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Salomón Fares empezó a visitar la casa de la familia Antúnez desde que los hijos de su paisano estaban pequeños y recién

acababa de abrir su almacén de tejidos, sombreros y accesorios finos con venta al por mayor y al detalle frente a la recién inaugurada plaza del mercado. Por esos días mucho se hablaba de su construcción. Sobre las ruinas del antiguo convento franciscano destruido por el terremoto de 1805 y habilitado después como teatro, cuartel, im­prenta y escuela, finalmente el inglés Harry Valsenit había creado una obra de ingeniería que, según se decía, situaría a Honda al nivel de las grandes ciudades y aumentaría su reputación de cruce de cami­nos y destino privilegiado para el comercio. Antes de establecerse en Honda, Salomón había visto la plaza reproducida en varias postales que conmemoraban su inauguración, pero cuando estuvo frente a ella, le pareció mejor de lo que había imaginado. Le impresionaron sus enormes columnas blancas y la amplitud de sus corredores, cla­ros y bien ventilados y empezó a sentir que se le disipaban las dudas sobre si debía regresar a Barranquilla e instalarse definitivamente allí igual que muchos de sus paisanos, o seguir la sugerencia de su com­pueblano Jorge Chedid y como él y otros sirio­libaneses llegados varios años antes, probar suerte en San Bartolomé de Honda. Su primo Nassim Khoury, que había hecho con él la travesía en el vapor por el río Magdalena, más por curiosidad que por la urgencia de trazarse un destino concreto en aquellos parajes, no se sintió a gusto en ningún momento. Desde que el barco inició su ruta, le incomo­daron sus frecuentes paradas para alimentar las calderas, las picadu­ras voraces de los mosquitos y el caos y el bullicio de los atracaderos, repletos de vendedores de todas las edades que ofrecían a gritos sus productos bajo un calor bochornoso que hacía difícil la respiración y que a él parecía afectarle más que a nadie. Dijo también que com­probar que estaba rodeado de tanta selva lo hacía sentir aislado, aturdido y sin capacidad para pensar bien. Así que, después de unos

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días en Honda, en los que se dedicó más a recuperarse del viaje que a explorar las posibilidades de quedarse, se devolvió a Barranquilla porque según insistió, le sería muy difícil acostumbrarse a la tortura diaria de un calor tan inclemente, que en mucho aventajaba al de la costa, pero sobre todo porque pensaba que las oportunidades co­merciales en el pueblo no eran tantas ni estaban tan al alcance de cualquiera como se decía. Mejor sería continuar trabajando con su tío en la venta e importación de calzado, como él y Salomón habían venido haciéndolo desde su llegada a Barranquilla hacía más de un año, que seguir el desbocado cauce del Magdalena y empezar una nueva aventura en la lejana Honda. Salomón Fares no lo contradijo, pero tampoco desistió de su propósito de quedarse porque creía que las personas podían acostumbrarse a todo si se proponían, pero más que nada porque le pareció que la ciudad tenía juntas la calma de las cosas viejas, que de alguna manera le recordaba su procedencia, y al mismo tiempo, una voluntad de novedad y de cambio que lo hacía sentir cómodo y en cierto modo, menos extranjero. El calor no le pareció un obstáculo mayor y consideró que con el pequeño capital que tenía, la idea de alquilar y eventualmente comprar su propia bodega para distribuir mercancía a Bogotá y al interior y a la vez, establecer almacenes que le permitieran un movimiento continuo de dinero, podría llevarse a cabo más fácilmente en San Bartolomé de Honda que en cualquier otro lugar. A través del río, la mercancía más novedosa llegaba semanalmente desde distintos lugares de Europa y de Estados Unidos a las bodegas de Caracolí y Arran­caplumas para continuar luego su tránsito a lomo de mula y en ferro carril hasta otras ciudades y regiones apartadas del Magdalena. De Honda también salía, hacia otros desembarcaderos y eventual­mente hacia los mercados del extranjero, el tabaco local y el café de las zonas templadas que el país producía en abundancia y el resto del mundo apreciaba cada vez más. Además, a Salomón le agradó el sonido continuo de agua corriendo por todas partes, la solidez del enorme puente de hierro que atravesaba el cielo y comunicaba las dos márgenes del río Magdalena y sobre todo, el movimiento cons­

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tante de gente en los puertos y en las calles. Antes de embarcarse hacia Honda, su tío le había advertido de posibles inconvenientes que podría encontrar allí y que tenían que ver con su condición de árabe recién llegado. Éste le había contado que, unos años atrás, los primeros compatriotas que empezaban a dedicarse al comercio en la región, azuzados por un cura de Girardot que los acusaba de agiotistas y engañadores, habían sido hostigados por gente de los pueblos y localidades vecinas y estuvieron a punto de ser agredidos y sacados por la fuerza, bajo insultos, tiros y pedradas. Aunque Salomón recordaba la advertencia, no vio indicios de resentimiento hacia él o los suyos por ningún lado. En el hotel América lo trataron con gran deferencia y en ese momento, no supo exactamente si las muestras excesivas de cortesía se debían a su manera de hablar y a su vestimenta impecable que lo hacían parecer alguien importante o al hecho de que en Honda la gente estaba acostumbrada a tratar a diario con extranjeros y a no sentirse intimidada por su presencia. Le admiró la desenvoltura con la que todos se movían entre la ex­quisitez del mobiliario, con sus sofás vieneses de finísimo tejido y el cristal resplandeciente de las lámparas que celebraban la maravilla de la luz eléctrica por los techos y rincones del lugar. También le agradaron las camas de bronce con su espaldar pulido y brillante y los tendidos bordados que las cubrían y se prometió que de quedar­se en Honda, así serían sus muebles algún día. Comió con gusto especial en la vajilla con borde dorado en la que le sirvieron los huevos fritos del desayuno y hasta se sintió con la suficiente confian­za para hablarle al encargado de la recepción sobre sus planes futu­ros. Se llamaba Arnulfo y pestañeaba con la misma rapidez con que hablaba y que hacía que Salomón tuviera que esforzarse más por mantener el hilo de la conversación. Arnulfo le contó que en lo que iba del año más de cien vapores de distintos tamaños, repletos de mercancía y pasajeros habían atracado en Honda o salido de sus puertos. Su mujer y su hija mayor hacían bizcochos de achira y los vendían a orillas del río cuando llegaban y salían los barcos y gracias a las ventas de esos días y al viudo de pescado que hacía por encar­

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go, la economía familiar se mantenía a flote. Le dijo que si decidía quedarse, probablemente iba necesitar quien le ayudara con las fae­nas domésticas y que en ese caso, él podría recomendarle a una mujer honrada que nunca le iba a quedar mal y también a un mu­chacho hábil y honesto para los mandados o cualquier tipo de oficio o diligencia que pudiera necesitar. Salomón prometió tener en cuen­ta el ofrecimiento. En el Club del Comercio, se encontró con José Chedid y otros de sus paisanos, según lo acordado. Le mostraron con orgullo los distintos salones del establecimiento, las áreas de juego de mesa y los comedores, todos con su piso impecable de rombos y una claridad despiadada que venía de afuera y cada uno con su propio ambiente. En la segunda planta, atravesaron la pista de baile, abierta al frente y a los costados hacia una terraza alta y sombreada que miraba a las montañas, cercada por el mismo verde impensable que había seguido a Salomón durante su trayecto en el buque de vapor. Se sentaron allí y por entre la apretura de las palmas y los árboles cargados de mangos y papayas, alcanzó a ver el tejido de hierro del puente cruzando un cielo sin nubes y las cúpulas de dos iglesias y se sintió a gusto, como si estuviera reconociendo espa­cios ya conocidos y no viéndolos por primera vez. Sus compatriotas también le contaron de las fiestas frecuentes con orquestas famosas que venían de Cuba y Salomón pensó que por más que quisiera nunca podría aprender a bailar como los colombianos tal como lo había visto en la costa, ni mucho menos seguir en pareja los vaivenes de unos ritmos tan complicados. Pero, sobre todo, hablaron de opor­tunidades comerciales y de negocios, de lo conveniente que sería tener un local en la plaza de mercado y le reiteraron su apoyo incon­dicional. Esa tarde, sus paisanos también le presentaron a don Pedro López y le dijeron que además de invertir en puentes y otras obras importantes, don Pedro era muy conocido por ser el responsable de haber dotado de alumbrado eléctrico a la ciudad recientemente. También fue en el Club del Comercio donde Salomón Fares conoció al padre de Sofía y a partir de la amistad que cultivaron, eventual­mente se volvió asiduo a las tertulias del patio de su paisano.

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Siento decírtelo, abuela, pero el Club del Comercio, en verdad, no me pareció tan imponente como esperaba. Lo que vi en ese

caserón de esquina que una vez fue el punto de encuentro social más apetecido del pueblo, no le hacía justicia a tus exaltadas descripcio­nes ni a la emoción con que contabas tus recuerdos cada vez que tenías la oportunidad de hacerlo o digamos, cada vez que alguien se tomaba la molestia de escucharte con un poco de atención. Te salían de los ojos y de las palabras sin ningún esfuerzo y hasta parecía que esos trozos de pasado fueran más importantes o verdaderos que la vida repetida de señora de la casa que todos te veían vivir a diario sin mucha curiosidad, como si nada más hubiera existido antes para ti. Y créeme, ésos eran los recuerdos que yo traía conmigo cuando llegué a San Bartolomé de Honda por primera vez, los mismos con los que miré los salones vacíos y las ventanas cerradas aprisionando un calor viejo, de muchos años y una piscina desolada y sin agua, cubierta de hojas secas y no encontré lo que imaginaba. Será porque hacía años el club había dejado de funcionar y le faltaba la gente, pienso, ese aire continuo de fiesta que tanto añorabas, como el que debió sentirse el día en que te coronaron madrina y reina anual del club. La orquesta celebrando tu entrada del brazo del sobrino de Teófilo Nafam y el vestido de organdí flotando con cada uno de tus pasos mientras todos aplaudían la gracia y el desenvolvimiento con que llevabas la corona y abrías el baile en el centro de la pista. ¿Era azul aguamarina o amarillo tenue, casi blanco, el vestido, abuela? No me acuerdo. Me lo dijiste hace muchos años, cuando me con­tabas historias de tu vida de antes, de los tiempos en que también eras niña como yo, para que me comiera toda la comida, a ver un bocadi to más mi cielo y te cuento de mis vestidos de encaje y or­ganza, otro más mi amor y te cuento de la fiesta en que fui la reina, la más linda de todas, con corona y collar de perlas. Y yo me comía todo aunque estuviera llena y masticaba despacio, únicamente para que me siguieras contando, no sólo de los vestidos primorosos que te cosía tu mamá y de los barcos enormes que venían por el río echando humo, repletos de las cosas más lindas del mundo entero,

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sino del hermano tan malo que tenías y de lo mucho que te hacía llorar a ti y a tus hermanas.

–Y por qué era malo?–Porque odiaba a los colombianos–¿Y nosotros, ¿Acaso no somos colombianos?–Sí mi amor, pero también libaneses.–¿Las dos cosas? ¿Y eso es bueno o malo abuela?Y tu acompañante de esa noche, ¿Quién era al fin? ¿El sobrino de

Teófilo Nafam, con el mismo nombre del tío o el ahijado mayor de Salim Khaled? Quedemos en que el traje era azul aguamarina –me gusta más ese color– y en que ibas del brazo del sobrino. No importa cuántas veces cambiaras los detalles de cada versión, yo siempre quería saber más. Ahora sé que por encima de tu emoción, lo importante era que la colonia árabe quedara bien representada entre los colombianos y los demás extranjeros que habían llegado a Honda buscando la misma prosperidad, que todos supieran lo bien que se habían establecido sus miembros y que admiraran, desde lejos, claro, la belleza de sus mujeres. ¿Y quién mejor que tú para ha­cérselo ver a todos? La terraza, eso sí, me gustó más de lo que espera­ba. Amplia y rodeada de balaustres, con tanto verde por todos lados, pero un verde húmedo y muy brillante, que cuesta trabajo borrar de los ojos, distinto al que se ve por aquí. En verdad, no quería irme. Me hubiera gustado permanecer allí muchos días, sentir que podía quedarme sin fecha de regreso, por lo menos hasta que maduraran las papayas y el olor de los mangos, que tanto me gustan, anunciara que ya estaban listos para arrancarse y yo me cansara de tanto calor y de ese ruido constante de agua corriendo afuera, del que uno se olvida sólo por ratos, pero que en el pueblo nunca para del todo. Pero el muchacho que me había abierto el club ya no podía disimular bien su impaciencia por irse. Estaba sentado en el borde de la escalera, masticando chicle y mirándose la suela de los zapatos sin disimular su aburrimiento, esperando que yo le indicara el momento de salir. Le di cinco pesos de propina, que agradeció con una sonrisa genuina y le dije que ya no lo necesitaba más. Antes de irse me indicó dónde

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quedaba la cafetería La Magdalena y encogió los hombros cuando le pregunté por el lugar donde había estado el Hotel América, pero me dijo que la señora que guardaba las llaves con seguridad sabría y podría contestarme cualquier pregunta que yo tuviera. El calor no cedía y el taxista había quedado de recogerme a las cuatro porque no quería que la noche le entrara trasegando entre las curvas de la carretera y los despeñaderos engañosos que nos llevarían de regreso a Bogotá. Sabía que me quedaba poco tiempo, pero antes de irme quería sentir el pueblo a pie, tener una idea aunque fuera remota, de ti caminando en el empedrado musgoso de las calles, subien­do y bajando cuestas, desbocándote carrera abajo por los escalones empinados de la calle de las Trampas por donde yo pasaba en esos momentos, probablemente sintiendo el mismo calor atravesado en la garganta, la humedad de los callejones y de las paredes pegada en la respiración, ser tú en San Bartolomé de Honda cuando regresabas del colegio con tus hermanas por las tardes, ver lo mismo que veías desde las alturas de tu barrio Alto del Rosario, los puentes por todas partes atravesando el cielo despejado y las montañas aprisionando el pueblo con su eterno verde espeso, sentir lo mismo que sentiste después de que te dijeron a los diez y seis años que tendrías que ca­sarte con Salomón Fares y vivir con él todos los días de tu existencia, acostarte con él en la misma cama como se acostaban tu padre y tu madre cada noche y empezar para siempre tu vida de esposa y madre a su lado. Eso quería sentir yo esa tarde en el lugar donde naciste, mientras andaba desconcertada por calles empinadas que trepaban el cerro como serpientes mañosas bajo un sol sin tregua. Pero tu casa no existía y me costaba trabajo reconocerte en el solar baldío donde había estado, entre muros descoloridos cubiertos de maleza, en un pueblo que agoniza de calor sembrado en el fondo de un valle, ajeno a sus días felices de bonanza, olvidado como el río de aguas turbias que lo atraviesa, ahora que ha pasado tanto tiempo y que estás tan lejos de todo, cuando ya se te cierra el círculo y lo que tanto te hizo sufrir entonces y marcó el rumbo de tu vida ya no es importante para ti ni para nadie. ¿Y por qué quiere ir a ese moridero del que pocos

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se acuerdan? ¿Honda, Honda en el Tolima? ¿San Bartolomé de Honda en el Valle del Magdalena? ¿Y qué quiere hacer usted por allá? Eso fue ciudad hace mucho tiempo, le digo, cuando el río de verdad arrastraba agua y barcos enormes y era importante en este país. Yo con gusto la llevo, señorita, pero no estamos ni en época de subienda, para que al menos se coma su capaz frito con patacones y yuca, que es lo único decente que queda en ese pueblo. Vuelvo y le aseguro que allá no va a encontrar nada más que un calor de los profundos infiernos, como el que se me acu­mulaba en las mejillas y me empapaba los muslos, seguramente igual que a ti cuando caminabas por estas cuestas tal vez pensando cómo sería la vida que ya te habían decidido al lado de un hombre que ni sabías bien quién era entre todos los que se sentaban con tu padre y su grupo de amigos en el enramado del patio de una casa que ya desapareció, a comer la comida que tu madre y Evelia preparaban por horas, a beber aguardiente y a conversar en árabe sobre cosas que no te interesaban.

V erde tan verde como este nunca había visto yo, francamente. Ni en los retoños nuevos de primavera ni en la mitad del más verde de

los veranos en mi tierra. Así es por acá, ya lo sé. El vapor se mueve lento entre las aguas pantanosas de este río de la Magdalena y va dejando una humareda negra que se dispersa sin prisa en el cielo sin nubes y nos ha acompañado durante todo el camino. Hay que tener cuidado con los ban-cos de arena, dicen, son traicioneros y el barco puede encallar en cualquier momento si el capitán no tiene experiencia. Ya ha pasado varias veces, me lo contaron. Es tanto el calor que muchos de los hombres se han quitado la camisa y se han quedado sólo con la ropa interior que llevan debajo. A las mujeres ya no les importa el peinado y como pueden, se recogen el pelo hacía arriba y se soplan la cara con pedazos de cartón o con la mano. A Nassim lo han picado los mosquitos más que a mí y sus quejas continuas me ponen de mal humor. Maldice el clima constantemente y reniega de la comida, la sopa oscura que llaman sancocho o carne frita y plátano verde la mayor parte del tiempo. A veces también yuca y pescado. Cuando llega la hora, yo me siento con todos y como lo que hay. En verdad, no me

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disgustan estos sabores, aunque no puedo negar que este caldo espeso y el humo que sale del plato, agravan la pesadez del aire que cuesta trabajo respirar. Come, le digo, y él mueve la cabeza como defendiéndose de un ataque. Cuando salimos del comedor, saca la navaja del bolsillo y pela la naranja que hace rato manosea. Tira las cáscaras al río y bebe el jugo de la fruta como si tratara de calmar una sed muy vieja. Avienta el bagazo por la borda y repite la operación, cogiendo naranjas de un saco repleto que compramos en la parada anterior y que ha ido mermando con rapi-dez. Mi pobre primo. No debió haber venido conmigo y a veces hasta he llegado a pensar que nunca debió salir del pueblo. Le tiene miedo a las dificultades, le asusta lo que se vea borroso o parezca incierto, todo lo que tenga riesgo. Cuando salimos de Trípoli, lloraba como un niño y en Chipre quería devolverse. Después, ya en Marsella se calmó pensando que no podría ser tan malo si tantos antes que nosotros habían cruzado el mismo mar y les había ido bien del otro lado. Un año llevábamos preparando el viaje y echarnos atrás ya no era posible. Me acuerdo cómo le temblaba la voz cuando me dijo que ya su padre le había dado el dinero de la venta del pedazo de tierra. Fue desde ese momento que lo que veíamos tan lejano se volvió cierto y se convirtió en la fuerza que movía nuestras horas y no nos permitía pensar en nada más. Para qué, si pronto se nos acabaría la vida que habíamos vivido hasta entonces y empezaríamos una completamente nueva. Que los cítricos reventaran en los árboles y nos pagaran las cosechas a precio de miseria, qué importaba ya, si nos íbamos tan lejos, a ganar al fin lo que todos merecíamos. Que no pudiera ser nunca maestro ni enseñar el árabe y el francés como quería mi padre y como soñaba mi madre para recuperar el prestigio de la familia, de nada valía, si ya teníamos en las manos un pasaporte turco para cruzar el mar y en América de poco me serviría el nombre de mi abuelo. Ahora, es el dinero lo que cuenta y cada vez hay menos y si no sabemos cuál será nuestra suerte, la de los que se quedan es sólo esperar. Cuando me traían las cartas yo no les cobraba por leerlas ni por escribir las que me pedían, pero de todas maneras, las mujeres sacaban las monedas del pañuelo que mantenían guardado entre los senos y me dejaban unas cuantas con una generosidad mayor que el servicio prestado. Después ellas se iban

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conformes y aliviadas a sus casas, a seguir esperando y yo las aceptaba, tibias todavía por el calor de su pecho, para ayudar a preparar mi ida, para cuando llegara mi turno, que entonces parecía que nunca vendría. Admiraba cada detalle de las estampillas y abría los sobres con devoción y respeto, pensando en el largo camino que habían recorrido hasta llegar a nosotros y que una vez yo también recorrería. Ver la letra de los que se habían ido me llenaba de emoción y de confianza. Sin dificultad escribía lo que me pedían sus madres y sus hermanas y mucho más. Armaba frases con bendiciones y rezos, abultadas de esperanza todas, eso sí, y leía muchas con promesas y juramentos. Después, cuando me acostaba, cerraba los ojos y todas las palabras de las cartas se me juntaban en la frente y sentía que la cabeza se me había vuelto tan pesada y llena de sonidos, que nunca más podría levantarla ni dejar de pensar en los ojos que se me han secado de llorar, hijo mío, en que no quiero morirme sin verte otra vez, por qué América está tan lejos, cómo se vive por allá, qué comes cada día, dónde duermes cada noche, quién te bendice cada ma-ñana, pero cuando me despertaba, el viaje seguía siendo la única cosa cierta de mi vida. Ahora que estoy de este lado, mis cartas seguramente las lee mi padre, en voz alta para que todos oigan, para que mi madre y mis hermanas sepan de mí y sigan esperando con fe. Parece mentira, pero al fin estalló la Gran Guerra, la que muchos anunciaban y temían desde hacía años y muchas cosas cambiarán, pero nosotros por acá, no tenemos más remedio que creer en verdades nuevas que vemos todos los días, como la del caldo espeso que me hace sudar la cara y me empapa el bigote cuando me acerco al plato o como la de las aguas fangosas de este que llaman río Grande de la Magdalena, por el que navegamos rumbo a San Bartolomé de Honda, donde dicen, hay tanta prosperidad estos días. Espero que sea cierto. Sólo nos falta parar en La Dorada y al fin llegaremos. Vengo dispuesto a todo, porque todo lo abandoné y evito que-jarme, porque las quejas espantan la buena suerte y entristecen el alma. Como lo que haya que comer y hago lo que tenga que hacer sin ofender a mi conciencia para que el bienestar y la abundancia no se aparten de mi camino. Guardo vivos mis recuerdos y de ellos me agarro todos los días desde que pisé esta tierra, pero no me asusta lo nuevo, aunque

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muchas veces me cueste trabajo comprenderlo. También le rezo a Dios en silencio y me esfuerzo por pronunciar cada palabra igual que los de aquí, aunque sé que el acento me traiciona y no pocas veces, he oído a muchos burlarse de mis intentos con una falta de disimulo que me llena de rabia. Pero yo sigo tratando, ellos tampoco hablan mi lengua y pronuncian mal nuestros nombres y apellidos. Por acá nadie entiende de dónde venimos ni cómo es el mundo que dejamos atrás. Que no me miren con recelo, eso sí, que no me llamen turco agiotista, ni me acusen de interesado y taca-ño porque no soy lo uno ni lo otro, que trabajar en paz es lo que quiero.

Cuando Salomón Fares llegó a Honda, la casa de Nicolás Antúnez era ya lugar frecuente de reunión para muchos de sus compa­

triotas radicados en la ciudad. Tal vez porque Nicolás era uno de los mayores y tenía una familia establecida, porque en el patio había un árbol de mango de ramas generosas bajo el que era agradable sen­tarse en las noches de tanto calor y muchas trinitarias siempre flo­recidas o quizás porque doña Salma, su mujer, preparaba la comida árabe con generosidad y exquisitez difíciles de superar, se fue vol­viendo costumbre encontrarse allí los sábados después de cerrar los almacenes y de dar por terminada la actividad comercial de la sema­na. Eran reuniones largas y emotivas, en las que la nostalgia recla­maba su espacio entre los asistentes, avivada en parte por el aguar­diente, pero sobre todo por el placer que les producía a los participantes moverse a sus anchas en las coordenadas íntimas de su propia lengua, sin temor a equivocarse o a enredarse en los soni­dos ariscos del español de afuera que forzosamente los reclamaba a diario. Durante años, mientras sus negocios se afianzaban, Salomón participó con agrado de este ritual y fue ganando un lugar promi­nente entre sus paisanos. Algunos del grupo inicial, como Nicolás Daura, no vieron sus esfuerzos prosperar según esperaban y se mar­charon a Manizales, a Cali o a Bogotá en busca de mejores oportu­nidades. Después de que se iban, poco se sabía de ellos. A veces, por terceras personas, llegaban noticias de aciertos financieros y de quie­bras, de casamientos, hijos y hasta de muertes repentinas. Otros,

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como el propio Nicolás Antúnez, se fueron habituando a ver redu­cido el tamaño de sus sueños y el alcance de sus energías y hablaban cada vez menos de proyectos nuevos y de tareas ambiciosas y más de los tiempos pasados, de cuando eran muy jóvenes y no habían salido aún de su tierra. Desde sus primeros días en Honda, Salomón, sin embargo, dio muestras de una sagacidad que muchos admiraban y que combinada con su buena suerte, lo situó entre los comercian­tes más destacados de la región. Su almacén frente a la plaza de mercado era uno de los mejor surtidos y en poco tiempo había lo­grado negociar a muy buen precio no sólo el local en que éste se encontraba y que incluía un segundo piso, del que a su vez recibía una renta mensual, sino una bodega que le permitía el control direc­to de la mercancía y ganancias adicionales en la distribución de la misma. Quizás porque era consciente de su posición aventajada o porque se había acostumbrado a que las cosas le salieran bien, lle­gaba a la casa de don Nicolás con la confianza y las atribuciones de un viejo miembro de la familia que se sabía bien recibido a cualquier hora. Con frecuencia traía de la plaza de mercado rábanos y pepinos tiernos como los que estaba acostumbrado a comer en su pueblo, así como la carne cruda cortada en trozos que él mismo había seleccio­nado y que luego todos comían con sal y pimienta para acompañar los primeros tragos de la noche. Antes de que un incendio destruye­ra el edificio que llevaba su nombre y se fuera desencantado para Bogotá, después de haberlo perdido todo, Jacobo Fayad era uno de los visitantes más esperados. Corpulento y de manos grandes, toca­ba el laúd con una delicadeza que los hacía estremecer. Cantaba con los ojos cerrados, con su voz única, de aliento sostenido y temple ancestral y escasamente reposaba entre una y otra canción para se­carse el sudor que le caía a chorros con un pañuelo blanco que mantenía en las piernas. Todos lo escuchaban conmovidos y con frecuencia, en los intervalos, volvían a rebuscar parentescos lejanos, se abrazaban y le pedían a Dios salud para sus madres ausentes y buena suerte en los negocios. Repetían historias viejas que todos habían oído muchas veces de cuando aún estaban en su tierra y les

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añadían detalles nuevos para hacerlas más interesantes, en medio de una mesa repleta de comida y del sopor de la noche que los bañaba en calor. A veces también hablaban de política y cuando la guerra acabó, hubo desavenencias momentáneas entre los que creían, como don Nicolás, que el mandato francés y la preeminencia cristiana eran la mejor opción para sacar a lo que había sido Monte Líbano de su estancamiento de siglos y los que consideraban, como pensaba Salomón, que la independencia total, con un gobierno de coalición múltiple en el que estuvieran representados los principales grupos étnicos y religiosos, sería la única forma de asegurar un nuevo pe­ríodo de la estabilidad y el progreso que todos deseaban. El asunto de Panamá también fue tema de conversación y aunque algunos mencionaban beneficios económicos para el país y para el gremio comerciante al que ellos mismos pertenecían, la mayoría deploró la separación definitiva como una pérdida irreparable para Colombia. En los primeros tiempos de aquellas reuniones, Elías, el mayor de los hijos de don Nicolás, era todavía un adolescente flaco y de rasgos afilados. Con ojos vivos de roedor, repasaba atento las copas vacías y las llenaba de aguardiente sin que le pidieran, buscando la opor­tunidad de que le reafirmaran su pasaje al mundo de los hombres mayores con la anuencia para tomar frente a todos sus primeros tragos y demostrar que podía hacerlo sin apretar el entrecejo, como el más experimentado de los bebedores. Abraham, su hermano menor, hacía lo posible para que nadie advirtiera su presencia y aunque se sentaba al lado de su padre cuando éste se lo pedía, disi­mulaba su timidez con una sonrisa ambigua que reemplazaba las palabras. Para que no se le notara el asco, masticaba rápido la carne cruda envuelta en el pedazo de pan que don Nicolás le daba distraí­damente, como si estuviera comiendo uno de los dulces de colores rellenos de almíbar que tanto le gustaban, apurado por sentir en la lengua el líquido tibio y empalagoso que le llenaba la boca. Pero con la carne era distinto. Su textura era gelatinosa y dura a la vez y opo­nía resistencia al trabajo de los dientes. Sin embargo, el momento pasaba y finalmente el trozo desmenuzado bajaba despacio por la

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garganta, su padre y sus amigos empezaban a hablar en voz cada vez más alta sólo entre ellos mismos y él volvía a corretear detrás de sus hermanas o se iba a su cama. Aprovechando que Elías no vendría a acostarse hasta que los amigos de su padre se fueran, se ponía a pen­sar en cosas que nunca se le iban del todo de la cabeza, como en la colección de hojas que llevaba aplastadas en un álbum de papel de celofán o en el día que vio muerto al hermano pequeño de Gladis, la amiga de Sofía, mientras lo estaban velando en la sala de su casa. Cuando fueron lo suficientemente grandes para ayudar a su madre, antes de la cena, Sofía y sus hermanas andaban discretamente por la casa, llenaban las jarras de agua fresca cada vez que se vaciaban o reponían aceitunas y encurtidos de berenjenas y nabos cuando no había más en los platos. Lo hacían con una desgana bien manejada que no alcanzaba a retar el sentido de obediencia que les habían inculcado desde pequeñas. Doña Salma iba y venía de la cocina, ansiosa por servir una comida que a ella y a Evelia les había costado horas preparar. Se sentaba por ratos cerca de su marido y fingía prestar atención a una conversación de la que se sabía excluida de antemano y que de cualquier modo no parecía interesarle demasia­do. El pelo recogido en la nuca y las manos sobre el regazo, espera­ba con un estoicismo a toda prueba el momento en que la voracidad de los hombres arremetiera contra las delicias trabajadas por sus manos. Ella los veía comer sin mesura y usar con destreza manos y cubiertos, ajenos a todo lo demás, como si cada bocado fuera el úl­timo de sus vidas, conmovida por el orgullo borroso que le producía ser la autora de aquella dicha efímera que debía repetir cada día. Y entre el humo de los cigarros aprisionado en el vapor estático de la noche y el olor dulzón del aguardiente que el calor enredaba en las cosas y las personas, para Sofía los amigos de su padre eran todos idénticos, como repeticiones anodinas del mismo molde, hasta que Salomón Fares decidió pedirla en matrimonio dos años después de enamorarse de ella. Él fue el primero en sorprenderse porque le resultaba muy difícil asociar la belleza imposible de Sofía con el hombre voluminoso y corriente, siempre sudado, con quien había

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compartido la mesa tantas veces y mucho menos entender que había estado visitando la casa de su amigo por tantos años sin darse cuen­ta de que terminaría enamorándose de su hija mayor. La primera vez que la vio desprendida del patio y de lo que pasaba allí, como si ella sola viviera en la casa, dueña de todo y separada de los afanes diarios de los demás, fue un viernes de tertulia igual a muchos otros, poco después de cumplir quince años. Sofía salió de mala gana para recibir a otro más de los visitantes asiduos de su padre, porque nadie más le había hecho caso a los golpes en la puerta y ella había tenido que interrumpir el peinado que con tanto trabajo estaba ensayando frente al espejo redondo del tocador en el que se arreglaba todos los días. No sabía dónde estaban sus hermanas y estaba lista para pro­barse varias hebillas y peinetas de pedrería que su madre le había regalado, cuando oyó que alguien afuera seguía tocando con insis­tencia. Moderó su incomodidad y con los bucles a medio hacer abrazándole el cuello, puso en práctica las lecciones de cortesía que su madre le repetía a diario y sin mayor esfuerzo, como recitando un poema infantil aprendido de memoria y muchas veces declama­do, le dijo con voz clara pero sin prestar mucha atención ni a sus propias palabras ni al hombre que llegaba con un paquete de carne cruda en las manos y un sombrero de fieltro que le ensombrecía la cara:

–Cómo le va, don Salomón. Pase adelante, bien pueda, que mi papá lo está esperando allá atrás.

Ella no dijo más porque no se le ocurrió nada más qué decirle al amigo de su padre y volvió al espejo tarareando «Mi noche

triste», que se sabía de memoria. Él, por su parte, se dio cuenta de que, en su turbación, no había atinado a quitarse el sombrero para completar el saludo y eso lo hizo sentirse avergonzado. Sin embargo, no tuvo más opción que caminar hasta el patio apretando fuerte el envoltorio que traía de la plaza del mercado, aunque lo único que hubiera querido hacer en ese momento era desviar sus pasos un poco hacia la derecha y seguir a Sofía por el corredor hasta su cuarto

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y descubrir qué hacía cuando nadie la miraba, cómo era la cama en que dormía y a qué olía, cuántos vestidos tenía y cuál era su preferi­do, pero sobre todo, adivinar entre sus cosas personales alguna señal que le indicara a qué hora había dejado de ser una más de las hijas pequeñas de su paisano que corría como silueta imprecisa alrededor de la mesa con sus hermanos o se sentaba tímida en las piernas de sus padre y se había convertido en la Sofía espléndida que salió a recibirlo y le causó tanta desazón. Esa noche, por primera vez, no le pareció reconfortante el espacio habitual donde lo esperaban sus paisanos, ni pudo acomodarse como de costumbre en su intimidad transitoria. Por el contrario, encontró pequeño y asfixiante el patio en que tan a gusto se había sentido siempre y molestas las voces y las risas de sus contertulios y vio a un hombre pequeño y desorientado entregarle a la señora de la casa un paquete de carne cruda que ya no tenía ganas de comer, quitarse el sombrero, ponerlo detrás de la silla y sentarse a secar el sudor en un puesto reservado para él, con una convicción de pérdida similar a la que había sentido cuando salió de su pueblo en busca de una suerte incierta, sin saber si volvería algún día. Le pareció que no había pasado una década sino muchas entre el momento en que navegaba en el vapor por el Magdalena oyendo las impertinencias de su primo y rogando que fuera cierto lo bueno que se decía de San Bartolomé de Honda para no tener que irse a ninguna otra parte y el instante en que se encontró con que una Sofía distinta vivía en la casa de don Nicolás y le había hecho entender que había otras formas de ser infeliz que él desconocía hasta entonces. Vio al hombre más viejo de lo que era a sus casi treinta y cuatro años y se dio cuenta de que seguía sudando copiosamente y de que no le interesaba la conversación de los otros o lo que pensaran de él. Oyó algo de su buena mano para sembrar y de cómo el parral se enredaba vigoroso y tupido entre los alambres que lo sostenían en una esquina del patio, casi a punto de dar su primera cosecha de hojas tiernas para rellenar, pero no le interesó saber si la mujer de su amigo ofrecía prepararlas la próxima semana o dentro de cinco años o si el parral se secaba y se moría para siempre y nunca más volvía a comer uno

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de sus platos preferidos. Distinguió la voz exaltada de Jacobo Fayad hablando de los nuevos acuerdos que ratificaban la separación de los territorios del norte y de la traición del emir Faysal a la causa árabe y despotricando contra los ingleses que lo habían coronado rey de los Estados del sur de Mesopotamia y se le hizo imposible ser parte de una conversación en la que en otros momentos habría participado gustoso:

–Hijos de puta, gritaba en árabe, cada vez más exaltado. Ellos y los franceses se creen los dueños del mundo. ¡Arrogantes! Piensan que no somos capaces de decidir nuestro destino. Ni siquiera re­cuerdan que les dimos el alfabeto y que cuando todavía vivían en cuevas, ya nosotros habíamos cruzado todos los mares y habíamos abierto las rutas comerciales más importantes, las que decidieron el progreso de la humanidad.

Asintió con la cabeza, de la misma manera que si hubiera estado tan enfrascado en la conversación como los demás, pero no dijo

nada. Sin embargo, hizo un esfuerzo por calmarse y volver a ser él mismo y empezó a recontar sus logros y las cosas de cada día que lo hacían feliz y a repetirse lo afortunado que era y lo mucho que sus compatriotas seguramente envidiaban sus triunfos. La estrategia no le fallaba. Así había logrado repetidas veces disipar la tristeza de tanta ausencia en su vida y así también había encontrado el estímulo que necesitaba en los días en que lo perturbaba la convicción de que aunque el tiempo pasara, en el fondo nunca había dejado de ser ex­tranjero ni dejaría de serlo. Novedades Salomón, su tienda de telas, sombreros y accesorios finos frente a la plaza del mercado, ofrecía mercancía exclusiva y era quizás la más visitada por los clientes locales y por los mayoristas de la región. Todos salían contentos y prometían volver y lo cumplían porque se iban convencidos de ser especiales y de haber sido tratados mejor que los demás. Aunque en época de lluvias había tenido problemas con la humedad, la bodega le dejaba ganancias superiores a las calculadas y así había podido comprar la casa que más le gustaba en el Barrio Alto del Rosario.

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Tenía un pórtico imponente y a los lados, dos galerías apacibles que retenían el fresco de los arbustos y las enredaderas del jardín de la entrada. Las puertas y ventanas remataban en una talla elaborada por la que se filtraba la luz y eran de doble ala y tan altas que cuan­do se abrían, dejaban entrar de golpe el mundo de afuera. Tenían el marco exterior trabajado con detalle, como si fuera dibujado, igual que la casa entera con su piso de rombos rojos y amarillos y la enor­me terraza trasera bordeada por balaustres. Desde allí se podía ver los barcos llegar y también las montañas y el puente de hierro que se veían desde el mirador del Club del Comercio, pero mucho más cerca, como si se pudieran tocar y sobre todo, tener a mano un cielo tan tupido de estrellas igual al de su pueblo en las noches despejadas de agosto. Nada le disgustaba de su casa. Había sembrado rosales que traían el mismo aire perfumado que renacía cada verano en el pequeño jardín de su madre y aún después de tantos años vivía agradecido de ser su dueño. Disfrutaba a diario la amplitud de sus espacios y del verde perpetuo que asomaba por todas partes, porque recordaba la casa adusta y pobre en la que se había criado y al final del día se sentía leve y recuperado, consciente de sus privilegios y de lo mucho que le había costado obtenerlos. Pero ni siquiera el in­ventario de sus logros más preciados lo reconfortó. Según se había propuesto, había comprado muebles más finos que los del Hotel América y cuando pensó en su magnífica sala vio a Sofía desnuda en el diván con la cabeza hacia atrás, plácida y con los ojos cerra­dos en la luz tranquila de las seis de la tarde. Una de las piernas descansaba en el piso y tenía la otra apenas doblada, de modo que Salomón le alcanzó a ver el sexo tierno y rosado y le dio vergüenza mirar a don Nicolás a la cara. Trató de desviar sus pensamientos y de pensar en clientes, en inversiones y en ganancias. Se acordó de doña Josefa Beltrán, una costurera habladora y resabiada, de pecho rotundo y voz estridente que le hacía las mismas preguntas una y otra vez sobre la calidad de las telas e insistía en contarle los por­menores de la vida de sus clientas, pero volvía otra vez tercamente a los labios generosos de Sofía dibujando las palabras e invitándolo

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a entrar, a su cuello bañado en rizos que le anochecían la blancura de la cara y a los ojos oscuros esquivos, llenos de secretos que deseaba descifrar por encima de todo.

A pesar de que Salomón había ensayado la escena innumerables veces, la ocasión no se desenvolvió por completo como lo había

previsto. Cerró sus tiendas media hora antes de las seis para poder esmerarse en su meticuloso ritual de aseo diario. Examinó con cui­dado el traje de lino blanco que había dispuesto para esa noche y reconoció con gusto la labor impecable de las manos de Aurelia en la perfección del lavado y el planchado. Cuando se afeitaba, notó con disgusto que el pulso le temblaba y que le resultaba difícil llevar a cabo la simple tarea de mantener bien definida la línea angosta del bigote que todos los días hacía con diestra precisión. En el cuarto de baño, la luz temblorosa de la lámpara le iluminaba el cuerpo a retazos mientras se enjabonaba y se encontró flaco y menguado. Trató de calmarse pensando que era sólo cuestión de formalizar un acuer­do implícito entre Nicolás Antúnez y él, pues aunque nunca había verbalizado su propuesta de matrimonio, en las contadas ocasiones en que le había insinuado discretamente a su paisano su interés por Sofía, la reacción había sido de beneplácito. Sofía era joven y muy hermosa, es cierto, pero también era verdad que ni en Honda, ni en toda la región del Tolima podría encontrar un pretendiente mejor que él entre los miembros de la colonia árabe. Aunque la familia vivía cómodamente, el éxito de don Nicolás era modesto y no era un secreto que sus varones Elías y Abraham, más preocupado por el juego y las mujeres el uno y retraído y más amigo de los libros que del dinero el otro, jamás harían prosperar el limitado patrimonio familiar. Pensar en esto lo tranquilizó. Esa noche no había contado con la llovizna persistente, que desde que había oscurecido, mojaba tercamente las calles del pueblo. Así que cuando llegó a la casa de los Antúnez, se dio cuenta de que el paraguas negro que llevaba no le había servido de mucho porque sintió que el lino de su traje se había vuelto mustio y vio con horror que varios puntos de barro le

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habían manchado el doblez del pantalón. Aunque era más parco que los otros en la bebida, en esa ocasión agradeció el aguardiente que le ofrecieron porque le aligeró los gestos y le avivó la voz. Y a pesar de que en un momento de flaqueza Salomón estuvo a punto de pos­poner el motivo de su visita y de arrepentirse del paso irrevocable que iba a dar y que cambiaría para siempre su vida, a la tercera copa decidió que no podría esperar más. Y si muchas veces se había pro­metido ser claro y directo y demostrar una vez más la confianza y la seguridad que lo caracterizaban frente a los demás, sin darse cuenta, se enredó en imágenes de gacelas saltando airosas por los montes, se atropelló entre metáforas de sonrisas como perlas desparramadas y en comparaciones de cabelleras como noches sin luna en el desierto y abismos insondables que rivalizaban con la negrura legendaria de unos ojos, antes de encontrar las palabras necesarias para decirle a su paisano en un tono respetuoso y falsamente humilde, que si no se oponía, solicitaba el honor de casarse con la mayor de sus hijas. El honor de concedérsela será mío, paisano, le contestó don Nicolás en árabe, ahorrándole formalismos y disimulando escasamente la euforia que le producía responder afirmativamente a una pregunta tan largamente anticipada.

Me dijo que sí, que con gusto me entregaría a su hija en matrimonio, que quién mejor que yo para esposo de ella y aunque me arrepentí

del exceso de palabras impensadas que me salieron sin freno por la boca, respiré aliviado porque ahí acababa mi primera batalla y había salido triunfante de ella, pero no pude sentirme del todo feliz, porque al mismo tiempo en el fondo sabía que tenía que prepararme para la segunda, la más dura de todas, la pelea incierta por ganarme el corazón de Sofía. Porque eso era lo que más quería en este mundo desde la noche en que me abrió la puerta y descubrí lo hermosa que era, conseguir que un día ella me abriera también los brazos y el alma, que me dejara usar las yemas de los dedos para viajar a mi antojo por su cuerpo hermoso, que se le deshiciera la rigidez de estatua con que se viste cuando me ve y se le convirtiera en temblor de torcaza para calmarla en mis brazos. Que

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me amaras, que te murieras por mí, como yo muero por ti, Sofía, era lo único que me importaba. El honor de concedérsela será mío, paisano, hace mucho siento que somos de la familia, me repite don Nicolás con euforia excesiva, mientras me acerca el cuerpo pesado de molusco y me abraza efusivamente. Le veo de cerca los pelos revueltos de las cejas espesas y en todo lo que pienso es en el arco perfecto de las tuyas, Sofía, que quiero repasar con calma, en la redondez suave en que remata la línea altiva de tu nariz y en tus labios hermosos que quiero humedecer con mi lengua. El espejo de la sala me muestra su cabeza plana y de refilón me veo yo también, amarillento y descarnado; infame la calvicie que me avanza por horas y siento, Sofía, que nunca ganaré esta batalla. n

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