Ascensión y caída de Mónica Seles - Antonio Rojano · —3— Ascensión y Caída de Mónica...

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————— ————— ASCENSIÓN Y CAÍDA DE MÓNICA SELES DE ANTONIO ROJANO —Duelo de interior para dos mujeres (y un fantasma) que pretenden no hablar sobre la crisis económica— DIRECCIÓN VÍCTOR VELASCO ROCÍO MARÍN NEREA MORENO

Transcript of Ascensión y caída de Mónica Seles - Antonio Rojano · —3— Ascensión y Caída de Mónica...

————— ���� ————— ASCENSIÓN Y CAÍDA DE

MÓNICA SELES DE ANTONIO ROJANO

—Duelo de interior para dos mujeres (y un fantasma) que

pretenden no hablar sobre la crisis económica—

DIRECCIÓN VÍCTOR VELASCO

ROCÍO MARÍN NEREA MORENO

—2— Ascensión y Caída de Mónica Seles Antonio Rojano

Porque el hombre tampoco conoce su tiempo:

como peces atrapados en la red traicionera, y como

aves apresadas en la trampa, así son atrapados los

hijos de los hombres en el tiempo malo cuando éste,

de repente, cae sobre ellos.

ECLESIASTÉS 9, 12

¿Quién se va a identificar con un tipo medio

bajito, en shorcitos blancos, medias tres cuartos,

devolviendo una pelota sí y una no? ¿Qué barra brava

va a gritar tus goles? ¿Ah, cómo, perdón? ¿No hay

goles en el tenis?

RAFAEL SPREGELBURD, Lúcido

—3— Ascensión y Caída de Mónica Seles Antonio Rojano

PERSONAJES:

ESTEFANÍA, una veinteañera.

CANDELA, una cuarentona.

MÓNICA, hermana mayor de ESTEFANÍA.

ESPACIO:

Escenas CALENTAMIENTO, 15 y 40. Una salita. No

sabemos bien si se trata de un local o de un apartamento

pequeño. Se encuentra en uno de los barrios más humildes de

la ciudad. Decoración pobre propia de un cuchitril sin gusto.

Un amplio espejo. Hay una silla frente a una mesita baja,

ocupada con diversos objetos de peluquería y algunas revistas

del corazón.

Escenas TIEMPO MUERTO y 30. Un amplio salón en una

casa perteneciente a un barrio acomodado. Es un espacio

lujoso, pero se trata de un lujo añejo, de una época pasada.

Todos los muebles han sido apartados. En un rincón, un árbol

de navidad con sus respectivas luces parpadeantes de colores.

TIEMPO:

Escenas 15 y 40. La noche más calurosa de julio. En la

actualidad.

Escena 30. La víspera del Día de Nochebuena de 2007.

—4— Ascensión y Caída de Mónica Seles Antonio Rojano

CALENTAMIENTO

ESTEFANÍA, sola, escribe frente a un espejo y es acompañada por una sinfonía

de golpes de pelota, carreras y gritos de esfuerzo.

ESTEFANÍA.— Todo lo que aquí escribo me ha sucedido o me sucederá.

Sí, me sucederá. Porque, en verdad, lo que me gusta escribir es lo que haré

mañana. No es un diario. No. No es un diario lo que escribo, porque no

escribo lo que he hecho sino lo que pienso hacer. Porque uno no puede vivir

en las cosas pasadas. Porque vivir en las cosas pasadas, en lo que queda atrás,

es el comienzo del fracaso. El pasado es esa luz donde los mosquitos quedan

atrapados cada noche. Sus gritos, los escucho, ¿por qué vienen todos esos

mosquitos a gritar aquí? El pasado es una red donde la pelota se queda

siempre de tu lado. En ese lado de la red yo no quiero vivir. Por eso odio los

mosquitos y por eso odio también el tenis.

Observo mi letra correr en la página vacía y pienso que el futuro

comienza ahora. Espera... Ahora. No, ahora no. Va ahora... Vaya, ya se fue.

Pienso que el futuro está en esta página en blanco, pero siempre lo pierdo. Se

deshace, como una onza de chocolate bajo el calor del verano... Como mi

hermana. Se deshace entre estas palabras. Escribo esto para alcanzar el futuro

porque en el pasado no se puede vivir. No, ya no. De nada sirve hacerse más

preguntas. Hay que seguir a pesar de todo lo malo que nos pasa, seguir hasta

el final, hasta el futuro. Pero el futuro, dice mi padre, tiene un problema. Por

más que se busque, por más que se quiera alcanzar, cuando llega lo hace para

quedarse. Porque cuando llega el futuro, entonces, debes saber que te has

muerto.

Sé que habrá sangre en mi futuro. Sé también que escucharé esas

respiraciones entrecortadas y los gritos y los golpes de raqueta a mi alrededor.

Aquí. Dentro de mi cabeza... Qué extraña es la sangre, ¿verdad? Siempre tan

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cerca de la piel esperando cualquier razón tonta para salir fuera... Sé que

ocurrirá durante una noche de julio, sí, una noche como ésta, la noche más

calurosa de todo el verano... Y sé que entonces miraré hacia la puerta y allí

estará ella: esa clienta quitándose las gafas de sol y mostrando su rostro

ahogado en sudor... un rostro de animal, de lobo hambriento que amenaza a

su presa, de depredador asustado... Será entonces, cuando se quite las gafas de

sol y deje caer su mano, en el instante que muestre sus ojos, cuando la veré a

ella por primera vez y ella, la mujer ahogada en sudor, la clienta con rostro de

animal, dirá aquello de...

La sinfonía de ruidos se desvanece.

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CANDELA aparece en la puerta. Se quita las gafas de sol.

CANDELA.— ¿Tienes aire acondicionado, reina?

ESTEFANÍA.— Perdón. Está cerrado.

CANDELA.— ¿Cómo que está cerrado? La puerta está abierta.

ESTEFANÍA.— (Sale a mirar.) Estaba cerrado, pero no sé qué le pasa a la

puerta.

CANDELA.— Entonces está abierto, ¿verdad? (Entra, sin esperar permiso

alguno.) ¿Tienes o no tienes aire acondicionado?

ESTEFANÍA.— Señora, estoy cerrando.

CANDELA.— Estás, estabas... Aclárate.

ESTEFANÍA.— A veces se abre sola la puerta... Creo que el cierre necesita

algo de aceite.

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CANDELA.— Lubricante, reina. Lubricante necesitamos todas. Y más a mi

edad. Créeme.

ESTEFANÍA.— Lo siento, señora. Pero ya son casi las nueve y tengo que

cerrar.

CANDELA.— Me he cruzado la ciudad sólo para venir a verte. Me han

hablado muy bien de ti.

ESTEFANÍA.— ¿Quiere una cita para mañana? (Coge el libro de citas.) Creo

que mañana sobre las cinco y cuarto tengo un...

CANDELA.— Vengo desde la calle Ayala.

ESTEFANÍA.— Lo siento mucho, pero...

CANDELA.— Te puedo pagar el doble.

ESTEFANÍA.— No hace falta. Mañana sobre las...

CANDELA.— Hoy he tenido un día de perros, no he podido ni echarme la

siesta. Y yo sin una siesta no soy nadie, ¿sabes? Ni siquiera sé dónde me

encuentro si no he dormido una buena siesta. (Pausa.) He cogido un puñetero

taxi. Un taxi conducido por un taxista insoportable que ha tratado de

seducirme. Todos esos hombres me ven como un trozo de carne. Y yo no soy

un trozo de carne que llevarse a la boca, no, de ninguna manera, yo soy la

boca que mastica la carne. Los colmillos que la cortan, ¿me entiendes? Pero

eso los hombres no lo saben... Desde la calle Ayala... ¿Esto está en el culo de

Madrid, verdad? He entrado en el puñetero culo de Madrid, sólo para venir a

verte y tú me vienes con que no tienes tiempo. (Saca un billete de 100 euros.)

Mira, reina, el tiempo se compra con esto.

ESTEFANÍA.— Es que, de verdad... He quedado ahora y no... No puedo.

CANDELA.— ¿Con quién has quedado? (Silencio incómodo.) No, no me quiero

meter en tus cosas. Tú te metes en tus cosas y yo me meto en las mías. Así

debe ser el mundo. ¿Cuánto es? ¿Cuánto vales? ¿Te vale con esto? No te hagas

la interesante, niña. ¿Quién viene aquí? Seguro que nadie. En este culo en el

que vives, nunca vas a encontrar a una clienta como yo.

—7— Ascensión y Caída de Mónica Seles Antonio Rojano

ESTEFANÍA.— ¿Qué es lo que quiere, señora?

CANDELA.— Lavar y peinar, reina. Y tutéame que no soy tan mayor.

ESTEFANÍA.— Lavar y peinar.

CANDELA.— Lavar y peinar. Algo sencillo.

ESTEFANÍA.— Está bien. Siéntese. Perdón, siéntate. (Coge el dinero que la

mujer le ofrece. Busca su móvil y escribe.) Un segundo, que tengo que mandar un

mensaje.

CANDELA.— Ah. Muy bien. Tú tómate tu tiempo. (Se adentra en la salita.

Mira a su alrededor. Toca la silla con cierto desdén. Saca un pañuelo de su bolso y, sin que

ESTEFANÍA le vea, limpia el asiento. Se sienta.) Muchas gracias, sabía que eras

una buena niña... En verano no queda nada abierto. (Observa a ESTEFANÍA.)

¿Estás con el whatsapp ese? Todo el mundo está con el aparato este que no...

Yo también estoy enganchada, no te voy a engañar. Como todos. Es como la

heroína en los ochenta.

ESTEFANÍA.— (Sin hacerle caso.) Sí. Un momento.

CANDELA.— ¿Le escribes a tu novio?

ESTEFANÍA.— ¿A mi novio? No, no... Yo no tengo... Es sólo un amigo.

CANDELA.— Ah. Muy bien. Dile que no tardo nada. Que va a ser rapidito.

Un parpadeo. Como un beso de tu exmarido. (Pausa.) ¿De verdad que no

tienes aire acondicionado?

ESTEFANÍA.— Lo siento. Está roto.

CANDELA.— ¿El qué está roto? ¿El aire?

ESTEFANÍA.— El aparato.

CANDELA.— Dicen que viene una ola de calor. Del Sáhara. ¿Lo has visto

en la televisión? Una ola de calor del desierto... Como si todo el calor del

desierto pudiera guardarse tras una puerta y uno de esos moros tuviera la

llave, la llave de la puerta y, de vez en cuando, al hijo de puta del moro le diera

por abrirla. Este calor pone de los nervios a todo el mundo, pero sobre todo a

las mujeres como yo. (Pausa.) Yo hablo así, no te asustes... Soy un poco racista.

—8— Ascensión y Caída de Mónica Seles Antonio Rojano

Lo justo. Como cualquiera que tenga amueblada la cabeza. Pero yo hablo con

conocimiento de causa, voy mucho por Marruecos. ¿Has estado alguna vez en

Marruecos?

ESTEFANÍA.— Ya termino...

CANDELA.— ¿Qué te dice?

ESTEFANÍA.— Nada.

CANDELA.— ¿Se ha enfadado?

ESTEFANÍA.— Bueno, no sé...

CANDELA.— ¿Qué te ha puesto? (Coge la mano de ESTEFANÍA y se acerca el

móvil.) Déjame leer. Uy, el emoticono de la cara roja. No lo soporto. Ponle éste

otro...

ESTEFANÍA.— ¡No! ¿Qué hace...?

CANDELA.— Ya está. Enviado. Con eso se tranquiliza. Seguro. No pasa

nada, niña. (Pausa.) ¿Qué te dice?

ESTEFANÍA.— Ahora sí que se ha enfadado.

CANDELA.— ¿De verdad?

ESTEFANÍA.— Un poco. Sí. (Guarda el móvil.) Bueno, ya se le pasará.

CANDELA.— No le hagas caso, reina. Dile que se vaya a un bar a ver el

fútbol.

ESTEFANÍA.— No le gusta.

CANDELA.— ¿El qué? ¿El fútbol?

ESTEFANÍA.— Ni el fútbol ni los bares. No bebe.

CANDELA.— ¿Cómo? ¿Qué me dices? Déjalo inmediatamente. Eso no es

un hombre de verdad. Eso es un hombre defectuoso. Quiero decir, todos los

hombres son defectuosos, pero ése... Uno que no bebe es de los que más

tienes que desconfiar. Me apuesto lo que quieras a que es uno de esos que te

hace perder el tiempo con todo ese rollo de sus emociones y de que si tú estás

bien, él está bien... Olvídate de él y búscate otro amigo. Hazme caso.

ESTEFANÍA.— (Sorprendida por el descarado comentario.) Pero, señora...

—9— Ascensión y Caída de Mónica Seles Antonio Rojano

CANDELA.— Señorita.

ESTEFANÍA.— Perdona.

CANDELA.— Perdonada.

Pausa. ESTEFANÍA ordena sus objetos de peluquería y se prepara.

ESTEFANÍA.— Lavar y peinar, ¿no?

CANDELA.— Sí, pero no con ese champú del Mercadona, sino con ese

otro. (Le entrega un champú que saca del bolso. Coge una revista. Pasa las páginas al

azar.) Quiero algo sencillito. Mira, como esta chica. Sí, como ella. Creo que me

parezco a ella. Me gusta la niña esta.

ESTEFANÍA.— ¿Quiere que la peine como a la actriz?

CANDELA.— ¿Es actriz? No lo sabía.

ESTEFANÍA.— Sí, salía en esta película del millonario que le compraba

ropa... y ella era prostituta y, bueno... Al final...

CANDELA.— Al final follaban, ¿no? Como siempre... Qué cosas pasan. Yo

es que no voy al cine. No me interesan las películas. Para película ya tengo la

de mi vida. Todos los días, con indios, vaqueros, taxistas cachondos y en

technicolor. (Pausa.) ¿Puedes hacerlo? Lavar y peinar. Algo sencillo. Como la

dichosa actriz.

ESTEFANÍA.— Como la actriz. Está bien.

ESTEFANÍA sale y trae un barreño lleno de agua. Lo deja en el suelo.

CANDELA.— Una nunca sabe cuando va a recoger un Oscar o la van a

meter en la cama, ¿verdad? (Se pone en pie. Con cierta sorpresa, se arrodilla frente al

barreño.) Candela, me llamo Candela. Viene de Candelaria. Mi madre era de

pueblo, ya sabes. Pero de buena familia.

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CANDELA introduce la cabeza en el barreño. ESTEFANÍA le coloca una

toalla alrededor del cuello. Comienza a lavarle el pelo, con un rudimentario procedimiento.

Parece una res antes del sacrificio. Terminan.

CANDELA.— Gracias, Estefanía.

ESTEFANÍA.— ¿Cómo sabe mi nombre?

CANDELA.— Ya te dije. Te recomendaron. Me han hablado muy bien de ti.

Pausa. CANDELA se incorpora y vuelve a sentarse en la silla. Se seca el pelo.

ESTEFANÍA.— Candela, ¿puedo hacerte una pregunta?

CANDELA.— Claro, reina.

ESTEFANÍA.— ¿Quién te ha hablado de mí?

CANDELA.— (Obviando la pregunta.) ¡Hija de puta! Mira a la fulana esta...

Lleva casada veinte años con el mismo hombre. Pobre desgraciada. Yo la

conozco, ¿sabes? Hemos coincidido en alguna fiesta en Marbella. Marbella, sí.

La de la jet-set. La de Gil. Bueno, esos años pasaron ya... Qué te voy a contar...

Yo era joven y todo. Bueno, joven sigo siendo, pero era más joven aún. Una

niña, como tú. Con Jaime, mi marido... Mi ex, quiero decir. Él se lo podía

permitir entonces. Bueno, han pasado ya varios veranos desde que no voy. La

tiparraca no lo sabe, pero se arruinó la vida el día que se casó con el torero y

tuvo los dos niños. Pobre escombro de las revistas del corazón. Las lobas

estas piensan que la vida es hacer eso, casarse con un torero y echar niños al

mundo. Son unas egoístas. Yo soy una mujer y sé lo que es ser una egoísta. Lo

conozco muy bien. Tenemos miedo y nos convertimos en yo-yo-yo. El miedo

transforma a la gente, ¿lo sabes, niña? Los transforma hasta convertirlos en

muñecos de nieve. Muñecos de nieve que se derriten, día a día, hasta que sólo

queda el agua. Derramada. En el suelo. El agua fría que algún torero se va a

beber tras una buena corrida, para refrescarse. Nada más que para refrescarse.

—11— Ascensión y Caída de Mónica Seles Antonio Rojano

Quizás el vino sí, pero un refresco no dura para toda la vida. La muerte es un

toro gingantesco dispuesto a embestir y algunas, en vez de evitarlo, se dejan

cornear antes de tiempo. Hay mucha desgraciada que no sabe hacer la-o-con-

un-canuto y termina casándose con un torero o, mucho peor, montando una

peluquería... (Las dos sienten el golpe. Pausa. Sigue mirando la revista, como si nada.)

Hombres... Los hombres tienen dos problemas, ¿sabes, reina? O tienes

demasiados encima o demasiados pocos.

ESTEFANÍA.— A mí me parece guapa la chica. Tiene algo así como de...

bailarina de ballet clásico, ¿no?

CANDELA.— Sí, claro, de garza degollada por las banderillas de un torero.

De eso tiene.

ESTEFANÍA.— Aquí nos gusta mucho.

CANDELA.— ¿Aquí dónde?

ESTEFANÍA.— A las clientas. En la peluquería.

CANDELA.— Si tú dices que esto es una peluquería, yo me lo creo, pero

llamarlo así es... un tanto imaginativo, niña. (Señalando uno de los cuadros del

salón.) ¿De qué siglo es eso?

ESTEFANÍA.— Era de mi abuela. También la casa. No te asustes. Es una

casa de las de antes, con sus ruidos y sus cosas raras, pero no está tan mal.

Desde que se fue a la residencia, he trabajo aquí. Las vecinas ya me conocen,

me hacen publicidad, y así me ahorro los gastos de un local.

CANDELA.— ¿Y tu abuelo, dónde está?

ESTEFANÍA.— Murió.

CANDELA.— Mejor.

ESTEFANÍA.— ¿Qué?

CANDELA.— Mejor para tu abuela, digo. (Sigue ensimismada con su relato.) Yo

he pasado por las dos fases y debo decir que ahora es cuando mejor estoy.

Desde que me separé de Jaime he tratado de calzarme a un chulazo cada día.

Yo me debo a mi trabajo, reina. No soy como una de esas que te llenan la

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peluquería de chismes con sus petardeos matrimoniales. Que si mi Paco esto, que

si mi Pepe lo otro... Desgraciadas. Humilladas. No. Yo no soy así. No ha nacido

un hombre capaz de hacerme perder el tiempo. Ninguno. Bueno, Jaime me

hizo perder el tiempo y la razón, durante años... Pero aquello ha quedado

atrás. Los hombres no entienden que haya mujeres como nosotras,

profesionales, que nos dediquemos a nuestro trabajo en cuerpo y alma, por

encima de todas las dificultades. Por encima, sobre todo, de ellos. Mira a tu

amigo. Por un instante que miras más alto que él, el pobre va y se molesta. Así

son los hombres, cariño. Envidian nuestra capacidad para hacer negocios y

por eso nos quieren sentaditas en casa.

ESTEFANÍA.— No creo que todos sean así, mujer. Los habrá de muchos

tipos, ¿no?

CANDELA.— Sí, claro, niña, los hay de muchos tipos. Todos los modelos

que quieras encontrarte están ahí fuera. En ese mar enorme que hay tras la

puerta. Piensa en el puñetero océano. Un océano infestado de peces...

Algunos gordos, sebosos, como ballenas varadas frente al televisor. Luego

están los tiburones, que surcan las aguas ansiando la menstruación de alguna

nueva adolescente a la que tirarse. Hay hombres medusa, hombres raya, peces

multicolor, disfrazados como payasos para hacerte reír. Algún marica, esos no

cuentan. Pulpos o, dígase también, taxistas. Y luego, está el peor de todos, el-

hombre-pez más deleznable, la inofensiva sardina: de lomo plateado y

brillante, que llama tu atención en un primer momento, que nada bajo el agua,

con sencillez, siguiendo la corriente... Ni demasiado rápido ni demasiado

lento. Faltos de ambición... Y una, que tiene hambre y se deja llevar, va y le

lanza un mordisco a la sardina y descubre que ya tiene esa espina fatal, la

espina del aburrimiento clavada en la garganta. Al fin y al cabo, por mucho

que se disfracen, todos esos hombres están repletos de espinas. Di no a las

sardinas, reina. ¡No a las sardinas! ¡Dilo! ¡Vamos!

ESTEFANÍA.— ¡No a las sardinas!

—13— Ascensión y Caída de Mónica Seles Antonio Rojano

ESTEFANÍA ríe.

CANDELA.— Mira, la última vez que fui a Marruecos, bajé hasta el sur. Dos

vuelos, cinco horas en total contando con el cambio en Casablanca. El primer

vuelo es el más largo, pero ese no está tan mal. Aún occidente queda cerca.

Pero el segundo... No te lo puedes imaginar... Royal Air Maroc. Esa compañía

es un delirio. Son como autobuses regionales. Royal Air Maroc: los puñeteros

ALSA del aire. Subo al avión y comienzan a entrar todos esos pasajeros, todas

esas vidas incompletas que huelen... No sé, ya te he dicho que soy racista...

pero hablar de hechos objetivos no es ser racista, ¿verdad? El olor. Penetra en

tu nariz y se instala allí durante horas. Están todos esos hombrecillos

delgados, nauseabundos, peregrinando a través del pasillo con sus bolsas de

plástico. Todas esas bolsas de plástico convierten cada paso de esos hombres

en un ruido ensordecedor... Es terriblemente grosero. Y luego están esos

pilotos, que parecen haber sido entrenados en una escuela de Al Qaeda...

Bueno, esto no es lo que quiero contar. Lo que te quiero contar es que fui al

sur de Marruecos, a Agadir, a vender algunos terrenos... los últimos que me

quedaban... He tenido que irlos vendiendo poco a poco, a unos y a otros, casi

regalados. Una pena. Hasta a una señora de mi posición, te lo creas o no, le

afecta la crisis. (Se interrumpe. En un tono agresivo.) No me tires del pelo, cojones,

que me haces daño...

ESTEFANÍA.— Lo siento.

CANDELA.— (Volviendo a ser agradable.) Perdona que me haya puesto así,

niña. Es que tengo las raíces muy sensibles.

ESTEFANÍA.— No pasa nada. (Pausa.) ¿Y qué ocurrió?

CANDELA.— ¿Qué?

ESTEFANÍA.— En Marruecos.

—14— Ascensión y Caída de Mónica Seles Antonio Rojano

CANDELA.— Ah, sí, en Marruecos. Qué cabeza... Estoy en el hotel. Me

alojo en la última planta, la quinta. Así que tengo que subir por el ascensor.

Estoy agotada, sucia, molesta con el mundo. Aún tengo el olor de esos

hombres dentro de mi nariz y deseo con toda mi alma darme una ducha.

Entro en el ascensor. Un ascensor elegante, europeo, cubierto de terciopelo

rojo, que tiene espejos por todas partes. Me miro en uno de los espejos

cuando, de reojo, veo entrar al botones. Lleva mis maletas. Bonsoir, madame,

dice. Bonsoir, digo. El muchacho pulsa el botón. Quinta planta. Es un joven de

unos dieciocho años y tiene los ojos más negros que nunca he visto. Créeme,

niña, sus ojos de petróleo iluminarían la oscuridad. Medía un metro ochenta.

Su cuerpo, a través del uniforme, se ofrece como lo que es: una estatua

esculpida por un Dios antiguo. Sus músculos se muestran a través de la tela

como si la transparencia fuera una de las propiedades del mármol. Una gota

de sudor desciende su cuello y se cuela, sutilmente, bajo su camisa. El

ascensor sube... Primera planta, segunda planta... Él no me quiere mirar, en un

primer instante, no me quiere mirar, pero yo noto que lo hace a través de los

espejos. Me está mirando el culo, reina. Lo descubro. El reflejo de mi culo a

través del espejo aterrizando en sus ojos... Dicen en Marruecos, que cuando

un hombre y una mujer se encuentran en la misma habitación, en el mismo

espacio cerrado, esas dos personas nunca están solas del todo. Nunca, un

hombre y una mujer, como él y yo entonces, están solos. Siempre hay alguien

más haciéndoles compañía. ¿Y sabes quién es ese alguien? Sí, ese otro que nos

hace compañía es el diablo... El diablo. El ascensor sigue su escalada y allí está

ese joven marroquí y allí estoy yo y, también, allí está el diablo. Y, de repente,

veo esa roca que aparece a través de la entrepierna de su pantalón... una roca

volcánica que crece, lentamente, porque se quiere mostrar en todo su

esplendor ante mí... (Pausa.) Yo soy una mujer que toma aquello que desea,

cuando lo desea, niña. Así que antes de llegar a la quinta planta, tomo su mano

en mi mano. Noto que está temblando... El muchacho tiembla. Y él, el joven

—15— Ascensión y Caída de Mónica Seles Antonio Rojano

marroquí, el botones del hotel, susurra, madame, con el deseo escrito en su voz

y yo entonces miro sus ojos negros por primera vez, directamente, y...

La luz se va. Oscuridad.

CANDELA.— ¿Qué ha pasado?

ESTEFANÍA.— La luz. Se ha ido la luz.

CANDELA.— Ya sé que se ha ido la puñetera luz. ¿Has pagado el recibo,

reina?

ESTEFANÍA.— La cosa está mal. Pero sé lo que es un recibo de la luz.

CANDELA.— Hay gente que no sabe lo que es pagar una deuda.

ESTEFANÍA.— Perdona. A veces pasa.

CANDELA.— ¿A veces?

ESTEFANÍA.— Debe haber cortes en el barrio. Esta semana se ha ido un

par de veces.

CANDELA.— Una peluquería sin luz. Debe ser un éxito entre las clientas.

ESTEFANÍA.— Espera un segundo...

ESTEFANÍA se mueve en la oscuridad y enciende una vela. Su rostro se ilumina

bajo el tenue brillo de la luz. Parece otra. CANDELA la observa, como si contemplara

un fantasma. La llama de la vela tiembla.

CANDELA.— Mónica...

ESTEFANÍA.— ¿Qué?

CANDELA.— Cuánto te pareces a Mónica.

ESTEFANÍA.— ¿De qué estás hablando?

CANDELA.— Mónica, qué encanto de niña.

ESTEFANÍA.— ¿Conocías a mi hermana?

—16— Ascensión y Caída de Mónica Seles Antonio Rojano

CANDELA.— Eres igual, como cuando la vi por primera vez en el club de

tenis. Cuánto te pareces a ella.

ESTEFANÍA.— ¿Conocías a mi hermana?

CANDELA.— Lo siento mucho.

ESTEFANÍA.— No es tu culpa.

CANDELA.— Ella hablaba muy bien de ti, niña, créeme. Me contó que

querías poner una peluquería. Durante un tiempo fuimos amigas. Íntimas. Me

lo contaba todo... Habéis tenido que sufrir mucho por lo que pasó. Cuando

me enteré de la noticia, recé por vosotros. Por toda tu familia. También mi

mundo se desmoronó entonces.

ESTEFANÍA.— Fue una cobarde.

CANDELA.— No. No lo fue.

ESTEFANÍA.— ¿Sabes cómo murió?

CANDELA.— Hacer lo que hizo no es de cobardes, sino de valientes.

ESTEFANÍA.— ¿Piensas que es de valientes lanzars...?

La luz vuelve.

ESTEFANÍA.— La puta luz.

CANDELA.— Te he buscado desde entonces. Quería conocerte.

ESTEFANÍA.— No, no, no... No quiero hablar de esto.

CANDELA.— Deseaba estar cerca de ti. Comprobar si, como ella decía, os

parecíais tanto.

ESTEFANÍA.— Tú no has venido a peinarte, ¿verdad?

CANDELA.— (Buscando en su bolso.) He cruzado esa puerta y he notado en mi

nuca, otra vez, esa punzada. Como cuando la conocí a ella. Todo vuelve a

encontrar su sentido. Otra vez.

—17— Ascensión y Caída de Mónica Seles Antonio Rojano

CANDELA abre su bolso y saca una botella de anís y una bolsa de plástico

repleta de polvorones.

ESTEFANÍA.— Candela, me estás asustando.

CANDELA.— ¿Asustarte? ¿Por qué? Debes alegrarte.

ESTEFANÍA.— ¿Qué... qué haces? ¿Qué quieres de mí?

CANDELA.— Estefanía, tienes que ayudarme.

ESTEFANÍA.— ¿Ayudarte? Pero, ¿ayudarte a qué?

CANDELA.— A que todo vuelva a ser como antes.

Transición.

TIEMPO MUERTO:

UNA TENISTA FANTASMA

MÓNICA, sola. Frente a un espejo.

La habitación está oscura. Torpemente iluminada por las luces el árbol de Navidad.

Permanece un largo rato en silencio, mirando los rostros que la observan, hasta que una

fuerza que desconocemos le obliga a hablar.

MÓNICA.— ¿Estáis esperando a que hable?

Pues si estáis esperando a que hable, tengo que hablar.

El teatro... Aunque no lo parezca, esto es un teatro, ¿verdad? El teatro

está lleno de muertos que desean volver a la escena de los vivos. Incluso

aquellos que se lanzaron a su propia tumba, incluso aquellos que se enterraron

a sí mismos, desean volver.

¿Un muerto puede sentirse culpable?

—18— Ascensión y Caída de Mónica Seles Antonio Rojano

Decía un famoso escritor —y no, no es el autor de esta obra— que "los

libros bellos están escritos en una especie de lengua extranjera". Nos pasamos la vida

pensando en cuando seamos mayores, ricos, poderosos... Nos pasamos la vida

pensando a lo grande, cuando, en verdad, tendríamos que tener un

pensamiento más reducido. Más pequeño. Minoritario. Debemos pensar, más

bien, en cuando seamos niños, vagabundos, mujeres, animales, locos,

homosexuales, extranjeros... o muertos.

Sólo cuando nos encontremos pensando como seres vulnerables

encontraremos la salvación que buscamos.

El deseo, la ambición, el dinero... El hombre vive gracias a aquello que

le mata. Pero yo, nada más de esto necesito, porque estoy muerta. Sólo soy un

espectro, una tenista fantasma que viene aquí esta noche a que otros cuenten

una historia que ya no le pertenece.

Así de peculiares somos los muertos.

Juego, set y partido... Viajemos al pasado.

Sobre estas últimas palabras, suenan los primeros acordes del reloj de la canción

Hung Up de Madonna.

30

Vuelve la luz y sigue sonando la música. Pasado.

MÓNICA se prepara para ejercitarse, coge una raqueta de bádminton, y se coloca

una cinta deportiva en el pelo. Los muebles de la sala se han apartado: una silla, una

cómoda, una estantería con libros... Un par de steps y otros objetos de gimnasia ocupan el

centro del salón de una casa noble y elegante.

—19— Ascensión y Caída de Mónica Seles Antonio Rojano

MÓNICA.— (Impaciente. Sobre la música.) ¡Vamos, nena, que esto está

sonando...!

CANDELA entra. Va vestida como sólo lo puede hacer una mujer de su status

en el gimnasio, aunque se encuentre en el salón de su casa.

CANDELA.— ¡Ya voy...! ¡Ya voy...!

MÓNICA.— ¡Venga, Candelita! (Le entrega otra raqueta de bádminton.) Toma.

CANDELA.— Es que me estaba orinando.

MÓNICA.— Seguimos con el revés... Como te dije antes.

MÓNICA guía la coreografía. Con la música, como si se tratara de una clase de

mantenimiento capitaneada por un monitor, la joven dirige el entrenamiento que ha

preparado. CANDELA sigue el ritmo aunque, en alguna ocasión, vemos cómo se pierde.

MÓNICA.— ¡Uno, dos, revés...! ¡Uno, dos, revés...! ¡Uno, dos, revés

liftado...! ¡Uno, dos, revés...! ¡Uno, dos, revés...! ¡Uno, dos, revés liftado...!

¡Cambio! Vamos, Candelita, hija... ¡Un, dos, tres...! ¡Un, dos, tres...! ¡Derecha!

¡Un, dos, tres...! ¡Un, dos, tres...! ¡Derecha! Volvemos... ¡Uno, dos, revés...!

¡Uno, dos, revés...! ¡Uno, dos, revés liftado...! ¡Uno, dos, revés...! ¡Uno, dos,

revés...! ¡Uno, dos, revés liftado...!

CANDELA se retira. Respira con fuerza. Se sienta. Está agotada. MÓNICA

sigue un rato más, hasta que se da cuenta de que CANDELA ha abandonado el

entrenamiento. La canción se interrumpe.

MÓNICA.— ¿Qué pasa, nena?

CANDELA.— Mónica, no puedo.

MÓNICA.— ¿Por qué no puedes? Tienes que poder.

—20— Ascensión y Caída de Mónica Seles Antonio Rojano

CANDELA.— Tengo que poder, pero no puedo.

MÓNICA.— ¿Quieres que hagamos un descanso?

CANDELA.— Tengo hambre.

MÓNICA.— ¿Ahora?

CANDELA.— Sí, reina. Me da sofoco. Tengo una cosa rara en el estómago.

MÓNICA.— Aún queda media hora. Venga, seguimos...

CANDELA.— No puedo, niña.

MÓNICA.— ¿Quieres que parecemos un minuto?

CANDELA.— Estupendo. (Busca en el interior de una pequeña cómoda.)

MÓNICA.— Pero sólo un minuto.

CANDELA.— Creo que tengo algo por aquí...

MÓNICA.— Tú eres la que pagas. Yo no voy a decir nada.

CANDELA.— Mucho mejor. No digas nada.

CANDELA saca de la cómoda una bandeja con mantecados variados y una

botella de anís. Abre un polvorón y comienza a comer. Le da un trago al anís, directamente

de la botella. Bebe tras cada mordisco.

MÓNICA.— ¿Qué estás haciendo?

CANDELA.— Tengo hambre.

MÓNICA.— ¿Tú crees que comerte esto en mitad del ejercicio te va a sentar

bien? Te puede dar un corte de digestión.

CANDELA.— Un poco de anís, reina, no hace daño a nadie.

MÓNICA.— Vamos, Candelita, nena...

CANDELA.— ¿No quieres un poco? Venga, no me hagas el feo, que

mañana es Nochebuena y pasado Navidad. Coge lo que quieras.

MÓNICA.— Yo no soy como uno de esos profesores del club de tenis. A mí

no me gusta ponerme seria con los alumnos. Pero, quiero decir, mi tiempo

también es importante... y si no te tomas en serio las clases, mejor que lo

—21— Ascensión y Caída de Mónica Seles Antonio Rojano

dejemos aquí. (Pausa.) Tú viniste a mí, ¿lo recuerdas? Tú querías mejorar la

técnica, perfeccionar de tu golpeo. Y yo, entonces, te dije... ¿Recuerdas lo que

te dije?

CANDELA.— No.

MÓNICA.— Yo te dije: "Está bien, Candelita, acepto tu proposición, acepto

lo de ir a trabajar a tu casa, no me importa, clases privadas..., pero lo que no

acepto, bajo ninguna condición, es que no te esfuerces durante las clases."

CANDELA.— ¿Eso dijiste?

MÓNICA.— Sí.

CANDELA.— Qué seca, niña.

MÓNICA.— En el deporte, pero sobre todo en el tenis, el esfuerzo y la

constancia son muy importantes.

CANDELA.— Y en la vida también, ¿no?

MÓNICA.— También.

CANDELA.— Yo me estoy esforzando, pero es la hora de la merienda. Y

tengo un agujero en el estómago que no puedo... Además, para una vez al año

que juego al tenis con mi marido, tampoco va a pasar nada si mando alguna

pelota fuera de la pista.

MÓNICA.— Candela, ¿puedo hacerte una pregunta?

CANDELA.— Qué tipo de pregunta.

MÓNICA.— Una pregunta. Una pregunta normal.

CANDELA.— Que Dios nos proteja de las preguntas normales.

MÓNICA.— ¿A ti te aburre tu vida?

Pausa.

CANDELA.— ¿Esa es la pregunta normal?

MÓNICA.— Que si te aburres, nena. En casa. Con tu marido. No sé...

Quiero decir, me ocurre a veces en el club, con algunas alumnas, mujeres

—22— Ascensión y Caída de Mónica Seles Antonio Rojano

casadas sobre todo —aunque también hay algún señor—, que se apuntan a las

clases porque... Bueno, porque quieren ocupar el tiempo. Ocupar un tiempo

vacío con alguna actividad, pero... Vamos, quiero decir, que les da lo mismo

aprender a jugar al tenis que cultivarse en la poda de bonsáis o apuntarse a un

club de lectura. Con la diferencia de que en el tenis estás con gente y... Quiero

decir, que con los bonsáis no hablas con nadie y con el tenis...

CANDELA.— ¿Quieres saber la respuesta a tu pregunta?

MÓNICA.— Sí. Bueno, no sé... Quizás haya sido demasiado personal.

CANDELA.— Si quieres que te responda, dale un trago.

MÓNICA.— ¿Qué?

CANDELA.— ¿No quieres hacerte mi amiga? Si quieres ser mi amiga...

acepta el ofrecimiento.

MÓNICA.— Nena, yo no he dicho que...

CANDELA.— Quieres intimar. Me haces preguntas.

MÓNICA.— Sí, pero... No estoy acostumbrada a beber y...

CANDELA.— Yo quiero que seas mi amiga. En serio. Tengo que

proponerte una cosa. (Pausa. Le ofrece la botella. La joven coge la botella de anís.)

Bebe. (Pausa.) ¿Tú quieres ser mi puñetera amiga?

MÓNICA duda. Finalmente, da un trago a la botella.

CANDELA.— Bebe más. (Pausa.) Muy bien, no te lo bebas todo. (Le quita la

botella.) ¿Quieres saber la verdad?

MÓNICA.— Sí, tengo curiosidad.

CANDELA.— Ven aquí. Siéntate. (Pausa.) Mira, reina, yo nací para ser

Blancanieves, pero no hay manera. Jaime piensa que soy una bruja y como tal

aquí estoy en mi palacio, encerrada. Me enveneno yo sola. No me aburro, no,

sino que me enveneno. Yo nací para ser Blancanieves, una mujer gigante en

un mundo de enanos... Pero Blancanieves era una sosa. Yo hubiera hecho con

—23— Ascensión y Caída de Mónica Seles Antonio Rojano

los enanos lo que me hubiera dado la real gana. Hoy, niña, cogería a un enano

y lo pondría a hacerme el desayuno. Un desayuno delicatessen, de esos que

ponen en los hotelazos de París. (Da un trago al anís.) Mañana, pondría a unos

cuantos enanos a picar piedra en el interior de una cueva, una cueva en la

montaña más alta del reino, picando piedra, día y noche, hasta que me

ahogaran en oro y piedras preciosas. Diamantes. Sí, diamantes. Yo sería una

Blancanieves rica. Más rica aún. Pasado mañana, a media tarde —que a mí en

la siesta esas cosas me gustan—, cogería a otros dos enanos y les haría el

amor. A los dos. Les haría el amor como si el mundo estuviera a punto de

acabarse. Los enanos, dicen, follan muy bien. Les gusta mucho lo sexual, ¿lo

sabías, reina? Imagínate por un instante ser una puñetera enana en un mundo

de pollas gigantes. Imagínalo por un momento. Para un enano es igual. Para

los enanos, el mundo, el mundo que conocen, es un mundo plagado de tetas y

coños gigantes. Por eso los enanos están tan salidos.

MÓNICA.— Estás loca, nena. (Ríe. Vuelve a dar otro trago a la botella de anís.)

No creo que me gustara ser una mujer gigante. Prefiero ser una mujer

independiente, que no está, como las del club, pensando todo el día qué es lo

que hace su marido. Paso de aburrirme.

CANDELA.— Pues yo quería ser Blancanieves... y no ha habido manera.

(Pausa.) ¿Quieres un polvorón? Son de Estepa.

MÓNICA.— Bueno, por un día...

CANDELA.— Eso es, niña.

MÓNICA.— ...no creo que pase nada.

CANDELA.— ¡Feliz Navidad!

MÓNICA.— ¡Feliz Navidad!

Pausa larga.

CANDELA.— ¿A ti no te hubiera gustado ser otra persona?

—24— Ascensión y Caída de Mónica Seles Antonio Rojano

MÓNICA.— ¿Qué quieres decir?

CANDELA.—Alguien que no eres.

MÓNICA.— No sé.

CANDELA.— ¿No tienes ningún ídolo, reina? A todos nos hubiera gustado

ser otra persona en algún momento de nuestra vida.

MÓNICA.— Sí, eso sí. Tal vez... me hubiera gustado ser Mónica Seles.

CANDELA.— ¿La tenista?

MÓNICA.— Sí. Me hubiera gustado ser como ella. Pero yo no tuve la misma

suerte con el tenis. Me lesioné la rodilla de junior y, salvo algún campeonato

regional, no llegué a nada importante. Hubiera matado por tener el revés a dos

manos de Mónica. Cuando veo la final de Roland Garros contra Steffi Graf en

el noventa... Siempre me emociono, nena. Veo a una adolescente que agarra la

raqueta como si temiese perderla, golpeando así, a dos manos, de revés y...

¡hasta de derecha! Era un bicho raro. Tenía la cara de una niña distraída,

saltarina, perdida en un parque, y cómo gritaba... Cuando se cruzaba con la

alemana en la pista parecía que nunca, en mil vidas, sería capaz de ganar ese

partido. Pero lo hizo. Le ganó ese partido y muchos más.

CANDELA.— ¿Esa no es la que apuñalaron? Yo pensaba que estaba muerta.

MÓNICA.— No. Muerta no. Años después se recuperó y volvió a jugar,

pero nunca llegó a ser la misma. Imagina, una chica que se dispara hacia el

número uno... que destrona a la todopoderosa Steffi Graf, durante tres años,

que apunta a un reinado eterno en el tenis... y un día, un pirado, fan de la

Graf, le apuñala por la espalda. Subir tan alto para desplomarse... Llegar tan

lejos, para nada. Pobre mujer... Volvió a jugar, pero nunca del mismo modo.

Tras aquello, Mónica ya no era la misma jugadora. Tenía miedo. Lo que fuera,

lo que a ella le hacía jugar así, tras esa puñalada..., dejó de existir. Desapareció.

Por el miedo. Se desvaneció.

CANDELA.— Se llama como tú.

MÓNICA.— ¿Qué?

—25— Ascensión y Caída de Mónica Seles Antonio Rojano

CANDELA.— Mónica Seles, la tenista, y Mónica, mi profesora de tenis.

MÓNICA.— A mí me llamaron Mónica por mi abuela Mónica. Pura

casualidad. Vamos, que no tiene nada que ver, pero cuando nació mi hermana

la chica, a ella la llamaron Estefanía, por la Graf. A mi padre le gusta mucho el

tenis. Quería tener a dos estrellas en casa. Yo empecé a jugar gracias a él.

CANDELA.— ¿Y tú hermana?

MÓNICA.— ¿Qué?

CANDELA.— ¿También juega al tenis?

MÓNICA.— Se parece mucho a mí. Físicamente, quiero decir. Pero qué va.

Nuestras personalidades, nena, son como la noche y el día. Ella nunca ha

querido jugar. Mi padre lo intentó, con ella, estuvo encima, erre que erre, pero

mi hermana estaba más preocupada en hacerse una coleta mona que en jugar

bien. Ella no... No es muy espabilada que digamos. Quiero decir, nunca ha

tenido una gran ambición. Es estilista. Quiere poner una peluquería o algo así.

(Pausa.) Mañana iremos a casa de mis abuelos, a ver qué tal.

CANDELA.— ¿En casa de Mónica Seles también se cantan villancicos?

MÓNICA.— Que no, que yo no quiero ser Mónica Seles. (Ríe.) Me está

subiendo esto... ¿De qué está hecho el anís, Candelita? (Pausa.) Yo estoy

contentísima con mi vida. No necesito más. Me gano la vida con las clases...

Me gustaría ser empresaria, no sé, abrir algún día mi propio club de tenis.

CANDELA.— Y dime una cosa, niña, ¿tú tienes novio?

MÓNICA.— ¿Qué dices, nena? ¿Un novio? ¿Eso qué es? (Ríe.) ¿Yo para qué

quiero un novio? En ese anzuelo no voy a picar. No, de ninguna manera. Los

tíos son lo peor. Prefiero conservar mi libertad y no convertirme en una

aburrida. Los hombres son como sardinas, ¿sabes? Peces sin brillo alguno. Yo

paso de tíos. ¿Sabes qué es lo que más deseo en este momento? Largarme a

vivir sola. Sí. Tal vez ando un poco justa, porque sólo tengo lo de las clases,

pero yo lo que más deseo ahora es salir de casa de mis padres e irme a vivir

sola.

—26— Ascensión y Caída de Mónica Seles Antonio Rojano

CANDELA.— ¿Y por qué no lo haces?

MÓNICA.— No tengo dinero y... Bueno, he estado mirando pisos, pero en

el banco me dicen que no tengo no-sé-qué para que me den un crédito.

CANDELA.— Eso tiene arreglo.

MÓNICA.— ¿Cómo?

CANDELA.— Puedo hablar con Jaime.

MÓNICA.— ¿Sí?

CANDELA.— Él puede ayudarte.

MÓNICA.— ¿Tú crees?

CANDELA.— Estoy segura.

MÓNICA.— ¿Me estás hablando en serio? Porque yo... Yo soy muy inocente

y me lo creo todo, nena, y... ¿Pero así porque sí? ¿Sin más? Mira, estoy

temblando. Quiero decir, pensé que... pensaba que tú...

CANDELA.— ¿Que yo era otra pija aburrida más del club de tenis?

MÓNICA.— No. Bueno, no sé.

CANDELA.— Ahora somos amigas, ¿no? Las amigas se ayudan.

CANDELA se levanta de la silla y va a por una libreta. Coge un bolígrafo.

CANDELA.— Tienes razón. (Escribe algo en la libreta.) Yo soy otra pija

aburrida más del club de tenis. Nadie hace nada por nada, así que, si quieres

que hable con Jaime, si quieres que hagamos algo por ti, tú tendrás que hacer

algo por mí. Tengo una propuesta para ti.

MÓNICA.— ¿Qué clase de propuesta?

CANDELA.— Además de ser mi amiga, quiero que seas mi asesora.

MÓNICA.— ¿Asesora...? ¿Pero de qué? Si yo sólo sé jugar al tenis, nena.

CANDELA.— Olvida el tenis ahora. Quiero que me eches una mano, reina.

Con mis inversiones. Finanzas... ¿Recuerdas la clase de la semana pasada?

MÓNICA.— Sí.

—27— Ascensión y Caída de Mónica Seles Antonio Rojano

CANDELA.— Quiero que repitas lo que hiciste.

MÓNICA.— ¿Que repita el qué?

CANDELA.— Quiero que vengas aquí cada semana y repitas lo que hiciste.

MÓNICA.— Pero, ¿qué es lo que hice el otro día?

CANDELA.— Lanzaste la pelota. La dejaste caer, sobre el periódico.

¿Recuerdas que me hizo gracia que cayera sobre ese anuncio?

MÓNICA.— Pero, Candelita, nena... ¿De qué estás hablando?

CANDELA.— Las acciones de Gas Natural han subido diez puntos esta

semana. Vendí ayer. Diez puntos. En la bolsa. Es una barbaridad... Si hubieras

visto la gráfica, esa gráfica verde apuntando al cielo... (Pausa.) Como tú. Tú

también apuntas alto. Creo que tienes algo.

MÓNICA.— Pero si... Eso fue sin querer, Candela. Se me escapó la pelota...

CANDELA.— Quiero que lo repitas.

MÓNICA.— No sé, yo... Fue un accidente.

CANDELA.— No tienes que saber nada. Sólo hazlo.

MÓNICA.— Pero, ¿qué tengo que hacer?

CANDELA.— Eres una transmisora, reina.

MÓNICA.— ¿Una transmisora?

CANDELA.— Yo no soy supersticiosa, pero sé que canalizas la buena

energía. Lo sé desde la primera vez que te vi, en el club. Tienes algo especial.

Sólo deja la pelota correr... Como el otro día. La pelota decidirá.

MÓNICA.— ¿Y haciendo eso yo...?

CANDELA.— (Completa la frase.) Hablaré con Jaime.

MÓNICA.— ¿Y ya está?

CANDELA.— Sí. Ya está.

MÓNICA.— Está bien. Sí, está bien, seré tu asesora... Pero, quiero que sepas

que yo no tengo la menor idea de-de-de esas cosas de la bolsa y que no quiero

jugar con tu dinero porque, no sé, yo no tengo idea, Candelita, y no...

CANDELA.— Lo sé.

—28— Ascensión y Caída de Mónica Seles Antonio Rojano

MÓNICA.— Vale.

CANDELA arranca las hojas de la libreta. En ellas leemos: Telefónica,

Iberdrola, Ferrovial, FCC y BBVA. Las deja en el suelo, boca abajo, sin que veamos el

nombre. Saca una pelota de tenis y se la entrega a MÓNICA.

CANDELA.— Ahora, lánzala.

MÓNICA.— Pero, ¿dónde?

CANDELA.— Donde tú quieras.

MÓNICA.— En serio, nena, que yo no tengo idea y no quiero que pierdas tu

dinero por una tontería ni que...

CANDELA.— Lánzala.

Pausa larga. MÓNICA cierra los ojos y lanza la pelota. La pelota rueda hasta

posarse sobre una de las hojas de papel —o lo más cerca posible de ella—. CANDELA

va a mirar. Con sensibilidad y alargando la tensión, como si se tratara de un acto

trascendental, le da la vuelta a la página y lee.

CANDELA.— Ferrovial.

MÓNICA.— ¿Eso qué es?

CANDELA.— Eso es dinero, reina.

MÓNICA.— Más dinero, querrás decir...

CANDELA.— Todo el dinero del mundo.

MÓNICA.— Qué cosas tienes, nena.

CANDELA se queda quieta. Algo en sus tripas se remueve. Se siente mal. Cada

vez peor. Le cuesta hablar.

MÓNICA.— ¿Qué... qué te pasa?

—29— Ascensión y Caída de Mónica Seles Antonio Rojano

CANDELA.— La barriga.

MÓNICA.— ¿Estás bien?

CANDELA.— Tengo que... Tengo que ir...

MÓNICA.— ¿Qué pasa?

CANDELA.— Al baño... A... vomit...

CANDELA se lleva la mano a la boca y sale corriendo. Largo silencio.

Escuchamos cómo vomita en el baño. MÓNICA habla sola.

MÓNICA.— (En voz alta.) ¿Necesitas ayuda? Ya te dije que te iba a dar un

corte de digestión... Candelita, nena, que todo no puede ser. La semana que

viene, si quieres, seguimos con lo del revés. Si es que... lo que no te pase a ti...

MÓNICA deambula por la habitación. Le da un trago al anís. Coge uno de los

libros de la estantería: Las mil y una noches. Abre al azar una página y lee.

MÓNICA.— «Se acercaba la noche y yo seguía recorriendo el valle en busca

de un lugar en el que poder dormir, pues aquellas serpientes me causaban

pánico. Me había olvidado de comer y de beber, preocupado sólo de salvar mi

vida. Distinguí cerca una cueva y me encaminé hacia ella. La boca era estrecha.

Me metí, vi una gran piedra junto a la puerta, la empujé y cerré con ella la

entrada. Me dije: "Al menos aquí estaré seguro. Cuando se haga de día, saldré

y veré qué es lo que hace el destino".»

(Cierra el libro. Mira al público.)

Segundo viaje de Simbad el Marino.

Simbad era un niño pijo, un ni-ni que se pasó la juventud gastando la

herencia de sus padres. Un día lo derrochó todo —en fiestas, mujeres y

manjares—, y le dio por viajar. Iba de pueblo en pueblo comerciando y

teniendo mil y una aventuras. Se adentraba en islas que en realidad eran peces

—30— Ascensión y Caída de Mónica Seles Antonio Rojano

gigantes, sufría tempestades y descubría mundos maravillosos. Entonces, hacía

fortuna, volvía a casa y el cuento empezaba también: Simbad lo derrochaba

todo —en fiestas, mujeres y manjares—.

Cuando pienso en el cuento de ese hombre rico relatando sus siete

viajes a ese hombre pobre, recuerdo a Candela. Recuerdo lo engañada que

estaba aquellos días de invierno. Recuerdo aquello que decía Simbad, antes de

su primer viaje —cito de memoria—: «Hay tres cosas que son mejores que

otras tres: el día de la muerte es mejor que el día del nacimiento, un perro vivo

vale más que un león muerto y es preferible la tumba a un palacio.»

La tumba, eso dice. La tumba a un palacio. La tumba...

Transición.

40

CANDELA y ESTEFANÍA se miran a los ojos. Hemos vuelto a la

peluquería. De repente, el sonido de un timbre interrumpe la escena. La mujer joven sale.

En el suelo, encontramos algunos folios boca abajo y una pelota de tenis. También,

una botella de anís y algunos mantecados abiertos y otros cerrados.

ESTEFANÍA vuelve.

CANDELA.— Dios mío, qué calor... ¿Quién ha llamado al timbre?

ESTEFANÍA.— Ah. No lo sé. Creo que se han equivocado.

CANDELA.— ¿Has cerrado la puerta?

ESTEFANÍA.— Sí.

CANDELA.— Está bien. Todo preparado. Podemos empezar ya.

ESTEFANÍA.— ¿Puedo comerme otro polvorón?

CANDELA.— Claro, niña. Coge.

—31— Ascensión y Caída de Mónica Seles Antonio Rojano

ESTEFANÍA.— No he merendado nada y me muero de hambre.

CANDELA.— Coge. Coge.

ESTEFANÍA.— Muchas gracias, Candela. Qué maja eres.

ESTEFANÍA abre otro mantecado y come con ansia. Le da tragos al anís, con

mucho mayor descaro que su hermana en la escena anterior.

CANDELA.— ¿Te gustan?

ESTEFANÍA.— Sí, mucho.

CANDELA.— Son de Estepa.

ESTEFANÍA.— No pensé que se podrían encontrar en verano. De

pequeñas mi padre no nos dejaba comer mantecados. Ni uno. Era ir a casa de

mi tía y nos vigilaba toda la tarde. Ni a mí ni a mi hermana. Ni probarlos. Si

nos veía... ¡Buah! Ni siquiera en Navidad. Estábamos a tope con los

entrenamientos y... él, mi padre, era un hombre muy estricto. Vaya, ella era

mejor que yo. Mónica era mucho mejor que yo. A mí eso del tenis no te creas,

no... no me hacía tanta gracia. Me sentía muy sola en ese lado de la pista, ahí,

devolviendo una pelota sí y otra no, sin que a nadie le importara. Creo que

una vez le gané. A Mónica. Sólo una vez... (Pausa. El aire se enrarece.) ¿Crees que

un muerto puede sentirse culpable?

CANDELA.— Lo que deberían hacer los muertos es quedarse en el

cementerio. Ahí. Bajo la tierra, que para eso está. Por cierto, ¿en qué

cementerio la enterrasteis? Algún día quiero llevarle flores.

ESTEFANÍA.— No la enterramos.

CANDELA.— ¿Qué dices, reina?

ESTEFANÍA.— Que no la enterramos. No nos dejaron enterrarla.

ESTEFANÍA rebusca en uno de los cajones de la mesa. Saca una grotesca urna

de cenizas.

—32— Ascensión y Caída de Mónica Seles Antonio Rojano

CANDELA.— ¿Qué es eso? No me digas que... Que... No me digas que ella

está ahí.

ESTEFANÍA.— No la enterramos. La incineramos.

CANDELA.— Ay, Dios mío... ¿No te da miedo, tenerla ahí?

ESTEFANÍA.— No. Es mi hermana.

CANDELA.— Pero... ¿Por qué tienes aquí sus cenizas?

ESTEFANÍA.— Ella no dejó nada escrito.

CANDELA.— ¿Nada escrito de qué?

ESTEFANÍA.— No conocíamos su última voluntad. No dejó nada. Ni una

carta de despedida.

CANDELA.— Pero, tenerlas aquí...

ESTEFANÍA.— ¿Qué quieres? ¿Que las tire por el fregadero?

CANDELA.— La gente suele elegir un puñetero lugar. Un lugar simbólico. Y

allí las esparce.

ESTEFANÍA.— ¿Y si no existe ese lugar simbólico? Ella no dejó nada

escrito y yo no quiero que sus restos se pierdan en un sitio que a ella no le

gustara. (A la urna.) ¿Verdad, Mónica? Aquí está bien, conmigo. La gente suele

lanzarlas al mar, pero a mi hermana no le gustaba el mar. Ni siquiera sabía

nadar. ¿Qué quieres que haga? ¿Que las eche al mar, contra su deseo, y le haga

tragar agua por toda la eternidad? Eso es injusto.

CANDELA.— Es... grotesco.

ESTEFANÍA.— Yo cuando muera no quiero que me incineren. Yo quiero

estar viva, seguir viva... Quiero que me den de comer a algún animal. Quiero

vivir dentro de un animal. Quiero seguir viviendo dentro de un animal.

CANDELA.— Vaya pensamientos, reina... Hoy me vais a volver loca entre

todos.

ESTEFANÍA.— Entonces, ¿de verdad vas a hacerme ese favor si hago esa

tontería de la pelota?

—33— Ascensión y Caída de Mónica Seles Antonio Rojano

CANDELA.— Te llenaré el local de clientas.

ESTEFANÍA.— No es que me haga tanta falta. Con las vecinas me basto,

pero, oye, en este tiempo... como para rechazar un caramelo así. (Pausa.) ¿Y tú

qué ganas con todo esto?

CANDELA.— Con qué...

ESTEFANÍA.— Con lo de la pelotita.

CANDELA.— Providencia.

ESTEFANÍA.— ¿Qué dices? ¿Qué es eso? ¿Como ver el futuro?

CANDELA.— Algo así, reina. Vamos... Tira la pelota.

ESTEFANÍA.— Sí, sí, ahora. (Pausa. Da un trago a la botella de anís.) Cuesta,

eh, cuesta tragar un poquito... Oye, Candela, y mi hermana, ¿qué te decía?

CANDELA.— ¿Decir? ¿De qué?

ESTEFANÍA.— Del juego este que jugabas con ella.

CANDELA.— Ella era como... como una médium.

ESTEFANÍA.— ¿Una adivina? Anda ya... ¿Mónica una médium? No me lo

creo. Si hubiera sido adivina, habría visto a tiempo el lío en el que se metía

cuando firmó esos papeles.

CANDELA.— Ella no era adivina. Ella canalizaba las energías.

ESTEFANÍA.— ¿Las energías? Yo es que en esas cosas no creo.

CANDELA.— ¿No crees en nada?

ESTEFANÍA.— En nada en nada... No. No sé. En el mañana, quizás. En

que mañana me toque el Euromillón.

CANDELA.— Tu hermana siempre acertaba.

ESTEFANÍA.— ¿Y crees que yo también voy a acertar?

CANDELA.— Eso espero.

ESTEFANÍA.— ¿Pero qué es lo que tengo que acertar?

CANDELA.— Tira la pelota y no hagas tantas preguntas.

ESTEFANÍA.— No me lo quieres decir, ¿verdad?

CANDELA.— No. (Ofreciendo la pelota.) Tira.

—34— Ascensión y Caída de Mónica Seles Antonio Rojano

Pausa.

ESTEFANÍA.— ¿Ella te hablaba de mí?

CANDELA.— Sí. A veces.

ESTEFANÍA.— ¿Y qué te decía?

CANDELA.— Que te quería mucho, niña. Esas cosas que dicen las

hermanas. Que tenías mucho talento y que eras muy buena en lo tuyo.

ESTEFANÍA.— ¿Muy buena en lo mío?

CANDELA.— Sí. En lo tuyo. Que eras muy buena peluquera, esas cosas.

¿Quieres tirar la pelota?

Pausa. ESTEFANÍA se coloca en posición. Va a lanzar la pelota, pero siente un

escalofrío.

ESTEFANÍA.— ¿No notas algo raro? Hace como... como...

CANDELA.— ¿Como qué?

ESTEFANÍA.— Como frío.

CANDELA.— ¿Qué dices?

ESTEFANÍA.— Hace como frío, de repente. Antes hacía calor, pero ahora

hace como frío. Mira cómo tengo la piel. Todo el vello de punta. ¿No lo

notas?

CANDELA.— (Siente el frío.) Ahora que lo dices... Sí. Un poco.

ESTEFANÍA.— ¿Te imaginas que se ha arreglado solo el aire

acondicionado?

El timbre suena con fuerza. Suena insistentemente.

ESTEFANÍA.— ¿Lo ves? Otra vez. (Saliendo.) A ver quién es ahora.

—35— Ascensión y Caída de Mónica Seles Antonio Rojano

CANDELA.— Vaya día. (Nerviosa. Tirita.) Pues sí que hace frío, sí...

La luz se va. Otra vez. Oscuridad. CANDELA, sola, se da un pequeño susto.

Qué tonta, se dice. Repara en la vela que hay sobre la mesa. La enciende. En un instante,

un frío glacial congela la sala. Un espectro aparece en la puerta y entra. CANDELA no

ve al fantasma, pero sí repara en lo que ocurre con los objetos que el espectro mueve. La

pelota comienza a moverse sola y sale botando de la habitación. El poltergeist comienza.

Las luces se encienden y se apagan. Los papeles arman un remolino que gira alrededor de

CANDELA. La mujer está asustadísima. Respira agitada. Quiere gritar, pero no puede.

El espectro agarra su garganta, con fuerza. Casi la asfixia. Oscuridad total.

CANDELA cae aterrada en la silla. El espectro se marcha y vuelve la luz.

Entra ESTEFANÍA. Parece algo cambiada, como si fuera a la vez ella y otra

persona. Su comportamiento es extraño.

ESTEFANÍA/MÓNICA.— Otra vez, se han equivocado. O eso o es que

hay un bromista en el barrio. ¿A ti te gustan las bromas, Candelita?

CANDELA.— (Aterrada.) Ha estado aquí...

ESTEFANÍA/MÓNICA.— ¿Estás bien? Te veo mala cara.

CANDELA.— ...tu hermana.

ESTEFANÍA/MÓNICA.— Ya lo sé.

CANDELA.— Pero Mónica está muerta.

ESTEFANÍA/MÓNICA.— Ya lo sé.

CANDELA.— ¿Cómo que lo sabes?

ESTEFANÍA/MÓNICA.— Ella a veces está aquí.

CANDELA.— ¿Hay un fantasma en esta peluquería?

ESTEFANÍA/MÓNICA.— ¿Tienes algo en contra de los fantasmas?

CANDELA.— He sentido mucho frío, de repente. Tú misma lo dijiste.

Entonces llamaron a la puerta y... se fue la luz. La pelota ha salido rodando,

—36— Ascensión y Caída de Mónica Seles Antonio Rojano

sola... ¡Lo he visto con mis propios ojos! ¡Se movía sola! Ha sido terrible...

Estaba aquí. Me quería hacer daño.

ESTEFANÍA/MÓNICA.— Mi hermana nunca ha hecho daño a nadie.

CANDELA.— Estaba aquí y quería hacerme daño. ¿Es que no me escuchas?

ESTEFANÍA/MÓNICA.— Candelita, ¿te has bebido todo el anís tú sola?

CANDELA.— ¡Créeme...! ¡Ha estado aquí y quería hacerme daño!

ESTEFANÍA/MÓNICA.— Ella nunca me ha hecho daño a mí. ¿Por qué

querría hacerte daño a ti, eh?

CANDELA.— No lo sé. Yo...

ESTEFANÍA/MÓNICA.— ¿Ya no quieres que tire la pelota? ¿No quieres

que te ayude? ¿Qué es lo que quieres?

CANDELA.— Tengo que recuperarme.

ESTEFANÍA/MÓNICA.— Puedes jugar conmigo a lo que quieras.

CANDELA.— Necesito un poco de aire. Necesito aire. Tengo que respirar.

ESTEFANÍA/MÓNICA.— Respira, nena. Respira. (Hablando a la pared.)

¿Mónica, estás aquí? Hermana... (A CANDELA.) ¿Dónde estaba ella? ¿Dónde

la has visto exactamente?

CANDELA.— No lo sé.

ESTEFANÍA/MÓNICA.— ¿Dónde la has visto?

CANDELA.— La he sentido.

ESTEFANÍA/MÓNICA.— ¿Pero la has visto?

CANDELA.— No.

ESTEFANÍA/MÓNICA.— ¿Entonces cómo sabes que era ella y no

otro...?

CANDELA.— ¿Otro qué?

ESTEFANÍA/MÓNICA.— Otro fantasma. De otra persona. El de mi

abuelo, por ejemplo.

CANDELA.— Era ella.

—37— Ascensión y Caída de Mónica Seles Antonio Rojano

ESTEFANÍA/MÓNICA.— ¿Mónica, estás aquí? ¿Hermana, estás aquí con

Candela y conmigo? Hazme una señal si estás ahí.

CANDELA.— No hagas eso, reina. No la provoques.

ESTEFANÍA/MÓNICA.— ¿Provocarla? (Ríe.) ¿Crees que se enfadaría?

CANDELA.— No lo sé. Pero... (Pausa.) Mejor dejar las cosas como están.

Seguro que se me ha ido la cabeza. Por un momento. Seguro que habré

perdido la cabeza. Necesitaba tanto encontrarte que... Qué se yo. Por favor,

niña, tira la pelota y me marcho. No te molesto más.

ESTEFANÍA/MÓNICA.— No me molestas.

CANDELA.— Tira la pelotita.

ESTEFANÍA/MÓNICA.— ¿Cómo se dice?

CANDELA.— ¿Qué?

ESTEFANÍA/MÓNICA.— Que cómo se dice cuando necesitas algo de

otra persona. ¿Cómo se piden las cosas, Candelita? Venga, te doy una pista.

Empieza por pe.

CANDELA.— Por favor.

ESTEFANÍA/MÓNICA.— Muy bien, nena. Voy a ayudarte... ¿Qué hago?

¿Me pongo aquí?

CANDELA vuelve a colocar los papeles en su sitio correspondiente, como antes.

ESTEFANÍA/MÓNICA se sitúa a un extremo de la sala.

CANDELA.— Sí. Cierras los ojos y lanzas.

ESTEFANÍA/MÓNICA.— ¿Y nada más?

CANDELA.— Y nada más.

ESTEFANÍA/MÓNICA cierra los ojos y lanza la pelota. Da la orden. La

pelota rueda hasta un papel. CANDELA va a cogerlo. Antes de que la mujer mayor

—38— Ascensión y Caída de Mónica Seles Antonio Rojano

descubra el papel, ESTEFANÍA/MÓNICA lo pisa. Le mira desafiante.

CANDELA teme, se aparta. ESTEFANÍA/MÓNICA coge el papel. Lee.

ESTEFANÍA/MÓNICA.— Banco Santander.

CANDELA.— (Atendiendo a la predicción.) ¿Pone Santander? ¿Pone eso? Dime

si pone eso de verdad.

ESTEFANÍA/MÓNICA.— ¿Crees que no sé leer?

CANDELA.— No es eso.

ESTEFANÍA/MÓNICA.— Mira. Lee tú.

CANDELA.— Gracias, Estefanía. Muchas gracias.

ESTEFANÍA/MÓNICA.— ¿Hemos ganado?

CANDELA.— ¿Ganar? ¿Ganar, el qué?

ESTEFANÍA/MÓNICA.— Te he visto escribir esos nombres en el papel.

CANDELA.— ¿Qué nombres?

ESTEFANÍA/MÓNICA.— Tú piensas que yo soy tonta, ¿verdad? Que no

veo... Pero sí, tengo ojos y, lo mejor de todo, además de tener ojos y ver, yo sé

mirar. ¿No te contó mi hermana que sabía leer? Desde que pasó lo de Mónica

he estado leyendo, leyendo mucho. También el periódico. He estado leyendo

mucho sobre la gente como tú. Sobre los especuladores y la gente que ha

hundido este país.

CANDELA.— No, no, no me hables de lo que no sabes, reina. Yo no he

hundido nada. Yo he cogido lo que me corresponde. Mi parte. Y también he

perdido. Mucho más que tú. La democracia, al fin, ha llegado para quedarse.

¿No la queríais? Sí, mírame... Ha llegado y ha permitido que sean los dos,

tanto el rico como el pobre, los que puedan dormir debajo de un puente. No

tienes la menor idea de lo que estás hablando.

ESTEFANÍA/MÓNICA.— ¿Que no tengo idea? ¿Eso crees? (Levanta el

resto de folios.) BBVA, SACYR, GAMESA... ¿Crees que no sé lo que es el

IBEX-35?

—39— Ascensión y Caída de Mónica Seles Antonio Rojano

CANDELA.— ¿Qué...?

ESTEFANÍA/MÓNICA.— ¿Pensabas que me podías engañar?

CANDELA.— Yo... no...

ESTEFANÍA/MÓNICA.— Quiero el cincuenta por ciento.

CANDELA.— ¿El cincuenta por ciento...? ¿De qué? ¿De qué estás

hablando?

ESTEFANÍA/MÓNICA.— Si quieres mis... predicciones —que habrá que

ver si son ciertas—, quiero la mitad de lo que ganes en bolsa.

CANDELA.— Pero, niña, yo...

ESTEFANÍA/MÓNICA toma del brazo a CANDELA. Aprieta con

fuerza su muñeca.

ESTEFANÍA/MÓNICA.— No me vuelvas a llamar así. Yo no soy tu niña.

(Pausa.) Quiero el cincuenta por ciento.

CANDELA.— No sé de lo que estás hablando.

ESTEFANÍA/MÓNICA.— Sí sabes de lo que estoy hablando.

CANDELA.— Suéltame. Tengo que irme.

ESTEFANÍA/MÓNICA.— ¿Ahora que empezamos a conocernos? ¿Ahora

que lo estábamos pasando bien vas a volver a tu palacio? Mírame a los ojos.

CANDELA.— Suéltame. Me haces daño.

ESTEFANÍA/MÓNICA.— Mírame a los ojos. ¿No ves nada extraño en

mis ojos?

CANDELA mira a la joven a los ojos. Pausa larga. Está aterrada, pero lucha

contra el miedo. ESTEFANÍA/MÓNICA suelta su brazo.

CANDELA.— Lo siento, reina, pero ya está bien por hoy. En cualquier

momento voy a perder la cabeza. Si la cosa sale bien, te traeré un cheque la

—40— Ascensión y Caída de Mónica Seles Antonio Rojano

semana que viene. ¿Eso quieres? Eso tendrás. Tendrás tu dinero. (Pausa.

Mientras recoge sus cosas.) Todos nos movemos por el maldito dinero. No sé de

qué me sorprendo a estas alturas. ¿Sabes qué es lo que tienes que hacer?

Tendrías que llamar a un cura. Eso es. Hacer un exorcismo, no sé. Lo que se

hace en estos casos. Deberían limpiar las energías oscuras de este lugar.

ESTEFANÍA/MÓNICA.— Aquí no hay que limpiar nada.

CANDELA.— ¿Nada?

ESTEFANÍA/MÓNICA.— No.

CANDELA.— Pues allá tú y tu fantasma.

Pausa. ESTEFANÍA/MÓNICA deja las cenizas en el suelo. Coge las tijeras

que hay sobre la mesa. En un primer momento, las tiene ocultas entre sus dedos. Arrincona

a CANDELA contra la silla. La obliga a sentarse.

ESTEFANÍA/MÓNICA.— ¿Por qué crees que quería hacerte daño?

CANDELA.— ¿Quién?

ESTEFANÍA/MÓNICA.— Mónica.

CANDELA.— ¿Tu hermana?

ESTEFANÍA/MÓNICA.— El fantasma de Mónica... Has dicho antes que

quería hacerte daño.

CANDELA.— No lo sé.

ESTEFANÍA/MÓNICA.— ¿Por qué querría hacerte daño el fantasma de

mi hermana?

CANDELA.— Yo...

ESTEFANÍA/MÓNICA.— ¿Qué le hiciste a mi hermana?

CANDELA.— ¿Yo? Nada.

ESTEFANÍA/MÓNICA.— ¿Qué le hiciste?

CANDELA.— ¿Quieres saber lo que hice?

ESTEFANÍA/MÓNICA.— Sí.

—41— Ascensión y Caída de Mónica Seles Antonio Rojano

CANDELA.— Yo ayudé a tu hermana. Eso es todo lo que hice.

ESTEFANÍA/MÓNICA.— ¿A qué le ayudaste?

CANDELA.— A hacer su sueño realidad. A cumplir su deseo.

ESTEFANÍA/MÓNICA.— ¿Qué deseo?

CANDELA.— Ella por sí misma no lo habría conseguido.

ESTEFANÍA/MÓNICA.— ¿De qué deseo estás hablando?

CANDELA.— Del piso.

ESTEFANÍA/MÓNICA.— ¿Fuiste tú...?

CANDELA.— Si no hubiera sido por ese maldito imbécil de mi exmarido, tu

hermana aún seguiría en casa de tus padres.

ESTEFANÍA/MÓNICA.— Pero seguiría viva.

CANDELA.— Tu hermana aún seguiría viva si hubiera pagado su hipoteca.

ESTEFANÍA/MÓNICA.— La desahuciaron, hija-de-puta. Se quedó en la

calle. Sin nada.

CANDELA.— Las deudas están para pagarlas.

ESTEFANÍA/MÓNICA.— Sí, las deudas hay que pagarlas

CANDELA.— (Desesperada.) No sé por qué la tomas conmigo porque yo no

tuve culpa de lo que pasó. Fue Jaime. Jaime trabajaba en el banco... ¿No has

visto las noticias? Si hay algún culpable, ése fue mi exmarido, al que ahora

están juzgando. Yo no... Yo no firmé esa hipoteca, ¿sabes? Él también me

arruinó a mí la vida. Porque yo tenía una vida hasta hace unos años. Entonces

apareció tu hermana y todo empezó a ir bien. Tenía algo especial. Tu hermana

tenía algo especial, talento, pero era demasiado débil...

ESTEFANÍA/MÓNICA.— ¿Sabes una cosa, Candelita? El diablo siempre

está con nosotros. No sólo entre un hombre y una mujer, como en esa

historia de Marruecos. También entre dos mujeres, como tú y como yo, o

entre dos hombres o dos niños. El diablo siempre está ahí, entre nosotros, ya

sea en un cuarto cerrado, en un ascensor o en una pista de tenis. El diablo

siempre está ahí preparado para hacernos caer, para ponernos la zancadilla...

—42— Ascensión y Caída de Mónica Seles Antonio Rojano

CANDELA.— Muy bien, reina. Haz lo que quieras.

ESTEFANÍA/CANDELA.— ¿Dónde te crees que vas, Blancanieves?

CANDELA tiene una revelación. Se queda paralizada.

ESTEFANÍA/MÓNICA.— «Hay tres cosas que son mejores que otras tres:

el día de la muerte es mejor que el día del nacimiento, un perro vivo vale más

que un león muerto y es preferible la tumba a un palacio.»

ESTEFANÍA/MÓNICA apuñala con las tijeras el cuerpo de CANDELA

que se revuelve en la silla tras cada puñalada. ESTEFANÍA termina agotada y sale.

Durante un momento, esto parece haber ocurrido en realidad, pero en verdad ha sido una

experiencia irreal que ha generado el poltergeist anterior. Rebobinamos y volvemos atrás.

Muy atrás. Al instante después de la aparición fantasmal. CANDELA está en la silla,

viva. Vuelve a estar aterrorizada. Entra ESTEFANÍA.

ESTEFANÍA.— Otra vez, se han equivocado. O eso o es que hay un

bromista en el barrio. (Se fija en la mujer.) ¿Qué pasa?

CANDELA.— (Aterrada.) Ha estado aquí...

ESTEFANÍA.— ¿Estás bien? Tienes mala cara.

CANDELA.— ...tu hermana.

ESTEFANÍA.— ¿Qué dices?

CANDELA.— Mónica...

ESTEFANÍA.— Mónica está muerta.

CANDELA.— ...es un fantasma.

ESTEFANÍA.— ¿De qué estás hablando?

CANDELA.— Hay un fantasma en esta peluquería.

ESTEFANÍA.— ¿Un fantasma?

CANDELA.— Estaba aquí. Me quería hacer daño.

—43— Ascensión y Caída de Mónica Seles Antonio Rojano

ESTEFANÍA.— Por favor, si los fantasmas no existen.

CANDELA.— Estaba aquí y quería hacerme daño. Me ha hecho daño. ¿Es

que no me escuchas? Las tijeras...

ESTEFANÍA.— Candela, ¿pero de qué estás hablando?

CANDELA.— Ha bajado la temperatura. La pelota ha salido rodando, sola...

Y luego, después... No, no... Sé lo que va a pasar. Sé lo que harás con esas

tijeras. Me queréis hacer daño... Sé lo que he visto. Ha estado aquí. Ha sido

real.

CANDELA guarda sus cosas en el bolso a toda prisa.

ESTEFANÍA.— Pero eso es imposible. Candela, los fantasmas no existen.

¿Dónde...? ¿Te vas?

CANDELA.— No puedo... No puedo. Lo siento.

ESTEFANÍA.— ¿No quieres que lance la pelota?

CANDELA.— No. No hace falta, niña.

ESTEFANÍA.— ¿Pero qué ha pasado?

CANDELA.— Lo siento. Adiós.

ESTEFANÍA.— Entonces, ¿lo de las clientas a las que me ibas a

recomendar...?

CANDELA sale. ESTEFANÍA queda sola. Se sienta en el centro de la sala y

sujeta con sus manos, con cuidado, la urna de cenizas de su hermana.

ESTEFANÍA.— ¿Cuántas veces te tengo que decir que no hagas esas cosas?

¿Qué le has hecho a la señora? Así no hay quien saque un negocio adelante.

Cualquier día voy al Retiro y te echó allí, junto a un árbol. Un árbol cualquiera.

Me da igual. (Pausa larga.) Es mentira, Mónica. No me hagas caso, no voy a

hacer eso. Prefiero que estés aquí conmigo. Aunque a veces, ya te vale...

—44— Ascensión y Caída de Mónica Seles Antonio Rojano

(Pausa.) ¿Recuerdas aquel día, cuando tenía diez años y te gané por primera

vez? ¿Recuerdas aquel día? En verdad, fue la única vez que te gané, ¿verdad?

Yo sí que me acuerdo... Recuerdo que te dije que a mí eso del tenis no me

gustaba, que lo pensaba dejar. Recuerdo que me dijiste que era una niñata y

nos peleamos... Me diste fuerte. Recuerdo que luego salimos a jugar... y yo te

odiaba tanto... No te puedes imaginar. Te odiaba tanto, hermanita, que quería

destrozarte. En la pista, gritaba como si mi vida estuviera en peligro.

¿Recuerdas aquella vez que te gané? ¿La única vez? ¿Lo recuerdas? Yo sí que

me acuerdo. Desde entonces tengo una pregunta que hacerte. Sí, desde

entonces tengo una pregunta. ¿Te dejaste ganar, Mónica? ¿Te dejaste ganar,

para animarme, o fui yo sola la que hizo aquello? ¿Me escuchas, Mónica? ¿Te

dejaste ganar aquel día? Si estás ahí, hazme una señal. Da un golpe en la pared

para decirme que gané yo... o, si en cambio te dejaste ganar, da dos golpes.

Eso es. Hazme una señal, Mónica. Te estoy esperando. Hazme una señal y me

harás feliz. Me harás muy feliz.

Largo silencio. Oscuro final.