Atlas léxico de la lengua española

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Rafael del Moral ATLAS LÉXICO DE LA LENGUA ESPAÑOLA (UN DICCIONARIO DE CAMPOS SEMÁNTICOS DE LAS VOCES Y EXPRESIONES DEL ESPAÑOL DE TODAS LAS ÉPOCAS) Universidad de Relaciones Internacionales MGIMO Moscú, 1 de abril de 2010

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Rafael del Moral

ATLAS LÉXICO DE LA LENGUA ESPAÑOLA (UN DICCIONARIO DE CAMPOS SEMÁNTICOS DE LAS VOCES Y EXPRESIONES

DEL ESPAÑOL DE TODAS LAS ÉPOCAS)

Universidad de Relaciones Internacionales MGIMO Moscú, 1 de abril de 2010

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Queridos colegas, queridos amigos: son tan fáciles de crear los mitos que si alguno de ustedes conoce algo del escritor español Francisco Umbral, seguro que recuerda el sambenito que durante tanto tiempo ha de acompa-ñarle: “yo he venido aquí a hablar de mi libro” dijo en una mesa redonda, en televisión, cuando no parecía que él fuera el protagonista. Y como no me gustaría que al-guien me condecorara con tan ingrato galardón, quiero dejar claro, si es posible exculpar el atrevimiento, que quien les habla frecuenta esta universidad desde hace un par de lustros y que solo este año, y lo hago por primera vez, me dejo acompañar por una investigación personal, mi propia obra, el Atlas léxico de la lengua española, un Diccionario Ideológico que, por azarosa fortuna, el mis-mo autor va a comentar sin más intención que la estric-tamente lingüística.

Muchas de mis comunicaciones de estos últimos años se han concentrado en el léxico: español coloquial, neo-logismos, vocabulario madrileño actual…. Y también sa-ben quienes me conocen que he militado con fervor y de manera activa en la vanguardia y tutela de un diccionario de campos semánticos para el español, y a ello he dedi-cado los últimos quince años. Ahora, al fin, ha nacido la compilación, el prontuario. ¿Quién se atrevería a silen-ciarlo? Lo diré brevemente: se trata de una clasificación de más de 200.000 palabras y expresiones del español de

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todas las épocas y de todos los dominios, encasilladas y desmenuzadas en 1.600 campos semánticos. fragmenta-da y escurridiza en busca de voces, ha sido bautizada con un nombre que ya pertenecía a sus antepasados, Diccio-nario ideológico, aunque su autor propuso llamarlo sen-cillamente Diccionario lógico, y un sobrenombre innova-dor, Atlas léxico. Pero el padrino ha sido la editorial Her-der, y el mecenazgo defendió, y el autor aceptó, el nom-bre tradicional frente al renovador. Así que ha sido bau-tizado como Diccionario ideológico. Atlas léxico de la lengua española.

Acabado el exordio, quiero recordarles, dando inicio a la cuestión que nos ocupa, que los principales dicciona-rios actuales de la lengua española contienen alrededor de cien mil palabras, unas diez veces más de las que un usuario puede utilizar en el mejor de los casos. La vida cotidiana la colmamos con unas tres mil. El universitario activo puede duplicar la cifra, y el escritor más audaz, incluido Cervantes o Quevedo, arañar las diez mil.

¿Qué hacemos, entonces, con las nueve partes res-tantes de nuestro patrimonio? ¿Las guardamos en colec-ción alfabética para sentirnos orgullosos de nuestra ri-queza inútil? ¿Las reservamos para las ocasiones de gala, para fiestas mundanas, para ceremoniales radiantes aunque en ese momento, faltos de previsión, no seamos capaces de localizarlas? Todos sabemos que la mayoría de las palabras de un diccionario son innecesarias, pero

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no todas. Sin el cultivo y recolección de nuestro tesoro de voces y expresiones, las generaciones futuras, que no sospechan la riqueza, se olvidarán de su legado, y de-jarán que el tiempo las sepulte.

Ferdinand de Saussure definió al signo lingüístico co-mo la íntima unión de un significado y un significante. Como el signo lingüístico es arbitrario, necesitamos que un repertorio semasiológico, el de siempre, aclare las relaciones. Estos diccionarios normativos o tradicionales, ofrecen significantes alfabetizados y seguidos de sus co-rrespondientes significados.

Los diccionarios onomasiológicos, mucho menos fre-cuentes, aunque a mi parecer tan necesarios como aque-llos e incomprensiblemente olvidados, exponen y enu-meran las palabras que comparten un determinado sig-nificado.

Veamos un ejemplo. Si la palabra emparedado queda definida en un diccionario semasiológico como porción pequeña de jamón u otra vianda entre dos rebanadas de pan de molde, el diccionario onomasiológico, por su par-te, desde una mirada más general nos dirá que los signi-ficantes que comparten el significado de pan con un tro-zo de vianda son, además del citado, bocadillo, montado, pepito, sándwich y hamburguesa, y que en el español coloquial se ha introducido la palabra bocata. En busca de una información exhaustiva tendríamos que añadir que en Argentina se le llama choripán, en México torta,

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en Perú butifarra, y en Uruguay refuerzo. El recorrido no puede quedarse ahí porque tendríamos que introducir el popular perrito caliente, llamado pancho en Argentina, hot dog en Chile y México, y franfurter en Uruguay. En la vecindad de estas palabras aparecen otras, y cito al Ide-ológico-Atlas léxico, en las que la vianda solo comparte un trozo de pan, como tostada, tostón, untada, sopa, sopetón · rebanada, melada, pringada, pampringada · picatoste, remojón y torrija. Y todavía nos faltaría citar al bocadillo pequeño, es decir, el canapé, la medianoche y el coloquial bikini. Este pequeño trozo de pan con algo es llamado saladito en Argentina y Uruguay, y pasapalo en Venezuela. Si queremos redondear la colección, acotar el campo, tendría que aparecer igualmente la palabra em-panada, aunque ronde por las fronteras del campo semántico.

Imaginemos ahora que tenemos una magnífica colec-ción de 85.000 monedas, todas ellas con su nombre, y las guardamos en orden alfabético creyendo haber acertado con su clasificación ideal. La razón nos explica que nos equivocamos. Un criterio histórico o geográfico parecería mucho más útil. Pues bien, esta lógica que con tanto sentido común se aplica en la numismática a las mone-das, en las pinacotecas a los cuadros y en un taller de mecánica a las herramientas es, sin embargo, ensombre-cida y casi silenciada por la tradición semasiológica para la clasificación de las palabras. Y son muchas las lenguas

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que han solidificado su hacienda, su fortuna léxica, con diccionarios semasiológicos, y muchas menos las que, en busca de un mejor goce de la preciada colección, añaden el diccionario onomasiológico, es decir, la clasificación capaz de fotografiar, de diseñar, de clasificar como en cuidado museo, las voces y expresiones de una lengua expuestas en campos semánticos.

¿Y qué lenguas disponen de ese armario de estanter-ías y cajones que alberga escrupulosamente el léxico, de este museo que expone en orden lógico las voces de su preciado patrimonio? Muy pocas.

La primera, como cabía esperar, fue el griego. Le pro-curó tan interesante acomodo un gramático helenista natural de Nauratis, Julius Pollux, hacia el siglo II.

Para la segunda, el sánscrito, trabajó un monje budis-ta, Amhara Simha, hacia el año 375, con la intención de servir de ayuda para actualizar y plasmar en memoria perpetua las voces olvidadas. Y llamó a su libro Amara Kosha, popularizado como Vocabulario inmortal o Tesoro de Amara, hoy de obligada referencia en los tratados de filología indo-arios.

Y la tercera lengua, ahora ya moderna, que se guarda en cajones ordenados es el inglés. Lo hace desde 1852. Por entonces Peter Mark Roget, un médico aficionado a la lingüística, o mejor dicho un lingüista que había traba-jado como médico, la dotó de una clasificación que, quien lo iba a decir, se ha convertido, de la mano de la

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lengua más extendida por el mundo, en el manual más consultado. Es el conocido Thesaurus de Roget o senci-llamente el Roget. El médico lexicólogo sembró los cam-pos, abonó las tierras, despertó el interés, imantó la atracción.

No empezaron a interesarse los lexicólogos no angló-fonos hasta un siglo más tarde cuando en 1952 la lengua portuguesa ordenó sus palabras, inspirada en el Roget, en lo que vino a llamarse Diccionario analógico. Su autor, Carlos Spitzer.

El léxico de la lengua francesa fue organizado y calca-do con el legado de Roget contemplado y reelaborado por un equipo de lingüistas dirigidos por Daniel Péchoin, y también llamado Thesaurus.

El léxico de la lengua española no vivió ajeno a la in-fluencia. El reto, bañado en misantropía, fue afrontado por Julio Casares en su Diccionario ideológico. Corría el año 1942. Lejos de construir con el original andamio de partes, sub-partes, cajones y cajitas de la clasificación conceptual o temática, Casares, que consiguió una obra única, una clasificación excepcional, se refugió en el or-den alfabético, como el usado por el coleccionista de monedas. Quedaron así sus cajones y estanterías a me-dio camino, en esfuerzo interrumpido o, como diría un castizo, entre dos luces, a medio pelo.

En la universidad española de años setenta se traba-jaba con el DRAE y con el Casares, y una década más tar-

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de con el María Moliner, pero nadie hablaba de los cam-pos semánticos de Roget, tan desdeñados por los lingüis-tas españoles. Quien les habla, que frecuentaba por en-tonces las aulas complutenses, no supo nada de Roget hasta que descubrió su Thesaurus en la estantería de una casa alquilada en Edimburgo, Escocia, en el año 1994. Confieso que las primeras miradas a aquella monumen-tal organización, rascacielos de palabras, pirámide de estructuras, hacienda de expresiones… me dejó aturdi-do. Ni siquiera me parecieron útiles. Falto de otro ma-nual de consulta, tuve que indagar el inmenso valor de aquella elaboradísima y pulcra colección. Y quedé subyu-gado. Las páginas del Roget abrían las puertas a todo un universo de ideas, palabras-galaxias repletas de relucien-tes constelaciones-guía, a su vez enriquecidas con pala-bras-estrellas, rodeadas de sus palabras-planeta y expre-siones-satélite.

En otoño de aquel año le propuse a quien por enton-ces era mi editor, Pío E. Serrano, que en este IV Congreso nos agasaja con su presencia, la elaboración de un mo-desto diccionario de palabras clasificadas para facilitar la búsqueda de voces a través de las constelaciones que yo había visto en el Roget. Así nació mi Diccionario temáti-co del español, que vio la luz en 1999.

Durante los siguientes tres años no dejé de recibir opiniones de lectores, algunos de ellos tan particular-mente seducidos que fueron capaces de redactar más de

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cuarenta páginas de comentarios y sugerencias. Solo por eso debo citar al lingüista Rafael Barranco-Droege, pres-tigioso traductor de la Universidad de Granada y entu-siasta de este tipo de clasificaciones. Alentado por los ánimos, y también autorizado por mi editor, inicié el tra-bajo de reedición. Si hubiera sabido que iba a tardar sie-te años en actualizarlo, nunca me habría comprometido. Y tan embadurnado estaba el proceso, y tan compleja la edición, que Pío Serrano, con las bellas formas en que saben comunicarse los amigos, me hizo saber que aque-llo era inviable. Por eso recurrí a la editorial Herder.

No he encontrado normas para la elaboración de un diccionario de campos semánticos porque no existen. Por eso he tenido que inventar el universo de la lexico-grafía onomasiológica. Y he buscado sistemas como un peregrino, y todos los que se cruzaron en mi camino me regalaron alguna idea, incluso las más insignificantes cla-sificaciones, los repertorios más perdidos.

El Atlas léxico no se parece al Diccionario Ideológico de Casares porque además de evitar la clasificación al-fabética, añade usos coloquiales y vulgares, antiguos o desusados, o propios del español de América y regiona-les, porque desciende a campos más menudos y también porque añade las miles de palabras nacidas en los últi-mos sesenta años. El ideológico de Casares clasifica en dos niveles: los hiperónimos de las entradas alfabetiza-das y, en su caso, algunos grupos de cohipónimos agaza-

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pados en columna. El Atlas léxico organiza niveles en de-pendencia.

El Atlas léxico también se distancia del Roget en la presentación de las palabras. Mientras el diccionario inglés organiza su colección en seis partes y unos mil campos semánticos en los que conviven las cuatro cate-gorías gramaticales (nombres, verbos, adjetivos y ad-verbios). El Atlas léxico dedica ocho partes a la división y mil seiscientos campos semánticos a la estructura, todos ellos puros en categorías de palabras, es decir, el campo semántico de verbos no incluye nombres, ni el de adjeti-vos a sustantivos. A mi parecer la verdadera innovación del Atlas Léxico está en las categorías, en las dependen-cias.

La primera categoría concibe tres apartados, como el Tesoro de Amara. Uno dedicado al orden de la naturale-za y a los principios naturales que la sustentan. El segun-do se concentra en el hombre, tanto la materia como el espíritu. Y el tercero en la vida en común: sociedad, acti-vidades económicas, comunicación, arte y ocio. Cada una de estas ocho partes contiene unos diez capítulos en su desarrollo.

Y llegamos así al nivel alberga a las verdaderas entra-das de este diccionario, a los mil seiscientos campos semánticos o epígrafes puros, es decir, de colecciones de palabras que comparten significados de la misma cate-goría gramatical y que distinguen los registros de uso.

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Roget se organizó para contentarse con un millar, y Ca-sares con dos millares.

Todavía puede localizarse un último nivel en la parce-lación, el formado por unos veinte mil listados de pala-bras que son campos de significados menores. En mu-chos casos estas pequeñas entradas, a las que se accede desde un índice alfabético, se acercan a los tradicionales diccionarios de sinónimos.

Hagamos ahora el recorrido a la inversa. La palabra esfenoides, aparece entre etmoides y vómer, y se en-cuentra precedida de una brevísima explicación: huesos, en un listado dependiente de otro precedido del hiperó-nimo nariz. El cajón o compartimiento pertenece al epí-grafe 30.02 cabeza. El epígrafe 30.02 cabeza pertenece al capítulo 30, anatomía, y el capítulo 30 a la parte tres, cuerpo humano. Así pues la voz esfenoides está definida por los hiperónimos cuerpo humano, anatomía, cabeza, nariz y hueso, que a su vez sirven para definir a otras pa-labras vecinas o lindantes. Es decir, la misma definición que en un diccionario semasiológico: hueso de la nariz perteneciente a la anatomía del cuerpo.

¿Para qué puede servirnos esa disposición de pala-bras a modo de Atlas léxico que recorra todos los signifi-cados que la lengua necesita? Pues bien, en este diccio-nario podemos descubrir las fronteras entre unas pala-bras y otras, elegir el término que más conviene, recor-dar la palabra que alguna vez supimos y hemos olvidado,

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o toparnos con una nueva que no sospechábamos que existía, y también podría indagar un argentino como se dice pollera en Madrid, y un madrileño cómo diría un argentino en un periquete. ¿Qué hablantes de español no cubanos saben que de ahora para ahorita significa rápidamente y que la misma expresión sería en México ya mero, y en la República Dominicana de una vez…? Es verdad que la lengua escrita, bastante homogénea en el amplio dominio de los hablantes de español, usaría el término adolescencia, y no edad del pavo, pero en Cuba se diría edad de la punzada, y también en México, pero en El Salvador, habría que usar la edad del chucho.

De la misma manera, argentinos, bolivianos y urugua-yos llaman pive al muchacho, y en Cuba chamaco.

Pocos españoles imaginan que lo que significa agarrar un agua, creerán que les ha llovido mucho, pero no sé si los cubanos saben que esa misma idea puede expresarse en Sevilla o Barcelona como pillar una tranca, y en San-tiago de Chile entrar agua al bote o, con más humor, quedar como piojo.

Pocas son las lenguas que tienen el privilegio de dis-poner de un estudio semántico, ideológico, conceptual o temático de su léxico, apenas media docena. La nuestra, sondeada por los listados de Casares, protegida en los catálogos de Moliner, atizada y sacudida por los empe-ños del Diccionario temático, no quedaba, sin embargo tan ideológicamente descrita como en los diccionarios

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ideológicos del inglés o del francés. El Atlas léxico de la lengua española nace para servir de fichero de ideas, como clasificador de palabras de nuestro patrimonio léxico activo, del conocido aunque nunca usado, y del repartido por los dominios de nuestro idioma. Esa reco-pilación ha de confiar en sí misma, en su propia estructu-ra, y servir como repertorio semasiológico, y también y sobre todo como diccionario onomasiológico. He querido que sea un instrumento de trabajo tan útil como ameno, tan generoso para ofrecer como hospitalario para recibir, y para que sirva a los cientos de millones de usuarios del español repartidos por el mundo, y, si es posible, para que se mantenga permeable y caudaloso durante una pacífica vida a través de los años.

Muchas gracias