Asklepios

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Miguel Espinosa ASKLEPIOS, EL ÚLTIMO GRIEGO PRÓLOGO Me llamo Asklepios, y de tarde en tarde tomo la pluma para confesarme, lo cual hago por cumplir la necesidad de experimentarme verdadero, como ordenó Demócrito. Amo la comparecencia de todas las cosas, grandes y pequeñas, en la Tierra, entre la Tierra y el Sol, y más allá del Sol, existentes. Busco lo originario, y detesto indagar el fin de cuanto está ahí y permanece, bastando a mi razón el postulado que muestra el hecho. Me enternecen los niños y las mujeres, cuya dócil presencia se revela compañía. El Poder no tienta mi voluntad, pero siento inclinación a teorizar sobre este suceso. Denomino teorizar a enjuiciar desde principios y concluir implacablemente.

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Miguel Espinosa

ASKLEPIOS, EL ÚLTIMO

GRIEGO

 

PRÓLOGO

 

 Me llamo Asklepios, y de tarde en tarde tomo la pluma

para confesarme, lo cual hago por cumplir la necesidad de

experimentarme verdadero, como ordenó Demócrito.

Amo la comparecencia de todas las cosas, grandes y

pequeñas, en la Tierra, entre la Tierra y el Sol, y más allá

del Sol, existentes. Busco lo originario, y detesto indagar el

fin de cuanto está ahí y permanece, bastando a mi razón el

postulado que muestra el hecho.

Me enternecen los niños y las mujeres, cuya dócil

presencia se revela compañía. El Poder no tienta mi

voluntad, pero siento inclinación a teorizar sobre este

suceso. Denomino teorizar a enjuiciar desde principios y

concluir implacablemente.

Repudio las ficciones y sus consecuencias, siéndome

ajena, por consiguiente, la conciencia de casta o

superioridad. No puedo admitir que se disfrace cuanto el

juicio correcto ofrece como verdadero. Odio los

reverenciosos, me repugnan los mágicos y aborrezco toda

doctrina irracional. Me avergüenzan las retahílas de

vocablos carentes de significado; no puedo soportar, por

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ejemplo, que alguien diga: “mi hermano espiritual”, “nuestro

destino manifiesto”.

Me burlo de toda grandeza, porque pienso que cualquier

grandeza es falsa. Entre vanidosos, soy el demiurgo que

los hincha; entre hipócritas, el demiurgo que los

escandaliza; y entre neutrales, el demiurgo que los implica.

Como todo proscrito, padezco nostalgias, y éstas son las

nostalgias que yo, un griego, vivo: nostalgia de la Verdad,

de la Belleza y de la Bondad.

Rehúso la tristeza, pero valoro la melancolía. De vez en

vez, mi naturaleza se torna melancólica, y halla su gozo en

los dulces brazos del desencanto. También la acedia es

pasión digna de un griego, aunque combatida por Epicuro.

No sigo camino ni ando por senda de maestro conocido;

me río de todos los maestros, como adicto que soy a la

capacidad de enjuiciar desde postulados y concluir

implacablemente, también llamada libertad de reflexión o

de ciencia, que hace posible la vida racional entre los

griegos y no griegos.

De los escritores, admiro la voluntad del concepto, la

voluntad de estilo y la voluntad de síntesis o facultad de

acuñar expresiones. Por eso releo a Platón.

Amo a los débiles; pienso que la heroicidad aparece

forzosamente en ciertos individuos, verbi gratia, en quienes

trabajan y no ganan para el desayuno. Entre tales, me

siento como entre los míos, y también entre quienes

muerden su hogaza de salazón y contemplan sencillamente

el espectáculo del sábado. Por las buenas familias, los

poderosos, los exquisitos, los calologistas y los

adoctrinados no siento simpatía.

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Defino el Arte como la objetivización del sentir estético a

través de la materia; la libertad, como posibilidad de realizar

lo indeterminado; y la justicia, como un punto de vista sobre

el Mundo. Amo el Arte, la libertad, la justicia y el ser-bueno.

Sin embargo, nada espero de los dioses ni de los hombres.

Por eso soy hombre.

Considero el Estado como organización metódica de

Poder, y el Derecho, como método del Estado. Los

principios del llamado Derecho Romano me parecen una

antigualla, construida para asegurar a ciertos palurdos la

explotación del mundo entonces conocido. Valoro

lamentable que tal Derecho haya servido de ciencia asnal a

centenares de generaciones aficionadas a la sopa estatal y

boba.

Gusto de sacar la lengua a los fariseos, filisteos y demás

etcéteras, haciéndoles comprender que nada saben, y esto

juicio a juicio, sistemáticamente, sin claudicaciones. Al

enfrentarme con ellos, confieso: "Nada concederé si no lo

prueban signo a signo". Y jamás me he hallado en la

necesidad de admitirles una verdad evidenciada según la

razón por la que somos hombres.

Me llamo Asklepios, y desde Megara, cuando niño, mis

padres a esta Ciudad me trajeron de la mano.

 

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CAPÍTULO XVII. AVIDEZ 

Quiero tratar de algo muy difícil: el ser ensimismado en sí

y ávido del mundo a un tiempo. No me contradigo. Hablo

del hombre que, absorto en su mesmedad, goza

disposición de ánimo hacia los sucesos posibles, y, sin

abandonar a quien es, tiende a ver y conocer, aprehender y

sumir en el yo cuanto constituye la Presencia, la

Manifestación y la Revelación de las cosas, o sea, la

realidad como física, como vida y como historia.

El saber y sus opiniones son obra de nuestro demiurgo o

interioridad, que ve o sueña el universo; a una viva

interioridad corresponde un profundo ensimismamiento, y,

al mismo tiempo, una honda vocación de opinar, en suma,

una insaciable avidez. El que no tiene interioridad, no siente

avidez, y viceversa; quien no vive el ensimismamiento, no

goza del conocimiento; aunque parezca contradicción, el

absorto es un constante investigador.

La avidez emana del ensimismado a la manera de una

especie de libido; entiendo por librido una tendencia

insaciable y gozosa, tanto en su origen como en su

desenvolvimiento, que nos ensancha el mundo, al

desarrollarse y buscar su objeto. ¡Libido de formas!, ¡libido

de acaecimiento!, ¡libido de momentos!, ¡libido de

conocimientos!, ¡libido de palabras! ¡Avidez de figuras!,

¡avidez de experiencias!, ¡avidez de sentires!, ¡avidez de

hallazgos!, ¡avidez de reflexiones!, ¡avidez de teorías!,

¡avidez de significados! He aquí el hombre en disposición.

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La avidez nace con la plenitud de la adolescencia,

después de surgir la interioridad, y sólo cuando el ser

tiende a la incorporación metódica de las creaturas. Tener

opiniones aparece entonces como irreductible vocación y

alta necesidad; conocer y saber resultan ser; aprehender es

gozar. "Llamo avidez al deseo constante e inextinguible del

mundo, tal como surge en la adolescencia y se prolonga

dignamente en el hombre. Perder la avidez es morir" -decía

el famoso Heraclides Póntico. Después, añadía: "¡Destino!,

no me arrebates la alegría de captar y descubrir el

universo; no inhabilites mi olfato para sus olores; mi tacto,

para su tacto; mis oídos, para sus sonidos; mi vista, para

sus colores; mi corazón, para sus valores, ni mi razón para

sus leyes en sistema. Déjame desear el cosmos como a la

mujer; consiente que siempre espere y descubra, pues en

la conciencia ávida habita el gozo".

- ¡Qué ávidos son los griegos! -exclamaron los egipcios

cuando conocieron a Platón y sus acompañantes. Y

hablaban con razón, pues el sobrino de Critias hurgó hasta

en los catálogos de los colegios médicos, sin olvidar

interrogar a los sacerdotes, a quienes ingenuamente tenía

por filósofos. Platón vivía ensimismado en sí y ansioso del

mundo, siempre indagando, y, no obstante, siendo él

mismo. El ávido pretende incorporarse el universo y

deglutirlo a su modo, sin salir por ello de su yo. Obra a la

manera del organismo autónomo, que transforma en propia

sustancia cuanto ingiere; por comer vaca durante una larga

vida, el hombre no adquiere carne de vaca.

Un cierto Dión, que después de la paz de Nicias escribió

un libro de viajes, manifestaba así: "En el valle del Nilo,

junto a los grandes templos, vi a las mujeres egipcias andar

casi desnudas, mostrando el soma de su enigmática raza.

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Jamás contemplé algo más inexpresable. Emanan origen;

poseen carne tan terrena como el barro; se consumen de

avidez dirigida hacia el interior; viven tranquilas y ansiosas

a un tiempo. ¿No es esto maravilla para contar entre

griegos?". Sospecho que la avidez y la ansiedad residían

en Dión, más que en las egipcias. De todas formas, los

griegos supieron valorar a Egipto. Yo mismo no puedo dejar

de sentir indecible emoción ante su arte, que, como las

mujeres de Dión, emana origen y enigma indescifrado.

"Huyendo de Jerjes hemos venido a las montañas. Esta

mañana me levanté muy temprano, para conocer el lugar;

subí a las cimas y esperé que apareciera el sol. Luego que

llegó la luz, los pájaros dieron en cantar; después, la

Naturaleza entera empezó a animarse, como resucitado a

la vida. ¡Qué armonía y concordia tan maravillosa! Los

insectos que se arrastran, pululaban calientes; los que

vuelan, iban y venían; las arañas estaban a punto sobre

sus telas; gusanos, orugas, lombrices y otros animálculos,

comparecían ante el Sol; las aves trinaban; camaleones

lagartos y demás sabandijas impávidas mostraban sus

estáticas figuras en espera del suceso. ¡Cuánto susurro y

afán bajo el calor de Febo! Esto es lo que tú llamas la gran

simpatía de la Naturaleza, que realiza su futuro a cada

instante, porque la biología y la piedra sólo tienen presente.

¡Qué avidez he sentido! ¡Qué avidez!, Asklepios. Nunca

como ahora he querido ser criatura, estar en simpatía y

tenerte en el lecho!" -me escribía la pecosa Iobe, hija de un

calderero de las costas que miran al Asia, poco antes de la

defensa de las Termópilas.

La perenne avidez de los griegos fue resultado de

conservar, convenientemente acrecidas y rectificadas,

ciertas energías nacidas en la adolescencia. He aquí el

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milagro. Y aunque nosotros, en cuanto no ávidos, seamos

capaces de describir y catalogar al ávido, en cuanto

hombres honrados estamos obligados a admirar aquel

suceso. Los modernos nada tienen de ávidos; observan,

piensan y dominan el mundo, pero no lo comparten,

carecen de asombro. Solamente algunos estudiosos de la

Naturaleza, movidos por tranquilo entusiasmo hacia las

experiencias, parecen obrar como si conocieran esta

inédita frase: "Atenea, da a mi avidez larga paciencia".

Nada hay tan implacable como la avidez del ser

ensimismado; nunca ceja, siempre actúa, señorea sin la

impaciencia del mal aprendiza, jamás improvisa. No se

puede poseer verdadera paz sin avidez, que sería muerte,

ni avidez sin paz, que sería dispersión y locura.