Belle Époque

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DE LA B ELLE É POQUE A LA MODERNIDAD

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DE LA BELLE ÉPOQUEA LA MODERNIDAD

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DE LA BELLE ÉPOQUEA LA MODERNIDAD

FRANCISCO DA ANTONIO

A Luis Antonio Amos Valero, con amor.De sus abuelos Francisco y Lissette

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3La Belle-Époque no fue un estilo de arte ni una tendencia arquitectóni -ca o literaria, cuanto una suerte de festiva quimera anti-victoriana de la sociedadeuropea en proceso de indetenible crecimiento y expansión capitalista, suertede capítulo de transición entre la última década del decimonono y la primeradel siglo XX con sus peculiares refinamientos, tintes nostálgicos y decadentes enmedio de una atmósfera que, en virtud de su chispeante efervescencia, no tardóen extenderse a los sectores de las clases medias y de la pequeña burguesía ascen -sional cuyas coloridas manifestaciones sociales eternizaron algunos relevantespintores vinculados a la marejada impresionista en las oleadas que caracterizaronla vida parisina en esos radiantes años: la plástica de Toulouse-Lautrec, las poé-ticas simbolistas, el Theatre de la Renaissance, Sarah Bernhardt, el Art Noveau,el arte del cartel transfigurado sorpresivamente por Alfons Mucha y la propaga-ción internacional de los modernismos.

También nuestros académicos experimentaron, a su manera, el climagenerado por los fenómenos del momento y cuya influencia se tradujo en sofis-ticadas composiciones fundamentadas en temas más o menos cotidianos: lassim bologías patrióticas, el devenir de las edades, los paisajes idílicos poblados desílfides y de lagos cruzados por el paso de los cisnes, los ciclos del tiempo y elritmo estacional del verano, otoño, invierno y primavera pintados en los frágilesbiombos de boudoir, asuntos en los cuales sobresalieron Arturo Michelena y, enparticular, Antonio Herrera Toro quien, en el Boceto para una alegoría asumela imagen de una semi-desnuda diosa y tres amorcillos que sorprenden en virtuddel audaz y asertivo posicionamiento de las figuras ejecutadas en base a un es-quema piramidal tan riguroso como grácil. Reclinadas sobre sonrosadas nubes

ANTONIO HERRERA TOROBoceto para alegoría, 1906Óleo sobre tela45 ø cm

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4 al centro del círculo, la figura de la diosa parece levitar con laxitud e inocentesensualidad, levantando sobre sí un gran bouquet de flores y en su derecha unánfora de bronce mientras las sedas de su clámide son llevadas por la brisa. Pintordel desnudo femenino, el más prolífero y completo de la Venezuela de entre si-glos, pocas veces alcanzó Herrera Toro un ámbito de tal percepción espacialcomo en este breve apunte ejecutado al correr de la imaginación.

Uno de los vehículos de mayor popularización de imágenes que por esostiempos cruzaron los caminos del mundo, más profusamente que la fotografía, fuela miríada de tarjetas postales litografiadas, troqueladas, policromadas, que dabancuenta de ciudades, monumentos, calles, parques, jardines, avenidas, edificios,zoológicos, ríos, montañas, bosques, museos, puertos, balnearios, medios de trans-porte, personajes… y también las destinadas a las conmemoraciones domésticas:matrimonios, nacimientos, cumpleaños, galanteos románticos y salutaciones comoeste Retrato de dama pintado y dedicado por Herrera Toro en opor tunidad de lasbodas del arquitecto Alejandro Chataing el 7 de julio de 1904 y a quien su amigoel artista envía como obsequio el retrato de la inminente desposada:

Mi querido amigo Ud. sabe que de estar en mi mano, le ofreceríahoy, en vez de esta humilde tarjeta postal, obra digna de Timantes ode Apeles.Que la felicidad no se ausente jamás del hogar que hoy forman us-tedes, son los sinceros deseos del más inútil de sus amigos.

A. Herrera Toro

ANTONIO HERRERA TORORetrato de dama, 1904Óleo sobre tela70 x 100 cm

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5Herrera asume el retrato de la novia orlada por un gran disco de difusasgamas. El vestido de tonos grisáceos y gargantilla terminada en lazo, le imprimeuna cierta severidad de matrona que contrasta con el rostro de sonrosadas carna-ciones y finas veladuras enmarcando, con discreta altivez, el oscuro tocado. Es unretrato de busto cuyo inconcluso diseño se integra al ramillete de rosas en tornoal cual aletean dos mariposas. Obra de fresca y fina ejecución a modo de una postaldoblada en el extremo superior, no escapa al juego de un cordial y elegante di-vertimento entre dos caballeros vinculados por una larga amistad.

Excepto el gran retrato ecuestre del General Joaquín Crespo, las de-coraciones de Arturo Michelena para el Palacio de Miraflores fueron ejecutadasdentro del más riguroso espíritu fin-de-siglo, totalmente ajeno, por ejemplo, a lavigorosa estampa de los dos bueyes pintados por el joven maestro valenciano en1897. A su regreso definitivo a Venezuela, Michelena debió experimentar unsensible cambio de percepción respecto a la luz y al color de nuestro paisaje,que ahora devenía para él una revelación según lo confirman las numerosastelas, acuarelas y dibujos realizados en San Bernardino, en Antímano, en LosTeques y en Petare, de cuya hacienda La Urbina procede esta estupenda Yuntade bueyes que nos miran con persistente curiosidad.

La composición se desarrolla sobre tres bandas horizontales: el terrenodonde revolotean dos pajaritos negros; inmediatamente después, una franja deverdes tras las cornamentas de los animales y por último, una estrecha banda at-mosférica. Hermanadas por el cepo atado a sus cuernos, las reses avanzan bajoel sol meridiano destacando la estructura muscular del primer buey ejecutadocon densas pinceladas y cuyos volúmenes resaltan sobre el negro del otro astado.

ARTURO MICHELENAYunta de bueyes, 1897Óleo sobre tela71 x 51,3 cm

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6 Una incontestable sensación de fuerza y vigor se desprende de esta poderosa pa-reja, entes protagónicos de esta animada égloga rural.

Fechada el 20 de noviembre de 1912, la Usine en Auvers de EmilioBoggio deviene el reverso de la moneda respecto a Michelena: a la incandescen-cia de la luz meridiana, Boggio nos brinda una estampa otoñal donde el sol esun pálido disco envuelto por la bruma y el humo de la alta chimenea se elevaperezosamente hasta borrarse en la distancia. Boggio pinta aquí, como en casitoda su obra en Auvers, desde la ribera izquierda del río y la enmarañada y altavegetación filtra un lampo de amarillo de cadmio que se repite en la orilla opuestasobre los muros de la factoría que con rojizas notas animan el centro del rectán-gulo y establecen la distancia entre nosotros y la infinitud atmosférica.

Tal como corresponde a la mirada impresionista, ningún elemento apa-rece sometido al rigor de la línea como observamos en Michelena, ni nada apare -ce descrito como exigiría la transcripción naturalista: es, en última instancia, unaimpresión del paisaje y no su representación filológica. El pincel no detalla nilas hojas de los árboles, ni las tejas de las casas, ni las ondas de las aguas por cuantotodo queda referido al correr de la pincelada, a la sensualidad de la materia, alritmo de la ejecución y a la impresión del instante, como todo, efímero.

Boggio procedía de la experiencia simbolista y, pese a que ya Picassohabía pintado Las señoritas de Avignon y el cubismo comenzaba un culto parasus primeros catecúmenos, su indagación era tan legítima como las de aquéllosque exploraban en las esferas del modernismo tanto en Viena como en Múnich,o en Barcelona de España donde a la sazón estudiaban Armando Reverón y RafaelMonasterios cuyas experiencias, de retorno a Venezuela, apuntalaron los pasos

EMILIO BOGGIOUsine en Auvers, 1912Óleo sobre tela61 x 45 cm

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7de los más jóvenes, los de Pablo Wenceslao Hernández, Abdón Pinto, MarceloVidal Orozco de quien reproducimos aquí un paisaje de brevísimo formato, unaMarina de sutiles acordes azules que se pulverizan en el espacio marítimo acen-tuándose en las rocas y en los árboles del primer plano. A partir de allí se extien-den las arenas de la playa hasta las rosadas casitas tras las cuales se empina lamole azul-violácea de la cordillera que desciende hacia nuestra izquierda deli-neando la bahía.

La quebrada, pintada por Pedro Ángel González en 1925 desde las al-turas del norte caraqueño, más que la expresión de una vivencia extraña, con-firma la persistencia de los modernismos que teñían de languidez o de misteriosaseducción tanto la Dama en la fuente de Monasterios, como las majas azules deReverón. Pedro Ángel llegó a Caracas desde Margarita el 18 de abril de 1916,inscribiéndose de inmediato en la Escuela de Artes Plásticas que funcionaba,por entonces, en el historiado edificio de la Academia de Bellas Artes en la es-quina de Santa Capilla.

Las clases de la Academia –le confesó Pedro Ángel al poeta ArmandoRomero– eran prácticas, no teóricas. Había un gran salón [para]clases de canto, conciertos, clases de música y se hacían exposiciones.Como no existían museos, allí estaban la Carlota Corday de ArturoMichelena, la Pentesilea estaba al fondo. La Primera y Última Co-munión de Rojas y varias más. En esa época quedaba mucho de ro-manticismo en la Academia y había siempre un ambiente romántico;los poetas vestían muy especialmente con unas corbatas grandes y,

MARCELO VIDAL OROZCOMarina, c. 1918Óleo sobre madera22 x 27 cm

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8 algunos de los pintores también. El profesor de paisaje era PedroZerpa. Siempre pintaba el atardecer. Recuerdo alguno de sus cua-dros; uno se llamaba Paz, un paisaje del Ávila en la tarde, pintadodesde la sabana de San José. Otro consistía en unos jabillos y detrásse ocultaba el sol; se llamaba Ocaso. Otros eran sobre el Guaire yuno se titulaba La Lágrima del Guaire. Esos eran los títulos que leponía Zerpa a sus cuadros.(1)

A propósito de su obra, conviene tomar en cuenta la escala de valoresasumida por Pedro Ángel respecto a la figura humana, casi totalmente ausentecomo asunto protagónico de lo suyo. Y si bien sus comentarios aluden tan sóloal desnudo, es evidente que su escaso interés por ello determinó el rumbo de sudevoción por el paisaje. Yo pinté mucho el desnudo, pero lo que hice siempre fueron‘academias’: nunca he hecho cuadros con un desnudo. La academia lo que enseñason normas, reglas a seguir; por lo tanto, lo que sale de eso es una ‘academia’, nouna obra de arte.(2) En consecuencia, los paisajes aquí reunidos sólo intentan re-presentar de modo somero, un resumen de la ruta transitada por el artista.

En el Paisaje del Anauco de 1944 constatamos un deliberado acerca-miento a las faldas del Ávila: a nuestra izquierda ancla el tallo de un frondosomango y la sombra que se extiende a los terrosos desniveles del primer planoque interrumpe la tupida arboleda donde comienzan los repechos de la cordi-llera. Es una estampa demostrativa de cómo la luz modela las formas y modificael color imprimiéndoles una sensación de tersas calidades que van de los verdesa las tierras de siena y amarillo sabiamente macerados con rosas, azules y violeta

PEDRO ÁNGEL GONZÁLEZPaisaje de Anauco, 1944Óleo sobre tela46 x 56 cm

PEDRO ÁNGEL GONZÁLEZPaisaje de El Paraíso, 1951Óleo sobre tela65 x 81 cm

1 Pedro Ángel González habla de sí mismo. Monte Ávila Editores, pp. 16-17. Editorial Arte. Caracas, 1981

2 Pedro Ángel González. Ibídem. p. 21

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9en una cadencia pastoral que en su Paisaje de El Paraíso ejecutado siete añosmás tarde, en 1951, deviene una cuasi-monocromática sinfonía en verdes dadoel esmerilamiento atmosférico de nuestros veranos.

La riqueza del Ávila –valgan estas otras palabras de Pedro Ángelpara interpretar la exacta proposición de su mirada–, consiste en laposición en que está con respecto al sol, porque si el sol de la tarde lepegara de frente y el de la mañana por detrás, no tendría el interésque tiene en diagonal. Y aunque la parte alta sigue siendo arquitec-tónica, ya no vemos la estructura de abajo. Allí apreciábamos los pa-jonales, la yerba capín-melao que era muy frecuente. Hoy estacaracterística se ha perdido; ya no tiene ese atractivo porque ha per-dido esa estructura que daba la definición de los volúmenes. Yo loveo de una manera distinta a Cabré: el secreto que yo tengo es quehe visto que la yerba es como terciopelo, que no tiene color definido;no es rosado, no es verde, no es morado, pero de pronto saltamos deun verde a violeta, a naranja y de naranja a azul.(3)

Antes de la pérdida definitiva de esa estructura, Pedro Ángel asumió laimagen de El cerro desde La Urbina, un óleo fechado en 1969, cuando aún lacampiña petareña ofrecía la ingenua y bucólica belleza anterior al avasallantecrecimiento urbano que cubrió de concreto armado calles, avenidas y edificacio-nes comerciales y multifamiliares la pródiga llanada del viejo cañamelar, así comoun año más tarde captó con el Árbol frente al Ávila, la ininterrumpida prolifera-

PEDRO ÁNGEL GONZÁLEZEl cerro desde La Urbina, 1969Óleo sobre tela65 x 80 cm

PEDRO ÁNGEL GONZÁLEZEl árbol frente al Ávila, 1970Óleo sobre tela54 x 65,5 cm

3 Pedro Ángel González. Ibídem. pp. 63-64

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10 ción de favelas trepando con igual entusiasmo las colinas y serranías de los mari-ches que, impulsadas como por una fuerza huracanada, convirtieron a Petare enel barrio marginal más intrincado y extenso de toda Latinoamérica.

En 1947 Manuel Cabré pintó desde las alturas de la carretera haciaLos Teques dos paisajes excepcionales que vimos ese mismo año en su exposi-ción celebrada en el edificio Planchart, sito en la esquina de Puente Mohedano,un recodo de la ciudad aún por entonces limpio y acogedor, contiguo al Parquede Los Caobos. Reproducidos en sepia en el catálogo que circuló en aquellaoportunidad, esas telas eran Mar de montañas y el Paisaje de Carrizal aquí re-producido y en los cuales, antes que diseñar sobre la línea del horizonte segúnel tradicional formato de sus Ávilas, Cabré asume el plano pictórico por debajode dicha línea obligándonos a recorrer con la mirada de un extremo a otro y deabajo hacia lo alto, la magnificencia del espacio en ciento-treinta-grados, des-plegado en su totalidad.

Cabré es un naturalista –apunta certeramente Calzadilla–, no enrelación con la realidad sino con el sentimiento objetivo de su expe-riencia visual de la realidad. Para él la naturaleza es un móvil másque un objeto tomado al pie de la letra. En sus paisajes él trata deconfigurar un orden paralelo a la naturaleza y en esa medida obligaal espectador no a reconocer en su obra un fragmento recortado delpaisaje, tal como podía verse a través de una ventana, sino a enfren-tarse a su capacidad inventiva del espacio.(4)

MANUEL CABRÉPaisaje de Carrizal, 1947Óleo sobre tela66 x 113 cm

4 Diccionario Biográfico de las Artes Visuales en Venezuela. Tomo I, pp. 242-243. Fundación Galería de Arte Nacional. Gráficas Lauki C.A. Caracas, 2005

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11Federico Brandt, según creemos, es uno de los pintores fundamentalesdel siglo XX venezolano, pese a haber quedado siempre como al margen de lacrítica, salvo el magnífico ensayo de Juan Calzadilla publicado por el InstitutoNacional de Cultura y Bellas Artes en 1972, en edición de Ernesto Armitano di-señada por Álvaro Sotillo. Representado apenas por una media docena de obrasen nuestros museos y, aunque no siempre, con una que otra pieza en las salasde nuestros galeristas, Brandt ha permanecido al solícito cuido familiar y del co-leccionismo privado, condenado, por amor, a una verdadera y en cierto modomonástica clausura.

Las Flores en canasta catalogadas y fechadas por Calzadilla como delaño 1900, conservan un cierto aire Belle Époque y, en consecuencia, una relativasemblanza de postal romántica que en Hortencias y claveles datadas en 1918,fecha quizá adelantada, adquieren una estructura compositiva y unos valores deejecución que alcanzan en su Cesta de rosas un nivel de expresividad cuya pin-celada corre a la par de la sensualidad matérica de la empastadura que, sobrepo-niéndose a la representación naturalista, ya no es la imagen aparencial delconjunto más o menos individualizada de las florecillas del ramo, cuanto la ri-queza cromática de cada rosa cuyos pétalos son la apasionada impronta del gestoy de cada pétalo convertido en un agitado torbellino de rosas, amarillos de cad-mio, blanco de zinc, azules cerúleos, naranjas y verdes viridian macerados.

Brandt demostró, en un ambiente negado a la investigación –afirmasu biógrafo–, que la realidad es el punto de partida de la obra, no sufin. Sabía que la magia de la pintura se encuentra donde el cuadro

FEDERICO BRANDTHortensias y claveles, c. 1918Óleo sobre tela47 x 48 cm

FEDERICO BRANDTCesta de rosas, c. 1918Óleo sobre tela47 x 48 cm

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12 termina por ser el mismo, es decir, otra realidad; de allí el porqué re-chazó el estilo realista dentro del cual hizo sus ensayos iniciales. Unartista de esta naturaleza siempre necesitará encontrarse a sí mismoantes de poder realizar su obra. Pintar es deshacer la trayectoria tantocomo reconstruirla a partir de la negación. Toda la obra de Brandtparece apuntar no hacia la realidad sino hacia el lenguaje, que esal mismo tiempo la de la pintura. Como Cézanne, Brandt compren-dió al pasado y, partiendo de éste, alcanzó a ser un artista moderno.(5)

Rafael Monasterios llegó a Caracas –al decir del común– con un fusila la bandolera, aventado desde las tierras larenses en una de nuestras últimasguerras civiles. Años más tarde, como estudiante de arte en Barcelona de Españase vinculó en las protestas obreras que le costaron la vuelta a Venezuela, inte-grándose a las filas de quienes, insurrectos contra las autoridades de la Academiade Bellas Artes fundaron, en 1912, el Círculo de Bellas Artes instalándose en elfoyer de un semi-abandonado teatro caraqueño convertido, a partir de allí, entaller de trabajo con modelo femenino, salón de exposiciones y centro de tertu-lias para Manuel Cabré, Antonio Edmundo Monsanto, Pablo Wenceslao Her-nández, Abdón Pinto, Próspero Martínez, Federico Brandt y tantos otros cuyaobra como pintores cubrió en términos de excelencia el primer medio siglo dela pasada centuria.

Ese personaje de tan aguerridos antecedentes resultó ser un artista cuyaobra plástica devino, al correr de los años, en una poética de la más lírica y casiingenua expresión del paisaje nacional según lo evidencia el diseño de la Calle

RAFAEL MONASTERIOSCalle Cantiguara, 1939Óleo sobre tela71 x 85 cm

RAFAEL MONASTERIOSAledaños de Barquisimeto, 1957Óleo sobre tela50 x 59 cm

5 Juan Calzadilla. Federico Brandt.p. 63. Gráficas Edición de Arte, C.A.. Caracas, 1972

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13Cantiguara, ejecutado en 1939, cuya discreta perspectiva lineal es, al honestoequilibrio de su arquitectura, lo que la sencillez de las formas es a la frescura ytransparencia del color que adquiere, en Aledaños de Barquisimeto, de 1957,una aparente simplicidad de ejecución, tal la peculiar destreza con la cual Mo-nasterios alcanzó la expresividad de la síntesis.

Con igual sencillez y humildad, el quehacer de Rafael Ramón González–entrañable profesor en la vieja Escuela de Artes Plásticas y Artes Aplicadas deCaracas– se cumplió como un regocijado y solidario registro de pueblos, paisajesy lugares del país como esta Placita de Macarao, fechada en 1958. Nativo deAraure, en el estado Portuguesa, casi podría decirse que Rafael Ramón Gonzálezrecorrió a pie, como cualquier jornalero, una buena parte del occidente llanerohasta Caracas certificando con sus pinceles la fisonomía de un país aún semi-rural.

Sus trabajos no poseen la objetividad de Pedro Ángel González oManuel Cabré –leemos en el Diccionario Biográfico de las ArtesVisuales en Venezuela–, pero sí una mayor variedad de temas; estadiversidad no se ve limitada al paisaje, sino que incluye, además, fi-guras, escenas, alegorías y motivos de carácter local tratados siemprecon una técnica espontánea, que se emparenta con el arte popular.El tema social tampoco le resultó ajeno y puede decirse que, a dife-rencia de los paisajistas de la Escuela de Caracas, es el pintor de sugeneración de mayor raíz popular.(6)

RAFAEL RAMÓN GONZÁLEZPlacita de Macarao, 1958Óleo sobre tela63 x 76 cm

6 Diccionario Biográfico de las Artes Visuales en Venezuela. Ibídem, p. 546

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14 Los últimos cuatro años de la estada de Pedro Centeno Vallenilla enRoma fueron particularmente prolíferos, tanto en número de dibujos como enunas cuantas telas de magnífica factura como su San Sebastián de 1936 y Ladiosa de las flores y las mariposas, La guitarra negra y La copla llanera, todasellas de 1937 y, del año siguiente, El goajiro, en la colección del Museo ArturoMichelena de Caracas. El 16 de septiembre de 1939 Pedro desembarcó enNueva York «con las decoraciones murales para la nueva Embajada de Vene-zuela en Massachusetts Avenue» en Washington. De ese mismo año es esta Sin-fonía avileña cuyo fondo paisajístico guarda relación con El goajiro. Las cincofiguras de la composición, una mulata, dos negros, y dos criollos ocupan un es-pacio presidido por un robusto girasol de larguísimo tallo que, a modo de co-lumna central, divide la composición en dos secciones sin alterar ni el espacioatmosférico ni los volúmenes de la cordillera. El estudio anatómico de las figurasdeviene tan recio, como la densidad del empaste cromático y, como en la ma-yoría de sus obras con grupos humanos, el regusto por la representación de ob-jetos y de frutas propios de sus naturalezas inmóviles –como gustaba llamar a lastradicionales naturalezas muertas–, vasijas de barro, sombreros de cogollo, co-loridas telas, grandes cestas de frutas y, en este caso, un racimo de cambures to-pochos. En 1928, verifiquémoslo con el testimonio, del crítico Alberto Neppiquien señalaba en Il Lavoro d’Italia en oportunidad de la I Exposición de ArtistasLatinoamericanos residentes en Italia:

Pero verdaderamente no conservamos de esos pintores un recuerdo firmecomo el de Pedro Centeno, artista de amplios recursos y claroscurista

PEDRO CENTENO VALLENILLASinfonía avileña, 1939Óleo sobre tela100 x 118 cm

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15eficacísimo merecedor, bajo ciertos aspectos, de ser aproximado al es-pañol Sorolla. El cuadro de la Maya (mulata broncínea que se yergueen un gesto de gracia tropical) es la más perfecta de Centeno; peroaquella La de los claveles rojos, la negra reída con sus ojos y dientesde esmalte, bien que ejecutada sobre un fondo azul celeste sin aire,posee una fuerza de evocación aun más fogosa y enérgica; en fin, enel vasto grupo de la Sinfonía tropical donde el joven pintor se complaceen hacer caprichosas combinaciones de tipos indígenas y europeos, conlujo ostentoso de detalles (grandes orquídeas, una opulenta piña roja,un racimo de bananos), evocando así las producciones del Casorati,corre una linfa nativa de creador sano y alegre.(7)

Sorolla, Casorati, por encima de sus exegetas sociales y diplomáticos–Pedro Centeno era miembro relevante de la Embajada de Venezuela– la críticaromana comenzaba a distinguir en él y desde bien temprano, la factura de unpintor de muy seguro y firme destino que, al correr de las décadas alcanzaría elesplendor de unas obras como esta inusitada mesa mística inmersa en un ciertoámbito de sacralidad que triunfa sobre las tinieblas, nimbando con un halo detraslúcidos efectos los panes de la cesta, los peces y el vino en una suerte de in-sólito servicio cuyos presentes parecen levitar al gesto de esta mujer ¿virgen,santa, devota? tras cuyos paños se presiente el cálido palpitar de la sangre.

«Algún día se verá que Pedro Centeno Vallenilla –escribí en 1991 enoportunidad de su gran retrospectiva en el Museo de Arte Contemporáneo SofíaImber– fue uno de nuestros más grandes y versátiles ‘bodegonistas’». Cristóbal

PEDRO CENTENO VALLENILLALa mesa mística, s/fÓleo sobre madera80 x 60 cm

7 Francisco Da Antonio. Pedro Centeno Vallenilla. pp. 26-28. Coedición Armitano Editores C.A.Museo de Arte Contemporáneo de Caracas Sofía Imber. Caracas, 1991

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16 Rojas, Federico Brandt y Marcos Castillo serían sus ilustres antecesores, comoPedro León Castro, aunque más joven, su análogo contemporáneo. Pero mien-tras todos aquéllos desarrollaron sus motivos –naturalezas muertas, bodegones yflores, donde habría que añadir a Carlos Rivero Sanavria y a Luis Alfredo LópezMéndez– a nivel o muy ligeramente por debajo de la línea de horizonte, comovemos los cuerpos dispuestos en La mesa mística, la mirada de León Castro sedirige al piso donde anclan, como atraídos por la fuerza de la gravedad, todoslos objetos y las cosas. Contradiciendo la levedad de las piezas que en Centenoparecen levitar, en La vieja tinaja de León Castro, por ejemplo, el jarro con flo-res y el botín de mangos parecen rotar en torno a la bella y robusta tinaja quegira también, inmóvil, como el agua en su interior.

César Rengifo, como Héctor Poleo, José Fernández Díaz, Gabriel Bra-cho, Armando Barrios y el propio León Castro, integró la primera hornada deegresados de la Escuela de Artes Plásticas, luego de la reforma de 1936. Conpredominio de un plano marrón, Rengifo desarrolla el tema de dos niños en es-tado de abandono que se abrigan entre sí delante de una ruinosa pared: es Lanoche de los girasoles pintada en 1978, en ese período de transición de su obracuando su paleta se fue aclarando y adquiriendo resonancias de mayor frescuracromática, sin renunciar al dibujo aparentemente arcaico ni a los volúmenes so-metidos al plano, ni a un tipo de figuración reminiscente del muralismo deDiego Rivera, cuya obra conoció desde los días de su rápida escolaridad acadé-mica antes de marchar al exterior. En cualesquiera de los casos, no es fácil pasarpor alto las curiosas coincidencias entre sus girasoles y la lejana «Sinfonía avi-leña» de Centeno Vallenilla reunidas aquí.

CÉSAR RENGIFOLa noche de los girasoles, 1978Óleo sobre tela120 x 100 cm

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17Hacia fines de los años treinta, la obra de algunos de los artistas de laEscuela de Caracas –según bautizó el poeta Enrique Planchart a los sucesoresinmediatos del Círculo de Bellas Artes– fueron tiñendo de amarillo de cromo yanaranjado las luces del paisaje, a modo de una radicalización de las temperaturasmeridianas y del vespertino sol de los venados, enrojeciendo con bermellón lossombreados rincones y los accidentes del terreno. El Paisaje del litoral de AlbertoEgea López, pese a su breve formato, es una buena prueba de ello. Sólo que amedida que el ojo se detiene y observa con atención, comienza a identificar losdetalles de las casas, los personajes, la salud de la vegetación, la riqueza de losacordes, la serenidad marina y las casi imperceptibles gamas de las nubecillas.

Esta vista de Naiguatá (1939) corresponde a uno de los momentos másfelices en la trayectoria de Tomás Golding. Obra de una rica movilidad visualdonde las pencas de las tunas parecen láminas en acción y el sol culebrea porentre los cardones correteando sobre los desniveles del terreno y las palizadashasta encender de oros y amarillo los frentes de las casas, el pintor opone a la re-verberación de estos fuegos el brumoso y húmedo verdor de la montaña, el gaseo -so desplazamiento de las nubes y los lamparones azules del cielo litoral. Dosmujeres avanzan hacia nosotros con sus bártulos en la cabeza mientras, al fondo,dos vecinas conversan a la sombra de un cobertizo. Casi podría pensarse que setrata de una versión del expresionismo en términos parroquiales, tal la expresivi-dad de las formas, la certeza de la pincelada, la temperatura del color y la síntesisde las imágenes. Golding no sólo fue un consumado maestro del paisaje, sino tam-bién un incansable pesquisador de lugares y parajes que le llevaron de la costa li-toral a San Juan de Los Morros y a los llanos, a Petare y a las montañas donde sus

ALBERTO EGEA LÓPEZPaisaje del litoral, s-fÓleo sobre tela30 x 37 cm

TOMÁS GOLDINGNaiguatá, 1939Óleo sobre tela54 x 60 cm

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18 pinceles nos legaron, incluso, las devastaciones provocadas por los fuegos calci-nantes de los piromaníacos y quizá también, por algunos veranos.

En cierta oportunidad Marta Traba, para sorpresa de muchos, expresóque le gustaba la pintura de Carlos Otero. Otero fue un artista de muy versátilesintereses: en la Galería de Arte Nacional se conservan obras tan diversas como Lasopa de refugiados de Reims o el baile del tango en algún salón parisino, pintadasen los años de la primera Gran Guerra. Fue también un pintor de lugares, rinco-nes y paisanos de la Francia interiorana y aquí, entre nosotros, de retratos, de niñas,de calles, pueblos, iglesias, mercados populares y numerosos desnudos a la manerade pequeñas «academias domésticas».

La balandra es un brevísimo apunte de apenas 25 x 20 centímetros,pintado muy probablemente hacia fines de la década del veinte, tal el atuendode los personajes, el tipo de la nave y la gama de difusos azules transparentadospor las cortas pinceladas, la frescura de los tonos y la graciosa movilidad de loselementos; la balandra, los personajes en el embarcadero, la arboleda en el dis-tante horizonte y la dispersión de las nubes llevadas por la brisa.

Luis Alfredo López Méndez, por su parte, fue uno de los objetivos pre-ferenciales contra el cual se dirigieron desde París los más certeros y fulminantesdardos de la disidencia juvenil de los años 1950. Sólo que además de pintor,Luis Alfredo fue también diplomático, parlamentario, ameno cronista radial, ar-ticulista de la prensa escrita, viajero, coleccionista y un hombre de fino humora quien ninguna crítica hizo mella. Pero además de paisajes –el blanco preferidode sus cuestionadores– fue un excelente pintor de flores y, en particular, un con-sumado y prolífero maestro del desnudo femenino que va, desde un remoto

CARLOS OTEROLa balandra, s/fÓleo sobre madera25 x 20 cm

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19busto de Rosa Amelia Montiel, la primera modelo del Círculo de Bellas Artes,hasta aquéllos que realizó al final de su cuasi-longeva existencia.

En este Desnudo adolescente Luis Alfredo asume, a manera de una sín-tesis o resumen general de su trayectoria, no sólo la presencia de su joven y bellamodelo bañada por la luz que perfila su desnuda anatomía, el húmedo paisajeinterior del vivero y finalmente, los colgantes helechos, las plantas y maceterosde variopintas flores, símil de cuanto fueron sus elegantes piezas de salón.

En 1948, Braulio Salazar y Pedro León Castro partieron con destino aParís permaneciendo en dicha ciudad hasta el fin del otoño, para luego trasla-darse a Venecia y volver a Venezuela al final del invierno, periplo que consolidóuna amistad para toda la vida. Ya para entonces Braulio Salazar era visto por lasociedad valenciana como un talento continuador de las glorias de Antonio He-rrera Toro y de Arturo Michelena, sus ilustres coterráneos. Estas Muchachas enel bosque debieron ser pintadas hacia los años 1960, en el cruce de las tendenciasrealistas de su obra anterior donde el color permanece sometido al diseño linealy la apertura que generaron la Nueva Figuración y el Informalismo.

Son figuras, reminiscentes de los realismos que se emparentan por eldiseño con los mexicanos y, por la robustez de las formas, con León Castro. Noobstante, la imagen es de una autenticidad incontestable y aparece resuelta conbase a una técnica de finas veladuras y delicadas armonías cromáticas, propiasdel inicio de la madurez estilística del gran valenciano.

En 1997 se abrió en el Museo Arturo Michelena de esta capital, la ex-posición de Domingo Lucca-Un fotógrafo del Club Daguerre, una obra «reducidaa poco más de un centenar de brevísimas estampas –casi miniaturas–, reunidas

LUÍS ALFREDO LÓPEZ MÉNDEZDesnudo adolescente, 1976Óleo sobre tela76 x 66 cm

BRAULIO SALAZARMuchachas en el bosque, s/fGouache y pastel sobre papel48 x 35 cm

Page 20: Belle Époque

20 por el fotógrafo a modo de álbum familiar que devienen, a primera vis ta, simplerecuento de anécdotas domésticas tras las cuales toma cuerpo un discurso quealude a un tiempo de nuestra historia, a una instancia del acontecer social y auna proposición estética» realizada por Lucca entre 1895 y 1935, fecha esta úl-tima de su desaparición a los 58 años de edad.

Domingo Lucca fue, por cierto, quien compró el primer cuadro ven-dido por Manuel Cabré en los días fundacionales del Círculo de Bellas Artes yademás de fotógrafo, miembro del Club Daguerre de Carúpano, aficionado aldibujo, amigo de pintores y próspero y acreditado comerciante, viajero en asun-tos de comercio y de actualización profesional en Europa. Debió ser hacia 1933,en los mismos días que Armando Reverón pintó el retrato de Dama con gargan-tilla blanca, catalogada por Calzadilla con el N.°195 en la colección de ErnestoArmitano, cuando Lucca fue también retratado por Reverón en la tela que re-producimos, ambas ejecutadas al óleo y otros pigmentos sobre telas de buenafactura y de poco usual intensidad cromática: abuelo paterno del poeta RafaelArráiz Lucca, don Domingo es visto de tres cuartos a su izquierda, delgados an-teojos y una semi-capa azul, tez rosada de casi imperceptibles, aunque recono-cibles rasgos personales, este retrato, un legítimo Reverón de la época blancapint ado a todo color a modo de una manifestación celebratorial.

Es evidente que Armando Barrios no hubiese logrado las solucionesplásticas alcanzadas en obras como esta de la joven dormida al extremo superiorde la mesa sin previo tránsito por la abstracción geométrica. Incluso, si omitiéramoslos rasgos fisonómicos del rostro en la franja superior de esta Composición XXX, deinmediato lo asociaríamos con el gran mural cerámico realizado por Barrios para

ARMANDO REVERÓNRetrato de Domingo Lucca, s/fTemple y óleo sobre tela66,5 x 49 cm

HÉCTOR POLEOMujer andina, 1955Gouache y grafito sobre papel37 x 27 cm

Page 21: Belle Époque

21el Edificio-Museo de la Plaza del Rectorado de nuestra Ciudad Universitaria. Elfacetamiento de los planos ovoidales y las curvaturas lineales valoran, por contraste,el gran cono blanco del mantel en cuya base un pequeño limón sobre el óvalo azuldel plato y la esbelta cerámica dispuesta verticalmente a nuestra derecha, anclancon firmeza la geometría espacial del conjunto.

Pintada en Roma en 1959, Barrios recurrió a la técnica tradicional dediluir los pigmentos en la clara de huevo, recurso de los maestros medievales enobras que han probado su permanencia sobre las viejas tablas de los retabloseclesiales. Este feliz retorno a los orígenes artesanales del occidente latino –talcomo ocurrió con Héctor Poleo en esos mismos días–, estableció el punto departida para la definición estilística que conformaría, en lo sucesivo, la huellapersonal de Armando Barrios como pintor.

De un extremo a otro de la mitad del siglo XX, la pintura venezolanarecorrió un largo camino que, a partir de 1948 con la fundación del Taller Librede Arte y posterior irrupción de los abstraccionismos se desplegó en términosuniversales. En consecuencia, el presente ensayo no es más que el escueto resu-men de uno de los tantos capítulos de esa larga historia que las bellas e irrepeti-bles imágenes aquí reproducidas nos invitaron a hilar.

Caracas, febrero 17, 2013

ARMANDO BARRIOSComposición XXX, 1959Tempera al huevo70 x 50 cm

Page 22: Belle Époque

22 1.

ANTONIO HERRERA TORO

Boceto para alegoría, 1906Óleo sobre tela45 ø cm

2.

ANTONIO HERRERA TORO

Retrato de dama, 1904Óleo sobre tela70 x 100 cm

3.

ARTURO MICHELENA

Yunta de bueyes, 1897Óleo sobre tela71 x 51,3 cm

4.

EMILIO BOGGIO

Usine en Auvers, 1912Óleo sobre tela61 x 45 cm

5.

MARCELO VIDAL OROZCO

Marina, c. 1918Óleo sobre madera22 x 27 cm

6.

PEDRO ÁNGEL GONZÁLEZ

Paisaje de Anauco, 1944Óleo sobre tela46 x 56 cm

7.

PEDRO ÁNGEL GONZÁLEZ

Paisaje de El Paraíso, 1951Óleo sobre tela65 x 81 cm

8.

PEDRO ÁNGEL GONZÁLEZ

El cerro desde La Urbina, 1969Óleo sobre tela65 x 80 cm

9.

PEDRO ÁNGEL GONZÁLEZ

El árbol frente al Ávila, 1970Óleo sobre tela54 x 65,5 cm

10.

MANUEL CABRÉ

Paisaje de Carrizal, 1947Óleo sobre tela66 x 113 cm

11.

FEDERICO BRANDT

Hortensias y claveles, c. 1918Óleo sobre tela47 x 48 cm

12.

FEDERICO BRANDT

Cesta de rosas, c. 1918Óleo sobre tela47 x 48 cm

13.

RAFAEL MONASTERIOS

Calle Cantiguara, 1939Óleo sobre tela71 x 85 cm

14.

RAFAEL MONASTERIOS

Aledaños de Barquisimeto, 1957Óleo sobre tela50 x 59 cm

LISTA DE OBRAS

Page 23: Belle Époque

2315.

RAFAEL RAMÓN GONZÁLEZ

Placita de Macarao, 1958Óleo sobre tela63 x 76 cm

16.

PEDRO CENTENO VALLENILLA

Sinfonía avileña, 1939Óleo sobre tela100 x 118 cm

17.

PEDRO CENTENO VALLENILLA

La mesa mística, s/fÓleo sobre madera80 x 60 cm

18.

CÉSAR RENGIFO

La noche de los girasoles, 1978Óleo sobre tela120 x 100 cm

19.

ALBERTO EGEA LÓPEZ

Paisaje del litoral, s/fÓleo sobre tela30 x 37 cm

20.

TOMAS GOLDING

Naiguatá, 1939Óleo sobre tela54 x 60 cm

21.

CARLOS OTERO

La balandra, s/fÓleo sobre madera25 x 20 cm

22.

LUÍS ALFREDO LÓPEZ MÉNDEZ

Desnudo adolescente, 1976Óleo sobre tela76 x 66 cm

23.

BRAULIO SALAZAR

Muchachas en el bosque, s/fGouache y pastel sobre papel48 x 35 cm

24.

ARMANDO REVERÓN

Retrato de Domingo Lucca, s/fTemple y óleo sobre tela66,5 x 49 cm

25.

ARMANDO BARRIOS

Composición XXX, 1959Tempera al huevo70 x 50 cm

26.

HÉCTOR POLEO

Mujer andina, 1955Gouache y grafito sobre papel 37 x 27 cm

Page 24: Belle Époque

GALERÍA DE ARTE ASCASO

Año 23 Catálogo N.° 84

DE LA BELLE ÉPOQUEA LA MODERNIDADMarzo-mayo 2013Sala 2

CURADURÍA, MUSEOGRAFÍA

Y TEXTOS

Francisco Da Antonio

FOTOGRAFÍA

Renato DonzelliAnaxímenes Verapp. 14, 15, 21

DISEÑO GRÁFICO

Zilah Rojas

PREPRENSA E IMPRESIÓN

Editorial Arte

©Galería de Arte AscasoHECHO EL DEPÓSITO DE LEYDepósito legal: lf2562013700563Tiraje: 1.000 ejemplaresImpreso en CaracasVenezuela, 2013

Antonio J. Ascaso R.DIRECTOR

Limari Ramírez de AscasoSUBDIRECTORA

Antonio Ascaso FondónASESOR

Jorge E. Harb M.ASISTENTE

Aurea R. Sánchez C.CONTADOR PÚBLICO

Elsa PericchiDIRECCIÓN EJECUTIVA

Carmen Adelina PintoASESORÍA DE COMUNICACIÓN

Juana del Rosario CabreraThairis BlancoASISTENTE ADMINISTRATIVO

Rosangel MurilloDOCUMENTACIÓN Y REGISTRO

Mariele AraujoASISTENTE DE MERCADEO

Ninoska NavaRECEPCIÓN

Roldán LugoJosé CádizAdriana SolipaEugenio BossioSERVICIOS GENERALES

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