Bertrand Russell - Autobiografia - Infancia

29

Transcript of Bertrand Russell - Autobiografia - Infancia

Page 1: Bertrand Russell - Autobiografia - Infancia
Page 2: Bertrand Russell - Autobiografia - Infancia

«Quizá la mayor y más franca autobiografía del siglo.» Daily Express

«Russell fue un pensador inspirado que tuvo la medida justa de ingenio para sazonar su sabiduría.»

Robert E. Egner

He vivido en pos de una ilusión, social y personal. Social, por imaginar la sociedad que se ha de crear, en la que los individuos crezcan libremente y donde el odio, la codicia y la envidia desaparezcan porque nada hay para alimentarlos. Personal, por valorar lo que es noble, lo que es hermoso, lo que es bueno; por permitir que los instantes de lucidez impregnaran de sabiduría los momentos más mundanos. Creo en todas estas cosas, y el mundo, con todos sus horrores, no me ha hecho cambiar de parecer.

BERTRAND RUSSELL Bertrand Russell (1872-1970) fue un hombre de una curiosidad intelectual casi ilimitada. Fue profesor en Cambridge y conferenciante en universidades y centros culturales de todo el mundo, lo que le llevó a entablar contacto con los intelectuales más importantes de su tiempo (Joseph Conrad,T.S. Eliot, Sartre, Eins-tein...) Destacan en su vasta obra Principia mathematica, La educación y el orden social, Elogio de la ociosidad, Fundamentos de filosofía, Ensayos impopulares, Por qué no soy cristiano, Pesadillas de personas eminentes y Misticismo y lógica entre otras. En 1950 fue galardonado con el Premio Nobel de Literatura.

Page 3: Bertrand Russell - Autobiografia - Infancia

BERTRAND RUSSELL

AUTOBIOGRAFIA

Page 4: Bertrand Russell - Autobiografia - Infancia

Título original: The Autobiography of Bertrand Russell

Traducción de Juan García Fuente (1872 a 1914) y Pedro del Carril (1914 a

1967)

Diseño de la cubierta: Edhasa basado en un diseño de Jordi Sabat

Imagen de la cubierta: retrato de Bertrand Russell, de Alberto Duce (cedida por Color Album/AKC

Images)

Primera edición: diciembre de 2010

© 2009 The Bertrand Russell Peace Foundation Authorised translation from English language edition published by Routledge,

a member of the Taylor & Francis Group. (c) de la traducción de 1914a 1967: Pedro del Carril, 1990 y 1991

© de la presente edición: Edhasa, 2010

Avda. Diagonal, 519-521 Av. Córdoba. 744, 2° piso, unidad 6

08029 Barcelona C1054A ATT Capital Federal, Buenos Aires Tel. 93 494 97 20 Tel. (11) 43 933 432 España Argentina E-mail: [email protected] E-mail: [email protected]

ISBN: 978-84-350-2724-3

Impreso en España

Page 5: Bertrand Russell - Autobiografia - Infancia

INDICE

Nota del editor ................................................................................ 6

Agradecimientos ........................................................................... …7

PRIMERA PARTE

Prólogo. Para qué he vivido .......................................................... 11 I. Infancia ................................................................................... 12 II. Adolescencia .......................................................................... III. Cambridge .............................................................................. IV. Compromiso ......................................................................... V. Primer matrimonio ............................................................... VI. Principia Mathematka.......................................................... VI. Otra vez Cambridge ...............................................................

SEGUNDA PARTE

Prefacio a la segunda parte ........................................................ I. La primera guerra mundial ................................................... II. Rusia ......... ........................................................................... III. China .................................................................................... IV Segundo matrimonio ............................................................ V Los últimos años en Telegraph House .................................. VI. Norteamérica. 1938-1944 ......................................................

TERCERA PARTE

Prefacio a la tercera parte ..........................................................

I. El regreso a Inglaterra .......................................................... II. En casa y de viaje .................................................................. III. Trafalgar Square ..................................................................... IV. La Fundación .......................................................................

Posdata ............................................................................... …

Page 6: Bertrand Russell - Autobiografia - Infancia

NOTA DEL EDITOR

Este volumen de la Autobiografía de Bertrand Russell se divide en tres partes, que se corresponden con

los tres volúmenes en que fue publicada originalmente, y que aparecieron en Londres en 1967

(1872-1914), 1968 (1914-1944) y 1969 (1944-1967). Se mantienen los prefacios a cada uno de estos

libros, así como la posdata con que se cerraba el tercer volumen.

Page 7: Bertrand Russell - Autobiografia - Infancia

AGRADECIMIENTOS

Se agradece el permiso para la inclusión de las cartas: en la primera parte: a John Conrad, a

través de J.M. Dent & Sons, por las cartas de Joseph Conrad. En la segunda parte: a LesAmis

d'Henri Barbusse; a Margaret Colé, por la carta a Beatricc Webb; a John Conrad, a través de

J.M. Dent & Sons, por las cartas de Joseph Conrad; a Valerie Eliot, por las cartas de T.S. Eliot; a

la testamentaría de Albert Einstein;a los ejecutores de la testamentaría de H.C.Wells (c) 1968

George Philip Wells y Frank Wells); a Pearn, Pollinger & Higham, con la colaboración deWilliam

Heinemann Ltd., por los pasajes de las cartas de D.H. Lawrence; al Fiduciario Público y la

Sociedad de Autores, por las cartas de Bernard Shaw; a los albaceas del testamento de la

señora de Bernard Shaw; y al Consejo Rector del Trinity College (Cambridge). Los facsímiles de

los documentos propiedad de la Corona, que se hallan en el Archivo General, se publican con

permiso del interventor de la Oficina de Documentos de S.M. Se agradece asimismo la

autorización para incluir algunas cartas, artículos e ilustraciones en la tercera parte: al barón

Cecil Anrep, por las cartas de Bernard Berenson; a los testamentarios de Albert Einstein; a

Valerie Eliot, por las cartas de T.S. Eliot; al Evening Standard, por la viñeta de Jack; a Dorelia

John, por la carta de Augustos John; a la compañía The New York Times, por "La mejor

respuesta a Fanatismo-Liberalismo" (© 195J);a The Observer, por "Ventajas y desventajas de

llegar a los noventa"; a la revista Punch, por la caricatura de Ronald Searle. En esta lista se

incluye sólo a aquellos que solicitaron un reconocimiento formal; muchas otras personas

dieron amablemente su permiso para publicar cartas.

Page 8: Bertrand Russell - Autobiografia - Infancia

A EDITH

Busqué la paz durante largos años

Éxtasis y angustia sólo hallé,

del frenesí conocí la faz,

hundido vime en negra soledad,

y ese íntimo dolor hallé

que el alma roe;

mas no di con la paz.

Viejo ahora y próxima mi muerte, al fin te he conocido, y, al conocerte, la paz y el éxtasis he hallado, conozco el descanso, inerte. Tras años solitarios transcurridos, sé cuál puede ser de la vida y el amor la fuente ahora, si reposo dormido, reposaré plenamente.

Page 9: Bertrand Russell - Autobiografia - Infancia
Page 10: Bertrand Russell - Autobiografia - Infancia

PRIMERA PARTE

1872-1914

Page 11: Bertrand Russell - Autobiografia - Infancia

PRÓLOGO

PARA QUÉ HE VIVIDO

RES PASIONES, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por el sufrimiento de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación.

He buscado el amor, primero, porque conduce al éxtasis, un éxtasis tan grande, que a menudo hubiera sacrificado el resto de mí existencia por unas horas de este gozo. Lo he bus-cado, en segundo lugar, porque alivia la soledad, esa terrible soledad en que una conciencia trémula se asoma al borde del mundo para otear el frío e insondable abismo sin vida. Lo he buscado, finalmente, porque en la unión del amor he visto, en una miniatura mística, la visión anticipada del cielo que han imaginado santos y poetas. Esto era lo que buscaba, y, aunque pudiera parecer demasiado bueno para esta vida humana, esto es lo que —al fin— he hallado.

Con igual pasión he buscado el conocimiento. He deseado entender el corazón de los hombres. He deseado saber por qué brillan las estrellas. Y he tratado de aprehender el poder pitagórico en virtud del cual el número domina al flujo. Algo de esto he logrado, aunque no mucho.

El amor y el conocimiento, en la medida en que ambos eran posibles, me transportaban hacia el cielo.

Pero siempre la piedad me hacía volver a la tierra. Resuena en mi corazón el eco de gritos de dolor. Niños hambrientos, víctimas torturadas por opresores, ancianos desvalidos, carga odiosa para sus hijos, y todo un mundo de soledad, pobreza y dolor convierten en una burla lo que debería ser la existencia humana. Deseo ardientemente aliviar el mal, pero no puedo, y yo también sufro.

Ésta ha sido mi vida. La he hallado digna de vivirse, y con gusto volvería a vivirla si se me ofreciese la oportunidad.

T

Page 12: Bertrand Russell - Autobiografia - Infancia

CAPÍTULO I

INFANCIA

L PRIMER RECUERDO vívido que conservo es el de mi llegada a Pembroke Lodge, en el mes de febrero de 1876. Para ser preciso, diré que no recuerdo la llegada propiamente dicha a la casa, aunque sí recuerdo la enorme techumbre de cristal de la estación terminal de Londres, pre-

sumiblemente Paddington, adonde llegué de paso hacia mi destino, y que me pareció inconcebiblemente bella. Lo que recuerdo de mi primer día en Pembroke Lodge es el té en la sala de la servidumbre. Era una estancia grande y desnuda, con una larga mesa maciza, rodeada de sillas y un alto taburete. Todos los sirvientes tomaban el té en aquella habitación, excepto el ama de llaves, la cocinera, la doncella de la señora y el mayordomo, que formaban como una aristocracia en el aposento del ama de llaves. Me acomodaron en el alto taburete para tomar el té, y lo que recuerdo con suma claridad es haberme preguntado por qué mostraban tanto interés por mí los criados. A la sazón ignoraba yo que ya había sido objeto de graves deliberaciones por parte del lord canciller, varios letrados eminentes y otras personas notables. Y hasta que no fui adulto no me enteré de los extraños acontecimientos que precedieron mi llegada a Pembroke Lodge.

Mi padre, lord Amberley, había muerto recientemente, tras un largo período de debilidad gradualmente progresiva. Mi madre y mi hermana habían muerto de difteria un año y medio antes, aproximadamente. Mi madre, según llegue a conocerla más tarde por su diario y sus cartas, era vigorosa, vivaz, ingeniosa, grave, original e intrépida. A juzgar por sus retratos, también debió de ser hermosa. Mi padre era un hombre filosófico, estudioso, nada mundano, más bien sombrío y afectado. Ambos eran ardientes teóricos de reformas y estaban dispuestos a poner en práctica cualquier teoría en la cual creyeran. Mi padre era discípulo y amigo de John Stuart Mill, de quien ambos aprendieron a creer en el control de la natalidad y en el sufragio femenino, Mi padre perdió su escaño en el Parlamento por defender el control de la natalidad. Mi madre se vio algunas veces en situación comprometida a causa de sus opiniones radicales. En una fiesta dada por los padres de la reina Mary, la duquesa de Cambridge observó en voz alta: «Sí, sé quién es usted. Es usted la nuera. Pero he oído decir que ahora sólo le gustan los sucios radicales y los sucios americanos. Todo Londres lo sabe; en todos los clubes se habla de ello. Debo examinar sus enaguas para ver si las lleva sucias».

La siguiente carta del cónsul británico en Florencia habla por sí sola: 22 de septiembre de 1870 Estimada lady Amberley No soy un admirador de M. Mazzini, sino que detesto y aborrezco

profundamente su persona y sus principios. Por otra parte, el cargo oficial que ostento me impide convertirme en el cauce de su correspondencia. Deseando, no obstante, complacerla en este caso, he seguido el único camino abierto ante mí para que dicho señor reciba su carta, a saber: la he depositado en Correos al cuidado del Procuratore del Re, Gaeta.

Le ruego acepte el testimonio de mi más respetuosa consideración. A. Pagel

E

Page 13: Bertrand Russell - Autobiografia - Infancia

Mazzini regaló a mi madre su reloj de caja, que ahora está en mi poder. Mi madre solía hacer uso de la palabra en mítines en favor del sufragio

femenino, y hallé en su diario un pasaje donde habla de la Hermandad de Potter, en la cual estaban incluidas la señora de Sidney Webb y lady Courtenay, como mariposas sociales. Habiendo llegado a conocer muy bien en años pos-teriores a la señora de Sidney Webb, concebí un considerable respeto por la seriedad de mi madre, al recordar que a ella le parecía frivola la señora Webb. Sin embargo, a juzgar por las cartas de mi madre a Henry Crompton, el positivista, por ejemplo, veo que en ocasiones se mostraba alegre y coqueta, de modo que, quizá, la cara que ponía al mundo fuese menos alarmante que la que ofrecía a su diario.

Mi padre, un librepensador, escribió un voluminoso libro, publicado a título póstumo y titulado An Analysis of Religious Belief. Tenía una amplia biblioteca, en la que figuraban obras de los Padres de la Iglesia y estudios sobre el budismo, sobre el confucianismo, etc. Pasó mucho tiempo en el campo duran-te la preparación de su libro. Sin embargo, mi madre y él, en los primeros años de su matrimonio, pasaban algunos meses en Londres, donde tenían una casa en Dean's Yard. Mi madre y su hermana, la señora de George Howard (más tarde lady Carlisle), tenían salones rivales. Al salón de la señora Howard acudían lodos los pintores prerrafaelistas, y al de mi madre todos los filósofos británicos, desde Mill hacia abajo.

En 1876, mis padres fueron a Norteamérica, donde trabaron amistad con todos los radicales de Boston. No podían prever que los hombres y mujeres cuyo ardor democrático aplaudían y cuya victoriosa oposición a la esclavitud admiraban, fuesen los abuelos y abuelas de quienes asesinarían a Sacco y Van-zetti. Mis padres se casaron en 1864, cuando ambos tenían solamente veintidós años. Mi hermano, según se jacta en su autobiografía, nació nueve meses y cuatro días después de la boda. Poco antes de que yo naciese se fueron a vivir a una casa muy solitaria llamada Ravenscroft (denominada ahora Cleiddon Hall), en un bosque situado justamente sobre las escarpadas márgenes del Wye. En aquella casa, tres días después de mi nacimiento, mi madre escribió a la suya una carta con la descripción de mi persona: «El niño ha pesado cuatro kilos y mide cincuenta y tres centímetros. Es muy gordo y muy feo. Todo el mundo dice que se parece mucho a Frank. Tiene los ojos azules y muy distantes entre sí y poca barbilla. Es como era Frank en el período de la lactancia. Yo tengo ahora mucha leche, pero, si no se le da en seguida, o tiene gases o cualquier otra cosa, se enfurece y chilla y patalea y tiembla hasta que se le calma... Alza la cabeza y mira a su alrededor de un modo muy enérgico».

Consiguieron para mi hermano un preceptor, D. A. Spalding, de considerable capacidad científica; así lo deduzco, al menos, de una referencia a su obra en Psychology de William James.1 Era darwíniano y estaba estudiando los instintos de los pollos, a los cuales, para facilitar sus estudios, se les permitía causar estragos en todas las habitaciones de la casa, incluyendo el salón. Padecía de tuberculosis, en un avanzado estado de la enfermedad, y murió no mucho después que mi padre. Evidentemente, sobre una base de pura teoría, mi pa-dre y mi madre decidieron que, aunque debía seguir sin hijos a causa de su tuberculosis, era injusto esperar que se mantuviese célibe. Por consiguiente, mi madre le permitió cohabitar con ella, aunque no conozco ningún testimonio de que sacase de ello satisfacción alguna. Este arreglo subsistió durante un tiempo muy breve, ya que empezó después de mi nacimiento, y sólo tenía yo dos años de edad cuando murió mi madre. No obstante, mi padre conservó al preceptor después de la muerte de mi madre, y cuando murió mi padre, se supo que designaba al preceptor y a Cobden Sanderson, ambos ateos, como tutores de sus dos hijos, a quienes deseaba proteger de los males de una educación religiosa.

1. Véase también J. B. S. Haldane., British Journal of Animal Behaviour, vol.

II, num. 1, 1954.

Page 14: Bertrand Russell - Autobiografia - Infancia

Sin embargo, mis abuelos descubrieron en los papeles de mi padre lo suce-

dido en relación con mi madre. Este descubrimiento les pro-dujo el máximo horror Victoriano. Y resolvieron que, en caso necesario, pondrían a la ley en movimiento para rescatar a unos niños inocentes de las garras de infieles intrigantes. Los infieles intrigantes consultaron a sir Horace Davey (más tarde lord Davey). quien les aseguró que no habría pleito, confiando, evidentemente, en el precedente de Shelley. Mi hermano y yo quedamos bajo la tutela de un tribunal, y Cobden San-derson me entregó a mis abuelos el día del que ya he hablado. Sin duda, esta historia contribuyó a despertar el interés que los criados manifestaron por mí.

De mi madre no recuerdo absolutamente nada, aunque sí me acuerdo de haberme caído de un pequeño carruaje en una ocasión en que ella debía de hallarse presente. Sé que este recuerdo es genuino, porque lo verifiqué mucho tiempo después, tras haberlo guardado para mí durante años. De mi padre solamente recuerdo dos cosas: que me dio una página impresa en rojo, cuyo color me encantó, y que una vez le vi en el baño. Mis padres se habían hecho enterrar en el jardín de Ravenscroft, pero fueron exhumados y trasladados al panteón familiar en Chenies. Unos días antes de su muerte, mi padre escribió la siguiente carta a su madre:

Ravenscroft, miércoles por la noche. Mi querida mamá Te alegrará saber que pienso ver a Radcliffe tan pronto como sea posible,

pero te entristecerá conocer la causa. Padezco un fuerte ataque de. bronquitis, que probablemente me tendrá en cama durante algún tiempo. Hoy ha llegado tu carta escrita a lápiz, y siento muchísimo que también tú estés exhausta. A pesar de mi agotamiento, también yo he decidido escribir, ya que me resulta imposible conciliar el sueño. Innecesario es decir que este ataque no es peligroso. y no preveo peligro alguno. Pero he tenido una experiencia demasiado amarga de cuán rápidamente puede avanzar la enfermedad, para creer en la seguridad absoluta o para proclamar la paz cuando la paz no exista. Te suplico que no telegrafíes ni emprendas ninguna acción precipitada. Tenemos un joven y excelente médico en lugar de Audland, y, en su propio interés, puesto que acaba de empezar a practicar aquí, hará por mí cuanto esté a su alcance. Repito que espero recuperarme, pero, en el caso de un giro adverso en la situación, quiero decirte que espero la muerte con tanta calma y serenidad como «aquel que se envuelve en las ropas de su lecho y se dispone a soñar placenteramente».

Por mí mismo no experimento la menor ansiedad, ni siquiera encogimiento, pero me traspasa el dolor al pensar en unos pocos a quienes dejaría, especialmente al pensar en ti. Escribiendo presa del dolor y la debilidad, no puedo ofrecerte más que esta expresión sumamente inadecuada de mi profundo aprecio por tu amor constante e inconmovible y por la bondad que me has mostrado, incluso aunque pudiera parecer que no lo he merecido. Es motivo de gran pesadumbre para mí el haberme visto obligado en ocasiones a parecer duro, cuando nunca he deseado otra cosa sino mostrar cariño. He hecho muy poco de cuanto me hubiera gustado haber hecho, pero abrigo la esperanza de que ese poco no haya sido malo. Moriría así con la impresión de haber realizado una gran obra en mi vida. En cuanto .1 mis dos hijos queridos, espero que los verías con mucha frecuencia, si ello fuese posible, y desearías que ellos te considerasen como a una madre. Ya sabes que mi entierro deberá efectuarse en mi amado bosque, en el hermoso lugar ya preparado para mí. Difícilmente puedo alentar la esperanza de que estuvieses presente, pero me gustaría que fuese posible pensar en ello.

Page 15: Bertrand Russell - Autobiografia - Infancia

Acaso sea muy egoísta por mi parte ocasionarte el dolor de esta carta, pero temo que otro día quizás estuviese demasiado débil para escribir. Si me es posible, te enviaré noticias diariamente. También de papá no he recibido más que muestras de bondad y gentileza durante toda mi vida, por lo cual estoy profundamente agradecido. Espero ardientemente que, al final de su larga y noble existencia, no se vea en el amargo trance de perder a un hijo. Envío todo mi cariño a Agatha y Rollo y al pobre Willy, si es posible.

Tu amante hijo A.

Pembroke Lodge, donde vivieron mi abuelo y mi abuela, es una casa destartalada de dos pisos, enclavada en Richmond Park. Era facultad del soberano hacer donación de ella, y su nombre deriva de lady Pembroke, por quien Jorge III sintiera gran devoción en los días de su trastorno mental. La reina se la bahía donado a mis abuelos para toda su vida, en los años cuarenta, y allí habían vivido siempre. La famosa reunión del gabinete descrita en Invasión of the Crimea, de Kinglake, en el curso de la cual varios ministros se durmieron mientras se decidía la cuestión de la guerra de Crimea, se celebró en Pembroke Lodge. En años posteriores, Kinglake vivió en Richmond, y le recuerdo perfectamente. En cierta ocasión pregunté a sir Spencer Walpole por qué mostraba tanto encono contra Napoleón III. Sir Spencer contestó que se habían peleado por una mujer. «¿Me contará la historia?», inquirí naturalmente. «No, señor —replicó—. No le contaré la historia.» Y poco des-pués murió.

Pembroke Lodge tenía once acres de jardín, la mayoría de los cuales se hallaban en estado selvático por abandono. Este jardín representó un papel importantísimo en mi vida hasta la edad de dieciocho años. Al oeste se extendía una dilatada perspectiva, desde Epsom Downs (que yo creía era «Ups and Downs») hasta Windsor Castle, teniendo en medio a Hindhead y Leith Hill. Me habitué a los horizontes amplios y a una vista sin estorbos de la puesta del sol. Y, desde entonces, nunca he podido vivir dichosamente sin ambos. Había muchos y magníficos árboles: robles, hayas, castaños de Indias y españoles, tilos, un cedro hermosísimo, criptomerías y deodaras, obsequio de príncipes indios. Había invernaderos, setos de escaramujo, matorrales de laureles y toda suerte de lugares secretos en los que podía uno ocultarse a los ojos de los adul-tos, sin el más leve temor a ser descubierto. Había varios jardincillos de flores, con setos de boj. Durante los años en que viví en Pembroke Lodge, el jardín fue quedando gradualmente más y más abandonado. Cayeron grandes árboles, crecieron arbustos en los senderos, el césped creció de manera exuberante y los bojes de los setos casi se convirtieron en árboles. El jardín parecía recordar los días de su antiguo esplendor, cuando embajadores extranjeros pisaban su césped y príncipes admiraban sus cuidados macizos de flores. Vivía en el pasado, y en el pasado vivía yo con él. Urdía fantasías en torno a mis padres y a mi hermana. Imaginaba los días de vigor de mi abuelo. Las conversaciones de los adultos que yo escuchaba se referían principalmente a cosas que habían sucedido mucho tiempo atrás: cómo mi abuelo había visitado a Napoleón en Elba, cómo el tío abuelo de mi abuela había defendido Gibraltar durante la guerra de Independencia norteamericana y cómo el abuelo de mi abuela había sido desairado por el condado por decir que el mundo debía haber sido creado antes del año 4004 a.C, ya que había mucha lava en las laderas del Etna. A veces, la conversación se acercaba a tiempos más recientes, y se me contaba cómo Carlyle había llamado a Herbert Spencer un «vacío perfecto», o cómo Darwin había considerado un gran honor recibir la visita del señor Gladstone. Mi padre y mi madre habían muerto, y yo solía preguntarme qué clase de personas habían sido. En plena soledad, solía deambular por el jardín, alternativamente cogiendo huevos de pájaro y meditando sobre la huida del tiempo. Si me es permitido juzgar por mis propios recuerdos, las impresiones importantes y formativas de la infancia cuajan en consciencia sólo en momentos fugaces, en medio de ocupaciones infantiles, y jamás se les cuenta

Page 16: Bertrand Russell - Autobiografia - Infancia

eso a los adultos. Creo que los períodos de ramoneo durante los cuales no se impone desde fuera ninguna ocupación son importantes en la adolescencia, porque dan tiempo para la formación de esas impresiones, aparentemente fugaces, pero realmente vitales.

Mi abuelo, según le recuerdo, era un hombre de más de ochenta años, a quien llevaban por el jardín en una silla de ruedas o bien permanecía sentado en su habitación, leyendo a Hansard. Tenía yo seis años cuando murió. Recuerdo que, en el mismo día de su muerte, al ver llegar a mi hermano (que estaba en un colegio) en un coche de alquiler, aunque se hallaban en pleno curso, lancé un vigoroso «¡hurra!», y mi niñera me reconvino: «¡Silencio! ¡No debe gritar "¡hurra!" hoy!». De este incidente puede deducirse que mi abuelo no tenía para mí gran importancia.

Por el contrario, mi abuela, que era veintitrés años más ¡oven que él, fue para mí la persona más importante en el curso de mi infancia. Era presbiteriana escocesa, liberal en política y religión (se convirtió al unitarismo a los setenta años ), pero extremadamente estricta en cuestiones de moralidad. Cuando se casó con mi abuelo era joven y muy tímida. Mi abuelo era un viudo, con dos hijos y cuatro hijastros, y unos años después de su matrimonio fue nombrado primer ministro. Para ella esto debió de ser una verdadera ordalía. Contaba que en cierta ocasión, siendo muy joven, había asistido a uno de los famosos desayunos que daba el poeta Rogers, quien, tras observar la timidez de la muchacha, le dijo: «Tenga un poco de lengua. La necesita, querida». De su conversación se deducía que jamás había estado cerca de saber lo que era estar enamorada. Una vez me dijo cuan aliviada se había sentido durante su luna de miel, cuando su madre fue a reunirse con ella. En otra ocasión se lamentó de que tanta poesía se ocupase de un tema tan trivial como el amor. No obstante, fue para mi abuelo una esposa devota, y nunca, hasta donde yo he podido descubrir, dejó de cumplir lo que sus exigentes principios le presentaban como un deber. Como madre y abuela fue muy solícita, aunque no siempre con prudencia. No creo que llegase a entender las exigencias del espíritu animal y la vitalidad exuberante. Pretendía que todo se viese a través de la neblina de un sentimiento Victoriano. Recuerdo haberme esforzado por hacerle comprender que era incongruente exigir, al mismo tiempo, que todo el mundo estuviese bien alojado y, no obstante, que no se edificasen nuevas casas porque afeaban la perspectiva. Para ella, cada sentimiento poseía sus derechos separados, y no debía pedírsele que cediese el sitio a otro sentimiento en nombre de algo tan frío como la mera lógica. Era una persona cultivada de acuerdo con los principios de su tiempo; hablaba correctamente francés, alemán e italiano, sin la menor traza de acento. Conocía íntimamente a Shakespeare, Milton y los poetas del siglo XVIII. Podía repetir los signos del zodíaco y los nombres de las nueve musas. Tenía un minucioso conocimiento de la historia inglesa, según la tradición whig. Le eran familiares los clásicos franceses, alemanes e italianos. De la política, desde 1830, tenía un íntimo conocimiento personal. Pero todo cuanto implicara razonamiento había sido totalmente omitido de su educación y estaba ausente de su vida mental. Jamás logró comprender cómo funcionaban las esclusas de los ríos, aunque oí a cierto número de personas tratar de explicárselo. Su moralidad era la de una puritana victoriana, y nada habría podido persuadirla de que un hombre que jurase alguna vez pudiera poseer, no obstante, algunas buenas cualidades. Sin embargo, esto tenía sus excepciones. Conocía a las señoritas Berry, que eran amigas de Horace Walpole, y en una ocasión me dijo, sin tono de censura, que «eran anticuadas y solían jurar un poco». Como muchas personas de sus características, hacía una incongruente excepción de Byron, a quien consi-deraba una desdichada víctima de un amor juvenil no correspondido. No extendía tal tolerancia a Shelley, cuya vida consideraba perversa y empalagosa su poesía. De Keats no creo que hubiese oído hablar jamás. Mientras era muy versada en los clásicos continentales hasta Goethe y Schiller, no sabía nada de los escritores continentales de su propio tiempo. Turgeniev le regaló una vez

Page 17: Bertrand Russell - Autobiografia - Infancia

una de sus novelas, pero ella jamás la leyó y nunca le consideró como algo más que el primo de unas amigas. Sabía que escribía libros, pero eso mismo hacía casi todo el mundo. De la psicología en el sentido moderno no tenía, naturalmente, ni el menor vestigio de conocimiento. Se sabía que existían ciertos móviles. El amor a la patria, el espíritu cívico, el amor a los hijos, eran móviles laudables; el afán de lucro, el ansia de poder, la vanidad, eran móviles malos. Los hombres buenos siempre actuaban impulsados por móviles buenos; los hombres malos, sin embargo, incluso los peores, tenían momentos en que no eran completamente malos. El matrimonio era una institución desconcertante. Evidentemente, el deber de los esposos era amarse mutuamente, pero se trataba de un deber que no debían cumplir con excesiva facilidad, ya que, si la atracción sexual los unía, tenía que haber en ellos algo que no fuese completamente decoroso. No es que ella, desde luego, se hubiese expresado sobre el asunto en estos términos. Lo que habría dicho y, en realidad, dijo, fue: «Mira, no creo que el cariño entre marido y mujer sea algo tan bueno como el cariño que sienten los padres por sus hijos, porque a veces hay en ello algo un poco egoísta». Eso era todo lo que su pensamiento podía acercarse a un tema como el del sexo, Quizás una vez la oí acercarse un poco más al tema prohibido: fue cuando dijo que lord Palmerston se había distinguido entre los hombres por el hecho de que no fue un hombre enteramente bueno. Le desagradaba el vino, aborrecía el tabaco y siempre estaba al borde de convertirse en vegetariana. Llevaba una vida austera. No comía sino los alimentos más sencillos, desayunaba a las ocho y, hasta que alcanzó los ochenta años, jamás se sentó en una silla cómoda hasta después del té. Era todo lo contrario de mundana y despreciaba a quienes tenían en consideración los honores mundanos. Lamento decir que su actitud respecto de la reina Victoria distaba mucho de ser respetuosa, Solía relatar muy divertida cómo, en cierta ocasión en que estuvo en Windsor y sintiéndose bastante indispuesta, la reina se había dignado graciosamente decir: «Lady Russell puede sentarse. Lady tal y cual permanecerá en pie delante de ella». A partir de los catorce años, las limitaciones intelectuales de mi abuela empezaron a resultarme difíciles de soportar, y su moralidad puritana comenzó a parecerme excesiva, pero, mientras fui un niño, su gran cariño y su gran preocupación por mi bienestar me hicieron amarla y me proporcionaron esa sensación de seguridad que necesitan los niños. Recuerdo que, cuando tenía cuatro o cinco años, permanecía a veces despierto, pensando lo espantoso que sería cuando mi abuela muriese. Cuando, en efecto, murió, cosa que ocurrió después de haberme casado, no me importó en absoluto. Pero, en un examen retrospectivo, a medida que he ido envejeciendo, he comprendido cada vez más la importancia que ella tuvo en cuanto a moldear mi visión de la vida. Su intrepidez, su espíritu cívico, su desprecio por los convencionalismos y su indi-ferencia por la opinión de la mayoría siempre me han parecido buenos y han quedado impresos en mí como dignos de imitación. Me regaló una Biblia con sus textos preferidos escritos en la guarda. Entre ellos estaba éste: «No seguirás a una multitud para hacer el mal». El énfasis que ella ponía en este texto me llevó, más adelante en la vida, a no sentir temor por pertenecer a las pequeñas minorías. Cuando yo era un muchacho, vivían aún cuatro hermanos y dos hermanas de mi abuela, todos los cuales solían venir a Pembroke Lodge de cuando en cuando. El mayor de los hermanos era lord Minto, a quien yo conocía como tío William. El segundo era sir Henry Elliot, que había tenido una respetable carrera diplomática, pero de quien recuerdo muy poco. Al tercero, mi tío Charlie, le recuerdo principalmente a causa de la longitud de su nombre en un sobre: era «el honorable almirante sir Charles Elliot, KCB»; y vivía en Devonport. Se me dijo que era contraalmirante y que existía una clase más grande de almirante, que se llamaba Almirante de la Flota. Esto me contrarió un tanto, y pensé que mi tío debería haber hecho algo al respecto. El más joven, que permanecía soltero, era George Elliot, pero yo le conocía como tío

Page 18: Bertrand Russell - Autobiografia - Infancia

Doddy. La principal cosa que se me pidió observase en él era su gran parecido con su abuelo, y abuelo de mi abuela, el señor Brydon, a quien la lava del Etna indujera a una lamentable herejía. Por lo demás, lío Doddy no era persona distinguida. De mi tío William conservo un doloroso recuerdo. Llegó a Pembroke Lodge en un atardecer de junio, al término de un día continuamente soleado, cada uno de cuyos instantes había disfrutado yo intensamente, Cuando llegó el momento de que yo me despidiera para acostarme, me informó gravemente que la capacidad humana para el gozo decrece con los años y que nunca más volvería a disfrutar un día de verano tanto como había disfrutado el que estaba tocando a su fin. Prorrumpí en copioso llanto y seguí llorando mucho tiempo después de haberme acostado. La experiencia posterior me ha demostrado que su observación fue tan incierta como cruel. Los adultos con quienes entré en contacto tenían una notable incapacidad para comprender la intensidad de las emociones infantiles. Cuando, a la edad de cuatro años, me llevaron a Richmond para fotografiarme, el fotógrafo se vio en dificultades para conseguir que yo estuviera quieto, hasta que, finalmente, me prometió un merengue si permanecía inmóvil. Hasta aquel momento no había comido yo más que un merengue en toda mi vida, y lo consideraba como la cima del éxtasis. Por tanto, me quedé tan quieto como un ratón, y el fotógrafo logró un rotundo éxito. Pero no recibí el merengue. En otra ocasión oí que un adulto preguntaba a otro: «¿Cuándo llegará ese joven Lyon?». Agucé el oído e inquirí: «¿Es que va a venir un león?».* «En efecto —me contestaron—; vendrá el domingo. Está perfectamente domesticado y podrás verlo en el salón.» Conté impacientemente los días hasta el domingo, e igual hice con las horas durante la mañana del mismo día. Por fin, me dijeron que el joven león estaba en el salón y que podía ir a verle. Fui. Y era un joven corriente llamado Lyon. Me sentí abrumado por el desencanto, y todavía recuerdo con angustia la intensidad de mi desesperación. Volviendo a la familia de mi abuela, recuerdo poco de su hermana lady Elizabeth Romilly, salvo que fue la primera persona a quien oí hablar de Rudyard Kipling, cuyos Plain Tales from the Hills admiraba grandemente. La otra hermana, lady Charlotte Portal, a quien conocía como tía Lottie, era más pintoresca. Se decía de ella que, siendo niña, se había caído de la cama y, sin despertarse, había murmurado: «Tengo la cabeza baja; mi orgullo ha sufrido una caída». También se decía que, habiendo oído hablar de sonambulismo a los adultos, se había levantado la noche siguiente para deambular de un lado a otro de un modo que a ella le parecía el propio de los sonámbulos. Los adultos, que vieron que estaba despierta, decidieron no decir nada al respecto. Su silencio a la mañana siguiente la decepcionó tanto que terminó por preguntar: "¿Nadie me vio anoche andar dormida?". Más avanzada su existencia, solía expresarse desafortunadamente. En una ocasión en que tuvo que dar la orden de buscar un coche de alquiler para tres personas, pensó que un cabriolé de dos ruedas era demasiado pequeño y uno de cuatro demasiado grande; de modo que ordenó al lacayo que buscase un carruaje de tres ruedas. En otra ocasión, el lacayo, cuyo nombre era George, había ido a despedirla a la estación, camino del continente. Pensando que acaso tendría necesidad de escribirle para cualquier asunto de orden doméstico, se acordó de pronto que no conocía el apellido del criado. Acababa de arrancar el tren, cuando asomó la cabeza por la ventanilla y gritó: «George, George, ¿cómo se llama?». «George, milady», fue la respuesta. Para entonces ya no podía oír de nuevo la voz de su señora. Además de mi abuela, estaban en la casa mi tío Rollo y mi tía Agatha, ambos solteros. Mi tío Rollo tuvo alguna importancia en la primera fase de mi desarrollo, ya que a menudo me hablaba de cuestiones científicas, acerca de las cuales poseía considerables conocimientos. * La pronunciación de Lyon y lion, león, es la misma. De ahí la confusión del niño (N. del T.)

Page 19: Bertrand Russell - Autobiografia - Infancia

Padeció toda su vida de una timidez morbosa tan intensa que le impedía realizar nada que implicase contacto con otros seres humanos. Pero conmigo, mientras fui un niño, no se mostró tímido, y solía desplegar una vena de humor jocoso que los adultos no habrían sospechado en él. Recuerdo que una vez le pregunté por qué tenían vidrieras coloreadas en las ventanas de los templos. Me informó con mucha seriedad que, en otros tiempos, ello no había sido así, pero que, en cierta ocasión, poco después de que el ministro hubiese subido al púlpito, vio a un hombre que pasaba por fuera con un cubo de cal en la cabeza, el cubo se desfondó y el hombre quedó cubierto del líquido lechoso. Esto provocó en el pobre clérigo tan irrefrenable acceso de hilaridad, que fue incapaz de proseguir su sermón, y a partir de entonces hicieron que en las ventanas de las iglesias se colocaran vidrieras coloreadas. Había estado en el Foreign Office, pero había tenido dificultades con sus ojos, y, cuando yo le conocí, no podía leer ni escribir. Sus ojos mejoraron después, pero jamás intentó de nuevo ninguna clase de trabajo rutinario. Como meteorólogo realizó valiosas investigaciones sobre los efectos de la erupción del Krakatoa en 1883, que produjo en Inglaterra extrañas puestas de sol y hasta una luna azul. Solía hablarme respecto de las pruebas de que el Krakatoa había influido en aquellas puestas de sol, y yo le escuchaba con profunda atención. Su conversación contribuyo mucho a estimular mi interés científico. Mi tía Agatha era la persona más joven de los adultos de Pembroke Lodge. En realidad, sólo era diecinueve años mayor que yo, de modo que, cuando llegué allí, tenía veintidós años. Durante el primer año de mi estancia en Pembroke Lodge realizó varios intentos para educarme, pero sin mucho éxito. Tenía tres pelotas de brillantes colores: una roja, una amarilla y una azul. Alzaba la pelota roja y me preguntaba: «¿Qué color es éste?». «Amarillo», respondía yo. Entonces, la sostenía junto a su canario e inquiría: «¿Crees que es del mismo color que el canario?». «No», replicaba yo. Pero como ignoraba que el canario fuese amarillo, eso no me ayudaba mucho. Supongo que debo de haber aprendido los colores a tiempo, pero sólo puedo recordar que no los conocía. Luego intento enseñarme a leer, pero esto era algo que se hallaba fuera de mi alcance. En todo el tiempo que estuvo enseñándome, sólo hubo una palabra que logré aprender a leer siempre, y fue la palabra «o». Las otras palabras, aunque igualmente breves, nunca lograba retenerlas. Debió de desalentarse, ya que poco antes de que cumpliese los cinco años me metieron en un jardín de infancia, donde terminaron por enseñarme el difícil arte de leer. Cuando tenía seis o siete años, mi tía Agatha volvió a tomarme en sus manos para enseñarme la historia constitucional inglesa, la cual me interesó vivamente, y aún hoy recuerdo mucho de lo que ella me enseñó. Aún conservo el librito en que anotaba yo sus preguntas y respuestas, ambas dictadas. Algunos ejemplos ilustrarán el punto de vista: P.—¿Por qué disputaron Enrique II y Thomas Becket? R.—Enrique deseaba poner fin a los males que habían surgido tomo consecuencia de que los obispos tuviesen tribunales propios, de modo que la ley eclesiástica quedaba separada de la ley común del país. Becket se negó a mermar las facultades de los tribunales episcopales, pero al fin se le persuadió para que aceptase las Constituciones de Clarendon (cuyas provisiones se dan entonces). P.—¿Procuró Enrique II mejorar el gobierno del país o no? R.—Sí; durante su atareado reinado jamás olvidó su labor en pro de la reforma de las leyes. Los justicias ambulantes crecieron en importancia, y no sólo dirimieron cuestiones de dinero en los condados como al principio, sino que oyeron quejas y juzgaron causas. A las reformas de Enrique II debemos los primeros comienzos claros del juicio mediante un jurado. No se hace mención al asesinato de Becket. Sí se menciona la ejecución de Carlos I, aunque no se la censura. Mi tía Agatha permaneció soltera. Estuvo prometida una vez, a un coadjutor y padeció alucinaciones durante su compromiso, lo cual llevó a la ruptura. Se

Page 20: Bertrand Russell - Autobiografia - Infancia

apoderó de ella la tacañería; vivía en una casa espaciosa, pero sólo usaba unas pocas habitaciones, con objeto de ahorrar carbón, y se bañaba una sola vez a la semana por la misma razón. Llevaba gruesas medias de lana, que siempre se le arrugaban en los tobillos, v la mayoría de las veces hablaba sentimentalmente respecto de la extremada bondad de ciertas gentes y la extremada per-versidad de otras, ambas igualmente imaginarias. Tanto en el caso de mi hermano como en el mío, aborreció a nuestras res-pectivas esposas mientras vivimos con ellas, pero las amó después, Cuando fui a verla por primera vez con mi segunda esposa, colocó una fotografía de mi primera mujer en la repisa de la chimenea, y dijo a mi segunda mujer: «Al verla no puedo menos que pensar en la querida Alys, y me pregunto qué sucedería si Bertie la abandonase, lo cual no quiera Dios». Mi hermano le dijo en cierta ocasión: «Tía, usted siempre lleva una esposa de retraso». Esta observación, en lugar de irritarla, le provocó un acceso de hilaridad, y luego repetía la observación a todo el mundo. Quienes la juzgaban sentimental y chocha solían verse sorprendidos por una repentina explosión de sagacidad e ingenio. Era una víctima de la virtud de mi abuela. Si no se le hubiera enseñado que el sexo es perverso, habría podido ser feliz, afortunada y capaz. Mi hermano me llevaba siete años, y, por tanto, no era el compañero ideal para mí. Salvo en la temporada de vacaciones, siempre estaba en el colegio. Le admiraba, como es natural en un hermano más joven, y me encantaba su regreso al comienzo de las vacaciones, pero, al cabo de unos días, empezaba a desear que se hubiesen terminado las vacaciones. Me mortificaba, aunque con suavidad. Recuerdo una vez, cuando tenía seis años, en que me llamó en voz alta: «¡Bebé!». Con gran dignidad, rehusé darme por aludido, considerando que no era ése mi nombre. Luego me informó que había tenido en la mano un racimo de uvas que me habría dado si hubiese acudido a su llamada. Como nunca se me permitía, en ninguna circunstancia, comer ninguna clase de fruta, esta privación resultó bastante seria. Había también cierta campanita que yo creía mía, pero que él en cada una de sus visitas afirmaba que era suya y me la arrebataba, aunque era demasiado mayor para encontrar placer alguno en ella. Todavía la conservaba siendo adulto, y jamás la vi sin que se despertase en mí un sentimiento de irritación. Mis padres, según se desprende de su mutua correspondencia, tuvieron considerables dificultades con él; pero, de todos modos, mi madre le comprendía, ya que, por su carácter y apariencia, era un Stanley. Los Russell nunca le entendieron en absoluto, y desde el principio le consideraron de la piel del diablo.

2 No es de extrañar que, hallándose así

considerado, mi hermano resolviera vivir de acuerdo con su reputación. Se realizaron intentos para mantenerle alejado de mí, que me molestaron tan pronto como tuve conciencia de ellos. No obstante, tenía una personalidad arrolladura, y, después de haber estado con él algún tiempo, empecé a tener la impresión de que no podía respirar. A lo largo de su vida, mantuve hacia él una actitud mezcla de cariño y temor. Él ansiaba apasionadamente ser amado, pero su carácter le impedía conservar el cariño de nadie. Cuando perdía el cariño de alguien, se sentía herido y se convertía en un ser cruel y carente de escrúpulos, pero sus peores actos brotaban de causas sentimentales. Durante los primeros años de mi estancia en Pembroke Lodge, los criados representaron en mi vida un papel más importante que mi familia. Había una vieja ama de llaves, la señora Cox, que había sido niñera de mi abuela cuando ésta era una niña. Era una mujer recta y vigorosa, estricta y devota de la familia y siempre gentil conmigo. 2. Mi abuelo escribió en cierta ocasión a mi padre diciéndole que no tomase demasiado en serio las travesuras de mi hermano, teniendo en cuenta que Charles James Fox había sido un niño muy travieso y, sin embargo, había resultado bien.

Page 21: Bertrand Russell - Autobiografia - Infancia

Había un mayordomo llamado MacAlpine que era muy escocés. Solía tomarme en sus rodillas para leerme informaciones del periódico sobre accidentes ferroviarios. Tan pronto como le veía, trepaba a sus rodillas y decía: «Cuéntame un accidente». También había una cocinera francesa llamada Michaud, un tanto amedrentadora, pero a pesar de eso, yo no podía resistir la tentación de ir a la cocina para ver cómo daba vueltas a la carne asada en el anticuado asador y para hurtar terrones de sal, que me gustaban más que el azúcar. Me perseguía con un trinchador en la mano, pero yo siempre escapaba con facilidad. Había un jardinero llamado MacRobie, del cual recuerdo poca cosa, ya que se marchó cuando yo tenía cinco años. Y luego estaban el guarda y su mujer, el señor y la señora Singleton, a quienes quería mucho, pues me daban manzanas asadas y cerveza, cosas ambas que me estaban estrictamente prohibidas. MacRobie fue sucedido por un jardinero llamado Vidler, quien me informó que los ingleses eran las Diez Tribus perdidas, aunque me parece que no le creí del todo. Cuando llegué por primera vez a Pembroke Lodge tuve una institutriz alemana llamada señorita Hetschel. Yo ya hablaba el alemán tan bien como el inglés. Se marchó unos días después de mi llegada y fue sucedida por una niñera alemana llamada Wilhelmina, cuyo diminutivo era Mina. Recuerdo claramente la primera noche que me bañó, cuando yo consideré prudente ponerme rígido, puesto que ignoraba qué pretendía hacer conmigo. Finalmente, tuvo que pedir ayuda, pues yo frustraba todos sus esfuerzos. Muy pronto, sin embargo, se ganó mi devoción. Me enseñó a escribir cartas en alemán. Recuerdo que, tras haber aprendido todas las mayúsculas germanas y todas las minúsculas germanas, le dije: «Ya sólo me queda aprender los números». Y me sentí muy aliviado y sorprendido al descubrir que eran los mismos en alemán. Solía propinarme un cachete de vez en cuando, y en tales casos me hacía llorar, pero jamás se me ocurrió considerarla por ello menos amiga. Estuvo conmigo hasta que cumplí los seis años. Durante aquel tiempo también tuve una niñera llamada Ada, que solía encender el luego por las mañanas mientras yo estaba en la cama, Aguardaba hasta que las ramas estuvieran ardiendo y entonces echaba carbón. Siempre anhelaba que no lo echase, pues me extasiaban el chisporroteo y la luminosidad de la leña ardiendo. I,a niñera dormía en mi habitación, pero nunca, si no me falla la memoria, se vestía ni se desnudaba. Los freudianos pueden pensar de esto lo que gusten. En cuestión de alimentación, durante toda mi adolescencia fui tratado de una manera sumamente espartana, mucho más de lo que en la actualidad se considera compatible con la buena salud. Vivía en Richmond una anciana señora francesa llamada madame D'Etchegoyen, sobrina de Talleyrand, que solía darme grandes cajas de los más deliciosos bombones. De éstos, solamente se me permitía tomar uno los domingos, pero tanto los domingos como el resto de los días de la semana yo tenía que ofrecérselos a los adultos. Me gustaba mucho migar el pan en la salsa, lo cual se me permitía en mi cuarto de juegos, pero no en el comedor. Con frecuencia solía echar un sueñecito antes de cenar, y si dormía hasta tarde, cenaba en mi cuarto, pero si despertaba a tiempo cenaba en el comedor. Solía fingir que dormía hasta muy tarde con objeto de cenar en mi cuarto. Finalmente, sospecharon que estaba fingiendo y un día, mientras estaba en la cama, me hicieron cosquillas. Me puse completamente rígido, imaginándome que así lo haría la gente estando dormida, pero, con desmayo, les oí decir: «No está dormido, porque se está poniendo rígido». Nadie descubrió por qué había fingido estar dormido. Recuerdo una ocasión, durante la comida, en que, después de cambiar los platos, se sirvió una naranja a todo el mundo menos a mí. No se me permitía comer naranjas, puesto que existía la inalterable convicción de que la fruta era mala para los niños. Sabía que no debía pedir una, ya que eso sería una impertinencia, pero, como me habían puesto un plato delante, me aventuré a decir: «Un plato sin nada en él». Todos rieron, pero me quedé sin naranja. No comía fruta, prácticamente no tomaba azúcar y consumía hidratos de carbono

Page 22: Bertrand Russell - Autobiografia - Infancia

con exceso. Sin embargo, jamás estuve enfermo, exceptuando un benigno ataque de sarampión a los once años. Desde que se despertó mi interés por los niños, después del nacimiento de mis propios hijos, nunca he conocido a ninguno que gozase de tanta salud como yo y, no obstante, estoy seguro de que cualquier moderno experto en dietética infantil consideraría que yo debería haber padecido varias enfermedades por deficiencia alimentaria. Quizá me salvase la práctica de hurtar manzanas silvestres, lo cual, de haberse sabido, habría causado un horror y una alarma superlativos. Un similar instinto de conservación fue origen de mi primera mentira. Mi institutriz me dejó solo durante media hora, con severas instrucciones para que no comiese moras durante su ausencia, Cuando regresó, yo estaba sospechosamente cerca de las zarzas. «Has estado comiendo moras», dijo ella. «No las he comido», repliqué yo. «¡Saca la lengua!», ordenó ella. Me sentí abrumado de vergüenza y rotundamente perverso. De hecho, yo era desusadamente inclinado a un sentimiento de pecado. Cuando me preguntaban cuál era mi himno preferido, contestaba: «Hastiado de la tierra y abrumado por mi pecado». En cierta ocasión en que mi abuela leyó la parábola del hijo pródigo, durante las oraciones familiares, yo le dije después: «Sé por qué has leído eso... Porque he roto mi jarra». Mi abuela solía contar la anécdota, muy divertida, en años posteriores, sin percatarse de que era responsable de una morbosidad que había producido trágicos resultados en sus propios hijos. Muchos de mis primeros y más vividos recuerdos corresponden a humillaciones sufridas. En el verano de 1877, mis abuelos alquilaron al arzobispo de Canterbury una casa próxima a Broadstairs, llamada la Casa de Piedra. El viaje por tren se me antojó enormemente largo, y, al cabo de algún tiempo, empecé a pensar que debíamos de haber llegado a Escocia, de modo que pregunté: «¿En qué país estamos ya?». Todos se echaron a reír y me dijeron: «Pero ¿no sabes que no puedes salir de Inglaterra sin cruzar el mar?». No me aventuré a entrar en explicaciones, y me quedé avergonzado. Mientras estuvimos allí, fui una tarde al mar con mi abuela y mi tía Agatha. Llevaba un par de botas nuevas, y lo último que me recomendó mi niñera al partir fue: «¡Ten cuidado y no te mojes las botas!». Pero la marea alta me sorprendió en una roca, y mi abuela y mi tía me dijeron que vadease hasta la orilla. Yo no quería hacerlo, y mi tía tuvo que vadear para transportarme a la orilla. Supusieron que había sido presa del pánico. Yo no les hablé de la prohibición de mi niñera, sino que acepté humildemente el consiguiente sermón sobre la cobardía. En lo fundamental, sin embargo, el tiempo que pasé en la Casa de Piedra fue delicioso. Me acuerdo del cabo North, que yo creía era uno de los cuatro ángulos de Inglaterra, puesto que entonces me imaginaba que Inglaterra era un rectángulo. Recuerdo las ruinas de Richborough, que me interesaron viva-mente, y la camera obscura de Ramsgate, que aún me interesó más. Recuerdo ondulantes campos de trigo que. para mi desolación, habían desaparecido cuando volví a aquellos contornos treinta años después. Me acuerdo, naturalmente, de todas las acostumbradas delicias de la playa: las lapas, las anémonas de mar, las rocas, la arena, las barcas de los pescadores, los faros. Me impresionó el hecho de que las lapas se aferrasen a las rocas cuando se intentaba arrancarlas, y pregunté a mi tía Agatha: «Tía, ¿las lapas piensan?». A lo cual ella respondió: «No lo sé». «Entonces debes aprenderlo», repliqué yo. No recuerdo claramente el incidente que me puso en contacto por primera vez con mi amigo Whitehead. Me habían dicho que la tierra era redonda y me había negado a creerlo. Mis gentes invitaron al vicario de la parroquia para que me convenciese, y sucedió que era el padre de Whitehead. Bajo la guía clerical, adopté el criterio ortodoxo y empecé a excavar un agujero hacia los antípodas. Este incidente, sin embargo, lo conozco por oídas. Estando en Broadstairs, me llevaron a ver a sir Moses Montefiore, un anciano y reverenciado judío que vivía en la vecindad. (Según la Encyclopaedia, se había retirado en 1824.) Era la primera vez que advertía la existencia de los judíos

Page 23: Bertrand Russell - Autobiografia - Infancia

fuera de la Biblia. Antes de llevarme a ver al anciano, me explicaron cuidadosamente cuánto merecía ser admirado y cuan abominables habían sido los antiguos impedimentos que sufrieron los judíos, y que él y mi abuelo tanto hicieron por eliminar. En esta ocasión, la impresión producida por la enseñanza de mi abuela fue clara, pero en otras ocasiones me sumieron en la perplejidad. Era una ardiente «Little Englander», y desaprobaba vigorosamente las guerras coloniales, Me dijo que la guerra de los zulúes era una guerra perversa, y que en gran medida era culpa de sir Bartle Frere, gobernador de El Cabo. Sin embargo, cuando sir Bartle Frere se instaló en Wimbledon, me llevó a verle y observé que no le trataba como a un monstruo. Encontré esto muy difícil de entender. Mi abuela solía leerme en voz alta, principalmente los relatos de María Edgeworth. Había una narración en el libro, titulada «The False Key», que mi abuela dijo que no era muy bonita y, por lo tanto, no me la leyó. Leí la narración completa, párrafo a párrafo, aprovechando el trayecto desde que sacaba libro de la biblioteca hasta que lo ponía en manos de mi abuela. Sus intentos para impedirme el conocimiento de las cosas raras veces tenían éxito. Algo más tarde, durante el escandaloso caso de divorcio de sir Charles Dilke, mi abuela tomó la precaución de quemar los periódicos todos los días, pero yo solía ir a la puerta del parque para buscárselos, y antes que llegasen a sus manos leía todo lo relacionado con aquel caso de divorcio. El tema me interesaba tanto más cuanto que una vez había estado en la iglesia con él, y me preguntaba cuáles habrían sido sus sentimientos al oír el séptimo man-damiento. Cuando hube aprendido a leer correctamente, me loco a mí leer en voz alta a mi abuela, y de este modo adquirí un extenso conocimiento de la literatura inglesa clásica. Leí con ella a Shakespeare, Milton, Dryden, la Task de Cowper, el Castle of Indolence de Thompson, Jane Austen y otros e innu-merables libros. Hay una excelente descripción del ambiente de Pembroke Lodge en A Victorian Childhood, de Amabel Huthjackson (née Grant Duff). Su padre era sir Mountstuart Grant Duff, y la familia vivía en una espaciosa casa de Twickenham. Fuimos amigos desde la edad de cuatro años, hasta que ella murió durante la segunda guerra mundial. Fue a ella a quien primero oí hablar de Verlaine, de Dostoyevski, de los románticos alemanes y de otras muchas personalidades literarias eminentes, Pero sus recuerdos se refieren a un período anterior, Dice así: Mi único amigo era Bertrand Russell, quien vivía en Pembroke Lodge, en Richmond Park, en compañía de su abuela, la anciana lady Russell, viuda de lord John. Bertie y yo éramos grandes aliados, y yo sentía una secreta e inmensa admiración por su apuesto y dotado hermano mayor, Frank. Pero Frank, lamento tener que decirlo, simpatizaba con el punto de vista de mi hermano respecto de las niñas y solía atarme a los árboles con mis cabellos. En cambio, Bertie, un niño solemne, con un traje de terciopelo azul y una institutriz igualmente solemne, siempre fue muy amable conmigo, y me encantaba ir a tomar el té a Pembroke Lodge. Pero, aun siendo una niña, me daba cuenta de cuan inadecuado era aquel lugar para educar a un niño. Lady Russell hablaba siempre en voz baja, y lady Agatha siempre llevaba un chal blanco y parecía oprimida. Rollo Russell no hablaba nunca. Daba un apretón de manos que casi le rompía a una todos los huesos de los dedos, pero se mostraba amistoso. Todos entraban y salían de las habitaciones como fantasmas, y nadie parecía tener nunca hambre. Era una curiosa educación para dos chicos extraordinariamente dotados. Durante la mayor parte de mi infancia, las horas más importantes de mis días fueron aquellas que pasé a solas en el jardín, y la parte más vivida de mi existencia fue solitaria. Raras veces mencionaba a otros mis pensamientos más graves, y cuando lo hice, lo lamenté. Conocía todos los rincones del jardín, y año tras año buscaba las blancas primaveras en un lugar, el nido del colirrojo en otro, la flor de la acacia emergiendo de una maraña de hiedra. Sabía dónde hallar las primeras campánulas y cuáles de los robles se cubrían antes de hojas.

Page 24: Bertrand Russell - Autobiografia - Infancia

Recuerdo que en el año 1878, un roble tenía hojas ya el 14 de abril. Mi ventana daba a dos álamos de Italia, cada uno de los cuales medía unos treinta metros de altura, y yo solía Observar cómo trepaba por ellos la sombra de la casa mientras se ponía el sol. Me despertaba muy temprano por las mañanas, y a veces veía salir a Venus. En cierta ocasión, confundí al planeta con una linterna en el bosque. Veía salir el sol la mayoría de las mañanas, y en los brillantes días de abril me deslizaba a veces fuera de la casa para dar un largo paseo antes del desayuno. Observaba cómo el ocaso tornaba roja la tierra y doradas las nubes; escuchaba el viento y exultaba con los relámpagos. A lo largo de mi infancia tuve una creciente impresión de soledad, y desesperé de encontrar alguna vez alguien con quien hablar. La naturaleza y los libros y (más larde) las matemáticas me salvaron de un total abatimiento. Sin embargo, los primeros años de mi infancia fueron felices, y sólo cuando se aproximó la adolescencia, la soledad se hizo opresiva. Tuve institutrices, alemanas y suizas, que fueron de mí agrado, y mi inteligencia no estaba aún bastante desarrollada para sufrir por las deficiencias de mi gente a este respecto. No obstante, debí de experimentar alguna suerte de desdicha, ya que recuerdo haber deseado que viviesen mis padres. Una vez, cuando tenía seis años, expresé este sentimiento a mi abuela, y ésta me respondió que era muy afortunado porque se hubiesen muerto. Sus observaciones me causaron entonces una desagradable impresión, y las atribuí a los celos. Ignoraba, naturalmente, que desde un punto de vista victoriano estaban justificadas. Mi abuela tenía un rostro muy expresivo y, a despecho de su experiencia del mundo, jamás aprendió el arte de disimular sus emociones. Observé que cualquier alusión a la demencia provocaba en ella un espasmo de angustia. Especulé mucho en cuanto a ello. Sólo muchos años después descubrí que tenía un hijo en un manicomio. Estaba en un regimiento distinguido y, al cabo de unos años de estar allí, se volvió loco. La historia que me han contado, aunque no puedo responder de su absoluta exactitud, es que sus compañeros de armas le mortificaban porque era casto. En el regimiento tenían un oso como mascota, y un día, para divertirse, le azuzaron el oso. Huyó despavorido, perdió la memoria y, después de hallarlo deambulando por el campo, lo llevaron a la enfermería de un asilo, ya que se desconocía su identidad. En medio de la noche, saltó de la cama gritando: «¡El oso!... ¡El oso!...», y estranguló a un vagabundo que estaba en la cama contigua. Jamás recuperó la memoria, pero vivió más de ochenta años. Cuando trato de recordar cuanto me es posible de la primera fase de mi infancia, lo primero que recuerdo después de mi llegada a Pembroke Lodge es el caminar sobre nieve fundente, bajo un sol cálido, en una ocasión que debió de ser, aproximadamente, un mes más tarde, en que me llamó la atención una corpulenta haya derribada que estaban serrando. El siguiente recuerdo es el de mi cuarto cumpleaños, cuando me regalaron una trompeta que estuve tocando todo el día, y lomé el té con una tarta de cumpleaños en un invernadero. La siguiente cosa que recuerdo son las lecciones de mi tía sobre colores y lectura, y luego, muy claramente, las clases en el jardín de infancia, que empezaron poco antes de que cumpliera los cinco años y continuaron durante un año y medio, aproximadamente. Esto me causó una verdadera delicia. La tienda de donde procedía la trompeta se hallaba, según rezaba el envoltorio, en Berners Street, Oxford Street, y hasta hoy mismo, a menos que haga un esfuerzo de voluntad, pienso en Berners Street como una especie de Palacio de Aladino. En las clases del jardín de infancia conocí a otros niños, a la mayoría de los cuales he perdido de vista desde entonces. Sin embargo, me encontré con uno de ellos, Jimmie Baillie, en 1929, en Vancouver, al descender del tren. Comprendo ahora que la excelente señora que nos dio clase había recibido una ortodoxa instrucción Froebel y se hallaba a la sazón asombrosamente al día. Aún puedo recordar con detalle casi todas las lecciones, pero creo que lo que más me impresionó fue el descubrimiento de que con amarillo y azul se obtenía verde. Cuando tenía seis años, murió mi abuelo, y poco después fuimos a pasar el verano a St. Fillians, en Perthshire. Recuerdo la curiosa y vieja posada con

Page 25: Bertrand Russell - Autobiografia - Infancia

nobles jambas de madera, el puente también de madera sobre el río, las rocosas ensenadas del lago y la montaña al frente. El recuerdo que conservo de aquello me dice que el tiempo pasado allí fue muy dichoso. Mi siguiente recuerdo es menos agradable. Es el de una habitación en Londres, en el número 8 de Chesham Place, donde mi institutriz tronaba contra mí, mientras me esforzaba por aprender la tabla de multiplicar, continuamente obstaculizado por las lágrimas. Mi abuela tomó una casa en Londres por algunos meses cuando yo tenía siete años, y fue entonces cuando empecé a ver más a la familia de mi madre. Mi abuelo materno había muerto, pero mi abuela materna, lady Stanley de Alderley, vivía en una espaciosa casa, en el número 40 de Dover Street,3 con su hija Maude. Me llevaron con frecuencia a comer con ella, y, aunque la comida era exquisita, el placer era dudoso, ya que tenía una lengua sumamente cáustica y no respetaba edad ni sexo. A mí me devoraba siempre la timidez en su presencia, y, como ninguno de los Stanley era tímido, eso la irritaba. Yo solía realizar desesperados esfuerzos para causar una buena impresión, pero fallaban por cosas que no podía prever. Recuerdo haberle dicho que había crecido dos pulgadas y media en los últimos siete meses, y que, a ese ritmo, crecería cuatro pulgadas y dos séptimos en un año. «¿No sabes —me dijo— que no debes hablar nunca de fracciones, excepto de mitades y cuartos?... ¡Es pedante!» «Lo sé ahora», contesté yo. «¡Es como su padre!», comentó ella, volviéndose hacia mi tía Maude. De un modo u otro, como en este incidente, mis mejores esfuerzos siempre resultaban vanos. Una vez, cuando tenía unos doce años, me llevó a una estancia llena de visitantes y me preguntó si había leído todo un rimero de libros sobre ciencia popular, que enumeró. No había leído ninguno. Al final, exhaló un suspiro y, dirigiéndose a sus visitantes, dijo: «No tengo nietos inteligentes». Era un tipo del sigloXVIII, racionalista e imaginativa, entusiasta de la ilustración y despreciativa de la santurrona mojigatería victoriana. Fue una de las principales personas que intervinieron en la fundación de Girton College, y su retrato cuelga en Girton Hall, pero su política fue abandonada tan pronto como murió. «Mientras yo viva —solía decir—, no habrá una capilla en Girton.» La actual capilla empezó a construirse el mismo día en que murió. Tan pronto como llegué a la adolescencia, empezó a tratar de contrarrestar lo que consideraba melindroso en mi educación. Decía: «Nadie puede nada contra mí, pero siempre digo que no es tan malo quebrantar el séptimo mandamiento como el sexto, porque, al fin y al cabo, requiere el consentimiento de la otra parte». La complací grandemente en cierta ocasión, al pedirle Tristram Shandy como regalo de cumpleaños. Me dijo: «No escribiré nada en él, porque la gente dirá que tienes una abuela muy rara». No obstante, escribió. Se trataba de una primera edición autografiada. Fue la única ocasión que recuerde en que logré complacerla. Sentía un especial desprecio por todo aquello que considerase estúpido. En sus cumpleaños siempre daba una cena para trece personas, y hacía salir primero al más supersticioso de los comensales. Recuerdo que una vez recibió la visita de una afectada nieta suya, la cual llevaba consigo un perrito faldero que molestó a mi abuela con sus ladridos. Su nieta replicó que el perro era un ángel. «¿Un ángel?... ¿Un ángel? —repitió mi abuela con indignación—. ¡Qué tontería! ¿Acaso crees que tiene un alma?» «Sí, abuela», contestó resueltamente la joven. Durante el resto de la tarde, en el curso de la cual su nieta permaneció a su lado, mi abuela fue informando a cada uno de sus visitantes: «¿Qué cree usted que dice esta tonta de Grisel? Pues dice que los perros tienen alma». Tenía por costumbre sentarse todas las tardes en el amplio salón, mientras acudían a tomar el té innumerables visitantes, incluyendo a los escritores más eminentes de la época. Cuando alguno de ellos abandonaba la estancia, mi abuela se volvía hacia los demás con un suspiro y decía: «¡Los necios son tan fatigosos!». 3. Completamente destruida durante los ataques alemanes.

Page 26: Bertrand Russell - Autobiografia - Infancia

Había sido educada como una jacobita, siendo su familia los Dillons irlandeses, quienes huyeron a Francia tras la batalla del Boyne, y tenían un regimiento propio en el ejército francés. La Revolución francesa los reconcilió con Irlanda, pero mi abuela se crió en Florencia, donde su padre era embajador. En Florencia solía visitar una vez por semana a la viuda del joven Pretendiente. Solía decir que lo único que consideraba estúpido en sus antepasados era que hubiesen sido jacobitas. No conocí a mi abuelo materno, pero oí decir que solía intimidar a mi abuela, y pensaba que, de ser así, debió de ser un hombre muy notable.4 Tenía mi abuela una enorme familia de hijos e hijas, la mayoría de los cuales iban a comer con ella todos los domingos. Su hijo mayor era mahometano y estaba casi totalmente sordo. Su segundo hijo, Lyulph, era librepensador y se pasaba el tiempo polemizando con la Iglesia acerca de la London School Board. Su tercer hijo, Algernon, era un sacerdote católico romano, camarero pontificio y obispo de Emmaus. Lyulph era ingenioso, enciclopédico y cáustico. Algernon era ingenioso, gordo y voraz. Henry, el mahometano, carecía de todos los méritos familiares, y creo que era el tipo más aburrido que jamás haya conocido. A despecho de su sordera, insistía en oír cuanto se le dijera. Durante las comidas de los domingos se esgrimían vehementes argumentos, pues entre las hijas y los yernos había representantes de la Iglesia de Inglaterra, el unitarismo y el positivismo, además de las religiones representadas por los hijos. Cuando la discusión alcanzaba cierto grado de ferocidad, Henry advertía la existencia de cierto rumor y preguntaba de qué se trataba. Su vecino más próximo le gritaba una versión tergiversada de la discusión en el oído, e inmediatamente todos los demás gritaban: «¡No, no, Henry; no es eso!». En ese momento, el estruendo se hacía verdaderamente terrorífico. Un truco favorito de mi tío Lyulph durante las comidas de los domingos consistía en preguntar: «¿Quién de los presentes cree en la literal veracidad de la historia de Adán y Eva?». Su propósito al formular la pregunta consistía en obligar al mahometano y al sacerdote católico a mostrarse mutuamente de acuerdo, cosa que detestaban hacer. Yo solía acudir temblando a estas comidas, pues nunca sabía lo que haría contra mí toda esa jauría. Sólo tenía entre ellos una amiga con quien poder contar, y no era una Stanley por su nacimiento. Se trataba de la esposa de mi tío Lyulph, hermana de sir Hugh Bell. Mi abuela siempre se consideró una mujer con gran amplitud de miras, porque no había hecho objeciones a que Lyulph se casara con lo que ella denominaba el «comercio»; pero como sir Hugh era millonario, no me impresionó mucho. Formidable como era, mi abuela tenía sus límites. En cierta ocasión en que se esperaba al señor Gladstone a tomar el té, nos dijo a todos de antemano cómo iba a explicarle exacta-mente los aspectos en que estaba equivocada su política del Home Rule. Estuve presente durante todo el tiempo que duró su visita, pero de labios de mi abuela no salió ni una sola palabra de crítica. La mirada de halcón del señor Gladstone era capaz de amedrentar incluso a mi abuela. Su yerno, lord Carlisle, me contó un episodio aún más humillante que ocurrió en Naworth Castle, en cierta ocasión en que ella pasaba allí una temporada. Burne-Jones, quien también pasaba allí unos días, tenía una bolsa de tabaco en forma de tortuga. Había también una tortuga auténtica en la casa, que un día se extravió en la biblioteca. Esto sugirió un plan a la generación más joven. Durante la cena colocaron cerca de la chimenea del salón la bolsa de tabaco de Burne-Jones, y, cuando las damas volvieron del comedor, se descubrió que esta vez la tortuga se había metido en el salón. Al ser recogida, alguien exclamó con asombro que se le había reblandecido el caparazón. Lord Carlisle buscó en la biblioteca el volumen adecuado de la enciclopedia y leyó en voz alta un supuesto pasaje en el que se decía que un calor intenso provocaba a veces tal efecto. 4. Era cierto. Véase The Ladies of Alderley, por Nancy Mitford, 1938.

Page 27: Bertrand Russell - Autobiografia - Infancia

Mi abuela exteriorizó el mayor interés por este fenómeno de historia natural, y a menudo aludió a él en ocasiones posteriores. Muchos años después, al discutir con lady Carlisle sobre el Home Rule, su hija le descubrió maliciosamente la verdad de aquel incidente. Pero mi abuela replicó: «Yo puedo ser muchas cosas, pero no una estúpida, y me niego a creerte». Mi hermano, que tenía el temperamento de un Stanley, amaba a los Stanley y detestaba a los Russell. Yo amaba a los Russell y temía a los Stanley. Al irme haciendo viejo, sin embargo, mis sentimientos cambiaron. Debo a los Russell la timidez, la sensibilidad y la metafísica; a los Stanley, el vigor, la buena salud y el ánimo entusiasta. En general, lo último parece una mejor herencia que lo primero. Volviendo a lo que puedo rememorar de mi infancia, el siguiente recuerdo que permanece vivido es el invierno de 1880-1881, que pasamos en Bournemouth. Fue allí donde oí por primera vez el nombre de Thomas Hardy, cuyo libro The Trumpet Major, en tres volúmenes, estaba en la mesa del salón. Creo que la única razón por la que lo recuerdo es porque me preguntaba qué sería un trompeta mayor, y porque lo había escrito el autor de Far from Madding Crowd, y tampoco sabía lo que era una loca multitud. Mientras permanecimos allí, mi institutriz alemana me dijo que uno no recibía regalos de Navidad a menos que creyera en Papá Noel. Esto me hizo prorrumpir en llanto, puesto que no podía creer en semejante personaje. Mis otros y únicos recuerdos de aquel lugar consisten en que hubo una ventisca sin precedentes y que aprendí a patinar, una diversión a la que fui apasionadamente aficionado durante toda mi niñez. Jamás desperdiciaba una oportunidad de patinar, ni siquiera cuando el hielo no era muy seguro. En cierta ocasión en que pasaba una temporada en Dover Street, fui a patinar a St. James's Park y me caí. Corrí por las calles chorreando y con un sentimiento de deshonor, pero, no obstante, persistí en la práctica del patinaje sobre una frágil capa de hielo. Del año siguiente no recuerdo absolutamente nada, pero mi décimo cumpleaños está aún tan vivido en mi memoria como si hubiera sido ayer. El tiempo era luminoso y cálido; me hallaba sentado en un codeso en flor, pero en seguida enviaron a una señora suiza, que había acudido para someterse a una entrevista y que, posteriormente, se convirtió en mi institutriz, para que jugara conmigo a la pelota. Dijo que había «atrapado» la pelota, y yo la corregí. Cuando tuve que cortar mi pastel de cumpleaños, me sentí muy avergonzado, porque no logré extraer la primera porción. Pero lo que más se aferra a mi recuerdo es la impresión de luminosidad. A los once años empecé a estudiar geometría, teniendo por preceptor a mi hermano. Fue uno de los grandes acontecimientos de mi vida, tan deslumbrante como el primer amor. Jamás había imaginado que pudiera haber algo tan delicioso en todo el mundo. Tras haber aprendido la quinta proposición, mi hermano me dijo que, generalmente, se la consideraba difícil, pero yo no había encontrado dificultad alguna. Fue aquélla la primera vez que vislumbré que podía tener cierta inteligencia. Desde aquel momento hasta que Whitehead y yo concluimos Principia Mathematica. cuando yo tenía treinta y ocho años, las matemáticas acapararon mi principal interés y constituyeron mi principal fuente de felicidad. Como toda felicidad, sin embargo, no era completa. Se me había dicho que Euclides demostraba las cosas, y me sentí profundamente decepcionado al ver que empezaba con axiomas. Al principio, me negué a admitirlos, a menos que mi hermano me ofreciese algún razonamiento para que lo hiciera, pero éste me dijo: «Si no los admites, no podemos seguir adelante». Como yo deseaba seguir adelante, los admití pro tem a regañadientes. La duda que me asaltó en aquel momento respecto de las premisas de las matemáticas no me abandonó y determinó el curso de mí labor siguiente. Hallé mucho más difíciles los comienzos del algebra, quizá como resultado de una mala enseñanza. Se me hizo aprender de memoria: «El cuadrado de la suma de dos números es igual a la suma de sus cuadrados más el doble de su

Page 28: Bertrand Russell - Autobiografia - Infancia

producto». Yo un tenía ni la más vaga idea de lo que esto significaba, y, cuando no podía recordar las palabras, mi preceptor me arrojaba el libro a la cabeza, lo cual no estimulaba mi intelecto en modo alguno. Sin embargo, una vez salvados los principios del álgebra, todo lo demás marchó sobre ruedas. Yo solía gozar impresionando con mis conocimientos a un nuevo preceptor. Una vez, a los trece años, cuando me pusieron un nuevo preceptor, hice dar vueltas a un penique, y él me preguntó: «¿Por qué da vueltas el penique?». Yo contesté: «Porque formo con los dedos un par de fuerzas». «¿Qué sabes respecto de los pares de fuerzas?», siguió preguntando. «¡Oh!, lo sé todo respecto de los pares de fuerzas», contesté tranquilamente. Mi abuela temía que trabajase demasiado, y me acortaba mucho las horas de clase. El resultado fue que yo solía trabajar subrepticiamente en mi dormitorio, a la luz de una vela, sentado en mi pupitre, en camisón, dispuesto a apagar la vela de un soplo y a meterme en la cama al menor ruido. Detestaba el griego y el latín y consideraba una tontería aprender un idioma que nadie hablaba. Lo que más me gustaba eran las matemáticas, v después de las matemáticas, la historia. No teniendo a nadie con quien compararme, no supe durante mucho tiempo si era mejor o peor que otros chicos, pero recuerdo haber oído una vez a mi tío Rollo, al despedirse de Jowett, el director de Balliol, en la puerta principal, decir: «Sí, realmente va muy bien». Yo supe, aunque no podría explicar por qué, que se refería a mí trabajo. Tan pronto como me percaté de que era inteligente, resolví realizar algo de importancia intelectual si ello era posible, y, durante mi adolescencia, no permití que nada se interpusiera en el camino de esta ambición. Sería inducir a error sugerir que mi infancia fue todo solemnidad y gravedad. Extraje de la vida tanta diversión como me fue posible, y me temo que parte de esa diversión fuese de índole maliciosa. El médico de la familia, un viejo escocés con gruesas patillas, solía venir en su cerrado carruaje tirado por un caballo, que esperaba ante la puerta principal mientras el galeno evacuaba su visita. El cochero llevaba una exquisita chistera, destinada a anunciar la importancia del médico. Yo solía encaramarme en el tejado, encima de tan espléndida prenda, para dejar caer capullos de rosa podridos, que cogía del canalón, sobre la chistera. Los capullos se aplastaban con un delicioso rumor, y yo retiraba la cabeza con rapidez suficiente para que el cochero supusiera que habían caído del cielo. A veces obraba aún peor. Le arrojaba bolas de nieve cuando iba conduciendo, poniendo en peligro las valiosas vidas de él y su señor. Tenía otra diversión que me encantaba. Los domingos, cuando el parque estaba muy concurrido, trepaba a lo más alto de una corpulenta haya en el límite de nuestro terreno. Allí colgaba cabeza abajo, chillando y observando cómo la multitud discutía seriamente el modo de rescatarme. Cuando los veía a punto de adoptar una resolución, recuperaba la posición normal y bajaba tranquilamente. Durante el tiempo que Jimmie Baillie permaneció conmigo, me dejé llevar a hazañas aún más desesperadas. La silla de ruedas en que yo recordaba habían llevado a mi abuelo de un lugar a otro estaba guardada en un cuarto trastero. La encontramos allí y nos divertíamos lanzándola cuesta abajo por todos los promontorios que hallábamos al paso. Guando se descubrió esto, se consideró una blasfemia y se nos hicieron reproches con melancólica gravedad. Algunas de nuestras hazañas, sin embargo, jamás llegaron a oídos de los mayores. Atamos una cuerda a una rama de árbol, y, tras larga práctica, aprendimos a volar en un círculo completo hasta volver al punto de partida. Sólo merced a una gran habilidad podía uno evitar detenerse a medio camino y chocar dolorosamente de espaldas contra la rugosa corteza del tronco. Cuando venían a visitarnos otros chicos solíamos realizar correctamente la hazaña y, cuando los otros intentaban imitarnos, maliciosamente nos deleitábamos con su doloroso fracaso. Mi tío Rollo, con quien durante algún tiempo solíamos pasar tres meses cada año, tenía tres vacas y un asno. El asno, más inteligente que las vacas, aprendió a abrir los portillos entre los campos con el hocico, pero se decía de él que era ingobernable e inútil. Yo no lo creía, y, tras algunos intentos fallidos, aprendí a montarlo sin silla ni bridas. Coceaba y se

Page 29: Bertrand Russell - Autobiografia - Infancia

encabritaba, pero nunca me derribaba, excepto cuando le ataba en la cola mi bote lleno de piedras. Solía cabalgar en él por toda la comarca, incluso cuando iba a visitar a la hija de lord Wolseley, que vivía a unas tres millas de la casa de mi tío.

b