ni a un experto como yo le

hizo ascos; el que nos garantizaran una comida abundante era algo de

vital importancia. Nos bañamos, pues, comimos y después fuimos

montando nuestro equipo (no teníamos técnicos que nos ayudaran, por

supuesto) en un estradillo y nos pasamos la tarde tocando mientras los

bañistas bailaban. Tocamos hasta media noche y todavía nos

quedamos de juerga algunas horas más porque yo acababa de conocer

a una mujer espléndida, cantante también, que me había prometido

aparecer por la piscina cuando terminara de actuar...

En Cartagena, a más de cuatrocientos quilómetros. Se llamaba Laura

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Casale y comenzábamos un largo y tormentoso idilio. Allí la

esperamos en compañía de otro grupo llamado Tom Cat y los No-sé-

qué, que había compartido el escenario con nosotros a lo largo de seis

u ocho horas.

Quizá ya entonces comenzábamos a ser conocidos como Camilo y Los

Botines. Teníamos cierto número de canciones propias, y no mucho

más tarde grabamos dos de ellas en Sonoplay: Te voy a explicar y

Eres un vago. Claro que como no pertenecíamos a la Sociedad de

Autores, las firmó otra persona, que trabajaba en la compañía

discográfica. No debió de servirle económicamente de mucho porque

el disco pasó totalmente inadvertido. O al menos no fue lo que se dice

un gran éxito. Y a nosotros ni siquiera nos sirvió como publicidad.

Llegamos incluso a grabar algunas maquetas, pero yo seguía bajo

contrato con Sonoplay, en donde Herminio Verdú y Pedro Mengíbar y

Adolfo Waitzman, director artístico, querían lanzarme a mí solo como

cantante, acompañado de Los Botines. Ellos se negaron y yo me

decidí a grabar solo porque había entrado ya en Caja y en cualquier

momento podían llamarme al servicio militar.

Pasado el verano, las actuaciones escaseaban. Yo, en los momentos de

apuro, volvía a la pintura, piadoso salvavidas. Y a falta de práctica, me

metía a hacer coros para los amigos y conocidos. Por aquellos días

reaparecía una vez más Miguel Ríos con aquello de cuando oigo sonar

una guitarra, vuelve entre sus notas mi canción. Le hice coros en

algunas canciones, sobre todo en una en catalán.

Y entre ensayos con Los Botines, cambios de músicos en Los Botines,

los primeros problemas amorosos serios, encuentros y desencuentros

con amigos y colegas, se insinuaba ya el verano del 66. Mantuvimos

una reunión para organizar el trabajo, porque yo pensaba que

podíamos ganar un poco de dinero, aprovechando nuestra fama y el

trabajo preparado en el invierno, y resarcirnos de meses tan malos.

Estaba con nosotros Paco Candela, el antiguo guitarra, el de la

horchatería, que actuaba como manager. Discutíamos de trabajo

cuando alzó la voz el guitarra solista Rodrigo Alcaraz, Roche.

-Oye, que este verano no voy a estar. Me voy de vacaciones con mis

padres a Andalucía.

Era sevillano, de familia rica. No necesitaba dinero. Y el tipo decía

que se iba de vacaciones después de haber pasado todos más de un

año preparando las actuaciones del verano...

No podíamos creerlo, pero así era.

-Pues se acabaron Los Botines. Si no queréis trabajar, adiós Los

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Botines.

Curiosamente, a todo el mundo le parecieron bien mis palabras. Les

dije que se las arreglaran como pudieran. Si no tenían guitarra,

también se quedaban sin la voz solista. Y nos dijimos adiós.

Capitulo 17.

El vértigo

Mari Carmen trabajaba en una joyería. Era morena, guapísima,

ferozmente apasionada. Pilar vivía cerca de "El Parnaso" y acudía al

club casi todos los días. Era también morena y yo estaba entusiasmado

por ella. Lali trabajaba en montajes y vivía por la zona de

Embajadores; mariposeaba mucho a mí alrededor hasta que un día me

la trajo Jacqueline a mi casa, me acosté con ella y se armó tal

escándalo que hubo que llamar a la policía. Cristina Galbó, la de la

película Del rosa y amarillo; también acudía a "El Parnaso”, nuestro

amor fue perfectamente rosa, como el de su película, tierno y dulce

como ella misma, un amor platónico y hermosísimo que aún

permanece. Su hermana Beatriz era también muy guapa, pero de

carácter diferente estaba Laura Casale. Y todas las demás...

De pronto, sin pretenderlo deliberadamente, estaba metido en una

atmósfera en la que la respiración resultaba difícil. Hasta la aparición

de Laura, en realidad, mi relación con todas aquellas chicas había sido

casi plácida; eran raras las escenas de celos, todas aceptaban que el

vocalista de un grupo famoso saliera al mismo tiempo con varias

según su propio humor o según las circunstancias. Por mi parte, nunca

he tenido problemas en querer, y querer mucho, a varias mujeres al

mismo tiempo. Más aún - y es algo que sorprende a todos mis amigos

- nunca he llegado a rupturas definitivas o a peleas sin solución. Por

eso hablan ellos del harén. Confieso que no puedo comprenderlo, pero

siempre se han mantenido unidas a mí todas las mujeres con las que

he convivido; sigo siendo amigo de todas ellas, amante ocasional

incluso. Frecuentemente hablamos por teléfono, nos encontramos en

concierto, en casa de amigos comunes, incluso en las nuestras. Esa

relación, naturalmente, es más intensa con unas que otras, pero nunca

he roto mis relaciones con ninguna. Así que, en veinte años, he ido

acumulando docenas y docenas de apasionados amores, estables o

efímeros, plácidos o violentos, conflictivos o segados, celosos e

infieles. Dedicarles aquí a todos ellos el espacio que han tenido y

siguen teniendo en mi vida, intentar describirlos con pormenores y

detalles precisos supondría llenar más páginas de las que llevo ya

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escritas y que empiezan a parecerme excesivas.

En realidad, ¿ tiene alguna importancia para los demás el gesto

soñador de Cristina, la belleza increíble de las piernas de Amelia, lo

que sucedió en un ascensor con María Luisa...

tal vez sea suficiente extraer la memoria de una pequeña antología,

aquellas mujeres que más influjo han tenido en mi vida, las que me

enseñaron a amar de forma más dramática o duradera, las que con su

inolvidable presencia protagonizan las palabras de tantas canciones

mías - aun en secreto -, las que llenan mi música. En medio del

desmadre de la formación y del desmembramiento de los grupos

apareció un enano muy liante que se llamaba Teddy Ray y había

organizado una especie de caravana musical para ir a Salamanca:

conjuntos, cantantes, actores gente de circo... Manolo Varela andaba

liado con la secretaria de Laura Casale, Jaqueline, y me fui con él a

televisión donde acababa de actuar su patrona. El me había recogido

de una piscina. Aparece la Casale, rubia, despampanante y se asoma al

interior del coche:-¡Ay, qué niña tan rica! - va y dice.-Oye, que no soy

una niña. Soy un hombre, ¿no lo ves? - respondí un tanto enfadado.

Mi piel quemada por el sol y todavía más delgado que ahora...

No sé si pesaría sesenta kilos...

Se colocó a nuestro lado el autobús del enano y empezó a subir gente.-

¿Por qué no vienes a Salamanca con nosotros?

- me preguntó la Casale.

Me gustó la idea.

No tenía nada mejor que hacer. Me fui con ellos. Iba en el grupo un

cantante llamado Freddy que hacia anuncios de un café y cantaba

aquello de voy a pasar mi luna de miel en Tenerife. Iba un conjunto

inglés con dos cantantes, uno rubio con una melena tipo Jane

Mansfield y el otro moreno y pintadísimo, los dos con una pluma

como para ingresar a la Academia...

Llegamos con una hora de retraso a la plaza Mayor de Salamanca y la

gente estaba furiosa. Empezó a gritar y a abroncarnos antes de bajar

del autocar. Yo pensé que cuando aparecieran los ingleses con

aquellas pintas y la Casale, explosiva como una bomba atómica, el

enano y los demás, iban a lincharnos a todos. Pero alguien calmó los

ánimos y el festival se desarrolló sin problemas. En el regreso Laura

se pasó el viaje arropándome y cuidándome como una madre; me

obligo con una caricia a bajar en una parada y me hizo beber un vaso

de café con leche y comerme un bocadillo, porque sabia que no había

cenado y estaba amaneciendo. Así empezó un romance que duró casi

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cinco años, hasta el 9 de enero de 1970. Laura Casale era italiana, de

Turín, pero había vivido muchos años en Francia. En el año 1962

había ganado el Festival del Mediterráneo con una canción que decía

cuando conmigo estás, je t´ aime ..., je t´ aime ..., después de que

Federico Gallo , en directo por televisión, dijera que había habido

fraude en la votación que daba vencedora a Nubes de Colores, cantada

por José Guardiola. Se dieron más votos que votantes había. En

España Laura se hizo famosa en seguida, por tanto por sus canciones

como por su aspecto físico. Tendría cuando yo la conocí... la verdad es

que nunca supe su verdadera edad; era bastante mayor que yo. Y era

de esas mujeres que hacen volver la cabeza al verlas. En cuestiones

sentimentales era tan furiosa e insaciable como su aspecto físico hacía

pensar, géminis fogosa y absorbente, volcánica. Cuando la conocí en

el viaje a Salamanca era novia del manager de Los Botines. Paco

Candela, pero estaba al mismo tiempo liada con otro músico del dúo

mexicano Los Yorsis, Alejandro Malpica, uno que cantaba un asunto

muy ingenioso con este estribillo: rascacaracatisquitascatisqui... ¿O

vivía con Malpica y estaba liada con Candela? ¿O vivía con los dos?

Aquello era realidad como una telenovela escrita por un loco. Malpica

me llamaba " el flaco" cuando me veía en la casa de ella en la calle

Ilustración, a la que me invitaba a comer suculentas pastas casi todos

los días. Yo aparentaba quince años, de modo que Malpica nunca me

vio como un contrincante hasta que, unos días mas tarde, en uno de

aquellos arranques de furia a los que me acostumbraría yo muy

pronto, lo echó a patadas de su casa, con maletas y bagajes, en una

escena maravillosa de gritos, insultos y tortas. Casi sin comerlo ni

beberlo me quedé de amo y señor de aquella casa. Como me había

quedado sin Botines, pasé el verano acompañándola en sus galas y

cumpliendo rigurosa e incansablemente mi papel de garañón exclusivo

del que Laura tenía imperiosa y continua necesidad. Y en cualquier

parte. Únicamente he conocido en mi vida a otra mujer que se le

pudiera comparar en sus arrebatos eróticos. Cualquier sitio público o

privado, cualquier momento, eran buenos para demostraciones de

amor. No importaba dónde: cines, ascensores, bañeras pasillos,

cabinas telefónicas, un bosquecillo junto a la carretera, de día, de

noche... En cualquier momento estaba dispuesta a hacerme un alivio.

Cuando me cité con ella por primera vez, en los bajos del " Rex"- ella

vestía un traje amarillo con un escote en la espalda que llegaba hasta

donde aquélla "pierde su honesto nombre"; yo me había puesto un

traje azul cruzado, lo mejor que tenía

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- le regalé mi primera rosa "Royal Bus".

-No sé si llevarte a bailar o al colegio - dijo ella.

-Por una mujer como tú daría la vida - le respondí muy serio.

Laura no se demoró mucho en sus exigencias. Fue el día 18 de Julio,

día de San Camilo de Lelis, "celestial" patrono de los hospitales",

como mi tocayo escribe en el encabezamiento de su espléndida y

terrible novela " San Camilo, 1936", que leí años mas tarde "con gran

aprovechamiento", como también él diría...

18 de Julio, fiesta nacional todavía y todavía mi santo, que luego me

lo han retrasado en el Vaticano al día 14. Cuando llegué a casa de

Laura, me dijo tranquilamente:

-¿Qué quieres como regalo de cumpleaños?

Tú ya lo sabes, Laura...

Y se desnudó en medio de la habitación. ¡Madre mía! Y toda ella sola

para mí...

Pues bien, a veces, para recuperarme de tan satisfactorios y constantes

esfuerzos, me quedaba solo en casa (vivíamos en tres o cuatro

diferentes, sobre todo en una de la calle de Ibiza) mientras ella iba a

actuar. Me quedaba pintando, como siempre para “Marcos y Molduras

Caballero", ya que, sin músicos, debía seguir ganándome la vida por

mi cuenta. Con Laura, cada uno tenía su propio dinero (aunque, en mi

caso, hablar de dinero en esa época me parece excesivo). Ella ganaba

mucho más. Y una tarde apareció por allí Varela con su novia

Jacqueline y Lali, la de los montajes. La tal Jaqueline tenía unos líos

horrorosos con todo el mundo, especialmente con su socio. Muy hábil

en lo amoroso, como buena francesa, se las arregló para que Lali y yo

fuéramos a la cama juntos. Y en esas estábamos cuando apareció

Laura Casale. Empezaron a volar lámparas y discos, almohadones y

sillas. Todo dios chillaba y sacaba a relucir trapos sucios. En seguida

llegaron los golpes, tirones de pelo, revolcones. ¡Y yo con 19 años en

aquel berenjenal! Laura no estaba enfadada conmigo; sabía de mi

capacidad de ser fiel, pero también de hombre y sabía que no busqué

aquello, sino que fue su secretaria la que me puso a Lali en bandeja y

cama mientras ella faltaba de casa. Y furiosa también con Varela, el

cual a su vez tenía problemas con la francesa...

Aquello era un desastre monstruoso y yo estaba en el medio de todo y

de todos. En cierto momento de la batalla, Jaqueline decide solucionar

la cosa cortándose las venas con una botella de ginebra rota. Agita las

muñecas delante de nosotros y comienza a salpicarnos la sangre. Todo

el mundo se pone histérico y alguien llama a la Policía y a un médico.

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Antes de que aparezca, Laura tiene un arranque de sensatez. Se da

cuenta de que todavía soy menor de edad y que pueden surgirme

problemas, me esconde en un armario y entre todos intentan

explicarles lo ocurrido a los policías, que no consiguen aclararse. Al

final, se llevan a Jacqueline a un hospital y deciden olvidar el

incidente. Fue el primer gran shock de mi vida profesional, el primero

serio. Salí del armario llorando, gritando improperios contra todos

aquellos amigos que se amaban y se odiaban al mismo tiempo, que

flotaban en la vida como nubes de plástico, que no se paraban un

segundo a pensar en nada. Era terrible. Inmensos arranques de amor y

escenas semejantes fueron el caldo habitual de mis años con Laura

Casale. La mujer que de pronto se montaba en el coche y conducía

hasta Almería para llevarme a la mili una caja de ostras, se liaba a

golpes conmigo en arrebatos de celos, echaba cerrojos en la casa para

que no pudiera salir y me amenazaba con el suicidio si la abandonaba.

Todo ello en medio de las más frenéticas escenas de amor. ¿Cómo

resistirlo todo a los veinte años? Lo resistí. Incluso cuando intenté

segar de raíz mi incipiente carrera cinematográfica...Manolito Varela,

me habló de un productor que me buscaba para que me presentara a

unas pruebas que estaban haciendo para la película Los Chicos de

Preu. Ofrecían dieciséis mil pesetas a cada uno de los protagonistas,

poco dinero entonces pero que a mí me venía muy bien, aún cuando

debía aportar vestuario propio. Pedro Masó me aceptó enseguida:

"Exactamente eres el muchacho que necesito". Mi papel era de hijo de

José Luís López Vázquez y formaba parte de un grupo de jóvenes

protagonistas, entre los que estaban Emilio Gutiérrez Caba, Marta

Baizán, Karina, María José Goyanes...y Cristina Galbó. Una tarde,

concluido el rodaje del día, fuimos en grupo a una discoteca. Allí

como de costumbre, me entretuve con Cristina y tardé cosa de una

hora en llegar a casa. Laura Casale se enteró de inmediato y al día

siguiente se levantó en silencio, cerró con llave la puerta de la casa,

sabiendo el daño que me hacía y sabiendo que me estaba esperando

medio centenar de personas para trabajar. El rodaje tuvo que

suspenderse durante toda la mañana por culpa mía, mientras Laura y

yo nos peleábamos a puerta cerrada. Y el jadeo posterior me impidió

ir a cantar al Club Caravelle, donde el teatro Barceló, el Pachá de hoy,

en donde trabajaba entonces. La vida con aquella Marilyn Monroe era

muy difícil. Si no hubiera existido el intermedio de la mili, no hubiera

podido resistir tanto a su lado. Las broncas, siempre por celos eran

continuas. Incluso un día en Torremolinos me lanzó un tocadiscos

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porque estaba bailando un rock-and-roll con una hermana suya. Todos

los objetos volaban de sus manos y yo, naturalmente, no podía

quedarme quieto. Así que había que ligarse a tortazos de vez en

cuando para calmar los ánimos. Y, sin embargo, Laura Casale se portó

maravillosamente conmigo. Me quiso mucho, me cuidaba con un

cariño inmenso. No solo era una mujer apantallante, a cuyo lado

cualquier hombre se cree un genio, sino que poseía enormes virtudes.

Realmente nos queríamos con cuerpo y alma, con piel, huesos y

sangre. Y cuando ahora, de tarde en tarde, nos vemos, sabemos que

todavía seguimos queriéndonos. Pero no podíamos vivir juntos. Una

tarde, el 9 de enero de 1970, después de una pelea terrible, decidí

marcharme de su casa. Mientras pensaba en dónde iba a pasar la

noche, fui a cenar, al cine y luego a la discoteca "Jota Jota" para

meditar en mi futuro y calmar mis nervios. Allí me encontré con una

amiga que había conocido poco tiempo atrás, Rosetta Arbex,

secretaria de Juan Pardo. Le conté mis sufrimientos y ella me dijo:-No

eres solo tú el que sufre, acaba de ocurrirme algo parecido... ¿Por qué

era todo tan complicado? ¿Tan sencillo? Para consolarnos

mutuamente de nuestros sinsabores, Rosetta me dijo que podía irme a

dormir a su casa, ya que no tenía otro lugar en donde hacerlo. Me

quedé a su lado ocho meses, que no fueron más pacíficos que los

cuatro años y pico que pasé con Laura Casale.

Capitulo 18.

Marcar el paso, marcar la voz

No pude resignarme a quedarme solo. Yo había acudido a Madrid para

trabajar en la música, pasara lo que pasase. A falta de Botines, llamé a

Alcoy a unos cuantos chavales que actuaban por allí con el nombre de

Los Tigres y los rebauticé en la capital como Botines, con el permiso

de Paco Candelas, que tenía registrado el nombre. Todos Los Dayson

habían regresado, los numerosos Botines originales y sucesores

andaban perdidos o en otros grupos. El nuevo grupo se llamaba

Camilo y Los Botines, con Jaime Torregrosa, el batería Javier Romeu,

el saxo Llorca, Rafael en el piano. Empezamos a hacer lo que en

aquella época se llamaba "música soul", en realidad las mismas

canciones de Los Beatles con diferente instrumentación. Yo

continuaba empeñado en asentarme en un grupo, ser el vocalista de un

grupo, aunque todos los intentos fueran fracasando uno tras otro.

Durante casi dos años, hasta el mismo día que tuve que incorporarme

al servicio militar, estos nuevos Botines fueron trabajando lo mejor

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que pudieron...

Al principio, vivíamos casi todos en la casa de Laura, arracimados en

las habitaciones hasta que el dinero permitio buscar mejor acomodo a

todos (el mío era excelente, desde luego). Como ellos andaban

bastante despistados y a mí me conocía mucha gente en Madrid, tuve

que ser el líder del grupo, el manager, el administrador y la madre

superiora. Había que trabajar como fuera y funcionábamos, como

siempre, por un sistema de cooperativa. Repartíamos por igual gastos

y beneficios, aunque fuese yo el encargado de firmar los contratos.

En la espera, actuamos mucho. Radio, televisión, giras incluso por

varias ciudades españolas. Fue entonces cuando coincidí con el dúo

Juan y Junior y comenzó una amistad que luego sería muy importante

en mi profesión, sobre todo la de Juan Pardo. Ellos eran las estrellas y

nosotros los teloneros en muchas actuaciones conjuntas, sobre todo en

Andalucía. Pesadísimos viajes en furgoneta y en tren, siempre de un

lado a otro, hoteles de media estrella, comidas apresuradas y malas,

dinero escaso y a veces nulo, inquieto por los continuos celos de

Laura, sin saber lo que me esperaba a la vuelta, sin dormir, sin poder

plantearme seriamente el futuro... Ni siquiera me atrevía a componer.

Estaba metido de lleno en un vértigo con una remota esperanza: que

durante el servicio militar se me aclarasen las ideas. Ya conocía todo

el mundillo musical de Madrid, podía llamar a cualquier puerta, pero

Los Botines parecían condenados al modesto y eterno puesto de

teloneros. Si escaseaba el trabajo, me iba al sótano que Caballero tenía

en La Elipa y dedicaba una jornada entera a pintar; con el dinero

ganado teníamos todo el grupo para comer unos cuantos días.

A los veintiún años me encontraba más desconcertado e inseguro que

a los dieciséis. Probablemente en aquellos tres años que llevaba en

Madrid había intentado abarcar más de lo que podía apretar, había

aprendido más de lo que podía asimilar. No supe sin duda gobernar a

los muchachos de Alcoy (aunque gracias a mi llamada varios de ellos

ocupan hoy puestos importantes en el show business) y conseguir un

grupo coherente. Tal vez ni lo intenté seriamente. Me ocupé, eso sí, de

acumular trabajo, de organizar nuestra promoción; actuamos mucho

durante casi dos años, pero quedó muy poco de todo ello. Quizá la

obsesión por Laura Casale, sus cuidados excesivos, los conflictos de

aquella relación puedan explicarme ahora tantos meses malgastados.

Y en el otoño de 1968 tuve que incorporarme al Ejército en el

campamento de Viator, en Almería. Era la mejor manera de librarme

del desconcierto.

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Pero no voy a caer en la vulgaridad de "contar la mili", esa ocupación

tan querida de muchos hombres que sólo tuvieron esos meses como

momentos apasionantes de su vida. En el fondo, mi casa seguía

estando en Madrid, en el barrio de la Estrella, al lado de Laura Casale,

aquel amor terrible, amor lleno de todo, pero ¿valía la pena amar

sufriendo tanto?

En cualquier caso también allí continuó iluminándome mi buena

estrella, aparentemente eclipsada durante algún tiempo. En el sorteo

de destinos definitivos me correspondió ir a África, aquella tragedia

que tantos han sufrido. Pero ya era bastante conocido en el

campamento. Se me acercó un compañero:

-Oye, Camilo, ¿quieres librarte de ir a África?

-¿Cómo se consigue?

El comandante de la Unidad de Servicios, cuyo nombre prefiero no

anotar aquí, tenía organizado un curioso negocio. Por una cuota de

quince mil pesetas, que se pagaban a aquel intermediario, conseguía

que los destinados a África permanecieran el resto de la mili en el

campamento de Viator. Naturalmente, pagué en el acto, como muchos

otros.

Una vez conseguido ese privilegio, los demás resultaron sencillos de

obtener. Hice como mía una perra llamada Zosca a quien su

propietario, un capitán, adoraba. La perra comía lo que yo comía. Era

un pastor alemán muy bien entrenado y no nos separábamos. Con la

perra al lado, nadie se atrevía a tocarme. Una vez incluso la achuché

contra un brigada que era un hijo de la grandísima y la detuve antes de

que le saltara al cuello. Cuando, ante su pregunta, le dije que era

propiedad del capitán, se la envainó muy finamente. En otra ocasión,

formados ya para una marcha nocturna, se colocó a mi lado y se negó

rotundamente a marcharse si no me iba con ella, con lo que me libraba

de marchas, guardias y otras actividades poco gratas. Si me faltaba la

perra, llegaba incluso a desmayarme en plena formación para

ahorrarme los servicios más penosos. Mi palidez habitual favorecía la

representación.

Naturalmente, los oficiales más jóvenes me conocían ya como

cantante y aprovechaban bien mi tocadiscos y mi colección de discos

de moda, continuamente renovada por Laura, para sus fiestas

particulares. Las veces en que cedí a la vieja tentación de escaparme

del encierro, como en los mejores tiempos de los salesianos, un sobre

decentemente lleno entregado al intermediario del Comandante me

libraba del castigo o me hurtaba de él. Un mes de calabazo se redujo a

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un día con ese mensaje al jefe de la Unidad de Servicios, aquel militar

deshonesto. Las cosas funcionaban así y hubiera sido estúpido

negarlas o rechazarlas.

Entre mis amigos de milicia tuve un gran compañero aragonés, Edo,

que se hacía cargo de mis servicios ineludibles a cambio de que por la

noche, de una litera a otra, le leyera libros de Historia que le

apasionaban. Entre él, el comandante comprado y muchos otros

amigos, mi servicio militar fue cómodo y dichoso; aunque siempre,

ayer, hoy y mañana seguiré pensando qué ganaba el país con mi

presencia allí, y yo como persona en la vida, ya que nunca he sido

amigo de las armas y siempre he buscado la libertad para no estar bajo

las órdenes de nadie. Si a lo que no aceptas alguien llama rebeldía, yo

he nacido rebelde.

Decían: "Castigado y corte de pelo al cero". Mi solución: compraba y

llevaba una peluca. Decían: "calabazo e incomunicado de los demás".

Mi solución: ternura en algunas palabras escritas en papel a alguien

que, aunque no me quisiera, me sacaba de allí porque significaba un

negocio para él.

Y, finalmente, tres meses antes del tiempo fijado me dejaron irme a

casa. El comandante aseguró que me enviaría directamente la Cartilla

Militar. Sólo tenía la obligación de acercarme por su casa cada dos o

tres semanas y llevar una cajita de bombones o unas flores para su

mujer, siempre con el sobrecito del dinero metido en los paquetes.

Aunque un campamento de reclutas como el de Sotomayor en Almería

era uno de los lugares más duros para un soldado sin vocación, logré

al menos no sentirme allí muy desgraciado. A solas mientras los

demás cumplían su instrucción, meditaba sobre mi verdadero oficio.

Yo tenía que seguir marcando la voz, de un modo u otro, aunque fuera

necesario esperar otros diez años. No estaba dispuesto a aceptar

ningún fracaso. Nadie ni nada podría frenarme. En realidad, pese a mi

juventud, llevaba ya demasiados años en el oficio como para

abandonarlo ante tan grandes y numerosas dificultades. Volví a

Madrid dispuesto a comenzar de nuevo.

Capitulo 19.

Tiempos peóres

Un hombre con menos voluntad o con menos paciencia hubiera

regresado al regazo de su madre, al cálido y largo amor familiar. Sin

embargo, acababa de ocurrir en alguna parte el estallido que la música

de los jóvenes había venido presagiando. Quizás soy el único

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ciudadano español que no estuvo en París en el mes de mayo del 68, a

juzgar por lo que he podido leer más tarde, y no obstante en alguna

esquina de mi corazón participaba de aquella rebeldía contra todo. La

Década Prodigiosa no había sido para mí, como para tantos otros

jóvenes, más que una larga lucha por imponer mis gustos, mi modo de

vida, mi creencia en una sociedad más dinámica y más libre, con

menos prejuicios y menos coacciones. Nadie hubiera podido imaginar

ciertamente que en la España que apuraba las ideas de su victoria de

treinta años antes, "los melenudos”, "los hippies" nos lanzáramos a la

calle para exigir nuestros derechos a la imaginación, a la voz.

Nuestros gritos no se enfrentaban a los grises ni se armaban nuestras

manos con adoquines del Saint-Michel; nuestros gritos se oían en

"Los Boys" y en "El Parnaso", en la intrincada intimidad de nuestras

baratas casas de alquiler. Si nuestra conciencia nueva no calaba en la

sociedad en que vivíamos, germinaba y progresaba dentro de nosotros

como en un cortocircuito peligroso y útil. Quizás por eso -por no

poder lanzar al exterior nuestra palabra-; quizás por no poder traducir

las intuiciones a pensamientos era más dura nuestra situación. Como

si viviéramos borrachos de nosotros mismos. Como si solo nosotros

estuviéramos en el mundo. Al lado de Zosca, aburrido junto a mis

discos de préstamo, recopilando como loco dinero para mi

comandante de la Unidad de Servicios, leyendo libros de Historia y

novelas a mi amigo Edo, de Mas de las Matas, a cambio de su amistad

y de que pelara patatas por mí, escapando a los clubes de Almería o

una noche de fin de año a Torremolinos (para cantar de nuevo

Sombrero, ay mi sombrero y el Achilipú, y la Conga, como si nada

hubiera sucedido), escaqueándome del fusil y de las marchas

nocturnas, cantando entre dientes mis primeras canciones..., allí en

Viator, tuve al menos tiempo para pensar en mí mismo, diseñar un

destino posible, enfrentarme de veras a una vida de la cual solo

conocía su rostro más feliz o más frívolo. Supe que lo que estaba

ocurriendo a mi alrededor tenía un significado: las barricadas de París,

la ninfomanía de Laura, las huidas de Katmandú, el rock-and-roll, la

paranoia de Jacqueline, la enloquecida búsqueda de Lali, la ternura de

Cristina, las primeras drogas que nunca quise probar, la agitación

indescriptible de centenares de músicos que fundaban y destruían

grupos prometedores, los clubes ruidosos y animados que finalmente

solo admitían la borrachera de la ginebra adulterada, el sexo como

agarradero último, como liberación suprema. Estaba empezando a

comprender. Y tenía clara, de momento, una cuestión. Se acabaron

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para mí los grupos. Me convertía en cantante solista, costara lo que

costase. Relegaba mis intentos de ser uno de Los Beatles para intentar

convertirme en Camilo. Es decir, tomaría el camino por otro de sus

orígenes y veríamos lo que pasaba. En los primeros meses el camino

estaba formado por dos líneas de autobuses: la 14, desde el Paseo de la

habana, donde vivía con Rosetta, hasta Cibeles. Y allí la línea 51,

hasta La Elipa. Desde las nueve de la mañana estaba abierto el sótano

de "Marcos y Molduras Caballero" y no cerraba hasta entrada la

noche. Me encerraba allí con otra gente como yo y pintaba sin

descanso; por primera vez en mi vida intentaba ahorrar un poco de

dinero, ahorro de tres días para tener libres otros cinco o seis y

buscarme un puesto como cantante solista. Después de la mili, todavía

estuve viviendo con Laura Casale unos ocho meses. Fueron los más

dramáticos. Las peleas, siempre por celos de ella, eran constantes.

Todas las puertas estaban cerradas. Vislumbré un rayo de esperanza

una noche que fui al cine con Laura y me encontré a Junior. El cine

era el gran pasatiempo nuestro en aquellas noches vacías. A veces, por

la mañana, yo acudía a la Hemeroteca o a la Biblioteca Nacional a

leer, en busca no sabía muy bien de qué. Quería aprender tantas cosas

que desconocía...Y me ahorraba las escenas e inquietudes con mi

compañera. Si no pintaba, la lectura y el cine eran mis mejores

ocupaciones.

-¿Qué haces, Camilo?- me preguntó Junior.

-Trabajando en lo nuestro. Y a ver si alguna puerta se me abre.

-Yo estoy montando una productora. ¿Quieres grabar conmigo?

Me pareció que de pronto me ofrecían el cielo. Junior acababa de

separarse de Juan Pardo y estaba trabajando para fundar una

productora discográfica; creo que también deseaba convertirse en

empresario de artistas. Todos los viejos amigos y compañeros podían

contar con su ayuda. Confiando en aquel proyecto, todas las tardes

después de la comida me pasaba por su casa. Solo estaba en ella

Dolores, la doméstica, que me servía una copa de coñac y me daba los

discos para que me fuera entreteniendo. Al cabo de dos o tres horas

aparecía Junior, que tenía mucha actividad con su nuevo negocio.

Luego, más tarde, su mujer Marieta (Rocío Dúrcal) y Mario, un primo

de Junior. Y alguien más que se habían encontrado por el camino. Me

saludaban de pasada y casi inmediatamente se ponían a bailar rock-

and.roll o los discos de moda.

-¿No bailas, Camilo?-Es que yo he venido a trabajar en la producción.

-Bueno, no tengas prisa, vamos a divertirnos un poco.

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-¿Y cuándo grabaremos? -insistía yo.

-Un día de éstos, no te preocupes.

Yo me lo estaba tomando muy en serio. Había compuesto varias

canciones, las perfeccionaba continuamente, con la esperanza de que

en cualquier momento me llamara Junior para acudir a los estudios.

Pero una tarde y otra tarde ocurría siempre lo mismo: bailes y pérdidas

de tiempo mientras yo con la copa de coñac en la mano, esperaba. Y

cada noche volvía a casa sin haber conseguido nada. Y en casa me

encontraba a Laura Casale, que empezaba a gritarme pensando que

pasaba las tardes divirtiéndome como un golfo, persiguiendo a las

chicas. Se ponía histérica, lloraba, decía que yo no la quería y ella

estaba muriéndose por mí...aquello era terrible, espantoso. Una de las

noches regresé de ver a Junior más deprimido que nunca. Sus

proyectos no cuajaban y no parecía cercano el día de la grabación.

Deseaba que Laura me consolara, me animara un poco, pero ella no

estaba en casa. Entonces sentí unas ganas terribles de dormir, de

dormir miles de horas seguidas para curarme de aquella tristeza. Me

tomé seis pastillas de Medomina que Laura guardaba en su botiquín y

me quedé inconsciente en un sofá. No tenía ningún deseo de

suicidarme, ningún deseo de morir; solo ansiaba un sueño profundo y

largo. Laura salía aquella noche de viaje y cuando llegó a recoger su

equipaje y a despedirse de mí me encontró inconsciente, llamaron a un

médico que vivía en el edificio y me hicieron tragar cuarenta y nueve

tazas de café. Con la ayuda de la gente que la acompañaba me

arrastraron hasta el cuarto de baño y consiguieron que vomitara el

veneno. Si me hubieran dejado solo, probablemente mi sueño habría

sido demasiado largo y no podría contarlo ahora. ¡Qué inconsciente

estupidez la mía! Nadie tenía culpa de aquello, ni yo mismo. Pero

comprendí que no podía continuar viviendo de aquel modo y de

momento decidí separarme de Laura. Me fui solo al cine diciéndome

que a la salida tomaría una decisión. Después fui a cenar convencido

de que después de la cena tendría claro a dónde deseaba ir. A

continuación me metí en "Jota Jota" seguro de que al final sabría en

dónde meterme...Allí encontré a Rosetta, que se encontraba en una

situación semejante y me ofreció una pequeña habitación con cama en

la casa en que vivía. La primera euforia de aquel cambio logró

mantenerme a flote. Abandoné las visitas a la casa de Junior, en vista

de que se quedaban en eso, en visitas: realmente ¿qué quería de mí?;

volvía a la pintura, a los libros y a la música. Sería cantante o, al

menos, compositor. Con una guitarra, a la que le faltaba una cuerda,

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que Rosetta tenía, pasaba largas horas en su casa ideando sonidos y

poniéndole letras, luchando contra mis restos de acento valenciano,

especialmente la durísima ele. Hasta que de nuevo aquel buen amigo

Manolito Varela vino a decirme que Juan Pardo comenzaba a trabajar

como productor, y que parecía demostrar mayor interés por mí que su

antiguo colega Junior. En seguida quedamos de acuerdo en que yo

sería uno de sus artistas, en medio de muchos otros. Esta vez decidí no

desesperarme. Algún día llegaría mi hora. Y como, después de todo,

era un trabajador del show bussiness, estaba metido de hoz y coz en el

mundillo musical de Madrid, aprovechaba cualquier oportunidad para

trabajar y para aprender. Como era un pupilo de Pardo, aunque

"inédito", me llamaban continuamente para ayudarle en sus

producciones, sobre todo hacer los coros de las gentes a la que iba

grabando. En aquellos meses de finales del 69 y hasta el otoño de

1970 puse mi voz en una cantidad enorme de grabaciones: Marisol,

Luis Gardey, Mochi, Andrés Do Barro, Peret, el propio

Pardo...ayudaba en los coros a la mitad de los cantantes de España.

Naturalmente no me pagaban un duro por ello. Yo era gente de Pardo

y cuando había que echarle una mano se la echaba. Tenía esperanza de

que en algún momento me tocara a mí ser el solista. Por otra parte, iba

familiarizándome con los estudios y los sistemas de grabación, iba

aprendiendo. De vez en cuando preguntaba:-¿Cuándo, Juan?

-No te impacientes muchacho. No te impacientes.

Yo tenía ya 24 años. Pensaba que alguna vez llegaría mi momento.

Pensaba que tal vez las cosas eran así, así para todo el mundo; que

había que ser paciente. Yo nunca había actuado como solista ni

grabado un disco y creía que las cosas funcionaban de aquella manera,

a base de preguntar lo mismo: ¿Cuándo? ¿Cuándo? Por lo menos,

Juan Pardo iba abriéndose camino como productor. Yo tenía paciencia

y era muy tímido. No me atrevía a exigir. Alguna vez me llamaría. Y

me llamó para salvarle de una emergencia. Necesitaba urgentemente

algunas canciones inéditas. Para otros. La cantante Cristina me grabó

dos temas: Vamos al circo y La voz de un niño. Garbey me grabó Mi

buen amor. Federico Cabo, que se hacía popular con una versión del

Love Story me grabó Llegará el verano. Alguna vez me tocaría grabar

a mí; tenía ya listas unas veinte canciones. Y ni siquiera pasaba por mi

mente la idea de volverme a Alcoy, o de entrar a sueldo con

Caballero, o al menos pedir dinero por aquellos trabajos, coros y

composiciones, que a nadie de le ocurría pagarme. Aunque todos

sabían que las estaba pasando putas. Yo le preguntaba a Rosetta:-¿Tú

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crees que yo sirvo para algo más que para lo que te dije?-¡Sí! Para eso

¡sí! Y para lo demás, el que más. Cuando te oigan se enterarán. Seguía

viendo ocasionalmente a Laura, que siempre fue buena amiga. Y

como su carrera empezaba a declinar, atascada en mil conflictos, me

llamaba para pedirme ayuda."Camilo, que se me ha perdido el batería,

¿vienes tú?" "Camilo, que se me ha ido a la mili el guitarra rítmica,

¿puedes acompañarme?" "Que me falta un bajo..." De pronto me

encontraba en una furgoneta camino a Llodio, en Vizcaya, y al lado de

mi amigo Jaime Torregrosa, el que yo había llamado de Alcoy para

los nuevos Botines. Durante el viaje, Laura nos cantaba en la

furgoneta su repertorio y Jaime y yo nos lo aprendíamos.-No te

preocupes, laura, te sacaremos del atolladero. Trabajé con ella de

batería, de guitarra...Incluso de gogó. Tenía dos chicas que actuaban

como go-go girls mientras ella cantaba y una le faltó por algún

motivo. Me llamó y me fui a bailar durante un recital al lado de la

otra. Era en el verano de 1970. A los pocos días, me llama la go-go

superviviente, que tenía un tema propio. Había firmado un contrato

para una cesión de baile junto a su compañera en un pueblo de Toledo

y la compañera, no tan compañera, no aparecía.-Camilo, voy a perder

mil quinientas pesetas y, además; la bronca. ¿Por qué no vienes

conmigo? Te daré la parte de ella. El chofer del ayuntamiento se

quedó de piedra cuando, al recogernos, vio que una de las gogós era

yo.-Bueno, bueno, no sé lo que dirá el señor alcalde. Ustedes monten.

Fue una aventura maravillosa. El espectáculo se ofrecía en el bar del

pueblo. En un altillo al lado de la barra habían puesto dos cajas de

"Coca Cola" y un tocadiscos sobre el mostrador. Un pequeño circulo

como pista y varias hileras de sillas para los espectadores. Estaba allí

todo el pueblo. Los hombres, con garrota y boina. Las mujeres, con

pañuelos negros. Los jóvenes, con sus trajes de los domingos. Como

no tenían discjockey propio, tuve que ocuparme yo de ese cometido.

Ponía en aquel cacharro los discos que me gustaban a mí y corría a

encaramarme a mi caja de refrescos para bailar al tiempo que mi

compañera. Los viejos nos miraban como a marcianos. Y no es de

extrañar. Yo llevaba el pelo larguísimo; me hice una raya al medio y

me coloqué una cinta de cuero alrededor. Camisa negra, pantalón rojo,

un cinturón de flecos colgando por todos lados, zapatos

verdes...Estaba muy moreno y bailaba como un endemoniado. La

chica vestía más o menos igual, salvo que enseñaba muslo. La gente

de aquel pueblo estaba tan entusiasmada y sorprendida que ni se

atrevía a salir a bailar. Solo nos miraban, nos miraban, mientras yo iba

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poniendo discos. Al final de la fiesta rifaban una cabra. Como propina

por nuestro trabajo nos regalaron a la chica y a mí diez números cada

uno. Y me tocó la cabra. Yo quería meterme dentro de la caja de

"Coca Cola" y desaparecer. ¿Qué hacía yo con una cabra? Intenté

rechazarla, regalarla a los huérfanos del pueblo, al cura...No hubo

manera. Me había tocado a mí y todos estaban muy contentos de que

así fuera, porque me la merecía, y tenía que llevármela a casa.

Cobramos las mil quinientas pesetas cada uno, nos dieron un bocadillo

y nos metieron en el coche para devolvernos a Madrid. Con la cabra.

La gogó que me había metido en aquel follón no dejaba de reírse y el

chofer no sabía por qué. Yo pensaba que si me presentaba en la casa

de Rosetta a las cuatro de la mañana con aquel vestuario y con la

cabra, podía llamar a los loqueros. ¿Qué podía hacer yo?.-Oiga, ¿le

importaría parar un momentito? La cabra y yo queremos orinar.

Estábamos ya entrando en Madrid. Bajé del coche con la cabra, le di

un empujón y el inocente animal, después de unos pasos, se quedó

mirando con tristeza cómo volvía al coche sin él.-Se me ha escapado,

la muy zorra.-Vaya mala suerte, hombre. Se lo diré al señor alcalde a

ver si pueden darle otra -respondió muy serio el chofer. Eso me

pasaba por mi manía de intentar ayudar a todo el mundo. Porque si yo

no estaba recibiendo muchos apoyos efectivos, la verdad sea dicha,

nunca he tenido inconvenientes en echar una mano al que la

necesitaba. No me gusta cubrirme de flores, y por ello no insistiré en

la cuestión, pero mucha gente podría dar testimonio de ese interés por

los demás. Cuando estaba en la miseria y cuando he alcanzado el

éxito. "Nadie tiene derecho a ser feliz él solo", decía Alberto Camus y

yo he procurado compartir siempre mis raciones de felicidad, grandes

o pequeñas. Incluso cargando con una cabra por no desairar a mis

anfitriones. Para mi suerte, durante aquellos difíciles tiempos contaba

con Rosetta, cuyo inmenso sentido del humor me permitía

mantenerme como en el aceite sobre aquellas aguas oscuras y

agitadas. Fue una relación tranquila comparada con la de Laura,

aunque cualquier persona normal la calificaría también de

tempestuosa. Por fortuna para los dos, resultó breve: tan solo ocho

meses. Breve en la convivencia bajo el mismo techo, porque nunca

hemos dejado de ser íntimos amigos, tan íntimos que es

probablemente ella la primera que leerá estas páginas antes de darlas a

la imprenta, si finalmente me decido a hacerlo. Unida a mí para toda

la vida, porque es una mujer bondadosa, bella, simpática, alegre, vital,

imprescindible. La he querido y la quiero tanto como ella a mí. Pero

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cuando vivíamos juntos en su casa solo tenía un defecto, común

también a Laura Casale y a otras tantas otras con las que he vivido:

estaba empeñada en casarse, quería que nos casáramos.

-Mira Camilo, la gente se está poniendo mosca. Mi madre, cuando

llama, dice que por qué estás aquí tanto tiempo (la madre sabía que

estaba siempre). Los amigos comentan (y las revistas, y las emisoras

de radio: lo sabía todo el mundo). ¿No crees que ya es hora de que tú,

y yo, nosotros, quiero decir...?pero mi aversión al matrimonio es uno

de los asuntos que he tenido más claros desde muy pronto. Así que no.

Y para no hacerla esperar inútilmente, para no hacerla sufrir, decidí

irme de su casa. Estaba con nosotros Federico Cabo cuando intenté

convencerla de que debíamos despedirnos como dos personas

civilizadas.-¿Ah, sí?. ¿Y cuándo te vas, si puede saberse?-Pues el

lunes, un día de éstos...-¡Nada de un día de éstos! ¡Te largas ahora

mismo! Rosetta cogió mi maleta y empezó a llenarla con mis ropas,

furiosa. De pronto desaparece a otra habitación, está allí tres minutos

y regresa llorando y pidiendo que no me vaya. Una escena parecida a

la que me había enseñado la Casale. Aquello duró una eternidad:

gritando ella, intentando yo que razonara, hablándole de seres adultos

y civilizados, lo mismo que una película francesa...Al final pedí a

Federico que me acompañara. Bajamos juntos mi equipaje y me metí

en su coche, un Mini rojo precioso que acababa de comprarse. Pero

Rosetta nos siguió, subió a su "Seiscientos" y comenzó a perseguirnos

por Madrid. En los semáforos golpeaba con fuerza el coche de

Federico y lo iba llenando de abolladuras. Le pedí que acelerase, que

se metiera por direcciones prohibidas, que se saltase los semáforos en

rojo...Rosetta siempre detrás, golpeándonos cada vez más fuerte. Al

fin, antes de que el pobre Federico se echara a llorar ante aquella

tragedia, me bajé delante de una boca de Metro, dejando las maletas

en el coche. ¿Sirvió aquello para detener a Rosetta? Intentó seguirme

dentro de su coche, hasta que se quedó atascado en las escaleras. Yo

monté en un vagón y así logré acabar aquel idilio. Unos días más tarde

escribiría para ella una canción. La estrené en un concierto en

Castellón, meses más tarde. Quise invitarla a que la oyera, pero sin

que la conociese previamente. Sabía yo que mi marcha le había dolido

mucho e intenté con aquellos versos darle ánimos: ¿No te das cuenta

que no estás sola? Me tienes contigo , Rosetta. Ya no eres niña, la

gente te adora. No llores, sonríe Rosetta...Poema de amor, así te

encontré Rosetta, Rosetta...

Al oírla desde la primera fila, lloraba como una tonta: entendía bien

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mi mensaje de amor y aliento.

Entendía que seguiríamos siendo amigos, aunque no viviéramos en la

misma casa.

Capitulo 20.

Esperar Londres

Dudo que, algún cantante español moderno haya esperado tanto

tiempo para grabar su primer disco, haya tenido que aguantar tanto

antes de conseguir lo que buscaba. Cuando ahora me critican incluso

por mis éxitos, cuando escriben de mí como un niño mimado de la

canción en castellano, cuando me miran con aviesa intención porque

no me faltan dinero, éxitos y amigos, muy pocos conocen esta larga

lucha que he ido resumiendo. No basta con tener condiciones. Ni con

tener suerte. También hay que estar bien dotado de paciencia y de

voluntad. Al menos eso me ocurrió a mí. Voluntad y paciencia durante

muchos años.-Bueno, no me atosigues, Camilo. Todo llegará -me

decía continuamente Juan Pardo. Había estado una temporada con

Junior. Luego, un sueño entero esperando con Juan Pardo, haciendo

de todos menos lo que quería hacer. Y por fin, en octubre de 1970, me

pide que grabe un disco. En la cara A: Llegará el verano; en la cara B:

Sin dirección. Como comienzo de una carrera, aquello era estelar.

Cuando me presentaba en las emisoras de radio con mi disco, el

locutor me decía:-Pero, ¿cómo quieres que ponga en octubre una

canción titulada Llegará el verano? ! Menuda novedad! A no ser que

te refieres al verano que viene.-Pero la cara B...-Sin dirección.

Domicilio desconocido. Es que es un cachondeo...Te estás luciendo,

muchacho. No sé si Juan quería quitárseme de encima, si no se dio

cuenta de lo que estaba haciendo o si, produciendo ya a una legión de

cantantes, no distinguía a unos de los otros y el verano del invierno.

Además, el disco no era bueno y, además, se notaba demasiado que

era de Juan Pardo, uno más del sello Piraña. Quiero decir que no era

yo el que cantaba sino uno del grupo de Pardo. Se habían grabado los

playbacks en Londres, al parecer para otro cantante, y la voz

finalmente la puse yo en los estudios madrileños de la RCA. Pardo me

dio sus letras y yo creía buenamente que era mejor presentarme con

canciones de Pardo que con las mías propias. Se vendieron algunos

discos, de todas maneras. Los que compré yo para regalar a mis

amigos. A los tres meses de aquel despiste, una nueva oportunidad.

Pardo tenía bajo el brazo una adaptación de la "Canción de Cuna" de

Brahms que había hecho él mismo y me preguntó si quería grabarla.

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Estuve estudiándola y finalmente acepté. Pero ya no para cantarla

según la escuela de Pardo, sino según mí propio estilo. Ésa sí puedo

considerarla mi propia canción, porque ya era una canción de amor

cantada a mi manera, con mi estilo. Hacía tiempo que me había

distanciado del rock-and-roll e intentaba situarme en la zona de las

canciones de amor de Los Beatles: un tipo de canción melodiosa,

armónica, expresiva, apasionada a veces. Cuando decía Buenas

Noches, mi amor en 1970 estaba comenzando la evolución hacia

Amor de mujer en 1984: el molde es prácticamente el mismo. Es mi

estilo. Aquel disco ya era otra cosa. Para grabarlo había firmado un

contrato con la compañía alemana Ariola, que acababa de instalarse en

España, después de absorber Discos Vergara. Fui yo el primer artista

español contratado por esa compañía, en la que todavía sigo

trabajando, después de catorce años. Incluso vivía en un piso

paredaño, en la calle Doctor Fleming 31. yo vivía en la puerta A y la

compañía tenía sus oficinas en la B. Juan Pardo me había prestado las

diez mil pesetas de pago de anticipo del alquiler. Antes de anclarme

allí había pasado unos meses en un piso de la calle Benigno Soto, en

compañía de mi amigo Jaime Torregrosa, una casa que estaba llena de

damas de compañía y de chicas con vocación de lo mismo, fue quizás

donde mejor me trató el vecindario. Me invitaban a comer, me

contaban sus cuitas, me lavaban la ropa, me consideraban como un

hijo de ellas. Aún conservo algunas buenas amigas de aquella

residencia...Ahora que hago cálculos, he vivido al menos en una

veintena de lugares dentro de Madrid: ¿cómo contar todo lo que me

ocurrió en cada uno de ellos? Pero las chicas maravillosas y

humanísimas de Benigno Soto son inolvidables. Teníamos una

relación maravillosa en Ariola. Charo García y José María de Juana

entraban continuamente en mi casa a pedirme un café o a ofrecérmelo.

Muchos domingos tenía que cocinar una paella para todos los

empleados. Yo mismo me ocupaba de seleccionar en el archivo las

fotos que me gustaban y las que no me gustaban...Éramos una

pequeña familia llena de entusiasmo y de ilusiones en la incipiente

empresa. Con aquel disco bajo el brazo comenzaba a sentirme el rey

del mundo. Se escuchaba mucho por la radio, lo ponían en la

televisión. La gente hablaba de él, en las revistas. De repente todo el

mundo empezaba a tomarme en serio...Claro que los empresarios se lo

tomaron con más calma. La misma noche de San Silvestre de aquel

año, a medias para ganarle unos duros y a medias para echar otra vez

una mano a Laura Casale, actué en el Hotel Eurobuilding. Fue una de

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las últimas grandes hazañas de nuestra vida juntos. Laura subía al

escenario, cantaba una canción y se iba a echar un trago. Yo actuaba

como batería, pero dado que ella tardaba en aparecer, me ponía a

cantar. Durante toda la noche, hasta el amanecer, estuve cantando

detrás de la batería todo el repertorio imaginable: las canciones de

Laura, las de Pardo, el Achilipú, las de Los Beatles, las de Federico

Cabo, las de Peret, las mías propias, yo creo que hasta las que me

había aprendido en Los Salesianos...Laura aparecía medio grogui, le

daba un meneo a su espetera, la gente aplaudía y Laura se largaba. Y

Camilo Sesto en aquel momento, hubo de cargar con todo el

espectáculo. Yo creo que hasta cerca del mediodía del primero de

enero de 1971. claro que me pagaron cinco mil pesetas...Ni siquiera

durante el verano siguiente logré otra cosa que hacer coros, tocar la

batería con unos o con otros, sacar de nuevos atollerados a Laura,

componer en solitario, correr una vez más al sótano de Caballero a

sacar unas pesetas que precisaba con urgencia. Aunque en teoría iba a

"llevarme" el mánager de pardo, Juan Martínez, a la hora de la verdad

la que me llevaba era Laura o algún otro amigo en plan de samaritano.

Y eso que en primavera había salido otro single mío: Lanza tu voz y A

ti Manuela, una hermosa canción que alcanzó cierto éxito publicitario

a causa del tema. Aunque no se dijo toda la verdad y se añadió alguna

mentira (que estaba dedicada a mi primera novia de Alcoy, por

ejemplo), compuse aquella canción una noche que me enteré de que

estaba a punto de morirse de leucemia una niña hija de unos amigos

míos, Cari y Manolo Lapique, vizcondes de Villamiranda, de siete

años. Se llamaba Almudena. A la mañana siguiente, acudí con una

guitarra a la Clínica de la Concepción para cantársela. Yo me

emocioné tanto que tuve que salir al pasillo para no llorar. Allí donde

tú estés yo sé que me esperas, un día llegaré...Parecía una sencilla

canción de amor, una canción sentimental, pero era algo más que eso:

un intento de gritar que el amor era más fuerte que la muerte. Quizás

la pequeña Almudena pudo entenderlo antes de irse. Aquella era una

canción muy hermosa, sí. Las dos gustaron a mucha gente. Algunos

profesionales de la radio comenzaron a apoyarme, especialmente Pepe

Fernández. Mis canciones sonaban con frecuencia y comenzaron a

proliferar a mi alrededor periodistas y fotógrafos. Y también

aspirantes a mánager. El primero creo que fue Tony Caravaca, que me

preparó una verdadera gala en Torrejón. Antes de actuar tuve que

patearme el pueblo para la cosa de publicidad, después canté durante

casi dos horas, mis canciones y las de otros, y más tarde me fui a mi

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casa...sin cobrar. El siguiente mánager debió de ser Antonio

Fernández:-Oye, te organizo una gala en Victoria por sesenta mil

pesetas.-¡!Sesenta mil pesetas!! Ahora mismo firmo. No me contó que

tenía que actuar tres veces en el mismo día, en tres locales diferentes.

Que con ese dinero debía pagar los viajes, a los músicos y la estancia

en el hotel, además de su comisión. Cuando regresé a Madrid me

habían sobrado quinientas pesetas. Juan Pardo seguía siendo mi

productor, y también mi amigo, hasta ahora mismo, pero los negocios

eran un desastre. En realidad, estuve todavía un año cantando para

pagar los gastos, pero poco a poco me iban surgiendo los contratos.

Ay, ay Rosetta (que apareció con la canción de Pardo Mendigo de

amor) fue ya un éxito de cierta importancia. Un programa de

televisión que se llamaba "A todo ritmo" parecía más bien "A todo

Camilo", porque allí estaba yo todas las semanas. Por primera vez

sabía lo que era ser conocido de veras, en la calle, en los restaurantes;

ser parado para que firmes un autógrafo o des una explicación...Y

también empecé a conocer la realidad de las galas viajeras. Con cuatro

músicos a mi lado, viajando en furgonetas, en trenes o en el propio

coche de Charo García, corriendo siempre, para ganar lo justo para los

gastos. La primera vez que actué como Camilo Sesto fue en Burgos,

en una discoteca. Llevaba esperando diez años aquel momento...

y cuando llegué a Burgos tenía un fiebrón de 39 grados. Amodorrado

en un sillón del camerino, salía a escena, cantaba como podía tres

canciones y volvía a tumbarme otro rato, mientras mis músicos

continuaban solos. Así varias veces, hasta completar el concierto.

Luego, dormir un rato en el hotel, y a repetirlo todo en la sesión de

noche. Pero no importaba demasiado. Empezaba ya a trabajar, me

pagaban, aunque muy poco. Los periódicos querían entrevistarme

(sobre todo para hablar de Laura, de Rosetta...), en las emisoras de

radio me recibían bien. No solo cantaba las canciones aparecidas, sino

varias otras que tenía compuestas, especialmente Algo de mí y Todo

por nada, que me lanzarían por fin una vez grabadas en disco.

También, desde luego, versiones personales de las composiciones de

Los Beatles. Pero estaba claro no era un rockero. Y mi argumento

esencial a la hora de escribir una canción era el amor. No he sido

infiel a mis principios. Tenía que darles todo el dinero a mis músicos

para que no se me fuesen, para que me acompañaran cuando ya tenía

algún contrato. Venían conmigo un batería gallego Chupi, el guitarra

Rodolfo Catalán, alias Perla, siempre Jaime Torregrosa al bajo, un

muchacho de mi pueblo llamado Paco, y que moriría poco después en

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un accidente de camión, el pobre como guitarra de

acompañamiento...Y yo hacía de todo: mánager, de pipa, cobraba, les

pagaba, iba a la estación de Atocha a llevar carteles...Mi promoción se

hacía de boca a oreja. Y así empecé a hacerme popular en Navarra, en

Galicia y en Murcia; un éxito en un pueblo me proporcionaba

pequeños contratos en otros cuatro o cinco vecinos. En Televisión

Española me llamaban de "Estudio Abierto" y de "24 Horas",

programa en el que me hicieron coro mis amigos Ana y Johnny

(Alfonso Nadal), más tarde el "Pilatos" en Jesucristo Superstar,

conocidos entonces como Los Magos de Oz...No me pagaban pero me

conocían todos. Hasta que me preguntaron:-¿Estás preparado para

Madrid, a lo grande?¡Claro que estaba! Y me contrataron en "La

catedral de la música, la discoteca "Jota Jota". Fue un éxito de mucho

cuidado, con presencia de informadores, críticos, comentaristas. La

revista Mundo Joven habló a todo trapo de aquel concierto. Camilo

Sesto empezaba a sonar fuerte. A finales de 1971 el círculo de la

espera acababa de cerrarse. Ante el éxito de la canción de Rosetta, en

Ariola se plantearon enviarme a Londres a grabar con los mejores

medio un nuevo disco. Era el artista español que más dinero estaba

dejando en la joven compañía. Aquel primer viaje a Londres, con Juan

Pardo y con su mujer, fue para mí el descubrimiento de un mundo

nuevo. Con mi carita de adolescente, con mis ojos de niño de Alcoy,

no podía creer cuanto veía: las palomas de Trafalgar, el cine porno, los

imponentes estudios de grabación, Piccadilly y Jesucristo Superstar.

De las dos docenas de veces que vi aquella ópera rock, aquella fue la

primera, y ya me quedé deslumbrado para siempre. Si había llegado a

Londres estaba seguro de que podría llegar a cualquier parte.

Aproveché para comprarme la ropa más moderna y para hinchar de

confianza mi corazón. Algo de mí tenía que ser ya el otro lado de la

frontera, la entrada en ese mundo al que tanto había aspirado. Y Algo

de mí fue lo que yo me había propuesto: un éxito.

Capitulo 21.

150 formas de amor

Detrás del disco Algo de mí, aparecido en 1972 con once canciones,

cuando tenía yo veinticinco años y medio, se ocultaban muchos

trabajos, muchas tentativas, muchas esperanzas. Juan Pardo se

empeñó en que aprovechara algunos playbacks que tenía preparados

para un muchacho de Galicia y que les pusiera mi voz. Eran nada

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menos que Oh Mary y el Sole mío.-Pero si yo voy de moderno por la

vida, ¿cómo voy a cantar eso?. Quiero canciones inéditas, tuyas y

mías, pero inéditas.-No te preocupes. Quedará bien. No me hagas esa

faena. Tengo los playbacks listos...Accedí a su deseo para no

enfadarnos, aunque deseaba incluir únicamente canciones propias. Y

quedó bien, mucho chorro de voz, pero no era más que una italianada.

Luego, a lo largo de los años, he incluido muy pocas canciones ajenas

a mis quince discos de larga duración: algo de Los Beatles, Puente

sobre aguas turbulentas, Si se calla el cantor y algunas mías que me

gustaban muy especialmente. Mi obra discográfica por consiguiente,

editada desde Japón a Chile y desde Holanda a California, está

compuesta por un centenar y medio de canciones en esos quince

discos esenciales, a los que habría que añadir otra media docena de

selecciones, antologías, "grandes éxitos", etc. Después de que Pardo

fuera enseñándome los secretos de la producción, a partir de mi tercer

disco Algo más, yo mismo he producido por lo general mi propia

obra. Con eso ganaba libertad e independencia. Por otro lado, muy

pronto dediqué también parte de mi tiempo a producir discos de otros,

generalmente con canciones mías, siempre gente amiga y carcana. No

sería fácil desmenuzar todo ese trabajo de una docena de años, un

trabajo que me llevaba de Madrid a Los Ángeles y de Turín a Nueva

York. Sin que haya tenido nunca deseos de convertirme en una

especia de ejecutivo del "show bussines", aprendí tanto en mis años de

espera, incluso en los territorios de la técnica, que no he podido

negarme a solicitaciones de ese tipo. Nombres bien conocidos como

los de Ángela Carrasco -la más cercana siempre, la más amiga-

Celentano, José José, Lucía Méndez, la mujer de Herp Albert, Lani

Hall, el grupo Alcatraz, que actualmente me acompaña, Miguel Bosé

han ofrecido a veces su música en producciones mías, casi todas ellas

muy afortunadas.¿Y cómo resumir esa dura y larga tarea? Mis discos

han ido siendo editados regularmente a un ritmo de nueve o doce

meses. Y desde que obtuve mi primer disco de oro en Argentina en

1972, son muchos miles las copias vendidas en medio mundo, cada

vez mas copias, cada vez en más países. ¿Tienen algún interés

especial estos hechos? Significan solo muchas horas de ensayo, de

esfuerzo en los estudios de grabación, midiendo cada sonido, cada

letra, noches sin dormir y discusiones interminables con los técnicos.

Personalmente me importa mucho más -más que su éxito- la verdad de

esas canciones. La mayor parte son canciones de amor, como todo el

mundo sabe. Y no por una operación de marketing, no por

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necesidades del mercado, sino porque el amor, como he repetido ya,

ha sido el verdadero elemento de mi vida, desde el amor de mi madre

hasta el que ahora mismo siento por mi pequeño hijo. Y hay -en mis

canciones, como en mi vida- amores de todos los tipos, o de casi todos

géneros posibles: tranquilos y apasionados, perdidos e imposibles,

fecundos y estériles, efímeros y eternos. Porque la mayoría de esas

composiciones no responden a una elaboración intelectual, no son un

producto de laboratorio: mi vida expuesta en ellas como una foto

polaroid. Si ahora mismo intentara analizarlas una a una, detrás de

todas encontraría una historia, un momento fugaz que me obligó a

escribirla, un recuerdo punzante y largo...Muchas canciones dirigidas

a alguien, se refieren a alguien, son de alguien. En los textos la

imaginación tiene poco cometido. Soy un hombre profundamente

observador, incluso inconscientemente voy absorbiendo como una

esponja todo lo que ocurre a mi alrededor, los sentimientos de la gente

que me rodea; y buena parte de esa observación, se refiere a mí

mismo, admite aplicación a otra persona, se transforma y hasta se

altera. Eso es lo que me permite, por ejemplo, cantar con la misma

pasión una misma canción más de doscientas o trescientas veces. El

cantante que es al mismo tiempo autor de lo que canta no podría

resistir la rutina de esas repeticiones si no encontrara cada vez que

interpreta una canción un sentido nuevo o el recuerdo vivido del

origen de la misma o la situación de ánimo que la provocó. Se da en él

la fértil esquizofrenia del creador puro y simple, el hombre que se

encierra a solas con su propia alma para conseguir algo sobre el vacío,

algo grandioso o sencillo, pero original, único, y la del intérprete que

debe aplicar a esas creaciones una técnica, un sentido de la

comunicación y del espectáculo. En ese terreno puedo decir que soy

dos personas, que tengo dos vidas. La una es secreta, íntima, creativa.

La otra aparece bajo los focos en medio de la algarabía y el acoso de

las fans. Quizás los públicos aplauden más al intérprete que al creador,

porque su imagen es más esplendente y accesible, pero yo prefiero esa

otra personalidad menos conocida. Por eso mismo nunca he sentido

pavor a perder la voz o a quedarme sin el favor de las multitudes, que

se me viene brindando desde hace una docena de años con una

prolijidad maravillosa. Mientras tenga fuerzas para escribir, para idear

una melodía o un verso, mi vida con la música, ese largo matrimonio,

tendrá sentido. Descubrí muy pronto esa maravillosa relación entre la

obra y quien la escucha, entre lo que uno siente y lo que hace sentir a

nuestro prójimo. Cuando Rosetta me seguía en mis actuaciones

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primeras e intentaba abrirse paso entre todos, entusiasmada y casi en

éxtasis y gritaba:-¡Esa Rosetta soy yo! ¡Esa canción habla de mí! ¡Yo

soy ésa! Cuando esto sucedía en público, empecé a comprobar hasta

qué punto existen los misterios de la comunicación. En el fondo, una

jovencita que se desmaya o se extasía o se pone histérica u oye mil

veces una canción en su casa, es porque eso que oye es lo que ella ha

sentido o siente. Las notas y las palabras se dirigen a ella, son suyas.

Reside ahí, creo yo, la verdadera razón de mi éxito; no en mis ojos

azules, en mi aspecto físico, en mi vestuario, en mi forma de actuar.

Reside, creo, en mi forma de ser. Me parece muy honesto que unos

canten contra la guerra, en defensa de las hormigas voladoras, a favor

de una ideología política; que le canten a los rascacielos, a las

montañas azules, a los héroes mitológicos; que protesten, testimonien

o profeticen con sus canciones. Porque a mí también me gustaría

hacerlo. A mí me gustaría tener la capacidad y recursos para escribir

todo género de canciones y, naturalmente, daría un brazo por

conseguir un fragmento como los que Bach o Beethoven o Satie o

Monteverdi lograban mientras dormían la siesta. Me siento dichoso

cuando, por ejemplo, escucho cómo a Serrat se le ha ocurrido la idea

de que su techo necesita una capa de pintura; cuando me quedo helado

oyendo ese testamento de Brassens pidiendo que lo entierren en la

Playa de Sete; cuando retorno a Los Beatles -casi a diario, no hace

falta decirlo-, a Jacques Brel o a tantos centenares de admiradores

colegas. Y me gustaría haber compuesto también todas esas bellas

canciones. Todas además de las mías. Porque a mí se me ha dado el

don de interpretar esas mil formas de amor, hasta ahora resumidas en

el centenar y medio de canciones grabadas y otras que esperan. El arte

es largo -como decían los latinos- pero también ancho y generoso.

Creo que cabemos todos y mi obligación, la que yo me impongo y a la

que me empujan mis seguidores, es hacer lo mejor posible aquello que

sé hacer. O sea: escribir e interpretar canciones de amor. Lo cual no

significa que renuncie a todas las demás posibles. Ya he grabado

algunas que no son específicamente amorosas, o que incluso son más

que amor, por utilizar el título de uno de los temas del Jesucristo

Superstar cantado por Magdalena/Angela carrasco. Quizás si algún día

el amor empieza a no ser tan esencial en mi propia existencia como lo

ha venido siendo hasta ahora; quizás si encuentro pasiones nuevas,

intereses distintos, cambiarán los argumentos de mis canciones. Pero

si ahora basta el temblor de unos labios para que me den ganas de

expresar esa belleza en una canción, seguiré haciéndolo. En este

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terremoto, pues, he admitido todas las críticas. Y pido, al mismo

tiempo, que se admitan mis obsesiones de creador. Soy esencialmente

un autor de canciones amorosas, lo que no solo no me parece indigno,

sino que juzgo importante. Es una buena forma de explicar, a los

otros, a los que me escuchan, algo que quizás sienten ellos mismos

pero no han podido descubrirlo. O, por lo menos, expresarlo.¿Sucedió

ya así con Algo de mí? Empezó a figurar tímidamente en las listas de

superventas hasta que Eduardo Sotillos y Nieves Romero comenzaron

a programarlo continuamente en el programa de Radio Nacional "Para

vosotros, jóvenes". Durante todo un año estuvo encabezando todas las

listas, entonces, cuando los discos no eran mercancía perecedera como

las verduras. Ahora un éxito se mantiene como máximo un

mes...Ocurría todo en 1972. el día 16 de septiembre, justo el día de mi

cumpleaños, me dijeron que la canción había llegado a número uno de

"los 40 principales"; aquel día estaba actuando en Molina de Segura,

Murcia...El viaje a Londres para la grabación y los resultados de la

misma me asentaron en mis sueños. Pude por fin comprarme un coche

y, poco después, una casa en la calle Jorge Juan. Pagando siempre al

contado, porque jamás he querido hacerlo a crédito, firmando letras.

Los que poco antes me huían en las emisoras, me perseguían ahora.

En unos pocos meses cambió por completo mi vida. Se multiplicaban

los asedios de las mujeres, incluso de aquellas que conocía de un

momento; empezaron a pagar decentemente mis actuaciones; se me

respetaba como profesional de la música. En el largo camino docenas

de compañeros se habían quedado en el pesado pantano de la lucha, la

dificultad y la espera. Otros han seguido, y muchos a mi lado en

distintas parcelas de la música. El éxito puede también ser una

monotonía. Luego de tantas búsquedas, de la tensión por salir

adelante, la popularidad y el éxito terminan con una cara igualmente

rutinaria y chata. Naturalmente, se suceden viajes, anécdotas,

aventuras, amores...Probablemente no sea posible resumirlo en unas

pocas páginas. La infancia se ve más clara, más limpia. La edad adulta

es una amalgama de sucesos, de actos, de ideas, de sentimientos, tan

compleja y bárbara que no tiene síntesis posible. Cada disco es un

mundo, cada actuación una aventura, cada encuentro una hazaña

posible. Y debe uno vivir tan de prisa que apenas tiene tiempo de

averiguar lo que la vida es. Por eso a estas alturas he querido

detenerme un instante y echar la vista atrás a fin de investigar en lo

que hay delante de mí. Al fin y al cabo, como decía ya en mi segundo

disco, yo soy Solo un hombre. Y "está el hoy abierto al mañana,

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mañana al infinito..., ni el pasado ha muerto ni está el mañana ni el

ayer escrito". Lo dijo Machado.

Capitulo 22.

La Dama de tules

El hombre era evidentemente un entendido en cante jondo, casi un

cabal. Al menos, eso quería demostrar. Estaba yo en las Cuevas de

Nemesio atento a esa música severa, misteriosa y profunda, eterno

aprendiz pero saboreador honesto, cuando aquel hombre se me acercó

a hablarme y terminó sentándose a mi mesa. Estaba yo acostumbrado

a estos inconvenientes - a veces ventajosos- de la popularidad.

Algunas noches, para drenarnos de los excesos de nuestra propia

música, íbamos un grupo de amigos a aquella pequeña catedral del

cante flamenco. He procurado siempre no cerrar los ojos a nada que el

hombre haga, por lejano que en apariencia esté de mis intereses; así he

encontrado muchas veces satisfacciones inolvidables. Uno, incluso

agitadamente, vive entre los hombres y no puede desdeñar nada de lo

que hagan. Pocas cosas me indignan tanto como la presuntuosa

ignorancia del que es número uno en cualquier cosa y por ese simple

hecho rechaza todo lo demás. El flamenco, como los conciertos de

música clásica, o el teatro, o los espectáculos deportivos me han

interesado siempre, a veces unas temporadas más que otras, según mi

estado de ánimo, pero por nada me perdería un acontecimiento

cultural si puedo llegar a él. La primera cosa que pido a mi secretaria

antes de emprender una gira es que se entere bien de los

acontecimientos que hay en la ciudad o de lo que vale la pena ver allí.

El tablao madrileño ha sido uno de mis refugios. Sin embargo, no

puedo recordar con quién me encontraba aquella noche, sin duda

porque fue tan desmesurado lo que sucedió después que pasó un

borrador sobre mi inmediata memoria. Tendría aquel hombre unos

treinta y cinco años y parecía muy educado. Hablamos de las posibles

o imposibles relaciones entre el pop y el cante, sobre los parecidos

remotos orígenes de ambas músicas - campesinos andaluces, esclavos

negros en Estados Unidos, jóvenes marginados en Inglaterra-;

callábamos mientras intervenían cantaores y bailarinas; le dábamos

con tiento a un jerez seco y frío que ayudaba a entornar el alma.

Alguien había invitado a un grupo de gente, a local cerrado, a aquella

sesión; en cierto modo, pues, todos éramos presuntamente conocidos.

En realidad, el hombre tenía muy poco que ver con la música. Era (es)

una personalidad destacada en Madrid, sobre todo por el tipo de

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trabajo que tiene y por su dinero, que debe de ser incluso excesivo. Y

parecía muy simpático. Cuando acabó el espectáculo, me tomó del

brazo:- Es todavía temprano. ¿Quieres venir a tomar una copa a casa?-

Bueno, es que he venido con unos amigos...-Mi mujer tiene mucho

interés en enseñarte unas telas. Sabemos que has sido pintor y nos

gustaría conocer tu opinión.-Yo en realidad...-No puedes desairarla,

Camilo. Se enfadaría conmigo, fíjate. No puedes imaginar lo que te

admira, de veras. Bueno, ya te lo he dicho. Y aprovechas para

dedicarnos tus discos; los tenemos todos, todos. Muchas veces me he

metido en conflictos por no atreverme a decir que no a la gente que

me rodea. Muchas veces por cordialidad, varias por timidez, algunas

por el aguijón de la vanidad halagada, el caso es que en muchas

ocasiones he hecho lo que no me apetecía hacer. De cualquier manera,

aquel tipo parecía tan encantador, tan educado, tan sereno, que

finalmente empecé a dudar.- Mira, será un momentito. Una sola copa.

Te llevo en coche y luego yo mismo te devuelvo a casa. O adonde

vayas con tus amigos. Todo lo ponía muy fácil aquel caballero.

Salimos, pues los dos de las Cuevas de Nemesio. El portero trajo hasta

la puerta un Porsche blanco y brillante. Tan grandes excesos de

amabilidad empezaban a mosquearme. Pero llevaba aún el cante en el

cerebro y el jerez en el corazón. Tampoco me importaban las

sorpresas. Desde que era un hombre famoso e incluso- según algunos -

un hombre público (en el sentido de que me debía a mi público).

Estaba acostumbrado ya a todo género de asaltos, de administraciones

súbitas, de halagos inopinados. El peso de la púrpura, que dicen. Uno

procura llevarlo lo mejor que puede y sin descomponer la figura, que

para eso se lo buscó con ahínco...Bueno. Enfilamos estrechas

callejuelas, cruzamos avenidas, empezamos a salir de la ciudad. Mi

anfitrión poseía una impresionante casa en Puerta de Hierro con

mayordomo que recogía los abrigos apenas abierta la puerta y perros

guardianes que se apaciguaban a la voz del amo. Nos quedamos los

dos en un inmenso salón que parecía de Lo que el viento se llevó. -

¿Un whisky, Camilo?-Con Coca Cola, por favor - dije-. Es mi bebida

predilecta. Nos sirvió el mayordomo y el dueño le ordenó que se

retirara. Ni me traían discos para que los firmase ni me señalaban

cuadros sobre los que poder emitir una opinión, aunque colgaban

muchos y buenos de las paredes.-Un momento, ahora aparecerá mi

mujer .Todo natural. Casi me daban ganas de ponerme a contar esos

chistes idiomáticos bobos que tanto nos divierten a mi y a mis músicos

a eso de las cinco de la madrugada, después del trabajo agotador:

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¿Cómo se dice escupir en árabe? ¿...? " Saliva-va" ¿Cómo se llama el

ministro japonés de Sanidad? ¿...? "Yo quito Kakita." Contar alguna

tontería de ese genero. El hombre miraba con una sonrisa perfecta y

yo empezaba a sorber mi bebida. De pronto, apareció la mujer por una

puerta lateral. Llevaba el pelo suelto, largo y dorado, y sobre su piel

lucía una especie de túnica trasparente y azul cuyo borde arrastraba

por el suelo. Tan transparente que podía verse toda su piel. Toda. No

llevaba una sola prenda aparte de aquellos tules. ¡Sopla, manopla, y

escucha la copla de Constantinopla!, como dijo el otro. El marido me

la presentó sin hacer mención alguna a su vestuario, como si ella

recibiera siempre así a sus invitados, con la piel a la intemperie.

Después de un respingo que me agitó de los pies a la cabeza, intenté

mantenerme frío vaciando el resto de mi copa. La mujer se sentó a mi

lado y comenzó a hablar de mi mismo, de lo que le gustaban mis

canciones, todo lo que había oído en el tablao, como si tal cosa. En un

momento dado, el marido se levanta del sofá y desaparece. ¡Vaya, otro

que se me presenta en pelota viva!, pensé yo. No fue así. No estaba

previsto o su esposa no le dio tiempo. Casi inmediatamente me tomó

de la mano y me pidió que la siguiera para enseñarme sus cuadros. La

pinacoteca familiar era bastante rara y estaba en un lugar poco

adecuado: el dormitorio. Lo menos erótico que había allí eran unos

espléndidos traseros de Urculo. Unos espejos clarísimos sujetos al

techo multiplicaban todo aquel arte que una censura incluso poco

rigurosa hubiese condenado a la hoguera. La señora me pidió que me

sentara en la cama, el lugar mas apropiado para ver todo esto, dijo.

Para eso y para todo lo demás. Realmente, no puede negarme, porque

la dama estaba francamente muy bien. Antes de pensarlo mucho

andaba ya metido en una orgía bastante inverosímil y absurda, pero

¿cómo negarse después de tantos alicantes? Mientras veía nuestros

cuerpos reflejados a la vez en docenas de espejos, asustado por casi lo

que veía, pensé que me habían tendido una trampa suntuosa." Ahora

me están filmando, seguro, ahora aparece el marido y me pega un tiro;

han llamado a la Policía y va a trincarme por estupro o violación o

asalto; la semana que viene aparezco en todas las revistas de Madrid

como mi madre me trajo al mundo..."Pero no estaba en condiciones de

evitarlo, con aquella mujer en mis brazos. Se incendiaba antes de

sacar la cerilla. Bastaba que acercara mi lengua a uno de sus pezones

para que se retorciera como una serpiente y gritara de placer. En

realidad, el solo hecho de verme desnudo a su lado la empujaba a reír,

a chillar, exaltada y enfebrecida. Cuando estábamos ya en los

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umbrales del séptimo cielo, se abrió la puerta del dormitorio y

apareció el marido. Muy tranquilo con su copa en mano. Quizá

llevaba el revólver escondido... Pero dijo, sonriendo:-¿Qué tal? ¿Bien

todo?-¡Si, si, de veras! ¡Magnífico, cariño!- respondió a gritos su

mujer. El tipo hizo un gesto de contento y se fue. Había terminado la

primera sesión, de modo no completamente satisfactorio por culpa de

la presencia del hombre. Así que iniciamos una segunda y, a

continuación, una tercera, más tranquilo yo e igualmente desbordada

ella. Cuando por fin acabaron nuestros trajines, después de mucho

rato, la señora se enfundó en sus tules.-Has estado muy bien, Camilo.

Espero que vuelva a repetirse. Muchas gracias.-De nada, señora. Ha

sido un placer- le respondí yo, todavía asombrado.-Llamaré a mi

marido y te llevaremos a Gitanillos. ¿No te esperaban allí tus amigos?

Regresamos al salón. Estaba allí el marido, entretenido con su bebida

y contemplando las musarañas. Se puso de pie, tan educado como

siempre, salimos hasta el Porsche después de que ella se enfundara

sobre los tules un abrigo de visón blanco, enfilamos la autopista y

llegamos a la discoteca. Al despedirse de mí, el hombre me tendió una

mano blanda y helada. Con una brillante sonrisa profidén. La mujer

me besó en la mejilla y me entregó un sobre. Yo pensé que seria una

carta o una cita. Lo guardé sin preocuparme. Cuando ya en mi casa,

abrí aquel sobre, descubrí que contenía cinco billetes de mil pesetas.

¿Qué podía hacer: correr a devolvérselas? No, se las devolví cuando,

pocos días más tarde, la mujer comenzó a visitarme en mi apartamento

para que repitiéramos juntos, más calmado yo, la escena nocturna de

su casa. Así lo hicimos muchas veces, hasta que me cansé de sus

visitas. En cuanto al marido, nunca supe más de él." Miró al soslayo,

fuese y no hubo nada", como decía del valentón el soneto de

Cervantes. Ni me filmaron ni vendieron mi pellejo en exclusiva a

ninguna revista porno. Probablemente era aquél su modo de vivir y de

soportarse juntos. Hay gente para todo, decía El Guerra. Pero en

hazañas semejantes a ésta me he visto envuelto tantas veces que

podría componer una deliciosa antología. Acerca de los sobresaltos

que un cantante conocido debe soportar de parte de sus admiradoras,

así podría titularse Claro que pronto termina uno curado de espantos y

hasta acaba por acostumbrarse. A que le obliguen a cantar a punta de

pistola y a que quieran violarlo en un avión. En el fondo, son

incidencias propias del oficio. Aunque sospecho que aquella dama de

los tules podría haber actuado lo mismo con su cartero, con el profesor

de sus hijos o con su director espiritual. Para ciertas cuestiones la voz

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no es muy necesaria...Cito la historia como ejemplo insignificante,

simpática anécdota de los muchachos sucesos novelescos en que he

ido metiéndome casi en el momento mismo en que mis primeras

canciones obtuvieron un éxito destacado. Cuando tenga más calma,

más ánimo y menos compromisos quizá decida reunir los más

notables, incluyendo en ellos los nombres y apellidos de sus

protagonistas. Porque mientras las revistas publicaban cábalas sobre

mi romance con Maribel Martín, por ejemplo ( y fue la primera

portada en color de mi vida, en la revista Ondas), relación que

tampoco era falsa, en mis noches y mis días empezaban a acumularse

acontecimientos como el que he relatado. Paralelamente a una vida

profesional laboriosa y fecunda circulaba inesperable, una vida

privada sobre la que prefiero no hablar demasiado...

Capitulo 23.

El idolo de la juventud

En el avión empecé a sentirme frágil y solo. Tan solo que me dolía la

garganta. En medio de la noche del cielo, cuando cada hora tarda poco

mas de media hora en pasar por los husos horarios, pero parecen siete

horas cada una de ellas; en esa situación indecisa de todos los viajeros

aéreos, aunque no tengan ningún miedo al avión, de pronto me sentí

solo. Debió de ser una sensación efímera, pero punzante e insidiosa.

Me vino incluso a la cabeza un verso escrito por el cura Ernesto

Cardenal- muchos años antes de ser ministro de Cultura sandinista en

Nicaragua - en forma de oración por Marilyn Monroe: sola como un

astronauta frente a la noche celestial, quizá por el hecho de

encontrarme en medio de esa noche celestial. El monótono zumbido

de los motores, el roce del aire al otro lado de la ventanilla, los

silenciosos paseos de la azafata y la pacífica somnolencia de mi

manager, tranquilo a mi lado en la cabina de primera clase, me hacían

sentirme más abandonado que nunca, como perdido para siempre.-

José María, que no puedo hablar.-¿Cómo dices? Me llevé una mano a

la garganta y repetí mis palabras. Apenas pudo oírme.-¿Te duele la

garganta? Hice un gesto afirmativo con la cabeza.-No voy a poder

cantar mañana, José María. José María Lasso de la Vega, que era mi

segundo manager- creo que también entonces el de Serrat -, mayor,

con toda la experiencia del mundo, extendió ante mí su mano derecha.

Sobre ella brillaba un diamante, como una nuez; el resplandor parecía

conferir a aquella mano grande y pesada una aura de ligereza: como la

mano de un ángel. Dibujó en el aire una especie de círculo:-No te

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preocupes, muchacho. Si mañana no puedes cantar, no cantas. No

pasará nada. Duerme tranquilo. Cerré los ojos. No poder cantar en

Buenos Aires era una tragedia. Por un momento pensé que iba a

terminar mi carrera si no podía cantar en Buenos Aires. Cantar en

Argentina era demasiado importante para mí. Había realizado mi

primer viaje unos meses antes, al lado de mi primer manager Juan

Martínez, alias Tino, y había sido un conjunto de aventuras

alucinantes. De momento, Tino me había convencido para que me

hiciese unas fotografías con un pantalón vaquero que no me gustaba

nada. Son cosas de promoción, no tienes más remedio. Luego, poco

antes de subir al avión, nos dimos cuenta de que en Argentina era

entonces invierno ( Junio en España, creo recordar ) y que yo no tenía

abrigo. Tino no perdió el tiempo. Me trajo uno suyo, de piel, enorme.

Pasear en junio por Madrid con aquel abrigo fue todo un espectáculo.

Y apenas aterrizamos en Buenos Aires me encuentro toda la ciudad

empapelada con enormes cartelones en donde aparecía yo vestido de

vaquero: El ídolo de la juventud viste pantalones Kansas. Al parecer,

el Algo de mi había sido en Argentina un éxito gigantesco (dije ya que

me dieron allí mi primer disco de oro, antes que en España) y una

consecuencia de que todo el mundo conociese mi canción eran

aquellos anuncios. Si hubo dinero de por medio, no lo sé ni quién

pudo llevárselo. El empresario argentino organizó aquella publicidad

por la que, como yo es lógico, yo no cobré un duro. Pero sería el

primer y último anuncio que he hecho, aunque luego las ofertas se han

presentado por millares. Por ahora pienso que mi misión en la vida es

cantar, no anunciar calcetines o desodorantes. Tampoco es misión mía

en la vida lo que esos asuntos proporcionan, es decir, ganar dinero.

Que me paguen por cantar, que me paguen mucho, me parece bien,

porque es una forma de reconocer el mérito de mi trabajo.

Presentarme como consumidor eximo de cualquier cosa no me apetece

demasiado. Pero aquel Buenos Aires lleno de Camilo Sestos en

vaqueros me pareció maravilloso. Creo que di un abrazo a Tino por

aquella idea. Durante un par de semanas estuve paralizado por la

emoción de aquella inmensa y animada ciudad. Era la primera vez,

aparte de viajar a Londres, que salía de España; la primera vez que me

presentaban como ídolo. El día carecía de horas suficientes para

alimentar mi asombro y mi entusiasmo: el mercado de San Telmo, las

formas de hablar, los boliches donde el tango fluía como una fuente

inagotable, las librerías abiertas veinticuatro horas, sesiones de teatro

vanguardista que comenzaban a las dos de la madrugada, las grandes

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avenidas llenas de gente hermosa, los bifes de chorizo y los

panqueques y el queso con dulce de membrillo, el barrio de Boca, el

ineludible paseo por la calle Caminito, con sus fachadas pintadas de

colores... Ni Londres era entonces una ciudad tan bulliciosa, tan viva,

tan joven como Buenos Aires. Recorrí la ciudad palmo a palmo, como

el más devoto turista. En principio, sólo estaba previsto que actuase en

Canal 9 de televisión y en una pequeña discoteca, pero el empresario,

animado por el éxito y por los dividendos de los tejanos - supongo-,

organizó a toda prisa una gala en el teatro Rex, todo lleno de dorados

y rojos. Media docena de músicos aprendieron a toda prisa algunas de

mis canciones y así me presenté. El teatro estaba medio vacío, ya no

sé si porque no había tenido tiempo de anunciar mi actuación. Las

canciones que el grupo no había logrado aprender las cantaba

acompañándome de una guitarra o sin música, a capella, como

realmente me gusta cantar. La gente aplaudió mucho y confieso que

fue la primera vez que los aplausos me impresionaron, especialmente

porque era aplausos vigorosos y sin escándalo. El público vestía de

gala y me aplaudía como a un director de orquesta o a un actor que

hubiera representado a Shakespeare. Conocía el griterío de las

discotecas, de las plaza del pueblo, de los cabarés; el humo de las

salas de fiestas, el jolgorio de las fiestas patronales y de las

actuaciones en radio. Aquello sobrepasaba cualquier experiencia. Y

hasta que me encontré, años más tarde, ante seis personas en el Radio

City Music may de Nueva York, el teatro cubierto más grande del

mundo, no tuve una sensación parecida. Si hubo muchas cosas que me

habían impresionado en aquel primer viaje a Buenos Aires. Quizá la

más importante de todas se llamaba Gabriela Isabel Jackiewisky (

aunque no pondré mis manos al fuego por la exactitud del apellido).

Cantaba algo, hacía alguna peliculita y era rubia, brillante, ojos azules,

sumamente divertida. Su nombre artístico era Marcia Bell. Era de

origen lituano y me la presentaron en mi primera noche en Buenos

Aires. Ya no me separé de ella mientras estuve allí, ni durante aquel

viaje ni durante los siguientes, hasta que logré que ella se viniera a

España conmigo. De pronto, a quince mil kilómetros de Madrid, me

encontraba tan cómodo en el salón de mi casa rodeado de mi gente. Al

lado de Marcia me sentía tan dichoso que me preguntaba:-Bueno, pero

¿ dónde estoy? Era ella joven y lo que sigue siendo. Niña traviesa,

jamás dejaba de reír y gastar bromas. Su sueño era venir a vivir a

España, y le di un cheque para que se comprara un billete Buenos

Aires- Madrid, con derecho a todo. Tardó varios meses en hacerlo,

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aunque de vez en cuando me llamaba:-¡ Ché! ¿Cuándo querés que

vaya, Camilo?-¡ Venite ya! Se las arregló para cobrar aquel cheque de

mi cuenta de Madrid y apareció en Barajas. Antes de llevármela a

casa, pasamos por la boutique que mi amigo Juanjo Rocafort tenía al

lado de Carlos III, la vestí de arriba abajo, le compré sus trajes, sus

zapatos, sus plumas y nos fuimos al Palacio de la Música, donde hacía

su presentación Raphael, después de dejar en mi casa su apabullante y

voluminoso equipaje. Yo llevaba una chaqueta de leopardo- falsa,

pero que daba el pego-.Hacía un año que la habia conocido a Marcia

nunca había estado tan hermosa. Los periodistas se nos echaron

encima, porque era ciertamente una mujer espectacular. Y de allí nos

fuimos a la casa que acababa de comprar en Jorge Juan, un duplex que

me había costado todos mis ahorros. Marcia consiguió hacerse un

nombre en Madrid muy rápidamente. Se integró en el grupo de

azafatas del programa de televisión Señoras y señores, de Valerio

Lazarov, junto a Cantudo, Ángela Carrasco, Norma Duval, Victoria

Vera creo y otra chica que luego se casó con el guitarrista de los

Pekenikes. Grabó algunas canciones con letras desastrosas que yo tuve

que arreglarle, terminamos peleando, salió luego con Ramón Ribas,

fue novia de Dany Daniel, finalmente se casó con un cantante

argentino y ahora vive en México, con su marido y sus hijos. Isabel,

Isabel, lo que yo daría por tenerte otra vez. Duró poco tiempo, ¿ quién

sabe por que? La canción que le dedique en mi disco "Camilo",

enmascarada bajo su verdadero nombre de Isabel y a cuya

protagonista, por lo tanto, nadie logró descubrir, explica un poco lo

que fue para mi Marcia y la brevedad de nuestra relación. Se llevaba

muy mal con Petra, la mujer que ha cuidado de mi casa y de mi mismo

desde que tenía diecinueve años, sobre todo porque tenía poco respeto

a mi dinero, y ningún aprecio a las plantas, cosas ambas que Petra no

ha podido soportar en nadie. Al que no le gustan las plantas no es

buena persona, Camilo, dice siempre Petra y yo le doy la razón. Lo del

dinero a mi me importaba mucho menos, pero mi ama de llaves ha

sido muy rígida en las cuestiones económicas del hogar. Por otro lado,

Marcia tenía el don de llevarse mal con muchos de mis amigos y

amigas. Odiaba a muerte a Angelita Carrasco, con la gente que yo he

trabajado toda mi vida y a la que adoro... De manera que en algún

momento, no mucho después de haberla recibido en Madrid como a

una reina, hube de invitarla a cambiar de domicilio. Para empezar, se

fue a vivir con Roseta, cuya casa ha sido una especie de asilo de mis

ex. Allí permaneció vinculada a mí, aunque de lejos, como la propia

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Roseta, hasta que buscó aires más libres. Pero habíamos tenido tiempo

de divertirnos mucho juntos. Me acompaño en giras por toda España,

se vino conmigo a Londres para la grabación de otro disco, las revistas

publicaron docenas de fotos de los dos y nuestra historia amorosa era

un tema de conversación frecuente entre las gentes del gremio y los

que nos siguen. Es verdad que me alegró muchas horas de mi vida y

que fuimos muy felices juntos mientras duró. Claro que como ya me

había ocurrido lo mismo media docena de veces, no fue demasiado

dolorosa la despedida. Y desde luego, menos traumática y agitada que

algunas de las anteriores...Marcia Bell, lo más hermoso que encontré

en Buenos Aires, durante mi primer viaje...Mientras realizaba mi

segundo viaje con Lasso de la Vega esperaba sobre todo estar en

buena forma para cantar delante de ella. Pero me había quedado

mudo. Y Lasso de la Vega, moviendo antes mis ojos su diamante tipo

manzana, insistía:-No te preocupes, no te preocupes...Tiraba de la

mantita para que fuera más arropado. Unos asientos más atrás, Tinín,

el ayudante de Lasso; Adolfo Waitzman, que me acompañaba como

director musical, y su mujer Encarnita Polo, dormían. Yo me sentía

solo porque no tenía mi voz. Llegamos al aeropuerto de Ezeiza.

Periodistas, cámaras de televisión, y un coche que me conduce a casa

de un médico. Me mira la garganta, habla con mi manager y vuelta al

coche y a casa de otro doctor. Bueno, ¿ qué está pasando aquí?, me

preguntaba yo. El nuevo médico vuelve a mirarme, prepara una

jeringuilla de veinte centímetros de largo:-Súbete las mangas. Estoy

sentado en una especie de sillón de dentista, sin abrigo, sin chaqueta.

Me subo las mangas de la camisa y de repente ¡ plaf!, aquel matasanos

me clava la aguja a un lado de la garganta. Antes de que pudiera

respirar, vuelve a clavármela en el otro lado. Ni siquiera tuve tiempo

de desmayarme. Porque para consolarme de aquella sorpresa volvió a

clavarme dos veces más la aguja, ahora una vez en cada brazo... Me

había inyectado dosis de un medicamento de caballo que me dejó

helado. Tuvieron que ayudarme a vestirme. Yo ni siquiera podía

gritar... Y de nuevo al coche, al aeropuerto, a otro avión. Cuando me

di cuenta estábamos todos en Asunción la capital de Paraguay,

después de una larga escala promocional en Resistencia. Y tenía que

hacer el triplete aquel mismo día. Cuando íbamos a la primera

actuación en una emisora de radio, el coche en el que viajaban el

director y el guionista se pegó un golpe y hubo que llevarlos a todos al

hospital, con lo que la presentación que me hicieron fue de una

antología del desastre... Después fuimos a la casa del Presidente

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Stroessner, a cantar en el cumpleaños de su hija, lugar en que Tinín

tuvo una de sus maravillosas actuaciones, como ya contaré.

Finalmente, a una discoteca llamada El Caracol. Debía cantar en un

escenario circular y giratorio, bastante alejado de los músicos. Pero los

músicos habían sido contratados con premura, como siempre, y sólo

tenían una idea muy somera de mi repertorio. Para mayor facilidad,

sólo había sobre nosotros un grupo de focos. Cuando las partituras de

los músicos caían bajo la luz de los focos, todo funcionaba a las mil

maravillas. Pero la plataforma giratoria los apartaba en seguida de las

luces y los pobres muchachos se quedaban con el dedo colgando y

sólo podían tocar al azar: turu-tú-titi-ñac... Así sonaba aquello. Menos

mal que el batería era un tipo ingenioso y conseguía mantener un

ritmo aproximado. Y yo, milagrosamente curado de mi mudez por

aquellas inyecciones, estaba decidido a cantar como fuese, con la

música al revés o sin música. Después volvimos a Montevideo y

recalamos por fin en Buenos Aires, ciudad maravillosamente llena de

Marcia Bell... He regresado muchas veces a Argentina. Sin

desmerecer de otros países americanos, ha sido, con México,

Venezuela y Puerto Rico donde más a gusto me he sentido. Aquella

segunda vez- y tampoco otras posteriores, ciertamente- no careció de

peripecias. Veníamos muy quemados de Paraguay, pero nos esperaban

todavía algunas hazañas. Volvió a mirarme el médico y se quedó muy

satisfecho del resultado de su actuación. Ante su puerta, Tinín me

había pedido permiso para partirle la cara, pero le rogué un poco de

calma. Tinín, José Manuel Inchausti por verdadero nombre, era torero,

pero trabajaba por amistad como road-mánager para Lasso de la Vega,

que por entonces era el más importante de los managers españoles.

Llevaba o había llevado al Dúo Dinámico, Juan y Junior, a Celia

Gómez, a Serrat, a Antonio Amaya, a decenas y docenas de artistas

importantes. Y Tinín era su mano derecha..., o su puño derecho.

Cordial, amable, servicial y eficacísimo, sólo le faltaba para ser

perfecto un poco de finura y diplomacia. Pues bien, la primera

actuación fue en el Centro Gallego. Ante la falta de la puerta trasera,

tuve que salir por entre el público, por la puerta principal. Pero la

gente, españoles en su mayoría, se había arremolinado por todas

partes, se había subido a mi coche. Comenzaron a aparecer policías a

caballo, con unas porras impresionantes, y como ocurre muchas veces

en que los policías no saben cómo arreglar las cosas , se liaron a

golpes contra todo el mundo, los caballos saltando por encima la

multitud. Hubo docenas de heridos y un escándalo espantoso. A los

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pocos días tocaba en Canal 9. Buenos Aires estaba entonces muy

tenso por la proclamación de Perón como candidato a la presidencia

del justicialismo: manifestaciones, policías y militares por las

calles...Entre Lasso y el empresario argentino Alfredo Capalbo tenían

algunos negocios poco claros. Lasso dirigía la operación desde la

habitación del hotel y Tinín y yo fuimos a la emisora. Grabé una

actuación y salimos. Una vez acomodados en el coche, los militares

meten las ametralladoras por las ventanillas diciéndonos que

volvamos a entrar, que yo tengo que hacer otras dos grabaciones más.

Tinín se cabrea y empieza a soltar todos los tacos y blasfemias que

conocía, que eran desde luego muchos, más de los que yo he oído

jamás.-¡ Por Dios, Tinín, que nos fríen, cállate, que tengo el tubo en la

sien! A Tinín, el torero, no le daba miedo nada. Siguió jurando y

despotricando contra los militares. Hasta que salió alguien de la

emisora, parlamentó y nos obligaron a entrar de nuevo. Al parecer, el

contrato estipulaba que yo debía grabar más canciones.-¿ Cuántas

quieren, diez, veinte, cincuenta? Estoy grabando aquí hasta que me

caiga redondo, hasta que se vayan estos señores. No podía decir otra

cosa, porque los militares seguían con sus armas en la mano, mientras

Tinín releía el contrato y echaba pestes contra todos los muertos, los

vivos, los seres celestiales y los infernales. Al fin se solucionaron las

cosas, a costa de mis pulmones, naturalmente, y volvimos al hotel.

Todos aquellos follones y otros muchachos que no vale la pena

mencionar, con los empresarios, con los músicos, contratos firmados

en una servilleta de bar, hicieron que Lasso de la Vega dejara de ser

mi manager. Aunque siempre me trató, en el poco tiempo que

estuvimos juntos, como un padre. Tinín también desapareció de mi

lado, como consecuencia de ello. Y lo sentí mucho porque era un

compañero ideal, sobre todo para los momentos de apuro. Empecé a

descubrir que en la vida de un cantante conocido esos momentos

suelen ser más de los que a él le gustaría encontrar. De todas maneras,

Lasso y Tinín siguen siendo hoy en día grandes amigos míos.

Capitulo 24.

Camilo... Ché!!

Un colega que empezó su carrera dedicando una heroica y

lacrimógena canción al general Franco y fotografiándose con

maserattis alquilados, y que luego alcanzó mucha fama y mucho

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apoyo por su militancia izquierdista, militancia que teñía a sus

canciones de una calité que no tenían, fue el principal responsable de

una terrible campaña de desprestigio que me azotó en uno de los

momentos de más éxito de mi carrera profesional. Después, cuando

esa militancia le resultó económicamente estéril, la abandonó y ha

venido a caer últimamente en lo territorios de la canción amorosa que

tanto había criticado en mí, sólo que escrita con mucho más

comercialismo que convicción. Por otro lado, muchos de los que

entonces apoyaron su ingenio -incluido él mismo- , aunque no sus

trapacerías subterráneas, han hecho más tarde lo que yo había hecho

entonces, sólo que por más dinero y sin riesgo a las maledicencias. Sí,

ahora todo el mundo va a Chile e incluso canta en el palacio de

Pinochet, si le pagan por ello. Ha debido de ocurrirles lo mismo que a

uno de los escritores que yo más admiro en el terreno literario, a

menos me placen algunos de sus comportamientos humanos ; también

Gabriel García Márquez prometió no publicar ningún libro mientras

estuviera Pinochet en el poder, pero cuando tuvo lista su novelita corta

-y maravillosa- Crónica de una muerte anunciada y cuando supo que

por ella le ofrecían una millonada, decidió publicarla con la disculpa

de que su promesa ya no tenía valor, pues el general chileno estaba a

punto de caer. De eso hace tres años y medio...

Pero me propuse cuando empecé estas relatorias no hablar de los

responsables de mis momentos amargos. Para mi fortuna, he tenido

muy pocos enemigos, e incluso la mayoría de ellos coyunturales. He

sabido siempre rodearme de afecto y ni los celos profesionales o

amorosos me han creado hostilidad duradera. Por otro lado, apenas

encuentro en los últimos veinte años comportamientos que me

autoricen a calificar a alguien como enemigo mío, salvo el

mencionado suceso, en el cual, por lo demás, debieron de influir más

los intereses políticos de unos cuantos que la pura animadversión

personal. Me ha gustado siempre sentirme amigo de todos mis

colegas, he acudido a sus conciertos, los he aplaudido sin reticencia y

me llevo muy bien lo mismo con los que se quedaron en el camino

que con los que ocupan las primeras filas en el mundo musical.

He mencionado en algún lado mi admiración por los recursos poéticos

de Serrat, a cuyo lado he cantado muchas veces. De Julio Iglesias he

recibido siempre espléndidos consejos, pues adquirió experiencia

mucho antes que yo y nunca fue avaro de ellas. Siempre que lo he

visto (y han sido muchas veces, dentro y fuera de los escenarios), se

ha ofrecido a aconsejarme en asuntos profesionales y yo he procurado

Page 131: BIOGRAFIA Y MEMORIAS - camilo-superstar.es

aprovechar sus conocimientos. Con Raphael me une también una

amistad muy larga. Le he aplaudido en Madrid, en México, en Buenos

Aires. Recuerdo que una vez me llamó desde La Vegas a mi casa de

Los Ángeles. Estaba solo en la ciudad del desierto, adonde había

acudido para ampliar su preparación, de la que siempre ha sido

responsable. Volé en seguida a su lado y pasamos tres días deliciosos,

como solteros de juerga, conociendo hasta los últimos rincones de la

gran capital americana del espectáculo. Y Marietta, Rocío Durcal, mi

vecina, casi mi hermana, tan maravillosa siempre... Así podría

enhebrar una lista larga de amistades en los territorios profesionales,

frecuentadas con mayor o menor asiduidad, pero sin reticencias o

retrancas siempre. Pero no me gusta colocarme a mis amigos como

medallas; lo son, están ahí para echarme una mano o para recibir la

mía, no para lanzamientos publicitarios o escandalitos equívocos.

Prefiero, pues, dejarlo donde están: a mi lado.

Aquel año de 1973 fue muy trágico. Murieron cuatro de los hombres

que más he admirado nunca; murió Picasso, murió Neruda, murió

Casals (los tres Pablo). Murió John Ford. Picasso estuvo siempre tan

alto para mí, desde niño, que ni siquiera soñé nunca con imitarlo. Los

versos de Neruda -tantos y tantos me sé de memoria- me han

acompañado como inseparables amigos, como una hermosa luz entre

las manos. Respecto a Casals, recuerdo la punzante emoción que sentí

en la pequeña casa-museo que le ha dedicado San Juan de Puerto Rico

; cada vez que voy a la Isla Verde me paso por allí y me quedo un

buen rato escuchando alguno de sus conciertos grabados que ofrece

constantemente un aparato de vídeo, al lado de sus pipas, su fichas de

dominó, las fotografías de su vida... Viejo San Juan fue y sigue siendo

un hogar cálido para el inolvidable violonchelista.

También en 1973 ocurrió la tragedia de Chile, con el suicidio del

doctor Allende, a quien todo el mundo en su patria conocía con el

afectuoso nombre de "don Chicho", el hombre que creía en los votos y

no en los fusiles. Estaba ya en el poder el general Augusto Pinochet

cuando yo fui a actuar durante el fin de fiesta del Festival Viña del

Mar. Conocía bien los trágicos acontecimientos ocurridos en el país

que tanto amaba y acudí, como a tantos otros lugares, a cantar mis

canciones, a hacer más dichosa a la gente. Allí gustaba Algo de mí,

Fresa salvaje, Amor amar, Sólo un hombre; allí compraban mis

discos. Canté ante cuarenta mil personas que por un momento podían

olvidar lo que estaba ocurriendo en su patria. No estaba entre ella el

general Pinochet y nunca lo vi. Sin embargo, cuando de Santiago viajé

Page 132: BIOGRAFIA Y MEMORIAS - camilo-superstar.es

a la República Dominicana, tres personas, únicamente tres, se

lanzaron a mezclar la política con la música y desde la semántica fácil

de Camilochet emprendieron una campaña contra mí como si fuera el

gran soporte de la dictadura chilena. Aquello era ridículo y procuré

tomármelo a medias con humor y con dolor.

-¿Camilochet? Yo soy Camilo-ché, que para eso soy valenciano ché,

de Alcoy. Y no me gustan los políticos, ningún político, ché.

Pero también me dolió aquella interesada infamia.

En realidad una semana antes se había celebrado en la isla una

"Semana del pueblo”; y continuaban allí muchos de los participantes.

Cuando llegué, salieron a recibirme tres Misses y se pusieron a bailar

merengue delante de mí, en bañador; yo no quería acompañarlas en el

baile y de pronto, mientras hablo con ellas, me meten en un coche

policial y casi me raptan. "Bueno -pensé yo, que llegaba allí por vez

primera-, serán las costumbres de esta tierra..."

Pero en el hotel Jaragua estaba vigilado por policías en todas partes,

hasta en mi cuarto de baño. Vigilado o cuidado, porque habían

anunciado bombas por todas partes, protestando por mi presencia. Los

asuntos políticos entre el coronel Caamaño y el presidente Balaguer se

volcaban contra un cantante inocente. No había visto yo aún los

periódicos, pero estaba ya montada una tremenda campaña contra mí,

bajo la dirección de un periodista llamado Orlando Martínez, en cuya

casa vivía el colega al que aludí al principio. Amenazas de bombas en

todas partes: en el hotel, en las calles, en el Teatro Bellas Artes...

Cuando fui a actuar, había más policías con metralletas que público.

Fueron unos pocos días: espantosos. Al final conseguí escapar al

refugio de Puerto Rico y tardé muchos años en volver a Santo

Domingo. Sin embargo, porque no tenía nada contra su gente, elegí a

una dominicana para el principal papel del Jesucristo. Angelita

Carrasco, y cuando fui con ella a cantar a la isla, años más tarde, me

recibieron casi como a un héroe nacional, con formidables alborotos

en aeropuertos y teatros. Olvidé pronto aquella primera visita terrible.

Y también a los tres individuos que estuvieron a punto de causar una

tragedia. Vive y deja vivir.

Si al menos me hubieran acusado de cantar ante Stroessner...

Ante él sí que estuve, en su casa. Fue lo que llamaría yo una

"invitación forzada" y una situación surrealista. En un salón en el que

mezclaban Versalles y las Encomiendas, con una cristalera inmensa

que daba a un hermosísimo jardín, estaba reunida la familia del

Presidente para festejar el cumpleaños de una de las hijas. Todos

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vestidos con una elegancia de película de Hollywood. El general

entraba y salía, vestido de paisano, sonriendo, de un lado a otro

siempre, sin sentarse. Sirvieron té y dulces, como acostumbran a hacer

en las fiestas de Asunción y de Montevideo, a la manera inglesa.

Adolfo Waitzman le daba al piano y yo iba cantando mis canciones,

que se recibían con educados aplausos. De pronto, aparece Tinín por

una puerta lateral gritando como un poseso. Estaba congestionado y

furioso; yo creo que ni llegó a enterarse de dónde estaba, de la gente

que se encontraba allí.

-¡Cagüen tal! (en realidad decía una blasfemia mucho más fuerte).

¿No tienen aquí whisky de importación? Dijeron que había whisky y

me dan agua caliente. ¡A ver, hostias, que me traigan whisky de

importación! Tanto Stroessner y tanta mierda y no hay whisky...

Sospecho que en aquel preciso instante no estaba allí Stroessner, pero

todos nos quedamos helados. Waitzman, después de un silencioso

titubeo, tecleó con suavidad su piano. Yo me callé. Las mujeres

miraron espantadas. Tinín, el torero, dio un portazo y siguió gritando a

lo largo de un pasillo. Cuando volvía a abrir la puerta del salón en que

estábamos, un guardia lo tomó del brazo y se lo llevó. Sólo ocurrió

que le dieron por fin su whisky, hasta que se tranquilizó. Y el

Presidente salió a despedirnos, sin mencionar para nada el incidente.

Fue aquella la única vez que he tenido relación con personajes de la

política. En principio, no me gusta ninguno de ellos; no me gusta que

me rodeen ni halagarlos. En cuantos ciudadanos corrientes, los acepto

como a cualesquiera otros. En realidad, no son ellos los que no me

gustan, sino las miserias de su trabajo. Jamás he rozado siquiera los

bordes de la política, de ninguna política. Es una actividad en la que

he conocido, siempre a través de terceros, demasiadas mentiras,

demasiadas inmoralidades, demasiadas trapacerías. Sobre todo en los

países en que la he visto más de cerca. En mi propio país, cumplo mi

deber ciudadano del voto, procuro elegir a quien me parece mejor,

pero no corro a apoyar ninguna facción o partido, ni con la dictadura

ni con la democracia. Mi misión en la vida es intentar que la gente sea

feliz con una canción de tres minutos, no apoyar a los que quizá luego

puedan decepcionarme.

Sin embargo, durante meses arrastré aquel injusto Camilochet. Yo,

que siempre me he sentido tan orgulloso de mi nombre, el mismo que

llevaron mi abuelo y mi bisabuelo, el que lleva un tío mío, un primo

mayor que yo, un sobrino y, ahora, también mi hijo. Sé que es un

nombre infrecuente y hasta extraño. El más grande de los Camilos

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españoles escribe así al comienzo del primer tomo de sus memorias,

titulado "La Rosa" : "Camilo no es un nombre muy bonito, es un

nombre extraño, que suena a francés o a ruso, pero a mí me hubiera

parecido una necedad que mis padres, guiados de un criterio de

estética o de historia de guardarropía, me hubieran puesto, al

bautizarme, Gustavo Adolfo, o Julio César, O Victor Manuel, o Marco

Antonio ; estos son nombres de negros de las Antillas". El académico

Camilo José Cela se siente tan orgulloso de su nombre como yo. La

vida de nuestro común patrono, San Camilo de Lelis, me interesó

mucho más que la de Domingo Savio. La leí durante unos ejercicios

espirituales con los salesianos y me llenó de gozo el corazón el

conocimiento de que en su juventud llevó una vida bastante alegre y

retorzona. Se hizo santo de mayor, lo que me permite a mí alimentar

muchas esperanzas...

Es el nombre que he usado toda mi vida, incluso desprovisto de

apellido. Siempre fui Camilo a secas en el colegio; salvo el profesor

de dibujo, que estaba empeñado en llamarme Chato, todo el mundo

me conocía por Camilo. Y lo mismo en la mili. Nunca fui "el número

20", que fue el que tuve; nunca fui el soldado Blanes, sino Camilo.

Sólo había un Camilo entre siete mil militares.

Por lo que respecta al Sesto, asunto que me preguntan cinco veces al

día, tiene una historia bastante estúpida. Cuando andaba yo intentando

que alguien escuchase Llegará el verano, fui una noche con Junior a

un programa de Encarnita Sánchez en Radio España. Junior y yo nos

parecíamos bastante: delgadísimos, altos... Estábamos cara al público

y alguien dijo que por qué no me ponía como nombre Junior Segundo.

Yo en broma respondí que mejor Camilo Sexto. Como luego coincidía

con los Camilos de mi familia, aquella broma quedó plasmada en mi

siguiente disco.

Pero luego en México empezó a circular un chiste a costa mía. La

mujer del presidente Echeverría no debía de tener muchas luces y se

inventaban cuentos sobre sus viajes a Europa. Cosas como: "¿Y fuiste

a ver el Entierro del Conde de Orgaz en Toledo?" -le pregunta una

amiga. "Ay, no, hija; estaba de vacaciones, no iba yo a meterme en

entierros, aunque fuera de un conde". El otro chiste decía: -¿Y no has

conocido a Pablo VI? (papa entonces reinante).-A él no, pero sí conocí

a su sobrino Camilo Sexto. Es un chico muy guapo que canta muy

bien.

Por alguna razón me disgustó aquella broma -hoy me divertiría

mucho- y en el disco siguiente aparecí como Sesto, con ese. Así he

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quedado..., aunque no para todos. En castellano, la palabra resulta

extraña -por incorrecta- y muchísima gente, incluidos locutores y

periodistas, siguen diciendo Sexto. No importa demasiado, porque en

realidad desde antes de Los Dayson, he sido únicamente Camilo,

solamente Camilo. Es como me gustan que me llamen.

Tal vez porque mi nombre completo resulta algo comprometido.

Según algunos tratadistas de lo esotérico, aquellos nombres formados

por seis letras tres veces son la marca del Anticristo. El mío tiene esa

prodigiosa marca. Y también el de Ronald Wilson Reagan... Todavía

no he notado señales especiales de esa cualidad, pero todo pudiera

ocurrir. Como tampoco encaja demasiado en mi manera de ser el

signo zodiacal Virgo, bajo el que nací. Me persiguen las Géminis -y

las persigo yo-, cosas que astrológicamente no parecen muy correctas;

soy relativamente desordenado, con un orden desordenado, pero no

adorador del orden como dicen de los Virgo. Tal vez mi cara refleja

mi signo, pero no he logrado aclararme mucho sobre la cuestión, al

margen de mi aspecto aniñado. Generalmente somos muy cómodos y

creemos aquello que más nos conviene. Con los horóscopos a cuestas

puede uno librarse de pensar o de decidir. No es mi caso, ciertamente.

Los leo a veces, me divierten, especialmente sus muchas

contradicciones y el hecho de que dividan la Humanidad en sólo doce

clases de individuos, con lo complicados que todos somos. En

cualquier caso, parece que soy Virgo -en realidad, lo fui durante muy

poco tiempo-, pero me dominan Escorpión y Sagitario. ¿Quién soy

realmente? ¿Tal vez -bromeando- una sombra, un sosia del Anticristo?

Por lo que sé, únicamente soy Camilo.

Capitulo 25.

Tusa

Un día lejano, cuando más hundido estaba en el anonimato y en la

pobreza, encontré a un amigo que supo comportarse como tal. Nacho

Angulo, marqués de sangre y de alma, incansable trabajador, persona

tan buena que no sé si alguien le habrá pagado alguna vez tantas

bondades, encontró tan sólo a un músico sin éxito y sin recursos. Era

la época en que vivía yo con Rosetta.

-Pero, ¿cómo puedes componer si ni siquiera tienes una guitarra y un

grabador?- me dijo.

Tenía yo la guitarra de Rosetta, la vieja guitarra con una cuerda rota.

Allí intentaba construir mis canciones, pero muchas de ellas

desaparecían de mi memoria, apenas ideadas, porque no he sabido

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escribir música y mi memoria no puede abarcarlo todo, aunque sea

muy sólida. Nacho decidió ayudarme, sin que se lo pidiera nadie; al

día siguiente me buscó y me regaló un grabador de cassette, sencillo y

manejable, el mejor que existía entonces en el mercado. Lo conservo

aún, desvencijado y mudo, pero lleno de recuerdos. En él dejé

encerradas mis primeras canciones, los primeros balbuceos, fruto de

largas horas de soledad y trabajo en mi habitación prestada. Aquel

cassette fue una herramienta mágica y utilísima; en el transcurso de

los años he ido acumulando todo género de artilugios, todavía ahora

no resisto la tentación cuando voy a actuar a Nueva York, a Japón o a

Alemania de comprar los últimos hallazgos de la electrónica -que

generalmente olvido pronto en un rincón de mi casa o regalo a mis

amigos-, pero aquel polvoriento y agotado grabador sigue en mis

manos como un inapreciable tesoro.

Pero Nacho Angulo no sólo me ofreció aquel regalo espléndido,

cuando más lo necesitaba, sino otro que permanecería hasta hoy

mismo en la sala más noble de mi corazón. En realidad, Nacho se

limitó a presentarme a aquella mujer; no podía regalármela porque no

era suya, ni fue mía ni de ella misma siquiera, añadiría yo

parafraseando la hermosa canción de Amancio Prada: Tusa.

Cuando tenía yo diez o doce años había visto en un cine de Alcoy una

película que me había dejado admirado. No tanto por la historia, que

no pude comprender del todo, aunque me había gustado mucho, como

por la presencia en ella de una mujer excepcionalmente bella. Me

pareció tan guapa como mi madre y como mi hermana, y Chelo,

sentada a mi lado, se rió mucho cuando le dije que era tan guapa como

ella. Pero tardé muchos años en saber que aquella mujer, que por

entonces tendría unos veinticinco años, se llamaba Lucía Bosé y que

vivía en España. En 1971 Nacho Angulo me dijo un día:

-Mira, Camilo, ésta es Lucía Bosé.

Allí mismo comenzó entre nosotros una de las relaciones más

hermosas y pacíficas de mi vida. Yo no era entonces más que un

aspirante a "ídolo de la juventud" -como estaban programando ya los

argentinos-, ella tenía sobre sus hombros una historia larga, rica y

plena. Había sido Miss Italia al año siguiente al que yo nací, había

sido una de las musas del neorrealismo cinematográfico italiano, había

sabido siempre elegir a los mejores directores y los mejores proyectos.

No sólo era una mujer muy hermosa, sino con un gran prestigio en su

carrera. Antonioni, Buñuel, De Santis, Cocteau, Bardem la habían

dirigido en filmes como Roma, hora 11, Crónica de un amor, No hay

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paz tras los olivos, La señora sin camelias, El testamento de Orfeo,

Cela s'appelle l'Aurore, y, sobre todo, por lo que a mí me tocaba,

Muerte de un ciclista, la película que había visto de niño. Luis Miguel

Dominguín, "el torero" -como le llamaba ella- la había traído a casa

para desposarla, tenía tres hijos guapísimos, una casa fastuosa en

Somosaguas. Cuando la conocí hacía tiempo que vivía separada de su

marido y estaba muy interesada por la poesía y la música. Más tarde

seguiría con esas aficiones, a las que añadiría la horticultura y el

misticismo músico-vegetal, o como pueda definirse su tipo de

espiritualidad. Además, todos los españoles pudieron verla, tan

hermosa y apasionada como siempre, en una serie de televisión

titulada La señora García se confiesa.

Pero de Señora García no tenía nada en aquel tiempo.

Nos hicimos amigos íntimos muy pronto, de una intimidad total,

absorbente, irrepetible. De pronto, como si una mano superior a

nosotros mismos nos empujara, no podíamos estar el uno sin el otro:

juntos a todas horas, en todas partes, en su casa, en la mía de Dr

Fleming, 31, casi vacía de muebles aún, con los muchachos de Ariola

entrando y saliendo a todas horas y Jaime Torregrosa largándose de

vez en cuando para dejarnos solos. Rara era la tarde en que no se

presentaba en aquella casa y después de satisfacer nuestra mutua

pasión, nos poníamos a investigar en cuestiones artísticas. Estaba yo

empeñado en versos que tuvieran sentido, pero procurando siempre no

caer en los insoportables ripios, con rimas impresentables, que

poblaban muchas canciones de éxito. Leía obras como Poeta en Nueva

York o antologías de León Felipe, los cantos de Leopardi y los

rubaiyat de Omar Kheyyam (cuyo insólito nombre completo no he

olvidado desde entonces : Ghiyathunddin Abulfash Omar ben Ibrahim

al Kheyyam, aunque puede habérseme bailado alguna letra), mis

poemarios preferidos en aquellos años y que ahora han ido a unirse a

otros poetas leídos en la adolescencia o en los años posteriores : leía a

aquellos poetas para aprender a escribir sin las esclavitudes a que

frecuentemente obligan las notas musicales, y Lucía Bosé leía

conmigo, me ayudaba a comprender, me ayudaba a escribir, juntos

corregíamos los borradores y componíamos versos que jamás pasarían

al disco.

Al poco tiempo de conocernos realicé mi primer viaje a Argentina. Y

Lucía Bosé acudió a despedirme al aeropuerto y me llevó como regalo

un pequeño cuaderno de notas para que no desperdiciase mi tiempo y

continuase escribiendo. Desgraciadamente, como ya he contado, la

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aparición de Marcia Bell no me dejó demasiado tiempo libre para el

trabajo.

De regreso, lo primero que hice fue llamar a Lucía, llamar a Tusa, que

es verdaderamente el nombre que yo le daba en la intimidad, el mismo

nombre por el que su madre la había conocido de niña, según ella me

contó, y que únicamente yo utilizaba. Era una mujer independiente,

libre, con una personalidad arrolladora. No tenía problemas con

Dominguín. A veces cenábamos a solas en su casa y de pronto, como

el que hace un comentario insignificante, decía:

-Creo que mañana vendrá el torero.

Y al día siguiente venía Dominguín, hablaba con todo el mundo -era

un hombre simpático y muy inteligente, uno de los hombres del toro

más inteligentes que he conocido-, se ocupaba de sus asuntos y

desaparecía hacia su inmensa finca de las sierras cordobesas.

Tusa tenía -tiene- unos ojos que apenas se podían mirar fijamente, de

lo expresivos, poderosos y firmes que eran. A mí me recordaban

siempre lo que se contaba de la mirada de la reina Victoria de

Inglaterra, ante la que los oficiales del Ejército, en señal de sumisión,

se cubrían los propios ojos para no quedar cegados por tanta belleza.

De ahí nace, según cuentan, la costumbre del saludo militar, situando

la mano en la frente. Pero la belleza de la reina Victoria era, según se

ve en las pinturas, más de rango y de situación que de otra cosa. La de

Tusa era una belleza para desmayar a cualquiera y por eso yo

frecuentemente me acercaba a ella, en broma, con el saludo militar por

delante (el saludo que tan mal se me daba en el campamento de

Sotomayor).

Al principio de nuestra relación salíamos juntos Nacho Angulo, ella y

yo, pero poco a poco Nacho fue retirándose y nos quedamos Tusa y yo

a solas.

Nuestra amistad fue creciendo. Cuando Ariola decidió que fuera a

Londres a grabar un nuevo disco, me acompañó Lucía con su hijo

Miguel. Venían también en la expedición mi productor Juan Pardo y

Antonio Domínguez Olano, como periodista, creo. Fue una excursión

de locos, nunca me había ocurrido otra cosa igual. Si en mi primer

viaje a Inglaterra había quedado deslumbrado por las modas, por los

espectáculos, por el bullicio de la capital del mundo que apuraba los

últimos esplendores de la Década Prodigiosa, ahora me sentía casi

como en mi casa. Agrupados, después del trabajo en los estudios De

Lea, en Wembley, recorríamos todos los rincones, husmeábamos en

todas partes, nos divertíamos sin fatiga. El disco Sólo un hombre iba

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tomando forma mientras todos nosotros tomábamos de la vida lo que

nos ofrecía y aún más.

Tusa no desperdiciaba ninguna oportunidad de comprar los objetos

más inverosímiles y estrafalarios, y nos convencía para que también

nosotros lo hiciéramos. Así caminábamos con unas alzas enormes, que

casi parecían zancos, haciendo difíciles equilibrios por King's Road y

el barrio de Chelsea. Claro que el hallazgo más excepcional fueron

unos monos de terciopelo y cintura de avispa, muy bonitos..., pero con

la cremallera por detrás, en vez de por delante. Los varones del grupo

nos dimos cuenta en seguida del gran inconveniente que presentaban

cuando nos acuciaban las ganas de acudir a los urinarios: había que

desnudarse por completo para una operación tan sencilla... Todo esto

y mil historias más provocaban carcajadas continuas, un buen humor

que pocas veces he vuelto a sentir. Tusa era la mujer más alegre del

mundo. Su pelo la caía por la espalda, como una cascada roja -según

la moda del momento- y obligaba a los severos londinenses a parar su

marcha para mirarla. No podían imaginar que aquella mujer era una de

las más grandes actrices italianas.

Entre las grabaciones que estábamos realizando en Londres figuraba

una canción cuya letra era de Lucía: Amor, amar. La he cantado

siempre con un gran entusiasmo porque para mí -como para ella-

encerraba muchos significados: Amor si tu dolor fuera mío y el mío

tuyo, qué bonito sería, amor, amar... Si tendré mañana para volar...

Cabalgando la noche se acerca tu nombre... Es un poema muy

hermoso y, naturalmente, obtuvo el enorme éxito que merecía, de tal

modo que suele figurar aún en mi repertorio habitual, tantos años más

tarde. Luego, en 1974 y en el LP titulado "Camilo", volví a incluir otra

canción de Lucía Bosé, Mi verdad. Es casi un auténtico concierto, que

grabamos con toda la Sinfónica de Londres en pleno:

En la oscuridad buscarte,

lacrar mi boca quisiera y dentro de mí hablarte...

Tapar mis oídos quisiera

y en el silencio escucharte...

Para saber mi verdad...

La letra era muy breve y casi surrealista y yo le puse una música

grandiosa, muy fuerte, de manera que en la grabación resulta un

verdadero concierto de dos minutos y medio.

Tusa me acompañó en otros muchos viajes, no sólo por España.

Recuerdo que en México su costumbre de meterme siempre en bromas

provocó una situación pintoresca. Encontró en un hotel a una fan que

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estaba esperando a Serrat y le dijo:

-Pues pasado mañana va a llegar aquí Camilo. Ten cuidado con él, que

es terrible. Será mejor que no te acerques.

La muchacha tomó la palabra con mucha frialdad e indiferencia,

porque ella -dijo- "era de Serrat". Es una chica gordita, de piel de

terciopelo. A los tres días de llegar yo tuvimos un pequeño encuentro

y nuestra relación no ha terminado aún. No creo que Serrat se

ofendiera porque le robase aquella fan...

Si en un momento dado nuestra mutua pasión fue declinando, como

ocurre siempre en la vida, Tusa y yo continuamos queriéndonos

mucho. Todavía ahora, de pronto, cuando termino de trabajar de

madrugada, la llamo para decirle que voy a desayunar a su casa. Ella

madruga muchísimo y cuando me presento tiene preparadas las

maravillosas verduras que ella misma cultiva. Podemos estar hasta la

noche siguiente charlando de poesía, de música, de nuestras vidas.

Ese mismo afecto existe entre su hijo Miguel y yo A veces, cuando él

se encuentra en el más alto de la fama, me preguntan si no siento

celos. ¿Cómo va a ser posible? Sé que muchos se han presentado

como descubridores de Miguel Bosé, pero fui realmente yo el que le

metí en el mundo de la música. Los dos primeros singles que grabó

están producidos y compuestos por mí y editados por mi compañía,

Ariola: Soy, Es tan fácil, For ever for you, Quién... ¿Cómo voy a tener

celos del muchacho al que conocí en Londres con dieciséis o

diecisiete años, con el que he pasado tantos momentos felices? Para

mí es doblemente amigo, por nuestra historia común y por lo que

admiro su trabajo. Para mí ha sido siempre un orgullo tener amigos

que triunfaran en cualquier aspecto de la vida, gente que trabajara y

que mereciera el éxito. Además, no puedo olvidar que es el hijo de

Lucía Bosé, de Tusa, una de las mujeres que más me han influido y

que sigo queriendo con más dedicación. Como en la época en que

estuvimos juntos.

Capitulo 26.

La víctima

No creo yo que el dinero haga al hombre y sea la posibilidad

inmediata de lo infinito, como aseguraba Anatole France. Pero sí me

parece evidente lo que otro francés muy sabio también decía ; según

Molière, el dinero es la llave que abre todas las puertas. Puede que

haya alguna mejor atrancada, incluso alguna imposible de abrir, pero

si los que han dispuesto de dinero aseguran que con él puede

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comprarse casi todo, sus motivos tendrán. Ahora bien, los halagos que

al dinero suelen hacer las personas que nunca lo han tenido suelen

convertirse en insulto o desprecio en los que nadan en ese "estiércol

del diablo". No quiero yo caer en ninguno de los extremos, y no por

prudencia ante los demás, sino porque nunca ha sido, ni de lejos, el

primer objeto de mis apetencias. Ni para ganarlo ni para gastarlo.

También en este aspecto de mi carácter se equivocó el zodíaco, pues

suelen decir de los virgos que tienden a caer en la avaricia, esa locura

de vivir pobres para morir ricos. A mí me importa poco cómo vaya a

morir con tal de vivir como quiero.

Y eso sí lo he conseguido en los últimos años. Quiero decir que nunca

me ha faltado dinero para conseguir lo que me ha apetecido, aunque

sospecho que siempre ha ocurrido así. En los más difíciles tiempos de

mis comienzos en Madrid, recuerdo que más de una vez me he

gastado las últimas quinientas pesetas que tenía en el bolsillo en cenar

en un restaurante chino del centro de la ciudad, con algún amigo

(hablo de cuando los restaurantes chinos eran baratos), y luego

marcharme a pie hasta mi casa en la plaza de Castilla por no tener ni

para un billete de Metro. Y no por ello me sentía desgraciado, todo lo

contrario.

Fue siempre así. Ante el dinero he sentido siempre una gran

indiferencia. Jamás he sabido cuánto tenía ni me ha preocupado lo

más mínimo, lo que ha permitido que algunos hayan aprovechado con

frecuencia ese desdén mío. No pertenezco a ese grupo de obesos que

necesitan cenar langosta y jabugo todos los días : con el mismo placer

me como un bocadillo de calamares que la mayor obra de arte de

Girardet, aunque no deje de apreciar los valores de la gran cocina :

hablo sólo desde el punto de vista del gasto. Dije ya algo parecido

sobre los coches.

Cuando Manolo Sánchez fundó una sociedad de management, al

comienzo de su carrera, le puso mi nombre, escrito al revés: Olimac,

porque yo era su primer artista. Bien, pues incluso en aquella sociedad

yo sólo tengo el arte: la parte es de unos cuantos, nada mío. Hay un

límite muy cercano siempre para el disfrute de las cosas terrenales.

Llegado a él, los límites no existen y es ése el lugar en que todos los

ricos son desgraciados, ya que nunca hay dinero bastante para tenerlo

todo, ya que siempre hay alguien en alguna parte que tiene más que

nosotros.

Para un hombre que lleva una vida como la mía, incluso es difícil

gozar de las comodidades de las que se ha rodeado. Tengo una casa

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magnífica en Torrelodones, a una treintena de kilómetros de Madrid ;

una casa llena de las cosas que me gustan, alfombras, cuadros,

cristales, libros, plantas, perros y amigos. Tengo otra casa en la

capital, para cuando me siento demasiado cansado después del trabajo

como para ponerme en carretera. Y una residencia de verano en Cala

d'Or, Mallorca, que compré a Manolo de la Calva, del Dúo Dinámico,

por consejo de Lasso de la Vega, que tenía otra al lado. Sin embargo,

ni siquiera todos los años puedo pasar en ella un par de semanas de

vacaciones, por exceso de trabajo. Y el espléndido apartamento que

poseo en Puerto Banús, en Marbella, creo que sólo lo he habitado diez

minutos desde que lo compré. Cualquiera que conozca éstas u otras

posesiones dirá en seguida: "¡Jo, cómo vive ése!" Lo malo es que no

vivo, que no tengo tiempo para disfrutar de todo eso. Claro, a

cualquiera le apetece saber que tiene dinero, que dispone de muchas

comodidades... Sin embargo, hasta ahora mismo he pasado fuera de

casa más de doscientas cincuenta noches al año. Eso hace que no

conceda al dinero mucha parte de mi corazón. Y si mi caché en los

conciertos es muy alto, uno de los más altos de España y de la

América española, se debe a los grandes gastos que implica una

actuación, tanto en material sonoro y escenográfico, como de

personal. Más de cincuenta personas entre músicos, técnicos y

trabajadores de oficina viven, con empleo fijo y bien pagado, de la

garganta de Camilo. Se trata, pues, de una verdadera empresa cuyo

director debe repartir entre muchos sus beneficios.

Así me he comportado siempre con el dinero. Cuando era pequeño, mi

padre se enfadaba por mi actuación económica. El dinerillo que me

daba semanalmente no lo dedicaba a comprarme caramelos o a

gastarlo en las verbenas. Compraba habas cocidas, una gambitas que

vendían en Alcoy, cacahuetes, patatas, chucherías diversas y regresaba

con ellas a casa para que todos disfrutaran de mi dinero. Sabía que a

mi padre le gustaban mucho aquellos aperitivos y no se me ocurría

guardar para mí las propinas o gastarlas en necesidades mías. El

dinero que me daban volvía a ellos.

Mi tía Mariu, la mujer de mi tío Pepe el Castellano (así llamado,

aunque es andaluz) padrinos míos los dos ; mi tía Mariu me recuerda

siempre algo que ocurrió cuando tenía yo nueve años. Fui a verla una

tarde y, ajetreada en su casa, la encontré despeinada.

-Tía, no puedes estar así -le dije-. Quiero verte guapa. Mira, sólo tengo

esto, vete a la peluquería y mañana volveré a verte.

Le di las cincuenta pesetas que llevaba en el bolsillo, toda mi riqueza,

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y me fui de la casa.

Ése ha sido siempre mi concepto del dinero.

Y la verdad es que siempre me las he arreglado bien, con él o sin él.

Lo mismo cuando me presentaron al Festival del Atlántico y me las

arreglé con trescientas pesetas para los gastos que cuando la Prensa

española publicó, no hace mucho, que aquel año había sido el

ciudadano español que más había pagado a Hacienda. No significaba

eso que fuera yo el español más rico, si no el que mayores beneficios

durante el año fiscal había declarado...

Lo del Festival ocurrió a finales de 1971, si no recuerdo mal. En

principio, Juan Pardo tenía decidido enviar a Andy Silver con una

canción escrita por él y titulada Mendigo de amor. Pero la inglesa

decidió en el último momento no presentarse. Camilo era entonces el

chico para todo en la productora de Pardo, como ya he dicho. Así que

mi pidió que fuera yo. Mencionar la palabra Festival ya me produce

urticaria y creo que realmente se me pone la piel como si me hubiera

revolcado en un bosque de ortigas. Discutimos, me enfadé... y

finalmente cedí para sacarle de encima el problema.

Con los gastos de viaje y hotel pagados, allí me presenté. Llevaba en

el bolsillo todo mi capital : trescientas pesetas. Iba derrumbado y

jodido. Sin embargo, apenas llegado me encontré con José María de

Juana, que me dio ánimos, y con Noelia Alfonso, canaria Miss

Europa, que me dio algo más. Noelia era una mujer deslumbrante,

cegadora. Ella tenía entonces un novio catalán, con el que se casó

poco después, pero estaba como yo contratada en el Festival, como

miembro del jurado. Nos hicimos íntimos en seguida. Y por otro lado

muy pronto las asistentas femeninas a las eliminatorias comenzaron a

inclinarse ostensiblemente por mi candidatura: griterío, desmayos,

aplausos, acosos en los vestíbulos del hotel... Los periodistas corrían

intentando fotografiarnos a Noelia y a mí, de modo que ni siquiera

pude bañarme en la magnífica piscina de aquel hotel de Tenerife por

miedo a las interpretaciones equívocas; no obstante, muchas revistas

publicaron fotografías nuestras de aquellos cuatro o cinco días. Yo

estaba un poco angustiado por mi falta de dinero, pero la amistad con

Noelia me curó en seguida la pena. Fue la primera vez que asistía a un

lugar como aquel, lleno de gente importante, y también mi primer

baño de multitudes.

Como estaba previsto, no gané la confrontación. Me parece que me

relegaron al segundo lugar, porque en alguna parte estaba decidido ya

otorgar el galardón a una canción de Tony Ronald, muy famoso

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entonces, titulada Help! No era inmerecido, porque Tony tuvo una

interpretación espléndida. De todas maneras, en muchos lugares me

consideraron vencedor moral de aquella contienda... y no por mi

relación con Miss Europa. Mendigo de amor también era un buen

tema y los aplausos me demostraron que no había sido mala mi

interpretación.

Claro que los festivales sienten hacia mí el mismo odio que confieso

yo por ellos. No me sorprende que no me hayan tratado con particular

afecto.

El segundo y último al que asistí fue mucho más desastroso que aquel

primero. A principios del otoño de 1973 me llamaron de Televisión

Española para una reunión importante. Por entonces me había

despedido ya de mi mánager Lasso de la Vega con el que estaba desde

la grabación en Londres de mi primer disco. Nuestra relación

profesional había sido un auténtico fracaso, aunque en lo personal nos

hemos entendido siempre muy bien y continúa nuestra amistad. Así

que me parece que él intervino en aquella reunión más por parte de

Ariola que por la mía. Tenía yo como encargado de mis asuntos a

Tino, con el que tampoco estuve mucho tiempo. En esta cuestión de

los mánagers todo ha sucedido como una cadena. Tino, Juan Martínez,

que había sido mi primer mánager, en los tiempos del sello Piraña de

Juan Pardo, trabajó con Lasso. También Manolo Sánchez fue durante

un tiempo road-mánager de Lasso. Manolo Sánchez empezó

trabajando en Ariola. Lo conocí sentado en una mesa que había tenido

antes encima una máquina de coser; hacía en la compañía trabajos de

promoción, hasta que se fue con Lasso de la Vega como sucesor de

Tinín el torero. Poco después se independizó como mánager y yo fui

uno de sus pupilos, también uno de los que más tiempo estuvieron con

él, unos diez años. Con Manolo Sánchez, que ha sido mi amigo del

alma, marcharon muy bien las cosas hasta los dos últimos años.

Dificultades de todo género me aconsejaron cambiar una vez más, y

elegí, en esa cadena de la que hablaba, a una persona que había

trabajado con Sánchez como road-mánager de Rocío Dúrcal y de

varios más. Jesús Manzano. Manzano es mi mánager personal desde el

otoño de 1983 y ha demostrado en tan poco tiempo una competencia,

una honestidad y un esmero tales que estoy seguro de no tener nunca

más necesidad de cambiar a mi apoderado representante.

Pero no era mi intención hablar de mis mánagers, sino de festivales...

En aquella reunión en Televisión Española se trataba de ofrecerme ser

su representante en el de la OTI. Segura, de Ariola, y Lasso apoyaban

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las palabras del directivo de TVE, José Joaquín Marroquí. Yo sólo

respondía con tres palabras:

-No quiero ir.

Y ellos insistían con todo género de argumentos: que de alguna

manera debía pagar a Televisión lo que había hecho por mí, que

estaba obligado, que no podía negarme, que me harían una campaña

publicitaria grandiosa, que tenía en mis manos todo el mercado

discográfico americano...

-No quiero ir. No quiero ir.

Sabía yo entonces que las víctimas de los festivales eran los artistas,

aunque ganaran. Ellos eran siempre los manipulados, los que

terminaban hundidos en aquellas marañas de intereses, de mentiras.

Aunque me dieran todo el oro del mundo no iría a la OTI.

-Pero si vas a ganar, Camilo. Te firmamos ahora mismo que ganas tú.

-Pues eso me demuestra una vez más que tengo razón. Que todo está

manipulado y amañado. Que es mentira todo.

Insistieron, presionaron, pusieron encima de la mesa el potencial de la

única televisión existente en España, sin cuyo apoyo cualquier

cantante puede hundirse ; el potencial y los contratos con la compañía

de discos, con el mánager. Creo que legalmente ni siquiera podía decir

que no. Y fui, claro.

Fui a Belo Horizonte, en Brasil. ¿Quién puso nombre tan injusto a

aquella ciudad? Creo que es una de las más feas del mundo y

horizonte ni siquiera tenía. Rascacielos, fábricas, multitudes. Ciudad

enorme y deforme a la que, por lo demás, le importaba un rábano

aquel festival. Los taxistas ni siquiera sabían en qué lugar se

celebraba. Vivíamos todos en un hotel gigantesco, nos cruzábamos

por los corredores y nos lanzábamos sonrisitas y buenos deseos. "¡Qué

te vaya bien!", "Tú mereces ganar, chico". "Suerte"... Panameños,

dominicanos, ecuatorianos... Vestidos de modo rarísimo, como

disfrazados. Y el lugar del festival, todavía peor. Creo que les habían

avisado de que apareceríamos por allí dos horas antes. No había

moqueta en el escenario, no aparecían los instrumentos ni las cámaras

de televisión, los canales de sonido se cruzaban, cada uno intentaba

por sus medios buscar un camerino o a los integrantes de su coro. Juan

Carlos Calderón, que había venido a dirigir la orquesta, estaba tan

desesperado que quería largarse. Muy pocos habían conseguido

ensayar. Yo me había preparado concienzudamente en España, se

había rodado, en Barcelona, un vídeo con la canción Algo más,

compuesta y escrita por mí ; Televisión y Ariola se habían esforzado

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realmente en la promoción de aquel tema, pero el Festival como tal

era una tragedia. La urticaria parecía haberme atacado los nervios y no

sabía en dónde meterme.

Lo malo era que no podía volverme atrás, después de todo el lío

montado. Y, por otro lado, ¿a quién decir que yo dimitía? Allí nadie

sabía nada, nadie estaba al tanto de nada.

Casi por milagro consiguieron emitirse, a trancas y barrancas, las

canciones. Yo canté como pude, pero estaba tan triste que

inmediatamente me marché al hotel, sin esperar a las votaciones.

Después me comunicaron que había quedado el quinto o el sexto y

que había ganado un bodrio mexicano titulado Qué alegre va María.

Naturalmente, por mucha alegría que llevase María, no fue a ninguna

parte. Pasó tan inadvertida como tantas canciones de ese absurdo

festival. Sin embargo, Algo más fue uno de los más grandes éxitos de

mi carrera, una canción de la que se vendieron cientos de miles de

copias en toda América.

Pero yo no estaba deprimido por haber perdido, sino por lo que había

pasado. José María Iñigo, que estaba allí como informador, me

encontró solitario y pensativo sentado ante mi mesa.

-Pero ¿qué te pasa, Camilo?

-Quiero irme de misionero a África, no quiero saber nunca más nada

de la música, cantaré sólo para mis perros. Me retiro de todo esto.

Mi decisión estuvo a punto de convertirse en definitiva cuando me

contaron lo que realmente había pasado. Algún tiempo antes de la

transmisión del festival, en Madrid habían cambiado las autoridades

de Televisión Española y los nuevos hombres consideraban que no era

conveniente ganar aquel festival. Un primer premio implicaba la

obligación de organizarlo al año siguiente y eso resultaba tan caro

como inútil. Así que habían llamado a quien fuera con órdenes de no

ganar. Sin pensar en las promesas, sin pensar en los trabajos, sin

pensar en mí. Los artistas, siempre víctimas del poder.

Me puse a llorar como un imbécil. Lloraba porque fuese así la vida,

porque todo resultara tan falso, tan grotesco, tan injusto. Que busquen

a otro para estas cosas, que hagan a otros sus promesas y sus

carantoñas, que no jueguen más conmigo. Cualquier cantante tiene

que soportar muchas decisiones de los demás, incluso de tipos

absolutamente ignorantes pero con poder ; ahora bien, aquello parecía

demasiado. La popularidad, la fama, el éxito, el dinero quedaban

siempre empañados por la opinión de un poderoso, de un directivo del

pelaje que fuera. Los mismos que te halagan babosamente para que

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vayas a un festival benéfico, con el que te pondrán una medalla,

pueden abandonarte por completo, olvidarte, despreciarte si eso

conviene a sus intereses. Así son las cosas. Así.

Capitulo 27.

Las grandes Damas

Tiene el mundo del espectáculo y sus protagonistas otra cara muy

diferente a la que gustan ofrecer las revistas de colores, las pantallas

de la televisión; diferente a la que suelen recoger las cámaras de los

fotógrafos y a la que se exhibe en esas millonarias fiestas de sociedad

montadas sobre todo para reconocernos a nosotros mismos, para

protegernos dentro del ghetto necesario. El mito del artista pobre lo

han inventado los banqueros y las señoritas de buena familia para

tener al artista en un puño; pero ni Brahms fue pobre (aunque las pasó

canutas en su juventud, tocando en las tabernas), ni lo fue Picasso, aun

cuando a poco de llegar a París cambiaba sus cuadros por una cena, ni

lo fue Hemingway... Y una vez acostumbrados a ver rico al artista -

aunque no siempre, en menos casos de los que serían justos: el

grandísimo César Vallejo murió muy pobre "en París con aguacero" -,

han decidido también que son forzosamente felices. Dice que no,

rotundamente que no, un hombre que lo ha sido casi siempre, que se

considera afortunado y muy agradecido a la vida que le ha tocado en

suerte. Un hombre que conoce bastante bien ese ghetto luminoso y ha

encontrado a veces dentro de él mucha desdicha y muchos llantos. No

sólo por una promesa incumplida, por un festival mal organizado, por

un fracaso eventual. Si tantos de ellos buscan la tranquilidad en el

válium, en el alcohol o en drogas mayores no es por esnobismo y para

estar à la page, sino para eludir el dolor. Era yo bastante joven, y

triunfador ya, cuando Lola Flores me advirtió de ese oculto rostro de

la popularidad, de los basureros de la gloria. Me lo decía como a un

niño, ella que es una madre "de las de antes", ferozmente cuidadosa de

su prole. Me lo decía con esa sinceridad que nadie puede negarle. Me

había propuesto yo en la trascripción desordenada de estos recuerdos

no hacer mención destacada de personas ajenas al protagonista de los

mismos, porque no están escritos para escandalera de verano o

reclamo publicitario, sino como punto de encuentro del Camilo

antiguo y el Camilo nuevo, el que ocasionalmente aceptó frivolidades

y pasotismos, el que a veces caminó por la vida como un patinador

sobre el hielo, es decir, sin profundizarla ; como el ave de paso en

todos los nidos; y el otro Camilo que de pronto es padre de un hijo,

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descubre sus errores y se dispone a no dar la espalda a ningún género

de responsabilidad. A veces un acontecimiento o una serie sucesiva de

ellos descubren como un fogonazo súbito un mundo en el que antes no

había reparado uno. Me había propuesto no hablar de los demás sino

lo estrictamente indispensable. A lo largo de quince años de profesión

ante los focos, es lógico que haya conocido a decenas de hombres y

mujeres tocados por el dedo de la fama, incluso de la celebridad. Dije

ya que no quería colocármelos como medallas... Pero las anteriores

reflexiones acerca de las inevitables amarguras de todo ser humano,

por encima o al margen de su oficio, de su carrera, de su dinero, de sus

apariciones públicas, me han hecho recordar a aquella mujer que muy

pronto me previno. Tenemos muy poco que ver Lola Flores y yo. En

principio, nada nos une. Salvo una admiración ilimitada por mí parte.

Muchas veces he tenido el placer, no ya de verla en los escenarios (y

han sido muchas las veces), sino de hablar con ella o, mejor,

escucharla. Lola Flores es tan grande que son muchas Lolas Flores al

mismo tiempo. Absolutamente irrepetible. Dudo que haya alguien

capaz de no apreciar esa desmesura de artista, aun cuando no le guste

el arte que Lola practica. Creo incluso que ninguna época y ningún

país podrán ya producir una mujer de su talla en el mundo del

espectáculo. Hay y habrá bailarinas, cantantes, mujeres de rompe y

rasga, pero dudo que sea posible reunir todo eso y en grado tan

supremo como se ha reunido en Lola Flores. Ni diré los secretos suyos

que conozco ni los que a ella haya podido yo confesarle. Sólo la

relación de admiración y afecto que me ha unido a esta gran dama.

Sabemos los dos que nos tenemos para cualquier cosa, que estamos

uno junto al otro aunque físicamente nos encontremos a veinte mil

kilómetros. Y lo dicho para Lola Flores, ya que lo digo, debo repetirlo

para la otra sin igual de la escena española. Me refiero a Sara Montiel.

He coincidido con ella en algunas actuaciones, especialmente en

México, país que yo adoro. Me quedaba embobado oyéndola. Me

daba cuenta de que cada palabra que decía solamente podía salir de su

boca, de que nadie nunca podría cantar como ella cantaba, moverse

ante el público como lo hacía ella. Antonia ha sido inagotable en todo:

en su arte, en el amor, en el afecto hacia cuantos la rodean. Yo entre

bromas y veras, la rodeé... Conservo en un álbum una fotografía que

me llena aún de ternura. Antonia estaba sentada y yo de pie detrás de

ella. Paso los brazos por encima de sus hombros y mis manos se posan

sobre sus dos pechos, esa especie de monumentos nacionales que han

traído de cabeza a dos o tres generaciones de españoles y de

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americanos de habla española, además de algunos millones más de

otras lenguas. Y que todavía darán mucho que hablar en futuro, desde

luego. Un gesto tan sencillo, casi tan fraterno, me llena ahora de

satisfacción y de orgullo, porque no a todo el mundo se le han

concedido ese don envidiable. Claro que esas dos maravillas ibéricas

son sólo una parte de los encantos de Antonia. El batir de sus pestañas

parece una señal de alarma. Sus ojos, como tinajas de miel alcarreña,

apenas pueden soportarse directamente, porque lo dicen todo a gritos.

Y por encima de esos encantos corporales, bien o medianamente

conocidos por todos sus seguidores, me ha admirado siempre en ella

su pureza de ser humano, su humanidad profunda, clara, evidente. Lo

primero que decía mi padre cuando venía a Madrid era si podíamos

ver a Sara. Alguna vez lo llevé a su casa para que charlara con ella, y

al hombre casi no le salía la voz del cuerpo. Otra noche estuvimos en

"Florida Park". Antonia, a causa de una afección de ciática, sufrió

repentinamente una especie de ataque y no podía mover el cuello

cuando estaba en el escenario; siguió cantando rígida, pero indomable,

con su abrigo de visón blanco encima, como estatua a la

profesionalidad y al arte grande. A mi padre se le caía la baba

viéndola, aplaudía sin parar y yo tenía ganas de subir al escenario y

ponerme a cantar para que ella descansara. También he procurado

visitarla en Mallorca siempre que iba allí a trabajar. Ella me ha

recibido como a un miembro más de su familia, esa familia que

aumenta con los hijos adoptados y que llegará a ser tan numerosa

como la de Joséphine Baker, como recibe siempre a sus numerosos

amigos. Una de las veces iba con un ayudante mío al que llamábamos

Paco el Whisky (y no hará falta explicar las razones de este apodo).

Antonia nos recibió en su piscina. Llevaba sobre la piel una ropa muy

fina y maravillosamente transparente. Nos pusimos a hablar y Paco, al

medio minuto, se lanzó de cabeza a la piscina. Nosotros seguíamos

hablando y Paco, cada poco, volvía al agua como si le acuciara una

sed insaciable. Casi parecía un autómata. -Pero, Paco, ¿qué te ocurre?

-Es que no puedo resistirlo, Camilo. Es que me siento al lado de ella,

la veo así y empiezo a arder. Tengo que saltar al agua. -Bueno, pues

quédate en el agua y así estarás tranquilo. Y de paso, nos dejarás en

paz a nosotros. -Ya, pero cuando estoy en el agua pienso está aquí y

tengo que salir corriendo otra vez, ¿comprendes? Para verla... Sara

comprendió que hay sangres muy inflamables y se echó una toalla por

encima del cuerpo. Con esa sonrisa suya, como siempre, sin ofenderse

ni burlarse, como una gran dama. ¿Cuánto han vivido ella y Lola

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Flores? Las páginas de memorias, incluso en libro, de la mayor parte

de las grandes stars de Hollywood son auténtico aguachirle al lado de

lo que estas mujeres podrían contar si quisieran. En ocasiones me han

contado aventuras que habrían dejado mudo y paralítico al mismísimo

Salgari. Desde luego, no puedo repetirlas aquí. Ni es mi oficio ni mi

gusto. Ellas son una parte viva de la historia de España, de la España

más dura y dramática y también más brillante y pasional. No creo caer

en la hipérbole si digo que muy pocas personas pueden simbolizarla

como ellas. Y a su lado, naturalmente, podría mencionar también a

muchas otras damas, aunque reinas de territorios diferentes. A Rocío

Jurado, que lleva camino de ser como ellas. A la dulce Mari Trini,

solitaria y sensible. A Marisol, de la que también me hicieron novio

alguna vez... He tenido muchas mujeres a mi lado, lo he dicho ya, a

veces también a mí me parece un pequeño harén, pero son muchas

más las que se me han adjudicado por el sentido del humor o la

frivolidad de algunos informadores. Marisol fue una de ellas. En

realidad, se debió todo a que me encargaron (y acepté, cosa que

todavía me sorprende, porque he sido siempre muy reacio a estas

cosas), me encargaron, digo, la música de la obra teatral Quédate a

desayunar, que protagonizaban dos genios de la escena española: José

María Rodero y la propia Pepa Flores. Ella cantaba el tema principal,

compuesto por mí. Nuestra relación profesional consistió sólo en eso,

y nuestra amistad fue desde luego más larga y profunda, pero nunca

rozó ni de lejos la categoría de noviazgo. Un hombre que entra en la

madurez y continúa soltero, un "soltero de oro" -como tan a menudo

me han calificado- no puede moverse al lado de una mujer sin que

alguien corra a decir que hay boda a la vista. Y mucho más si se trata

de un hombre como yo, demasiado inclinado a tener cerca a mujeres

hermosas. Una lista de esas bodas finalmente frustradas me llevaría a

llenar demasiadas páginas y a despertar fantasmas felizmente

dormidos. He querido a muchas mujeres, sí, pero he admirado a

muchas más aparte de las que he querido. Porque sabía que detrás

había un trabajo innumerable, un esfuerzo inmenso y un valor a toda

prueba. Sería un mal nacido si no las admirase. Sobre todo a aquellas

que han sufrido más y que mejor han sabido ocultarlo ante quienes

pagaban su dinero por verlas felices, para que los hicieran felices. Ése

es el rostro de la antigua farsa, lo que hay debajo de las tintas de

colores de las revistas que ellas con tanto mérito habitan. Y si

menciono todo esto es porque sería otra forma de mentir si no lo

hiciera. Bastantes críticas injustas reciben para que ahorre yo los

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elogios que me parecen indispensables

Capitulo 28.

Viajes con mi nombre

Graham Green estaba en Buenos Aires dando conferencias y

concediendo entrevistas radiofónicas en torno a un libro que se había

publicado allí hacía dos o tres años (realmente, y en nuestra jerga,

estaba haciendo promoción de la novela). Yo había leído unos días

antes los Viajes con mi tía, y cuando me presentaron en un cóctel al

novelista inglés, altísimo, rubio, con la piel deslavada y una gran

amabilidad en el semblante, le dije que podría ofrecerle algunas

historias personales sobre mis viajes con mi madre. Naturalmente, la

señora Joaquina es el polo opuesto de la Tía Augusta, bebedora,

desenvuelta y excéntrica. No obstante, encontraba yo algún

paralelismo ente las aventuras del Henry de la novela y las mías

propias.

Las mías con mi madre, con mi padre o en solitario. Un cantante que

vaya por la vida con los ojos abiertos podría conseguir, desde luego,

un excelente relato de viajes a poco que supiera escribirlo. Quizá

porque es tan evidente no solemos figurar, sin embargo, entre los

grandes viajeros. Pero no creo que el más atareado ministro de asuntos

exteriores de cualquier país haya viajado en un año tanto como yo, sin

ir más lejos. No sé cuántas veces, desde 1971, he cruzado el Atlántico.

Hay muy pocas ciudades importantes del continente americano,

excepto de Canadá y Cuba, que no conozca. Guayaquil y Houston,

Monterrey y Caracas, Miami y Valparaíso, Bogotá y Chicago...

Prácticamente cada año realizo una o dos giras por América. A esos

viajes casi regulares, durante los cuales apenas me quedo nunca más

de una semana en un solo lugar, hay que añadir otras actuaciones

accidentales, es decir, fuera de las giras que duran dos o tres meses.

Conciertos en Ginebra, en Tokyo, en Amsterdam, en Francia... Y

luego las presentaciones regulares por toda España, no sólo los

circuitos veraniegos que suelen durar un par de meses y lo llevan a

uno, de un día a otro, de La Coruña a Mallorca, de Gerona a

Valdepeñas, de Valencia a Huelva. Viajes a los que hay que añadir los

que se realizan para grabar, para promoción o por simple placer,

escasísimos y escogidos viajes de vacaciones a la isla de Mykonos, a

la de Yerba en Túnez, a Goa, a Copenhague, a las Galápagos... Las

compañías aéreas todavía no tienen tarifas especiales para tipos como

nosotros.

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A mi madre nunca le ha dado miedo viajar. Ella sola, a sus años,

emprende con frecuencia el camino desde Alcoy en transportes

públicos. Viene siempre cargada con las cosas que me gustan a mí y a

mis amigos. Para Fernando Arbex, mi vecino paredaño en

Torrelodones y buen amigo desde los tiempos heroicos, carga siempre

unos cuantos trozos de sobrasada que el compositor considera superior

a la mallorquina. A mí me trae productos de huerta, especias,

elementos para la paella y una especie de pasta ácima que venden en

la provincia de Albacete y con la que se prepara una de mis comidas

preferidas: el gazpacho manchego, que nada tiene que ver con el

andaluz. Mientras los pasajeros de los autobuses de línea descansan en

el bar de carretera, ella corre al colmado para comprarme esa especie

de raviolis vacíos que se preparan con sofrito de cebolla, tomate y ajo

y carne de conejo o pollo. Y un toque de una hierba que en valenciano

llamamos pebrella.

Cuando la saqué por vez primera de España no se sorprendió lo más

mínimo. Era la primera vez que dejaba España, la primera vez que

montaba en avión, la primera vez que se encontraba entre gente de una

lengua extraña. No se asustó, no se acobardó. Le parecía la cosa más

natural del mundo pasear por Piccadilly, ella que apenas conocía una

ciudad de provincia.

Aquella primera vez, después de haberle enseñado lo más esencial de

la capital británica la dejé por la tarde en el hotel mientras yo iba a

trabajar a los estudios. Estuve nervioso e intranquilo, preocupado por

lo que ella pudiera hacer sola en su habitación, sin posibilidad de

entenderse con alguien. Apenas hube concluido corrí a su lado.

-Ya es muy tarde, mamá, pero vamos a ver si nos dan algo de cenar.

Aquí ya sabes que cenan muy temprano. Pero nos subirán algo- le

dije.

-¿Cenar? Yo no tengo hambre.

-¿Cómo no vas a tener hambre? Si no has comido nada desde las

doce...

-Es que yo ya he cenado, Camilo- respondió ella.

-¿Que ya has cenado? ¿Y cómo te las has arreglado para pedir la cena,

si no hablas inglés? O quizás había algún camarero que hablaba

español...

-No, no... Además, en este hotel todo es muy caro.

Yo he cenado con mi cena, que me la traje de casa.

-¿De Alcoy?

-De Alcoy, claro. ¿Donde está mi casa?

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Se levantó del sillón, fue hacia su maleta, la abrió y sacó un paquete

de tamaño respetable. Al desenvolverlo, aparecieron trozos de queso,

jamón, longaniza, bacalao, chorizo, un panecillo y una pequeña

fiambrera en la que quedaban algunas tajadas de conejo en salsa. ¡Lo

había traído desde Alcoy y no me había dicho una palabra! Yo no

sabía si echarme a reír o a llorar. Por suerte, los aduaneros de

Heathrow no habían sido muy exigentes en sus controles. No quiero

pensar lo que hubiera ocurrido si descubren un suculento guiso de

conejo de monte dentro de una lujosa maleta de piel, y rodeados todos

de fotógrafos que habían ido a recibirme. Pero aquella previsión un

poco atávica se había demostrado útil. En otros tiempos a ningún

campesino español se lo ocurría salir de viaje sin llevar en su cesto de

mimbre o en su fardelillo provisiones para varios días. "Uno sabe

cuándo sale, pero no cuándo va a llegar". A mi madre no le daba

ninguna vergüenza sentarse en su suite de Londres a comer su propia

comida, sin problemas de idiomas y de cocinas extrañas. De modo que

aproveché su previsión y ya de paso me puse a cenar a su lado, sin

ocuparme de la nutrida carta del hotel.

Mi madre me ha enseñado que la patria de uno es la comida, cuando

se encuentra lejos. Por eso viaja siempre con algún alimento familiar.

De tal modo me ha inculcado ese hábito que una de mis inquietudes,

al cabo de algún tiempo fuera de casa, es encontrar comida española.

Casi siempre se consigue y, si no, se cocina sobre la marcha. Es

posible comer una paella aceptable en la Casa de España en Puerto

Rico, a las dos de la madrugada, después de un concierto, con los

músicos y los amigos más cercanos; es fácil en Nueva York reservar

mesa en el comedor de algún gallego, de algún murciano, de algún

vasco, de algún catalán con negocios bien asentados en la Gran

Manzana, en la capital del mundo.

Y cuando no resultaba posible, no me ha importado a mí hacerlo. En

algunos grandes hoteles de medio mundo debe de estar todavía

arrinconado el aroma de mis guisos. En uno de ellos llegué a tener

problemas. Llevábamos quince días en Los Ángeles, después de haber

actuado en buen número de ciudades norteamericanas, y de repente

me apeteció comer cocido. Realizamos algunas investigaciones

telefónicas con total fracaso: en ninguna parte de Los Ángeles era

posible comer cocido para la cena. Pero de tanto hablar del cocido,

aquello se convirtió en una cuestión de vital importancia para todo el

grupo, como si implicara un regreso automático a nuestra casa. Así

que era preciso cenar cocido.

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Nos distribuimos una lista de ingredientes y unos cuantos salimos a la

ciudad a buscarlos. Al cabo de dos horas lo teníamos todo, y de la

mejor calidad: garbanzos, chorizo, morcilla, fideos, tocino, repollo,

huesos de caña, gallina, una punta de jamón... Por suerte para nosotros

en ciertos barrios de Los Ángeles vive una numerosa población de lo

que llaman de origen latino, mexicanos sobre todo, y disponen, al

igual que chinos, italianos, armenios, etc..., de tiendas étnicas en las

que se venden todo tipo de artículos. Pedí en el hotel un infiernillo y

dos cacerolas y me puse a cocinar al condumio.

Tardé más de tres horas en tenerlo listo. Y a la mitad del tiempo

apareció un detective del hotel con la nariz en ristre anunciándonos

que se habían presentado numerosas protestas por olores en nuestra

planta; al abrir la habitación, casi se desmaya el buen hombre. Para un

americano alimentado de hamburguesas asépticas, de helados sin

aroma, de verduras precocinadas en agua oxigenada, los olores de un

cocido verdadero debía de resultar espantoso. Si yo no hubiese sido

Camilo Sesto (y el director de un grupo de unas cuarenta personas que

ocupaban media planta y pagaban abultadas facturas), me hubieran

puesto de patitas en la calle. Además, era cliente asiduo y conocido en

el hotel Beverly Wishire. El detective nos pidió que al menos

abriéramos las ventanas de la suite. Él se encargaría más tarde de

pedir que colocaran desodorantes por todo el corredor ya a ambos

lados de las puertas.

Cuando estuvo todo listo y la mesa puesta por las camareras,

llamamos al hombre de seguridad y le hicimos probar nuestra comida.

Quedó entusiasmado, sobre todo con "el relleno", las albóndigas

hechas con el tocino mezclado con huevo, pan rallado, ajo y perejil,

fritas primero y luego cocidas un momentito en el caldo del cocido. Le

gustó tanto que nos ofreció una posibilidad maravillosa: que

preparáramos nuestras propias comidas en las cocinas del hotel

cuando nos apeteciera, y contando además con la ayuda de los

pinches, mexicanos muchos de ellos. Con lo que ganó clientes seguros

para el hotel, ya que siempre que viajo a Los Ángeles me albergo allí.

Ahora ya los cocineros han aprendido a cocinar las comidas que de

vez en cuando necesitamos.

En realidad, la de cocinero es una de mis vocaciones frustradas,

demasiado tarde descubierta. Uno de los placeres más grandes en esas

largas y pesadísimas giras, mío y de la gente que me acompaña,

consiste justamente en esperar la madrugada comiendo y bebiendo.

Curiosamente, después del agotador trabajo de un concierto en el que

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adelgazo varios quilos, no me encuentro cansado, sino eufórico y

relajado, sin sueño. Les ocurre lo mismo a los músicos. Mi ayudante

Jesús Líbano es un experto en encontrar tiendas abiertas a cualquier

hora de la noche y en cualquier ciudad. Como conoce y participa de

esos vicios, aparece siempre cargado de paquetes con las comidas y

bebidas que más nos gustan. Ocupo yo el lugar del camarero, detrás de

la barra de la suite, y los músicos, los técnicos, administradores,

secretarias, toda esa troupe numerosa que toma parte en una gira de

importancia, troupe a veces cercana al medio centenar de personas, se

sientan al otro lado. Los que llegan tarde y sin sueño ocupan sillones,

camas y moquetas y se las arreglan a su aire. Yo voy sirviendo a cada

uno, bocatas, aperitivos, bebidas y vamos comentado el concierto, qué

salió bien y qué no también; nos liamos a contar chistes, a contarnos

las noticias que nos han llegado de España por teléfono o por las

cartas familiares, cantamos. Todo mientras acabamos con el

botellamen y la comida y yo siempre en el papel de camarero. Son

esos quizá los momentos mejores de los durísimos viajes, la mejor

cura de nuestras nostalgias y nuestras lejanías.

Alguna vez me han aconsejado que me quede a vivir en Los Ángeles,

capital mundial de la música, o en Miami. Sin embargo, a mí no me

han destetado de España, todavía no me han cortado el cordón

umbilical que me une a España. Antes tendría que llover hacia arriba

para que yo me desarraigara de España, aun cuando eso perjudique o

ralentice mi carrera. Es más: ni siquiera puedo imaginar la posibilidad

de haber nacido en otro sitio que no sea España. Y lo noto muy

especialmente cuando estoy fuera. Esa furia por conseguir las comidas

de mi patria, por saber cada día lo que está ocurriendo es una

demostración de un sentimiento que no me gustaría perder jamás.

Una vez intenté, sin embargo, quedarme un tiempo largo en Los

Ángeles. Lo hice sobre todo para perfeccionar mi inglés y porque

tenía entonces una relación muy íntima con una muchacha que vivía

allí, Deniss Brown, la Raquel Welch de Santa Mónica, Deniss,

hermosísima y cercana siempre. Fueron ciertamente días maravillosos,

meses espléndidos. Mi amigo Harold, un tenista negro excepcional,

me incitó en este deporte con clases interminables. Pude presenciar

espectáculos de primer orden y conocer a los grandes pioneros de la

música. Durante tres años consecutivos pasé temporadas largas en Los

Ángeles.

La última vez, en agosto de 1982, me llevé a mi madre. Aquel verano

no pude actuar, tan hundido estaba por la muerte de mi padre. Y la

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señora Joaquina se aclimató a Los Ángeles con una maestría

insuperable. Paseábamos mucho, íbamos aquí y allá. No había manera

de convencerla de que comiera una sola hamburguesa, ni siquiera de

que me acompañara a uno de los múltiples restaurantes mexicanos que

hay en la ciudad y sus alrededores. Mi madre se pasaba los días

preguntándome qué le iba a poner para la comida, para la cena.

Cocinaba yo casi todos los días.

Y uno de aquellos días tuvimos un invitado muy especial. Estaba yo

tentado a comprarme una casa maravillosa que estaba al final de la

calle, la última, en las colinas entre Hollywood y Beverly. En la casa

de al lado figuraba que vivía un tal John Calloy, aunque todo el

mundo sabía que se trataba de Frank Sinatra. La quería comprar no

para vivir siempre en ella, sino porque había estado habitada por

Catherine Hepburn, por John Travolta y, sobre todo, por Paul

McCartney, mi ídolo de toda la vida. Estaba en venta y me

organizaron una entrevista con el inquilino que la habitaba. Después

de quedar por teléfono, aceptó mi invitación a cenar. Mi madre quedó

muy sorprendida al verlo, lo miró de los pies a la cabeza, dio unos

pasos atrás para contemplarlo mejor:

-¿Pero no es éste ese boxeador de las películas?

Era Sylvester Stallone, desde luego. Hacia sólo unos días que había

cumplido treinta y seis años, los mismos que iba a cumplir yo. Resultó

ser un tipo fantástico, tan grande de corazón como de cuerpo:

simpático, afectuoso, cordial. Había aceptado la invitación con tal que

le sirviera comida auténticamente española. Decidí, por lo tanto,

servirle tres platos de la especialidad de los Blanes. De primero, una

crema fría de pepinos que me había enseñado Chelo. De segundo...

será mejor que dé la receta completa:

La materia básica son pimientos rojos, bien carnosos, uno o dos por

comensal, y no demasiado grandes. En la sartén, y con aceite de oliva,

se prepara un refrito con cebolla, ajo, perejil, tomate y guisantes

frescos ; cuando todo está casi hecho, se le agrega carne magra de

cerdo picada muy fina, del tamaño de granos de arroz. Una vez bien

frita la mezcla, se añade a la sartén arroz, azafrán, con generosidad,

cúrcuma, sal y una pizca de pimienta. Se rehoga bien todo. Aparte se

cortan los pimientos cerca del tallo, se sacan las semillas y se rellenan

luego con la mezcla dispuesta. Se les tapa con el trozo cortado y se

envuelven cuidadosamente en papel de estaño. En una olla a presión

colocamos una rejilla, un plato o cualquier otro artilugio que impida

que los pimientos toquen el fondo. Se vierte un poco de agua,

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procurando que no sobrepase el nivel de la rejilla. Encima se sitúan

cuidadosamente los pimientos y se cierra bien la olla. Una vez

alcanzado el grado máximo de presión, se baja el fuego y se dejan

hacer al vapor durante una hora justa. En una cacerola normal tardan

unas tres horas, pero hay que estar atentos a que no falte vapor, por lo

que resulta más cómoda la olla a presión. Es importante la medida del

tiempo para que el arroz quede en su punto y pueda absorber los jugos

del pimiento.

De postre ofrecí a Stallone flan de huevo, poco cargado de azúcar. A

los norteamericanos suele encantarles este dulce. Y, como bebida,

rioja joven un poco fresco. La cena obtuvo tanto éxito que todavía

ahora, de tarde en tarde, me llama Sylvester desde los sitios más

inverosímiles para preguntarme si voy a cantar donde él trabaja para

que le invite a cenar. Mantenemos desde entonces una amistad

excelente, aunque finalmente decidí no comprar la casa. Tal vez me

hubiera atado demasiado a Los Ángeles, la ciudad americana que más

me gusta.

A mi madre le cayó mejor aquel actor que los punkies que había visto

en King's Road y de los que había dicho cosas terribles. Incluso la

agitada ciudad de Los Ángeles le pareció mejor que Roma:

-¿No te parece que aquí está todo viejo y roto, Eliseo?- le preguntaba a

mi padre tirándole del brazo.

En México en cambio se divirtió mucho, aunque "la gente hablaba de

una forma muy rara". Incluso me acompañó, después de una agotadora

jornada en el impresionante Museo Etnológico, a visitar a León

Felipe, inmortalizado en estatua en el bosque de Chapultepec. Siempre

lamenté no haber podido conocer al poeta exiliado, que murió en

1968, y tuve que contentarme de acudir al Ateneo Español y a algunos

bares en los que Felipe desgranó su sabiduría, su furia y su poesía. El

hombre que en sus escritos cantaba "no para hacer dormir a nadie" -

como a tantos nos gustaría y pretendemos- ha sido siempre uno de mis

poetas más frecuentados. Guardo como un exvoto el texto aquel en

que explica por qué los españoles hablamos tan alto, las razones por

las que levantamos tanto la voz. El español "habla desde el nivel

exacto del hombre porque tres veces en la Historia ha necesitado

levantar su voz: cuando gritó "¡Tierra, tierra!", frente a las costas

americanas; cuando "el estrafalario fantasma de la Mancha" gritó

"¡Justicia, justicia, justicia!" y, por fin, cuando "desde la colina de

Madrid", en 1936, gritó "¡Que viene el lobo, que viene el lobo!"....En

México he estado tantas veces y tanto tiempo que es un poco como mi

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segunda casa. En México he visto cómo sobornaban a los conserjes

del hotel en que actuaba, y con sobornos de hasta cien mil pesetas,

para que les dieran la mesa de la primera fila desplazando a quien la

tenía ya ocupada para verme trabajar. En México, donde un general se

presentó en mi camerino y me ofreció una vez un crucifijo de

diamantes que había recibido de su madre y tuve que aceptarlo porque

me amenazó con ser arrestado por los soldados que le acompañaban...

Ese general cuyo nombre prefiero omitir, hoy está inactivo, súper

millonario, sigue presentándose en mi camerino siempre que actúo y

sigue regalándome flores, bombones, un reloj y amenaza con meterme

preso si no lo acepto. En México donde una vez tuve que actuar en

una de las mansiones del general Durazo, entonces jefe de policía de

la capital federal y buscado por los jueces, alias El Negro. Tenía una

veintena de mansiones en México, Canadá y Estados Unidos y ahora

lo acusan de haberse llevado del país no sé cuántos miles de millones.

En el libro Lo negro del "negro" Durazo, que compré en mayo pasado,

encontré increíbles historias de este curioso ciudadano.

Yo actué en una discoteca que había construido para su hijo en una de

sus casas, tan inaccesible que había que llegar en helicóptero. Era una

réplica exacta de la más famosa discoteca del mundo por entonces, la

"Studio 54" de Nueva York. La casa tenía además casino, caballerizas,

baños de vapor, lagos artificiales, carreteras privadas, campos

deportivos... Un desmadre para marear a cualquiera. Parece que con la

elección del nuevo presidente ha sido incautada por la alcaldía de la

capital, lo mismo que otra en la playa de Zihuatanejo que los

mexicanos llamaban El Partenón, porque era una réplica del templo

ateniense...

En México... ¿Cuántas extrañas historias no me han pasado en

México? Es el país más vital, más insólito, más divertido, más

desquiciado, más apasionante. Únicamente me he negado a actuar en

los palenques, donde se celebran las peleas de gallos, aunque pagan a

los cantantes sumas fabulosas, porque allí el artista es sólo una

disculpa legal para las apuestas ; nadie escucha y con alguna

frecuencia el festejo termina a tiros o, al menos, a golpes. Sin

embargo, he hecho por el país giras nutridas como las españolas, y

casi tan frecuentes. Tengo en el país miles de amigos, algunos de mis

discos se han vendido en mayor número que en España incluso, allí he

encontrado a la madre de mi hijo, Lourdes Ornellas. Y mi hijo Camilo

es mexicano. ¿Qué más podría añadir?

Mi madre, aún con sus años, siempre me pregunta si estoy preparando

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un viaje "tranquilo" a México, es decir, un viaje para actuar solamente

en la capital o en un par de sitios. Quiere venir conmigo porque no ha

podido olvidar el amor que le ofrecía todo el mundo en aquella tierra,

el mismo que me entregan siempre a mí. Ni teme a la altura, ni a la

"cólera de Moctezuma". Si yo me como con más gusto un chile que un

pastel, un chile que parece tener encerrado en su interior todo el fuego

del infierno, no se arredra ella ante los platos del país. Esa admiración

que siente le ha sido premiada convirtiéndola en abuela de un pequeño

mexicano, aunque es rubio, pálido de piel y con ojos azules como su

padre, un vástago perfecto de los Blanes.

Tanto ella como mi padre me han acompañado en muchos viajes, a

muchos países. Para ellos era un regalo verme actuar ante públicos tan

diversos. Y también una inyección de vida y de entusiasmo. Sin

posibilidades de haber hecho turismo en sus mejores años, mi madre

sobre todo, porque ha vivido más, está aprovechando

maravillosamente su tiempo. Y contempla esos mundos extraños con

una ingenuidad, un interés y una pasión enternecedora

Capitulo 29.

Riesgos controlados

A gran parte de los comentaristas de lo que ellos mismos llaman

"mundo frívolo" -aunque habría mucho que hablar de tal frivolidad-

les parece de perlas que Mick Jagger aparezca en los escenarios

agitando las caderas envueltas en un taparrabos con los colores de la

bandera británica ; dicen que es una muestra de su genialidad

incomparable. Aplauden sin reticencias las rompedoras

excentricidades de Alice Cooper y aceptan el punkismo más feroz

como un signo de los tiempos, incluso en sus manifestaciones más

violentas y desagradables. Al fin y al cabo eso forma parte del

espectáculo, es el espectáculo mismo, dicen. Y sus protagonistas son

ingleses, americanos, están apoyados por los grandes gobernadores de

los mass media. Pero cuando a mí se me rompió una costura del

pantalón durante una actuación en el "Scala" de Madrid, esos mismos

comentaristas me criticaron muy duramente. Los más exquisitos

informadores han admirado siempre los muslos que la ventilación del

Metro permitía mostrar a la Monroe, o ese tirante caído que solía

exhibir Ella Raines para dejar que el espectador gozase de la belleza

de sus hombros, o los torsos desnudos de ochenta docenas de actores

conocidos y respetados. Pero si sospechan que el tejido de mi pantalón

no comprime lo suficiente aquellos dones que la madre Naturaleza tan

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pródiga y generosamente me ha otorgado, en seguida se lanzan al

sarcasmo, la ironía o la burla. A mí me recuerdan a lo que un sargento

de los "grises", muy benévolo, me dijo cuando la banda de los Ojos

Negros tuvo un conflicto con la Policía a la salida de "Los Boys" :

"Bueno, está bien que imitéis a los Escarabajos, pero que no me entere

yo que ahí dentro copiáis a los Estones!"Sin embargo, ni el pantalón

roto en Madrid, ni la cremallera desgarrada en Nueva York, ni la

ostentación física de lo que uno tiene porque su ocultación es

imposible han sido nunca operaciones deliberadas y conscientes.

Forman parte de los riesgos incontrolados, como si el batería pierde de

pronto una de las baquetas, como si alguien estornuda, como si se

funden dos focos, como si al trompeta le da un acceso de tos en medio

de un solo, como si un camarero de la sala tropieza y se viene al suelo

con una bandeja llena de vasos...

Nunca me han parecido peripecias dignas de comentario público. Allí

estamos para algo más importante y así suele entenderlo el público. Lo

que yo suelo hacer en estos frecuentes casos de accidente es seguir

cantando como si tal cosa, aun con el micrófono mudo, aun con algún

cable chisporroteando. Pero me atrevería a añadir que si todo ese

género de sucesos fuera deliberado -el pantalón roto, etc...-, podría

formar parte de un espectáculo y, en consecuencia, debería ser

considerado como tal. Como los meneos del Jagger, por ejemplo. ¿A

qué entonces, escándalos tan pacatos y desmelenados? Naturalmente,

siempre las medidas se han aplicado según el gusto del medidor y no

según la rectitud de la medida misma. Por otra parte, mi experiencia

en romper pantalones es ya antigua. Al poco tiempo de ingresar en el

equipo de los Salesianos, como portero titular, mientras durante un

partido me columpiaba en el larguero de la portería, rocé un clavo que

sobresalía en uno de los palos laterales y me rasgué el pantalón de

deporte de arriba abajo, en dos pedazos. Me quedé exactamente en

bolas. Tapándome como podía con los despojos de la tragedia, y

corriendo por entre el público del encuentro, niñas incluidas, llegué a

casa de mi tía Pepiqueta.

-Pero, ¿qué te ha pasado, mi niño?

Me prestó una gabardina de mi primo Camilo, tan larga que me

llegaba hasta los pies. Enrollado en ella conseguí llegar hasta mi casa.

Cuando mi madre me vio se llevó las manos a la cabeza:

-Si te presentas así en Valencia el día 19 de marzo, se creen que eres

una falla y te queman...En los miles de apariciones públicas que he

realizado en mi carrera, las he visto ciertamente de todos los colores.

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Una de las más apuradas y dramáticas -divertida vista desde aquí-

ocurrió en Punta Umbría, Huelva. A mediodía había comido más

ciruelas de las que mi intestino pudo asimilar y cuando llegó el

momento de subir al escenario, empecé a sentir unos retortijones

espantosos. Ya saben de sobra los que me han visto que no me gusta

quedarme quieto en las tablas ni tampoco me guardo las manos en los

bolsillos; pues bien, aquella noche salí encogido y agarrándome la

barriga con una mano. Para redondear el panorama, actuábamos al aire

libre y planeaban a nuestro alrededor unos mosquitos grandes y

voraces como buitres. Los músicos, las chicas del coro, los técnicos,

dedicaban más tiempo a golpearse el rostro y los brazos que a atender

sus ocupaciones, de modo que los instrumentos interrumpían sus notas

para que su dueño se librase de una de aquellas bestias y el concierto

era una mezcla de notas y de ¡plaf, plaf, plaf! Aquello sonaba

aproximadamente como la orquesta que me acompañaba en la

discoteca "El Caracol" de Asunción. El único inmune a aquel ataque

era yo, que he citado la aversión que por mi sangre sienten los

insectos, pero no podía frenar las premuras de mis prisas. Cada cuatro

o cinco canciones tenía que retirarme al camerino, disimulando mucho

la situación, mientras los músicos alternaban los pentagramas con el

asesinato del mosquito.

Otra sorpresa poco agradable me sucedió en Águilas, Murcia, la tierra

de Paco Rabal, cuando yo comenzaba. No me conocía nadie entonces.

El presentador del espectáculo, que debía ser un tipo tan impuesto

como el que en Alcoy anunciaba mi voz microfónica, se colocó ante el

respetable y dijo más o menos:

-¡Señoras y señores! ¡Y a continuación el gran descubrimiento del

momento, el cantante electrizante, la voz que va a toda pastilla, el rey

del ritmo... Camilo! ¡Ritmo a todo gas, op! Y aparezco yo con mi

canción de moda: "Buenas noches, mi amooor", la nana de Brahms.

Los chavales, que ya tenían el grito dispuesto, se quedaron de piedra.

Y yo también, claro.

En contrapartida, otra sorpresa recibida en Argentina fue mucho más

agradable. Empecé a cantar, dentro del repertorio de entonces, mi

versión de Si se calla el cantor: Levanta su voz en las tribunas por el

que sufre... Una de las letras más expresivas y hermosas de la

moderna canción en castellano. Y de pronto sale de entre el público un

hombre ataviado con un poncho, veo que los servicios de seguridad le

dejan acercarse al escenario, veo que salta arriba, se coloca a mi lado...

y se pone a cantar conmigo. Era nada menos que Horacio Guaraní, el

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autor de la canción. Empecé otra vez el tema y lo cantamos a dúo,

completo. Y me llevé su poncho como regalo del autor...

También en Buenos Aires ocurrió un extraño percance. Estaba

actuando Raphael y los organizadores me ofrecieron dos entradas para

ir a verlo. Yo pedí una localidad discreta, para que no me

reconociesen, y así me lo prometieron. Cuando llegué al teatro, un

empleado se prestó a acompañarme a mi sitio por una puerta lateral, a

fin de que pasara inadvertida mi presencia, como yo había pedido.

Pero alguien tenía decidido lo contrario. El empleado me hace entrar

justamente de cara al público y un cañón de luz empieza a seguirme

los pasos. Raphael estaba ya cantando. El público, al verme, empieza

a gritar : "¡¡Huaaaa!!" y, naturalmente, Raphael se calla, se da cuenta

de lo que pasa y se cabrea bastante. Algunos llegaron a decir que

aquella intromisión había sido deliberada, pero al final del espectáculo

fui al camerino de mi amigo a pedirle disculpas y explicar lo que

realmente había pasado. Una vez más, "el ídolo de la juventud" había

sido víctima de los promotores de espectáculos, que buscaban

escándalos para beneficiarse ellos mismos, sin preocuparse de los

sentimientos de los demás. Los verdaderos riesgos surgen de la

manera más imprevista, y de ello es testigo principal Ricardo, mi jefe

de seguridad. Riesgos que se dan en los escenarios y fuera de ellos.

Tal vez el mayor miedo de mi vida no lo sufrí ante las candilejas, sino

en un viaje previo. Fue en Chile. Me montaron en una avioneta de

papel de celofán, apenas sentado me entregaron un bocadillo dentro de

una bolsita en la que podía leerse "pasaporte a la aventura". ¡Y tanto!

Aquel aparato, mientras se acercaba a los Andes, parecía una mosca

en medio de un huracán. Afortunadamente no ocurrió nada

irremediable, pero el terror de aquel vuelo no he podido olvidarlo. He

pasado momentos muy gratos en el aire y en aparatos pequeños; uno

de los más felices, por ejemplo, fue un recorrido en un pequeño

helicóptero sobre Miami y sus alrededores. En todo caso, y no sé muy

bien por qué, hay momentos que siento cierta aprensión a las

máquinas voladoras, las veo más próximas a la avioneta chilena que a

los grandes "jumbos" transoceánicos. De todos modos, apenas he

tenido accidentes en mis continuos desplazamientos, esa plaga que

tanto se ha cebado en los cantantes. A veces conducimos con sueño,

durante muchas horas, con prisas... El recuerdo de mi paisano Nino

Bravo y de Cecilia está en la mente de todos los aficionados a la

música. Los mínimos percances sufridos por mí se han debido siempre

al nerviosismo de chóferes profesionales. No me gusta mucho tener

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que andar a toda velocidad por las calles de San Juan o de Denver,

precedido por una escolta de motoristas, mientras me siguen como a

un criminal algunos automóviles de fans enfebrecidas. No me gusta

deslizarme por puertas secretas, saltar en los ascensores con gorilas al

lado, renunciar a desplazarme por los vestíbulos o bares de los hoteles,

mantenerme encerrado en mi suite, andar por la calle rodeado de gente

que me acosa y de gente que intenta defenderme... No me gusta pero

debo hacerlo con demasiada frecuencia si quiero mantener mi

integridad física. Es ésa la más pesada carga de la popularidad

.Evidentemente, me siento muy feliz cuando, sobre el escenario,

recibo muestras de afecto en forma de flores, de gritos, de besos. Me

gustaría que todo eso desapareciera cuando voy por la calle. Pero sé

que es imposible. Resulta ciertamente halagador, como me ocurrió la

primavera pasada, que uno vaya paseando por las calles de Oviedo,

por ejemplo, y la gente se asome a las ventanas y empiece a aplaudir,

un poco como si pasara por allí la Cabalgada de los Reyes Magos.

Que se acerque una muchacha a pedir una fotografía o un autógrafo o

un beso. Que señoras de cierta edad le hagan a uno educadas y

respetuosas preguntas sobre las informaciones últimas a las que han

tenido acceso. ¡Ah, si todo fuera así! Desgraciadamente, la mayor

parte de las veces parece uno destinado a ser objeto de empujones,

tirones, patadas, agarrones, golpes, abrazos desmañados,

mordiscos...No sabría valorar el vestuario que me ha quedado hecho

añicos por las buscadoras de reliquias... Por todo el cuerpo tengo

señales de arañazos, dentelladas y heridas más serias. En San José,

California, una admiradora intentó arrancarme una cadena que llevaba

al cuello, bastante sólida, y me hizo una herida muy respetable, cuya

sangre me cubrió todo el pecho. En no recuerdo qué ciudad de México

otra estuvo a punto de ahogarme por querer llevarse mi bufanda: tuve

que defenderme con una contundente bofetada cuando ya me faltaba

la respiración. El número de relojes y pulseras que me han

desaparecido es innumerable y mis antebrazos parecen un cuadro

abstracto de huellas de uñas y dientes, como mis tobillos. En

Monterrey, algún loco o alguna loca lanzó con fuerza un cubito de

hielo de buen tamaño que fue a dar en la sien de Andrea Bronston y la

chica cayó redonda al suelo, desmayada, y tardó tanto en volver en sí

que paramos el concierto y temimos lo peor. Uno comprende los

arranques de amor de las admiradoras, pero piensa que deberían

reservarlos para lugares más íntimos y apacibles. Sin embargo,

después de tantos años sé que es irremediable esa costumbre. He

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tenido que acostumbrarme a llevar un servicio de seguridad propio, a

entrar y salir de los teatros entre policías, a viajar por las calles con

escolta de motoristas rugientes, lo que produce una sensación muy

rara (me refiero a las tres Américas, donde esto es normal) ;

acostumbrarme a defender difícilmente mi intimidad, sin resultar a

veces grosero ante una presión excesiva; tener en casa a dobermans

amaestrados para el ataque... En fin, no es esto lo que uno buscaba

cuando quería ser cantante, pero es lo que la vida ha dado, qué le

vamos a hacer.

Y a todo ello habría que añadir anécdotas más graves. Amenazas de

bomba como las de Santo Domingo. Y una precipitación fuga de

Colombia a Panamá después de haberme negado a actuar para un

conocido mafioso de la cocaína. Estos tipos, con inimaginables

palacios en medio de la jungla, con ejército propio y hasta cinco pistas

privadas de aterrizaje (son las que tenía aquel fan mío), suelen intentar

que los famosos actúen en sus dominios. Pagan -u ofrecen pagar-

cifras astronómicas y sin pasarlas por los filtros del Fisco. Algunas

cantantes muy populares que conozco han sido violadas en tales

lugares. A mí me invitaron una vez de forma bastante imperiosa y no

tuve más remedio que salir por pies anulando todos los conciertos en

el país. Normalmente, no son canciones lo que esas gentes buscan. O

quizá sí, pero tampoco son maneras...

De igual modo, no querían arte unos mafiosos de Nueva Jersey que

montaron un tiberio de mucho respeto. Por su cuenta y riesgo

alquilaron un pabellón deportivo, anunciaron que yo iría a cantar y

vendieron no sé cuántos miles de entradas. Unas horas antes

aparecieron dos de ellos en el hotel y me presentaron la papeleta.

Podía ser yo el causante de un altercado público gigantesco si no

aparecía. Me negué. Aquello podía ser el final de mi carrera en

Estados Unidos. Me negué. Uno de ellos sacó una pistola.

Acepté inmediatamente.

Pero cuando cruzábamos el hall del hotel ocurrió el habitual asalto de

los grupos de fans que a veces se pasan allí días y noches enteros

esperando que uno aparezca. Fue la primera vez que me lancé al corro

que formaban con todo mi entusiasmo. Me dejé besar, abrazar,

achuchar... Y rápidamente emprendí una carrera y me metí detrás del

mostrador de recepción pidiendo ayuda. Los mafiosos desaparecieron

y supe al día siguiente por los periódicos que los había detenido la

Policía por estafa.

Son acontecimientos graves o menudos que podría multiplicar si

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continuara en mi memoria. Imagino que a otras personas menos

conocidas también les suceden cosas semejantes, aunque por otros

motivos. Tal vez no tengan demasiada importancia. La sustancia está

en otro lado.

Capitulo 30.

Las Brujas

No sé si por el influyo de las tres constelaciones cuyos astros se han

ocupado tal vez de mi destino -Virgo, Sagitario, Escorpión-, o por esas

dieciocho letras divididas en el número mágico de seis tres veces -y el

mismo seis es sólo un tres duplicado- que me relacionan con el

Anticristo postrero, o por esas dotes de súbita videncia que tantas

veces he sentido y que son cimiento de muchas de mis canciones, el

hecho es que en muchas ocasiones me he visto rodeado de un hálito

misterioso que resultaba perceptible para los demás, de un aura que

algunos han podido vislumbrar como si fuesen cámaras "Kirlian". Me

di cuenta de ello muy tempranamente, en mi primer viaje a Argentina.

Buenos Aires, como todo el mundo sabe, es tal vez el más rico vivero

de brujas, espiritistas, videntes, médiums y practicantes de otras artes

relacionadas con la parapsicología. Pues bien, estaba yo

tranquilamente leyendo en el hotel, de madrugada, cuando escucho

unos golpecillos rítmicos y tímidos en la puerta, como de un pájaro

carpintero en la lejanía. No presté atención al principio, pero los

golpes continuaron, sin apresurarse, sin intensificarse. Por fin me

levanté a abrir. -¡Tú! ¡Eres tú! En el umbral estaba un hombre viejo

con las mismísimas barbas blancas de Merlín, encorvado, los ojos

como brasas. Llevaba en las manos un péndulo que se agitaba e iba

cobrando progresiva velocidad, señalándome directamente. -¿Qué

desea? - pregunté al viejo. -¡Tú eres el Elegido! ¡Tú eres el llamado!

¡Tú eres!-¿Elegido de qué? ¿Quién me ha llamado? -Míralo, mira el

péndulo. ¡Eres tú! - insistió el anciano.

-Sí, Camilo Blanes, para servirle. ¿Qué ocurre?

-Llevo tres días siguiendo los impulsos de mi péndulo y finalmente

me han traído hasta aquí. ¡Eres tú el elegido! ¡Te he encontrado!

No sabía qué responderle a aquel hombre. La bolita de acero

continuaba agitándose cada vez más enloquecida, dibujando en el aire

una línea que iba del hombre a mí. La mirada del visitante parecía

arder, pero el Merlín continuaba inmóvil, sin desear entrar en la

habitación. Pensé primero que sería una broma de mi mánager, una

forma de bienvenida del director del hotel, una costumbre local (que

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es lo que siempre pienso en países extranjeros cuando no entiendo lo

que está ocurriendo). Pero en seguida se me puso la piel de gallina y

empezó a entrarme miedo. Permanecía fijo allí, mirándolo casi en

estado catatónico.

-¡Si a los escorpiones no les enseñan sus padres que son escorpiones,

terminarán mordiendo su propio aguijón y morirán envenenados! ¡Y

tú eres Escorpión, yo te lo aviso! ¡Tú eres el Elegido!

El péndulo cambió el sentido de sus giros y el anciano, como si

obedeciera sus indicaciones, se alejó por el corredor y comenzó a

bajar las escaleras. Nadie le había detenido a aquellas horas. ¿Era un

fantasma o un bromista? No lo supe nunca. Cuando me levanté,

intenté indagar, pero nadie sabía nada del asunto. Se limitaron los más

próximos a decirme que no leyera novelas de misterio por la noche y

que no debía ponerme tan nervioso ante el próximo recital como para

tener pesadillas. Pero yo vi a aquel viejo y oí lo que me dijo.

Para garantía de la estabilidad de mi mente, años más tarde tuve un

encuentro semejante con una bruja mexicana, pero ante testigos.

Apareció en el camerino al término del trabajo, me miró de manera

inquietante, de arriba a abajo, fijamente, extendió las manos y dijo:

-¡Tú eres el Gran Protegido! ¡El Gran Protegido!

-¿Por quién?

-¡Eres hermano de Pablo McCartney, él es tu hermano mayor en el

espíritu y él te protege y te protegerá siempre!

-¿Cómo lo sabes?

-¡Lo he visto! ¡Él te protege!

En principio, aquella mujer de aspecto agitanado pero de evidente

etnia amerindia, no tenía por qué saber mi vieja admiración, mi

cercanía musical a este miembro de Los Beatles, grupo que entonces

estaba ya disuelto como tal. Nunca me había oído cantar sus

canciones, no me había visto jamás. Sin embargo, estuvo un rato

insistiendo en nuestra fraternidad y luego, año tras año, ha acudido

siempre a verme para repetirme la misma historia. En este caso no me

sentí asustado, sino encantado de aquella videncia. Aunque pálido

como la cal, bastante desconcertado e inquieto. ¿Cómo debe uno

tomarse estas cosas?

Gitanas callejeras españolas, no sé si para recibir suculenta propina o

por decisión personal, me han parado a veces para comunicarme

visiones y profecías semejantes. Claro que el caso más insólito en este

tipo de comportamientos me ocurrió, también en México, hace sólo un

par de años.

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Estaba cantando yo en La Arena, ante veinte mil personas, cuando

desde el fondo del local, por entre las dos vallas metálicas que

contenían al público ululante comienza a caminar una mujer de cierta

edad envuelta en esas faldas superpuestas o polleras que suele llevar la

gente del pueblo. Cuando se aproximó a las vallas que rodeaban el

escenario, más fuertes y tupidas que las otras, consiguió deslizarse por

entre ellas. Lo más extraño es que los numerosos policías que estaban

por allí no la cortaban el paso, como si la conocieran de toda la vida o

supieran que era inofensiva. Miré de soslayo a Andrea, Sergio Facheli

y Susana, que me hacían los coros, y observé en ellos un gesto de

inquietud. Pero yo he sido siempre bastante insensato en los

escenarios, para desesperación de mis servicios de seguridad y de mi

mánager; borracho con la música, me siento en el borde del mismo, y

hasta me meto en el patio de butacas, entre las primeras filas, doy la

mano, me dejo achuchar... Ante aquella situación rara, sobre todo

conociendo los modos de los policías locales, no me pasó por la mente

que aquella mujer, por ejemplo, podía haber llevado escondido un

cuchillo en el refajo. Seguí cantando al borde del escenario.

La mujer llegó hasta mí, tendió las manos como ante una imagen

sagrada, me agarró del cuello, me atrajo hacia sí y finalmente me dio

un beso en la frente.

-¡Tú eres el Mesías, tú eres Cristo!

La verdad es que me resulta un poco fuerte escuchar una cosa así... De

todas maneras, en medio de la agitación y los sudores de un concierto,

se olvida uno pronto del incidente. Aunque más tarde, cuando se

encuentra uno a solas, se inquieta y sólo consigue preguntarse: ¿Por

qué?

Curiosamente, no todas las brujas han sido afortunadas conmigo.

Durante un tiempo estuve acosado, día a día y noche a noche, de la

manera más descarada, por una señora de buena edad y que tiene un

conocido apellido de coñac español. Vivía en Madrid y me tenía frito

con sus cartas, impregnadas con un extraño perfume, llamadas

telefónicas continuas... Se las arreglaba para asistir donde yo estaba,

me seguía por las calles, aparecía esperándome dentro de su coche a la

puerta de mi casa. Le respondí cien veces que no podía satisfacerla,

que no podía aceptar sus proposiciones.

-¡Si no puede ser, Camilo! ¡Si tú tienes que ser mío!

-No puede usted obligarme, señora, compréndalo.

-Tiene que ser así. ¡Tiene que ser de este modo!

-Que no, de veras. Debe usted comprender...

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No había modo. Necesariamente tenía que caer rendido a sus pies. Y a

mí no me apetecía lo más mínimo: nunca he tenido vocación de gigoló

ni tampoco de consolador de centenarias hambrientas. En todo caso,

procuré ser amable y ya, una vez, al cabo de los meses, le pregunté

por qué insistía tanto si estaba claro que no había nada que hacer. Y

me lo contó.

Resultó que aquella buena señora tenía dos brujas a su servicio, dos

brujas de cámara, como si dijéramos. Y una de ellas, después de

haberle leído las manos y los posos del café, después de haber echado

las cartas y examinado su bola de cristal, después de numerosas

operaciones específicas de su oficio, le había comunicado a su patrona

que Camilo Sesto estaba ya en el bote, que no tenía más que

presentarse para la cuestión. Luego de tanta espera negativa, mi

admiradora me confesó que había despedido de su servicio a aquella

bruja tan poco competente en su trabajo. Ni siquiera el perfume

mágico que le había dado para hacer más eficaces sus cartas daba

resultado. Yo creo que hizo bien.

Entre las mil formas que las señoras han utilizado para ligar conmigo,

ésta me pareció siempre la más descabellada de todas, y eso que las ha

habido bastante inverosímiles y absurdas. Si al menos aquella reina

del brandy hubiese recurrido a trucos más tentadores y sutiles...

Como por ejemplo el de aquella muchacha norteamericana. Cuando

bajaba de la limusina de siete metros de largo en la que los

organizadores me conducían desde el hotel Pierre Neoyorquino hasta

el "Radio City", en los aledaños de Broadway, la chica se las arregló

para acercarse a mí, entre los policías, y entregarme una nota. La leí

de pasada y decía más o menos: "Estoy en la fila veintitrés, butaca

treinta y cuatro. Te quiero". ¡Nada más fácil para un cantante

deslumbrado por los focos que descubrir a una muchacha entre seis

mil personas! Tiré el papel y me olvidé del asunto. Continuamente

está recibiendo uno todo tipo de escritos y de obsequios: cartas, fotos,

postales, poemas, flores frescas o secas, objetos perfumados,

peticiones de ayuda, declaraciones de amor, citas en lugares o

momentos inverosímiles, álbumes...

Necesitaría un par de personas dedicadas exclusivamente y full time a

responder y organizar mi correspondencia si intentase quedar bien con

todo el mundo. Desgraciadamente, no es posible.

En fin, me olvidé del recado de la chica.

Acabó el concierto, fuimos a cenar, tomamos una copa en alguna

parte, nos quedamos otro buen rato en la habitación de alguien,

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mientras los músicos organizaban una partida de mus... De

madrugada, como de costumbre, fui a acostarme. Y al abrir el armario

de mi habitación, allí estaba escondida una jovencita... vestida con una

de mis camisas y con uno de mis trajes.

-Pero...

-¿No me conoces, Camilo?

-Perdona, pero yo...

-¿No me viste en la fila veintitrés, butaca treinta y cuatro? Estuve todo

el concierto saltando y aplaudiendo y gritando...

-Sí, sí... Pero, ¿cómo has llegado hasta aquí?

-Te he estado esperando -respondió con toda tranquilidad y como si su

comportamiento fuese el más natural del mundo, mientras se sentaba

en mi cama.

Tenía dos opciones: llamar a los detectives del hotel o permitir que se

quedase allí. Para ahorrar escándalos, le permití que se quedara.

También porque a aquellas horas resultaba más placentera esa

decisión...Tan frecuentes e impulsivos son estos tipos de asedios sobre

los que, para bien o mal, nos hemos convertido en ídolos de

multitudes, especialmente dentro del mundo de la música, que he

terminado ya acostumbrándome a que cuantos me rodean hablen de

mi harén particular. ¿Cómo resistir siempre cuando cientos y miles de

mujeres me reciben en todas partes con la pregunta a gritos de una de

mis canciones más conocidas ¿Quieres ser mi amante? He ido citando

a lo largo de este relato la presencia de unas cuantas mujeres en mi

vida, aquellas que más me han influido, pero sin la pretensión de

ofrecer ni una parte mínima de la lista de mis compañeras más o

menos ocasionales. Más o menos, porque algunas de ellas, después de

períodos largos de convivencia, siguen vinculadas a mi vida. En

efecto, no concibo ya mi existencia sin la llamada afectuosa de

Rosetta, sin una visita de vez en cuando a Lucía, sin la presencia de

Marcia cuando estoy de gira por México, sin noticias de Laura...

Tampoco sin el recuerdo avivado de Cristina Galbó, de Maribel

Martín, que fue la única que por celos se peleó con otra de mis

mujeres, la "asiladora" Rosetta, de "La Gordita", de Yolanda Barta,

que en tiempos de penuria corría a "El Corte Inglés", compraba en el

supermercado con una tarjeta de crédito y corría a mi casa para

llenarme el refrigerador de comida, de Lisette, mi musa particular

puertorriqueña, mi gheisha, lago de la tranquilidad y de la belleza en

mis giras americanas. Lisette obtuvo un premio de belleza en su país y

la conocí como parte de nuestro mutuo trabajo, hace un par de años.

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Me impresionaron no sólo sus ojos, el dulce rostro ovalado, el cuerpo

que parecía construido por la música para bailar los ritmos caribeños,

sino la dulzura de su carácter, el esmero con que me trataba (y trata),

la atmósfera de alegría y de tranquilidad que sabe crear a su alrededor.

Hemos pasado largas temporadas juntos, en Madrid, en Londres, en

Estados Unidos...

Camilo Sesto "el querendón", decía de mí un periódico de Buenos

Aires en mis inicios... Rosetta siempre ha repetido lo mismo :

-Eres mío, aunque te preste. Muchas otras también deben de pensar lo

mismo, y eso me parece bien. Pero Rosetta con frecuencia añade:-

Claro que últimamente te estoy prestando demasiado...Nunca me he

considerado novio de ninguna, sino sólo su más íntimo amigo. Nunca

he perdido la cabeza por ninguna. Y sólo una vez en mi vida tuve un

momento de locura pasajera y estuve a punto de casarme, mejor dicho,

de proponer que nos casáramos a una mujer. Fue también a una

puertorriqueña : Nydia Caro. Aunque parezca una estupidez, y al

margen de contados momentos de obnubilación o borrachera, siempre

he antepuesto la amistad con mis mujeres al amor por ellas a largo

plazo; quizá por ese motivo sigo llevándome tan bien con todas ellas.

Porque sigo siendo su amigo, porque fui siempre su amigo. Y nunca,

ciertamente, lo que podríamos llamar un novio profesional. En varias

ocasiones me han propuesto romances publicitarios, amoríos para las

primeras páginas. Hubo, por ejemplo, un fotógrafo que insistió mucho

para que Amparo Muñoz, cuando era Miss Universo, y yo nos

amáramos... Desgraciadamente, aquello no era verdad y me negué al

juego. Y si mis verdaderos amores han terminado siempre en peleas

definitivas que duraban unas pocas horas o unos pocos días, mi

verdadero amor, mi pasión más constante y duradera ha sido la

música. Es la que me ha impedido perder de modo absoluto la cabeza

por una mujer. Es la que me hace creer que un matrimonio supondría

la infelicidad de esa otra amante eterna. Procuro, en los momentos de

peligro, poner mi cabeza por encima de mi corazón y razonar el hecho

de que ninguna mujer que me quisiera podría ser condenada a la vida

que yo llevo. No es por egoísmo por lo que siempre me he negado al

matrimonio, sino por no querer hacer daño a otra persona. Como el

dinero y los lujos no valen gran cosa, esa mujer habría de llevar una

vida muy poco apetecible con un hombre que se pasa de viaje dos

tercios de sus días, que duerme de día y trabaja de noche, que anda

continuamente obsesionado con sus canciones. Y si yo la quiero, no

puedo brindarle esa condena. Conozco, por lo demás, las

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consecuencias de una vida así en muchos de mis colegas. Si bien he

tenido un espejo maravilloso en la vida de mis padres, que se amaron

durante cincuenta y siete años, con casi medio siglo de matrimonio, he

visto también, a mi alrededor, y en vidas más parecidas a la mía que a

la de ellos, demasiados espejos rotos, demasiados proyectos

truncados, faltas de respeto mutuo, cariños traicionados, hijos sin

raíces... No se trata, pues, de egoísmos, de comodidades, de

obsesiones. Es una opinión muy racional y meditada. ¿Qué sentido

puede tener una familia con su cabeza a diez mil kilómetros de

distancia? ¿Son posibles el amor, la convivencia por teléfono o por

correo? Mi misión en la vida, por propia decisión, no se limita a hacer

feliz a una sola persona, sino a millones de ellas con mis trabajos, con

mi música. Así me siento más mejor, como dicen en México. Así me

gusta vivir, así tiene sentido mi vida. Así me siento realizado, como

dicen ahora en España. Sigo viviendo con el primero y el grande amor

de mi vida: con la música. Y así continuaré. Y sigo pasando mis Horas

de amor con quien me apetece y con quien puedo. Con ese título lo

dejé dicho en uno de mis discos, en 1979. Los nombres deben

interesar sólo a sus protagonistas, salvo si su persistencia en mi vida

ha sido más decisiva. Como en el caso de Andrea Bronston, por

ejemplo. Hace ya ocho años que vive en mi vida, forma parte de mi

trabajo ya ha sido no sólo una amiga, sino mi cómplice y una ayuda

impagable en mis creaciones. Andrea, con sus ojos azules tan grandes

que permiten ver el interior de su corazón ha sido y es como una

pegatina sobre mi alma en estos últimos años, trabajadora incansable

en los territorios técnicos y gran compañera en la intimidad del hogar

a cualquier hora, siempre, casi como una parte de mí mismo...

Eternamente será "mi Tesi".También he sido embrujado por ella,

como por tantas otras. Y no me arrepiento que así haya sucedido.

Quiero creer que el hombre del péndulo me habría dado la razón.

Elegir y ser elegido.

Capitulo 31.

Autorretrato

En la planta baja de mi casa, con ventanales que dan a los jardines y a

la piscina, está situada la sala de ensayos; sobre la moqueta verde, una

maraña de cables, atriles, instrumentos, bancos, el botellero, pilas de

partituras... En un extremo de la habitación, varios armarios grandes

encierran todo un confuso y desordenado archivo. Hace

aproximadamente quince años vengo de vez en cuando

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prometiéndome a mí mismo organizar todo aquel maremágnum de

cartas, recortes de prensa, fotografías, pequeños souvenirs,

documentos: la rebaba de mi historia personal. He intentado con la

disculpa de la redacción de estos recuerdos poner finalmente orden en

ese enredado y oscuro mundo, pero termino de escribir y no he

conseguido ánimos para buscar allí un dato, un nombre, una fecha.

Encima de esa porción diáfana de la casa, en la "planta noble", existe

una pequeña habitación en la que he ido recogiendo los "recuerdos

mayores". Sus paredes enteladas están completamente cubiertas de

discos de oro y de platino, estanterías con trofeos de todo género,

nombramientos honoríficos, etc. En tantos años de carrera, y cuando

desde hace tiempo prácticamente cada disco que sale de mis manos -

de mi garganta, para ser preciso- consigue una ventas medias de tres

millones de copias, cuando se multiplican los galardones de "mejor

cantante del año", "mejor espectáculo de la temporada" y otros de

parecido carácter, es lógico que empiece a escasear el espacio, por

grande que sea, para almacenarlos. Petra se enfada cuando aparece

uno nuevo, porque significa un objeto más que limpiar. Petra, que se

acerca ya a la edad de mi madre, lo mismo que su marido Paco,

apenas tienen tiempo para mantener organizada mi casa. Está toda

ella, por dentro y por fuera, poblada de centenares de plantas, esa

pasión secreta mía, y en mis largas temporadas fuera de Torrelodones

son ellos los que deben regarlas y cuidarlas. También deben ocuparse

de mis siete perros, especialmente del viejo Libre, un teckel tiernísimo

y sabio al que todos conocemos como "El hot-dog" que me regaló

hace años mi eterno amigo Remigio Barrachina, aquel que había

ingresado conmigo en los Salesianos y formó parte de Los

Dayson...Me doy cuenta ahora de que he mencionado demasiados

nombres femeninos y muy pocos masculinos. Y, sin embargo, he

tenido también a lo largo de mi carrera la ayuda de muchos hombres,

como Barrachina. Casi todos han estado vinculados a los quehaceres

profesionales, pero los han sobrepasado siempre. Pienso ahora, por

ejemplo, en Felipe Argüelles, que trabajó con Manolo Sánchez y fue

para mí como un auténtico padre, siempre un lago de sosiego y calma

en los momentos de mayor agitación y nerviosismo. Argüelles, lo

mismo que Manolo, lo mismo que Jesús Manzano, lo mismo que mi

secretaria de prensa Lucía San Martín y tantos más, vive en el mismo

edificio que yo de la calle Cochabamba de Madrid. Fue promotor de

este edificio otro de mis amigos más grandes, el gran cuidador de mis

intereses, el que sabe poner siempre la palabra de aliento, de

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humanidad, de sabiduría y de sosiego junto a mí: Carlos García Pardo.

Pero, ¿cuántos más me han echado una mano en momentos difíciles,

en mis trabajos, en mi vida privada, en las composiciones, en las

grabaciones, en las soledades? Saben bien todos ellos cuánto se los he

agradecido y de qué manera los recuerdo. Porque siempre han ido

unidas en mi vida las relaciones laborales y las amistosas. No concibo,

en el mundo de la música, trabajar con alguien que no sea amigo mío.

No concibo al ídolo aislado encima de su pedestal de aplausos. Así

podrían confirmarlo los muchos músicos y técnicos que han trabajado

conmigo. Por ejemplo los miembros del grupo Alcatraz, que tocan

conmigo, ahora, en exclusiva, desde finales del año 1977. Es sin duda

el conjunto de músicos más completo y genial que existe en España.

Si en sus numerosos discos grabados no han tenido el éxito que

merecen es porque siempre iban varios años por delante de las modas

del país: tocaban jazz (con Juan Carlos Calderón, por ejemplo) cuando

apenas llegaba a cien el número de entendidos de jazz en España,

grabaron temas propios de raggae cuando aquí ni siquiera se conocía

el nombre de este estilo, crearon música española moderna cuando eso

parecía un sueño... Todos llevan en la música desde la infancia, los

tres que se encargan de los metales pertenecieron al grupo Los

Canarios, el más vanguardista, famoso y sólido de finales de los

sesenta; me refiero a los hermanos Alfredo y Vicente Mahiques

(trombón-trompeta y saxos-flauta, respectivamente) y a Feliciano

Muñoz, alias Nano, trompeta. El batería Antonio Climent, Tony, es el

más joven de todos y nació con los Alcatraz. Enrique Gómez, bajo,

empezó trabajando con Los Pop Tops... Los Alcatraz son,

efectivamente, la crème de la crème de los instrumentistas españoles.

Para mí, para mi trabajo eso es importantísimo. Pero más aún porque

son todos amigos míos del alma, y desde hace tantos años. Amigos,

consejeros, asesores, manos tendidas, corazones abiertos, parte de esa

gran familia que está siempre conmigo. Para enfrentarnos juntos a la

vida, para borrar esos "colores de hormiga" que a veces aparecen en el

horizonte, para enriquecer el trabajo mutuo y ofrecer a los demás lo

mejor que tenemos. Son todos ellos -músicos, técnicos, ayudantes-,

protagonistas y testigos de ese trabajo que está detrás de una aparición

en público, de tantas horas de esfuerzo antes de que una canción suene

ante los oídos de los demás. La excitación de la creación es sólo mía,

en la soledad de mi cuarto, luchando siempre con lo invisible de la

música y de la poesía. Pero la felicidad de la entrega a los demás, la

satisfacción que esa entrega produce, en cada aparición pública, en

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cada disco, es de todos juntos. Ángeles de la guarda como García

Pardo, Argüelles, Lucía, Jesús Líbano, Jesús Manzano... Cuando hace

siete años grabé un disco titulado Entre amigos, porque se incluían en

él canciones de gente muy cercana (Calderón, Galvao, Herrero...) era

porque estaba ya seguro de que muy poco podría yo hacer sin amigos,

sin el apoyo de mis amigos. Ahora que ha concluido esa selección

natural que la historia de cada uno impone es cuando más cuenta me

doy de ello. Son estos amigos los que me han ayudado a superar la

espantosa rutina de una vida confortable con los propios éxitos, a salir

de esa rutina para volver a sentirme tan vivo, tan consciente, tan

seguro y tan apasionado como en mis primeros tiempos. Con las

mismas ganas de luchar y de estar presente en todo cuanto sucede a mi

alrededor. Quizá con ellos a mi lado no habría rechazado tantas ofertas

tentadoras como se me han presentado. Me han ofrecido escribir

fondos musicales o interpretar teatro, comedias musicales. Infinidad

de veces han pedido mi intervención e0n el cine y salvo Los chicos

del Preu que ya mencioné y una aparición en otra película titulada El

flautista de Hamelín, me he negado siempre. No porque careciesen

para mí de interés económico, que nunca lo he puesto en ese tipo de

trabajos, sino por comodidad y porque los proyectos no me parecieron

bastante sólidos. Incluso porque evidentemente algunos resultaban

demasiado peregrinos, como cuando me pidieron que protagonizara

Evita, en el papel de Eva Perón, claro... Culpa mía ha sido no haber

buscado o emprendido proyectos mejores. Como hice una vez con

Jesucristo Superstar. Lo había visto en Londres y en Estados Unidos

más de veinte veces y planteé el proyecto. Todos me dijeron que era

una locura en la que iba a perder hasta el último botón de la camisa.

Arriesgado sí que resultó, desde luego, y no sólo en lo económico.

Pero yo quería salir de esa rueda rutinaria de actuaciones, viajes,

grabaciones, producciones. Y emprendí la tarea sabiendo que eso no

se hacía por dinero, ni siquiera por el éxito. Deseaba que los

españoles, especialmente los jóvenes, vieran el mejor ejemplo de amor

al prójimo que la Humanidad ha dado y lo vieran arropado con aquello

que más le gustaba, que más próximo estaba a su sensibilidad: la

música, las coreografías, los decorados. No me importaba arriesgar mi

pequeña fortuna en un empeño tan noble. Naturalmente, no todos

pensaban que ésa era la mejor manera de hablar de Cristo.

Menudearon los altercados con los ultras e integristas religiosos, hubo

amenazas de todo género, escritos condenatorios, intentos de censura.

Pero finalmente conseguimos estrenar la ópera rock en la noche del 6

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de noviembre de 1975, cinco años después de su primera puesta en

escena en Nueva York. Interveníamos más de cien personas -las

mismas que en la grabación del disco- bajo la dirección de Jaime

Azpilicueta. Hacía yo el papel de Jesús -y por él el diario Pueblo me

consideró el mejor actor y cantante del año-, Ángela Carrasco el de

María Magdalena, Teddy Bautista -el que fuera solista de Los

Canarios- el de Judas, Alfonso Nadal el de Pilatos... La verdad, resultó

un éxito rotundo. Así escribía una revista: "Jesucristo Superstar es el

mayor y mejor espectáculo jamás montado en España. Y el equipo que

hizo posible el sensacional montaje es el mismo que logró después el

sensacional disco, quizás el más difícil y mejor elaborado de cuantos

se han grabado en España".Veo el comentario en un álbum gigantesco

que sobresale de una pila en el armario de la sala de ensayos. En la

portada, adornada con un montaje de pétalos secos, pone

"Autorretrato" y una firma y una fecha: "Gladys. Caracas, 1981". Es la

presidenta de uno de mis "Clubs de Fans". Sería injusto que no

mencionase aquí a esos cientos de miles de muchachas que se

agrupan, en cualquier parte del mundo, para seguir mis pasos, para

apoyarme; aunque se las ha criticado muchas veces, incluso

ridiculizado, yo sólo he sentido siempre por ellas un afecto profundo y

una admiración sin límites. Porque son generosas, desprendidas,

dedicadas, fieles y maravillosas. La carrera de cualquier cantante -y la

mía en concreto- les debe mucho. Pues bien, en los países americanos

es muy frecuente que estos clubs o sus integrantes me preparen

álbumes de recortes en los que recogen todo tipo de materiales de mis

giras: recortes de Prensa, fotos, entradas, críticas... Son los que,

apretados y queridos, pueblan esos armarios. Abro al azar uno de esos

álbumes y leo: "Sesto y Carrasco dejaron gratos sones". En Clarín, 14

de julio de 1980. En otro: "Soy un hombre enormemente normal, en el

sentido de que tengo las preocupaciones que en estos momentos que

vivimos puede tener cualquier español. Me preocupa, desde un punto

de vista meramente personal y humano, ser fiel a mis principios,

sentirme a gusto con mi propia persona, dando lo que tengo, siendo

útil a la sociedad en que vivo". Leo: "Según el contrato, el concierto

del hispano Camilo Sesto, "el paliducho", solamente podrá

suspenderse por una revolución". Leo: "Previsión de actuaciones 78;

contratos: Septiembre: 1, Mérida (Badajoz); 2, Linares (Jaén); 4, Jódar

(Jaén), 6-25, grabación LP en Madrid. Octubre : 1, Caracas ; 7, Nueva

Orleáns ; 8, Miami ; 13, Houston ; 14, Chicago ; Nueva York

(Madison Square Garden) ; 20 San Juan de Puerto Rico ; 21, Ponce

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(Puerto Rico) ; 22, Los Ángeles (Teatro Griego) ; 27, Denver ; 28,

Detroit ; 29, San Antonio (Calif.). Noviembre: 1-11, México D.F.

(Hotel Prado); 14, Jalapa (Méx.); 15, Veracruz; 16, Ciudad Juárez; 17,

Monterrey; 18, Tijuana; 19, Tijuana; 22-26, México D.F.; 30,

Tijuana..." Leo: "Nunca me he parado a pensar en qué pueda ser lo

más atractivo que tengo para una mujer. No lo sé..., tal vez sea por

comportarme como soy, sin estereotipos ni sofisticaciones absurdas;

como una persona normal. No voy por la vida de Don Juan ni

manejando mi físico como un baluarte..." Sigo: "Maribel Martín-

Camilo Sesto, ¿boda a la vista? ¡Mare de Deu...! Bien: corto y cierro.

Cierro nuevamente el armario que acoge los dispersos fragmentos de

un autorretrato. Como un cuadro público pintado con pinceles de

procedencias distintas, con colores iluminados por luces diferentes.

Un cuadro con sombras y luces, con resplandores y opacidades.

Confusa, distorsionada, perpleja, parcial, exagerada, aquí -en esos

millares de papeles- está la historia de un muñequito rubio con nariz

de zapatilla que quería ser Joselito, de un muchacho que era el alma de

su barrio y el garbanzo negro de su profesor de matemáticas, el solista

del coro y portero de su equipo de fútbol, esforzado pintor, el soldado

que cantaba a voz en grito los himnos patrióticos ante sus compañeros

de batallón, el que se encierra durante días para ir tarareando ante un

grabador las notas, una a una, que tiene que tocar cada instrumento en

la nueva canción, el que con frecuencia prefiere mordisquear un trozo

de hielo para refrescarse a beberse una botella de champán, el hombre

que ha ocupado una veintena de domicilios en Madrid, de la calle

Humilladero a López de Hoyos, de la Corredera Baja a la Costa

Fleming, con patronas como la viuda de un coronel que le contaba sus

aventuras y terminó enamorándose de él, hasta que el hombre hubo de

huir... La historia de un compositor de canciones con las que cada día

se identifican millones de personas, el que bailó como go-go y actuó

en chiringuitos infames y también en los hoteles más lujosos de

México y en las mejores salas de Los Ángeles o de Tokio...¿Cuál es la

verdadera sustancia de ese autorretrato? Como ocurre con todo el

mundo, no se ve uno lo mismo que lo ven los demás. La verdad acaso

se encuentre en el justo medio. Sólo me inquieta lo que pueda pensar

de mí este niño que acaba de cumplir un año de vida y llega a un

mundo complicado y difícil: el séptimo de los Camilos en mi familia.

Quiero que se mantenga bien al margen de la vida un poco

enloquecida del cantante famoso, que vea la sociedad con sus propios

ojos. Por eso me he limitado a que lo fotografiaran ahora que esas

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apariciones públicas no pueden afectarle, para dejarle luego en paz. Su

sola presencia me ayuda ya a replantearme algunas razones de mi

trabajo y de mi misma vida.

TORRELODONES (MADRID), SEPTIEMBRE

1984.