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Bellarión

Editorial Gente Nueva

Rafael Sabatini

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Agradecemos al Dr. Carlos Barroso la colaboración prestadapara la publicación de este título al facilitarnos la Edición de Base.

Edición: Elsa Natalia Obregón OchoaDiseño: María Elena Cicard QuintanaCubierta: Osvaldo García Hernández (Ogarc)Corrección: Ivelice Echezabal MartínezComposición: Alina L. Alfonso Moreno y Caridad Sanabia de León

© Sobre la presente edición: Editorial Gente Nueva, 2008

ISBN 978-959-08-0879-4

Instituto Cubano del Libro, Editorial Gente Nueva, calle 2, no. 58,Plaza de la Revolución, La Habana, Cuba

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E

Capítulo Primero

En el umbral

s una mezcla de dios y de bestia» —había dicho al describirlo laprincesa Valeria, sin sospechar que su frase era aplicable, no sólo aBellarión, sino al hombre.

Comprendiéndolo así el anónimo cronista que nos lo ha conservado,añadió el comentario de que la princesa había dicho demasiado y muypoco al mismo tiempo. Por su parte, se extendió en prolijas frases (de lasque haré partícipes a mis lectores), intentando demostrar que si los prin-cipios de divinidad y de bestia estaban mitad por mitad en un hombre,este no sería bueno ni malo. Cita como ejemplos a un pobre pastor decerdos que llegó a elevadas esferas, en quien la parte divina predomina-ba tanto, que no permitía distinguir ninguna otra, y a un poderoso prín-cipe (a quien conoceremos en el curso de esta narración), que erapropiamente una fiera, sin el menor vestigio divino. Estos son los extre-mos; entre uno y otro media una docena de grados intermedios, quenuestro cronista retrata de manera instructiva y amena.

Por lo gráfico de estas descripciones, por estar tomados la mayoría delos datos en fuentes florentinas y por lo austeramente elegante del len-guaje toscano en que fueron escritas, se llega a una posible conclusiónrespecto a su identidad. Lo más probable es que este estudio de Bellariónel Afortunado (Bellarione Fortunato) pertenezca a la serie de retratoshistóricos de Nicolás Maquiavelo,1 de los cuales «La vida de CastruccioCastracane»2 es quizás el más conocido. Sin embargo, toda investigaciónpara averiguar en qué fuentes ha bebido ha sido inútil. Muchos de loshechos concuerdan con La vita et Gesta Bellarionis que nos dejó fray1Nicolás Maquiavelo: (1469-1527), historiador y filósofo político italiano, cuyos escritossobre habilidad política, amorales pero influyentes, convirtieron su nombre en sinónimode astucia y duplicidad. (Todas las Notas son del Editor, salvo que se haga otra indicación).2«La vida de Castruccio Castracane»: biografía (1520) de este político y militar italiano.

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Serafín de Imola, aunque también abundan las discrepancias, a vecesirreconciliables.

Ya encontramos estas en lo referente al nombre, mientras queMaquiavelo (según nuestras suposiciones) dice: «fue llamado Bellarión,no por ser un mero hombre de armas, sino por ser el propio hijo de laguerra: e di guerra propriamente partorito». El empleo de esta metáforarevela un completo conocimiento de la vida de esta criatura, crecidaentre el estruendo de los combates. Fray Serafín da poca importancia alnombre, y el hecho de ser este tan adecuado a la vida posterior del niño,lo atribuye a una de esas coincidencias que tanto abundan en la historia.

En otros comentarios a la frase de la princesa, asegura Maquiavelo queel carácter de Bellarión no puede resumirse en una frase. El conocimientode este hecho lo hizo escribir su bosquejo biográfico, y por abundar ya enla misma opinión, emprendo yo la tarea de narrar tan accidentada vida.

Escojo, para empezar, el momento en que el mismo Bellarión se encuen-tra a punto de empezar una vida nueva. El momento de estar próximo aentrar en un mundo que sólo conocía por lo escrito por otros hombres,pero del que había adquirido así mayor conocimiento que muchos de losque en él vivían. Una escena vista a distancia, ofrece ventajas de pers-pectiva negadas a los que toman parte en ella. Las lecturas de Bellariónhabían sido copiosísimas. No había rama del saber, desde la Teología delos padres de la iglesia, al «Arte de la guerra», de Vegetius Hyginus, enque su inquieto espíritu no se hubiera alimentado. El haber consumidotodo el material de estudio, era una de las causas que lo inclinaron adejar la apacible vida conventual en que había crecido por otra másactiva, donde pudiera saciar su ardiente sed de saber. Otra de las cau-sas era cierta doctrina herética1 de la que esperaba que la experienciapudiera curarlo. Tan subversiva era esta doctrina, que cien años mástarde le habría atraído las miradas del Santo Oficio, y acaso llevado a lahoguera. Esta abominable herejía era nada menos que la afirmación deque en el mundo no podía existir el pecado. En balde el abad, que lo que-ría como a un hijo, trataba de convencerlo con argumentos:

—Por tu boca habla tu propia inocencia. En el mundo, del que pormisericordia de Dios has estado apartado hasta ahora, ya encontrarás elpecado, y con desconsoladora frecuencia.

Bellarión contestaba con un silogismo,2 de cuya lógica fórmula habíaextraído su doctrina:

—¿No tienen su origen en Dios todas las cosas de este mundo…? ¿No esDios la suma bondad…? Pues, ¿cómo puede haber creado algo que nosea bueno?1Herética: Perteneciente o relativo a la herejía o al hereje.2Silogismo: Forma de razonamiento utilizado en lógica por el cual del contraste de dosproposiciones o premisas se extrae una conclusión.

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—Pero, ¿y el demonio? —protestaba el sabio abad.—Los que han inventado el demonio, deben haber estudiado divinidades

en Persia —contestaba Bellarión con una sonrisa que le ganaba los cora-zones—. Allí existe la creencia de que los poderes del bien y del mal,Ormuza y Ahriman, combaten perpetuamente para dominar el mundo.De lo contrario, habrían reconocido que de existir el diablo, habría tenidoque ser creado por Dios, lo que ya es una blasfemia, porque Dios nopuede crear nada malo.

Descendiendo de la Teología a lo material, preguntó el consternado abad:—¿Acaso no es malo el robar, el matar y el cometer adulterio?—¡Oh, sí…! Pero esos son daños que se causan entre sí los hombres, y

pueden ser evitados con un poco de autoridad. Eso es todo.—¿Todo…?, ¿todo? —y el abad contempló al rapaz con triste mirada,

añadiendo—: Hijo mío, el diablo te ha dado una fatal sutileza para per-der tu alma.

Y el bondadoso anciano acabó por darle un sermón acerca de la fe, quefue seguido por otros muchos; pero a todos los dardos de su ortodoxaoratoria oponía el mozo el impenetrable escudo del silogismo, que el buenfraile sabía por intuición que era falaz, pero cuya falacia no lograba expo-ner. Cuando, por último, el venerable abad llegó a temer que tamañaherejía turbara la paz del convento, consintió en que su autor se traslada-se a Pavía,1 con la esperanza de que los estudios superiores lo curaran desu tendencia herética. Y por eso, en un día de agosto de 1407, Bellariónpartía del convento de Nuestra Señora de Gracia, en Cigliano.

Iba a pie. Para subvenir a las necesidades del viaje, contaba principal-mente con la caridad de los monasterios que existían en la ruta de Pavía,y para abrir las puertas de estas santas casas, llevaba una carta del abadde Gracia. Este añadió a la misiva una bolsita de cuero con cinco ducadospara imprevistos, suma que parecía cuantiosa, tanto al donante como alpercibidor. Se completó la enumeración de los bienes terrenales del viaje-ro con el traje de burdo paño verde que vestía y un cuchillo de múltiplesusos, desde la de cortar las viandas, hasta la de servir de defensa contrahombres o alimañas. Para fortalecerle el alma, en su peregrinación porLombardía, contaba con la bendición y el recuerdo de las lágrimas quevertió al abrazarlo el anciano que tanto lo quería y que lo cuidó desde losseis años. Las últimas palabras del virtuoso fraile fueron para recordarlela paz del convento y los peligros y desgracias del mundo.

—Pax multa in cella, foris autem plurima bella.2

1Pavía: Antigua Ticinum, ciudad septentrional de Italia, a orillas del río Ticino. Su mo-numento más famoso es el monasterio de Certosa, fundado por los monjes cartujosen 1396 y construido por la familia Visconti.2Mucha paz en la habitación, pero fuera muchísima guerra.

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El mal empezó (y puede considerarse simbólico) por perder el camino.Esto sucedió un par de leguas antes de llegar a Livorno. Porque lasorillas del río le parecieron al juvenil caminante más atrayentes que lacarretera, dejó el polvo de esta, por la fresca hierba que bordeaba el Po.1

Al lado opuesto de la ancha corriente se dibujaban las pintorescas coli-nas de Montferrato.

Bellarión avanzaba empuñando una vara, con la verde capucha caídaa la espalda. A los diecisiete años, era un guapo mozo, alto, esbelto yligero, con el cabello negro, la piel bronceada, y un magnífico par de ojososcuros que miraban atrevidamente al mundo.

El día era caluroso; el aire estaba cargado con los aromas propios delverano, y el río venía crecido por los deshielos del Monte Rosa.

Perdido en sus sueños, seguía avanzando, hasta que, al ponerse el sol,se levantó una fresca brisa que agitó las hojas de los árboles ribereños.El joven se detuvo, lanzó una mirada circular, y un fruncimiento decejas alteró momentáneamente la tersura de su hermosa frente. A laizquierda tenía un espeso bosque; recordó el camino, y por la posicióndel sol, ya puesto, se dio cuenta de que hacía rato avanzaba hacia el sury, por consecuencia, en falsa dirección. Por seguir la senda que halaga-ba sus sentidos había perdido el camino. Filosofó un momento sobreesto, con gran contento por su parte, pues gustaba de los paralelos yantítesis y demás juegos del ingenio. Por lo demás, no trató de ocultarsela situación: el camino debía estar al otro lado del bosque, demasiadolejos para poder llegar aquella noche, como fue su intención, a dormiren el convento de Padres Agustinos, en las cercanías de Milán.

El muchacho se mantenía animoso; lo único que le molestaba era elhambre, mas, ¿qué importaba un poco de hambre a un estudiante acos-tumbrado a los rigurosos ayunos rituales?

Se metió resueltamente en el bosque, tomando la dirección en la quesuponía estaba la carretera. Durante un cuarto de legua avanzó por unasenda que cada vez se hacía menos visible, hasta que la oscuridad y elbosque se la tragaron. Seguir andando sería perderse cada vez más enaquella espesura. Era preferible echarse a dormir y a la mañana si-guiente se orientaría por el sol.

Extendió la capa en el suelo, y como este no era más duro que la tarimaa que estaba acostumbrado, pronto se durmió plácida y profundamente.

Al despertar, vio que el sol iluminaba el bosque, y lo que llamó aúnmás su atención fue la figura de un hombre muy cerca de él, que vestía1Po: Río del norte de Italia, el de mayor longitud del país. Es navegable unos 555 km,desde el mar Adriático hasta Casale Montferrato, ciudad del Piamonte. Su delta —terre-no comprendido entre los brazos de un río en su desembocadura—, conservado segúnsu forma original, fue declarado Patrimonio Cultural de la Humanidad por la UNESCOen 1995, por su importancia como paisaje cultural.

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el hábito gris de los frailes franciscanos de la Orden de los Menores.Este hombre, alto y flaco, estaba medio vuelto, en una extraña posturade movimiento interrumpido, como si la presteza con que el durmientese incorporó hubiera estorbado su propósito de fuga.

Un instante después, el fraile se hallaba frente a él y, con las manoscruzadas bajo las amplias mangas, le decía sonriente:

—Pax tecum.1

—Et tecum, frater pax2 —fue la maquinal respuesta de Bellarión mien-tras estudiaba el patibulario semblante del fraile, cuyos penetrantes ojillosnegros parecían dos cuentas de azabache en una careta de yeso. Un exa-men más detenido dulcificó este juicio; el rostro del lego estaba desfigu-rado y carcomido por las viruelas, cuyas pecas y costurones conteníanla piel alrededor de los ojos, alterando su expresión, y, sin duda, a estamisma dolencia era debida la enfermiza palidez de su cara y su frente.

Considerando esto y el hábito que vestía, que Bellarión asociaba a todolo que era bueno y caritativo, quiso enmendar lo irreflexivo de su primerjuicio y murmuró:

—Benedictus sis3 —y dejando el latín por el idioma corriente, añadió—:Bendigo a la Providencia que lo ha enviado para socorrer a un pobreviajero que ha perdido el camino.

El lego soltó una ruidosa carcajada, desvaneciéndose en sus ojillos laexpresión de desconfianza y exclamó:

—¡Señor…! ¡Señor…! Y yo, tan tonto y cobarde, que después de habertecasi pisado, a punto estaba de echar a correr tomándote por un ladróndormido. Este bosque es una guarida de bandidos… Abundan aquí másque los conejos.

—Siendo así, ¿por qué se aventura en él?—¡Bah…!, ¿qué quieres que roben a un pobre fraile mendicante: el

rosario…?, ¿la correa? —y volvió a reír con la santa simplicidad de lasalmas ingenuas—. No, no, hermano, yo no tengo por qué temer a losladrones.

—Y, sin embargo, al suponerme un ladrón, me tuvo miedo.La sonrisa del fraile se quedó helada en sus labios y la ingenua mirada

lo desconcertó.—Temía a tu temor de mí —dijo por fin lentamente—. El miedo es un

sentimiento odioso, ya sea en hombre o en animal, y que a veces lleva hastaal asesinato. Si tú hubieras sido el ladrón que yo suponía, al despertary encontrarme a tu lado, pudieras haber creído que yo quería hacertealgún daño y, ¿quién sabe lo que habría sucedido?1La paz sea contigo.2Y contigo, hermano.3Bendito sea.

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Bellarión hizo un ademán de asentimiento. La explicación no podía sermás completa, y el fraile no sólo era virtuoso, sino sabio.

—¿Adónde te encaminas, hermano?—A Pavía —contestó el joven—, por el camino de Santa Tenda.—¡Santa Tenda…! ¡Calle…!, pues si es precisamente mi camino; por lo

menos, hasta los Agustinos de Sesia. Haremos la jornada juntos. ¡Es tanagradable tener un compañero de viaje! Pero espera unos minutos hastaque me bañe, que para eso he venido hasta aquí. Pronto estaré listo.

Y dio algunos pasos sobre la hierba, siendo detenido por la voz deBellarión, que preguntó:

—¿Dónde se baña?El fraile contestó por encima del hombro:—Hay un riachuelo más arriba… No está lejos. Quédate en el mismo

sitio para que te encuentre, hijo mío.Las últimas palabras sonaron mal en los oídos de Bellarión. Un fraile

de la Orden de Menores, es hermano y no padre de la humanidad; perono fue esta sospecha lo que le puso en pie. Era un joven aseado, y puestoque había agua a mano, ¿por qué no aprovecharla? Recogió la capa yhubo de apretar el paso para alcanzar al fraile, que movía los pies congran ligereza.

—Quien anda despacio, no tropieza —dijo Bellarión al alcanzar al fran-ciscano.

—Pero nunca llega —fue la respuesta— y como aún estamos lejos…—¿Lejos? Pues, ¿no decía…?—¡Ay…! Me equivoqué… En este laberinto, un sitio es igual a otro…

Empiezo a temer que estoy tan perdido como tú.Así debía ser, pues aún anduvieron cerca de media legua, antes de dar

con un arroyo que corría a desembocar en el río. Sus orillas estabancubiertas de musgo, salpicado de manchas de sol, que se filtraba entrelas hojas. Encontraron una balsa labrada en la peña por el incesantecincel del agua, pero era poco honda para poder bañarse. El lego secontentó con unas someras abluciones de cara y manos, pero Bellariónse desnudó hasta la cintura, exhibiendo un torso de helénica belleza, y seremojó cuanto permitía lo reducido del espacio. Hecho esto, el frailesacó de uno de sus bolsillos, semejante a un saco, un enorme trozo deembutido y un pan de centeno.

Para el muchacho, que se había dormido sin cenar, aquello fue lo queel maná1 en el desierto.

—¡Hermanito! —exclamó con alborozo— ¡Oh!, hermanito.

1Maná: Manjar milagroso, enviado por Dios a modo de escarcha, para alimentar al pueblode Israel en el desierto.

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—¡Je…! ¡Je…! —rió el lego dividiendo la longaniza por la mitad—. Tam-bién sabemos viajar los hermanos menores de san Francisco.

Empezaron a comer, y con la satisfacción del apetito, aumentó la sim-patía del mozo hacia el buen samaritano. A la propuesta del fraile de quereanudaran la marcha para salvar cuanto antes la distancia que los se-paraba de Casale, Bellarión sacudió las migas, y al hacerlo tropezaronsus dedos con la bolsa que pendía de su cinturón.

—¡Santos del cielo! —exclamó el joven apretando entre los dedos elbolsillo1 de paño verde.

Los negros ojillos del lego se fijaron en él, al preguntar:—¿Qué te pasa, hermano?Los dedos de Bellarión se habían introducido en el saquito volviéndolo

al revés para demostrar que estaba vacío.—¡Me han robado! —exclamó el mozo.—¡Robado…! —replicó el franciscano en tono de lástima—. Mi sorpresa

es menor que la tuya, hijo. ¿No te he dicho que este bosque está infesta-do de ladrones? De ser menos profundo tu sueño, también te hubieranrobado la vida; con que da gracias a Dios, cuya bondad se manifiestahasta en las desgracias. Que te sirva esto de consuelo en la adversidad.

—Fácil es filosofar cuando la desgracia es de otros —replicó Bellariónmalhumorado, y sin disimular la sospecha que revelaban sus ojos.

—¡Niño…! ¡Niño…! ¿De qué desgracia hablas…? ¿Vale ese nombre lasustraída suma?

—¡Cinco ducados y una carta! —proclamó el joven.—Cinco ducados —repitió el fraile en tono de reproche—, ¿y por cinco

ducados te atreves a ofender a Dios?—¿Ofender a Dios, yo?—¿Acaso no lo es la rabia que manifiestas, cuando debieras estar agra-

decido por todo cuanto te han dejado? Gracias tendrías que dar a laProvidencia por haber guiado mis pasos hacia ti.

—¿Debiera dar gracias por eso? —preguntó Bellarión en tono de des-confianza.

El rostro del religioso tomó expresión de suave melancolía.—Leo tus pensamientos, niño, y veo que sospechas de mí…, ¡de mí! —y

sonriendo, añadió—: ¡Qué locura…! ¿Puedo arriesgar la salvación de mialma por esa miserable cantidad…? ¿No sabes que los hermanos de sanFrancisco vivimos como los pájaros del aire, sin pensar en las cosasmateriales y entregados por completo a la Divina Providencia? ¿Quépueden importarme a mí cinco ducados o cinco mil? Pero no bastan laspalabras para tranquilizar la mente emponzoñada por la sospecha —y

1Bolsillo: Bolsa para el dinero; saco más o menos pequeño cosido en una u otra parte delos vestidos, y que sirve para guardar en él algunas cosas usuales.

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extendiendo los brazos en forma de cruz se plantó delante del muchacho,diciendo—: regístrame, y verás por ti mismo que no tengo tus cinco duca-dos… ¡Anda!

Bellarión, muy confuso, bajó la cabeza, diciendo:—No…, no hay necesidad… El hábito que viste es garantía suficiente…

y, sin embargo, al pensar en que sólo hace un momento —se interrum-pió, añadiendo—, perdone mi indignidad, hermano.

—Te haré la gracia de no insistir —dijo el lego, poniendo sobre el hom-bro del joven una mano seca y negra como garra de águila—. No piensesmás en tu pérdida, aquí estoy yo para compensarla. El hábito de sanFrancisco es bastante amplio para cobijarnos a los dos; viajemos juntos,y no te faltará nada hasta llegar a Pavía.

—La Providencia lo ha puesto en mi camino —dijo Bellarión con gratitud.—¿No te lo dije yo…? Ahora ya lo ves tú mismo. Benedicamus Domino.1

A lo que Bellarión, sinceramente, dio la respuesta:—Deo gratias.2

1Bendigamos al señor.2Gracias a Dios.

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Capítulo II

El fraile gris

irigieron sus pasos hacia el camino, por un atajo que cruzaba elbosque y que, al parecer, fray Sulpicio, según dijo el lego que se llama-ba, conocía al dedillo. Sin interrumpir la marcha, preguntó aquel a sujoven compañero:

—¿Decías que también te habían robado una carta?—¡Ay! —exclamó con amargura Bellarión—, una carta que valía más

que los cinco ducados, veinte veces más.—¿Tanto valía? —preguntó con gesto de incredulidad el fraile—. Pues,

¿qué decía en ella?El mozo, que sabía su contenido de memoria, lo recitó de la cruz a la

firma.—Sé bastante latín para mi oficio, pero no para entenderlo —observó

fray Sulpicio rascándose la cabeza, y como viera que Bellarión lo mirabacon fijeza, añadió—: Los legos de san Francisco nunca hemos tenidofama de doctos… El saber disipa la humildad.

Bellarión se apresuró a traducir la carta, que decía:El dador es nuestro querido hijo en Dios, Bellarión, que se ha criado en estasanta casa y ahora va a Pavía para perfeccionarse en Humanidades. Se loencomendamos, en primer lugar, a Dios, y en segundo, a la caridad de losconventos que halle a su paso para que lo provean de cama y sustento,invocando la bendición del Señor sobre cuantos lo favorezcan.

—Grande ha sido verdaderamente la pérdida —convino el fraile—, peroyo haré el oficio de carta mientras estés conmigo, y al separarnos yacuidaré de que el superior de los Agustinos de Sesia te provea de otrasemejante. Lo hará si yo se lo ruego.

El joven expresó su gratitud con un fervor dictado por la vergüenza quele causaban sus anteriores sospechas. Tras una pausa, preguntó el fraile:

—¿Con que te llamas Belisario…? Es un nombre singular.

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—Belisario, no; Bellarión, o mejor dicho, Bellarione.—¿Bellarione…? Eso no suena a cristiano. ¿Dónde te han puesto seme-

jante nombre?—Seguro que no fue en la pila bautismal. En ella me bautizaron según

el buen san Hilario, que sigue siendo mi patrón.—Entonces, ¿por qué…?—Hay cierta historia… que es la mía —contestó el joven, y animado

por el lego, se puso a contarla.Nació, por lo que puedo colegir, por los años de 1384, en una aldea,

cuyo nombre, al igual que el de su familia, nunca supo.—No puedo despertar en mi mente la imagen de mis padres. De mi

padre, lo único que sé es que existió, y de mi madre tengo el recuerdo deque era una furia, a la que todos temían. Una de mis primeras impresio-nes es la sensación del miedo que nos invadía al oír su estridente yregañona voz, y aún me parece que la oigo cuando se alzaba para llamara mi hermana Leocadia, cuyo nombre es el único que recuerdo, aunquesé que éramos varios, por lo menos media docena de criaturas, que ju-gábamos en una habitación mal blanqueada y sin más luz que unventanillo a una fementida1 callejuela. Leocadia, que debía ser la mayor,era la que cuidaba de nosotros, y tengo una vaga idea de una mozuelamuy flaca, cuyas desnudas piernas se veían a través de los jirones delzagalejo.2 Entre las nieblas del pasado, veo una demacrada carita, medioperdida entre enredadas guedejas de pelo amarillo; y al recordarla, oigounos pesados pasos en la escalera y una voz de agrio timbre, que grita:«¡Leocadia!», a la que sigue un revuelo entre la gente menuda, que correa esconderse de un ya olvidado peligro.

»Esto es cuanto puedo decirle de mi familia, hermano. Convendrá con-migo en que ya que mi memoria no llega a más, es una lástima quellegue a tanto. Sin estas confusas reminiscencias de mi infancia, podríahacerme la ilusión de que había nacido en un palacio, siendo vástago deilustre casa.

»Por lo que el abad me dijo, y mis posteriores estudios, deduzco queesto debía pasar por los años 1389 o 1390, cuando las enconadas lu-chas entre güelfos y gibelinos3 azotaban esta misma comarca por la queviajamos ahora. Una tarde, al anochecer, llegó una tropa de gibelinos a mi1Fementida: Tratándose de cosas: engañoso, falso.2Zagalejo: Refajo que usan las lugareñas.3Güelfos y gibelinos: Nombres de dos facciones políticas del norte y centro de Italiadesde el siglo XII hasta el siglo xv. La Italia medieval quedó dividida por violentos conflic-tos políticos y militares entre estas dos facciones. Por lo general, las grandes familiasnobiliarias se adhirieron a los gibelinos, mientras que en las grandes ciudades el puebloapoyaba a los güelfos. El papa Benedicto XII prohibió en 1334, el uso por más tiempo delos nombres güelfos y gibelinos.

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aldea natal, que se entregó al saqueo y a toda clase de demasías, comode costumbre. El terror y la confusión se adueñaron de todas las casas,incluso de la nuestra, aunque bien sabe Dios que poco había que robaren ella. Ya de noche, recuerdo que estábamos acurrucados en la oscuri-dad y escuchabamos el ruido de los atropellos que se cometían en losbarrios que, supongo, debían ser los más opulentos del lugar. En las ti-nieblas, oía la fuerte respiración de mi madre (que por esta vez no nosdaba miedo), y los entrecortados gemidos de mis hermanitos. Deseandohuir del pánico general, abandoné furtivamente la estancia. Desde aquelmomento mi memoria empieza a ser más clara, como si aquella crisishubiera despertado mi ingenio.

»Recuerdo que bajé a tientas una carcomida escalera y que caí, desdela altura de unos cuantos escalones, al fango del arroyo.

»Me levanté lleno de contusiones y de lodo. En otra ocasión me habríaechado a llorar, mas por entonces, me agobiaban mayores preocupacio-nes. En la calle se oían más distantes los gritos y arcabuzazos que mehelaban la sangre. A mi derecha, el cielo estaba enrojecido por las lla-mas, y yo, instintivamente, eché a correr en dirección contraria; prontoquedaron atrás las casas y me encontré en una solitaria carretera alum-brada por la luna, y que me pareció debía conducir a la eternidad.

»Yo, que no pasaba por entonces de cinco años, debía de ser muy ro-busto para esa edad, pues mis piernecillas empujadas por el miedo, mellevaron casi toda la noche hasta que extenuado caí a tierra, y me quedédormido.

Ya era de día cuando desperté, y me ví entre las manos de un hombróncon espesa barba, cubierto de acero de pies a cabeza. Junto a él, semantenía quieto un hermoso caballo tordo, y a sus espaldas se alinea-ban unos cincuenta jinetes, cuyas lanzas se alzaban por encima de suscabezas, y que miraban la escena con risueña curiosidad.

»Con voz increíblemente suave en guerrero de tan fiera catadura, mepreguntó quién era y de dónde venía, preguntas a las que no supe con-testar. Para darme más confianza, me ofreció fruta y pan; un pan comono lo había comido en mi vida. “No podemos dejarte aquí, pequeño —dijoel desconocido—, y puesto que no sabes dónde vives, tendré que encar-garme de ti”.

»Yo, ya no le temía ¿Por qué le habría de temer? Nadie me había trata-do, que yo recordara, con tanto cariño, y añadiré que al encontrarmesobre la silla del gigantesco tordo, me sentí completamente feliz.

»Un mes, poco más o menos, permanecí junto al guerrero que me reco-gió, hasta que nuevas campañas lo obligaron a dejarme en el conventode los Agustinos de Gracia, cerca de Cigliano.

Allí me cuidaron como si hubiera sido un príncipe, en vez de un pobrevagabundo. Durante dos o tres años, mi protector vino a verme a intervalos

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irregulares. Después, no volví a verlo, ni a saber nada de él, y desdeentonces los agustinos fueron mi único amparo. Esa —concluyó— estoda mi historia.

—Toda no —le recordó el fraile—; decías que tu nombre…—¡Ah, sí! El primer día que viajaba con el bondadoso hombre de ar-

mas, llegamos a una ciudad, y haciendo alto ante una hostería, él meentregó a la patrona para que me lavara y atendiera. No dejó de sersingular esta ternura en un hombre tan fiero, pero la vida está llena decontradicciones, y el duro corazón de un soldado de fortuna se sintiómovido a la lástima por la inocencia y el desamparo…

—¿Y el nombre? —insistió el franciscano.—Cuando la posadera —prosiguió el joven riendo— me presentó a mi

protector, aseado y vestido con un traje de este mismo color (desde en-tonces el verde es mi color favorito), mi aspecto debió ser bastante bue-no, pues el guerrero me miró con sorpresa, y llevándose una mano a lacrespa barba negra, me alargó la otra, diciendo:

»—Ven aquí, pequeño.»Yo me acerqué sin temor, y él me sentó en sus rodillas poniendo su

dura mano sobre mi recién peinada cabeza.»—¿Cómo te llamas? —me preguntó.»—Hilario —contesté.»Me miró con sorpresa y una sonrisa iluminó su curtida faz.»—¿Hilario, tú —me dijo—, con esa carita seria, y esos ojazos melancóli-

cos…? No cuadra a un Hilario tener tan poca hilaridad. Bellario te sientamejor. ¿Verdad que es una alhaja el chico? —preguntó a la hostelera, quese apresuró a asentir, como lo habría hecho a cualquiera otra pregunta,con el deseo de congraciarse con el temible huésped—. ¡Bellario! —repitióél, saboreando la palabra con orgullo de inventor—. Ese es el nombre quete corresponde y, ¡por Dios vivo!, por él serás llamado… ¿Lo oyes, peque-ño?, de aquí en adelante te llamas Bellario.

»Así fue que el nombre dado llegó a ser propio —concluyó el joven— ymás adelante, por lo rápido de mi crecimiento, los frailes de Gracia to-maron la costumbre de llamarme Bellarione, equivalente a Bellario elcorpulento.

Aún faltaba más de una hora para el mediodía, cuando nuestros cami-nantes llegaron a la carretera. Un poco más adelante había una hacien-da asentada entre arrozales y viñas, donde los hombres y las mujereshacían las faenas de la vendimia, cantando mientras cortaban los raci-mos. Entonces pudo ver Bellarión cómo se socorría a los franciscanossin hacerlos pasar por la vergüenza de pedir limosna. En cuanto divisóel hábito gris, uno de los labradores, que resultó ser el amo de la finca,

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salió a su encuentro para rogarles que descansaran y comieran con ellos,pues estaba muy próxima la hora de hacerlo.

Los viajeros se sentaron en los bancos de madera que rodeaban lamesa, para compartir con la numerosa familia los sanos y abundantesmanjares que la cubrían.

Empezó la comida por una enorme cazuela de gachas,1 en la que todoshundían las cucharas de madera. Siguió un guisado de cordero con hi-gos, acompañado de un pan fresco y compacto como queso. Para remo-jar todo eso había un vinito tinto, un poco áspero al paladar, pero sano yfresco, recién subido de la cava2, y del que fray Sulpicio bebió en abun-dancia. Los comensales llegaban a la docena completa: el labrador y suesposa, un sobrino y siete hijos crecidos, de los cuales tres eran hem-bras, buenas mozas de tez oscura, rojos labios y brillantes ojos, que sedesvivían por atender a Bellarión.

Este sorprendió una sonrisa en los labios del fraile, como si le divirtierala confusión que en el estudiante causaban estas atenciones femeninas,a las que no estaba acostumbrado; y más tarde, cuando el abuso de labebida puso dos manchas rojas en los pómulos de aquella pálida faz y diobrillo a los hundidos ojos, Bellarión observó que lanzaba a las mozas tanlúbricas ojeadas, que despertó de nuevo su instintiva prevención contrael hombre, sin que el hábito que llevaba fuera bastante para disiparla.

Después de comer, el fraile se retiró a descansar un rato; y el jovenaprovechó esa hora de la siesta en que se suspende el trabajo, para vagarpor las viñas, a donde lo llevaron los hijos del labrador, emprendiendouna interminable charla, que a él le pareció tan tonta como aburrida.

A no ser por eso, y por estar la viña al borde de la carretera, allí habríaterminado la asociación de nuestro héroe con el fraile, dando a su histo-ria un curso muy diferente. La siesta del lego fue más breve de lo que erade suponer, y cuando antes de una hora reanudó la marcha, tan confu-so estaba que se olvidó de su compañero. Si Bellarión no lo hubiera vistodeslizarse por el camino que conducía a Casale,3 puede darse por cier-to que el joven habría quedado a la zaga.

No demostró el franciscano el menor placer cuando fue alcanzado por elmancebo; su gesto anunciaba displicencia, mas como se excusó diciendoque aún estaba medio dormido, cabía suponer que el descontento eraconsigo mismo.1Gacha: Comida compuesta de harina cocida con agua y sal, que puede aderezarse conleche, miel u otro aliño.2Cava: Subterráneo abovedado que sirve para conservar los vinos.3Casale: Casale Montferrato, ciudad del Piamonte (el Piamonte se divide en varias pro-vincias. Es una fértil llanura de las regiones agrícolas importantes de Italia, está drenadapor el río Po y sus afluentes).

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El fraile movía con ligereza sus largas piernas, y al decir el muchachoque no era necesaria tanta prisa, pues tenían toda la tarde para llegar aCasale, contestó:

—Si no puedes seguirme, quédate atrás.Por un instante Bellarión pensó hacerlo así, mas, parte por perversidad

y parte por cierta sospecha que no podía vencer, acalló su orgullo y dijo:—No…, no, hermanito…, ya acomodaré mi paso al suyo.Un gruñido fue la respuesta, y aunque Bellarión intentó conversar va-

rias veces, puede decirse que cruzaron en silencio las fértiles llanurasque separan Trino de Casale.

Tampoco anduvieron mucho a pie. Habiendo sido alcanzados por unarecua de siete mulas con sendas albardas,1 dirigida por un arriero, Bellarióntuvo una nueva prueba de cómo puede viajar gratis un lego de la OrdenFranciscana. Al acercarse a ellos la recua, fray Sulpicio se plantó en me-dio del camino, con los brazos en cruz como si quisiera impedir el paso.

El arriero, un hombre de oscura piel y negra barba, detuvo la caballe-ría preguntando:

—¿Qué se le ofrece, hermano…? ¿En qué puedo servirle?—La bendición de Dios te acompañe, hermano. ¿Quieres merecerla

haciendo un favor a uno de los hijos menores de san Francisco? Si tusbestias no están demasiado cansadas, permite que este siervo del Señory este joven estudiante suban a ellas hasta dar vista a Casale.

El arriero se apeó de un salto, para ayudar a subir a los viajeros a lasmenos cargadas de sus mulas, y después de recibida una nueva bendiciónde fray Sulpicio, trepó al macho delantero, haciéndole emprender el trote.

Para Bellarión era cosa nueva el verse a horcajadas sobre una caballe-ría, y esto le impedía pensar. Era su primer ensayo de equitación, y elvivo paso que llevaban lo sacudía de tal modo, que pronto no le quedóni hueso ni músculo sano. También se alteró un poco su habitual buenhumor, por la risa con que sus compañeros acogieron sus esfuerzospara no salir por las orejas.

Gran contento le produjo la vista de las pardas murallas de Casale.Estas surgieron casi súbitamente ante sus ojos al doblar una curva delcamino; este conducía en línea recta a la Puerta de San Esteban y a ellallegaron pasando por el puente levadizo extendido sobre el ancho foso.En el túnel que formaba la puerta, estaba establecido un cuerpo deguardia; mas, como los tiempos eran de paz, la vigilancia era escasa, ynadie se opuso al paso de los viajeros.

Atravesando la puerta, fresca y cavernosa, desembocaron en una callede la activa capital de los gibelinos, que en época no distante amenaza-ron con dominar toda la Italia del norte.1Albarda: Pieza del aparejo de las caballerías de carga que se compone de dos almohadillasunidas rellenas de paja.

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Ahora el avance de la recua era forzosamente lento. Las tortuosas yestrechas calles, cuyas casas parecían inclinarse unas hacia otras paraimpedir el paso del sol, estaban llenas de gente. A todas horas se hallabamuy concurrida la calle que llevaba desde la Puerta de San Esteban a laPlaza de la Catedral. Bellarión, ya sin sacudidas, miraba con profundointerés las manifestaciones de vida que él conocía sólo por sus lecturas.

Era día de mercado en Casale, y las calles estaban casi bloqueadas porpuestos en los que voceadores mercaderes exponían sus géneros, pro-curando llamar sobre ellos la atención del público.

Pasando bajo un arco estrecho y bajo, desembocaron en la bulliciosaPlaza de la Catedral, que, como sabía Bellarión, fue fundada unos sete-cientos años antes por Liutprando, rey de los Lombardos. Su arquitectu-ra era de estilo románico a juzgar por su fachada flanqueada por dosesbeltas torres cuadradas. Aún estaba el joven admirando la forma decruz de las ventanas, cuando la mula, al detenerse, lo hizo volver a larealidad.

Delante de él, fray Sulpicio se apeaba invocando las bendiciones del cielosobre la cabeza del arriero. Bellarión saltó a tierra, encantado de ponertérmino a la jornada, y el arriero, tras un «Dios lo guarde», puso la recua enmovimiento.

—Ahora, hermanito, vamos a buscarnos la cena —anunció el fraile.Muy natural le parecía al muchacho ese deseo, mas no el buscarla en

la taberna de enfrente, a donde lo condujo el lego.Bellarión se detuvo bajo el ramo seco puesto como señal sobre la puer-

ta, alegando que en alguno de los conventos de la ciudad encontraríancaritativo albergue más propio de un mendicante.

—La caridad es igual en todas partes —contestó el franciscano—. Elviejo Benvenuto, el tabernero, es primo mío, y mientras cenamos medará noticias de la familia. ¿No es natural que desee saber de ella?

Bellarión, a su pesar, tuvo que ceder; y procurando reavivar la con-fianza en su compañero, recordó que a todas sus sospechas el frailehabía dado explicaciones satisfactorias.

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Capítulo III

La puerta entornada

l suceso que desvió tan brutalmente a Bellarión de la pacífica sendadel estudio, poniendo término a sus aspiraciones de aprender el griego,cayó sobre él de forma tan súbita que apenas se dio cuenta hasta quehubo pasado.

El fraile y él cenaron en la desaseada y concurrida Hostería del Ciervo(así llamada en honor de los señores de Montferrato, que habían adopta-do esta divisa) y preciso es confesar que comieron con abundancia, bajolos auspicios de maese Benvenuto, quien demostró a su primo un afectoen verdad fraternal. Los había colocado en una mesita inmediata a unaalta y estrecha ventana abierta, algo separados de la ruidosa concurren-cia que llenaba el local, de techo muy bajo, de modo que el tufo com-puesto de ajo, viandas hervidas y aceite malo, que infestaba la habitación,se diluía para ellos en el fresco ambiente de la tarde.

El tabernero les sirvió personalmente, después de un breve diálogo sos-tenido con el fraile en voz tan baja, que ni una palabra llegó a oídos delmozo. Les trajo lo mejor que tenía: una gallina seca y vieja y una jarra devino de Valtellini, que subió de la cava, digna de más limpia mesa.

Bellarión, muy cansado y hambriento, hizo amplio honor a la cena, sinprestar atención a la charla de su compañero, que enumeraba pro-lijamente las ventajas de viajar bajo la égida del glorioso san Francisco.La verdad es que no oía ni la mitad de las palabras del fraile; en primerlugar, porque este hablaba con la boca llena, y en segundo, por el mu-cho ruido que había en el local, repleto de gente de la más baja estofa,como testimoniaban las blasfemias y obscenidades de su lenguaje. Allíhabía campesinos de los pueblos ribereños del Po, que acudieron al mer-cado, hombres rudos y atezados, muchos de ellos con sus no menos mo-renas hembras. No faltaban labradores de los suburbios, mezclados conotros que, por sus delantales de cuero, podían clasificarse como artesanos.

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En una mesa, un grupo compuesto de cuatro hombres y una mujer apura-ban las copas entre ruidosas carcajadas. Los hombres eran soldados, ajuzgar por los coletos1 de cuero y las armas de que estaban erizados suscinturones. La mujer era una criatura sinuosa, con mejillas hundidas ypintadas, cuya falsa alegría resultaba siniestra.

La primera vez que Bellarión la oyó, se estremeció.—Ríe, como deben reír en el infierno —dijo el fraile.Bellarión, por toda respuesta, lo miró como si él también tuviera ganas

de reír.Sin embargo, pronto se acostumbró el estudiante a ese ruido, entre los

otros muchos que sonaban de continuo, de los que formaban parte elchocar de platos y vasos y los gruñidos de un perro que había descubier-to un hueso entre las inmundicias que cubrían el suelo.

Satisfecho el estómago, Bellarión sintió que se le cerraban los ojos.Había pasado la noche en el campo, y desde el amanecer casi no habíadescansado; nada tiene, pues, de sorprendente que mientras su com-pañero y el tabernero charlaban en voz baja, él diera un pestañazo.

Corto debió ser su sueño, un cuarto de hora quizás, pero al despertarya se había desvanecido la mancha del sol que entraba por la ventanabajo la cual estaban sentados. Esto no lo observó en el primer momento,pero lo recordó después. Al abrir los ojos, lo primero que vio fue unacabeza asomada a la ventana que tenía enfrente, y a la que el fraile dabala espalda. Sobre el marco y debajo de la cara, se veían las manos delque había trepado a la ventana desde la calle. Antes de que el jovenpudiera gritar, como fue su intento, ya había desaparecido la cabeza, yesta era la del labrador con quien habían comido aquel mismo día.

El fraile, sorprendido por la mirada fija de Bellarión, le preguntó:—¿Qué te pasa…?, ¿qué miras?Lo dijo el muchacho, y por respuesta oyó una horrenda blasfemia que

lo dejó aturdido. El rostro del fraile sufrió un cambio súbito. Un espas-mo de miedo y rabia descubrió sus colmillos de fiera; los hundidos ojostomaron expresión siniestra; hizo un rápido movimiento para huir, y nomenos rápidamente se quedó quieto.

En la puerta había aparecido el labrador, seguido de otros.El fraile volvió a sentarse, aparentando tranquilidad.—Allí está sentado ese tunante de fraile ladrón —exclamó el campesi-

no al descubrirlo.Este grito y más aún la vista de los que acompañaban al denunciante,

impuso momentáneo silencio en la muchedumbre. El primero que leseguía era un joven cuyos arreos e insignias militares proclamaban que1Coleto: Vestidura hecha de piel, por lo común de ante, con mangas o sin ellas, que cubreel cuerpo ciñéndolo hasta la cintura.

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era oficial del capitán de justicia de Casale. Detrás de él avanzaron dossoldados provistos de picas1 cortas.

El labrador los guió directamente a la mesa bajo la ventana, repitiendo:—¡Aquel es…! ¡Aquel es! —con ademán hostil avanzó la cabeza hacia la

del fraile y, pegando un puñetazo en la mesa, empezó—: Y ahora, bribón…Pero fray Sulpicio levantó los ojos con expresión mansa y lo interrum-

pió diciendo:—¿Me hablas a mí, hermanito…? ¿Me llamas bribón? ¡A mí! —sonrió con

tan resignada tristeza, que desconcertó un poco al campesino—. Confie-so que soy un pecador, porque todos lo somos, pero no sé en qué puedohaberte ofendido, hermano.

Tanta mansedumbre cortó los vuelos al acusador, pero el oficial, ade-lantándose, preguntó con imperioso tono:

—¿Cómo se llama?Fray Sulpicio, mirándolo con expresión de reproche, dijo:—Pero, hermano…—¡Conteste y pronto…! Este hombre lo acusa de robo.—¡De robo! —con un suspiro prosiguió el fraile—. No quiero caer en el

pecado de la ira, hermano… Pero tal acusación da risa… ¿Para qué quieroyo más protección que la de san Francisco, si él me da lo poco que nece-sito…? ¿Qué son para mí los bienes terrenales…? ¿De qué se me acusa?

Esta vez contestó el labrador.—De haber robado treinta florines, una cadena de oro y una cruz de

plata, de una gaveta en la alcoba donde dormiste la siesta.Bellarión recordó la prisa del fraile por alejarse de la hacienda y sus

miradas hacia atrás hasta que encontraron al arriero. A este se debe,pensó, el que no fuera cogido antes. Sin duda, el centinela de la puertadijo al labrador que un fraile y un muchacho vestido de verde habíanentrado con un arriero. El labrador buscaría a este, y lo demás estabaclaro. Tan claro como que el lego era un grandísimo ladrón, que segura-mente llevaba también sus cinco ducados sobre su indigna persona.

Se juró que a partir de ahí sólo se guiaría por su propio instinto y golpede vista, sin dejarse influir por prejuicios ni circunstancias.

—Conque, ¿no sólo me acusan de robo, sino de haber devuelto mal porbien, abusando de la caridad que se me dispensaba? Muy grave es laacusación, hermano, y hecha con temeraria precipitación.

Un murmullo de simpatía salió de la concurrencia, entre la que no falta-ban los fuera de la ley, que siempre están dispuestos a ir contra la justicia.

El fraile abrió los brazos, diciendo:—No quiero que la propia defensa me lleve a romper mis votos de hu-

mildad. Yo no digo nada. Puede registrarme, a ver si encuentra lo que1Pica: Especie de lanza larga, compuesta de un asta con un hierro pequeño y agudo enel extremo superior, que usaban los soldados de infantería.

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dice ese hombre que he robado, sin más pruebas que la de haber dormidoun rato en esa habitación.

—¡Acusar a un sacerdote! —exclamó una voz indignada, a la que hizocoro un murmullo de asentimiento, que provocó la risa del joven oficial,quien giró sobre sus talones para enfrentarse con los murmuradores:

—¡Un sacerdote! —repetía en tono de mofa—. ¿Cuándo ha dicho laúltima misa su paternidad?

Fray Sulpicio murmuró que sólo tenía órdenes menores, y sin dejarloacabar, repitió el oficial:

—¿Cómo se llama?—¿Cómo me llamo? —los ojillos del fraile parecieron más negros que

nunca en la lívida palidez de su rostro—. No seré yo el que pronuncie minombre, pero aquí lo tienes escrito… ¡Mira! —y sacó un pergamino queexhibió bajo las propias narices del soldado.

Este, después de echar una ojeada, se lo devolvió al fraile, diciendo:—¿Cómo he de leerlo si está al revés?El franciscano lo tomó con mano un poco trémula y dio la vuelta a la

hoja del pergamino. Bellarión tuvo tiempo de enterarse de dos cosas: deque el escrito estaba al derecho la primera vez, y de que era la carta quele habían robado.

El doble descubrimiento lo dejó atónito. Ya no cabía duda de que elfraile era quien le había robado; además, debía hallarse en una situacióndesesperada para querer ocultarse bajo falsa identidad y, por último, elpretender que el documento estaba al revés, había sido un lazo para sa-ber si el pretendido lego sabía leer, en el que este cayó como un bobo.

El oficial rió muchísimo de su propia agudeza.—Ya sabía yo que no eras fraile —dijo— y hasta sospecho quién eres.

Aunque hayas robado un hábito, se necesitaba más que eso para cubrirtu desfigurado rostro y la cicatriz que llevas en el cuello… Tú eresLorenzaccio da Trino, y en la cárcel hay un calabozo esperándote.

La sensación que produjo este nombre en la taberna hizo que los tes-tigos de la escena avanzaran aún más hacia la mesa colocada bajo laventana. Debía ser el nombre de un famoso bandolero, conocido portodos en la comarca, menos por Bellarión. Sin embargo, para este, enaquel momento, lo más urgente era recobrar la carta del abad.

—Ese pergamino es mío —anunció—. Esta mañana me lo robó estefalso fraile.

La interpelación del muchacho atrajo la atención general sobre él. Depronto, el oficial se quedó parado; pero después volvió a reír, diciendo:

—Ya tenemos a Juan que niega a Pedro… Sabido es que el aprendiz deladrón se finge la víctima del maestro en cuanto cogen a este. Es unardid muy viejo, chiquillo, y que no sirve en Casale.

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Bellarión se revistió de gran dignidad al contestar:—Se arrepentirá de sus palabras, señor oficial. Yo soy de quien se

habla en ese pergamino, como puede atestiguar el Abad de Gracia, enCigliano.

—No hay necesidad de molestar a su reverencia —dijo con zumba elsoldado—. Unos cuantos minutos en el potro ya te desatarán la lengua.

—¡El potro! —Bellarión sintió que se le encogía la piel a lo largo delespinazo.

¿Sería posible que lo tomaran por un bandolero por el mero hecho deacompañar al falso fraile? ¿Iban a romperle los huesos hasta que se acu-sara a sí mismo…? ¿Era así como se administraba justicia?

De pronto sonó un grito del labrador, y las cosas se precipitaron de unmodo inesperado. Mientras el oficial hablaba con Bellarión, el falso legose aproximó suavemente a la ventana. El labrador, al darse cuenta delmovimiento, gritó aterrado:

—¡Atrápenlo! —y temiendo que con él pudiera desaparecer lo robado,se precipitó hacia Lorenzaccio, al que asió por un hombro. Se volvió elbandolero echando lumbre por los negros ojillos, algo brilló en su dies-tra, y un instante después hundió su puñal en el pecho de su apresador.Fue un movimiento tan rápido y certero como la zarpada de un oso. Lavíctima cayó en los brazos de los dos soldados, que se habían adelanta-do, y la confusión fue indescriptible. Con ella había contado Lorenzaccio,que la aprovechó con vigor y rapidez extraordinarios para encaramarse, deun brinco, en la ventana abierta y saltar a la calle.

La taberna se convirtió en un infierno de gritos y lamentos, entre los quesobresalían las inútiles voces de mando del joven oficial. Uno de los hom-bres de armas sostenía el inerte cuerpo del labrador, mientras el otrointentaba en vano seguir al bandido por donde este se había ido, sin teneragilidad para ello.

Bellarión, mudo de estupor, miraba espantado al infeliz campesino,cuando sintió que le tiraban de la manga. Al volverse, vio la pintada carade la mujer cuya risa le había crispado los nervios; tenía hermosos ojos,que lo miraban con bondadosa lástima al decirle con febril prisa:

—¡Huye…! ¡Huye…!, ¡es tu única salvación…! ¡Corre…!—¿Mi única salvación? —repitió él, ofendido por el falso juicio. Estaba

resuelto a esperar, a pie firme, que se le hiciera justicia, mas, con elsiguiente latido de su corazón, se dio cuenta de que todas las aparien-cias estaban en su contra. Aquella pobre ramera, aquellos que le ofrecíansu simpatía por creerlo tan malo como ellos, indicaban a un hombre cuer-do el único recurso que le quedaba.

—¡Corre, criatura! —insistió la mujer—, despáchate o será demasiadotarde.

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El joven miró a los que se agrupaban detrás de ella, y en todos viomiradas invitadoras y apremiantes; el mismo Benvenuto señaló la puertacon el sucio pulgar, haciendo un movimiento que no admitía duda. Comosi el rostro del joven hubiera revelado la súbita decisión, se abrió lamasa ante él ofreciéndole vía, por donde se metió resuelto.

La muchedumbre se cerró apenas hubo pasado, abriéndose a medidaque avanzaba, hasta que tuvo libre el camino para ganar la puerta. A suespalda oía la voz del joven oficial que sobresalía del confuso rumor deimprecaciones y juramentos, mandando a sus hombres que despejaranvaliéndose de las picas, y llamando a los soldados que estaban en elpatio, para atrapar, al menos, a uno de los dos bandidos.

Pero la poco recomendable concurrencia parecía muy ducha en estaclase de maniobras. No faltaban en la taberna algunos hombres honra-dos, pero estaban en minoría, y la compasión hacia un pobre muchacholes impedía ponerse del lado de la justicia, y los restantes, fingiendosolicitud, se agrupaban tan estrechamente alrededor de los soldados,que les impedían manejar las picas. Todo esto lo adivinó Bellarión porlos sonidos, sin verlo, pues sólo echó una mirada atrás al salir del pes-tífero establecimiento al fresco ambiente de la plaza. Su primera ideafue acogerse a sagrado en la Catedral, pero antes de llegar, comprendióque sería meterse en la ratonera, y tomó a la izquierda en el precisoinstante en que el oficial ganaba la puerta de la hostería y, seguido desus hombres, emprendió la persecución.

Mientras Bellarión corría como corzo seguido por los perros, entre lascallejuelas que rodean la majestuosa obra legada a la posteridad porLiutprando, le parecía su fuga totalmente desprovista de posibilidadesde éxito. Sabía de dónde venía, pero no adónde debía ir, y esto es lo másimportante cuando se trata de escapar. Si el instinto de conservación nose hubiera sobrepuesto al razonamiento, se habría detenido para espe-rar a los que lo seguían. Era demasiado inteligente para creer que podíaevitar lo inevitable. Una sola razón parecía animarlo: el convencimientode que sus perseguidores no tenían los pies tan ligeros como los suyos,bien fuera por lo pesado del equipo militar, o por llevarles él ventaja enjuventud. También reflexionó que si seguía corriendo en línea recta aca-baría por llegar a las murallas de la condenada ciudad, pudiendo salirpor una de sus puertas al campo. Estas no se cerraban hasta el anoche-cer, y faltaba más de una hora para la puesta del sol.

Animado por estas ideas redobló el paso, y llegó a una plaza por uno decuyos lados se extendía un suntuoso palacio de piedra con magníficaarcada al ras del suelo. La plaza estaba bastante concurrida y muchascabezas se volvieron para mirar a la esbelta figura verde que tanta prisallevaba. Sin preocuparse por lo que pudiera creer la gente, Bellarión sólopensó en salvar el espacio abierto llegando a la callecita que desembocaba

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enfrente, y pronto se encontró en ella corriendo entre dos altos murosgrises y sobre un suelo blando y húmedo. Aflojó el paso para dar un pocode reposo a sus doloridos pulmones.

—¿Por qué tan incesante carrera? —se dijo.Suponiendo que lograra burlar a sus actuales perseguidores, otros lo

cogerían, y de todos modos, y esto era lo peor, podía darse por perdido.Había llegado a pararse y escuchaba. El rumor de pasos a cierta dis-

tancia lo convenció de que seguía la persecución. El pánico lo espoleó denuevo, mas, si era urgente huir, aún lo era más el recobrar el alientopara poder hacerlo.

Se había detenido frente a una formidable puerta de roble, con gran-des clavos, encajada bajo un profundo arco en el muro. Para descansarun momento, se apoyó en sus macizos cuarterones, y con gran sorpresasuya, el peso de su cuerpo hizo que la gruesa hoja se abriera haciaadentro y por poco se cae el fugitivo sobre un cuadro de rosales queestaba inmediato.

Parecía que un poder sobrenatural había dejado entornado aquel por-tón, sin más objeto que el de salvarlo de sus perseguidores. Así pensó él,en un instante de exagerada reacción, sin reflexionar que el hecho deintroducirse en terreno desconocido, echando el cerrojo a la puerta, máspodría conducir a que lo detuvieran que a verse libre.

En la zona más ancha del muro, por la parte interior y a unos dos pies dealtura, había un profundo nicho donde se sentó Bellarión para disfrutar elpapel de creerse seguro. Pero no fue duradero su reposo. Pronto oyó rápi-dos y numerosos pasos por la calleja, acompañados de cansadas voces.

Bellarión azuzó el oído sonriendo. Pasarían de largo sin adivinar quehabía hallado aquel portón abierto, y continuarían la inútil búsquedaquizás toda la noche. En cuanto a él, esperaría allí mismo la llegada deldía, y saliendo por el propio portón ganaría la puerta más próxima, queya estaría abierta.

Tales eran los propósitos del estudiante, mas, de pronto, los pasos sedetuvieron y su corazón se detuvo también.

—Ha pasado por aquí —decía una voz ronca—. Miren las huellas.—Buena vista tiene —se dijo Bellarión escuchando con angustia.—Razón de más para no detenernos —repetía la voz—, ahora ya sabe-

mos el camino que sigue, ¿vamos a quedarnos aquí, mientras se escapa?—¡Cierra el pico, belitre!1 —replicó la bronca voz—. Ha venido por aquí,

pero no ha pasado. ¡No repliques y mira! Las huellas no van más lejos…Está aquí —y dio un golpe en la puerta con el regatón2 de la pica, quepuso en pie al joven como si él lo hubiera recibido.1Belitre: Pícaro, ruin y de viles costumbres.2Regatón: Casquillo que se pone en el extremo inferior de las lanzas, bastones, picas,etc., para mayor firmeza.

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—Pero si esta puerta siempre está cerrada, no puede haber trepadopor el muro…

—Digo que está aquí, y basta. Dos hombres que cuiden la puerta, novaya a volver a salir por ella, y el resto venga conmigo a Palacio. ¡Andan-do! —la voz era de las que no admiten réplica, y los pasos se alejaronacompasadamente, pero otros empezaron a pasearse ante la puerta. Eranlos de la pareja que la guardaba.

Bellarión se preguntó si las oraciones podrían servirle de algo… Eran suúltimo recurso.

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E

Capítulo IV

Lugar sagrado

l parque, al que había entrado por el portón que daba a la callejuela,era muy extenso a juzgar por lo que alcanzaba su vista. Seguramenteencontraría en él algún escondite, hasta que terminara la caza.

Con paso cauteloso se acercó a un arco tallado en tupido boj,1 desde elcual se descubría un panorama paradisíaco. Después de una ampliaavenida, por donde paseaban dos pavos reales, brillaban las cristalinasaguas de un lago, del que surgía un precioso pabellón de mármol blan-co, cuya redonda cúpula y esbeltas columnas le daban el aspecto de undiminuto templo romano que parecía flotar sobre las aguas.

Un puente de blancas barandas cubiertas de geranios en flor, dabaacceso al pabellón desde la orilla.

A partir de esta especie de meseta se iniciaba un declive del terreno,que formaba otras dos terrazas más abajo, a donde caían, en estanquesde piedra, las aguas del lago formando cascadas bordeadas por viñascubiertas de su purpúreo fruto. En la parte más baja se extendía unapradera color de esmeralda, que llegaba hasta una tapia cubierta dehiedra y salpicada por nichos en los cuales estatuas de mármol parecíanaún más blancas por el contraste con el verde oscuro.

A la derecha, una vasta explanada se extendía ante un imponenteedificio, medio palacio, medio fortaleza, flanqueado por macizas yalmenadas torres.

En la pradera se movían varias figuras humanas, de ambos sexos, contan vistosos atavíos que oscurecían el plumaje de los pavos reales inme-diatos y el cálido ambiente de la tarde, tras las suaves notas de un laúdtañido por indolente mano.

Bellarión no tenía ojos para admirar tanta belleza, mas, de súbito,aguantó la respiración, porque a su fino oído había llegado rumor de

1Boj: Arbusto de unos cuatro metros de altura, que se emplea como adorno en los jardines.

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pasos, y un instante después se encontró frente a una mujer, cuyosmovimientos, por lo elásticos y furtivos, tenían incomparable distinción.

Durante unos segundos se miraron con fijeza el uno al otro, y aquellaimagen, vista en un momento tan crítico, estaba destinada a no borrarsejamás de la memoria de Bellarión. Era muy joven, de mediana estatura, ysu túnica de seda azul zafiro, bordada de oro, revelaba la esbeltez de sucimbreante figura. Tenía una imperiosa dignidad suavizada por una graciaexquisita. Por lo demás, sus cabellos eran de un tono de oro rojizo, másbrillante que la malla dorada de la enjoyada redecilla que los contenía; elrostro, de óvalo un poco estrecho y nariz un tanto larga para la perfectasimetría, era, por esta misma razón, más expresivo y de belleza más sin-gular, y sus grandes ojos oscuros, inteligentes y pensativos, estaban lle-nos de preguntas al fijarlos en el intruso. Eran unos ojos tan escrutadorese irresistibles, que le arrancaron una confesión general.

—¡Señora! —tartamudeó— ¡Piedad…! Me persiguen.—¡Persiguen! —repitió ella demostrando súbito interés en los grandes

ojos oscuros.—Si me atrapan… me ahorcarán —prosiguió él, para reforzar la impre-

sión causada.—¿Quién lo persigue?—Un oficial de la justicia y sus hombres.Él hubiera querido añadir que imploraba su gracia para un inocente

injustamente acusado, pero ella le hizo una seña de que se callara, yjuntando sus manos de patricia, sobre las que caían las ajustadas man-gas de la túnica, lanzó una investigadora mirada circular y dijo:

—Venga…, yo lo ocultaré —y con una nota de ansiedad en la voz que aél le pareció arrancada de un caritativo corazón, añadió—: Si lo encuen-tran aquí, todo está perdido, inclínese lo más posible y sígame.

Obedeció Bellarión, poniéndose casi en cuatro patas, a fin de quedaroculto por el pequeño parapeto de ladrillo que servía de balaustrada a laterraza. Delante de él marchaba la joven dama con paso lento, demos-trando a Bellarión un extraordinario dominio sobre sí misma y un calcu-lador ingenio.

«Una tonta —pensó— habría andado de prisa llamando la atención yprovocando preguntas».

Llegaron sin novedad a la entrada del puente de mármol, que estabacruzado por anchos peldaños que subían hasta una pequeña plataformaen el centro y bajaban por el otro lado hasta el nivel del pabellón.

—¡Espere! —dijo ella deteniéndose, y sus oscuros ojos se dilataron conexpresión de terror. Por el lado del palacio llegaba un inconfundible rui-do de armas y de pasos precipitados—. ¡Demasiado tarde! —exclamóella—, si sube ahora, lo verán —y dando nueva muestra de su serenidad,

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añadió—: Marche delante agachado, yo iré detrás sirviendo de pantalla, yespero que no lo vean.

—Esa esperanza es tan leve —observó el estudiante— como la pantallaque puede ofrecer su esbeltísima figura, señora. Si el cielo la hubierahecho tan gruesa como caritativa, no vacilaría; pero siendo así, tengo unmedio mejor.

Un fruncimiento de cejas arrugó la tersa frente de la dama. Mas, portercera vez, en tan breve espacio de tiempo, demostró que sabía domi-narse, y preguntó:

—¿Un medio mejor…? ¿Cuál?—Este —contestó él echándose al suelo y arrastrándose como un rep-

til hacia el lago.—¿Qué va a hacer? ¡El lago es muy profundo!—Mejor —respondió Bellarión—. Así no me buscarán en él —y respiró

varias veces hondamente, preparándose para una larga inmersión.—¡Espere…!, dígame al menos…Se interrumpió ella al ver que el joven había desaparecido.Este entró en el agua sin hacer el menor ruido, deslizándose como una

nutria, y a no ser por la onda que cruzó el lago, ningún signo visible que-dó de él.

La dama, inmóvil, esperaba ver surgir la cabeza por algún lado, masesperó en vano y con creciente alarma. Por detrás de ella se acercaban lasvoces aumentando de volumen. Los hombres de armas avanzaban rápi-damente, escoltados por el grupo de cortesanos que antes se solazabanen la pradera y que ahora los seguían por curiosidad.

De pronto, de un grupo de alisos1 levantó el vuelo una gallina de agua,que voló arrastrando las patas por la superficie del lago, sobre la cual alfin se posó a poca distancia de la orilla. En el mismo grupo algo debiópasar que causó momentánea alteración en la superficie del estanque,que se vio en parte invadido por numerosas burbujas. Después, todo secalmó, incluso la alarma de la damisela, que había dado acertada inter-pretación a estas señales.

Cubriendo la blancura de sus delicados hombros con la capita bor-deada de armiño que llevaba a la espalda, avanzó al encuentro de lossoldados, con gesto de sorpresa. Estos eran cuatro, al mando del mismooficial que invadió la Hostería del Ciervo en busca de Lorenzaccio.

—¿Qué pasa? —preguntó la dama en tono duro, como si considerarauna ofensa el entrar en sus jardines—. ¿Qué buscan aquí?

—Buscamos a un hombre, madonna —contestó el oficial, sin alientopara decir más.

1Aliso: Árbol de unos diez metros de altura, copa redonda, hojas alternas, flores blancasy frutos comprimidos.

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Los sombríos ojos pasaron rápida revista a los presentes cortesanos yrepitió su dueña:

—¡A un hombre…! Mucho tiempo hace que no he visto por aquí eseportento.

De los tres a quienes fue dirigido este dardo, dos se echaron a reír condesvergonzado cinismo, y el tercero enrojeció, lanzando a la dama una mi-rada de reproche. Era su hermano menor, adolescente aún, con losmismos ojos oscuros y el pelo de oro rojizo; también las facciones eranparecidas, pero carecían de la firmeza y decisión impresas en las de ella.Cubría su gracioso y juvenil cuerpecillo con suntuosa túnica de brocadode oro, cuyas amplias mangas verdes casi tocaban al suelo. De su cintu-rón de oro remachado pendía un precioso puñal con empuñadura deorfebrería. Un gigantesco rubí adornaba su gorra verde, y sus piernasdesaparecían en ajustadas perneras, una verde y otra amarilla, llevandozapato amarillo en la verde y verde en la amarilla. Tal era, a los quinceaños, el muy alto y poderoso señor Gian Giacomo Paleologo, marquéssoberano de Montferrato.

Sus dos acompañantes eran micer Corsario, su preceptor, hombre demás de treinta años, con cara de zorro, cuya rica túnica de púrpuraparecía más propia de cortesano que de pedagogo, y el caballero Cas-truccio de Fenestrella, joven de unos veinticinco años, que vestía lujosahopalanda1 escarlata. Su rostro no era mal parecido, a pesar de su pali-dez y sus embusteros ojos. Sobre este recayó el mal humor del principito,que se volvió diciendo:

—¡No te rías, Castruccio!Mientras tanto, el capitán tomaba sus disposiciones.—Dos de ustedes registren la espesura, golpeen los macizos… Uste-

des, vengan conmigo —y dirigiéndose a la princesa, preguntó—: ¿SuAlteza no ha visto a nadie?

Su Alteza tuvo que apelar a una evasiva.—¿No lo habría dicho ya, si hubiera visto a alguien?—No obstante, hace pocos minutos que ha entrado un hombre por la

puerta del jardín.—¿Lo has visto entrar?—He visto señales inequívocas de que ha entrado.—Señales, ¿qué señales?El oficial explicó el caso.—Poca justificación es esa para invadir mi jardín, señor Bernabo —dijo

ella, con desdeñoso mohín.El militar, muy confuso, replicó:—Alteza, equivoca mis motivos…—Puede que sí —lo interrumpió ella, volviéndole la espalda.

1Hopalanda: Vestidura de corte amplio, abundante y llamativo.

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Dirigiéndose a los dos soldados que le quedaban mandó el jefe:—Vamos al templete.1

—¿Sin mi licencia? —preguntó ella volviéndose indignada—. Ha de saberque ese templete es mi retiro particular.

El capitán se atrevió a responder:—Por el momento no lo es, princesa, está en manos de albañiles, y ese

hombre pudiera estar escondido…—¡No lo está…! No ha podido entrar sin verlo yo… precisamente vengo

de allí.—La memoria le es infiel, Alteza. Al acercarnos venía a lo largo de la

terraza.La princesa enrojeció al ser pillada en franca contradicción, e hizo una

pausa antes de contestar lentamente:—Sus ojos son demasiado perspicaces, Bernabo —y en un tono que le

hizo cambiar de color, añadió—: Lo tendré presente, así como la falta decrédito que da a mi palabra —y lo despidió con ademán desdeñoso,diciendo—: Haga sus pesquisas, sin guardarme consideraciones.

El oficial vaciló un instante. Se inclinó después con rigidez y haciendouna seña a sus hombres, los condujo al puente de mármol.

Y después de un registro tan minucioso como inútil, el oficial volviócon sus hombres, a los que se había unido la segunda pareja, cuyaspesquisas tampoco fueron afortunadas. La princesa Valeria y el vistosogrupo de caballeros paseaban a lo largo de la terraza.

—¿Viene con las manos vacías? —dijo en tono burlón.—Apostaría mi vida a que entró en el jardín —afirmó el capitán con

terquedad.—Bien hace en apostar cosa de tan escasa valía.Sin hacer caso de la pulla, ni de las risas con que fue coreada, dijo el

oficial resuelto:—Yo tengo que dar parte a Su Alteza. ¿Afirma positivamente, madonna,

no haber visto a ese individuo?—¿Está loco…? ¿Aún se atreve a interrogarme? Si tanta es su seguri-

dad, siga buscando y no pregunte.El oficial se dirigió a los restantes.—¿No han visto, señoras y caballeros, un tunante…, un mocetón ves-

tido de verde?—¡De verde! —exclamó Valeria—. ¡Qué bonito…! Conque, ¿de verde?,

sería un fauno… o tal vez mi hermano…—¡Yo no voy de verde! —protestó el joven príncipe—, ni he ido por ese

lado del jardín… Se está burlando de usted, señor Bernabo… ¡Ese mal-dito humor…! No hemos visto a nadie.

1Templete: Pabellón o quiosco en forma de templo, cubierto por una cúpula sostenidapor columnas.

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—¿Ni usted tampoco, micer Corsario? —preguntó el capitán al pedago-go, que, por su edad y cargo, parecía el más indicado para contestar conseriedad.

—No, por cierto —respondió el interpelado—, nosotros, como ha podidover, estábamos al otro lado del jardín. Mas, puesto que madonna estabapor aquí, y afirma…

—Pero, ¿es que madonna afirma algo? —insistió el oficial.La princesa Valeria lo miró con glacial desdén al decir:—Todos han oído lo que he dicho, y no me gustan las repeticiones.—¿Lo ven? —apeló el capitán a los presentes.El joven marqués vino en su ayuda.—¿No puedes contestar sin rodeos, Valeria, y acabar de una vez? ¿Por

qué siempre ese afán de sutilezas?—Porque ya he contestado y no se ha concedido crédito a mi respuesta.

No quiero dar al señor Bernabo ocasión de repetir una ofensa, que tar-daré en olvidar —y volviéndose a sus damas, añadió—: Ven Dionara… ytú también, Isolda… Empieza a refrescar.

Y Valeria, seguida por sus damas, echó a andar hacia palacio.El pobre oficial se rascó la barbilla con ademán de consternación, y el

caballero Castruccio le dijo en tono regañón:—Obra neciamente, Bernabo, al enfadar a la princesa. Además, ¿qué

clase de pájaro es el que intenta atrapar?El soldado estaba pálido de despecho.—Ya ha visto, lo mismo que yo, que al cruzar nosotros los jardines, Su

Alteza venía a lo largo de la balaustrada.—Así es —asintió Corsario— y todos vimos que venía sola; si un hom-

bre, como supone, hubiera entrado por esa puerta, no podía ir más lejosde aquella terraza, ya registrada por sus hombres… ¿Cómo supone quees el que busca?

—¿Suponer…? Yo sé de cierto…—¿Qué sabe?—Que es un truhán, un bandido camarada de Lorenzaccio da Trino,

quien hace una hora se nos ha escapado de entre las manos.—¡Vive Dios! —exclamó Corsario con sincera sorpresa—; yo había creí-

do… —se interrumpió disimulándolo con una carcajada—. Y, ¿puedeimaginarse que la princesa Valeria vaya a ocultar a un ladrón?

—¿Quién es capaz de adivinar lo que pueda hacer la princesa Valeria?—Yo puedo pensar que le mandará a sacar los ojos por poco que la

ayude —insinuó el caballero de Fenestrella, con la malicia que le eranatural—. Ya ha oído lo que ha dicho… La próxima vez no le diga todo loque vea… Es muy imprudente el ayudar a que una mujer sepa algo.

El joven marqués aplaudió riendo la filosofía de su amigo.

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El jefe de patrulla contempló el grupo y dijo:—Señores…, vamos a proseguir con la búsqueda.Así lo hicieron hasta que cerró la noche, registrando minuciosamente

cada bosquecito y cada macizo que pudiera ser lugar de escondite paraun hombre.

El oficial llegó a creer que, o bien se equivocó al afirmar que el tunante sehabía refugiado en el jardín, o bien aquel había encontrado medio de salir.

Se retiraron al fin los soldados con las orejas gachas, y los tres caballe-ros que los habían acompañado en sus pesquisas, sin ocultar cuanto lesdivertía su fracaso, se fueron a cenar.

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M

Capítulo V

La princesa

ientras el joven soberano de Montferrato saboreaba los exquisitosmanjares de su mesa, con su preceptor y gentilhombre, un Bellarión,helado y sucio, salía cautelosamente del lago, donde había permanecidomás de dos horas. No se aventuró a ir más lejos que a la lengua de tierradetrás del pabellón de mármol, dispuesto, al menor ruido, a volver a su-mergirse en su acuático escondite.

Allí se echó, tiritando en la cálida noche, al tiempo que pasaba revista alos acontecimientos del día, sin que este ejercicio contribuyera al aumentode su propia estima.

«La experiencia —había dicho él, resumiendo la idea en forma epi-gramática— es la cartilla de los tontos, innecesaria para el hombre deingenio».

Es probable que se sintiera inclinado a revocar este juicio, conviniendoen que un poco de esa despreciada experiencia le habría salvado enparte, si no totalmente, de tantos desastres.

Sin más razón que la de vestir el hábito franciscano, había aceptado lacompañía de un hombre cuya cara lo delataba como facineroso y cuyasacciones, durante todo el día, confirmaban la impresión causada poraquella. Si su capacidad no alcanzaba a comprender que el hábito deesa orden no siempre encierra a un san Francisco, debió recordar que«el hábito no hace al monje». Por haberle faltado capacidad y memoria,había estado a punto de perder la libertad y aún podría darse por con-tento si escapaba del apuro sin dejar la piel. Los menores daños con quepodía contar eran: la ruina completa de un traje en buen uso y las pro-babilidades de haber cogido un fuerte resfriado por la prolongada in-mersión en el lago.

Todavía seguía atormentándose con razonamientos no menosdesconsoladores, cuando la luna, semejante a dorada tajada de melón,

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empezó a remontarse por detrás de la negra mole del palacio, derraman-do fantasmal claridad sobre los jardines. Entonces se sentó el mancebo,para buscar un medio que lo sacara de la funesta Casale.

Aún buscaba la solución a tan difícil problema, cuando un rumor devoces llamó su atención a cosas de más importancia.

Dos figuras humanas que subían la escalinata de la fuente le hicieronel efecto de que surgían poco a poco del suelo. Su silueta las reveló comomujeres, antes de que se lo demostraran las voces. ¿Sería una de ellas lamagnánima y bellísima dama que lo había amparado? Imagen tan idealsólo la había visto en los lienzos que se adoran en los altares, o en losfrescos paganos, y jamás creyó que tanta perfección pudiera existir en larealidad.

En lo alto del puente, que se reflejaba como plata sobre las negrasaguas del lago, se detuvieron las dos figuras femeninas, hablando en vozcontenida; bajaron por el otro lado, desapareciendo ambas en el tem-plete, del que pronto volvió a salir una de ellas, y dijo muy quedo:

—¡Hola…!, ¡eh…!, ¿dónde estás?Él reconoció la voz, y al hacerlo se dijo que su timbre era único e

inolvidable.A la princesa le pareció que parte del montón de yeso más próximo se

levantaba tomando la forma humana del hombre que venía a buscar.—Debes estar muy mojado y tener bastante frío —observó ella con voz

mucho más dulce que al dirigirse a los amigos de su hermano o al capitán.Bellarión contestó francamente.—Mojado como un ahogado y casi tan frío… Lo mejor sería colgarme

para que me secara.Esta salida hizo reír a la princesa.—Tenemos mejores medios para que te seques y entres en calor —dijo

ella—. Pero fue una imprudencia de tu parte el haber entrado aquí, sinreparar en que te vigilaban.

—No me vio entrar nadie, madonna. De lo contrario, puede estar segurade que no habría entrado.

—¿Que no te vigilaban? —preguntó ella con un cambio de tono, en el queBellarión presintió desconfianza—. Y, no obstante… ¡Oh…!, es justamentelo que yo temía —y sin darle tiempo a contestar, añadió con rapidez—:Ven…, he traído ropa seca… Una vez vestido, me lo contarás todo.

Sin oponer la menor resistencia, se dejó conducir el joven a la estanciacircular, única del pabellón, donde Dionara esperaba a su señora. Elsitio estaba débilmente alumbrado por una linterna puesta sobre unamesa de mármol. Además de esta, había varias sillas cubiertas por grue-sos lienzos y un arca de madera tallada en forma de sarcófago, de la quese había quitado una cubierta semejante a las de las sillas. Los treshuecos que entre columnas gemelas miraban hacia palacio, estaban

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cubiertos por cortinas de cuero. El suelo circular de mármol se hallabadividido como la esfera de un reloj, con números romanos de latón pulidoincrustados en la tersa superficie.

Esto último sorprendió al estudiante; no sabía que el marmóreo pabellónfuese copia en miniatura del templo de Apolo, en Roma, ni que en el centrode la cúpula hubiera una abertura circular para que los rayos del sol, pe-netrando por ella, marcaran las horas a medida que avanzaba el día.

La parte superior estaba llena de andamios y cuerdas, y en un rincónuna serie de cubos, botes, pinceles y brochas indicaba el suspendidotrabajo de los pintores.

En uno de los testeros pudo columbrar1 un fresco medio pintado, mien-tras que en el otro sólo había líneas.

Sobre la mesa, que estaba cubierta como todo el mobiliario, la luz de lalinterna revelaba un lío de ropa encarnada, a la que servía de envoltoriouna capa negra. Este era el traje que debía ponerse el joven; si habíanescogido aquel color, le dijeron, era porque lo único que el oficial sabíade él era que vestía de verde, es decir, que su protectora no sólo le dabalos medios para secarse, sino que lo disfrazaba.

Las damas, entre tanto, vigilarían en el jardín; habían traído un laúd, ysi una de ellas empezaba a cantar, debía él meterse en el arca, encerran-do consigo cuanto pudiera revelar su presencia, incluso la linterna, des-pués de apagarla. No se habían olvidado del eslabón y la yesca, de modoque podría encenderla con facilidad, una vez pasado el peligro. La prin-cesa le enseñó el mecanismo del arca, imposible de abrir por fuera, mien-tras que por dentro, hasta a oscuras, no había ninguna dificultad paraquitar el pasador. El agujero de la llave admitía bastante aire para quepudiera respirar. Finalmente, se le concedían diez minutos para el cam-bio de traje. La ropa mojada quedaría en el arca, para ser destruida.

De pronto, se encontró Bellarión solo y tan impresionado por las órde-nes recibidas que ya sus dedos desataban las calzas con presteza. Despo-jado de las prendas húmedas, se dio una vigorosa friega para restablecer lacirculación, utilizando la capa negra en que venía envuelta la ropa seca.Entonces empezó a ponerse el traje de color escarlata, que era de ricogénero y moderna hechura, no sin dedicar mentales alabanzas a la ex-cepcional criatura a quien se las debía, y que se le revelaba con unainteligencia superior a muchos hombres, al par que misericordiosa comoun ángel.

La princesa volvió a entrar con la misma rapidez que se fue, cuandoapenas estaba él listo. Había dejado de centinela a la dama con el laúd.

Valeria se apoyó en la mesa, y dijo sin rodeos:—Y ahora, vamos, dime tu mensaje.

1Columbrar: Divisar, ver desde lejos algo, sin distinguirlo bien.

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Los dedos del joven se detuvieron en el momento de abrocharse elcinturón, y, clavando sus grandes ojos en el pálido semblante de ella,repitió:

—¿Mensaje?—Mensaje…, sí —asintió Valeria con impaciencia—, ¿qué ha pasado…?

¿Qué ha sido de Guifredo? ¿Cómo es que en quince días no ha venidopor aquí…? ¿Qué te ha mandado el caballero Barbaresco que me digas?Vamos… No vaciles… Te supongo enterado de que hablas con la prince-sa Valeria de Montferrato.

Lo que Bellarión entendió de todo esto fue que estaba ante la augustapresencia de la hermana del soberano de Montferrato. Si su educaciónhubiera sido más mundana, esta circunstancia lo habría anonadado.Pero sólo conocía a los príncipes por lo que de ellos decían cronistas ehistoriadores, que los trataban con bastante familiaridad. Si algo en ellale imponía respeto era su exquisita distinción y su espiritual belleza,que no consistía meramente en el colorido y líneas de las facciones, sinoen el alma e inteligencia que las animaba.

Las manos del joven se separaron por fin del cinturón que había logra-do abrochar, y con rostro impávido contestó:

—Madonna, no la comprendo… Yo no soy mensajero, yo…—¿Que no eres mensajero? —replicó ella adelantando la dorada cabe-

za—. ¿No te han enviado para hablarme? ¡Respóndeme! ¿No te han en-viado…?

—Sólo he venido por permisión de la Providencia, que me reserva paraalgo mejor que una soga.

El desenfado de esta respuesta pareció mitigar el enojo de la princesa.Siguió una larga pausa, durante la cual los enigmáticos ojos de Valeriaestudiaron al desconocido. Con un gesto maquinal echó atrás la capaque cubría su muy escotada túnica azul zafiro.

—¿Por qué viniste entonces? —preguntó ella—. ¿Para espiar…? No…,no…, un espía se habría conducido de modo muy diferente… En fin,¿quién eres?

—Nada más que un pobre estudiante que viaja para conocer mundo, yque lo va consiguiendo harto precipitadamente. En cuanto a entrar aquí,permítame que le relate cómo ha sido.

Y con admirable concisión, narró las tristes peripecias de su primerajornada. Se disiparon los últimos vestigios de enfado de aquel cambiablerostro, y la sombra de una sonrisa entreabrió unos labios que tantopodían expresar inefable ternura, como acerada dureza.

—Y yo que pensé… —se interrumpió ella con una sonrisa entre burlo-na y amarga—. La circunstancia te ha sido favorable, maese fugitivo—volvió a observarlo, y tal vez la gallardía de aquella juvenil figura influ-yera sobre su ánimo al preguntar—: ¿Qué puedo hacer ahora contigo?

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Él contestó, no como un pobre estudiante habla a una egregia prince-sa, sino con la sencillez con que un hombre contesta a una mujer.

—Si es lo que su semblante indica, madonna, me dejará aprovecharun error que no le supone más perjuicio que el de esta ropa.

Ella alzó la mano con ademán de protesta y exclamó:—¡Bah…!, no hablemos de eso —y quedándose pensativa murmuró—:

Pero…, he pronunciado nombres…—¿Sí…? No los recuerdo —y en respuesta a la incrédula mirada de

Valeria, añadió él—: Una buena memoria, madonna, consiste en recor-dar y en olvidar, y yo la tengo excelente… Cuando salga de este jardín,se borrará de mi mente el haber estado en él.

Tras una pausa, dijo ella lentamente:—Si yo estuviera segura de que podía confiar en ti…—Si no lo está, más vale que llame a la guardia. Pero —añadió él con

insinuante sonrisa—, no puede estarlo de que entonces yo no recordara,de pronto, los nombres que ahora he olvidado.

—¡Ah…! ¿Me amenazas…?El tono con que fueron pronunciadas estas palabras, reveló que el tiro

fue certero.La dama tenía un secreto cuyo descubrimiento le causaba alarma.

Bellarión demostró con su respuesta la agudeza de su ingenio:—No, señora. Pero le demuestro que debe confiar en mí, puesto que si

desconfía, no puede mandarme prender… ni debe dejarme en libertad.—¡A fe mía…! Muy sutil eres, para haberte criado en un convento.—Se puede aprender mucha sutileza en los conventos, señora.Si fue que el encanto de la princesa lo motivó a servirla, o si quiso

ofrecer una compensación por los beneficios recibidos, probablementeél mismo no lo supo al hacer la siguiente proposición:

—Si quiere tener confianza en mí, madonna, puede utilizarme y resar-cirse usted misma.

—¿Cómo utilizarte…?—Como mensajero, en lugar del que esperaba, si, como supongo, tiene

algún mensaje que enviar.—¿De dónde supones?—De lo que dijo.—Dije tan poco…—Pero yo comprendí mucho… Demasiado, tal vez. Permita que le ex-

ponga mi razonamiento —en realidad estaba orgulloso de él—. Esperabaun mensaje de cierto caballero Barbaresco; dejó la puerta del jardínabierta para facilitar la entrada del mensajero, y se paseaba sola poresta parte de la terraza para esperarlo, mientras que sus damas, una delas cuales, al menos, es su confidente, entretenían a los caballeros en lapradera de la parte baja. Su pecho encierra secretas angustias porque

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ya hace quince días que no se ha dejado ver el señor Guifredo, y temeque haya sucedido alguna desgracia a este, o al caballero Barbaresco.De donde colijo que la causa de estos secretos mensajes debe ser peli-grosa. ¿He acertado?

La pregunta era superflua, pues el rostro de Valeria era la mejor res-puesta.

—Demasiado bien, para uno que sólo es lo que pretendes ser tú.—Eso es, madonna, porque no está acostumbrada a pensar por de-

ducciones —dijo él.—¿Sabes lo que mis deducciones me dicen? —preguntó ella, con desdén.—Puedo creer cualquier cosa, madonna —contestó él aludiendo al tono

en que fue hecha la pregunta.—Pues que has sido enviado para tenderme un lazo.Los labios del joven se entreabrieron con tranquilizadora sonrisa.—La deducción no es exacta. Si yo fuera enviado, ¿por qué habrían de

perseguirme ni darme caza? Además, ¿no vendría provisto de algúnmensaje, por trivial que fuera, a fin de asegurarle de que yo era el men-sajero por quien tan dispuesta estaba a tomarme?

Las razones eran convincentes, pero Valeria aún vacilaba.—Mas, habiendo adivinado tanto… ¿por qué te ofreces para servirme?—Digamos por gratitud hacia quien me ha salvado, quizás, la vida.—Lo hice por equivocación… No me debes gratitud.—Quiero pensar, madonna, que me habría dispensado la misma cari-

dad sin la equivocación. Además, acabo de recibir este rico traje, y meparece muy natural, siendo hombre agradecido, que trate de servir aquien me lo ha dado.

Con estas palabras disfrazaba el deslumbramiento que le había causa-do la rara beldad de la princesa, pero era esa una deducción que no seatrevió a confesar ni aun a sí mismo.

Ella volvió a contemplarlo, cual si sus penetrantes ojos quisieran apre-ciar lo que era y lo que podría ser.

—Esas son razones que no se admiten en el mundo —observó ella.—Yo no conozco el mundo —contestó él.—Así debe ser, cuando te propones resucitar la caballería andante.Pero la princesa, como había él adivinado, se encontraba en una si-

tuación angustiosa y empezó a creer que la Providencia había conducidoallí a aquel muchacho, no sólo para salvarse él, sino para que la salva-ra a ella.

—El servicio podría hacerte correr riesgos superiores a los de estanoche —advirtió ella.

—El riesgo embellece las empresas —afirmó él—, y con un poco deingenio se vence.

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La sonrisa de Valeria se acentuó hasta convertirse casi en risa, al decir:—Mucha confianza tienes en tu ingenio.—¿Quiere decir con eso que las experiencias de las últimas veinticua-

tro horas debieron hacerme humilde? Le aseguro que la lección no seráperdida, y no volveré a fiarme de apariencias.

—Bueno, pues vamos a hacer la prueba —y le confió un mensaje, enrealidad de escaso compromiso, y cuyo desempeño no parecía peligroso.Se reducía a buscar al caballero Barbaresco, de quien sólo le dijo quevivía en una casa detrás de la catedral, y después de informarse de susalud, añadiría que la falta de noticias la tenía inquieta. Como creden-cial, le entregó la mitad de un ducado de oro, cortado por el centro—.Mañana por la tarde —concluyó ella— encontrarás también entornadala puerta del jardín, y yo estaré esperándote a la misma hora.

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Y

Capítulo VI

Los hilos del destino

a tenemos a maese Bellarión subiendo la vertiginosa ladera de miste-riosas aventuras, cuyo término estaba lejos de columbrar, pero segura-mente no sería la Universidad de Pavía, la continuación de los estudiosdel griego, ni el recobro de la pureza de la fe.

La responsabilidad de Lorenzaccio da Trino alcanza a más que a losactos de bandolerismo por los cuales lo perseguía la ley.

Esa templada noche de septiembre, después de ponerse la luna,Bellarión, inconsciente de los destinos que le reservaba la suerte, sedeslizó a la calle por la puerta, que ya no estaba guardada, y encaminósus pasos hacia el centro de la ciudad.

Al llegar a la Plaza de la Catedral, tropezó con la guardia que hacía suronda provista de picas y faroles, y rompió a cantar para darse aires dedespreocupado trasnochador. Ignorante de las canciones propias de unhombre de su aparente condición, entonó un canto gregoriano, atrayen-do sobre sí la reprobación del jefe de ronda, que lo tomó por un chusco1

impío y lo mandó que no alterara el silencio de la noche, preguntándole,de paso, quién era, de dónde venía y adónde iba.

Poco preparado para esta serie de preguntas, Bellarión las contestócon admirable aplomo, no exento de incoherencia.

Sabiendo que en Casale había un convento de padres agustinos, afir-mó atrevidamente que venía de cenar en dicha santa casa; y añadió quehabía traído al prior una visita de su hermano, que estaba casado conuna parienta suya que vivía en Cigliano, y que se hospedaba en casa desu primo, el caballero Barbaresco, cuya casa, por haber llegado aquelmismo día a Casale, no acertaba a encontrar en la oscuridad.

La patrulla quedó tan convencida como el mismo embustero, y el sar-gento, movido por la simpatía que suelen inspirar los que han empinadoel codo, o por la esperanza de una propina, exclamó:1Chusco: Que tiene gracia, donaire y picardía.

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—Corpo di Baco…!1 Lo acompañaremos para que no se pierda.Lo condujeron por las callejuelas que rodeaban la catedral, en las que

la casa Barbaresco era la de más imponente aspecto; dieron fuertesaldabonazos en el portón del vetusto edificio, hasta que, desde una ven-tana, una temblona voz preguntó quién llamaba.

—Es el primo de su señoría que regresa… Abra pronto —gritó el sar-gento.

—¿Qué primo? —tronó una voz de bajo profundo—. No espero primosa estas horas.

—Está enfadado conmigo —explicó Bellarión a media voz— porque le pro-metí cenar con él —y echando la cabeza atrás, dijo en tono más alto—:Vamos, primo, aunque la hora sea avanzada, no me dejes en la calle.Abre y te lo «explicaré todo» —subrayó estas dos últimas palabras, a finde que tuvieran para el caballero distinto sentido que para la ronda, yañadió, a modo de clave—: Baja un ducado para esta buena gente…, yono traigo más que medio… y, ¿qué es medio ducado…? Nada más queuna moneda rota.

Rieron los soldados de la feliz ocurrencia del supuesto borracho, y,tras una pausa, la profunda voz gritó:

—Ya bajo —y se cerró la ventana.Pronto se oyó el chirriar de llaves y cerrojos, se abrió hacia dentro la

pesada puerta, revelando la presencia de un hombre corpulento con unavela encendida en la mano. La luz de esta caía sobre un rostro rubicundoanimado por despiertos ojos azules, separados por aguileña nariz.

Sin dejarlo hablar, dijo Bellarión:—Mil perdones por el retraso, querido primo —y lanzando al caballero

una mirada significativa, añadió—: Dales el ducado a estos buenos mu-chachos que me han acompañado, y que vayan con Dios.

Su señoría, que ya bajaba preparado, se lo entregó al sargento, diciendo:—Les doy gracias por sus atenciones con mi primo, que es forastero…

Vamos, entra.Una vez solo con el involuntario huésped, en el portalón de piedra

débilmente alumbrado por la única luz de la vela, cambiaron las mane-ras del noble, que preguntó en tono brusco:

—¿Quién diablos eres, y qué diablos buscas aquí?Una amplia sonrisa descubrió los magníficos dientes de Bellarión, y

habiendo desaparecido toda señal de embriaguez, contestó:—Si no se hubiera contestado usted mismo esas dos preguntas, ni me

habría recibido, ni se hubiera separado de la áurea moneda. Soy real-mente el que su inteligencia ha descubierto, pero como para la rondasoy su pariente forastero, mencioné el medio ducado por temor a que merepudiara.

1Corpo di Baco: Cuerpo de Baco. En la mitología romana, Baco es el dios del vino, hijo de Zeus.

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—La idea fue buena —gruñó Barbaresco—. Mas, ¿quién te envía?—¡Señor…! ¡Qué preguntas tan inútiles hace! ¿Quién ha de ser…? La

princesa Valeria, como es natural… ¡Mire! —y bajo las narices del caba-llero, relució la media moneda.

Su señoría tomó el fragmento de oro aproximándolo a la luz, y despuésde leer la fecha escrita sobre él, se lo devolvió a Bellarión, a quien por fininvitó a subir la escalera.

Barbaresco lo condujo a una sala de techo bajo, de cuyas paredescolgaban deslucidos tapices. La suciedad del suelo demostraba que ha-cía tiempo no se barría. El dueño de la casa encendió los restos de velaque había en un candelero, y su combinada luz puso de manifiesto lovacío de la estancia y la espesa capa de polvo que cubría los escasosmuebles. Arrimó un par de sillas a la mesa, en la que había recado deescribir1 y papeles sueltos. Hizo seña al joven de que se sentara, y lepreguntó su nombre.

—Bellarión.—Jamás he oído hablar de esa familia.—Yo tampoco… Mas eso no importa, es un nombre que sirve como

cualquier otro.Barbaresco aceptó el nombre, y dijo:—Entrégame el mensaje.—No traigo mensaje… Vengo a buscar uno. Su Alteza está muy disgus-

tada por su silencio y por el hecho de haber esperado en vano durantequince días, sin que durante ese tiempo el señor Guifredo se haya acer-cado ni una sola vez a ella.

Bellarión ignoraba quién pudiera ser ese Guifredo, mas sabía que el repe-tir su nombre aumentaría su importancia a los ojos de Barbaresco y tal vezle llevara a conocer la identidad de su propietario. Por el interés que leinspiraba la princesa de cabellos rojizos y ojos sombríos, estaba dispuesto atraspasar los límites que ella misma había impuesto a su misión.

—Guifredo se atemorizó. Es un tunante de pocas agallas. La últimavez que estuvo en palacio creyó que lo seguían, y no ha habido medio dehacerlo volver.

Bellarión sacó la conclusión de que la intriga, de cualquier índole quefuese, no era amorosa. Guifredo, por lo que había oído, no pasaba de ser unvulgar mensajero, y el mismo Barbaresco, dada su corpulencia y sus cin-cuenta años, carecía de condiciones para representar el papel de amante.

—¿No pudo enviar otro en su puesto?—No siempre se tiene a mano un mensajero. Además, en las dos pasa-

das semanas no ha ocurrido nada que hubiera necesidad de poner enconocimiento de Su Alteza.1Recado de escribir: Conjunto de objetos necesarios para hacer ciertas cosas.

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—Pues también eso debió habérselo hecho saber a Su Alteza, paracalmar su natural ansiedad.

Recostándose en el respaldo de su silla, el caballero contempló aBellarión, diciendo:

—Con mucha autoridad hablas, joven caballero… ¿Quién y qué eres,para haber penetrado tan profundamente en la confianza de la princesa?

Bellarión, que ya esperaba la pregunta, contestó:—Soy un amanuense de palacio, y los deberes de mi cargo me han

puesto en íntimo contacto con Su Alteza.Era un atrevido embuste, que podía sostener gracias a los conocimien-

tos adquiridos en el convento.Barbaresco asintió con un ademán:—¿Qué interés tienes en la causa de la princesa?—¿Qué supone usted?—No supongo…, pregunto.—Pues digamos…, que el deseo de servirla —la sonrisa del joven se

hizo vaga y elocuente. La reticencia podía dar pie a suponer una adhe-sión romántica, pero Barbaresco le dio distinta interpretación.

—¡Ah…! Eres ambicioso… Sí…, sí… Debí habérmelo figurado. El inte-rés personal es el acicate que nos hace ocuparnos de los ajenos.

Y también sonrió, aunque con tanto cinismo, que Bellarión, desde aquelmomento, lo juzgó como hombre sin ideales y poco digno de inspirarconfianza. Mas disimuló su impresión, y dio a su sonrisa el mismo gestocínico para que el caballero, tomándolo por un alma gemela, expusierasus propósitos; con el fin de conocerlos, tiró una flecha a la ventura.

—Lo que Su Alteza me ha encargado que averigüe, principalmente,son los motivos de su inacción.

Escogió la palabra más suave, no obstante, sonó mal en los oídos deBarbaresco.

—¡Inacción! —repitió este, y su pletórico semblante se puso aún másrojo. Para probar la injusticia de tal acusación, se puso a enumerar suspasadas actividades.

Tirándole de la lengua con hábiles preguntas y contradicciones,Bellarión, a quien su interlocutor suponía enterado a fondo del asunto,logró comprender lo que se fraguaba. También aprendió mucho de lahistoria contemporánea, lo que no contribuyó, por cierto, a elevar elconcepto que tenía de sus semejantes.

Se trataba de un grave peligro que la princesa intentaba combatir, conayuda de varios nobles güelfos de Montferrato, cuyo jefe era el caballeroBarbaresco. Bellarión admiró aún más a Valeria por el valor que reque-ría tamaña empresa.

El extenso y poderoso estado de Montferrato estaba, a la sazón, regidopor el marqués Teodoro, como regente durante la minoría de su sobrino,

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el hijo del gran Ottone,1 asesinado durante las guerras de Nápoles con-tra la Casa de Brunswick.

Estos soberanos de Montferrato, a partir de Guillermo, el gran Cru-zado, fueron una raza guerrera, y su capital, una escuela de todas lasarmas.

No obstante, el actual regente poseía, además de las condiciones desoldado propias de su ilustre casa, raras dotes de artificio e intriga queno suelen encontrarse en los temperamentos guerreros. Lo cierto eraque había tenido malos ejemplos. Se crió en la fastuosa corte de su pri-mo, el duque de Milán, aquel Gian Galeazzo2 a quien Francesco de Carraradio el nombre de la gran Sierpe, tanto por las condiciones del hombre,como por el emblema de su Casa. Teodoro observó con admiración lossutiles medios que empleaba el duque con aquellos a quienes queríadestruir. Si carecía de la fuerza divina de volverlos locos, estaba dotado dela diabólica astucia de hacerlos odiosos, logrando así que sus mismosadeptos se los quitaran de en medio.

Citaremos, como testimonio de esta manera de obrar, a Alberto deEste, cuya mente emponzoñó de tal suerte, que fue brutalmente asesi-nado por sus propios parientes. Sus fines no eran otros que hacerloaborrecible a sus súbditos, con objeto de, una vez extinguida la raza,anexionar Ferrara3 a la corona de Milán. Lo mismo, pero con las necesa-rias variantes, hizo con todos los príncipes de la Lombardía, a los que, amanera de amistosa solicitud, indujo a crímenes que les hicieron perdertodo prestigio a los ojos de sus vasallos. Este medio era más cómodo ymenos costoso que el equipar grandes ejércitos en plan de conquista, sise considera que un invasor impuesto por la fuerza, no debe contar conel cariño que el pueblo dispensa al varón que ellos mismos invitan paraque venga a regirlos.

De todo esto se había dado cuenta el marqués Teodoro, viendo cómoGian Galeazzo acrecentaba sus dominios y poder, y con seguridad habría1Otón: Otón, el Niño, nieto de Enrique de León —duque de Sajonia—, fue reconocidocomo el primer duque de Brunswick-Luneburgo en 1235. Cuando esa región se consti-tuyó en ducado, al ser este dirigido entre los dos hijos de Otón, la familia se separó y lahistoria de la Casa de Brunswick, durante los cuatro siglos siguientes, se convirtió enuna desconcertante sucesión de divisiones y reuniones que terminaron por dividir lafamilia en siete ramas diferentes.2Gian Galeazzo Visconti: Primer duque de Milán (1351-1402), fue un período de granprosperidad y está considerado como la edad de oro de la ciudad. Amplió su dominiomás que ningún otro miembro de la familia. Hijo y sucesor de Galeazzo II. Sus dos hijosgobernaron después de él hasta 1447.3Ferrara: Fue, durante el renacimiento, la capital de los duques de Este, cuya corte sedestacó como centro cultural. La Universidad de Ferrara fue fundada por Alberto V deEste en 1391.

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logrado reunir todo el norte de Italia como escabel1 de su trono, de nohaberlo impedido la espantosa peste de Milán, en 1402, que lo hizo en-cerrarse en el castillo de Melegnano, donde murió poco después.

Educado en esa escuela, el marqués Teodoro observó y comprendiómuchas cosas, que pasarían inadvertidas para un espíritu menos sutil.

Comprendió, por ejemplo, que el amor del pueblo es la más firme basedel poder duradero, pues si el individuo puede ser conquistado por ma-las artes, la colectividad sólo responde a las llamadas de la virtud.

Sobre estas verdades elementales, el regente, según Barbaresco, desple-gaba una política negra, encaminada a convertirlo de regente temporal enabsoluto soberano de Montferrato. Paso a paso, laboraba en secreto paradesacreditar a su sobrino a los ojos del pueblo, a la par que él se presentabacomo el prototipo de todas las virtudes, esperando que los acontecimientosle permitieran empuñar definitivamente las riendas del Estado.

La naturaleza, por desgracia, había creado débil al muchacho. Esta de-bilidad podía aumentarse o disminuirse por medio de la educación. Aaumentarla tendieron todos los esfuerzos de Teodoro, y con este fin le diopor preceptor a Corsario, un canalla milanés de desmedida ambición.

Este cuidó de mantener al rapaz ignorante de todas las artes que ma-duran el ingenio, y redujo la instrucción a las materias más propias paracorromper su naturaleza y su moral. El señor de Fenestrella, primergentilhombre de cámara del marquesito, era un vicioso saboyano de cos-tumbres depravadas, que perdió su patrimonio casi antes de tomar po-sesión de él. Fácil era de comprender por qué el regente se lo daba a susobrino por constante compañero.

Al llegar aquí, Bellarión, asumiendo el conocimiento de los hechos,que había obtenido gracias a las confidencias de Barbaresco, interrum-pió a este, para decir:

—En eso estoy seguro de que el regente se pasa de listo. El puebloconoce a Castruccio, y llegará el día en que pida cuentas al marqués portenerlo ahí.

Barbaresco dijo con desdén:—Mal observador eres o no te das cuenta de la profunda perfidia del

regente. En repetidas ocasiones se le ha expuesto que la compañía deCastruccio no era conveniente al futuro soberano de Montferrato, ni aningún muchacho de su edad. Sólo ha servido para que él hiciera gala desus sentimientos paternales y de su indulgencia frente a la testarudezde su sobrino. Él ya hacía tiempo que habría despedido al saboyano,pero, ¡el niño lo quería tanto…! Y como, después de todo, él no era másque regente…

—Ya comprendo —interrumpió Bellarión.1Escabel: Tarima pequeña que se pone delante de la silla para que descansen los pies dequien está sentado.

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—Y lo peor es que no miente —continuó el caballero—. Ese libertino halogrado conquistar el afecto y la admiración del mancebo, con la aparien-cia de cualidades que inflaman las imaginaciones juveniles. En el mundoentero no se habría encontrado mejor instrumento en manos del regente,ni peor compañero para el pobre chico.

Tales fueron las culpas del marqués Teodoro, reveladas a Bellarión conel deseo de justificar el movimiento que se preparaba para derribarlo. Deeste movimiento encaminado a salvar al joven príncipe, Valeria era elcorazón y Barbaresco el cerebro.

A este le confiaría la presidencia del Consejo de Regencia que goberna-ría durante la minoría de edad del marquesito, una vez derrocado Teodoro.

Bellarión, demostrando cierto pesimismo, observó:—Lo malo es que el regente goza de tanto prestigio entre el pueblo…,

que lo quiere mucho.Barbaresco echó atrás la cabeza y exclamó:—El cielo ayudará a una causa tan justa.—No lo dudo, pero yo no me refiero a los poderes sobrenaturales, sino

a los medios que están a nuestro alcance.La advertencia hizo que el caballero bajara de lo trascendental a lo

práctico; mas, al cambiar de altura, se despojó de su franqueza y se hizoreservado.

—Vamos a trabajar —dijo— para poner de manifiesto los manejos delregente. Ya contamos con una docena de nobles que se esfuerzan pordifundir la verdad. Lo demás vendrá por sí mismo, tan seguro como quelas aguas corren hacia abajo.

Y este fue todo el mensaje que le encomendó transmitiera a la prince-sa. Pero Bellarión estaba resuelto a profundizar más.

—Todo eso, caballero, no añade nada nuevo a lo que sabe la princesaValeria, y no puede calmar la ansiedad con que espera. Requiere algomás definitivo.

Barbaresco se manifestó contrariado. Su Alteza debía tener pacienciay confianza en él. Pero ante la insistencia del joven, Barbaresco acabópor prometer displicentemente que al día siguiente reuniría a sus cole-gas, y Bellarión podría llevar a la princesa el resultado de la junta.

Contento el joven, pidió un lecho para pasar la noche y fue conducidoa una mísera alcoba al otro extremo de la casa vacía. Se dejó caer en unacama dura y desaseada, y con los ojos cerrados siguió pensando en latriste historia del malvado regente, de su débil sobrino y de la sublimedoncella que emprendía una causa noble, pero mal fundada, en la queprobablemente perecería junto con su inepto hermano.

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E

Capítulo VII

Servicio secreto

spoleado por la presencia del aparentemente acreditado y enérgicorepresentante de la princesa, Barbaresco reunió en su casa, al día siguien-te, una media docena de gentilhombres, complicados en la insensataconspiración contra el regente de Montferrato. Cuatro de ellos, incluyendoal conde Enzo Spigno, habían sido desterrados por pertenecer a los güel-fos, habiendo vuelto en secreto, al ser llamados por Barbaresco.

Hablaron mucho, cual suele hacerse en tales casos, mas fueron tanparcos en promesas concretas, que Bellarión intervino audazmente paraprovocar revelaciones.

—Caballeros —dijo—, todo eso no conduce a nada. ¿Qué debo transmi-tir a la princesa? ¿Que en casa del caballero Barbaresco se reúnen variosgentilhombres para lamentar la desgracia de su hermano…? ¿Eso es todo?

Entre los conspiradores se cambiaron sombrías miradas, como si cadacual consultara con su vecino lo que debía responder. Por fin, fue Bar-baresco quien contestó algo amostazado:

—Apura usted mi paciencia…, y si no supiera que posee la confianzade Su Alteza, le bajaría esos humos…

—Si no poseyera la confianza de Su Alteza, no habría humos que bajar.Esta osadía les confirmó el favor de que gozaba el emisario cerca de la

princesa.—Mas, ¿de dónde procede esta súbita impaciencia por parte de la

madonna? —preguntó uno.—La impaciencia no es súbita, sino el expresarla. Su último mensajero

no inspiraba a Su Alteza bastante confianza para hablarle claro, mien-tras que ustedes, señores, son demasiado cautos para acercarse a ella,por temor a verse envueltos en su desgracia si las cosas van mal dadas.

Bellarión lanzó deliberadamente este atrevido apóstrofe para conocersus intenciones, y el silencio con que fue acogido le dio a entender quehabía algo más de lo que decían.

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Unos a otros se miraban alumbrados por el sol que penetraba a travésde los polvorientos cristales, hasta que el conde Spigno, un caballero depocas carnes, pero mucho nervio, que a juzgar por sus palabras debía serenemigo mortal del regente, soltó una significativa carcajada, diciendo:

—¡Vive Dios…! Mereceríamos el desdén que no se toma usted el traba-jo de disimular, si nuestros planes no fueran más lejos de…

Las voces de sus compañeros se alzaron en son de advertencia; mas él,sin oírlas, prosiguió impertérrito:

—Un ballestero colocado en sitio estratégico…Su voz quedó ahogada por la alarma y el enojo de los restantes, que le

prodigaban ofensivos epítetos entre los que sobresalían los de «loco» e«insensato» como los más suaves.

Bellarión, que no se había movido, contrajo sus negras cejas con expre-sión de pretendida perplejidad.

A la escurridiza astucia de Barbaresco fue encomendada el disipar lassuposiciones que pudiera haber hecho el joven.

—No des importancia a sus palabras… El conde gusta de medidasextremas… Peca de improcedente… Y la impaciencia es muy peligrosaen estas materias.

Bellarión no se dejó engañar. Querían hacerle creer que el conde nohabía hecho más que iniciar un camino, y él presentía que el conde habíaestado a punto de descubrir un plan determinado, y aunque dijo poco, fuelo bastante para adivinar lo demás. Tampoco dejó de percatarse de que eldar a entender sus sospechas, sería bastante para no salir vivo de la casa.

Haciendo uso de un profundo disimulo, se encogió de hombros conmal humor:

—Su paciencia, señores, puede ser tan excesiva, que de virtud se conviertaen vicio, y más respeto me inspira el que aboga por medidas extremas —ysaludó a Spigno— que los demasiado cautos que dejan correr el tiempo.

—Eso es falta de tu juventud —replicó Barbaresco—. Si llegas a laedad madura, ya tendrás más prudencia.

—Lo que por ahora veo, es que su mensaje a la princesa casi no vale lapena llevarlo —y el mozo se estiró en la silla con estudiada petulancia.

Poco después terminó la Junta, y los conspiradores fueron saliendouno a uno. Bellarión fue el último en despedirse, diciendo al caballeroque volvería aquella misma noche para comunicarle la respuesta de SuAlteza. Su última pregunta al marchar, fue:

—¿Sabe quién pinta el pabellón en los jardines de palacio que está en obra?Los ojos de Barbaresco dieron a entender que encontraba la cuestión

muy singular. Mas contestó que probablemente se habría encargado deellas Gobbo, cuya tienda estaba situada en la Vía del Cane.

En esa tienda penetraba Bellarión una hora después. El mismo Gobboestaba pintando un rótulo en el que se veía un ángel vestido de colorado,sobre un cielo azul cobalto, salpicado de estrellas de plata.

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A la pregunta de Bellarión, contestó que las obras del pabellón corríanpor su cuenta, añadiendo:

—Allí tengo a mis dos hijos, señor caballero.El joven quedó sorprendido de esta respetuosa forma, hasta que recor-

dó su traje escarlata con los valiosos aditamentos de escarcela1 y daga.—Las obras adelantan poco —dijo Bellarión.—¡Cómo, señor! —el viejo artista alzó los brazos al cielo exclamando—:

¡Un fresco tan exquisito…!—Convencidos, pero sus muchachos necesitan ayuda.—¿Qué dice…? ¿Dónde encontraré pintores con la habilidad…?—Aquí —interrumpió Bellarión, señalándose al pecho.Cada vez más sorprendido, el decorador miró a su singular cliente, y

este, acercándose más, bajó la voz para decir:—Seré franco, maese Gobbo… Hay cierta dama en palacio al servicio

de Su Alteza —y terminó la frase con un malicioso guiño.El apergaminado rostro de Gobbo se dilató con una sonrisa, cual debe

hacer un viejo artista siempre que tropieza con el amor.—Ya veo que comprende —añadió el joven, sonriendo a su vez—. Es

preciso que tenga una entrevista con la dama… Pero no quiero fatigarlocon detalles de mi triste historia… Haga una obra de caridad, que re-dundará en su provecho.

—Si llegara a ser descubierto… —murmuró Gobbo.—No lo será… y, confidencialmente, le prometo cinco ducados como

recompensa.—¡Cinco ducados! —repitió el artista, convencido de que se las había

con un gran señor—. ¡Cinco ducados!Bellarión, sin querer darle tiempo para reflexionar, añadió:—Vamos, buen amigo…, présteme los calzones y la camisa propios del

papel que he de representar, y le dejo en fianza mi ropa, hasta quevuelva con los cinco ducados que le corresponden.

Gobbo no resistió más, y media hora después salía Bellarión de latienda con los indumentos de su pretendida profesión y unas líneas deldecorador para sus hijos.

Ya avanzada la tarde, Bellarión se introdujo en el templete donde graciasa su disfraz halló fácil acceso. Mezcló algunos colores bajo la dirección delos dos jóvenes artistas, pero fuera de eso, no hizo más que esperar lapuesta del sol, pues la falta de luz echaría de allí a los dos hermanos.

Al anochecer de aquel día, paseaba Dionara a orillas del lago cuandosintió que la llamaban desde lo alto del puente.

—¡Damisela…, gentil damisela!

1Escarcela: Especie de bolsa que pendía de la cintura. Parte de la armadura que caíadesde la cintura y cubría el muslo.

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Al volver ella la cabeza, se encontró con un joven alto, de negros cabe-llos, con un tiznón de pintura que le cruzaba el rostro y una camisa en laque se mezclaban todos los colores del arco iris. Blandiendo un pincel,añadió:

—¿Querría preguntar a Su Alteza, si se digna venir a ver los progresosde los frescos? —y como la damita lo mirara escandalizada por tantoatrevimiento, se apresuró a decir en voz más baja—: Al mismo tiemporecibirá noticias del sujeto a quien salvó ayer.

Dionara cambió de expresión con tanta rapidez, que el muchacho hubode reír en silencio.

La princesa Valeria vino sola a ver los frescos, habiendo dejado a Dio-nara en el puente. Dentro del templete, Su Alteza se encontró con unjoven y tiznado pintor que agitaba un pincel frente a un caballete. Ella sequedó mirándolo en silencio, mas él no quiso abusar de su paciencia.

—¿No me reconoce, madonna? —dijo él limpiándose el churrete delrostro con la manga de la camisa. Pero aun antes de proseguir, ya habíaella reconocido la voz.

—¡Maese Bellarión…! ¡Eres tú…!—El mismo, a sus órdenes.—Mas, ¿a qué viene ese disfraz? —preguntó ella.—La noche no ha sido menos fecunda que el día, madonna, y traigo

más que decir de lo que puede murmurarse detrás de un seto.—¿Me traes un mensaje?—El mensaje se reduce a decir que Guifredo, creyéndose vigilado, no

ha querido volver, y durante este tiempo nada ha sucedido que sea dig-no de serle comunicado. Además, el caballero Barbaresco me encarga lediga que todo progresa a satisfacción, lo que yo interpreto como que nose ha hecho el menor progreso.

—¿Que tú interpretas…?—Y después de haber hablado, no sólo con el señor Barbaresco, sino

con los demás gentilhombres embarcados en esta insensata aventura,me atrevo a añadir que no progresará, ni la llevará más que a un de-sastre.

Bellarión vio la llama de indignación que coloreó el fino rostro, viobrillar el enojo en los sombríos ojos y esperó con calma la expresión.Pero Valeria no era explosiva y su réplica fue glacial.

—Joven… te mezclas en asuntos que no son de la competencia de unmensajero.

—Puede dar gracias a Dios por ello —contestó él imperturbable—. Ya eshora de llamar las cosas por sus nombres. ¿Sabe adónde la conducenBarbaresco y los otros majaderos? Directamente a manos del verdugo.

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Conteniendo la cólera, dijo Valeria:—Si eso es todo cuanto tienes que decirme, te dejo solo. No quiero oír

insultar a mis amigos por un villano1 a quien he hablado por pura ca-sualidad.

—No ha sido por casualidad, madonna —protestó él con intensa ento-nación—. Me llama villano y lo soy, por lo que respecta a mi humilde na-cimiento, pero esos a quienes cree amigos, son villanos por naturaleza—y con sinceridad que parecía imposible en su complejo carácter prosi-guió—: Pregúntese usted misma por qué he ido más lejos de lo que seme había pedido, arriesgando mi vida. ¿Qué me importan a mí sus asun-tos, ni los del Estado de Montferrato? ¿Por qué me he de detener aquí?Porque no puedo remediarlo… porque así me lo impone el cielo.

Su seriedad y vehemencia daban a estas sencillas palabras un tono deinspiración que, a su pesar, la impresionó. Trató de disimularlo, dicien-do en tono ligero:

—¿Se esconderá un arcángel bajo la camisa de pintor?—¡Por san Hilario! Puede que diga más verdad de lo que supone.Con agridulce sonrisa, observó ella.—Tienes una buena opinión de ti mismo, quizás algo excesiva.—Participará de ella, en cuanto oiga lo que voy a decirle; ya ha oído,

madonna, que esos locos la llevarán a manos del verdugo, por benefi-ciarse ellos. ¿Quiere saber el verdadero fin de la conspiración? El asesi-nato del marqués Teodoro.

Valeria lo miró atónita, murmurando con horror:—¡Asesinato…!Con sombría sonrisa, preguntó él:—No se lo habían dicho, ¿eh? Ya me lo figuraba… Pero son tan necios

e imprudentes que me lo han revelado a mí. ¡A mí!, de quien sólo sabenque, por garantía de mi buena fe, llevo su moneda rota. ¿Y si yo fuera unmiserable capaz de vender al regente un secreto, por el que me pagaríauna fortuna? ¿Sigue creyendo que es la casualidad la que me ha puestoen su camino?

—No puedo…, no quiero creerlo —y consternada repitió—: ¡Asesinato…!—Si lo consiguen, menos mal —prosiguió él fríamente—. Su tío no ten-

drá más que su merecido, y usted y su hermano se verán libres de undemonio en forma humana. La idea no me asusta. Lo que me asusta es elpensar en un complot tramado por semejantes hombres y conducido portan malas vías. Al unirse a ellos, puede reforzar las pretensiones del mar-qués a la sucesión de su hermano. Si el intento fracasa, o si antes dellevarse a cabo trasciende la conspiración, su hermano quedará a merced1Villano: Vecino o habitante de una villa o aldea; a diferencia de noble o hidalgo: ruin, in-digno, rústico o descortés.

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del regente. El mismo pueblo exigirá su destierro o su cabeza, por haberatentado contra la vida de un príncipe que ha sabido hacerse querer porsus vasallos.

—Pero mi hermano es inocente —protestó ella—. Lo ignora todo.Bellarión sonrió con lástima.—¿Quién lo creerá…? Se lo advierto, princesa, deslíguese de esos hom-

bres, mientras esté a tiempo, o contribuirá a que el regente, de un golpe,alcance el límite de su ambición.

La palidez de Valeria y lo agitado de su respiración, atestiguaban loturbada que estaba.

—Me asustaría, si no supiera que tu suposición del asesinato es fal-sa… Jamás se atreverían a emprender semejante complot sin mi licen-cia y nunca me la han pedido.

—Porque quieren ponerla frente a un hecho consumado… ¡Oh, puedecreerme, señora…! En las últimas veinticuatro horas, he aprendido muchode la historia de Montferrato y también de la historia privada de esosconjurados. No hay ni uno solo entre ellos, cuyo patrimonio, por una uotra causa, no se haya reducido o disipado.

—Y tú que, según parece, lo sabes todo —replicó ella con enigmáticasonrisa—, ¿ignoras que la desgracia une los corazones? ¿Tiene algo departicular que yo busque el apoyo de los desgraciados?

—Diga también de los venales,1 de los sedientos de poder y riquezas,que no tienen más norte que el interés. Jugadores desesperados quearriesgan su cabeza a una carta y, de paso, la suya y la de su hermano.En sus conversaciones, ya se reparten los altos cargos del Estado. Bar-baresco me prometía satisfacer plenamente la ambición que creyó des-cubrir en mí, por no comprender que pueda arriesgarse algo que no seapor egoísmo. Esto me bastó para saber lo que puede esperarse de él.

—Barbaresco es pobre —replicó Valeria—. En tiempos de mi padre eracasi el personaje principal de la corte. Pero mi tío lo privó de sus honoresy fortuna.

—Es lo único bueno que he oído del marqués Teodoro.Sin hacer caso del comentario, prosiguió ella:—¿Puedo abandonarlo ahora…? ¿Debo…? —se interrumpió, e irguien-

do su admirable figura, exclamó—: ¿Qué estoy diciendo…? ¿Qué estoypensando…? ¿Qué artes empleas tú, un oscuro estudiante, medio muertode hambre, para que al conjuro de tus palabras me haga tales preguntas?

—¿Qué artes? —contestó él, con sincera sonrisa—. Las de la pura ra-zón basada en la verdad. Es irresistible.

—Cuando se basa en la verdad, sí; pero tú tienes por base los prejuicios.—¿Son prejuicios el que estén tramando un asesinato?

1Venal: Vendible o expuesto a la venta; que se deja sobornar con dádivas.

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—Su adhesión los ha extraviado.—Diga su avaricia, madonna.—¡Te prohíbo que hables así! —exclamó Valeria, ardiendo en leal in-

dignación a favor de los que suponía sus amigos. Se reprimió al instan-te, añadiendo—: Te doy las gracias por tu interés y, si quieres completarel servicio, di al caballero Barbaresco, de mi parte, que no lleven máslejos su proyecto de asesinato. Añade que quiero ser obedecida y queantes de tomar parte en semejante acto, sería capaz de denunciarlo yomisma al regente.

—Eso ya es algo, madonna… Pero si después de consultarlo con laalmohada…

—Lo que determine hacer —interrumpió ella— ya encontraré mediode comunicárselo al caballero Barbaresco, sin necesidad de molestarte denuevo. Te quedo agradecida por lo que has hecho. Ve con Dios, maeseBellarión.

—Antes hemos de arreglar una pequeña cuestión personal. Necesitocinco ducados.

En el rostro de Valeria se inició un fruncimiento de cejas instantánea-mente disipado por una sonrisa.

—Sigue comprendiéndome mal, aunque ya le he dicho que si necesita-ra dinero, no tenía más que vender el secreto al marqués Teodoro. Loscinco ducados son para Gobbo, que me prestó la ropa y enseres necesa-rios para mi supuesto oficio —y relató el caso.

Ella lo miró con atención, diciendo:—Eres hombre de recursos.—Estos forman parte de la inteligencia, madonna.—Sentiría haberte… Te daré diez ducados, a menos que tu orgullo te

impida aceptarlos.—¿He demostrado ser orgulloso?Contemplándolo con cierta altiva admiración, dijo ella:—Un monstruoso orgullo, y una enorme vanidad de tu talento.—Aceptaré los diez ducados para convencerla de mi humildad. Puede

que necesite de los otros cinco para el servicio de Su Alteza.—Ese servicio, señor mío, ha concluido, o concluirá cuando hayas lle-

vado mi mensaje al caballero.Bellarión aceptó su despedida, muy convencido de que pronto sería

llamado nuevamente.Razón tenía la princesa en lo tocante a su vanidad.

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B

Capítulo VIII

Tablas

ellarión y Barbaresco cenaban juntos en casa del último, servidospor un vejete mal vestido y sucio, que conformaba toda la servidumbre.Los manjares eran de una frugalidad superior a la del convento deCigliano, en Cuaresma, y el vino áspero y flojo.

Terminado el ágape,1 se retiró el criado después de encender dos velas,y Bellarión, tomando un tono solemne, sorprendió a Barbaresco al decir:

—Tenemos que hablar, usted y yo, caballero. Ya le he dicho que laprincesa no enviaba respuesta a su mensaje, como es la verdad, pero nole he dicho que ella le envía uno, en respuesta a ciertas sospechas que lecomuniqué.

Barbaresco lo miraba con boca y ojos abiertos. Necesitó una pausapara preguntar:

—¿Por qué no me lo has dicho antes?—He preferido esperar, por el temor de quedarme sin cena. Era de

suponer que se ofendiera por haber comunicado yo mis sospechas a SuAlteza. Pero la pobre señora estaba tan deprimida por su inacción, queyo, por animarla, me atreví a expresar la opinión de que tal vez no erausted tan apático como aparentaba ser.

Por muy conventual que hubiera sido la educación de nuestro héroe,no parecía que le hubieran inculcado el respeto a la estricta verdad.Tenía un don especial para el disimulo, y si se le hubiera hecho esecargo, habría contestado, sin duda, que Platón lo enseñó a distinguirentre la mentira de los labios y la del corazón.

—¡Continúa! —gritó fieramente Barbaresco—. ¿De qué sospechas hablas?—Ya recordará lo que dijo el conde de Spigno y todos lo interrum-

pieron… Lo del ballestero… —Bellarión fingió vacilar un poco ante la

1Ágape: Comida fraternal de carácter religioso entre los primeros cristianos, destinada aestrechar los lazos que los unían.

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mirada de aquellos feroces ojos fijos en él—. Y yo, para levantar el decaídoánimo de la princesa, le dije que el mejor día sus buenos amigos desata-rían el nudo gordiano,1 por medio de un certero ballestazo.

La postura del caballero recordaba a la de un mastín que se preparapara saltar sobre su presa.

—¡Ah! —comentó el conspirador—, ¿qué dijo ella?—Todo lo contrario de lo que yo esperaba. En lugar de reacción, au-

mentó su abatimiento. En vano argüí yo exponiendo que sería el mediomás rápido y seguro…

—¿Es decir, que tú apoyaste…?, ¿y ella?—Ella me mandó a decirle que abandonaran tales propósitos, si es que

los tenían. Ella no quiere ser cómplice de un asesinato, y antes de esodenunciará el complot al regente.

—¡Cuerpo de Cristo! —exclamó Barbaresco levantándose con la carno-sa faz purpúrea y las venas de las sienes como cuerdas.

Bellarión se aprestó a la defensa, aunque en apariencia siguió impasible.Y llegó el combate, pero sólo de palabras. El caballero amontonó horri-

bles y obscenos insultos sobre la cabeza de su huésped.—¡Infame idiota! ¡Triple asno! ¡Loro charlatán! Vuelve inmediatamente

y dile que jamás han existido tales planes…—¿Que no han existido? —preguntó Bellarión en tono de ingenuidad—.

Pues bien dijo el conde Spigno…—¡Cargue el diablo con el conde Spigno…! Escucha y lleva pronto mi

mensaje a Su Alteza.—Yo no transmito mentiras —anunció con dignidad Bellarión.—¿Mentiras? —jadeó Barbaresco.—Mentiras —insistió el otro—. Acabemos con ellas. Expresé a la prince-

sa como sospecha lo que en mi mente era convicción. Las palabras delconde y el miedo de ustedes no podían dejar duda en un hombre inteli-gente…, y me precio de serlo. Si quiere que lleve el mensaje, tiene antesque descubrirme los fines que persiguen con esa falsedad, y yo, que soyen esas materias tan competente como cualquiera, juzgaré si están o nojustificadas.

Ante la firmeza del joven, se aplacó la rabia del caballero, que se dejócaer con desaliento en una silla.

—Si Calvancanti o Casella —murmuró el hombretón— hubieran sabi-do lo que has adivinado, no habrías salido vivo de esta casa, para evitarque hicieras lo que precisamente has hecho.1Nudo gordiano: En la mitología griega, complicado nudo atado por Gordian, rey deFrigia, quien asió la lanza del carro al yugo sin que nadie pudiera desatarlo. Esta expre-sión —nudo gordiano— se usa para referirse a una situación complicada, sólo resolublemediante una acción rápida y decisiva.

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—Pero si en realidad trabajan en favor de la princesa y de su hermano,¿cómo no han consultado antes su opinión? Habría sido lo más natural.

—¡Dios me guarde de pedir pareceres a una loca! —protestó Barbares-co—. La ballesta se habría disparado, sin que nadie supiera de qué manospartía; pero ahora, que lo has descubierto, ¿quién sabe lo que pasaría situviéramos la locura de intentarlo? La misma princesa Valeria sería capaz dedenunciarnos… Siempre fue autoritaria, terca y prolija. Soy un necio en de-cirte que trates de persuadirla de que estabas en un error… Cuando cayerael golpe, sabría su procedencia, y nuestras cabezas estarían en peligro —yescondiendo la suya entre las manos, añadió—: Es la ruina…

—¿Ruina? —preguntó Bellarión.—De todas nuestras esperanzas… ¿Acaso no comprendes más que las

cosas que no debieras comprender? ¿No ves tampoco que te has hun-dido con nosotros? Con tu cara y figura, y siendo ya confidente de la prin-cesa, no hay alturas a las que no hubieras podido trepar.

—No había pensado…—Ya se ve que no has pensado en nada —interrumpió con vehemencia

el conspirador—. Creí que por fin saldría de esta miseria…, y ahora —selevantó con furia, pegando un puñetazo a la mesa—, esa es tu obra…Eso es lo que tu ociosa charla ha destruido.

—Pero, seguro habrá otros medios…—Ninguno, por lo menos a nuestro alcance. ¿Tenemos dinero para

levantar tropas? Pero, ¿para qué pierdo el tiempo en hablarte…? Maña-na dirás ante los otros lo que has hecho, y ellos te dirán su opinión.

El paso no estaba exento de peligros. Mas si en el silencio de la noche,el agudo ingenio de Bellarión le aconsejó vestirse y marcharse, supo élacallar este consejo de cobarde. Faltaba saber si los demás conjuradosse dejarían convencer como Barbaresco, y para averiguarlo se quedó. Laprincesa Valeria lo necesitaba aún, pensó él sin explicarse a sí mismopor qué se exponía a que le metieran un palmo de acero entre las costi-llas, por servirle a ella.

La conferencia de la siguiente mañana le demostró que el peligro esta-ba lejos de ser imaginario.

En cuanto los conspiradores se dieron cuenta de las actividades deBellarión, clamaron a una voz por su sangre. Casella hubiera saltadosobre él, daga en mano, a no impedirlo Barbaresco, gritando:

—¡En mi casa, no! —por aterrarle la idea de la complicidad—. ¡En micasa, no!

—Ni en ninguna otra parte, a menos de que tengan inclinación al suici-dio —les advirtió Bellarión, muy sereno, poniéndose frente a ellos—. Olvi-dan que en mi asesinato vería la princesa su respuesta, y los denunciaríaal regente, no sólo por ese crimen, sino por proyecto de atentado contrasu augusta persona —y sonriendo a la vista de sus contrariados rostros,

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se atrevió a decir—: Nos hallamos en esa interesante situación que seconoce en el ajedrez por el nombre de tablas.

En su imponente furia, todos cayeron sobre Spigno, cuya indiscreciónhabía causado el daño. Este, con un gesto desdeñoso en su pálida faz,dejó pasar la tormenta, diciendo después:

—En realidad, debían darme las gracias por haber tanteado el terrenoantes de lanzarnos a él. Por lo menos, ya me figuraba yo que habiendouna mujer por medio, no saldrían bien las cosas.

—Nosotros no la buscamos —replicó Barbaresco—. Ella nos llamó ensu ayuda.

—Y ahora que se la ofrecemos —dijo Casella— nos sale con que no esde su agrado. Y yo digo que a ella no le toca escoger, se nos han dadoesperanzas y hemos de lograr que se realicen.

«Cada cual sólo piensa en su propio provecho» —se decía Bellarión.Valeria, el Estado, el adolescente que estaban corrompiendo para per-

derle, no eran nada para aquellos hombres. Ni una sola vez los nombra-ron en la violenta discusión que siguió, mientras él se mantenía apartado.

Por fin, Spigno (a quien tenían por insensato, siendo más listo quetodos los demás juntos), separándose de los otros, dijo:

—¡Eh…!, maese Bellarión, aquí tiene la respuesta que damos a la ame-naza de la princesa: Hemos emprendido la tarea de libertar al pueblo dela tutela del regente, y no retrocederemos. Seguiremos adelante comonos cuadre, sin temor a las amenazas. Explique a esa soberbia dama,que no puede perdernos sin perderse a sí misma.

—Es de suponer que ya haya considerado ese peligro —interrumpióel joven.

—Tal vez como contingencia, mas no como certidumbre. Dígale, tam-bién, que acarreará la muerte a su hermano. No se puede jugar conhombres de nuestro temple, ni provocar tempestades que después nopueden calmarse —y volviéndose a sus compañeros, prosiguió—: Esténseguros de que al hacerse cargo de su verdadera situación, dejará demolestarnos con sus sensiblerías, antes o después de cometido el acto.

En todo esto discurría nuestro estudiante, mientras paseaba a la orilladel río aquella misma tarde.

No se le ocultaba a él la falsa posición de la princesa; mas había espe-rado que pasara inadvertida para sus contrarios.

Sólo le quedaba reanudar su interrumpida peregrinación a Pavía, ydejar que Montferrato y la princesa arreglaran sus propios asuntos. Laruina de esta última parecía inevitable, precipitada por aquellos rufia-nes a quienes se había aliado en mala hora.

Se preguntó después qué le importaban a él las cuestiones del Estado,ni la salvación de Valeria, para que fuese a arriesgar su vida por ellos.

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—Razón tenía el abad —se dijo con un suspiro—. No hay paz fueradel claustro, y menos en Montferrato que en parte alguna. Sacudámonosel polvo de esta funesta ciudad, y a Pavía, a estudiar el griego —fue suconclusión.

Y siguió la marcha entre viñedos y olivares, persuadiéndose a sí mismode que iba hacia Pavía, de que antes de caer la noche llegaría a Sesia ypediría albergue en algún suburbio de sus cercanías.

No obstante, el sol poniente lo vio entrar de nuevo en Casale por laPuerta de los Lombardos. Esto se debía al convencimiento de que elservicio que había emprendido era una pesada carga que no podía arro-jarse tan fácilmente. Si abandonaba la seductora imagen que llevaba enel alma, lo volvería loco la mirada de reproche de sus profundos ojos.

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E

Capítulo IX

El marqués Teodoro

l muy alto y poderoso Marqués Teodoro Paleologo, regente deMontferrato, daba audiencia a cuantos querían verlo (según su magná-nima costumbre de todos los sábados) y recibía todas las peticiones quese le entregaban.

El regente era hombre magnífico, de seis pies cumplidos de estatura ybizarro porte, a pesar de sus cincuenta años. Su rostro era agradabley abierto, con facciones bien trazadas y piel saludablemente tostada. Demaneras afables y fácil acceso, no había nada en él que revelara al pro-fundo calculador. El pueblo no abusaba de la audiencia tan generosa-mente concedida los sábados, y en el de aquella semana, eran pocos lossolicitantes que esperaban en la antecámara. Su Alteza se presentó acom-pañado por el canciller, un oficial de justicia y seguido por dos secreta-rios. Muy despacio dio la vuelta a la estancia, preguntando a unos,escuchando a otros y cuando al cabo de una hora se retiró, uno de lossecretarios llevaba el único memorial que fue entregado y que venía delas manos de un joven de arrogante figura y cabellos negros, vestido convistoso traje escarlata.

A los cinco minutos de retirarse el príncipe, volvió a salir el mismosecretario, preguntando al joven:

—¿Es usted el llamado Cane?El joven inclinó su alta figura en señal de asentimiento, y fue conduci-

do a una cámara cuya ventana daba al jardín que ya conocía Bellarión.Cerró la puerta el secretario y nuestro joven se encontró bajo laescrutadora mirada de unos ojos claros, de penetrante brillo. Con laspiernas cruzadas, cuyo ajustado pantalón de distintos colores dejabaver el abierto y riquísimo ropón de terciopelo violeta, se hallaba el regentesentado en alto sitial de roble tallado. Entre sus manos, largas y finas,tenía un rollo de pergamino en el que Bellarión reconoció su memorial.

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—¿Quién eres? —la voz era tranquila y sonora; la voz de un hombreque no permite a su acento revelar sus pensamientos.

—Mi nombre es Bellarión Cane, soy el hijo adoptivo de Bonifacio Cane,conde de Biandrate.

Habiéndole parecido conveniente a Bellarión tener un padre adoptivo,confirió ese honor al gran soldado Facino Cane, Gobernador de Milán.

Un relámpago de sorpresa brilló en los ojos que lo estudiaban.—¡El hijo de Facino Cane…! Entonces vendrás de Milán.—No, señor. Vengo del convento de agustinos de Cigliano, donde mi

padre adoptivo me dejó hace muchos años, cuando él estaba aún al servi-cio de Montferrato. Se esperaba que yo entraría en la Orden, mas ciertainquietud de espíritu me ha hecho preferir el mundo —y contó la verdad,sin más alteración de ella que la de revestir al oscuro soldado que lorecogió con la identidad del famoso guerrero que acababa de nombrar.

—Mas, ¿por qué ese mundo ha de ser Montferrato?—La suerte lo ha dispuesto así. Yo traía cartas de mi abad para facili-

tarme el camino. De ese modo he conocido al caballero Barbaresco, quienme rogó que me quedara. Me aseguró que aquí había camino abiertopara mis ambiciones, y que si sabía seguirlo, llegaría a la cima.

Todo esto no puede decirse que fuera mentira; era una verdad hábil-mente alterada, para producir una falsa impresión.

Los rasurados labios del regente se entreabrieron con una fugaz sonrisa.—¿Y cuando supiste lo bastante, te pareció que el camino más corto

para avanzar era el de hacer traición a esos pobres conspiradores?—Eso, Alteza, es dar torcida interpretación a mis motivos —protestó

Bellarión, con el tono de dignidad ofendida que cuadra a los pillos quedesean ser tomados en serio.

—No me negarás que la senda que has tomado denota más inteligenciaque honradez o lealtad.

—¿Me reprocha, señor, mi falta de lealtad a traidores?—Y, ¿qué te importa su traición…? ¿Qué lealtad me debes a mí? Sólo

has mirado tu provecho. ¡Bueno, bueno…! Mereces ser hijo adoptivo onatural de ese pícaro Facino. Sigues de cerca sus pasos, y si no perecesen la contienda, llegarás tan lejos como él.

—¡Alteza!—¡Silencio!, que ahora hablo yo —dijo la sonora voz, sin casi alzarse—.

Comprendo lo que me propones, y si lo acepto, es porque sé que laganancia te hará ser leal, y porque no carezco de medios para castigarcualquier falta. Te lanzas a una carrera muy peligrosa, pero lo hacesvoluntariamente. Te probaré de mil modos, y si sales con vida de laspruebas, no tendrás motivos para quejarte de mi generosidad.

Bellarión, a pesar suyo, enrojeció ante el frío desprecio de la bien tim-brada voz y de los penetrantes ojos claros.

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—Espero que la calidad de mis servicios modifique el juicio que de míse ha formado, Alteza.

—¿Te parece falso? ¿Quieres decirme las causas por las que me das amí los nombres y señas de estos hombres que son amigos tuyos?

Bellarión echó atrás la cabeza con ademán de indignación, mas inte-riormente estaba algo intranquilo al ver que el regente aceptaba contanta facilidad su palabra, sin más averiguaciones. Para abreviar, dijo:

—Ruego a Su Alteza me dé licencia para retirarme.Pero Su Alteza sonrió, saboreando el placer de torturar las almas, cuando

otros, menos tiranos, se contentan con torturar los cuerpos.—Cuando hayamos terminado. Has venido aquí por tu gusto, y saldrás

por el mío. Ahora, dime: además de los nombres que has escrito, de losque pretenden atentar contra mi vida, ¿conoces otros que estén compli-cados en la misma empresa?

—Sé que tratan de seducir a otros, cuyos nombres ignoro, pero estosson los principales, y una vez eliminados estos, los demás quedarán sindirección.

—Una hidra de siete cabezas… si pusiera un dogal en cada una deellas —tras una pausa, añadió el príncipe—: Sí…, sí…, pero, ¿no hasoído otros nombres en sus juntas…?, ¿otros… que estén más cerca demí? Piénsalo bien… y no temas pronunciar sus nombres, por elevadosque sean.

Presintiendo Bellarión el peligro de una excesiva reticencia, dijo:—Puesto que ellos pretenden trabajar en favor del marqués Gian

Giacomo, es natural que lo nombraran, pero jamás oí que él tuvieraconocimiento del complot.

—Y, ¿no había algún otro? —con singular insistencia repitió el mar-qués—. ¿No había algún otro?

Bellarión, con rostro estólido, preguntó:—¿Otro…? ¿Cuál otro?—Yo soy quien pregunta.—No, Alteza —contestó el joven lentamente—. No recuerdo otro.El príncipe se recostó en el sitial1 sin quitar los investigadores ojos de

su interlocutor. Entonces cometió una indiscreción inconcebible en hom-bre tan sutil, demostrando a Bellarión lo incompleto de sus informes.

—Aún no has ganado bastante su confianza. Vuelve a sus juntas ytenme al corriente de cuanto ocurra en ellas. Mi generosidad estará enrelación con tu diligencia.

Bellarión se quedó atónito.—¿Su Alteza demorará el castigo, cuando esa dilación puede poner en

peligro…?1Sitial: Asiento de ceremonia, especialmente el que usan en actos solemnes ciertas per-sonas constituidas en dignidad.

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—¿Te pido acaso consejo? —interrumpió el marqués severamente—. Ati sólo corresponde obedecerme… Puedes retirarte.

—Pero, señor, el volver entre ellos, después de haber venido a la luzdel día a palacio, es meterse en la boca del lobo.

El regente, sin participar de su alarma, dijo:—Ya te advertí que habías escogido una profesión peligrosa. Pero te

ayudaré. He recibido cartas de Facino, solicitando mi protección para suhijo adoptivo, mientras esté en Casale. Es un ruego que no puedo desoír,porque Facino es actualmente un gran señor en Milán, y nada tiene departicular que su hijo no sea un extraño en mi corte. Persuade a tuscompañeros de que abusas de mi hospitalidad en beneficio suyo. Ellosquedarán satisfechos, y yo podré verte cuando quiera… Ve con Dios.

Bellarión se retiró muy preocupado. Nada había salido como pensó. Suconducta fue dictada por el deseo de hacer por la princesa lo que ella nopodría llevar a cabo sin descubrirse. Había contado con una acción inme-diata por parte del regente, y una vez muertos los conspiradores, quedabalibre Valeria de la red en que la envolvía la ambición de aquellos. Encompensación, había hecho un descubrimiento (gracias a la indiscrecióndel marqués), que el regente, aunque enterado de la existencia del com-plot y de los nombres de quienes lo formaban, no sabía aún nada de laprincesa y de ahí la rapidez con que acogió al nuevo instrumento, cuyorelato correspondió con sus informes, y del que se propuso sacar ventajo-so partido.

Es decir, que lejos de realizar sus designios, Bellarión sólo había logra-do ser admitido como un nuevo y apto instrumento para los oscurosplanes del regente.

Al volver Bellarión a casa de Barbaresco en las primeras horas de latarde, lo taciturno de su rostro demostraba que sabía apreciar lo peli-groso de las aguas en que nadaba.

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Capítulo X

La advertencia

a hospitalaria corte del marqués Teodoro estaba muy animada aquellanoche. A primera hora se representó una comedia que fray Serafíncalifica en sus crónicas de licenciosa, pero que allí se juzgó divertida.Después, el mismo regente inició la danza con la joven princesa Morea.Seguía su sobrino, el marquesito, que llevaba por pareja a la linda condesaRonsecco, quien habría declinado ese honor si se hubiera atrevido, puesel muchacho tenía las mejillas encendidas, los ojos vidriosos y el pasovacilante. No pocos cortesanos sonreían con disimulo al ver el estado deembriaguez de su futuro soberano.

En una ocasión, el regente, pausado y grave, murmuró una adverten-cia a su oído, a la que respondió el mozuelo con una insolente carcajada,y se alejó arrastrando consigo a la pobre condesa. Todos podían apreciarque el poder del benévolo regente no alcanzaba a dominar a su turbu-lento y degenerado sobrino.

Entre los que sonreían estaba Castruccio de Fenestrella, radiante consu traje recamado de oro, que contemplaba el daño que había hecho.Porque fue él quien apostó a beber con el príncipe durante la cena, yluego lo indujo a bailar con la bella esposa del austero Ronsecco.

Cansado de la contemplación, el libertino se encaminó a un grupo, encuyo centro se encontraba la princesa Valeria.

Su Alteza estaba pálida y sus pensativos ojos seguían con pena losinciertos pasos de su hermano. Castruccio, con insolente soltura, seabrió paso en el grupo, e inclinándose ante Valeria, dijo con tono ligero:

—¡Qué alegre está nuestro joven señor esta noche! —nadie le contestó,y él, mirándolos con sus atrevidos ojos y burlona sonrisa, añadió—: Nose puede decir lo mismo de los presentes… ¡Hay que animarse! ¿Quierebailar Su Alteza?

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Valeria ni siquiera lo miró. Su mirada estaba clavada en un puntolejano, y con tal intensidad, que Castruccio se volvió para descubrir elobjeto de tan singular contemplación.

Acababa de entrar micer Aliprandí, el embajador de Milán, acompaña-do por un joven de gallarda figura y cabellos negros, vestido con un trajeescarlata, más llamativo por lo vistoso del color que por la novedad de lahechura. Se acercaron al grupo de la princesa, mientras que el exquisitoCastruccio contemplaba con franco desdén al anticuado forastero.

Micer Aliprandí, muy elegante con su gabán forrado de pieles, se incli-nó profundamente ante Valeria, y dijo:

—Permítame, Alteza, que le presente a micer Bellarión Cane, hijo demi buen amigo el conde de Biandrate.

El regente había pedido al embajador de Milán, según correspondía(pues por razón de su pretendido padre, Bellarión debía ser consideradocomo milanés) que presentara al supuesto compatriota a Su Alteza.

El joven, cuyo poder de adaptación era extraordinario, tomó por mode-lo al embajador, y su reverencia no dejó nada que desear.

Valeria inclinó la cabeza, sin que su rostro diera ninguna señal deprevio conocimiento con el presentado.

—Sea bienvenido, caballero —dijo ella con tono afable, y dirigiéndoseal milanés añadió—: Ignoraba que el conde de Biandrate tuviera un hijo.

—Yo también, madonna, hasta hace un momento. Ha sido el marquésTeodoro quien me lo ha hecho saber.

Con estas palabras, el embajador parecía declinar toda responsabilidad.Volviéndose hacia el recién llegado, dijo la princesa con amabilidad:

—Conocí al conde de Biandrate siendo yo niña, y su recuerdo me es muyquerido. Entonces estaba al servicio de mi padre… y me alegra muchola grandeza a que ha llegado. Tiene usted que contarme su historia.

—Estoy a las órdenes de Su Alteza —contestó Bellarión inclinándosecomo antes.

Se apretó el grupo esperando oír algo nuevo, pero el joven nada teníaque contar, ni sabía de la historia de Facino más que los fragmentos portodos conocidos. Para salir del paso, dijo:

—No soy cortesano, ni trovador, y esa historia de campos de batalla,ha de contarse a la luz de las estrellas y no en un salón.

—Sea como quiera… las estrellas brillan lo bastante para alumbrar lahistoria de Facino, y quizás algo de la suya —y la princesa hizo seña asus damas para que la siguieran.

Castruccio, después de suspirar hondo, dijo en voz bastante alta:—Demos gracias al cielo, que nos libra de ese aburrimiento.Una ancha puerta abierta, al extremo del vasto salón, daba a la terraza

alumbrada por la luna. Hacia ella se encaminó la princesa, escoltadapor sus damas y Bellarión; ya cerca de su umbral se cruzaron con el

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marquesito, que se aferraba a la condesa. A esta le faltaba poco paraecharse a llorar.

Se detuvo él, y mirando turbiamente a su hermana, preguntó:—¿Dónde vas, Valeria…? ¿Quién es este zanquilargo…?Acercándose a él, contestó ella:—Estás muy cansado, Giacomo, y la condesa también… Retírate a

descansar.—Bien dice, Alteza —se apresuró a asentir la condesa, agradecida.—¿Cansado?, ¿yo…? Eres una tonta y siempre te gusta meter tu larga

nariz por todas partes. Algún día la meterás en un sitio donde te lapinches… ¿No has pensado nunca en eso…?, ¡ja…!, ¡ja…! —se apoyó enel brazo de la condesa, para no caer, y dijo a esta—: Dejemos a lasnarices largas con los zancos largos —y gritando para que todos disfru-taran del chiste, canturreó:

Ella le dijo a él: tus largos zancos adoro,y él le contestó a ella: tus largas narices deploro.

Gritando y riendo volvió de nuevo a la danza, y enredándose en la exage-rada largura de sus mangas, rodó por el suelo, donde continuó riendocon la imbécil risa del beodo. Una docena de cortesanos corrieron alevantarlo.

Valeria tocó a Bellarión en el brazo con su abanico de plumas de aves-truz. Su rostro parecía una losa sepulcral.

—Ven —dijo, y pasó delante de él a la terraza.Ya en esta, hizo seña a sus damas para que se quedaran atrás, y llevó

a Bellarión a lo largo de la balaustrada, hasta estar segura de no serescuchada. La luna caía sobre los jardines, dando a estos claridad deensueño.

—¿Quieres explicarme ahora —preguntó Valeria con tono glacial— estanueva identidad y las razones de tu presencia aquí?

Con voz tranquila y mesurada, contestó él:—Mi presencia se explica por sí misma, cuando sepa que mi identidad

ha sido reconocida por Su Alteza el regente. La corte de Montferrato nopuede negar la hospitalidad al hijo de Facino Cane.

—Entonces mentiste al decirme…—No…, la mentira es esta… Esa falsa identidad era tan necesaria

para presentarme aquí, como la camisa de pintor de anoche… Otramentira.

—¿Y pretendes que te crea? —casi ahogada por la indignación, aña-dió—: Mi instinto me dice que eres un agente de mi tío, enviado paraperderme.

—Su instinto le dice algo más o algo menos; de lo contrario, no estaríaaquí ahora.

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Como si los lazos de su propio dominio se hubieran aflojado súbita-mente, un sollozo se ahogó en la garganta de la doncella, al decir:

—¡Ay, Dios mío! ¡Me volveré loca…! Mi hermano…Con aparente calma, dijo Bellarión:—¿Quiere que hablemos de una cosa después de otra…? Si no, no

acabaremos, y yo no debo permanecer largo rato con usted.—¿Por qué no…? Tienes la sanción1 de mi querido tío, que te ha enviado.—Aun así —y bajando la voz añadió—: Es a su tío a quien engaño…, no

a usted.—Había adivinado que me dirías eso.—Deje las adivinaciones hasta que me haya escuchado. Perdóneme si

le digo, primero, que el adivinar no es su fuerte.Valeria no dio a entender si estas palabras la ofendieron. Se mantenía

rígida junto a la balaustrada de mármol, con los ojos fijos en la negrasombra de los altos setos, sobre la platinada arena del jardín.

Con palabra breve y lúcida, Bellarión le informó de cómo habían reci-bido los conspiradores su mensaje.

—Creyó darles jaque mate, pero ellos se enteraron de la maniobra y selo dieron a usted. Esto prueba lo que ya le dije: que no sirven más que asus propios intereses. Usted y su hermano sólo son los instrumentoscon que trabajan. Para servirlos y salvarlos no había más que un cami-no… y es el que he tomado.

—Tomado…, tomado —y en la voz de la princesa había asombro, incre-dulidad y un poco de enojo—. ¿A qué viene ese deseo de salvarme, niservirme…? Para mí has sido un mensajero, y nada más.

—¿No fui más cuando descubrí los verdaderos fines de esos hombres ylos peligros de su asociación con ellos?

—Sí…, fuiste más —convino ella con amargura—. Pero, entonces, ¿quéfuiste?

—Su servidor, señora —contestó él sencillamente.—¡Ah! Sí…, ya recuerdo…, mi servidor… enviado por la Providencia, ¿no?—Es usted muy cruel, señora.—¿Sí? —y volviéndose por fin para mirarlo murmuró—: Tal vez lo sea…

porque me pareces demasiado perfecto para ser real.—Temo que el resto de mi relato no consiga hacerla cambiar de opi-

nión… ¿A qué continuar?—Puede que me entretenga, si no me convence.—Vaya por su entretenimiento… Lo que no podía hacer usted, sin com-

prometerse, lo he hecho yo —y contó el supuesto memorial que entregóal regente con los nombres de los que atentaban contra su vida.

—¡Les has hecho traición! —exclamó ella con horror.1Sanción: Autorización o aprobación que se da a cualquier acto, uso o costumbre.

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—¿No era eso lo que intentaba hacer usted, si no cejaban en sus pla-nes…? Yo fui su portavoz. Al presentarme al regente como hijo adoptivode Facino Cane, fui creído enseguida, porque al regente le importabapoco el que lo fuera o no; lo que veía en mí era el agente que necesitaba. Yañadiré que la conspiración le era conocida.

—¡Cómo!—De lo contrario, ¿me habría dado inmediato crédito? De antemano

sabía que mi denuncia era cierta.—¿Lo sabía y no deja caer la mano? —la pregunta fue hecha en el

mismo tono desdeñoso.—Porque le faltan las pruebas de que usted y, por consiguiente, su

hermano, toman parte en el complot. ¿Qué le importan al regente,Barbaresco y los otros hampones? Lo que necesita es la prueba parapoder quitar de en medio al joven marqués, sin que sufra su crédito. Ypara procurarle esas pruebas, me ha enviado aquí.

En un momento de rabia, Valeria arrancó una pluma de su abanico.—¡Con qué cinismo confiesas tus traiciones! Barbaresco al regente,

este a mí y seguramente yo al regente.—Si intentara esto último, Alteza, me habría bastado con decir al mar-

qués Teodoro cuanto sé respecto a usted, lo mismo que he dicho lo quesabía de los otros.

Valeria se quedó un momento pensativa. Su clara inteligencia le decíaque aquellas palabras eran sinceras, pero su desconfianza se negaba adarles crédito.

—Puede que sea parte del lazo que me tiendes. Si no lo es, ¿por qué tequedas aquí después de denunciar a mis amigos? Los fines que perse-guías ya están logrados.

La respuesta fue rápida y completa.—Si me hubiera marchado, usted no habría sabido la contestación de

los hombres en quienes confiaba, ni tampoco que había un Judas entreellos. Preciso era advertirla.

—Sí —dijo ella lentamente—. Ya lo comprendo —y rebelándose de prontocontra esta convicción, contraria a su voluntad, exclamó—: ¡Preciso…!¿Por qué ha de ser preciso para ti? Hace una semana ni siquiera meconocías. Y por mí, que nada soy para ti, ni puedo satisfacer tu ambi-ción, ¿pretendes emprender una tarea en la que arriesgas la vida…? ¿Teimaginas que yo puedo creerlo? ¿Me tomas, acaso, por loca?

Una vaga sonrisa entreabrió los labios que ella apenas lograba distin-guir, y una suave voz respondió:

—El que está loco no suele creer en la locura. Pero la locura existe,madonna. Figúrese que yo padezca de esa dolencia. El aire del mundoha sido demasiado fuerte para mi pobre cabeza, acostumbrada a la pazdel claustro, y creo que me ha trastornado.

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—Por una vez —replicó ella con glacial sonrisa— ofreces una explica-ción inverosímil. Tu inventiva te falla.

—No es inventiva, señora, sino juicio —contestó él con tristeza.Valeria puso la mano sobre el brazo del joven, que, con sorpresa, la

sintió temblar, a tiempo que la voz insegura de la princesa decía:—Bellarión… si mis sospechas te han ofendido, achácalo a mi desespera-

ción. ¡Es tan fácil, tan peligrosamente fácil, creer en lo que se desea creer!—Lo sé —dijo él, con dulzura—, pero cuando reflexione en mis pala-

bras, comprenderá que su seguridad está en confiar en mí.—¡Qué importa mi seguridad…! ¿Has visto a mi hermano?—Sí, Alteza… Esa es la obra de Castruccio.—Castruccio no es más que un instrumento… Vámonos de aquí…, ha-

blamos en vano —y echó a andar hacia sus damas. Pero de pronto sedetuvo, diciendo—: Confío en ti, Bellarión… Tengo que confiar en alguieno me volveré loca en este laberinto. Si no me eres fiel, y sólo has ganadomi confianza para venderme al regente, que Dios te lo tome en cuenta.

—A su justicia me entrego —respondió él en tono grave.—Dime —preguntó ella—, ¿qué le dirás a mi tío?—Que la conversación no ha dado fruto.—¿Volverás a hablarme?—Si lo desea… El camino está ahora expedito. Mas, ¿qué debo hacer?—A ti te toca decidirlo.Como se ve, la princesa le había entregado su confianza sin restricciones.Volvieron al salón, donde Bellarión hizo su protocolaria reverencia y se

alejó para despedirse del regente.Este se apartó del grupo, del cual era el centro, y tomando el brazo de

Bellarión lo llevó a un ventanal.—He sondeado cuanto he podido —informó el joven—. Pero, o no sabe

nada, o no le inspiro confianza.—Seguro estoy de lo último —contestó el regente en voz queda—. Procúrese

credenciales de Barbaresco y vuelva a la carga… No le será difícil.

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E

Capítulo XI

Bajo sospechas

n casa de Barbaresco esperaba una sorpresa a nuestro joven cons-pirador. Apenas entró en la destartalada habitación, se vio rodeado porcuantos tomaban parte en la conjura. El fiero Casella y el atrevido Spignolo asieron cada uno por un brazo, mientras Barbaresco le preguntaba entono de falsa suavidad:

—¿Dónde has estado, maese Bellarión?Este se hizo cargo de que iba a necesitar de todo su ingenio.Mirándolos con sorpresa y desdén, contestó:—Bien se ve que son conspiradores, que ven un espía en cada prójimo,

y una traición en cada palabra. ¡Dios se apiade de los que confían enustedes! —y procurando soltarse, añadió—: Suéltenme, necios.

Barbaresco, que llevaba la diestra oculta a la espalda, avanzó sigilosa-mente unos pasos, hasta ponerse muy cerca.

—No te soltaremos —dijo— antes de saber dónde has estado.La sonrisa de Bellarión se hizo más desdeñosa, y la mirada no reveló

ningún temor al contestar:—Dónde he estado, ya lo saben… ¿A qué viene ese trágico aspecto?

Vengo de la corte.—¿Con qué objeto fuiste? —preguntó Barbaresco. Los demás callaban

frunciendo el ceño.—Para denunciarlos, como es natural —dijo el joven con audaz iro-

nía— y concluido ese asunto, vuelvo para que me corten la cabeza.Spigno soltó una carcajada y, dejando el brazo libre, dijo:—Por mi parte, me doy por contestado… Ya les dije desde el principio

que no lo creía.Pero Casella siguió apretando y declaró en tono feroz:—Yo necesito una respuesta más concreta…, yo…—Déjenme en paz —dijo Bellarión con impaciencia, libertando su bra-

zo de un tirón—. No necesitan sujetarme; no me escaparé. Aquí están

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ustedes siete para impedírmelo, y piensen, además, que si quisiera huir,no habría venido.

—Nos dices lo que no quieres hacer, pero nosotros queremos enterar-nos de lo que has hecho —insistió Barbaresco.

—Les diré otra cosa que no hubiera hecho, si mi ánimo fuera traicio-narlos: el ir a cara descubierta a la corte, de modo que supieran quehabía estado allí.

—Lo mismo que yo les dije —observó Spigno con algo del desdeñosotono que empleaba Bellarión—. Dejemos al muchacho que se explique.

Bellarión, completamente sereno, cruzó la sala bajo las sombrías mi-radas de los circunstantes y, sentándose en una silla, dijo:

—Nada hay que explicar que no puedan figurarse de antemano. Llevésu mensaje a la princesa, haciéndole comprender la posición en que lahabían colocado; es decir, que no podía retroceder, ni dictarnos el cami-no que habíamos de seguir…

—Todo eso lo creeremos —interrumpió Barbaresco— cuando nos di-gas qué te llevó a la corte, y cómo fuiste admitido en ella.

—¡Dios me dé paciencia con este nuevo santo Tomás! —exclamó suspi-rando el mozo—. Fui a la corte porque la conversación que debía sostenercon la princesa no era de las que se pueden murmurar detrás de un seto.Además, caballeros, para los asuntos secretos nada mejor que procederabiertamente, cuando sea posible. En este caso lo era para mí. Han desaber, señores, que soy el hijo adoptivo de Facino Cane, y mi identidad medaba derecho a presentarme en la corte.

Una lluvia de preguntas cayó sobre él, que contestó con una sola res-puesta.

—El embajador de Milán, micer Aliprandí me ha presentado.Hubo un silencio, que interrumpió Barbaresco.—Aliprandí habrá podido servirte allí de garantía, pero aquí no.—El relato es absurdo —gruñó el viejo Lungo.—E incompleto —añadió Casella—. Si tienes esos medios de ir a la

corte, ¿por qué no emplearlos desde el principio?—Porque antes tenía otros. Olvidas que la madonna no me esperaba,

y, por consiguiente, la puerta del jardín no estaría entornada. Tampocopodía volver como pintor, que es el disfraz que tomé la última vez…

Se sucedieron las preguntas, y hubo de relatar la aventura, que fuebien acogida.

—¿Por qué no nos contaste esto antes? —preguntó uno.—¿Tan importante es? —contestó Bellarión encogiéndose de hombros—.

¿A qué perder el tiempo con tan triviales asuntos…? Sólo les recordaréque si yo los hubiera denunciado al regente, a estas horas, estaría aquísu capitán de guardias, y no yo.

—Eso, al menos, es innegable —exclamó Spigno con tal vehemencia,que arrastró a dos o tres a su opinión.

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Pero entre estos no se contaban el feroz Casella, ni Lungo, ni Barbaresco.Este último recordó una circunstancia que expuso, bizcando sus ojillosde gato:

—¿Cómo es que nadie ha reconocido en ti al amanuense de palacio?Bellarión se dio cuenta del peligro, mas, sin que la inquietud alterara

su rostro, contestó:—Puede que alguien me reconociera, ¿y qué…? una identidad no contra-

dice a la otra… y recuerden que estaba allí Aliprandí para garantizarme.—Pero aquí no lo garantiza —repitió severamente Barbaresco.Bellarión miró a los conjurados, que parecían esperar su respuesta

con ansiedad.—¿Me piden que les dé la prueba de que soy el hijo adoptivo de Facino

Cane? —preguntó el joven.—Tanto lo pedimos que, a menos de que puedas dárnosla, tienes los

minutos contados, mocito —respondió Casella, con la mano en la daga.Había llegado el momento de tomar medidas audaces para ganar tiem-

po. Bellarión dijo:—Está bien. De aquí a Cigliano, con un buen caballo, se va en un día.

Envíen un hombre que pregunte al abad de Gracia el nombre del niñoque Facino dejó hace años a su cuidado.

—¿Y esa es toda la garantía? —preguntó mofándose Casella.—Toda, si el hombre que envían es un tonto. De lo contrario, puede

obtener una descripción exacta del Bellarión actual. Por mi parte, lesdaré las señas del traje que llevaba al dejar el convento y del dinero quehabía en mi escarcela, y allí obtendrá la confirmación.

Pero Barbaresco estaba impaciente:—¿Y qué prueba todo eso…? No nos da la seguridad de que no seas un

espía que se ha metido entre nosotros para perdernos.—Probará, al menos, que es cierta la identidad que me ha llevado a la

corte, y ya es algo. Lo demás puede esperar.—Y mientras tanto… —empezó Casella.—Mientras tanto estoy en sus manos…, y no creo que tengan tanta prisa

en asesinarme, que no puedan esperar hasta saber si es cierto mi relato.Siguió una acalorada discusión entre los conspiradores, que hubiera

acabado mal para el muchacho a no ser por el conde Spigno, que defen-dió a Bellarión con sus propios argumentos.

Por último, despojaron al joven de la daga, que era su única arma. EntreBarbaresco, Spigno y Casella, lo hicieron subir a un cuartucho bajo el te-jado,1 sin más ventilación que un ventanillo2 en la parte más alta del

1Tejado: Parte superior del edificio, cubierta comúnmente por tejas.2Ventanillo: Postigo pequeño de puerta o ventana, resguardado casi siempre con rejilla.

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abuhardillado techo. Lo único que había entre las desnudas paredes eraun montón de paja, evidentemente destinado a servir de lecho.

Para más seguridad, le ataron las muñecas, advirtiéndole Casella quediera gracias de que no le pusieran la cuerda en el cuello. Sin más, semarcharon llevándose la luz, cerraron la puerta, y el prisionero quedóen tinieblas.

Cuando dejaron de oírse los pasos en la escalera, Bellarión alzó losojos al ventanillo iluminado por la luna, pero como no tenía medios dealcanzarlo, no le concedió más atención.

Sentándose sobre el montón de paja, pasó mentalmente revista a todolo sucedido desde que dejara el convento. En tan breve espacio de tiem-po, el destino lo había hecho su juguete y el sentimentalismo había sidosu guía. Lo había hecho conducirse como los héroes de los libros decaballerías, y si salía vivo del actual apuro, se prometió a sí mismo novolver a incurrir en tamaña falta. La experiencia, al curarlo de sus incli-naciones caballerescas, le había inspirado ciertas dudas sobre la infa-libilidad del silogismo respecto al mal. Era innegable que el mal existía yque la experiencia era cosa digna de respeto.

Cambiando la postura, se echó sobre la paja contemplando la manchade luna que entraba por el inaccesible ventanillo, y poco a poco se le fue-ron cerrando los ojos y se quedó dormido. Corto fue su sueño, y al des-pertar sobresaltado, lo primero que observó fue que la mancha de lunahabía desaparecido, y lo segundo, que algo crujía cerca de él. Se incorporócon trabajo, a tiempo que la puerta se abría suavemente, entrando porella un débil rayo de luz.

Esta fue, según confesó más tarde él mismo, la primera ocasión en quesintió miedo, por estar convencido de que alguien se acercaba paraasesinarlo, mientras él estaba allí indefenso.

Después de unos segundos que a Bellarión le parecieron eternos, en-tró un hombre cuya silueta apenas se distinguía a la tenue luz de lalinterna que él tapaba con la mano.

Una voz suave murmuró:—¡Psit…! Estése quieto… y no haga ruido.La advertencia calmó a medias el corazón del muchacho, cuyo tumul-

tuoso latir parecía querer ahogarlo.La puerta volvió a cerrarse tan silenciosamente como fue abierta; la

linterna fue depositada en el suelo, y a su escasa luz reconoció el prisio-nero las arrugadas facciones del conde Spigno.

Bellarión respiró a pleno pulmón y dijo:—Lo esperaba.

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S

Capítulo XII

El conde Spigno

pigno se acercó, murmurando:—No hable…, alargue las manos para que corte la cuerda —y sacando

la daga dejó libre al joven.—Quítese los zapatos, aprisa.Bellarión se apresuró a obedecer, mas sus dedos, torpes todavía por la

presión, iban más lentos que su deseo. A despecho de su reciente reso-lución, y sin estar aún libre del peligro, nada más que con la probabili-dad de salvarse, volvían a invadirlo los impulsos caballerescos.

Por fin estuvo listo, y Spigno dijo siempre en voz baja:—Espere… No podemos salir juntos, déme cinco minutos de ventaja y

sígame.Bellarión lo contempló con grave mirada.—Pero, cuando se descubra mi evasión —comenzó, mas fue interrum-

pido por el conde, que dijo:—Soy el último de quien sospecharán… Los demás pasan aquí la noche,

pero yo, pretextando un asunto urgente, simulé salir, y me quedé es-condido hasta que todos se durmieron. Mañana cada cual acusará al otro—y sonrió celebrando su astucia—. Yo llevaré la luz… Usted conoce lacasa mejor que yo. Pase ligero.

Dio la vuelta para coger la linterna, pero Bellarión lo detuvo.—¿Me esperará abajo? —preguntó.—¿Para qué? No.—Deje que vaya con usted… puedo caerme en la oscuridad y despertar

a todos.—Tenga cuidado en dónde pone los pies.—Al menos, déjeme la daga, puesto que se lleva la luz.—Bueno… Ahí va —y el conde le entregó el arma.Bellarión la cogió por el puño y sus ojos, cada vez más sombríos, no se

apartaban de Spigno.

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Este inició el movimiento para coger la linterna.—Un momento —dijo Bellarión.—¿Qué hay?Se incorporó el conde con impaciencia y al volverse encontró muy cerca

la extraña mirada de aquellos ojos negros. Un segundo después, Bellariónle había hundido la daga en el pecho.

Fue un golpe rápido y certero, que partió el corazón del desgraciadoprivándolo de la vida antes de que él la creyera amenazada.

Sin lanzar un gemido se echó atrás, y el brazo izquierdo de su asesinorodeó sus hombros, para dejarlo caer suavemente al suelo, donde quedóinerte.

El joven ahogó un sollozo, sus piernas temblaban como vacíos panta-lones con los que juega el viento; su rostro estaba lívido y tenía los ojosllenos de lágrimas.

Se arrodilló junto al cadáver, le cerró piadosamente los ojos, cruzándo-le las manos sobre el pecho, y permaneció en la misma postura.

Al matar al conde Spigno, Bellarión había realizado un acto indispensa-ble para el servicio a que había consagrado su vida. De un golpe privaba alregente del instrumento que le servía para estar al corriente de la conspi-ración, y pondría término a esta (cuyo resultado no sería más que avanzarlos planes del marqués) por el pánico que sembrarían entre los conjura-dos, las misteriosas circunstancias de aquel asesinato y su evasión.

A pesar de estas reflexiones alentadoras, el muchacho no conseguíadominar el horror que le causaba su acción. Recordando las enseñanzasde su convento, le llegaba al alma la idea de haber enviado un hombreinconfeso ante la presencia de su Creador, y esperaba que al pesar suspecados, se le tendría en cuenta lo rápido e imprevisto de su muerte.

Por eso permanecía de rodillas y con las manos cruzadas, rezandofervorosamente por el alma que tan mal preparada había enviado a so-meterse al divino juicio.

Más de un cuarto de hora pasó en tan piadosa ocupación, sin recordarlo precioso que era el tiempo en su presente caso.

Se levantó, por fin, después de persignarse; colgó los zapatos del cin-turón, cogió la linterna con la mano izquierda y, con la daga en la dere-cha, salió a la escalera.

Evitando en lo posible los crujidos de la madera vieja, ganó el pisoinferior y continuó el descenso hacia el entresuelo, que era donde dor-mía Barbaresco. Ya estaba a medio camino, cuando oyó el inconfundibleruido de pasos en el pasillo de la derecha, en dirección al dormitorio delamo de la casa.

Se detuvo y escondió la linterna detrás de su cuerpo. De súbito, y paraaumentar su terror, una luz mucho más fuerte salió del pasillo, junto

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con multitud de voces, en las que reconoció la de Barbaresco y el falsetede su viejo criado.

La inminencia del peligro le devolvió la serenidad. Su primer impulso fueecharse escaleras arriba y volver a su prisión, pero eso sería meterse enuna ratonera, de la que Barbaresco y sus huéspedes le impedirían salir.

Entonces, afrontando lo que pudiera resultar, siguió adelante con au-dacia, sin molestarse ya en atenuar el ruido de los pasos. Su propósitoera llegar a la planta baja y ganar la puerta de la calle. Pero al sentirruido en la escalera, el dueño de la casa aceleró la marcha, y en la mesetadel entresuelo ambos se encontraron frente a frente, lanzando el caba-llero un bramido que retumbó en todo el edificio.

Barbaresco, en bata y zapatillas, llevaba una vela en la mano e iba sinarmas. Pero no por eso estaba dispuesto a ceder el paso al fugitivo, cuyahuída pondría de manifiesto sus manejos.

Entregando la luz a su criado, que seguía sus huellas, cayó como unbólido sobre Bellarión, procurando sujetarle los brazos y bramando sincesar. El joven se debatía entre aquellos robustos brazos semejantes,por la fuerza, a las patas de un oso. Pero la postura era de las que nopueden sostenerse largo rato contra un adversario dotado de algunafuerza, y antes de que pudiera arrancarle la daga, ya se había librado elmancebo. El viejo Andrea, dejando la luz en el suelo, corrió a coger laspiernas de Bellarión, pero un bien dirigido puntapié en el estómago lopuso fuera de combate, a tiempo que el caballero volvía a la carga.

Según nuestro héroe declaró después, no tenía ganas de cometer unsegundo asesinato en la misma noche, pero si es que había de haberuno, siempre era preferible que no fuera el suyo, y esgrimió la daga sinpiedad. Barbaresco alzó el brazo para parar el golpe, y el acero atravesósus macizas carnes.

Retrocedió el caballero, llevándose la mano a la herida y atronandoel espacio como toro lastimado, a tiempo que Casella, medio desnudo, peroespada en mano, bajaba corriendo la escalera, seguido de Lungo y otros.

Por un instante pensó Bellarión que había pegado demasiado tarde.¿Cómo podía combatir con una daga contra la espada de Casella? Re-nunciando a luchar, de un salto se metió en la sala del entresuelo, echan-do los cerrojos antes de que sus enemigos le impidieran hacerlo. Dejó lalinterna en el suelo, arrastró la mesa contra la puerta para reforzar esta,y abrió la ventana.

Se detuvo a ponerse los zapatos, en tanto que los conspiradores aporrea-ban la puerta. Metió la daga en la vaina, y cogiendo su capa por una pun-ta, lo ató al marco de la ventana. Subió a la repisa de esta, se puso derodillas y cogiéndose al fuerte paño se dejó deslizar por él, pensando queun salto de unos cuantos pies era lo único que lo separaba de la libertad.

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Mas, cuando se disponía a darlo, se abrió la puerta de la casa, dejandopaso a sus enemigos.

Un grito ahogado salió de su garganta, al ver que lo esperaban abajoblandiendo las relucientes espadas.

Como no podía salvarse volviendo a subir, se dijo que la serie de aven-turas que emprendió al dejar el convento había llegado a su fin, y hastarecordó la sentencia del buen abad: Paz multa in cella, foris autem plurimabella. Algo daría él por hallarse ahora en la paz de la celda.

Mientras colgaba entre dos muertes seguras, trató de hacer acto decontrición por sus pecados. En aquella hora suprema, ni siquiera le sir-vió de consuelo su antigua herejía de que el mal es una ficción humana.

En el momento en que su desesperación llegaba a su apogeo, oyó unruido que le dio nuevos ánimos; unos pasos acompasados se aproximaban.

Los de abajo también los oyeron. Se acercaba la ronda.El grupo de asesinos conferenció brevemente y, temiendo verse sor-

prendidos, corrieron al portón y cerraron la puerta, al tiempo que la pa-trulla desembocaba a doce metros de distancia, precedida por dosportafaroles.

Creyendo que nada tenía que temer de los recién llegados, Bellariónsaltó ligeramente al suelo.

Enseguida se vio rodeado por los seis hombres que componían la ronda.—¿Qué es eso? —preguntó el jefe—. ¿Cómo es que sale por una venta-

na, pudiendo hacerlo por la puerta?Bellarión buscaba una disculpa, mas, sin darle tiempo a encontrarla,

se acercó el oficial y ambos se reconocieron a la luz de los faroles.—¡Sangre de Cristo! —juró Bernabo—. ¡El joven compañero de

Lorenzaccio! Ya hace una semana que estoy buscándote… Vamos apri-sa… y me dirás dónde has estado oculto.

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E

Capítulo XIII

El juicio

l tribunal del podestá1 de Casale se veía generalmente muy con-currido y a veces hasta visitado por altos personajes. Por ejemplo, enciertas ocasiones la princesa Valeria y sus damas ocupaban la tribunade la que en otros tiempos fue la sala de festines del Municipio, demos-trando con su presencia el interés que le inspiraba el bienestar de los ha-bitantes de Montferrato. También acudía algunas veces el regente, comoconviene a un príncipe que desea pasar por padre de su pueblo, paraobservar por sí mismo cómo se administraba la justicia en su nombre.

A la mañana siguiente de ser cogido Bellarión, el regente y su sobrinaestaban en el Tribunal, la última en la tribuna, y el primero en un sitiala la derecha del ocupado por el podestá. El rostro del príncipe se veíagrave. Le preocupaba la muerte de Spigno por las revelaciones a quepudiera dar lugar.

No eran estos los únicos personajes presentes.Micer Aliprandí, que había suspendido su regreso a Milán, se sentaba

al lado del regente, y detrás de este, apoyados en el muro de piedra gris,había unos cuantos cortesanos, entre los que se contaba Castruccio deFenestrella.

En el fondo del vasto local, una docena de hombres de armas con lasespadas desnudas, contenían al apiñado pueblo para que no invadierael lugar destinado a los juicios.

A la izquierda del podestá, revestido con toga de púrpura y bonete bor-deado de armiño, tomaban asiento sus dos asesores y dos amanuenses.2

El podestá, Angelo Ferraris, hombre de cincuenta años y majestuosa1Podestá: Dignidad, de las primeras del reino, que gozaba de grandes preeminencias yfacultades, y a la cual se le daba toda la autoridad real para averiguar los delitos y castigara los delincuentes; también llamado potencia.2Amanuense: Escribiente de un despacho, oficina o tribunal.

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presencia, era genovés, para cumplir con la ley vigente en toda Italiade que los altos cargos de justicia fueran desempeñados por forasteros,a fin de asegurar la imparcialidad de sus fallos.

Ya se habían visto rápidamente varias causas de escasa importancia, yel tribunal esperaba que compareciera el preso a quien se debía que laconcurrencia fuese tan numerosa y selecta.

Entró este entre dos guardias, gallardo, con el negro y brillante cabelloechado para atrás, sin capa, y con el traje rojo en deplorable estado. Sufaz estaba pálida por falta de sueño, pues había pasado el resto de lanoche en la cárcel, entre la inmundicia y la miseria de rateros y vaga-bundos. Quizás por eso perdía un poco de su admirable presencia deánimo al verse observado por tantos pares de ojos, experimentando algode la desconfiada timidez, propia de las fieras acorraladas. Pero estaemoción fue transitoria, y antes de que nadie se diera cuenta, ya habíarecobrado el aplomo. Cruzó con paso firme el espacio que lo separabadel tribunal, se inclinó ante el regente y el podestá, y quedó esperandocon la cabeza erguida y la mirada serena.

En el silencio de la sala, se oyó la severa voz del podestá, que preguntó:—¿Se llama?—Bellarión Cane —puesto que con este nombre se presentó al regente,

había que seguir adelante con la mentira.—¿Es ese el nombre de su padre?—Facino Cane es el nombre de mi padre adoptivo. El de mi verdadero

padre no lo conozco.Al pedírsele explicaciones, las dio con admirable concisión y lucidez.

Pero la justicia tenía que aclarar los hechos, sin dejarse llevar por im-presiones personales.

—Hace una semana que llegó usted aquí, en compañía de Lorenzaccioda Trino, un bandido cuya cabeza está pregonada. Uno de mis oficiales,aquí presente, lo atestigua. ¿Lo niega?

—No lo niego. No es imposible para un hombre honrado el viajar conun bandido.

—Con él paró usted en una hacienda de las inmediaciones, en la quese cometió un robo, y también iba con Lorenzaccio cuando este asesinóal robado en la Hostería del Ciervo. ¿Lo confiesa?

—Admito los hechos, que no contradicen mi anterior declaración. Perono confieso, pues esa palabra quiere decir culpa y demanda de perdón.

—Si es inocente, ¿por qué huyó de la guardia en vez de dar las explica-ciones que da ahora?

—Porque las apariencias me acusaban, y obré por el primer impulso,como suele hacerse cuando no hay tiempo de reflexionar.

—Encontró refugio en casa del caballero Barbaresco, a quien segura-mente contó la historia del inocente perseguido.

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Bellarión no contestó y el justicia tomó de nuevo la palabra.—Anoche intentó usted robarle, y habiendo sido descubierto por el

conde Spigno y el dueño de la casa, asesinó al primero e hirió al segun-do. Ya estaba a punto de escapar por una de las ventanas, cuando losorprendió la ronda. ¿Admite también estos hechos?

—No los admito, ni la lógica tampoco. Supone que soy un ladrón, y ha-biendo pasado una semana en casa del caballero Barbaresco, he estadosiete noches solo con él y con su decrépito criado. Sin embargo, se pretendeque he tratado de robarle en la noche que tenía siete nobles bajo su techo.Su potencia admitirá que estos hechos carecen de verosimilitud.

Su potencia lo admitió, al igual que todos los presentes, y al mismotiempo se percataron de que el supuesto ladrón tenía las maneras y ellenguaje de un hombre de estudios.

Uno de los asesores, adelantando su barba en punta, preguntó:—Entonces, ¿cómo pasaron las cosas? Díganos.—¿No prescribe la ley que se oiga primero al acusador? —y los negros

ojos de Bellarión buscaron entre la concurrencia la voluminosa personade Barbaresco.

El podestá sonrió con ironía:—¡Ah…! ¿Sabe las leyes…? ¡Un bribón sabiendo leyes!—Su conocimiento hace que cada abogado sea un bribón —contestó el

acusado, y el pueblo coreó su respuesta con risas, complacido por unsarcasmo que contenía más verdad de la que sospechaba—. Conozco lasleyes, lo mismo que las divinidades y la retórica, por haberlas estudiado.

—Es posible…, pero no tan de cerca como las va a estudiar ahora —con-testó micer Ferraris, que también sabía de sarcasmo.

Un oficial se acercó al tribunal con inequívocas señales de apresura-miento y agitación, mas se detuvo al ver que hablaba el justicia.

—La acusación ya la ha oído… y ahora se le requiere para que responda.—¿Qué se me requiere…?, ¿en nombre de quién? —preguntó el joven

maravillando a todos por su calma y osadía—. No es seguramente en elde la Ley, que prescribe que el acusado ha de oír al propio acusador, y leconcede el derecho de interrogarlo respecto a sus acusaciones. Su Exce-lencia no puede tomar a mal el que yo mantenga mis derechos.

—Pero, tunante, ¿es usted el que manda aquí? —preguntó airado el podestá.—No, señor, es la Ley, yo no soy más que su voz.—¡Usted la voz de…! ¡Bueno, será complacida su impertinencia…! ¡Que

se presente el caballero Barbaresco! —y el justicia se recostó en su sitial.Entre la multitud corrió un murmullo de expectación. Aquel atrevido

muchacho prometía dar mucho juego. Pero entonces, el oficial que aca-baba de entrar, se presentó ante el tribunal, diciendo:

—Excelencia: el caballero Barbaresco se ha marchado. Al amanecersalió por la Puerta de los Lombardos, y con él iban los seis caballeros

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cuyos nombres constan en la lista de Bernabo. Aquí está el capitán deguardia de dicha Puerta.

Este se adelantó para confirmar la noticia. Un grupo de ocho jineteshabían sido los primeros en salir en cuanto se bajó el puente, y tomaron elcamino de Lombardía. En uno que llevaba el brazo en cabestrillo, recono-ció al caballero Barbaresco, también conoció a otros tres caballeros, y alque cerraba la marcha, que era el criado del primero.

El regente se volvió hacia el podestá, que no ocultaba su consternación.—¿Por qué se ha permitido eso? —preguntó el príncipe severamente.El justicia, intranquilo, respondió:—No he tenido noticia del arresto de este hombre hasta mucho des-

pués de salir el sol… Además, no es costumbre detener a los acusadores.—Detenerlos, no… Mas, sí tomar ciertas precauciones, cuando se trata

de un caso singular…—Con permiso de Su Alteza, lo singular del caso empieza con la fuga de

los acusadores.El regente se recostó en el respaldo de su sitial, y dijo:—Bueno…, bueno… Estoy interrumpiendo el curso de la justicia. El

acusado espera.Un poco desconcertado por el giro que tomaba el asunto, y sobre todo

por la actitud del regente, el justicia interrogó a Bellarión con algo me-nos de severidad profesional.

—¿Ya ha oído que el acusador no puede mantener la acusación enpersona?

Bellarión, con alegre sonrisa, contestó:—A mí me parece que ya ha hablado. Su fuga es el testimonio más

elocuente de la falsedad de sus asertos.—No vaya tan de prisa —le amonestó el juez—. Tiene que darnos su

versión de lo ocurrido, para servir los fines de la justicia.Bellarión se dio cuenta del cambio de tono y de que ya no lo llamaba

bribón.—¿Se apela a mi testimonio? Dispuesto estoy a darlo —miró al regente

y encontró la mirada de este fija en él, enviándole un mensaje que en-tendió—. Poco puedo decir, pues ignoro el motivo de la disputa que esta-lló entre el conde Spigno y el caballero Barbaresco. No presencié elcomienzo. Me atrajo el ruido y, cuando llegué, el conde ya estaba muer-to. Al verme y temiendo que pudiera delatar el hecho, el caballero y susamigos se arrojaron sobre mí, herí al primero y librándome de los res-tantes me encerré en una sala del entresuelo. Quise huir por la ventanay me detuvieron. Es cuanto puedo decir.

El relato satisfizo al regente, pero no convenció al justicia, quien objetó:—Eso sería más fácil de creer, sin la circunstancia de que el conde y

usted estaban vestidos, mientras que los otros sólo tenían calzones

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y camisa. Esto me parece explicar quiénes fueron los agresores y quiéneslos agredidos.

—La fuga de Barbaresco y de sus compañeros desvirtúa esas sospe-chas. Los inocentes no huyen.

—Está incurriendo en contradicción —tronó el podestá—. Afirma quesu asociación con Lorenzaccio era casual y, sin embargo, huyó.

—El caso es muy distinto, las apariencias me acusaban… y yo estabasolo en tierra desconocida…

—¿Puede explicar por qué el conde y usted estaban vestidos? —másque una pregunta, era un reto.

Bellarión miró al regente. Este continuaba con los ojos fijos en él, ynuestro estudiante se dio cuenta de que si descubría su espionaje, estabaperdido. En consecuencia, contestó:

—Por qué estaba vestido el conde, es cosa que ignoro. En cuanto a mí,estuve anoche en la corte y volví tarde y tan cansado, que me dormí enuna silla.

A Bellarión le pareció que el príncipe aprobaba la invención, que noconvenció al justicia.

—¡Bravo cuento! —dijo con despectiva mueca—. ¿No sabe hacerlosmejor?

—Mejor que la verdad no hay nada —exclamó el acusado con admira-ble desfachatez—. Me pide que explique cosas que no sé.

—Ya veremos —dijo Ferraris con tono amenazador—. La cuerda tienela virtud de refrescar la memoria.

—¿La cuerda? —repitió horrorizado Bellarión; pero sin que el pánicose reflejara en su rostro, miró otra vez al regente, que estaba hablandoal oído del embajador de Milán, quien adelantando la cabeza, dijo alpodestá:

—¿Me permite, señor, que diga una palabra en su tribunal?El justicia se volvió asombrado. No era costumbre que un embajador

interviniera en la causa de un criminal acusado de robo y asesinato.—Puede hablar, señor embajador.—Con su permiso, ruego que, en vista del parentesco espiritual que el

acusado declara tener con el ilustre conde de Biandrate, se suspenda todoprocedimiento hasta comprobar su identidad por los trámites regulares.

Calló el milanés, y el podestá, supremo autócrata1 de la justicia, iba amanifestar su desagrado por esta intromisión en sus derechos, mas elregente, sin darle tiempo, apoyó la demanda del embajador, diciendo:

—Por muy singular que sea el caso, no dudo de que el señor podestáconvendrá conmigo en que si la identidad del preso demuestra que sus1Autócrata: Persona que ejerce por sí sola la autoridad suprema en un Estado.

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afirmaciones son ciertas, no conviene a Montferrato provocar el resenti-miento de un adversario tan poderoso como lo sería nuestro veneradoamigo el conde de Biandrate.

Bellarión pudo apreciar el peso que tiene en la vida la acertada elec-ción de padre.

El podestá bajó la cabeza y en el silencio de la sala preguntó su voz:—¿Por qué medios se ha de probar la pretendida identidad?Esta vez contestó el interesado:—Yo tenía una carta del abad de Gracia, en Cigliano…—Tenemos la carta —interrumpió el justicia con tono duro— pero nada

dice de esa paternidad, ni puede servir de prueba hasta que sepamoscómo la adquirió.

—Él afirma —intervino de nuevo el embajador— que venía directa-mente del convento donde hace muchos años lo dejó el señor conde. Nosería difícil ni dilataría mucho la acción de la justicia, si se enviase unpropio a buscar la confirmación en la santa casa. Si se confirma, quevenga uno de los padres que lo conocen, para comprobar que es la mis-ma persona.

El podestá se mesaba la barba en silencio, y, tras una pausa, preguntó:—¿Y si fuera así?—Entonces, libre ya su mente del prejuicio creado por la asociación de

este joven con el bandido, estaría en mejores disposiciones para juzgarsu participación en los sucesos de anoche.

Allí, con desencanto general, terminó, por el momento, la singular causade Bellarión Cane, que tan emocionante prometía ser.

El regente se quedó allí después de ser llevado Bellarión, para que no sedijera que su interés por la justicia se limitaba a una sola causa. Pero elembajador se marchó, así como el grupo de palatinos.1 También se fuepálida y agitada la princesa Valeria, que desahogó parte de su enojo ytristeza con la fiel Dionara.

—¡Un ladrón…! ¡Un asesino! —exclamaba ella—, ¡y yo he confiado enél, para que pudiera burlar mis esperanzas!

—Pero si fuera lo que pretende ser… —insinuó la confidente.—¿Dejaría por eso de ser lo que es…? Fue enviado para descubrir la

conspiración… Estoy segura, y yo llegué a ser juguete de su falsa lengua…—Pero si era un espía, ¿por qué había de intentar romper sus relacio-

nes con los conspiradores?—Pero si era un espía, ¿por qué había de ocultar mis intenciones…? Él ha

sido el asesino de Spigno…, el más audaz y digno de confianza de todos,con el que yo contaba para animar a los otros… ¡Y ese vil instrumento1Palatino: Se dice de quienes antiguamente tenían oficio principal en los palacios de lospríncipes.

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de mi tío lo ha asesinado! —los ojos de Valeria estaban llenos de invisi-bles lágrimas.

La visión de la dama era más confusa, o quizás más clara.—Lo que no comprendo es por qué lo han puesto preso.—Una casualidad con la que no se había contado… Yo he venido a

presenciar la manera cómo lo juzgaban y ya lo he visto.—Pero…, ¿por qué ha matado al conde? —insistió Dionara.—No es difícil adivinar lo que pasó —expuso la princesa con amargu-

ra—. Spigno, sospechando de él, debió seguirlo anoche enterándose desu descarada presentación en la corte. A su vuelta, el conde le haríareproches, tal vez le desenmascarara, y él, por salvar su pellejo, asesinóa Spigno… Los otros han huido por temor a ser detenidos como cómpli-ces… Ya ves que todo está más claro que el agua.

Dionara no se dio por convencida.—Pero si el marqués Teodoro desea la perdición de su hermano, seño-

ra…, ¿cómo es que el detenido no ha denunciado la conspiración ante eltribunal? Así hubiera servido mejor a los fines del regente, que con susilencio.

—No lo sé —confesó Valeria—, ni nadie sabe los planes del regente.Trabaja lenta y cautelosamente, sin descargar el golpe hasta estar segurode que es decisivo. Ese miserable ha obrado siguiendo sus órdenes. ¿Noobservaste que si intervino Aliprandí, fue por insinuación de mi tío?

—Pero si ese hombre no es lo que dice, ¿de qué le servirá el ganartiempo?

Desdeñosamente contestó Valeria.—Tal vez sea lo que pretende, sin dejar de ser lo que yo sé que es.

¿Dónde está la contradicción…? Pero, o mucho me equivoco, o eseBellarión no volverá a presentarse ante el tribunal… Antes se le ofrece-rán los medios para evadirse.

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Capítulo XIV

Evasión

ellarión volvió a la cárcel, y fue encerrado de nuevo con los presoscomunes, pero duró poco. Al cabo de una hora vino la orden de condu-cirlo a un diminuto aposento de piedra, cuyo ventanillo con reja y sincristal daba a una fértil llanura por la que serpenteaba la cinta de platadel Po, en su curso hacia Lombardía.

Un poco más tarde se presentó allí el marqués Teodoro, en busca dehechos ciertos. Las declaraciones de Bellarión se aproximaron más a laverdad; su visita a la corte lo hizo sospechoso a los ojos de los conspira-dores. Le exigieron explicaciones, y como la mala conciencia hace cobar-de, lo encerraron en un cuartucho bajo el tejado hasta que llegaran lasnuevas de Cigliano, confirmando sus asertos. Mas, temiendo por su vida,el conde Spigno se acercó a él para libertarlo.

—Lo que me hace suponer —añadió el joven— que el conde tambiénera agente de usted. No importa. Concretémonos a los hechos. Los cons-piradores —continuó— estaban más alerta de lo que Spigno suponía. Sepresentaron de improviso apenas el conde hubo cortado mis ligaduras.

»Por suerte para mí, el conde acababa de cederme su daga; cayerontodos sobre el conde, y en la confusión, uno de ellos hirió de muerte aSpigno. El mismo destino habría sufrido yo, si no me hubiera abiertopaso con la daga, hiriendo a Barbaresco y probablemente a algún otro.Así bajé la escalera y me encerré en la sala baja, para ir a caer en brazosde la ronda.

»Si Su Alteza no hubiera deseado que yo fuera a la corte, nada de estohabría sucedido. Pero, al menos, la conspiración está desbaratada; losconjurados, muertos de miedo, han huido y Su Alteza está a salvo.

—¡A salvo! —repitió el regente con cruel sonrisa.En su rostro no había la menor huella de la benevolencia que tanto

admiraba Montferrato.

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Sus ojos, claros y duros como el acero, pretendían esconderse en labase de su aguileña nariz, dando siniestra expresión a todo el rostro.

—Su intervención ha destruido la evidencia, que me hubiera permitidoobrar con entera libertad.

—¡Mi intervención…! Si yo hubiera dicho al podestá lo que en realidadsupe en casa de Barbaresco.

—Si hubiera dicho eso, nadie le habría creído —interrumpió agriamenteel príncipe—. ¿Quién eres tú? Un vagabundo asociado con bandoleros…Si Spigno hubiera vivido…, o si al menos tuviéramos a Barbaresco y losotros, aun podría hacerlos confesar en el tormento. Pero uno está muer-to y los otros, lejos.

Bellarión lo miró admirado de tanta sutileza y, dando un paso atrevi-do, dijo con resolución:

—Al fin tendré que confesar la verdad, para salvar el pescuezo.—¿Qué importa tu pescuezo?—Para mí, más que nada.Se endureció aún más la expresión de Teodoro y dijo:—Se va haciendo impertinente, amiguito.Como sospechó el joven, el príncipe temía las investigaciones que pon-

drían de manifiesto el giro que pretendía dar a la conspiración, valiéndosedel conde Spigno y de Bellarión, que eran sus agentes.

—Sí, se va haciendo impertinente —repitió el regente—. El duque GianGaleazzo no hubiera perdido tanto tiempo contigo, y ya habría retorcidoese precioso cuello, al que das tanta importancia. Da gracias al Cielo deque yo no sea Gian Galeazzo.

Y separando los pliegues de la capa que llevaba en el brazo izquierdo,dejó caer a los pies del joven dos rollos de cuerda, y sacó del pecho unafina lima que dejó sobre una silla.

—Limando uno de esos barrotes, ata la cuerda a otro y déjate descol-gar. Al tocar tierra, ya estás fuera de puertas. Sigue tu camino y novuelvas a cruzar las fronteras de Montferrato. Si lo haces, amigo, prome-to que te haré ahorcar por quebrantamiento de prisión.

—Bien merecido lo tendría —asintió Bellarión—. ¿No teme Su Altezaque vuelva?

—¿Temer yo, truhán? —respondió el regente midiéndolo de pies a ca-beza con fría mirada. Sin añadir más, giró sobre sus talones y se alejó,cerrando la puerta.

Muchos y variados fueron los comentarios con que en Casale fue aco-gida la noticia de la fuga. El preso no había recibido más visita que la delregente, y sólo hubo una lengua lo bastante atrevida para suponer quela evasión fue obra de este.

—¿Ves cómo mi profecía resulta cierta? —preguntó Valeria a su fiel Diona-ra—. ¿No había yo adivinado ya esa sórdida página de la historia? —pero

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sus admirables ojos color de avellana estaban lejos de traslucir la ale-gría que suele acompañar al pronóstico acertado.

Casi a la misma hora, Bellarión, habiendo cruzado el Po en la barca deun pescador, se internaba en territorio milanés, en el que ya estaba libre.Pero su pensamiento no se apartaba de Montferrato y de su princesa.

—A sus ojos soy un miserable, un espía y puede que algo peor —sedecía—, lo que, después de todo, poco importa, porque a sus ojos nuncapodría ser cosa buena. Tampoco importa el que llegue a saber cómomurió Spigno… Que piense lo que quiera… Por el momento, ella y suhermano se han salvado… Esto me basta.

Aquella noche durmió en una posada de Gandía, y al recordar que laprincesa pagaba el hospedaje, puesto que aún le quedaban tres ducadosde los cinco que le dio, se dijo a sí mismo:

—Algún día le devolveré la limosna.A la mañana siguiente se levantó temprano, resuelto, por fin, a reanu-

dar su tristemente interrumpida ruta a Pavía. Pero se dio cuenta de quelas musas ya no lo seducían como antes. En los últimos ocho días habíahecho el descubrimiento de que sus pasados estudios no le habían ser-vido más que para desorientarlo, y al pensar en su herejía respecto a lano existencia del pecado, hubo de admitir que los teólogos debían estaren lo cierto.

También el silogismo, que le parecía irrefutable, cayó hecho polvo alprimer contacto con la mundanal experiencia.

A pesar de su flamante convencimiento de las maldades que ocurríanen el mundo, lanzó un suspiro de pena al volverle la espalda. La escuelade la vida lo llamaba con voz mucho más potente que la del eruditoChrysolaras que lo esperaba en Pavía, y le hacía recordar que se habíaconsagrado a una tarea que aún no estaba concluida.

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Segunda Parte

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Capítulo Primero

El milagro de los perros

ellarión emprendió el camino por las insalubres lagunas panta-nosas de Mortara, en las que florecían los arrozales, como lo hacíancasi siempre, desde que el grano fue importado de la China unos tres-cientos años antes. Se exaltó su imaginación al comprobar que ya pi-saba el suelo del gran Estado de Milán, llevado por Gian Galeazzo ainconmensurable altura.

La paz que impuso la fuerte mano del duque, trajo una prosperidadhasta entonces desconocida. Sus industrias florecientes atrajeron eldinero de todo el mundo civilizado y sus negocios bancarios tomarontal extensión, que no había ciudad importante en Europa donde no cir-cularan las monedas de oro de Gian Galeazzo con la sierpe de su divisa,a las que se dio el nombre de ducados, en honor del gran duque deMilán.

Sus leyes, aunque impregnadas de la crueldad de la época, eran inter-pretadas con sabia prudencia, y sabía poner impuestos que lo enrique-cían, sin empobrecer al pueblo.

Gastaba sus tesoros en bellezas de arte y con inteligente profusión,creando en torno suyo una atmósfera de cultura que avergonzaba a losdemás países del continente, sumidos por aquellas fechas en relativa bar-barie. También gastó mucho dinero en alistar los mejores soldados de laépoca y, gracias a su esfuerzo, se anexionó una serie de pequeños Esta-dos, y la sierpe de Milán se extendió desde los Alpes a los Abruzzos. Tanextensos llegaron a ser sus dominios, que comprendían todo el norte deItalia, que justificaban su pretensión a ceñirse la corona real.

Huyendo de la peste que asolaba su territorio, se encerró en el castillode Melegnano, y aquel poderoso príncipe a quien ningún enemigo hu-mano logró vencer, fue vencido por la pestilente enfermedad.

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Al morir su padre, Gian Mario contaba trece años y su hermano Filippo,doce; y se cumplió la voluntad del muerto, creando un Consejo de regen-cia, compuesto por los condottieri1 y por la duquesa Catalina.

Desde un principio se señalaron disensiones en el Consejo, cuandomás necesaria era la unión. Cinco años de mal gobierno quebrantaron laobra del gran Galeazzo y de los famosos capitanes que ayudaron a cons-truirla. Sólo permaneció fiel (compartiendo el gobierno del ducado con elbastardo Gabrielo) Facino Cane, conde de Biandrate, al que Bellarión,en su aprieto, había adoptado por padre.

La segunda noche la pasó Bellarión en Vigevano,2 y la siguiente maña-na, después de cruzar en un bote la ancha corriente del Ticino, tomó lacarretera de Abbiategrasso, donde los soberanos de Milán tenían su prin-cipal coto de caza.

Para descansar un poco los doloridos pies, del duro y polvoriento suelodel camino real, abandonó este por verdes praderas, en las que pasta-ban hermosos corderos de extraordinario tamaño.

En la tarde del mismo día, habiendo dejado atrás Abbiategrasso, mar-chaba nuestro amigo siguiendo la orilla de uno de los muchos arroyosque hay en la comarca, y trasegando3 el pan y el queso que compró alcruzar el pueblo.

Desde el bosque que cubría la pequeña elevación, al otro lado del arro-yo, llegó un confuso rumor de voces y ladridos, mezclados con el restallarde látigos y otros sonidos propios de la caza. De pronto, salió un hombre deentre las encinas, y a todo correr bajó la verde ladera en dirección al agua.Llevaba la cabeza desnuda, y su largo pelo negro flotaba tras él en sudesenfrenada carrera.

Estaba a medio camino entre el bosque y el arroyo, cuando surgieronsus perseguidores, que no eran seres humanos, sino tres gigantescosperros de presa, que avanzaban saltando en silencio.

Por fin, salió de la linde una numerosa tropa de jinetes capitaneada, alparecer, por un joven, casi adolescente, riquísimamente vestido de rojoy plata, cuya dura y metálica voz animaba a los perros. La mitad de losperseguidores iba casi tan bien ataviada como él, y los demás eranmonteros y servidores, entre ellos dos mocetones que sostenían, a duraspenas, una jauría de seis inquietos perros cada uno.

Inmediatamente detrás del mancebo que abría la marcha, cabalgaba,en gigantesco bridón,4 un personaje de hercúlea contextura y recia barba1Condottiero: Comandante o jefe de soldados mercenarios italianos y por extensión deotros países.2Vigevano: Ciudad italiana adquirida por el rey Carlos Manuel III en 1748.3Trasegar: Trastornar, revolver; mudar las cosas de un lugar a otro.4Bridón: Caballo brioso y arrogante.

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negra, que no parecía cortesano ni criado, aunque tenía algo de los dos.Blandía un látigo de larga correa, y también alzaba la voz para animar alos canes para que saltaran sobre la humana presa antes de que llegara alagua. Pero el terror daba alas al fugitivo, y llegó a la alta orilla del arroyollevando unos doce metros de ventaja a los perros y, sin mirar atrás, setiró al arroyo de cabeza, nadando desesperadamente hacia la orilla opuesta.Detrás de él, los tres perros saltaron al agua casi al mismo tiempo.

Bellarión, impulsado por la compasión y el horror, corrió hacia dondenadaba el hombre y le alargó la mano, a la que el desgraciado se asió, yfue remolcado con vigor.

—¡Dios se lo premie! —jadeó el infeliz con fervor, y estando en el límitede sus fuerzas se dejó caer sobre manos y rodillas, a tiempo que elprimer perro trepaba por la escurridiza pendiente, para recibir en lagarganta la daga con que le esperaba Bellarión.

El grito de rabia que cruzó el torrente no le impidió repetir el golpe conel segundo perro, en el instante en que tomaba tierra.

El tercer perro, un enorme animal negro y amarillo, trepó a la orillamientras Bellarión estaba ocupado con el segundo. Con un profundogruñido saltó sobre el joven haciéndolo caer de espaldas por el peso desu cuerpazo. Instintivamente, Bellarión protegió su garganta con el bra-zo izquierdo, en tanto que con el derecho hundió la daga en el pecho delbruto, que lanzó un aullido de dolor; se encogió el animal, y el hombremanejó de nuevo la daga partiendo el corazón de la bestia, que se des-plomó lanzando un chorro de sangre sobre su matador. Este hizo rodaral animal muerto, cuyo peso era casi el de un hombre, y se levantó algoinquieto por las consecuencias que pudiera tener su hazaña.

El muchacho del traje rojo y plata interrumpió una serie de atrocesblasfemias para gritar:

—¡Suelta los perros! ¡Squarcia…, suéltalos todos!Pero el hombrón que llevaba este nombre decidió tener una iniciativa

propia. Del arzón de la silla pendía una pequeña ballesta, puso en ellauna flecha y apuntó a Bellarión. Jamás estuvo este tan próximo a lamuerte. Mas el fugitivo, de quien había tenido lástima, lo salvó sin pre-tenderlo.

Habiendo recobrado un poco de aliento, sostenido por el terror que leinspiraban sus perseguidores, se puso en pie y sin mirar atrás quiso rea-nudar la carrera. El movimiento llamó la atención del gigante de la barbanegra, cuando estaba a punto de soltar la flecha y, variando la puntería,se la envió al fugitivo, que cayó con ella clavada en los sesos.

Antes de que Squarcia hubiera separado la ballesta de su hombro,para colocar una segunda flecha, recibió un latigazo del joven vestido derojo y plata.

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—¡Por la sangre de Cristo! ¿Quién te ha mandado a tirar, so bestia? Laorden era soltar los perros. ¿Te has propuesto estropearme la diversión,hijo de raposa…? ¿Lo hemos seguido hasta aquí para acabar en un ins-tante? —y el mozo prorrumpió en obscenidades y blasfemias, entre lasque repitió la orden de soltar los perros.

Squarcia, tan impasible a los denuestos como al latigazo, preguntó:—¿Quiere Su Alteza que ese tunante siga matándonos los perros? Está

armado, y los animales quedan a su merced, al subir a la orilla.—Si ha matado perros, los mismos perros vengarán a sus compañeros.El cadáver que yacía a sus pies, demostraba a Bellarión la suerte que

le habría tocado si hubiera querido huir. Con tanto horror como repug-nancia contemplaba al grupo de monstruos que se entretenía en cazarhombres, como si fueran jabalíes.

Uno de los criados habló a Squarcia, y este se volvió hacia su jovenamo, diciendo:

—Checco afirma que a pocos pasos de aquí hay un vado, señor duque.El título sorprendió a Bellarión. ¿Duque, aquel rapaz que usaba un

lenguaje propio de cuadras y burdeles? ¿Qué otro duque podía ser queel de Milán?

Y recordó las muchas y atroces crueldades que había oído contar deldegenerado nieto del gran Galeazzo.

Cuatro criados se metieron en el vado, y la voz de trueno de Squarciacruzó el arroyo con la amenaza de disparar una segunda flecha si semovía la nueva presa.

Bellarión esperó, y puesto que el verdadero amo de Milán era FacinoCane, tomó la atrevida resolución de seguir amparándose con su nombre.

Al llegar los criados, se encontraron con un joven que les hizo frente,proclamándose hijo del gobernador y añadiendo con altivez que tuvierancuidado de cómo lo trataban. Mas, aunque hubiera pretendido ser hijo delSanto Padre, no habría conmovido a aquellos brutos, cuya inteligencia nollegaba a la de los perros que guardaban. Con una correa le ataron lasmanos a un estribo, mandándole que trotara. El joven no protestó; com-prendiendo que era inútil, pasó el vado con el agua hasta las rodillas.Pero, a pesar del agua, la sangre y el polvo, aún conservaba su altivagallardía cuando se presentó ante el duque.

Bellarión se vio frente a un hombre de repulsivo aspecto. Su rostro eracasi embrionario, se diría que había nacido antes de tiempo y que susfacciones, al crecer, carecían de forma. Su nariz, desprovista de puentey ancha como la de un negro, se extendía sobre ambas mejillas y estabainmediata a la enorme boca, de rojos y desdibujados labios. Los ojos,redondos, bizcos y casi incoloros, estaban a flor de cara, y la barbilla erade línea imprecisa. De la varonil hermosura de los Visconti no conserva-ba más que la abundante cabellera rubia, distintivo de la raza.

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El preso miraba fascinado aquella insuperable fealdad, y al observarlo,se fruncieron las escasas cejas color de arena.

—¿Sabes quién soy, insolente belitre?—Supongo que es el duque de Milán —fue la respuesta, dada en tono

peligrosamente desdeñoso.—¡Ah…! ¿Lo supones…? Pronto te convencerás. ¿Lo suponías, tam-

bién, cuando mataste a mis perros?—No; porque no podía suponer que un príncipe se entretuviera cazando

hombres.—¿Cómo, deslenguado perro…?—¿Su Alteza sabe mi nombre?—¿Tu nombre, idiota…?, ¿qué nombre?—El que Su Alteza ha oído: Cane. Soy Bellarión Cane, hijo de Facino

Cane —y con más desfachatez que verdad, proclamó de nuevo la identi-dad que tan buenos servicios le había prestado.

El nombre produjo sensación en la extraña concurrencia.Se acercó un jinete joven, bien parecido y bien trajeado, que llevaba un

halcón en el puño y contemplaba con interés al atrevido mozo de suciasy destrozadas vestiduras.

Volviéndose hacia él, el duque preguntó:—¿Oyes lo que dice, Francesco?—Oigo, mas nunca supe que Facino tuviera hijos.—Poco importa… lo libraremos de este importuno —y el horrible sem-

blante se animó con expresión de crueldad. El parentesco proclamado porBellarión, aumentaba el placer de maltratarlo. El alma tenebrosa de GianMaría no abrigaba cariño hacia el gran soldado que le dominaba—. ¡A ver!—gritó— ¡Ustedes, acordonen la orilla!

Bellarión sintió pánico. Se encontraba indefenso en manos de aquelmonstruo y de su bestial séquito. A una orden del duque, soltaron lacorrea que le ataba las manos y se encontró libre y solo, en espera deuna horrible muerte.

—Y ahora, bergante —le gritó el duque—, veamos qué tal sabes correr…¡Dos perros! —mandó a Squarcia.

El gigante desató dos perros de los seis que sujetaba un criado y, co-giendo a cada uno por el collar, esperó a que su amo le mandara soltarlos.

Bellarión, inmóvil, observaba aquellos preparativos. No sabía que la cazamayor a que tan aficionados fueron los Visconti, ya resultaba insípidapara el sádico Gian María, y este la había sustituido por la caza de hom-bres, en la que ejercitaba a sus perros, dándoles a comer carne humana.

—Estás perdiendo tiempo —le advirtió el duque—. Dentro de un ins-tante soltaré los perros y, si te das prisa, la ligereza de los talones podrásalvarte el pescuezo —y lanzó una risotada, pues tales palabras no ibanmás que encaminadas a estimular su velocidad, para que fuera mayor ladiversión.

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Bellarión, muy pálido y con un terror como jamás había sentido nivolvería a sentir ante ningún peligro, instintivamente emprendió insen-sata carrera hacia el bosque, mas la bestial risa del duque lo detuvoantes de avanzar veinte metros. La rebelión de su dignidad humana seimpuso a su ciego terror. No retrocedería ni un paso más para divertir almonstruo de rojo y plata.

El duque, furioso, empezó a vomitar improperios.—Ya correrá cuando soltemos los perros, Alteza —lo consoló Squarcia.—Suéltalos, pues.Los perros emprendieron a saltos la carrera, la supuesta víctima cerró

los ojos, sus labios murmuraron el nombre de «Jesús», y mentalmenteempezó a rezar: In manus tuas, Dómine…1

Los perros habían llegado a él, pero sin morderlo.Los furiosos saltos con que empezaron la carrera, se habían moderado

al acercarse a él, y empezaron a olfatearlo arrastrando la cola por elsuelo en señal de sumisión.

Del grupo ducal partieron gritos de sorpresa. Bellarión, lleno de asom-bro, contempló a los sumisos animales sin comprender el enigma de suconducta. ¿Sería que la divina intervención lo preservaba de la maldadde los hombres?

Así debieron pensar los espectadores, hasta el brutal Squarcia, quemaquinalmente se santiguó.

—¡Milagro! —empezaron a murmurar unos y otros, poseídos de supers-ticioso temor.

Pero el duque miró a sus acompañantes con gesto amenazador. Susantepasados no temieron a los hombres, pero sí a Dios. Gian María noera de esos.

—¿Dónde está el milagro…? ¡Sangre de Cristo…! ¡Suelten dos perros más!El miedo a su amo se sobrepuso en Squarcia al temor a lo sobrenatu-

ral, y con temblones dedos cumplió la orden. Otros dos perros salieronen persecución del joven, incitados por la estridente voz del duque y porun latigazo que cruzó sus flancos.

Pero se condujeron exactamente igual que los anteriores, con crecienteestupor de los testigos, mas no de Bellarión que, habiendo recobrado laserenidad, se explicaba por un fenómeno físico la súbita docilidad de losferoces animales.

—¡Suelten a Mesalina! —vociferaba el duque con un frenesí que hacíaasomar blanca espuma a sus rojos labios.

Squarcia protestó; varios de los presentes lo imitaron. Al buen mozoque llevaba el halcón le pareció que era cosa de brujería, y advirtió a SuAlteza que obrara con prudencia.1En tus manos, Señor.

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—¡Suelten a Mesalina! —insistió furiosamente el príncipe.—Caigan las consecuencias sobre la cabeza de Su Alteza —gritó el

gigante, soltando la enorme perra que era la más feroz de la jauría.Pero, mientras la bestia se acercaba a Bellarión, este, que se había

hecho audaz por la inmunidad, acariciaba las cabezotas de los melosos,que correspondían frotándose contra sus piernas y ladrando amistosa-mente. Cuando el ducal acompañamiento vio que la terrible Mesalinaimitaba a sus compañeros, desecharon todo disimulo y se dividieron lasopiniones; unos gritaban: «¡Milagro!», entre los que se encontraba el bru-tal y supersticioso Squarcia, y otros decían: «¡Brujería!», capitaneadospor Francesco Lonate, el caballero del halcón.

El mismo Duque empezó a sentir un vago temor. Que fuera obra deDios o del Diablo, aquello no era natural.

Picó espuelas, seguido por todos, y al mirar Bellarión los espantadosrostros de los cortesanos, tentado estuvo de echarse a reír. La reaccióndel pánico sufrido se traducía en temeridad, como sigue el calor a lainmersión en agua fría.

El duque, muy preocupado, le preguntó:—¿Qué artes mágicas son estas, truhán…? ¿De qué conjuro te vales?—¿Conjuro? —repitió audazmente el joven, y no creyendo prudente

revelar el hecho, lo atribuyó al nombre adoptado—. ¿No le he dicho quesoy un Cane?1 Pues un can no muerde a otro Cane. Este es el conjuro.

—Una evasiva —insinuó Lonate.Lo miró de reojo el duque, diciendo displicente:—¿Necesito yo explicaciones? —y volviéndose a Bellarión, añadió—:

Eso es una excusa, tunante. A mí no se me engaña. ¿Qué has hecho amis perros?

—Les he inspirado cariño —contestó el muchacho, acariciando la ca-beza de Mesalina, que permanecía junto a él.

—¿Y cómo?—¿Sabe alguien cómo se inspira cariño, sea a los hombres o a las

bestias…? Suelte su jauría en masa. No habrá un solo perro que novenga a lamerme las manos. Los animales —dijo Bellarión con misterio-so acento— poseen a veces un instinto superior al de los hombres.

—¿Te burlas de mí, bergante? —preguntó el duque enrojeciendo de rabia.Lonate, que temía a los brujos, le puso la mano sobre el brazo. Pero el

Duque sacudió el contacto, diciendo:—Me has de decir tu secreto… ¡Por Dios vivo! Lo he de saber —volvién-

dose hacia el atemorizado Squarcia, le dijo—: Llama a los perros, ata aese pillo y síganme a palacio.

Y el duque salió al trote con sus cortesanos, dejando que la gente deescalera abajo cumpliera sus órdenes.1Cane: Perro en italiano. (Nota de la Edición de Base.)

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Como los criados se mostraron poco propicios a cumplir los mandatosde Squarcia, el jefe de jauría, venciendo sus aprensiones, hubo de ponermanos a la faena. Silbó a los perros y dejando que los ataran los otros, élse aproximó a Bellarión, casi con timidez.

—Ya ha oído las órdenes del duque —dijo con la resignada voz de quienhace algo contra su voluntad.

Bellarión alargó las muñecas en silencio.—Yo no soy más que el instrumento del duque —prosiguió el bribón de

la barbaza negra procediendo a atarle las manos. Las suyas temblabanpor primera vez al efectuar esta tarea con la que estaba tan familiariza-do. Lo cierto era que el gigante abrigaba otro temor, además del supers-ticioso, y ambos le aconsejaban que se mantuviera en buenos términoscon el joven preso.

Después de echar una mirada atrás, para convencerse de que la servi-dumbre estaba fuera del alcance de la voz, murmuró el coloso de espesabarba negra:

—Esté seguro de que Su Alteza el conde de Biandrate, tendrá inmedia-to conocimiento de su llegada a Milán.

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Capítulo II

Facino Cane

on pretexto de que el camino era largo, pero en realidad para evitarmolestias al preso, Bellarión fue montado a la grupa del enorme caballode Squarcia, y lo flojo de sus ligaduras le permitía cogerse al cinturón deljefe de jauría.

Así hizo su primera entrada en la hermosa ciudad de Milán, cuando lanoche empezaba a caer, y aunque mucho había oído de sus bellezas,nunca se imaginó lo que estaba viendo.

Entraron por la Porta Nova, vasta construcción de piedra del tiempo delos romanos, que sobrevivió a los vengativos destrozos de Barbarroja,1

unos trescientos años atrás. Cruzando el puente levadizo llegaron alcuerpo de guardia, que era en sí una verdadera fortaleza guardada pormercenarios que hablaban el gutural germano de los Cantones.2 Enfilaronel Borgo Nuovo, calle larga y estrecha si se compara con otras de Milán,pero que al joven forastero pareció ancha. La gente que circulaba porella era de composición heterogénea. Opulentos y bien nutridos comer-ciantes se codeaban con nobles acompañados por pajes y lacayos, os-tentando el escudo de armas de la casa; y también con artesanos y condesarrapados mendigos de ambos sexos. Bajo el reinado de Gian María,quedaba poco de la antigua prosperidad de Milán.

Nobles y plebeyos, aún inclinaban la cabeza al paso del duque, peroBellarión, que tenía grandes condiciones de observador, se dio cuentade que en casi todos los rostros se leía odio o temor.

La calle que seguían desembocó en una vastísima plaza rodeada de ol-mos. En el lado del norte descubrió Bellarión, entre una titánica red deandamios y cuerdas, una masa arquitectónica blanca, de las proporciones1Federico I Barbarroja (c. 1123-1190), emperador del Sacro Imperio y rey de Italia en-tre 1155-1190.2Cantón: Cada una de las divisiones administrativas del territorio de ciertos Estados.

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de todo un pueblo. A la primera mirada supo que estaba ante la Catedralque había de ser asombro del mundo.

Cruzaron la gran plaza que Bellarión, por su conocimiento de la histo-ria, sabía que era un lugar sagrado. Allí, en la basílica ya desaparecida,fue bautizado san Agustín. Desde allí, san Ambrosio, el prefecto romanoy después santo obispo, empezó su lucha con la emperatriz Justina,iniciando la contienda entre la Iglesia y el Imperio, que aún seguía des-pués de transcurridos mil años.

La gigantesca iglesia estaba flanqueada por el viejo Broletto, mediopalacio y medio fortaleza que, desde los días de Mateo Visconti,1 veníasiendo residencia de los soberanos de Milán.

Por una poterna2 entraron al gran patio de Arrengo, que tenía aspectoclaustral por las galerías de arcos que lo rodeaban, y pasaron a otrointerior y cuadrado, conocido por el Patio de San Gotardo. Allí desmon-taron los jinetes, y Gian María dio sus órdenes respecto al preso, antesde entrar en palacio.

—Ese domador de perros —anunció Su Alteza— será mi diversión,después de cenar.

Bellarión fue conducido a un calabozo de piedra, subterráneo, en elque predominaba un desagradable olor a humedad. Lo oscuro y frío dellugar deprimió poco a poco su ánimo. Tenía mucha hambre (lo que noayudaba a envalentonarlo), pues desde el pan y queso que tomó al me-diodía, no había comido nada, ni nadie le hizo la caridad de ofrecerle unbocado.

Al cabo de dos eternas horas, su magnificencia, el duque, bajó perso-nalmente a visitarlo. Venía acompañado por Lonate y cuatro hombronescon coletos de cuero, siendo uno de ellos Squarcia. Su Alteza lucíaprincipescas vestiduras, sin que por eso ganara en gallardía su desdi-chada figura.

Vestía una hopalanda de terciopelo con alto cuello y cola, la mitad rojay la mitad blanca, sujeta a la cintura por una tira de mallas de finísimooro salpicado de magníficos rubíes. Los ajustados calzones que se leveían al andar, eran, uno blanco y otro rojo (los colores de su casa). En lacabeza llevaba un gorro redondo del mismo color rojo, adornado por unatira de seda plegada, dispuesta como la cresta de un gallo.

Sus bizcos ojos miraron al preso de un modo que le causó frío.—Y bien, rufián —preguntó Su Alteza—, ¿quieres confesar ahora de

qué hechizo te has valido?1Mateo I Visconti: Sobrino-nieto de Otón Visconti, se proclamó señor de Lombardía, y sussucesores continuaron la ampliación de su poderío. El director de cine, teatro y óperaLuchino Visconti (1906-1976) era descendiente de esta familia.2Poterna: En las fortificaciones, puerta menor que cualquiera de las principales, y ma-yor que un portillo, que da al foso o al extremo de una rampa.

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—No me he valido de ningún hechizo, señor duque.Este sonrió.—Ya veo que necesitas una penitencia de cuaresma para refrescarte la

memoria. Es una penitencia de mi invención, muy saludable para losinsolentes y desmemoriados. Te la aplicaré, y puedo asegurar que senti-rás haber matado mis perros, o que mis perros no te hayan matado a ti—y volviéndose a Squarcia, dijo—: Llévatelo.

Un instante después, Bellarión estaba en una habitación inmediata,igualmente de piedra, pero más amplia. El centro de ella estaba ocupadopor un artefacto de madera, de la altura de una mesa, pero compuestode dos marcos oblongos, uno dentro del otro, y unidos por grandes cla-vijas, también de madera. Del marco interior salían dos cuerdas.

El duque dijo con un gruñido:—Pueden empezar.Dos de los servidores arrancaron la destrozada ropa del cuerpo de

Bellarión, que en pocos segundos quedó desnudo hasta la cintura.Squarcia, procurando disimular su temor supersticioso, se manteníaapartado, esperando una providencial intervención.

Y la intervención llegó, sin que tuviera nada de sobrenatural, puestoque sólo era consecuencia de un mensaje llevado por él mismo.

La pesada puerta que había detrás del duque se abrió dando paso a unhombre de prestigiosa presencia. Aunque pasaba de los cincuenta años,lo bien proporcionado y ágil de su recia figura, el saludable color de surostro moreno, la viveza de sus ojos y lo abundante del cabello, apenasle hacían representar cuarenta. Sobre una túnica de gran riqueza, lleva-ba una hopalanda de terciopelo violeta bordeada por pieles de marta.

Después de observar un momento en silencio, dijo con voz de potentey grato timbre:

—¿Con qué nueva bestialidad se está entreteniendo Su Alteza?El duque se dio rápidamente la vuelta; los criados suspendieron lo que

hacían, y el magnate bajó muy despacio los tres escalones de la puerta.—¿Quién lo ha mandado entrar? —preguntó rabioso el duque.—La voz del deber… Siendo su gobernador…—¡Mi gobernador! —repitió con furia el monstruo—. A mí no me go-

bierna, aunque gobierne a Milán…; y si es gobernador es por mi volun-tad… El duque soy yo…, obraría sabiamente recordándolo.

—Nunca he sido sabio…, ¿quién sabe dónde existe la verdadera sabi-duría? —su tono era reposado y un tanto burlón. Estaba demasiadoseguro de sí mismo para molestarse en disimular sus pensamientos—.Además, me trae otro deber, cuya voz no puedo desoír. La del deberpaternal. Según me han dicho, este preso con quien se proponía pasarun buen rato, pretende ser hijo mío.

—¿Qué le han dicho…? ¿Quién se lo ha dicho?

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La pregunta encerraba una amenaza para la desconocida persona.—¿Yo qué sé…? Hay tantos charlatanes en la corte… ¿Qué más da? Lo

que me importa es saber si usted también lo había oído —y, de pronto,con voz dura preguntó—: ¿Lo sabía?

Dominado el duque por aquella valiente arrogancia, bajó los vuelosdiciendo en son de disculpa:

—Ignora, ¡por san Ambrosio!, que me mató tres perros y entonteció alos restantes.

—También lo debe haber entontecido a usted, señor duque, puestoque habiendo oído que pretende ser mi hijo, se permite maltratarlo, sinponerlo siquiera en mi conocimiento.

—¿No estoy acaso en mi derecho…? ¿He dejado de ser amo de lasvidas de mis vasallos?

Relampaguearon los negros ojos en aquel rostro afeitado de firmeslíneas y cuadrado óvalo.

—Usted es… —se contuvo y volviéndose a Squarcia, dijo imperioso—:Vete, y llévate a esa canalla.

—Están aquí a mi servicio —recordó el duque.—Ya no los necesita.—Cada día es más presuntuoso, Facino.—Si despide a esos pillos, le demostraré lo contrario.Los saltones ojos tuvieron que bajarse ante la severa mirada, y como

fiera vencida bajó la cabeza y dijo a los verdugos en tono sombrío:—¡Fuera de aquí…! ¡Márchense!Facino esperó hasta que salieron, y después dijo al duque a manera de

advertencia:—Se ocupa demasiado de sus perros, y el objeto a que los dedica es tan

brutal como peligroso. El mejor día, los perros de Milán se arrojarán sobreusted, y lo harán pedazos.

—¿Los perros de Milán…? ¿Sobre mí?—Sobre usted, sí. Aunque se crea dueño de la vida de sus vasallos. El

ser duque de Milán no es lo mismo que ser Dios… No lo olvide —y cam-biando el tono, añadió—: ¿El hombre a quien daba caza junto al bosquede Abbiategrasso, era Francesco da Pusterla, según me han dicho?

—Sí, y ese bergante que se llama su hijo intentó salvarlo y me matótres perros…

—Le ha hecho un buen servicio, señor duque, aunque mejor hubierasido poder salvar a Pusterla. Mientras que sólo cace malandrines acusa-dos de robo, o infelices muertos de hambre, nadie intervendrá en susinhumanas diversiones, pero, si echa sus perros sobre los hijos de gran-des casas, le advierto que anda al borde de un abismo.

—No olvide, querido Facino, que un Pusterla era castellano de Monzacuando murió allí mi madre, y usted, que tanto oído presta a los chismes

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de la corte, no ignora lo que todos saben: que fue envenenada por esemalvado.

Facino lo miró con tan significativa expresión, que el duque se pusocolor de ceniza y, desorientado, empezó a decir:

—¡Por los huesos de Cristo …!—Este muchacho no conocía esos motivos —interrumpió el conde— ni

siquiera sabía que fuera usted el organizador de esa infame cacería. Sólovio un prójimo inhumanamente perseguido por perros. Nadie me tacha-rá de blando; pero, en su lugar, habría hecho lo mismo. Dejando estoaparte, le dijo que se llamaba Cane, y este es un nombre que en Milánmerece ser respetado hasta por el mismo duque. Siga cazando hombres,magnífico señor, a su propio riesgo, pero guárdese de tocar a un Cane,sin darme antes conocimiento de sus intenciones —y se calló.

El duque, con la obtusa mente compartida por el temor y la vergüenza,también guardaba silencio. Con tono y ademán que expresaba despreciohacia su ducal señor, Facino se volvió a Bellarión, que se mantenía apar-tado, diciendo:

—Vamos, muchacho, Su Alteza te da licencia; ponte esos andrajos yven conmigo.

Bellarión había aguardado con el temor de escapar de Escila para daren Caribdis.1 Por un instante contempló las enérgicas facciones de aque-lla cara un poco burlona, y obedeciendo maquinalmente se puso lo pocoque aún quedaba de su ropa, y salió del aposento de piedra, detrás delconde de Biandrate.

Con paso lento subió Facino la augusta escalera seguido del joven,que, muy inquieto, no adivinaba la continuación de lo sucedido.

En un espacioso aposento adornado con tapices y alhajado con riquezadesconocida por el joven, y alumbrado por hachones sostenidos en cande-labros de plata maciza, el majestuoso Facino despidió a dos lacayos quelo esperaban, y se volvió para contemplar despacio al que había momen-táneamente salvado.

—Conque has tenido el descaro de darte por hijo mío. Según parece,tengo más familia de la que sospechaba… y sólo me falta saber a quiénhice el honor de ser tu madre.

Se arrojó sobre un sitial, quedando Bellarión en pie frente a él, con suharapienta vestidura, que dejaba ver la carne por los desgarrones.

—Hablando con franqueza, señor, el natural deseo de escapar a unamuerte cruel, me hizo exagerar nuestro parentesco.

—¿Exagerar? —las pobladas cejas se alzaron, aumentando la expre-sión sardónica del semblante—. Veamos en qué consiste la exageración.1Escila y Caribdis: En la mitología griega, dos monstruos marinos que moraban en loslados opuestos de un estrecho. En la actualidad se dice: salió de guatemala para entraren guatepeor.

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—Yo no soy más que su hijo adoptivo.Bajaron de súbito las cejas, frunciéndose en malhumorado ceño.—¡Eso sí que es mentira…! Pudiera tener un hijo sin saberlo… En mi

juventud de soldado prodigué los besos, sin cuidarme de a quién losdaba… Pero no puede adoptarse una criatura sin recordarlo.

Mientras hablaba, Bellarión lo había estado observando, y casi segurode las condiciones de carácter que creía descubrir en el guerrero, con-testó con estudiado exceso de franqueza:

—La adopción fue mía, señor, y no suya. Lo adopté en una hora de supre-ma angustia, como se toma por patrón a un santo. Se habían agotado todosmis recursos, y no podía evitar la tortura y una muerte injusta, sin al me-nos invocar un nombre lo bastante poderoso para protegerme.

Hubo una pausa, en la que Facino siguió contemplándolo sin desarru-gar el ceño. Se le oprimió el corazón al joven, pensando que en su luchacon la suerte había sido vencido. Por fin, sonrió Facino con cierta descon-fianza, al decir:

—¿Conque me adoptaste por padre…? Si cada uno fuera a buscarse lafamilia… Ante todo, ¿quién eres…? ¿Cómo te llamas?

—Bellarión, señor.—¿Bellarión…? ¡Singular nombre, a fe mía! ¿Cuál es tu historia? Con-

tinúa siendo franco, o te entrego al duque por impostor.Se animó el muchacho, pues de las palabras del gran soldado se des-

prendía que, si era franco, no le negaría su ayuda para escapar. Enconsecuencia, repitió el verídico relato que ya había hecho a Lorenzaccioda Trino.

La historia pareció ser del agrado del ilustre Facino Cane, que, des-pués de oírla, comentó:

—Y tú, apremiado por la necesidad, supusiste que ese desconocidojinete se llamaba Facino… La verdad es que no te falta inventiva. Mas,dime qué ha pasado con los perros del duque.

La narración del muchacho no había ido más lejos de su salida deCigliano para Pavía y tampoco ahora contó nada de su estancia en Casale,sino que vino directamente a los campos de Abbiategrasso. En el rostrodel conde se acentuó la incredulidad al oír el relato de la incomprensiblesumisión de los perros, aunque concordaba con lo dicho por el duque.

—¿Qué patrón elegiste para que te protegiera en ese momento? —pre-guntó el condottiero entre severo y jovial— o es que, según dicen, em-pleaste sortilegios…

—Contesté al duque con más verdad de la que él supuso, al decirle que«un can no muerde a otro can».

—¿Cómo…? Pretendes hacerme creer que el solo nombre de Cane…—¡Oh…! No, señor… Pero yo apestaba a perro. El enorme animal que

maté estando sobre mí, me bañó con su sangre, e hizo que los otros perroslo olieran en mi cuerpo. Esta explicación, señor, desvirtúa el milagro.

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—Y tú eres demasiado listo para creer en milagros, ¿eh? —preguntólentamente Facino.

—La paciencia con que su señoría me escucha, es el primer milagroque he presenciado.

—Pero ya debías contar con ese milagro, al adoptarme por padre.—No, señor, mi esperanza era que jamás llegase a sus oídos mi atrevida

adopción.Esta vez la carcajada de Facino fue espontánea.—Me gustas por lo franco —y acercándose a Bellarión, le puso una mano

en el hombro y dijo—: Tu intento de salvar la vida a Pusterla, sin pensar enque arriesgabas la tuya, demuestra un corazón valiente y generoso, que terecomienda a mi protección. ¿Y dices que quieren hacerte fraile?

—Esa es la esperanza del abad —contestó Bellarión sonrojándose antela inesperada alabanza y el súbito cambio de tono—. Tal vez tome elhábito cuando vuelva de Pavía.

—Esa es la esperanza del abad… pero, ¿la tuya?—Empiezo a temer que no, señor.—¡Por san Gotardo! No tienes facha de clérigo. En fin, eso es cosa tuya

—y quitando la mano del hombro del joven, se encaminó Facino a laloggia,1 a través de la cual se veía la noche luminosa y azul como un za-firo—. Tendrás la protección que deseabas al adoptarme por padre. Ma-ñana, bien recomendado y equipado, saldrás para Pavía a reanudar tusestudios.

—Fortalece, señor, mi fe en los milagros.Sonrió Facino, dando una palmada a la que contestaron con su pre-

sencia varios criados con la librea blanca y azul, que eran los colores de lacasa. Las órdenes del amo fueron que cuidaran de que el joven pudieralavarse, vestirse y comer. Ya hablarían después.

1Loggia: Del italiano loggia; galería porticada, a veces decorada con pinturas, que abun-da en las construcciones antiguas de Italia. Local donde se celebran asambleas defrancmasones, cuyos gremios, a lo largo de la historia, se han caracterizado por adoptarel principio de fraternidad mutua entre sus miembros, para promover la paz, la igual-dad, la justicia y la caridad.

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Capítulo III

La condesa de Biandrate

acino Cane y Bellarión hablaron largo y tendido aquella mismanoche, y el resultado fue que el viaje a Pavía no se continuó al día si-guiente ni tampoco en los sucesivos. Estaba escrito que pasarían algu-nos años antes de que Bellarión entrara en Pavía, y entonces su famosaUniversidad no sería el centro de sus aspiraciones.

A Facino le parecía encontrar cierta semejanza entre su carácter y elde Bellarión. También descubrió en él diversos y profundos conocimien-tos que le inspiraron respeto, pues su erudición no pasaba de saberimperfectamente leer y escribir, como la mayoría de los guerreros de suépoca. Le gustaba además la gallarda figura del mozo y la hermosuravaronil de su semblante. Si Dios le hubiera dado un hijo, no podría de-searlo mejor que aquel. De esto a la adopción del muchacho no habíamás que un paso, y Facino lo dio con la impulsión propia de su carácter,al tercer día de la llegada de Bellarión, y después de un largo y detalladorelato de cuanto había pasado en la capital de Montferrato. Tuvo porauditorio, no solo a Facino, sino también a su esposa, que era joven ybella. La narración, unas veces los hizo reír, otras les produjo espanto,pero siempre admiraron al narrador por la sagacidad de su mente, fe-cunda en recursos.

—Buen zorro es el tal marqués Teodoro —comentó Facino—. Su am-bición iguala a su astucia. Lo conozco a fondo, pues al servicio de supadre aprendí la carrera de las armas. Carrera que es mejor para unhombre que la eclesiástica —y saltando del marqués Teodoro a Bellarión,añadió—: Con tu figura y tu inteligencia, ¿vas a dejarte enmohecer enun claustro?

Bellarión suspiró pensativo. La pregunta le pareció una lógica conti-nuación del sueño que estaba viviendo desde hacía tres días, al lado delhombre que eligió por padre. En respuesta se limitó a murmurar la citadel abad: Pax multa in cella, foris autem plurima bella.

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Facino, casi enfadado, replicó vivamente:—El que se empareda para salvar su alma, ¿no es tan cobarde como el

que rehuye el combate?Y con animado verbo, se puso a describir encuentros, hazañas, movi-

mientos estratégicos y astutos ardides.Con gran sorpresa suya, la pelota fue recogida, y Bellarión el estudiante

empezó a discutir el arte de la guerra con el veterano. Con documentadaelocuencia habló de las guerras de la antigüedad. De la enseñanza mo-ral que podía sacarse de la invasión de los espartanos a Ática,1 que dejóel Peloponeso2 descubierto a los ataques de los atenienses. Desde el anchocampo de la estrategia, expuso su teoría de dar la preferencia a la infan-tería como eficaz defensiva contra la caballería, y apoyó sus afirmacio-nes en lo ocurrido con la batalla de Lempach, y en algunas otras reñidaspor los suizos.

No había que esperar de un gran capitán como Facino, cuya arma favo-rita era la caballería, que estuviera de acuerdo con tales teorías, pero sequedó asombrado por los conocimientos del aprendiz de fraile, que jamáshabía tomado parte ni en una simple escaramuza.

El conde había aprendido el arte de la guerra por pura práctica y traslargo y duro aprendizaje. Nunca se le ocurrió que existieran teorías apren-dibles en el recogimiento del estudio, y aunque sin convenir en las ex-puestas por el muchacho, no dejó de admirar su ciencia, y decirse que unrapaz tan ducho en teorías había de aprender sin demora la práctica ytodo lo concerniente a perfeccionarlo en el gran arte de la guerra. Todohombre que siente cariño por su profesión, acoge con gusto un neófito deexcepcionales dotes, y este fue un vínculo más que unía a Facino y Bellarión.

En lo más profundo de su alma sentía el joven un vago deseo, unaespecie de fantástica esperanza de consagrar su vida al servicio de labella princesa de Montferrato. Era un sueño confuso, indefinido, casiinconsciente, pero la puerta que tan tentadoramente le abría Facino,quizás lo llevara a realizarlo.

Se hallaban, por el momento, en la loggia del cuarto de Facino, sobre elPatio de San Gotardo. El amo y su esposa ocupaban sitiales a cada ladodel hueco, y Bellarión, equidistante de ambos, se apoyaba en una de lascolumnas, dando la espalda al patio, silencioso y solitario en aquellahora de la tarde. El joven aventurero vestía, a usanza cortesana, unarica túnica de púrpura sacada del guardarropa de su padre adoptivo, ysujeta por cinturón de cuero violeta con adornos de oro. Su hermosa

1Ática: Región del centro sureste de Grecia, una península al borde del mar Egeo. Erarica en recursos naturales.2Peloponeso: Península meridional de la Grecia continental, situada al sur del Golfo deCorinto y del golfo de Patras. Los turistas la visitan para contemplar, además de supintoresco paisaje, las ruinas de Olimpia, sede de los juegos olímpicos en la antigüedad.

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cabellera negra había sido peinada y perfumada, con mucho cuidado,por un hábil servidor de la casa. Estaba soberbiamente hermoso, y loslánguidos ojos de esmeralda de la condesa lo contemplaban confirman-do en ella la impresión que le causó su franco relato, de que entre él y suesposo no existía el parentesco que supuso en un principio.

—El conde, mi señor, le da acertados consejos —insinuó ella viéndolopensativo—. Basta sólo con verlo, para comprender que no sirve para elclaustro.

La condesa era una hermosa mujer de treinta años, que tenía algo defelino en la elasticidad de los miembros y aún más en la expresión de losverdes ojos rasgados y dormidos que brillaban en un pálido rostro, alque servía de marco un pelo brillante, liso y negro como el azabache.

Bellarión fijó en ella sus grandes y atrevidos ojos negros, y aquella mi-rada despertó desconocida inquietud en el seno de la altiva hija del condede Tenda, casada por ambición con un hombre mucho mayor que ella.

—Sería preciso estar loco para no ceder a tan persuasivas palabras—contestó Bellarión.

—Habla como un cortesano —dijo ella sonriendo—. Segura estoy,Facino, de que harás de él un mozo de provecho.

Facino puso, desde luego, manos a la obra. No era hombre que dilataralas resoluciones. Al día siguiente salió acompañado por su esposa yBellarión para el palacio de caza de Abbiategrasso, donde empezó sindemora la educación seglar1 del joven.

Hubo de aprender equitación y todo lo relativo al cuidado de los caballos.Diariamente se ejercitaba en el manejo de las armas, durante horas ente-ras, bajo la inmediata dirección del propio Facino; lo instruyeron en balísti-ca y en tirar al blanco; lo informaron de la técnica de las catapultas y hastalo iniciaron en los misterios de un arma nueva por entonces, que se llama-ba cañón, cuyos efectos eran más morales que físicos, pues se contaba consu formidable estampido para asustar a los contrarios. Un capitán suizo, alas órdenes de Facino, le enseñó el manejo de la alabarda;2 y de un españolllamado Soto, aprendió a hacer filigranas con la daga.

Al mismo tiempo, la condesa lo llevó hacia más apacibles artes. Todas lasnoches le dedicaba una hora, y muchas tardes salían a caballo para adies-trarlo en la caza con halcón, ejercicio en el que la condesa era muy hábil,demasiado hábil, pensaba Bellarión, y demasiado cruel, para ser mujer.

Una tarde de otoño en la que los rayos del sol no lograban mitigar lofrío del viento, la condesa Beatriz y Bellarión, siguiendo a la feroz ave1Seglar: Perteneciente o relativo a la vida, estado o costumbre del siglo o mundo; que notiene órdenes clericales.2Alabarda: Arma ofensiva, compuesta de un asta de madera de dos metros aproximada-mente de largo, y de una moharra (punta de lanza) con cuchilla transversal, aguda porun lado y en forma de media luna por el otro.

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que perseguía a una magnífica garza real, llegaron al mismo sitio en que elduque lanzó sus perros contra aquel. Allí tuvieron que detenerse, puesel halcón se arrojó sobre la garza, y un grito de agonía de esta anunció elfin del combate a tiempo que ambos volátiles caían, en una nube de des-prendidas plumas, al suelo.

Uno de los cuatro criados que seguían a los cazadores corrió, caperuzaen mano, a recoger el halcón y la pieza cobrada.

Bellarión miraba en silencio, sin compartir la casi infantil alegría de lacondesa.

—¡Magnífica pieza!, ¡magnífica pieza! —exclamaba ella reiteradamen-te, buscando en vano la aprobación del joven. Se fruncieron las finascejas negras de la cruel beldad, demasiado mimada para tolerar que al-guien desaprobara sus caprichos, y con tono de reto, preguntó:

—¿Verdad que ha sido una hermosa presa, Bellarión?Sonrió él, como quien despierta de un sueño, y dijo:—Estaba pensando en otra presa que cayó herida aquí —y refirió que

en aquel sitio fue su encuentro con los perros.—Ignoraba que estuviéramos en lugar sagrado —dijo ella con ironía.Pero él, sin darse por enterado, continuó:—Por eso mi pensamiento estaba en otra parte —y señalando a la otra

orilla, añadió—: Por allí vine de Montferrato.—No comprendo ese aire lúgubre. Me parece que no tiene motivos

para arrepentirse de haber venido.—Los tengo y muy grandes, de gratitud…, mas, algún día espero desan-

dar ese camino para cazar un poderoso halcón, que está cebándose allí.—Aún no ha llegado ese día. Pero el sol va cayendo, y puesto que ha

despertado de sus sueños, más vale que volvamos a casa.No se le escapó a Bellarión la nota agresiva que vibraba en su acento,

y que se repetía cada vez que él recordaba Montferrato. Sin duda prove-nía de algún mal entendido que él no acertaba a descifrar. Durante elregreso y después de una pausa, preguntó Beatriz:

—¿Quiere dar a entender que ha dejado su corazón en Montferrato?—¿Mi corazón? —repitió él sonriendo—. Lo que he dejado allí es un

enredo muy grande, que algún día quisiera desenredar. Si a esto llamadejar el corazón…

—Perseo1 deseando liberar a Andrómeda…2 Debió nacer en los tiemposépicos…1Perseo: En la mitología griega, héroe que acabó con la Gorgona Medusa. Era hijo deZeus y Dánae.2Andrómeda: En la mitología griega, princesa de Etiopía. Su madre, Casiopea, irritó alrey Poseidón, y este, como castigo, envió un horrible monstruo marino a devastar latierra. Los etiopes, para liberarse del monstruo, ofrecieron a Andrómeda como víctimade sacrificio. La encadenaron a una roca a orillas del mar, pero la rescató el héroePerseo, quien mató al monstruo y reclamó la mano de la joven como recompensa.

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—Mas…, ¿por qué tanta acritud, señora?—¿Acritud, yo…, cuando me estoy riendo?—Justamente, se ríe… y el caso es más bien para llorar.—¿El caso de sus desgraciados amores con Valeria de Montferrato?—¡Mis…! —se detuvo palideciendo y acabó por soltar una carcajada.—¿Se ha alegrado de repente?—Es tan cómico lo que dice, madonna, que no puedo dejar de reír…

¡Bellarión el paria, enamorado de una princesa…! ¿Ha descubierto en míalgún síntoma de locura?

La condesa, mirándolo de soslayo entre sus largas pestañas negras,preguntó:

—Si no es amor, ¿qué otra causa pueden tener sus sueños?La respuesta fue dada con sobria austeridad.—Cualquier otro sentimiento que no sea amor. ¿Qué sé yo de amar, ni

qué tengo que ver con él?—Ahí habla el fraile que estuvo a punto de ser. ¿También le enseñaron

los Padres la conventual mentira de que se ha de temer al amor?—Nada me han enseñado de amor, madonna. Pero me basta el instinto

para no ponerme en ridículo. Yo no soy más que un sin nombre, un hijodel arroyo, recogido por caridad…

—¡Beatífica modestia! —interrumpió la dama—, pero a través de ella des-cubro el orgullo de lo que es, y de lo que será, como el del árbol que, desdefangoso suelo, alza su frondosa copa a las alturas; no me parece que seasincero al rebajarse…

—¿Se lo parecería si fuera alabancioso?—¿Por qué ha de serlo…? ¿Era Facino más de lo que es usted a su edad…?

Su nacimiento corre parejo con el suyo y nunca ha tenido su figura, sueducación, ni su todo.

—Señora, acabará por hacerme vanidoso.—Quiero que adelante en su educación. Ahí tiene a Ottone Buonterzo,

que fue compañero de armas de Facino. Como usted, nació en el arroyo,pero fijó la vista en las estrellas… Para subir, hay que mirar muy alto…Levante su mirada, niño.

—Para romperme la cabeza al caer…—¿Ha caído él, acaso…? Ottone es ahora tirano de Parma1 y príncipe

soberano. Lo mismo podría haber hecho Facino, pero le faltaba ambi-ción. En otras cosas no deja de ser atrevido… Por ejemplo, se casa con-migo, hija única del conde de Tenda, cuyo rango se lleva poco con el desu princesa de Montferrato. Pero esta, quizás, sea más bella que yo…¿Qué dice?

—Que a mi entender, señora, es imposible ser más bella que usted.1Parma: Ciudad septentrional de Italia, a orillas del río Parma.

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Un encendido rubor animó las marfileñas mejillas de la condesa, y sebajaron sus párpados hasta acariciar la suave piel con las largas pesta-ñas. Una sonrisa levantó las comisuras de sus sensuales labios, y, po-niendo una mano sobre el brazo del que cabalgaba a su lado, preguntócon alterada voz:

—¿Es eso verdad, Bellarión?Este, no poco sorprendido de la emoción causada por una simple ga-

lantería, la atribuyó a vanidad y contestó brevemente:—Verdad, madonna.Suspiró la condesa, y, sonriendo de nuevo, dijo con entrecortado acento:—Me alegro…, ¡oh…!, ¡si supiera lo que me alegro…! Tenía tantos de-

seos de gustarle…, Bellarión…, Pero temía que esa princesa de Mont-ferrrato pudiera ser un obstáculo.

—¿Un obstáculo…? No la entiendo, señora… Todo cuanto soy lo debo alconde, mi señor, y sería muy ingrato si no me considerara como esclavode usted y de su noble esposo.

Ella lo miró de nuevo, pero esta vez estaba muy pálida, y los verdesojos, poco antes tan dulces, tenían ahora durísima expresión.

—Me habla de gratitud… ¡A mí!—¿De qué quiere que le hable?—Sí…, es cierto… La gratitud es una gran virtud, muy rara…, pero se

ve que usted las tiene todas. ¿No es verdad, Bellarión?La voz había recobrado el tono de agresiva ironía.Pasaron de la explanada a las sombras del bosque, y el escalofrío que

sintieron ambos provenía de causas más hondas que un simple cambiode temperatura.

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Capítulo IV

El campeón

acino Cane continuaba sus vacaciones en los últimos días de 1407,en Abbiategrasso, dedicándose con ardor a los ejercicios y educación desu hijo adoptivo.

Era el primer descanso que se concedía el gran soldado, desde hacíamás de diez años, y sin esa causa, probablemente no lo habría disfruta-do tampoco, pues Facino era de los que no encuentran placer en elreposo absoluto.

En Abbiategrasso, lejos de las turbulencias y por primera vez desde lamuerte de Gian Galeazzo, sin necesidad de estar en guardia, se encon-traba más feliz de lo que recordaba haber sido.

—Si la vida fuera siempre así —decía una noche en que paseaba por elparadisíaco parque acompañado por Bellarión—, podría uno darse porcontento.

—Eso sería vegetar, y el hombre no ha sido hecho para eso… empiezoa darme cuenta… La paz de los claustros es la paz del buey que pasta enla pradera.

—Ya veo que progresa tu educación —dijo Facino sonriendo.—Estoy en buena escuela —contestó el joven—. Disfruta usted de este

alto en sus actividades como el hombre cansado disfruta del sueño, peroa nadie le gustaría dormir toda la vida.

—Mi querido filósofo, deberías escribir un libro para instrucción y re-creo de tus semejantes.

—Lo dejaremos hasta que sea un poco mayor…, puede que aún cam-bie de opinión.

Estaba de Dios que el reposo de que tanto gustaba Facino fuera decorta duración. En la semana antes de Navidad empezaron a llegar adiario rumores de disturbios en Milán, y una mañana en que la nievecaía en densos copos, el gran soldado empezó a pensar en el regreso.

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La mera indicación del viaje enfadó a la condesa, que bordaba al otro ladode la monumental chimenea, en la que chisporroteaba alegremente la leña.

—Creí que habías dicho que permaneceríamos aquí hasta la primavera—dijo en el tono petulante que le era natural.

—No sabía que mientras tanto el ducado peligraría —contestó él.—¿Qué te importa? No es tu ducado, aunque pudiera serlo si fueras otro.—¿Para que tú fueras duquesa, eh? —preguntó sonriendo Cane. Su

tono era tranquilo, pero con un dejo de amargura. No era la primera vezque Bellarión oía este asunto debatido entre los condes—. El honor mepone ciertos obstáculos…, ¿he de enumerarlos?

—Me los sé de memoria —contestó la condesa adelantando el labioinferior, muy fresco y rojo—. Pero esos obstáculos no hubieran detenidoa un Pandolfo1 o a un Buonterzo, que tienen, poco más o menos, el mis-mo nacimiento que tú.

—Dejemos en paz mi nacimiento, si te place.—La repugnancia que sientes a que se recuerde, es fácilmente com-

prensible —insistió ella.Echó él a andar con los pulgares metidos en el cinturón de oro que

sujetaba su hopalanda de terciopelo con pieles de lince y, deteniéndoseante una ventana, murmuró:

—Y sigue nevando.—Aún nevará más en Bérgamo, donde Pandolfo es soberano…Giró Facino en redondo, para interrumpir a la insidiosa condesa.—Y tal vez nieve menos en Piacenza, donde Buonterzo es tirano. Si

gusta, madonna, cambiemos el tema.—No gusto…—Pues yo sí —y su voz tomó el tono que había rendido a escuadrones

enteros a la obediencia.Pero la dama se echó a reír y, ciñendo a su flexible cuerpo la costosa

capa de armiño que la envolvía, replicó:—Y, naturalmente, lo que a ti te gusta ha de ser ley para los demás.

Vinimos aquí cuando se te antojó, y nos iremos en cuanto te canses de lasoledad del campo.

Él la miró un tanto perplejo, y dijo despacio.—No te comprendo, Bice, ni sabía que te placiera tanto Abbiategrasso.

Siempre te quejaste de ser traída aquí, y me aburriste con tus lamentoshace tres meses, al dejar Milán.

—Lo que no impidió que viniéramos.1Pandolfo: Alude a los Malatesta, que se convirtieron en una de las familias más podero-sas de la Italia renacentista. Como soldados mercenarios pusieron sus ejércitos al ser-vicio de otros señores. Segismundo Pandolfo Malatesta (1417-1468); su nieto PandolfoV, falleció en 1534.

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—Eso no es respuesta —y acercándose a ella, le preguntó—: ¿Quésúbito cariño has tomado a este sitio? ¿Por qué esa repugnancia a volvera Milán, siendo tan aficionada a sus placeres y a brillar en las fiestas dela corte?

—Pues ahora prefiero la tranquilidad, ya que te empeñas en que te décuenta de todo. Además, la corte actual nada tiene de divertida y sólosirve para recordarme lo que podría ser si tú quisieras. Otro cualquieraque contara como tú con el afecto del pueblo…

—El pueblo me quiere, Bice, porque me cree honrado y leal, pero perde-ría la fe en mí en cuanto me convirtiera en usurpador. Entonces tendríaque gobernar por el terror.

—Con tal de que gobernaras…—Y sería tan aborrecido como lo es hoy Gian María —concluyó Facino,

sin hacer caso de la interrupción.Bellarión estaba maravillado de la paciencia de su protector ante aquella

descarada avidez. Sin darse por convencida, añadió la condesa:—Ya sabrías imponerte guerreando. Las guerras victoriosas han hecho

poderosa a Milán.—Pero hoy Milán está empobrecida. El mal gobierno de Gian María la

está arruinando. Falta dinero para pagar tropas. En cuanto a usted,señora, la he hecho condesa de Biandrate y tendrá que contentarse coneso. Mi deber es servir al hijo del hombre a quien debo cuanto soy.

—Hasta que ese mismo hijo pague a alguien para que te asesine. ¿Cuán-tas veces ha intentado ya hundir tu título? ¿Qué lealtad le debes?

—No me importa lo que él sea, sino lo que soy yo.—¿Quieres que te diga lo que eres? —preguntó Beatriz, con los verdes

ojos chispeantes de malicia y despecho.—Si eso puede servirte de desahogo. Di cuanto quieras, pero la opi-

nión de una mujer no me impedirá seguir siendo el que soy.—Pues eres un tonto, Facino.—Así lo prueba la paciencia con que te he escuchado. Puedes dar gra-

cias a Dios de que lo sea.Y sin poder aguantar más, salió Facino de la caldeada estancia.Ella quedó con los codos sobre las rodillas y la cabeza entre las manos,

mirando las llamas de la chimenea. Tras una larga pausa, llamó:—¡Bellarión!Al no recibir respuesta, se volvió la condesa y vio que el sitial ocupado

por el joven estaba vacío. Así como el resto de la habitación.—También este es tonto… y además ciego —informó Beatriz a las lla-

mas, encogiéndose de hombros.Nuestros tres personajes no volvieron a reunirse hasta la hora de co-

mer. La mesa estaba ricamente puesta y servida por varios lacayos.

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—Cuando haya concluido, señora —dijo Facino en tono reposado—,hará los preparativos de marcha, pues hoy mismo volvemos a Milán.

—¡Hoy! —exclamó la condesa con desmayada voz—. ¡Oh! Lo haces apropósito, para hacerme sentir el peso de tu autoridad… Tú…

Él la interrumpió, levantando una mano que sostenía un pergamino.Despidió la servidumbre e informó a su esposa de lo que sucedía.

En Milán había disturbios, y graves. Los descendientes de los gibelinospromovían continuos desórdenes, habían incendiado el cuerpo de guar-dia de la Puerta Ticinesa. En la ciudad había escasez de víveres, y estocontribuía al malestar y, para colmo, Ottone Buonterzo, que había teni-do noticias de lo favorable de las circunstancias, estaba levantando unejército para invadir el ducado.

—Esto me escribe Gabriello —concluyó Facino—, y en interés del du-que me ruega que regrese inmediatamente y asuma el mando.

—Y el fiel lacayo corre a defender a su amo —observó riendo la conde-sa—. Mereces que te derrote Buonterzo, y entonces ya sé yo quién seráduque de Milán.

—Cuando él sea duque de Milán, Bice, yo habré muerto —contestóFacino sonriendo—. Entonces podrás casarte con él, ser duquesa yaprender de paso cómo debe tratarse a un marido… Llama a los criados,Bellarión.

La comida terminó rápida y silenciosamente, y una hora después yaestaban listos para marchar. La condesa viajaba en litera, Facino yBellarión, a caballo.

Unos cuantos servidores y un escuadrón de lanceros servían de escolta.Una compañía de suizos que Facino trajo al venir a Abbiategrasso, seguiríaa la mañana siguiente a las órdenes de su capitán, Werner von Stoffel,custodiando los equipajes que serían llevados en carros cubiertos.

Pero en el último instante, Facino, que al levantarse de la mesa pare-cía preocupado e indeciso, llevó a un lado a Bellarión y le dijo sacandouna carta:

—Voy a confiarte una misión, hijo mío. Toma una escolta de diez lan-zas, y a marchas forzadas ve a Génova y entrega esta carta en persona aBoucicault, que es el vicario del rey de Francia. Escucha: en ella le pidoque me alquile mil lanzas francesas. En la carta le ofrezco un buen pre-cio, pero es un viejo avaro y querrá más. Te autorizo para que dobles lasuma si es necesario. Pero no hagas sospechar a Boucicault que esta-mos amenazados, o querrá sacar partido de nuestra situación. Dile quenecesito esos hombres para una expedición de castigo contra algunosseñoríos rebeldes.

Bellarión hizo unas cuantas preguntas, y declaró que no sólo estabadispuesto, sino que se consideraba muy honrado por la confianza pues-ta en él.

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Después de abrazarse se separaron. Facino, para montar y emprenderla marcha, y Bellarión quedó esperando que le trajeran su caballo y queVon Stoffel le diera los hombres para su escolta.

Al dar Facino la orden de partida, su esposa entreabrió las cortinas decuero de la litera y, sacando la cabeza, preguntó:

—¿Dónde está Bellarión?—No viene con nosotros.—¿Que no vie…? ¿Lo dejas en Abbiategrasso?—No…, le he confiado una misión.—¡Una misión! —los dormidos ojos verdes despertaron de pronto,

abriéndose hasta parecer redondos—. ¿Qué misión?—Ninguna que lo haga correr peligro —y picando espuelas para evitar

nuevas preguntas, gritó:—¡En marcha!Llegaron a Milán al caer la tarde, entraron por la Porta Nova, y siguie-

ron a lo largo las murallas hasta llegar a Borgo. Mas, como reguero depólvora, se extendió la noticia del regreso de Facino, y al llegar a la granPlaza, la encontraron llena de una entusiasmada muchedumbre.

Desde la muerte del último duque, jamás había entrado Cane en Milánsin ser aclamado, pero jamás había recibido una ovación tan clamorosacomo aquella.

Su presencia en Milán, en aquella hora de crisis, en uno de los mássombríos momentos del tenebroso reinado de Gian María, llevaba a to-dos los pechos la confianza, haciéndolos concebir esperanzas, quizásexageradas.

Las estruendosas aclamaciones atrajeron al duque a una de las venta-nas, a tiempo que Facino, con la cabeza descubierta y la enérgica fazanimada por una franca sonrisa, correspondía con saludos al entusiasmopopular, mientras que la condesa, habiendo descorrido las cortinas desu litera, se mostraba para participar de la halagadora bienvenida.

Al llegar los viajeros ante las puertas, Facino levantó la vista y su mira-da se cruzó con la del duque. La perversidad de aquellos ojos apagó todasu alegría, pero aun así alcanzó a divisar la siniestra cabeza de DellaTorre, mirando por encima del hombro de Gian María.

Pasaron bajo el sombrío portalón, y después de cruzar el Patio deArrengo, llegaron al Patio de San Gotardo. Allí echaron pie a tierra, sien-do un caballero milanés y güelfo, uno de los Aliprandí, quien se adelantópara sostener el estribo a Facino, al campeón de los gibelinos.

Este, a su vez, se acercó a la litera para ofrecer su mano a la condesa,que, al apoyarse en ella, lo miró con lágrimas en los ojos, diciendo concontenida y vehemente voz:

—¿Has visto…?, ¿has oído? Y, ¿aún dudas…?, ¿aún vacilas?

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—Ni dudo, ni vacilo… Sé cual es mi senda y la sigo —fue la tranquilarespuesta.

—Y en la ventana, ¿has visto al duque y al otro?—Sí, y no les temo. Se necesita más valor del que tienen para manifestar

su odio con obras… Además, les hago falta.—Algún día puede que no sea así.—Esperemos hasta que amanezca ese día.—Entonces será demasiado tarde… Ahora es tu ocasión. No te lo han

dicho esas aclamaciones.—Nada me han dicho que no supiera, ni los de la calle, ni los de la

ventana… Venga, madonna.Y la condesa, rechinando los menudos dientes, subió la escalera mal-

diciendo la hora en que se había unido a un hombre que podía ser supadre, y que era tan pacato.

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N

Capítulo V

El Municipio de Milán

os ensordecen con tantos gritos esos hijos de perra.Tal fue el amable saludo del duque al gran condottiero, que era el últi-

mo de los capitanes de su padre que todavía le permanecía fiel. Pero aúnañadió:

—En cambio a mí, me vuelven loco con sus aullidos y lamentos… Meparece que necesitan una lección de lealtad y se la daré el mejor día.¡Por los huesos de san Ambrosio…! Ya les enseñaré yo quién es el duquede Milán.

No faltaba concurrencia en el salón llamado de Galeazzo, donde elduque recibió al condottiero. Cuando la firme mirada de este recorrió lasfilas de cortesanos, pudo convencerse de la influencia que en aquellospocos meses habían ganado los güelfos. Inmediato al duque, estaba elsiniestro Della Torre, jefe de la ilustre casa Torriani y del partido de losgüelfos, y güelfos eran casi todos los presentes. El único gibelino de notaera el hermano bastardo del duque, Gabriello María, que había hereda-do el buen porte y la hermosa cabellera dorada de su padre, pero queera tan débil y conciliador que podía contarse poco con él.

Facino, con altiva entereza, contestó:—El pueblo ve en mí el posible salvador de nuestro ducado, y bien

sabe que conviene halagar a los que nos hacen falta.—¿Es eso un reproche a Su Alteza? —preguntó Della Torre escandalizado.—¿Alardea de su poder? —gruñó el duque.—Celebro tenerlo, puesto que pienso emplearlo en su favor… Al con-

trario de Buonterzo, que lo usa en contra suya.Detrás de Facino, su esposa observaba alegrándose interiormente. A

ver si aquellos imbéciles conseguían lo que no había logrado ella.El amable Gabriello intervino para disipar la tensión:—Y sea muy bienvenido, señor conde. No podía ser más oportuna su

llegada.

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El duque le disparó una mirada oblicua lanzando un gruñido, peroGabriello prosiguió con imperturbable urbanidad:

—Su Alteza le está muy agradecido por la rapidez con que se ha pre-sentado, obedeciendo a su llamada.

Gabriello asumía las funciones de gobernador de Milán en la parteadministrativa, es decir, que hablaba como autoridad, y Facino, que nollevaba propósitos agresivos, se alegró de pasar por la puerta que leabría Gabriello.

—Mi rapidez es muy natural —contestó él—, puesto que no tengo másobjeto que servir a Su Alteza y al ducado.

Sin embargo, más tarde, cuando se celebró el Consejo para determinarlo que se había de hacer, el tono de Facino volvió a tomar cierta aspere-za. Venía exasperado por otra disputa con su esposa, en la que estavolvió a echarle en cara su falta de energía para apropiarse el Ducado.

La manifiesta malevolencia de Della Torre, la injustificada envidia delduque y la incompetencia de Gabriello, casi hicieron pensar a Cane queBeatriz tenía razón, y que era un tonto en seguir obedeciendo dondepodía mandar.

Empezaron las dificultades cuando se trató de las fuerzas de que sedisponía para combatir a Buonterzo, y Gabriello anunció que sólo podíancontar con los mil mercenarios de la propia condotta de Facino, manda-dos por su teniente Francesco Busone de Carmaguolo, y unos quinien-tos infantes, procedentes de las últimas levas.1

Facino dijo que consideraba esas fuerzas insuficientes para el caso,e informó al Consejo que había pedido mil hombres a Boucicault.

—¡Mil hombres! —exclamó consternado Gabriello, al igual que los res-tantes—. Pero eso cuesta un tesoro.

—He ofrecido quince florines al mes por soldado, y cincuenta por el jefe—contestó Facino—. Pero mi emisario lleva facultades para doblar la suma.

—¡Quince mil florines y quizás treinta mil! Vaya, seguramente estáloco… Pasa del doble de lo recaudado por el Municipio…

—Pues ya verá el Municipio de dónde lo saca; pero lo primero es evitarla invasión del Ducado. Si Buonterzo saquea Milán, costará cincuentaveces más que el alquilar esa tropa. Conque hay que procurar los me-dios de defensa. Eso es asunto suyo, señor gobernador, puesto que lecorresponde la parte administrativa.

—El Municipio dirá que el caso no requiere ese gasto.—Sáquelo de su error.Gabriello acabó por impacientarse.—¿Cómo puedo persuadirlos, cuando yo no lo estoy? Las fuerzas de

Buonterzo no pueden ser muy numerosas. Dudo si en total llegarán amil hombres.1Leva: Reclutamiento de gente para el servicio militar.

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—¿Conque duda —tronó Facino, pegando un puñetazo a la mesa—, ynos hemos de hacer pedazos mis hombres y yo, porque usted se permiteponer las conjeturas en el lugar del conocimiento…? ¿He de arriesgar mireputación…?

—Su reputación está demasiado alta para correr ningún riesgo —in-terrumpió asustado Gabriello.

—Pero, ¿cuánto tiempo la conservaré? Bastante sufrió ya el año pasa-do, cuando con seiscientos jinetes me mandó al encuentro de los cuatromil del mismo Buonterzo. También entonces me dijo que sus fuerzaseran escasas. Si sufro un nuevo descalabro, no encontraré hombres quequieran servir en mi condotta.

Ante esta perspectiva, Gian María no pudo contener la risa. En suabsurdo odio, el anormal príncipe se recreaba en la probable derrota,sin comprender que traería, como inevitable consecuencia, la pérdida desu ducal corona.

Pálido de enojo, se volvió el caudillo hacia el duque:—¿Se ríe Su Alteza? No estará tan alegre cuando llegue, pues al acabar

yo de ser condottiero, terminará usted de ser duque de Milán. ¿Cree queestos podrán salvarlo? —y señaló a Della Torre, Lonate y Gabriello—.¿Qué sabe su hermano de batallas…? Su madre era mejor soldado queél, y ese par de alcahuetes no saben más que adular, sin servir paranada bueno.

Gian María se levantó lívido de ira.—¡Cuerpo de Dios! Facino, si se hubiera atrevido a decir la mitad ante

mi padre, su cabeza habría colgado de la torre del Broletto.—Lo habría merecido si le hubiera hablado a él en estos términos; pero

igual lo merecería si no le hablara así a usted. Hemos de hablar muyclaro para disipar esos vapores de sospechas y malas voluntades.

El ingenio de Gian María, que sólo caminaba por tortuosas sendas, sequedó paralizado ante la franca y leal mirada del amigo de su padre.Pero Della Torre, que había llegado a la privanza1 durante la ausencia deCane, vino en socorro de su amo, diciendo:

—¿Es eso una amenaza, señor conde? ¿Osa insinuar ante Su Altezaque podría seguir el ejemplo de Buonterzo y otros traidores? Dice que seha de hablar claro, hágalo usted, y diga sin ambages a Su Alteza lo quetiene en la mente.

—¡Eso! —gritó el duque, muy contento de verse apoyado—. ¡Hable claro!—¿Necesito demostrar mi lealtad, después del recibimiento que me ha

hecho hoy el pueblo?—¿Qué tiene que ver con su lealtad…?

1Privanza: Primer lugar en la gracia y confianza de un príncipe o alto personaje, y, porextensión, de cualquier otra persona.

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—¿Qué? —y el caudillo, puesto en pie y dominándolos a todos con lamirada, dijo lentamente—: Si no fuera tan leal, sólo tenía que bajar ala calle y desplegar mi bandera… La bandera del can. ¿Cuánto tiempoles parece que seguiría en las torres y puertas de Milán la bandera dellagarto?

Gian María se sentó, de repente, lanzando guturales gruñidos, comoperro a quien quitan un hueso. Los otros tres, en cambio, se levantaron,y Della Torre expuso el pensamiento de todos.

—Un súbdito que él mismo se proclama un peligro para su príncipe, notiene derecho a vivir.

Facino, riendo, contestó:—Pues, manos a la obra, señores. ¡Fuera las dagas…! Son tres y yo

estoy solo… ¿Vacilan…? Ya veo, comprenden que mi muerte sería venga-da por el pueblo, que los haría pedazos —volviéndose hacia el Duque,prosiguió—: Si me envanezco del poder que me confiere el amor de susvasallos, es para que aprecie una lealtad consagrada a defender sus dere-chos. Estos consejeros que, según veo, han aprovechado mi ausencia parasembrar desconfianzas, parece que son de distinta opinión, y yo, habien-do dicho lo que me proponía, lo dejo para que delibere con ellos.

Y salió con tanta dignidad, que los dejó confundidos.Della Torre fue el primero en reponerse.—¡Un verdadero toro, inflado de orgullo! Nos pone el dogal al cuello, y

nos quiere hacer sancionar medidas extremas, para acrecer su famay arruinar el Ducado.

Pero Gabriello, aunque débil e incompetente, a pesar de sentirse lasti-mado por las duras palabras de Facino, se daba exacta cuenta de queun rompimiento con él, en aquellos momentos, equivaldría a la catástro-fe final. Así lo dijo sencillamente, provocando la rencorosa oposición desus dos colegas.

—Lo que él hace, lo podríamos hacer sin él —expuso Lonate—; SuAlteza podría alquilar esas tropas y castigar a un tiempo la insolencia deFacino y la traición de Buonterzo.

Pero Gabriello refutó el argumento.—¿Se figuran que Boucicault alquilaría las tropas del rey de Francia a

un jefe que no le inspirara plena confianza? No se alquilan mercenariospara llevarlos al degolladero.

—Habríamos podido alquilar al mismo Boucicault —insinuó el duque.—Al precio de colocar la bota del rey de Francia sobre nuestros pes-

cuezos…. No…, y mil veces no.La desusada energía de Gabriello no impidió que siguiera la discusión

hasta que Gian María, harto de morderse las uñas en silencio, se levantóde pronto gritando:

—¡El diablo cargue con todos! Ya estoy hasta la coronilla de este asun-to… Arréglenlo como quieran. Tengo cosas mejores que escuchar sus

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sandeces —y salió del aposento en busca de las inconfesables diversio-nes que apetecía su depravado espíritu.

En su ausencia, aquellos tres: el débil, el malvado y el intrigante deci-dieron la suerte de su trono. Comprendiendo, por fin, Della Torre que elmomento no era propicio para librarse de Facino, convino con Gabriello yse decidió requerir1 al Municipio para que confirmara lo hecho por Facino.

En consecuencia, Gabriello reunió al Municipio en pleno y, temiendolo peor, pidió el máximo, es decir, treinta mil florines de oro para elaumento de las tropas.

El Municipio, empobrecido por las continuas rebeliones de los últimoscinco años, aún seguía debatiendo la materia, cuando tres días despuésBellarión entró en Milán a la cabeza de un millar de jinetes, formado, ensu mayor parte, por gascones y «bergundianos», capitaneados por unode los tenientes de Boucicault, el amable caballero llamado monsieur dela Tour de Cadillac.

El pueblo, algo tranquilizado por la vuelta de Facino, pero aún temero-so de atropellos y saqueos, dispensó cariñosa acogida al considerableaumento de fuerzas, que garantizaba su seguridad.

Esto dio ánimos al Municipio, que se enteró, con indecible satisfacción,de que no eran treinta mil florines lo que debía dar, sino sólo quince mil.

Facino quedó gratamente sorprendido, al saber la noticia por boca deBellarión.

—De muy buen humor has debido encontrar a ese mercader francés.—Su humor distaba mucho de ser bueno —contestó el mozo— y el rega-

teo duró dos días. Empezó por reírse de su oferta, calificándola de absur-da, y me preguntó si es que lo tomaba por tonto. En vista de esto, yo medispuse a marchar. Entonces cambió de tono y me rogó que no fuera tansúbito y convino en que bien podría prescindir de esas mil lanzas, peroque el precio no era ni la mitad de lo que valían los soldados.

»Acabó por decir que los cedería a treinta florines por cabeza, y que élcostearía el jefe que los mandara. Me limité a decir que ese precio exce-día a los medios del Municipio milanés. Entonces bajó a veinticinco ydespués a veinte, jurando por todos los santos de Francia que no podíabajar más. Como ya era tarde, le rogué que me diera su respuesta defi-nitiva a la mañana siguiente, pero a primera hora le envié un mensaje dedespedida, lamentando que no hubiéramos podido entendernos, y comoel asunto urgía, anunciaba mi inmediata salida para los Cantones, enbusca de las lanzas.

Facino, que escuchaba boquiabierto, exclamó:—¡Vive Dios…! Eso era arriesgar el viaje.

1Requerir: Avisar o hacer saber algo con autoridad pública. Exigir el cumplimiento dealgo, especialmente con autoridad o fuerza para obligar a hacerlo.

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—No arriesgaba nada. Ya había yo tomado la altura del hombre. Tantaprisa se dio el viejo avaro a ultimar el negocio, que sentí no haberleofrecido un precio inferior. Firmé el contrato en nombre de usted, y nosseparamos en tan amistosos términos, que me regaló una magnífica ar-madura completa, como prueba de su aprecio a Facino Cane y a su hijo.

Facino soltó su franca y sonora carcajada, celebrando la astucia delmuchacho; lo cogió del brazo y lo condujo al Palacio de las Regiones,donde los esperaba el Consejo, por una de las seis puertas que danacceso al vasto edificio en que tenía su asiento la autoridad cívica deMilán. Ya en el patio, lleno de gente que los aclamaba, subieron por unaescalera exterior, de piedra.

Ante el Consejo reunido, junto a cuyo presidente ocupaba un sitialGabriello María, Facino hizo un resumen de lo ocurrido.

—Señores —dijo—, grato les será al ver en las mil lanzas que he alqui-lado al rey de Francia, un baluarte para la seguridad de Milán. Al em-prender la campaña con una fuerza de cerca de tres mil hombres contraBuonterzo, los autorizo para que digan al pueblo de mi parte que puededormir tranquilo. Mas, no acaban aquí las buenas nuevas —y poniendo lamano en el hombro de Bellarión, hizo adelantar a este, diciendo—: Enlas negociaciones con monsieur Boucicault, mi hijo adoptivo ha econo-mizado quince mil florines mensuales al Municipio de Milán, lo que re-presenta una suma de treinta a cincuenta mil florines, según sea laduración de la campaña —y puso sobre la mesa el firmado y selladopergamino.

Dada la penuria del tesoro, la nueva fue considerada casi tan satisfac-toria como un victorioso hecho de armas. El presidente felicitó a Facinopor las altas dotes de estadista que revelaba el joven soldado, a quienquedaba el Municipio hondamente agradecido por el celo que puso en ladefensa de sus intereses.

La gratitud no se limitó a palabras. En el ardor de su entusiasmo, elConsejo Municipal acabó por votar una suma de cinco mil florines, comodébil prueba de su agradecimiento.

Es decir, que, de súbito, se encontró Bellarión no sólo famoso, sino (da-das sus modestas nociones) hasta rico. El presidente del Consejo vino aestrecharle la mano, y después de él hizo lo mismo el hermano naturaldel duque, Gabriello María Visconti, en un tiempo príncipe de Pisa.

Por una vez, al menos, Bellarión casi se desconcertó.

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E

Capítulo VI

Infructuosos avances

l haber hecho lo que hizo Bellarión, no era, después de todo, cosapara despertar el interés de la corte, pero el haber recibido públicamen-te las gracias de Milán, por boca de las primeras autoridades cívicas,más un regalo de cinco mil florines, era hacerse notable de un solo gol-pe. Además, era el hijo del ilustre Facino (lo de adoptivo pasaba poreufemismo de natural) y sus admirables dotes físicas e intelectuales leaseguraban el respeto de los hombres y la admiración de las hembras.Con el amor que todo artista siente por lo bello, cuidaba de su atavío,que siempre era irreprochable, y en aquellas dos o tres semanas quepasó en la corte milanesa, logró ser para todos persona grata. GabrielloMaría le tomó sincero afecto, el duque le puso buen semblante y olvidópor completo el incidente de los perros. Hasta Della Torre, el mortalenemigo de Facino, se mostró con él conciliador.

Bellarión, cuyos grandes y atrevidos ojos lo veían todo sin que suscorrectas facciones demostraran nada, ayudado por el fondo filosóficode su conventual educación, iba secretamente aumentando sus conoci-mientos sobre los hombres y las mujeres.

En aquellos días en que se hospedaba en la parte de palacio destinadaa su padre adoptivo, le causaron malestar las asiduidades de la condesaBeatriz que, muy quejosa de su esposo, tomaba a Bellarión por confi-dente de sus desavenencias conyugales.

—Tengo veinte años menos que él (se equivocaba en cinco años) y porla edad, tanto podría yo ser su hija como usted su hijo.

—Sin embargo, madonna —replicó él, cortésmente— ya hace diez añosque es su esposo. ¿Por qué se casó?

—Hace diez años no parecía tan viejo.—No lo era tampoco…, usted también era más joven.—No se veía tanto la diferencia, hasta que ha empezado a padecer de

la gota. Nuestro matrimonio fue de pura conveniencia. Mi padre me

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obligó, diciéndome que Facino llegaría muy lejos… Sí que llegaría, si nofuera porque se ha propuesto fastidiarme.

—¿Fastidiarla?—Si quisiera podría ser duque de Milán, y al no aceptar lo que le ofre-

cen, ya sabe que me fastidia, pues no ignora que me casé por ambición.—Si eso fuera así, no sería más que darle su merecido, por engañarlo

al casarse con él. ¿Se lo dijo antes de la boda?—¡Como si se dijeran tales cosas…! A veces parece tonto, Bellarión…—Tal vez…, pero si no se dicen, ¿cómo se saben?—¿Qué otra cosa pudo moverme a tomar por marido un hombre que

me doblaba la edad? ¿Qué amor puede aportar una muchacha a uniónsemejante?

—Pregúnteselo a otro, madonna —fue la glacial respuesta—. Nada séde muchachas y menos aún de amor. Esas ciencias no forman parte demis estudios.

Encontrando la condesa que las insinuaciones se embotaban en laarmadura de ingenuidad del joven, armadura voluntariamente puesta,cambió la táctica y atacó de frente.

—Yo puedo reparar esa omisión —dijo Beatriz en voz tan baja como unmurmullo y entornando los verdes ojos.

Bellarión se sobresaltó como si le hubieran dado un pinchazo, mas,reponiéndose en el acto, contestó sereno:

—Sí, podría…, de no existir su esposo.Ella le dirigió una mirada de enojo, poniéndose aún más pálida que de

costumbre. Bellarión continuó:—Tengo con él una impagable deuda de gratitud, y creo que usted

también, madonna. Todavía no sé mucho de los hombres, pero me pareceque hay muy pocos como Facino Cane. Si no satisface su ambición, esporque se lo impide su lealtad.

Sorprende el que la condesa aún se atreviera a insistir…, pero así lo hizo:—¿Lealtad a quién?—Al duque, su señor.—¿Acaso puede ese monstruo inspirar lealtad?—Pues a sus propios ideales, entonces.—Sí, a cualquier cosa menos a mí —replicó ella en tono quejumbro-

so—. En fin, puede que tenga razón, pero esto prueba que él es demasia-do viejo para mí, y yo muy joven para él. Recuerde esto cuando mejuzgue, Bellarión, y sea compasivo.

—Dios me guarde de juzgarla, madonna… No soy quién para eso. Yo loúnico que puedo es recordar que todo cuanto soy lo debo al conde, miseñor, que es para mí un verdadero padre.

—Supongo que no deseará que yo sea también una madre para usted—preguntó burlonamente Beatriz.

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—¿Por qué no, señora…? Es un adorable parentesco.Ella se alejó enojada, mas volvió al día siguiente para solicitar un afec-

to que él no estaba dispuesto a conceder. Tan directas se hicieron suspretensiones, y tan continuos los asaltos a las defensas tras las cualesse parapetaba, que Bellarión, al cabo de su paciencia, decidió concluirde una vez y, aceptando el combate, dijo frunciendo el ceño:

—¿Qué busca en mí, que no pueda darle el conde, mi señor? La únicaqueja que tiene usted de él, es que no la hace duquesa. ¿Puedo yo hacerlo que él no puede?

El contraataque fue de los más atrevidos.—Persiste en no comprenderme. Si deseo que él me haga duquesa, es

porque no puede hacer otra cosa por mí, y, falta de amor, tengo querefugiarme en la ambición.

—¿Cuál de las dos cosas tasa más alto?Levantó ella el marfileño rostro y, con los verdes ojos chispeantes de

deseos, contestó con tierna voz:—Eso depende del hombre que las ofrezca.—A mi entender, el ilustre Facino le ha ofrecido ambas.—¡Facino…! ¡Facino! —exclamó ella con súbito enfado—. ¿Ha de estar

siempre pensando en Facino?—Por lo menos, uno de nosotros, madonna, debe tenerlo presente —con-

testó gravemente el joven.Mientras tanto, en la licenciosa corte de Gian María empezaba a

murmurarse de las asiduidades de la condesa, y el mismo duque hizoalgunos chistes sobre ellos, que, como todos los suyos, eran más obsce-nos que graciosos. En cierta ocasión, dijo:

—Pronto habrá un nuevo parentesco entre Facino y su hijo adoptivo.El mejor día se encontrará con que las artes mágicas del joven Bellariónhan transformado a su esposa en su hija adoptiva.

Tan satisfecho quedó Su Alteza de esta lamentable flor de su ingenio,que la repitió en numerosas ocasiones. Como suele suceder, ninguna deestas malévolas murmuraciones llegó a oídos de Facino. De haber llega-do, mal le habría ido al murmurador, porque el cariño de Cane a suindigna esposa llegaba a la idolatría, y su confianza en ella era inque-brantable. Juzgando a los demás por sí mismo, daba por seguro queBeatriz sólo podía abrigar sentimientos maternos hacia el hijo adoptivode su esposo.

Tal era su convicción, aun cuando la conducta de la condesa pudierahaber despertado sospechas en cualquier otro marido.

Una tarde, a principios de abril, Bellarión recibía un recado de Facino,llamándolo a sus habitaciones.

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Acudió sin tardanza, mas, como aún no hubiera vuelto, cogió un ma-nuscrito de La Divina Comedia, y en tan buena compañía salió a la loggiaque daba sobre el jardín, muy verde en aquel principio de primavera.

Con gran pesar por parte de Bellarión, a quien entusiasmaba la auste-ra música del inmortal poema, se presentó la condesa ricamente atavia-da con túnica de terciopelo blanco y grandes esmeraldas en el brillantecabello negro, que hacían juego con el misterioso verde de sus dormi-dos ojos.

Venía sola, trayendo en la mano un pequeño laúd, que sabía tañer conmaestría. También tenía el don de componer canciones, que en los últi-mos tiempos versaban invariablemente sobre amor mal correspondido,desesperación y muerte.

El conde, según expuso ella a Bellarión, había tenido que ir al castillode Porta Giovia, pero volvería pronto. Para hacer menos larga la espera,le cantaría algo.

Aún estaba cantando, cuando volvió Facino, sin adivinar el disgusto quecausaba la voz a Bellarión, que prefería leer a Dante Alighieri. El condeentró con cierta violencia, revelando preocupación e inquietud.

Sin reparar en la expresión medrosa con que Beatriz miró su ceñudosemblante, ni la ligera turbación de su hijo adoptivo, el condottiero excla-mó como bomba que explota:

—¡Buonterzo ha emprendido la marcha! En la madrugada de anteayer sa-lió de Parma con dirección a Piacenza, a la cabeza de cuatro mil hombres.

—¡Cuatro mil! —repitió el joven—. Entonces cuenta con fuerzas supe-riores a las suyas.

—La superioridad numérica es insignificante y no me preocupa. Perohay que salirle al encuentro. Marcharemos a medianoche. Todo está pre-parado, y podemos descansar unas horas. Aprovéchalas también, hijo.

Ya no era el Facino jovial y paciente, como solía ser en la intimidad; erael caudillo de palabra breve y tono imperioso.

La condesa, que se había levantado y cuyo rostro no tenía color ni aunen los labios, preguntó con voz que apenas podía salir de entre los con-traídos labios.

—¿Bellarión va con usted?El ceño de Facino se hizo aún más pronunciado. Le dolía en el alma

que en la hora de la separación, se preocupara por otro más que por él.Pero su pensamiento no fue más lejos, y la pronta respuesta de Bellariónlo dejó plenamente satisfecho.

—¿Por tan niño me tiene, madonna, que piensa que debía quedarmecon las mujeres? Por nada quisiera perder tan buena ocasión —el entu-siasmo encendía sus mejillas y aumentaba el brillo de sus ojos.

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Facino lo miró con orgullo.—¿Oyes lo que dice el rapaz? —preguntó riendo—. ¿Tendrás la cruel-

dad de negarle tu licencia?Ella, que había recapacitado, cogió la pelota al vuelo y, con más com-

postura, añadió:—A pesar de su estatura, no es más que un niño, y para ir a la guerra…—Un niño… ¡Bah! —interrumpió el conde—. Para llegar a maestro, hay

que empezar pronto. A su edad, ya mandaba yo una tropa —y rió de nuevo.

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P

Capítulo VII

Maniobras

oco antes de medianoche salieron del viejo Broletto.Facino llevaba a Bellarión por ayudante, un paje conduciendo una mula

cargada con las armaduras, y media docena de hombres de armas.Facino iba taciturno y pensativo. En la despedida de su esposa no

había encontrado la ternura que ambicionaba; el duque, por quien iba apelear, ni siquiera salió a despedirlo. Según le dijeron, no se hallaba enpalacio. Esta ausencia la tomó el conde como una nueva prueba de lamalevolencia que el duque le demostraba de continuo.

Cuando el reducido grupo de jinetes llegaba al borde de Porta Giovia, ala clara luz de la luna, vieron salir de una callejuela un hombrón, casiarrastrado por tres enormes perros, que olfateaban con la nariz pegadaal suelo. Seguía una figura mucho menor, envuelta en una capa, quegritaba con petulancia:

—¡No corras tanto, Squarcia…! ¡Cuerpo de Dios…! Te digo que no corras…Estoy sin aliento.

La estridencia de la voz era inconfundible. Tras el duque, venían seislacayos con armas dándole escolta.

Squarcia y sus formidables perros cruzaron la calle, casi delante delcaballo de Facino. El gigantesco jefe de jauría contestó sin detenerse:

—No puedo detenerlos, señor Duque… Están sobre la pista y tienenmás fuerza que mulas. ¡El diablo se los lleve…! —y desapareció por otrooscuro callejón.

El jefe de la pequeña escolta, preguntó con voz de reto:—¿Quién va a estas horas?El conde soltó una carcajada de amargura, al contestar:—Facino Cane, señor duque, que va a la guerra.—¿Y eso lo hace reír? —preguntó el obtuso príncipe sin comprender la

amargura de la risa ni el motivo de la amargura.

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—Sí, me río al ver que voy a batirme por el duque de Milán, que es midiversión, mientras dejo al duque de Milán entregado a las suyas.

—Bueno…, pues, mucha suerte y tráigame la cabeza de ese traidor deBuonterzo.

—Su Alteza es muy bondadoso.—Vaya con Dios —y reanudando la marcha, gritó—: ¡Squarcia…! ¡Mal-

dita sea tu alma…! ¡No tan de prisa! —y la negrura del callejón se lostragó a todos.

Volvió a reír Facino, diciendo:—«Vaya con Dios», es la despedida de su magnificencia el duque. El

Diablo quede con él… ¿Qué nueva porquería estará haciendo esta noche?—y rozando su caballo con la espuela, gritó—: ¡Adelante!

Llegaron al castillo de Porta Giovia, la vasta fortaleza construida porGian Galeazzo, cuyo puente levadizo fue bajado para recibirlos, y entra-ron en el gran Patio de San Donato, que hervía de soldados y carros contodos los pertrechos para la campaña. En la gran explanada, delante delas murallas del castillo, estaba acampada la tropa de Facino, capita-neada por Carmaguolo.

El conde atravesó el castillo, dando aquí y allá breves órdenes al pasar.Ya en la explanada, pasó revista a las fuerzas a la luz de la luna, reforza-da por media docena de resinosas teas, y colocándose a un lado juntocon Bellarión, seguido por Beppo, el paje, y su pequeña escolta particu-lar, las dejó pasar por la vía de Melegnano.

El orden de esta había sido acordado entre Facino y su tenienteCarmaguolo, que mandaba la vanguardia, compuesta por quinientos ji-netes de la guardia cívica de Milán y trescientos germanos de infanteríaarmados con las formidables picas teutonas, de quince pies de largo.Todos eran hombres corpulentos y con barba, que al marchar entona-ban canciones extranjeras de suave ritmo. Tenían por jefe a un tudescollamado Koenigshofen.

Seguía De Cadillac, que mandaba a los franceses: ochocientos jinetesarmados de punta en blanco y, los doscientos restantes, formando unacompañía de ballesteros.

Tras los franceses avanzaba una interminable fila de carros tirados porbueyes; en unos iba el bagaje de la tropa, tiendas, utensilios, municio-nes, etc., y en otros, el material de guerra, entre el que se contaba unresonante cañón.

Por último, venía la retaguardia, formada por la condotta de Facino,recientemente aumentada con mil doscientos hombres, y a la que sehabían añadido los trescientos suizos a las órdenes de Werner von Stoffel,armados con las cortas pero terribles alabardas suizas.

Cuando hubo desfilado el último soldado y la distancia apagó el eco delas canciones germanas, Facino, a la cabeza de su pequeño grupo, siguióen pos de la tropa.

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Al mediodía siguiente hicieron alto en la aldea de Ospedaletto, habien-do cubierto veinticinco millas en aquella primera marcha. Era imposiblemantener el paso, ni se habría mantenido, a no ser por la prisa del jefeen llegar a la orilla sur del río Po, antes de que lo cruzara Buonterzo. Poreso, dejando el grueso de la fuerza en Ospedaletto, él, con quinientaslanzas, se adelantó hasta Piacenza. Con ellas, en caso de necesidad,podía sostener la cabeza del puente hasta que se le reuniera el resto delejército.

En Piacenza aún no había noticias del enemigo, y en Scatti, que domi-naba la ciudad por concesión del duque de Milán, encontró Cane uninesperado aliado, pues por miedo al saqueo, que acompañaba todas lasacciones de Ottone, se mostró solícito con Facino, para que sus tropas lesirvieran de escudo.

Habiendo cruzado el río Po sin accidentes, Facino reunió su ejército alas orillas del tributario Nure.

Destruyó el puente y se quedó esperando la llegada del enemigo, queya había avanzado hasta Pontenure, a unas diez millas de distancia.

Pero Buonterzo no siguió el camino recto, sino que, cruzando por lascolinas, bajó al valle del Nure, amenazando caer sobre el flanco enemigo.

Esto fue el principio de una serie de marchas y contramarchas, queduraron una semana, sin que llegaran a romperse las hostilidades.

Al principio, Bellarión se sorprendió de que dos jefes, que deseabandestruirse mutuamente, parecieran tan empeñados en evitar el comba-te. Mas no tardó en comprender la causa que los hacía obrar así. Ambospeleaban con tropas mercenarias, y sabido es que a estas no les gustahacerse matar. Combatían por interés y por coger prisioneros que pu-dieran valerles buen rescate, y cada bando exigía de sus jefes que lesescogiera un sitio de tantas ventajas estratégicas, que el enemigo que-dara a su merced. De esta regla general hay que exceptuar a los suizos,que combatían en todos los terrenos. Pero los suizos eran una pequeñaparte de la fuerza de Facino, y no había ni uno en la de Buonterzo.

Tres días llevaba Facino en San Nicole, cuando recibió la noticia deque el enemigo avanzaba por Aguazzano, y estaba ya a menos de ochokilómetros, deseando entrar en acción de inmediato.

En aquella hermosa mañana de mayo, en la mejor casa del pueblo, enla que había establecido su cuartel general, Cane reunió a sus principa-les jefes: Carmaguolo, Koenigshofen, Von Stoffel, y el francés De Cadillac.

En un reducido y sencillo aposento de la planta baja, se agruparontodos, incluso Bellarión, ante la mesa de pino sin pintar, a la que sesentaba el gran condottiere. Este, con un trozo de yeso en la mano,trazó sobre la blanca superficie de la mesa un plano poco detallado,pero que se ajustaba bien a la escala. Bellarión gustaba mucho deestudiar estos planos.

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—Buonterzo está aquí —dijo Facino señalando—, y la marcha forzadaque acaba de hacer, lo obligará a descansar unos días.

Carmaguolo intervino. Era un buen mozo, algo pagado de sí mismo, ycon más arrojo que inteligencia.

—El sitio es demasiado favorable para poder atacar desde la llanura.En Aguazzano está el enemigo parapetado en las colinas, desde las quecaerá como una avalancha sobre la planicie.

—No me interrumpas, Francesco —dijo Facino en tono seco—. No esmi intención atacar de frente, sino aparentarlo. He aquí mi plan: dividoel ejército en dos partes. Una de ellas, compuesta por la caballería fran-cesa, la milicia cívica, y las picas de Koenigshofen, mandada por ti,Francesco, marchará directamente sobre Aguazzano, como si quisieraatacar. Allí llaman la atención de Buonterzo y lo retienen; mientras tan-to, yo, con el resto de las fuerzas, tomaré el camino de Travo y, trepandoa las colinas, caeremos sobre el campamento contrario. En ese instanteiniciarán ustedes el ataque a fondo, de manera que Buonterzo se verácogido entre dos fuegos.

Un murmullo aprobatorio acogió la explicación.Facino miró a cada uno de sus oficiales y, sonriendo, añadió:—La posición no puede ser más favorable para esta clase de maniobra.Entonces, Bellarión, el teórico del arte de la guerra, se atrevió a decir:—La falta está en suponer que la situación se sostendrá hasta iniciar-

se la acción combinada.Carmaguolo ahogó un bufido, el tudesco y el francés miraron al joven

con altiva sorpresa, y Facino se rió a carcajadas por tamaño atrevimiento.Werner von Stoffel fue el único que reservó su opinión, y Facino,

después de desahogar su desdén en risa, condescendió a dar una ex-plicación.

—Mantenemos la posición por la rapidez de nuestra vanguardia, queno dará tiempo al enemigo para cambiar de sitio. La necesidad de reposolo ha hecho tomar esa fuerte posición, y su confianza en ella será latrampa en que lo cojamos —se levantó para dar a entender que el Con-sejo estaba terminado y añadió—: Los detalles que los arregle cada jefepor sí mismo. Lo importante es que nos pongamos en movimiento dejan-do aquí la impedimenta1 y cuanto pueda entorpecer la marcha… Antetodo, la premura.

Sin dejarse intimidar por el anterior desdén, insistió Bellarión diciendo:—Si yo estuviera en lugar de Buonterzo, tendría espías en las alturas,

desde Rivergaro a Travo, y al enterarme de sus intenciones caería pri-mero sobre Carmaguolo, y una vez aniquiladas sus fuerzas saldría al

1Impedimenta: Bagaje que suele llevar la tropa, que impide la celeridad de las marchasy operaciones.

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encuentro de las suyas, con el mismo fin. Esa división en que fundausted la victoria sería la causa de la derrota.

De nuevo reinó el silencio ante el aprendiz de fraile, que osaba discutiren materias de guerra con expertos soldados.

—Bendigamos al cielo —dijo Carmaguolo con cortante sarcasmo— deque no mande usted las tropas de Buonterzo, pues, de ser así, estaría-mos perdidos—, y lanzó una cruel carcajada que, por fin, redujo a Bella-rión al silencio.

Las dos partes en que se dividió el ejército se pusieron en marcha alamanecer, dejando atrás la impedimenta, incluso el cañón, por enten-der el jefe que no precisaba de él para operaciones de aquella índole.Antes de medianoche Carmaguolo había alcanzado el límite de su jorna-da, a una milla de Agguazzano, y Facino estaba en Travo, dispuesto atrepar a las alturas con la primera luz del alba, para caer sobre el campode Buonterzo.

Mientras tanto, descansaban las tropas, y el mismo conde se recogióun par de horas, en una tienda de campaña que precipitadamente searmó para él.

Pero Bellarión, demasiado excitado por la perspectiva del combate, e in-tranquilo por la suerte de este, se puso a pasear por la orilla del río, a dondese le unió Von Stoffel.

—Yo no me he reído de usted —recordó el suizo.—Le agradezco la cortesía —contestó el joven.—No ha sido por cortesía.Siendo el suizo un buen patriota y hábil guerrero, no tenía aspecto de

ninguna de las dos cosas. De mediana estatura y cuerpo ligero, quevestía con esmerada elegancia, su fino rostro moreno y sus soñadoresojos, cuadraban más a un poeta que a un soldado; y sin embargo lo era,y tan intrépido como resistente.

—Expuso usted una contingencia —dijo— que merecía ser tomada enconsideración.

—Jamás he visto una batalla —declaró Bellarión—, pero no me parecebuen estratega el que no prevé todos los movimientos que pueda hacerel enemigo.

—Y el que usted insinuó, es, por desgracia, muy verosímil.—Si tal es su opinión —dijo el joven, mirando al suizo a la diáfana

claridad de la cálida noche de verano—, ¿por qué no me apoyó?—Los tres oficiales allí presentes son superiores a mí en edad y catego-

ría, y no doy consejos a menos que me los pidan. Por eso no me atrevo adecir al jefe que repare su omisión y ponga espías en las alturas. Está de-masiado seguro de la vulnerabilidad de Buonterzo.

—¿Y para eso me busca, esperando que se lo diga yo? —preguntó son-riendo Bellarión.

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—Sería muy conveniente…Bellarión reflexionó.—Hagamos algo mejor, Stoffel… Vayamos nosotros mismos y obser-

vemos.Poco más de una hora necesitaron para subir a la cima, y con las

primeras luces del alba distinguieron todas las estribaciones que se ex-tendían hasta Aguazzano, y lo que vieron a la grisácea luz del amanecerfue algo muy parecido a lo supuesto por Bellarión. La diferencia consis-tía en que en lugar de batir primero a Carmaguolo y después a Cane,Ottone se proponía empezar por este último. En el acto comprendió nues-tro estratega la enorme ventaja de este movimiento para el enemigo, quecaería desde arriba sobre la posición de Facino, y una vez derrotadoeste, se encontraba al mismo nivel que Carmaguolo, pudiendo atacarlopor la retaguardia. Desde el picacho en que estaban Stoffel y Bellariónvieron ponerse en movimiento el grueso del ejército, mandado porBuonterzo.

Los observadores, sin esperar más, emprendieron velozmente el regre-so llegando sin aliento a la tienda donde aún descansaba Facino. Lasnuevas que traían lo despabilaron en el acto. Sin perder tiempo en dis-cusiones, el jefe llamó a sus oficiales comunicando órdenes para poner-se de inmediato en marcha por el valle, a fin de reunirse con Carmaguolo.

—Esa maniobra no podrá llevarse a cabo —observó tranquilamenteBellarión.

Facino le lanzó una fulminante mirada y, después de despedir a losoficiales, al quedarse con su hijo adoptivo y Stoffel, dijo al primero.

—¿Qué mil diablos te propones con dar siempre tu opinión, que nadiete pide?

—Si hubiera atendido, señor, la opinión que manifesté ayer, no estaríaahora en tan desesperada situación.

—¿Cómo que desesperada? —explotó Facino.—Dígnese seguirme, señor.El conde lo siguió maquinalmente, y Stoffel se fue tras ellos en silen-

cio. Al aire libre, como si río, valle y montañas fueran un inmenso mapa,Bellarión habló, cual pedagogo que explica una tesis a sus discípulos:

—La actual posición de Buonterzo ya ha hecho imposible el que sereúnan por el valle con Carmaguolo. En menos de una hora coronará elenemigo las alturas, y lo aniquilará, señor, como los suizos a los austría-cos en Morgarten.

La impaciencia y el enojo de Facino se habían trocado en asombro yabatimiento. Lo que más lo consternaba era no haber previsto él unasituación adivinada por alguien, cuyos conocimientos del arte de la guerraeran puramente teóricos.

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Sin responder, y acariciándose la barbilla, se esforzaba el conde pordominar su amarga humillación.

—Si me hubiera escuchado ayer…—¡Basta! —interrumpió Facino—. Lo hecho, hecho está, y ahora hemos

de tratar de lo que se ha de hacer —dirigiéndose a Stoffel, añadió—: He-mos de retirarnos a la orilla opuesta del río antes de que nos arroje a élBuonterzo. Cerca de Travo tenemos un vado.

—Eso —se atrevió a insinuar el suizo— es aumentar la distancia quenos separa de Carmaguolo.

—¿Acaso no lo sé? —tronó Facino furioso consigo mismo y con el mun-do entero—. ¿Creen que no veo nada? Que se envíe ahora mismo unmensaje a Carmaguolo mandándole que vadee el río a la altura de lasislas, y venga a reunirse conmigo.

—Mas, si Buonterzo carga sobre nosotros mientras vadeamos el río…—Eso hay que impedirlo —interrumpió Bellarión—. Justamente la vis-

ta de esas colinas bajas, que dominan el vado y están cubiertas de bos-que, me ha inspirado un plan.

—¿Qué plan…?—Sírvase oírme, señor. Hay que incitar al enemigo a que lo persiga al

otro lado del río. Lo que sucederá infaliblemente si lo cruza sin cautela yfingiendo desorden. Un ejército que huye, es un cebo irresistible para elque cuenta con fuerzas superiores. Así ganó su última victoria el duqueGuillermo de Normandía,1 en Senlac. La perspectiva de obligarlo a pelearantes de que llegue Carmaguolo, hará que Buonterzo se obstine en al-canzarlo, aunque se le dispute el paso. De eso me encargo yo con cienballesteros. No necesito más. El fin será que se abrirá camino, o, desis-tiendo de pasar, querrá caer sobre Carmaguolo. Pero antes de que suce-da lo uno o lo otro, ya tendrá reunida sus fuerzas, y bien esté aún aquí,intentando cruzar, o bien marche por el valle, lo pillará desprevenido siobra con rapidez. Yo, con cien arqueros, me comprometo a entretenerlohasta la puesta del sol.

Atónito por la concisa exposición de este admirable plan, Facino, traslargo silencio, preguntó:

—¿Y si sucumbes?—Siempre habré podido detenerlo lo bastante para permitirle salir del

atolladero en que ahora está.Sonriendo con amargura, se volvió el conde al discreto suizo y dijo:—Mal debe andar mi cerebro, Stoffel, cuando un muchacho puede

darme lecciones en el arte que he practicado toda mi vida. Y usted, ¿leconfiaría cien ballesteros a este servicio?

1Guillermo I el Conquistador: (1027-1087), duque de Normandía primero y luego rey deInglaterra. Libró numerosas batallas y conquistó importantes triunfos.

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—Con la mayor confianza.Pero Facino vacilaba.—Una acción como la que propones, puede dar lugar a una carnice-

ría… Buonterzo estará impaciente por cruzar, y pegará de firme a losque se lo impidan.

Sonriendo, contestó Bellarión:—Cuento con esa impaciencia para detenerlo aquí cuando debiera es-

tar en otra parte.

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E

Capítulo VIII

La batalla de Travo

l sol de la mañana hizo brillar las armas de la vanguardia deBuonterzo en las alturas, cuando la retaguardia de Facino aún chapo-teaba en el vado. Los últimos en cruzar fueron los cien suizos de Bellarión,con las ballestas en la cabeza, para que no se mojaran las cuerdas.

Buonterzo vio el grueso de la fuerza enemiga pasando a la orilla opues-ta en aparente desorden, y persuadido de que se trataba de un ejércitodesmoralizado por el pánico, dio la orden de perseguirlo.

Un nutrido escuadrón de caballería bajó haciendo eses por la ladera,en tanto que un considerable contingente de infantería tomaba por losatajos de la montaña.

Apenas se habían perdido de vista los últimos rezagados de la fugitivatropa, cuando los primeros jinetes contrarios llegaban a la altura delvado. Mas, antes de que la cabeza de la columna alcanzara el centro dela corriente, se oyó el siniestro quejido de las ballestas y cincuenta fle-chas vaciaron casi otras tantas sillas. Se detuvo la columna y, mientrasvacilaba, otra nube de flechas vino a aumentar la confusión.

Los que habían quedado vivos, retrocedieron, y los que venían detrás,pugnaban por avanzar, destrozándose unos a otros, con gran griterío ypataleo de caballos. Los hombres de Bellarión cargaron de nuevo lasballestas, y una lluvia de ellas cayó sobre la masa de jinetes en mediodel río, que no podía avanzar ni retroceder.

Bellarión aprovechó la oportunidad para enviarles cien flechas de unavez, y esto produjo tal pánico, que dio al traste con todas las vacilacio-nes. Volvieron grupas los pocos que aún podían hacerlo, y llevando pordelante los caballos sin jinete, y recogiendo al paso los heridos que pu-dieron, ganaron aceleradamente la orilla.

El efecto que esto causó en Buonterzo fue el que había supuesto Bella-rión, en su intuitivo conocimiento de los hombres. Su furia llegó a loslímites de la insensatez.

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Desde la altura en que estaba sobre su caballo, podía ver el fingidodesorden de las tropas de Facino, y maldiciendo del retraso, bajó al vallecon el resto de las fuerzas.

Los oficiales, excitadísimos, lo aturdieron con el relato de los hechosque ya había presenciado.

—Ya les enseñaré yo cómo se salva ese obstáculo —dijo el jefe—, ymandó que fueran cien hombres a la aldea de Travo, y trajeran todas laspuertas y postigos del lugar.

Tres horas justas se perdieron en esa medida preventiva, pero Buonterzocontaba conque las compensaría la rapidez con que limpiaría el bosquede los condenados ballesteros.

Terminados los preparativos, Buonterzo inició el ataque enviando uncuerpo de trescientos infantes, llevando sobre la cabeza los voluminosose improvisados escudos, y arrastrando las picas sujetas al cinturón.

Desde la cumbre de la colina, Bellarión vio que avanzaba por la corrien-te lo que parecía un sólido techo de madera. La caballería estaba prepara-da para seguir a los infantes, en cuanto estos hubieran despejado el camino.

Cambiando de táctica, el joven estratega apostó la tercera parte de susfuerzas a lo largo de la orilla, para poder dar en el lado vulnerable. Vola-ron veinte flechas y aunque no todas hicieron blanco, el efecto moral fuetremendo sobre unos hombres que se creían seguros. Un segundo y máscertero vuelo de flechas, puso la columna en completo desorden.

Los muertos obstruían el paso, los heridos caían al agua pidiendo so-corro a sus compañeros, y estos despertaban los ecos del valle, con susjuramentos y maldiciones, como hicieron anteriormente los jinetes. Puer-tas y ventanas cayeron al agua, y rota la continuidad del techo de made-ra, los que bajo él se cobijaban quedaron expuestos a las flechas dearriba, lo mismo que a las del flanco.

Un oficial a caballo entró en el río, y a fuerza de gritos y amenazaslogró que se obedeciera la orden que traía. Los que aún conservaban losescudos de madera, fueron puestos a la vanguardia, con ellos al brazo,para proteger sus cuerpos contra los invisibles enemigos. Mas, no bienfue ejecutada la maniobra, volaron las flechas desde arriba quedandoclavadas en las descubiertas cabezas de los asaltantes. Esta vez el des-concierto fue total. Retrocedieron, arrojando los inútiles armatostes, yuna nueva lluvia de flechas hizo más rápida la huída, en la que varios,perdiendo pie, fueron arrastrados por la corriente.

Lívido de rabia y pena, contemplaba Buonterzo el trágico resultado dela segunda tentativa. Mas, obrando con la terquedad prevista porBellarión, aún quiso forzar el paso con un tercero y más fuerte contin-gente de soldados.

El sol llegaba al cenit, y ya llevaban más de cuatro horas perdidasen aquel infernal vado. Comprendiendo el jefe, a pesar de su furiosa

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impaciencia, que la precipitación no hace ganar tiempo, se detuvo a re-flexionar y envió algunos hombres a que siguieran la orilla, hacia arriba yhacia abajo, a ver si a corta distancia se encontraba otro paso. La infruc-tuosa exploración hizo perder más de una hora. Pero, mientras tanto,Buonterzo había organizado una tropa de quinientos jinetes con armadu-ra completa, cuyo mando confió a un joven caballero llamado Warallo.

—Cruzarán el río sin reparar en pérdidas —fueron las instrucciones desu jefe—. Los emboscados no pasan de doscientos. Sus flechas no pue-den traspasar las armaduras, y sólo tendrán que sufrir algún rasguño.Ya en la otra orilla, no den cuartel a nadie. No quiero prisioneros. Pasena cuchillo a cuantos haya.

Por esta vez, las flechas resbalaron sobre el acero de cascos y corazas,y Warallo, animado por su ineficacia, incitó a sus hombres al avance.Pero Bellarión, aleccionado por la experiencia, mandó que se apuntara alos caballos. El resultado fue un concierto de ensordecedores relinchosy una docena de guerreros que cayó al agua, a cuyo fondo los arrastrabala pesada armadura.

Sin desalentarse por la momentánea confusión, Warallo reorganizó sutropa, y consiguió tomar tierra. Una nueva remesa de flechas mató unadocena de caballos y varios hombres, antes de que Warallo, al frente desu fuerza, trepara ladera arriba hacia la cima del bosque.

Todo el ejército de Buonterzo, a lo largo de la orilla izquierda, aplaudiócon entusiasmo, repitiendo:

—«¡No den cuartel…! ¡No den cuartel!»Estos gritos llegaron a los oídos de Facino Cane, al subir a la montaña,

en cuya falda se extendía todo el ejército contrario. Tan aprisa habíaseguido el plan que le trazó Bellarión, que, volviendo a pasar el río porRivergaro, se reunió con Carmaguolo, y junto con él emprendió la subi-da, habiendo cubierto doce millas en cinco horas.

Allí, bajo sus pies y a merced suya, tenía al ejército de su enemigo,mantenido en jaque por la serenidad y arrojo de Bellarión y de sus ciensuizos. Mas, si estaba seguro de haber llegado a tiempo para cantarvictoria, tal vez sería demasiado tarde para salvar a Bellarión.

De inmediato mandó a De Cadillac que se abriera paso y procurarasalvar a los cercados. Como una avalancha bajó la caballería francesa,cayendo sobre un enemigo harto asombrado para tomar ni siquiera lasmedidas de defensa que le ofrecía el terreno.

Entre la aterrada masa, se abrieron paso las fuerzas francesas, hirien-do a unos, pisoteando a otros y lanzando a no pocos al río. Cruzaron elvado sin aflojar el paso, y subieron la colina donde estaba Warallo consus quinientos hombres.

Cuando el joven jefe se vio atacado por una fuerza el doble de la suya,hubo de apelar a la fuga, y con De Cadillac y los suyos pisándoles el

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terreno, bajaron en insensata carrera por el lado opuesto de la colina,siguiendo por la llanura. El francés los persiguió algo más de una milla,pero temiendo que su caballería pudiera hacer falta en la batalla, mandódar la vuelta.

Al pasar, hicieron un somero registro en el bosque, pero sólo encontra-ron grupos de suizos muertos, con excepción de uno, que aún vivía apesar de sus horrorosas heridas, y lo llevaron consigo.

Cuando pasaron nuevamente el vado, la famosa batalla de Travo, co-nocida en la historia por este nombre, había concluido.

La brecha que en las fuerzas de Buonterzo abrió la carga De Cadillac,no volvió a cerrarse. Conscientes del inminente peligro que los amena-zaba, las dos partes del roto ejército emprendieron la huída, unos haciael pueblo y otros a lo largo del valle; entre estos últimos se contaba elmismo Buonterzo.

Facino, con su tropa, bajó de la montaña emprendiendo la persecuciónde los fugitivos. Sólo Buonterzo y unos doscientos jinetes lograron sal-varse haciendo un desesperado esfuerzo. Los restantes, cuyo númeroascendía a unos mil hombres, arrojaron las armas y se rindieron antesde que se lo mandaran.

Koenigshofen, que mandaba una de las tres partes en que el ejército sehabía dividido, obtenía el mismo resultado de los que huyeron hacia elpueblo.

Dos mil prisioneros, mil quinientos caballos, cien carros bien cargadosy muchas armas: tal fue el botín que la batalla de Travo puso en manos deFacino Cane.

Al acercarse Carmaguolo agitado y radiante para darle cuenta de locompleto del triunfo y de la riqueza del botín, el caudillo lo interrumpió,preguntando:

—¿Y Bellarión?De Cadillac contestó diciendo lo que había visto en el bosque, y Stoffel,

con la pena reflejada en su juvenil semblante, repitió el relato del suizoherido, que acababa de morir. Según él, la tropa que recorrió el bosquegritando: «No hay cuartel», no había perdonado ninguna vida. Por lo tan-to, casi no cabían dudas de que Bellarión había perecido con los demás.

El vencedor hundió la barbilla en el pecho, y las arrugas de su rostrose hicieron más profundas.

—A él se debe esta victoria —dijo con lento y apenado tono—. Suya fuela mente que transformó en triunfo la derrota, y su denuedo y abnega-ción han hecho posible que el plan se ponga por obra —volviéndosehacia Stoffel, que entre todos los presentes era el más amigo de Bellarión,le dijo—: Tome los hombres que necesite, para recoger su cuerpo. Trái-ganlo a Milán. La nación entera ha de rendir honores a su memoria.

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H

Capítulo IX

De mortuis1

ay hombres a quienes la muerte rodea de una gloria que no ha-brían alcanzado si hubieran vivido, y Bellarión, en el presente caso, esun ejemplo de ello.

Facino, que era honrado, leal e incapaz de sentir envidia, habría dado suparte en la victoria a Bellarión, si este hubiera cabalgado a su lado alentrar en Milán. Mas no es de creer que le cediera por completo los hono-res del triunfo, como hizo creyéndolo muerto.

Jamás registró la historia entusiasmo tan delirante como el del pueblode Milán, al recibir al victorioso condottiere, que acababa de salvarlo dela terrible amenaza que sobre él pesaba.

Sin embargo, las primeras palabras con que le recibió Gian María, de-lante de su corte, fueron de censura.

—Vuelve dejando la tarea a medio hacer —le dijo—. Debía haber per-seguido a Buonterzo hasta Parma, y haber tomado la ciudad, para res-taurarla a la corona de Milán. Mi padre le habría exigido estrecha cuentadel poco fruto que ha sacado de la victoria.

Facino enrojeció hasta las sienes y, mirando al ingrato príncipe fija-mente a los ojos, contestó airado:

—Su padre, señor duque, habría estado junto a mí en el campo debatalla, para dirigir las operaciones que debían salvar su corona. Si SuAlteza hubiera seguido su glorioso ejemplo, no habría lugar para unreproche que debe roer sobre usted mismo. Mejor sería que si Su Altezame diera las gracias por un triunfo comprado a tan alto precio.

Los saltones y bizcos ojos se bajaron como de costumbre, ante larelampagueante mirada del condottiere. El desgarbado cuerpecillo se agitóen el amplio sitial que ocupaba, y acabó por cruzar la pierna roja sobrela blanca.1Desde la muerte.

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Della Torre, alto y sombrío como siempre, acudió en socorro de suamo, diciendo:

—Muy atrevido es usted, señor conde, al dirigirse de esa forma a susoberano.

—Eso… muy atrevido —gruñó el duque, envalentonado con la ayuda—.El mejor día… —se interrumpió en seco y desplegando los groseros la-bios en maligna sonrisa preguntó—: ¿De qué alto precio hablaba?

Ya se regocijaba el degenerado príncipe con la esperanza de tan nume-rosas pérdidas, que empañaran el brillo de la victoria.

Facino relató cómo la inteligencia de Bellarión concibió un plan cuyosresultados estaban patentes, y cómo su hijo adoptivo y sus cien suizos sa-crificaron sus vidas para hacer posible el triunfo. Con voz insegura ter-minó con estas palabras:

—Encomiendo su memoria a Su Alteza y al pueblo de Milán.Si su narración no conmovió al duque, sí enterneció a los cortesanos y

más hondamente al pueblo cuando llegó la triste nueva a sus oídos.La ciudad, después del Tedeum1 por la victoria, se vistió de luto por el

martirizado héroe. Facino mandó que se cantara un solemne réquiem2

en San Ambrosio por el salvador de la Patria, cuyo nombre estaba entodos los labios. Se recordó el milagro de los perros, como testimonio delfavor divino de que gozaba el difunto, y de ahí ya no había más que unpaso para pedir su canonización.

Al regresar Facino, exasperado, de la audiencia, le salió al encuentrosu esposa, pálida y alterada.

—¡Usted lo ha enviado a la muerte! —fue la furiosa acusación con quelo saludó.

Él, atónito ante estas palabras, y aún más por el tono en que fuerondichas, repitió:

—¿Que yo lo he…?—Sí; ya sabía a lo que se exponía, al mandarlo a defender el vado.—Yo no lo envié, él se ofreció a ello.—¿Qué sabe un pobre muchacho de los peligros a que se expone?El conde recordó la protesta con que fue acogida por su esposa la

marcha de Bellarión y, asiéndola violentamente por la muñeca, dijo conamenazador acento:

—¿Lo llamas muchacho…? Me temo que lo encontrabas muy hom-bre… ¿Qué era para ti Bellarión?

Por una vez la dama quedó aterrada, y sólo prevaleció en ella el instintode conservación.1Tedeum: Cántico que usa la iglesia católica para dar gracias a Dios por algún beneficio.2Réquiem: Composición musical que se canta con el texto litúrgico de la misa de difun-tos, o parte de él.

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—¿Para… mí? —tartamudeó Beatriz.—Sí…, para ti —repitió él apretando aún más la delicada muñeca.—¿Qué podía ser para mí…? ¿Qué disparates estás soñando?—No sueño…, pregunto.Con los labios blancos, respondió ella:—Era un hijo para mí —el miedo que tenía hizo que las lágrimas acu-

dieran a sus ojos, y aprovechando esta circunstancia que reforzaba susargumentos, siguió—: No teniendo hijos, le di entrada en mi vacío senomaternal.

La queja y el velado reproche cubrieron la falsedad.Facino aflojó los dedos, retrocediendo un poco avergonzado.—¿Qué otra cosa podías suponer? —prosiguió ella con plañidero acen-

to—. ¿No llegaría tu locura a suponer que lo deseaba como amante?—No —dijo él con timidez—, no suponía eso.—Entonces, ¿qué? —insistió ella.Facino la contempló con febriles ojos.—No lo sé —dijo por último—. Me harás perder el juicio, Bice.Pero la sospecha entró como un veneno en su sangre, y silencioso y

taciturno lo encontramos al día siguiente en el festín con que se celebra-ba en palacio la llegada del regente de Montferrato con sus sobrinos, elmarqués Gian Giacomo y la princesa Valeria. La visita obedecía a cier-tas maquinaciones por parte de Gabriello María.

El hermano natural del duque se daba exacta cuenta de lo poco seguroque estaba el trono de este.

También le preocupaba el incremento que iban tomando los güelfos,gracias a la influencia de Della Torre, hasta el punto de que ya se habla-ba de un posible matrimonio entre el duque y la hija de Malatesta deRímini, que era considerado como el jefe del bando güelfo. Gabriello,aunque débil e inepto, era sincero en su deseo de servir al duque, asícomo deseaba conservar su puesto de gobernador, y nada podía ser másfunesto para ambos que la preponderancia de los güelfos.

Por esa causa, propuso una alianza entre Gian María y el antiguo aliado yamigo de su padre, el gibelino príncipe de Montferrato. El celoso temor queinspiraba al duque la popularidad de Facino, lo hizo acoger favorablementela proposición, y se enviaron cartas al embajador de Milán en Casale.

Teodoro, por su parte, ansiaba reconquistar la ciudad de Vercelli,1 quearrancó a Montferrato el gran conquistador Gian Galeazzo, y tambiéntenía puestos los ojos en el señorío de Génova, que anteriormente fuedominio de su regencia, y pensó imponer como condición del tratado la1Vercelli: Capital de la provincia del mismo nombre, al noroeste de Italia, situada en laregión de Piamonte, junto al río Sesia. A principios del siglo XIV fue gobernada por la pode-rosa familia Visconti de Milán.

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devolución de la primera, que podría conducir a la conquista de lasegunda.

En consecuencia, se apresuró, en respuesta, a ponerse en camino paraMilán, acompañado de sus sobrinos, que iban incluidos en la invitación deGabriello. Este contaba con la presencia de la hermosa Valeria paradesbaratar el temido matrimonio con la hija de Malatesta. Si se sabíaexcitar un poco la ambición del regente, este impondría el matrimoniode su sobrina y el duque como precisa condición del tratado.

Durante el festín, Gabriello observaba a su hermano, que tenía aTeodoro a la derecha y a Valeria a la izquierda, para ver si descubríaseñales de que su plan era realizable. No faltaban señales para animarlopor parte de Gian María, cuyos pálidos ojos bizcos devoraban la níveabelleza de Valeria, coronada por sus admirables cabellos de oro rojizo. Ja-más se había visto al duque hacer tantos esfuerzos por agradar a una dama.

Quizás porque la princesa permanecía impasible y serena, casi distraí-da, sin corresponder más que sonriendo levemente a sus chabacanassalidas, crecía el empeño de él en retener su atención y, por fin, a ciegas,dio sobre un tema que despertó su interés.

—Aquel que está enfrente, es Facino Cane, conde de Biandrate —informóGian María a Valeria— y la dama que está junto a él, es su esposa. Él es unsoldadote, lleno de vanidad y orgullo por una victoria que no le pertenece.

La frase llamó la atención del marqués Teodoro.—Pues si no le pertenece a él, Alteza, ¿quién ha sido el vencedor?—Uno que pasó por hijo adoptivo suyo… Un sujeto que se llamó Bellarión.—¿Bellarión? —repitió el regente con súbito interés, compartido por

Valeria que, por primera vez, levantó sus profundos ojos de color avella-na sobre su odioso interlocutor.

Mientras tanto, el duque, en voz tan alta que no podía dejar de llegar aoídos de Facino, siguió diciendo:

—La verdad es que Facino, por su falta de reflexión, estaba a punto deperder la batalla cuando ese Bellarión discurrió un ardid que convirtióen triunfo la derrota.

—¿Un ardid? —preguntó ella con tan singular tono, que Gian María,encantado de la atención con que lo escuchaba, refirió detalladamentela maniobra estratégica a que se debió la decisión de la batalla.

—Sí…, un ardid, como dice Su Alteza, pero no un hecho de armas delque haya razón para sentir orgullo.

El duque la miró sorprendido, y el marqués dijo riendo:—Mi sobrina es romántica. Se muere por los poemas heroicos, y de

ellos saca la idea de que la guerra es una especie de caballeresco torneo,en el que se conceden iguales ventajas a cada combatiente.

—Pues siendo aficionada a proezas, madonna —prosiguió el duque—,no podrá dejar de gustarle el saber que ese tunante, con cien hombres,

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defendió el vado contra las fuerzas de Buonterzo todo el tiempo querequería la ejecución del ardid.

—¿Hizo él eso? —preguntó ella en tono de incredulidad.—Y aún hizo más: perdió la vida en el empeño. Él y sus cien compañe-

ros fueron acuchillados a sangre fría. Por eso el miércoles se cantará enSan Ambrosio una solemne misa de Réquiem por el alma del que, segúnel pueblo, merece un lugar en el calendario junto a san Jorge.

El duque, en sus alabanzas, más que aumentar laureles sobre Bellarión,intentaba quitárselos a Facino.

—Probablemente el pueblo está en lo cierto —prosiguió el duque—,pues la verdad es que ese Bellarión tenía excepcionales dotes.

Para demostrarlo, relató el incidente que se conocía en Milán por «elmilagro de los perros», sin avergonzarse de la parte que había represen-tado él, y como si el cazar hombres con perros fuera un entretenimientomuy propio de príncipes.

Mientras Valeria lo escuchaba, el sentimiento dominante en ella era elhorror que le producía aquel monstruo de forma humana, pero una vezen la soledad de la hermosa cámara destinada a ella, meditó sobre cuantodijo el duque.

Aquel Bellarión había sacrificado su vida por servir a su padre y a supatria adoptiva, como un héroe y como un mártir, y el hecho le parecíatan incomprensible en un hombre de las condiciones de carácter deBellarión, como el milagro de los perros.

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Capítulo X

El caballero Bellarión

a solemne misa de Réquiem de San Ambrosio no llegó a celebrarse, yesto fue porque al mismo tiempo que doblaban las campanas llamandoa los fieles, el propio Bellarión en carne y hueso, acompañado por VonStoffel, entraba en Milán por la Puerta Ticinesa, a la cabeza de unossetenta suizos, que eran los sobrevivientes de los cien.

Hubo cierta dilación en admitirlos. El oficial de guardia, al ver aquelgrupo de hombres cubiertos de polvo, con las armas sucias y las vesti-duras destrozadas, los tomó por una banda de merodeadores de los quefrecuentemente asolaban la ciudad.

En el tiempo que tardó Bellarión en hacer patente su identidad, lanoticia de su llegada se difundió con rapidez vertiginosa, y cuanto másavanzaba el héroe, más difícil le era abrirse paso entre la apiñada mu-chedumbre que lo aclamaba con delirio.

En la plaza de la Catedral, el avance llegó a hacerse imposible. Lascampanas habían dejado de doblar, y ahora repicaban alegremente.

Por fin, llegó Bellarión al Broletto y al Patio de Arrengo, que estaba casitan concurrido como la calle. También las ventanas se venían abajo degente, y en la galería de la derecha, Bellarión distinguió al duque entrela elevada y sombría figura de Della Torre y el arzobispo de Milán, reves-tido de la púrpura cardenalicia. Junto a este, la condesa Beatriz, cuyorostro parecía tallado en marfil bajo el brillante casco de sus cabellos deazabache, agitaba un pañuelo en señal de bienvenida.

Bellarión saboreó el momento, como epicúreo en fenómenos de la vida.Y según escribe fray Serafín, a esta circunstancia se debía el que de allíen adelante se le conociera como Bellarión el Afortunado.

Tampoco dejó de saborear el instante en que se presentó ante el duquey la corte, reunida en el salón de los frescos, más conocido por salón deGaleazzo.

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El mismo Facino había bajado a buscarlo al Patio de Arrengo, y ahoraestaba allí, con el coleto de cuero cubierto de polvo y barro, y apoyado en laalabarda de ocho pies que le servía de sostén, sereno y tranquilo ante lasmiradas de tantos pares de ojos; dio cuenta del nuevo milagro (pues casilo parecía) de su salvación, y su relato fue tan claro y conciso como alnarrar a Facino el milagro de los perros.

Cuando los jinetes de Buonterzo lograron pasar el vado, él, con dosterceras partes de su fuerza, estaba en la parte baja del bosque. Trepó ala cima, con objeto de salvar los treinta hombres que allí dejó apostados.Pero era demasiado tarde. Los vengativos soldados de Buonterzo ya per-seguían a los escasos sobrevivientes al grito de «¡No hay cuartel!» Comoel socorrerlos era imposible, Bellarión se impuso el deber de salvar a losde abajo. Había descubierto la entrada de una caverna a media altura dela colina, cuya boca estaba casi oculta por la hiedra y los jazmines sil-vestres. Allí condujo a sus hombres.

—Volvimos a colgar —prosiguió— las plantas trepadoras que habíadescompuesto nuestra entrada, y nos retiramos al fondo de la cueva,justamente cuando los primeros jinetes pasaban ante su boca. Desde lalinde del bosque observaron la llanura y no viendo a nadie debieronsuponer que ya habían matado a cuantos hostilizaron y, picando espue-las, se fueron.

»Pero poco después volvió una tropa mucho más numerosa a nuestroparecer, pues sólo podíamos juzgar por el sonido.

»Luego he comprendido que debían ser los fugitivos que huían ante lacaballería francesa enviada a socorrernos. Allí permanecimos escondi-dos no sé cuántas horas y, por último, al no escuchar nada, salí de lacueva y trepé a lo más alto del bosque. Las riberas del Trebbia1 estabandesiertas, pero vi hombres que, muy cerca, se movían entre los árboles,y un instante después me encontré cara a cara con Werner von Stoffel,quien me ha enterado de que la batalla fue ganada.

Prosiguió diciendo que llegaron a Travo medio muertos de hambre. Laaldea estaba casi en ruinas por el impetuoso huracán de la guerra, peroaún encontraron algunas vituallas, y a la caída de la tarde emprendie-ron la marcha para reunirse con las tropas de Facino.

Por desgracia, lo contradictorio de los informes los hizo errar la ruta, ydecidieron tomar el camino de Milán.

Cruzaron el Po en Piacenza, donde fueron detenidos por orden de laguardia bajo pretexto de haber entrado en la ciudad sin licencia. Porespacio de dos días Bellarión y su pequeña tropa no pudieron salir dePiacenza. Pero al llegar las nuevas de la victoria, los dejaron marchar enel acto, para no provocar las iras del victorioso Facino.1Trebbia: Río cercano a Piacenza, ciudad septentrional de Italia.

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—Desde entonces hemos venido a marchas forzadas —concluyó el hé-roe—, y me alegro de haber llegado a tiempo para impedir que se celebrela misa de Réquiem, cuya solemnidad habría quedado comprometida pormi tenaz empeño en vivir.

Con esta nota cómica terminó el relato hecho en el más elegante toscano.La ocurrencia final fue celebrada con risas, pero entre la concurrencia

hubo dos que no se rieron. Uno fue el arrogante y vanidoso Carmaguolo,que no le gustaba el triunfo de un advenedizo en quien ya veía un rival;la otra, la princesa Valeria, que, oculta entre la muchedumbre de corte-sanos, sólo vio en este relato una descarada confesión de artificios yengaños, propios de uno que siempre fue embustero. Casi llegó a supo-ner que esparció la noticia de su muerte con toda intención, para esta-blecerse como héroe por medio de aquella sensacional resurrección.

Gabriello María, siempre afable, fue el primero que se acercó a Bellariónpara estrecharle la mano. Detrás de él vino el duque con Della Torre,saludándolo obsequiosamente, como vencedor de Travo.

—Ese título, señor duque, pertenece a mi padre y señor el ilustre FacinoCane.

—Bien sienta la modestia en los héroes —comentó Della Torre.—Si no tuviera tanta mi padre y señor, no cometería usted tal equivo-

cación. Mucho debe haber exagerado, en prejuicio suyo, mis pobresmerecimientos.

Pero no había medio de eludir las adulaciones de una corte que prodi-gaba las alabanzas a todo el que merecía la aprobación del duque. Conprofunda sorpresa, por su parte, encontró allí al marqués Teodoro, quienlo saludó con urbanidad, sin hacer la menor alusión al pasado.

Por fin, Bellarión logró escapar refugiándose en las habitaciones de suprotector. Allí encontró sola a la condesa. Se levantó en cuanto lo vio; ycorrió a él con tal ligereza, que parecía deslizarse sobre el pavimento.

—¡Bellarión!Su rostro, casi siempre pálido, estaba encendido; una llama animaba

sus rasgados ojos, y tendiéndole ambas manos, repitió con voz dulcísima:—¡Bellarión!Él, muy inquieto, rozó con sus labios una de las manos ofrecidas, y

separándose un paso, dijo:—A sus órdenes, madonna.—Bellarión —pero esta vez había algo de reproche en el dulce acento.

Cogiéndolo por el brazo para impedirle retroceder, prosiguió—: ¿Sabelas lágrimas que he vertido por su muerte…? ¡Creí que se me despedaza-ba el corazón! Mi vida entera parecía haberse ido con la suya… y alencontrarnos, en un momento como este, ¿sólo se le ocurre ese frío ymilitar saludo…? ¿De qué pasta está hecho, Bellarión?

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—¿Y de qué pasta está hecha usted, madonna? —preguntó el jovenindignado y desasiéndose con violencia—. ¿Es que no hay lealtad en elmundo? Abajo me ha asqueado el duque con bajas adulaciones que sóloeran deslealtad hacia mi padre y señor, y escapo de aquella para encon-trar otra deslealtad que me hiere infinitamente más.

Beatriz había retrocedido, volviendo la cabeza, pero de pronto le hizo fren-te con el rostro muy pálido y los rasgados ojos más entornados que nunca.

—¿Qué osa presumir? —preguntó con voz que distaba mucho de serdulce—. ¿Tan vano y presuntuoso lo ha hecho la vida de soldado? —ycon provocativo desprecio, añadió—: ¿Ha podido figurarse…? ¡Imbécil!¿Debo participar a mi esposo sus torpes pensamientos y el insulto quese ha atrevido a inferirme?

Bellarión la oía lleno de asombro e indignación; impulsado por esta,contestó agitado:

—Sus palabras, señora —se calló de súbito y cambiando de tono, dijo—:Bien ha dicho, madonna. Soy un imbécil. ¿Permita que me retire? —y sedispuso a salir. Pero ella no había acabado aún:

—¿A qué palabras alude?, ¿qué he dicho para caer en tal error? Quehe llorado su muerte… ¿No ha de llorar una madre por un hijo…? Perousted… ¡Haber llegado a suponer…! ¡Salga de aquí… y espere a mi espo-so y señor en otra parte!

Bellarión salió sin añadir ni una palabra. No vio a Facino hasta el díasiguiente, que para él fue muy ocupado.

En su aposento lo esperaba el conciliador Gabriel María, que venía ensu busca de parte del Municipio para conducirlo al palacio regional arecibir las gracias de los representantes del pueblo.

—No quiero gracias, ni las merezco —dijo en tono casi brusco el héroedel día.

—Pues las recibirá mal que le pese. Desatender tal invitación sería unaingratitud.

Y el hermano del duque se llevó a Bellarión, el hijo de nadie, para recibirel homenaje de una ciudad. En el palacio municipal oyó un discurso delPresidente, elogiando sus altas prendas y sus aún más altos servicios, porlos que en nombre de Milán, se le ofrecía la bonita suma de diez milflorines de oro, como débil prueba del agradecimiento popular.

Después de esto, el asombrado Bellarión fue conducido por su brillan-te acompañamiento a recibir el espaldarazo que lo armaba caballero.Para la ceremonia lo revistieron con la magnífica armadura que le regalóBoucicault, y así lo llevaron procesionalmente al Patio de Arrengo, dondelo esperaba el duque en traje de solemnidad, con la más lucida noblezade Milán. Facino, muy grave, recabó para sí el derecho de armar caballeroal que tanto se había distinguido en su servicio. Y cuando Bellarión,después de recibir los espaldarazos de rodillas, se levantó, fue la bella

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condesa de Biandrate, por indicación de su esposo, la que calzó las es-puelas de oro en los talones del nuevo caballero.

Cuando lo invitaron a que escogiera su escudo de armas, declaró queelegía una variante del de Facino: la cabeza de un perro en plata, sobrecampo azul.

Al final, un heraldo proclamó que se celebrarían justas en la explanadadel castillo de Porta Giovia, para dar oportunidad al caballero Bellarión deprobar públicamente lo digno que era del honor que se le había concedido.

Esta perspectiva no fue del agrado del favorecido. Conocía su escasahabilidad en el manejo de las armas, del que sólo había tenido un ele-mental aprendizaje durante la breve temporada de Abbiategrasso.

Ni aumentó sus ánimos el que Carmaguolo, guapo y fanfarrón comonunca, viniera a su encuentro y entre sonrisas y felicitaciones, reclamarael honor de romper una lanza con su nuevo hermano de armas.

—Me honra demasiado, caballero —respondió Bellarión, con sonrisatan falsa como la de su interlocutor—, y haré cuanto pueda por corres-ponder a la distinción.

No se le escapó el relámpago de alegría que brilló en los ojos del fatuobuen mozo, y en cuanto quedó libre fue en busca del suizo, que habíallegado a ser su amigo íntimo.

—Dime, Werner —le preguntó—, ¿has visto a Carmaguolo en alguna justa?—Una vez…, el año pasado.—¡Ah…!, sin duda arremeterá como un toro, ¿eh?—Has hallado la comparación exacta: como un toro. Ganó el premio a

todos y el señor Genestia salió con dos costillas rotas.—Ya…, ya —dijo Bellarión pensativo—, y mañana se propone romper-

me la cabeza… Lo he leído en su sonrisa.—Es un matasiete, que el mejor día se encontrará chasqueado.—Por desgracia, ese día no será mañana.—¿Tienes que contender con él? —preguntó Stoffel, con súbita preo-

cupación.—Eso se figura él. Pero yo creo que mañana no estaré en situación de

batirme con nadie. Las privaciones…, el exceso de fatiga… En una pala-bra, me parece que me ronda una enfermedad y mañana pasaré el díaen la cama.

Werner lo miró con gravedad al preguntar:—¿Le tienes miedo?—Naturalmente.—¡Y lo confiesas!—Se necesita valor, ¿eh? Eso te demostrará que se puede tener miedo

sin ser cobarde. La vida está llena de paradojas.Stoffel se echó a reír.

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—No necesitas hacer protestas de valor conmigo… Me acuerdo de Travo.—Allí tenía algunas probabilidades de ganar y aquí no tengo ninguna.

El que a sabiendas acepta las de perecer, no es valiente, es insensato. Nome gusta que me destrocen los huesos, y menos la reputación. El que medesmonten mañana en plena fiesta, no es cosa propia de un héroe.

—Siempre serás un endiablado calculador.—Eso es lo que me distingue de Carmaguolo, que me supera como

hombre de armas. Cada cual a su oficio, Werner, y el mío no es el deromper lanzas, por muy caballero que me hagan. Por eso, te repito quemañana tendré calentura.

Esta resolución, sin embargo, estuvo a punto de irse a pique aquellamisma noche.

En el gran salón de Galeazzo, el duque daba audiencia, que debía serseguida de un festín. Invitado a ambos, el nuevo caballero llegó luciendosoberbia hopalanda de terciopelo azul, bordeada de armiño y sujeta a lacintura por cadena de plata. Deliberadamente había escogido los coloresde su nuevo blasón para vestirse.

Por su imponente estatura y la juvenil y airosa naturalidad con quellevaba el pesado y riquísimo ropaje, atrajo todas las miradas de la corteal avanzar para ofrecer sus respetos al duque.

Della Torre y el Arzobispo lo acogieron amistosamente, y al escaparsede ellos, se encontró de pronto ante los profundos y serenos ojos de laprincesa Valeria, de cuya presencia en Milán no tenía la menor noticia.

La sobrina del regente se mantenía un poco apartada del bullicio, enuno de los huecos que daban salida a la galería, sin más acompaña-miento que la linda Dionara.

La sorpresa del inesperado encuentro lo hizo enrojecer primero y po-nerse pálido después. Aquellos indescifrables ojos le causaban la impre-sión de que le arrancaban a pedazos sus ricas vestiduras, dejándolo consólo unos harapos, como le cuadra al hijo de nadie que osa codearse con losgrandes.

La turbación fue instantánea. Recobrando al punto su habitual aplo-mo, se acercó con dignidad, haciendo una profunda inclinación en la quenada había de rústico.

Valeria se ruborizó levemente y chispearon sus grandes ojos. Se volviódisponiéndose a partir, y sus labios murmuraron:

—¡Qué audacia!—Señora, le doy gracias por esa palabra. Mi blasón carece de lema, y

pondré: «Audacia» recordando que Audares fortuna iuvat.1

Valeria habría dejado de ser mujer si no hubiera contestado.—La fortuna lo ha favorecido ya bastante. Mucho ha prosperado.

1La fortuna ayuda a los audaces.

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—Con la ayuda de Dios, princesa.—Me parece que más se lo debe a sus propias artes.—¿Mis artes? —preguntó él, sorprendido del tono.—Sí, las artes que empleó Judas… No olvide que tuvo mal fin.La actitud con que respondió él, detuvo a Valeria, que ya había dado

un paso.—Madonna, si tales artes he usado, ha sido en su servicio y mala paga

es el reprochármelo.—¡En mi servicio! —repitió ella con relampagueantes ojos—. ¿Fue en mi

servicio el que se acercase a mí como espía, para hacerme traición? ¿Fueen mi servicio el que asesinase a Enzo Spigno? —y sonriendo con amargu-ra, añadió—: Ya ve que no conservo ilusiones sobre sus servicios.

—¡Dios poderoso! —exclamó él con voz pensativa al ver que ella razona-ba como él temió que razonara—. ¡Qué tejido de falsedades se ha forjado!Ya le advertí, madonna, que la deducción no es su fuerte.

—¿Se atreverá a negar que asesinó a Spigno?—Muy al contrario: lo afirmo.La afirmación la dejó paralizada, pues esperaba una negativa.—¡Lo confiesa…!, ¡osa confesarlo!—Para que en lo sucesivo pueda también afirmar con conocimiento de

causa lo que no ha vacilado en afirmar por meras sospechas. ¿Quiereque le diga al mismo tiempo el motivo? Maté al conde porque era el espíamandado por su tío para perderla y consumar la ruina de su hermano.

—¡Spigno! —exclamó ella tan alto, que su dama le tocó suavemente elbrazo para recordarle la cautela—. ¿Dice que Spigno…? ¡Era el mejor ymás leal de mis amigos…, y su asesinato será castigado, si es que hayjusticia en el cielo…! ¡Basta ya!

—Aún no, madonna. Recuerde la circunstancia que tanto intrigó alpodestá. El que en medio de la noche, estando todos acostados en casade Barbaresco, sólo el conde y yo estuviéramos vestidos. Dejando apartela mentira que dije al podestá, ¿quiere saber la causa?

—¿He de escuchar a quien confiesa ser embustero y asesino?—¡Ay…! Ambas cosas en servicio de una ingrata dama. No importa…

Oiga la verdad.Y resumió en pocas y claras palabras lo sucedido.—¿Cómo he de creerle? —preguntó ella, desdeñosamente—. ¿Tan falsa

he de ser a la memoria de quien me sirvió con lealtad, que dé crédito a sutraición sin más garantía que la palabra de un hombre como usted? Eserelato, suponiendo que fuera cierto, basta para calificarlo de fiera. Aquelhombre, aunque hubiera sido como fuera, en aquel momento venía asalvarlo de una muerte cierta, y en pago de esta obra de misericordia, loapuñaló.

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—¡Qué perverso raciocinio! —exclamó él, juntando las manos con des-esperación—. Califíqueme de fiera, si quiere, pero convenga al menosque obré por abnegación. Juzgue por los resultados: maté a Spigno. Lomaté por su seguridad, y segura ha quedado… Si yo llevaba otros fines,si hubiera querido perderla, ¿quién me impedía declararlo todo ante elpodestá?

—La certeza de que sus palabras no bastaban para perjudicar a perso-nas de nuestra condición.

—Que es justamente la razón por la que maté al conde. Si lo hubieradejado vivo, habría podido confirmar mi declaración. ¿Empieza a ver claro?

—¿Quiere que le diga lo que veo claro? Que ha matado a Spigno endefensa propia cuando él descubrió lo traidor que era… ¡Oh, sí!, veo muyclaro. Para abrirme los ojos tengo sus innumerables mentiras, su afir-mación de que sólo era un desconocido estudiante que para acercarse almarqués Teodoro fingió ser hijo de Facino Cane. Entonces me dijo queera un pretexto, ¿lo recuerda? Será capaz de negarlo.

Perdiendo algo de su aplomo, contestó él:—No…, no lo niego.—Quizás me diga ahora que ha engañado al señor conde con el mismo

pretexto —y sin esperar respuesta y descubriendo las baterías de sudesdén, aún dijo—: Todo sería creíble en un embustero como usted,hasta el haber fingido perder la vida en la batalla, para resucitar des-pués y recoger la abundante cosecha producto del ingenioso ardid.

—¡Debiera avergonzarse! —exclamó él exasperado por tan ofensivasospecha.

—¿No ha sido recompensado gracias a la emoción que produjo su su-puesta muerte? Mañana, según he oído, dará pruebas de que es dignode calzar la dorada espuela de la caballería. Será interesante.

Y le volvió la espalda, dejándole el alma llena de heridas que tardaronmucho en curarse. Cuando, por fin, se alejó Bellarión de aquel lugar,unos perspicaces ojos observaron su palidez y falta de seguridad; losverdes ojos de la esposa de Facino, que se acercó a él, dando el brazo asu marido.

—¡Qué pálido está, Bellarión! —comentó Beatriz con maligno acento,pues había observado su largo diálogo con la joven princesa de Mont-ferrato.

—Cierto es, madonna… Me encuentro algo indispuesto.—¿Estás enfermo, hijo? —preguntó Facino con visible alarma.El astuto muchacho asió la ocasión al vuelo, y pasándose la mano por

la frente, dijo:—No será nada…, pero tantas emociones después de las fatigas.—Lo mejor es que te acuestes —aconsejó Facino.

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—Puede que tenga razón.Y cediendo, al parecer, a las instancias del conde, se retiró.Su repentina enfermedad fue objeto de sentidas frases en el festín,

donde todos lamentaron el que su silla permaneciera vacía, y, por consi-guiente, no sorprendió a nadie el que al día siguiente no pudiera tomarparte en las justas de Porta Giovia.

Con el mismo doctor que lo asistía, envió un mensaje a Carmaguoloexpresando su profundo pesar por verse impedido de romper una lanzacon él.

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E

Capítulo XI

El sitio de Alessandría1

l plan concebido por Gabriello María para la restauración de la supre-macía gibelina, cayó al agua como no podía dejar de suceder, estando eltribunal compuesto en su mayoría por güelfos.

El arma que consumó la derrota de Gabriello, fue la demanda que elmarqués Teodoro impuso como condición para el tratado de recibir ayu-da en su pretensión de recobrar Génova para Montferrato.

Della Torre, con desdeñosa risa, observó:—Y por consecuencia, incurrir en las iras del rey de Francia —y desarro-

lló el tema con tanta habilidad, que ninguno descubrió sus verdaderosfines al oponerse a la demanda.

—Quizás —observó Gabriello— sea suficiente la devolución de Vercelliy algunas otras garantías para obtener la alianza de Montferrato.

Pero Della Torre no deseaba tal alianza.—¡Devolver Vercelli! —exclamó—. Ya hemos devuelto demasiado, y es

hora de buscar alianzas que nos ayuden a recobrar parte de los territo-rios que han sido robados a Milán.

—Y, ¿dónde encontrará esos aliados? —preguntó con cachaza Facino.Della Torre vaciló; harto sabía que la precipitación en exponerlos había

hecho fracasar muchos manejos. Si Facino se enteraba de su proyecto dealianza con Malatesta di Rímini, Facino haría cuanto pudiera por des-baratarla.

—No estoy preparado para contestar a esa pregunta —dijo el siniestrogüelfo—, pero desde ahora puedo afirmar que no iré a buscarlos a Mont-ferrato, al precio que exige su regente.

Se encargó a Gabriello María que diera las excusas que quisiera al mar-qués Teodoro. Este las recibió displicente, añadiendo en tono significativo

1Alessandría: Ciudad al noroeste de Italia, capital de la provincia del mismo nombre, enla región del Piamonte.

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que Milán contaba ya con bastantes enemigos y no era prudente aumen-tarlos, y muy malhumorado regresó a Casale.

Las reticencias de Della Torre se vieron pronto justificadas.En los primeros días de junio, llegó un urgente y angustioso mensaje

del hermano del duque, Filippo, conde de Pavía, pidiendo socorros con-tra Vignati, que asolaba su territorio y ya había tomado la ciudad deAlessandría.

El duque estaba en su cámara con Lonate y Della Torre cuando elpergamino llegó a sus manos, y después de entregárselo al sombrío cor-tesano, dijo con un gruñido:

—El diablo se lleve a quien lo haya escrito. ¿Puedes leer esos palos demosca, Antonio?

—Es del hermano de Su Alteza, el príncipe Filippo María.—¡Valiente pedazo de tocino! —exclamó con desprecio el duque—. Algo

querrá, cuando se acuerda de mi existencia.Con voz grave, Antonio leyó el mensaje. El príncipe comentó alegre-

mente algunas palabras, jugueteando con la cabeza de un enorme mas-tín echado a sus pies. Su perversa naturaleza hallaba diversión en losapuros de su hermano.

—¡Por fin su obesidad sale de su apatía! —exclamó al concluir la lectu-ra—. Dejemos que ese bobo se arregle como pueda, a ver si consumeparte de la grasa que le sobra.

—La hilaridad no es oportuna, señor duque —y el enjuto y cetrino rostrode Della Torre estaba muy serio—. Siempre le advertí que desconfiara dela ambición de Vignati, que no se daría por contento con la reconquista deLodi,1 y si ahora se levanta en armas, no es tanto contra su hermano,como contra la casa de Milán.

—¡Huesos de Cristo! —y presa de irrazonada furia, Gian María, con lostorcidos ojos desorbitados, pegó una cruel patada al perro, que se separóaullando—. ¡Por el infierno…! ¿Hemos de hacer armas contra Vignati?

—Ese es justamente mi consejo.—Cuando apenas se ha dado fin a la campaña contra Buonterzo… ¿He

de pasar la vida entera entre guerras y bandolerismo…? ¡Por la Pasión…!Más quisiera ser duque en el infierno, que en Milán.

—Pues no haga nada, y pronto lo conseguirá.—¡Que te lleve el Diablo, Antonio! —y cogiendo un señuelo de halcón

que estaba sobre la mesa, empezó a arrancarle las plumas, esparciéndo-las por el suelo, a medida que hablaba—: Me aconsejas que lo doblegue…1Lodi: Ciudad del noroeste de Italia, cuya paz puso fin a la rivalidad entre Milán yVenecia y, bajo la égida del Papa, tuvo lugar un pacto entre los cinco mayores estadositalianos (Milán, Venecia, Florencia, Estados Pontificios y reino de las Dos Sicilias) queinstauró una política de equilibrio, gracias a la cual la península quedó a salvo de las in-tervenciones extranjeras.

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¡Cualquiera doblega a ese condenado ladrón de Lodi…! ¿Y cómo puedodoblegarlo? Las lanzas francesas le han sido devueltas a Boucicault. Losavaros padres de la ciudad tenían prisa en devolverlas para ahorrarseunos ducados. ¡Así se condenen sus almas!

Pareciéndole al astuto Della Torre la ocasión oportuna, insinuó:—Vignati no puede contar con numerosas fuerzas, y la condotta de Facino

sería más que bastante para echarlo de Alessandría y meterlo de nuevoen Lodi.

Gian María continuó su intranquilo paseo.—¿Y si no bastara…? ¿Y si Facino fuese derrotado por Vignati…? Lo

tendríamos entonces a las puertas de Milán.—Bien podría ser…, si no pudiéramos prepararnos para esa eventualidad.Gian María se detuvo, mirando con súbita curiosidad a su mentor.—¿Y podemos…? Di…, ¿podemos…? ¡Habla, hombre!La repentina llama de odio y esperanza que brilló en los ojos del duque

fue la mejor demostración de que tragaba el anzuelo.—Una alianza con Malatesta daría bastante fuerza a Su Alteza para

desafiar a todos sus contrarios.—¡Malatesta! —repitió el duque, dando un salto cual si le hubieran

picado con un aguijón. Pero, se reportó en el acto. Sus embrionariasfacciones se contrajeron por la concentración del pensamiento, y deján-dose caer en su amplio sitial, repitió una vez más con tono pensativo—:Malatesta, ¿eh?

Della Torre se deslizó silenciosamente hasta ponerse a su lado, y ba-jando la voz, para hacerla más intensa, dijo:

—Su Alteza verá si le conviene o no traer a Malatesta a Milán, en cuantohaya salido Cane.

El apuesto libertino Lonate, que había sido mero espectador de la es-cena, dejó la ventana en que se apoyaba, y, para decidir la cuestión,añadió:

—Y así estaría seguro Su Alteza de que ese altanero advenedizo novolvería a molestarlo.

La cabeza del duque se hundió aún más entre los hombros. Aquellaera la ocasión de liberarse para siempre de la tiránica tutela del con-dottiere, sostenido por la popularidad.

—Hablan como si estuvieran seguros de que Malatesta querrá venir.Della Torre echó por último las cartas sobre la mesa.—Lo estoy —dijo—. Tengo su palabra de que aceptará la propuesta de

alianza con Su Alteza.—¡Ah…!, y ¿el precio?—Malatesta es ambicioso para su hija… Si la viera duquesa de Milán.—¿Es una condición? —preguntó Gian María en tono seco.

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—Una contingencia solamente —se apresuró a contestar Antonio fal-tando a la verdad—. Mas, si eso llegara a ser, la alianza quedaría conso-lidada como un asunto de familia.

—Déjenme respirar —dijo el duque, separando a los intrigantes, conambos brazos, a tiempo que se levantaba.

Arrastrando los pies, la desgarbada figura vestida de rojo y blanco seacercó a una ventana, mientras sus consejeros cambiaban una miradade complicidad. Sin casi transición, se volvió el duque mostrando sugrotesco semblante encendido.

—¡Por Dios y toda la corte celestial! —juró Su Alteza—. El caso norequiere más reflexión —y rió con estrépito al figurarse a Facino irre-misiblemente derrotado, sin comprender, ¡pobre idiota!, que se disponíaa cambiar un yugo por otro mucho más pesado.

Riendo aún, despidió a Della Torre y Lonate, enviando a llamar a Cane.Cuando se presentó este, puso en sus manos la carta de Filippo María,que el condottiere deletreó con dificultad, pues en cuanto a letras aven-tajaba poco al duque.

—Esto es grave —dijo al llegar al fin.—¿Opina que Vignati es peligroso?—No mucho, mientras esté solo. Pero, ¿y si se reuniera con Estorre

Visconti y otros descontentos? Cada uno de por sí, importan poco; reu-nidos, forman un enemigo formidable, y este atrevido ataque de Vignatipuede ser la señal para una liga.

—¿Y qué se ha de hacer?—Arrojar a Vignati de Alessandría, antes de que llegue a ser el cuartel

general de sus enemigos.—Manos a la obra…, ya tiene los medios.—Mi condotta asciende a unos dos mil hombres… Si se nos une la

guardia cívica…—Esa es necesaria para la defensa de la ciudad.Sin insistir, contestó Facino:—Pues prescindiremos de ella.Facino emprendió la marcha en la madrugada del siguiente día. Al

anochecer, ya sus tropas habían cubierto la mitad del camino, y agobia-das, por el calor de junio, acamparon bajo las rojas murallas de Pavía.

La acción directa contra la misma plaza usurpada por Vignati, era unprocedimiento contrario a las ideas que Bellarión se atrevió a exponerante el Consejo presidido por el jefe y compuesto por oficiales muy du-chos en materias bélicas.

El curso que, según el joven, convenía seguir, estaba calcado sobre losprincipios estratégicos empleados por los atenienses contra los tebanosen las guerras del Peloponeso.

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Consistían estos principios en atacar sistemáticamente al enemigo porla parte más débil. Por eso, aplicándolos al caso presente, en vez deatacar Alessandría, convenía invadir el propio feudo de Vignati, el desam-parado Lodi.

Facino acogió con una sonrisa la proposición de su hijo adoptivo y, en-valentonado por ella, Carmaguolo tomó a su cargo el burlarse del novicio.

—Gusta, según parece —dijo el buen mozo—, de eludir los ataquesdirectos —con esto aludía a las justas de Milán, en que Bellarión rehuyótomar parte—. Ha de pensar que el título de caballero impone ciertasobligaciones.

—Supongo que no se contará entre ellas la de ser tonto —fue la desen-fadada respuesta de Bellarión.

—¿Lo dice por mí? —preguntó Carmaguolo con tono de reto.—Aboga por el ataque directo, esa es la táctica del toro. Pero nunca he

oído que el toro se distinga por su inteligencia… ni aun entre los animales.—Luego, ¿me compara con un toro? —bramó Carmaguolo, colorado como

un pavo, al observar que Stoffel y Koenigshofen hacían esfuerzos por con-tener la risa.

—¡Haya paz! —gruñó Facino—. ¿Estamos aquí para ventilar asuntospersonales…? Bellarión, hijo…, a veces tienes ideas insensatas.

—Lo mismo dijo usted en Travo.—¡Basta ya! —exclamó Cane dejando caer su fuerte puño sobre la

mesa—. Y no vuelvas a interrumpirme. Yo tengo mis planes, y esos sonlos que han de seguirse. No por estar Vignati y sus tropas en Alessandría,dejaré de atacar la plaza.

Bellarión guardó prudente silencio, sin exponer el argumento de quela toma del mal guardado Lodi, y su devolución a la Corona de Milán,produciría un efecto moral de la más alta importancia para los destinosdel Ducado.

Después de una conferencia con el príncipe Filippo en su hermosocastillo de Pavía, Facino reanudó la marcha, con su tropa aumentadacon seiscientos mercenarios italianos mandados por un aventurero lla-mado Giasono Trotta, que le alquiló Filippo María, quien añadió todo el ma-terial de sitio con que contaba.

Sin embargo, el gran condottiere no se acercó a Alessandría lo bastantepara el empleo de catapultas, cañones y bombardas.1 Harto conocía él lafortaleza de aquellas murallas, construidas unos trescientos años atrás paraser fortificación inexpugnable en las guerras entre la Iglesia y el Imperio.

Facino propuso establecer un amplio y riguroso cerco, a fin de reducirla guarnición por hambre.

1Bombarda: Cañón antiguo de gran calibre; nombre genérico que se daba a las antiguaspiezas de artillería.

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Cruzando el Po, marcharon por la orilla izquierda hasta una aldea lla-mada Pavone, situada a tres millas justas de Alessandría. Allí estableciósus reales el conde, y extendió por ambos lados un cordón de tropas através de aquellos insalubres campos, en los que sólo florecían arrozales.

Tan rápida fue la maniobra envolvente, que la primera noticia de que esta-ban sitiados fue llevada a Alessandría por los que, saliendo de ella, tropeza-ron al día siguiente con las líneas enemigas y fueron intimados a volver.

Por los informes que de ellos se obtuvieron, bajo amenaza de tortura,se supo que la populosa ciudad estaba escasamente aprovisionada, y,por consecuencia, incapaz de resistir un prolongado sitio. Esta opiniónfue confirmada por los desesperados esfuerzos que durante la primerasemana hizo Vignati, que estaba como enfurecido lobo cogido en la tram-pa. Cuatro veces intentó en vano romper el cerco. La ventaja estaba departe de Facino, pues la principal caballería, con que contaba el jefesitiado, no podía maniobrar en aquel terreno pantanoso; y si los jineteslograron escapar, fue porque Facino había dado orden de no hacer pri-sioneros. No quería restar ni una sola baja a la ciudad, con objeto de quela falta de víveres anticipara la capitulación. Esta idea lo obligó a reco-mendar a sus oficiales que economizaran las vidas.

—Es decir: las vidas humanas —observó Bellarión, alzando por prime-ra vez su voz en el Consejo desde que fue reprendido.

—¿Cuáles otras pueden ser? —preguntó Carmaguolo.—Las de los caballos, que conviene, por el contrario, sacrificar, para

que no se los puedan comer en el último extremo.A este principio se atuvieron, al hacer Vignati su próxima salida. El conde

no esperó el ataque, como lo hizo en las primeras veces, sino que lanzandolos ballesteros sobre el enemigo, tanto en el avance como en el desordena-do retroceso, consiguió hacer una verdadera carnicería en los caballos.

Fuera porque Vignati se diese cuenta de esta razón, o porque se con-venciera de que el terreno era poco favorable a la caballería, su siguientesalida por el Norte fue a base de infantería. Contaba con unos dos milhombres, y bien dirigidos tal vez hubieran logrado romper el cerco, peroVignati no estaba acostumbrado a manejar infantería, e incurrió en elmismo error que los franceses en Agincourt: empleó hombres a pie, car-gados con todas sus armas, y sufrieron la misma suerte que los france-ses en tiempos anteriores. Cansados por el peso de las armas, ya estabanal extremo de sus fuerzas al llegar a las líneas de Facino, donde fueronfácilmente rechazados, volviendo a la ciudad tan sorprendidos como al-borozados de haber escapado al cautiverio o la muerte.

Después de esta nueva derrota, tres representantes del Municipio deAlessandría y uno de los capitanes del tirano, se presentaron en el cam-po contrario y fueron conducidos a casa del cura de Pavone, temporal-mente habitada por Facino.

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La sala en que entraron no tenía más adorno en sus blanqueadas pa-redes que un crucifijo de talla. Una gran mesa en el centro, un banco yvarias sillas, todo de pino sin pintar, además de una butaca de cuero,componían el mobiliario. El único detalle que suavizaba un poco la rudaausteridad del aposento era la espesa capa de hierbas aromáticas quecubría la terrosa desnudez del suelo.

Carmaguolo, fastuosamente vestido, como siempre, se había apropia-do la única butaca y parecía llenar la estancia con su decorativa presen-cia. Stoffel, Koenigshofen, Giasone Trovatta y Vauglois, que mandaba alos borgoñones, ocupaban las sillas sirviendo de fondo, mientras queBellarión se mantenía en pie, junto al banco en el que se recostaba Fa-cino, grave y ceñudo, oyendo la invitación de los mensajeros para queimpusieran las condiciones de rendición.

—El señor conde de Pavía —fue la respuesta de Facino— no quierecastigar con dureza la deslealtad de Alessandría, teniendo en cuenta loque habrá sufrido en las últimas semanas, y se contenta con imponerun tributo de cincuenta mil florines de oro para indemnizarlo de losgastos de la campaña —los enviados respiraron con más libertad, peroaún no había concluido Facino—. Y yo requiero la misma suma, comocompensación del saqueo.

—Cien mil florines —exclamaron consternados los parlamentarios—.Eso, señor, es…

Facino alzó la mano reclamando silencio.—Esto en cuanto al Municipio de Alessandría. Y ahora tratemos del

señor Vignati, que tan imprudentemente ha cometido la agresión; se lepermite que hasta mañana al mediodía salga de la ciudad con todo suacompañamiento, pero dejando detrás los caballos y todo el material deguerra que posee. Además, pagará de sus propios fondos, o de los delMunicipio de Lodi, cien mil florines al señor conde de Pavía, quien losdestinará a su ciudad de Alessandría para indemnizarla por las pérdidasy molestias que ha causado en ella la ocupación. Por último, el señorVignati habrá de consentir que una fuerza de dos mil hombres ocupeLodi, alojados y mantenidos por la ciudad hasta que esté pagada la in-demnización, teniendo entendido que si el pago se retrasa más de unmes, el ejército de ocupación lo hará efectivo con el saqueo de la ciudad.

El oficial enviado por Vignati, hombre de austero aspecto y barba ne-gra, se sonrojó de indignación y dijo:

—Las condiciones son muy duras.—Son necesarias —corrigió Facino— para demostrar a su jefe que los

actos de bandolerismo no siempre salen bien.—¿Supone que las aceptará? —preguntó el capitán con aire truculen-

to. Los tres ediles1 se miraban alarmados.

1Edil: Concejal, miembro de una corporación municipal.

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Facino, con cruel sonrisa, contestó:—Si puede hacer cosa mejor, que lo aproveche. Pero háganle compren-

der que estas proposiciones sólo duran veinticuatro horas. Después, nolo trataré con tanta benignidad.

—¡Benignidad llama usted…!—Pueden retirarse —interrumpió el conde, despidiéndolos con regio

ademán.No volvieron dentro de las veinticuatro horas, ni en los días siguientes.Vignati no dio señales de vida. El tiempo empezó a parecer largo a los

sitiadores, y cada día aumentaba el enojo de Facino, sobre todo desde queun nuevo ataque de gota lo obligó a recluirse en la triste rectoría de Pavone.

Una noche, cerca de un mes después de comenzado el sitio, cenaba Facinocon sus oficiales, excepto Stoffel, que estaba de guardia en Casalbagliano, ydejó recaer su mal humor sobre la calidad de los manjares.

Contestó Giasone Trotta, cuyos jinetes eran los encargados del aprovi-sionamiento.

—¡Por vida mía! Si el sitio se prolonga, somos nosotros los que vamos aperecer de hambre. Mis hombres han limpiado ya las cercanías en diezmillas a la redonda.

La respuesta, algo exagerada, provocó una explosión por parte de Facino.—Dios me confunda, si comprendo cómo se sostiene esa gente. Con

más de dos mil hombres en la plaza…, en menos de una semana handebido pasar hambre.

Koenigshofen murmuró entre su moderada barba roja:—Es un misterio colosal.—Exacto, ese misterio es el que me intriga y me hace pensar que reci-

ben provisiones de afuera.—Eso es imposible —replicó enfáticamente Carmaguolo, a quien corres-

pondía la vigilancia del cordón sitiador.—Pues no hay otra alternativa —insinuó Bellarión—, a menos de que

se coman unos a otros.Los ojos de Carmaguolo le lanzaron una mirada de malevolencia por la

duda acerca de su vigilancia.—Habla usted en cifras —dijo con desdén el guapo mozo.—Y usted no sabe descifrarlas. Debí recordarlo —contestó Bellarión

risueño.Incorporándose, Carmaguolo exclamó:—¡Cuerpo de Cristo…! ¿Qué se ha propuesto?Los oídos del displicente Facino habían distinguido un ruido lejano.—Callen todos y escuchen —mandó—. ¿Oyen…? ¿Quién viene a estas

horas con tanta prisa?

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Era una bochornosa noche de julio, y la ventana estaba abierta, paradar paso a la escasa brisa. Los cuatro hombres aguzaron los oídos, yllegó a ellos el rumor de lejano galope de caballos.

—No viene de Alessandría —dijo el tudesco.—No —asintió Facino. Y volvieron a escuchar en silencio.Carmaguolo se encaminó a la puerta, a tiempo que dos jinetes enfilaban

la calle, y al ver su elevada silueta acortaron el paso.—¿Dónde se aloja el señor conde de Biandrate? —preguntó uno de ellos.—Aquí —respondió Carmaguolo. Y a esta sola palabra se detuvieron

los caballos, arrancando chispas de las piedras con los cascos.

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S

Capítulo XII

La lealtad de un duque

i los ojos del condottiere se abrieron de sorpresa al ver entrar a suesposa conducida por Carmaguolo, aún fue mayor la que experimentó aldivisar al hombre que la acompañaba. Era este Giovanni Pusterla deVenegono, primo de aquel Pusterla a quien el duque achacaba la muertede su madre.

En un vano intento de enmascarar su matricidio, el duque echó laculpa sobre el infortunado castellano de Monza, a quien hizo dar bárba-ra muerte, sin formación de causa ni permitirle ningún medio de defen-sa. Más adelante, como se diera cuenta de que esto no bastaba para daral pueblo la convicción de su inocencia, el monstruoso muchacho juróexterminar toda la familia Pusterla, como sangrienta ofrenda a losManes1 de su asesinada madre. Un Pusterla era el que cazaba con susperros en las praderas de Abbiategrasso cuando encontró a Bellarión, yaquel era el quinto de los inocentes miembros de la noble familia sacri-ficados para ocultar su atroz crimen.

El Pusterla de Venegono que ahora acompañaba a la condesa Beatriz,era de mediana estatura, pero recio y vigoroso, y pasaba poco de lostreinta años, a pesar de las abundantes canas que se mezclaban a suespeso cabello negro. La expresión de su afeitado rostro era altiva yresuelta, y la mirada de sus oscuros ojos no permitía dudar de la super-abundancia de energía de su cuerpo y de su espíritu.

Aunque entre Facino y él existía mutuo aprecio, esto no bastaba paraexplicar su inesperada aparición como escudero de la condesa Beatriz.

Desde el banco en que estaba Facino con la gotosa pierna extendida,saludó a los recién llegados con un rotundo juramento soldadesco, en elque había una nota de interrogación.

1Manes: Dioses infernales o almas de los difuntos, considerados benévolos; sombras oalmas de los muertos.

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La condesa, pálida y hermosa como siempre, corrió hacia él preguntando:—¿Estás enfermo, Facino? —y se inclinó para recibir un beso.—Poco importa —contestó él, contemplando con amor a su esposa;

mas, sin que desapareciera la preocupación de su acento, prosiguió—:¿A qué se debe tu presencia, Bice, y acompañada por Venegono?

—Te hemos cogido por sorpresa, ¿eh? —contestó ella—. Bien sabe elcielo que nada de esto habría pasado si me hubieras hecho caso.

—¿Quieres decirme qué los trae aquí, sin comentarios?Después de una breve vacilación, Beatriz señaló a su compañero de viaje.—Que te lo diga el señor Venegono.Este habló al instante. Su palabra rápida, y el gesto con que la acom-

pañaba, descubrió lo impulsivo de su carácter.—Estamos aquí —dijo— por lo que sucede en Milán… ¿No está entera-

do, señor conde?—¿En Milán? Recibo semanalmente despachos de Su Alteza y nada

dicen que no sea tranquilizador.La condesa dejó oír una risita amarga, y su acompañante exclamó:—¿Considera tranquilizador que Malatesta de Rímini, Pandolfo y su

hermano Carlo, a la cabeza de un ejército de cinco mil hombres…?—¿Marchan sobre Milán? —preguntó aterrado Facino.De nuevo rió la condesa, y Venegono prosiguió con voz de trueno.—¡Están en Milán por expresa invitación del duque! —y sin tomar alien-

to, completó el relato—. El día 2 del corriente, Antonia Malatesta se hacasado con el duque, y su padre ha sido nombrado gobernador de Milán.

Siguió un silencio sepulcral. La noticia parecía tan increíble, que Facino,después de un enérgico juramento, se negó a darle crédito.

—Le hablo, señor conde, de hechos que he presenciado.—¿Presenciado usted…? ¿Estaba en Milán?Las facciones de Venegono se contrajeron como una u.—Aún hay bastantes gibelinos en Milán para ofrecer albergue a un

Pusterla, a pesar de las insensatas persecuciones de esa fiera, que tan-tas víctimas ha causado en nuestra familia.

Facino, consternado, lanzaba sombrías miradas por debajo de sus espe-sas cejas, y su esposa, con leve sonrisa de compasión desdeñosa, añadió:

—Ahora comprenderás por qué estoy aquí; Milán ya no era lugar seguropara la mujer de Facino. Del hombre a quien el duque quiere inutilizar atoda costa, aunque sea poniendo su cuello bajo las plantas de Malatesta.

—Pero, Gabriello… —murmuró Facino, aturdido por la magnitud delos acontecimientos.

—Gabriello, señor conde —respondió prontamente el fugitivo—, haexperimentado la misma sorpresa que todos los gibelinos de Milán. Estaes la obra de ese funesto Della Torre, que el cielo confunda.

—¿Y ese cobarde bastardo, nada ha defendido…?

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—Gabriello se ha encerrado en el castillo de Porta Giovia, en el queMalatesta lo tiene sitiado. La ciudad entera está convertida en un in-menso campamento. Ese monstruo de Gian María ha llegado a ponerprecio a la cabeza del hermano que tantas veces lo ha defendido de losfurores, siempre justos, del Municipio y del pueblo. ¡Señor! —terminócon vehemente acento—. ¡Si volviera al mundo el gran Galeazzo y vieralo que su horrible hijo ha hecho del gran ducado que él fundó…!

De nuevo reinó el silencio. Facino levantó, por fin, el ceñudo rostro, ydijo despacio y con triste acento:

—Soy el último de los hermanos de armas del gran Galeazzo, el últimode los que le ayudaron a fundar el floreciente Estado que ese aborto delinfierno deshonra. Su falsedad y traidora naturaleza ha hecho que sealejen los demás, y cada cual se ha apropiado una parte de su territorio,declarándose independiente. Sólo yo he permanecido fiel y he luchadocontra mis antiguos compañeros por defender su vacilante trono… Yeste es el pago que me da —no pudo continuar.

La condesa respiró profundo y dijo:—Me parece que ya vas empezando a ver por tus propios ojos.Tomando la palabra, Venegono expuso:—Yo vengo a usted enviado por todos los gibelinos de Milán, que lo

miran como a su jefe y sólo tienen esperanzas en usted. Milán está con-vertida en una ciudad de lágrimas y de sangre… Usted es el único quepuede salvarla en esta hora horrenda.

Facino, que maquinalmente jugaba con su puñal, hundió de un golpela hoja en el tablero de la mesa. Levantó los ojos que estaban inyectadosen sangre. La bondadosa expresión de su rostro había desaparecido porcompleto.

—Que Dios me ponga bueno —dijo— y yo juro que haré comer a esemonstruo los frutos de su traición hasta ahogarlo con ellos —y extendió ladiestra hacia el crucifijo, como poniéndolo por testigo de su juramento.

Bellarión, que desde su sitio observaba a la condesa, leyó en su bellorostro la alegría de quien espera ver pronto su ambición satisfecha, sinimportarle que su precio fuera destrozar el corazón de su esposo.

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C

Capítulo XIII

Las vituallas

on el tórrido calor de la siguiente mañana, Bellarión fue a visitar asu amigo Stoffel, en Casalbagliano, y rebasando la línea de los centinelasavanzados, pasó algo más cerca de las murallas de lo que aconsejabala prudencia.

La ciudad sitiada parecía dormida en el calor estival, y ya debía estarmedio muerta por la carencia de víveres.

Cabalgando a trote corto, Bellarión meditaba sobre lo turbulento de sudestino, desde que poco más de un año antes dejara el convento.

Mucho se había separado de su primitiva intención, y no podía dejarde maravillarse de la facilidad con que se había adaptado a cada fase desu nueva existencia. Las observaciones que había hecho en ella no con-tribuían a inspirarle el respeto a sus semejantes.

En aquella mañana, la ambición parecía al joven jinete el pecado quedominaba en la vida cortesana. La veía en toda su magnitud por donde-quiera que mirara, pero jamás le dolió tanto verla impresa en un rostro,como la noche anterior en el de la condesa Beatriz.

Dos intrusiones de orden físico pusieron término a la divagación de supensamiento; la primera fue una flecha que pasó rozando la grupa desu caballo y vino a recordarle la peligrosa proximidad de las murallas, y lasegunda, un objeto brillante que relució a pocos metros delante de él.

Todo el ejército de Facino habría podido pasar por allí, sin ver en aquelobjeto más que una vulgar herradura. Pero la mente de Bellarión era deorden distinto al de los demás, y enseguida leyó en él que pertenecía a lapata trasera de una mula, que había pasado por allí en las anterioresveinticuatro horas.

Dos días antes había habido tormenta, acompañada de chubascos. Si laherradura ya hubiera estado allí, su brillo estaría empañado por la herrum-bre causada por la humedad. Mas, ¿a quién podía pertenecer la mula?,se preguntaba Bellarión sin acertar con la respuesta.

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Se apeó y recogió la herradura, a la que iba unido un trozo de correarota. Llevando el caballo de la brida, siguió hasta que le dieron el «¡quiénvive!» los centinelas de Casalbagliano.

Bellarión encontró a su amigo comiendo en la casa donde se alojaba, ya manera de saludo le dijo:

—Hay poca vigilancia entre aquí y Aulara.—Siempre me estás dando sustos —se quejó Stoffel.—Aquí está la prueba de lo que digo.Y Bellarión puso la herradura sobre la mesa, dando cuenta exacta del

sitio en que la había encontrado y sus razones para suponer la fechaaproximada en que fue perdida.

—Esto no es todo —prosiguió—; un poco más lejos encontré un regue-ro blanco en la hierba, que resultó ser harina de trigo, caída sin duda deun saco roto, que debió pasar por allí anoche.

El suizo quedó consternado, y confesó que no tenía bastantes hombrespara vigilar toda la línea, añadiendo que las noches eran muy oscurascuando no había luna.

—Ya cuidaré de que te envíen refuerzos —dijo Bellarión y, sin quedar-se a comer, picó espuelas hacia Pavone.

Llegó a tiempo de tomar parte en el Consejo de guerra en que se deba-tía el asalto a la ciudad, cuyas fuerzas ya debían estar extenuadas porlas privaciones.

Facino, en su actual impaciencia, no pudiendo aguardar el total resta-blecimiento de su pierna, decidió delegar el mando en Carmaguolo y acor-dar con este, el tudesco y Trotta, las medidas que se habían de tomar parael asalto. Madonna Beatriz dormía la siesta en el aposento de arriba, queera el mejor de toda la casa.

Las noticias que trajo Bellarión fueron recibidas con evidente disgusto.Pero Carmaguolo, echándolas a un lado con ademán teatral, dijo:

—Poco importa eso, puesto que hemos decidido efectuar el asalto.—Por el contrario, importa mucho a mi entender —replicó Bellarión, al

que disparó una llameante mirada el magnífico teniente de Facino. Siem-pre habían de chocar estos dos jóvenes—. Su decisión se basa en lasupuesta debilidad de la hambrienta guarnición, y mi descubrimientocambia la situación.

Facino asentía con silenciosos ademanes, pero Carmaguolo, que era tanatrevido en la guerra como en el juego, no queriendo perder la ocasión dedistinguirse que le ofrecía la enfermedad del jefe, se apresuró a contestar.

—Nos arriesgamos a todo. Tiene prisa de acabar aquí, y la dilaciónpuede ser peligrosa.

—Más peligros puede haber en obrar precipitadamente —dijo Bellarión.Fuera de sí, replicó el teniente:—Háganos la gracia de sus prudentes consejos. Las opiniones de un

novicio no cuadran a aguerridos hombres de armas.

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—Tuvo razón en Travo —dijeron los guturales tonos de Koenigshofen— ypudiera tenerla también ahora.

—Por mi parte —añadió Trotta, que conocía las fortificaciones de la plazamejor que ninguno— si existe la menor duda sobre el estado de la guar-nición, considero una locura el ataque. Podríamos pagar muy caro el acla-rar la duda.

—Pues, ¿de qué otro modo puede resolverse?—preguntó Carmaguoloviendo en la dilación la pérdida de su oportunidad.

—Eso es lo que se ha de reflexionar —contestó con calma Bellarión.—¡Reflexionar…! —repitió, y más habría dicho el atolondrado teniente,

si la alzada mano del jefe no le hubiera impuesto silencio.—Reflexionar, sí —asintió el condottiere—. La situación ha cambiado y

se tiene que volver a estudiar.El viejo guerrero doblegaba su impaciencia ante la necesidad. Mas no

así el joven oficial, que exclamó:—¿Y no puede haberse equivocado Bellarión? La evidencia después de

todo…—No es necesaria —interrumpió Bellarión—. Si Vignati estuviera en la

situación que suponemos, habría continuado sus esfuerzos por romperel cerco. Habiendo recibido auxilios de fuera, permanece inactivo, por-que desea que tomándolos por moribundos los ataquemos. Cuando ha-yan quebrantado nuestras fuerzas obligándonos a retroceder, entoncescaerán sobre nosotros, para completar la derrota.

—¿Todo eso ve en la herradura de una mula y en unos granos de trigo?—preguntó Carmaguolo en son de mofa; y abriendo los brazos, excla-mó—: ¡Ea!, señores, aprendamos nuestro oficio en la escuela del maes-tro Bellarión…

—Peores cosas pudiera hacer, Francesco —interrumpió agriamenteFacino—. En cuanto a inteligencia, tiene mucho que aprender de Bellarión.Cuando lo oigo… ¡Dios me ayude!, me pregunto si tengo la gota en lapierna o en los sesos… Continúa, hijo… ¿Qué más tienes que decir?

—Nada más, hasta que atrapemos una de esas expediciones de víve-res, que podrá ser esta noche si duplica las fuerzas de Stoffel.

—Muy bien —asintió Facino—. Pero, ¿qué te propones hacer?Bellarión, cogiendo un pedazo de yeso, trazó sobre la mesa las líneas

necesarias para explicar su plan, que expuso con notable lucidez.Facino lo escuchó atentamente haciendo señales de aprobación.—¿Alguien tiene un plan mejor que proponer? —preguntó.Después de una pausa, fue Carmaguolo quien, haciendo de la necesi-

dad virtud, contestó:—El plan sirve igual que otro cualquiera, y puesto que merece su apro-

bación, señor, daré las órdenes para ponerlo en obra.—Puesto que es Bellarión quien ha tenido la idea —dijo Facino, dete-

niéndolo con un ademán— que se encargue de ejecutarla él mismo.

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Así fue como, antes de anochecer, Bellarión estaba de nuevo en elalojamiento de Stoffel. Después que oscureció llegaron a Casalbaglianodoscientos germanos, de los que mandaba Koenigshofen en Aulara. Sóloentonces estableció Bellarión sus fuerzas en estratégica forma, que co-gía en su centro la senda que estaba entre Casalbagliano y Alessandría,teniendo por un lado el Tanaro, y un afluente de menos importancia enel otro. Stoffel se puso a la cabeza del ala derecha, y otro suizo llamadoWenzel fue encargado de la izquierda.

La oscuridad se hacía más densa a medida que avanzaba la noche.Una nueva tormenta amenazaba descender desde las montañas deMontferrato, y los nubarrones cubrían las estrellas con oscuro manto.

A pesar de ello, Bellarión dio orden de que los soldados se echaran,para que sus siluetas no se recortaran contra el cielo.

Así transcurrieron las lentas horas, llegó y pasó la medianoche; las es-peranzas de Bellarión empezaban a decaer, cuando, por último, llegó asus oídos el leve ruido de cubiertos cascos que se hundían en la hierba.Apenas se había dado cuenta del rumor, cuando divisó casi enseguidauna recua de mulas que avanzaba como visión fantástica.

El conductor del convoy, que debía haber hecho varias veces el cami-no, se adelantaba con seguridad, hasta que de pronto se encontró dete-nido por una pared humana.

El osado arriero, sin perturbarse, asió firmemente el ronzal de la pri-mera caballería, haciendo retroceder la reata para encontrar el caminocerrado por una línea de picas. Los proveedores de los sitiados hicieronun desesperado esfuerzo para huir por el flanco, abandonando las vitua-llas, pero cada vez se hacía más estrecho el círculo que los envolvía, ysin que pudiera escaparse ni un ratón.

Por fin, se hizo la luz. Una docena de linternas fueron descubiertas,para que Bellarión pudiera apreciar el valor de la presa que acababa dehacer. El convoy consistía en varias mulas cargadas con sacos, y mediadocena de hombres capitaneados por un jayán1 de patibularia cataduray rostro muy marcado por las viruelas, en cuanto dejaba ver la pobladabarba oscura. Torvos y silenciosos permanecían bajo la luz de las linter-nas, sin intentar huir, cual si ya sintieran el roce de la soga en susrespectivos cuellos.

Bellarión, sin hacer preguntas, dio breves órdenes a Stoffel, que sehabía acercado al estrecharse el cerco. Muy sorprendentes eran las ór-denes, pero Verner era de los que obedecían sin comentarios. Cien hom-bres al mando de Venzel, debían quedarse allí custodiando las mulas enel mismo sitio; veinte soldados se encargarían de llevar los arrieros sinarmas y maniatados a Casalbagliano. Los demás podían retirarse a sushabituales cuarteles.1Jayán: Persona vulgar y grosera en sus dichos o hechos; rufián respetado por los demás.

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Media hora más tarde, Bellarión y el jefe del convoy se encontraban frentea frente en la cocina de la casa donde el jefe suizo tenía su alojamiento.

El prisionero, con las manos atadas, estaba entre dos ballesteros, entanto que Bellarión, con una luz en la mano, contemplaba aquella inno-ble fisonomía que no le parecía desconocida.

—Creo que ya nos hemos visto antes —dijo por último el joven—. Eresel falso fraile que llegó conmigo a Casale… es decir: el bandido Lorenzaccioda Trino.

Los ojillos de azabache parpadearon de terror.—No lo niego…, pero ya recordará que me porté bien con usted…, y sin

aquel condenado granjero…—¡Silencio! —mandó Bellarión, y dejando la luz sobre la mesa, que era

de encina maciza y muy recia, se sentó en el sillón que había junto a ella.El prisionero contemplaba con medroso asombro la riqueza del atavío y elaire de autoridad del que antes era un tímido y pobre estudiante. Supánico le impedía hacer reflexiones sobre los cambios de este mundo.

De repente, los magníficos ojos negros de Bellarión se clavaron sobreél, y el bandolero se estremeció a pesar del calor que hacía.

—Ya sabes la suerte que te espera.—Conozco los riesgos a que me expongo…, pero…—La cuerda, amigo mío… Te lo digo para disipar tus dudas.Las rodillas del falso arriero temblaban de tal modo que los guardas

tuvieron que sostenerlo. Bellarión, que lo observaba casi sonriendo, trasuna larga pausa, dijo:

—Pretendes haberte portado bien conmigo en tiempos atrás… No séhasta dónde habría ido esa bondad, pero lo cierto es que me robastecuanto llevaba… Tal vez tenías intención de devolvérmelo…

—Tenía…, sí que tenía —se apresuró a decir el miserable—. Por lasagrada Madonna que le hubiera devuelto hasta el último…

—Soy tan cándido que me permito creerlo… Y no olvides que tu vidaestá en mis manos. Fuiste el instrumento elegido por el Destino paracambiar el curso de mi vida… y deseo mostrarte mi buena voluntad.

—¡Dios se lo pague…! ¡Dios…!—¡No me interrumpas…! Ante todo, exijo una prueba de tu deseo de

servirme.—¿Prueba? —preguntó Lorenzaccio, confuso—. ¿Qué prueba puedo

dar yo?—Responde a mis preguntas con sincera claridad. No pido más… Pero

a la primera señal de engaño o traición, sufrirás más que con la muerte,y acabarás por ella. Sé franco, y te prometo respetar tu vida, y aúnpuede que te conceda la libertad.

Siguieron las preguntas, y las respuestas fueron tan rápidas, que nodejaban duda de su sinceridad. No incurrió en ninguna contradicción, y

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su juez quedó satisfecho de que aquel apego a la vida había traído laverdad a los labios de Lorenzaccio. Así, Bellarión obtuvo los informesque necesitaba. El bandolero estaba a sueldo de Girolamo Vignati, car-denal de Desana, hermano del sitiado tirano, quien desde Cantalupoenviaba provisiones a Alessandría todas las noches que la ausencia de laluna lo permitía. Las mulas se quedaban allí, para ser comidas con lasdemás vituallas, y los hombres volvían a pie desde las puertas de laciudad. Sólo el bandido penetraba en ella, para salir al día siguienteprovisto del santo y seña para la próxima vez. En las últimas tres sema-nas, según confesó, había cruzado las líneas más de una docena deveces. Además, obtuvo el joven minuciosas descripciones de los herma-nos Vignati, de cuantos les rodeaban, así como de la topografía de laplaza. Bellarión tomó las notas que le parecieron necesarias.

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F

Capítulo XIV

El arriero

altaba menos de una hora para amanecer, cuando la recua de mulasllegó a la puerta del sur de Alessandría, y su único conductor interrumpióel silencio de la noche con un agudo silbido, repetido por tres veces.

Un instante después una luz aparecía detrás de la verja y una voz pre-guntó en tono de reto.

—¿Quién vive?—Mensajero del señor cardenal —respondió el arriero.—Venga el santo y seña.—«Lodi triunfante».Desapareció la luz, y un momento después sonó el metálico arrastre de

cadenas, a tiempo que una gran masa negra, apenas visible en la oscu-ridad, bajaba lentamente y con suave golpe vino a descansar casi a losmismos pies del arriero. Este y sus mulas cruzaron el puente, y en el cuer-po de guardia de la orilla opuesta un oficial echó la luz de una linternasobre el rostro del primero, diciendo:

—No eres Lorenzaccio.—¡Que te lleve el Diablo! —contestó el arriero, que si bien era aún más

alto que el bandido, tenía menos años y mejor postura, a pesar de lohumilde del traje—. Para decirme eso no necesitas quemarme las narices.

Su desenfado acalló las sospechas. Además, ¿cómo sospechar de unhombre que trae una recua de mulas cargadas con provisiones a unaplaza sitiada?

—¿Quién eres…? ¿Cómo te llamas?—Me llamo Beppo, y por esta noche soy el sustituto de Lorenzaccio, que

ha sufrido un accidente donde probablemente dejará el pellejo. No necesi-ta decirme su nombre, mi capitán; ya me advirtió Lorenzaccio que encon-traría aquí un buen perro de guarda que se llama Chrisóforo y quepretendería comerme crudo. Al verlo, la descripción me parece exagera-da… ¿Tiene algo de beber, mi capitán…? ¡Hace una noche de sed! —y el

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arriero se pasó la mano por una frente despejada, que dejó parcialmentelimpia del polvo que desfiguraba su rostro.

—Lleva las mulas al Municipio —contestó secamente el capitán, resen-tido por la familiaridad.

Ya apuntaba el día al entrar recua y arriero en el patio del palaciomunicipal, donde se hicieron cargo de la primera, que ya estaban espe-rando. Era un grupo mixto, compuesto por oficiales y representantes delgobierno cívico. Los primeros estaban bien nutridos y vigorosos; los últi-mos, flacos y macilentos, de lo que infirió el arriero que, en cuanto araciones, los ciudadanos de Alessandría debían estar sacrificados al ele-mento militar.

Maese Beppo, que para arriero parecía muy atrevido, pidió que lo lle-varan sin tardanza ante el propio Vignati.

Al principio no le hicieron caso, mas supo dar tal tono de amenaza a suvoz, que, por fin, un oficial lo condujo a la ciudadela.

Por un pequeño puente levadizo pasaron al patio central de la granfortaleza güelfa, y subiendo por una angosta escalera llegaron a un apo-sento cuyas pétreas paredes estaban desprovistas de todo adorno. Elabovedado techo era tan bajo, que el arriero, dada su alta estatura, hu-biera podido tocarlo con sólo alzar el brazo. Una conventual mesa deroble, un banco y un alto sitial de la propia madera, componían todo elmobiliario, siendo un almohadón de terciopelo rojo la única nota de lujoen aquella glacial austeridad.

Dejando allí al forastero, el oficial pasó por una puerta baja a la estanciainmediata. Poco tardó en presentarse un hombre muy recio, cargado deespaldas y con las piernas torcidas, pero con aire de gran importancia.Vestía ropón de púrpura que dejaba arrastrar sobre el desnudo suelo depiedra. Lo acompañaban un monje con hábito negro y un oficial, largo yflaco, armado de espada y daga.

Los altaneros ojos del personaje se fijaron en el arriero.—Supongo que traes un mensaje para mí —dijo sentándose en el si-

tial. El monje, que era gordo y viejo, se acomodó en el banco; el capitánse colocó detrás del sitial de Vignati, mientras que el oficial que habíaacompañado a Beppo se quedó en el fondo, recostado a la pared.

En cuanto al arrogante arriero, permaneció ante la mesa, sin demos-trar la menor timidez ante el severo tirano de Lodi.

—Su Excelencia, el cardenal de Desana, me manda hacerle saber, se-ñor, que las provisiones por mí traídas serán las últimas que le envíe.

—¿Cómo? —y apoyándose en los brazos del sitial, Vignati se incorporó,por la fuerza de la sorpresa.

—No es posible, señor. Lorenzaccio, que era el encargado de estas ex-pediciones, ha sido cogido por Facino y tal vez esté ya ahorcado. Eso

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interesa poco, lo importante es que el cordón se ha reforzado y que seríauna locura el intentar atravesarlo.

—Sin embargo, tú…—He pasado merced a una estratagema que no puede repetirse: puse

yesca a una docena de mulas y las lancé contra las filas, aprovechandola confusión que produjeron pude pasar con mi recua.

—Muy ingenioso el ardid —murmuró el capitán.—Era preciso pasar —continuó Beppo—, no sólo para traer los víveres,

sino para que supiera que eran los últimos.Desde un rostro que había tomado color grisáceo, los ojos del tirano

seguían fijos en el joven, cuyo aplomo y escogido lenguaje le intrigaban.—¿Quién es usted? —preguntó de pronto—. Usted no es arriero.—Su Señoría es muy perspicaz —fue la respuesta—. Después de caer

prisionero Lorenzaccio, nadie quería encargarse de conducir la expedi-ción… Yo soy un soldado de fortuna, Beppo Farfalla, para servir a sumagnificencia, y mando una compañía de trescientas lanzas, por ahora,al servicio del señor cardenal, en Cantalupo. Por indicación suya meencargué de la aventura, con la esperanza de que tal vez me diera algu-na plaza fija.

—¡Vive Dios…! ¿Qué plazas he de dar yo, cuando estoy a punto demorirme de hambre?

—El señor cardenal espera que no aguardará usted hasta ese extremo.—¿Qué entiende mi eclesiástico hermano en materia de guerra?—En cuanto a eso… Al señor cardenal no le faltan ideas… —repuso el

aventurero.—Quisiera yo saber qué ideas…—Una de ellas es que el enviar provisiones a Alessandría ha sido tan

inútil como pretender llenar el tonel de las Danaides.1

—¿Danaides…? ¿Quiénes son esas?—Supuse que lo sabía Su Señoría, yo no…, me limito a repetir la frase

del señor cardenal.—Es una alusión pagana tomada del Appolodorus2 — explicó el monje.—Lo que quería decir con ello el señor cardenal —declaró Beppo— es

que era un gasto inútil aprovisionar la plaza para que se estuviera usteden ella sin hacer nada.1Danaide: En la mitología griega fueron las 50 hijas de Dánao que, por imposición de sutío Egipto, se casaron con sus primos e hijos de este. Como Dánao se oponía a esecasamiento, la noche de bodas entregó una daga a cada joven para que matase a sumarido. Sólo una no obedeció; como castigo por los asesinatos, las 49 hermanas obe-dientes, conocidas como danaides, fueron condenadas por los dioses a la infructuosa yeterna tarea de llenar un tonel sin fondo en el mundo subterráneo.1Appolodorus: También llamado Appolodoru de Atenas, escritor que se dedicó a la Historiade Grecia. Fue discípulo de Aristarco. Su obra tuvo su mayor auge por los años 140 a. C.,cronista y memorialista que se dedicó a narrar los principales sucesos de su época.

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—¡Sin hacer nada! —repitió indignado Vignati—. Que se meta en sumisa y su breviario, y deje lo que no entiende.

—Entiende más de lo que su magnificencia supone.El tirano soltó una carcajada sarcástica, que fue coreada por el capi-

tán, pero no por el monje, y Beppo añadió:—Mi señor piensa que las nuevas que traigo serán el espolazo que

usted necesita.—¡Cargue el Diablo con usted y con él! —exclamó Vignati perdiendo

los estribos—. Yo no necesito espolazo; y si he permanecido inactivo, hasido por esperar la ocasión.

—Mas ahora que el hambre no le permitirá esperar, tendrá que salirleal encuentro.

—¿Cómo al encuentro? —preguntó Vignati cada vez más ceñudo. Noestaba acostumbrado a que los aventureros se tomaran con él tales li-bertades—. Hable claro y le perdonaré el atrevimiento.

—El señor cardenal opina que la suerte le espera en el campamento deFacino, en Pavone.

—¡Oh, sí!, o en las Indias, o en el infierno. Cuatro salidas llevo hechasy todas desastrosas, sin que la culpa haya sido mía.

—¿Está, señor, bien seguro de eso? —preguntó sonriendo Beppo.El grisáceo rostro del tirano se puso color de púrpura y tartamudeando

de rabia, preguntó:—¿Hay… quien… se atreva a suponer… que he obrado mal?—El señor cardenal se atreve… y no lo supone: afirma.—¿Y sin duda su impertinente presunción está de acuerdo con él?—¿Qué otra cosa puedo hacer? —los tres pares de ojos lo miraron

atónitos, y Beppo, con frescura sin igual, prosiguió—: Ha hecho las sali-das en pleno día y a la vista del enemigo, que puede concentrarse en elpunto atacado. El señor cardenal piensa que seguramente hará ahora loque ya debiera haber hecho antes, es decir, atacar de noche.

—Consejo muy propio de un cura —rezongó Vignati encogiéndose dehombros.

El capitán, con más seriedad, expuso:—Bien estaría el consejo si tratáramos de romper el cerco y escapar,

dejando a Alessandría en poder del enemigo; pero tan cobarde propósi-to no se albergó jamás en la mente de un guerrero como Vignati —ycon ademán de desaliento añadió—: Tal vez ahora impulsado por lanecesidad…

—Con o sin necesidad, ya hace semanas enteras que tienen a FacinoCane y a su ejército a su merced —interrumpió Beppo, riendo.

—¿Qué dice? —preguntó el tirano reteniendo el aliento.—He dicho a su merced… Basta para ello un atrevido golpe de mano.

El cordón que mide unas dieciocho millas de extensión es muy tenue,

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y no hay más puestos fuertes que Morengo, Aulara, Casalbagliano ySan Miguel.

—Sí… Sí… ¡Ya lo sabemos!—Morengo y San Miguel han quedado debilitados por haber llevado

fuerzas a Aulara, al descubrir que por allí se aprovisionaba la plaza.Aulara y Casalbagliano son los puntos más alejados de Pavone, que es elmás fuerte de todos, por ser el cuartel general de Facino.

Los ojos de Vignati empezaban a chispear; era bastante soldado paraseguir con profundo interés la clara exposición del aventurero. Estecontinuó:

—Protegido por la noche, un fuerte contingente de infantería puedesalir por la Puerta del Norte, cruzar el río por el vado, y siguiendo laorilla caer sobre Pavone antes de que se haya dado la alarma. Aunquelleguen refuerzos, ya estará quebrantada la fuerza allí existente. La cap-tura de Facino y sus primeros capitanes, será tan cierta como lo es queestá amaneciendo, y desde ese instante sus enemigos no serán más que uncuerpo sin cabeza.

Siguió un silencio, Vignati se mordió los gruesos labios murmurando:—¡Vive Cristo…! ¡Vive Cristo! —y miró a su capitán.—El plan está bien concebido —dijo el larguirucho oficial.—En su presente situación, no pueden hacer cosa mejor —afirmó el

desenfadado Beppo—. Es convertir una derrota en victoria.Su confianza empezaba a ser contagiosa. Vignati preguntó:—¿Qué fuerzas tiene Facino en Pavone?—De cuatrocientos a quinientos hombres. Con la mitad basta para

derrotarlos, si los cogen por sorpresa.—No quiero correr riesgos inútiles; llevaré seiscientos.—Luego, ¿está Su Señoría decidido?—¿Qué otra cosa podemos hacer, Rocco?Rocco se retorcía el áspero mostacho, diciendo:—Si pudiéramos hacer la maniobra envolvente, sin producir alarma…—Esa es la dificultad —interrumpió el audaz Beppo—. Pero puede ven-

cerse, y en eso estoy a su servicio. Tengo trescientas lanzas. Durante eldía avanzaremos hasta colocarnos detrás de Pavone, a la hora conveni-da; ustedes atacarán por delante, nosotros por detrás, y ya está hecha lamaniobra envolvente.

—Mas, ¿cómo reconocernos en la oscuridad? —objetó Rocco—. Nues-tras respectivas fuerzas pueden atacarse, creyendo cada cual que laotra es la de Facino.

—Mis hombres llevarán la camisa sobre la coraza; que los suyos haganlo mismo.

—¡Dios Poderoso! —exclamó Vignati—. Este hombre tiene salida para todo.

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—Es mi costumbre… Y así venzo siempre.Vignati se levantó, con la resolución pintada en su ancho rostro.—Sea esta misma noche… No hay que esperar a que nos debilite el

hambre… ¿Supongo que puede contarse con usted, capitán Farfalla?—Si nos avenimos en las condiciones —declaró Beppo con descaro—.

Ya comprenderá que no me expongo por amor a las aventuras.El tirano frunció las cejas, como quien se dispone a regatear, y preguntó:—¿Y esas condiciones…?—Un año de empleo para mí y mi gente a razón de quince mil florines

mensuales.—¡Dios de los cielos…! ¿Nada más? —fue la irónica respuesta a la pro-

posición.—Su Señoría puede rehusar.—Y usted puede ser razonable… ¡Quince mil…! Veamos. Yo no necesito

sus lanzas por un año.—Pero a mí me conviene tener asegurado el pan por un año.—Eso es aprovecharse de la situación.—Y lo otro, olvidar que yo he arriesgado el pescuezo por venir aquí.Siguió media hora larga de chalaneo,1 en la que maese Beppo hizo gala

de la tenacidad con que defendió sus pretensiones. Cedió a ellas, por fin,el señor de Lodi, no sin ciertas reservas mentales, no obstante el contra-to que extendió el monje secretario. Con el pergamino en el bolsillo, elaventurero almorzó alegremente con Vignati, y después de despedirsesalió subrepticiamente de la ciudad para llevar al cardenal la nueva dela decisión y prepararse para la parte que le correspondía en ella.

La mañana estaba hermosa, no quedaba la menor traza de tormenta yel aire era suave y puro. Maese Beppo sonreía sin dejar de andar. Quizásporque da gusto vivir en una mañana tan espléndida. Aún sonreía, cuandoentró como una tromba en el alojamiento de Facino en Pavone.

El jefe estaba comiendo con su esposa y sus capitanes, y levantó lacabeza al ver que el recién llegado ocupaba el único sitio vacío.

—Muy tarde llegas, Bellarión —le dijo—, te hemos estado esperando.¿Hubo anoche algún intento de aprovisionar la plaza?

—Hubo.—¿Y los cogieron?—Los cogimos… mas, no obstante, la recua de mulos cargada de pro-

visiones ha entrado en Alessandría.Todos lo miraron con estupefacción, y Carmaguolo, riendo desdeño-

samente, preguntó:—¿A despecho de envanecerse de haberlo cogido?

1Chalaneo: Acción y efecto de chalanear, es decir, tratar los negocios con maña y destreza.

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Bellarión fijó en él los ojos algo enrojecidos por la falta de sueño, yafirmó:

—A despecho de ello —y añadió después—. Y entró en la plaza, porquela conduje yo.

Después de una pausa, causada por el asombro, preguntó Facino:—¿Dices que has estado en Alessandría?—En la propia ciudadela. He almorzado con el severo tirano de Lodi.—¿Quieres explicarte de una vez?Bellarión obedeció.

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L

Capítulo XV

Los encamisados

a continuación es muy fácil de adivinar y su relato será muy breve.Aquella noche Vignati, con seiscientos hombres que llevaban la camisa

sobre la armadura, cayó en una emboscada que puede servir de modelopara este género de operaciones.

El combate fue muy reñido durante una media hora, en la que se ver-tió abundante sangre; Vignati y su gente, al encontrarse burlados, sebatieron con saña, recibiendo también fieros golpes en respuesta.

Bellarión, luciendo la magnífica armadura, regalo de Baucicault, pero sincasco, por no haber podido aún acostumbrarse a él, permanecía un pocoseparado de lo recio del combate, como se mantuvo separado de las justasen Milán. Sentía horror hacia la violencia personal y la carnicería; sin em-bargo, la suerte quiso que diera un golpe y que este fuera productivo.

Era hacia el final del combate, cuando los soldados de Vignati empeza-ban a reconocer su derrota y a tirar las armas. En ese momento, uncaballero con la visera calada, que le daba el aspecto de una monstruosaave de rapiña, cargó furiosamente contra los soldados que lo rodeaban.Su impetuosa acometida logró romper el cerco, teniendo delante caminolibre, a no ser por el solitario Bellarión, que estaba a un lado, y no hubieramovido un dedo para agredir al fugitivo. Pero este, ciego de ira, se arrojólanza en ristre sobre él; Bellarión hizo dar al caballo un salto de costadopara evitar el lanzazo, y afirmándose en los estribos descargó un tremen-do golpe de maza sobre el casco de su adversario, que cayó de la sillarodando por el suelo.

La conducta del vencedor fue caballerosamente humana. Se bajó delcaballo y se apresuró a quitar el casco al caído para que el aire le hicierarevivir. Según las leyes de la caballería, el prisionero era suyo.

La batalla había concluido. Hombres provistos de linternas recorrían lapradera, teatro del combate, y los soldados de Vignati que sobrevivieron

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fueron conducidos sin armas a la aldea de Pavone, con no poco sobre-salto de sus habitantes. Entre este gentío condujo Bellarión a su prisio-nero, habiendo encargado de su custodia a dos borgoñones. En la salaprincipal del alojamiento de Facino se reconocieron vencedor y vencido.Bellarión se echó a reír al recordar aquel ancho rostro de gruesos labios,que en este momento estaban trémulos de ira.

—¡Perro sarnoso! ¿Te has vendido al mejor postor? Si sé que eres tú,miserable, antes me dejo retorcer el cuello que rendirme a ti.

Facino, desde la silla en que le tenía clavado la gota, y Carmaguolo,que acababa de entrar para traer el parte del fin del combate, miraroncon sorpresa al prisionero, reconociendo en él a Vignati.

—Yo no estoy en venta, señor —contestó Bellarión—. Era un oficial demi padre y señor, Facino Cane, cuando esta noche entré en Alessandría.

Vignati lo miró con incredulidad que moderaba el odio. No podía creerque un hombre se atreviera a tanto.

—Conque, ¿no es el capitán Farfalla? —preguntó.—Me llamo Bellarión Cane.—Pues es el nombre de un embustero que ha sabido imponerse a fuerza

de mentiras —y volviéndose a Facino, preguntó—: ¿Son estos sus proce-dimientos de combate?

—¡Dios misericordioso! —exclamó el interpelado, riendo—. No faltabamás sino que invocara las leyes de la caballería andante, después dehaber sido un despreocupado bandolero toda la vida. Tenlo en cuenta,Bellarión, cuando fijes el rescate. Si el prisionero fuera mío, no lo sol-taría por menos de cincuenta mil ducados. La ciudad de Lodi tendríaque aprontar el dinero, aprendiendo de paso lo que cuesta el dar abrigoa un tirano semejante.

Mirando a Facino con ojos en los que se leía un odio salvaje, murmuróel prisionero:

—Pida a Dios, Facino, que no lo ponga en mis manos.Bellarión le puso con fuerza la suya en el hombro, diciendo:—No me gusta usted, micer Vignati… El mundo anda mal, por haber en

él demasiados individuos de su especie. Si yo cumpliera mi deber haciala humanidad, enviaría su cabeza al duque de Milán, a quien ha trai-cionado usted, renunciando a los cien mil ducados que va a darme derescate.

Vignati abrió la boca, espantado.—¡No diga más! —le advirtió Bellarión—. Lo que ha hablado le cuesta

cincuenta mil ducados —y volviéndose a los dos borgoñones, mandó—:Llévenlo arriba, quítenle la armadura y átenlo fuerte.

—¡Bárbaro, inhumano! —protestó el vencido—. ¿No le he dado mi pa-labra…?

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—¡Su palabra! —repitió el joven, con una carcajada equivalente a unbofetón—. ¿No se la dio también a Gian Galeazzo, y antes de que seenfriara su cadáver se alzó en armas contra su hijo? Me inspiran másconfianza las ligaduras que su palabra —e hizo ademán de que se lollevaran.

Al volverse, Facino y Carmaguolo observaron que estaba trémulo.—¡Haber sido llamado embustero y mentiroso por ese Judas…! —mur-

muró Bellarión.Lo que no adivinaron los testigos es que la reciente ofensa lo habría

dejado indiferente si no le recordara que unos rosados labios lo habíanacusado de lo mismo.

—Halágate con el rescate, muchacho… ¡Cien mil ducados! —comentóalegremente Facino—. Suerte has tenido de coger prisionero a Vignati.

—Sí…, mucha suerte —asintió con cierta envidia Carmaguolo, y sevolvió a Facino para añadir—: De modo, señor, que el asunto puededarse por felizmente concluido.

—¿Cómo que concluido? —intervino Bellarión—. Esto no ha sido másque el preludio.

—¿El preludio de qué?—De la toma de Alessandría.Los dos lo miraron sorprendidos, y Facino, en tono severo, observó:—De eso no habías dicho nada.—Pensé que lo comprenderían. ¿Para qué he inducido a Vignati a que

viniera con seiscientos hombres con las camisas sobre las corazas, y seencontrara con otros trescientos disfrazados iguales? Esto hace un totalde unos mil encamisados que, al amanecer, marcharán en triunfal re-greso a la plaza, cuya jubilosa guarnición los recibirá con puertas y bra-zos abiertos.

—¿Has pensado eso? —preguntó Facino cuando pudo hablar.—Claro está… ¿No le parece lógica la consecuencia? Mañana desayu-

nará en Alessandría, señor.—¡Vive Dios muchacho, irás muy lejos…! Primero Travo, después esto…—¿Quiere que entremos en detalles? —interrumpió Bellarión para re-

cordarle que el tiempo era precioso.Poco quedaba por concertar.Facino ofreció el mando de los mil encamisados de vanguardia a Bella-

rión, dejando que Carmaguolo mandara el grueso de la fuerza que se-guiría, pero el inventor de la idea cedió el puesto al teniente diciendo:

—Seguro que se repartirán algunos lanzazos cuando la guarnición sedé cuenta de la estratagema, y esa clase de asuntos los entiende mejormicer Carmaguolo que yo.

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—Muy agradecido por la distinción —dijo Carmaguolo, y por esta vez almenos, el buen mozo era sincero.

Los planes de Bellarión se realizaron por completo.Cuando dos horas más tarde de haber amanecido, Facino, tal y como

lo predijo Bellarión, almorzaba con sus oficiales en la ciudadela, ya rei-naban la paz y el orden en la conquistada ciudad.

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E

Capítulo XVI

Separación

l caballero Bellarión, montado en brioso corcel, paseaba solo en elcalor de la tarde estival por las húmedas y fértiles praderas, entreAlessandría y San Miguel. Se sentía deprimido por lo vacuo y fútil detodas las empresas mundanas, que una vez logradas se deshacen comohumo entre las manos. Lo único verdadero, pensaba el gallardo mozo,era el estudio, que nunca tiene fin en este mundo de engaño y oprobio.

Al abandonar el camino que lo llevaba a Pavía y a la cátedra del sa-piente Chrisolaris, le parecía haber perdido la verdadera orientación desu vida.

Abismado en tan místicos pensamientos avanzaba el apuesto jinetehacia el bosque, a tiempo que salía de él una dama montada en hermosopalafrén blanco, ricamente enjaezado de azul y plata. Iba acompañadapor un halconero y dos criados, luciendo todos los colores del conde deBiandrate, actual tirano de Alessandría por derecho de conquista y pro-pia elección. Al aceptar el tácito despido del duque de Milán, había de-puesto las obligaciones que lo ligaban a su casa, y por fin obraba porcuenta propia.

Bellarión hubiera tomado otro camino, pues tal era la táctica que obser-vaba cada vez que veía a la condesa, pero esta, pasando la encaperu-zada ave a la muñeca del halconero, que junto con los lacayos se quedóa respetuosa distancia, se adelantó hacia el joven diciendo:

—Si va hacia la casa, Bellarión, haremos el camino juntos.Desazonado el caballero, murmuró una frase de gratitud, que sonó

todo lo forzada que él se propuso.A medida que avanzaban juntos, ella, dirigiéndole miradas de soslayo,

hablaba de la caza: el terreno era muy a propósito, pero aquel día ha-bía estado fatal, ¡no descubrió ni una garza! quizás el mucho calor ten-dría acobardados a los volátiles.

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Bellarión, callado, la dejaba charlar sola, hasta que ella también secalló. Después de un largo silencio, dirigiéndole una expresiva mirada,preguntó ella en voz muy queda:

—¿Está enfadado conmigo, Bellarión?Se sobresaltó él, mas, reponiéndose en el acto, contestó:—Sería inconcebible tal pretensión por mi parte, madonna.—En usted casi sería condescendencia. Está tan pensativo… y me evi-

ta tan claramente siempre que lo busco…—¿Cómo habría yo de suponer que me buscaba?—Podía haberlo visto.—Si no me hubiera parecido más prudente no verlo.Con un suspiro, añadió ella:—Me demuestra que es incapaz de perdonar.—Esa particularidad no cuadra a mi carácter…, yo soy incapaz de guar-

dar rencor a nadie.—¡Es usted la perfección en persona…! Me sorprende que no lo cano-

nicen en vida —estas frases no fueron más que un involuntario desplie-gue de garras, que instantáneamente volvió a esconder—. No…, no…¡Dios me guarde de burlarme de usted!, pero es usted tan frío… Así nose conquista el amor de los pueblos, Bellarión.

—No recuerdo haber pretendido nunca conquistar el amor del pueblo.—Ni tampoco el de las mujeres… ¿eh?—Los padres me enseñaron a huir de ellas.—¡Los padres…, los padres! —repitió ella con despecho—. ¿Por qué, en

nombre de Dios, dejó el convento?—Esa misma pregunta me estaba haciendo al tropezar con usted.—Y…, ¿no encontró la respuesta al verme?—No, madonna.Un poco más pálida y con la respiración agitada:—¿Es usted insensible? —preguntó ella con estridente risita.—No…, pero usted es la esposa de mi padre y señor.—¡Ah! —exclamó ella cambiando de tono—. Ya sabía yo que llegaría-

mos ahí…, pero, ¿y si no lo fuera…?, diga…, ¿y si no lo fuera?Bellarión, con el rostro muy grave y la mirada perdida en el vacío, contestó:—Una de las cosas más inútiles de este mundo, es perder tiempo calcu-

lando lo que serían las cosas si no fueran como son.No encontrando respuesta inmediata, se calló Beatriz y continuaron el

camino en silencio, con los acompañantes fuera del alcance de la voz.Por fin, dijo ella:

—Segura estoy de que me perdonaría, si yo le explicara…—No necesito explicaciones, madonna.—Sí…, aquella noche… en Milán…, la última vez que hemos hablado

solos… Debió encontrarme muy cruel.

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—No más cruel de lo que merecía un hombre a quien juzgaba mássensible a la belleza, que a las leyes del honor.

—Ya sé que es el honor el que lo hace tan duro —y alargando la manopara tocar la que él había apoyado en el arzón, continuó—: Lo compren-do… y por eso no puedo enfadarme con usted.

—Pues parecía enfadada.—Lo parecía… Esa es la palabra, y era necesario porque usted no sa-

bía que Facino estaba tras del tapiz de la puerta de escape.—Yo esperaba que usted lo ignorara.Esto fue como un golpe dado entre las cejas.Ella retiró la mano, y, mordiéndose los sensuales labios preguntó con

voz ahogada:—¿Lo sabía usted?—Vi oscilar el tapiz; esto me llamó la atención y, al fijarme, descubrí la

punta del zapato de mi padre y señor bajo su borde.Con refinada malicia preguntó ella:—¿Lo vio antes, o después de hablarme… como lo hizo?—¿Tan poco crédito le merece mi entendimiento? Si lo hubiera visto

antes, no hubiera hablado en términos que tan poco la favorecían… Lovi después.

La aclaración no fue del agrado de Beatriz, que aún se atrevió a añadir:—Casi había llegado a creer que empleó tales palabras por estar ente-

rado de la presencia de Facino.«Después de esto —pensó Bellarión— no hay tortuosidades del alma

humana que puedan sorprenderme», y en voz alta añadió:—¿Me juzga tan miserable y cobarde, que empleara a una mujer como

escudo para guarecerme de la justa cólera de un esposo? —como ella nocontestara, él prosiguió—: Ambos hemos visto defraudada nuestra es-peranza, señora. La mía era que usted, sin sospechar la presencia de suesposo, hablara movida por la fidelidad que le debe.

Al comprender el sentido de esas palabras, el pálido rostro de Beatrizse cubrió de un rojo vivo, lágrimas de humillación nublaron sus verdesojos, y, con voz cortante aunque trémula, dijo:

—No me evita nada. Su brutal desprecio me desnuda, para cubrirmede fango… He sido su amiga…, pudiera haberlo sido aún más… Peroahora se acabó.

—Si la he ofendido, madonna…—¡Calle! —interrumpió ella en tono imperioso—, y oiga lo que le digo…

Tiene que separarse de Facino, porque adonde vaya él, voy yo.—¿Me pide que deje su servicio?Ella, aunque falta de inteligencia, por instinto se valió del arma favori-

ta de su sexo, y en tono plañidero contestó:—Es un favor que imploro…, el último… Después de lo que ha pasado…

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—El silencio es lo que mejor le cuadra… Comprendo sus deseos. Pero…,¿adónde iré? —la pregunta iba más dirigida al destino que a la condesa,pero esta fue la que contestó:

—Lo pensaré —fue la breve respuesta.En el patio de la ciudadela él se apeó para sujetar el estribo a la ca-

balgadura de la condesa, quien, al estar muy junto a él, murmuró:—Se marchará, sí, porque es generoso… Esta es ya mi despedida…

¡Que la suerte lo acompañe!Él se inclinó hasta rozar con sus labios la mano que la condesa le

tendía.Al incorporarse de nuevo, divisó la cuadrada figura de Facino en el

gótico marco de la puerta, pareciéndole que su rostro estaba más preo-cupado que de costumbre. Este pequeño detalle lo hizo decidirse a to-mar una resolución.

El conde se acercó a saludarlo. Se mostraba como siempre risueño yafectuoso, hizo mil preguntas sobre la caza, informándose de cuántosfaisanes traían para cenar. Pero la fina percepción del joven se dio cuentade que las sonrisas que prodigaban los labios no llegaban a los ojos.

Durante la cena que, como de costumbre, compartía Facino con suesposa y los capitanes, estuvo preocupado y silencioso, escuchando dis-traído el relato de Carmaguolo, que refería la llegada de un nutrido cuer-po de gibelinos, refugiados de Milán, que venía a reforzar las huestes deFacino para la próxima campaña contra Malatesta y el duque.

Después de retirarse la condesa, el condottiere dejó en libertad a sus ofi-ciales, pero Bellarión permaneció sentado. Su resolución estaba tomada.

Lo que la condesa le pedía como un sacrificio a su lastimado amor propio,le parecía a él un deber para la tranquilidad de su padre adoptivo.

Este se recostó en el respaldo de la silla, y sus primeras palabras dela-taron los pensamientos que ocupaban su mente.

—Mucho celebro, hijo mío, que estés en buenas relaciones con Bice. Seme figuraba que existía entre ustedes cierta frialdad…

—Siempre he sido el más leal servidor de la condesa, como lo soy suyo,señor.

—Sí…, sí —gruñó Facino llenándose el vaso—. A ella le gusta tu com-pañía… Se puso furiosa cuando te envié a Génova… Me acuerdo de ello,porque estoy a punto de repetir la ofensa.

—¿Va a enviarme al francés en busca de hombres? —preguntó sor-prendido Bellarión.

—¿Te molestaría el ir? —preguntó Facino mirándolo con fijeza—. ¿Ocrees que no querrá ayudarnos?

—¡Oh, sí…! Se apresurará a ir con nosotros a Milán para arrojar aMalatesta, y después hará lo posible por arrojarlo a usted y tomar pose-sión del ducado en nombre del rey de Francia.

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—¿Te han enseñado política los frailes?—Ejercito el ingenio.—Y con provecho, muchacho…, con verdadero provecho. Pero nunca

he pensado en enviarte a Boucicault. Los hombres que necesito habráque buscarlos en otra parte. ¿Dónde podrás procurármelos?

Bellarión comprendió. Facino deseaba alejarlo de allí. En su ciego amorpor su indigna esposa no tenía confianza en ella, pero seguía queriéndo-la; y trataba de apartar el peligro. Ya hacía tiempo que venía observandocon inquietud las relaciones entre Beatriz y Bellarión, y aunque estabaseguro de que no tenía nada que vengar, no lo estaba de que no tuvieranada que temer.

Una inmensa pena invadió el alma de Bellarión. Cuanto era y cuantotenía, incluso la vida, lo debía a la ilimitada generosidad del condottiere,y él, en pago, había llegado a ser una espina clavada en su corazón.

—La verdad, señor —expuso el joven, con sonrisa de bien fingida timi-dez—, justamente vengo pensando en ese trabajo de reclutamiento…Para ser franco…, quisiera formarme una condotta propia.

Se incorporó Facino impulsado por la sorpresa. Su primer sentimientofue de desagrado.

—¡Oh…! Veo que el orgullo se te ha subido a la cabeza.—Estoy en la edad de las ambiciones.—¿Cuánto tiempo hace que las tienes? Esta es la primera noticia que

llega a mis oídos.Bellarión le dirigió una cariñosa mirada, y con mansedumbre respondió:—He madurado el plan, mientras paseaba a caballo esta tarde.—¿Mientras paseabas… esta tarde?Los dos hombres cruzaron las miradas, y Bellarión sostuvo la suya, sin

que perdiera nada de su expresión cariñosa. Ambos se comprendieron,y Facino miró a otro lado, diciendo con voz insegura.

—Te deseo la suerte que mereces, hijo mío… A mi lado te has conduci-do bien…, muy bien. Nadie lo sabe mejor que yo… Pero accedo a que temarches…, ya que supones que esto es mejor… para ti.

El color había desaparecido del varonil rostro de Bellarión, y tuvo quetragar saliva antes de poder contestar:

—Le agradezco que no me niegue su licencia, señor… Pero yo… donde-quiera que esté, seré siempre el mismo para usted.

Y se pusieron a discutir los detalles del plan. Bellarión se proponíapartir para los cantones, a fin de reclutar un cuerpo de suizos, que eranlos mejores soldados de infantería del mundo, y como último favor pedíaque se le cediera a Stoffel, para llevarlo como garantía cerca de suscompatriotas. Facino prometió darle no sólo a Stoffel, sino cincuentajinetes de la caballería suiza recientemente reclutada, para que sirvie-ran de núcleo a la nueva condotta.

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Brindaron el uno por el otro con una copa final, y se fueron: Facino a lacama y Bellarión en busca del suizo.

Stoffel, en cuanto oyó la proposición, se apresuró a aceptarla sin preo-cuparse del precio.

—Y en cuanto a hombres —añadió—, todos los que combatieron a tusórdenes en la colina de las orillas del Trebbia, querrán venir con nosotros.

Estos eran sesenta y, con el consentimiento de Facino, todos partieronal día siguiente con Bellarión. Una vez decidida la marcha, no había porqué diferirla.

Apenas se levantó Bellarión, fue a casa de un banquero de Alessandría,donde había depositado el rescate de Vignati, para buscar vales negocia-bles en Berna. Después pasó a despedirse de Facino y a exponerle unaidea que se le había ocurrido en el desvelo de la noche.

No ignoraba que se hacía culpable de doblez al servir fines muy dife-rentes de los que declaraba, pero su conciencia estaba tranquila, pues siutilizaba a Facino como instrumento de sus secretos designios, era parafavorecer los inmediatos propósitos de aquel.

—Tal vez al pasar podré prestarle un servicio —dijo Bellarión, al despe-dirse—. Está haciendo levas, que son una carga pesada para su propiopeculio.1

—No todos tenemos la suerte de hacer prisioneros como Vignati.—¿No ha pensado en la conveniencia de buscar alianzas?Facino, que se mostraba predispuesto a la hilaridad, preguntó:—¿Con quién…? ¿Con los perros que aúllan en torno de Milán…? ¿Con

Estorre, Gian Carlo y otros bandidos por el estilo?—Ahí tiene a Teodoro de Montferrato —dijo tranquilamente Bellarión.—¿Ese astuto zorro…? Buen precio pediría por la alianza…—Quizás le convenga pagarlo. Como yo, el marqués Teodoro es ambi-

cioso. Sus miras se extienden a la posesión de Vercelli y a la señoría deGénova. El primero lo pilla de paso para una guerra contra Milán.

—Eso es verdad… Podríamos romper las hostilidades con la ocupaciónde Vercelli…, pero Génova…

—Génova puede esperar, hasta que su obra esté hecha… En esas con-diciones Montferrato estaría a su lado.

—¡Por vida de Dios…! Eres omnisciente…—No tanto… Pero sé muchas cosas; sé, por ejemplo, que Teodoro fue a

Milán por invitación de Gabriello, para concertar una alianza con el duqueen esos términos, y que partió de allí muy enojado por la negativa deGian María. Es tan vengativo como ambicioso, y su proposición satisfaráambas pasiones.1Peculio: Bienes o caudales que el padre entregaba al hijo o al señor del siervo para suuso y comercio. Dinero que tiene cada persona.

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La idea era sensata y Facino la admitió sin rodeos.—¿Quiere que pase por Montferrato y negocie esta alianza con el re-

gente?—Si la consigues, te quedaré muy agradecido.—Eso mismo dirá el marqués cuando se la proponga.—Muy felices te las prometes.—Estoy seguro de lo que digo… Tan seguro, que, de antemano, sé la

condición que impondré al regente: la de que envíe a su lado al jovenmarqués Gian Giacomo.

—¿Y qué diablos voy yo a hacer con esa criatura?—Hacer de él un hombre y retenerlo como garantía. Teodoro empieza

a estar viejo…, en campaña son frecuentes los accidentes…, y si llegara afaltar antes de lo que suponemos, tiene usted a su lado al soberano deMontferrato para continuar la alianza.

—¡Vive Dios…! muy lejos miras.—Con esperanza de ver algo…, algún día… Ya le he dicho, señor, que el

marqués Teodoro es muy ambicioso. Las ambiciones no gustan de queel poder pase a otras manos, y en un año el joven Gian Giacomo entrará enla mayoría de edad… Tenga mucho cuidado con él, cuando esté a su lado.

Facino lo miró inflando los carrillos…, y después dijo:—A veces me desconciertas… Ves cien cosas al mismo tiempo… y no

siempre son consoladores tus pensamientos.—Mis pensamientos —contestó Bellarión con un suspiro— toman el

color del asunto que los inspira.

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N

Capítulo XVII

El regreso

o dejó el caballero Bellarión de comparar el modo cómo un añoantes había salido de Casale, con la forma y aparato con que volvía. Sucorazón se había aficionado a la pompa mundanal más de lo que él mis-mo sospechaba.

Venía montado sobre un fogoso tordo, llevando a Stoffel a la izquierda,y seguido por los sesenta ballesteros, bien montados y equipados.

Su abanderado llevaba la enseña del perro de plata en campo azur,1 ycerraba la marcha una recua de lucidas mulas, con la impedimenta.

Todo demostraba que el joven caballero era persona de gran importan-cia, y como persona de importancia fue recibida en Casale.

La acogida que le dispensó el regente, fue una ponderada mezcla de lacondescendencia de una persona de su rango, con la deferencia debida alde Bellarión. Ya se recordará que Teodoro estaba en Milán cuando nues-tro héroe adquirió honores y fama. También llegó a sus oídos (toda Italialo proclamaba) la manera cómo fue tomada Alessandría, y su actual de-ferencia reflejaba el respeto debido a quien reunía tan excepcionalesdotes en el mando de las tropas. No hizo la menor alusión a las andanzasdel joven en Casale, un año atrás, pues el regente de Montferrato erabuen diplomático. Su corte, según dijo, tenía a mucha honra el recibir lavisita del ilustre hijo de Facino Cane, y esperaba que en la calma deMontferrato pudiera el caballero Bellarión descansar de su última y glo-riosa campaña.

—Quizás vengo yo a turbar esa calma, señor marqués, pues traigo unaembajada de mi padre y señor, el conde de Biandrate.

—¿A qué propósito?—Los fines que lo llevaron a usted a Milán podrían encontrar apoyo en

Alessandría.1Azur: Dicho de un color heráldico, que en pintura se representa con el azul oscuro, y enel grabado por medio de líneas horizontales muy espesas.

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Después de respirar hondamente, contestó el regente:—Bueno…, bueno… Ya hablaremos de eso después de comer… Nues-

tro principal deseo es que usted descanse.Bellarión comprendió que había dicho bastante, y que Teodoro necesi-

taba algunas horas para reflexionar antes de dar respuesta.Comieron en un reducido aposento contiguo al gran salón, cuyas puertas

y ventanas abiertas daban a los jardines en los que se refugió Bellariónal huir de la justicia. Estaban en familia: la princesa Valeria, el jovenmarqués, su preceptor y el caballero de Fenestrella. En el año transcurri-do, al parecer, no había variado nada en la corte de Casale, pero unamirada sagaz encontraba algunos cambios. El marqués, que tenía dieci-siete años, parecía bastante mayor por la enfermiza palidez del ajadosemblante; había crecido mucho y adelgazado en exceso. Tenía los ojosapagados, las maneras inquietas y la palabra tarda. No necesitaba elregente correr lo riesgos de tomar medidas violentas contra una pobrealma que se mataba a sí misma con el libertinaje, tan generosamentepuesto a su alcance.

Valeria estaba también más pálida y delgada que la última vez que lavio Bellarión. Sus profundos ojos expresaban una inmensa melancolía,y su grácil figura parecía dominada por el aburrimiento.

Mas, cuando Bellarión, acompañado por su tío, se presentó inesperada-mente ante ella, erguida la magnífica figura y seguro de sí mismo, palidezy abatimiento desaparecieron al instante, y, con los labios apretados y re-lampagueantes ojos, midió con la mirada al embustero y asesino querepresentaba para ella la ruina de todas sus esperanzas.

Observando el regente esas señales de tormenta, se apresuró a presen-tar el huésped a su sobrino, en términos propios para conservar la paz.

—Giacomo, este es el caballero Bellarión Cane. Trae una embajada desu ilustre padre, y tanto por lo que este vale, como por su propio valor,espero que le dispensarás buena acogida.

—Bienvenido sea, caballero —dijo el joven, con indiferencia, alargandosu principesca mano, que Bellarión besó con respeto.

La princesa contestó a su profundo saludo con una rígida inclinaciónde su rubia cabeza. Fenestrella demostró jocosa familiaridad, y Corsariose dio una importancia absurda.

En la comida reinó un ambiente de malestar.Fenestrella, que reconoció en Bellarión al preso del podestá, quiso alu-

dir a lo pasado, pero lo interrumpió el regente pidiendo detalles de latoma de Alessandría, y cuando Bellarión los hubo dado, por primera vezintervino la princesa en la conversación, diciendo con voz monótona:

—Ardid sobre ardid.—Eso mismo —convino Bellarión con la mayor frescura.

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—Es algo más —protestó Teodoro—. Es una maravilla de estrategia, deosada concepción y admirablemente ejecutada, que merece la fama quele ha valido.

—Y los cien mil florines de oro —añadió Valeria.—Muy alto ha tasado la valía del señor Vignati —observó Fenestrella,

con una risotada.Sin duda, los habitantes de Lodi, al aprontar el dinero, se pregunta-

rían si valía la pena conservar un tirano tan costoso.Valeria fue la única que no sonrió, y dijo:—Según me han dicho, micer Carmaguolo fue el que entró al frente de

las tropas en la ciudad. Ese es un valiente que siempre se le encuentradonde hay lucha.

—Muy cierto —contestó Bellarión—. Es para lo único que sirve… Unhombre con las cualidades del toro.

—¿Es ese el concepto que le merece el que pelea cara a cara?—Tengo cierta predilección por los que esgrimen las armas de la inte-

ligencia.Todos seguían con interés la discusión, menos el regente, que parecía

intranquilo.—En las justas de Milán —prosiguió Valeria— tuve ocasión de admirar

el valor y bizarría del caballero Carmaguolo, que fue el vencedor. Ustedno estaba presente…

—Tenía calentura… No puedo impedir el que me acometa siempre queme amenaza un encuentro personal.

Esta vez rieron todos, pero, ¡cuánto desdén había en la risa de Valeria!—No sé de qué se ríe —prosiguió Bellarión muy serio—, lo que digo es

absolutamente cierto.—¡Cierto! —protestó Fenestrella—, y fue usted el que derribó de la silla

a un guerrero como Vignati.—Eso fue un mero accidente; yo estaba apartado, él se arrojó sobre mí,

y yo, por medio de un salto del caballo, aproveché la ventaja del momento.Los grandes ojos de Valeria lo miraban con indescifrable expresión.

Aquel hombre estaba desprovisto de vergüenza. Apartó la mirada y novolvió a hablar.

Libre de sus ataques, Bellarión se dirigió al marquesito, informándosecortésmente de sus estudios y le preguntó si le gustaba Virgilio.

—¿Virgilio? —repitió el jovenzuelo con cierta sorpresa—. ¿Lo conocetambién…? Es un tramposo en el juego, pero entiende mucho de caza.

—Me refiero al poeta, señor.—¿Poeta…? ¿Qué poeta? Los poetas me aburren; nada de lo que dicen

tiene sentido común.—Si los leyera con atención, tal vez…—¿Leer yo…? ¡Huesos de Cristo…! ¡Leer! ¿Me toma por un amanuense?

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—Su Alteza está algo atrasado… —insinuó Corsario.—No queremos forzarlo —añadió el regente—. Su salud no es fuerte.Los labios de Valeria temblaron, y Bellarión observó el trabajo que le

costaba guardar silencio.El huésped cambió de conversación, y esta se mantuvo sobre temas

triviales hasta que terminó la comida. Después de retirarse la princesa,el marquesito salió con su gentilhombre, y Teodoro despidió a Corsario yla servidumbre, quedándose por fin solo con el forastero.

—No quiero detenerlo, pues comprendo su fatiga, mas antes de sepa-rarnos, dígame en dos palabras lo que su ilustre padre propone, a fin deque lo piense antes de que hablemos más despacio.

Bellarión, que conocía como pocos la profunda doblez de Teodoro, sepreparó para un duelo en el que necesitaría de todo su ingenio.

—Resumiendo —dijo—: Su Alteza desea recobrar Vercelli y el señorío deGénova, pero carece de fuerzas para conseguirlo solo. Mi padre y señor,por otra parte, está en armas contra el duque de Milán. Cuenta con bas-tantes tropas para mantenerse a la defensiva, pero su deseo es tomar laofensiva, arrojar de Milán a Malatesta y pactar con el duque. Una alianzacon Su Alteza permitiría que ambos cumplieran sus aspiraciones.

El regente dio la vuelta al aposento antes de contestar. Se plantó des-pués frente a Bellarión, fijando en este sus claros ojos con estudiadaexpresión de bondad, y preguntó:

—¿Qué garantías ofrece el señor conde de Biandrate?Bellarión experimentó la inmensa alegría del que ve próxima la reali-

zación de lo que ambiciona, mas, sin que su rostro delatara la menoremoción, dijo con calma:

—Mi padre y señor se propone abrir la campaña poniéndolo a usted enposesión de Vercelli. Esto es más que una garantía, puesto que es pagoanticipado.

—Una parte del pago… ¿Y después?—La necesidad de consolidar su posición exige que el paso inmediato

sea contra Milán.El regente inclinó lentamente la cabeza.—Lo pensaré —dijo en tono grave—. Reuniré el Consejo para estudiar

su proposición. Sea cual sea la respuesta, me considero honrado por suconfianza.

Con urbana corrección y sin dejar adivinar sus intenciones, el regente deMontferrato llamó a su chambelán, a quien encargó del huésped, y des-pués de asegurar una vez más a este que podía disponer de cuanto en-cerraba el palacio y la ciudad, se despidió ceremoniosamente y salió conel paso firme y elástico de un muchacho.

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L

Capítulo XVIII

El rehén

a dorada luz del sol de la tarde se reflejaba en los jardines y terrazas,sobre el pabellón de mármol y el plácido lago, así como en las praderasde esmeralda donde paseaban los pavos reales.

La princesa Valeria y sus damas, Dionara e Isolda, habían bajado arespirar la brisa vespertina, y también salieron el caballero Bellarión y elpreceptor Corsario.

El caballero hablaba al dómine1 de Lucretia y el dómine no ocultaba suaburrimiento. No era muy versado en letras, pero conocía bastante bien aApuleyo2 y Petronio,3 y le gustaba prodigar citas de El asno de oro4 y de Elbanquete de Trimalción.5

Bellarión dejó a Lucretia y se convirtió en atento auditorio del pedante,observando con disimulo la terraza por donde paseaba Valeria.

De pronto contradijo Bellarión a Corsario; la cita que hacía no era dePetronio, sino de Horacio.6 Corsario insistió y la disputa se hizo muy viva.

—Pero si esa cita es en verso —decía Bellarión— y El banquete de Tri-malción es en prosa.

—Cierto, pero también contiene algunos versos —replicaba el preceptor,próximo a perder la paciencia, y para imponer silencio a la obstinación1Dómine: Maestro o preceptor de gramática latina.2Apuleyo: (C. 125-180), filósofo y escritor latino, nacido en Modaura, Numidia (actual-mente Argelia). Por su gran popularidad en Cártago y otras ciudades, le erigieron esta-tuas.3Petronio: Escritor romano (muerto 66 d. C.), es autor de una notable obra de ficción.4El asno de oro: Novela de Apuleyo.5El banquete de Trimalción: Es el episodio más famoso de El satiricón (C. 60) de Petronio.6Quinto Horacio Flaco: Poeta lírico y satírico romano (65 a. C.-8 a. C.), autor de obrasmaestras de La edad de oro de la literatura latina.

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del ignorante caballero tomó el camino de la biblioteca, a fin de confun-dirlo con las pruebas en la mano.

Apenas volvió la espalda el dómine, Bellarión salvó apresuradamentela breve distancia que lo separaba de la terraza.

La princesa lo vio acercarse con mirada severa, y a tiempo que él lasaludaba con profunda inclinación, dijo con glacial acento:

—No recuerdo haberlo llamado.Él no perdió la calma, pero la voz con que pronunció las siguientes

palabras, sonó extraña a sus propios oídos.—Yo quisiera, madonna, persuadir a Su Alteza de que soy su más leal

servidor.—Ya veo que sus procedimientos no han cambiado… ¿Por qué habían

de cambiar, puesto que a ellos debe fortuna y fama?—Permita que le hable a solas dos palabras. Maese Corsario volverá

pronto, y tal vez no tenga otra oportunidad.Después de unos momentos de vacilación, Valeria hizo seña a sus

damas con el abanico para que se retiraran.—No en esa dirección, Alteza, sino en esta —dijo él vivamente—. Es-

tando en la misma altura, si alguien nos observa desde palacio, pareceráque estamos juntos los cuatro.

Sonrió con desdén la princesa, pero dio la orden, añadiendo después:—¡Qué fecunda en artificios es su mente!—Vine al mundo sin más fortuna que mi ingenio, y procuro servirme

de él —cambiando de tono, dijo con palabra rápida—: Quiero hacerleuna advertencia, para que, dada su predisposición a entenderlo todo alrevés, no esté inquieta por lo que pienso hacer. Si logro lo que me hatraído aquí, dentro de pocos días su hermano será enviado a casa delconde de Biandrate, en Alessandría.

Valeria, que se había puesto pálida, exclamó:—¡Oh, Dios mío…! ¿Qué nueva villanía es esta?—Quiero alejarlo de al lado del regente y ponerlo en sitio seguro, hasta

que tenga la edad de reinar. Para ese fin estoy trabajando.—¿Usted…? Esto es una trampa…, estoy segura… —y se calló aterrada.—Si fuera una trampa, ¿por qué se lo había de advertir? El saberlo

usted, ni ayuda ni impide. Hago esto en su servicio. He venido para haceruna alianza entre mi señor Facino y el regente de Montferrato. La alianzaha sido inspirada por mí, con dos objetos: servir las inmediatas necesida-des del primero y poner al regente camino de la ruina, que podrá dilatarsemás o menos, pero llegará, tan seguro como que todos hemos de morir.Para que su hermano esté seguro, mientras tanto, impondré la condiciónde que sea entregado como rehén al conde de Biandrate.

—¡Ah…! Ya empiezo a comprender…

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—Lo que equivale a decir que ya empieza a equivocarse. El regentecreerá que Facino exige la entrega del joven marqués como garantía enel cumplimiento de lo pactado. Pero mi verdadero fin es que su hermanoesté en lugar seguro. Al lado de un hombre como mi padre y señor, elpríncipe aprenderá cuanto debe saber un hombre de su alta jerarquía yolvidará las malas costumbres que le están envileciendo y matando…Yo…, madonna, sólo deseo la paz de su espíritu… Puede creerme —eltono de Bellarión era grave y solemne.

—¡Creerle! —repitió ella, presa de mental tortura—. ¿Qué causa tengopara ello…? Mis anteriores relaciones con usted no acreditan su sinceri-dad ni candor. Por la falsedad y el engaño ha llegado a donde está… ¿Yme pide que le crea…? ¿Por qué…? o, mejor dicho, ¿qué provecho piensasacar al engañarme?

Él la miró con infinita pena en sus grandes ojos negros.—Si yo tuviera el menor designio de perjudicar a su hermano, se lo

vuelvo a recordar, madonna, ¿por qué se lo había de decir?—Y, ¿por qué me lo dice?—Para que esté tranquila, si lo consigo, y si fracaso, que conozca al

menos mi firme propósito de servirla, a pesar de lo duro que me haceeste servicio.

Maese Corsario se acercaba a gran velocidad, con un libro en la mano.Valeria permaneció silenciosa y rígida, sin saber qué pensar, deseando

ardientemente creer a Bellarión, pero retenida por su falso conocimientodel pasado. Bajando la voz, dijo él, con sentido acento:

—Si vivo, madonna, llegará el día en que me pida perdón por su crueldesconfianza.

Y dio un paso al encuentro del pedante, para que este lo convenciera desu voluntario error.

—No es tan versado en letras como se figura serlo el caballero Bellarión—informó Corsario a la princesa, y a Bellarión le dijo—: En lo sucesivo,dispute con sus soldados, si quiere que le den la razón… Aquí tiene lacita…, puede leerla con sus propios ojos.

Bellarión, muy confuso, al parecer, dijo:—Reciba mis excusas por haberle dado la molestia de buscar el libro…

Ha ganado la partida.Valeria pensó que la partida había consistido en el temporal aleja-

miento del pedagogo; por consiguiente, la había ganado Bellarión.Se alejó la princesa con sus damas, dejando al joven disfrutar de la

compañía del pedante maestro hasta la hora de la cena.Ya entrada la noche, el regente llevó a su huésped a su propia cámara

para discutir a solas los detalles de la alianza propuesta.Su Alteza había reflexionado y estaba dispuesto a concluir el tratado.

Esperaba que sus palabras fueran acogidas con franca satisfacción, peroel forastero lo decepcionó.

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—Seguramente Su Alteza habla con plena aprobación de su Consejo.El regente frunció las cejas y Bellarión continuó:—Como las consecuencias pueden ser muy graves, el señor conde de-

sea que todas las condiciones del tratado sean aprobadas por su Consejo,para mutua garantía.

—En ese caso, caballero, lo mejor será que asista al Consejo de mañanay presencie sus deliberaciones.

Esto era precisamente lo que deseaba Bellarión, y habiendo obtenidoun punto, cuya importancia el astuto marqués estaba muy lejos de sos-pechar, ya no le quedaba nada que hacer por aquella noche.

A la mañana siguiente asistió al Consejo de los Cinco, que era la formade gobierno de Montferrato. Presidía la mesa del Consejo el marquésTeodoro, sentado en un trono flanqueado por dos secretarios. A amboslados de la mesa, y en sillas más bajas, se sentaban los cinco consejeros,pertenecientes todos ellos a la más rancia nobleza montferratina.

Después de exponer el regente el objeto que había traído al caballeroBellarión, se hizo un breve recuento de los recursos con que contabaMontferrato, y se impuso la condición de que Vercelli había de ser elprimer paso de la campaña.

Cuando, por fin, Bellarión fue oficialmente informado de que estabaaceptada la alianza y daban gracias al conde de Biandrate por haberlapropuesto, se levantó el joven para felicitar a los miembros del Consejo,y lo hizo en términos que transformó su tibio entusiasmo en devoradorallama. La reintegración de Vercelli y la subsiguiente conquista de Génova,no habían de ser el término, sino el comienzo. Fortificado Montferrato,podría extender sus fronteras por el Norte hasta los Alpes, y por el Surhasta el mar. Entonces serían realizables sus antiguos sueños de llegara ser la potencia más importante en el norte de Italia.

El discurso se les subió a la cabeza a los consejeros, y al sentarse elorador, todos estaban de acuerdo con firmar el tratado de inmediato. Lossecretarios, pluma en ristre, trasladaron al pergamino las diversas cláu-sulas, y a juzgar por sus alborozados rostros, el regente y sus consejerosestaban convencidos de que les correspondía la mejor parte.

Pero, al final, cuando ya estaba completo el documento, Bellarión pro-nunció una frase que hizo el efecto de un jarro de agua fría en tan ar-diente entusiasmo.

—Sólo queda por debatir la garantía que ofrecerán a…—¿Garantía? —la palabra fue repetida en varios tonos; el del regente

fue muy severo, al añadir:—¿Garantía de qué, señor caballero?—De que Montferrato cumplirá las condiciones del tratado.—¡Vive Dios…! ¿Supone eso una duda de nuestro honor?

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—Esto no es cuestión de honor, Alteza, sino de un contrato, cuyas condi-ciones están claramente estipuladas, para evitar subsiguientes discor-dias. La palabra nada tiene de ofensiva, puesto que fue Su Alteza el primeroque la empleó entre nosotros.

Los consejeros miraron al regente, que parecía estar violento.—Anoche Su Alteza me preguntó qué garantía ofrecía Facino, y yo, sin

exclamaciones ni mostrarme ofendido, contesté que la inmediata ocu-pación de Vercelli sería la mejor garantía. A mi vez, señores, espero notomarán a mal el que yo, en nombre de mi padre y señor, pida algo tan-gible como prueba de que una vez tomado Vercelli marcharán con noso-tros contra Milán.

Uno de los consejeros insinuó que convenía saber qué clase de garan-tía deseaba Facino.

Asintió Teodoro, y Bellarión dijo al impaciente auditorio:—Se trata de una especie de rehén, que puede resolver varias eventua-

lidades. Por ejemplo, si el marqués Gian Giacomo subiera al trono antesde que se hubieran obtenido todos estos fines, podría no sentirse ligadopor nuestro contrato, y esta probabilidad además de otras varias que se-guro no se le escaparán a los ilustres miembros del Consejo, bastaría parajustificar el que mi padre y señor pidiera, como lo hace, que le fuera entre-gada la persona del marqués Gian Giacomo en calidad de garantía para elcumplimiento del tratado.

Teodoro, pálido y pensativo, hacía visibles esfuerzos por conservar laserenidad. Otro en su lugar habría prorrumpido en denuestos y palabrasduras, que después no podría hacer olvidar; pero el regente no era impul-sivo, y dejó que sus consejeros se desahogaran mientras él pensaba.

En un principio, naturalmente, la hostilidad fue general. Alegaban lafalta de precedentes, a lo que Bellarión contestó con una lluvia de ellos,tomados de la historia antigua. Abandonando ese aserto, los consejerosmanifestaron desconfianza insistiendo en que nunca se dejarían condu-cir por ese camino.

El regente seguía pensativo. ¿Encerraría la rotunda negativa de susconsejeros alguna sospecha contra él? ¿Habrían llegado a abrigar, a des-pecho de su cautela, cierta desconfianza de su proceder respecto a susobrino, y pensarían que la proposición emanaba de él y encubría malosdesignios para el muchacho?

Uno de ellos le dirigió la palabra, preguntando:—¿Y Su Alteza no dice nada? —los demás, a una voz, le pidieron su

opinión.Teodoro, con la faz muy grave, contestó:—Estoy tan sorprendido como ustedes, y mi opinión es la misma que

ya han expuesto.

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Bellarión sonrió como quien presencia algo absurdo.—Permítanme, señores, que les diga el asombro que me causa su pro-

ceder. El señor conde pensaba que su proposición sería bien acogida.—¿Cómo bien acogida? —preguntó el consejero Carreto.—El visitar cortes y campamentos, es parte muy importante en la edu-

cación de un príncipe. Esta ocasión se le ofrece ahora al joven marqués,de modo que, al mismo tiempo, se consiguen dos objetos.

Esta sencilla explicación apaciguó un poco los ánimos.—Pero, ¿y si le sucede algún mal, mientras está en poder de Facino?

—preguntó uno.—¿Se figuran, señores, que Facino temerá menos que ustedes las conse-

cuencias que pudiera traer tal desastre? ¿Suponen que no se tomarán todaslas medidas necesarias para la seguridad y bienestar del augusto rehén?

Le pareció que sus palabras habían mitigado la primera desconfianza,y prosiguió:

—Mas, ya que su negativa es tan categórica y unánime, seguro estoyde que mi padre y señor no me permitiría insistir.

Algunos rostros revelaron inquietud; el del regente permaneció indes-cifrable.

—Y sólo falta, señores, que ofrezcan alguna otra garantía comparable.—Habrá que consultar con el conde —observó uno.—Con eso se perderá tiempo —deploró el venerable Carreto. Los de-

más movieron expresivamente las respectivas cabezas, y en todos volvióa reinar el deseo de concluir cuanto antes el pacto que tan ventajoso erapara Montferrato.

—Nosotros no tenemos tiempo que perder —contestó Bellarión—, poreso traigo facultades para firmar el tratado. Pero si la firma se dilata, misinstrucciones me obligan a salir de aquí mañana mismo en dirección alos Cantones, para reclutar las tropas que necesitamos.

La consternación se pintó en todos los semblantes, y el regente, porfin, hizo una pregunta:

—¿No ha insinuado el mismo conde de Biandrate otra posible garan-tía, en la eventualidad de que se negara esa?

—No se le ocurrió que pudieran rehusar. Francamente, señores, alnegar lo que él ha propuesto, deben exponer sus razones para que él nolo tome como desaire personal.

—Las razones, caballero, ya las ha oído… Nos duele exponer a nuestrofuturo soberano a los peligros de una campaña —dijo el regente.

—Esos peligros, desde luego, no existirán para él. Pero acepto la razón deSu Alteza, y no hablemos más. Es inútil debatir sobre un asunto ya resuelto.

—Completamente inútil —asintió el marqués—. No podemos dar esagarantía.

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—No obstante… —empezó Carreto.—No hay «no obstantes» en esta cuestión —interrumpió el regente.De nuevo se agitaron los consejeros, mirándose unos a otros. Los inme-

diatos provechos y las futuras glorias se desvanecían como un espejismo.Todo esto lo adivinó Bellarión en la penosa pausa que siguió. Se puso

en pie.—Respecto a la elección de la nueva garantía, me parece, señores, que

preferirán deliberar a solas —y se inclinó para despedirse. Hizo unabreve pausa y dijo—: Sería muy de lamentar que un tratado tan conve-niente para ambas partes, y tan rico en promesas para Montferrato, semalograra sin verdadero motivo —y con una nueva inclinación conclu-yó—: Señores…, a sus órdenes.

Uno de los secretarios le abrió la puerta, por la que salió. Antes de dardoce pasos llegó a sus oídos el eco de la nueva Babel1 en que se habíatransformado el Consejo. Sonrió complacido, y se encaminó a su aposento.

Más de una hora transcurrió antes de que fuera llamado para saber ladecisión del Consejo. Esa decisión la sabremos mejor si copiamos la cartaque el propio Bellarión escribió a Facino aquella misma noche, y que esuno de los pocos escritos que le han sobrevivido y se conserva en la biblio-teca del Vaticano.

Querido padre y señor.Recibirá esta de manos de Wenzel, a quien enviaré mañana con diez suizosa Alessandría, escoltando al joven príncipe de Montferrato. Para que la es-colta fuera digna del personaje que la llevaba, el marqués Teodoro ha añadi-do diez lanzas montferratinas. También le entregará Wenzel el tratado quehe concluido en su nombre. Las condiciones son las que ya le dije. No pocotrabajo me ha costado el obtener como rehén la persona del joven Marqués.Creo que el regente habría preferido enviarle su mano derecha, mas se vioobligado a ello por la decisión del Consejo, entusiasmado por las ventajasque ofrece al Estado la alianza con Su Señoría. El regente ha insistido en queacompañen al muchacho su preceptor Corsario, un bribón que sólo le haenseñado torpezas, y su gentilhombre Fenestrella, que aunque joven, esmaestro en toda clase de vicios. Como es propio de un príncipe el viajaracompañado por preceptor y gentilhombre, no he opuesto objeción a ello,pero le ruego, señor, que considere a esos dos como agentes del marquésTeodoro, vigilándolos muy de cerca y obrando contra ellos enérgicamente ala primera señal de que hacen algo que perjudique al joven príncipe. Haríauna buena obra a los ojos de Dios si retorciera el pescuezo a ese par depillos. Pero esto crearía dificultades con el regente de Montferrato.En cuanto al príncipe, Su Señoría lo encontrará delicado de cuerpo y con lacabeza vacía, al menos de cuanto no sean vicios. Si a pesar de sus muchastareas y preocupaciones quisiera, señor, tomarse el trabajo de corregir a esepobre niño, o de confiarlo a manos dignas, vigilándolo al mismo tiempo,haría una obra de caridad por la que Dios lo recompensaría.

1Babel: Lugar donde hay gran desorden y confusión o donde hablan muchos sin entenderse.

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No necesito recordarle, querido padre y señor, que la seguridad de un rehénes cosa sagrada, y si me permito traerlo a su memoria es porque ya hicepresente a Su Señoría mis razones para temer que el joven marqués se vearodeado de más peligros de los que suelen amenazar al resto de los mortales.Además de los dos canallas ya nombrados, acompañan al joven príncipe unmédico y dos criados. Nada sé de estos, pero sujételos a estrecha vigilancia,sin permitir que el médico administre ninguna poción que no pruebe primero.Mucho siento molestar su atención con tan desagradables detalles, mas laalianza con Montferrato creo que lo vale, pues pone en el campo de batallaseis mil hombres bien equipados, entre jinetes e infantes. Ahora tiene ustedfuerzas suficientes para obrar a su gusto con ese duque traidor y su acom-pañamiento de bandidos güelfos.Por Wenzel, que se me reunirá en Lucerna, podrá enviarme sus órdenes. Yome pondré en camino mañana, tan pronto como el marquesito haya salidopara Alessandría, y pronto daré a Su Señoría noticias mías.Beso humildemente las manos de mi señora la condesa, y en cuanto a usted,señor, que Dios lo bendiga y acompañe, como le pide en sus oraciones suhijo y servidor,

BELLARIÓN.

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Tercera parte

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E

Capítulo Primero

El condottiere Bellarión

n un día de septiembre del año de gracia 1409, un jinete cubierto depolvo entró en el patio de un hermoso palacio de Florencia, y se anunciócomo correo que traía cartas para el noble caballero Bellarión.

Fue conducido de soldado en soldado hasta llegar al chambelán, que,a su vez, lo acompañó a la presencia del secretario. Esto basta para dar aentender que Bellarión había ascendido mucho en la escala social, des-de que poco más de un año antes se había separado de Facino Cane.

A la cabeza de la condotta que se había formado en el curso de ese año,había llevado a cabo media docena de empresas, que le trajeron honra yprovecho.

Su condotta, conocida en toda Italia por la «Compañía del Perro Blanco»,había llegado a constar de mil doscientos hombres, con preponderanciade infantería, y su manera de emplearla había dado no poco que pensara los demás caudillos. Su fama llegó a rivalizar con la de Sforza, bajocuyas banderas había servido, y en sus verídicas crónicas nos dice fraySerafín de Imola que la emboscada en que dejó la vida Buonterzo fueplaneada por Bellarión. Desde entonces había seguido al servicio de laRepública de Florencia, con un estipendio que fue aumentado a medidaque creció su condotta, hasta llegar a veinte mil florines de oro mensua-les. Como a todo personaje de importancia, no le faltaban detractores.Se le reprochaba el frío cálculo con que organizaba sus planes, y la faltade esas cualidades espectaculares con las que deslumbraban los guerre-ros del temple a lo Carmaguolo. Jamás se había puesto a la cabeza deuna carga, estimulando a su tropa con el ejemplo personal. Es decir,que mientras se ensalzaban sus extraordinarias dotes de estratega, semurmuraba muy bajo de su falta de valor personal.

Sin prestar oído a la crítica, Bellarión proseguía recogiendo laureles ensu triunfal carrera, y en esos laureles descansaba, momentáneamente,

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en la ciudad de las lilas, cuando se detuvo en el patio de su palacio uncorreo con cartas del conde de Biandrate.

El noble caballero Bellarión (como la gente llamaba al que pocos añosantes era huérfano sin nombre), ricamente vestido de raso color púrpu-ra y con gruesas cadenas de oro macizo en el cuello y la cintura, de piejunto a una ventana, hacía esfuerzos por descifrar los desiguales carac-teres con que Facino le escribía:

Querido hijo (escribía Facino): Te necesito, ven con cuantos hombres pue-das traer. El duque ha llamado a los franceses. Boucicault está en Miláncon seis mil hombres y ha sido nombrado gobernador. Si no ataco pronto,Milán será declarado territorio francés y su duque súbdito del rey de Fran-cia. Son los mismos milaneses los que me llaman. La gota, de la que hacemeses me veía libre, vuelve a causarme infernales dolores. Siempre se pre-senta cuando más necesito de todas mis fuerzas. Mándame recado con eldador, de cuándo podrás venir.

Bellarión bajó la carta, mirando distraído al espacioso patio lleno de sol.Su bronceado rostro, que en el año transcurrido había ganado en varonilbelleza, se iluminó con la sombra de una sonrisa. Se divertía al pensaren los apuros en que se habría visto el monstruoso Gian María paratener que dar el desesperado paso de acudir a los franceses.

Poco había durado la supremacía de Malatesta, que dominó la ciudadcon garras de hierro, distribuyendo todos los cargos y honores entre susgüelfos. Las mismas garras subyugaron al duque, quien, al descubrir quehabía trocado un yugo llevadero por otro más pesado, en su inconscientecobardía envió una embajada a Facino rogándole que volviera; pero losembajadores cayeron en manos de los espías de Malatesta, y el mismoduque hubo de encerrarse en la fortaleza de Porta Giovia, para escapar ala furia del güelfo. Este, acto seguido, llevó sus huestes a Brescia, quetomó por asalto, envaneciéndose de que no pararía hasta ser duque deMilán, para enseñar al degenerado Gian María lo que costaba el romper laprometida alianza.

El terror condujo al joven duque a excesos de inhumanidad que supe-raban a cuantos llevaba cometidos en su corta y desastrosa vida.

Al salir de Porta Giovia para volver a su palacio, tan pronto como se des-vaneció la inmediata amenaza, se vio rodeado por nutridos grupos de sudesventurado pueblo, enloquecido por la general paralización de la indus-tria que traía consigo los horrores del hambre.

—¡Paz, señor duque! —imploraba la muchedumbre—. Denos a Facinopor gobernador y denos pan y paz.

Los bizcos ojos de Gian María despidieron venenosas miradas y, pican-do espuelas, atravesó la multitud seguido de su escolta, sin hacer caso delos infelices que caían bajo los cascos de los caballos. El atropello hizo queredoblara la gritería, y el perverso príncipe, deteniendo su corcel, se

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levantó en los estribos, diciendo a su capitán de guardias que estabadetrás de él.

—Ya que me ensordecen con sus clamores de paz, démosles lo quepiden. Ábranme paso con las lanzas entre esa compacta muchedumbrede idiotas, y que sean muchos los que alcancen la paz que ambicionan.

Los que estaban más cerca y oyeron la terrible orden, imploraron:—¡Señor duque…! ¡Señor duque…!Y el insensato rió con risa demoníaca ante la perspectiva de un espec-

táculo que halagara su inextinguible sed de sangre.—¡Ja…, ja! —comentó—. ¡Cómo se impacientan por obtener la paz!Pero el capitán de guardias, un joven de la noble familia de los Mante-

gazza, detuvo su caballo, aterrado, murmurando:—¡Señor Duque…! —no pudo decir más, porque Gian María dejó caer

su férreo guantelete sobre el rostro del joven, exclamando ciego de ira.—¡Sangre de Dios…!, ¿se pone a discutir cuando yo mando?Mantegazza vaciló bajo el brutal golpe, y hubiera caído de la silla, con

la faz ensangrentada, si no lo sostiene uno de sus hombres.El duque, riéndose de su obra, tomó personalmente el mando, y dando

la voz de: «¡A ellos…! ¡Carguen!» —lanzó contra los pacíficos e indefensospaisanos a los mercenarios bárbaros, que, indiferentes a cuanto no fue-ra la consigna, pusieron las lanzas en ristre haciendo de ellas el uso quese les mandaba.

Más de doscientos infelices encontraron en la muerte la paz que de-seaban; los restantes huyeron poseídos de pánico, y el duque llegó alBroletto a través de calles que el terror había vaciado.

Aquella noche se publicó un edicto, prohibiendo el pronunciar la pala-bra «Paz», que hasta fue borrada de la misa.

Si el pueblo no hubiera clamado por Facino, es lo más probable queel duque hubiera despachado una nueva embajada en su busca. Pero elduque no quería obedecer al pueblo, y sin prever que cavaba el pozo quele había de sepultar, llamó a Boucicault a Milán.

Cuando llegó el francés, la llamada a Facino, que debía partir del du-que, partió de sus desesperados súbditos, dando lugar a que Facinollamara a Bellarión.

Este no vaciló un segundo, ni había obstáculos que impidieran sumarcha. Su compromiso con Florencia había concluido hacía poco, sinhaber sido aún renovado.

Sin perder un instante, se despidió de la señoría, y pocos días despuésse hallaba con su gente en Alessandría, siendo cariñosamente abrazadopor Facino.

Llegó en el preciso momento en que su padre adoptivo reunía su Conse-jo, formado por sus capitanes y por su aliado, el marqués Teodoro, quehabía venido de Vercelli para enterarse del plan de campaña definitivo.

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—He trazado mis planes —dijo Facino— con la seguridad de que ven-drías, trayendo unos mil hombres.

—Traigo mil doscientos, perfectamente equipados.—Muy bien, hijo mío, muy bien —y Facino, dando paternales palma-

das en el hombro de Bellarión, añadió—: Ven y nos dirás tu parecer.Y se apoyó pesadamente en el brazo del que consideraba su hijo (pues

la gota lo atormentaba cada vez más), para subir la escalera de piedraque trepó Bellarión disfrazado de arriero para enfrentarse con Vignati.

—¿Conque también está aquí el marqués Teodoro? —preguntó Bellarión.—Y muy contento de venir… Desde que se le ha restituido Vercelli, no

cesa de molestarme pidiendo que se le ponga en posesión de Génova. Peroyo lo he mantenido a raya… No confío en él lo bastante para concederletodo antes de que haya hecho algo. Es un zorro tan astuto como exento deescrúpulos.

—¿Y el joven marqués?—No lo conocerás —contestó Facino riendo—. Ha cambiado mucho, y

en cuanto a conducta, podría tomar la comunión sin confesar… Serátodo un hombre.

—Ya sabía yo que estaba bien por sus cartas —observó Bellarión sor-prendido—, mas, ¿cómo ha logrado…?

—Despachando a toda la pillería que lo acompañaba —contestó Facino,deteniéndose en la escalera—. Desde la primera mirada, comprendí lojusto de tus advertencias y extremé la vigilancia. Una noche, preceptor ygentilhombre emborracharon al muchacho, y al día siguiente se los en-vié a su tío, con una carta donde le daba cuenta del abuso de confianza,remitiéndole los culpables para que les impusiera el merecido castigo.Le informaba, al mismo tiempo, de que con igual fecha había despedidoal médico y los criados, pues mi tranquilidad exigía que el joven rehénestuviera rodeado de personas de mi confianza. A la fuerza tuvo que escri-birme dándome las gracias… ¿Te ríes…? Yo también me reí, sin descuidarpor ello la vigilancia.

Reanudaron la subida y Bellarión se informó de la salud de la condesa,como lo exigía la más elemental urbanidad. Facino contestó que la habíaenviado a Casale, por si el enemigo sitiaba a Alessandría.

Por fin, llegaron a la cámara donde estaba reunido el Consejo. Era lamisma sala de techo bajo en que Vignati recibió a Bellarión, pero los tapicesque ocultaban la piedra de las paredes y la riqueza del mobiliario, daban fede que Facino era más sibarita que el austero tirano de Lodi.

En torno de la mesa de macizo roble se sentaban cinco hombres, cua-tro de ellos se levantaron. Sólo el regente de Monferrato permaneciósentado, cual correspondía a su rango. Al profundo saludo del reciénllegado, contestó con una ligera inclinación de cabeza, diciendo:

—¡Hola…!, el caballero Bellarión.

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—Que nos trae mil doscientos hombres bien equipados, señor —seapresuró a añadir Facino.

—Eso le asegura una buena acogida —dijo el príncipe sin entusiasmo.Al parecer, estaba de tan mal humor, que se apartaba de su habitual yfingida suavidad.

Los demás se acercaron a saludar a Bellarión, y el primero fue el mag-nífico Carmaguolo, quien, como siempre, atraía las miradas por el es-plendor de su ropaje, su marcial postura y lo bien peinado de la rubiacabeza. Se mostró más cordial que de costumbre, pero con tono ligera-mente protector, al celebrar las últimas campañas de su joven colega.

—Puede que aún llegue este a ser tan gran soldado como usted, Fran-cesco —gruñó Facino al ocupar la presidencia de la mesa.

Sin comprender la ironía de la frase, contestó el apuesto guerrero in-clinándose:

—Su Señoría me favorece.Siguió el rudo y barbado Koenigshofen, dando a Bellarión una efusiva

bienvenida, acompañada de tan enérgico apretón de manos, que porpoco le aplasta los dedos. Detrás vino el altivo y menudo piamontésllamado Giasono Trotta, y por último, se acercó un espigado y elegantemuchacho, de rostro serio y saludable, en quien Bellarión no habríareconocido a Gian Giacomo, a no ser por su acentuada semejanza consu hermana Valeria. Tan grande había llegado a ser este parecido, queBellarión no pudo reprimir un estremecimiento al recibir la mirada deaquellos penetrantes y melancólicos ojos color de avellana.

Se hizo sitio para el recién llegado, informando a este de la situación yde las resoluciones tomadas.

Con el nuevo refuerzo y los tres mil hombres que aportaba Montferrato,Facino contaba con un total de ocho mil hombres, más doce cañones ydiez bombardas, que arrojaban balas de doscientas libras.

—¿Y el plan de campaña? —preguntó Bellarión.Era muy sencillo; se reducía a marchar sobre Milán y tomarlo. Todo

estaba preparado y no había más que dar la orden de marcha.Bellarión reflexionó un momento antes de hablar.—Hay una alternativa, que tal vez no hayan tenido en cuenta. Bouci-

cault, en este momento, abarca más de lo que puede sostener. Paraocupar Milán, cuyo pueblo es hostil a la dominación francesa, ha tenidoque desguarnecer Génova, donde se ha hecho aborrecible por sus exce-sivos rigores. ¿Por qué se empeñan en dar el golpe en el corazón, prote-gido por coraza y escudo, cuando pueden descargarlo en la cabeza, queha quedado descubierta?

Las miradas de todos le pidieron que contestara él mismo a la pregunta.—Marchar, no sobre Milán, sino sobre Génova, que tan imprudentemen-

te ha quedado expuesta a cualquier ataque. Los genoveses, entregados a sí

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mismos, no opondrán resistencia, y serán dueños de la plaza sin casiusar las armas.

El marqués Teodoro se apresuró a expresar su más calurosa aproba-ción, que interrumpió Facino diciendo:

—Calma… calma… ¿Qué ventajas nos ofrece la posición de Génovapara la toma de Milán?

—Traerá a Boucicault ante Génova —contestó Bellarión—, obligándo-los a combatir en circunstancias desfavorables, y con tropas reducidas,puesto que habrá de dejar algunas en Milán.

Tan estratégico pareció el plan a Facino, que venció su repugnancia aponer al regente de Montferrato en posesión de Génova.

Esta repugnancia la expresó a Bellarión, a solas.—No lo haga por él, sino porque le conviene a usted —contestó el jo-

ven, quien, sonriendo, añadió—: En cuanto a Teodoro, poco le duraránlas glorias… Ya le llegará el ajuste de cuentas.

Facino miró fijamente a su hijo adoptivo.—Oye, muchacho —dijo en tono de curiosidad—, ¿se puede saber qué

hay entre el regente y tú?—Sólo mi conocimiento de que es un canalla.—Si te propones limpiar Italia de canallas, no tendrás poco trabajo…

Esa es una idea de caballero andante.—Llámela como quiera —contestó Bellarión, quedándose pensativo.

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E

Capítulo II

La batalla de Novi

l resto de este asunto, es decir, la campaña contra el ambiciosovicario del rey de Francia, es materia histórica, que puede leerse en lascrónicas de maese Coiro y en otras varias.

A la cabeza de un poderoso ejército de nueve mil hombres, Facino avan-zó sobre Génova, que se rindió sin resistencia. Al principio, la probabili-dad del saqueo alarmó a los genoveses, que empezaron por enviar susbienes y mujeres a los barcos del puerto, y después salieron parlamenta-rios para asegurar a Facino que sería muy bienvenido si los libertaba delyugo francés, siempre que las tropas no entraran en la ciudad.

—El único motivo que me obligaría a ello —contestó Facino desde lalitera en que le tenía recluido la gota (muy empeorada desde que salió deAlessandría), sería el reforzar las justas aspiraciones del regente de Mont-ferrato. Pero si lo aceptan por príncipe, mis huestes no necesitan dar niun paso más. Al contrario, dispondré que se retiren hacia Novi, para queles sirvan de escudo contra la furia del mariscal francés cuando venga.

Así fue cómo Teodoro de Montferrato, con una fuerza de quinientoshombres, hizo su entrada triunfal en la ciudad, siendo aclamado comolibertador, en tanto que Facino y su ejército retrocedían hasta Novi paraesperar al francés. Su paciencia no fue puesta a prueba.

La noticia de la toma de Génova cayó sobre Boucicault como un truenocuando el cielo está despejado. Entre rabia y pánico salió de Milán, lle-gando a marchas forzadas a las llanuras de Novi, en las que su fatigadoejército halló cortado el paso. De allí en adelante el mariscal acumulóerror sobre error. Habiendo sabido que Facino debió ser llevado a Génovay que el ejército estaba mandado por su hijo adoptivo, decidió atacarantes de que volviera el primero.

El terreno era excelente para la caballería, que formaba la principalfuerza francesa. Poniéndose a la cabeza de sus cuatro mil jinetes, Bouci-cault cargó a fondo sobre la infantería enemiga que constituía el centro.

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Poseída de pánico, sin duda, ante la furiosa acometida de las lanzasfrancesas, empezó a ceder terreno, antes de estar en contacto con elenemigo. Los franceses, en su ciega exaltación, no se dieron cuenta de lobien ordenada que era aquella pretendida fuga, ni de que sólo retrocedíael centro, mientras que ambos flancos, compuestos por la caballería, semantenían firmes, mandada el ala derecha por el piamontés Trotta y laizquierda por Carmaguolo, quien descontento por no haberle sido con-fiado el mando supremo, no cesaba de criticar esta disposición de fuer-zas, contraria a todas las reglas conocidas.

Cada vez era más rápida la retirada de la infantería y cada vez aumenta-ba la fanfarrona confianza de los franceses, que, a grandes voces, se bur-laban de un enemigo que huía como las liebres al sentir los cazadores.

Bellarión, que cabalgaba a retaguardia de su fugitiva infantería, dijo unasola palabra al trompeta de órdenes que llevaba al lado, y este dio un solotoque. Antes de que se apagara el sonido, se había interrumpido de golpe laretirada, y los hombres de Koenigsbofen hicieron frente doblando la rodillalos de las primeras filas y enristrando todos las terribles picas germanas dequince pies de largo. Contra ese muro de acero vino a estrellarse elconfiado ímpetu de los jinetes franceses, y en el primer contacto más de uncentenar quedaron fuera de combate, produciendo instantánea confu-sión en toda la carga.

—Esto —se dijo Bellarión con sangre fría— enseñará al mariscal a te-ner en el futuro más respeto a la infantería. Toca a la carga.

El trompeta dio un nuevo toque repetido tres veces, y como había pre-visto Bellarión, su caballería atacó, al mismo tiempo, ambos flancos delenemigo. Sólo entonces pudo apreciar Boucicault adónde lo había lleva-do su exceso de confianza.

En vano trató de reorganizar sus huestes, que estaban copadas y deshe-chas. Luchando desesperadamente logró salvar su vida junto con otroscuantos, que emprendieron la fuga a toda velocidad, y se reunieron conla retaguardia de su ejército que avanzaba en socorro de los agredidos.Pero ya era demasiado tarde y nada quedaba por socorrer. Los sobrevi-vientes de la flor de las tropas francesas arrojaron las armas, aceptandoel cuartel que se les ofrecía, y las reservas hallaron un ejército compactoy lleno de entusiasmo que las acuchilló sin piedad, hasta que el maris-cal, derrotado en toda la línea, hubo de retirarse con los escasos restosde sus fuerzas.

—Una acción rápida, que ha sido un modelo de la armoniosa colabora-ción de las armas —así describió el propio Bellarión la batalla de Novi,que fue el punto culminante de su siempre creciente fama.

En cuanto a Boucicault, que según dijo Bellarión, había abarcado másde lo que podía sostener, en Novi perdió a un tiempo Génova y Milán.

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Cubierto de ignominia, tomó el camino de Francia, sin que volviera asaberse de él en Italia.

En el palacio Fragoso de Génova, en el que Teodoro de Montferratohabía fijado su residencia y que también albergaba al doliente Facino, sedaba un gran banquete la noche siguiente, para celebrar la derrota delos franceses y el advenimiento de Teodoro a príncipe de Génova. Asis-tieron representantes de las más nobles familias genovesas, así comoFacino (cojeando y apoyado en una muleta) y sus capitanes. Si el héroeoficial fue el nuevo príncipe, el verdadero héroe fue Bellarión.

Sin orgullo ni cortedad, recibió este las alabanzas que le prodigaronhombres ilustres y encantadoras mujeres; escuchó con deferencia ellaudatorio discurso de Teodoro, y aceptó sonriente los plácemes de suscompañeros. El espléndido Carmaguolo le dijo con dejo malicioso:

—Bien merece llamarse Bellarión el Afortunado, pues yo me preguntoqué habría sucedido si Boucicault se hubiera dado cuenta del ardid atiempo.

Bellarión, fríamente cortés, respondió:—Ese pequeño ejercicio intelectual le será muy provechoso, y puede

preguntarse, al mismo tiempo, qué habría pasado si Buonterzo hubierasospechado nuestras intenciones en Travo, o Vignati en Alessandría —yse alejó del grupo dejando que el magnífico oficial se mordiese los labiosde despecho, entre las carcajadas de sus hermanos de armas.

La entrevista que tuvo más tarde con el príncipe Teodoro fue más se-ria. Desde un principio había desconfiado de la aduladora cortesía delregente, y cuando al cabo de mil halagüeñas frases le propuso tomarlojunto con su compañía al servicio de Montferrato, con una paga muchomejor que la de Florencia, no le causó sorpresa, pero vio claro dos cosas:primera, que Teodoro deseaba aumentar sus fuerzas con algún ocultodesignio, y segunda, que le tomaba por un venal aventurero, desprovisto detodo sentimiento de honor.

Se hallaban ambos en una solitaria galería que daba sobre el puerto, enel que numerosas embarcaciones dormitaban bajo la luz de las estrellas.Una gigantesca galera se deslizaba sobre las aguas, agitando suavementelos remos, que el reflejo de la luna cubría de plata.

Con los ojos puestos en ese barco, y muy observado por la sagaz mira-da del regente, murmuró el joven:

—Tentadora es la oferta, señor príncipe.—No suelo equivocarme al apreciar el valor de los hombres. Es usted

un gran soldado, Bellarión… Su fama es de las que no se discuten.Sin contradecirle, añadió Bellarión:—No adivino para qué necesita Su Alteza por ahora aumento de fuerzas.

La proposición parece que emana de un plan previamente concebido.

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Pero, a menos de que yo sepa algo de él, y pueda juzgar la extensión delservicio requerido, su generosa oferta no pasará de ser una ilusión.

Teodoro respiró satisfecho. La manera de hablar del afortunado con-dottiere estaba en relación con el carácter que le suponía, pero deseandoconocer mejor el terreno, preguntó:

—Según creo, no lo une en este momento ningún contrato con el condede Biandrate, ¿eh?

La respuesta de Bellarión fue pronta.—Absolutamente ninguno. En pago de antiguos favores, lo he ayudado

en la presente campaña contra Boucicault. Esta ha concluido, y con ellamis obligaciones… Soy dueño de mí mismo, y estoy a la venta.

—Así lo presumía, y por eso le he hecho mi oferta, proponiendo unapaga como no la ha tenido ningún condottiere.

—Pero no ha dicho por cuánto tiempo. Por eso deseaba conocer susplanes, para juzgar más o menos…

—El compromiso durará tres años —interrumpió Teodoro.—Repito que la oferta es tentadora.—¿Es aceptable?—Muy ambicioso sería si no me lo pareciera —contestó sonriendo

Bellarión.—Comprenderá las condiciones usuales… para esta clase de servicios…,

es decir, el ayudarme contra todo el que yo juzgue contrario a mis intereses.—Por supuesto —dijo Bellarión algo pensativo— y, sin embargo… —aña-

dió vacilante—, preferiría que se exceptuara el combatir contra mi señor, elconde de Biandrate.

—¿Lo prefiere, o lo impone como condición ? —preguntó el príncipe.Bellarión, como quien combate entre el interés y los escrúpulos, aña-

dió con voz débil:—No me gustaría hacer armas contra Facino.—Lo comprendo, pero no contesta a mi pregunta. ¿Lo impone como

condición?—¿Haría esa condición imposible mi empleo?Esta vez fue Teodoro quien vaciló.—Sí —dijo por último, añadiendo después—: No es probable que combata

contra Facino, mas ya comprenderá que no puedo emplear un condottieredándole el derecho de abandonarme si ocurriese esta contingencia.

—¡Oh, sí…!, ya comprendo… y obraría como un tonto si vacilara enaceptar tan ventajoso ofrecimiento —y suspiró como hombre cuya con-ciencia no está en paz.

Para concluir estas dudas, insinuó Teodoro:—Además, le daré garantías.—¡Ah…!, ¿garantías…?

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—Todo el territorio de Astí, desde Revigliasco a Margaria, se constitui-rá en condado, que se le confiará con el título de conde de Astí.

Bellarión se pasó la mano por los ojos como si tal perspectiva lo deslum-brara, mas tras breve reflexión, miró de frente a su tentador, diciendo:

—Señor…, promete lo que no es suyo.—Para que sea mío, requiero de sus servicios…, ya ve que soy franco.Aún vio más Bellarión. Vio el infernal plan de aquel astuto zorro. Su

intención debía ser la conquista de los ricos territorios situados entre elalto y el bajo Montferrato que pertenecían a Milán. Inevitablemente, esotraería una guerra contra Facino, que combatiría hasta el fin por la inte-gridad del ducado; y Teodoro ofrecía al joven condottiere, cuyos serviciosanhelaba, una brillante recompensa, que sólo obtendría cuando sus fi-nes estuvieran cumplidos.

Bellarión puso una mano ligeramente trémula sobre el brazo del se-ductor.

—¿En verdad es esa su intención, señor…? ¿Debo considerar comoformal la promesa?

A Teodoro le fue difícil conservar la gravedad. ¡Qué bien había juzgadoa este ambicioso sin conciencia!

—Su patente se extenderá y firmará, al mismo tiempo que el tratado —lecontestó.

Bellarión miró al mar, murmurando:—¡Conde Bellarión de Astí…! —por último soltó una carcajada que barría

sus últimos escrúpulos, y preguntó—: ¿Cuándo firmamos, señor?—Mañana temprano, señor conde —contestó Teodoro muy satisfecho

del éxito de la entrevista y, saliendo de la galería, se separaron.Volvieron a reunirse a la mañana siguiente en la propia cámara del prín-

cipe, para la firma de los documentos, en presencia del notario que loshabía extendido, de dos caballeros de Montferrato y de Werner von Stoffel,que, siendo el teniente de Bellarión, se consideraba parte interesada.

El notario dio lectura del contrato, que Bellarión aprobó en todas suspartes, y después del pergamino en que Teodoro creaba el Condado deAstí, en beneficio de Bellarión Cane. El documento ya estaba firmado ysellado, y sólo faltaba en él la firma del favorecido, a quien el notarioalargó la mojada pluma de ave.

Sin tomarla, dijo Bellarión:—Bien están los documentos, señor, pero son materia perecedera, y

dada la gravedad de lo que estos contienen, yo quisiera tener un testigopara que pudiera dar fe de sus propósitos.

El marqués frunció el ceño y, señalando al suizo, dijo:—No me opongo a que micer Stoffel…—Perdóneme, señor —interrumpió Bellarión—, pero el testigo que ne-

cesito está en su antecámara —y Bellarión, seguido por la sorprendida

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mirada del regente, abrió la puerta y en su umbral apareció la cuadradae imponente figura de Facino, que, apoyado en su muleta, miraba atodos con expresión severa.

El príncipe ahogó un grito al ver que Facino cogía el documento que lealargaba Bellarión. Después reinó un pavoroso silencio, al que Teodoro,incapaz de contenerse, puso término exclamando:

—¡Miserable traidor…! ¡Indecente Judas! ¡Jamás debí fiarme de tanartificioso carácter…! ¡Zorro maldito!

Facino, mirándolo con fieros ojos, interrumpió para decir:—Piense algún epíteto más denigrante, señor, a fin de que pueda apli-

cárselo, pues todos esos son demasiado suaves para lo que merece.Teodoro se desconcertó, pero sólo por un instante.Al siguiente, se arrojó furioso hacia Facino. Toda su aparente suavidad

había desaparecido, y dejando las palabras estaba dispuesto a llegar avías de hecho, si no hubiera tropezado con la burlona mirada de Bellariónque, con la mano derecha a la espalda, le dijo:

—¿Quiere calmarse, señor…? En la antecámara tengo seis hombres,por si prefiere la violencia.

Retrocedió haciendo esfuerzos por serenarse, pero era muy difícil, enpresencia del desprecio con que lo miraba Facino, al decir:

—¡Vil traidor…! Lo he puesto en posesión de Vercelli, lo he colocado enel trono de Génova, sin que dé ni un solo golpe a mi favor, y ya tratade emplear el recién adquirido poder en mi contra. ¡Ya intenta seducir almejor de mis capitanes, para que haga armas contra mí, a favor suyo! SiBellarión hubiera sido otro ingrato como usted, yo no habría sabido nadade esto, hasta que fuera demasiado tarde para protegerme. Pero, graciasa su lealtad, ahora ya lo conozco, bastardo usurpador… ¿Quería prepa-rarse para guerrear contra Facino…? Prepárese, pues, ¡por la Pasión!,porque no le faltará guerra.

Teodoro, blanco hasta en los labios, sin atreverse a desplegarlos, per-manecía entre sus dos consternados caballeros.

Facino lo midió de arriba abajo con desdeñosa mirada, y prosiguió:—Jamás lo hubiera creído, si no lo hubiera visto con mis propios ojos —y

devolviendo el pergamino a Bellarión, añadió—: Dáselo y vámonos… Lavista de ese hombre me da asco —volvió la espalda y se alejó cojeando.

Bellarión se detuvo para rasgar el pergamino en menudos trozos, quearrojó sobre la mesa. Se inclinó irónicamente, y ya se disponía a salir,cuando Teodoro recobró la palabra para decir:

—¡Tramposo, con corazón falso como el de un gato! ¿Qué suma haarrancado a Facino por esta traición?

—Ninguna suma, señor —contestó Bellarión deteniéndose y con lamayor calma—. Nada más que la promesa de que tan pronto como arregle

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los asuntos de Milán, defenderá los derechos del marqués Gian Giacomo,que ya ha entrado en su mayoría de edad.

Su profundo asombro se tradujo en la siguiente pregunta:—¿Y qué interés tiene usted en Gian Giacomo?—Un interés muy grande, Alteza, o nunca habría planeado el que fuera

entregado como rehén, para que estuviera seguro. Llevo trabajando porél más tiempo del que supone Su Alteza.

—No comprendo… ¿Quién le ha pagado?—Me supone un mercader —contestó Bellarión con un suspiro—, cuan-

do, en realidad, tengo mucho de caballero andante —y salió seguido deStoffel.

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A

Capítulo III

El regreso de Facino

quella misma mañana salió de Génova un fuerte contingente dehombres de armas, tomando la carretera que conducía al campamentode Facino en Novi. En el centro iba una litera en la que el veterano con-dottiere hacía tristes reflexiones sobre la ingratitud humana, pregun-tándose si no tendría razón en impacientarse su esposa al ver que élperdía tiempo y salud en empresas ajenas, en vez de pensar en su pro-pio engrandecimiento.

Desde Novi envió a Carmaguolo con una fuerte escolta a Casale, con elpropósito de recoger a la condesa Beatriz y llevarla a su ciudad deAlessandría. No estaba dispuesto a que Teodoro la retuviera como rehénque oponer a Gian Giacomo, quien permaneció al lado de Facino.

Tres días después de salir de Novi, el ejército de Facino acampó bajo lasmurallas de Vigevano. La causa era la vanidad del enfermo, que no queríapresentarse ante Milán sin poder hacerlo a caballo y empuñando la lanza.Ya había mejorado mucho, gracias al tratamiento de un renombrado mé-dico genovés, que ahora formaba parte de su séquito.

Pasó una semana, y Facino se encontraba restablecido, mas aún no lepermitió el sabio Mombelli emprender la ofensiva. Pero si él no fue a Milán,muchos milaneses vinieron a su encuentro.

Entre los primeros en llegar se contaba al exaltado Pusterla de Vene-gono, que, con su proverbial violencia, propuso a Facino que ahorcaraa Gian María y se proclamara él duque de Milán, asegurándole el apoyode la facción gibelina. Facino lo escuchó sin interés, y no quiso compro-meterse a nada.

De los últimos en llegar fue el mismo duque, en un estado de ánimoque revelaba lo desesperado que él mismo juzgaba su caso y la falta deapoyo en que se hallaba. Vino acompañado por su mal genio Antonio

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Della Torre, por el fatuo Lonate y con una escolta de cien lanzas, almando del capitán Mantegazza.

El duque y sus dos consejeros fueron recibidos por Facino en casa delprefecto de Vigevano.

—Su Alteza me honra con esta prueba de confianza en mi lealtad —dijoFacino, inclinándose para besar la enjoyada mano ducal.

—¡Lealtad! —repitió el duque con el grotesco rostro pálido—. ¿Es acasola lealtad la que lo hace coger las armas contra mí?

—No contra usted, señor duque, sino contra sus enemigos. No me muevemás deseo que el de devolver la paz a sus dominios.

—Buenas palabras y malas obras —replicó con petulancia el duque,dejándose caer en un sitial.

—Si Su Alteza pensara como dice, no se habría atrevido a venir.—¿Que no me habría atrevido…? ¡Vive Dios…! ¿Olvida que soy el du-

que de Milán?—Procuro recordarlo, Alteza —dijo Facino con tono tan amenazador,

que Della Torre dio un ligero tirón a la manga de su amo.Así amonestado, Gian María cambió el tema, pero no el tono.—¿Sabe para qué estoy aquí?—Supongo que para darme la oportunidad de ponerme a sus órdenes.—¡Ah…! ¡Bah…! No me maree con sus melosas palabras. Vaya, diga…,

¿qué precio pone?—¿El precio…? ¿Se figura Su Alteza que tengo algo que vender?—Un poco de paciencia con Su Alteza, señor conde —rogó Della Torre.—Me parece que la estoy demostrando —contestó Facino, que empe-

zaba a enfadarse—. De lo contrario, la entrevista acabaría mal.El imbécil duque, ya de muy mal humor, se vio acometido por uno de

sus repentinos furores, y gritó:—¡Cómo es eso…! ¿Amenazas a mí…? Ya verá ese perro insolente…Facino se puso lívido al oír el insulto, y uno de sus capitanes, gallardo

mozo, ataviado con rica hopalanda azul y plata, soltó una sonora carcaja-da. Los acuosos ojos de Gian María le lanzaron una venenosa mirada.

—¿Te ríes, miserable? —bramó poniéndose en pie—. ¿Qué hay aquíque excite tu hilaridad?

Bellarión, sin dejar de reír, contestó:—Usted, señor duque. Por usted solo no es nada. A la gracia de Dios y

al valor y lealtad de Facino debe el ser duque de Milán, y, sin embargo,no vacila en ofender a ambos.

—Basta, Bellarión —gruñó el veterano—. Aún no necesito ayuda.—¡Bellarión! —repitió como un eco el duque—. Ya lo recuerdo, y yo le

enseñaré…

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—¡Vive Dios! Su Alteza es quien necesita aprender —amenazó Facinocon voz de trueno—. Vuelva a Milán, hasta que vaya yo a darle la lecciónque merece, y dé gracias al cielo de ser hijo de su padre, y de que yo tengabastante memoria para recordarlo, pues de otro modo no saldría de aquívivo. Fuera de aquí, y aprenda mejores modos antes de que volvamos avernos, o ¡por Cristo!, que lo estrangularé con mis propias manos.

Aterrado el duque ante aquella tormenta, superior a cuantas habíasentido rugir sobre su ducal cabeza, retrocedió lo bastante para dejar asus dos compañeros entre su persona y el iracundo condottiere.

Della Torre procuró calmar a este último, diciendo:—Señor conde…, no vale la pena…—¿He de dejarme llamar perro por un mocoso a quien he servido de

padre? ¡Fuera de aquí, todos! Abre la puerta, Bellarión, y echa a la calleal duque de Milán.

Salieron los tres sin añadir ni una palabra, por temor a que fuera laúltima que pronunciaran. Pero no volvieron a Milán, se quedaron enVigevano, y aquella misma tarde pidió audiencia Della Torre a Facino,para intentar ponerlo en paz con el duque. El conde, ya más calmado,consintió en recibir una vez más a Su Alteza.

El joven duque, aleccionado por la experiencia, se presentó muy humil-de, y anunció que estaba dispuesto a dar a Facino una amistosa entradaen Milán, reintegrándolo en el cargo de gobernador. En una palabra: queestaba conforme en conceder todo lo que no tenía medios de negar.

La respuesta de Facino fue breve y clara. Aceptaría de nuevo el cargopor un plazo de tres años, con la garantía de un juramento de lealtad,asegurado en sus manos por los síndicos1 del Gran Consejo. Además, elcastillo de Porta Giovia pasaría a ser exclusivamente suyo, y todos losgüelfos que desempeñaban cargos públicos serían desterrados. A estos sesumarían Antonio Della Torre, a quien Facino acusaba de perturbador delducado, y Lonate. Esta última condición fue la más difícil de aceptar parael duque, quien juró que era una vil intriga para privarlo de sus amigos;mas al fin hubo de ceder, y las cláusulas impuestas por Facino quedaroníntegramente sancionadas.

En la tarde del 6 de noviembre del mismo año, Facino Cane, rodeadode numeroso y lucido acompañamiento, hizo su entrada en Milán paratomar nuevamente posesión de su cargo de gobernador, que esta vez seproponía ejercer con absoluta independencia. Entraron con plena lluvia,lo que no impidió que las calles estuvieran atestadas de una muche-dumbre que aclamaba al viejo condottiere como a su salvador.

En el Broletto, el joven duque escuchaba estas aclamaciones, mor-diéndose las uñas de rabia y despecho.1Síndico: Hombre elegido por una comunidad o corporación para cuidar de sus intereses.

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Como no es nuestro propósito relatar los acontecimientos de aquellaturbulenta época, sino los que se relacionan con la historia de Bellarión,nos limitaremos a decir que Malatesta, arrojado de Milán, se refugió enBérgamo,1 de donde dos años más tarde fue a sacarlo Facino. Y no fueantes por impedírselo otros enemigos de Milán. Vignati estaba nueva-mente en armas, así como Estorre Visconti, su sobrino Giovanni Carlo yotro grupo de facciosos de menor cuantía, cuyo jefe era el propio herma-no del duque, Filippo María, conde de Pavía.

Halagado por los descontentos, que le hacían creer era su única espe-ranza; despertada su ambición, se mostró muy dispuesto a aprovecharlas turbulencias del momento para posesionarse de la corona ducal. Aeste fin empezó a reclutar gente, pero habiendo llegado estos preparati-vos a oídos de Facino, ya establecido en el gobierno de Milán, fueroncausa de que apenas restablecida la tranquilidad en la capital, marcha-ra con sus tropas contra Pavía, tomando la ciudad por asalto y sometién-dola a un saqueo que ha quedado en la historia como modelo de estasterribles operaciones de castigo.

Después, Facino trató a Filippo María como había tratado a su ducalhermano. Se apropió del gobierno en los territorios del joven príncipe,despojando a este de toda autoridad.

Se avino a ello el obeso y flojo muchacho, con singular apatía. Era decostumbres retraídas y estudiosas, y la conciencia de su grotesca feal-dad le hacía huir del trato con sus semejantes.

Apagada violentamente la chispa de su ambición, volvió a sus libros,dejando que Facino gobernara a su antojo, con tal de que respetara lopoco que exigía su vida de ermitaño.

Facino estableció su cuartel general en Pavía, instalándose en el con-dal castillo, y trajo allí a la condesa. Con ella vino también la princesaValeria, para reunirse, por fin, con su hermano, que seguía bajo la guardade Facino. La princesa dejó Casale junto con Beatriz, cuando Carmaguolofue a buscar a esta última como enviado del conde. Su marcha tuvo ca-rácter de fuga, cuyo primer objeto era el de estar junto a su querido her-mano, y el segundo salir del poder de su tío, que podría serle fatal en laspresentes circunstancias. Es posible que también contara con el influjode su presencia, para estimular en Facino su enemistad hacia el re-gente. Pero el gobernador tenía asuntos más urgentes que la campañacontra Teodoro… Ya le llegaría el turno.

En tanto que Facino pacificaba el vasto territorio de Pavía, Bellarión,cuya condotta había aumentado a mil quinientos hombres, después de

1Bérgamo: Capital de la ciudad de Bérgamo, al norte de Italia, en la región de Lombardía,al pie de los Alpes.

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derrotar definitivamente a Vignati, volvió a Milán para encargarse del go-bierno como delegado del conde de Biandrate, y supo conquistar el res-peto y el afecto del pueblo, por el tacto e imparcialidad con que administróla justicia.

Todo esto podrá leerse más detallado en las crónicas de Corio y de fraySerafín de Imola. Por este último sabemos que Facino, queriendo queBellarión no perdiera nada por su lealtad, obligó a Gian María a concederleel título de conde de Gavi, y al Municipio de Milán a que contratara sucondotta por dos años con la paga de trescientos mil ducados mensuales.

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E

Capítulo IV

El conde de Pavía

n el vasto parque de Pavía, los árboles despojados de hojas resalta-ban sobre el suelo cubierto de espesa capa de nieve. Las impetuosasaguas del Ticino pasaban entre los cien pilares de granito que sosteníansu famoso puente cubierto, de 500 pies de largo. Sobre este, Pavía lasabia alzaba sus numerosas torres blanqueadas por la nieve hacia elgrisáceo cielo de diciembre, y más alto aún se veía la formidable mole desu castillo rojo como el coral, fuerte como el hierro, que era a la vez inex-pugnable fortaleza e incomparable palacio, cuyos esplendores merecie-ron ser cantados por Petrarca. Lo más notable del regio edificio era subiblioteca, amplia y cuadrada habitación, en una de las torres rectangu-lares, situada en los cuatro ángulos del castillo. Entre un suelo de mo-saico y un techo pintado al fresco, se alineaban los estantes, conteniendounos 900 volúmenes de pergamino manuscrito, que merecían calificar-se de compendio de la sabiduría humana.

Este aposento era el favorito del hijo menor del gran Gian Galeazzo, deFilippo María, conde de Pavía.

Allí lo encontramos sentado junto a los troncos que ardían en la monu-mental chimenea, difundiendo calor por toda la estancia. Con él jugabaal ajedrez el caballero Bellarión, conde de Gavi, uno de los nuevos ami-gos que habían invadido la salvaje soledad en que se encerraba como enuna concha. Los demás, la hermosa condesa de Biandrate, la rubia prin-cesa Valeria y su hermano, cada día más robusto y guapo, estaban algoapartados, delante de una ventana de las cuatro que daban paso a la luzen la biblioteca.

Valeria, inclinada sobre un bastidor, bordaba con sedas y oro un pañode altar destinado a san Pietro de Ciel d’Oro. Bostezaba Beatriz sobreuna copia del Trionfo d’ Amore, de Petrarca, y el mancebo ocioso seguíacon mirada distraída los ágiles dedos de su hermana.

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Se levantó el marquesito y arrastrando una silla fue a sentarse entrelos jugadores para observar la partida.

Al lado de Bellarión había una muleta, y su pierna izquierda, rígida-mente extendida, explicaba por qué estaba él allí, en aquel día de di-ciembre, en vez de hallarse en las montañas de Bérgamo, tomando parteen la campaña contra Malatesta. Había sufrido la pena en que suelenincurrir los precursores. Después de demostrar a sus contemporáneosel partido que puede sacarse de la infantería, volvió sus actividades a lanaciente artillería. Instaló un par de baterías al pie de las murallas deBérgamo, con intención de abrir brecha en ellas, pero reventó una bom-barda durante la operación, matando a dos soldados y rompiendo unapierna a nuestro héroe. De este hecho concluyó Facino que la artilleríasólo era peligrosa para quienes la manejaban. El mismo Mombelli le en-tablilló la pierna, y cuidadosamente colocado en una litera, fue enviadoa Pavía para restablecerse. Su marcha del ejército fue muy sentida, condos excepciones: la de Carmaguolo, cuyo carácter le hacía estar en cons-tante pugna con su afortunado compañero de armas, y la de FilippoMaría, que descubrió en el herido un formidable jugador de ajedrez quellegaba a superarlo. La princesa Valeria recibió con desagrado la noticiade que el hombre que tanto desprecio y desconfianza le inspiraba habi-taría durante una temporada bajo el mismo techo que ella. Gian Giacomo,que había concebido sincero afecto por Bellarión, pugnaba en vano porcombatir los arraigados prejuicios de su hermana.

Cuando le insistía en que, gracias a Bellarión, había escapado a lafunesta tutela de su tío, Valeria le reprochaba con vehemencia su exce-siva credulidad.

—Eso es lo que ese intrigante quiere hacernos creer. En ese caso, nohizo más que cumplir las órdenes del conde de Biandrate… Todos susactos llevan el sello de la nativa doblez de su carácter.

—Vaya…, vaya…, Valeria, no negarás lo que toda Italia proclama: quees uno de los primeros capitanes de la época.

—¿Y cómo ha llegado a serlo…?, ¿por sus caballerosas cualidades ovirtudes militares…? Todos sabemos que sólo ha sido por su habilidaden las trampas y ardides.

—Ya se ve que has hablado con Carmaguolo. Seguro estoy de que da-ría un ojo de la cara por tener la inteligencia de Bellarión.

—No eres más que un chiquillo —replicó ella con cierta aspereza.—Y Carmaguolo es un hombre, y además muy guapo.Se ruborizó la princesa por el malicioso tono de su hermano. En sus

irregulares visitas a Pavía, el brillante oficial se había mostrado muyrendido ante la joven princesa, desplegando todas sus artes de pavo realpara deslumbrarla.

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—Es todo un caballero —replicaba calurosamente ella—, y mejor esconfiar en un soldado franco y valiente que en un tortuoso intrigantecuya falsedad ha sido tantas veces probada.

—Si sus manejos tienen por fin inutilizarme en provecho de mi tío,convengamos en que desperdicia muchas ocasiones.

Valeria miró al joven con lástima.—Bellarión nunca descarga el golpe en donde amenaza… No soy yo

quien lo dice: lo afirman todos.—¿Y dónde supones tú que quiere descargarlo?La expresión de los profundos ojos se hizo más pensativa al decir:—¿Y si se hubiera propuesto acabar con nosotros, y más tarde desha-

cerse de nuestro tío y ocupar él nuestro sitio…? ¿Y si aspirara a un trono?Gian Giacomo objetó riendo que la idea era tan fantástica como traída

por los cabellos.—Si hubieras estudiado sus procedimientos, Giannino, seguramente

no te reirías. Mira cómo ha sabido manejar su propio avance. Cuatro añosle han bastado para, de oscuro estudiante, sin nombre ni dinero, llegara ser el caballero Bellarión Cane, jefe de la famosa «Compañía del PerroBlanco», y flamante conde de Gavi.

Una persona había junto a ella que hubiera podido corregir su erradojuicio, y esta era la esposa de Facino, que conocía los móviles que ha-bían dictado la conducta de Bellarión, pero la bella condesa se guardabamuy bien de hacerlo.

Una vez que los dos hermanos discutían acerca de Bellarión, en supresencia, dijo ella a Valeria:

—Mucho lo odia, según parece.—¿No haría usted lo mismo en mi lugar?Y Beatriz, mirándola con sus verdes ojos, respondió con enigmática

sonrisa:—Sí…, en su lugar haría lo mismo.El tono y la sonrisa intrigaron a Valeria durante muchos días, pero el

orgullo le impidió pedir explicaciones a la condesa.Cuando, tras cuatro semanas de cama, Bellarión empezó a moverse

por el castillo, Valeria lo mantuvo a distancia con una glacial cortesía,que es, quizás, la peor de las hostilidades.

Si esta conducta ofendió a Bellarión, no dio la menor señal para de-mostrarlo. Era (y en esto residía gran parte de su fuerza) un hombremuy paciente, y estaba seguro de que llegaría el día de la justicia paraél. Mientras tanto acomodaba su conducta a la de ella, no buscaba sucompañía, ni la de nadie, excepto la del joven conde de Pavía, con quienentablaba frecuentes partidas de ajedrez o discutía sobre algún intere-sante manuscrito de la rica biblioteca.

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Hasta la llegada de Bellarión, el conde se juzgaba a sí mismo un inven-cible campeón del tablero, mas pronto se convenció de que sus conoci-mientos eran elementales. Había vencido con facilidad a sus anterioresadversarios, pero ahora sudaba y soplaba ante aquellas inexorables pie-zas, en cuyos movimientos leía su inevitable derrota.

Pero el día en que lo encontramos, gruñía menos que de costumbre. Ha-bía dado un hábil ataque al flanco de su contrario, y por primera vez, des-pués de varias semanas, veía la victoria al cabo de unas cuantas jugadas.

Aunque pasaba poco de los veinte años, tenía la figura de un cerdo. Demediana estatura, parecía alto cuando estaba sentado, por lo largo deladiposo y panzudo cuerpo. Sus extremidades eran cortas y mal forma-das, y su rostro redondo y pálido como la luna llena, provisto de unaenorme papada que le caía en arrugas de grasa a lo largo del cuello. Elpelo, negro y muy corto, parecía un gorro de terciopelo, y los ojos peque-ños, muy negros y sin brillo, como los que tienen los lagartos, delatabanla sádica crueldad común a todos los hombres de su raza.

Para guardarse de un alfil, Bellarión avanzó un caballo, y la carcajadadel príncipe resonó en toda la silenciosa habitación. Aquella risa, quepocas veces se oía, tenía un timbre casi femenino, y también era de fal-sete la voz, con la que dijo:

—No trate de dilatar lo inevitable, Bellarión —y se comió el caballo.Pero el avance de este, que al conde le pareció puramente defensivo,

sirvió para dejar libre el campo a la reina. Avanzó Bellarión la mano, unahermosa mano de hombre en la que brillaba un soberbio zafiro rodeadode diamantes, y llevando su reina al otro lado del tablero, dijo con voztranquila:

—Jaque mate, señor príncipe.Filippo María se quedó mirando al tablero sin dar crédito a sus ojos, y

con las colgantes mejillas trémulas.—¡Dios lo confunda, Bellarión…! Siempre hace lo mismo. Yo planeo,

medito mis jugadas, mientras que usted en apariencia sólo está a ladefensiva, y de súbito me pulveriza con un ardid.

La princesa levantó la vista del bastidor al oír esa palabra, y Bellarióninterceptó la mirada que le dirigió. Comprendiendo su significado, lacontestó al mismo tiempo que a Filippo:

—En el campo de batalla los enemigos me acusan con la misma pala-bra, pero los de mi campo, celebran mi ingenio —y añadió riendo—: Elaspecto de un hecho suele depender del punto de donde se mira.

El príncipe seguía con la cabeza baja, y el humor negro.—No juego más por hoy —anunció.Se levantó la condesa, haciendo crujir el recio damasco negro y oro de

su vestido, y se acercó diciendo:—Recogeré el tablero… ¡Qué juego tan pesado y aburrido! No sé cómo

pueden perder tantas horas con él.

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Filippo María levantó los opacos ojos, que chispearon al fijarse en laselásticas y provocativas líneas de Beatriz. No era la primera vez queobservaba esto el vigilante Bellarión, ni la primera vez que la esposa deFacino desplegaba sus artes de coqueta, para provocar aquella mirada.Se acercó ella para recoger el tablero, permitiendo que las aviesas mira-das del príncipe se clavaran en el marfil de su garganta, revelada por lobajo del escote.

—Es humano el despreciar lo que no se entiende —contestó Bellarión.—Ya suponía yo que defendería el juego que domina. Eso es lo que le

gusta, Bellarión, dominar en todo.—¿Acaso no es un sentimiento natural…? Usted misma, señora, ¿no

se complace con el poder que le da su hermosura?Mirando a Filippo, que bajó los pesados párpados, dijo Beatriz:—Bellarión se vuelve cortesano, señor; me encuentra hermosa.—Tendría que ser ciego si no lo hiciera —contestó el obeso mancebo en

un arranque de atrevimiento, cuya reacción fue un acceso de timidezque encendió la enfermiza palidez de su rostro.

La dama entornó los ojos, hasta que el doble arco de sus largas pesta-ñas formó una línea negra sobre el terciopelo de sus mejillas.

—Es un juego muy propio de príncipes —intervino el marquesito.—Por lo menos, enseña una moral amarga —contestó Filippo—. Mien-

tras que el Estado depende del príncipe, este depende de los demás, ypor sí solo tiene poco más poder que uno de sus peones.

—Para enseñar esa lección a un déspota —dijo Bellarión— fue para loque un filósofo oriental inventó el juego.

—Y la pieza más importante, lo mismo en el Estado que en el tablero,es la reina, es decir, la mujer —añadió Filippo, mirando de nuevo a lacondesa.

—¡Ah…! Bien conocía el mundo ese viejo oriental —rió Bellarión.Mas no siguió riendo al observar que, con el correr de los días, aumen-

taba la lascivia en las miradas del príncipe y la provocativa coquetería deBeatriz.

Una mañana que encontró sola a la condesa en la biblioteca, descubriólas baterías que había preparado.

Se acercó a la ventana, junto a la que Beatriz estaba sentada. La nievehabía desaparecido barrida por la lluvia, y desde que esta empezó acaer, una grisácea capa de escarcha cubría la tierra.

—Mucho frío deben de tener en el campamento de Bérgamo —observóBellarión, dando como siempre un rodeo antes de empezar el ataque.

—Seguro… Facino debía haberse retirado a cuarteles de invierno.—Eso significaría emprender de nuevo en la primavera una tarea que

está medio hecha.

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—Pero con la gota y con las dolencias propias de su edad, hubiera sidomás prudente.

—Cada edad tiene sus achaques, madonna, y no sólo son peligrososlos de la vejez.

—De usted brota la sabiduría como el sudor de los demás mortales —dijoella con mordaz impaciencia—. Si yo fuera su cronista, lo llamaría el erudi-to soldado, o el filósofo del ejército.

Bellarión, apoyado en su muleta y en la pierna sana, la contempló uninstante, diciendo con un suspiro:

—¡Es usted muy hermosa, madonna!—¡Dios nos asista! —exclamó Beatriz levantando la cabeza—. ¿Resul-

tará al fin que el erudito no es más que un hombre?—Y su boca demasiado perfecta para destilar acíbar.—La boca, ¿eh…?, veamos, ¿qué otra parte de mi persona tiene gracia

a sus ojos?—Mis ojos son harto circunspectos para mirar con avidez al cercado

ajeno.Ella lo miró entre sorprendida y alarmada, y la ola de sangre que inva-

dió su rostro fue la prueba de que lo había comprendido. Él se sentó enuna silla, cuidando de no doblar la pierna herida.

—Decía, madonna, que debían sentir mucho frío en el campamento deBérgamo —y tras una breve pausa, añadió—: Y que será muy duro parausted el cambiar las comodidades de Pavía por aquellas inclemencias.

—¿Delira acaso…? No he pensado en tal cambio.—Pero yo lo he pensado por usted.—¡Usted…! ¡Santa María…! ¿Qué derecho tiene sobre mí?—Allí hará mucho frío…, pero eso le sentará bien. Esperemos que el

frío despierte en usted el sentimiento del deber hacia su legítimo dueñoy señor.

Se levantó ella trémula de rabia, cual si quisiera pegarle.—¿Ha venido aquí para espiarme? —preguntó.—Naturalmente, y ahora ya sabe por qué me rompí la pierna.—Razón tiene la princesa Valeria en despreciarlo como lo hace —bal-

buceó Beatriz.Una tristeza infinita se reflejó en los ojos de Bellarión.—Si fuera generosa, madonna…, si fuera por lo menos honrada, corre-

giría esa opinión, en vez de compartirla, pues bien sabe que es injusta…Pero no es usted honrada; si lo fuera, no necesitaría yo estar hablandoahora en defensa del honor de su ausente esposo.

—¿Y es usted quien me acusa de no ser honrada? —preguntó Beatrizcon más pena que indignación, mientras que el brillo de las lágrimasacentuaba el verde esmeralda de sus ojos—. Dios sabe que con ustedsiempre he sido leal, Bellarión… ¡Desgraciada de mí! —exclamó con un

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grito de alma herida, dejándose caer en una silla. La compasión hacia símisma borraba los demás sentimientos—. ¡Soy la mujer más digna delástima de la Tierra…! usted, Bellarión…, usted que conoce mi alma, noencuentra para mí más que crueles reproches.

El joven no se conmovió en lo más mínimo. La falta de lógica de aque-llos lamentos le repelía como un defecto físico.

—Hablemos claro, madonna. La principal queja que tiene de su espo-so, es que no la ha hecho duquesa… Aunque tal vez llegue a serlo, sitiene paciencia.

Las lágrimas de Beatriz se secaron en el acto.—¿Sabe algo? —preguntó ella con avidez.El astuto mozo la engañó con esa ilusión, pero cuidando de no emplear

palabras que lo pudieran comprometer más tarde.—Sería una lástima que perdiera esa oportunidad, y mucho conoce al

conde para saber que al menor desliz la repudiaría. ¿Qué sería de ustedentonces…? Por eso, yo, que soy su amigo, se lo advierto y le aconsejo elcampamento de Bérgamo.

Beatriz se enjugó los ojos, haciendo desaparecer toda traza de lágrimas,y acercándose a Bellarión le cogió la mano, diciendo con tierno acento:

—Gracias, amigo mío… No tema nada de mí —y cambiando de tono,preguntó—: ¿Qué le ha dicho Facino? ¿Cuáles son sus intenciones?

—¡No…, no! —interrumpió el embustero—. No puedo hacer traición asu confianza —y cambiando el tema añadió—: Me dice que nada tema deusted, ya lo sé…, pero los príncipes son gente sin escrúpulos ni conside-raciones…, y no quiero verlo en peligro.

—¡Oh…!, pero Bérgamo…, un campamento en invierno…—No necesita ir tan lejos, ni dormir bajo una lona. El castillo de

Melegnano está a su disposición.—Estaré tan sola…—Llévese a los príncipes de Montferrato. Vamos, madonna… ¿Va a

jugar ahora con la suerte…? No comprometa un glorioso destino por lasgalanterías de un príncipe gordinflón.

Ella lo miró palpitante de ambición y, con tono de ruego, dijo:—Pero…, ¿qué sabe de las intenciones del conde…? Dígame…—¿No le he dicho ya bastante?La entrada de Filippo María evitó nuevos esfuerzos a la imaginación

del joven, que aguantó imperturbable el mal gesto que puso el príncipeal ver a la condesa y a él tan juntos, y al parecer en tan íntimo coloquio.

En Beatriz la ambición superaba a la vanidad, y por no malograrla seretiró al castillo de Melegnano, como aconsejó Bellarión. Este se quedómuy satisfecho de haber ganado la batalla, sin importarle haber obteni-do el triunfo por medio del engaño.

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Y

Capítulo V

Justicia

a hacía tiempo que había entrado el nuevo año y el invierno iba reti-rando su mano de hierro de las sombrías selvas que rodean a Pavía, antesde que Bellarión estuviera en condiciones de abandonar el imponentecastillo de Filippo María. Pero la pierna se le había curado bien; la rodillarecobró todo el juego y sólo le quedaba una levísima y temporal cojera.

Entonces pensó en reunirse con el ejército, desoyendo las objecionesdel príncipe, que sentía separarse del que tanto animaba la soledad enque lo había dejado la marcha de la condesa y de los príncipes de Mont-ferrato.

Pero estaba escrito que Filippo María no quedaría solo. Justo el díaantes de la proyectada partida de Bellarión, fue traído Facino con unnuevo ataque de gota, cuando iba a recoger el fruto de su paciente labor.

El enfermo había perdido mucho de peso; su rostro estaba grisáceo ysu cabello casi blanco, pero su ánimo seguía indomable y protestandocontra la forzada inercia de la carne.

Lo acostaron en cuanto llegó, porque lo atormentaba la gota, a la quededicaba los epítetos más insultantes que sabía.

—¿Pero dónde está Mombelli? —preguntó Bellarión, que estaba juntocon Filippo María a la cabecera de la regia cama de caoba ocupada por elenfermo, en la amplia habitación destinada a este.

—¡Cargue el diablo con su alma! —contestó el paciente—. Hace cosade un mes, ya entonces estaba bien, que me dejó, llamado por GianMaría que deseaba nombrarlo médico de cámara. Ya he mandado por él;mientras tanto, tráiganme a cualquier matasanos que me alivie un poco—la fuerza de los dolores lo hizo lanzar varios rugidos, y serenándosedespués, añadió—: Es una suerte el que ya estés restablecido, porque tenecesito en Bérgamo. He dejado el mando a Carmaguolo, pero con ordende que te lo entregue en cuanto llegues.

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Esta orden no estaba de acuerdo con la voluntad del brillante oficial, comolo demostró a la llegada de Bellarión, pero no se atrevió a desobedecerla.

El nuevo jefe examinó las disposiciones y, sin cambiar ninguna, llevóadelante el plan concebido por Facino. El cerco debía mantenerse comoestaba y dada la escasez que debía de reinar en la plaza, no se perderíanmuchas vidas al dar el asalto.

Una semana había transcurrido desde que Bellarión llegó al campa-mento, cuando entró en este un jinete que, por su cansancio y el muchobarro que lo cubría, demostraba venir de lejos.

Llevado por los guardias a la amplia tienda ocupada por el sucesor deFacino, el enlodado jinete resultó ser el menudo e impulsivo Pusterlade Venegono.

Bellarión se levantó del lecho, cubierto con rica piel de oso negro, cerróla copia de las Sátiras de Juvenal,1 principesco regalo de despedida deFilippo, y con un ademán despidió a los dos suizos.

—Malas nuevas traigo, señor conde —dijo Pusterla en cuanto estuvie-ron solos—. Pero déme de beber… Vengo sin descansar desde Pavía.

—¡Desde Pavía! —exclamó el joven alarmado, pero sin olvidar las nece-sidades de su huésped, lo condujo a una amplia mesa que ocupaba elcentro de la tienda, sobre la que había un jarro de vino y varios vasos deoro; llenó uno de ellos, que Venegono apuró con ansia, después de decir:

—¡A su salud!Bellarión le ofreció una silla, y sentándose él sobre la piel de oso, preguntó:—¿Qué ocurre en Pavía?—Nada…, todavía no ocurre nada. Yo fui allí para advertir a Facino de

lo que ocurre en Milán…, pero el hombre está enfermo… No puede hacernada y por eso he venido aquí —y deteniéndose un momento para respi-rar, añadió—: Della Torre ha vuelto a Milán, llamado por el duque.

Bellarión, que esperaba algo más, preguntó:—Y, ¿eso es todo?—¿No le parece bastante…? ¿No sabe que ese condenado güelfo, a

quien debimos retorcer el pescuezo en lugar de desterrarlo, es el mortalenemigo de Facino, y, por consiguiente, de los gibelinos? ¿Olvida queGian María es una criatura venenosa…? En el caso de que le pasara algoa Facino…

—¿Qué puede pasarle a Facino? —interrumpió con violencia Bellarión—.¿Qué quiere decir…? ¡Hable…!

Venegono lo miró entre enfadado y entristecido:—¿Dónde está Mombelli? —preguntó a su vez— ¿Por qué no está al

cuidado de Facino que tanto lo necesita?1Juvenal: Poeta satírico (C. 67-C. 127). Escribió 16 Sátiras que lo hicieron famoso. No-tables por su estilo brillante y epigramático, sus sátiras atacan con dureza las extrava-gancias y los vicios de la Roma imperial.

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—¿Cómo…? ¿No ha llegado aún?—Mas, ¿por qué se ha marchado…? El duque lo llamó para hacerlo

médico de cámara… Un pretexto para privar a Facino de sus servicios…¿Sabe que no se le ha visto desde que llegó a Milán…, y que corre elrumor de que ha sido asesinado por el duque?

Después de pensar un instante, dijo Bellarión:—Si Gian María quisiera atacar a Facino, buscaría medios más efica-

ces… Pero aún no me ha dicho lo que quiere de mí.—Que tomando un fuerte destacamento de tropa se presente en Milán

para dominar al duque, ahorcar a Della Torre…—Nada puedo hacer sin órdenes de mi padre y señor, que me ha envia-

do aquí para tomar Bérgamo.—Entonces será demasiado tarde.Todos los apremiantes ruegos del fogoso gibelino fueron inútiles para

sacar a Bellarión del estricto cumplimiento de su deber. Por fin se mar-chó Venegono desesperado, y repitiendo que el padre y el hijo estabanatacados por la ceguera que Dios envía a los que quiere perder.

Bellarión sólo vio en los lamentos de Venegono el deseo de emplearloen una venganza personal, y tres días más tarde recibió una carta que leconfirmó esa idea.

Estaba firmada por Facino, pero escrita con la inclinada letra de Bea-triz, que había acudido desde Melegnano para cuidar a su esposo. Seinformaba a Bellarión de que había llegado Mombelli y de que Facinocontaba con restablecerse pronto. Ya había experimentado una visiblemejoría.

—Esto, para que diga Venegono que había sido asesinado —se dijoBellarión, riéndose de los rumores propalados por el exaltado gibelino.

Pero varió de opinión al recibir dos días después unas líneas escritas yfirmadas por la condesa:

«Facino desea verlo sin tardanza —escribía Beatriz—. Mombelli desconfía desalvar su vida. Acuda pronto, o llegará tarde».

Esta llamada le produjo hondísima emoción. Los que lo calificaban decalculador sin alma, hubieran cambiado de opinión al ver las sinceraslágrimas que brotaban de sus ojos a la sola idea de perder al hombre quetanto quería y respetaba.

En el acto mandó que se presentara Carmaguolo, a quien encargó delmando, pidiéndole que dispusiera un buen caballo para él y veinte lan-zas de escolta. Estas lo siguieron a distancia, pues él galopó como siestuviera poseído por el Diablo. En tres horas cubrió las cuarenta millasque separaban Bérgamo de Pavía, y dejando el caballo medio muerto enel patio del castillo, sin detenerse a saludar al príncipe, corrió a la cáma-ra del enfermo.

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Bajo las colgaduras de damasco del monumental lecho de caoba, en-contró a su padre adoptivo inmóvil; las únicas señales de vida eran elestertor que alzaba su pecho y el fuego de los ojos que brillaban bajo laspobladas cejas.

Bellarión dobló la rodilla junto al lecho, y entre sus dos manos, tancalientes y fuertes, cogió la helada diestra que pesaba sobre la colcha.

La canosa cabeza rodó sobre la almohada; la sombra de una sonrisaanimó fugazmente la rugosa faz, y los fríos dedos estrecharon las manosde Bellarión.

—Bien, hijo mío, no has perdido tiempo —dijo el moribundo con vozdébil—, y no hay tiempo que perder… Esto va de prisa… Mombelli diceque la gota me sube al corazón.

El joven levantó la cabeza; al otro lado del lecho estaba Beatriz, páliday turbada; el médico se apoyaba en los pies de la cama, y en el fondohabía un criado.

—¿Es eso cierto? —preguntó en voz baja Bellarión a Mombelli.—Dios sobre todo —formuló el facultativo de modo casi ininteligible.—Diles que salgan —dijo Facino—. El tiempo es corto… y yo quiero

hablar… contigo… y comunicarte mis últimas disposiciones.Estas fueron muy breves; se redujeron a encargar a Bellarión que pro-

tegiera a la condesa y guardara fidelidad a la casa reinante en Milán.—Al morir Gian Galeazzo —murmuró Facino— me encargué de sus

hijos… y ya puedo ir a su encuentro… con la conciencia limpia. Acuér-date siempre de que Gian María es el duque de Milán, y sírvele con lalealtad que tú quisieras encontrar en tus capitanes.

Habiendo manifestado el enfermo deseos de dormir, Bellarión salió ala inmediata galería, donde encontró al médico.

—Vuelva al lado de mi padre —le dijo Bellarión—, yo me quedo aquí, yllámeme si teme algo.

Media hora más tarde volvió Mombelli, diciendo:—Se ha dormido, y la condesa está con él.—¿No será el fin…?…—Aún no… Tal vez dure un par de días.Bellarión clavó los ojos en el médico, mirándolo atentamente por pri-

mera vez después de su llegada.Mombelli era hombre de unos treinta y cinco años. Había sido de recia

figura, un poco inclinado a la corpulencia, de tez rubicunda, grandes yblancos dientes y brillantes ojos oscuros. Ahora Bellarión contemplabaun cuerpo flaco que se perdía entre los pliegues de su negra hopalanda.La tez estaba marchita, los ojos apagados, pero lo más extraño de todoera que hasta las líneas del rostro habían cambiado; la boca estaba hun-dida y la nariz y la barbilla casi se tocaban, como las de un viejo decré-pito, que silba con dificultad las palabras entre sus desdentadas encías.

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—¡Por el Santo Sacramento…!, ¿qué le ha pasado? —preguntó Bellarión.Mombelli se estremeció ante la perspicaz mirada que parecía querer

investigar su alma, y tartamudeó:—Yo… he… he… estado… enfermo…, muy enfermo…—Pero, ¿y los dientes?—Los perdí…, ya lo ve…, consecuencias de la enfermedad.Una horrible sospecha nació en la mente del joven, aumentada por los

rumores a que aludió Venegono. Asió al médico por un brazo y, a pesarde su manifiesta resistencia, lo llevó ante uno de los ventanales de lagalería.

—¿Qué nombre tiene su enfermedad? —preguntó.Mombelli, que no estaba preparado para la pregunta, contestó titu-

beando:—Mi enfermedad… era… algo así… de carácter…Sin darle tiempo a terminar, preguntó de nuevo Bellarión:—¿Y el pulgar…? ¿Qué tiene en ese dedo?Los ojos del médico expresaron terror. Chocaron sus desdentadas en-

cías, y apenas si pudo contestar.—No es nada… un rasguño… sin importancia.—Quítese la venda… ¿Oyó…?, y que sea pronto.Mombelli, temblando, obedeció, y el dedo quedó descubierto.Bellarión se puso pálido y sus ojos lanzaron una terrible mirada.—¡Lo han torturado! —exclamó—. Gian María lo ha hecho sufrir su

Cuaresma.La Cuaresma inventada por el duque era un tormento que duraba cua-

renta días. Cada día se arrancaban dientes a la víctima, seguían lasuñas, después los ojos y, por último, la lengua. No pudiendo ya el ator-mentado declarar, se le concedía por fin la merced de la muerte.

Los lívidos labios de Mombelli se movieron frenéticamente sin que deellos saliera ningún sonido, y ante aquella irresistible mirada, que pare-cía arrancarle las palabras, retrocedió hasta tropezar con la pared.

—¿Por qué lo ha torturado…? ¿Qué exigía de usted?—Yo no he dicho que me haya torturado… No es cierto.—No lo ha dicho…, pero yo lo veo… ¿Por qué ha sido? —y poniendo su

fuerte mano sobre el hombro del médico, lo sacudió diciendo—: ¡Responda!—¡Oh, Dios mío! —gimió el infeliz que parecía próximo a desmayarse.Pero en el rostro de Bellarión no había piedad, y llevando casi a rastras

al desgraciado, lo obligó a bajar la escalera que conducía al patio, y alprimer grupo de soldados que encontró, les hizo entrega del harapo hu-mano, y dijo:

—Llévenlo a la cámara de tormento.Mombelli, al cabo de sus fuerzas, lanzaba inarticulados gemidos que a

pesar de ser desgarradores no conmovieron al joven. Hizo este una seña,

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y los soldados llevaron en volandas a Mombelli a un cuarto de piedrabajo la torre del Este. En el centro se alzaba el fatídico artefacto conoci-do por el nombre de potro.

Bellarión dio la orden de desnudarlo y acostarlo sobre la cruel máquina.A los soldados no les gustaba ejercer de verdugos, mas, atemorizados porel terrible aspecto del joven condottiere, obedecieron sin replicar. Ya te-nían al médico medio desnudo, cuando este se les escapó de las manos yfue a arrojarse a los pies de Bellarión, exclamando:

—¡En nombre del dulcísimo Jesús!, señor, tenga piedad de mí… Nopuedo más… Ahórqueme si quiere…, pero basta de torturas.

Bellarión lo miró con el alma llena de compasión; pero sin que su ros-tro ni su voz lo demostraran, contestó:

—Confiese la verdad, y se le ahorcará sin nuevos sufrimientos. ¿Porqué lo ha atormentado el duque, y por qué ha suspendido la tortura…?¿A qué se ha comprometido?

—Ya veo que ha adivinado, señor, y por eso me trata así… Pero biensabe Dios que no es justo… Que no soy más que un pobre hombre deciencia, cogido en el férreo engranaje de los intereses ajenos… MientrasDios me ha dado fuerzas, he resistido…, pero no pude más. Yo hubierasoportado sin vacilar la muerte…, pero llegué al extremo de mi resisten-cia… ¡Ay, señor…! Si yo hubiera sido un miserable, no me habrían tortu-rado. Me ofrecieron mucho más de lo necesario para deslumbrar a unhombre de mi esfera. Cuando rehusé, me amenazaron con la muerte sino prestaba ayuda a sus infames deseos. Desafié las amenazas. Enton-ces me sometieron a esa prolongada agonía que el duque impíamentellama su Cuaresma. Me arrancaron los dientes con despiadada violen-cia, dos cada día, hasta que no quedó ninguno. Quebrantado y casi muertode hambre como estaba, por quince días de continuos padecimientos,empezaron con las uñas, pero al arrancarme la del pulgar izquierdo… nopude más… y transigí con la infamia que me proponían.

Bellarión hizo una seña a los soldados, que levantaron y sostuvieron alinfeliz.

—Es decir, que accedió a envenenar a mi padre y señor, bajo el pretextode asistirlo… ¿Quién le exigió ese crimen?

—El duque y Antonio Della Torre.Bellarión recordó las advertencias de Venegono.—Sus sufrimientos —dijo— merecen compasión, y no le faltará con tal

de que repare el daño causado.—¡Ay, señor! —gimió Mombelli, retorciéndose las manos con desespera-

ción—. No hay antídoto para ese veneno. Obra lentamente, pero es infali-ble… Ahórqueme, señor, y concluyamos de una vez…, ya debía haberlohecho yo si fuera menos cobarde… El duque me aseguró que mi muerte nosalvaría al señor conde, pues le sobraban medios para despacharlo.

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Bellarión vacilaba entre el asco y la compasión, mas, ni por un mo-mento pensó en ahorcar a la desdichada víctima del infernal Gian María.Con voz mesurada, dijo:

—Pónganle sus ropas y ténganlo encerrado hasta nueva orden —y sa-lió de la cámara subterránea, tomando lentamente el camino del pisoprincipal.

Al llegar al patio su resolución estaba tomada. Aunque arriesgara lacabeza, el duque pagaría su crimen, y por primera y única vez en su aza-rosa carrera, tomó una decisión que no se relacionaba con los fines aque había consagrado su vida.

Para ponerla por obra, sin comer, ni descansar, el mismo día por latarde lo encontramos de nuevo a caballo camino de Milán.

Pensaba Bellarión que sería el primero en llevar las nuevas del deses-perado estado de Facino, pero los rumores llegaron un día antes que él,y no decían que estuviera moribundo, sino que estaba muerto.

En todos los casos que describe la historia de la justicia que alcanza alos que ofenden a Dios, no hay ninguno tan convincente como el de GianMaría Visconti.

Ya este, el día anterior, había recibido noticias no sólo de Mombelli,sino también de su espía colocado entre la servidumbre de su hermano,dando cuenta de que el veneno obraba y los días de Facino estabancontados. La seguridad de verse libre del que durante tantos años lohabía tenido sujeto, como san Miguel al Diablo, causó tan insensataalegría al desnaturalizado muchacho que, incapaz de reprimirla, hablóaquel mismo día de la próxima muerte de Facino. La noticia pasó de lacorte al pueblo, y el sábado por la mañana lo sabía todo Milán, llevandola consternación a la ciudad entera. Facino, ausente y desposeído depoder, aún seguía siendo la esperanza de los milaneses, que esperabancon ansia su vuelta, sabiendo que tenían en él su más firme apoyo con-tra las brutalidades y criminales locuras del duque. Pero Facino muertoequivalía a sufrir la desatada bestialidad del sádico inconsciente quetenían por soberano…, era el fin del mundo. La desesperación se asen-taba en todos los corazones. Si alguien se lo hubiera contado al duque,tal vez habría reído, pues le faltaba la inteligencia para comprender quelos hombres desesperados son los que traen las catástrofes.

Y en el acto, mientras las masas aletargadas de estupor permanecíanen sombría inercia, unos cuantos, haciéndose cargo de la situación, de-cidieron obrar sin demora.

Estos eran miembros de las primeras familias gibelinas. Entre ellos secontaba a Mantegazza, el capitán de guardias que aún llevaba en el rostrola señal del guantelete del duque; y el más fogoso entre todos ellos era elimpetuoso Pusterla de Venegono, cuya familia tanto había sufrido porlas injusticias ducales.

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Nadie sospechaba que el mismo duque fuera responsable de la muertede Facino. Era sencillamente que el deceso de Facino creaba una situa-ción que sólo podía solucionarse con la supresión de Gian María, y estehabía creado la situación con sus inicuos manejos.

Resumiendo en pocas líneas una página de la historia, diremos que enla mañana del lunes, al salir el duque para ir a la iglesia de San Gotardo,bizarramente ataviado con sus alegres colores rojo y blanco, halló suantecámara invadida por un grupo de caballeros de los que no solíanfrecuentar su corte. Mantegazza, a quien estaba encomendada la guar-dia de la puerta, era el responsable de su presencia en tal sitio.

Antes de que el duque pudiera darse cuenta de la desacostumbradaconcurrencia, tres de sus miembros saltaron sobre él.

—¡Toma, en nombre de los Pusterla! —exclamó el feroz Venegono, cla-vando su daga al duque en un ojo, y aún antes de caer, Antonio Bagio lehundió su acero en el muslo derecho, y con eso, la pierna cubierta conmedia blanca, pronto estuvo tan roja como su compañera.

Consecuencia de lo ocurrido fue que Bellarión encontrara cerrada laPuerta Ticinesa y sólo obtuviera entrada después de probar que era ellugarteniente de Facino; entonces lo enteraron de lo ocurrido.

La ironía del acontecimiento le arrancó una amarga sonrisa.—¡Pobre loco! —fue su comentario—. No sospechó que al torturar a

Mombelli estaba firmando su sentencia de muerte.Bellarión siguió por calles cuajadas de una multitud armada y excitadí-

sima. Ante la puerta rota de una casa medio derruida colgaban algunossangrientos despojos de lo que había sido un hombre. Era todo lo quequedaba del gigantesco Squarcia, del infame jefe de jauría que la tardeanterior había sido despedazado por el populacho, y cuyos restos colga-ban ante su destrozada vivienda.

Antes de entrar en Palacio, Bellarión pasó por la iglesia de San Gotardo;en el centro de su nave principal yacía el cadáver del duque, bajo el mon-tón de rosas que dejó caer sobre él una ramera. De allí entró en el Brolettopor la puerta de las caballerizas, y dándose a conocer, obtuvo un buencaballo con el que, por segunda vez en las mismas veinticuatro horas,galopó las veinte millas que separan Milán de Pavía.

Ya era más de medianoche, cuando, tan cansado que le costaba tra-bajo tenerse en pie, entró en el dormitorio de Filippo María precedidopor un criado que encendió la luz.

El príncipe se sentó en la cama mirando con sorpresa aquellaarrogantísima figura, casi totalmente cubierta de lodo.

—¡Ah! ¿Es usted, caballero Bellarión? Ya habrá oído que Facino hamuerto… ¡Dios haya acogido su alma!

La respuesta fue dada con voz ronca y dura.

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—Y ya está vengado también, señor duque.Un estremecimiento agitó el redondo rostro desde la colgante papada

hasta el gorro de terciopelo negro. Con emoción que hacía temblar el fal-sete de su voz, preguntó:

—¿Qué dice…? ¿Señor… duque…, a mí?—Su hermano ha muerto, señor, y es usted duque de Milán.—Duque de Milán… yo… —y la grotesca faz reveló a un tiempo sorpresa,

confusión y temor—. Y Gian María…, ¿ha dicho usted que ha muerto?Bellarión contestó sin ambages.—Unos cuantos caballeros de Milán lo han enviado al infierno.—¡Jesús María! —exclamó el príncipe dejándose caer temblando en la

almohada; mas, volviendo a incorporarse, añadió en tono de reproche—:Y usted ¿cómo se atreve…?

Bellarión dejó oír una risa extraña… Se le habían anticipado… Quizásvalía más así y no era necesario revelar sus intenciones.

—Ha sido asesinado cuando se disponía a ir a misa, a la hora aproxi-madamente en que yo llegué aquí de Bérgamo.

—Por un momento pensé… —murmuró el obeso príncipe—. Y Giacomoha muerto… Dios lo haya perdonado… Cuénteme cuanto sepa.

Así lo hizo Bellarión, y después fue a descansar al aposento que lehabían preparado.

—¡Qué mundo este! —se dijo a sí mismo por el camino—. Razón teníael buen abad: Pax mult in cella, foris autem plurima bella.

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F

Capítulo VI

La herencia

acino Cane, conde de Biandrate, señor de Nevara, Dartona, Varese,Rosate y Valsassina, así como de toda la comarca del Lago Maggiore

hasta Vogagna, fue enterrado con gran pompa en la iglesia de San Pietroen Ciel d’Oro.

En la fúnebre comitiva figuraron sus capitanes, que acudieron desdeBérgamo, para rendir el último tributo de respeto a su difunto jefe. Lapresidencia del duelo correspondió al hijo adoptivo del muerto, BellariónCane, conde de Gavi, a quien acompañaban Carmaguolo, Georgio Valper-ga, Nicolino Maraslia, Werner von Stoffel y el borgoñón Vaugeois.

Koenigshofen y Trotta se quedaron en el campamento, al cuidado delejército.

Terminado el entierro, los capitanes se reunieron en la Sala de los Espe-jos para la lectura del testamento, llevada a cabo por el secretario deFacino, en presencia del notario ante quien, tres días antes, fue otorgado.

También acudió la viuda, vestida de riguroso luto y con el rostro cu-bierto por espeso velo. El rico dominio de Valsassina lo legaba Facino asu hijo adoptivo Bellarión Cane, «como prueba de cariño y recompensa a sulealtad y valiosos servicios», y aparte de algunas mandas1 en dinero parasus capitanes, la totalidad de sus extensos bienes territoriales (adquiri-dos en su mayoría después de ser desposeído en favor de Malatesta),junto con la enorme fortuna en dinero, recaía en la viuda. Expresaba sudeseo de que Bellarión le sucediese en el mando de las tropas, y recor-daba a los demás oficiales que la unión hace la fuerza; deseaba quepermanecieran unidos bajo el mando de Bellarión, y recomendaba aeste que amparara los derechos de su viuda, cuidando de establecerlosfirmemente en los territorios que le legaba.1Manda: Legado de un testamento de última voluntad.

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Concluida la lectura, se levantaron los capitanes, y Carmaguolo, siem-pre efectista, desnudó la espada y, con ademán teatral, la dejó sobre lamesa junto a la enlutada dama, diciendo:

—Madonna, resigno1 el mando que me concedió mi difunto jefe, hastaque se sirva devolvérmelo usted.

El ceremonioso gesto fue imitado por los demás.Bellarión, a quien parecía innecesario el acto, fue el último que puso

su acero sobre el roble de la mesa.Se levantó la condesa y echándose el velo atrás, dio las gracias con voz

muy conmovida y fue devolviendo las espadas a sus dueños, pero dejósobre el tablero la de Bellarión, quien, un poco sorprendido, se quedó cuan-do salieron los otros.

La condesa volvió muy despacio a ocupar su sitial. Estaba intensa-mente pálida por el contraste con el negro, pero en su rostro no habíatrazas de dolor.

Sus felinos ojos se clavaban en el joven con las finas cejas un tantofruncidas, y en tono grave preguntó:

—Fue usted el último en rendirme homenaje, Bellarión. ¿Le pesaba,acaso?

—Esos ademanes sientan bien a Carmaguolo, pero la sinceridad no losnecesita. Harto sabe, madonna, que mis servicios y mi vida están a susórdenes, sin reservas.

Siguió una pausa. Beatriz, sin apartar los ojos de Bellarión, le dijo:—Recoja su espada.Dio él un paso, mas se detuvo, diciendo:—A los otros se la dio usted misma.—Los otros no son usted… Le corresponden las atribuciones de Facino…

¿Hasta qué punto hará uso de su autoridad?—Hasta el punto que habría deseado mi padre y señor… Ya ha oído el

testamento.—Pero no como usted lo interpreta.—¿No he dicho ya que mi vida está a sus órdenes, como lo estaba a las

del ilustre caudillo, a quien debo cuanto soy y tengo?—Su vida y sus servicios —repitió ella, con lentitud—, mucho es eso…

¿Y no desea algo en pago?—Lo que yo ofrezco es en pago de favores ya recibidos… Yo soy quien

tiene que pagar.Siguió otra pausa, durante la cual suspiró Beatriz, y al cabo de unos

momentos, dijo:—No me ayuda nada.—¿En qué puedo ayudarla?

1Resigno: Dicho de una autoridad: Entregar el mando a otro en determinadas circuns-tancias; someterse, entregarse a la voluntad de alguien.

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Ella se levantó y se acercó con timidez hasta poner su blanca manosobre el negro terciopelo que cubría el brazo de Bellarión. Alzando haciaeste su bello rostro, sobre el cual había pasado el tiempo sin dejar hue-llas, dijo con cierta melancolía:

—Pensará que apenas enterrado mi esposo…, no es el momento paralo que voy a decir. Y no obstante, por el mismo hecho de su muerte, ypor los términos de su testamento… es la hora de hablar… para saber aqué atenernos.

Erguida la elevada estatura, y fríamente severo, Bellarión contestó:—Estoy a sus órdenes, madonna.—¡Mis órdenes…! ¡Dios mío…!, ¿qué puedo mandarle? —clavó ella con

atrevimiento los ojos en los del joven, y poniendo la otra mano sobre el otrobrazo, dijo con la cabeza echada hacia atrás y ruborizadas las mejillas:

—Mi esposo me ha dejado grandes riquezas…, podrían servirle de pla-taforma para alcanzar altos destinos.

Una leve sonrisa entreabrió los labios de él, mientras Beatriz esperabapalpitante su respuesta, estrechándolo con las turgentes redondeces desu seno.

—Me ofrece…—¿Puede dudar de lo que le ofrezco…? Este es el momento de las

decisiones, Bellarión, para usted y para mí. Se estrechó aún más y surostro había recobrado la marfilina palidez al añadir—: La unión hace lafuerza, nos ha recordado Facino en su última hora, y, ¿en qué uniónpuede haber más fuerza que en la nuestra? Juntos los dos, tenemosdetrás el ejército de Facino, el más fuerte de Italia; con eso y mis recur-sos, no hay nada que no esté al alcance de su ambición. Puede usted serduque de Milán, si quiere, y aún realizar el sueño del gran Galeazzo, dellegar a coronarse rey de Italia.

Se acentuó la sonrisa de Bellarión, pero los ojos permanecieron tris-tes, y con voz suave dijo:

—Ni usted ni el mundo han sospechado jamás que yo no soy ambicio-so. Ha sido usted testigo de que, en cuatro años, desde el arroyo hellegado a ser caballero, después conde, y a tener honores y dinero, y sefigura que yo he luchado por obtener estos dones de la fortuna. Se equi-voca, madonna. He trabajado para otros fines, que nada tienen que vercon mi ascenso personal. Todo eso no son más que vanidades, vacíaspompas de jabón, en las que se deslumbran los mortales, pero que a mí,ni me engañan ni las deseo.

—¡Dios mío! —exclamó ella retrocediendo un paso, y mirándolo casicon espanto—. Habla como un fraile.

—Nada tiene de particular, puesto que me he criado entre ellos. Me impu-se una tarea, que es la que me retiene entre las pasiones mundanas. Cuan-do la termine, lo más probable es que vuelva a la celda, donde reina la paz.

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—¡Usted! —exclamó Beatriz, dejando caer ambas manos—. Teniendoel mundo a sus pies… renunciar a todo…, encerrarse en la fría y solita-ria vida claustral. ¡Bellarión, está loco!

—O muy cuerdo…, ¿quién puede juzgar?—Pero, ¿el amor…? ¿Acaso no existe y no basta para dar realidad a

todos los sueños de este mundo?—Es innegable que existe —asintió él— y que debe ser grande su po-

der, según veo, puesto que vuelve a los mortales locos y los convierte enfieras. Por amor asesinan y traicionan.

—¡Hereje!La palabra lo sobresaltó. En otra ocasión fue acusado de herejía por

una creencia que él tuvo por cierta, y cuya falsedad se encargó de des-cubrirle el mundo.

—No es la primera vez, señora, que hablamos de amor, y si su bellezahubiera llegado a deslumbrarme, ¡qué infame y traidor habría sido yo alos ojos del que tuve por padre!

—Mientras Facino vivía, no digo —Beatriz se alejó unos pasos y, apo-yándose en la mesa, añadió—, pero ahora…

—Ahora, como siempre, obedeceré sus órdenes como si viviera.—Mas, ¿qué hay en sus órdenes que se oponga a lo que yo le ofrez-

co…? ¿No me encomienda a usted en su testamento…? ¿No puede con-siderarme como una parte de su herencia?

—El servirla y protegerla, madonna, y no encontrará servidor más lealque yo.

Beatriz volvió la espalda con ademán de impaciencia, quedándose pen-sativa.

Un pulido secretario vino a interrumpir el diálogo. El príncipe espera-ba al caballero Bellarión en la biblioteca. Acababa de llegar un correo deMilán con graves noticias.

—Diga a Su Alteza que lo sigo.El secretario se retiró.—¿Me da licencia, madonna?—Salga cuando guste —dijo ella apoyándose en la mesa y sin volver la

cabeza.—¿Y la espada, madonna…? ¿No quiere dármela con su propia mano,

para que la esgrima en servicio suyo?Se volvió ella con gesto desdeñoso.—Creí que no le gustaban estas ceremonias —y sin aguardar su res-

puesta, concluyó—: Tómela usted mismo, ya que es tan dueño de sudestino —y salió arrastrando los crespones de la viudez sobre el alegremosaico del pavimento.

Él se quedó donde estaba, hasta que la puerta se cerró tras la condesa;entonces lanzó un hondo suspiro, recogió la espada y la metió en la vaina.

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Su pensamiento albergaba las imágenes de Facino, frío y rígido en latumba; la de su indigna esposa, que tan escasa fidelidad le guardaba, yla del joven y obeso príncipe que lo estaba esperando. En el espejo de sumemoria vio reflejada una escena que databa de algunos meses. Volvió aver la lúbrica mirada de aquellos opacos ojos, fijos en las incitantes cur-vas de la esposa de Facino.

Una súbita inspiración le señaló el mejor medio de satisfacer sus ilimi-tadas y ambiciosas miras. Ella le había insinuado que la hiciera duquesade Milán, y cumpliría su deseo.

Con este pensamiento medio irónico entró en la biblioteca, donde loesperaba el conde de Pavía.

Filippo estaba aún más pálido que de costumbre.Sobre la mesa, junto a la que se hallaba sentado, había varios perga-

minos, recado de escribir, y un cuerno de unicornio de cerca de unavara de largo, que era uno de los más preciados tesoros de la biblioteca.

El príncipe, después de unas cuantas preguntas respecto al entierro,según exigía la urbanidad, y de excusar su ausencia por motivos desalud, cogió uno de los pergaminos, diciendo con voz trémula:

—Malas noticias… Estorre Visconti ha sido proclamado duque de Milán—sus ojillos negros se fijaron en la tranquila y arrogante figura deBellarión y preguntó—: ¿Lo sabía?

—No, señor.—Como no se sorprende…—Es un paso muy atrevido, que costará la cabeza a su primo; pero era

de esperar, según el curso que habían tomado las cosas.—El obispo de Piacenza ha predicado un sermón al pueblo, alabando

el asesinato de mi hermano y prometiendo en nombre de Estorre unaedad de oro para Milán.

»Y a renglón seguido entregaron a ese bastardo las llaves de la ciudad,el estandarte y el cetro ducal —y dejando caer el pergamino, se recostóen el sitial—. Esto requiere una acción rápida.

—Tenemos bastantes medios para traer a la razón a ese usurpador.—¿Sí? —con expresión de alegría infantil, el fofo rostro volvió a mirar

al bizarro condottiere y dijo—: Sírvame bien, Bellarión, y ya verá hastadónde llega mi gratitud.

El joven hizo un ademán para alejar la idea de recompensa, y, viniendoal terreno de los hechos, dijo:

—Podemos retirar ocho mil hombres de Bérgamo. La plaza está a pun-to de rendirse, y con cuatro mil basta para dar el golpe de gracia aMalatesta. Con ocho mil hombres podemos barrer a Estorre de Miláncuando quiera.

—Pues dé las órdenes cuanto antes. Según he oído, tiene usted elmando supremo de las tropas y su autoridad ha sido aceptada por suscompañeros.

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Aquí empezó a trabajar el gran embaucador.—No tanto, Alteza… Los capitanes de Facino han jurado fidelidad a su

viuda y no a mí.—¡Ah…!, ¿sí? —dijo el príncipe algo decepcionado—. Entonces, ¿qué

lugar ocupa usted?—Yo estoy siempre al lado de Su Alteza.—Sí, bueno; pero me refiero al ejército.—Pues yo estoy a la cabeza del ejército en todas las empresas que

apruebe la condesa.—La condesa —el príncipe movió su voluminosa persona con inquie-

tud—. Pero, ¿y si…?, ¿y si la condesa no…? —y terminó la frase con unademán de impotencia.

—No es probable que la condesa se oponga a los deseos de Su Alteza.—¿Que no es probable…? ¡Cielos…!, pero puede ser posible —y levan-

tándose nervioso y agitado, añadió—. Yo tengo que saber… tengo que…Voy a enviar por ella —y quiso coger la campanilla que había encima dela mesa, pero Bellarión lo impidió diciendo:

—Un momento, señor príncipe. Antes de llamar a la condesa… ¿nosería mejor que meditara lo que le dirá?

—¿Qué he de decir? Sólo quiero conocer sus disposiciones hacia mí.—¿Y puede dudar de ellas, señor? —y Bellarión sonrió casi maliciosa-

mente—. Las disposiciones de la condesa hacia Su Alteza, a mi enten-der…, no pueden ser mejores, tanto que… hablando con franqueza, mecreí obligado a recordarle sus deberes hacia su esposo.

—¡Ah! —se frunció el ceño en la cara de luna llena. Recordó el príncipela súbita frialdad de la condesa y su precipitada marcha a Melegnano—.¡Por san Ambrosio…! A mucho se atrevió usted.

—Suelo ser muy atrevido, señor.—Sí…, sí —los opacos ojos se bajaron ante el brillo de la firme mira-

da—. Pero entonces… si ella está favorablemente dispuesta…—Sé que lo estaba… y puede que vuelva a estarlo…, aunque ahora tal

vez sea más difícil que antes.—¿Por qué?—Como viuda de Facino, por la riqueza y el poder está a la altura de

muchos príncipes de Italia. Sus dominios son muy considerables…—Arrancados por Facino a la herencia de mi padre —exclamó el prín-

cipe con una indignación que hacía temblar las masas de grasa de sucuerpo, como si fueran gelatina.

—Puede reintegrarlos a la corona de Milán por medios pacíficos.—¿Qué medios son esos…? ¿Quiere explicarse de una vez?Aún no había llegado el momento de las explicaciones claras.—No sólo posee la condesa vastísimos territorios, sino una fortuna en

dinero que asciende a más de cuatrocientos mil ducados. Su Alteza

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necesita mucho dinero para pagar el ejército que tenemos en Bérgamo…y no creo que pueda obtener fondos del Tesoro…, habría que imponernuevos tributos… y esto no hace popular a un flamante soberano. Esdecir, que la condesa le trae, además de territorios y dinero, los soldadosque necesita Su Alteza —y acentuando la sonrisa, añadió Bellarión—:Creo que no podrá encontrar Su Alteza novia con tan rica dote.

—¿Novia? —y el joven sorprendido, casi aterrado, repitió—. ¿Novia?—Supongo que no se contentará con menos, señor, y que apreciará las

ventajas de tener una mujer hermosa y un riquísimo patrimonio queunir al suyo.

El príncipe lo había escuchado con ojos y boca abiertos. Cerró por finlos labios, y lamiéndoselos con gesto pensativo, observó:

—Me aconseja que me case con la viuda de Facino, pero es que medobla la edad.

—Yo no aconsejo nada, Alteza —contestó Bellarión riendo—. Nada ten-go que aconsejar… ni siquiera conozco la opinión de la interesada. Perosi ella tiene ganas de ser duquesa de Milán, debe facilitarle los mediospara que usted sea duque de Milán.

Filippo María se incorporó de súbito; su frente estaba perlada de sudor,que enjugó sin cuidarse de descomponer el flequillo que tan mal le senta-ba. Tras una breve vacilación, durante la cual sus ojos tomaron inusitadabrillantez, llevó de nuevo la mano a la campanilla, sin que por esta vez selo impidiera Bellarión, que en el ademán del conde vio que rendía la forta-leza a la avaricia y la lujuria que él había logrado despertar.

Se despidió, con el triste convencimiento de que la ambición y la vani-dad harían ceder a la viuda.

Su tarea estaba cumplida: Beatriz realizaría el sueño que desde tantotiempo atrás acariciaba, y en el mismo hallaría su castigo.

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C

Capítulo VII

El príncipe Valsassina

omo ya había sucedido en casos anteriores, se cumplió lo que Bella-rión había planeado, y el príncipe Filippo María, a los veintidós años deedad, llevó al altar a la condesa viuda de Biandrate, que iba a cumplirtreinta y nueve.

En la flor de su juventud, se casó por ambición con un hombre que lellevaba veinte años, y por la misma razón, estando cerca de los cuaren-ta, aceptaba un marido que podía ser su hijo. La vanidad de su belleza leimpidió ver que esa diferencia de años engendraría en el pecho de sujoven marido los rencores que a ella le inspiró Facino, y que acabaría porsucumbir al odio del príncipe tímido, irresoluto, pero cruel, a quien ellahabía entregado su persona y bienes. Pero esto no forma parte de la his-toria que nos hemos propuesto narrar.

Estorre Visconti no pudo sostener sus usurpados dominios contra ellegítimo sucesor de Gian María. Bellarión envío al príncipe con Carmaguoloy siete mil hombres a poner cerco a Milán, mientras que él, con el resto dela fuerza, tomaba la plaza de Bérgamo, a cuyos defensores otorgó loshonores de guerra. Pacificado aquel territorio corrió a Milán, donde nadase había adelantado durante su ausencia. Decidido a concluir, entró conescaso séquito en el castillo de Porta Giovia, que se sostenía contra elusurpador, y desde sus murallas hizo que los clarines atrajeran al pue-blo, para proclamar como duque al príncipe Filippo María Visconti, aña-diendo que no habría saqueo ni represalias si la ciudad se entregaba asu legítimo señor. Incidentalmente dijo que en el campamento espera-ba, para entrar en la plaza, una larga serie de carros cargados de vitua-llas, para poner término a la escasez que ya empezaba a dejarse sentir.

El resultado fue que el pueblo aclamó con entusiasmo al nuevo duque,y que Estorre, con un grupo de secuaces, tuvo que huir a todo correr delcaballo, saliendo por la Puerta Comosina, a tiempo que se recibía alnuevo duque por el lado opuesto.

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Filippo María entró a la cabeza de lucido acompañamiento, y los nu-merosos gritos de «¡Viva el duque!», disiparon su natural timidez, hastallegar al castillo de Porta Giovia, donde fijó su residencia. Filippo Maríano gustaba de palacios ni de la alegre ociosidad de una corte. Su estu-dioso y pusilánime carácter necesitaba en torno suyo la seguridad deuna fortaleza.

El nuevo duque fue generoso con cuantos lo ayudaron, pero con nadietanto como con Bellarión, a quien atribuía toda la gloria de la jornada.Los extensos dominios de Valsassina fueron erigidos en principado in-dependiente, cediéndolos a Bellarión para él y sus sucesores.

El príncipe de Valsassina obtuvo además el cargo de jefe supremo delejército y consejero del duque en materias militares, y gracias a su peri-cia y diligencia, en aquel verano y el otoño siguiente, quedó el territoriolimpio de insurgentes y bandidos que amenazaban su integridad.

Consolidada la paz, volvieron a florecer las industrias trayendo la abun-dancia al país, cuyos habitantes no cesaban de bendecir al taciturnosoberano que tan poco se dejaba ver.

Es muy posible que el duque se hubiera dado por contento con loobtenido, dejando las fronteras del territorio tal y como las había encon-trado, a no ser por las reiteradas instancias de Bellarión, que le decía:

—¿Va a permitir que sigan en posesión de sus dominios los que handespedazado la herencia que dejó su ilustre padre…? ¿Va a deshonrarsu memoria, y a no cumplir los deberes que le impone su esclarecidonombre, señor duque?

Esta y otras parrafadas por el estilo eran puro histrionismo por partede Bellarión, a quien importaba la integridad del territorio milanés, tan-to como la del reino de Inglaterra. Lo que importaba era obtener la veniapara obrar contra Teodoro de Montferrato. Entonces, por fin, podría aca-bar la obra que emprendiera cinco años antes y en la que había trabajadoconstantemente, aunque por oscuros y tortuosos caminos.

Cediendo a sus instancias, el duque citó a los principales jefes civiles ymilitares para celebrar un Consejo extraordinario.

Bellarión propuso que se rompieran las hostilidades con el ataque aVercelli, por ser una de las más importantes fortalezas.

Se levantó a protestar Beccaria, el ministro de Hacienda.—La proposición es muy singular, y más partiendo de usted, que de

acuerdo con el difunto conde de Biandrate fue el que dio posesión de Ver-celli al marqués Teodoro.

Bellarión lo aplastó con su lógica.—No es singular, sino natural. Entonces estábamos en el lado opues-

to, y me pareció conveniente que Teodoro ocupara Vercelli. Mas ahoraque estoy en contra de él, estimo igualmente conveniente que sea arro-jado de allí.

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Hubo una pausa, y la soñolienta voz de Filippo María preguntó:—¿Qué aconseja el elemento militar?La primera respuesta fue la del rudo Koenigshofen:—Mis opiniones están siempre de completo acuerdo con las de Bellarión.

Hace tiempo que sirvo a sus órdenes y tengo plena confianza en él.Giasone Trotta expresó los mismos sentimientos.Volviéndose el duque hacia Carmaguolo, que estaba silencioso y pen-

sativo, preguntó:—Y usted, ¿qué dice?Francesco alzó su rubia cabeza, y Bellarión se aprestó para la lucha;

mas, con gran sorpresa suya, por primera vez desde que militaban jun-tos, el oficial de caballería fue de su opinión.

—Digo lo mismo que nuestro jefe, magnífico señor. Los que hemosservido a las órdenes de Facino cuando se alió con el regente de Mont-ferrato, conocemos su ambición, y el que siga en Vercelli es una amenazapara la paz del ducado.

Los demás capitanes abundaron en las mismas ideas, de modo que laopinión militar fue firme y ecuánime.

El duque, después de meditar un instante, dijo:—No olviden, señores, que tengo un valioso rehén para garantizar la

lealtad del marqués… ¿Se ríe, Bellarión?—Ese rehén se trajo, más que para garantizar la lealtad del marqués,

para asegurar la vida del legítimo soberano de Montferrato. Carmaguoloha dicho a Su Alteza que Teodoro es ambicioso, y yo añado que es pér-fido y malvado. Parte de su ambición es llegar a ser soberano de dondeahora es regente. Juzgue, señor duque, lo que podrá importarle el dañoque le ocurra a su sobrino.

Los debates duraron aún buen rato; después, Filippo María dijo que yales comunicaría su decisión cuando estuviera tomada, y los despidió.

Al salir del Consejo, los capitanes miraron sorprendidos la recientecordialidad que reinaba entre Bellarión y Carmaguolo. El primero cogióal segundo por un brazo y se apartó con él.

—Me haría un señalado servicio, amigo Francesco —dijo Bellarión—, sise encargara de pedir a la princesa Valeria y a su hermano que vengan sindemora a Milán y soliciten al duque su ayuda para colocar a Gian Giacomoal frente de sus Estados. Ha entrado en la mayoría de edad y sólo suausencia de Montferrato justifica la regencia de su tío.

Carmaguolo lo miró con desconfianza, y preguntó:—¿Y por qué no le envía usted el mensaje?—No gozo de la confianza de la princesa y desconfiaría de un mensaje mío.—¿Se puede saber qué juego es el que juega usted? —preguntó Fran-

cesco acentuando la desconfianza.—Veo que sospecha de mí.

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—Siempre lo he hecho.—Eso es un cumplido.—No lo entiendo yo así.—De entenderlo, no me lo haría. Me pregunta qué juego es el mío. Una

partida que empecé hace mucho tiempo, y que ya se acerca a la últimajugada. Una de las primeras fue la alianza que conseguí entre el regentey Facino. A esta siguió el poner a salvo la persona de Gian Giacomo, con-virtiéndolo en rehén. La toma de Vercelli y el poner al regente en pose-sión de Génova, fueron dos de las más notables. El fin que yo perseguíaera despertar su ambición, hasta que llegara a ser un peligro para elduque, y entonces, cumpliendo con mi deber, aconsejar a este su defi-nitiva ruina.

El florido rostro de Carmaguolo expresaba la más profunda estupefacción.—¿Huesos de san Ambrosio…? ¡Vaya un jugador profundo…!Bellarión, sonriendo, añadió:—Ya ve que por una vez soy franco, y si le digo la verdad es para

desvanecer su desconfianza y lograr que me ayude.—¿Quiere hacer de mí un peón en su partida?—La comparación es injusta. No cuadra a un hombre como usted.—¡Vive Cristo…! Celebro el que se dé cuenta… Mas, ¿con qué fin ha

hecho ese tejido de intrigas?—Para entretenerme —contestó Bellarión suspirando—. Mi difunto

padre y señor decía que yo había nacido estratega… y esta vasta estrate-gia en el ancho campo de la vida satisface mis inclinaciones… —de pron-to, preguntó—: ¿Enviará el mensaje?

—Iré personalmente a Melegnano —fue la respuesta.Su presencia disipó la angustia en que vivía la princesa Valeria, que ya

casi se desesperaba por lograr justicia.Las palabras de Carmaguolo no hicieron honor a la franqueza que en

él admiraba Bellarión.—Princesa, vengo a ofrecerle la ocasión de ayudar a la restauración de

su augusto hermano. Sólo se necesita que se lo pida usted al duque,para dar el paso que yo he aconsejado: ponernos en marcha contra elusurpador Teodoro, y arrojarlo del trono.

—¿Usted ha aconsejado eso? —exclamó Valeria, agitada—. Deje quellame a mi hermano, para que lo abrace y sepa que cuenta al menos conun amigo fuerte y leal en el mundo.

—Su amigo y su servidor, madonna —y llevó a sus labios la nívea manode la bella princesa, diciendo después—: Mis esperanzas, mis planes ymis proyectos por usted, ya empiezan por fin a dar su fruto.

—¡Cómo…! ¿Tanto ha trabajado por nosotros? —preguntó ella con lá-grimas de gratitud en los admirables ojos oscuros.

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Con sonrisa de suficiencia, contestó Francesco:—Lo bastante para conseguir que el duque proceda contra Teodoro.

Ha llegado la hora, y no se necesita más que su petición para que lastropas se pongan en marcha. Si se me confía el mando, ya me cuidaré yode que se le haga justicia.

—¿Quién puede disputarle ese mando?La radiante faz de Carmaguolo se oscureció al decir:—Está Bellarión Cane…—¡Ese miserable…! Es un agente de mi tío… Él lo ayudó a conquistar

Vercelli y Génova.—Lo que nunca habría hecho, si no se lo hubiera exigido yo…, pero

desde un principio comprendí que era el único medio de tener despuésuna razón para hacer que el duque le atacara…

—¡Oh…! Es usted además muy listo.—Sí…, la partida ha sido muy profunda, pero ahora ya estamos en la

última jugada…, y si desconfía de ese Bellarión…—¡Que si desconfío! —y con dejo de amargura en la voz, contó Valeria

cómo Bellarión llegó a ella para espiarla por cuenta de su tío, y cómodespués asesinó a su más leal y abnegado amigo el conde Spigno.

Alimentando su desconfianza, y consiguiendo que su hermano partici-para de ella, Francesco los condujo a Milán, y obtuvo para ellos unaaudiencia del duque.

Filippo María los recibió en un cuarto en el centro de la fortaleza, alque los numerosos manuscritos y el unicornio sobre la mesa, habíantraído algo de la atmósfera de la biblioteca de Pavía.

El duque acogió con afecto a los príncipes, y oyó su petición con lainmovilidad de un panzudo ídolo asiático. Después hizo lentamente unsigno afirmativo y mandó llamar al príncipe de Valsassina. Nada dijoeste nombre a Valeria, pues no había oído hablar del último título con-cedido a Bellarión.

—Sabrá mi decisión más tarde…, ya está medio tomada y en el sentidoque desea usted; luego que haya conferenciado con el príncipe deValsassina, los mandaré llamar. Mientras tanto, el señor Carmaguolo losconducirá a la cámara de la duquesa, que se alegrará mucho de verlos.

Se inclinaron los dos hermanos, y ya se disponían a salir, a tiempo queun secretario abrió la puerta y levantando el tapiz que la cubría, anunció:

—¡El príncipe de Valsassina!Entró altivo y derecho como un magnífico modelo de belleza masculi-

na. Vestía de terciopelo negro, con brillantes pieles del mismo color, y suúnica joya era una gruesa cadena de oro al cuello.

Desde la puerta saludó profundamente a los príncipes. Valeria, que lomiraba aterrada, contestó a su reverencia sin darse cuenta, y se apresuróa salir con su hermano y Carmaguolo.

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Valeria sentía una montaña de plomo sobre el pecho; ¿qué podía espe-rar, si la acción contra el regente dependía de aquel hombre? Carmaguoloprocuró tranquilizarla, diciendo:

—Después de todo, no es omnipotente. Nosotros hemos jurado fideli-dad a la duquesa Beatriz y no a él. Gánela para su causa, y todo irá bien,principalmente si mando yo las tropas.

Mientras tanto, el hombre de quien tanto desconfiaba, se hallaba en-cerrado con el duque y obtenía la resolución de este, diciendo:

—En Teodoro tiene un vecino a quien la ambición hace peligroso. GianGiacomo, en cambio, es un muchacho de carácter suave y bondadoso.Póngalo en el trono de sus mayores, y tendrá un vecino pacífico y unagradecido servidor.

—¡Ah…! ¿Cree usted en la gratitud?—Seguro, Alteza, puesto que la practico.Aquella misma noche, se celebró un nuevo Consejo al que asistieron

los capitanes, y como se consideraba a estos al servicio de la que fueviuda de Facino, la duquesa Beatriz estuvo presente, así como los prín-cipes de Montferrato, ya que iba a tratarse de la iniciativa contra su tío.

El duque, sentado a la cabeza de la larga mesa, con su esposa a laderecha y Bellarión a la izquierda, dio a conocer su intención de atacarsin demora al regente de Montferrato, por las dos causas siguientes: laindebida ocupación de la fortaleza y territorio de Vercelli, y usurpaciónde la regencia, por ser ya mayor de edad el legítimo soberano.

Deseaba que sus capitanes le dieran cuenta exacta de los medios conque contaba el enemigo, así como de las tropas que habían de tomarparte en la operación.

Carmaguolo traía la cifra de las fuerzas que podría oponer el regente, yestas ascendían a cinco mil hombres. Se discutió después las que sehabrían de oponer a ellas, y por fin las fijó Bellarión, en la forma siguien-te: marcharían los germanos al mando de Koenigshofen, Stoffel y sussuizos; Trotta con los mercenarios italianos, y Marsilio con su condotta,quedando de reserva los de Valperga y Carmaguolo, a cuyas órdenesservían Ercole Belluno y Ugolino da Tenda.

En contra de esta disposición, y con pretexto de que el duque podríanecesitar al príncipe de Valsassina, Carmaguolo rogó que se le otorgarael mando de la empresa contra Montferrato y que su condotta sustituye-ra por consiguiente a la de Bellarión.

El duque, al oír la proposición, se volvió hacia la izquierda y preguntó:—¿Tiene algo que oponer, Valsassina?—Nada, si Su Alteza lo aprueba. Mas le ruego tenga presente que

Teodoro es uno de los más hábiles guerreros de Europa, y si la expedi-ción ha de ser fructuosa, Su Magnificencia hará bien en poner a sucabeza el mejor de sus jefes.

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Una sonrisa animó aquel singular rostro de siniestra placidez, al decir:—Es decir, usted.—Por mi parte —dijo Koenigshofen— yo no sirvo con gusto bajo otras

órdenes.—Opino lo mismo —añadió Stoffel.—¿Lo oye? —dijo el duque mirando a Carmaguolo.Este enrojeció de despecho; mas aún se atrevió a insistir.—Es que yo tengo puesto especial interés en esa campaña, señor duque.—Con su permiso, Alteza —intervino Valeria—, ¿tengo yo voz en este

asunto?—Por supuesto, madonna, lo mismo que su hermano.—Entonces, señor, mi voto y mi ruego es que se confíe el mando al

caballero de Carmaguolo.—El duque abrió sus dormidos ojos para mirarla con sorpresa. Bellarión

permaneció impasible.La demanda de Valeria lo hería sin sorprenderlo. Harto conocía la in-

vencible desconfianza que le inspiraba.Había esperado, sin embargo, que llegaría a disiparla, y poder probarle

su cruel injusticia. Pero si le faltaba la ocasión para ello, tampoco impor-taba gran cosa. Lo importante era que ella lograra sus deseos, y Carma-guolo no carecía de condiciones para el mando.

Los opacos ojos del duque se fijaron en Valeria, al decir:—¿Tiene dudas sobre la capacidad del príncipe?—¿De su capacidad…? ¡Oh, no, señor!—Pues entonces, ¿de qué?La pregunta la dejó confusa, y su hermano contestó por ella.—Mi hermana recuerda que el príncipe de Valsassina fue antes amigo

del marqués Teodoro.—¿Cuándo? —preguntó el duque.—Cuando, siendo su aliado, lo ayudó a conquistar Génova y Vercelli.—El aliado era el difunto conde de Biandrate, y Bellarión servía a sus

órdenes, lo mismo que Carmaguolo. ¿Qué diferencia ve entre ambos?—El caballero de Carmaguolo obraba con el deseo de servir posterior-

mente a mi hermano —contestó la princesa—. El ayudar a la ocupaciónde Vercelli, fue sólo con el fin de que el marqués diera motivos para queel duque de Milán obrara directamente contra él.

Bellarión no pudo reprimir la risa al comprender la situación.—¿Se burla de esa declaración, caballero? —preguntó el rubio Francesco

en tono de reto—. ¿Se atreve a negar que tales eran mis intenciones?—No hace mucho dije que lo apreciaba por lo franco, mas ya veo que

también puede usted ser sutil.—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó Carmaguolo poniéndose en

postura de gallo de pelea.

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—Que se favorece suponiendo que pensaba usted en algo al atacarVercelli.

—Señores…, señores…, no divaguemos —observó el duque— y vea-mos cómo resolver el asunto.

—He aquí una solución que me parece se dignará aceptar Su Alteza—propuso Bellarión—. En vez de Valperga y sus tropas, llevaré a Carma-guolo y las suyas; así, ambos participaremos de la campaña.

—Pero a menos de que Bellarión tenga el mando supremo, ruego hu-mildemente a Su Alteza se digne enviar otras tropas en lugar de las mías—dijo el germano.

Stoffel estaba a punto de unir su voz a la de su rudo compañero; peroel duque, perdiendo la paciencia, exclamó:

—¡Basta…! Yo soy el duque de Milán y no quiero que me dejen sordo,gritando cada cual lo que quiere o lo que no quiere hacer. Se hará lo queha propuesto Valsassina, y, naturalmente, él ejercerá el mando supre-mo. Con esto está concluida la cuestión y pueden retirarse.

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L

Capítulo VIII

Los puentes de Carmaguolo

as disensiones que desde el primer momento surgieron entre Bellarióny Carmaguolo, retrasaron por algunos días los preparativos para la cam-paña. Esto permitió a Teodoro aumentar sus fuerzas, reforzar los bastio-nes y hacer hábiles trabajos de zapa.

La llegada de estas noticias a oídos de Bellarión y sus capitanes, diolugar a nuevas disensiones.

Carmaguolo abogaba porque se rompieran las hostilidades con la tomade Mortara, por considerarla un peligro para la retaguardia. Pero Bellariónopinaba que la amenaza era de escasa importancia, y el tiempo que allíperdieran lo aprovecharía Teodoro en parapetarse en Vercelli, mientrasque atacando inmediatamente esta plaza, al obtener su rendición, la deMortara iría incluída en ella.

Los capitanes se dividieron en dos bandos: Koenigshofen, Stoffel y Trottase pusieron del lado del jefe, y Belluno y Ugolino, del de Carmaguolo.Bellarión se hubiera impuesto a todos, a no ser por los príncipes de Mont-ferrato, que tomaban parte en todos los consejos y sistemáticamente da-ban la razón a Carmaguolo.

Por fin, llegaron a un convenio: un destacamento, a las órdenes deKoenigshofen, en el que se incluirían los mercenarios de Trotta, mar-charía contra Mortara, para cubrir la retaguardia del grueso del ejército,que seguiría a Vercelli; y hacia Vercelli avanzaron con rapidez los cuatromil hombres a que se había reducido la fuerza, pero que a juicio deBellarión bastaban para la empresa.

Pero en Borgo-Vercelli tuvieron que hacer alto, porque Teodoro habíavolado el puente sobre el Sesia, dejando la ancha e impetuosa corriente delrío entre las fuerzas y la ciudad contra la que marchaban.

En Carpignano, veinte millas más arriba, había otro puente, de cuyaexistencia se aseguró Bellarión y dijo después que pasarían por él.

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—Veinte millas arriba y luego veinte millas abajo —rezongó Carma-guolo—. Eso es cansar la tropa inútilmente.

—No lo niego —convino Bellarión—, pero no tenemos más alternativaque tomar el camino de Casale, que es aún más largo.

—La alternativa es construir puentes sobre el Sesia y el Cerva, cerca desu unión, donde la corriente es más estrecha. Nuestras líneas de comuni-cación con el ejército de Mortara han de ser lo más cortas posibles.

—¿Empieza a darse cuenta de las desventajas de haber dividido lasfuerzas?

—No hay tal desventaja si se sabe poner los medios.—¿Y cree usted que esos puentes sean los medios…? A veces me pre-

gunto, Francesco, dónde ha aprendido usted el arte de la guerra y, sobretodo, por qué se ha dedicado a él.

La discusión tenía lugar en la cocina de una casa de labor que habíaninvadido para que la princesa tuviera albergue. Ella y su hermano eran losúnicos testigos.

Al levantarse Carmaguolo furioso, Valeria lo hizo también y poniendosu blanca mano sobre el brazo del vistoso capitán, le dijo para calmarlo:

—No haga caso de sus mordaces bromas. Tiene usted toda mi confian-za, y yo deseo que se construyan los puentes.

Bellarión dirigió a Valeria una indefinible mirada.—Si es Su Alteza la que asume el mando, nada tengo que decir —y

después de inclinarse, tomó la puerta.—El mejor día le daré a este perro advenedizo una lección de cortesía

—murmuró entre dientes Carmaguolo.—No es su falta de cortesía lo que le reprocho —contestó Valeria con tris-

teza—, sino lo tenebroso de sus maquinaciones —y como hablando con-sigo misma, añadió—: ¡Oh! ¡Si pudiera confiar en él…!

—Lo cierto es que goza de envidiable reputación como soldado —aña-dió Gian Giacomo, a quien no gustaban las teatrales maneras de Fran-cesco, y menos aún sus continuas adulaciones a su hermana.

—Ha tenido mucha suerte —insinuó Carmaguolo— y la inmerecidafortuna se le ha subido a la cabeza.

Al salir de la entrevista, Bellarión fue en busca de Stoffel, a quiendespachó con quinientos ballesteros y otros tantos jinetes, a guardar elpuente de Carpignano.

No fue poca ventolera la que armó Francesco al enterarse de lo hecho.Quiso saber por qué se había tomado tal resolución sin previa consultaa él y la princesa, que estaba a su lado cuando lo preguntó.

—Tardará lo menos una semana en construir los puentes, y duranteese tiempo tal vez se le ocurra a Teodoro destruir el de Carpignano.

—Los míos estarán listos antes de una semana.

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—Cuando lo estén y los hayan atravesado dos mil hombres, mandarévolver a Stoffel y a los suyos.

—Pero, mientras tanto…—Mientras tanto, no olviden que soy yo quien manda. Si a veces con-

desciendo con usted y con Su Alteza, por parecerme el camino más cortopara convencerlos de sus errores, no estoy dispuesto a consentir lo queva contra mi criterio.

—¡Vive Cristo! —juró Carmaguolo fuera de sí—. Mida sus palabras o selas haré tragar.

Bellarión miró fríamente a Francesco y a Valeria, que de nuevo habíapuesto la mano sobre la manga del matón.

—Por el momento estoy entregado a una tarea que me absorbe porcompleto. Cuando esté concluida, si vuelve a olvidar que soy yo quienmanda, lo echaré del ejército.

Y dejó al espadachín echando chispas.—Sólo por respeto a usted, madonna, he podido contenerme —afirmó

el fanfarrón a la princesa—. Por usted me siento capaz de sufrirlo todo…y no habrá riña entre nosotros, hasta no haber puesto a su hermano so-bre el trono de Montferrato.

Con semejantes promesas de lealtad y abnegación, aumentaba la con-fianza que Valeria había puesto en él; y mientras los soldados, actuandode leñadores, cortaban árboles para los puentes, Carmaguolo y Valeriaestaban siempre juntos.

La princesa lo acompañaba diariamente a visitar las obras, y así apro-vechaba él la ocasión, no sólo para demostrar ante sus ojos su pericia enla construcción militar, sino para deslumbrarla con el relato de proezasque le daban derecho a figurar entre los héroes de la mitología.

Una tarde en que hablaban sentados y solos, mirando cómo a lo lejoslos soldados, cual enjambre de hormigas, construían el puente, se atre-vió él a tocar una nota más íntima.

—Pero en ninguna de las empresas que mis rudas manos de soldadohan concluido, he puesto el entusiasmo que en la presente. ¡Qué día tanglorioso será para mí aquel en que la vea instalada en el palacio deCasale…! ¡Tan glorioso como triste!

—¿Triste? —y los grandes ojos oscuros lo miraron con expresión interro-gadora.

—¿No ha de ser triste para mí el alejarme de usted… reanudar mierrante vida de mercenario y tener que hacer por un sueldo lo que aquíhe hecho por entusiasmo y… por amor?

Ella, un tanto confusa, contestó con una evasiva.—¡Oh…! Seguro no le faltarán ocasiones en qué conquistar honores

y fama.

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—¡Honores y fama! —repitió él con amarga sonrisa—. Se los cedo volun-tariamente a los intrigantes como Bellarión, que los conquistan con faci-lidad por su falta de escrúpulos. Nada me importan los honores ni lafama, con tal de que pueda seguir los impulsos de mi corazón.

Tan pensativos estaban los grandes ojos, bajo las finas cejas frunci-das, que su dueña no se dio cuenta de que el atrevido galán había cogidosu mano.

—Los impulsos del corazón… ¡Ay! —suspiró Valeria—. ¡Qué feliz debe serel que pueda seguirlos!

—Pero el restablecimiento de sus derechos, será la última aventura demi vida… y una vez terminado mi servicio, me alejaré para siempre.

Siguió una larga pausa y, por fin, dijo Valeria:—Cuando mi hermano sea soberano en Casale, necesitará un amigo

fuerte y leal como usted, caballero de Carmaguolo.—Pero, ¿y usted, madonna…, y usted?Valeria lo contempló cada vez más pensativa. Era, sin dudas, un hom-

bre espléndido y sobre todo franco, leal y digno de confianza. Ella estabatan sola y desprovista de amigos, que necesitaba un fuerte brazo dondeapoyarse.

Y con otro suspiro contestó:—También lo necesitaré, ¿qué duda tiene?—¡Oh!, entonces… si usted acepta mis servicios… nunca estaré a otras

órdenes que las suyas… ¡Valeria…! ¡Valeria mía…!Y fogosamente se llevó a los labios la suave mano de la princesa, que la

retiró sin brusquedad, pero con firmeza, dando claras señales de quejuzgaba excesiva la familiaridad de aquellos besos y la del empleo de sunombre. Con seriedad le dijo:

—Sí, su amigo… y mucho más que su amigo, madonna.—¿Qué más puede ser?—Todo lo que un hombre puede ser para una mujer. Mi corazón le

pertenece, desde el día en que me otorgó la palma de vencedor en lasjustas de Milán. El combatir por usted es un placer, y con gusto moriría,si fuera necesario, para probarle mi adoración.

—¡Qué facilidad de palabra tiene usted! ¿Ha dicho lo mismo a las ante-riores reinas de los torneos?

—¡Oh, qué crueldad…! ¿Cómo puede hacer tal pregunta, a quien muerede amor por su belleza que maravilla al mundo entero?

—Tengo las narices demasiado largas para eso —contestó; mas no que-riendo ofenderlo, añadió—: Es usted tan impetuoso en amores como enlas justas.

—Es una falta propia de todo buen soldado… Tendré paciencia si así lodesea… Pero en cuanto esté en Casale…

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—El hacer planes contando con lo que aún no es seguro, suele traerdesgracia —interrumpió ella.

—Pero…, ¿me promete que entonces…?—¿No le he dicho ya que eso trae desgracia?Francesco, sonriendo satisfecho, añadió:—Esperaré, puesto que así lo quiere —y no dudó de que Valeria lo adoraba.La construcción de los puentes necesitó once días, y por fin, en la vís-

pera de Todos los Santos, según escribió fray Serafín, Carmaguolo, acom-pañado por los príncipes, se presentó en la tienda en que Bellarión leíauna copia de «Vegetius», y puso en su conocimiento que un pelotón decincuenta hombres estaba ya en la pequeña península que separaba losdos ríos, y que diera órdenes para que al amanecer del día siguiente, elejército pasara por los puentes.

—Eso, suponiendo que sus puentes duren hasta el amanecer —dijoBellarión, que se había levantado para recibir la visita, sin soltar el libroque leía a la luz de dos faroles.

—¿Y por qué no han de durar? —preguntó Carmaguolo ofendido por laduda.

—Pregúntese a usted mismo quién puede tener interés en destruirlos—contestó riendo Bellarión—. En su lugar, me lo habría preguntado antesde darme el trabajo de construirlos.

—¿Cómo puede saberlo Teodoro estando como está encerrado en Ver-celli, a ocho millas de aquí?

La pregunta quedó contestada por un infernal griterío que se alzó en lalengua de tierra, entre las aguas. Entre los gritos de terror se mezclabanvoces de mando, colisión de armas, golpes, gemidos, todas las inconfun-dibles señales de un choque violento en la oscuridad.

—Pues parece que lo sabe —observó Bellarión, siempre risueño.Carmaguolo permaneció un momento abriendo y cerrando los puños

con la faz pálida de rabia. Después dio un brinco, y con un inarticuladogrito salió de la tienda.

Valeria lanzó una flameante mirada de reproche al sardónico rostro deBellarión, y, cogiendo el brazo de su hermano, siguió con él a su adorador.

El joven jefe puso el libro sobre la mesa, cogió su capa y salió también,tomando a paso lento la orilla del río, hacia la cabeza del famoso puente.

Allí encontró un apretado círculo de hombres en torno a unos cuantos,que parecían enloquecidos por el terror. Eran los únicos que volvían delos cincuenta que una hora antes había enviado Carmaguolo. Los demáshabían sido hechos prisioneros. El último que pasó el puente, en el mo-mento en que llegaba Bellarión, fue Belluno, a cuyas órdenes iba el desta-camento. Era un irascible napolitano, que saltó a tierra jurando por todoslos patrones de Nápoles que había habido traición.

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A través de las aguas llegó el ruido de numerosos pasos en la orillaopuesta, así como el de hachas que muerden la madera.

—Ahí van sus puentes, Francesco —dijo Bellarión, riendo por tercera vez.—¿Se burla usted de mí? Dios lo condene —vociferó el espadachín, que

un instante después se separó llamando a gritos a los ballesteros. Tres ocuatro hombres fueron en su busca a carrera tendida.

Valeria se volvió de pronto hacia Bellarión, cuya elevada figura, en-vuelta en la capa, estaba a su lado.

—¿Por qué se ríe? —preguntó ella, preocupada por una sospecha queacababa de nacer en su mente.

—Soy humano, y a veces olvido el amor al prójimo.—¿Es esa su única razón? —y con creciente acritud añadió—. Usted

sabía que los puentes serían destruidos esta noche…, lo ha dicho… ¿Cómolo sabía?

—¿Qué quiere dar a entender, madonna? —preguntó aterrado Carma-guolo, que al volver la había oído. A pesar de su hostilidad contra Bellarión,estaba muy lejos de creerlo traidor.

—Su Alteza se sorprende de que yo tenga perspicacia —dijo siempresonriente el joven.

Belluno, iracundo por el percance sufrido, intervino para exponer:—La madonna quiere decir más que eso…, quiere decir que nos ha

vendido a Teodoro de Montferrato.—Y usted, ¿lo dice también? —preguntó Bellarión, y en su tono vibra-

ba una nota que Valeria jamás había oído y que hizo estremecer alnapolitano—. Hable claro y tenga entendido que si soy tolerante con unadama, quiero saber a qué atenerme respecto a mis soldados.

Belluno, que era tan tozudo como valiente, se armó de energía para decir:—Claro está que nos han hecho traición.—¿Con qué está claro, imbécil? —y Bellarión dominó su justo enojo,

para discutir con el rebelde subalterno, de hombre a hombre—. ¿Taninepto es en su profesión, que no comprende que un caudillo como Teo-doro tiene en todas partes espías para saber cuánto hace el enemigo?¿Es hasta ese punto idiota? Entonces tendré que buscar quien lo reem-place en el mando.

Carmaguolo intervino agresivamente, más que por proteger a uno desus tenientes, por sacudir la culpa de impericia que de rechazo caíasobre él.

—¿Pretende usted haber previsto este movimiento de Teodoro?—Pretendo que todo el que no sea un tonto lo habría previsto.—¿Por qué no nos lo dijo hace diez días?—Porque no me gusta discutir con los que sólo aprenden con la expe-

riencia.

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De nuevo intervino Valeria.—¿No tiene mejor motivo que aducir? ¿Ha consentido en perder mate-

rial, tiempo y energías, más un destacamento de hombres, sólo por elgusto de poder decir al caballero de Carmaguolo que se ha equivoca-do…? ¿Es esto lo que se propone hacernos creer?

—Nos toma por demasiado crédulos. ¡Por Cristo! —juró el fracasado.Bellarión, sin perder la paciencia, explicó:—Tengo, además, una razón militar que expondré para probarles lo

corto de sus alcances. Para llevar todo el ejército de aquí a Carpignano,se necesitan dos días, y en ellos tenía Teodoro tiempo suficiente paraenviar un destacamento y destruir el puente. Esta operación habría sidofunesta para nosotros. Por eso los dejé construir los puentes, que si nohan servido para el objeto a que los dedicaban, han servido para enga-ñar al regente, dándole la seguridad de que no pensábamos en Carpig-nano. Ahora seguramente enviará el destacamento, que será copado porlos mil hombres de Stoffel y servirá para compensar los hombres queaquí hemos perdido.

Un profundo silencio de confusión y derrota siguió a estas palabras.En el grupo de oficiales sonaron algunas carcajadas que fueron interrum-pidas por fuertes crujidos de madera, seguidos del ruido sordo que cau-sa un voluminoso cuerpo que cae al agua y por un instante intercepta lacorriente, hasta que esta salta por encima, despedazando y arrastrandolo que trataba de oponerse a ella.

—Ahí va el puente, Carmaguolo —dijo Bellarión—. Pero no se arrepientade su trabajo, que tan bien ha servido a mis fines —y embozándose en sucapa, dio las buenas noches y emprendió el camino hacia su tienda.

Carmaguolo, cabizbajo, devoraba su humillación lo mejor que podía allado de la princesa, también silenciosa.

Belluno, que no había dejado de jurar entre dientes, soltó de súbitouna carcajada un poco amarga, exclamando:

—¡Es más profundo que un pozo…! ¡Por san Januario! Nunca hace loque parece que está haciendo, ni apunta adonde mira.

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S

Capítulo IX

Vercelli

obrevive una carta del príncipe de Valsassina que este escribió algúntiempo después a Filippo María, en la que, refiriéndose a sus compañe-ros de armas, decía:

Son buenos soldados, fuertes y valientes, pero rudos y sin cultura. Su mentees una tierra fértil, por la que no ha pasado el arado de la enseñanza, demodo que las escasas semillas de conocimientos que caen en ella, echanpocas raíces.

Al llegar a Carpignano, tres días después de levantar el campo, encon-traron que todo había pasado tal y como lo predijo Bellarión. El desta-camento de cien jinetes que fue enviado a toda prisa, para destruir elpuente, cayó en manos de Stoffel, que lo desarmó.

Cruzaron el río, y después de otros tres días de marcha, por la orilla de-recha del Sesia, llegaron a Quinto, donde Bellarión asentó sus reales en elcastillo de Girolamo Prato, que se hallaba en Vercelli con Teodoro.

En el mismo edificio se albergaron los príncipes y su inseparableCarmaguolo, que repuesto de la pasada humillación, había vuelto a suhabitual estado de propia complacencia.

Desde un principio, Bellarión confiaba poco en el sitio que puso aVercelli; tan ineficaz le parecía este como los puentes; uno y otros noeran más que demostraciones estratégicas. La fortaleza de las murallasy las noticias que tenía de lo bien aprovisionada que estaba la plaza, ledaba la impresión de que esta, intomable por asalto, para ser rendidapor hambre necesitaba un sitio mucho más largo de lo que él se propo-nía estar allí.

Pero Carmaguolo, apoyado por la confianza de Valeria, aseguraba que laplaza podría ser tomada por asalto. Y tanto insistió, que Bellarión, comoen el asunto de los puentes, lo dejó probar fortuna. Tres ataques fueronfácilmente rechazados por un enemigo que parecía muy bien preparado.

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Después de la tercera repulsa, Carmaguolo empezó a concebir sospe-chas que no expuso a Bellarión, sino a la princesa.

—¿Quiere decir que alguien de nuestro campo informa a Teodoro denuestras intenciones?

Estaban solos en la sala de armas del castillo de Quinto, cuyas venta-nas daban sobre el río. Valeria, vestida de terciopelo azul con pieles delince, ocupaba un sitial con alto respaldo de madera tallada, y Carma-guolo, siempre fastuosamente ataviado, paseaba por el aposento sin poderdominar su excitación.

—Es lo que empiezo a temer —contestó él sin interrumpir el paseo.Siguió un silencio hasta que lo rompió Francesco para decir, mirando

significativamente a su bella interlocutora.—Me pregunto si después de todo no tendrá razón en sus sospechas.—Las rechacé aquella misma noche —contestó ella sacudiendo la

gentilísima cabeza—. Sus explicaciones fueron tan claras, que no deja-ban lugar a dudas. Bellarión no es más que un ambicioso mercenario,que sirve a quien le paga, y que ahora nos será leal, porque la lealtad leresultará más productiva que la traición.

—Tiene razón, señora…, siempre y en todo la tiene.—No la tuve cuando sospeché de Bellarión… Así es que ponga coto a

los elogios.Carmaguolo, que se había parado ante la chimenea, con su majestuo-

sa figura servía de pantalla al fuego, y Valeria se acercó a la lumbre conlas manos extendidas, diciendo:

—Estoy helada, entre las angustias de la espera y el frío de este desa-pacible día de noviembre.

Él, se separó un poco para dejarle sitio, y la miró con ternura al decir:—Ánimo, Valeria…, ya vendrá la primavera para caldear al mundo y a

su alma.La princesa lo miró a su vez y al verlo tan fuerte, guapo y confiado,

reprimiendo un suspiro, dijo:—Siempre es consoladora la compañía de un hombre tan optimista

como usted.El fatuo soldado creyó ver en estas palabras una declaración de amor,

y exclamó fogosamente:—¡Con una mujer como usted a mi lado, me atrevo a conquistar el

mundo! —ciñó entre sus brazos el flexible cuerpo de Valeria, a tiempoque una voz seca decía:

—Empiece por la conquista de Vercelli; el resto del mundo puede venirdespués.

La pareja se separó muy turbada ante la burlona mirada de Bellarión,cuya arrogante y noble figura oscurecía por completo los soldadescosatractivos de Francesco.

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Este, para disimular su confusión y la de Valeria, se lanzó de cabeza ala disputa.

—Mañana mismo tomaría Vercelli, si pudiera obrar por mi cuenta.—Hágalo…, ¿quién se lo impide?—Usted…, el ataque de anoche…—¿Volvemos a las andadas…? ¿Es que no me creerá nunca…? Ya le

predije que estaba destinado a fracasar.—No, si se hubiera hecho como yo quería —y balanceándose como de

costumbre, se encaminó a la mesa y señaló el plano que en ella había—.Si se hiciera un falso ataque por el lado del río que distrajera la atenciónde los sitiados, un ataque verdadero por el lado opuesto podría tomar porasalto la plaza.

Bellarión reflexionó unos momentos y, por fin, dijo:—No deja de tener su mérito esa idea del falso ataque.—¿Aprueba mi proposición…? ¡Qué condescendencia!El jefe, sin hacer caso de la interrupción, prosiguió:—Pero también tiene sus peligros. Las tropas encargadas de hacer la

finta,1 pueden ser arrojadas al río por una salida de los sitiados.—La finta atraerá al enemigo en esa dirección; mas, antes de que pue-

dan organizar una salida, el verdadero ataque llevará las fuerzas contra-rias al lado opuesto.

Volvió a reflexionar Bellarión y, finalmente, hizo un ademán negativo,diciendo:

—No me atrevo a correr el riesgo.—¿El riesgo de qué? —preguntó exasperado el capitán—. ¡Cuerpo de

Baco…! ¡Encárguese de dirigir el falso ataque y déjeme a mí el mandodel verdadero, y con tal de que desempeñe bien su parte, prometo que alromper el día la plaza estará tomada y Teodoro entre mis manos.

Valeria permanecía de espaldas, con ambos codos apoyados en la chi-menea. La entrada de Bellarión y el haber presenciado este el atrevi-miento de Carmaguolo, hacía que sintiera profunda turbación, la que sedisipó al oír las palabras con que aquel prometía solucionar la cuestión,más pronto de lo que ella se había atrevido a esperar.

—¿Y si le falla el plan? —preguntó Bellarión.—No puede fallarme. Usted mismo lo ha aprobado.—No recuerdo haber llegado a tanto, y hablando con franqueza, le diré

que temo más a Teodoro de Montferrato, que a ningún otro enemigo.—¿Que teme? —preguntó Francesco en tono burlón.—Sí, le temo —repitió gravemente Bellarión—. Yo no ataco a ciegas

como un toro; me gusta saber adónde voy.1Finta: Amago de golpe para tocar con otro. Se hace para engañar al contrario, queacude a parar el primer golpe.

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Separándose de la chimenea, Valeria se acercó despacio a ellos, y dijo:—Permita, al menos, que se haga la prueba, señor príncipe.Bellarión miró alternativamente a los dos jóvenes.—Cedo por esta vez, Francesco. Puede que lo acompañe la suerte; mas

si pierde, no pretenda persuadirme de nuevo a intentar lo que yo no veaclaro.

Valeria, en su gratitud, llegó a estar casi afectuosa, pero Bellarión acogiósus frases de agradecimiento con fría austeridad.

Aquella empresa estaba planeada por Carmaguolo, y este fue el encar-gado de hacer todos los preparativos. Se fijó para llevarla a cabo al cerrarla noche siguiente. Justo cuando el reloj de San Vittore diera las siete, seiniciaría el falso ataque, y tras un intervalo suficiente para atraer a lossitiados, comenzaría el verdadero.

Embutido en su brillante armadura y llevando el empenachado cascoal brazo, Carmaguolo fue a pedir su bendición a la princesa. Esta, enterne-cida por emociones contrarias, quiso darle las gracias, pero el campeónla interrumpió:

—No me las dé todavía —dijo—. Antes del amanecer, si Dios me ayuda,pondré el Estado de Montferrato a sus pies… Y entonces pediré mi re-compensa.

Evitando las ardientes miradas del magnífico guerrero, Valeria le ten-dió la mano, diciendo:

—Rogaré por usted.Francesco llevó la mano a sus labios, se inclinó y, contoneándose, sa-

lió del aposento.Bellarión no se despidió de Valeria. Sin más armadura que peto y espal-

dar y yelmo en la cabeza, condujo a sus hombres a través de las som-bras de la noche, dando un extenso rodeo para no ser oídos desde Vercelli.

Puesto que la movilidad era la primera condición necesaria, sólo tomóconsigo ochocientos jinetes.

Según había calculado Bellarión, ya estaba cerca del sitio indicado cuan-do al extremo de la línea ocurría una súbita conmoción. Había sido dete-nido un hombre que venía hacia ellos y que pidió ser llevado ante el jefe.Se cumplió su voluntad y en tinieblas, porque no se atrevían a encenderninguna luz delatora; Bellarión supo que aquel hombre era un leal súb-dito del duque de Milán, que había osado descolgarse de la plaza paraadvertir que el marqués tenía conocimiento del ataque y estaba prepa-rado para rechazarlo.

Bellarión prorrumpió en juramentos, cosa muy rara en él, que estabaacostumbrado a dominar sus impresiones.

Si Teodoro estaba preparado, ¿quién podía prever las medidas que habríatomado…? A esto conducía el hacer caso de becerros como Carmaguolo.

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Furioso dio la orden de ponerse en marcha; costó algún trabajo reorga-nizar la expedición en la oscuridad, y en aquel momento el reloj de SanVittore dio las siete campanadas. Aún se perdieron algunos momentosen el cambio de dirección antes de que la caballería tomara un atajopara llegar cuanto antes a advertir a Carmaguolo.

Estaban a medio camino, cuando ya oyó el fragor del combate.Teodoro había permitido que la tropa de Carmaguolo pasara el pantano,

y hasta que colgara algunas escalas de la muralla antes de caer sobreella. El marqués había dividido su ejército en dos columnas, una saliópor la puerta del Norte y la otra por el lado opuesto, cargando por los flan-cos a Carmaguolo con intención de envolver todas sus fuerzas.

Sólo dos cosas salvaron a Francesco de una tremenda derrota: la pri-mera, que el contraataque de Teodoro fue algo prematuro, y la segunda,que Stoffel, obrando por iniciativa propia, al oír el avance de la caballeríapor el Norte, formó su infantería según el sistema de Bellarión. La cargacostó a Teodoro muchas lanzas, que en la oscuridad no pudieron romperaquella muralla humana.

Rechazada la carga, Stoffel formó rápidamente sus hombres creandoun borde erizado de picas, que los salvó un poco del desastre que leshabía caído encima.

Entretanto, el otro ataque procedente de la Puerta del Sur, mandadopor el mismo Teodoro, había caído sobre el cuerpo que Carmaguolo y Bellu-no en vano trataban de dominar, y habría terminado mal la contienda, siBellarión con sus jinetes no hubieran atacado la retaguardia del marqués.

Cogido este entre dos fuegos, e impidiéndole la oscuridad combinarotra maniobra, dio orden de que los trompeteros tocaran a retirada.

Cada bando pudo darse por contento con lograr retirarse en buen orden.

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E

Capítulo X

El arresto

n la armería del castillo de Quinto, Carmaguolo paseaba como fieraenjaulada quejándose de traición ante los príncipes de Montferrato y loscapitanes que, con él, habían tomado parte en la desdichada empresa.

La princesa ocupaba el sitial junto a la mesa; su hermano se apoyaba enel alto respaldo de aquel. En el fondo y formados en fila, estaban Ugolino,Belluno, Stoffel y otros tres. Bellarión, con las largas piernas aún cubiertasde barro, ocupaba otro sitial junto al fuego, y escuchaba desdeñosamentelas fogosas parrafadas del vanidoso que tanto había prometido para cum-plir tan poco.

El comprender la amargura del vencido, lo hizo escuchar con relativapaciencia, pero cuando esta se agotó, atajó su charla diciendo:

—Las palabras no sirven de nada, Francesco.—Impedirán que se repita el…—No se repetirá, porque no consentiré una nueva intentona. No debí

haberla permitido, a no ser por su insistencia.—Y habría triunfado, si usted hubiera hecho lo que le tocaba —bramó

Carmaguolo, procurando echar la culpa a otro de su fracaso—. ¡Vive Dios,si Teodoro hubiera tenido que dividir sus fuerzas, no habría sucedido lopasado!

Bellarión no se inmutó por la acusación ni por las miradas de reprochede todos los presentes, excepto Stoffel, que, incapaz de contenerse, dijocon firmeza:

—Si nuestro jefe no hubiera obrado como lo ha hecho, a estas horas noestaría usted vivo. Gracias a su cambio de plan, y a la carga que dio a laretaguardia de Teodoro, pudimos organizar la retirada, impidiendo queel desastre fuera completo.

—Y ya que hablamos de ello —añadió Bellarión—, también es digno detenerse en cuenta que si Stoffel no hubiera alineado su infantería pararecibir la carga del ala derecha enemiga, y formado después el borde, no

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estaría usted discutiendo aquí. Se me ocurre que un voto de gracias y unsincero elogio a Stoffel sería tan cortés como justo.

Mirándolos alternativamente, contestó Carmaguolo:—¡Qué bien se ayudan uno a otro! No faltaría más, si no que les diéra-

mos las gracias por un quebranto debido a ustedes.Bellarión, impasible, observó:—La acusación corresponde a su inteligencia.—¡Ah! ¿Sí…? Pero, ¿dónde está ese hombre que salió de la plaza para

advertirle que Teodoro estaba preparado?Bellarión se encogió de hombros.—¿Qué sé yo…? No me he preocupado…—Un hombre se acerca a usted para darle tal mensaje y, ¿no sabe qué

ha sido de él?—Tenía cosas más urgentes que hacer…, por ejemplo, ayudarlo a usted a

salir de la trampa en que había caído… Pero parece que trato de defenderme.—Tal vez sea necesario —dijo Carmaguolo, que en dos zancadas se

puso a su lado.—De lo único que se me podría acusar, es de falta de previsión al

autorizar el ataque de anoche. Había alguna probabilidad de éxito, ypuesto que la rendición por hambre es demasiado larga, quise probarfortuna. No nos ha favorecido la suerte y vuelvo a la idea que ya tenía.Mañana levanto el sitio.

—¿Que levanta el sitio? —la pregunta fue hecha a coro.—No sólo de Vercelli, sino también de Mortara.—¿Y qué se propone hacer después, caballero? —quien hizo esta pre-

gunta fue Gian Giacomo.—Eso se decidirá en el Consejo de mañana… Falta poco para amane-

cer… Madonna, señores…, deseo a todos buenas noches —hizo una in-clinación general y se encaminó a la puerta.

Carmaguolo le interceptó el camino, diciendo:—Espere, Bellarión.—Hasta mañana —replicó este con duro acento—. Espero que enton-

ces tendrá la cabeza más clara. Si quiere que nos reunamos aquí almediodía, lo enteraré de mis planes… ¡Buenas noches! —y salió.

Allí se reunieron no a las doce, sino una hora antes, llamados porapremiantes mensajes de Carmaguolo, que fue el último en entrar, dan-do señales de viva agitación. Estaban presentes los mismos de la nocheanterior menos Bellarión, que no había sido citado, por razones que laspalabras de Carmaguolo hicieron comprensibles.

Cuando el joven jefe llegó, a las doce en punto, para celebrar el Conse-jo, quedó muy sorprendido al encontrar a los capitanes ya sentados alre-dedor de la mesa, y discutiendo con vehemencia muy semejante alaltercado.

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Su entrada fue acogida con profundo silencio, y todos los ojos se fija-ron en él. Bellarión saludó sonriendo; pero al avanzar se dio cuenta deque aquel silencio era desusado y amenazador. Se acercó al único asientovacío que había a los pies de la mesa, y desde allí miró a Carmaguolo,sentado a la cabecera entre los dos augustos hermanos.

—¿Qué se debate? —preguntó sentándose.—Justo ahora íbamos a llamarlo —contestó Carmaguolo con acento

duro y altanero, pero sin atreverse a sostener la firme mirada de surival—. Ya está descubierto el traidor que revelaba nuestros planes al deMontferrato, y que ha causado el fracaso de anoche.

—Eso ya es algo, aunque llega en un momento que puede importarnospoco… ¿De quién se trata?

Nadie contestó. Exceptuando a Stoffel, que, rojo de ira miraba a suscompañeros y a la princesa, que tenía los ojos bajos, todos los demásseguían con los ojos clavados en Bellarión, a quien empezaba a molestarla insistencia de aquellas miradas. Por fin, Carmaguolo empujó hacia élun pergamino que tenía el sello roto, y dijo:

—Lea eso.Bellarión, con gran sorpresa por su parte, leyó que estaba dirigido «Al

magnífico señor Bellarión Cane, príncipe de Valsassina». Levantó la ca-beza preguntando con severidad:

—¿Quién se ha permitido romper el sello de una carta dirigida a mí?—Siga leyendo —dijo Francesco en tono imperioso.Bellarión leyó:

Señor Príncipe y querido amigo:Su fidelidad a nuestros intereses salvó anoche a Vercelli de un ataque que talvez nos habría obligado a la rendición; pues sin su aviso, es seguro que noshabría cogido por sorpresa. Deseo expresarle mi gratitud y darle una vez másla seguridad de la alta recompensa que le espera si sigue sirviendo con lamisma lealtad que hasta ahora, a

TEODORO PALEOLOGO DE MONTFERRATO.

Bellarión levantó la cabeza, y con más desprecio que enojo, preguntó:—¿Dónde se ha elaborado esto?La respuesta de Carmaguolo fue rápida.—En Vercelli, en la cámara del marqués Teodoro. Está escrita de su

puño y letra, como ha afirmado la madonna, y sellado con su propiosello… ¿Le sorprende que lo haya roto?

Profundo asombro reveló el rostro de Bellarión, que a quien primeromiró fue a Valeria.

—La letra es de mi tío —dijo ella, volviendo a bajar los ojos.Bellarión, sin perder la calma, dijo:—Procedamos con orden… ¿Cómo ha llegado esta carta a sus manos,

Francesco?

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Este hizo una seña a Belluno, quien, con manifiesta hostilidad, res-pondió:

—Un rústico rapaz que venía por el camino de la ciudad, se metió enmis líneas esta mañana pidiendo que se le condujera ante usted. Mishombres, como es natural, me lo trajeron. Al preguntarle qué quería,contestó que era portador de un mensaje. Le pregunté qué clase de men-saje podía traer para usted desde la plaza, y se negó a contestar. Loamenacé y sacó la carta. Conociendo el sello entregué carta y portador ami jefe inmediato, el caballero Carmaguolo.

—Y Carmaguolo, a la vista del sello, lo rompió para obtener la pruebade lo que hace tanto tiempo sospechaba.

—Eso mismo.Bellarión, completamente sereno, miró a todos uno por uno, y por fin a

Carmaguolo, y echándose a reír le dijo:—Dios lo ayude, Francesco… A veces me pregunto cuál va a ser su fin.—Pues yo ya no tengo que preguntarme cuál va a ser el suyo —contestó

Carmaguolo con una furia que aumentó la jovialidad de Bellarión, quienpreguntó a los demás:

—Y ustedes, ¿están también equivocados? ¿No han podido resistir a lacarta comentada por la elocuencia de Carmaguolo?

—A mí no me ha engañado —protestó el suizo.—No te había incluido en la pregunta, Stoffel.—Necesita algo más que insultos para justificarse —contestó agria-

mente Ugolino.—¡Usted también, Tenda! Y usted, madonna… y usted, señor marqués,

ya veo que necesitaré mucho para justificarme, pero los medios me losofrece esta misma carta. En cada una de sus líneas resplandece la fal-sedad.

—¿Cómo, caballero? —interrumpió la princesa—. ¿Niega que esté es-crita por mi tío?

—Usted ha reconocido la letra y basta… Pero lea de nuevo esta carta —yla empujó hacia ellos—. Pobre idea tiene el marqués Teodoro de su inteli-gencia, Carmaguolo. ¿Cree que un hombre de la profunda sagacidad delregente va a estampar su firma en carta tan comprometedora, y a sellar-la con sus armas, para que la primera persona en cuyas manos caiga seentere de lo que él escribe a su cómplice?

—Esperaba, sin duda, que los soldados que cogieran al campesino lollevaran directamente a su presencia —contestó Carmaguolo.

—¿Y no le parece singular que el portador fuese a parar a sus líneas,en lugar de venir a las mías, que estaban más próximas a la ciudad?Pero, ¿para qué perder tiempo en estas menudencias? Lea la carta ustedmismo. ¿Hay en ella una sola comunicación urgente, algo que no sea el

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intento de hacerme sospechoso a sus ojos? Lo que Teodoro demuestraen su misiva, no es más que el deseo de anular un peligroso enemigo.

—Los mismos argumentos que yo he empleado —murmuró Stoffel.—¿Y no te han creído? —preguntó con sorpresa Bellarión.—No le hemos creído, miserable traidor —tronó Carmaguolo—. Sus

argucias revelan el ingenio, pero nada sirven para uno que está cogidocomo usted.

—Usted sí que está a punto de caer en las redes que le tiende Teodoro…¿Es posible que sea tan tonto, Francesco?

—Entonces todos somos tontos, puesto que pensamos como él —afirmóBelluno.

—Sí —dijo tristemente Bellarión—, todos tienen la cabeza igualmentevacía… En fin, traigan aquí al mensajero.

—¿Para qué?—Para conocer con exactitud qué instrucciones traía.—El contenido de la carta lo hace innecesario. Olvida que no es la

única prueba que tenemos contra usted.—¿No…? Pues, ¿qué más hay?—El fracaso de anoche, seguido de su intención de levantar hoy el

sitio, ¿qué significa esto?—Si se los dijera no lo entenderían, y tal vez creyeran que era una

nueva prueba de mi alianza con Teodoro.—Es lo más probable… Llama a la guardia, Ercole.—¿Qué es esto? —preguntó Bellarión, levantándose; todos lo imitaron,

Stoffel llevó la mano a la espada, pero fue sujetado por Ugolino y otrocapitán, al tiempo que los dos restantes se apresuraron a ponerse a cadalado del jefe que, mirando a todos con sorpresa, preguntó de nuevo—:¿Se atreverán a arrestarme?

—Mientras deliberamos lo que hemos de hacer con un traidor comousted… No lo haremos esperar mucho.

—¡Vive Dios! —su viva inteligencia comprendió enseguida la situación.De los cuatro mil hombres que allí había sólo eran suyos los ochocientossuizos de Stoffel; los demás seguirían a sus respectivos capitanes. Lastropas con las que podía contar, estaban en Mortara. Dándose cuenta,por fin, de la magnitud del imprevisto peligro, se volvió hacia Valeria.

—Madonna —dijo—. A usted es a quien sirvo. Ya desconfió de mí cuandola cuestión de los puentes, pero los hechos le demostraron su error.

La princesa levantó lentamente sus incomparables ojos y, mirándolo defrente, dijo con tristeza:

—Mi desconfianza tiene motivos más antiguos…, por ejemplo, la muertedel conde Spigno.

—¡Spigno! —repitió Bellarión palideciendo por lo penoso del recuerdo—.¿Es que se levanta de su tumba pidiendo venganza?

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—No se trata de venganza, caballero, sino de justicia, y a ella se aten-drá el señor de Carmaguolo al sentenciarlo.

—¿Cómo sentenciarme…? ¿Sin formación de causa?Nadie contestó. Durante la pausa entró Belluno con los cuatro guar-

dias que, a una seña de Carmaguolo, rodearon a Bellarión, y uno de loscapitanes le quitó la daga, echándola sobre la mesa. Perdiendo la calma,exclamó por último el acusado:

—Pero esto es una locura, ¿qué pretenden de mí?—Sobre eso vamos a deliberar…, pero no abrigue engañosas esperanzas.—¿Van a decidir mi suerte…? ¿Ustedes?Incapaz Stoffel de aguantarse por más tiempo, exclamó furioso:—Sólo a Su Magnificencia el duque corresponde juzgar a Bellarión.—Su culpa es tan clara, que no necesita justicia… Sólo basta dictar la

sentencia.—Nadie aquí tiene poder para dictarla —insistió Stoffel.—Se engaña, capitán… Según las leyes militares…—Repito que carecen de facultades… Sólo el duque puede resolver…—Y envíenle de paso el único testigo que existe… Ese campesino que

trajo la carta, su negativa a ponerlo en mi presencia demuestra la malavoluntad de que están animados —observó Bellarión.

—Si la forma en que lo hemos juzgado no le satisface —dijo Carmaguoloarqueando el pecho—, puede requerir el encuentro personal.

Una expresión de desdén se extendió sobre el pálido semblante deBellarión, al contestar:

—El que tenga mayor maestría en el manejo de la lanza, y más prácticaen ese ejercicio no prueba nada.

—Dios defiende la justicia.—¿Está seguro de ello? Pero su gran estupidez lo hace olvidar que al

acusado corresponde el derecho de elegir el contrario, y si yo ejercieraese derecho, escogería a la persona con quien combato: al marqués GianGiacomo.

—Yo soy su acusador y no el marqués.—Usted no es más que su portavoz —contestó el acusado.—Tiene razón —asintió el joven príncipe levantándose muy pálido, pero

firme—. No puedo negarle ese derecho.Bellarión miró sonriendo a Carmaguolo, que estaba muy confuso y

aturdido.—Siempre peca de atolondrado —le dijo y, volviéndose al marquesito,

añadió—: Ya sé que no me lo negaría si yo lo pidiera, pero sólo quisedemostrar las consecuencias que podía tener la oferta de Carmaguolo.

—Aún conserva algo de caballerosidad —dijo Francesco.—Mientras que usted… En fin, Dios lo hizo tonto, y ese es un mal

irremediable.

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—¡Llévenlo fuera de aquí!Los guardias pusieron las manos sobre el prisionero, que se dejó llevar

sin oponer resistencia.Apenas se cerró la puerta, explotó el suizo.Rogó, argumentó, vituperó a todos, sin excluir a los príncipes, amenazó

con sublevar las tropas o, al menos, hacer con sus hombres lo imposiblepor impedir sus perversas intenciones.

—¡Escuchen! —gritó severamente Carmaguolo imponiéndole silencio.Entonces se oyó una furiosa gritería en el patio—. Esa es la voz del ejér-cito que responde a la suya. La de los que vieron neutralizados sus esfuer-zos por la traición. Fuera de usted y de sus suizos, no hay un solo soldadoen el campamento que no pida a gritos la muerte de Bellarión.

—Confiesa que ha publicado la noticia antes de que mi jefe tuvieraconocimiento de ella. Es usted un villano, un engreído fanfarrón queaprovecha la oportunidad para dar rienda suelta a la envidia que siem-pre tuvo de Bellarión. Mas, tenga cuidado… Aún puede que pierda eneste asunto su vacía cabeza.

Y salió furioso. Los demás se pusieron a deliberar sobre la suerte deBellarión.

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L

Capítulo XI

La promesa

os capitanes votaron unánimemente por la muerte, siendo los únicosdisidentes el marqués y su hermana. Esta última estaba consternada porla rapidez con que había sucedido todo aquello, y sentía una invenciblerepugnancia de ser cómplice en la muerte de un hombre, aun siendoculpable. Su generosidad al renunciar a combatir con su hermano la ha-bía conmovido, y su calma y dignidad en toda la escena la hicieron, porprimera vez, dudar de su traición. Con apremiantes razones pidió quefuera juzgado ante el duque.

Carmaguolo al rehusar, asumió el aire de un alma grande que sacrificasus inclinaciones personales en aras del deber.

—Porque usted me lo pide, madonna, y por demostrar mi perfecta im-parcialidad, daría años de mi vida por poder lavarme las manos y dejarque Filippo María resolviera el asunto. Pero las consideraciones que deboguardar al porvenir de su hermano y al suyo, me lo impiden. Salvo lossuizos, todo el ejército pide su muerte.

El silencio de los capitanes dio veracidad a la afirmación.—Pues yo no creo en su culpa —afirmó el marqués sorprendiendo a

todos— y no quiero ser parte en la muerte de un inocente.—¿Lo quiere acaso alguno de nosotros? —preguntó Carmaguolo—. Pero

su traición es evidente… Esa carta…—Esa carta —interrumpió el mancebo calurosamente—, como ha dicho

Bellarión, es una artimaña de mi tío para eliminar un terrible enemigo.Estas palabras hirieron la vanidad de Francesco, reforzando sus pro-

pósitos.—Según parece, las argucias de ese embaucador han seducido a Su

Alteza.—Las argucias no, pero sí su conducta. Tenía derecho a combatir con-

migo, que junto a él soy lo que una paja al lado de un pino, y no ha queri-do… ¿Es esta acción propia de un traidor?

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—Ha sido un ardid para ganar su gracia —replicó con énfasis Carma-guolo—. Mas, puede creerme, príncipe, no hay en toda Italia hombreque menos desee verter la sangre de Bellarión que yo —y añadió conaparente pena—, pero mi deber me lo impone, y debo escuchar la voz delejército, que pide su muerte.

Los capitanes confirmaron este deseo, lo que impidió que repitiera elmarqués su firme propósito de no votar por la muerte.

—Nadie se lo impone, señor. No tiene más que mantenerse al margen,y dejar que la justicia siga su curso.

—Señores —apeló la princesa—. Me permito suplicarles que envíen alacusado al duque; la responsabilidad de su muerte corresponde al jefedel Estado.

—Lo que pide, señora —contestó Carmaguolo levantándose—, tendríapor consecuencia un motín. O mañana mismo envío la cabeza de Bellarióna su cómplice, o no podremos contar con las tropas para seguir la cam-paña. Recuerde solamente su deseo de levantar el sitio para saber enprovecho de quién trabaja.

—Pero no le preguntó qué se proponía hacer —insistió Valeria concreciente angustia.

—¿Para qué? Nos habría vuelto a engañar con un tejido de falsedades.Belluno, que desde hacía rato daba señales de impaciencia, preguntó:—¿Puedo retirarme, puesto que la causa ya tiene un fallo?Ugolino siguió su ejemplo, diciendo:—Los soldados dan pruebas de excitación, y ya es hora de tranquili-

zarlos haciendo pública la sentencia.—Vayan con Dios —contestó levantándose Carmaguolo—. Comuniquen

al ejército nuestra decisión y que se hagan los preparativos para la muerte.Se le concede hasta mañana al romper el día, para que prepare su alma.

—¡Cielos piadosos! —gimió Valeria—. ¿Y si nos equivocásemos?Mientras los capitanes salían, Carmaguolo se acercó a la princesa,

mirándola con expresión de reproche.—¿No tiene confianza en mí, Valeria…? ¿Obraría yo así, en caso de que

fuera posible la duda?—Puede equivocarse… No sería la primera vez…, recuerde…Pero él, sin querer recordar, la interrumpió diciendo:—Y usted misma…, ¿está también equivocada todos estos años… desde

la muerte del pobre conde Spigno?—¡Ah! —confesó ella—. Lo había olvidado.—Pues téngalo presente… Ya sabe que él mismo teme que el conde se

levante de su tumba.—Pero, interroguemos al mensajero —propuso Gian Giacomo.—¿Con qué fin…? Este asunto está concluso, señor marqués.

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Mientras tanto, Belluno fue a los sótanos del castillo en busca delacusado. Con perfecta compostura oyó su sentencia, a la que no diocrédito. Era imposible que los dioses lo elevaran tanto para terminar suvida de modo tan injusto. Su única respuesta fue alargar las muñecasque tenía atadas, rogando que le cortaran la cuerda. Pero el brutalnapolitano, lejos de acceder a ello, mandó que le ataran también lostobillos, de modo que sólo podía andar a saltos cuando lo dejaron.

Bellarión se sentó en una de las dos sillas, que, junto con una mesa,componían todo el mobiliario de tan desapacible lugar. Miró a las desnu-das paredes de piedra y, por último, a la ventana provista de reja.

Andando a saltos llegó hasta ella. La repisa que le llegaba al pecho erade granito.

—¡Imbéciles! —exclamó el encarcelado, y volvió a su asiento, donde seabismó en profundas meditaciones hasta que entró un soldado trayendoun trozo de pan y un jarro de vino.

Extendiendo sus atadas muñecas hacia el hombre de armas que ac-tuaba de carcelero, preguntó el prisionero:

—¿Cómo podré comer?—Arréglese como pueda —fue la ruda respuesta.Usando ambas manos como si fueran una sola, pudo comer y beber.

Se acercó después a la ventana y sometió las cuerdas que ligaban susmuñecas a un prolongado frote con el filo del granito, haciendo las nece-sarias pausas para restablecer la circulación de sus entumecidos bra-zos. Este penoso trabajo le ocupó varias horas.

Hacia el anochecer, se puso a llamar a gritos, y al fin consiguió atraeral guardia a su calabozo.

—¿Tiene prisa por morir? —preguntó insolentemente el rufián—. Estésetranquilo, ya está dispuesto lo necesario y al amanecer será colgado.

—Pero, ¿me dejará morir como un perro? —preguntó el sentenciado—.¿No tendré ni un sacerdote que me encomiende el alma?

—¡Ah…! ¿Un sacerdote? —y el soldado fue en busca de Carmaguolo,pero este se hallaba en el campamento, previniendo a sus hombres con-tra las tentativas de los suizos para libertar a Bellarión. En el castillosólo quedaban los príncipes de Montferrato.

—El caballero Bellarión pide un cura —les dijo el soldado carcelero.—¿No le han enviado ninguno? —preguntó el marqués.—Quedaron en enviárselo una hora antes de la ejecución.Valeria se estremeció de horror, llevándose las manos a los oídos. Gian

Giacomo prorrumpió en un juramento, y dijo:—Que se le envíe uno de inmediato a ese desgraciado. Vaya a buscarlo

a Quinto.Una hora después, un fraile predicador de la Orden de Santo Domin-

go, envuelto en amplia capa negra sobre el blanco hábito, penetró en lacárcel de Bellarión.

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El guardia, antes de retirarse, puso una linterna sobre la mesa y echóuna ojeada al preso, que seguía en el mismo sitio atado de pies y manos.Mas, en ese intervalo de tiempo, algo había sucedido a las cuerdas, puesapenas salió el hombre, el buen fraile se quedó mudo de estupor al verque las cuerdas caían de las manos que antes sujetaban como telas dearaña, y que estas mismas manos ya libres, se ceñían a su cuello con lafuerza de férreas tenazas.

—Guarde silencio, y escapará con vida… Si se compromete a ello, dédos veces con el pie en el suelo.

La señal fue hecha con verdadero frenesí.—Pero tenga presente que al menor intento de gritar lo mato como a

un conejo.Separó las manos y el medio asfixiado fraile tartamudeó:—¿Por qué me atropellas, hijo…, cuando yo vengo…?—Ya sé a lo que viene, pero ahora se trata de algo más urgente.Una hora después el hombre de Dios, con la austera figura inclinada,

salió del aposento llevando la luz.—He traído la linterna —dijo en voz baja—, porque el prisionero quiere

estar a solas con sus pensamientos.El soldado cogió la linterna con una mano a tiempo que echaba el

cerrojo con la otra. Pero como le pareció que aquel fraile era más altoahora que antes, levantó la linterna a la altura de la capucha.

Un instante después estaba boca arriba con el cuello entre las vigoro-sas manos del que se arrodillaba sobre su pecho. El guardia comprendióentonces que sus sospechas eran fundadas, y otro instante después yano comprendió nada, pues un violento choque de su cabeza contra elsuelo de piedra, lo privó del conocimiento.

Bellarión apagó la linterna y tras retirar el inanimado cuerpo a unoscuro rincón, salió precipitadamente con la capucha calada. Los solda-dos que estaban en el patio sólo vieron en Bellarión al fraile confesor quepasó entre ellos murmurando: Paz vobiscum,1 y cruzando el puente leva-dizo, se halló en libertad.

Después, al amparo de las sombras de la noche, siguió andando muyde prisa con el hábito remangado. Pero pronto hubo de acortar el paso yproceder con cautela, para evitar los grupos de soldados puestos porCarmaguolo con objeto de malograr cualquier intentona de los suizos.

Ya era casi medianoche cuando llegó, por fin, al campamento de Stoffel,situado al sur de Vercelli. Allí reinaba la excitación. Fue detenido poruna patrulla del cantón de Uri, a cuyo jefe se dio a conocer, siendoconducido sin demora a la tienda de Werner.1La paz sea con ustedes.

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Este se hallaba armado de punta en blanco al entrar Bellarión, que enel acto se despojó de los hábitos quedando con su usual ropaje.

Disipada la primera sorpresa, dijo Stoffel:—Estábamos a punto de ir a buscarte.—Mala empresa, Werner —contestó Bellarión estrechando enérgica-

mente la mano de su amigo, en señal de gratitud por tal prueba deadhesión.

—Algo habríamos logrado, hay en nuestro campo el entusiasmo quefalta en el otro.

—¿Y las murallas de Quinto? Se habrían roto la cabeza en ellas. No espoca suerte que los haya librado del mal paso.

—Y, ¿qué hacemos ahora? —preguntó Stoffel.—Da la orden de levantar el campo con premura. Marchamos a Mortara,

a reunirnos con la «Compañía del Perro Blanco», de la que no debí haber-me separado. Ya enseñaré a Carmaguolo y a esos príncipes montferratinosde lo que es capaz Bellarión.

En aquellos momentos ya tenían nociones de ello los augustos herma-nos. La alarma de la fuga circuló por todo Quinto, y corrieron en buscade Carmaguolo, que supo los detalles por un fraile medio desnudo y unhombre con la cabeza entrapajada.1 Se había perdido algún tiempo enbuscarle, y él perdió aún más, hasta llegar a la conclusión de que debíahaber huido al campamento de los suizos. Contra ellos marchó Carma-guolo a la cabeza de su ejército, mas lo encontraron vacío. Bellarión sehabía llevado los hombres sin detenerse a recoger las tiendas.

Carmaguolo volvió a Quinto para comunicar a la agitada princesa lasnuevas del fracaso. La encontró sola en la armería, hundida en un gransitial junto a la lumbre.

—Sin duda ha ido a reunirse con su condotta —dijo—, pero no sabiendoel camino, y a oscuras, es imposible la persecución.

A esto siguió un derroche de juramentos, maldiciéndose a sí mismopor no haber tenido más vigilancia, ya que sabía la casta del pájaro conquien tenía que habérselas, así como al fraile y al centinela.

Valeria lo contemplaba encontrándolo menos admirable que en otrasocasiones. Involuntariamente comparaba aquella soldadesca desespe-ración con la calma y el dominio de sí mismo que tanto la sorprendieronen Bellarión, y ahogando un suspiro, se dijo, que si Bellarión tuviera elalma leal, no habría caudillo que pudiera comparársele.

—Los denuestos no ayudan a nada, caballero —dijo Valeria con algo deaspereza.

—Si me expreso con vehemencia —dijo él deteniéndose junto a Valeria—es sólo por su causa.

1Entrapajar: Envolver con trapos alguna parte del cuerpo herida o enferma.

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—¿Por mi causa, dice?—¿Puede dudar de lo que vendrá…? ¿Se figura que sólo hemos perdi-

do a Bellarión y a los suizos? El ejército de Mortara está compuesto casien su totalidad por su famosa «Compañía del Perro…» El nombre le cua-dra bien, a fe mía. Total, que reunirá más de cuatro mil hombres.

Valeria lo miró alarmada.—¿Quiere dar a entender que vendrá contra nosotros?—¡La duda es superflua…! ¿No conoce aún a quién sirve? ¡Por todos

los Santos! —y siguió otra retahíla de juramentos—. ¡No podían habersearreglado mejor las cosas para ese solapado demonio de los infiernos!

—Pero si viene, estamos perdidos —dijo ella sin perder de vista lo prin-cipal—. Estamos cogidos entre su ejército y el de mi tío.

La inmensa vanidad del arrogante capitán, le impedía admitir la posi-bilidad de una derrota total.

Pavoneándose con suficiencia, dijo:—¿Tan poca fe tiene en mí, Valeria…? ¿Piensa que animado por usted,

me dejaré derrotar? Mañana mismo escribiré al duque de Milán infor-mándole de la traición y fuga de Valsassina y pidiendo refuerzos quevendrán sin duda alguna. No es Filippo María hombre que deja impunela sedición de un jefe rebelde.

Parecía tan fuerte y seguro de sí mismo, que Valeria, contagiada por suciega confianza, le tendió la mano, diciendo:

—Olvide mis dudas, amigo mío. No volveré a desanimarlo con mis te-mores.

Él cogió la mano y la apretó contra sus labios, diciendo sin soltarla:—Ese espíritu valeroso es uno de los principales encantos de su adora-

ble persona… ¡La amo, Valeria, y es usted mía…! ¡Dios nos ha hecho eluno para el otro!

—No es ahora el momento de hablar de eso —contestó ella evitandoaquellas ardientes miradas, y los brazos que trataban de estrecharla.

—¿Pues, cuándo? —fue la fogosa pregunta de él.—Cuando Teodoro haya sido arrojado de Montferrato.—¿Es eso una promesa, Valeria…?Dejándose llevar por la exaltación, contestó ella:—El hombre que consiga el triunfo de nuestra causa, podrá pedirme lo

que quiera. ¡Lo juro!

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E

Capítulo XII

El deber de Carmaguolo

l caballero de Carmaguolo se había encerrado en un aposento de laplanta baja del castillo para escribir la carta al duque de Milán. La laborera muy dura para hombre de tan escasas letras, y jamás como en aquellaocasión sintió la necesidad de procurarse un secretario.

Los príncipes acababan de volver de misa; era domingo y habían pasa-do cuatro días desde la fuga de Bellarión. Los dos hermanos, sentadosen la armería, discutían sobre su situación, siendo sus puntos de vistabastante diferentes, pues a Gian Giacomo no le inspiraban ninguna con-fianza las baladronadas ni la teatral postura de Carmaguolo.

De súbito y casi sin ser anunciados, penetraron dos caballeros en lahabitación; uno era menudo, moreno y ágil como un mono, y el otro, porel contrario, corpulento, pesado y con la faz rubicunda.

La presencia de los dos recién llegados, que se deshacían en reveren-cias, hizo que ambos hermanos se levantaran.

—¡Oh! —exclamó Valeria alargando las dos manos—. ¡Barbaresco yCasella!

—Y casi quinientos emigrados de Montferrato, que hemos reclutado enLombardía para engrosar las huestes con que el gran Bellarión va asaldar las cuentas con el regente.

Besaron la mano de sus príncipes, y el impulsivo Casella miraba aGian Giacomo sin poder dar crédito a sus ojos.

—¡Señor marqués…! —exclamó el feroz hombrecillo—. Está desconoci-do… ¡Qué alto y qué guapo! Somos, señor, leales servidores de Su Alte-za, que desde hace mucho tiempo trabajamos por su causa. Pero yallegamos a la última etapa.

Su llegada no podía ser más oportuna para disipar la depresión quesobre ellos pesaba. Así se lo dijo Valeria, poniéndolos al corriente delestado de cosas. La deserción de Valsassina y de su poderosa compañíamitigó su entusiasmo, pues cambiaba completamente la situación.

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Frunciendo el ceño, preguntó Barbaresco:—Y, ¿dice que Bellarión es agente de Teodoro?—Tenemos pruebas de ello —dijo tristemente Valeria—. ¿Lo sorpren-

de…? Yo creí que lo sabía hace mucho tiempo.—Cierto es que hubo un momento en que dudé… en la noche en que

Spigno murió a sus manos…, pero antes de que transcurriera aquellamisma noche, ya supe la verdadera causa de la muerte de Spigno.

—¿Qué supo…? ¿Por qué lo mató? —fue la pregunta que hizo Valeriapálida como una muerta. Gian Giacomo, inclinado sobre la mesa, seguía eldiálogo con vivo interés. Con trémula voz prosiguió Valeria—: Lo matópara privarnos del mejor de nuestros amigos y…

Barbaresco, haciendo signos negativos, interrumpió a Valeria:—Lo mató porque aquel Spigno que a todos nos inspiraba tanta con-

fianza, era un espía de Teodoro.—¡Cómo!La princesa creyó que la tierra vacilaba bajo sus pies, y la gruesa voz

de Barbaresco vino a aumentar sus confusiones.—Todo está claro como el agua —siguió diciendo el voluminoso caba-

llero—. Nosotros creíamos culpable a Bellarión y estábamos dispuestosa obrar sumariamente con él. Pero a medianoche, Spigno subió paraliberarlo; este hecho lo descubrió a los ojos del preso que, haciéndosecargo del peligro, lo mató de una puñalada.

—Pero…, ¿tiene pruebas de la traición del conde o son meras suposi-ciones? —preguntó Valeria casi sin aliento.

—¡Suposiciones! —exclamó con sarcasmo Casella—. Aquella noche, an-tes de emprender la fuga, nos personamos en el domicilio de Spigno, y allíencontramos, entre otros comprometedores documentos, una carta diri-gida al regente y que debía serle entregada en caso de su desaparición omuerte. En ella nos nombraba a cuantos tomábamos parte en la conju-ración, y la forma en que estaba escrita, no dejaba duda acerca de que elconde era uno de los agentes encargados de la destrucción física y moraldel joven marqués. Siniestro proyecto que se habría logrado si Bellariónno hubiera intervenido.

Pero Valeria ya no escuchaba. Se había dejado caer sobre el sitial y,con la cabeza baja y las manos caídas sobre el regazo, murmuraba:

—Era verdad…, todo verdad —su acento parecía el gemido de un cora-zón desgarrado—. Y yo he desconfiado de él… ¡Oh, Dios mío…! Hanestado a punto de ahorcarlo con mi consentimiento… y ahora…

—Ahora —interrumpió el marquesito con brutalidad excusable por suscortos años—, tú y ese imbécil fanfarrón de Carmaguolo lo han alejadode nosotros, y a fuerza de injusticias se ha convertido en contrario.

En aquel momento entró el imbécil fanfarrón con los dedos llenos detinta y los cabellos en desorden. La frase que oyó a la entrada lo hizo

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detenerse en el umbral en postura académica, preguntando con afectadadignidad:

—¿De qué se trata?Gian Giacomo se lo dijo con tan explícita franqueza, que lo hizo poner-

se alternativamente colorado y pálido. Después, envolviéndose en sudignidad ofendida como en un manto, avanzó diciendo:

—Nada sé de todo eso… ni tiene nada que ver conmigo. Lo que me im-porta es lo que ha pasado aquí; el descubrimiento de la traición de esehombre, completada con su propósito de levantar el sitio…, y no creooportuna la ocasión de insultarme a mí…, ¡a mí…!, que soy el único queaún puede evitar la derrota de su causa.

El reproche iba dirigido a todos y especialmente a Valeria, que fue quiencontestó:

—Olvida, caballero, que sólo el creer en sus anteriores traiciones fue loque me predispuso a admitir sus asertos.

—Pero la carta…—¡En nombre de Dios…! ¿Dónde está esa carta? —rugió Barbaresco.—¿Quién es usted para interrogarme…? No conozco sus derechos, ni

aun su nombre.La princesa lo presentó, lo mismo que a Casella, añadiendo:—Son antiguos y buenos amigos, y han venido para servirnos con to-

dos los hombres que han logrado reclutar. Enséñele la carta al caballeroBarbaresco.

Sin disimular su impaciencia, Francesco sacó la misiva que llevaba enel cinturón de cuero carmesí.

Lentamente la deletreó Barbaresco, y alargándola después a Casella,miró a todos con asombro, que terminó en franca risa.

—¡Bondad divina! Señor de Carmaguolo, tiene usted fama de valientey es hombre de buena estampa, pero antes confiaría yo en la fuerza desu brazo que en su ingenio.

—¡Caballero!—Sí, ya sabemos que puede arquear el pecho, y también dar buenos ta-

jos con el mandoble,1 mas, por una vez siquiera, esfuerce un poco el seso—y la rubicunda faz tomó un aspecto severo, al decir—: Se ve que Teodo-ro le había tomado la medida al escribir esta absurda epístola que tantodaño habría podido causar de ser Bellarión menos listo. ¡No infle el bus-to ni sople…! Lea esta carta de nuevo, y diga si cree que Teodoro firma ysella una carta semejante que no contiene nada que justifique la argucia.

—¡Los mismos argumentos que empleó Bellarión! —exclamó el marqués.—Y a los que no dimos crédito —añadió con amargura Valeria.

1Mandoble: Espada grande; cuchillada o golpe grande que se da usando el arma conambas manos.

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—Son los argumentos que emplearía cualquiera en su caso —resoplóCarmaguolo—. Esa carta era un incentivo destinado a avivar su celo,recordándole la recompensa.

Barbaresco, exasperado por la estupidez del buen mozo, exclamó:—¡Vaya al diablo este cabeza de cántaro!—¿Cabeza de cántaro…? ¿A mí…? ¡Vive el Cielo…!—¡Señores…! ¡Señores! —intervino Valeria; y poniendo la mano sobre

el grueso brazo de Barbaresco, añadió—: Sin duda el caballero de Car-maguolo no ha querido…

—Ya lo sé…, ya lo sé, y le ruego que me perdone… Pero es que lasidioteces me sacan de quicio.

—¡Cada palabra suya es un nuevo insulto…!—Cálmese, caballero —medió la princesa—. ¿No ve que mi viejo amigo

le dice lo que no se atreve a decirme a mí…? Yo soy a sus ojos la idiota yla cabeza de cántaro, pero él es demasiado cortés…

—¿Cortés? —rezongó el amostazado capitán—. Es el último calificativoque se me ocurriría aplicar a tan agreste sujeto… que ignoro con quéderecho viene aquí.

—Con el que le da su antiguo afecto a mi hermano y a mí…, y le ruegoque en nuestro obsequio, tolere la fogosidad de sus conceptos.

El arrogante soldado se puso la mano sobre el corazón inclinándosecon histriónico gesto de rendimiento, para darle a entender que, porella, estaba pronto a todos los sacrificios.

—¿Cómo llegó esta carta a sus manos? —preguntó Barbaresco.Gian Giacomo lo refirió, y su hermana dijo después:—Y ese mensajero sigue sin que nadie lo interrogue, aunque Bellarión

quiso hacerlo.—¿Me lo reprocha, madonna? —preguntó Francesco—. Es un rústico

rapaz que nada podrá decirnos y sólo conduce a perder tiempo…—Vamos a perderlo ahora, puesto que no tiene mejor distracción que

ofrecernos.Conteniéndose, Carmaguolo contestó:—Parece que se ha propuesto, caballero, acabar con mi paciencia, y se

necesita la ilimitada adhesión que profeso a Su Alteza para soportarlo.¡Que traigan al mensajero!

A petición de Valeria, se reunieron los capitanes que habían votadopor la muerte de Bellarión, y ante los que Barbaresco repitió lo quehabía dicho a la princesa. Esta se encargó de interrogar al mensajero,que acababa de entrar entre dos guardias.

—Nada temas, muchacho —dijo Valeria al mozuelo, cuyo rostro estabaalterado por el terror—. Sólo quiero que me digas la verdad; cuando lohayas hecho, si no has tratado de engañarnos, recobrarás la libertad.

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Carmaguolo, que se había puesto al lado de Valeria, preguntó en voz baja:—¿No le parece imprudente…?—Imprudente o no, está prometido —contestó ella con un tono seco al

que no estaba acostumbrado el galán, y dirigiéndose al campesino, prosi-guió—: Cuando te entregaron la carta ¿recibiste instrucciones expresaspara su entrega?

—Sí, magnífica señora.—¿Qué instrucciones fueron esas?—Un caballero me llevó a los baluartes, donde había varios soldados, y

me señaló a las líneas que estaban enfrente, diciéndome que a los que medetuvieran les pidiera ser conducido ante el caballero Bellarión.

—¿Te encargaron que fueras con cautela?—Al contrario, me recomendaron que procurara llamar la atención…

Tan verdad, madonna, como el Evangelio.—¿En qué lado estabas de la plaza cuando te mandaron que fueras a

las líneas de enfrente?—Junto a la Puerta del Sur… Bien sabe Dios que no miento.La princesa se inclinó hacia adelante, y varios de los presentes imita-

ron el movimiento.—¿No te dijeron quién mandaba los soldados a donde te dirigías?—Sólo me encargaron que anduviera todo derecho, y que no fuera a

meterme en otras líneas…—¿Qué dices? —interrumpió Ugolino da Tenda con un movimiento

brusco.—¡La verdad, la verdad; así Dios me salve! —gritó aterrado el rapaz.—Cálmate —lo tranquilizó Valeria—. Bien sabemos que dices la ver-

dad…, pero, ¿no oíste algún nombre…?—Como oír, sí que oí…, los soldados hablaban de un tal Carmandolo o

Carmaldolo…—Es decir, Carmaguolo —exclamó Ugolino, pegando un puñetazo so-

bre la mesa—. Todo está claro, y ya veo que la carta de Teodoro ha ser-vido para el objeto que se propuso su autor.

—¿Qué está claro? —preguntó destempladamente Francesco.—Todo, después de oír al mensajero. ¿Por qué fue enviado a la sección

del Sur? ¿Suponen que Teodoro ignoraba el lugar donde se alojabanValsassina y sus tropas? —y con voz cada vez más recia, preguntó—:¿Por qué no se había interrogado antes al mensajero? —y fijando unaamenazadora mirada en el rojo y ceñudo rostro de Carmaguolo, aña-dió—: ¿Sería acaso…?

—¿Qué mil diablos quiere insinuar? —bramó Carmaguolo.—Ya sabe lo que quiero decir. Nos ha puesto al borde de cometer un

asesinato. ¿Lo ha hecho por ser necio o villano…?

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Carmaguolo, bramando como un toro, quiso precipitarse sobre él, mas losotros capitanes lo impidieron, y la princesa, con tono imperioso, mandó quecada cual volviera a su puesto. De pie, erguida y con el rubio cabello for-mando un marco de oro al pálido rostro, dijo con leve acento de reproche:

—No culpen sólo al caballero de Carmaguolo, capitán Da Tenda. Laculpa nos corresponde a todos por igual, pues dimos crédito con dema-siada ligereza a las suposiciones que perjudicaban a Valsassina.

—Ahora es cuando aceptan con ligereza las suposiciones…, pero ha-blemos de los hechos… Si sus intenciones son buenas, ¿por qué halevantado el sitio? ¿Puede contestarme?

El reto que Carmaguolo dirigía a todos, fue contestado por Ugolino.—Por alguna razón parecida a la que lo hizo enviar los suizos a Carpig-

nano, mientras usted construía los famosos puentes. Las intenciones deBellarión Cane son demasiado complicadas para que las descubran ojostan faltos de perspicacia como los suyos y los míos.

Con una mirada malévola, contestó Francesco:—Ya discutiremos eso en otro lugar, Ugolino. Ha empleado usted pala-

bras que son difíciles de olvidar.—Para que las recuerde las he pronunciado —contestó el joven guerre-

ro sin amedrentarse—. Mientras tanto, madonna, dígnese acoger mi des-pedida. Levanto el campo y dentro de una hora me pondré en marchacon mi condotta.

Valeria lo miró con desconsuelo, y él, en respuesta a esa mirada, dijo:—Lo siento mucho, princesa, pero mi deber me obliga a reunirme con

Valsassina. La alucinación colectiva que hemos sufrido me alejó de él,pero al recobrar la razón, vuelvo a mi puesto —se inclinó profundamentey recogiendo su capa, se dispuso a salir.

—¡Deténgase! —tronó Carmaguolo siguiéndolo—. Antes de que se mar-che, tengo cuentas que arreglar con usted.

Ugolino se volvió desde el umbral:—Ya le ofreceré la oportunidad —dijo—, pero no antes de que respon-

da a mi pregunta de si es usted necio o villano, y sólo cuando me entere deque es lo primero —y salió.

Los capitanes formaron una barrera para impedir el paso a Carmaguolo,quien, lívido de enojo y humillación, se volvió a la princesa y dijo:

—Permítame, Su Grandeza, que vaya tras él. No podemos consentirque se vaya.

Valeria agitó la dorada cabeza, diciendo:—No quiero que se detenga a nadie contra sus inclinaciones, y el capi-

tán Da Tenda tiene razón en seguir las suyas.—¡Razón…! ¡Justo Dios…! ¡Razón! —repitió Carmaguolo apostrofando

al techo. Se volvió a los demás capitanes, y dijo—: ¿Y ustedes…? ¿En-cuentran también razones para sublevarse?

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Belluno, que era su teniente, contestó sin vacilar:—Si se ha cometido un error, todos hemos sido culpables y tenemos la

honradez de reconocerlo.—Me alegro de que aún quede honradez en el ejército.—Pero olvidamos a este pobre muchacho —dijo la princesa.Carmaguolo le echó una mirada en la que se leía el gusto con que le

hubiera retorcido el pescuezo.—Vete, pobrecito —le dijo Valeria—. Que lo acompañen hasta la salida

del campamento.El chico salió con los guardias, y también se marcharon los capitanes.Carmaguolo, muy quebrantado moralmente, miró a Valeria que había

vuelto a hundirse en el sitial.—De cualquier modo que se mire —dijo Francesco— los intereses de

Teodoro son los que han salido ganando… y ahora, ¿qué hacemos?—Si yo me atreviera —insinuó Barbaresco, más suave que la seda— le

aconsejaría que imitara a Ugolino, y se reuniera con Bellarión.—¿Cómo? —exclamó Carmaguolo irguiéndose en toda su altura—.

¿Reunirme…? ¿Dejar Vercelli?—¿Por qué no…? Ya sabe que las intenciones de Bellarión eran levan-

tar el sitio.—Nada me importan sus intenciones. Yo obedezco las órdenes del du-

que de Milán, y estas fueron ayudar en el sitio de Vercelli.—Puede ser —dijo Valeria pensativa— que Bellarión tenga algún otro

plan para vencer a mi tío.Francesco le dirigió una dolorosa mirada y, con voz que temblaba, dijo:—¡Oh, madonna…! ¡A qué irreparables errores la arrastra su buen co-

razón…! ¿Cómo puede, en un soplo, confiar en un hombre que durantetantos años ha tenido por falso y traidor?

—Es lo menos que puedo hacer, una vez descubierto lo injusto y cruelde mi error.

—¿Está segura de que no es ahora cuando comete el error? Ya oyó loque de él dijo Belluno, cuando destruyeron mis puentes: «Bellarión nuncaapunta adonde mira».

—Eso es justamente, y para vergüenza mía, lo que me ha ofuscado.—¿No será ahora cuando se ofusca?—Ya ha oído lo que ha dicho el caballero Barbaresco.—Yo no necesito oír al caballero Barbaresco ni a otro alguno. Yo juzgo

por lo que ven mis ojos y por lo que me dicta mi entendimiento.Valeria, con una mirada maliciosa, pronunció estas crueles palabras:—Pero, ¿es posible, caballero, que aún confíe en su entendimiento?Este fue el golpe de gracia a su pasión por Valeria, así como a las es-

peranzas que había fundado en ella. Como esposo de la princesa, creyó

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que le estaba reservado el primer lugar en la corte de Montferrato. Ladecepción hería su vanidad, que era la parte principal de su persona.

Pálido hasta en los labios y con la faz descompuesta, retrocedió unpaso diciendo con voz insegura:

—Ya veo, madonna, que ha tomado partido contra mí. Mis oraciones laacompañarán para que no tenga ocasión de arrepentirse. Las fuerzas deestos caballeros de Montferrato la acompañarán hasta Mortara. Yo, aun-que sea con la mitad de las fuerzas que requiere la empresa, me quedoaquí para tomar Vercelli, como es mi deber. Así, aún tendrá que debermeel triunfo de su causa… ¡Dios la guarde! —y se inclinó profundamente.

Tal vez esperó algunas palabras que lo detuvieran, algo que suavizarala injusticia de la cual él creía ser víctima, pero Valeria se limitó a decircortésmente:

—Gracias por su buena intención, caballero. Vaya con Dios.Mordiéndose los labios, levantó Carmaguolo su hermosa y vana cabe-

za, destinada a rodar algunos años más tarde en la Piazetta de Venecia.Pero eso no nos incumbe. Dadas las circunstancias, la retirada fue hon-rosa, y Valeria no volvió a saber de él.

Apenas cerrada la puerta, Barbaresco sujetó con ambas manos suabundante vientre y prorrumpió en sonoras carcajadas.

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C

Capítulo XIII

La ocupación de Casale

uando Bellarión anunció su propósito de levantar el sitio de Vercelli,acariciaba el plan de obligar a Teodoro a salir de su inexpugnable guari-da por medio de un movimiento estratégico aprendido de Tucídides yque ya había aplicado varias veces con éxito.

Sus suizos, sin impedimenta, caminaron con comodidad y rapidez.Habiendo salido del campamento de Vercelli el miércoles por la noche,en la tarde del viernes llegaron con Bellarión a Pavone. Koenigshofen sehospeda donde estuvo alojado Facino tres años atrás. Allí pasaron lanoche, pero mientras sus fatigados compañeros dormían, nuestro héroepasó la mayor parte de la noche tomando las necesarias disposicionespara levantar el campo al amanecer. Y muy temprano, en aquel nebulosodía de noviembre, se puso en marcha con Koenigshofen, Trotta y toda lacaballería, dejando que Stoffel con los infantes, bagages y artillería, lossiguiera más despacio.

Antes de anochecer, habían llegado a San Salvador, donde descansó elejército, y el domingo por la mañana, justo a la hora que llegó Barbarescoa las cercanías de Vercelli, Bellarión Cane, príncipe de Valsassina, seacercaba al frente de su ejército a la Puerta de los Lombardos de Casale,por la misma carretera en que años atrás huyó, como vagabundo sinnombre ni dinero, cuya única ambición era aprender el griego en la Uni-versidad de Pavía.

Muchos caminos había cruzado desde entonces, y, tras una larga di-lación llegó a Pavía, pero no como estudiante mendigo, sino como afa-mado condottiere.

Mucho había aprendido desde entonces, aunque no fuese el griego,mas la adquirida ciencia mundana de nada le sirvió para aumentar suamor al prójimo, ni su aprecio al mundo. Por eso le alegraba pensar quetocaba a su término la tarea que se impusiera cinco años antes, al salirpor aquella misma puerta. Una vez concluida, se despojaría de los arreos

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militares, abdicaría sus principescos honores, y a pie, solo y humilde,volvería a la paz de su convento en Cigliano.

Nadie intentó cerrarle el paso en la capital montferratina. El oficial quemandaba la plaza carecía de fuerzas para oponerse a la imponente tropaque tan inesperadamente pedía entrada en Casale. Los pacíficos habitan-tes de la ciudad, al salir de misa, encontraron la plaza de la Catedral y lasprincipales calles invadidas por un ejército compuesto de italianos, gascones,borgoñones, sajones y suizos, cuyo jefe se proclamaba a sí mismo capitángeneral de las tropas del marqués Gian Giacomo de Montferrato.

Este título estaba muy lejos de tranquilizar a los ciudadanos, que te-mían la violenta rapacidad de la soldadesca.

El Consejo de los Ancianos, requerido por Bellarión, se reunió de inme-diato en el palacio municipal, a fin de conocer cuanto antes las intencio-nes del jefe de los bandidos (tal lo suponían) que tan atrevidamente habíainvadido la indefensa ciudad.

Llegó Bellarión acompañado por un nutrido grupo de oficiales. Su ele-vada estatura sobresalía de todos los demás, y estaba muy bizarro1 ymarcial, con magnífica armadura completa, menos el casco, llevado porun paje. En su cortejo formaban, desde el macizo y barbudo Koenisghofen,hasta el inquieto Giasone con sus feroces ojos junto a la nariz de ave derapiña, y el conjunto era lo más a propósito para llenar de pavor a lospobres montferratinos.

Pero el jefe, con voz clara y corteses maneras, dijo:—Señores: Nada tiene que temer la ciudad de Casale de esta ocupa-

ción, porque no son sus habitantes contra los que guerreamos. Si seabstienen de provocarnos, nada tendrán que lamentar, y los invitamos aque nos ayuden a restablecer los fueros de la justicia.

»El muy alto y poderoso duque de Milán, cansado de las agresiones quecontra su poder ha cometido su ambicioso príncipe, el marqués Teodoro,ha resuelto poner fin a la regencia que usurpó, puesto que el legítimosoberano, Gian Giacomo, ha entrado ya en la mayoría de edad.

»Si, como creo, son súbditos leales del que tiene todos los derechospara gobernarlos, espero que esta tarde, a la hora de Vísperas, juren enmis manos la fidelidad debida al marqués Gian Giacomo Paleologo, en laCatedral de Casale.

La indicación era una orden, que fue puntualmente obedecida por losque no tenían medios para resistir. Mientras tanto, las proclamas deBellarión habían tranquilizado los ánimos. En ellas se le recordaba a lastropas que ocupaban una ciudad amiga, a la que debían amparar y de-fender, y que cualquier acto de pillaje o atropello, sería castigado con lapena de muerte.1Bizarro: Guerrero, lucido, espléndido.

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Bellarión se hospedaba en el palacio de los príncipes de Montferrato, y ocu-pando el mismo sitial en que se sentaba Teodoro cuando tan desdeñosa-mente recibió al pobre estudiante que por primera vez se veía ante aquellasaugustas paredes, escribió la siguiente carta a la princesa Valeria. Estedocumento, perfecto desde el punto de vista caligráfico, es uno de los po-cos fragmentos que han sobrevivido al ser extraordinario que reunió lascualidades de aventurero, hombre de Estado, militar y humanista.

Empezaba la carta:Reveritissima et Carissima Madonna —lo que quiere decir, Reverendísima yqueridísima señora.»Desde que por invitación suya, hace cinco años, entré a su servicio, este hasido el constante objeto de mis afanes. Esta tarde he vuelto a pasear por susjardines, reviviendo los instantes más hermosos de mi vida.»He seguido caminos tortuosos desconocidos para usted, y que le han dadoocasión de desconfiar de mí. Creo inútil expresarle lo profundo que me hanherido sus sospechas, pero los hechos parecían justificar su desconfianza, ylos hechos no se destruyen con palabras. Por eso, en vez de perder el tiempointentándolo, seguí adelante para, al llegar al término de la misión volunta-riamente impuesta, poder demostrarle sin necesidad de palabras el verda-dero impulso de mis actos durante los pasados cinco años. La fama que heobtenido, los honores que me han prodigado y el poder que la suerte hapuesto en mis manos, nunca han sido a mis ojos más que armas para em-plearlas en obtener los fines que me propuse. Sin ese servicio que se dignóusted aceptar en estos mismos jardines, mi vida habría sido muy diferentede lo que ha sido. Para servirla, he empleado la astucia y la doblez, habien-do llegado hasta el asesinato.»Mas no me avergüenzo por ello, ni usted, adorada señora, tiene tampocomotivos para avergonzarse. El asesinato no fue más que la ejecución de unvillano, y si delaté la conspiración fue por librarlos, a usted y a su augustohermano, de la red en cuyas mallas se habrían visto envueltos ambos. Si enmis relaciones con el marqués Teodoro ha predominado la duplicidad, no hehecho más que engañar a un falsario y traidor, que no merece ser combatidopor medios leales. También se me acusa de que tanto en el Consejo como enel campo de batalla, apelo a los subterfugios y nunca voy por el camino recto.Mas poco importa lo que haga o diga un hombre, con tal de que la causa quesirva sea buena. De la filosofía por la cual me guío, forman parte las doctrinasde Platón, que distingue entre la mentira de los labios y la del corazón.»En mis labios y en mis hechos he empleado muchas veces la mentira, peroa mi corazón no ha llegado jamás. Si en algunas ocasiones me he valido demedios que puedan parecer desleales, los fines han sido invariablementepuros y honrados, y al llegar al término de mi tarea, no puedo dejar demirarla con orgullo y con la legítima satisfacción del deber cumplido.»Si da crédito a lo expuesto (y los hechos no le permitirán dudarlo a menosde que por esta vez me abandone la suerte en la campaña) no necesito aña-dir detalles. A la luz de la fe en mí, y por lo que le escribo y por lo que estoyhaciendo, leerá usted misma esos detalles entre líneas…

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Seguía un conciso informe de lo ocurrido desde que salió de Quinto, y elruego de que viniera, sin pérdida de tiempo, a Casale con su hermano,contando con la protección de sus tropas y la lealtad de los habitantes, queesperaban llenos de entusiasmo la presencia de su legítimo soberano.

La carta fue despachada al día siguiente a Quinto, pero no llegó a Valeriahasta una semana más tarde, en el camino de Alessandría a Casale.

Entretanto, por la mañana muy temprano, cundió la alarma en la ciu-dad, al ver acercarse una fuerte columna de caballería. Era Ugolino DaTenda, al frente de su condotta, que a toque de trompeta renovó su adhe-sión al príncipe de Valsassina. Ya en presencia de este, le contó lo ocurridoen Quinto y la llegada de Barbaresco.

Bellarión lo abrumó a preguntas, particularmente respecto a la saludde la princesa, a lo que esta había dicho, y a lo que pasó entre ella yCarmaguolo. Cuando Ugolino hubo contestado a todo, en lugar de losseveros reproches que esperaba, se encontró de repente entre los brazosde un Bellarión mucho más alegre de lo que nunca había visto al sardó-nico soldado.

Este alborozo acompañó a Bellarión en los siguientes días. Parecía trans-formado; desplegaba la jovialidad de un chiquillo, cumplía sus múltiplestareas con una canción en los labios, y con el menor pretexto reía a car-cajadas, mientras que en sus grandes ojos, casi siempre sombríos, chis-peaba la alegría.

En realidad se multiplicaba, para atender a todo, en aquellos días deincesantes preparativos para llegar al final. Acompañado por un par deoficiales (uno de ellos era siempre Stoffel) salía todos los días a caballopara observar las condiciones del terreno, y cada mañana recibía infor-maciones de los numerosos espías que tenía, acerca de lo que pasaba enVercelli.

Con la clara presciencia1 que en todas las épocas ha sido cualidad delos grandes capitanes, adivinaba el curso que pensaba seguir Teodoro y,por eso, el miércoles de aquella semana, hizo salir a Da Tenda y su con-dotta con armas y bagages durante la noche (para que la maniobra nollegara a oídos del enemigo), y le dio la orden de acampar en los tupidosbosques de Trino, hasta nuevo aviso.

En la mañana del viernes llegaron, por fin, los príncipes a Casale, a losque daban escolta los emigrados montferratinos reclutados por Barba-resco y Casella, y el pueblo pudo saludar, no sólo a su nuevo soberano y asu bella hermana, sino a muchos parientes y amigos.

Bellarión, con sus capitanes y una escolta de honor de cien lanzas,recibió a los príncipes en la Puerta de los Lombardos, y los acompañóhasta palacio, donde ya estaban dispuestas sus habitaciones.1Presciencia: Conocimiento de las cosas futuras.

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El entusiasmo de la muchedumbre, que llenaba las calles, enrojeciólas mejillas del joven marqués y humedeció los ojos de la princesa. Aúnbrillaban lágrimas en ellos, cuando se presentó Valeria en el despacho deBellarión con objeto de hacerse perdonar sus injustas sospechas y des-confianza.

—Su carta, caballero —dijo ella—, me ha conmovido más hondamentede lo que podría esperar. Pensará que soy una necia por cuanto ha pasado,mas no me juzgue ingrata. Mi hermano le demostrará que nuestro agra-decimiento no tiene más límites que los de su poder.

—Madonna, yo no busco ni deseo esas pruebas. El servirla no ha sidopara mí un medio, sino un fin, como ya verá por usted misma.

—Ya veo muy claramente su abnegación y desinterés.Sonrió él con cierta melancolía al besar la mano de Valeria y contestó.—Pues aún lo verá mejor.El diálogo fue interrumpido por Stoffel, que irrumpió en el aposento,

anunciando que acababa de llegar un espía a galope tendido desdeVercelli, para anunciar que el marqués Teodoro había hecho una salidaal frente de sus tropas, y abriéndose paso a través de las de Carmaguolo,avanzaba hacia Casale, con un bien equipado ejército de unos cinco milhombres.

La nueva se había ya extendido por la ciudad, llevando la inquietud yel temor a todos los corazones.

La perspectiva de un sitio y la probabilidad de la venganza de Teodoro,por haber acogido favorablemente a sus enemigos, eran justas causasde pánico entre el vecindario.

—Que salgan los pregoneros y que proclamen en cada calle que nohabrá sitio, y que el ejército saldrá al encuentro del enemigo, más alládel Po —fue la orden que dio Bellarión.

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T

Capítulo XIV

El vencido

eodoro hizo la salida de Vercelli el viernes al romper el día. Estuvobien planeada, pues el marqués no era ningún novicio, y antes de quehubiera entrado en acción la mitad de su tropa, Carmaguolo, aterradopor lo rápido del golpe, había cedido el paso emprendiendo la fuga.

Esto no era más que el preludio de lo que se proponía hacer Teodoro,quien, con todas sus fuerzas, tomó la carretera de Casale para caer so-bre Bellarión, que ya había logrado su objeto: sacar al marqués y a suejército de entre aquellas murallas casi inexpugnables.

Apenas hubo pasado Teodoro con su gente, Carmaguolo, enterado desu partida, reunió sus maltrechas huestes y, al compás de tambores ytrompetas, y a banderas desplegadas, entró como conquistador en laindefensa ciudad de Vercelli. Por la resistencia que había hecho, la suje-tó a cruel saqueo, dando amplia licencia a los apetitos de la soldadesca,y por la noche escribió a Filippo María el siguiente documento histórico:

Muy alto y poderoso señor duque:Tengo la inmensa alegría de informar a Su Alteza que, con las reducidasfuerzas que me quedaron después de la deserción del príncipe de Valsassinay de algunos otros capitanes, he tenido la suerte de arrojar de Vercelli alambicioso Teodoro de Montferrato. Hemos reñido una gloriosa batalla en lasllanuras de Quinto, y con mis fuerzas, numéricamente inferiores, he logradoponer al marqués en fuga. Desistiendo de la persecución, por no internarnosen territorio montferratino, he ocupado la plaza, reintegrándola a los territo-rios de su magnificencia, que supongo quedará plenamente satisfecho delcelo, actividad y pericia demostrada en tan noble hecho de armas.

La marcha de Teodoro a Casale estaba muy lejos de parecer una fuga. Elconsiderable tren de sitio que arrastraba por aquellas pantanosas plani-cies entorpecía tanto su marcha, que ya mediaba la fría tarde de no-viembre cuando alcanzó Villanova, y allí supo de boca de un espía queun importante ejército, mandado por el príncipe de Valsassina, marcha-ba hacia el Norte, desde Terranova.

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La noticia, por lo imprevista, produjo cierta alarma.Teodoro avanzaba confiado, teniendo la seguridad de encontrar al ene-

migo encerrado en Casale. De ahí el voluminoso tren de sitio que tantohabía retrasado su marcha. El que Bellarión, despreciando las ventajasque le ofrecían las fuertes murallas de Casale, las abandonara para com-batir a campo abierto, era cosa que ni en sueños se le había ocurrido. Yen este, como en otros casos, lo imprevisto de la táctica favoreció aBellarión. Obligado Teodoro a obrar con premura, sin saber cuándo cae-ría sobre él la tropa enemiga, tomó disposiciones sin madurarlas comorequería el caso.

La primera de ellas fue mandar que se suspendieran los preparativosque se hacían para acampar durante la noche y ponerse inmediatamen-te de nuevo en marcha. Esta se reanudó con cierto desorden, producido,sobre todo, por el cansancio de las tropas.

El objetivo de Teodoro, y muy acertado por cierto, era ganar la extensallanura de tierra firme que se extiende entre Corno y Pópolo. Las colinasque la rodeaban defenderían sus flancos, y el enemigo tendría que ata-car sobre un frente estrecho.

Pero a poco más de una milla de Villanova, se presentó Bellarión sobreel ala izquierda y la retaguardia. Con la capacidad propia de un aguerri-do veterano, el marqués formó sus tropas en media luna, colocando lainfantería de un modo que mereció la completa aprobación de su contra-rio. Después intentó visiblemente batirse en retirada, a fin de llevar suejército hasta la ambicionada posición.

Pero la infantería no estaba a la altura de su jefe y carecía de prácticaen esos movimientos estratégicos. No supo resistir la furiosa carga de lacaballería pesada a las órdenes de Trotta, que arrolló la muralla huma-na. Un contraataque de Teodoro generalizó la batalla y, para un encuen-tro de esa magnitud, no podía ser más desfavorable la posición de Teodoro,con los pantanos de Dalmazzo a su izquierda y dando la espalda a laimpetuosa corriente del Po. Con pasmosa serenidad, el montferratinovarió la dirección de sus tropas de modo que la retaguardia estuviera enla línea de la gran explanada de tierra firme; se oyó en aquella direcciónel cada vez más cercano galope de muchos caballos y un instante des-pués la condotta de Ugolino había embestido por la espalda a la reta-guardia del marqués.

Da Tenda siguió al pie de la letra las órdenes de Bellarión. Saliendo deBalzola al mediodía, avanzó con gran cautela hasta emboscarse en el lugarindicado por el jefe. El nuevo golpe, tan violento como inesperado, descom-puso la retaguardia de Teodoro. Los hombres se dispersaron, metiéndosemuchos en las tierras pantanosas, en las que se hundieron hasta el pecho.Esto produjo tal pánico y trastorno, que el frente fue hecho pedazos por losrenovados ataques de Bellarión.

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En menos de tres horas de combate, exceptuando algunos jinetes quehuyeron hacia Trino, de todo el ejército de Teodoro no quedaba comba-tiente con vida que no se hubiera rendido. Desposeídos de las armas yprivados de los caballos, recibieron la orden de ir adonde quisieran, contal de que fuera lejos del territorio de Montferrato. Los heridos del ejér-cito de Teodoro fueron llevados por sus compañeros a las aldeas de Villa-nova y Grossi.

Hacia las tres de la madrugada de aquella misma noche, el ejércitovencedor hizo su entrada triunfal en Casale, que parecía un ascua deoro por las muchas fogatas y antorchas que alumbraban las calles, entanto que las campanas de la Catedral repicaban anunciando la victoria.Bellarión fue aclamado con delirante entusiasmo por haber salvado alpueblo de los horrores de un sitio y de la peligrosa venganza del mar-qués Teodoro.

Este marchaba a pie, con porte altivo, a la cabeza de un grupo de pri-sioneros de alto rango militar, retenidos por sus opresores para obtenerrescate. La multitud le dirigía insultos y burlas, como hace siempre elpopulacho con todos los vencidos. Muy pálido, pero con la cabeza ergui-da, aparentaba Teodoro no oír aquellas expresiones de la bajeza huma-na, muy convencido de que si hubiera triunfado, habrían sido para él lasaclamaciones que saludaban a su contrario.

Fue conducido a palacio y al mismo aposento en que por espacio detantos años había regido el Estado de Montferrato. Allí encontró a sussobrinos esperándolo, al entrar entre Ugolino da Tenda y Giasone Trotta.

Con la cabeza descubierta, despojado de la armadura y un poco incli-nado, parecía un reo ante el tribunal, y desde aquel mismo sitial en queplaneó la supresión de su sobrino, se alzó la voz de este, para decir:

—Espero que reconozca sus culpas, señor —la voz de Gian Giacomoera clara y fría, y la viril dignidad de su gallardía lo hacía muy distintodel mozuelo a quien él trató de perder física y moralmente—. Bien sabeel mal pago que ha dado a la confianza que en usted puso mi padre yseñor, que en gloria esté. ¿Tiene algo que alegar?

El ex regente tuvo que hacer un esfuerzo antes de poder decir:—En la hora de la desgracia, sólo puedo entregarme a su clemencia.—¿Es, por ventura, digno de ella…? ¿Olvida la causa que lo ha traído a

su presente estado?—Ya sé que estoy en sus manos, prisionero e indefenso…, no pretendo

tener derecho a piedad…, la espero, nada más.Los dos hermanos cambiaron una mirada.—No soy yo el que ha de juzgarlo, y me alegro —dijo Gian Giacomo—.

Pues aunque usted haya olvidado que soy su sangre, yo no olvido que esel hermano de mi padre. ¿Dónde está Su Alteza el príncipe de Valsassina?

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Teodoro retrocedió un paso, diciendo:—¿Van a ponerme a merced de ese falsario?—Muchos títulos ha ganado nuestro campeón —dijo con frialdad Valeria—

desde la hora en que para combatir sus infamias, se convirtió en su espía.Pero el título que acaba de darle, viniendo de sus labios, es el más alto queha recibido. Ser un falsario a los ojos de un traidor, es ser un hombre hon-rado entre los de rectas miras.

El pálido rostro de Teodoro se contrajo con una maliciosa sonrisa; masnada pudo decir, pues en aquel mismo instante se abrió la puerta paradar paso a Bellarión.

Venía sostenido por dos suizos, y seguido de cerca por Stoffel.Lo habían despojado de la armadura, las mangas del coleto y la camisa

colgaban vacías y ensangrentadas, mientras que sobre el pecho se veíael bulto del brazo inerte y pegado al cuerpo. Estaba muy pálido y eviden-temente sufría atroces dolores.

Valeria se puso en pie y casi más pálida que él, preguntó:—¿Está herido, príncipe?Bellarión, con sonrisa algo irónica, respondió:—Suele suceder cuando se va a un combate. Pero, según creo, el señor

marqués Teodoro es quien ha recibido la herida más profunda.Stoffel acercó un sitial en el que los suizos dejaron caer suavemente a

Bellarión, quien, dirigiéndose a Teodoro, dijo:—Uno de sus caballeros me ha traspasado el hombro en la última

carga.—Ojalá le hubiera traspasado el pescuezo.—Ese era su propósito —dijo el herido con pálida sonrisa—, pero ya

sabe que me llaman Bellarión el Afortunado.—Mi señor tío acaba de darle otro sobrenombre —dijo Valeria, y Bellarión

observó la mirada de odio y desprecio que arrojó a Teodoro, pareciéndoleque la animosidad con que durante tanto tiempo lo abrumó, pasaba al fina quien le correspondía por derecho—. El señor marqués Teodoro —prosi-guió ella— es un hombre temerario, que no quiere molestarse en halagaral árbitro de su destino. Me parece que ha perdido su proverbial sagaci-dad, al mismo tiempo que su ejército.

—Sí —contestó Bellarión—, le hemos quitado todo, hasta la máscarade magnanimidad ha desaparecido.

—¿Hasta cuándo he de soportar sus burlas? —preguntó con rabia con-tenida Teodoro—. ¿Les complace tenerme aquí…?

—No, por mi vida —interrumpió el herido—. Su presencia nunca hasido grata para mí. Llévatelo, Ugolino, y tenlo en lugar seguro… Mañanase le juzgará.

—¡Perro! —exclamó el vencido con venenosa mirada, disponiéndose a salir.

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—Esa es mi divisa, lo mismo que el ciervo es la suya… Pensaba enusted cuando la adopté.

—Bien castigado estoy por mi debilidad —observó Teodoro detenién-dose—. Si yo hubiera dejado que el podestá lo colgara cuando estuvoaquí preso…

—Le pagaré en la misma moneda —interrumpió Bellarión—. Se respe-tará su pescuezo, y hasta conservará el principado de Génova con tal deque no intente salir de él —e hizo una perentoria señal a Ugolino, quesalió rápidamente con el prisionero.

Tan pronto como se cerró la puerta, Bellarión, que sólo se sostenía porun supremo esfuerzo de voluntad, al aflojar las riendas de esta perdió elsentido.

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A

Capítulo XV

La última batalla

l volver en sí se encontró acostado sobre el lado sano en un anchodiván del mismo aposento, situado debajo de una ventana a la que se lehabían corrido las cortinas de cuero pintado.

Al entreabrir los ojos observó que un hombre viejo, vestido de negro, loobservaba mesándose la barba gris, y que alguien, que no podía ver,bañaba su frente con un líquido refrescante y aromático.

—Ya abre los ojos —dijo el hombre de la barba—. Espero que todo vayabien, mas, por precaución, debe permanecer acostado.

—Así se hará —dijo la voz de la mujer que le humedecía la frente, yaquella voz era la de la princesa Valeria—. Sus criados deben estar aba-jo. Mándelos subir cuando salga.

El hombre se marchó, después de saludar. Bellarión volvió lentamentela cabeza y miró asombrado a Valeria, con quien estaba solo. Los bellosojos color de avellana, más benignos que de costumbre, se iluminaron almirarlo.

—¡Usted, madonna, sirviéndome de enfermera…! Eso no…—¿Quiere decir que no es bastante pago para lo que ha hecho por

mí…? Déme tiempo y ya verá que esto sólo es el principio.—No pensaba así…—Entonces no pensaba bien… y se comprende, porque está débil y el

entendimiento funciona con lentitud. De no ser así, recordaría que enestos cinco años en que usted ha sido mi noble, valiente y abnegadocampeón, yo, abroquelada en mi estupidez, lo he tratado como enemigo.

—¡Ah! —sonrió él—. Bien sabía yo que acabaría por convencerse, y esaseguridad me daba paciencia para soportarlo todo.

—¿Y no ha dudado nunca? —preguntó asombrada Valeria.—Estaba demasiado seguro de mí mismo.—Y bien sabe Dios que usted tenía razón de sobra para estarlo… ¿Sabe,

príncipe, que en estos horribles cinco años no hay maldad de la que yo

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no lo creyera capaz? Influida por ese matón de Carmaguolo, hasta llegué asuponer que usted era un cobarde.

—No iba desencaminada, si juzgaba desde el mismo punto de vista queél. No soy un combatiente de su especie, y siempre cuido mi persona.

—Su estado lo demuestra.—¡Oh…!, lo de hoy es diferente… Era la última etapa y había que aca-

bar aunque la lanza de un enemigo me atravesara el cuello. Como ya nohe de reñir más batallas, poco importaba dejar la vida en la última.

—¿La última batalla dice, príncipe?—Ese título no me pertenece. Ya no soy príncipe. Lo dejo atrás…, como

todas las demás vanidades de este mundo.—¿Que lo deja atrás…? No lo entiendo.—Cuando vuelva a Cigliano, que será tan pronto como pueda moverme…—Pero, ¿qué hará en Cigliano?—Lo que hacen los demás frailes. Pax multa in cella, como decía nues-

tro viejo abad. Esa paz es la que ambiciono ahora que mi tarea estásatisfactoriamente concluida. Nada tengo en el mundo.

—¡Nada, y en cinco años se ha puesto a la misma altura de los másaltos! —protestó ella escandalizada.

—Quiero decir, nada que me atraiga —replicó él con dulzura—. Todo esvanidad, ambición y matanza. Yo no sirvo para ese mundo, y sin usted,ni siquiera lo habría conocido. Ahora ya se ha acabado.

—Pero sus vastos dominios… Gavi, Valsassina…—Se los lego a usted, madonna, si se digna aceptarlos de mis manos,

como regalo de despedida.Siguió una larga pausa. Valeria había retrocedido unos pasos, y él no

podía distinguir su rostro. Desde allí y con voz ahogada, dijo ella:—Segura estoy de que delira usted… Es la consecuencia de la herida.Suspiró Bellarión, al contestar:—¿Lo cree así? Es muy difícil de comprender, para los que han crecido

en ese ambiente, que haya ojos que no se deslumbren con el mundanaloropel. Mas, puede creerme; sólo llevaré al claustro un sentimiento.

—¿Cuál? —preguntó Valeria adelantándose con viveza.—Que el propósito con que salí de la celda ha quedado incumplido. No

he estudiado el griego.Se repitió la pausa, aún más larga. Valeria se acercó más, de modo que

toda su imagen quedaba dentro de la línea visual del herido, y con vozcomo suave murmullo, dijo:

—Se acercan sus servidores, según creo…, debo marcharme.—Gracias por sus cuidados, madonna. ¡Que el Cielo la bendiga!Pero Valeria no se fue. Permaneció de pie y erguida entre el diván y la

chimenea, cuya lumbre recortaba las puras líneas de aquella grácil figu-ra, como lo hizo el sol en la inolvidable tarde en que él la vio por primera

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vez en el jardín. También vestía ahora de azul y plata, y la redecilla deargentados hilos, que sujetaba la maravillosa cabellera de un doradorojizo, estaba salpicada de zafiros.

—¡Ay! —exclamó él con soñadora melancolía—. Así estaba usted la pri-mera vez que la vi, y así la recordaré mientras mi memoria retenga algo…¡Qué contento estoy de haberme dedicado a su servicio, señora de mialma…! Eso me ha enaltecido a mis propios ojos.

—Lo ha enaltecido a los ojos de toda Italia.—¿Qué me importa a mí eso?Lentamente avanzó Valeria hasta ponerse al lado del herido. Estaba muy

pálida, y sus grandes ojos tenían el misterioso brillo de dos profundos la-gos en los que se refleja la luna. Con voz apenas perceptible, preguntó:

—¿Y yo…? ¿Tampoco le importo nada, Bellarión?Con infinita tristeza, contestó el caballero:—¿Es posible que me haga esa pregunta? ¿No le da mi vida entera la

respuesta de que no ha habido mujer que signifique más para un hom-bre de lo que usted significa para mí?

Los labios de la princesa temblaban al decir:—Llevo sus colores, Bellarión.Él fijó la vista y al observar la armoniosa combinación del azul y plata,

dijo sonriendo:—No me había dado cuenta de la casualidad…—No es casualidad…, es designio.—Es muy bondadosa al dispensar ese honor a mis colores.—No ha sido sólo por honrarlos… Es… que… ¿no le dicen nada estos

colores?—¿Decirme…? ¿A mí? —y por primera vez en su vida, los dominadores

ojos de Bellarión revelaron temor.—Ya veo que no, y lo comprendo… puesto que no ambiciona nada en el

mundo.—Nada que esté a mi alcance, y el ambicionar lo que no podemos obte-

ner, no es más que aumentar las amarguras de la vida.—Pero, ¿hay algo en este mundo que no esté a su alcance? —contestó

Valeria sonriendo y con los ojos cuajados de lágrimas.Bellarión, emocionadísimo, cogió con la mano sana la de Valeria, que

colgaba a la altura de su cabeza, y con agitada respiración murmuró:—Creo que me estoy volviendo loco.—Loco, no…, pero está usted menos perspicaz que de costumbre…

Vaya, dígame… ¿no hay nada que ambicione?—¡Oh, sí! —y con expresión de iluminado, prosiguió—: Hay algo que

para mí transformaría este valle de lágrimas en un trasunto1 de la gloria.Algo que daría a mi vida… ¡Cielos…! ¿Qué estoy diciendo?1Trasunto: Imitación exacta, imagen o representación de algo.

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—¿Por qué se interrumpe, Bellarión?—Tengo miedo…—¿De mí…? ¿Acaso puedo negar algo a quien tan lealmente me sir-

vió…? ¿Soy yo quien le ha de ofrecer cuanto soy…? ¿No podría reclamar-lo usted mismo?

—¡Valeria!Ella se inclinó hasta besarlo en los labios, y, muy cerca de ellos, dijo

con apasionado acento:—El odio de todos estos años no era más que amor disimulado. Porque

mi alma se unió a la tuya desde la tarde en que me hablaste en el jardín.Por eso me torturaba tanto el creerte bajo y traidor. Debí confiar más enmi corazón y menos en mi ofuscado juicio. Ya me advertiste de mi faltade capacidad para las conjeturas… Y yo he sufrido los horribles tormen-tos de quien vive en constante lucha consigo misma.

Bellarión, muy pálido, la escuchaba embelesado… y dijo lentamente:—Sí…, estoy delirando…, como decía hace poco… Eso debe ser.

Fin

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Índice

I. En el umbral/ 5

II. El fraile gris/ 13

III. La puerta entornada/ 20

IV. Lugar sagrado/ 28

V. La princesa/ 35

VI. Los hilos del destino/ 42

VII. Servicio secreto/ 49

VIII. Tablas/ 56

IX. El marqués Teodoro/ 61

X. La advertencia/ 65

XI. Bajo sospechas/ 71

XII. El conde Spigno/ 75

XIII. El juicio/ 79

XIV. Evasión/ 86

Segunda parteI. El milagro de los perros/ 91

II. Facino Cane/ 99

III. La condesa de Biandatre/ 106

IV. El campeón/ 112

V. El Municipio de Milán/ 118

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VI. Infructuosos avances/ 124

VII. Maniobras/ 129

VIII. La batalla de Travo/ 137

IX. De mortuis/ 141

X. El caballero Bellarión/ 146

XI. El sitio de Alessandría/ 155

XII. La lealtad de un duque/ 164

XIII. Las vituallas/ 167

XIV. El arriero/ 173

XV. Los encamisados/ 180

XVI. Separación/ 184

XVII. El regreso/ 191

XVIII. El rehén/ 195

Tercera ParteI. El condottiere Bellarión/ 205

II. La batalla de Novi/ 211

III. El regreso de Facino/ 218

IV. El conde de Pavía/ 223

V. Justicia/ 230

VI. La herencia/ 239

VII. El príncipe Valsassina/ 246

VIII. Los puentes de Carmaguolo/ 254

IX. Vercelli/ 261

X. El arresto/ 266

XI. La promesa/ 273

XII. El deber de Carmaguolo/ 279

XIII. La ocupación de Casale/ 287

XIV. El vencido/ 292

XV. La última batalla/ 297

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