Argonautas N#02

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Argonautas N#02 AGOSTO 2014 ISSN 2341-4091 · Óscar Sejas · Sir Kiwi · Kris León · ·Relatos·Poesía·Ilustración·Cine·Opinión·

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N#02 Revista Argonautas Con los poetas Kris León , Óscar Sejas y el ilustrador Rir. Kiwi.. Relatos y poemas Fernando García Maroto, Aránzazu Mantilla, Rubén Fonseca, Gastón Zampar, Iván Romero, Rafael Indi y Oscar Sejas.. Ilustraciones de Emma Jimeno, Shinda Kohi, Jaime Corujo, Bythepain, Abby Caleidosférica, Alfredo García, Jose Manuel Dean y Jaime San Juan Ocaba. Y además; Qué leer, Cine y Opinión. Disfruta del viaje, Argonauta :)

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ArgonautasN#02 AGOSTO 2014 ISSN 2341-4091

· Óscar Sejas · Sir Kiwi · Kris León ·

·Relatos·Poesía·Ilustración·Cine·Opinión·

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VIAJES

#02Agosto 2014

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Staff

Elena Álvarez González Santiago Sánchez Juan I.. González Fejèr

Sandra Carbajo Bueno Laura R. García Iván Rúmar

Mar Argüello Arbe

Los Argonautas que viajan en este número son:

Carlos Duch, Gastón Zampar, Fernando García Maroto, Rubén Fonseca, Aby Caleidoscopica, Alfredo García, Emma Jimeno, Jaime Corujo, Shinda Kohi, Iván Romero, JAime s. ocabo y Óscar Sejas.

Dirección Arte

Redacción

Fotografía

[Edita: Argonautas, en Madrid, 2014]ISSN 2341-4091

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Si has llegado hasta aquí, es que ya has recorrido algo de camino. Pero quizá, como nosotros, quisieras seguir avanzando. Y quizá, antes de plantearse hasta dónde, sea oportuno preguntar-se cómo o con quién.El turista accidental (Lawrence Kasdan, 1988) viajaba casi con lo puesto, procuraba llevar una maleta pequeña y perfectamente compartimentada en la que sólo cupieran los elementos nece-sarios para su trayecto y las gestiones precisas una vez hubiera llegado a su destino. Un hombre eficiente, este turista. No en vano, lo era por accidente y, nadie que se vea obligado a viajar, en-cuentra –al menos en principio– demasiado placer en ello. En oposición, los hay quien viajan a cuestas con tantas bolsas, maletas y enseres, que más les hubiera valido tomar ejemplo de la Piquer y hacerse con un buen baúl.

La mayoría de nosotros, accidentales o no, somos turistas, y siempre, mucho o poco, llevamos algo a cuestas. Pero, ¿y si por una vez dejáramos el turismo a un lado y eligiéramos el tránsito como forma de vida? Lo hagamos por (des)amor, por ventura, en pos de la búsqueda o de la forma definitiva de perderse, ¿qué equipaje llevaríamos?Puede que, como alguien me sugirió hace poco, lo mejor fuera no llevar nada. Nada en absolu-to, ni en la mano, ni de la mano. Que camines ligero, libre de recuerdos, solo, honesto contigo mismo, con el camino, para así, tal vez, volar más alto, llegar más lejos: ad astra. Y que lo que suceda en ese viaje, sea tuyo y no nuestro. Así, al volver a casa, seguirás siendo tú, pero un tú nuevo, habiendo trazado mapas, pero sin tesoros ni alhajas como recuerdo.

Por no llevar, no llevar ni el camino. Así, como un poeta, podremos hacer el camino al andar (o en este caso, al viajar), un camino de final desconocido y quizá no siempre agradable que sólo podremos conocer una vez llegados a la consumación de nuestro viaje. Si es que llega. Pero ¿Qué puede ser más placentero que viajar sin saber hacia donde? Se me ocurren pocas cosas, la verdad.

Esta es nuestra aventura. Con nuestro traje de Argonauta, y nuestras mochilas llenas de letras e imágenes increíbles. Sois muchos los que nos habéis acompañado en el primer número, mu-chos los que nos estáis ayudando a empezar a atisbar el principio de un camino que hace dos meses resultaba completamente incierto.

Emprendamos este viaje juntos. Viajemos al mundo donde todo es posible. A ese mundo hecho de letras y tintas. Y sobre todo, dejemos de una vez de ser turista para ser viajeros.

EDITORIAL

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Esta noche

Aprender a borrarse

EL TRAYECTO

Dos idiotas

ÍNDICE

poesía

CONOCIENDO A... Sir. Kiwi

CINE

MÁTAME A BESOS Que...

PASAPORTE DE PÁJARO

EDITORIAL

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La Paradoja del caos

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· 42 ·

· 49 ·

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Sobre las aguas

El viajero en el sillón de cuero

Memorias de un frenazo

El círculo

relatos

PARA LEER

EVENTO ARGONAUTA

MENTIR PARA VIVIR

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¿Se puede aprender a escribir?

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No tenía muy claro cuál era el camino correcto, todos parecían conducir al mismo lugar, y tam-poco vi a nadie que me pudiese indicar. Creo recordar que anduve bastante hasta encontrar mi destino. Una vez allí, a solas con todo mi pasado y los recuerdos adulterados por el tiempo y la indiferencia pareja, sentí que lo conocía de antes, al modo que se conocen los personajes de un sueño, de una pesadilla quizá: con una extraña mezcla de absoluta certeza y pánico, desam-paro ante lo impredecible.

No puedo explicarlo, pero el agua provocaba terror, al tiempo que atraía por su placidez estan-cada de lago y la promesa de una travesía sin incidentes, también sin emoción ni remedio. Era imposible refutar al agua, decirle que no o presentar resistencia. Mucho menos suplicar o llorar-le; ya no: de qué serviría arrepentirse de los pecados.

La canoa surgió de repente; ni siquiera la oí llegar. Tuvo que venir de la otra orilla, la cual podía divisarse desde donde yo estaba; sin embargo, no podría apostar nada: la lógica había desa-parecido y lo natural ya era lo otro. El remero resultaba siniestro por su porte y su indumentaria raída, diestro en su arte, magnético por su sabiduría callada. ―¿Adónde vas? ―preguntó de repente aquella voz desconocida. Su sonido me llegó de muy lejos, de un sitio apartado y maloliente que nada tenía que ver con la humanidad o la compa-sión, y el significado de esas pocas palabras fue rotundo e incontrovertible, demoledor. El tuteo, lejos de instaurar la familiaridad y la confianza, desató una especie de náusea corrosiva, cáusti-ca.

Inmóvil tal cual estaba, petrificado y desconcertado sin saber muy bien el motivo, comprendí con claridad que aquel viaje sería sólo de ida. Ante mí, donde segundos antes hubo agua, con-templé atemorizado una descomunal extensión negra inabarcable. ―¿Lo entiendes ahora? ―me preguntó de nuevo esa misma voz, con una entonación malvada que delataba la rutina y el desinterés por mi posible, hipotética respuesta: seguramente no sería distinta a tantas otras, a las de miles, millones de seres que pagaron con creces el pasaje de aquella nada solemne travesía sobre las aguas.

A pesar de todo creo recordar que respondí algo, no estoy seguro; ahora ya no le importa a na-die, eso espero y deseo. Después de aquello no volví a ver nada más: todo fue la oscuridad de un prolongado hundimiento en el olvido más profundo.

SOBRE LAS AGUASPor Fernando Garcia Maroto

IlustraciÓn de Emma Jimeno

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EL VIAJERO EN EL SILLÓN DE CUERO

Por ArÁnzazu MantillaIlustración de Shinda Kohi

Olor a piel añosa, papel apergaminado y luz polvorienta. Muebles de madera oscura, cuartea-dos bajo la pátina del humo asentado en cada grieta, cubiertos por una caprichosa orografía de mapas. Cuadernos de bitácora, brújulas y cachivaches indistinguibles y al fondo, junto a las cortinas a medio echar, el vetusto escritorio y el sillón de cuero al otro lado, dando la espalda a la esquina más sombría. En un hueco de la mesa, entre un atlas y un catalejo, una taza de café ya frío con restos de ceniza flotando en la superficie. Aun en los días más luminosos, el aire se llenaba de penumbra y parecía ahogar. En sus primeras visitas, de niño, Mateo se imaginaba que había bajado al más recóndito sótano de un museo lleno de fantasmas. Incluso él se sentía centenario, cómo si el tiempo hubiera girado y vuelto atrás, a la época de Julio Verne y sus aventuras recreadas cada noche al acos-tarse. Se quedaba mirando las partículas de polvo suspendidas en el haz de luz que atravesaba el espacio a su lado; su mente divagaba entre misterios y milagros hasta que un fuerte carraspeo, seguido de una tos de fumador, lo sacaba de sus ensoñaciones. Le costó varias tardes atreverse a mirarlo a la cara. Más tarde se preguntaría por qué.

El tío Ernesto tenía el aspecto de un viejo lobo de mar decimonóni-co, un Ahab superviviente a su destino, y su presencia al principio lo intimidaba. El cabello blanco alborotado en un oleaje tormentoso, el rostro surcado de pliegues de historias, los ojos glaucos apenas entrevistos bajo los párpados arriados. Mateo llegó a pensar que había un mapa del tesoro oculto tras el relieve de tantos dibujos marcados en la piel, que los años habían teñido de un cobrizo un tanto desvencijado, casi la misma tonalidad del cuero del sillón en que se sentaba. El sol y el viento, seguramente; la antigua alianza que curtió a aventureros y exploradores desde antaño para darles ese sello particular que los distinguía del resto, de los hombres comunes que sólo conocían el mundo a través de los ojos de quienes se atrevían a dejar la rutina atrás. Mateo soñaba con ser como ellos, una especie de híbrido entre Allan Quatermain y Robert Scott y descubrir territorios que hubieran escapado a cualquier cartografía existente, y cada vez que salía de aquella habitación estaba convencido de llegar a hacerlo. Todavía hoy, a veces, le parece sentir que se le llena la nariz de aquel aroma a oscuridad untuosa, con un toque ahumado, que le devuelve la visión de un hori-zonte de expectativas al alcance de la mano y una confianza absurda, fuera de lugar en la vida real. Por eso odia el mar, lleno de sueños sin cumplir, y la brisa marina que so-pla con los éxitos de otros mientras agita a su paso la frustración y la flaqueza, inmisericorde. Página 10

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Se sentaba en una silla de la cual, en los primeros meses, le colgaban los pies sin llegar al sue-lo. La espalda recta, los brazos doblados en ángulo recto con las manos reposando, flácidas so-bre las rodillas. Recorrido por un temor impreciso en el instante en que el tío Ernesto volvía ha-cia él sus ojos translúcidos, con aquellas tempestades tras ellos. «Ah, tú otra vez», solía decir, aunque no siempre estaba seguro de que lo reconociera, y luego devolvía la atención a lo que tuviera en las manos, un ajado mapa o un diario con las páginas amarillentas por lo general. No era tío suyo en realidad, sino de su madre, pero no había oído hablar de él hasta que fueron a vivir a la casa familiar. Nadie se molestó en darle explicaciones acerca del tío Ernesto o la nueva vida en común —sólo era un niño—, así que hizo sus propias deducciones sobre aquella larga ausencia que los había convertido en desconocidos y las razones de vivir todos juntos, aunque apenas se cruzaran unas pocas palabras al día. Cuando su madre se marchaba cada tarde a trabajar, Mateo no estaba seguro de a quién dejaba a cargo del otro en aquella sala

umbría.

Los silencios eran largos, sólo alterados por algunas toses roncas. El tío Ernesto fumaba sus cigarros con un recogimiento que tenía algo de religioso, de sagrada

ofrenda de aquel aromático humo a los dioses de la historia, igual de evanes-centes. Nunca lo vio beber el café de la taza con la misma fruición; daba tres

o cuatro sorbos rápidos y luego lo apartaba, sin terminar, para encender entonces un puro con lentitud ritual y darle una primera calada que pare-cía llenarlo de sosiego. Se echaba hacia atrás en el sillón y comenzaba a lanzar volutas de humo que Mateo miraba con respeto. Al acabar, se quedaba mirando en silencio la colilla, durante minutos que al niño se le hacían interminables, antes de tirarla a una escupidera de latón medio escondida entre la mesa y la cortina de la ventana.A Mateo jamás se le ocurrió interrumpir su contemplación por miedo a su ira, una ira que, hoy se da cuenta, no llegó a ver desatarse.

No fue hasta después de varias tardes mudas y abrumadoras, cuan-do el anciano pareció despertar de aquel letargo soñador y una vez terminado el puro, lo miró. Lo miró de verdad, fijamente, incluso con algo de sorpresa, como si la compañía de un chiquillo tembloroso no fuera lo que esperaba ver. Aquel día, la luz vespertina caracoleaba a través de la ventana abierta y acariciaba los contornos de los mue-bles con el toque mullido de un amante adormilado. Mateo se perca-tó de la irregular salpicadura de pelo crespo y blanco en la mandíbula del anciano, de pronto tensa, la barba inconclusa de un John Silver a media asta. Cuando le habló, a punto estuvo de saltar de la silla para salir corriendo escaleras arriba hacia el refugio de su cama.

—¿No tienes lengua, grumete? Esperaba algo parecido a un ladrido, no aquel sonido lento y felino que

le hizo abrir ojos y boca del modo más ridículo. El tío Ernesto se rió, en-tonces. Se rió largo rato mientras lo miraba con la burla desplegada a todo

trapo de lado a lado de la cara. Mateó enrojeció de bochorno.—Pues di algo, muchacho. No te quedes ahí callado como una virgen melin-

drosa.Mateo contuvo la respiración. Aunque no sabía a qué se refería el anciano, intuía

que se trataba de algo poco digno y, durante un instante, sintió el impulso de pro-testar por sus palabras. Fue otro impulso repentino, un extraño ramalazo de valentía, el

que lo empujó a contestar con una pregunta.

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—¿Por qué no me cuenta cosas de sus viajes? —Resopló, admirado de lo que para él era una tremenda osadía.Tras un breve titubeo, añadió:— Por favor. Eso pareció desconcertar al tío Ernesto, que se reclinó hacia atrás con los hombros tiesos has-ta apoyar la cabeza en el sillón. —Ajá —dijo solamente.El corazón de Mateo bombeó como un reloj de pared dando las doce campanadas en la noche de las brujas, ominoso. Dong, dong, dong… —¿Por qué no?La concesión lo tomó por sorpresa y sonrió. Su tío le devolvió la sonrisa, esta vez sin asomo de mofa o desdén, y de pronto abrió la escotilla y emergió una marejada que a punto estuvo de ahogar al niño en su vehemencia. Había un mar de mil historias contenido tras aquella aparente reserva que acababa de arrojarse por la borda. Y las fue contando todas. Durante doscientas setenta y tres tardes repartidas a lo largo de dos años, cuatro meses y diecisiete días, una cuidadosa cuenta que Mateo llevaba en un diario comprado con sus esfor-zados ahorros para registrar el recuerdo de aquellas sesiones en las que el tío Ernesto hilvanó retales de memoria con puntadas discontinuas. Mezclaba anécdotas gloriosas con detalles confusos, pero era tal la fuerza de su oratoria que cualquier resquicio de incertidumbre se des-vanecía pronto en el fragor de la aventura. Viajaron por todo el globo en travesías oceánicas que culminaban en recorridos por selvas sin transitar. Lucharon contra cazadores de focas de temperamento sanguinario en la costa más septentrional de Alaska y se defendieron de piratas somalíes en las aguas índicas, capturándolos para la policía internacional. Cazaron ballenas con los pescadores japoneses hasta que las leyes protectoras les convirtieron en perseguidores de aquel crimen. Naufragaron en un pequeño archipiélago perdido en el Pacífico y consiguieron sobrevivir en solitario hasta su rescate por un carguero holandés. Disfrutaron de la hospitalidad de isleños de costumbres desahogadas y de amoríos fugaces con sus mujeres. Desafiaron tormentas eléctricas en el Triángulo de las Bermudas, viviendo por algunas horas una calma chicha fuera del tiempo real. Pelearon a vida o muerte con una orca asesina que acosó, duran-te millas y días, su pequeño remolcador averiado. Nadaron con los delfines en las cristalinas aguas de Maracaibo convertidos en pescadores de perlas. Se adentraron en el río Amazonas para encontrar tribus ignotas de las que hubieron de huir a machetazos. Mataron a cuchilladas a un descomunal cocodrilo que interrumpió su baño junto a las cataratas de Iguazú y emula-ron a Magallanes rodeando el continente africano en un barco de vela. Cruzaron la selva para ascender al Kilimanjaro, conquistando por el camino la amistad de una familia de orangutanes. Fueron de cacería por las llanuras del Serengueti, guiados por un guerrero watusi que les en-señó a cazar leones con las tácticas de sus ancestros. Se reunieron en el Valle del Rift con una expedición de arqueólogos a la búsqueda de los antecesores del hombre. Cabalgaron con los tuaregs a la sombra del Atlas, a la búsqueda de tesoros místicos. Bailaron con los derviches en Estambul y rezaron en el templo de Salomón en Jerusalén. Eescaparon de una emboscada chiíta en tierras iraníes al dirigirse hacia Asia, recibieron la bendición del Dalai Lama a su paso por Nepal y se purificaron en las aguas del Ganges, incluso aprendieron técnicas ninjas en Ja-pón…

Fue el boomerang. Falta de práctica o, más bien, de espacio. Una habitación cerrada y atesta-da de objetos de todos los tamaños no es el lugar más adecuado para mostrar el funcionamien-to de un boomerang. Ilustrando su experiencia australiana, el anciano lo lanzó hacia la pared más alejada pero no supo calcular su trayectoria. Cuando lo vio pasar rozando los pelos de punta del chico, justo antes de estrellarse contra un chifonier y derribar la reproducción de una carabela y un sextante, su rostro arrugado perdió todo el color.

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Apenas se oyó una respiración gutural, aspirada, al desplomarse hacia atrás en el sillón.El cuero crujió al recibirlo. Todavía hoy, Mateo asocia el chasquear del cuero a la sensación de angustia que lo dejó atra-pado en la silla aquel atardecer de octubre. La luz purpúrea, la corriente de frío, la congestión en la garganta. Poco después del entierro, abandonaron la casa para trasladarse a un piso alquilado en la ciu-dad, muy iluminado pero también pequeño, donde Mateo tenía que dormir en el sofá-cama del salón en lugar de disponer de la intimidad de una habitación propia. Él hubiera preferido que-darse en aquel museo de recuerdos viajeros y, cautamente, se lo confesó a su madre cuando empaquetaban juntos las pertenencias del anciano, que también iban a venderse. —No podemos, hijo, la casa no es nuestra. —Respondió ella, mientras guardaba en una caja la pantalla de una lámpara confeccionada con una carta náutica, sin parecer afectada por des-prenderse de nada de aquello. —¿Entonces de quién es?—Como el tío Ernesto no tenía hijos, la hemos heredado sus cuatro sobrinos. Los demás me darán el dinero que me corresponde por mi parte y así podremos comprar un piso para noso-tros. Es lo mejor. Sonaba tranquila, optimista y en absoluto entristecida por la pérdida. Mateo no lo entendía, pero no insistió. Sólo al ver el catalejo que durante cada una de aquellas aventuras había permane-cido ante sus ojos, reposando sobre el escritorio o manoseado por las inquietas manos del tío Ernesto, sintió que le agujereaba el pecho una angustia diferente. No la quemazón del hielo por el terror ante la muerte, sino un dolor que hasta entonces le había sido desconocido, algo oscu-ro y prensil, como el tentáculo de un kraken que le apretara el pecho hasta dejarlo sin aliento. —¡Espera! —Su madre se quedó inmóvil, mirándolo con expresión preocupada—. Me gustaría quedármelo.—Claro.Mateo sostuvo el catalejo con respeto reverencial antes de llevarse la lente al ojo. Sólo vio la pintura agrietada de la pared, tan aumentada que sintió un mareo y apartó el visor. —Lo usaba en todos sus viajes, ¿sabes?No se esperaba aquella carcajada de su madre, dura como una bofetada.—Lo compró en alguna tienda de antigüedades o de segunda mano, como todo lo que almace-naba aquí —replicó, de repente seria—. Los únicos viajes que hizo fueron al sanatorio mental donde lo recluyeron por sus obsesiones enfermizas. No era peligroso, el pobre, pero nadie que-ría hacerse cargo de él. Por eso vinimos a esta casa, para que pasara aquí sus últimos años, porque sólo yo estaba dispuesta a cuidarlo a cambio de tener donde vivir. Nos hacía falta el dinero. No es que ahora nos vaya a sobrar, pero desde luego nos irá mejor. Vamos, sigue em-balando.Mateo contempló de nuevo el catalejo y parpadeó. Pensó en las manos que jugueteaban con él durante las largas historias, unas manos suaves, sin cicatrices ni más manchas que las debidas a la edad. Pensó en el bronce de su piel e imaginó el sol resplandeciendo, cada mañana, sobre el jardín de un manicomio. Después, en un gesto muy lento, lo depositó dentro de la caja, en el fondo, donde pudiera enterrarlo debajo de todos los mapas y trastos desvencijados, de su pro-pio diario, del polvo y del olor a cuero viejo.

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MEMORIAS DE UN FRENAZO

Por RubÉn FonsecaIlustraciÓn de Jaime Corujo

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Conducía siguiendo el orden contrario al establecido, con el amanecer siempre por delante, huyendo de la muerte, siempre al este. Mi coche era un Corolla de los ochenta, una auténtica antigualla a la que nadie veía el valor por ninguna parte salvo yo, por la cantidad de recuerdos que había adheridos a la carrocería, a la guantera, al aparato de radio, a los neumáticos casi lisos de tanto viajar. Aquel vehículo fue un regalo por mi dieciocho cumpleaños. En aquella época tampoco era una joya, pero podía ser la envidia de aquellos que estaban condenados a ir a pie o de paquete por las calles de la ciudad. La primera vez que arranqué y levanté el embrague fue un chute de adrenalina, la materialización de la libertad soñada, y a mi lado, en el asiento del co-piloto, estaba Mari, mi primera chica. Aquel año todo sabía a estreno; cambié de casa, de vida, empezaba a vivir. Nada hacía presagiar que se avecinaran desgracias y, de hecho, a mí no me sucedieron. Mari y yo rompimos en una cafetería, pagando cada uno su copa y deseándonos lo mejor entre dientes. Poco tiempo después ella moría en otro coche, siendo el copiloto de otra persona, sin atreverse a ponerse delante del volante. Me dijeron que Mari murió en un Seat Panda, negro como la noche, brillante. Cuando me notificaron la muerte de la que fue mi prime-ra chica, me imaginé su vehículo como un montón de chatarra y a ella como una muñeca rota, pero, por extraño que parezca, no sentí dolor y continué subiendo chicas a mi coche y las lleva-ba a la playa en verano en viajes de un día donde yo pagaba la gasolina. Julia apareció en uno de esos viajes haciendo autoestop; tuvo que subirse al asiento de atrás y mi copiloto la miró de arriba abajo con desdén cuando ella empezó a escoger las emisoras de radio y a cantar con las ventanillas bajadas. Si hubiera mirado por el retrovisor esa tarde que me puse a conducir en sentido contrario, habría fantaseado con la imagen de Julia, sonriéndome y guiñándome el ojo con picardía, su melena castaña alborotada con el viento y el sol reflejándose en las lentes de sus gafas oscuras. Pero no miré, porque esa tarde nada tenía sentido y el coche era ya de por sí un recuerdo bastante doloroso como para seguir hurgando en la herida. Julia empezó siendo un pasajero en el asiento de atrás, pero después se sentó a mi lado, y a veces me pedía condu-cir. Yo le preguntaba dónde íbamos y ella se encogía de hombros, asegurándome que pagaría la gasolina, como si eso importara. Muchas veces deseé saber a qué venía ese deseo suyo de conducir, pero disfrutaba viendo pasar la carretera con ella a mi lado, cuando lo que más de-seaba en el mundo era que el depósito nunca se vaciara, que dejaran de existir los semáforos, que no acabáramos en una calle sin salida. Pero siempre nos deteníamos. Julia escogía un descampado y echaba el freno de mano. Después se recostaba sobre el asiento y contemplaba el paisaje; yo seguía su mirada con un millar de preguntas de las que era consciente que jamás tendría respuesta. «¿Alguna vez has deseado ir hasta el fin del mundo?», me solía preguntar con un susurro cálido, nuestras manos entrelazadas sobre la palanca de cambios. Cuando decía eso jugaba a ponerme filosófico. «¿Qué es el fin del mundo?» y ella me miraba con los ojos achinados, una sonrisa asomándose a los labios y me daba un cachete cariñoso. Cambiábamos de asiento y yo conducía de vuelta a casa; dejaba a Julia en la suya, un bloque de apartamentos altísimo. Igno-raba cuál era su ventana, solo conocía su puerta. ¿Para qué quería más? A veces la besaba en un garaje, frente a un parque o en la puerta de su casa. Le decía que la quería y ella siempre ponía esa media sonrisa que daba a entender que nunca me creía. «¿Conducirías conmigo hasta el fin del mundo?», me susurraba, poniéndome a prueba. Terco como siempre, insistía en preguntarle qué era para ella el fin del mundo porque para mí ese lugar no existía; siempre había un camino que recorrer. «Siempre escoges la respuesta equivocada», me regañaba con ternura, mordiéndome el labio superior, amándome sin decir que lo hacía. «Conduciría contigo hasta el fin del mundo», pensaba la tarde en la que decidí circular en sentido contrario, con el amanecer siempre delante, dirección este. Después de cinco años con mi viejo Corolla, quise cambiarlo por un vehículo mejor, mo-derno, que rugiera al acelerar y que no temblara como si fuera a deshacerse cuando fuera por

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carreteras mal asfaltadas. Cuando se lo dije a Julia, se enfadó. «¿Qué tiene de malo tu coche? A mí me gusta». Con paciencia le expliqué que podía fallarme en cualquier momento; tenía muchos kilómetros encima, unas cuantas abolladuras y no pensaba gastarme más dinero en él para pasar la ITV. «Este coche aguanta lo que le echen», insistió, terca como ella sola, pero dulce, muy dulce. No había nada más embriagador que sus besos, con los que podía conven-cerme sin problemas de que la tierra era plana y el sol giraba alrededor de ella. Seguimos con el Corolla, una decisión que se mostró acertada. Sin embargo, nuestros caminos tenían que torcerse tarde o temprano, y el destino escogió separarnos de la forma más dolorosa, ni siquie-ra llegué a saber en su momento que me despedí de ella una tarde lluviosa de octubre, con el sol rompiendo las nubes y el arcoíris asomándose con timidez. El último viaje de Julia no fue en mi Corolla; tampoco en su coche. Ella nunca pensó en comprarse un vehículo propio; le bas-taba viajar conmigo y pedirme el volante siempre que quisiera conducir hacia el fin del mundo siguiendo la carretera, cuando yo miraba alternativamente al paisaje de la ventanilla y a ella, tan hermosa como una joya encontrada por azar en medio del camino; el mismo azar que la cruzó a ella con la muerte, que detuvo su corazón en medio de un paseo por el parque, rodeada de niños inocentes, que tal vez empezaron a creer en las desgracias cuando la vieron flaquear a ella, joven y aparentemente saludable, aunque maltrecha por dentro, con un corazón enfermo que le impedía decirme que me quería. ¿Dónde está el fin del mundo? Qué pregunta tan complicada. Después de aquella tarde lluviosa jamás volví a ver a Julia. La esperé durante horas y horas en mi Corolla a la puerta de su casa, pero nadie se sentaba a mi lado en el asiento del copiloto, nadie me pedía el volante y la posibilidad de recorrer cientos de kilómetros sin un destino fijo. Al final, me atreví a ir hasta el portal y llamar al timbre. Fue entonces cuando me confesaron la amarga verdad a pesar de que no me conocieran. Hablé tanto de Julia, que creyeron sin lugar a dudas que la quería y volví a mi coche con el amargo consuelo de que Julia también tuvo que saberlo. Poco después golpeé con saña al volante al darme cuenta de que quien no estaba seguro de ser amado era yo; no ella. Su corazón jamás se abrió a mí, me evitaba. Los besos podían ser sinceros, pero faltaba en ellos la palabra que prendiera una chispa de magia. «¿Conducirías conmigo hasta el fin del mundo?» Tardé dos años en hacer esa pregunta. En ese tiempo, me compré un Peugeot 306 y viajé sin ton ni son, cogiendo a más gente que hacía autoestop, aunque nunca permití que nadie volviera a hacerse al volante y me llevara por dónde él, o ella, quisiera. Julia había sido la única que había tenido derecho a eso, solo ella podía confundirme llevándome hasta el fin del mundo. Por eso, cuando quise reencontrarme con Julia, un día en el que las dudas empezaron a ser insoportables, saqué mi Corolla del gara-je y empecé a conducir en sentido contrario, con el amanecer siempre de frente, hacia el este, buscando el dichoso fin del mundo. Tenía que detenerme en gasolineras destartaladas a repos-tar, comer de malas maneras en estaciones de servicio, pero desde que empecé el viaje jamás me arrepentí de haber arrancado por última vez mi Corolla. Mi única pena era no tener a Julia a mi lado, no haberle dicho nunca que iría con ella hasta el fin del mundo, no haber ido a su fu-neral, no haber pedido la dirección de una tumba sobre la que llorar. Sin embargo, había un fin del mundo y mi esperanza era que allí pudiéramos encontrarnos de nuevo y, mientras conducía hacia ese destino, encendí la radio y sintonicé las mismas emisoras que Julia me había pedido el día que la recogí haciendo autoestop, canté las canciones que ella había cantado y contem-plé el horizonte con la misma media sonrisa con la que me había enamorado. Quizás a alguien le hubiera gustado saber si alcancé el fin del mundo, si me reencontré con Julia, si me animé a recoger a alguien haciendo autoestop, si mi Corolla resistió aquel últi-mo gran viaje. Lamento decir que Julia era la única que tenía las respuestas a esas preguntas.

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EL CÍRCULOPor GastÓn Zampar

IlustraciÓn de BYTHEPAIN

Y ahí estabas vos, con tu valija de sueñitos de colores, tu buena energía y un sabor agridulce en los labios, mitad té de cielo, mitad cigarrillo, con todo tu elocuente misterio de dama anti-gua enlazado en un cuerpo del que todo arquitecto estaría orgulloso, los pasajes del vuelo sin escalas que nos observaron callados desde la mesita de luz mientras hacíamos el amor y, por supuesto, un compilado de historias acabadas de Buenos Aires te ama, de besitos de ocasión. En el regazo, un Cortázar elegante haciendo juego con algunos acordes medio gastados que colgaban de la punta de tu oído, “cada vez que pienso en voz fue amor”. Do mayor, séptima agregado y la respiración lenta, casi razonada, prolongando esa despedida, paladeándola, bus-cándole suavidad en cada una de sus violentas aristas.

Y ahí estaba yo, deshecho del camino, los zapatos gastados, como siempre un poco despis-tado y desaliñado, algo aniñado con ojos de humo y estrenando despedidas. La sonrisita lige-ramente de lado, marcando los hoyuelos y Philip Morris, relajado, cayendo de cualquier manera sobre los labios. Un historial de silencios cómodos y las penitas del último mes deslizándose por los dedos, apretados en una manita más pequeña, aunque quizás, más madura. Tic-tac tutuc-tutuc, segundos y latidos, silencios y maletas. Y el círculo. Un círculo pequeño, estático y difuso, de bordes disueltos, rodeándonos sin hacer caso del movimiento histérico y estridente de la terminal de Ezeiza. Adentro, todas las canciones que en la progresión de los días nos supimos regalar, todas ellas tristes y una más, apenas una melodía, gestándose, au-to-componiéndose de momentos, dependiendo de las palabras que aún no se decían y se esta-ban haciendo de rogar. Esperando con calma que le diéramos una definición y una resolución, que le imprimiéramos una sensación agradable o la misma tristeza de las demás.

Como siempre, arrancaste vos, mientras yo pensaba que los silencios componen a la música tanto como el sonido. —¿Y? ¿Entonces?. Nos miramos a los ojos durante algún tiempo, sonriendo. —¿Qué es lo que esperas que te diga? —Dije sin dejar de sonreír, haciendo abuso de mi frase habitual para escapar por la tangente, cuando me arrinconan entre la realidad y mi mutismo.—No se, algo. —Le dijiste a un par de ojos fijos, clavados en los tuyos mientras te interrumpía un altavoz irrespetuoso y resentido, demandándote a moverte. Sólo pude atinar a abrazarte. Sentir el aroma de tu pelo y decirte algunas palabras al oído, rogando que no las oyeras por temor a arruinarlo todo. —Hasta siempre… Y comenzaste a moverte, y la terminal junto con vos, y yo estático pensando en lo difícil que es despedirse cuando el camino recién empieza. No dijimos ni “te quiero”, ni “voy a extrañarte”, ni “espero volver a verte algún día”. Simple-mente dejamos al silencio componiendo, armando matices de un tema en el que sobran las pa-labras. Sin embargo, aunque estabas de espaldas, sabía que te ibas con una sonrisita pegada, algo ladeada, un poco despistada y desaliñada pero con hoyuelos.

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MÁTAME A VERSOS QUE...

por Sandra Carbajo BuenoFotografías de Tania Cervera

No huele a mar. Huele a asfalto y calor madrileño. Miro por la ventana y no sien-to humedad en mi piel. Asomo la cabeza y tan solo veo casas, el campanario de la iglesia del pueblo y la vegetación de la sierra madrileña. Estoy sentada fren-te al ordenador a la espera de que Kris León conteste a mis preguntas. Ella en mi segunda ciudad, Málaga. Yo en mi primera, Madrid. 500 km y un ordenador que nos permite conversar (casi) como

si estuviéramos mirándonos a los ojos. Maravillosa era digital. Bendita tecnolo-gía que hace posible una entrevista, es-tas letras, este “espacio de Argonautas” donde hoy escribo y ustedes, por su-puesto me leen. El escaparate inmenso que permite compartir lo que hacemos, como lo describe Kris. “Un lugar donde hay que estar de manera más o menos activa”. Aquello que crea marca perso-nal.

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Kris León es pequeña. De hecho, su nombre en la red de los 140 caracteres reza @diminutayazul. Ella al igual que el buen perfume y casi todas las cosas que merecen la pena en esta vida, es de ta-maño “chico”. Sin embargo, no os imagináis lo grande que es subida a un escenario. Y no digo ni parecer ni aparentar. Ella es el verbo ser cuando recita. Aún recuerdo la primera vez que la escuché. Nos encontrábamos en Ma-ría Pandora, un lugar con encanto estrafalario cerca de la madrileña calle Bailén. ¿El motivo? La Barra libre de poesía que Kris se encarga de organizar mensualmente. Versos y música se unen para concebir un espacio donde las letras son magia. Mientras ella me confiesa a través del mundo 2.0 que no es capaz de vivir sin la poesía, la visualizo detrás del púlpito desgarrándonos el alma con sus versos. “Lo que pesa es la duda,/ el constante interro-gante/ de saber si volverás, /si volveremos a ser”. Que le permite decir más allá de lo que puede explicar en el día a día. “Estoy sola/porque ni siquiera estoy conmigo./Repito dó-cilmente/ todo aquello que supone saberse con vida”. Que le ordena, libera, y en muchas ocasiones se convierte en su herramienta de búsqueda. “Ahora sí:/ Bienvenidos./ Quíten-

se los sentimientos/ antes de entrar/ para no mancharme el suelo./ Como pueden ver,/ todo lo que tengo/ está fuera de mí”. Kris es pasión e ilusión. “Soy una fábrica de sueños, tengo uno nuevo sueño cada día. Principalmente, poder vivir de la cultura, que es lo que me da vida”, me reve-la. Licenciada en Periodismo y postgrado en Gestión Cultural, actualmente continúa pulien-do su motor vital al hallarse cursando estudios de organización de eventos culturales. Puesto que el movimiento se demuestra andando, Kris León está inmersa en varios proyectos entre los que destacan La Rebotica, una asociación cultural de músicos y poetas; el grupo literario Noventa Trastos cuya base es cualquier tipo de desvarío artístico y los ciclos de Barra libre de poesía. Sin cesar de hablar sobre futuros, el más cercano presenta noviembre como el mes en el que su ansiado poemario cobrará vida. Además, Noventa Trastos maquina una nueva enajenación antes de lo que ustedes imaginan. Y como toda pasión... Kris es anarquía. “Soy muy desordenada para escribir. Acumulo frases en el bloc de notas del móvil, en el or-denador, en libretas… que luego toman forma, encuentran su espacio y tienen sentido”.

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Una anarquía que se expande a su manera de recitar. “Soy un caos con patas”, escribe. No puedo verla pero imagino su cálida sonrisa al otro lado de la pantalla. “Siempre elijo lo que voy a leer en el último momento, según lo que sienta ese día, el público que haya y lo que me apetezca expresar”. Amante de Julio Cortázar, Andrés Neuman, Vila-Matas, Ray Loriga o Javier Marías y como no, de poetas de la talla de Machado, Ángel González, Gil de Biedma, Antonio Lucas, Mark Strand, Pizarnik o Anne Sexton, confiesa que sus libros favoritos son Rayuela (Julio Cortá-zar) y Siddhartha (Hermann Hesse) “porque en su momento me cambiaron, fueron un punto de inflexión . Kris es sencilla. El día perfecto reside en ami-gos, cerveza y buena música. Adora los con-ciertos, la música en directo, la literatura y la gente auténtica. Odia que gratuito parezca ser una cualidad intrínseca a la hora de trabajar en el arte y la cultura, el peloteo que en multitud de ocasiones, está ligado al mundo artístico, los prejuicios, la soberbia y los gritos. Admira a la gente que supera sus miedos, a las per-sonas creativas y luchadoras, a sus amigos y a sus padres. Kris encuentra la inspiración en

lo que sus ojos observan a diario y se siente plena cada vez que subida a un escenario, consigue remover por dentro al público. Esa sencillez. Esa pequeña sencillez además es lo que le permite reconocer su verdadera obse-sión: “La búsqueda del hogar. Una forma de sentir que voy acercándome a lo que soy, que estoy llegando a casa”.

Kris deja de escribir. Ya no contesta a mis preguntas porque nues-tra charla virtual ha acabado. No hay dos besos de despedida ni un dulce “hasta pronto bella”. Matices que la red (por suerte) no pue-de recrear. Por eso, yo prefiero imaginarme en la malagueña calle Larios, mientras Kris León recita aquel verso de Pizarnik que tanto le ob-nubila. “Condenándome a la eterna búsqueda de un lugar de origen”. Con garra, con suavidad. Y entonces alejada de mi Madrid y cerca del Mediterráneo boquerón, pienso “mátame a versos Kris que yo, por supuesto, me dejo”.

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Esta nochese hará inmortal la luna,

en el iris apagado del planeta,en sus calles huecas,

en sus ventanas,en las mudas cerraduras

de las puertas.

Si quieres, volaremossobre alguna estrella

de crines amarillas,sin alas ni nombre,

arrodillaré la ciudad ante tus ojos,y este día será nuestro

para siempre.

Esta noche,ataré a tu pelo mis pupilas,

para no perdertepor oscuro que se vista el cielo.

No te dejes engañarpor el amanecer,

es tan sólo una quimeraque pretende

que dejemos de soñar.

Esta nochese hará inmortal la luna,

harta de morir de madrugada.

ESTA NOCHEPor IVÁN ROMERo

IlustraciÓn de ABY CALEIDOSFÉRICA

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Nunca te llevaré a Parísporque allí ya fuiste con otrosque te contaron otras mentirasbajo la luz de cualquier farola.

No cenaremos en el Senaa bordo de un barco blancolleno de velasni te haré el amor con la miradacuando el violinistainterprete su mejor pieza.

No te pediré matrimonioni tiraré la llave al aguade un candado cerrado en cualquier barandillacon nuestros nombres.

No pienso escribirte poemasni usarte como musa,no voy a decirles a todosque eres la mujer de mi vida.

No pienso alquilar un avionetani saltar en paracaídascon un letrero enorme que diga“me tiré por ti”.No te garantizo una casa de mil me-trosni un coche de lujo,disculpa las molestiassoy de Carabanchel, conduzco un Clioy mi cuenta bancariasiempre tiende al rojo.

Pero si después de todo me aceptashay dos billetes debajo de tu almoha-daun pasaporte de pájarodesnudo de piel y fronteras.

Yo ya tengo hechas las maletas,vuelo directo sin escalaspreparado para ser el viajero perfectoen un trayectoque siempre empieza en ti.

EL TRAYECTOPor ÓSCAR SEJAS

IlustraciÓn de JOSE MANUEL DEAN

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Aprender a borrarsees sólo el principio,

por eso nunca hay final;por eso si los vencejos vuelan dormidos

despiertas describiendo círculos,por eso si la dama se esconde

eres noche cerrada.

APRENDER A BORRARSEPor RAFAEL INDI

IlustraciÓn de JAIME SANJUAN OCABo

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Forastero ante el propio septiembre que cose las manospara impedirte sonreír a los ángeles, asesinos de kiló-

metros muertoso raíles perdidos.

Como un pianista baila un as de picas y sacude la lluvia de sus dedos.

Sin viaje de vueltaen el tren sobre el agua,

[camino = destino]guardando viajes iniciales

con disimulomientras cruzas la novena estación.

Nunca hay final,y esto es sólo el principio.

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Eran dos imbéciles,dos versos que rimaban,el mínimo común múltiplo

de nada,Dos idiotas a color

en un mundo en blanco y negro,dos paréntesis,

cerrados,vacíos,

una pausa en el eterno movimiento.

Una verdad fuera de duda.

Dos imbéciles,un alma

que habitaba dos cuerpos,eran dos contra todo lo demás

y vencieron.

Por IVÁN ROMERoIlustraciÓn de alfredo García

Dos idiotas

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EVENTO ARGONAUTAPágina 30

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Fotografías de Mar Argüello Arbe

Espacio cedido por La Marabunta

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Un cadáver exquisito es, en origen, un juego de creatividad por el que mediante la unión de palabras que sugieren una única imagen, terminan surgiendo muchas más.

Se juega entre un grupo de personas que escriben o dibujan, por turnos una composición en secuencia.La persona que tiene el bolígrafo en la mano sólo pue-de ver la última palabra escrita o el último fragmento trazado por su antecesor para evitar todo límite crea-tivo.

En resumen, los jugadores combinan ideas e imágenes agregando elementos que pueden o no pertenecer a la realidad.

Nosotros, junto a todos los asistentes a la presentación del N#01 de la revista, decidimos lan-zarnos sin miedo al papel en blanco, armados has-ta los dientes con bolígrafos, lápices de colores y rotuladores y jugar.

Las siguientes páginas, contienen los cadáveres más exquisitos habidos y por haber.

Gracias Argonautas.

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—¡A las buenas, caballero! —Dijo un estrafalario hombre nada más entrar en la polvorienta tienda de animales del bueno de Joe—. Entre lo que veo, vivo y sueño, no encuentro lo que quiero, quizá se lo llevó el viento a algún rincón de la polvorienta tienda…—¿Pero de qué hablas? Aquí sólo tenemos animales. No tenemos ni vidas ni sueños, pero sí seres exóticos con patas impares.—Sólo compraría algún animal que me proporcionara el amor y la compañía que tú no llenas en mi vida.—Quiero que tengas un compañero fiel, o una compañera que no te juzgue, que sólo esté en todo momento a tu lado. Eso te lo dará un animal.

“Animal, mineral, vegetal… ¡A mí qué más me da! Yo sólo quiero un abrazo, y este capullo no me lo da. Me parece que para estar aquí, mejor sería volver al mar para nadar en soledad.”

—El simple hecho de respirar su aliento en tu nuca, de sentir tu pelo erizar, y… sonreír, el imaginar su roce ahora y nunca.—¡¿Nunca?! Nunca es demasiado tarde, no llegaré a nunca. Lo quiero ya. El amor sólo existe en este instante. Y quizá nunca más vuelvan a brillar como lo hacen ahora tus ojos, tus labios, tus sonrisas. Así que basta de excusas.

Silencio, coño. Tan solo cierra los ojos y recuerda su aroma. ¿Ya estás en casa?No hay fórmula ni guía para saber cómo vivir; vive y descúbrelo por ti mismo, merece la pena. Siempre. Lánzate, déjate llevar. Nunca sabrás qué hacías allí si no vas, si no te mueves. Despierta en un mundo distinto. Cambia tu vida y sé feliz.Pero sobretodo, échale aceite a la sartén, que sino, la tortilla se te pega.Como también lo hacen sus buenas y malas costumbres, su forma de mirar, de estornudar, de bostezar y otras tantas formas que te enamoraron cada amanecer…Porque la única pega, alfinal, es no haberte conocido antes. Sí, a ti, o a esa parte de ti que nunca me dejaste ver, pues tu luz era tan fuerte que me ce-gaba. Y anduve a tientas tantas noches que… dejé de ver las calles, las para-das de metro, y comprendí que todos los caminos no llevan a Roma, llevan a donde seas capaz de soñar. O imaginar, de motorizar-te y saber gestionar tus vulnerabilidades…

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PASAPORTE DE PÁJARO

Por Sandra Carbajo BuenoFotografías de Mar Argüello Arbe

Aquel primer viernes de julio no había sido mi día estrella. Más bien estrellado que comparte raíz pero no significado. Llevaba semanas sin encontrar hueco para él y eso me atormentaba. Quería entrevistar a Óscar Sejas. Sin embargo, el caos al que llamo vida, no me lo per-mitía. ¿Qué estaba ocurriendo? Tras un vaivén de afirmaciones y negaciones, concretamos día, hora y lugar. Viernes 4, 19:30 h en el Oso y el Ma-droño. Yo para variar, corriendo y tarde. Mar, el ojo que da vida a mis letras, y

Óscar esperándome con estoicismo. Infinita paciencia la suya. Cruzamos la atestada Puerta del Sol 30 minutos des-pués de la hora pactada. Podía imagi-narme la bola del reloj gritándome ¡tar-dona! ya que de sus bocas, reproches ninguno. Continuamos bajando la calle Arenal esquivando a los turistas que enmarcan estos días el centro neurálgi-co. Ópera, Teatro Real, el Palacio, sus jardines. Y allí en un banco de piedra, nos sentamos para comenzar al fin, la entrevista.

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Óscar nervioso miraba el objetivo.Tal vez buscando el sosiego que transmi-te Mar. Tal vez porque toda situación nueva causa incertidumbre y él nunca había sido entrevistado. ¡Apunten! Fuego. Primera pre-gunta. ¿Qué es literatura para ti? Contragolpe. Primera respuesta. “Una forma de reflejar el día a día, de dejar escrito lo que te pasa por la cabeza, lo que sientes. Una forma de confesar lo que vives y dejarlo plasmado”. Insisto. ¿Y la escritura? De nuevo, recibo. “Es crear literatu-ra”. Tocada y hundida.

Óscar Sejas es el mensaje en la botella, los aviones de papel, los barcos que navegan a la deriva, el ave que planea alto. Una mente des-pierta en continuo movimiento. Fugaz, creati-vo, musical. El marinero que jamás ha dejado de ser. “A veces no sé por qué ni para quién escribo. Pero parece ser que a fin de cuentas escribo...”, declara su perfil virtual. Sencillo, transparente y directo. La primera persona es su sello de identidad y la canción de autor su influencia más clara. “Mi forma de escribir en prosa siempre ha sido muy poética”, advierte.

Por ello, presionar “el enter” no supuso una salto al vacío, sino más bien un paso hacia la plenitud. Juntaletras desde que aprendió a escribir y lector voraz de cualquier género literario. “Mis padres eran socios del Círculo de lectores y cada dos meses había que consumir obligato-riamente un libro”, bromea. Serio pero alegre. Irónico y sarcástico. Soñador y alocado. Cons-tante pero con los pies en el aire más que en la tierra. Los libros de autoayuda le producen casi la misma animadversión que Jorge Bucay y halla en Manolito Gafotas, al responsable de sus primeras confesiones ante una hoja de papel.

“Manchando diarios” como le gusta decir. De familia lectora pero sin más escritores que él, se inspira en el día a día sin tratar de imitar a nadie. “Si no lo he vivido, no puedo reflejarlo. Puedo imaginarme ciertas cosas al leer en los periódicos pero historias diferentes a mi vida, no”, me confiesa. Quizá por ello, sus letras se claven directamente en los órganos que emo-cionan, recordando en ocasiones, a (mi) gran Benedetti. Disfrazado de informático cuarenta horas a la semana, abandona la rutina de los binomios por los recitales, los conciertos y los mircros abiertos, algo más algebraicos. Le apasiona la música, el ciclismo y las artes marciales.

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El niño de Carabanchel conquistó el pódium del Kenpo español con 15 años. El alta mar, su experiencia vital y Utopía en días rojos, la libertad para este pájaro cuya meta consiste en no perder su esencia. Esa que hace que escriba rápido sin apenas revisión y siempre acompañado de una cerveza.A pesar de vivir el “detrás del escenario”, de observar todo aquello que contamina al arte, no concibe su vida sin todas esas pequeñas cosas que le hacen feliz. Sencillas, inocentes, espontáneas. entre las que se sitúan sus ami-

gos a los cuales admira profundamente. Su espíritu de ave, cansado de ser hombre, provoca que no cese de crear, de organizar, de enfrentarse a él mismo, a lo que le aterra. Parafraseando a Groucho Marx, Óscar tiene muy presente aquello de “más vale ser callado y parecer idiota que abrir la boca y despejar toda duda”. Y así, con el Madrid de los Aus-trias de escenario, el sr Sejas consigue que mi día estrellado, brille y se transforme en un caos ordenado al que yo sigo llamando vida.

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Para leer

Vivir en estado de viaje

Las señales que hacemos en los mapas. Laura Casielles. Libros de la

Herida. 2014

Por poco que se conozca la poesía de Laura Casielles es fácil darse cuenta de que esta escritora sabe lo que es viajar, ese desplazarse a través de un lugar desconocido. Pero des-pués de leer Las señales que hacemos en los mapas queda claro que lo que sabe de viajes va más allá del sentido físico de la palabra, como queda clara la generosidad con la que comparte esos retazos poéticos de su experiencia viajera.El libro es un recorrido por Marruecos en el que las observa-ciones intimistas sobre los paisajes, las personas y la vida, siempre coloridas, a veces llenas de sensualidad, como el poema «Gacela que de ti vienes», hermoso desde el principio hasta los versos que lo cierran: «Porque estás aquí siempre / cabe el viaje / y cabe el canto», se entrecruzan con un pen-samiento más social que abarca desde los orígenes: «ser de un lugar es ser de capas arqueológicas», los prejuicios, las fronteras, materiales y figuradas: «¿Qué es un dragón? ¿Quién fue el primero / que juntó las letras que dicen ten cuidado?», hasta episodios de la historia más reciente de Marruecos, como las protestas del 20 de febrero de 2011, reflejados en varios poemas en los que la crítica y la belleza se alinean a la perfección, como en «Hoja perenne versus los nombres del poder»: «Llamadnos todos los nombres del año. / No nos llaméis jardín». Tampoco faltan las reflexiones sobre el lenguaje, constantes en la obra de Laura Casielles, sobre el idioma y la comunicación. ¿Qué más se le puede pedir a la poesía?En Las señales que hacemos en los mapas se reflejan los momentos de placer y los momentos de desconcierto que acompañan a todo viaje. «Cuando nos entre la nostalgia quizá sea con-veniente recordar / que también de aquí / —algunos días— / queríamos irnos», nos dice sabia-mente.En las palabras de Laura Casielles no solo leemos su viaje, también viajamos por nosotros mis-mos, cumpliendo con lo que decía Gelman. Las señales que hacemos en los mapas es un tra-yecto circular guiado: «es urgente decidir / hacia qué lado queremos tratar de inclinar / la balan-za de las palabras», pero también es arborescente, puesto que se trata de poemas con raíces, llenos de referencias textuales, geográficas, históricas, y con ramas crecientes que florecen y dan frutos y del que somos invitados a participar.Al conjunto de poemas que componen Las señales que hacemos en los mapas le acompañan un texto fascinante que complementa el sentido de este viaje: «La historia desde el punto de vista de los nómadas», y una invitación para visitar en la web enlosmapas.net las extensiones

Por Laura R. García

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del libro, otros textos de Laura Casielles que giran en torno a la misma idea. La edición incluye siete postales con obras visuales de la autora.Vivir en estado de viaje, como explica en un poema epílogo, es mucho más que viajar.

Llegar al fondo de la humanidad

«La muerte olía dulce entonces, pensó». Así comienza El corazón de Livingstone, ganadora del 44º Premio Ciudad de Alcalá de Narrativa, con una contundencia que se mantiene intacta hasta el final; se trata de una historia que nos sumerge en un espacio en el que so-mos extraños, pero no mucho más que los seres que lo habitan. Amalia, la protagonista, lo sabe bien: «Paquito no era de verdad, ella tampoco. La gente de verdad da los buenos días, no teme poblar el mundo y si pisa una mierda compra un cupón de los ciegos». Los personajes de esta novela viven en un lugar mítico, como los Buen-día en Macondo o Pedro Páramo en Comala: «¿Cuál es el colmo de una ciudad dormitorio? ¡Llamarse Camas! (risas y aplausos enlatados) ¿No es gracioso, señoras y señores? Camas, la cicatriz de una herida que se extendía desde la vega del Guadalquivir a la cornisa del Aljarafe. La expresión geográfica de mi desarraigo» y siempre mantienen sus puertas abiertas para el lector. Hasta el punto de hacernos partícipes de sus miserias más profundas. La muerte, la sor-didez o la soledad son paisajes habituales en El corazón de Livingstone. Imposible acercarse con indiferencia: el poder absorbente de esta lectura es considerable. La narración consigue mostrarnos un complejo entramado de relaciones que se mueven en la distancia y en el tiempo, esos resultados causales de los secretos y los tejemanejes de aquellos que llegaron antes que nosotros y que son parte de nuestra raíz invisible, y nuestra percepción de la realidad siempre sujeta, para bien y para mal, a la experiencia y a los sentimientos. Un ejemplo escrito con maestría, a pesar de tratarse de una escritora novel, de cómo la Historia y las historias se cruzan y se anudan de manera constante. El corazón de Livingstone puede parecer un viaje, el de Amalia, de la Sevilla de la Transición al Búfalo actual, pero es un viaje a la sustancia humana. Eso, como puede intuir cualquier explo-rador, por poco avezado que sea, es una aventura en la que se encuentran bestias, espacios oníricos y leyendas increíbles. «¿Quién o qué podrá aliviarme durante el resto de mi vida de la lucidez, del dolor, de la humillación, de la vergüenza que me produce la ceguera con la que he transitado por mi destino?», se pregunta Marga Casanova, otro de los personajes de la novela (mejor que no sepan nada de ella hasta que tengan el libro en sus manos): las reflexiones pun-zantes que Aurora Delgado comparte con los lectores nos sitúan, sin ambages, frente al olvido, la mentira, el miedo y el dolor, pero también nos recuerdan la fortaleza para seguir adelante a pesar de todo y el coraje para cambiar de vida. Prepárense porque la expedición les llevará lejos. Es posible que cuando regresen del viaje ya no sean los mismos. Sin ir más lejos, la que escribe termina de redactar esta reseña oyendo chicharras de fondo, ante una ventana que muestra una imagen quemada por la luz de medio-día del sur en verano y no queda más remedio que saborear de nuevo el dejo más bien amargo de la historia, pero con gusto.

El corazón de Livingstone. Aurora Delgado. Libros de la Herida. A la venta en octubre de 2014

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CINE

Yo soy postapocalíptico, ¿Y tú? ¿Quién no se ha sentido un poco postapocalíptico en algún momento de su vida? ¿Quién no ha disfrutado, aunque solo fuera en el recóndito mundo de las neuro-nas, viendo el mundo arder? Es cierto que a ninguno de nosotros nos gustaría vivir en el cielo perpétuamente cubierto de ceniza, pero hay momentos en los que uno tiene la necesidad de ver cómo serían las cosas si un buen día se detonaran tres o cuatro bombas nucleares o un gobierno totalitarista se hiciera con el control de todo el mundo. Por suerte, existe un invento llamado cine que nos permite vislum-brar esos mundos sin tener que sufrir los inconvenientes de la lluvia radioactiva o de un toque de queda excesivamente restrictivo. Las hay en abundancia y de di-versa índole, tantas como maneras de destruir el mundo, pero hoy me centraré en una particularmente cruda a la par que verosímil: “La carretera”, de John Hillcoat.

Hay algo en los parajes grisáceos de esta película que remueve por dentro al especta-dor. Muestra un mundo descarnado, duro, extremo. En él hay bandas de caníbales que devoran niños y hombres. La tierra ha sido tan es-quilmada y saqueada que ya apenas hay recursos para sostener a los últimos supervivientes. El sol es un recuerdo del pasado y la ceniza cae del cielo sin descanso. La tierra está envuelta en un manto frío y los ríos bajan contamina-dos. No hay animales y los árboles hace tiempo que se secaron. En un mundo como este, un padre y su hijo emprenden un viaje hacia el sur en busca de un lugar mejor, una suerte de tierra prometida. El viaje es arduo y desesperante. Solo tienen la interminable carretera como punto de referencia en un vasto país que ya no es siquiera la sombra de lo que había sido.“La carretera”, más allá de los detalles puramente postapocalípticos, tal y como ocurre muchas veces en las obras de ficción especulativa, empuja al ser humano a enfrentarse

Por Iván Rúmar

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a un terrible dilema: sucumbir a sus instintos más oscuros o luchar contra ellos. El verda-dero viaje que emprenden padre e hijo no es otro que uno en pos de la bondad humana, de la inocencia. El padre es un guardián que preserva “el fuego” de la oscuridad, que se aferra a la carretera como si se aferrara a uno de los últimos vestigios de la humanidad. Que busca un lugar donde esa brizna de bondad humana casi extinta, encarnada por su hijo, pueda sobrevivir, aunque parezca que el mundo se ha entregado sin reservas a la maldad.

La obra homónima de Cormac McCarthy, en la que se basa el film, encierra un pesimis-mo y un asfixiante desasosiego que la película no es capaz de transmitir en todo su es-plendor. La fría narración, los paupérrimos diálogos y el abundante léxico para describir de mil y una formas el apocalipsis que deben presenciar los protagonistas, ayuda al lec-tor a sumergirse en un mundo más tenebroso y ceniciento que el del film. Explora más si-tuaciones que la misma pues, como en todo resumen, se pierden los detalles, pero como adaptación funciona a la perfección y sabe captar la esencia del relato de McCarthy. Y eso sin desmerecer las increíbles actuaciones de Viggo Mortensen, Kodi Smith McPhee y la retahíla de secundarios que pueblan el viaje, la conseguida am-bientación o lo bien estructurado que está el guion.Pero lo más importante de todo, tanto en la película como en el libro, es que el espectador es arro-jado a reflexionar sobre cuál es la verdadera naturaleza del ser hu-mano. El espectador, o el lector, se harán preguntas del tipo; ¿Sería tan fuerte como el padre o sucum-biría a la maldad inherente al ser humano? ¿Sería capaz de soportar eso y albergar esperanzas, como el padre, o me rendiría, como hi-cieron otros muchos antes? ¿Me dejaría llevar por el lado oscuro de la condición humana o pondría fin a mi existencia?

McCarthy tiene la firme convicción de que el ser humano es malvado por naturaleza, capaz de lo peor cuando se le pone en la tesitura de tener que escoger entre su super-vivencia y la de los demás. Pero también cree que en la más com-pleta de las oscuridades reside una brizna de esperanza, algo que se resiste a sucumbir a la bestia que hay dentro de nosotros. ¿Vosotros qué creéis? Yo ya tengo una opinión formada y casa muy bien con la de McCarthy. Pesimista que es uno.

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top fiveLas escenas + fuera de lugar del cine y la TVQuizás no sean ni las más sonadas ni las más graves, ni las más famosas, pero en su momento, sí fueron capaces de

arruinar la película o el capítulo que estaba viendo.

1. ¿Qué harías tú si descubrieras unas gafas que te permiten ver la auténtica realidad, una realidad donde unos extraterrestres que

se hacen pasar por humanos nos controlan día y noche? Probable-mente, buscarías a alguien, como por ejemplo un amigo, para que se las probara y corroborara que no te estás volviendo loco. Pues

bien, el protagonista de “Están vivos” (1988) intenta lo mismo, pero su amigo no está por la labor. De hecho, sin comerlo ni beberlo, el espectador tiene que presenciar una pelea en plan wrestling que

dura cerca de 5 minutos entre ambos y que se aleja totalmente del foco argumental. John Carpenter, ¡te pierde la cutrez!

2. En “Horizonte final” hemos visto orgías sanguinolentas orques-tadas por una presencia alienígena de lo más malvada que viene del infierno. Hemos visto a un tío sin ojos y a un tipo despellejado

vivo. Suficiente para que uno se cague encima, ¿verdad? Paul W.S. Anderson pensó que ya bastaba de traumatizar al espectador y se toma el lujo de añadir una nota cómica; echadle un vistazo con qué alegría se toma este tipo que vaga por el espacio y decide volver a la nave de la que salió despedido. No está la escena completa, por

desgracia, pero este fragmento es suficiente para sonrojarse.

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Las escenas + fuera de lugar del cine y la TV3. Personaje serio, de los que no se ríen ni por una apuesta. Te gusta por eso. Ya hay otros que sí saben hacerte reír. Ay, ¿pero qué ocurre con ese personaje cuando quiere hacerse el gracio-so? Los guionistas pensaron que al personaje interpretado por Allison Janney en “El ala oeste de la Casa Blanca” le faltaba su nota cómica y decidieron que imitara a Ronny Jordan y su “The

Jackal” en el capítulo 1x18.

4. Pero más extremo es el caso de Vegeta, el orgulloso y antipá-tico Vegeta de “Dragon Ball Z”. Tipo que nunca daba su brazo a torcer, capaz de liarla parda si con ello satisfacía su insaciable ambición. Siempre con un humor de perros y poco dado a se-guirles el rollo a sus compañeros. Todo lo contrario de esta es-cena de la recién estrenada en cines “La batalla de los dioses”.

Humillante.

5. No todo es bochorno y vergüenza ajena en este ránking. No. También hay escenas que por sí solas funcionarían muy bien, como si de un cortometraje se trataran, pero que no se ajustan al contexto de la película. Atentos al discurso de Edward Norton

en “La última noche”. Brutal, original, de una fuerza impresio-nante, pero que poco tiene que ver con la película, desgraciada-

mente.

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MentirPARA VIVIR

Pfsssssssssst..... Pfsssssssssstttt.....

Bajaba reptando sinuosamente por el robusto tronco del árbol prohibido, la peligrosa serpiente.

Y su primera mentira no fue engañar a Eva sobre el tema de las manzanas.Tú, que proyectas y recreas la ver-de serpiente en tu mente, caíste en la mentira sin saberlo. Ya que en esa arquetípica sierpe no se halla el símbolo de la desobediencia y del pecado origi-nal, ni siquiera el símbolo de lo maligno. En ella, en ese cuerpo viscoso y elegan-te, lo que reside es tu propia voluntad de mentir.

A lo largo de muchos siglos de alienación ena-jenante y dogmática en Occidente por parte del cristianismo, los conceptos de verdad y mentira fueron introducidos culturalmente en una ambivalencia con los conceptos de lo bue-no y lo malo respectivamente.Ya en el antiguo testamento, ante la aparición de nuestra querida serpiente, se introduce también el termino de verdad. Verdad como fi-delidad, rectitud, paz. Al fin y al cabo, hábitos o conductas que no hacían sino acercar a Dios, suprema verdad inamovible. Un Dios que daba en sí mismo explicación de todo lo existente y, que bajo su verdad, nada habría que temer.

¡Menuda mentira! Pero, ¿qué es la verdad? Hoy en día, en nuestras sociedades científi-cas, podría decirse que la verdad es la mejor traducción posible sobre los estímulos senso-riales externos que nos da nuestro cerebro por medio del lenguaje. Y dado que el lenguaje es, por necesidad, un elemento social, resulta ser una herramienta adaptativa a nuestra naturale-za gregaria; según Maritza Montero (2009,pp 357) la verdad es un acuerdo social sobre cualquier afirmación aceptada por un grupo social en un determinado momento. No existe únicamente una verdad y existen tantas como individuos, pero el acuerdo entre sus verdades crea de la nada una verdad ab-soluta, que sirve como marco de referencia.Así que, bajo mi punto de vista, si Dios es la verdad, no es más que un concepto aceptado por una mayoría que podría no estar diciendo la verdad, sino su verdad, que prevaleciera sobre otras.¿Será Dios una mentira?

Intententaré centrarme pese a lo contradictorio que resulta todo:Dentro de esta situación tan beligerante entre lo bueno y lo malo, no se situaba muy bien a la mentira. Se quedó con la carga negativa, estigmatizada, perseguida y olvidada por la eternidad. Relegada a provocar sufrimiento y hacer padecer a todo aquel que la utilizase en su beneficio. Que injusta forma de tratar algo tan valioso. Y es que el ser humano es impre-decible.

Por Carlos Duch

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Y tú te preguntaras, ¿por qué este tarado me habla de la puta Biblia? ¿Que carajo intenta decir?

Las alusiones bíblicas las hago creyendo que en Occidente, las influencia de las diferentes ramificaciones del cristianismo han sido clave a la hora de conformar nuestras culturas. En la actualidad, pese a fenómenos como la secula-rización, el ateísmo y la libertad de creencias, las raíces cristianas siguen nutriéndose de nuestras conductas, ya sea en la configuración de nuestras familias, nuestro calendario, o en la ética y la moral en nuestra toma de decisio-nes. Qué mejor punto de partida que el bíblico para demostrar que la mentira lleva acompañándo-nos desde siempre, desde que fuimos capaces de hablar e incluso mucho antes. Que es algo tan importante, que sin ella no seriamos hu-manos, pues no tendríamos ni sociedades, ni culturas.

Verás, en mi opinión, mentir resulta ser, curiosamente, uno de los mejores medios de transmisión de información cultural que existe. Los mitos, como la Biblia por ejem-plo, se construyeron como una forma cifrada de transmisión de información que permitía a la propia cultura perpetuarse en el tiempo y generando cierta cohesión y estabilidad social, rebajando así la tensión existencial que residía en cada uno de nosotros. Y para ello, se cons-truyó una increíblemente sofisticada estructura de atractivas mentiras simbólicas que fueran capaces de sujetar tamaña cantidad de infor-mación. Y es que la mentira soporta gran parte del peso de la historia, ya que nos fascina, nos hace imaginativos y creativos, nos conmueve. Pero sobre todo, la recordamos con mayor facilidad. La verdadera razón de la ficción, a mi entender, tiene que ver con la propia naturale-za humana, mentirosa y sofisticada por nece-sidades sociales y culturales. Por ello, hoy en día, a parte de las religiones, seguimos propo-niendo nuevos mitos que nos ayuden a ubi-carnos en la existencia por medio de mentiras legitimadas como verdades. Y sean nuestros sistemas políticos, el discurso científico como

verdad absoluta o el amor romántico.

Por otro lado, desde las Ciencias Sociales hace mucho tiempo que se tiene por una cons-tante que la mentira es uno de los ejes princi-pales de los procesos de evolución y socializa-ción humana:

La inteligencia maquiavélica es una capacidad que parece haber sido inducida por la necesi-dad de dominar formas cada vez más refina-das de manipulación y defraudación en el me-dio social, y que se manifiesta a través del uso de estrategias de disimulo, mentira y engaño tácticos...pudo haber sido el motor que empujó a nuestros antepasados a ir adquiriendo cada vez mayor inteligencia y a hacerse cada vez más aficionados a mudar de opinión, a cerrar tratos, a farolear y a confabularse con otros; por lo que estima que los seres humanos son mentirosos natos, habiendo desarrollado for-mas mucho más sofisticadas de disimulo que nuestros parientes primates más cercanos.(Serafín Lemos,2005)

Pese a ello, seguimos negándonos a nosotros mismos estas evidencias, engañándonos una vez más.“Mentir está mal.” “Hay que ser honesto.” ¿Quien no ha mentido alguna vez? ¿Quién coño es siempre honesto?Y es que una vez introducidos en el juego de verdad-mentira, el efecto bucle nos atrapa irremediablemente. Nos mentimos a nosotros mismos continuamente, incluso cuando inten-tamos decir siempre la verdad. Otras veces mentimos pese a saber que mentimos. Somos pues, mentirosos en nuestra propia verdad.

Di la verdad, ¡eres un mentiroso!Y es que la mentira es una herramienta ex-traordinariamente poderosa. Yo defiendo la mentira por su importancia en el sostenimiento de nuestras vidas, por la fuerza que otorga a los lazos sociales y existenciales, por cómo nos hace imaginar la vida ofrecién-donos alternativas. Por ejemplo, sirve para crear una imagen me-jor de nosotros mismos, que nos permite ser mejor aceptados por la sociedad y sobre todo, por nuestro ego.

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También sirve para hacer que el resto puedan sentirse más cómodos, creando una mayor empatía entre individuos o grupos sociales. Sirve para crear paz y estabilidad. A fin de cuentas, la mentira nos permite sobrevivir. Literalmente.Porque, ¿quién quiere saber toda la ver-dad? ¿Quién podría aguantar algo así? ¿Estás preparado? Yo, desde luego no. Yo me contento con intentan vislumbrar pequeñas fracciones de la verdad. Y cada vez que alcan-zo un pedazo, más me duele asimilar.Además, decir siempre la verdad acabaría por ser una desgracia, en cualquier caso. Me in-cluyo entre los que no siempre tienen buenos pensamientos o información para los demás, y decirlos en voz alta cada vez que me vienen a la cabeza, no me acarrearían más que ene-mistad o cosas peores. Así, no hay forma de socializarse.

¡Pero mucho ojo!Un uso chabacano y abusivo de la menti-ra también puede provocar el desastre y la muerte fácilmente. La falta de escrúpulos, como en cualquier otro caso, nos llevará a co-rromper la mentira y a darle la razón al que la odia ciegamente. Un uso irresponsable de ella nos puede llevar a ser los mayores culpables de nuestro malestar existencial, porque crea-remos nuestras expectativas vitales en base a supuestos y falsas promesas que pueden faltar a la verdad de lo que somos. Al final no seremos quiénes queremos ser, sino el fraca-so de lo que pretendíamos ser. Mentir sobre lo que verdaderamente opina-mos de algo o alguien puede salvarte muchas veces, pero si mientes con maldad y/o con demasiada frecuencia, nadie te salvará del sufrimiento y la condena. Por pecador.

En momentos como los actuales, la menti-ra está prostituida, vejada y, lo que es peor, sigue sin ser reconocida por lo que realmente es, una herramienta de vital importancia.Políticos, banqueros, tu vecino, incluso tú y yo mismos, puede que no sepamos la diferencia entre los posibles usos del mentir. Por que ser mentiroso es ser humano, pero el que además de ser humano es mentiroso, provoca des-confianza, miseria e injusticia, que son el puro deterioro de las relaciones sociales y de la humanidad.Por ello, siempre se tachará la mentira como algo malo y deplorable, como desobe-diencia y tentación, como pecado y deprava-ción. Y así debe ser para que la mentira siga cumpliendo su magnifica función, mientras que se oculta, subyaciendo a falsas verdades que la protejan. La cultura y la religión han rechazado la mentira por la propia necesi-dad de preservarla, incluso nosotros mismos nos tenemos que seguimos engañando para no sufrir el choque de la verdad. Hacemos de la mentira algo que no es por nuestro propio bien. Nuestra verdad se construye sobre la mentira que mejor nos encaja, puesto que no hay verdades absolutas salvo con las que nos mentimos.Porque la verdadera verdad, es la mentira.

La peligrosa serpiente subió reptando lenta-mente por el robusto tronco del árbol prohibi-do, volviendo por donde vino. Sonriente, miró hacia atrás sabiendo que les volvió a engañar y que así será por siempre. Volverá una y otra vez a recordarte que eres ella, tu eres la volun-tad de mentir y mentirás para no reconocerlo.

Pfsssssssssst..... Pfsssssssssstttt.....

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Blanco. Negro.Y en medio, toda una amplia gama de grises perfectamente catalogados se-gún el porcentaje del uno u otro que los componen hasta dar con el gris neutro, el gris 18%, el término medio. Dónde se supone se halla la virtud, la perfección. En el punto medio, quiero decir, no en el gris.

La derecha, la izquierda. Lo malo, lo bueno. Arriba, abajo. Lo que es correcto, lo que no. La verdad, la mentira. Blancos y negros.Conceptos. Nombres.Sustantivos comunes o adjetivos a los que hemos dotado de un poder superior, califi-cativo y juicioso que portamos envainados a nuestras espaldas, como si de espadas de Damocles se trataran cuando en origen, lo único para lo que fueron creados dichos nom-bres fue para proporcionarle al universo cierto orden, forma y sentido.

Son sólo palabras, de acuerdo, pero palabras que consiguen centrarnos en el lugar preciso en el momento exacto, que nos sitúan en el mundo y le dan sentido a nuestras vidas. Palabras que nos alejan de ese tan temido, confuso y desconocido caos del que, por natu-raleza y contra ella, luchamos día a día.Y es que cómo pequeños humanos dedicados a nuestros pequeños asuntos, apenas somos conscientes de la vorágine que supone el

Universo, y vistos desde de la distancia que el asunto merece, no podríamos clasificarnos más que como elementos caóticos que, gene-radores de caos, rechazan su propia esencia. Buscadores constantes de ese algo más por vías rectilíneas, que si no son imposibles, sí extrañas desde una perspectiva puramente matemática.

La teoría del caos, dicta que hasta las más ni-mias variaciones dentro de la condición inicial de ciertos tipos de sistemas dinámicos, pue-den implicar grandes diferencias en el compor-tamiento futuro de los mismos, imposibilitando por tanto, una predicción a largo plazo.

Quizá todo esto te suene a chino, pero segu-ramente la cosa cambie si te hablo de Eduard Lorenz, quién mediante las investigaciones meteorológicas que llevó a cabo durante la II Guerra mundial, hizo resurgir esta teoría, popularizándola como lo que hoy todo conoce-mos como el efecto mariposa.

“El aleteo de las alas de una mariposa se pue-de sentir al otro lado del mundo.”

Proverbio chino

Veréis, simplificando mucho; un sistema es-table tendería, a lo largo del tiempo, hacia un punto u órbita –según su dimensión–, mientras que un sistema inestable, simplemente se escaparía de los atractores, tendiendo hacia

caos.(Del lat. chaos, y este del gr. χάος, abertura).1. m. Estado amorfo e indefinido que se supone anterior a la ordenación del cosmos.2. m. Confusión, desorden.3. m. Fís. y Mat. Comportamiento aparentemente errático e impredecible de algunos sistemas dinámicos, aunque su formulación matemática sea en principio determinista.

La paradoja delCAOSPor Elena Álvarez González

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nada o hacia la nada.En cambio, un sistema caótico, manifesta-ría, de forma arbitraria, los dos comporta-mientos.El sistema se vería atraído por un tractor ha-cia el que tendería de forma natural, cómo su compañero, el sistema estable, pero a su vez, existirían fuerzas que tirarían de él y lo aleja-rían continuamente de su objetivo, confinando a nuestro caótico amigo en una zona de su espacio-estado sin atender a un tractor fijo. Errático hasta el fin.

Gracias a su naturaleza arbitraria, los sistemas caóticos, evolucionan de una forma totalmente distinta al resto, y también, si se me permite, asombrosa. Son sistemas caóticos conocidos el Sistema Solar, las placas tectónicas terres-tres o los crecimientos de población, lo que nos devuelve de nuevo al ser humano como un sistema dinámico y caótico en sí mismo.

La paradoja de la matemática caótica es, que la mayoría de aplicaciones de la teoría del caos están en la ciencia y la tecnología que tú y yo, caóticos como todos, caóticos como nin-guno, utilizamos día a día para hacer de nues-tras vidas un edén de orden, sencillez y tran-quilidad. Cada vez son más las prácticas que se realizan a través de ella y que adquieren resultados concretos en campos tan diver-sos como la meteorología que he mencio-nado antes, la física cuántica, las ciencias sociales o la arquitectura, poniendo como ejemplo al Jardín Botánico de Barcelona, de Carlos Ferrater, como ejemplo yacente de gran belleza fractal, caótica y perfecta a su vez.Tanto es así, que ya no podemos considerar a la teoría del caos como tal, sino como un paradigma con postulados, parámetros y esta-dísticas inferenciales que trabajan con mode-los aleatorios.

Y así, el caos, ese del que tanto hemos huido generación tras generación, termina por con-vertirse en una herramienta más de la supues-ta perfección, aportando su particular orden mediante el desorden.

Blanco. Gris. Negro.

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¿Se puede aprender a escribir?

Por Santiago Sánchez

Con el auge de cursos y talleres literarios que estamos vivendo, ésta, es una pregunta que cada vez más gente hace (y que, por supuesto, responde). O al menos yo tengo esa sensación. La réplica, si viene de alguna escuela literaria o de algún autor que se dedique a dar clases, será positiva. Sí, desde luego que se puede. –Ya avanzo que es por el lado porque el que yo me voy a inclinar también–. Por otra parte, existe una co-rriente muy radical que opina lo contrario. Carlo Padial, por ejemplo, quién ha dedicado su última película “Taller Capuchoc” a ne-gar expresamente que la literatura sea algo que se pueda enseñar. No es la primera vez que veo algo así, y si buscáis algún artículo de opinión al respecto, es muy posible que encontréis la sección de comentarios convertida en un campo de batalla.

Es curioso, porque en el resto de artes esta pregunta resulta casi absurda. ¿Se puede aprender a tocar la guitarra? ¿Se puede aprender a pintar? ¿Se puede aprender a cantar? Por mucho que nos guste la imagen de un genio autodidacta que de oídas se convierte en un maes-tro en algún arte, seamos realistas. Eso pasa poco. Ni con la guitarra, ni con la pintura, ni por supuesto, con la literatura. Y remarco lo de literatura, porque juntar en un libro un montón de frases bonitas, que perfectamente se podrían haber twiteado, con palabras raras, extrañas y que suenen bien, NO ES LITERATURA. El resto, los que estamos lejos de ser genios y no nos conformamos con parir frases bonitas sin sentido, no tenemos más remedio que intentar aprender. El mejor método para hacerlo es algo que es extensamente debatible. Pero por supuesto, lo pri-mero de todo es leer, leer mucho, leer siempre, leer a todas horas, leer cosas distintas. Luego ya vendrá la técnica. Depende de cómo te guste aprender, hay quien prefiere los citados talle-res y quién prefiere leer teoria.El problema, y de donde yo creo que viene la polémica del título del artículo es, que con el arte, aprender la técnica no es suficiente. No si quieres llegar de verdad a hacer algo grande. Si quieres transmitir sentimientos y emociones no basta con controlar perfectamente el tipo de narrador que quieres o saber como jugar con los tiempos verbales. Hay algo detrás, escondido, que no se puede enseñar. Cuando aprendemos a sumar, conlleva que ya sabemos hacer su-mas, pero aprender literatura, dista mucho de hacer literatura.El único consejo que puedo dar para llegar a saber escribir, más allá de la técnica, es eso: escribir.Mucho. Siempre. A todas horas.

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Sir. KiwiConociendo a:

Se me puede ver en: Twitter @Sir_KiwiSoy un apasionado de: Los tatuajes, el arte y el baloncesto.Para relajarme suelo: Escuchar música y dibujar. Antes solía sa-lir a soltar adrenalina haciendo graff, bombing... aunque aquí, lo tengo jodido.

Mi primer dibujo: Fue un cerdito que hice en el colegio para un marca páginas que le regalé a mi madre.Mi último dibujo: Llevo varios a la vez. Uno es un poco “gore” que es un detalle para @alvarocamonte, gran seguidor y amantes del terror y los tattoos. El otro es un diseño para mi próximo tatuaje.

Mis referentes son: O.G. Abel, es uno de los que más me influ-yen a la hora de dibujar.Mi técnica preferida es: Puntillismo o sombreado. En sombrea-do, suelo tirarle al realismo, algo que realmente me apasiona.Mientras dibujo, escucho: Rosendo Mercado, a pesar de no ser rockero, es uno de mis cantantes preferidos.Y cuando no, escucho: Rap de principios de los ‘90, Aretha Franklin, Barry White... Soy un nostálgico hahaha.

El libro que me inició en la lectura fue: El maestro y el robot, a día de hoy, creo que nuestro mundo va coincidiendo con lo que sucede en el libro (metafóricamente).El que descansa ahora en mi mesilla es: El exorcista, lo releo continuamente.Página 52

Nombre: Víctor, aunque todo el mundo me llama Kiwi.Edad: 30Origen: Granada.Vivo: En Londres.

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La película que marcó mi adolescencia fue: The Godfather, me marcó desde pequeño, hasta tal punto, que les dije a mis padres que me compraran un traje.La serie que más me ha enganchado nunca es/fue: Prison Break (la estoy viendo otra vez), aunque ya la estoy acabando. Recomen-dadme otra, ¡pero rápido!

Supe que quería dedicarme a esto desde: Que tengo uso de razón, siempre he querido poder ganarme la vida con algo relaciona-do con el arte.Mis expectativas son: Poder tener mi propio estudio de tatuajes o poder currar para Horiyoshi The Third.

Actualmente, en el mundo de la ilustración: Colaboro en Argonautas y con muchos diseños de tattoos.Para mí, el arte es...: Aquello que hace que te olvides de todo y a su vez, despierta algo en ti.Dentro de cinco años, sin lugar a dudas, seguiré...: Di-bujando en papel y “dibujando” mi piel, aunque ya queda poco “lien-zo” libre, pero siempre queda algún hueco.

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Desde ya, y hasta el 30 de Agosto, puedes enviarnos tus propuestas para el siguiente número, de temática: RECUERDOS.

Si eres escritor o poeta:Mándanos tu creación entre los días 1 y 20 del mes.

En formato word, PDF, .odt o pages.

Si eres ilustrador:1. Mandanos una muestra de tu trabajo entre los dias 1 y 20 de Agosto.

2. Una vez hayamos seleccionado los textos que se publicarán en la revista, te enviaremos, entre los días 21 y 30, el texto que, a nuestro parecer, mejor se

adapte a tu estilo.3. Entre los días 1 y 15, nos enviarás tu ilustración y, ¡listo! Aparecerá pu-

blicada en el próximo número.

*Procura mandarnos tu ilustración el la mejor calidad posible, independiente-mente del formato que elijas.

RECUERDOS

[email protected]ágina 58

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www.revista-argonautas.com/blog

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¡Lo pasarás bien!

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Argonautas, Agosto 2014