Autor: Rafael Gustavo Posso Parra. Proceso de … · de octubre se celebra el tradicional Festival...
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Autor: Rafael Gustavo Posso Parra. Proceso de recuperación de la memoria denominado Siguiendo Huellas. San Juan Nepomuceno, 2010
¿Cómo nos toca la guerra?
Universidad Javeriana
Facultad de Estudios Ambientales y Rurales
Maestría en Desarrollo Rural
Bogotá, Noviembre de 2010
CONTENIDO
1. DOS CANCIONES, UNA FAMILIA Y
UN PUEBLO
2. A LA ALTURA DEL CONFLICTO
3. UNA PROPAGACIÓN DEL HAMPA
4. MUERTE TRAS MUERTE EN MI FA-
MILIA
5. MI HISTORIA, ENTRETEJIDA CON
LA GUERRA
6. LA DOCENCIA EN COLOMBIA: PROFESION PELIGRO
7. HISTORIA DEL SECUESTRO Y DE-
SAPARICIÓN DE FRANCELINA
8. NARRACIONES CON HUELLAS DE
LA VIOLENCIA
9. A MI ME TOCA LA GUERRA DESDE
ANTES DE NACER
10. EL PUEBLO DE DON ISRAEL
11. RELATO DE UN COLOMBIANO AL QUE NO LE HA TOCADO LA
GUERRA
12. LA GUERRA NOS TOCA DE MU-
CHAS MANERAS
13. LUZ STIBALLY
14. LAS CARAS DE LA GUERRA
15. UNA MADRE SOLTERA Y JOVEN EN MEDIO DE LA VIOLENCIA
16. ¡MATARON A MARCELA EN LLA-NO GRANDE!
17. “PABLINCHI”
18. CUANDO EL CONFLICTO ESTA-
BA EN PAÑALES
19. CÓMO NOS TOCA LA GUERRA
20. MIRANDO LA GUERRA SIN SI-
QUIERA COMPRENDER ¿CÓMO? Y
¿POR QUÉ?, PERO ENTENDIENDO EL ELEMENTO PERDIDO, LO
ESENCIAL…
21. APRENDIENDO A CAMINAR
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PRESENTACIÓN
Estas son nuevas historias, otras experiencias, todas con un denominador común, esculcado en los recuerdos de infancia, de la vida familiar, de los vecinos, de los recuerdos laborales. Como cada semestre en este curso, buscamos recuperar la memoria de cada uno de las y los estudiantes del curso, en torno a la pregunta ¿Cómo nos toca la guerra? para ponerla luego en manos de todos los participantes.
En esta ocasión, encontramos una importante tendencia de testimonios directamente vividos, que están impregnados de emociones y reflexiones marcadas por la impotencia y el dolor. Algunas vivencias han incursionado en los hilos históricos de sus familias, encontrando hechos si bien no vivieron directamente, si marcaron huellas en las trayectorias de muchas personas incluyendo la propia.
Quienes han acompañado procesos de memoria histórica, saben que ese caminar está acompañado de experiencias individuales y colectivas tácitas, difusas. Recordar aquello que duele y que queremos evitar requiere un esfuerzo especial para traerlo al presente y expresar-lo de alguna manera. Y saben que allí hay un ejercicio de catarsis imperceptible que se acom-paña de muchas imágenes, emociones y sentimientos. Cuando el relato está fuera y se mezcla con otros, una sensación de colectivo se va tejiendo silenciosamente. De eso se trata este modesto ejercicio. De reencontrarnos en medio de nuestras memorias marcadas por esta guerra que nos ha tocado de muchas maneras. Gracias por aceptar esta invitación.
Flor Edilma Osorio Pérez
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1. DOS CANCIONES, UNA FAMILIA Y
UN PUEBLO
El domingo 17 de octubre de 2010, en la plaza cen-
tral de San Cayetano en horas de la tarde, una
mujer de 32 años de edad sube por primera
vez a la tarima. Era la
única que lo haría ese día, para cantar ante los presentes una can-
ción de su autoría titulada Homenaje a mi Padre. Desde que era una adolescente no
había vuelto a componer canciones. Las es-trofas que sonaron por primera vez son las
siguientes:
San Cayetano aquí teneís tu hija,
San Cayetano aquí teneís tu hija, Y que ha venido a dedicar esta canción
Porque esta es una tierra prometida Porque esta es una tierra prometida
Impulsadora de nuestro folclor Por eso con motivo y con razón
Se la dedico pa’ toda mi gente Que están presentes y están conmigo
Agradecida yo viviré
Aunque mi padre se encuentra ausente
Negrito Barrios te recordaré Aunque mi padre se encuentra ausente
Negrito Barrios te recordaré
Como el más noble cultivador Del ñame más grande tú eras el mejor
Como el más noble cultivador
Del ñame más grande tú eras el mejor
Y hoy te regalo esta canción Con gran amor porque te quiero
Y hoy te regalo esta canción Con gran amor porque te quiero
Quiero a mi padre y siempre lo recuerdo
Quiero a mi padre y siempre lo recuerdo
Como un gran hombre muy trabajador Negrito Barrios tu eres el ejemplo
Negrito Barrios tu eres el ejemplo De un pueblo entero y siempre soñador
Por eso con motivo y con razón Se la dedico pa’ toda mi gente
Que están presentes y están conmigo Agradecida yo viviré
Aunque mi padre se encuentra ausente
Negrito Barrios te recordaré Aunque mi padre se encuentra ausente
Negrito Barrios te recordaré
Como el más noble cultivador Del ñame más grande tú eras el mejor
Como el más noble cultivador Del ñame más grande tú eras el mejor
Y hoy te regalo esta canción
Con gran amor porque te quiero Y hoy te regalo esta canción
Con gran amor porque te quiero (bis)
Como es costumbre en San Cayetano desde hace muchos años, para este puente del mes
de octubre se celebra el tradicional Festival del Ñame, fiesta popular que tiene como ob-
jetivo resaltar la labor del campesino en la
producción de alimentos. Todos los años se hace un homenaje al cultivo que lleva el
nombre del festival: el campesino que pre-sente el ñame más grande es premiado y
reconocido como el rey del ñame. Todos los años participan decenas de campesinos con
este producto estrella, que por otro lado tie-ne la fama de contribuir a la longevidad de
las personas.
Durante la década de los 80 y 90 el “negro
Barrios” fue un campesino respetado y reco-nocido, que durante muchos años ostentó el
título del rey del ñame. Siempre llegaba de último al momento de la premiación, mien-
tras los otros campesinos aguardaban con cautela su llegada, ya conocían su gran fama.
Todos los años el rey del ñame; como lo rela-
ta su hija, enamorado de su labor, cuidaba y consentía el ñame que participaría en el fes-
tival. Incluso su esposa le reprochaba su in-tensa dedicación a la agricultura.
La familia Barrios con mucho esfuerzo llegó a
ser una familia campesina próspera, con mu-cho esfuerzo porque sólo contaron con sus
habilidades, sus saberes, sus manos y su
creatividad. Estos recursos les permitieron constituir un patrimonio que les facilitó que
sus hijos/as estudiaran, solventar problemas de salud, y tener una vida tranquila y digna.
Pero esta condición no era exclusiva de la familia Barrios, era la generalidad de las fa-
milias que habitaban la vereda Las Brisas, que además expresaban los valores campesi-
nos en las prácticas del día cambiado,
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préstamo de tierras, intercambio de produc-
tos, entre otros.
En los años 80 la familia Barrios sufre el se-cuestro del rey del ñame por parte de la gue-
rrilla, obligando a la familia a pagar por su liberación. Este hecho sin embargo no signi-
ficó la salida de la familia; por el contrario, continuaron en la vereda produciendo ali-
mentos. Lo que realmente cambió para
siempre la historia de las familias de Las Bri-sas fue lo ocurrido el 10 de marzo del año
2.000, y resumido en los siguientes versos creados por otro campesino1:
Escribo esta versada
La masacre de las Brisas Recordarla atemoriza
Mucha gente asesinada,
Los paracos por bandadas Llegaron a la región
Sin clemencia ni compasión Asesinaron a los presentes,
Todos eran inocentes Campesinos de condición
Reunieron a Mampuján
Destruirlo era el antojo
Subieron a Pela El Ojo Territorio de San Juan,
Matar era su propio afán Campesinos no sospecharon
A Joaquín Posso amarraron Hombre pulcro y decente,
Que grupo tan indolente A él y a sus hijos mataron
En esa región de San Juan Doce campesinos mataron
Carros de bandidos entraron Por la Haya y Mampuján,
Vea, nunca se olvidarán Tan humildes campesinos
Que tuvieron mal destino Ninguno de ellos debía,
Degollados a sangre fría
Perdónalos Dios divino Ese grupo insurgente
Con soldados en compañía Degollaron a sangre fría
A líderes inocentes,
1 Para conocer más sobre estos hechos y sus consecuencias se puede revisar la sentencia del Tribunal Superior del Distrito Judicial de Bogotá, Sala de justicia y paz. 29 de junio de 2010.
Eso no es ser valiente
Son hechos de cobardía, Que manos negras impías
Que el señor les dé el perdón Acabaron esta región
De los Montes de María
Las viviendas incendiadas Doce muertos de San Juan
Desplazados regresaran
A veredas desoladas, Dos familias acabadas
Y todos sus bienes perdidos Esos crímenes cometidos
Nunca se pueden borrar, La plata no puede sanar
Masacre de seres queridos
La región era habitada
De pura gente campesina Cultivar el ñame espina
Era toda su jornada, Cantidad de matas sembradas
Plátano, maíz y yuca El cuerpo se espeluca
Recordar cruel desastre, Cometer esa masacre
Esa manada tan brusca
Como nada malo tenía
No esperaban esa friega Joaquín Posso Ortega
Alfredo y José Posso García, Como nada los comprometía
Esperaron sin recelo Dalmiro Barrios Lobelo
Buen hombre trabajador,
Muerto con mucho dolor ¡Dios los tiene en el cielo!
Aunque está encarcelado
Juancho Dique se destapa Wilfrido Mercado Tapia
Y José Del Rosario Mercado, Hermanos asesinados
Mercado García Rafael
Y Mercado García Gabriel Degollados con cuchillo,
Y Alexis Rojas Cantillo Muertos en forma cruel
Doce los asesinados
Cuando se puede olvidar A Jorge Eliécer Tovar
Y Manuel Yepes Mercado,
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Pedro Castellano fue llevado
Al corregimiento La Haya Sobre él sonó la metralla
Y ahí le dieron de baja Es la verdad no es paja
Llegaron ni la atarraya
Once de Marzo del dos mil En las Brisas y Pela El Ojo
Cuchillo, martillo y tramojo
Que asesinato tan vil, No utilizaron fusil
Pa’ no despertar la región Hacemos conmemoración
A los diez años cumplidos, Regresamos sin olvido
Y pedimos protección
Pobre Etelinda García
Quedó sin hijos ni esposo Por el caso desastroso
De tan negra fechoría, Conmemoramos este día
Con familiares presentes Con regiones acudientes
Y organizaciones sociales, Habrá actos culturales
Y comida suficiente
Con su memoria precisa
Dice el poeta de San Juan El encuentro es Mampuján
Para llegar a Las Brisas El evento ahí se realiza
Con la población desplazada De las víctimas asesinadas
Presentes en este día,
De los Montes de María Éstas son tierras sagradas
La familia del rey del ñame y todas las fami-
lias que habitaban la vereda desocuparon el territorio, dejando atrás la prosperidad, la
tranquilidad y la dignidad. Envueltos hace más de dos años en el primer proceso de
reparación judicial, familiares de las personas
asesinadas tuvieron la oportunidad de encon-trarse frente a frente con los autores mate-
riales del crimen, y este fue un diálogo que sostuvo la mujer que compuso la canción
Homenaje a mi Padre, con uno de los asesi-nos, mostrándole una foto de su padre:
Mujer: ¿Usted tiene hijos?
Señor: Sí
M: ¿Usted que cree que sentirían sus hijos si
fueran ellos los que estuviran mostrando la foto suya?
S: Nosotros sabemos que el rey del ñame era un campesino, nosotros nos equivocamos.
Ella con tono pausado y tranquilo le pide el
favor de que le conteste la pregunta. Él baja la mirada y le responde: “muy mal”. Cuando
regresa a casa su madre, quien había estado
escuchando en directo la transmisión de la sesión, y quien se desplazó a Cartagena a
trabajar en casas de familia, le comenta que después de haberla escuchado pudo por fin
después de 10 años tener una noche más tranquila.
2. A LA ALTURA DEL CONFLICTO
Foto: Daniel Calderón, Ritakuwa Blanco 5330 m.s.n.m.
PNN El Cocuy.
Mi pasión por las montañas me llevaría a conocer el norte del departamento de Boyacá
y los municipios que conforman el Parque
Nacional Natural El Cocuy y su majestuosa Sierra Nevada. Era entonces el comienzo del
milenio, año 2000, y Colombia más que nun-ca estaba inmersa en un conflicto que augu-
raba un futuro incierto. Antes de salir de mi casa, mi mamá como siempre amparándome
a sus santos y devotos, preparaba mi mochi-la sin olvidar echarme la comida para el viaje
en bus.
Salí con mis amigos del terminal de traspor-
te. El objetivo: escalar el pico Ritakuwa Blan-co, que con su 5.330 m.s.n.m. constituye la
montaña más alta de la Sierra Nevada y de la Cordillera Oriental. Sabíamos que era territo-
rio de las FARC–EP; que en la región se vivía un diario temor por su presencia en la zona;
sin embargo, esto imprimía un atractivo más
al intentar escalar dicha montaña.
Al llegar al municipio de El Cocuy, me sor-prendió ver que este pueblo tan lindo estu-
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viera en un conflicto que diario que sus habi-
tantes no comprendían. De ruana y sombre-ro, rancheras y aguardiente Ónix, sus habi-
tantes pintan las casas del mismo color blan-co y verde.
Subimos a la Sierra en el lechero, camión
trasportador de leche que realiza el recorrido hacia la Sierra todos los santos días, y es
empleado también como correo. Sin asientos
y con un tanque para más de mil litros de leche, las miradas de los campesinos que
también viajaban en él, indagaban por estos visitantes que se atrevían como pocos a venir
a estas tierras.
Porqué se escala montañas, pregunta recu-rrente a quienes pareciese no importarles la
delicadez y fragilidad de la vida; sin embar-
go, solo al filo de lo inerte y lo sublime se aprecia dicho don, que sin importarles a mu-
chos, pasa por encima de ellos, y de repente tal relámpago que ilumina, se va, sin siquiera
darnos cuenta de su destello.
La montaña estuvo ahí, nada más pasó por ella; como visitantes peregrinos que no lle-
van nada más a cuestas que los sueños de
un mundo perdido que se anhela y al retor-nar se deshace. Su cumbre imponente se
alzaba al cielo y para escalarla subimos en la madrugada; a medida que se asciende, el sol
calienta el frío glacial. Llegar a la cumbre, momento corto para tan grande esfuerzo, no
hay mayor recompensa que la satisfacción de estar más alto que muchos otros. Era el pun-
to más alto al cual me habría parado hasta
entonces. Desde allí la línea del horizonte se confundía con las nubes y se mezclaba con
los colores de la tierra y el cielo.
Bajamos a nuestras carpas y confundimos lo vivido con los sueños, el descanso onírico
restauraba el cansancio de la cumbre largo tiempo soñada. Al día siguiente en consenso
con mis amigos decidimos que podíamos in-
tentar el Ritakuwa Negro, montaña contigua de mayor dificultad y riesgo. Sin embargo,
era necesario bajar por provisiones para los siguientes días que no habíamos calculado.
Sería la suerte quien determinaría quién de los agotados montañistas bajaría a la vereda
de la Cueva a conseguir los víveres. Los jue-gos de azar jamás fueron mi aliado, y las
cartas que tenía no fueron suficientes para
seguir descansando al pie de la montaña;
más cansado que resignado acepté bajar. Eran las once de la maña cuando amarré mis
botas para caminar las 4 horas de bajada que me esperaban. Bajé poco a poco; ya empe-
zaba a ver la Cueva.
Recuerdo que antes de ver el camuflado de la tropa que estaba a la vuelta del camino, pen-
saba en la suerte que habíamos tenido de
escalar en El Cocuy y más aun sin conocer de frente el conflicto. Sin embargo apenas
asomó el fusil, las botas militares y pantane-ras pensé ¡qué mierda de país en el que es-
toy! Sin detener mi marcha ni acelerarla, pasé al lado de la tropa, tratando de desva-
necerme y rogando a Dios que fueran de los buenos. Buenas tardes. Fue el saludo inicial
que hice sin mirar a nadie a los ojos; no hubo
respuesta a mi saludo y cuando pensaba que me había librado de aquel desafortunado en-
cuentro, una voz de mando me pidió que parara. – ¡Espere!
Como si fuéramos un par de amigos que se
acaban de encontrar, extendí mi mano a la persona que me había hablado. Trataba de
fingir que no tenía miedo; que no habría por
qué tenerlo. ¿De dónde viene? fue lo primero que me interrogó, ¿Adónde va? ¿Qué hace
aquí? ¿No sabe dónde está? Preguntas que traté de responder sin tanto misterio. De re-
pente hubo un silencio en el ambiente, aun-que eran más de cuatro los guerrilleros, solo
hablaba uno. Mis respuestas eran evidencia que yo era un simple montañista y nada
más. Pensé que habían quedado satisfechos
con el interrogatorio, porque no era la prime-ra vez que topaban con un escalador; que
perdían el tiempo conmigo. Tras el silencio les di la espalda y me despedí, haciéndoles
notar que tenía afán. – ¡Espere! Me dijo de nuevo. –Usted no se puede ir. Pasaron sobre
mi cabeza mil imágenes que sólo se ven en las noticias, historias de secuestro que se
leen en los diarios, cuentos que se inventan
las mamás para no dejar a sus hijos salir de casa. Pensé: ahora sí me tocó la guerra.
Un discurso que no entendí donde hablaba de
un tal Jacobo Arenas y de un tal Marquetalia; de injusticia hacia los campesinos; de un país
sin reforma agraria; pregonó durante unos minutos. Yo asentía con la cabeza como tal
regaño y hacia cara de estar totalmente de
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acuerdo con ellos. Einstein dice que el tiempo
es relativo, que no siempre los mismos 10 minutos son iguales en todas las circunstan-
cias; ese día lo entendí, porque el discurso que me decía pareciese más de 10 años. So-
lamente entendí cuando me dijo ¡siga su ca-mino! Hasta entonces no sabía qué era el
miedo en el conflicto, qué sentía la familia del campesino desplazado, qué pensaba la gente
cuando sus vidas dependían de un color o
una idea, cuando estaban secuestradas, cuando no hay esperanza y el corazón late
como si fuese a reventarse o a salir corriendo porque no hay salvación. Nunca en mi vida
había anhelado tanto estar en un país en paz.
3. UNA PROPAGACIÓN DEL HAMPA
Probablemente para la ma-yoría de las personas la gue-
rra es una imagen de san-gre, fuego, militancias, entre
otros aspectos que no son del todo falsos, pero para mi
percepción, la guerra no es más que la manera de domi-
nar unos al servicio o inter-
eses de otros, sacando el dominador gran partido del dominado.
No es ajeno entonces para los colombianos el
claro ejemplo de las multinacionales que vie-nen a nuestro país a colonizar espacios de
mercado “vacíos” sacando de esta manera jugosas ganancias que raramente quedan en
las arcas de nuestro país; o en el raro caso
que permanezcan esas ganancias aquí, lo hacen en bancos que también hacen parte de
este tipo de neocolonialismo que no necesita la fuerza como en algún caso la necesitaron
los españoles para someter a los indígenas americanos y los esclavos africanos. De esta
manera empezamos a darnos cuenta que la guerra no es solo con armas, también existen
guerras financieras, comerciales, científicas y
en general cualquier aspecto de la vida mo-derna conlleva implícitamente este tipo de
lucha, y si a decir verdad vivimos, la guerra ha hecho parte de la humanidad desde sus
comienzos.
Siguiendo una percepción de guerra más no-toria y cruel, vamos al conflicto armado co-
lombiano, el cual toca a todos los que vivi-
mos en este país de un modo o de otro, ya
que un conflicto con tanto entramado no deja de tocar a todas las esferas sociales. Es aquí
donde expongo el punto que más me toca por ser habitante urbano y al mismo tiempo
tener un predio rural. Me refiero a las bandas criminales emergentes al servicio del nar-
cotráfico, que no son más que los antiguos bloques paramilitares sin un líder, lo cual las
deja al servicio del dinero, que en la mayoría
de los casos es dinero sucio.
Viví en una ciudad intermedia y tranquila hasta los 16 años cuando salí a la universi-
dad a buscar mejores oportunidades acadé-micas a las ofrecidas en la provincia. Viví en
la Capital del país por más de 8 años, espacio en el cual se gestó en Colombia un poder
paramilitar bastante fuerte y durante el cual
también se empezó a desmoronar por cues-tiones de narcotráfico y política. Luego de
pasar estos ocho años volví a mi ciudad y me encontré lo que acá se conoce como “despe-
lote”, que no es más que vivir con la materia fecal al cuello –por no expresarlo como se
debe-, desorden que es consecuencia en gran medida a la mala administración, corrupción
y participación de grupos al margen de la ley,
que a su vez alimenta las dos anteriores.
La gestación de las bandas emergentes se dio en gran parte por la desmovilización, re-
inserción y desplazamiento forzado a pobla-dos que no cuentan con la infraestructura
social para recibir estos fenómenos de mane-ra idónea, generándose así olas de violencia
que tocan al común de las ciudades y gene-
ran una sensación de inseguridad y terror en lugares donde la tranquilidad era su mayor
virtud. Dentro de esos actos están los robos a mano armada, extorsiones, violaciones y
asesinatos selectivos (delincuencia común agudizada) que hacen de una ciudad como
Sincelejo un verdadero infierno si se conoce cómo era antes.
De este fenómeno solo puede decirse que la clase media, como en todos los males socia-
les, es la más afectada debido a algo simple: son personas con trabajo, por lo tanto con
ingresos, ahorros y poca seguridad; el rico tiene mucho para robar pero al mismo tiem-
po mucha seguridad; y el pobre, no tiene nada para ser robado -aparentemente, por-
que también ha sido víctima del crimen-. De
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esta manera, la clase media es la que en la
gran mayoría de los casos ha sido víctima de crímenes que en general estarían tipificados
como hurto agravado calificado, terminando en muchos casos fuertemente denunciados
en homicidios.
Si vamos al caso rural -Costa Caribe en ge-neral- existen bandas que operan con el nar-
cotráfico peleando rutas y territorio dejando
entonces a los pobladores y tenedores de predios rurales expuestos a la maldad de
estos grupos; en verdad, es aterrador pensar en lo que han hecho y lo que pueden llegar a
hacer en su evolución del mal. El predio ubi-cado en San Bernardo del Viento, Córdoba -
cuna de movimientos paramilitares- es una pequeña finca que ha sido heredada de gene-
ración en generación de inmigrantes France-
ses que llegaron a explotar madera a co-mienzos del siglo pasado. Limita con el Mar
Caribe, y he ahí uno de sus puntos a favor, y al mismo tiempo en contra. Esta zona es ruta
de narcotráfico y de ahí la pelea permanente entre bandas, las cuales han hecho de la zo-
na un “paraíso invivible” ya que frecuente-mente hay enfrentamientos entre fuerzas al
margen de la ley, y de éstas con la ley, de-
jando a la población civil en la mitad del con-flicto, siendo ésta, en muchos casos, la más
afectada. Lo más triste de la situación es que por este hecho la finca empezó a ser poco
productiva debido a la falta de atención. Ca-da vez los actos se recrudecen y por mas
fuerza armada legal que entre a la zona, el hampa sigue ganando espacio, dejando entre
los pobladores la idea que el mal si paga, y
una de las principales víctimas de esto fue el capataz del predio, ya que uno de sus hijos,
hoy desafortunadamente finado, entró en una de estas bandas para conseguir empleo,
seguido de su hermano menor, quien hoy se encuentra privado de la libertad por porte
ilegal de armas y concierto para delinquir, todos víctimas y victimarios al tiempo en una
guerra que nos lleva a la autodestrucción.
4. MUERTE TRAS MUERTE EN MI
FAMILIA
Oriundo de la región del cauca, el señor Juan José
Carabalí Ortiz es atraído por la colonización de las
tierras del Magdalena Me-dio y llega a Santander
donde conoce a la señora Adela Rincón con
quien establece una bonita relación matrimo-nial de la que nacen 10 hijos y se logran criar
8; de éstos 4 son hombres y 4 mujeres. La historia narrada a continuación es la del se-
gundo hijo del hogar llamado Wilson y termi-na con la del último de los hermanos quien
en vida se llamo Julián.
Wilson partió de la casa a la edad de 12
años, resentido por los castigos impuestos por su padre, asentándose en la zona del
valle del rio Cimitarra, territorio dominado en ese entonces por los grupos insurgentes de
las FARC, ELN y EPL. Allí es concientizado por la ideología Marxista de la izquierda, y cuan-
do es adulto acepta ser colaborador de la guerrilla de las FARC y trabaja como aserra-
dor de madera. A la edad de 22 años, más
precisamente en 1981, tiene un problema con un señor de apellidos Mosquera Palacios
oriundo de Choco; dicho pleito llega a las armas (machete) y termina con la vida del
señor Mosquera. A partir de ese momento Wilson decide huir para no ser aprehendido
por la fuerza coercitiva, llegando al Municipio de San Luis de Antioquia, territorio dominado
por el grupo MAS cuya filosofía era la MUER-
TE A SECUESTRADORES.
La llegada de Wilson a este territorio es mo-tivo de atención e induce a estos delincuen-
tes a detenerlo para obtener información acerca de las guerrillas del Magdalena Medio
y proponerle trabajar con ellos; Wilson acep-ta porque no tiene otra opción: la propuesta
es de vida o muerte. Sin embargo, al ser li-
berado por los señores del MAS, huye hasta el Alto de la Pava donde es recapturado y
sometido a tortura física hasta el punto de dejarlo al bordo de la muerte. Frente a esta
horrenda crueldad Wilson se ve obligado a trabajar con ese grupo devengado un sueldo
muy tentador, además de $100.000 extras que ganaría por cada colaborador de la gue-
rrilla que les entregara. Militando Wilson en
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este ambiente, un día cualquiera recibe la
inesperada visita del Juan José Carabalí, su padre, quien lo encuentra transformado en
un ser indolente, fuertemente armado, con escoltas y hombres a su mando. En este en-
cuentro Wilson le narra a su padre la cruel-dad de sus acciones y las del grupo en gene-
ral queriendo impresionarlo. Desconcertado, después de haber visto y escuchado a su hijo
decide regresar a casa; y estando en una
reunión familiar cuenta la forma como traba-ja Wilson y el monstruo en el que se había
convertido, generando de inmediato mucho miedo, dolor, vergüenza e impotencia. Hubo
entonces llanto y silencio durante mucho tiempo; el miedo se apoderó de la familia al
pensar que las guerrillas podrían tomar al-guna retaliación.
A finales de 1986 se conoce la noticia, por medio de su esposa, que Wilson había sido
dado de baja en un enfrentamiento con las FARC en Puerto Boyacá, capital del MAS. Un
primo de Juan José dice que vio la tumba (con el alias de él) al igual que otros amigos,
pero en realidad aún no se sabe cuál fue el su destino final.
Cuando Wilson huye del hogar en 1981, su hermano menor Julián tiene un año de edad
y recibe del padre un trato demasiado flexi-ble y amoroso que lo lleva a tomar la deci-
sión de no estudiar; a los 16 años, frente a la necesidad de ser útil, aprende la mecánica
automotriz de forma empírica y llega a des-empeñarse específicamente como mecánico
de motos. Esta labor la desempeñó durante 6
años, adquiriendo habilidades y destrezas con las que logra un gran reconocimiento e
interacción con toda clase de personas, espe-cialmente de los grupos al margen de la ley:
guerrillas y paramilitares.
A manera de antecedentes, los paramilitares se establecen en Yondó, especialmente en el
área urbana, en 1999; mientras que el área
rural aun sigue siendo dominada por la gue-rrilla de las FARC. En el año 2002 Julián deci-
de ir a la vereda San Francisco para arreglar las motobombas que suministraban agua
para el riego de cultivos de coca, durante un tiempo de siete días. Regresa al pueblo y se
dirige luego a una vereda muy cercana lla-mada Equis Diez (X-10) donde vivían su hijo
y señora, lugar del cual lo sacan por la fuer-
za los paramilitares y lo acribillan con tres
tiros en la cabeza cerca de la infraestructura petrolera que es custodiada por la fuerza
pública, quienes no se inmutaron al respecto. Según versiones escuchadas por algunos
miembros de la comunidad, la causa de la muerte de Julián se ocasionó supuestamente
por arreglar las motos de la guerrilla. Cual-quiera que hubiese sido la justificación, el
padre jamás la aceptó y no pudo cerrar el
duelo, argumentando que no descansaría hasta que denunciara y se hiciera justicia por
la muerte de su hijo.
Julián es asesinado el 11 de agosto de 2002 y su padre Juan José Carabalí lo lloró todos
los once de cada mes durante un año y seis meses. Desgastado por el sentimiento de
dolor empieza a padecer una inmunodepre-
sión porque la medula ósea no producía la cantidad normal de glóbulos blancos; a los
79 años de edad, y no en las mejores condi-ciones de salud, se presentaron un miércoles
a las 12 pm los paramilitares para amenazar-lo y exigirle que se callara. A partir de esta
situación al padre se le agudiza la crisis hasta el punto de volverse paranoico, sintiéndose
a cada momento perseguido por los paramili-
tares y es así como a los ocho días de haber huido de su pueblo, un miércoles once de
febrero de 2004 a las 3:15 muere a causa de una hipertensión súbita quien nunca había
manejado problemas de tensión.
5. MI HISTORIA, ENTRETEJIDA CON
LA GUERRA
Desde pequeña he estado
compartiendo varios momen-tos de mi vida con la guerra.
Ella no ha querido desligarse de mi lado; está sujeta a que
no le olvide, que cargue con ella hasta mis últimos días. A veces trato de
esquivarla, de olvidarla y no pensarla pero se
me aparece cada día sorprendiéndome y pi-diéndome que no la arrincone, pues olvidarla
significaría olvidar mi pasado, mi historia, mi tiempo que se ha entretejido con ella.
Es necesario recordar los momentos que viví
en Saravena, departamento de Arauca. Es-taba muy pequeña cuando llegué a ese lu-
gar, pues mis padres procurando mejores
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oportunidades decidieron llegar a un pueblo
que brindaba el trabajo que estaban buscan-do. Y la guerra me empezó a tocar cuando
tenía 5 años al llegar una empresa petrolera a Caño Limón, que estaba ubicado a pocos
kilómetros de Saravena, y empezar agresi-vamente a realizar trabajos dando como re-
sultado el desplazamiento de indígenas Guahibos y campesinos del sector, pues esto
del petróleo (terror del crudo) generó un mo-
vimiento campesino fuerte, donde agriculto-res, indígenas, profesores, estudiantes, amas
de casa, obreros, niñas y niños salíamos a marchar por las calles de Saravena. Recuer-
do que había volquetas que transportaban a la gente para salir a la calle y decir frases
como “fuera yanquis de Colombia” o “todos a la calle”, con una pequeña bandera tricolor
creyendo que éramos colombianos, pero no
había presencia del estado colombiano ex-cepto por los militares que marchaban con
nosotros pero que de pronto también eran explotados. Después de marchar se realiza-
ban cabildos abiertos, donde se tomaba un parque, escuela o colegio, por varios días o
hasta meses. Allí se reunían las personas que marchaban para tomar decisiones frente a la
arremetida del estado con las empresas de
hidrocarburos. En esos cabildos no participe; tan solo los veía y los ojos de indígenas y
campesinos reflejaban rabia, dolor, indigna-ción e impotencia, pues ellos sentían que sus
palabras no tenían eco por ningún lado, pero sin embargo seguían en la lucha; lucha que
era acallada por balas, muertes y desplaza-mientos, donde el que exige sus derechos
es reprimido, torturado, acribillado y víctima
a causa de una mano visible que todos co-nocen pero nadie se compromete a denun-
ciar; donde el que pasa se muere, al sospe-choso lo matan y el que mira es asesinado. Vivía cerca al hospital. Otro espacio donde la
guerra se sentía fuertemente, pues al tras-ladar allí a las personas heridas, llegaban
guerrilleros o paramilitares a terminar de
hacer su “trabajo” (así le decían). Es muy triste saber que el hospital era un centro
donde los servicios terminaban siendo siem-pre funerarios. Pasaban los días y quedaban
3 a 5 personas en la morgue, sin que nadie los reclamara, y el que los reclamaba iba a
parar al mismo lugar en donde estaba su familiar, amigo, vecino, o compañero. ¿Por
qué los mataban? No sé, pero entre susurros
la gente comentaba que porque eran: “in-
formantes, polocheras2, sospechosos…” y los susurros seguían con expresiones dolorosas
de los pobladores del municipio como: “se lo merecía, ya era hora…” El hospital se convir-
tió en un sitio donde se visitaban los muertos por distracción, por alimentar el morbo, por
saber quién era o tal vez cómo había queda-do.
En este momento vuelve a la memoria el recuerdo de un señor que permanecía en la
calle día y noche, conocido con el apodo de “siete mochilas”. Este señor se enteró de
muchas muertes pero él no hablaba, solo miraba y cada vez que pasaba a su lado lo
saludaba pero el solo se reía. Me preguntaba a mi misma ¿cuántas historias tendrá esta
persona en su mente? También él estuvo en
el lugar equivocado un día y observó la muerte de otra persona, y por ser el único
testigo lo mataron. A “siete mochilas” nunca lo reclamaron en la morgue porque no tenía
familia… Tan solo se sabía que era un hom-bre vagando por el mundo, pero que había
llegado a un sendero equivocado y que se enteró de muchas muertes.
Recuerdos que me persiguen… En los días de paro nos informaban previamente, aunque no
se sabía cuánto tiempo duraría. Lo que se hacía entonces era comprar mercado y gas,
pues cuando el paro empezaba se prohibía salir a las tiendas. Parar significaba cerrar
todo y no salir a la calle; al acabarse los víveres y el gas se seguía cocinando con le-
ña. No sé quién daba la orden de seguir con
el paro o levantarlo, pero esto se hacía su-puestamente para presionar al estado por su
poca presencia en el municipio.
Un tiempo después llegaron las famosas lis-tas negras. En estas listas estaban los nom-
bres de las personas que iban a matar en el municipio. Eran momentos de zozobra, terror
y miedo; esto de tener una muerte anuncia-
da se convirtió en una guerra sicológica. Ca-da uno se preguntaba ¿será a mí, a quien le
tocará? ¿A mi vecino, amigo o compañero? ¿Quién será el próximo? Cómo se informa-
ban; no lo sé. Los murmullos siempre llega-ban a la población y los momentos de violen-
2 Expresión utilizada para determinar una relación de amistad o noviazgo con un policía.
12
cia fueron permanentes dentro del municipio.
Empezaron a cumplir con las listas negras exterminando a una población determinada.
¡Qué dolor contar estas historias! El dolor se confunde con impotencia e indignación. Dolor
que se ve reflejado en desplazamientos, muertes, olvidos, pobreza y rencores. ¿Hasta
cuándo seguiremos acallándonos con esta guerra que nos cobija, nos atrapa y nos ma-
ta?
Hasta el día en que le llegó a mi padre un
sufragio, cambiaron las cosas en nuestra ca-sa; todo se nos vino al suelo, pues este su-
fragio le daba un tiempo determinado a mi papá para que se marchara con toda la fami-
lia o si no empezarían acabándonos uno por uno. Esos días fueron tensionantes, pues
empezaron a entrar personas extrañas por el
tejado de la casa y alumbraban hacia aden-tro, pero nosotros no salíamos; sólo nos di-
mos cuenta de los pasos, de la luz que pene-traba hasta la habitación y del carro que se
marchaba. Me acuerdo que mi madre salió a ver el carro pero nunca lo identificó; tal vez
sería el carro fantasma que estaba de moda por esa época saliendo en las noches a hacer
sus fechorías dentro del municipio. Las no-
ches eran eternas y se tomó la decisión de dormir todos en la habitación de mis padres,
además de colocar en las ventanas elemen-tos fuertes como el closet, para prevenir las
balas que entrasen a la casa. La zozobra era permanente recibiendo llamadas telefónicas
con amenazas de muerte, hasta el punto que mi padre no se quedaba en la casa sino que
buscaba las casas de varios vecinos, para
prevenir su muerte.
Se toma entonces la decisión de marcharse mi papa, y a los pocos días salimos los de-
más del pueblo de una de las formas más tristes dejando todo atrás.
6. LA DOCENCIA EN COLOMBIA: PROFESION PELIGRO
4 de noviembre de 2005.
Enciendo la radio y se escucha la noticia: Pacho
Herrera, docente del Ca-quetá, recibió un disparo
en el pecho a manos de
un sicario, en un barrio de la ciudad de donde
había sido trasladado. Las amenazas de las FARC lo perseguían desde enero de 2004,
cuando fue nombrado rector del centro edu-cativo El Palmar, en zona rural de Florencia.
Allí laboró hasta octubre del mismo año, cuando guerrilleros de algún frente de las
FARC lo amenazaron.
Entonces, respiro profundo y voy rápidamen-
te a la oficina para hablar con Andrea, aseso-ra del Ministerio para docentes amenazados,
quien se pone al frente del caso; ahí mismo ella solicita protección para el docente, quien
posteriormente es trasladado a un hospital en Bogotá donde espera su segunda inter-
vención quirúrgica. En ese entonces pensa-
ba: si sale de ésta, lo mejor será cambiar su identidad, y sacarlo del país junto con su fa-
milia. Hoy en día vive en Toronto.
5 de diciembre de 2006. Nueva noticia: Juan-cho Polania, profesor amenazado de Arauca,
fue asesinado por presuntos guerrilleros un mes después de su traslado al Huila.
9 de septiembre de 2010. Último minuto: Telésforo Durán fue sacado de la escuela
rural San Juan, de Anserma (Caldas), hacia las 8 de la mañana y fue ultimado con dos
impactos de arma de fuego; una hora des-pués las autoridades informan de un amena-
zado más en Medellín.
Llevo años escuchando noticias similares va-
rias veces por semana: amenazas, extorsio-nes y asesinatos. Los docentes son servido-
res públicos que laboran en todo el territorio nacional, y desde los lugares más lejanos
hasta en los grandes centros urbanos, sufren este flagelo por ser líderes comunitarios, o
sindicalistas, o tan solo porque como pocos trabajadores en el país reciben mensualmen-
te su salario y terminan siendo víctimas de
13
amenazas y extorsiones por parte de grupos
armados y delincuencia común. Ya son 430 docentes amenazados y 365 asesinados a
nivel nacional, la mayoría de ellos docentes en Caldas, Caquetá, Putumayo, Córdoba,
Norte de Santander, Arauca y Antioquia, por mencionar algunos.
Llevo años viendo cómo rápidamente las en-
tidades competentes activan las alarmas en
cada caso, establecen procedimientos y coor-dinan acciones con la policía para tratar de
brindar protección a los docentes. Todos hacen grandes esfuerzos; sin embargo, no
son suficientes para acabar con este hosti-gamiento.
Llevo años escuchando cómo hay docentes
que se ven obligados a abandonar sus casas
junto con sus familias y salir corriendo para tratar de salvar su vida, en el mejor de los
casos, si es que tienen oportunidad.
Llevo años viendo de lejos cómo la guerra y la violencia están tan cerca; lo vivo a diario.
Afecta familias enteras y vulnera no sólo el derecho a la vida de los maestros, sino tam-
bién el derecho a la educación de cada niño
en el país.
Mi corazón entristece con cada noticia trági-ca. Andrea enfrenta cada situación y trata de
ponerse en los zapatos de los maestros a fin de agilizar los trámites para su protección.
Cada caso es preocupante y cada minuto cuenta para hacer todo lo que esté a nuestro
alcance en la lucha por preservar la vida de
los docentes.
3 de noviembre de 2010. En medio de la an-gustia, los alumnos de Telésforo están per-
diendo su jornada escolar esperando por un nuevo profesor. Ya se han atrasado en las
clases. Sus cuadernos llevan días sin usarse y, según parece, por ahora no llegará un
remplazo. Se acerca el final del periodo lecti-
vo y otros docentes no quieren ocupar la “va-cante”, pues los embarga el temor de engro-
sar la ya alarmante cifra de docentes amena-zados y asesinados en Colombia.
Nota: Los nombres de los personajes han
sido modificados.
7. HISTORIA DEL SECUESTRO Y DE-
SAPARICIÓN DE FRANCELINA
Esta historia se desarrolló durante la guerra civil no
declarada de 1946 a 1965, que consistía en el enfren-
tamiento entre liberales y conservadores y produjo
más de doscientas mil víctimas en su mayor-
ía campesinos analfabetas que estaban muy sumergidos en las tendencias políticas de esa
época. Hacia 1957–1960 se introduce en esta última fase del conflicto, un tipo de “bandole-
rismo” con ánimo de lucro que refleja su ac-cionar en los traumas psicológicos, sociales y
familiares, sufridos por los “hijos de la vio-lencia de los años cincuenta”. Sus acciones
se caracterizaban por una marcada sevicia y
atrocidad, que reflejaba la patología social, donde predomina el desprecio a lo estableci-
do, al orden; una especie de lumpen que se caracterizó como “Bandolerismo” o “Bandi-
dismo” (Betancur: 1990).
Las cuadrillas liberales se fueron transfor-mando en cuadrillas “bandoleras” y se torna-
ron cada vez más en grupos autónomos con
ánimo de lucro o financiados por comercian-tes de la época. En la medida en que se “vol-
tearon” con sus antiguos “protectores”, per-dieron el respaldo de quienes los habían pro-
piciado y que ahora los calificaban de vulga-res “bandoleros” y “malhechores”. A partir de
ese momento las cuadrillas se fraccionaron en escuadras de dos o tres personas que
tendían cada vez más al lucro personal, al
robar, violar y asesinar.
Para este caso especial, el bandolero que afectó a mi familia fue “Desquite”; guerrillero
liberal cuyo padre y hermano fueron asesina-dos por un alcalde conservador. Hasta una
cierta época mantuvo buenas relaciones con los jefes locales y regionales y a la vez con
los campesinos liberales; pero cuando se
fragmentaron las cuadrillas liberales, se con-virtió en un “bandolero” a quien solamente le
importaba el lucro personal.
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Francelina Navarro, la octava entre 9 herma-
nos, hija de José Miguel Navarro y Herminda Mora, nació el 13 de mayo de 1950 en el
Líbano, Tolima. La familia compró la hacienda “Calamonte” (ubicada en el municipio de Fa-
lan) en 1958, que comprendía 450 hectáreas por un valor de sesenta mil pesos. Por el
conflicto armado que se vivía en esa época, se podía ver una marcada devaluación de la
tierra. El núcleo familiar estaba radicado en
el municipio del Líbano y solamente vivía en la finca por temporadas el jefe de hogar, José
Navarro. Los hijos solamente iban para vaca-ciones de Semana Santa, mitad y fin de año,
porque estudiaban los hombres en el Inter-nado Manuel Mejía y Francelina en el colegio
Nuestra Señora del Carmen.
Foto tomada a Francelina Navarro el día de su primera
comunión en 1958. Fuente: álbum familiar.
Francelina fue secuestrada dos veces. La
primera con uno de sus hermanos mayores (Marcos Navarro), en la época de Semana
Santa de 1960, por el bandolero Jose Willian Aranguren alias “Desquite” quien los sacó de
la hacienda “Calamonte” y los retuvo por una
semana en la vereda el “Socorro” en un sitio llamado el Diamante. Mientras pagaban el
rescate de cinco mil pesos, los dos jóvenes fueron aislados y encerrados; Francelina fue
encerrada con una mujer, mientras al joven lo dejaron en un cuarto solo. Después de la
liberación, los dos hermanos fueron llevados de nuevo a la finca donde duraron unos po-
cos días y luego regresaron al Líbano.
En el segundo secuestro se llevaron solamen-
te a la joven, con tan solo doce años en 1962, pero describen sus hermanos que fue
un día atroz porque robaron todo lo que ten-ían en la casa de la finca además del surtido
que tenía el padre en una fonda donde co-mercializaba víveres. Golpearon al jefe del
hogar con una escopeta de cazar borugas, dejándolo herido, mientras el botín del robo
fue cargado en las mismas mulas de la finca,
luego de quemar todo lo que quedó con A.C.P.M y se luego se marcharon.
Esa noche a toda la familia le tocó salir a
buscar refugio en la vereda “Tavera” y luego desplazarse hacia el municipio de Armero
donde se radicaron, porque a la Madre de la familia (Herminda Mora) le daba mucho te-
mor regresar al municipio de origen, ya que
de ahí era supuestamente el bandolero “Des-quite” y de pronto podía correr riesgo otro
integrante de la familia.
A la familia le llegaron comentarios de que a la joven la habían visto pasar con sus capto-
res por las veredas de Campoalegre, Platillal, La Normal del municipio de Falan, y luego
había sido llevada al sitio Guayeros en el de-
partamento de Cundinamarca, donde supues-tamente fue asesinada. Esa información en
ningún momento fue confirmada; nunca hubo un cuerpo para hacerle un funeral, ni noticia
alguna de que Francelina estuviera viva aun-que se pago un recate de tres mil pesos. El
17 de marzo de 1963 muere “Desquite” a manos de las fuerzas armadas del estado y
varias poblaciones reclamaban el cuerpo para
lucirlo como trofeo. Desde ese momento la familia Navarro Mora no sabe nada del desti-
no de Francelina. Los hermanos de la joven asumen que está muerta por los comentarios
que llegaron a la familia, pero no saben re-almente qué pasó.
Cuando la familia llegó a vivir Armero se en-
contraba en unas condiciones económicas
precarias, ya que cuando salieron de la finca solamente pudieron salir con lo que tenían
puesto y les tocó empezar desde cero, ven-diendo en las calles bananos, quesos, jabón
de la tierra y otros artículos que producía la madre de la familia. Al mes de haber salido
de la finca, el jefe del hogar Miguel Navarro envió a la finca a unos trabajadores de con-
fianza para recoger las pocas pertenencias
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que dejaron “Desquite” y sus cómplices, que
consistían básicamente en algunas aves de corral.
En 1969 muere el padre de la familia José
Navarro y sus hijos regresan a la finca es-porádicamente en 1970. En 1978 muere la
señora Herminda Navarro y en 1985 los her-manos Navarro Mora hacen el juicio de suce-
sión para repartirse la finca entre los herma-
nos varones.
En la actualidad, la Hacienda Calamonte la poseen todavía los hermanos de Francelina
Navarro, pero son tierras que prácticamente están abandonadas por sus dueños, porque
después del fenómeno del bandidismo este territorio no ha sido ajeno al conflicto armado
de las últimas dos décadas: estuvo influen-
ciado desde 1990 por los grupos armados de los Bolcheviques del Líbano pertenecientes al
ELN, más tarde fueron el grupo Tulio Varón de las FARC, y desde el 2005 hasta el 2008
por las AUC.
8. NARRACIONES CON HUELLAS DE LA VIOLENCIA
La violencia en Co-lombia no es un
fenómeno aislado como dicen muchos.
Es una realidad que no se puede negar
que existe y persiste, dentro de la historia de los colombianos y
colombianas, y que parte de una realidad
social, política y económica que ha generado este conflicto interno. Aquel que diga que no
lo toca la guerra lamentablemente ha sido cegado por el Modelo Neoliberal Individualis-
ta y olvidadizo de la sangre que este país ha tenido que dejar correr.
Después de hacer varios inicios de crónicas
decidí comenzar recordando una serie de
eventos y narraciones de vida de las campe-sinas y campesinos del Magdalena Medio,
especialmente de una Mujer Campesina que aunque Joven en edad tiene mucho que con-
tar: una de esas historias caracterizadas por la huella de la violencia que por años se han
tenido que vivir en los campos colombianos.
“…Ellos [los paramilitares] compraban gente, concientizaban gente para hacer servicio de inteli-
gencia a los mismos campesinos, gente que in-formaba, y cuando uno menos lo pensaba tenía
los paramilitares en la zona. Eso pasó en Dos Quebradas y la Cooperativa3que fue quemada dos
veces. Por acá quemaron hasta acá muy cerquita,
hasta allí en la finquita quemaron unas casas, mataron muchos campesinos de Cañaveral4 para
acá…”5
El paramilitarismo no nació en los noventas; es una historia de intereses que por décadas
se han ido transformando para salvaguardar bienes materiales o ideológicos de la bur-
guesía: El caso del Magdalena Medio –más exactamente el del municipio de Puerto Bo-
yacá-, fue una de las cunas de estos grupos armados que se extendieron por la zona ru-
ral; el único modo de seguir viviendo fue re-
sistir. El pasado 11 de noviembre de 2010 se con-
memoraban 22 años de la Masacre de Sego-via, Antioquia; 22 años de impunidad de uno
de los inicios más claros de lo que se venía encima para los que pensaban diferente y
para aquellos que sin quererlo se convertirían en mártires de esta guerra frontal. Esta fue
una de las primeras muertes masivas pro-
ducto de la represión y señalamiento contra la Unión Patriótica (UP), partido que repre-
sentaba los pensamientos alternativos que querían un cambio profundo. Días antes, ini-
ciaron los corrillos por las calles. Muchos pre-sagiaban la muerte, otros no la tenía planea-
da; se distribuyeron panfletos amenazantes contra los militantes de la UP firmados como
Muerte a Revolucionarios del Nordeste Antio-
queño. “… y entonces fue cuando los campesinos se alza-ron, se fueron; y donde se hicieron las marchas y
la asociación, ahí fue donde la asociación hizo la
acción humanitaria. Por el lado de Remedios, mu-chos campesinos murieron de esa manera por
parte de los paramilitares y del ejército. Eso an-daban juntos, uno los veía juntos y todavía andan
juntos. Los mismos que mataron a esa gente to-davía andan en Remedios ya supuestamente están disque retirados… [Mi mamá] ella canta la canción
3 Veredas del Nordeste Antioqueño en el Municipio de Reme-dios, Antioquia. 4 Ibíd. 5 Fragmento de una Narración en audio, Mujer Campesina del Nordeste antioqueño. Responde a las preguntas ¿Cómo nos toca la guerra y cómo sufren las mujeres las consecuencias de la guerra? Septiembre de 2010.
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a Héctor, el hermanito mío que mataron en Ba-rranca…”
Esa noche, faltando unos minutos para las
7pm, desde una camioneta en un recorrido de una hora, hombres armados dispararon
sin condiciones sobre pobladores Segovianos; recorrieron las calles llevándose a tiros hom-
bres, mujeres, ancianos y niños: un total de 43 personas y más de 80 heridos. Ríos de
sangre se vieron bajar por las calles de un
municipio minero disputado por los paramili-tares y grupos insurgentes, frente a los ojos
de la Policía Nacional y el Batallón del Ejerci-to Bomboná que extrañamente se esfumaron
de las calles y no aparecieron hasta que ce-saron los tiros.
“Lo que más me ha marcado [de la guerra] es
perder los hermanos -eso fue lo que más me do-lió; también mi tío. O sea; fuimos atropellados
porque no tuvimos un papá que verdaderamente
nos apoyara. Eso es más duro que la guerra que vivimos ahora; es por eso que caemos en la gue-
rra, por eso están muertos todos; solo estamos
las mujeres y mi mamá que todavía la lucha…”
Hoy, 22 años después de esa sangre y tras
una conmemoración de 3 días, aún se siente
el sollozo de muchas voces que piden justicia pero que han escondido sus rostros por mie-
do, miedo a represarías de los que hoy en día siguen siendo parte de este conflicto. Des-
pués de 22 años, al desandar la muerte en modo conmemorativo llenos de amarillo y
verde –colores de la UP- no era extraño ser vigilados, registrados fotográficamente, se-
ñalados y reseñados por las consignas que
llamaban a no olvidar. En esta marcha, des-pués de 22 años, muchas lágrimas se derra-
maron por el olvido y por el recuerdo.
“Yo quisiera ver [a mis hijos] que fueran diferen-tes, sin perder la conciencia que uno lleva; ser
consciente de lo que está pasando, tirar a un
cambio… hay que luchar por un cambio, ahorita está duro pero uno debe unirse a las organizacio-
nes sociales y con eso hay esperanzas de un cam-
bio… cambiar lo que está mal, unidos… Hay que reconocer que hay gente que no está consciente
de las cosas, gente que está en el campo y ha sufrido y si usted les pregunta dicen que viven
bien, pero igual si viven bien es porque tienen un cajón lleno de comida y un cajón lleno de ropa; pero mire alrededor de ellos y verá gente más
llevada que uno de pobreza y desempleo; vaya usted al pueblo y vea cómo viven los profesores:
eso es lo que uno tiene que entender. Uno no va a
decir que uno vive bien, que salgo de acá me me-to a un hueco y saco un poco de oro y me lo bebo.
Pero eso no es vivir bien, vivir bien es mirar lo que está mal; son miles de personas quienes están
mal; no están conscientes de lo que pasa. Yo no sé de política ni del estado nada, pero sé que está
mal y que y uno ve mucha cosa. De todas mane-
ras el país tiene que cambiar a menos que se for-me una guerra más grande y nos defenderemos.
Yo creo que los paramilitares ya no nos van a matar como lo hacían antes porque el campesino
no creo que sea tan bobo. Es que llegaban dos
personas a una casa y mataban a todas las perso-nas y nadie hacia nada, como pasaba en Reme-
dios; cualquier persona llegaba y degollaba a otra y ya. Creo que ahora eso no pasa porque el cam-
pesino ya despertó: así le toque que se arme más la guerra, pero uno no se puede dejar matar así y
yo creo que varios piensan lo mismo. Cómo lo
engañaban a uno: en brigadas de salud metían uno de allá; y cómo se prestaban esa gente para
eso sabiendo que era para matar al campesino.
Toda la lista se la llevaban ellos y a uno se le hac-ía raro porque era como un retén con nombre
completo y cédula, o los mismos médicos se la pasaban a ellos… Ahora mandaban a las vacuna-
doras casa por casa y después el ejército ya sabía el nombre de todas las personas de la casa, desde
el más chiquito hasta el más grande”.
Se sembraron 43 árboles simbolizando la vida, pero también la memoria y la organiza-
ción. No solamente Segovia es uno de los municipios azotados por el dolor y la mirada
cruel del paramilitarismo, la muerte y los señalamientos que acusan de pertenecer a la
guerrilla por ser diferente. En Colombia mue-
ren como “Falsos positivos” -Ejecuciones Ex-trajudiciales- muchos Colombianos inocentes
al año; solo en el Nordeste Antioqueño en los últimos años murieron 16 personas que se
suman a la limpieza de los municipios Mine-ros de Oro de la Zona.
“A la mujer la toca la guerra: uno como madre
que le maten un hijo, como a mi mamá que le matan 3, sin embargo mi mamá sale a cantar. Ella
tiene una historia: mi papá era de los que ama-
rraban a mi mamá de un palo y le daba con una rula; le quitaba la ropa… éramos 3 grandecitos.
Dos profesoras y un padre la sacaron de allá para
Yolombo. Nosotros quedamos solos y mi tío que nos ayudaba lo mataron… y para el estado no
pasa nada, porque todas las víctimas de los para-militares para ellos es normal: se cuadra con pla-
ta, se paga el muerto, le dan 13 millones a la viu-da y el que lo mató por ahí caminando,… así no
tienen como acabarse los crímenes en Colombia”.
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Como mujeres esta guerra nos toca porque
muchas vemos morir a los hijos en medio de la guerra -de un bando o del otro-, vemos
hijos, hermanos, nietos, sobrinos, etc. morir en brazos, bajo justificaciones inverosímiles
que pretenden confundir los pensamientos y sentimientos de mujeres luchadoras por la
vida. Ahora la pregunta de ¿cómo nos toca la guerra? tal vez la respondería con otras pre-
guntas: ¿cuánto más vamos a seguir negan-
do esta guerra, este conflicto armado, social y político? ¿Cómo y cuándo abrirán los ojos
los intocables, ante la sangre colombiana derramada? ¿Cuándo y cómo llegaremos a la
paz y al cambio estructural?..., son dudas que sólo se pueden resolver si logramos ver
más allá de un modo distinto, más cercanos a la sociedad.
9. A MI ME TOCA LA GUERRA DESDE ANTES DE NACER
¿Cómo toca la guerra a un
colombiano promedio que proviene de una familia
campesina, que tuvo que radicarse en la ciudad a
causa de la violencia gene-
rada por las diferencias políticas, lo que desenca-
dena en un cambio de cos-tumbres y la adaptación a un nuevo estilo de
vida, pasando del trabajo de la tierra, al es-tablecimiento de pequeños negocios en
búsqueda de la supervivencia?
La historia que demuestra el contacto ances-
tral con la violencia se desarrolla así: …una mañana de 1948 en cierto municipio del pie-
demonte llanero, en donde se cruzan las vi-das de un hombre y una mujer, se dará ori-
gen a una familia grande que como buenos colombianos son emprendedores y “rebusca-
dores”.
Él, nacido en Chaguaní (Cundinamarca), salió
de su pueblo por la necesidad de buscar un mejor porvenir. Ella, santandereana, de Gua-
dalupe, salió con su familia en busca de tra-bajo. Todos con un objetivo en común: bus-
car un mejor futuro. Llegaron al oriente, un territorio enorme e inexplorado, que ofrecía
grandes posibilidades laborales y de adquisi-ción de tierras.
Por cosas del destino, se conocen y unen sus
vidas estableciendo una familia. Seguros de que el amor, el trabajo y los deseos de pros-
perar serían suficientes para salir adelante. Ella de fuertes y marcadas tendencias con-
servadoras y él liberal hasta el “tuétano”. Sin embargo, para esta época, los partidos políti-
cos podían generar grandes beneficios o per-juicios estigmatizando a las personas que
seguían dichos colores.
Establecida la familia y con el florecimiento
económico de la región las proyecciones eran alentadoras y la ilusión de un mejor porvenir,
impulsaba a la nueva familia. Pero esta ilu-sión fue demasiado fugaz, pues la guerra que
se desato en el país y en la zona entre libera-les y conservadores, por el poder, termina
afectando -como toda guerra- a los que no
tienen nada que ver con ella.
El florecimiento económico que se vislumbra-ba en la región se desvaneció para unos; la
familia ya había crecido y las amenazas de muerte, sumadas a las necesidades que ge-
neraba esta familia en crecimiento conducen entonces a un fenómeno que marca el desti-
no de sus vidas: el “desplazamiento”.
En primera medida se ven obligados a aban-
donar el asentamiento en el que se habían radicado, para acercarse al centro urbano
más grande que tuvieran cerca, y que permi-tiera a pesar de las distancias, administrar lo
poco o mucho que habían dejado atrás. Los brotes de violencia se incrementaban y las
diarias matanzas indiscriminadas eran la zo-
zobra permanente para esta joven familia.
En ese trascurso de tiempo, intentando so-brevivir, la sombra del desplazamiento re-
aparece y esta vez de manera más radical: él obligado por ser liberal a “anochecer y no
amanecer”, nuevamente debe dejarlo todo, incluida su familia, para alejarse aún más de
aquella tierra que le ofrecía un mejor porve-
nir, pero que era prohibida para un liberal en tiempo de poder conservador. Inicia un nue-
vo desplazamiento y emprende su viaje para establecerse en la capital, sin poder avisar ni
siquiera que está vivo.
Para su esposa siguieron tres meses de in-certidumbre en los que no se tenía razón; era
alta la posibilidad que fuera una víctima más
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de las matanzas que el río Guatiquía tuvo
que alojar. Por fortuna su presentimiento era falso y gracias a un mensaje, con indicacio-
nes precisas de fecha y lugar para el reen-cuentro, que trae un comerciante de filiación
conservadora se informa que su marido está vivo y que la espera en Bogotá en la “plaza
Central, pensión Guayaquil 2:00 pm”. Ella empaca sus pertenencias, con pocas maletas,
sus dos hijos, y la esperanza del reencuen-
tro, e inicia su travesía hacia Bogotá. Doce horas después llega al sito acordado y una
vez más continúan con sus vidas, con nece-sidades, angustias y sobresaltos, como típica
familia colombiana, pero por lo menos libre del acoso que les generaba la violencia y bur-
lando el fatídico proyecto de vida que ésta quería imponerles.
Así pues la guerra ME TOCÓ DESDE ANTES DE NACER; una guerra de colores, de parti-
dos, que trastocó los destinos de mis antece-sores y por ende la mía. De haber seguido
acorde a como ellos querían (los protagonis-tas del escrito, mis abuelos) muy probable-
mente, yo no existiría.
10. EL PUEBLO DE DON ISRAEL
A la memoria de Israel González, asesinado por el
ejército nacional en zona rural del municipio de
San Antonio, Tolima, el día 24 de Enero de 2008.
A través del testimonio de su esposa supimos
cómo había sido asesi-nado. Los ojos de esa
mujer campesina hoy miran al futuro incierto y
lloran al recordar lo que tuvieron que ver tras las tablas de su humilde vivienda.
“Cuando uno es viejo le pierde miedo a to-do”, decía el líder campesino del sur del To-
lima Don Israel González. Lo conocí hace seis años y las palabras francas de este humilde
hombre aún están en mi memoria: “Yo sé que me van a matar, pero ya no tengo mie-
do; ya crié a mis hijos, ya trabajé, ya viví todo lo que tenía que vivir, ahora solo vivo
para luchar”.
Desde entonces, las pocas veces que lo volví
a ver sentía una inmensa sensación de tran-quilidad; su risa y fortaleza se contagiaban y
esas palabras sencillas de su corazón campe-
sino siempre cautivaban, porque eran despe-didas anticipadas. Mucho insistimos en su
traslado a otra ciudad; nunca desistimos, pero él tampoco quiso abandonar lo poco que
tenía y que le había significado tanto trabajo.
Ese día, como de costumbre, se levantó tem-prano; se tomó el tinto y se preparó para el
trabajo, mientras en la cocina su esposa asa-
ba las arepas y atizaba el fogón. Cuando es-cuchó gritar su nombre en el patio le echó un
último vistazo a su señora y le exigió espe-rar; se lavó la cara y salió al patio a mirar de
frente los últimos instantes que le dejaban pensar y actuar en contra de la injusticia so-
cial, que ese día a través del ejército nacional lo obligaba a caminar descalzo, descamisado,
insultado y golpeado hacia el que los asesi-
nos creían sería su destino final.
Un día entero les llevó torturarlo, camuflado, y esperar el refuerzo aéreo oficial; todo lo vio
la viuda, que sola en su cocina contempló cómo se alejaba el helicóptero con su comen-
sal, que dejó el desayuno servido y el café sin cosechar, a su familia un dolor terrible y a
su pueblo la orfandad.
Rimbombante fue a los pocos días el triunfo
militar: ¡habían dado de baja a un cruel te-rrorista de las FARC! Rotundo fue el llanto de
los hijos, de la esposa y el pueblo de Don Israel, que indignado protestó, invadido por
la pérdida de miedo que dejó como semilla la vida digna de un campesino valiente, que
hasta el final aportó lo que pudo, buscando
superar este sentimiento de injusticia que de vez en cuando a algunos nos hace llorar, pe-
ro sobre todo nos hace continuar.
11. RELATO DE UN COLOMBIANO AL QUE NO LE HA TOCADO LA GUE-
RRA
“Tengo miedo de acabar vi-viendo en un mundo habitado
sólo por ancianos achacosos e hijos de la guerra”. Ignacio
Martínez
Frase de mi amigo escritor, de nacionalidad
española. No podía quedarme sin responderle que su miedo es nuestra realidad: todos so-
mos hijos de la guerra aunque pocos lo sa-
19
ben o lo quieren ver. Este mundo es como
"The matrix", la película más real que se haya filmado en la historia de la humanidad.
“Pues sí; todos somos hijos de la guerra, porque
¿acaso los padres de la patria no derramaron su sangre en el puente de Boyacá para liberarnos de
los españoles? Eso se dice en los informes espe-ciales de los noticieros, los documentales y obras
de teatro que se ven por estos días a propósito del bicentenario de la independencia. ¿Acaso los mis-
mos españoles no derramaron su sangre para
luchar contra la invasión francesa? Eso es lo que se ve en la novela de RCN que muestra la vida de
Policarpa Salavarrieta. Qué suerte que eso fue
hace muchos años cuando el país completo vivía en guerra y ¡qué suerte que a mí no me ha tocado
la guerra!
Pobre mi Colombia que ha sufrido tanto en medio del conflicto causado por la guerrilla. Me acuerdo que hace unos 20 años, cuando era niña, estuve
en San José del Guaviare; en las noches estaba muy asustada. Se escuchaban bombas a lo lejos,
pero mi padre me dijo que no me preocupara; que
eso era común allá. Pero como yo estaba de paso, ¡pues a mí no me tocó la guerra!
Pobre gente, la que la tuvo que vivir de cerca,
especialmente la gente del campo; yo si no he tenido que vivir nada de esas cosas. Lo más cer-
cano que he visto de la guerra fue una vez que
estaba en la zona rosa de Villavicencio compar-tiendo con unos amigos; pusieron un carro-bomba y todo el sector explotó. Murieron ahí 8 personas.
Pobrecitos los familiares de esos muchachos; a mí no me tocó nada tan trágico aunque hacía 5 minu-
tos había pasado por el lugar donde estaba el carro-bomba, pero gracias a Dios esos 5 minutos
fueron suficientes para avanzar tanto que la onda solo nos tumbó al suelo a mí y a mis amigos. El
escenario fue terrible: sangre por todos lados,
personas heridas, mutilados y muertos, afortuna-damente ¡a mí no me ha tocado la guerra!
Pero la gente ya no va a sufrir tanto. La guerra ya es cosa del pasado: la seguridad democrática
arregló el país. Por eso había que votar por San-tos; bueno, eso dicen mis tíos arroceros; de lo
contrario la guerrilla no los deja trabajar, aunque uno de ellos tuvo que esconderse un mes porque
los paramilitares lo iban a matar; pero ¡ni a mi
familia ni a mí nos ha tocado la guerra!
Y eso de los falsos positivos es una cosa terrible;
es muy triste que el estado sea el responsable de eso. Pero bueno, mientras la mayoría de los co-
lombianos estemos tranquilos, pues solo nos po-
demos lamentar por los demás, aunque con mi
familia nos llevamos un buen susto: En el 2008 a mi hermano le prometieron un buen trabajo. Lo
recogieron junto con otros 9 muchachos en un microbús que los llevaba a una finca para una
capacitación. A mi hermano le pareció como raro y antes de salir de la ciudad exigió que lo dejaran bajarse; aunque los hombres se mostraron re-
nuentes no tuvieron otra opción. En efecto, a los
otros muchachos que siguieron en el micro los
llevaron a un monte y les quitaron los celulares, pero parece que algo les salió mal a esos hombres
porque salieron corriendo y dejaron a los mucha-chos en medio de la nada. Los celulares no se los
llevaron ni les robaron nada; eso contó uno de los
amigos de mi hermano que estaba con ellos. Ese incidente fue muy raro pero nadie lo denunció, y
tres meses después salió el escándalo de los falsos positivos. Llegamos entonces a la conclusión que
eso era lo que querían con ellos y a veces reco-chamos a mi hermano, que por rebelde le salvó la vida a los demás muchachos, pero como finalmen-
te no les pasó nada, por eso ¡a nosotros no nos ha tocado la guerra!
Y ahora con el escándalo de las chuzadas del DAS, se da uno cuenta lo corrupta que es la política de este país. Definitivamente con estos gobernantes
nunca va a terminar la guerra y nunca vamos a
salir de pobres; pero que carajos, hay que votar por ellos: que roben pero que dejen algo.”
Y como éste, hay millones de colombianos
viviendo inmersos en la guerra y pensando que es cosa de otros; pensando que es cosa
del pasado, viviendo engañados y manipula-dos por el gobierno y los medios de comuni-
cación; tolerando la corrupción de los políti-cos y muchas veces comulgando con ella.
Este escrito es un homenaje a los nobles li-
bertadores, los líderes sindicales, Gaitán,
Galán, Garzón y demás valientes colombia-nos, que dieron su vida por la verdad, que
aunque les arrebataran sus cuerpos, sus al-mas partieron al cielo con su conciencia y su
libertad. Ahora yo me pregunto ¿a nosotros de qué nos sirven los cuerpos si no tenemos
conciencia ni libertad? Porque vivimos en la era más grande de la esclavitud; esclavizan
nuestras conciencias que mantienen conecta-
das a una red de engaños. La gente tiene la noción de que las cosas no están bien, pero
el arma más poderosa que utilizan los co-rruptos para seguir enriqueciéndose a través
de su guerra es sin duda alguna “la indife-rencia”. Si las personas quieren un cambio
primero tienen que cambiarse y desconectar-se de la matriz del mundo sub-real que nos
imponen y que nosotros les permitimos.
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El cambio y la justica no vendrán de los go-
biernos, ni de las instituciones, ni de las ONG’s, ni de los organismos internacionales.
El pueblo es el dueño y responsable de su destino y no hay poder más insuperable que
el poder que posee el pueblo; pero el pueblo solo alcanzará su victoria cuando logre ven-
cer la más difícil de las batallas: la batalla contra la cultura del “todo está bien, mien-
tras a mi no me toque”.
12. LA GUERRA NOS TOCA DE MUCHAS
MANERAS
La guerra nos toca de muchas mane-
ras, pero siempre nos toca mal. Nos
toca con desespe-
ranza, con triste-za, con temor, con la impotencia que carac-
teriza el tener miedo a la muerte, al destie-rro, al empezar de nuevo bajo circunstancias
difíciles, al dejarlo todo.
Trato de ponerme en los zapatos de quienes que han vivido circunstancias adversas con el
conflicto armado. Todos los días doy gracias
por no tener familiares o amigos en la cárcel, enfermos, desplazados, secuestrados. Cuan-
do veo noticias y percibo cómo sufren otros, también sufro con ellos, me da una inmensa
tristeza tener que ver como una madre pier-de sus hijos, o hijos a sus padres, o tener la
incertidumbre de si su esposo sigue vivo tras casi una década de encierro en la selva, si
está enfermo, si come, si piensa en la fami-
lia, si piensa que volver es posible. Pienso si continuar con la vida que tenemos está bien
y si nos es permitido hacerlo; si tenemos derechos a ser felices a pesar del sufrimiento
de otros.
Por ejemplo, la travesía del profesor Moncayo desde su ciudad natal hasta llegar al Palacio
de Nariño: recorrer 900 km a pie en mes y
medio fue tremenda proeza; eso sí me tocó el corazón. Tener a su hijo secuestrado diez
años, ¿cómo era posible eso? En verdad, esta condena es muy dura. A diario pagamos por
algo que no hemos hecho, o más bien nos preguntamos ¿qué hicimos mal? ¿Cómo de-
jamos que el conflicto llegara tan lejos y tan violento? ¿Por qué no hicimos nada al respec-
to y por qué seguimos esperando a que se
maten en el monte, para ver qué podemos
hacer con quienes quedan?
Qué tristeza tanta impotencia, tanta des-igualdad, tantos derechos humanos violados,
tanta pobreza. Yo hago lo que pueda desde aquí y desde donde me toque, pero siempre
donde esté segura. Todos los días tengo que ver cómo familias provenientes de todas par-
tes del país tratan de sobrevivir. Los semáfo-
ros viven repletos de desplazados y otros más que aprovechan la situación y se disfra-
zan. Pero sin poder identificar quién es quién, ¿qué podemos hacer? Los que vivimos en la
ciudad hemos tomado una posición de resis-tencia y otros más de “ese no es problema
mío”.
¿Hasta cuándo vamos a seguir con esto? No
hacemos más sino quejarnos del gobierno, de la falta de empleo, de la inseguridad, de la
guerra, pero realmente ¿hacemos algo al respecto? Ya es hora de poner límites y ac-
tuar. No sobra decir que si queremos que esto
algún día acabe, en verdad si queremos, de-bemos empezar por nosotros. Les propongo
que hagamos algo por el campo, por las fa-
milias que lo necesitan, que quieren volver a sus hogares. Desde nuestra experticia y tra-
bajo debemos fomentar las economías cam-pesinas o proyectos productivos; tratemos de
salvar a los campesinos, de darles nuevas herramientas para trabajar la tierra. No sólo
la guerra acabó con ellos, también las políti-cas de globalización y las propuestas del go-
bierno para propender por el “desarrollo so-
cioeconómico” del país. Hoy en día, los cam-pesinos están cambiando su vocación a obre-
ros, a operadores; ya no es negocio producir la tierra y eso debe cambiar. Debemos resca-
tarlos o ¿usted qué opina?
13. LUZ STIBALLY
No tengo recuerdos de
guerra, no tengo nada que me haga lamentar de
ella; la guerra ha sido para mí como un fantas-
ma lejano al cual temo y siempre ignoro. Esta vez me tocó quitarme la
venda de los ojos y los tapones de los oídos, e irme a buscar la realidad de la guerra que
es tan cercana como la familia.
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Luz Stibally estaba muy contenta. Se termi-naba la semana y pronto llegaría el sábado;
el tan anhelado día del amor y la amistad. Al salir del colegio decidió visitar a su papá y
viajó al pueblo donde él trabajaba para pasar la tarde. Desde ahí llamó a doña Rubiela, su
mamá, y la convenció para que viajara y pa-sara el día de amor y amistad con su papá. Al
regresar cansada a casa, se dispuso a hacer
las tareas como la niña juiciosa que era.
Por fin llegó la noche del sábado y Stibally se preparó como cualquier adolescente de 16
años, con la mejor pinta y el mejor maquilla-je para ir al descubrimiento del amigo secre-
to. Pero como siempre que hay tanta expec-tativa uno siempre termina un poco decep-
cionado, con esa sensación de que algo faltó,
esa noche regreso tempranísimo a su casa. Allí recibió la llamada de su mamá. Luz Stiba-
lly habló con ella y le dijo que eso estaba muy aburrido, que quería irse a ver el reina-
do en el salón comunal del barrio; su mamá le dio el permiso de salir pero le advirtió que
debía tener mucho cuidado, que tratara de venirse temprano y en compañía de Esdras,
su hermano, quien se encontraba en el billar
en la parte de arriba del barrio.
A las doce de la noche entró de imprevisto el ejército y comenzó a hacer requisas en la
parte superior del barrio, en el billar donde estaba Esdras. Más tarde, llegaron al salón
comunal a hacer lo mismo, y como a eso de las doce y media se escuchó un disparo: uno
de los asistentes al reinado se molestó con la
presencia de los militares y dio un disparo al aire. Los grupos paramilitares del barrio se
alertaron, pensaron que esos hombres vesti-dos de camuflado eran guerrilleros y comen-
zaron a disparar en contra del ejército; al sentirse atacados los soldados creyeron que
esa gente que estaba viendo el reinado eran milicianos y así empezó el combate.
Los asistentes al reinado corren desespera-dos en todas direcciones para tratar de huir
de la balacera. Al escuchar los disparos Es-dras se apresura a ir por su hermana, quien
se encontraba en la parte baja del barrio de donde provenían los disparos, pero un militar
le impide seguir al sitio donde se presentaba el combate. Esdras no tiene más remedio que
ir a su casa, con la esperanza de encontrarla
allí, pero desconsolado se percató que no se
encontraba.
Ya en la madrugada, las fuerzas militares se dieron cuenta que habían cometido un grave
error porque las personas que resultaron muertas, no eran insurgentes sino simple-
mente personas inocentes que vivían en el sector. Tratando de ocultar su falta, visten a
sus víctimas con ropas similares a las usadas
por los grupos guerrilleros. A Luz Stibally la visten con un pantalón camuflado y botas
pantaneras; le cargan un fusil inservible en el hombro izquierdo y en la mano derecha le
ponen una granada de fragmentación, esa si en buen estado.
Son las 5:00 a.m. Rubiela llama a su casa
para recordarles a sus hijos que deben darle
tetero a Marisol, su hija más pequeña, pero Esdras no puede ocultar su preocupación y le
cuenta a su mamá que Stibally no aparece y que hubo disparos en el barrio. Rubiela se
dirige de inmediato a su casa. Cuando llega al barrio lo primero que se encuentra es a un
policía, al cual le comenta su situación. Éste le dice que los heridos fueron llevados a dos
hospitales cercanos y le informa que hasta el
momento hay 5 personas muertas, cuatro mujeres y un hombre.
Muy nerviosa Rubiela llega a su casa, llama a
su marido y le cuenta todo lo sucedido. Este le indica dónde hay dinero para que vaya a
buscar a su hija de inmediato. Desesperados parten Esdras, una cuñada de Rubiela y Ru-
biela a buscar a Luz Stibally. Llegan primero
a la unidad de salud cercana al barrio; allí le dicen que hay una joven muerta pero Rubiela
se niega a verla, sus acompañantes si lo hacen y se dan cuenta que no es la persona
que buscaban. Luego van al hospital más cercano, donde se encuentra otra de las
víctimas del combate ocurrido en el barrio. Después de una larga espera Esdras y la cu-
ñada de Rubiela identifican el cadáver de Luz
Stibally.
En ese momento, como es natural, Rubiela llora y con todo ese sufrimiento debe asumir
dos batallas: una para superar su dolor y otra para reivindicar la memoria de su hija,
para hacerle justicia a su muerte. Luz Stibally Barrera Rivera, es una más en la lista de los
falsos positivos. Una persona que a pesar de
22
su ausencia física me mostró la realidad de la
guerra, de la injusticia. Por ahora debo escri-bir lo que me decía Rubiela entre lágrimas:
ya no hablemos más.
El recuerdo de Luz Stibally me hace pensar que a muchos miembros lejanos de mi fami-
lia, les ha tocado la guerra y que a muchos de mis compatriotas también les ha tocado la
guerra. Que esa es una penosa y dura reali-
dad que no nos podemos dar el lujo de igno-rar, porque ser indiferentes al dolor nos hace
tan salvajes, insensibles e insensatos como aquellos que usan la fuerza para atemorizar.
Aunque muchos de estos hechos los sentimos como algo lejano e indiferente, en cualquier
momento pueden tocar nuestras vidas y son una realidad.
14. LAS CARAS DE LA GUERRA
Pensar cómo nos toca la guerra en un con-
texto en el cual hemos aprendido a vivir con
ella y hemos naturali-zado prácticas asumi-
das como “normales”,
hace que necesariamente uno tenga que pre-guntarse ¿Qué significa la guerra para mí? Y
mira hacia adelante y puede comprender que a cada instante hemos estado inscritos en
algún lado de las caras de la guerra. En el presente ejercicio quisiera comentar parte de
una pequeña historia de algunos amigos con-temporáneos que vivimos en una vereda del
suroccidente colombiano.
Nosotros tuvimos la fortuna de nacer en el
resguardo indígena de San Juan, pertene-ciente al pueblo de Los Pastos; es un res-
guardo sumamente pequeño y con el tiempo cada vez más y más parcelado, por lo cual se
hace casi imposible sostenerse con la agricul-tura. Especialmente los jóvenes, desde que
tengo memoria, han tenido que buscar otras
alternativas de vida; los mayores ya se han resignado a vivir en su cuadra.
Mis contemporáneos ya tuvimos la posibilidad
de asistir no solo a la escuela sino también al colegio, que quedaba ubicado en el pueblo.
La mayoría de personas pensaban que el co-legio era una pérdida de tiempo y por eso no
enviaban sus hijos a éste, sino que les daban
terrenos para trabajar o ellos mismo se iban
a otras partes a trabajar para sostenerse y ayudar a sus familias. Aún a pesar de eso, de
nuestra vereda éramos muchos los que si estábamos en los colegios.
Aquellos que habían optado por no entrar al
colegio, se marchaban hacia Cali, Popayán o el destino más frecuente: hacia el departa-
mento del Putumayo, adonde eran llevados a
las fincas cocaleras como raspachines. Las mujeres preferían irse hacia Cali o Popayán a
trabajar como cocineras, mientras que los hombres en su mayoría se iban hacia el Pu-
tumayo. Estos últimos, cuando regresaban en vacaciones tenían cosas nuevas, como ropa
de marca, televisores, equipos de sonido, etc., mientras que los que permanecían en el
resguardo y especialmente en el colegio pa-
recía que no habíamos hecho nada económi-co. Frente a esta balanza teníamos que deci-
dir si seguir allí, siendo una carga para nues-tros padres y viviendo siempre arrancados
por dinero, o al contrario, irnos hacia el Pu-tumayo y ser independientes; comprar ropa
de marca, televisores, equipos, y ayudar a nuestros padres. Para muchos la decisión no
fue tan difícil; y a la larga era muy racional,
si lo midiéramos con costo de oportunidad, ¿no?
Yo, gracias a la presión de mis padres fui uno de los que no desertó del colegio en primera
instancia, pero mis hermanos mayores si lo habían hecho anteriormente; a ellos no les
pusieron problema mis papás porque no ten-ían otra opción: no podían sostenerlos en el
colegio, que en ese tiempo era un privilegio.
Por eso ellos si se marcharon, el uno a los 17 años y el otro a los 13 años. Yo era el menor
de ellos y no querían que me fuera para allá; me decían que siguiera estudiando. Al igual
que los que seguíamos en el colegio, sólo podíamos ir como mandaderos hacia ese de-
partamento en tiempos de vacaciones, y de allá regresábamos con plata y podíamos
comprar nuestras cosas.
Muchos aguantamos hasta el séptimo u octa-
vo grado dentro del colegio, pero finalmente todos terminamos cediendo; casi nadie re-
greso después de algunas vacaciones a las clases. Yo regresé sólo hasta el grado nove-
no; a partir de ahí me retire para irme de una vez por todas hacia allá, pues esa balan-
za era casi imposible de igualar. La educación
23
superior no era un sueño de nadie y parecía
que todos los que se habían graduado del colegio no habían hecho mayor cosa; al con-
trario estaban trabajando como peones. Si acaso, en nuestra vereda existían dos profe-
sionales.
Nuestro resguardo por aquel entonces era muy sano y no había mayores problemas. No
se conocía siquiera un grupo armado. Lo úni-
co que había conocido de armas de fuego era una escopeta vieja de mi casa con la cual
había que cuidar el ganado o los sembrados en tiempos de cosecha. Cuando viajé al Pu-
tumayo, allá si conocí a mucha gente arma-da; por primera vez conocí a un guerrillero y
fue allá donde conocí al ejército, en los rete-nes que uno u otro montaban por aquel en-
tonces. Los guerrilleros en esos lugares eran
los héroes del pueblo, eran un verdadero ejército del pueblo; eran quienes impartían la
ley y eran quiénes ponían las condiciones de convivencia. Mientras reinaba la guerrilla en
esas tierras no había problema, todo mar-chaba bien; todo el mundo respetaba a los
demás y los ladrones eran los más odiados, por eso casi no existían.
Al inicio empecé como raspachín de coca, o mandadero de los patrones, pero luego mi
hermano me puso a trabajar como ayudante de una camioneta que transportaba gente
hacia las veredas. Al inicio fue muy bueno porque andaba por un lado y otro, y en el
camino como sólo reinaba la guerrilla; no había problema porque ellos no decían nada,
antes conversaban con uno o le gastaban
cualquier cosa. Pero luego todo empezó a cambiar de un momento para otro.
Se rumoraba por todas partes que habían
llegado los “paracos” al Putumayo; unos de-cían que habían llegado a Puerto Caicedo y
otros decían que habían llegado a Puerto Asís. Pero sólo se supo hasta que empezaron
las masacres, pueblo por pueblo, como una
mancha que se regaba por todo ese territo-rio. De allí en adelante todo cambio; las ma-
sacres se volvieron el pan de cada día; el rio Guamuez se volvió un rio de cuerpos masa-
crados y de sangre; las muertes más atroces que uno solo creía que eran posibles en otros
lugares, se convirtieron en una costumbre.
Las muertes no solo se llevaban a cabo en los
pueblos sino que estas gentes hacían retenes en las cuales con lista en mano bajaban a
adultos, jóvenes, señoras, etc. Andar en un carro era pender la vida de un hilo; muchos
de los choferes conocidos fueron asesinados, ya sea porque la guerrilla o los paramilitares
les quitaban los carros y hacían atentados y luego el bando contrario reconocía el carro y
mataban al chofer. Otros murieron en medio
de enfrentamientos, y a otros los cogían co-mo choferes para transportar heridos o ar-
mamento en medio de combate, y luego eran asesinados como retaliación por el grupo
contrario o por el ejército. Dentro del los pueblos se vivía una cacería de brujas: sólo
con mencionar que este o aquél era sapo de un grupo, se tenía la muerte asegurada.
No había ley; al ejército se le temía igual que a los paracos, pues cuando la guerrilla rein-
aba estaba acorralado y por eso ni siquiera los campesinos lo reconocían como legítimo;
para ellos la ley era la guerrilla. Con la llega-da de los paracos, retomó nuevamente poder
el ejército y sin duda también tomó represa-lia con todos los de las veredas; en los rete-
nes los trataban de guerrilleros o de ayudan-
tes.
Personalmente yo vivía con un miedo cons-tante; temía salir de la casa, ya no quería
estar allá; temblaba cada vez que se subía un paraco al carro donde trabajaba. Todos
agachábamos la cabeza, mirábamos al piso y nos quedábamos en silencio. No solo era im-
potencia sino también una forma de guerra
psicológica: ¡era una humillación!
La gota que llenó el vaso para que mi her-mano me sacara de allá, fue la masacre de
La Dorada. Era el pueblo más cercano al cual vivíamos; es decir, que el próximo que segu-
ía era el que vivíamos. En La Dorada contaba la gente que llegaron más de trescientos
hombres en volquetas a las dos de la maña-
na e hicieron salir al parque a todos, no im-portaba qué edad tuvieran, y con lista en
mano fueron sacando a muchos de los cuales ellos los acusaban de guerrilleros. Más de
una docena de personas fueron torturadas frente a los ojos de todos los que estaban
allí; la mayoría fueron descuartizados. Era un mensaje que se regaba como el viento y que
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ni siquiera era necesario decirlo explícita-
mente.
Apenas volví a Nariño me invadía un sinsabor por los amigos y familiares que permanecían
allá. Por más de un año, cada quince días llegaba un conocido en ataúd a la vereda, ya
sea muerto por uno o por otro bando, en esa guerra sucia que se habían desatado. Las
razones de las muertes eran tan absurdas
como las de salir a jugar fútbol o haber esta-do caminando hacia la casa. Mi primo tam-
bién era chofer; a él lo mato la guerrilla por no pagar la vacuna pero luego la misma gue-
rrilla pedía perdón porque fue una equivoca-ción; él tenía una familia, de donde quedó
una viuda y dos huérfanos.
Cuando esta ola de muerte y las fumigacio-
nes acabaron con la coca, ésta se trasladó hacia el pacifico nariñense. Para allá sólo al-
gunos conocidos fueron a probar suerte. Los demás amigos se vincularon como erradica-
dores manuales pagados por el estado. Los que tuvimos la oportunidad de regresar del
Putumayo retomamos nuestras vidas, unos trabajando en el campo y otros regresamos
al colegio. Las oportunidades de trabajo en
Nariño eran casi nulas; el campo estaba que-brado, no había ningún cultivo que fuera ren-
table. Esa situación llevó a muchos a sembrar amapola, que también se convirtió en un
problema social y jurídico para quienes lo hicieron, porque muy pronto ésta también
fue combatida por el estado.
De aquel grupo de amigos que salimos de la
escuela y pudimos ingresar al colegio tan solo siete pudimos terminar y solo dos tuvi-
mos la oportunidad de estudiar en una uni-versidad…
15. UNA MADRE SOLTERA Y JOVEN EN MEDIO DE LA VIOLENCIA
Era el año 1989. Sandra tenía solo 16 años y un
hijo de ocho meses, por el cual su padre la abandonó
al momento de nacer.
Sandra debió salir a buscar trabajo, para sos-tener a su hijo y sostenerse ella. Algún amigo
le ofreció un puesto de docente en una es-
cuela rural, pero ahí apareció el primer pro-
blema: Sandra es menor de edad. La dificul-tad se superó con una constancia emitida por
el personero del municipio, donde refería que Sandra por su condición de madre soltera
podía laborar, aunque ella solo tenía décimo grado aprobado.
Empieza Sandra a dictar clases. Todos los
días sale a las 4 de la mañana, porque debe
tomar dos transportes, el primero desde el parque de la localidad por la carretera central
que conduce a la capital del Departamento, hasta un desvío llamado San Roque, que
conduce hacia la vereda Bocono, donde está la escuela rural. Hasta allí desde la carretera
central debe Sandra, esperar las volquetas que llegan a transportar el carbón hacia los
centros de acopio ubicados en la capital del
Departamento.
La vereda Bocono, se caracteriza por su eco-nomía se basada en la explotación de carbón.
Se puede decir que una vereda que tiene una población de 80 habitantes, llega a sumársele
unos 250 obreros que viven allí de lunes a sábado.
Sandra empieza su labor, confundida entre ser una madre responsable y una profesora
eficiente. Es tan joven que se confunde con sus alumnos, pues algunos de ellos tienen
entre 13 y 14 años y la superan en estatura. La jornada educativa va desde las 7:30 am
hasta las 12:30 pm, hora en que Sandra em-pieza a regresar a su casa, tomando el mis-
mo trayecto y en los mismos medios de
transporte. A diario conoce a personas dife-rentes pero trata de hablar lo mínimo, pues
ya se oye que por la zona empiezan a hacer presencia grupos como la guerrilla, de lo cual
Sandra ni sabe ni entiende.
Un joven de la vereda, que dice ser hijo del dueño de varias minas de carbón, frecuenta
a Sandra procurando ser su amigo y hasta se
ofrece a acompañarla en el camino cuando las volquetas no llegan pronto. Así avanza
Sandra en su trabajo los dos primeros meses sin mayores contratiempos. Todos los días
Sandra regresa a su casa hacia las 3 pm y cuida a su hijo algunas horas, pues el resto
del tiempo está con una niñera que lo atien-de. Después de las 6 pm, Sandra va al cole-
gio para terminar su bachillerato.
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A mediados del mes de mayo, un día en el que no llegan volquetas a la zona, la joven
maestra decide tomar a pie la carretera que la conduce a la vía central. Ha caminado por
lo menos 2 km de los 6 que debe atravesar, cuando de pronto ve que desde el margen
izquierdo de la carretera, exactamente entre un rastrojo que se nota talado, sale humo y
algunas llamas. Al comienzo Sandra cree que
se trata de un incendio forestal, pero al ob-servar detenidamente encuentra que se trata
de un vehículo que arde en llamas. La joven temerosa se acerca y queda atónita cuando
nota que dentro del vehículo, está un hombre atado y ardiendo. Sandra trata de devolverse
y se encuentra con un papel tirado en el piso, sostenido en sus esquinas por piedras, que
dice: “muerte a quien se atreva a informar”
ELN. La joven sale despavorida y, sin mirar atrás, en breves instantes llega hasta la ca-
rretera donde encuentra un vehículo que la llevará a su casa. Al llegar, relata a su familia
lo ocurrido. Le recomiendan entonces dejar su trabajo, pero ella sabe que no puede por
ser el medio de sustento de ella y su peque-ño hijo.
Sandra demuestra ser una mujer fuerte, pues al día siguiente vuelve normalmente a
su trabajo; sólo cuenta lo ocurrido al joven amigo que tiene en la vereda, pero allí ya
todo el mundo lo comenta y algunos dicen “ya llegaron”, pero Sandra no entiende a qué
se refieren. Pasados unos 15 días, al venir de regreso en
una volqueta, junto con el conductor obser-
van nuevamente llamaradas en un potrero. Se detienen a ver y encuentran a dos hom-
bres envueltos en una colchoneta, casi calci-nados. Esta vez Sandra deja correr por sus
mejillas lágrimas de dolor.
Durante los meses siguientes, aparecen 6 o 7 personas muertas en diferentes circunstan-
cias, pero Sandra sigue cumpliendo sus obli-
gaciones. Una mañana, al llegar a la escuela, la joven se encuentra con que a su amigo
Asdrúbal, la noche anterior había llegado una comisión de la fiscalía para llevárselo, al pa-
recer sindicado de ser subversivo del ELN. Sandra muy asustada decide preguntar a su
familia acerca de lo ocurrido, pero allá le di-cen que todo está normal y que Asdrúbal es
inocente; que ya todo se resolverá. Sin em-
bargo, pasados 7 meses Asdrúbal es conde-
nado por rebelión.
En la zona se acentúa la presencia de la gue-rrilla; algunos niños se van de la vereda y la
población estudiantil pasa de 30 a 12, lo que indica que pueden cerrar ese centro educati-
vo y enviar los niños al centro más cercano. Sandra ya no tiene la misma seguridad,
tranquilidad y estabilidad para trabajar, pero
a pesar de todo lo sigue haciendo hasta cul-minar el año lectivo.
Los propietarios de las minas de carbón tam-
bién se quejan, pues en primer lugar no se consiguen obreros para las labores, y en se-
gundo lugar la guerrilla los viene “boletean-do” -como dicen ellos-, lo que indica que de-
be dar una parte de sus utilidades al grupo
guerrillero.
Se podría decir que durante el periodo lectivo en que Sandra estuvo presente en la zona,
hubo unas 30 muertes violentas. Pasan dos años y Sandra sigue allí, en medio del miedo,
las dificultades y la desesperanza. Algunas veces habla sólo con algunas madres de fa-
milia que se acercan a la escuela, pero nadie
comenta el tema. Solo un día la señora Este-la, madre de una de sus alumnas, se acerca
para decirle que hay rumores de que a la zona llegarán unos grupos a combatir con la
guerrilla, pero que son hombres que vienen sin piedad contra quienes hayan auxiliado o
colaborado alguna vez con los guerrilleros. Historias tenebrosas como “que traen moto-
sierras para cortar a la gente en pedazos”,
atemorizan a Sandra y a la poca gente que queda en la vereda. Las minas cambian de
propietario casi en su mayoría; ya no se co-nocen entre vecinos; la vereda perdió su sen-
tido de comunidad organizada, pues los que viven allí casi todos son foráneos y poco les
interesa el progreso como comunidad.
La carretera que conducía de la vía central
hacia la escuela termina deteriorándose por completo, pues no existe una junta de acción
comunal, que gestione recursos para su res-tablecimiento. Sandra debe caminar todos los
días los 6 km del trayecto sin pavimentar y llena de miedo por las cosas que ha visto.
Por otra parte, la joven maestra ya ha termi-nado su bachillerato y empezado una carrera
universitaria a distancia. Ahora más que nun-
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ca necesita el empleo, pero la población es-
tudiantil sigue decreciendo.
Una mañana, cuando Sandra llega al punto denominado San Roque donde debe descen-
der del carro para tomar la carretera hacia la escuela, se encuentra con una gran cantidad
de carros parqueados. Ella con prudencia desciende del vehículo sin preguntar nada.
Camina unos doscientos metros, hasta llegar
a la vía que debe empezar a recorrer. Al lle-gar allí, observa a unos hombres uniforma-
dos con un brazalete de color rojo y negro que dice ELN. Sandra se queda estupefacta,
pues a pesar de que ha visto la violencia desde cerca, nunca había visto un guerrillero
uniformado. Varias personas conversan apar-te con los guerrilleros mientras otros, como
la profesora, se quedan callados y algunos ni
siquiera se bajan del vehículo en que van; pasada una hora empiezan a dejar ir algunos
carros. Sandra, con la valentía que la carac-teriza, toma su camino y llega a la escuela;
ese día ella no habla, no toma nada, ni si-quiera juega con los niños; piensa sólo en el
futuro de su pequeño Juan.
Al medio día, ya de regreso a su casa y cre-
yendo que todo ha transcurrido normalmen-te, Sandra toma su camino por carretera
destapada y polvorienta que la lleva a la vía central. Al llegar allí ve de nuevo algunos
carros y un número de personas, pero en menor cantidad de los que había en la maña-
na. Al acercarse ve que hay muchas mujeres llorando, hombres con caras tristes y algunos
carros fúnebres. Sandra no sabe qué hacer.
Se atreve a acercarse a Pedro, un conocido del pueblo, para preguntarle qué sucede y
Pedro le relata lo siguiente, creyendo que Sandra nada ha visto por la mañana:
“Esta mañana un grupo paramilitar disfrazado de
guerrilleros del ELN montaron un retén, que al parecer venía comandado por un antiguo guerrille-
ro que había estado en la zona alias “socavón”, a
quien todos los comerciantes y ganaderos de la zona conocían y a quien entregaban sus cuotas mensuales. Al verlo, quienes lo conocían le de-
cían: no se preocupe comandante ya le traigo la
platica de la cuota, déjeme ir al pueblo y ya vuel-vo. A don José Gómez, lo dejaron ir, fue y trajo la
plata y cuando llegó y la entregó, fue asesinado
sin piedad. Otras personas que decían conocer al
señor “socavón” lo saludaban con amabilidad y hasta le recordaban cuando los había visitado en
sus casas; a todos ellos los mataron. Catorce per-sonas en total asesinaron. ¿Cómo le parece profe-
sora?”, acentuó Pedro.
Sandra, desconcertada por la historia y ya
viendo los cadáveres en el piso, a los cuales
se les realizaba el levantamiento, decidió buscar rápidamente cómo regresar a su pue-
blo. Al llegar a su casa, sus padres con el corazón en la mano la esperaban, pues al
enterarse de lo ocurrido y conociendo el tra-yecto que debía caminar Sandra, solo roga-
ban a Dios que a ella no le hubiese ocurrido nada.
Ese día Sandra tomó la decisión de no traba-jar más en esa escuela, y por supuesto debía
suspender sus estudios universitarios. Lloró toda la tarde sin entender por qué suceden
estas cosas. Abrazaba a su pequeño hijo y se preguntaba, ¿qué habremos hecho?
Así empieza la historia del paramilitarismo en
esa zona. Centenares de muertos, familias
destruidas, personas como Sandra con sue-ños truncados, escuelas cerradas, veredas
deshabitadas, la economía de la región veni-da abajo, pues el carbón ya nadie lo quería
explotar.
Después de dos meses de estar sumida en la tristeza y el llanto y de no entender lo que
sucede en este bonito país, Sandra decide
armarse de valentía e irse a la capital a bus-car otro medio para vivir y continuar su ca-
rrera. Hoy Sandra es una profesional exitosa y su hijo también es universitario. Ha esta-
blecido un hogar con un hombre que la res-peta y la valora. Parece que Sandra ahora
sufre menos en la ciudad. “será que solo en la ciudad nos sentimos seguros, siendo el
campo el lugar donde se produce todo lo ne-
cesario para nuestro vivir bien”.
27
16. ¡MATARON A MARCELA
EN LLANO GRANDE!
Haciendo un ejercicio me-morístico puedo decir que la
primera vez que oí hablar de violencia, fue a través de los
relatos de mi papá, quien en las tardes conversaba con los
peones de más confianza los avatares que le
tocó sufrir como liberal durante la contienda partidista de mediados del siglo pasado, y a
la que se refería irónicamente como la chiqui-tica. Las contaba como gesta, más no con
odio, resaltando incluso las bondades de al-gunos conservadores de la región a quienes
estimaba. Mucho tiempo después me enteré que buena parte de los peones de la finca
eran de filiación conservadora.
Podría decirse que era una situación supera-
da y que ya el sectarismo en términos prácti-cos no tenía lugar. El odio en cambio, si era
contra Laureano Gómez, como la personifica-ción del mal para mi papá. Tiempo después
entendí también el por qué un cuadro de grandes dimensiones con la imagen del gene-
ral Rojas Pinilla, dominaba un costado de la
sala, al frente estaba el típico, el de la Santí-sima Trinidad, ambos cumpliendo acaso las
mismas funciones: conjurar demonios.
En esos tiempos, principios de los ochenta, la guerra era para mí un fenómeno muy remo-
to, pese a estar en un ambiente rural donde se cuajaba silenciosamente lo que más ade-
lante sería un territorio típico de confronta-
ción. Mi niñez transcurría en los juegos infan-tiles con mis hermanas, especialmente con
Marcela (q. p. d.), cuya invocación aquí me remite a las disputas que teníamos por apro-
piarnos las tiras cómicas a colores que traía El Tiempo los domingos. Esto puede sonar
atípico pero a la finca llegaban religiosamen-te, así fuera con algunos días de atraso, los
periódicos nacionales más importantes que
papá leyó y releyó hasta pocos días antes de su muerte.
Este panorama que podía resultar idílico se
rompió abruptamente a mediados de los no-venta, siendo ya estudiante de bachillerato.
Presencié desde la finca la toma guerrillera del casco urbano municipal, de esas tantas
que hizo el ELN por aquella época en la re-
gión. Debo admitir que el saldo que más la-
menté en términos sentimentales fue la des-trucción total de la casa de mi novia que
quedaba justo al lado del comando de policía, que fue arrasado totalmente. Por fortuna ni
ella ni sus padres estaban allí. Ahora me doy cuenta que bien pudo ser este el primer epi-
sodio en que la guerra me tocó, así fuera tangencialmente. Después perdí conocidos,
vecinos, amigos y compañeros de colegio y
hasta de universidad, pero no suponían lazos afectivos cercanos.
Esto puede revelar, lo pienso ahora, una fa-
ceta un tanto cínica de ver la guerra en cual-quiera de sus manifestaciones como algo
ajeno hasta que no nos toque directamente, la cual puede esconder explicaciones en
algún sentido de lo que ha sido nuestra de-
bacle nacional, donde pareciera que cada uno de los colombianos estamos a la espera de
nuestra porción de tragedia para luego irnos a sumar al montón anónimo de las víctimas;
algo así como un destino ineluctable, no bus-cado, al que todos indefectiblemente habre-
mos de llegar.
No podría precisar qué tanto de estos episo-
dios que hoy son parte de mi arsenal bio-gráfico fue lo que me llevó a interesarme por
abordar el fenómeno de la violencia con in-terés intelectual en mis años de universitario
y luego en mi vida profesional. Lo que sí puedo estar seguro es que ha sido un tránsi-
to obligado para muchos colombianos, donde la violencia aparece, más que como un objeto
de estudio, como una constante sobre la que
siempre se vuelve. El eminente investigador de estos temas, Gonzalo Sánchez, lo describe
así: “Desde entonces quedé poseído por la problemáti-
ca de la violencia: mis estudios se volvieron en cierta manera autoanálisis, exorcismo o catarsis
de mis temores y presiones infantiles, intento (tal vez fallido) por entender ahora ese monstruo que dominó mis primeros años y que ha seguido mar-
cando la historia del país y mi propia biografía.”1 Pues bien; para seguir en este tránsito dolo-
roso debo decir que el día que la guerra efec-
tivamente tocó a mi puerta no podía estar más desamparado en términos emocionales.
1 Tomado del Prefacio al texto Guerras, memoria e historia, de Gonzalo Sánchez. Editorial La Carreta – IEPRI, Medellín 2006.
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Ello en el supuesto que uno se pudiera pre-
parar para recibir una noticia de esta natura-leza. Recuerdo ahora que era un día lluvioso
de cielo gris y la mañana apenas despunta-ba; debían ser las 6 a.m. cuando uno de mis
hermanos entró a la habitación para decirme con tono seco: “mataron a Marcela en Llano
Grande.”
Las palabras me quedaron por un momento
retumbando en la cabeza y se me vinieron a la memoria una serie de imágenes de ella, de
mi hermana Marcela, quien fuera la cómplice generacional de mi niñez y a la que no veía
desde hacía algunos años. Todo fue muy rápido pero a la vez denso y pesado, y luego
de despertar de esa modorra lo que uno ati-na a preguntar es casi instintivo y elemental:
¿quiénes fueron y cómo fue?
Me cuestiono ahora, tras años de impunidad
y negación de la verdad, que esas suelen ser preguntas carentes de sentido desde un prin-
cipio, y ¡saber que existen cientos de perso-nas que no pueden ni siquiera planteárselas
so pena de correr la misma suerte! Una rea-lidad tan cruda como dolorosa. De esta ma-
nera intempestiva y fría puedo decir que la
guerra tomó cuerpo de tragedia en carne propia, y desde ahí uno comienza a ver una
realidad que percibió lejana y que sólo le pa-saba a los otros.
¿No marca esto acaso un principio de indo-
lencia colectiva? En lo personal pienso que sí, puesto que por más que se estime que la
violencia en nuestro medio se rutiniza, lo que
verdaderamente se vuelve cotidiano es la carencia de solidaridad en el cuerpo social,
la imposibilidad que hemos tenido los colom-bianos para elaborar esa especie de “duelo
social” por nuestros muertos conocidos y desconocidos y saldar esa cuenta pendiente
con nuestra memoria colectiva; y en medio de este desajuste, la desidia toma cuerpo.
Pareciera que la fuerza de los hechos no da
tregua para tomarse el tiempo necesario y comenzar a elaborar el duelo social ya que el
espacio mismo se satura y surge entonces la pregunta de si realmente estamos a tiempo
de iniciarlo. Un reciente reportaje a la trage-dia nacional señalaba lo siguiente:
“Un lustro después de su entrada en vigencia, de
todos los enrevesados saldos, números y estadís-
ticas de la Ley de Justicia y Paz —interpretados, defendidos, criticados y desmentidos desde cada
trinchera por el Gobierno y las ONG, académicos o violentólogos, el periodismo y las víctimas—, la
conclusión más cruda de la violencia paramilitar es que Colombia nunca estuvo preparada para des-
enterrar sus muertos. Fue tal el salvajismo nunca
calculado de estos ejércitos privados, auspiciados por el narcotráfico, que el país no termina de indi-
gestarse con la sevicia de sus crímenes. Los cadá-veres —o sus restos, o lo que queda de éstos—
siguen apareciendo aquí y allá. Y ya no hay dónde
abrirles campo.”2
Pues bien, si el país no estaba preparado
para desenterrar a sus muertos tampoco ha
de estarlo para elaborar el necesario duelo colectivo ni mucho menos para representarlo
de manera pública como gesto de vergüenza nacional ante tanta barbarie. A pensar el
duelo en conjunto es que nos invita Judith Butler y así comenzar a comprenderlo en sus
formas aún en medio de la violencia que no cesa inspirando así un sentimiento de solida-
ridad colectiva con el dolor propio y ajeno.
“Mucha gente piensa que un duelo es algo priva-do, que nos devuelve a una situación solitaria y
que, en ese sentido, despolitiza. Pero creo que el duelo permite elaborar en forma compleja el sen-tido de una comunidad política, comenzando por
poner en primer plano los lazos que cualquier teoría sobre nuestra dependencia fundamental y nuestra responsabilidad ética necesita pensar. Si
mi destino no es ni original ni finalmente separa-ble del tuyo, entonces el “nosotros” está atrave-sado por una correlatividad a la que no podemos
oponernos con facilidad; o que más bien podemos
discutir, pero estaríamos negando algo fundamen-tal acerca de las condiciones sociales que nos
constituyen.”3
Si el país aún no encara el necesario conjuro
social de elaborar el duelo colectivo por las miles de víctimas que deja el conflicto así sea
mediante un acto simbólico, ¿qué podemos deducir de ello? En principio como diría Bu-
tler, cuando tememos elaborar el duelo,
nuestros propios miedos pueden alimentar el impulso de resolverlo rápidamente, de deste-
rrarlo en nombre de una acción dotada de poder de restaurar la pérdida o de devolver
el mundo a un orden previo, o de reforzar la
2 El Espectador, Las bodegas del horror. Domingo 4 de julio de 2010. Sección judicial. 3 Judith Butler. Vida precaria. El poder del duelo y la violencia. Paidós 2004. Pág. 48
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fantasía que el mundo estaba previamente
ordenado.
Sin embargo, esto puede ser producto tam-bién de una indolencia colectiva mayor capaz
de domeñar el horror como estrategia para domesticarlo y hacer de éste un simple ama-
sijo de sucesos que una vez incorporados al espacio biográfico de cada individuo en una
lógica de ya nada me sorprende y de esta
manera se hace extensivo a la totalidad del cuerpo social que se aletarga en una convi-
vencia mezquina con la violencia y las múlti-ples degradaciones en cada una de sus mani-
festaciones.
Finalmente se supo, como era la sospecha inicial, que a mi hermana la asesinaron los
paramilitares. Que la sacaron de su casa y
que previamente habría sufrido amenazas, a las cuales hizo caso omiso por haber tenido
la certeza que nada debía, como si esa fuera una premisa valedera en este país para esca-
par de la acechanza de la muerte violenta. Así me tocó la guerra, la misma que hoy me
suscita estas dolorosas reflexiones.
17. “PABLINCHI”
Ese 26 de agosto del año
2005 llegó el “loco” manejan-do la camioneta de la Com-
pañía, acompañado por el topógrafo, y en la cual había
salido Pablo esa mañana muy temprano, dirigiéndose a la vereda de San
Luis, en el municipio de Simití, para conti-
nuar con la supervisión de la siembra de palma en las fincas que le correspondían en
ese núcleo. El “loco” trabajaba con Pablo ayudándole con la supervisión de las labores
en campo, y Pablo, un administrador de em-presas agropecuarias, trabajaba como técni-
co en las Compañías Palmeras del Sur de Bolívar, en donde lo conocí un año antes,
como compañero de trabajo, y poco tiempo
después se convirtió en mi amigo.
Las Compañías Palmeras del Sur de Bolívar era un proyecto para el establecimiento de
2000 hectáreas en palma, en los municipios de San Pablo y Simití, para la sustitución de
cultivos ilícitos en la región, altamente in-fluenciada por el conflicto armado, entre la
guerrilla y paramilitares, favorecido por la
poca intervención del estado y financiada por
la producción de base de coca. El proyecto palmero era un modelo usufructo, en donde
los campesinos colocaban la tierra y la em-presa se encargaba de suministrar todo para
sembrar, mantener y cosechar el cultivo. En el 2004 empezamos con la etapa de vivero, y
al siguiente año en el mes de marzo, se inició la siembra de la palma, en lo que se requería
todo el esfuerzo en equipo, para en lo que
Pablo, que con cariño sus amigos le decíamos “Pablinchi” estaba siempre listo, con la mejor
aptitud y disponibilidad.
El topógrafo y el loco llegaron en la camione-ta ese jueves en la tarde, frenando brusca-
mente a la entrada de la empresa: Pablinchi había sido bajado del vehículo por cuatro
encapuchados en mitad del recorrido de re-
greso, al frente de la finca Las Flores, des-pués de ser identificado. A la fuerza se lo
llevaron hacia el rastrojo, mientras el topó-grafo y el loco fueron obligados a partir sin
él; el loco tuvo que manejar sin jamás haber tomado un volante, ya que el topógrafo, in-
móvil del susto, no se sintió capacitado para conducir.
Todos en la empresa quedamos perplejos por la noticia, al parecer se trataba de un secues-
tro. Pero ¿qué motivos lo originaron? Pablo, aunque provenía de una familia con suficien-
tes recursos económicos, hace mucho tiempo había tomado la decisión de alejarse de ellos,
teniendo que vivir de sus propios recursos, los cuales hasta el momento no eran causa
de un posible secuestro, ya que a cargo de
su esposa y su pequeña hija, poco dinero le quedaba para ahorrar. Además, no se le co-
nocían enemigos. Había que esperar noticias, las cuales llegaron pronto.
Al día siguiente, uno de los contratistas pres-
tadores del servicio de maquinaria a la em-presa, se acercó a las oficinas para comen-
tarnos que venía de la zona en la que fue
raptado Pablo, y allí se le acercó un finquero conocido por él, el cual le menciono que el
día anterior había escuchado disparos cerca a su finca. Esto mismo fue comentado a la po-
licía y al ejército, para que se dirigieran al lugar y verificaran lo que había pasado. La
respuesta de las dos instituciones fue negati-va, argumentando que no tenían las suficien-
tes garantías para desplazarse hasta la zona,
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por el difícil orden publico que se presentaba
en esa área, casi toda gobernada por parami-litares, miembros del bloque central Bolívar.
En realidad tenían la razón; dirigirse ellos allá, con los pocos hombres que tenían, era
una muerte segura. Pero nosotros como compañeros y amigos, nos colocamos en la
posición de Pablo y de su familia, y decidimos dirigirnos en la mañana del sábado hacia ese
lugar todos los compañeros de trabajo y un
hermano suyo, el cual era el notario del pue-blo; al fin y al cabo a todos nosotros nos co-
nocían en esa vereda, lo que nos dio confian-za, obviamente con el gran temor de que
tomaran represalias, aún sin saber lo que había acontecido.
Salimos en caravana a las siete de la mañana
hacia ese sector, sin avisar a las autoridades,
para que no fuéramos obstaculizados. El re-corrido tardo una hora y veinte minutos. Al
llegar al lugar le preguntamos a los habitan-tes de la finca más cercana si sabían algo de
lo que había pasado ese jueves en la tarde. Ellos con gran temor, mencionaron que hab-
ían escuchado unos disparos, pero que no sabían nada más. Empezamos todos a buscar
algún rastro o pista de lo que había sucedido,
queriendo en el fondo no encontrar nada.
Estuvimos recorriendo por más de dos horas los rastrojos a lado y lado de la carretera sin
hallar alguna señal. De pronto escuchamos a Jeremías gritando; había encontrado a Pa-
blinchi. En realidad, el señor de la finca se había dado cuenta de todo lo que había pa-
sado y no pudo soportar vernos buscar frus-
tradamente, y a solas le indicó a Jeremías el lugar donde estaba Pablo. Todos corrimos
hacia allí. ¡Qué duro fue encontrar a Pablinchi muerto!… Estaba boca abajo; sus manos
amarradas con nylon a su espalda, el cual ya había penetrado su piel: había recibido cua-
tro disparos de fusil por la espalda, al parecer a quemarropa. En mi mente trataba de ima-
ginar lo que había pensado Pablo entre el
transcurso del tiempo en que fue bajado de la camioneta y recibir los disparos; su miedo,
su tristeza, su niña, su hermosa como llama-ba a su esposa; pudo haber sido cualquiera
de nosotros. Entre todos recogimos el cuerpo y lo subimos al vehículo de su hermano, para
empezar el triste recorrido de regreso al pueblo.
Su hermano el notario no quiso que le reali-
zaran la autopsia en la morgue del pueblo y en esa misma tarde del sábado lo embarca-
ron en una chalupa hacia la ciudad de Ba-rrancabermeja, para luego ser trasladado a
Bucaramanga; su ciudad de origen. Toda la gente del pueblo quedo asombrada por su
muerte, a pesar de que ya estaban acostum-brados. A los dos días siguientes fue su en-
tierro, siendo acompañado por gran cantidad
de familiares y amigos que sentimos la pérdida de Pablito.
Los días después de su asesinato estuvieron
llenos de incertidumbre para todos, las visi-tas a campo fueron interrumpidas. Aunque
la causa de su muerte nunca se conoció en definitiva; hasta se dijo que era por una
amante de Pablo que había sido mujer de un
paramilitar, obteniendo éste su venganza. Todos sabíamos al interior de la empresa que
el modelo usufructo y el proyecto palmero del Sur de Bolívar, en donde varios de los
campesinos colocaron sus tierras, no con la intención de cultivar palma de aceite, sino
pensando en no perder sus fincas a causa de la presión paramilitar, que los obligaba a
venderlas a un mínimo valor o simplemente
eran apropiadas ilegalmente por estos gru-pos, había sido la verdadera causa de la
muerte de Pablinchi.
18. CUANDO EL CONFLICTO ESTABA
EN PAÑALES
A finales del siglo XIX, des-
pués de la independencia y de la inestabilidad política de la
nueva patria, se fueron insta-lando haciendas ganaderas y
agrícolas. En 1910 se iniciaron trabajos para la construcción del ferrocarril
Facatativá-Girardot, ubicando una estación en donde actualmente se halla el casco urba-
no del municipio entonces perteneciente a
Anolaima. Se cree que una Palma del fruto Cachipay, cerca de la estación, habría dado el
nombre a la estación y posteriormente al asentamiento.
La fertilidad de la tierra y el agradable clima
fueron atrayendo a nuevos pobladores en los siguientes años. Por Ordenanza No. 9 del 16
de abril de 1923 se creó la Inspección Depar-
tamental de Cachipay. La travesía en tren
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desde la sabana era uno de los mejores
atractivos turísticos para la sociedad Bogota-na, que con frecuencia visitaba esta región.
La bonanza internacional del café hizo que la gran mayoría del paisaje rural se cubriera de
cafetales, siendo esta la base de la economía municipal hasta finales de siglo. En 1975
cesó el paso del tren como medio de comuni-cación y transporte de carga, por el intensivo
uso del automóvil tanto particular como de
servicio público. Finalmente, en 1982 se de-claró municipio mediante ordenanza No. 006
emanada por la Asamblea de Cundinamarca. La oposición de las autoridades civiles de
Anolaima fue un obstáculo inicial, pero en 1991 se confirmó a Cachipay como el muni-
cipio 114 de Cundinamarca.
El largo y profundo conflicto armado que ha
aquejado al país ha tocado en más de una vez a mi familia; hizo que tuvieran que huir
de su casa en la década de los cuarenta y marcó el cambio de vida rural por la urbana
cuando aún estaban empezando su historia. La violencia bipartidista, como se le llamó a
esa guerra fratricida de mitad de siglo, los arrancó de su tranquilidad y los encaminó a
una huída en la que mi padre con pocos me-
ses de nacido empezó a conocer la dureza de viajar por la difícil geografía en lento y bucó-
lico ferrocarril nacional para escapar de las amenazas de un grupo que simpatizaba con
otro partido político diferente al de sus pa-dres. La pujante inspección de Cachipay para
los años cuarenta no pasaba de los 3 mil habitantes; su surgimiento como un destino
turístico y paso obligado para Girardot augu-
raban un crecimiento que envidaba para la época la cabecera municipal, Anolaima.
A sus 25 años recién cumplidos Juan de J.
Aldana, maestro de escuela desde los 19, abandonó su San Francisco natal y desem-
barcó en la población en la que su vida daría un vuelco. Sus buenas maneras, su gusto por
la lectura y la paciencia en el arte de impartir
conocimientos a los menores, le hicieron ga-narse el respeto de sus conciudadanos y la
admiración de las autoridades. La escuela municipal para entonces no era sino cuatro
salones levantados con más voluntad que otra cosa y con precarias condiciones para un
alumnado que muchas veces caminaba por más de una hora para asistir a las clases que
con paciencia episcopal impartía desde las
7:30 a.m. el profesor Aldana. Con esmero y
gran alegría se pasaron dos años en las labo-res. En enero del 40 antes, de empezar las
labores, llegó una profesora nueva transferi-da de Zipaquirá; a sus escasos 17 años ya
tenía experiencia en docencia y como hija única de matrimonio separado llevaba a su
madre consigo. Juan tuvo una iluminación desde que la vio entrar al colegio esa maña-
na de resaca tardía del año nuevo y según
cuenta no le costó trabajo encontrar la forma de llegar a ganar el interés de la niña mujer
que con su ímpetu ya lo había cautivado.
La cerrada educación conservadora de doña Graciela había hecho que Lucía fuera retraída
y poco comunicativa en esferas diferentes al ámbito escolar; además sabía que como mu-
jer debía mantener una postura fuerte para
conservar el respeto del alumnado. La señora era una reconocida partera y en poco tiempo
su fama llegó a las poblaciones de la Espe-ranza y la Capilla, donde a lomo de mula lle-
gaba para asistir los alumbramientos de las nuevas generaciones que veían por primera
vez la luz de este mundo en este tropical ambiente con precariedades pero con mucha
vitalidad.
En el país las cosas mudaban a la velocidad
que las costumbres y las insalvables distan-cias lo permitían. Atrás había quedado la
hegemonía conservadora del principio de siglo y los liberales con Olaya Herrera y
López querían modernizar un poco las aletar-gadas y arcaicas maneras de los pobladores.
Se emprendía la revolución en marcha. Tal
vez era el momento de la esperada separa-ción entre la tiranía del clero y un gobierno
laico, o como coloquialmente se decía por fin entrar al estado de derecho y dejar el estado
de oración. Sin embargo, muchos aun creían como se decía a principios de siglo que ser
liberal era pecado. Las diferencias entre los godos y los cachiporros, alimentaban las dis-
cusiones entre unos otros, y eran atizadas
desde los pulpitos de las iglesias y desde las tarimas de conglomeraciones políticas donde
se hacían más fuertes y se elaboraban dis-cursos para odiar al vecino o al panadero por
no profesar los mismos principios, incluso muchas veces sin tener muy claros los de la
propia doctrina. Así se incubaba ese mal que la historia de Colombia llamaría la violencia
bipartidista. El campesinado colombiano en
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corto espacio de tiempo se politizó de una
forma vertiginosa y no como síntoma de edu-cación sino de crear diferencias insalvables
con dos modos de vida. Arriba los grandes líderes de un partido y otro compartían los
mismos círculos sociales, la espuma social se daba la mano y sus hijos se sentaban al lado
del otro en los mejores colegios, mientras enseñaban al pueblo a que valía la pena ma-
tarse por sus plataformas ideológicas.
Para la época en que se recrudeció la violen-
cia y la guerra se hizo explicita entre un ban-do y otro, esta pareja de profesores de es-
cuela eran un joven matrimonio con 3 hijos que llevaba sus días en esta agitada coyuntu-
ra en el abiertamente liberal pueblo de Ca-chipay. El mayor con 5 años cumplidos, el
otro llegando a los 3 y en brazos con pocos
días, Camilo el más pequeño. La semana an-terior aquella tarde de octubre de 1947, la
señora del mercado le advirtió a dona Gracie-la: “Ayer el viejo González, el de la chiva,
dijo que al godo ese del profesor Aldana lo van matar para que deje de enseñar tanta
güevonada” y que también escucho a otro que dijo: “Esa godarria es la que tiene jodido
al país”. Lo que siguió fue salir de un forma
lo menos evidente posible, pero trasladar 6 personas con enseres era toda una epopeya;
una estrategia de caracol. La pareja salió el lunes siguiente en la mañana en el tren de
Girardot con destino a Apulo donde Nancy, una profesora amiga, tenía una casa y seguro
podía recibirlos pero evidentemente no a to-dos; así que solo se fueron ellos dos y el pe-
queño de brazos que llevaba dos días con
diarrea y estaba en situación crítica.
Apulo era algo más grande y era por ahora más seguro pues, aunque manifiestamente
nadie los habían amenazado, las discusiones y el público conocimiento de las inclinaciones
los dejaban en un evidente riesgo que era mejor no correr. La llegada con el niño de
brazos enfermo a un clima más cálido no fue
fácil pero lograron sobrellevar la situación. La Abuela Graciela se quedó a cargo dos años
con los niños y sus esporádicas visitas hicie-ron que la familia no pudiera estar reunida en
muchos años. Pasarían varias veces líderes de los liberales por la casa de la partera pre-
guntando la suerte de los maestros, pero ella muy respetada por su oficio decía que esta-
ban en Bogotá por cosas de trabajo y que no
demoraban en volver. Muchos años después
el abuelo Juan contaría a los nietos cómo para sobrellevar las inclemencias del calor
tuvieron que darle cerveza fría al bebé para calmar la sed imposible con bebidas al clima.
En el año 1950 los maestros fueron traslada-
dos a Chía donde pudieron tener por fin algo de tranquilidad y pudieron reunirse de nuevo.
Antes Lucia había tenido otro hijo que murió
tempranamente con menos de 40 días y es-taba embarazada nuevamente. Los mayores
recordarían con mucho dolor esos años de separación y cómo los asesinatos en el pue-
blo crearon un halo de miedo permanente, cómo los otros niños en la escuela los sepa-
raron y los trataban como godos y gallinas. La violencia cambio toda su vida, los alejó de
sus padres y los hizo cambiar todo su imagi-
nario. El país estaba en pañales de un con-flicto que nos ha estado desplazando, ma-
tando y dejando sin seres queridos.
Tanto me tocó la guerra, que muy segura-mente de no haber existido este conflicto mi
vida no habría sido posible (mis padres se conocerían en el municipio de Chía donde la
pareja encontró estabilidad y se establecería
finalmente), sin su escape desesperado del año 1947.
19. CÓMO NOS TOCA LA GUERRA Nelly Robles Oñate
¡Oh hombre!
Qué golpe sientes tú
cuando llora la selva su canto perdido
Aquél que el mismo hombre lucha por
el pan de cada día por sacar adelante su familia
y perpetuar su especie.
Aquello que costó el sudor
de su frente, paciencia, dolor, lágrimas, alegrías …
Cuando recuerda
el triste aroma del aquél pocillo de café que tomaba
al amanecer, cuando se iba para el trabajo cantando
por el camino...
33
Lo acompañaba su fiel y fuerte perro, y a su regreso
encontraba su amada al lado de sus hijitos,
sonriente y alegre. No importaba si a veces
llovía, si no tenían como vestirse,
pero eran felices,
pues el mismo campo le brindaba su sustento.
Pero que triste,
hoy por hoy, se esfuma el letargo de mi encanto.
Yo me encuentro solo
llanto..., hasta el viento
perdió su ruido. El río cambió su curso,
la lluvia derramó su fuerte caudal,
las flores se tornan marchitas, solo la tristeza embarga mi vivir,
porque ya perdí la razón de mi vida,
mi esposa e hijos no están aquí,
ahora me acompaña Soledad por siempre.
Porque nunca tuve el valor
de luchar con lo que hoy es más fuerte que el hombre
La Maldad.
Ya nadie puede caminar
por mi “hermosa selva”, porque de pronto cae
en las garras de “La Quiebra Patas”. Ya no se respira el aire puro,
está contaminado con el ir y venir del sangriento río,
de aquellos hombres que fueron internados en la selva y ¡no salieron jamás!
Aquellos adolescentes que perdieron su niñez porque
se hacían hombres antes de al empuñar un fusil,
muchos de ellos fueron maltratados, por entretenerse al ver
a otros niños jugar y cantar en los campos…
Mientras su corazón ardía en llamas
al crecer en ellos
la “Ciencia de la Maldad” semilla que en su corazón rebrotará
de generación en generación, al no desvanecerse aquel trauma sicológico,
transitando caminos inciertos hacia la Tierra Prometida,
la verdadera realidad, ¡la dura vida de la cuidad!
20. Mirando la guerra sin siquiera
comprender ¿cómo? y ¿por qué?, pero entendiendo el elemento
perdido, lo esencial…
Rosa Margarita, es la prota-
gonista de esta crónica. Es
apenas una niña de 8 años,
estudiante del segundo grado
de educación primaria….y lo
mejor, es mi sobrina!
Esta historia surge en medio
de la situación de inestabilidad política que
vive Honduras desde el año 2009, que cul-
minó en unas elecciones presidenciales que
instauró un nuevo gobierno en enero del
201o y que ha convivido sus meses inaugu-
rales con una serie de movilizaciones de dis-
tintas organizaciones que reclaman desde el
retorno del ex presidente hasta incrementos
salariales y miles de cosas más… marchas
que se han caracterizado en los últimos 18
meses por incluir acciones de perjuicio a
bienes públicos y/o privados e incluso en
ocasiones atentando contra la vida!
Sin embargo, en junio los maestros iniciaron
una nueva huelga, que duró un poco más de
un mes. Las escuelas cerradas, debates entre
padres de familia y maestros, quienes han
protagonizado marchas en el supuesto re-
clamo de sus derechos.
En medio de esta nueva revuelta, un buen
día sábado, mi sobrina llegó a casa, luego de
sus clases de baloncesto y luego de haber
escuchado a su madre y tías conversar sobre
esta triste situación de la educación en el
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país llegó, cogió papel y colores y escribió lo
siguiente:
¿De dónde surge todo este contenido?
Personalmente me impactó el contenido de la
carta, por varias razones…
Ella apoyaba a Pepe en las elecciones
No entiende el modelo económico pe-
ro lo vive y es parte de él y eso es no-
torio en la carta…
Destaca la ausencia de un valor: el
amor por la patria, que desde mi in-
terpretación es la motivación para
hacer las cosas bien.
Hay una percepción de destrucción.
Por ejemplo, los mensajes negativos
de maldad, muerte que se ven hoy
por las calles de Tegucigalpa.
Es capaz, con todo y lo equivocado o
acertada que puede estar, de pedir al
presidente que tome acciones y
además, se las sugiere.
Finalmente, la pintura del presidente
deja ver que hay una profunda desilu-
sión sobre esta persona, y dice: no
más! Refleja los colores del partido
del gobernante y pone una alerta roja.
Todo eso simplemente me hace auto
preguntarme: qué mensaje estamos
transmitiendo desde la familia, la es-
cuela, los medios de comunicación,
etc.
Cómo se le explica a los niños lo que
estamos viviendo?
Pero lo más importante es que, desde
su sencillez, ha sido capaz de identifi-
car el eje del problema: la ausencia
del amor por Honduras.
21. APRENDIENDO A CAMINAR
A Argénito, con quien seguimos caminan-
do. A María Ligia, para quien el camino
aún es largo. A Sofía, con un camino por
comenzar.
“No entendimos ni a qué
hora sucedió todo eso”
dice Lilia mientras en-
ciende otro cigarrillo, con
una mirada que transmi-
te todo el horror vivido,
que casi hace sentir en
carne propia el desconsuelo y el horror de
ese momento que me cuenta luego de varios
días de estar juntas y de superar la entendi-
ble desconfianza inicial de quien ha vivido
largo tiempo con miedo, pero con dignidad.
El café hierve soltando su bocanada y los
niños negros van recogiéndose en los cam-
buches que han construido con sus padres en
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este pedazo que le han arrancado a la palma.
Ella me sigue contando como si quisiera
hacerme partícipe de sus recuerdos, para que
otros lo sepan y la memoria persista.
Las “caminadas” habían sido largas y difíci-
les, pero reconfortantes, yo lograba volver
tranquila, casi renovada por mi encuentro
con la selva y luego de hallar los puntos que
le permitían a la gente un poco más de espe-
ranza, el anhelo de la devolución de sus tie-
rras, yo no hacía más que caminar, observar
y escuchar. “Los que vienen de la ciudad ca-
minan poco” me dijeron desde el principio,
por eso no me quejaba y me esforzaba mu-
cho, caminar era sólo la justificación para
permitirnos el reconocimiento y por eso había
ido aprendiendo a caminar con ellos. Pero
ese día, el primer trayecto por la palma fue-
ron 9 horas caminando y la jornada fue espe-
cialmente agotadora y dolorosa, casi demo-
ledora.
Recorrer la palma fue monótono y tortuoso,
ellos intentaban guiarnos, ellos que habían
nacido allí, que habían crecido allí, no podían
reconocer ni siquiera el sitio donde estaba
antes su casa, donde estaba antes la iglesia
alrededor de la cual construyeron su pueblo,
donde estaba antes el cementerio, las bom-
bas y la palma lo habían borrado todo. Sólo
logramos encontrar vestigios de lo que había
sido la escuela, pero en lugar de generar
emoción por el único hallazgo, produjo en
casi todos una sensación terrible de descon-
suelo, allí, en medio del mar verde del “desa-
rrollo” sólo unos ladrillos sobrevivían para
gritar las risas de niños que ya no volvieron.
Al regresar no podía ni hablar, si bien habían
sido 19 días de recorridos sin cesar, ese día
en especial había vaciado mis fuerzas, sim-
plemente me senté y en soledad el llanto
vino. Tal vez por eso Lilia, se me acercó para
brindarme un tinto, al terminarlo me dijo
“¿Quiere más? vamos a la casa”. Con sus 60
y pico de años, representaba la entereza y
terquedad de la gente que se niega a que el
desarrollo les pase por encima y a que la
historia los ignore. “¿ve ese viejo?” mostrán-
dome a su esposo, “tiene más de 70 años y
llegó por estas tierras cuando tenía como 20,
acá tuvimos sus hijos, acá los ombligamos6,
acá los criamos, por eso es que acá tenemos
que volver, porque acá tenemos que morir”.
“A mí esa noche del 24 de febrero no se me
olvida, no”, comenzó a contarme, “como a la
1 de la mañana nos echaron el mundo enci-
ma, las bombas caían por todas partes, la
gente corría, todos estábamos como locos,
medio dormidos unos estaban como paraliza-
dos… corrimos y yo no podía encontrar al
viejo, nos fuimos a la selva y allí nos guar-
damos, yo pensé que lo habían matado, pero
no podía llorar … como a los dos días apare-
ció con el hijo menor, se devolvió porque ese
pelaito se había quedado debajo de la cama,
muerto de miedo, a mí me volvió el alma al
cuerpo, pero nos tocó seguir en la selva por-
que los bombardeos seguían y luego vinieron
los paracos, nos tocaba pasar la noche sin
dormir en las raíces de los árboles, comiendo
sin sal y lavando sin jabón, porque no alcan-
zamos a sacar nada, menos mal el viejo no
deja su machete ni para dormir”
6 Tradición chocoana de enterrar el ombligo
del recién nacido cerca de la casa donde ha
nacido o en la tierra donde crecerá.
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Por primera vez Lilia hablaba conmigo con
tanta confianza. Todos la respetan, no sólo
porque siendo negra aprendió a caminar sin
botas por el monte como las indígenas, sino
también porque como matrona se ha enfren-
tado a empresarios, militares, paramilitares,
funcionarios públicos y hasta los de su misma
etnia por defender la posibilidad de retornar
completamente a su territorio, donde tiene
sembrado el ombligo de todos sus hijos y el
sueño de vivir tranquila con su viejo. Esto le
ha representado enormes riesgos, permanen-
tes amenazas, denuncias falsas, incluso los
señalamientos de aquellos que siendo de su
mismo pueblo, han preferido a quienes ambi-
cionan esa fértil tierra chocoana, cueste lo
que cueste.
Días antes, al iniciar los recorridos, los títeres
del poder se habían hecho presentes para
que no se dieran los pasos necesarios para la
devolución de las tierras, ellos, en exposición
plena, trataban de impedir, no que caminá-
ramos, sino que avanzaran, que las comuni-
dades que intentaban retornar a sus tierras
superando el miedo y las trabas instituciona-
les, volvieran a sembrar los sueños que los
había traído a estas tierras muchísimo tiempo
atrás.
Ese 20 de junio pude ver, sentir, casi padecer
como el dinero, las armas, la manipulación y
la mentira, hacían que funcionarios públicos y
negros de otras zonas, defendieran, junto a
ganaderos, palmicultores y delincuentes lo
indefensable, la indignación. Asqueada, no
podía creerlo, siempre lo había leído, lo había
supuesto, lo entendía, pero nunca lo había
vivido tan palpablemente, el ejercicio de po-
der y la ostentación de los señores de la gue-
rra.
Autor: Rafael Gustavo Posso Parra. Proceso de recuperación de la memoria denominado Siguiendo Huellas. San Juan Nepomuceno, 2010
Llegando de la ciudad todos te observan,
todos te escuchan, en cierta medida todos te
prueban, luego te cuentan, te abren las puer-
tas. Después de ese día muchos se acerca-
ron, nos encontramos, nos brindamos el apo-
yo mutuo que necesitábamos para caminar.
En un lugar en el que el sol y el calor son la
energía que proporciona vida, la noche se
convirtió en sinónimo de terror, entonces lo
superábamos enfrentándolo con tambores,
charlas, cantos, café, cigarrillo y chistes. No
intentaban olvidar, para ellos sería peor que
la muerte, intentaban sanar y yo me sanaba
con ellos.
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Los señores del desarrollo y de la muerte
hacen gala de lo que creen es su poder.
Tirándoselo en la cara a negros y mestizos
creen que someten a quienes el miedo ya no
vence el verdadero poder, intentan arrancar
de tajo, con terror, las raíces de comunida-
des que saben lo que es creer y vivir en dig-
nidad, desenterrando la palma para encon-
trar incluso a los suyos perdidos, para sem-
brar de nuevo los anhelos que no pueden
romper ni balas, ni todo el dinero posible.
El camino recorrido ha sido largo y penoso,
camino oscuro de pantano, camino de selva
que desconoce, camino de miedo y de angus-
tia, camino que pareciera nunca acabar, pero
es un camino propio, un camino hacía una
tierra posible de todos, un camino como el
que nos guío Argénito y por el cual murió
creyendo.
Para que nos toque la guerra no hay que ir
muy lejos, simplemente se necesita caminar,
mirar la gente en la calle, escuchar a los ni-
ños, sentir a los despojados, la indolencia de
la cotidianidad que todo lo normaliza, que
todo lo legitima o invisibiliza, apagar la tele,
escuchar la conciencia.
Autor: Rafael Gustavo Posso Parra. Proceso de recuperación de la memoria denominado Siguiendo Huellas. San Juan Nepomuceno, 2010