Año 2034. Moscú se ha · 2015-06-12 · Año 2034. Moscú se ha transformado en una ciudad...

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Año 2034. Moscú se hatransformado en una ciudadfantasma. Los supervivientes se hanrefugiado en las profundidades de lared de metro y han creado allí unanueva civilización que no se pareceen nada a las anteriores… Laestación Sevastopolskaya llevavarias semanas sin podercomunicarse con el resto de la redde metro. Aparece en ella unmisterioso brigadier llamado Hunter.Este toma sobre sus hombros lalucha contra un enigmático peligroque amenaza a todos los habitantes

de la red de metro, y emprenderáuna arriesgada expedición hasta lomás recóndito del sistema detúneles. Le acompañará Homero, dela Sevastopolskaya, un hombre viejoy experimentado que conoce comonadie la red de metro y susleyendas. Más adelante conocerán ala joven Sasha y Homero pensaráque el héroe caído y la muchachapodrían ser la pareja perfecta paraprotagonizar su epopeya. Perotendrá que protegerla de incesantespeligros.

Dmitry Glukhovsky

Metro 2034

ePub r1.3adruki 07.10.13

Título original: MeTPO 2034Dmitry Glukhovsky, 2009.Traducción: Joan Josep Musarra RocaIlustración: Veronica Arenas

Editor digital: adrukiePub base r1.0

Estamos en el año 2034. El mundoha sido devastado. Apenas si quedanseres humanos con vida. Las ciudadesestán destruidas y la radiación las hadejado inhabitables. Se dice que, fuerade ellas, se encuentran solamenteinterminables desiertos de tierracalcinada, y antiguos bosques que se hantransformado en impenetrablesespesuras. Pero nadie sabe muy bien loque se esconde en ellos. La civilización

ha desaparecido. Y el recuerdo que aúnse conserva de las pasadas grandezas dela Humanidad se mezcla gradualmentecon mitos y leyendas.

Han pasado veinte años desde que elúltimo avión se elevó a los cielos. Lasantiguas vías de tren, cubiertas deherrumbre, no llevan ya a ninguna parte.Y si sintonizáramos, aunque fuera unmillón de veces, las antiguas frecuenciasde radio en las que se retransmitía desdeNueva York, París, Tokio y BuenosAires, no oiríamos nada más que unaullido solitario.

Han pasado más de veinte añosdesde entonces. La Humanidad ha

cedido a otras especies el señorío queen otro tiempo ejerció sobre el mundo.Especies nacidas de la radiación, muchomejor adaptadas a la vida en este mundonuevo.

La Era de la Humanidad haterminado.

Pero los supervivientes no quierenaceptarlo. Unas pocas decenas de milesde humanos han sobrevivido, y no sabensi en otra parte del mundo puede habermás, o si son los únicos que hansobrevivido en todo el planeta.

Viven dentro de la antigua red demetro de Moscú, el refugio atómico másgrande que jamás construyera la mano

del hombre. El último refugio de laHumanidad.

Casi todos los supervivientes sehallaban en el metro aquel día. Y esofue lo que les salvó la vida. Las puertasde seguridad herméticas de lasestaciones los protegieron de laradiación y de las horribles criaturasque a partir de entonces fueronapareciendo en la superficie. Los viejosfiltros les permitían purificar el aire y elagua. Los refugiados más hábilesconstruyeron dinamos con las que loshabitantes de la red de metro obtienenahora electricidad. Se alimentan decerdos y champiñones que crían en

granjas subterráneas. Los más pobres notienen reparos en comer también ratas.

Hace tiempo que no existe ningúntipo de administración central. Lasestaciones se han constituido enmicroestados. Sus habitantes se agrupanen torno a ideologías, religiones y filtrosde agua. O se unen simplemente paradefenderse de ataques enemigos.

Es un mundo sin mañana. En él notienen cabida los sueños, ni losproyectos ni las esperanzas. Lossentimientos han cedido su lugar a losinstintos, y el más importante de éstos esla voluntad de supervivencia. Acualquier precio.

Este libro es una continuación de lanovela Metro 2033.

No regresaron. Ni el martes, ni elmiércoles, ni tampoco el jueves, el díaque habían acordado como fecha límite.El puesto de vigilancia exterior nodescansaba en ningún momento. Habríabastado con que los centinelas oyeranaunque fuera el eco de una petición deauxilio, o divisaran el tenue fulgor deuna linterna sobre las paredes oscuras yhúmedas del túnel que conducía a la

estación Nakhimovsky Prospekt paraque, en el acto, partiera undestacamento.

La tensión crecía por momentos. Loscentinelas, unos soldados muy bienarmados, con entrenamiento especialpara situaciones como aquélla, tenían elojo alerta en todo. La baraja de cartascon la que se entretenían entre alarma yalarma llevaba dos días acumulandopolvo en un cajón del cuarto de guardia.Las conversaciones relajadas de otrostiempos dejaron de existir, y lassustituyeron, al principio, breves ynerviosos intercambios de pareceres, yluego, por fin, un silencio lúgubre que

aún persistía. Todos los que estaban allíabrigaban la esperanza de ser el primeroen oír los ecos de las pisadas queanunciarían el regreso de la caravana.Era una cuestión muy importante.

Todos los habitantes de laSevastopolskaya, desde los niños decinco años hasta los más ancianos, eranduchos en el manejo de las armas.Habían transformado su estación en unbaluarte inexpugnable. Pero, por muchoque se fortificaran tras nidos deametralladoras, alambradas, e inclusodientes de dragón que habían preparadocon trozos de raíl, su fortaleza,imbatible en apariencia, no conseguía

liberarse de la amenaza del desastre. Sutalón de Aquiles era la falta demunición.

Si los habitantes de las otrasestaciones hubieran tenido que hacerfrente a un ataque como los que laSevastopolskaya sufría a diario, nohabrían tratado de defenderse. Habríanhuido, como las ratas que abandonan untúnel inundado. Si se hubiera dado unaemergencia extrema, ni siquiera lapoderosa Hansa, la confederación deestaciones de la Línea deCircunvalación, se habría prestado amandarles grandes refuerzos. Les habríasalido demasiado caro. Indudablemente,

la Sevastopolskaya tenía un valorestratégico enorme. Pero el precio quehabría costado su defensa era demasiadoalto.

El precio de la electricidad tambiénera alto. Tan alto, que los moradores dela Sevastopolskaya, constructores de unade las centrales hidroeléctricas másimportantes de la red de metro, recibíanmuniciones de la Hansa a cambio delsuministro, e incluso hacían negocio conello. Pero la electricidad no se pagabatan sólo con cartuchos, sino también conla vida breve y mutilada de buena partede los habitantes de la estación.

Las aguas subterráneas eran, a un

tiempo, una bendición y una maldiciónpara la Sevastopolskaya. Igual que lascorrientes de la Estigia rodeaban portodos lados la podrida embarcación deCaronte, la estación estaba tambiéncircundada de agua. Las aguassubterráneas proporcionaban luz y calora la Sevastopolskaya, y a poco más deun tercio de la Línea de Circunvalación,porque hacían girar las palas de docenasde norias. Los expertos ingenieros de laestación las habían mandado construir,de acuerdo con sus propios planos, enlos túneles, en las grutas, en lascorrientes subterráneas de agua. Enresumen: en todos los sitios donde les

había sido posible.Pero, al mismo tiempo, el agua

corroía sin cesar los pilares, arrancabapoco a poco el cemento de las juntas.Murmuraba tras las paredes de laestación, como para arrullar a sushabitantes. Las aguas subterráneas lesimpedían cegar mediante explosioneslos túneles superfluos. Y eraprecisamente por esos túneles por dondehordas de monstruos salidos de unapesadilla llegaban hasta laSevastopolskaya, cual interminable yvenenoso ciempiés que hubiera idoentrando en una máquina de picar carne.

Los habitantes de la estación se

veían a sí mismos como tripulantes deuna nave de espectros que navegaba porel Infierno. Estaban condenados a buscary reparar sin descanso nuevas vías deagua, porque hacía mucho tiempo que lafragata había empezado a inundarse. Yno había a la vista ningún puerto que lesofreciera seguridad y reposo.

Tenían que defenderse de incesantesataques porque, desde laChertanovskaya[1], al sur, y laNakhimovsky Prospekt, al norte, acudíanmonstruos que habían salidoarrastrándose de los tubos deventilación, que emergían de los turbioscaldos que reposaban en los conductos

de desagüe, o que irrumpían por lostúneles. Parecía que el mundo entero sehubiese conjurado contra los moradoresde la Sevastopolskaya, y que noescatimara ningún esfuerzo para borrarsus hogares del plano de la red demetro. Pero ellos defendían su estacióncon uñas y dientes, como si se trataradel último refugio en todo el Universo.

Y, sin embargo, por muy capaces quefueran sus ingenieros, por severa eimplacable que fuese la instrucción desus militares, no podrían defender laestación si no disponían de cartuchos, yde bombillas para los faros, y deantibióticos y vendajes. Producían

electricidad, ciertamente, y la Hansa lespagaba bien por ello. Pero la Línea deCircunvalación contaba también conotros proveedores, y con producciónpropia. Los moradores de laSevastopolskaya, en cambio, no habríanpodido sobrevivir un mes entero sinayuda exterior. Y sus reservas decartuchos estaban a punto de terminarse.

Todas las semanas, caravanasacompañadas por una escolta militarpartían hacia la Serpukhovskaya, dondeempleaban el crédito que les habíanconcedido los mercaderes de la Hansapara proveerse de todo lo necesario, yluego regresaban de inmediato. Mientras

la Tierra siguiera girando, las aguassubterráneas fluyeran y las bóvedasconcebidas por los constructores delmetro se mantuvieran en pie, la vidaseguiría igual.

Pero, entonces, una caravana seretrasó. Y tardaba tanto que sólo eraposible una explicación: habían sufridoun imprevisto, un percance terrible,contra el que nada habían podido losescoltas, a despecho de su pesadoarmamento y su experiencia en elcombate, ni tampoco las buenasrelaciones con la Hansa, que tantomimaban.

La intranquilidad no habría sido tan

grande si hubieran dispuesto de algúnmedio de comunicación. Pero la líneatelefónica que los conectaba con laHansa también había sufrido algúnproblema, no habían podido hablar conellos desde el lunes anterior, y eldestacamento que habían enviado enbusca de la avería había regresado sinencontrar nada.

***

Una lámpara de pantalla ancha y decolor verde colgaba, muy baja, sobreuna mesa redonda. Iluminaba unos foliosamarillentos sobre los que había

gráficos y diagramas trazados a lápiz. Labombilla era de bajo consumo —comomucho, cuarenta vatios—, pero no paraahorrar electricidad —laSevastopolskaya no tenía ningúnproblema en ese sentido—, sino porqueal ocupante del despacho no le gustabanlas luces intensas. El cenicero estaballeno de colillas, todas ellas decigarrillos liados a mano, de bajacalidad. Un humo acre, de color grisazulado, flotaba cual pesada niebla en lahabitación de techo bajo.

El jefe de estación, VladimirIvanovich Istomin, se enjugó la frente,levantó la mano y miró el reloj con el

único ojo que le quedaba. Por quinta vezen media hora. Luego chasqueó losdedos y se levantó pesadamente.

—Tenemos que tomar una decisión.No podemos seguir así, sin hacer nada.

Un hombre mayor, pero deconstitución robusta, estaba sentado alotro lado de la mesa. Vestía unachaqueta acolchada con colores decamuflaje y una raída boina azul. Abrióla boca para decir algo, pero se loimpidió un acceso de tos. Parpadeó,malhumorado, y trató de apartar el humocon la mano. Luego dijo:

—Sí, de acuerdo, VladimirIvanovich. Pero te lo repito: no podemos

sacar a más hombres del túnelmeridional. La presión que tienen queaguantar los centinelas que hacenguardia allí es muy fuerte. A duras penasconsiguen resistir. Tan sólo en estaúltima semana hemos contado tresheridos, uno de ellos grave, y eso apesar de las fortificaciones. No voy apermitir que debilites aún más nuestrasposiciones en el sur. Es preciso que seisexploradores vigilen en todo momentolos conductos de ventilación y el túnelde enlace. Y también necesitamoshombres en el norte para proteger a lascaravanas que vienen hacia aquí. Nopodemos prescindir ni de un único

soldado. Lo siento, pero tendrás quebuscar otra manera de solucionar elproblema.

—¡El jefe de los puestos exterioreseres tú, así que encuéntrame hombres,por favor! —masculló el jefe deestación—. Yo ya me encargo de losasuntos que me competen. Tendría quepartir un destacamento dentro de unahora. Lo que sucede es que tú y yoaplicamos criterios diferentes.¡Escúchame, no podemos tener en cuentasolamente los problemas que nos afectanaquí y ahora! ¿Qué pasará si ha ocurridoalguna desgracia?

—Creo que te estás poniendo

histérico sin ninguna necesidad,Vladimir Ivanovich. Aún tenemos en elarsenal dos cajas del calibre 5.45 sinabrir. Nos bastarían para aguantardurante una semana y media. Además,tengo algo guardado en casa, bajo laalmohada. —El Coronel sonrió. Susdientes grandes y amarillos quedaron ala vista—. Y estoy convencido de querecibiré otra caja. Lo que nos falta noson cartuchos, sino personal.

—Yo te diré cuál es nuestroproblema. Si no recibimos másavituallamientos, dentro de dos semanashabrá que cerrar las puertas del surporque, si no tenemos municiones, no

podremos defender el túnel. Si se llega aesa situación, no podremos encargarnosdel mantenimiento de unos dos terciosde nuestras norias. Al cabo de unasemana empezarían a averiarse, y laHansa no verá con buenos ojos que lesfalle el suministro. Si tienen suerte,encontrarán enseguida otro proveedor. Ysi no… ¡Pero qué me importa ahora elsuministro eléctrico! Desde hace casicinco días, el túnel está muerto. No seve bicho viviente. ¿Y si hubiera habidoalgún derrumbe? ¿O hubiera quedadointransitable? Si nos hemos quedadoaislados, ¿qué va a ser de nosotros?

—Alto ahí. Los cables eléctricos

funcionan. Los contadores giran, y esoes garantía de que la Hansa aún recibeelectricidad. Si se hubiera producido underrumbe, ya lo sabríamos. Y si estofuese obra de saboteadores, habríancortado los cables eléctricos, no los delteléfono. Y ahora hablemos del túnel…¿qué es lo que te asusta? No tenemosnoticia de que nadie, ni siquiera en lasmejores épocas, haya llegado a nuestraestación por casualidad. Piensa en laNakhimovsky Prospekt: es imposibleatravesarla sin escolta. Loscomerciantes extranjeros ya no seatreven a venir. Y los bandidos tambiénestán bien informados: cada vez que

pillamos a una cuadrilla, dejamos convida a uno de sus miembros para que semarche y haga correr la noticia. No tedejes llevar por el pánico.

—Tienes mucha labia —murmuróVladimir Ivanovich. Se levantó la vendaque le tapaba la cuenca del ojo vacía yse enjugó el sudor de la frente.

—Te voy a ceder tres hombres —dijo el Coronel, esta vez con voz másafable—. Ni con mi mejor voluntadpodría proporcionarte más. Y deja defumar. Sabes muy bien que no puedorespirar ese humo. ¡Y además, te estásenvenenando a ti mismo! Yo habríapreferido un té…

—Por supuesto. Ahora mismo. —Eljefe de estación se frotó las manos, tomóel auricular del teléfono y ladró—:Istomin al habla. Tráigannos té para elCoronel y para mí.

—Que acuda el oficial de servicio—ordenó el jefe de los puestosexteriores, y luego se sacó la boina—.Voy a organizar el pelotón dereconocimiento.

Istomin disponía siempre de téespecial, de una selección procedente dela VDNKh. Casi nadie podíapermitírselo, porque provenía del otroextremo de la red de metro, y la Hansacobraba derechos de aduana hasta tres

veces por el té favorito del jefe deestación. Era tan caro que Istomin nohabría podido pagarse aquel capricho deno haber sido por sus contactos en laDobryninskaya. Había estado en laguerra con alguien que vivía allí, y, porello, era costumbre que los jefes decaravana volvieran siempre de la Hansacon un delicado paquetito y se loentregaran a él en persona.

Pero, de todos modos, los paqueteshabían dejado de llegar con regularidaddesde hacía un año, y alarmantesrumores se habían difundido hasta laSevastopolskaya: la VDNKh seenfrentaba a un nuevo y terrible peligro,

que tal vez amenazara también a toda laLínea Naranja. Se trataba, al parecer, deunos mutantes de la superficiedesconocidos hasta entonces. Se decíaque eran unas criaturas casi invisibles,prácticamente invulnerables, y que leíanel pensamiento. Se contaba que laestación había caído, y que la Hansa,temerosa de una invasión, había hechosaltar por los aires el túnel que seencontraba más allá de Prospekt Mira.Los precios del té se habían disparado,apenas si se encontraba el producto, eIstomin había empezado a preocuparsede verdad. Pero algunas semanas mástarde la tormenta había amainado, y las

caravanas que llegaban a laSevastopolskaya cargadas de cartuchosy bombillas empezaron a proveerlenuevamente de té. ¿No era eso lo másimportante?

Istomin le sirvió el té al oficial enuna taza de porcelana con baño de oroen el borde, ya muy desgastado.Mientras se lo servía, cerró el ojo ygozó por unos instantes del aromáticovaho. Luego se sirvió a sí mismo, sedejó caer pesadamente sobre la silla, yempezó a revolver la sacarina con unatintineante cucharilla de plata.

Ambos callaron, y durante un minutono se oyó otro sonido en el despacho a

media luz lleno de humo de tabaco. Tansólo el melancólico tintineo. Pero éste,de súbito, quedó ahogado por un pitidoestridente que llegó desde el túnel, y quese repetía con ritmo casi constante.

—¡Alarma!El jefe de los puestos exteriores se

puso en pie con inesperada agilidad ysalió corriendo de la habitación. Unúnico disparo de fusil resonó en lalejanía, y luego se oyeron losKalashnikov: uno, dos, tres. Botasmilitares con remaches en las suelasretumbaron sobre las vías, y se oyó lapoderosa voz de bajo del Coronel, que,ya a cierta distancia, daba las primeras

órdenes.Istomin quiso alargar la mano hacia

el lustroso subfusil que colgaba en suarmario, pero luego se la llevó al pecho,gimoteó, meneó la cabeza, se sentó denuevo a la mesa y tomó otro sorbo de té.Enfrente humeaba todavía la taza delCoronel, y al lado de ésta se encontrabasu boina. Con las prisas, se la habíaolvidado. El jefe de estación hizo unamueca e inició una nueva disputa, enesta ocasión a media voz, con el oficialque ya no estaba allí. El tema era elmismo, pero empleó nuevos argumentosque antes, en el calor de la discusión, nose le habían ocurrido.

***

Por la Sevastopolskaya circulaba unchiste muy malo que explicaba por quéla estación vecina se llamabaChertanovskaya: su nombre derivaba dela palabra rusa Chort, que significa«diablo». Las norias de la centralhidroeléctrica estaban distribuidas porbuena parte del túnel que conducía hastaella pero, aunque la estación estuvieraabandonada, no se le habría ocurrido anadie, ni por asomo, apoderarse de ellay colonizarla, como sí habían hecho conla Kakhovskaya. Los equipos técnicosque, acompañados siempre por

destacamentos de escolta, habíanmontado los generadores más lejanos, yque de tiempo en tiempo tenían que ir arevisarlos, se guardaban muy mucho deacercarse a menos de cien metros de laChertanovskaya. Casi todos los quetenían que tomar parte en esasexpediciones se santiguaban en secreto—a menos que fueran fanáticos delateísmo— y algunos, por lo que pudierasuceder, llegaban al extremo dedespedirse de sus familiares.

La Chertanovskaya era terrible, esolo notaba cualquiera que se acercase amedio kilómetro de distancia. En losprimeros tiempos, los ingenuos

moradores de la Sevastopolskaya habíanenviado tropas de asalto con armamentopesado para ampliar su área deinfluencia. Los que regresaron,volvieron con heridas graves, tras haberperdido, como mínimo, a la mitad delcuerpo expedicionario. Los curtidosguerreros que habían vuelto de allíconversaban en torno a las hogueras,entre tartamudeos y divagaciones, y entodo momento temblaban, aunqueestuvieran tan cerca del fuego que casise les chamuscara la ropa. Tan sólo acosta de grandes esfuerzos lograbanrecordar lo que habían vivido, y nohabía dos que contasen la misma

historia.Se decía que, más allá de la

Chertanovskaya, el túnel tenía un ramalque se adentraba en el subsuelo ydesembocaba en un gigantesco laberintode cuevas naturales plagadas demonstruos. Los habitantes de laSevastopolskaya conocían ese lugarcomo La Puerta: una denominacióntotalmente arbitraria, porque ninguno delos que regresaron con vida habíallegado a esa zona. De todas maneras, secontaba una historia de cuando el restode la línea aún era territorio ignoto. Alparecer, una unidad de exploradoresmuy nutrida había sobrepasado la

Chertanovskaya y había descubierto LaPuerta. Mediante un aparato emisor —una especie de teléfono por cable—, elencargado de las comunicaciones habíainformado de que se hallaban a laentrada de un angosto corredor quedescendía a las profundidades casi envertical. No dijeron nada más. Minutosmás tarde, los jefes de laSevastopolskaya oyeron chillidos,preñados de espanto y dolor. Ocurríaalgo muy extraño: los exploradorestrataban de no disparar. Quizás hubierancomprendido que las armasconvencionales no iban a protegerlos. Elúltimo en enmudecer fue el capitán del

grupo, un mercenario sin escrúpulosprocedente de la estación Kita-gorod,que siempre cortaba el meñique a susadversarios después de derrotarlos. Elmicrófono ya no debía de estar en manosdel encargado de comunicaciones, y elcapitán debía de hallarse a ciertadistancia, porque sus palabrasresultaban difíciles de entender. Pero, afuerza de agudizar el oído, el jefe deestación comprendió qué era lo quegimoteaba durante su agonía: unaplegaria. Una de esas plegarias sencillase ingenuas que los niños pequeñossuelen aprender de labios de unospadres devotos. Luego, la conexión se

cortó.Tras este incidente, desistieron de

llegar a la Chertanovskaya. Huboincluso propuestas para abandonar laSevastopolskaya y refugiarse en laHansa. La estación maldita era como laúltima frontera, el límite del áreacontrolada por los humanos. Lascriaturas que trataban de entrar desde elotro lado creaban un buen número deproblemas a los habitantes de laSevastopolskaya; pero no eraninvulnerables, y un sistema de defensabien organizado rechazaba los ataquescon relativa facilidad y escasas bajas…siempre que se dispusiera de

municiones. Algunos de los monstruossólo se podían detener con balasexplosivas y descargas eléctricas de altatensión. Pero la mayoría de las criaturasque se enfrentaban a los centinelas noeran tan terribles, aunque, de todosmodos, siempre fueran muy peligrosas.

***

—¡Eh, allí queda uno! ¡Arriba, en eltercer tubo!

La lámpara de arriba se habíadesenganchado y se tambaleaba de unlado para otro como un ajusticiado alextremo de la horca, e iluminaba

erráticamente la escena que tenía lugarfrente a las fortificaciones: a vecesalumbraba las encorvadas figuras de losmutantes que venían arrastrándose, aveces los sumía de nuevo en laoscuridad, y en ocasiones deslumbraba alos centinelas. Sombras delatoras ibande un lado para otro, se juntaban y sedispersaban de nuevo, hacían feasmuecas, hasta el punto de que no eraposible distinguir entre los hombres ylas bestias.

El puesto de vigilancia se hallaba enun buen lugar: la intersección entre dostúneles. Poco antes del Apocalipsis,Metrostroy[2] había iniciado allí unas

obras de reparación que no llegaron aterminarse. Los moradores de laSevastopolskaya habían erigidofortificaciones en ese cruce: dos nidosde ametralladora, una barricada desacos de arena de metro y medio dealtura, dientes de dragón y barreras quehabían montado con trozos de raíl,cables de tensión a poca y muchadistancia, y un sistema de alarma muyelaborado. Pero cuando los mutantesacudían en gran número, como entonces,ni siquiera ese sistema de defensaresultaba efectivo.

El centinela que manejaba laametralladora balbuceaba

monótonamente. Le salían burbujas desangre de las fosas nasales, y se miraba,estupefacto, las palmas de las manos,que tenía húmedas, y de un color rojobrillante. En torno a la Pecheneg, el airevibraba como consecuencia de laselevadas temperaturas. Pero entonces, lamaldita máquina se le encalló. Elcentinela resopló, se apoyó en elhombro del camarada que estaba a sulado —un gigantesco guerrero con uncasco integral de titanio en la cabeza—y enmudeció. Al cabo de un segundo seoyeron fortísimos gritos: la bestiaatacaba.

El hombre del casco empujó a un

lado el cuerpo cubierto de sangre delotro centinela, se puso en pie, empuñó elKalashnikov y disparó una breve ráfaga.Una repulsiva criatura de cuerpotendinoso y pellejo grisáceo pegó unsalto, desplegó sus zarpas nudosas ydescendió sobre ellos, planeando conlas membranas de sus brazos. Latormenta de plomo puso fin a susalaridos, pero el cadáver del animalvoló hasta un trecho más allá. Su cuerpo,de ciento cincuenta kilos, se estrellócontra los sacos de arena y levantó unremolino de polvo.

—Esto se ha acabado.El asalto de las criaturas pareció

interminable pero, de hecho, habíaempezado unos minutos antes, en lasgigantescas tuberías cortadas quecolgaban del techo del túnel. Parecíaque habían logrado detenerlo. Loscentinelas, con grandes precauciones,abandonaron sus parapetos.

—¡Una camilla! ¡Un médico!¡Rápido, tenemos que llevarlo a laestación!

El gigantesco centinela que habíamatado al último de los monstruosmontó una bayoneta en el fusil de asaltoy se fue acercando sucesivamente, sinprecipitarse, a todas y cada una de lascriaturas que yacían muertas o heridas

en el campo de batalla. Una y otra vez,aplastaba contra el suelo, con la bota,las fauces erizadas de dientes delanimal, y les clavaba breve y hábilmentela bayoneta en uno y otro ojo. Al acabar,se recostó, exhausto, contra los sacos dearena. Echó una mirada al túnel, levantóla visera del casco y tomó un trago deuna cantimplora.

Los refuerzos procedentes de laestación no llegaron hasta que larefriega hubo terminado. El jefe de lospuestos exteriores se presentó por fin,cojeante, casi sin aliento, echandopestes contra sus diversos achaques, conla chaqueta de camuflaje sin abrochar.

—¿Y de dónde voy a sacar yo treshombres? ¡Como no me los corte de mispropias carnes!

—¿Disculpe? No comprendo, DenisMikhailovich —dijo uno de loscentinelas.

—Istomin pretende que enviemos deinmediato un pelotón de reconocimientoa la Serpukhovskaya. Está cagado por lode la caravana. ¿Y de dónde voy a sacaryo tres hombres? Precisamente ahora…

—¿Aún no se han recibido noticias?—le preguntó el centinela de lacantimplora sin volverse.

—No, ninguna —corroboró el viejo—. Pero tampoco ha pasado tanto

tiempo. A ver, por favor, ¿qué sería lomás peligroso ahora? ¡Si debilitamoslos puestos de la frontera meridional,dentro de una semana aquí no quedaránadie que pueda darle la bienvenida a lacaravana!

Su interlocutor negó con la cabeza,pero no dijo nada. Tampoco reaccionóde ningún modo cuando el oficial, porfin, dejó de gruñir, y preguntó a loscentinelas si alguien querría presentarsepara una expedición de tres hombres.

Acudieron voluntarios de sobra. Lamayoría de los centinelas estaban hartosde montar guardia en las fronteras de laestación, y eran incapaces de imaginarse

algo más peligroso que la vigilancia deltúnel meridional.

Entre los seis que se presentaronvoluntarios, el Coronel eligió a los tresque le parecieron más prescindibles.Sabia elección: ninguno de los tres iba aregresar.

***

Hacía tres días que habían enviado ala troika. El Coronel tenía la impresiónde que las gentes murmuraban a susespaldas y lo miraban con desconfianza.Incluso las conversaciones másacaloradas se interrumpían cuando él se

acercaba, y en el tenso silencio quesolía hacerse creía percibir unasilenciosa exigencia: «Explícanoslo,justifícate.»

Pero él se limitaba a hacer sutrabajo: se encargaba de la seguridad delos puestos fronterizos de laSevastopolskaya. Su cometido era denaturaleza táctica, no estratégica. Nodisponía de suficientes soldados. ¿Quéderecho tenía a quemarlos de ese modo?Los estaba enviando a expediciones dedudosa utilidad, cuando no obviamenteabsurdas.

Hasta tres días antes, ésa había sidosu convicción. Pero las miradas de

angustia, desaprobación y duda minaronsu confianza y empezó a flaquear. Unequipo de reconocimiento, pertrechadocon armamento ligero, necesitaba menosde un día para ir hasta la Hansa yregresar, aun contando con posiblesrefriegas y demoras en las fronteras delas estaciones independientes.

El Coronel ordenó que no dejaranpasar a nadie, se encerró en sudespacho, apoyó en la pared su frenteenfebrecida y empezó a murmurar parasí. Por enésima vez repasó todas lasposibilidades. ¿Qué podía haberlesocurrido a los mercaderes? ¿Y a lapatrulla de reconocimiento?

Los habitantes de laSevastopolskaya no tenían ningún miedoa los ataques humanos. Como mucho, alejército de la Hansa. La fama de que laSevastopolskaya era un lugar peligroso,las exageradas historias que contabanlos escasos visitantes sobre el elevadoprecio que sus habitantes pagaban parasobrevivir… los comerciantes oíantodas esas historias y las difundían a lolargo y a lo ancho de la red de metro. Yno habían tardado en surtir efecto. Losdirigentes de la estación comprendieronenseguida las ventajas de esa fama, ytrabajaron por consolidarla. Losinformadores, comerciantes, viajeros y

diplomáticos narraban, con la bendiciónoficial, las mentiras más truculentassobre la Sevastopolskaya y, en general,sobre el trecho que se encontraba másallá de la Serpukhovskaya.

Tan sólo a unos pocos se lespermitía atravesar esa cortina de ruido yhumo, y conocer la atractiva realidad dela estación. Durante los últimos años,algunos grupos aislados que no estabanal corriente habían tratado de penetrarpor los puestos exteriores, pero lamaquinaria militar de laSevastopolskaya, dirigida por antiguosoficiales del Ejército Rojo, los habíatriturado sin mayor dificultad.

En cualquier caso, la troika deexploradores había recibidoinstrucciones precisas: si se topaban conalgún peligro, tenían que evitar todaconfrontación y regresar lo antesposible.

Ni que decir tiene que la Nagornayase encontraba en el mismo trecho. No setrataba de un lugar aterrador como laChertanovskaya, pero de todos modosera peligrosa y siniestra. Como laNakhimovsky Prospekt, que tenía laspuertas que conducían a la superficieatascadas pero sin cerrar, y por ello noestaba a resguardo de intrusiones. LaSevastopolskaya no consideraba la

posibilidad de provocar un derrumbe,porque sus Stalkers salían por laNakhimovsky Prospekt. Nadie se atrevíaa entrar solo en esta última estación,pero tampoco se recordaba que lastroikas hubieran tenido nunca grandesproblemas para acabar con las criaturasque acechaban allí.

¿Un derrumbe? ¿Las aguassubterráneas? ¿Un acto de sabotaje? ¿Uninesperado ataque de la Hansa? Sería elCoronel, no el jefe de estación, Istomin,quien tuviera que dar explicaciones a lasmujeres de los exploradoresdesaparecidos, y éstas lo mirarían a losojos, angustiadas y cargadas de

interrogantes, en busca de una promesa,un consuelo. Tendría que darexplicaciones a los soldados de laguarnición. Éstos, por fortuna, no leharían preguntas innecesarias y, por elmomento, su lealtad se manteníaincólume. Por último, tendría quetranquilizar a todos los que sentíaninquietud, a todos los que después deltrabajo se congregaban en torno al relojde la estación para calcular el tiempoque había pasado desde que partió lacaravana.

Istomin había contado que durantelos últimos días le habían preguntado envarias ocasiones por qué las luces de la

estación estaban tan bajas. En algunoscasos, incluso llegaron a exigirle quevolvieran a ponerlas a la intensidadhabitual. Y el caso es que a nadie se lehabía ocurrido bajar la potencia de lacorriente: la iluminación funcionaba apleno rendimiento. No, esa penumbra nose encontraban en la estación, sino enlos corazones de los hombres, y nohabrían podido expulsarla ni siquieralas lámparas de mercurio másresplandecientes.

El cable telefónico que les permitíacomunicarse con la Serpukhovskayaseguía en silencio. El Coronel se veíaprivado de una sensación muy

importante, porque en el metro no eranada usual: la sensación de cercanía conotros seres humanos. Mientras lascomunicaciones funcionaran, mientraslas caravanas hiciesen regularmente surecorrido y el viaje hasta la Hansadurase menos de un día, los habitantesde la estación tendrían libertad paramarcharse y para quedarse. Todo elmundo sabía que cinco túneles más allácomenzaba el metro propiamente dicho,la civilización… la Humanidad.

Seguramente, los exploradores delPolo habían sentido algo semejante enlos hielos árticos, cuando —fuera porinterés científico, o por una elevada

retribución— se habían enfrentadodurante varios meses al hielo y lasoledad. Habían llegado a encontrarse avarios miles de kilómetros delcontinente, pero nunca se alejaban deltodo, porque la radio funcionaba, y unavez al mes oían el estruendo de aviónque les arrojaba cajas repletas de latasde carne.

Pero la banquisa de hielo quesostenía la Sevastopolskaya se habíahecho pedazos y desaparecía porinstantes… en una tormenta de hielo, enun océano negro, en el vacío y laincertidumbre.

La espera se prolongaba, y la vaga

preocupación del Coronel se transformópoco a poco en lúgubre certidumbre: lostres exploradores que había enviado a laSerpukhovskaya no iban a regresarjamás. No era posible retirar a otros tressoldados de los puestos exteriores yenviarlos, también a ellos, contra elignoto peligro. No podían permitirseotras tres muertes seguras, que tampocohabrían servido para resolver lasituación. Pero, de todos modos, no leparecía que hubiera llegado el momentode bajar la puerta hermética, con la quese podía cerrar el túnel meridional, yreclutar una gran fuerza de asalto. ¿Porqué había de ser precisamente él quien

tuviera que tomar la decisión? Unadecisión que, en cualquier caso, seríaerrónea.

El Coronel suspiró, entreabrió lapuerta, echó una ojeada y llamó alguardia.

—¿Tienes un cigarrillo para mí?Pero que éste sea el último. La próximavez no me des, por mucho que te insista.Y no se lo digas a nadie.

***

Nadya, una mujer madura, robusta yparlanchina, vestida con un chal deplumón agujereado y un delantal sucio,

llegó con la olla de carne y verdura. Loscentinelas se animaron. Patatas, pepinosy tomates se consideraban manjaresrefinados, y fuera de la Sevastopolskayase encontraban cosas parecidas tan sóloen algunas kabaks[3] de la Línea deCircunvalación y de la Polis. La escasezno se debía tan sólo a la complejidad delos cultivos hidropónicos que había queinstalar para que germinaran lassemillas, sino también a que casi nohabía ninguna estación que pudieradespilfarrar kilovatios con el únicoobjetivo de dar más variedad al menú desus soldados.

Los propios dirigentes de la estación

tenían verdura sobre la mesa sólo en losdías de fiesta, porque se cultivaba sobretodo para los niños. Istomin había tenidoque sostener una acalorada discusióncon los cocineros para convencerlos deque añadieran cien gramos de patatashervidas y un tomate a la olla de carnede cerdo que se servía cada dos días. Elobjetivo era levantar la moral.

Y, así, cuando Nadya, conmovimientos más bien torpes, dejó elfusil de asalto en el suelo y levantó latapadera de la olla, los centinelasdesarrugaron el entrecejo. En esemomento ninguno de ellos quiso hablarde la caravana que no regresaba ni de la

fuerza de reconocimiento que se habíaesfumado. No querían que nada lesestropeara el apetito.

Había un centinela mayor que losdemás. Vestía una chaqueta acolchadacon pequeñas reproducciones delemblema de la red de metro. Sonriente,revolvió las patatas de su plato y dijo:

—Hoy me voy a pasar el día enteropensando en la Komsomolskaya. Ojalápudiera volver a verla. ¡Quémosaicos…! Creo que era la estaciónmás bella de Moscú.

—Por favor, Homero, cállate ya —le respondió un tipo gordo, sin afeitar,con gorra de orejeras—. Viviste allí, y

es lógico que te siga gustando. Pero ¿quéme vas a decir de las vidrieras de laNovoslobodskaya? ¿Y de lasmajestuosas columnas y los frescos en eltecho de la Mayakovskaya?

—A mí me había gustado siempre laPloshchad Revolyutsii —confesótímidamente un centinela de rostro serio,un francotirador, que había dejado atrássu primera juventud—. Ya sé que es unaidiotez, pero todos aquellos marineros ypilotos de aspecto sombrío, lossoldados de la frontera con los perros…cuando era niño ya me parecíanformidables.

—A mí no me parece que eso sea

una idiotez —le dijo Nadya mientrasraspaba los restos que habían quedadopegados a la olla—. Además, entre lasestatuas de esos hombres había dos queeran muy guapos. ¡Eh, brigadier! ¡Ventepara aquí! ¡No querrás marcharte sinhaber comido nada!

El militar corpulento y ancho deespaldas que se sentaba aparte de losdemás se acercó con pasos lentos, tomósu ración y volvió a su lugar. Lo máscerca posible del túnel, lo más lejosposible de los seres humanos.

El gordo señaló con la cabeza lasanchas espaldas del brigadier, que sehabía sumergido de nuevo en la

penumbra, y preguntó en susurros:—¿Ese se deja ver todavía por la

estación?—No, ya lleva una semana aquí —le

respondió el francotirador, también envoz baja—. Pasa las noches en el sacode dormir. ¿Cómo lo soporta…? Quizálo necesite. Hace tres días, cuando lasbestias estuvieron a punto de comerse aRinat, él las mató a todas. Sin ayuda denadie. Tardó un cuarto de hora. Regresócon las botas llenas de sangre, y el rifletambién. Se lo veía muy satisfecho.

—No es un hombre, es una máquina—observó un centinela flaco que seencargaba de una de las ametralladoras

—. No querría tener que dormir a sulado. ¿Has visto cómo tiene la cara?

El viejo al que habían llamadoHomero se encogió de hombros y dijo:

—Pues mira qué curioso, yo sólo mesiento seguro de verdad cuando estoycon él. ¿Qué queréis? Es un buenhombre, lo que ocurre es que le sucedióalgo muy malo. ¿Qué obligación tenemosde ser guapos? Que sean las estacioneslas que estén bonitas. Y ya que hablamosde eso, tu Novoslobodskaya me pareceel colmo del mal gusto. La vidriera esano la puedo ni ver si no estoyborracho… ¡una vidriera… si hasta meentran ganas de reír!

—¿Y no te parece de mal gusto unaestación con la mitad del techo cubiertopor un mosaico que representa unkoljós?

—¿Y cuándo has visto tu eso en laKomsomolskaya?

El gordo metió baza:—Toda esa porquería de arte

soviético tenía un único tema: ¡La vidaen los koljoses y nuestros heroicospilotos!

—¡Seryosha, no te metas con lospilotos! —le advirtió el francotirador.

De pronto, se oyó una voz sorda yprofunda:

—La Komsomolskaya es una

mierda, y la Novoslobodskaya también.El gordo interrumpió su réplica de

pura sorpresa y contempló al brigadierenvuelto en la penumbra. Los demásenmudecieron también. El suboficial notomaba parte casi nunca en susconversaciones. Cuando le preguntabanalgo, respondía, como mucho, conmonosílabos.

Aún estaba sentado, de espaldas,con los ojos clavados en las fauces deltúnel.

—La Komsomolskaya tiene el techodemasiado alto y las columnasdemasiado esbeltas. El andén entero estácomo servido en bandeja. Además, no

sería fácil cerrar sus pasillos conbarricadas. Y en la Novoslobodskayalas paredes están cubiertas de grietas,por mucho que las rellenen. Con unasola granada se podría derrumbar todala estación. Y las vidrieras esas de lasque hablabas se hicieron añicos hacetiempo. Eran demasiado frágiles.

Las afirmaciones hechas por aquelhombre habrían sido un buen motivo dediscusión, pero nadie se atrevió alevantar la voz. El brigadier callódurante un rato y luego dijo, como depaso:

—Me marcho a la estación. Homerome acompañará. El relevo llegará dentro

de una hora. Que Artur se ponga almando mientras tanto.

El francotirador se puso en pie alinstante y asintió, aun cuando elbrigadier no pudiera verlo. El viejo selevantó también y empezó a recoger suscosas, aunque no había acabado decomer. Cuando el brigadier llegó a lahoguera, Homero ya tenía preparadotodo su equipo, que incluía un casco yuna voluminosa mochila.

—¡Mucha suerte! —dijo elfrancotirador.

Cuando las desiguales siluetas —elcorpulento brigadier y el flaco Homero— se alejaron por el trecho de túnel al

que llegaba la luz, el francotirador lossiguió con la mirada. Luego, aterido, sefrotó las manos y se estremeció.

—No sé por qué, me ha entrado frío.Echad más carbón a la hoguera.

***

Mientras iban de camino, elbrigadier no malgastó las palabras.Solamente le preguntó a Homero si eraverdad que había trabajado en otrotiempo como conductor de trenesauxiliares, y antes de eso comoguardavía. El viejo lo miró condesconfianza, pero luego asintió.

Siempre contaba a los habitantes de laSevastopolskaya que había trabajadocomo conductor de metros, y ocultaba supasado como guardavía, queconsideraba humillante.

El brigadier dirigió un breve saludoa los guardias llevándose un par dededos a la visera del casco. Estos seapartaron, y el brigadier entró sin llamaren el despacho del jefe de estación.Istomin y el Coronel se levantaron de lasilla, sorprendidos, y se le acercaron.Los dos estaban desgreñados,desesperados y exhaustos.

Mientras Homero se deteníatímidamente en el umbral y aguardaba

con impaciencia, el brigadier se quitó elcasco, lo dejó entre los papeles deIstomin y se pasó la mano sobre elcráneo rapado. A la luz de la lámpara sevio lo terriblemente desfigurado quetenía el rostro: la mejilla izquierda se lehabía contraído como por unaquemadura, el ojo del mismo lado eratan sólo una raja, y una enorme cicatrizde color violáceo iba en zigzag desde lacomisura de sus labios hasta la oreja.Homero creía conocer bien ese rostro,pero de todos modos sintió un gélidoescalofrío en la espalda, como si lohubiera visto por primera vez.

—Yo mismo iré a la Línea de

Circunvalación —exclamó el brigadier.Ni siquiera había saludado.

Se hizo un profundo silencio.Homero sabía muy bien que aquelhombre era un luchador extraordinario yque, por ello, los dirigentes de laestación lo trataban con un especialrespeto. Pero ése fue el primer momentoen el que se dio cuenta de que elbrigadier, a diferencia de los demáshabitantes de la Sevastopolskaya, noacataba órdenes. No había ido a buscarla aprobación de aquellos dos hombresenvejecidos y exhaustos. Al contrario:parecía que fuera él quien diese laorden, y que los otros dos tuvieran que

cumplirla. Y… ¿cuántas veces lo habríahecho ya? se preguntaba Homero.¿Quién era el brigadier?

El jefe de los puestos exteriores sevolvió hacia el jefe de estación. Se leensombreció el rostro, como si hubieraquerido protestar, pero luego, con ungesto, dio a entender que no lo haría.

—Como quieras, Hunter —dijo—.De todos modos, no lograremosdisuadirte.

Homero los escuchó. Hunter. Nuncahabía oído ese nombre en laSevastopolskaya. Parecía un apodo igualque el suyo porque, por supuesto, él nose llamaba «Homero», sino NikolayIvanovich. Había sido allí, en laestación, donde, por su afición a lashistorias y rumores de todo tipo, habíanempezado a llamarlo igual que alcreador de los poemas épicos griegos.

—Éste será vuestro nuevo brigadier.Dos meses antes, el Coronel lo había

presentado con estas palabras a loscentinelas del túnel meridional. Lossoldados habían contemplado con unamezcla de desconfianza y curiosidad sufigura de hombros anchos, oculta bajo eluniforme de kevlar y el pesado casco.Hunter, a su vez, se apartaba de elloscon indiferencia. Mostraba un interésmucho mayor por el túnel y susfortificaciones que por las personas quele habían sido confiadas. Les estrechó lamano a todos los soldados queacudieron a presentarse, pero no les dijoni palabra. Asentía en silencio,

estampaba el sello sobre su nombre yles soplaba en la cara el humo azuladode sus cigarrillos sin filtro, como paraconservar las distancias. Si llevaba elvisor de su casco alzado, a la sombra deéste brillaba su ojo sin vida, desfiguradopor la profunda cicatriz. Los centinelasno osaron preguntarle por su nombre, nientonces ni después, y lo llamabansimplemente «brigadier».Comprendieron que la estación habíacontratado a uno de esos mercenariostan caros que no necesitan nombre.

Hunter.Mientras esperaba indeciso a la

puerta del despacho de Istomin, Homero

articuló la extraña palabra, sin emitirsonido alguno, tan sólo con los labios.No parecía un nombre apropiado paraun hombre. Más bien para un perropastor de Asia central. No logróreprimir una sonrisa. Se acordó de que,efectivamente, antaño había existido unaraza con ese nombre. ¿Cómo era posibleque le hubiera venido a la cabeza? Unaraza peleona, de rabo cortado y orejaserguidas… sin nada superfluo.

Pero, cuanto más repetía el nombrepara sí, más familiar le resultaba.¿Dónde lo habría oído? Seguramente ensu querido e inacabable torrente deleyendas y charlatanerías, y había

quedado enterrado en lo más hondo desus recuerdos. Con el tiempo se habíaacumulado encima una gruesa capa decieno formada por nombres, hechos,rumores y cifras… un montón de datosinútiles sobre la vida de otros, queHomero escuchaba siempre con granfruición y trataba de registrarconcienzudamente.

Hunter… ¿sería un criminal? ¿Y si laHansa había puesto precio a su cabeza?Homero arrojó una piedra al turbioestanque de sus recuerdos y escuchó.No. ¿Un Stalker? No cuadraba con suaspecto. ¿Un oficial de campo? Estoúltimo parecía más verosímil. Y debía

de haber entrado en las leyendas…Homero atisbo una vez más,

disimuladamente, el rostro inexpresivo,en cierta manera mutilado del brigadier.El nombre de perro le sentabasorprendentemente bien.

—Necesitaré dos hombres más. Unode ellos será Homero, porque conoce eltúnel. —El brigadier no le preguntó alviejo si estaba de acuerdo, ni siquiera sevolvió hacia él—. Al otro lo elegiréisvosotros. Un hombre que pueda correr,un correo. Partiremos hoy mismo.

Istomin asintió, pero al instante leasaltaron las dudas y se volvió hacia elCoronel. Éste, malhumorado, murmuró

su aprobación, aunque llevaba díaspeleándose con el jefe de estación porcada uno de sus hombres. No parecíaque nadie sintiera ningún interés por laopinión de Homero, pero a éste no se leocurrió ni por asomo protestar. A pesarde su edad avanzada, no se negaba nuncaa participar en semejantes misiones.Tenía sus motivos.

El brigadier recogió el casco quehabía dejado sobre la mesa y se dirigióa la salida. Se detuvo un momento en elumbral y, volviéndose hacia Homero, ledijo:

—Despídete de tu familia. Equípatepara una larga marcha. No cojas

cartuchos. Yo te los proporcionaré.Dicho esto, se marchó.Homero trató de seguirlo, aunque

sólo fuera para hacerse una idea de quéle aguardaba en aquella expedición.Pero, cuando estuvo en el andén, vio queHunter se encontraba a una buenadistancia, alejándose con larguísimaszancadas. No lograría alcanzarlo.Homero meneó la cabeza sin dejar demirarlo.

El brigadier, contra su costumbre, nose había cubierto la cabeza con el casco.Tal vez estuviera abstraído en suspensamientos, o quisiera respirar conmayor comodidad. Pasó frente a unas

muchachas que holgazaneaban sobre elandén. Su trabajo era vigilar a loscerdos y disfrutaban de la pausa delmediodía. De pronto, una de ellassusurró, a espaldas del militar:

—¡Niñas… mirad al zombie ese!

***

—¿De dónde lo has desenterrado?—preguntó Istomin. Aliviado, se dejócaer sobre la silla y agarró con susmanos rechonchas el librillo de papel defumar.

Según se contaba, la hierba que sefumaba con tan gran placer en la

estación era un hallazgo de los Stalkers,que la habían encontrado en lasuperficie, no muy lejos del parqueBittsevsky. En cierta ocasión, el Coronelhabía acercado en broma un contadorGéiger a un paquetito donde estabaescrito «Tabaco», y el aparato habíaempezado a dar señales amenazadoras.Dejó de fumar en el acto, y la tos quehabía padecido siempre por las noches,y que lo había atormentado comoposible síntoma de un cáncer de pulmón,perdió gravedad. Istomin, en cambio, senegó a prestar mucha atención a losindicios de radiactividad. No le faltabarazón: en el metro no había

prácticamente nada que, poco o mucho,no «irradiase».

—Hace una eternidad que nosconocemos —le respondió de mala ganael Coronel. Calló durante unos instantes,y añadió—: Antes no era así. Le ocurrióalgo.

—A juzgar por su rostro, es evidentelo que le ocurrió. —El jefe de estacióncarraspeó y miró hacia la entrada,nervioso, como si temiera que Hunterhubiera oído sus palabras.

El comandante de los puestosexteriores no iba a quejarse de que elbrigadier hubiera emergido deimproviso de entre las brumas del

pasado. Se había erigido en muy pocotiempo en el más importante puntal delpuesto de guardia del sur. Pero DenisMikhailovich no acababa de creerse elretorno de su antiguo conocido.

La noticia de la tremenda, y almismo tiempo extraña, muerte de Hunterse había difundido un año antes por lared de metro, como un eco en lostúneles. Pero, hacía dos meses, elmilitar se había presentadoinopinadamente a la puerta del Coronely éste, al verlo, se había santiguado. Lafacilidad con que el resucitado habíaesquivado a los centinelas de lospuestos exteriores, como si hubiera

pasado entre ellos sin ser visto, hizotemer a Denis Mikhailovich quehubieran actuado fuerzas oscuras.

Había distinguido por el cristalempañado de la mirilla un perfil que lehabía resultado familiar: la cervizbovina, el cráneo reluciente, la narizalgo chata. Pero, por algún motivo, elvisitante nocturno volvía el rostro, teníala cabeza gacha y no trataba de poner final tenso silencio. El Coronel habíaarrojado una mirada lastimera hacia labotella de vino dulce que tenía abiertasobre la mesa, había suspirado hasta lomás hondo y, al fin, había abierto elpestillo de la puerta. Las reglas lo

obligaban a socorrer a los suyos, y pocoimportaba que estuvieran vivos omuertos.

Al abrirse la puerta, Hunter levantópor primera vez la mirada. Entonces elCoronel entendió por qué había ocultadola mitad del rostro. Temía que elCoronel no lo reconociese. DenisMikhailovich se había encontrado yacon casos semejantes: el mando de laguarnición de la Sevastopolskaya, encomparación con sus años salvajes, leparecía una jubilación dorada. Peroapartó igualmente el rostro, dolorido,como si se hubiera quemado. Luego serió tímidamente, como para disculparse

por su inapropiada reacción.El invitado no se permitió ni

siquiera la sombra de una sonrisa. Nosonrió ni una sola vez en toda la noche.Aunque las horribles cicatrices que ledesfiguraban el rostro hubieranmejorado un poco durante los mesespasados, aquel hombre no tenía casinada en común con el Hunter que DenisMikhailovich recordaba.

No dijo ni una palabra sobre sumilagrosa supervivencia, ni sobre sularga ausencia, y no pareció que oyeralas asombradas preguntas del Coronel.Es más, le ordenó a Denis Mikhailovichque no informara a nadie sobre su

regreso. Si el Coronel se hubiera dejadoguiar por el sentido común, habríainformado de inmediato a los Ancianos.Pero tenía una vieja deuda con Hunterque aún no había saldado, y lo dejó enpaz.

De todos modos, DenisMikhailovich ordenó en secreto unainvestigación. Se encontró con que todoel mundo daba por muerto a su huésped.No había cometido ningún delito, ninadie lo buscaba. No se habíaencontrado nunca el cadáver de Hunter,pero todo el mundo tenía por seguro que,si no hubiera muerto, habría dadoseñales de vida. Cada vez que se lo

repetían, el Coronel asentía y decía quesí.

Hunter, o, mejor dicho, su figuradesdibujada y, como es habitual en estoscasos, embellecida, aparecía en unadocena de leyendas y relatos medioinventados. No cabía duda de que elpropio Hunter estaba satisfecho con lasituación y no sacó a sus antiguoscompañeros de su error, sino quepermitió que lo dieran por muerto envida.

Denis Mikhailovich tuvo en cuentasu antigua deuda e hizo lo único quepodía hacer: se calló y le siguió eljuego. Si estaban con otras personas, no

llamaba a Hunter por su nombre. Sólo leconfió la verdad a Istomin, aunque no ledio muchos detalles.

El jefe de estación no se preocupabamucho por el asunto, porque el brigadierse ganaba de sobra su plato diario desopa. Día y noche montaba guardia en elpuesto exterior del túnel meridional.Acudía a la estación tan sólo una vezpor semana para lavarse. Y laposibilidad de que se hubiera metido enaquel infierno para esconderse de unoshipotéticos perseguidores nopreocupaba en absoluto a Istomin. Éstesabía valorar los servicios de loslegionarios que arrastraban un pasado

turbio. Su única exigencia era quelucharan, y no tenía nada quereprocharle en ese sentido.

Al principio, los centinelas sequejaron de la arrogancia de su nuevobrigadier pero, pasada la primerarefriega, las quejas terminaron. Levieron exterminar todo lo que había queexterminar, con cálculo y método,poseído, al mismo tiempo, por unaespecie de embriaguez inhumana y fría.Cada uno de los soldados sacó suspropias conclusiones. Nadie trató deentablar amistad con él, pero loobedecían sin cuestionarlo. El brigadierno tuvo que levantar en ningún momento

su voz sorda y quebrada. Ésta tenía algoen común con el hipnótico siseo de laserpiente. El propio jefe de estaciónasentía obedientemente cada vez queHunter le hablaba y, a veces, por siacaso, antes de que hubiera terminadode hablar.

***

Por primera vez en mucho tiempo, laatmósfera que reinaba en el despacho deIstomin se despejó, como si unasilenciosa tempestad hubiera pasado porél, y hubiera dejado tras de sí la tandeseada calma. No había motivos para

discutir, porque tampoco había ningúnluchador que superara a Hunter. Si, apesar de todo, moría en el túnel, tan sóloles quedaría un último recurso…

—¿Ordeno que se prepare laoperación? —preguntó DenisMikhailovich.

—Tienes tres días. Serán suficientes.—Istomin encendió el mechero yparpadeó—. No podremos esperarlosmás tiempo. ¿Cuánta gente vamos anecesitar?

—Tenemos a punto una fuerza deasalto. Puedo organizar otra con veintehombres más. Si pasado mañana norecibimos noticias de ellos —el Coronel

señaló con la cabeza hacia la puerta—tendrás que decretar la movilizacióngeneral. En ese caso, lanzaríamos unataque.

Istomin enarcó las cejas, pero norespondió. No hizo otra cosa que darleuna larga calada al cigarrillo liado amano que crujía suavemente entre susdedos. Denis Mikhailovich agarró doshojas de papel cubiertas de garabatosque tenía sobre la mesa y, de acuerdocon un sistema que sólo él comprendía,se puso a trazar círculos en torno avarios nombres.

¿Un ataque? El jefe de estaciónlevantaba la mirada por encima de la

encanecida nuca del Coronel y, a travésde las volutas de humo de tabaco,contemplaba el plano de la red de metrocolgado en la pared. Estaba amarillento,manchado, cubierto de pequeñasanotaciones que equivalían a unacrónica de la última década: las flechasindicaban expediciones dereconocimiento; los círculos, asedios;las estrellas, puestos de vigilancia, y lossignos de exclamación, zonasprohibidas. Diez años enteros estabandocumentados sobre aquella lámina,diez años en los que no había pasado unsolo día sin derramamiento de sangre.

Bajo la Sevastopolskaya, en la

Yuzhnaya, finalizaban las anotaciones.Istomin no recordaba que nadie hubieraregresado de allí. Cual raíz larga y llenade ramificaciones, la línea proseguíahacia abajo, virgen como las áreas decolor blanco sobre los mapas de losconquistadores españoles que habíanasaltado por primera vez las costas delas Indias Occidentales. Pero, adiferencia de éstos, los moradores de laSevastopolskaya no tenían posibilidadesde emprender una conquista. Losmayores esfuerzos de sus hombres ymujeres, debilitados por la radiación,habrían sido insuficientes.

Y por ello, las pálidas brumas de la

incertidumbre envolvían ese muñón desu línea de metro olvidada por Dios, unalínea que en su otra dirección conducíahacia arriba, hacia la Hansa, hacia laHumanidad. El Coronel ordenaría a lossuyos, en breve, que se armaran para elcombate, y no habría nadie que senegara a cumplir sus órdenes. La guerrade exterminio contra la Humanidad, quehabía empezado hacía más de dosdécadas, no había cesado en ningúninstante, por lo menos en laSevastopolskaya y, cuando se vive unaño tras otro bajo la amenaza constantede la muerte, el miedo cede ante elfatalismo y la indiferencia, y se imponen

las supersticiones, los talismanes, losinstintos animales. Pero ¿quién sabía loque podía aguardarles entre laNakhimovsky Prospekt y laSerpukhovskaya? ¿Quién sabía sipodrían superar la misteriosa amenaza, ysi más allá quedaría algo por lo quemereciese la pena luchar?

Istomin recordó su último viaje a laSerpukhovskaya: puestos de venta,indigentes dormidos sobre los bancos,biombos tras los que dormían y seamaban todos los que aún tenían algo.Esa estación no producía nada, no teníainvernaderos ni corrales. No: sushabitantes eran astutos y proclives al

hurto. Vivían de la especulación,vendían mercancías depreciadas quehabían comprado a las caravanas que nollegaban a tiempo, y prestaban a losciudadanos de la Línea deCircunvalación algunos servicios porlos que éstos, en su propia estación,habrían tenido que comparecer ante eltribunal. La Serpukhovskaya era unhongo parasitario, una excrecencia en elrobusto tallo de la Hansa.

Esta última era una confederación dericas estaciones dedicadas al comercio.Habían tenido la buena idea debautizarla con el nombre de su modeloalemán. Era un baluarte de la

civilización dentro de la red de metro,una red de metro que, por lo demás, seestaba transformando en un sumidero depobreza y barbarie. La Hansa tenía unejército de verdad, luz eléctrica inclusoen las paradas intermedias más pobres yuna hogaza de pan para todos los queconseguían el deseado sello deciudadanía en su pasaporte. Lospasaportes con el sello de la Hansavalían una fortuna en el mercado negro,y si los guardias de la fronteradescubrían uno falso mataban deinmediato a su propietario.

La Hansa debía su riqueza y supoder a la extraordinaria posición que

ocupaba: la Línea de Circunvalaciónenlazaba el resto de líneas, ordenadassegún un sistema radial, y ofrecía laposibilidad de pasar de una a otra. Tantolos comerciantes que mercadeaban conel té de la VDNKh como las dresinasque transportaban los cartuchosproducidos por los armeros de laBaumanskaya depositaban su carga en laestación hanseática más cercana yregresaban luego a su hogar. Preferíanvender su mercancía a un precio másbajo antes que tratar de obtenerbeneficios más elevados mediantelargos viajes por la red de metro quefácilmente podían costarles la vida.

Podía ocurrir que la Hansa seanexionara estaciones vecinas pero, porlo general, éstas conservaban suindependencia. Así se había formado unárea de tolerancia en la que serealizaban todos los negocios con losque los jerarcas de la Hansa no queríantener ninguna relación oficial. Porsupuesto, dichas estaciones, llamadasradiales, estaban abarrotadas de espíasde la Hansa y, desde hacía tiempo, loscomerciantes de la Línea deCircunvalación se habían hecho de factocon el control. Pero formalmenteconservaban su independencia. Ése erael caso de la Serpukhovskaya.

En uno de los túneles que losenlazaban con la Tulskaya, en aquel día,hacía mucho tiempo, se había detenidoun tren. Istomin había marcado con unacruz latina la línea que unía ambasestaciones, porque los vagones que seencontraban en el túnel estabanhabitados por sectarios. Habíantransformado el tren sin vida en unaespecie de villa, aislada en medio de unnegro desierto. Istomin no tenía nadacontra los sectarios. Éstos enviaban asus misioneros a las estacionescircundantes en busca de almasperdidas, pero los perros pastores deDios no llegaban nunca hasta la

Sevastopolskaya, ni molestaban deninguna manera a los viajeros quetransitaban por su túnel, salvo con lossermones con los que trataban deconvertirlos. Las caravanas de esa zonaempleaban con sumo gusto el túnellimpio y vacío que enlazaba la Tulskayacon la Serpukhovskaya.

Una vez más, Istomin recorrió lalínea con su único ojo. ¿La Tulskaya? Elcorrespondiente asentamiento mostrabalos primeros signos de abandono. Sushabitantes vivían de las migajas que lesdejaban los convoyes de laSevastopolskaya que pasaban por allí ylos astutos mercaderes de la

Serpukhovskaya. Algunos de ellos semantenían con la reparación de todo tipode motores, y otros buscaban trabajosocasionales en las fronteras de la Hansa.Se pasaban el día sentados en susinmediaciones, hasta que se lespresentaba algún capataz con manerasde traficante de esclavos. «Ellostambién son pobres —pensaba Istomin—, pero por lo menos no tienen esamirada de timador de los de laSerpukhovskaya, y en su estación imperael orden. El peligro une.»

La siguiente estación era laNagatinskaya. Sobre el plano de Istomin,un breve trazo indicaba que estaba

deshabitada. Pero se trataba de unaverdad a medias: ciertamente, hacíamucho tiempo que nadie se instalaba enla estación, pero todo tipo de chusma lafrecuentaba. Vivían una vida caótica,medio animal. En la absoluta oscuridadque reinaba allí, las parejas seabrazaban al abrigo de miradasextrañas. Sólo muy de vez en cuando,alguien encendía una hoguera entre lascolumnas y alumbraba las sombras depersonajes siniestros que celebraban allísecretos conciliábulos.

Pero, durante la noche, sólo sequedaban en ella los individuos másdesprevenidos, o audaces en extremo,

porque no todos los visitantes quellegaban a la estación eran humanos. Enla oscuridad susurrante, gelatinosa, quereinaba en la Nagatinskaya, se podíandistinguir, si se miraba bien, siluetashorrorosas de verdad. Y, de vez encuando, un chillido perforaba lastinieblas e inspiraba —por lo menosdurante un rato— un miedo atroz entre elresto de indigentes. Alguna especie decriatura había arrastrado a un pobredesgraciado hasta su cueva para, una vezallí, devorarlo sin prisas.

Los vagabundos no se aventurabanmás allá de la Nagatinskaya. El trechoque la separaba de las instalaciones

defensivas de la Sevastopolskaya sehabía transformado en una especie detierra de nadie. Este último concepto nopodía emplearse sin matices, porque lasdos estaciones que había entre ambas sehallaban bajo el control de ciertascriaturas. Sin embargo, losdestacamentos de exploradores de laSevastopolskaya hacían todo lo posiblepor no cruzarse con ellas.

***

A primera vista, la Sevastopolskayahabría parecido deshabitada. En elandén no había tiendas de campaña

militares como las que servían devivienda a los humanos en la mayoría delas estaciones. En vez de éstas, habíamontones de sacos de arena, que a la luzmortecina de las lámparas seasemejaban a oscuros hormigueros. Perolos puestos de combate estabandesiertos, y las sobrias columnas deplanta angular habían quedado cubiertaspor una gruesa capa de polvo. Todoestaba dispuesto para que los visitantesno deseados creyeran que la estaciónllevaba mucho tiempo desierta.

Pero si el intruso tenía la ocurrenciade quedarse un rato por allí, corría elriesgo de quedarse para siempre. Porque

los soldados con ametralladoras y losfrancotiradores que cumplían servicioen la vecina Kakhovskaya durante lasveinticuatro horas del día ocuparían lasinstalaciones de defensa en escasossegundos, y los reflectores de mercuriosustituirían a las lámparas de bajaintensidad y abrasarían las retinas de losintrusos -—hombres o monstruos— queno estuvieran habituados a su fulgor.

El andén era la última, y muy bienplanificada línea de defensa de laSevastopolskaya. Los habitáculos sehallaban en el vientre de la engañosaestación: bajo el andén. Bajo lasgrandes baldosas de granito, oculto a

ojos extraños, se encontraba un segundoespacio, no más estrecho que el propioandén, pero dividido en un gran númerode celdas. Dentro de éstas habíaviviendas con buena iluminación, sinhumedad, cálidas, con filtros de aire einstalaciones de purificación de aguaque murmuraban sin cesar, invernaderoshidropónicos… los habitantes de laestación se sentían seguros tan sólocuando se refugiaban en un subsuelo aúnmás profundo.

***

Homero sabía muy bien que la

batalla de verdad no le aguardaba en eltúnel, sino en la estación. Recorrió elpasillo en el que se alineaban laspuertas entrecerradas de las antiguasinstalaciones auxiliares donde vivían lasfamilias de la Sevastopolskaya.Caminaba cada vez más despacio. Enrealidad, aún tenía que pensar su táctica,estudiarse sus respuestas. Pero el tiempose le escurría entre las manos.

—¿Y tú qué quieres que haga? Unaorden es una orden. Sabes muy bien cuáles la situación. A mí no me hanpreguntado lo que quería hacer. No teme pongas así… ¡no seas ridícula! No,no les he plantado cara. ¿Que si podía

negarme? No, eso sería inaceptable.Sería deserción, ¿lo entiendes?

Ésas eran las palabras que ibamurmurando, a veces en tono resuelto ycolérico, a veces afable y suplicante.

Al llegar a la puerta de suhabitáculo, repitió la perorata entera. Laescena era inevitable, pero no pensabaarrugarse. Fingió una mirada lúgubre ytiró del picaporte. Estaba a punto para lapelea.

Dos de los nueve metros cuadradosy medio —un lujo que había esperadodurante cuatro años mientras vivía enuna tienda— estaban ocupados por unalitera del Ejército Rojo, otro por una

mesa cubierta con un bonito mantel yotros tres por un gigantesco montón deperiódicos que llegaba hasta el techo. Sihubiera estado soltero, la montaña lohabría enterrado ya. Pero quince añosantes había conocido a Helena. La mujerno se limitaba a soportar la presencia delos periódicos viejos y polvorientosdentro de la minúscula vivienda, sinoque tenía la costumbre de ordenarloscon gran cuidado, y con ello impedíaque el hogar se transformara en unaPompeya sepultada bajo el papel.

Era mucho lo que tenía que soportar.Un inacabable número de recortes deperiódico alarmistas, con títulos como

«La carrera armamentística seintensifica», «Los estadounidensesprueban un nuevo escudo antimisiles»,«Nuestra defensa nuclear se refuerza»,«Misiles antibalísticos por la paz», «Seagota la paciencia», empapelaban lasparedes de la pequeña habitación. Yluego estaba el turno de noche quepuntualmente cumplía su hombre frente aun montón de cuadernos escolares, conun bolígrafo deshecho a mordiscos en lamano, bajo la luz eléctrica. Tenían tantopapel en casa que no podían encender niuna vela. Por no hablar del apodo que lehabían puesto a su marido para broma yburla; que éste llevaba con orgullo, pero

que los otros pronunciaban con unasonrisa de desprecio.

Sí, la mujer soportaba muchas cosas,pero no todas. No soportaba losentusiasmos juveniles de su hombre, quesiempre lo arrastraban al centro delhuracán, aunque sólo fuera para ver loque encontraría allí. ¡Con casi sesentaaños! Ni la ligereza con la que aceptabatodas las misiones que le proponían sussuperiores, sin pensar que en una de lasúltimas expediciones había estado apunto de no volver.

Por no pensar en lo que le sucederíaa ella si perdía a su hombre y se veíaobligada de nuevo a vivir sola.

Todas las semanas, cuando Homerose marchaba para cumplir su turno deguardia, su mujer evitaba quedarse encasa. Se iba con los vecinos paradistraerse de sus aprensiones, o se uníaa un turno de trabajo, aunque no lecorrespondiera. Todo le valía con tal deevadirse, con tal de olvidar durante unrato que el cuerpo de su hombre podíahallarse en ese mismo instante sobre lasvías, frío y sin vida. La serenidad,típicamente masculina, con que ésteafrontaba la muerte, le parecía a ellaestúpida, egoísta y criminal.

El azar quiso que la mujer hubieravuelto a casa para cambiarse después

del trabajo. Estaba metiendo el brazopor la manga de una chaqueta de puntoremendada. Se quedó quieta sin acabarde ponérsela. Sus cabellos negros,entremezclados con canas —aún nohabía cumplido los cincuenta—, estabandesgreñados y en sus ojos de color azulpálido brillaba el miedo.

—Kolya… ¿ha sucedido algo? ¿Notenías que estar de servicio hasta mástarde?

En un primer momento, Homero notuvo fuerzas para entrar. Sí, desde luego,en aquella ocasión eran otros quieneshabían decidido por él. Podía decir conla conciencia tranquila que lo habían

obligado. Pero dudó. ¿No sería mejortranquilizarla y luego explicárselo tododurante la cena, como si la cosa hubieracarecido de importancia?

—Sólo te pido una cosa: que no memientas —le advirtió ella, al darsecuenta de que su hombre le rehuía lamirada.

—Lena… —empezó a decir Homero— tengo que contarte algo.

—¿Acaso alguien…? —La mujerpreguntó de inmediato por lo más grave,lo más temible. Pero no llegó apronunciar las palabras «ha muerto»,porque tenía miedo de que seconfirmaran sus más terribles

presentimientos.—¡No! No… —Homero negó con la

cabeza, y añadió, como de pasada—: Esque me han eximido del servicio devigilancia. Me mandan a laSerpukhovskaya. No será nada.

—Pero… —Lena se quedó sinaliento—. Pero eso es… ¿han vuelto losotros que…?

—Venga, todo eso son tonterías —seapresuró a decir Homero—. Allí noocurre nada fuera de lo común. —Laconversación estaba tomando un sesgodesagradable. En vez de capear elchaparrón de insultos, hacerse el héroe yaguardar el momento oportuno para la

reconciliación, tendría que enfrentarse auna prueba mucho más dura.

Helena se volvió, se acercó a lamesa, cambió de lugar el salero y alisóuna arruga del mantel.

—He tenido un sueño… —A lamujer se le enronqueció la voz, y tuvoque carraspear.

—Tú siempre tienes sueños.—Éste era malo —repuso ella con

obstinación. Luego, de improviso,sollozó.

—¿De qué se trataba? ¿Y qué puedohacer yo…? Una orden es una orden —le replicó Homero, tartamudeando, y leacarició un dedo. Se dio cuenta de que

todas las frases que había estadopreparando no le servirían de nada.

—¡Que vaya en persona el tuertoaquel! —gritó la mujer con voz colérica,ahogada por las lágrimas, y apartó lamano—. ¡O el diablo ese de la boina!Pero sólo saben dar órdenes y másórdenes… ¿Qué le cuesta a él? ¡Siprácticamente está casado con su fusil!¿Qué va a saber él?

Cuando un hombre hace llorar a unamujer y luego quiere consolarla, tieneque empezar por controlar sus propiasemociones. Homero se avergonzó de símismo, y por eso Helena pudo hacerledaño. Pero habría sido muy fácil ceder y

prometerle que se negaría a cumplir laorden, todo con tal de tranquilizarla, desecarle las lágrimas. Durante lo que lequedaba de vida, tendría que lamentarsepor la oportunidad perdida. Tal vezfuera la última oportunidad que se leofrecería durante su vida, una vida quehabía durado mucho.

Por ello, permaneció en silencio.Había llegado el momento de

convocar a los oficiales y darlesinstrucciones. Pero el Coronel aúnestaba sentado en el despacho deIstomin. Apenas si notaba el humo detabaco que tanto le había molestado enel pasado y que, al mismo tiempo, le

provocaba tentaciones.El jefe de estación trazaba rutas con

el dedo sobre el viejo plano ymurmuraba para sí, meditabundo. Entretanto, Denis Mikhailovich se esforzabapor entender todo aquello: ¿Cuál era elsecreto que se ocultaba tras laenigmática aparición de Hunter en laSevastopolskaya? ¿Por qué habíaaparecido justamente allí, y por qué secubría casi siempre con el casco durantesus apariciones en público? Eso sólopodía significar que Istomin estaba en locierto: Hunter huía de alguien yempleaba los puestos exteriores del surcomo escondrijo. Pero valía por una

brigada completa y se había vueltoinsustituible. No importaba ya quiénpudiera exigir su deportación, ni cuálfuese el precio que se hubiera puesto asu cabeza. Ni Istomin ni el Coronel sehabrían prestado a entregarlo.

El escondrijo era ideal. En laSevastopolskaya no había forasteros, ylos mercaderes locales que emprendíanel camino hacia las estaciones centralesmantenían la boca cerrada, a diferenciade sus locuaces colegas en otros lugares.En aquella pequeña Esparta, que resistíasobre un minúsculo trocito de territorioen los confines del mundo, se apreciabapor encima de todo a los hombres

dignos de confianza, e implacables en elcampo de batalla. Allí se respetabantodavía los secretos.

Pero ¿cómo era posible, entonces,que Hunter hubiera renunciado a suescondite? ¿Por qué se presentabavoluntario para ir a la Hansa y searriesgaba con ello a que alguien loreconociera? Era él quien habíadecidido lo de la expedición. Istomin nose habría atrevido a ordenárselo. Sinduda alguna, no era el paradero de losexploradores desaparecidos lo queinquietaba al brigadier. Tampoco era elamor por la estación lo que le inducía aluchar por la Sevastopolskaya. Debía

tener otros motivos que sólo él conocía.¿Podía ser que estuviera cumpliendo

una misión? Eso habría explicadomuchas cosas: su aparición repentina, susecretismo, la perseverancia con quemontaba guardia en el túnel y,finalmente, su resolución de emprendersin más tardanza el viaje hacia laSerpukhovskaya. Pero, entonces, ¿porqué no había querido informar a losdemás? ¿Quién podía haberle enviado,si no ellos? ¿Quién?

No, era imposible. ¿Hunter, uno delos puntales de la Orden? ¿Un hombre aquien le debían la vida docenas, tal vezcentenares de personas, y entre ellas el

propio Denis Mikhailovich? No, esehombre no podía haber cometidotraición…

Pero ¿el Hunter que había regresadode la nada era el mismo? Y si actuabapor orden de otros, ¿podía ser quehubiera recibido algún tipo de señal?¿Acaso la desaparición de la caravana yla del destacamento de exploración noera ninguna casualidad, sino unaoperación meticulosamente planeada?¿Y qué papel representaba en ella elpropio brigadier?

El Coronel meneó la cabeza,vigorosamente, como para sacudirsetodas sus especulaciones. Se le

aferraban como sanguijuelas y, al modode éstas, se hinchaban cada vez más.¿Cómo podía pensar así sobre unhombre que le había salvado la vida?Por otra parte, los servicios de Hunter ala Sevastopolskaya eran indiscutibles, yno había dado pie en ningún momento aque se dudara de él. Denis Mikhailovichse prohibió a sí mismo toda suposiciónde que el brigadier fuera un espía o unagente subversivo, y tomó una decisión:

—Me beberé otra taza de té y luegoiré con los muchachos —dijo confingido tono enérgico, y chasqueó losdedos.

Istomin dejó el plano y sonrió,

fatigado. Se disponía a activar el discode su viejo teléfono para llamar alordenanza cuando, de pronto, fue elpropio aparato el que sonó con fuerza.Los dos hombres se llevaron unsobresalto y se miraron. Hacía unasemana que no oían aquel sonido. Elencargado de comunicaciones solíallamar directamente a la puerta de sudespacho cuando tenía que informar dealgo, y, aparte de éste, no había nadie enla estación que tuviese conexión directacon el aparato.

—Istomin al habla —dijo conprudencia el jefe de estación.

—¡Vladimir Ivanovich! Lo llaman

desde la Tulskaya —dijoatropelladamente la voz nasal delencargado de comunicaciones—. Perose oye fatal… probablemente losnuestros… pero la conexión…

—¡Pásamelos de una vez! —bramóel jefe de estación, y aporreó la mesacon tal fuerza que el traqueteo delteléfono sonó como un quejido.

El encargado de comunicacionesenmudeció. En el auricular se oyó unclic, luego un ruido de fondo yfinalmente una voz perdida en la infinitalejanía, desfigurada hasta el punto dehacerse irreconocible.

***

Helena había vuelto el rostro haciala pared para esconder las lágrimas.¿Qué podía hacer para retenerlo? ¿Cómoera posible que su hombre se agarrarasiempre a la primera posibilidad demarcharse que se le presentaba? Supenoso discurso sobre las «órdenes dearriba» y la «deserción»… lo habíaoído un centenar de veces. ¡Qué nohabría dado ella, qué no habría hechodurante los últimos quince años, con talde poner fin a sus bobadas! Pero, unavez más, su hombre se adentraría en eltúnel, como si allí pudiera encontrar

algo, aparte de tinieblas, vacío y muerte.¿Qué era lo que buscaba?

Homero sabía muy bien qué era loque tenía en la cabeza su mujer. Igualque si se lo hubiese dicho a la cara. Sesentía mal, pero era demasiado tardepara echarse atrás. Abrió la boca paradecir unas palabras conciliadoras,cálidas, pero se calló, porque sabía muybien que sólo habrían servido paraavivar aún más la llama.

Sobre la cabeza de Helena llorabaMoscú. Una fotografía a color de laTverskaya Ulitsa[4] tras una cortina delímpida lluvia estival, recortada de unantiguo almanaque de papel brillante,

cuidadosamente enmarcada, colgaba dela pared. Hacía mucho tiempo, cuandoaún merodeaba por la red de metro,Homero no había tenido otraspropiedades que sus ropas y aquelhallazgo. Otros hombres llevaban en elbolsillo páginas arrugadas con fotos debellezas desnudas que habían arrancadode revistas masculinas. Pero a Homerono le servían como sucedáneo. Sinembargo, su foto de Moscú le recordabaalgo de inconmensurable importancia,de inexpresable belleza… algo quehabía perdido para siempre.

Murmuró torpemente: «Perdóname»,salió al pasillo, cerró cuidadosamente la

puerta a sus espaldas y, sintiendo que lefaltaban las fuerzas, se acurrucó en elsuelo. La puerta de los vecinos estabaabierta y en el umbral jugaban dos niñosque, de puro pálidos, parecían enfermos.Un niño y una niña. Cuando vieron aHomero dejaron de jugar. El osito depeluche remendado y relleno de trapospor el que habían estado discutiendocayó al suelo. Los niños se arrojaronsobre Homero y le gritaron:

—¡Tío Kolya! ¡Tío Kolya!¡Cuéntanos una historia! ¡Nos habíasprometido que nos contarías una historiacuando regresaras!

Homero no pudo reprimir una

sonrisa. Por un instante se olvidó de lapelea con Helena, acarició el escasocabello rubio de la niña, y, con unamirada seria, estrechó la manita delniño.

—¿Qué queréis que os cuente?—¡Háblanos de los mutantes sin

cabeza! —gritó alegremente el chiquillo.—¡No! ¡Yo no quiero oír hablar de

mutantes! —dijo la niña, aterrorizada—.¡Son horribles, me dan miedo!

Homero suspiró.—¿Pues tú qué quieres que te cuente,

Tanyusha?Pero el niño se adelantó a su

respuesta:

—¡Entonces háblanos de losfascistas! ¡O de los partisanos!

—No. Yo quiero que nos cuente lahistoria de la Ciudad Esmeralda —dijoTanya, y sonrió con sus pocos dientes.

—¡Pero si ya os la conté ayer! ¿Nopreferís que os hable de la guerra de laHansa contra los rojos?

—¡De la Ciudad Esmeralda, de laCiudad Esmeralda! —gritaron los dos.

—Bueno, está bien —les respondióHomero—. En un lugar que está muylejos, muy lejos de aquí, al final de laLínea Sokolnicheskaya[5], después desiete estaciones abandonadas, trespuentes que se derrumbaron, y millares y

millares de traviesas, se encuentra unamisteriosa ciudad subterránea. Estáembrujada, y los seres humanosordinarios no pueden entrar en ella. Ensu interior viven magos y sólo ellospueden salir por las puertas de laciudad, y también volver a entrar.Arriba, en la superficie, hay ungigantesco castillo con torres, en el quevivieron en otro tiempo esos magos tansabios. Ese castillo se llama…

—¡Virsidad! —gritó el niño, y mirótriunfante a su hermana.

—Universidad —dijo Homero, yasintió—. Cuando empezó la gran guerray los misiles atómicos cayeron sobre la

tierra, los magos se retiraron a su ciudady embrujaron la entrada para que loshombres malos que habían empezado acombatir no pudiesen encontrarlos. Yviven… —entonces carraspeó, yenmudeció.

Helena estaba allí, apoyada en elmarco de la puerta. Lo estabaescuchando. Homero no se había dadocuenta de que había salido.

—Te voy a preparar tus cosas —ledijo la mujer con voz ronca. Homero fuetras ella y la agarró de la mano. Helenalo abrazó torpemente —le avergonzabahacerlo a la vista de los niños—, y lepreguntó en voz baja:

—¿Regresarás pronto? ¿No te va apasar nada?

Por enésima vez en su vida, Homerose maravilló de la importancia que lasmujeres atribuyen a las promesas. Pocoles importa que se puedan cumplir o no.

—Todo irá bien.—Mira lo viejos que sois y todavía

os besáis, como si acabarais de casaros—dijo la niña, e hizo una mueca.

Y el niño gritó con descaro:—Papá dice que todo eso es

mentira. Que la Ciudad Esmeralda noexiste.

—Podría ser. —Homero se encogióde hombros—. Es un cuento. Pero ¿qué

sería de nosotros si no pudiéramoscontar cuentos?

***

La conexión era mala. Una vozpugnaba por hacerse oír entre losatroces crujidos y murmullos de fondo.Istomin alcanzó a reconocerla: setrataba, indudablemente, de uno de losexploradores que habían enviado a laSerpukhovskaya.

—En la Tulskaya… podemos…Tulskaya… —decía el hombre en unintento por hacerse oír.

—¡Comprendido! ¡Estáis en la

Tulskaya! —gritó Istomin al auricular—.¿Qué ha sucedido? ¿Por qué noregresáis?

—…Tulskaya… aquí… no podéis…bajo ningún concepto…

Una vez más, las interferenciasimpedían oír las frases enteras.

—¿Qué es lo que no podemos?¡Repite! ¿Qué es lo que no podemos?

—¡No podéis lanzar un ataque!¡Bajo ninguna circunstancia! —se oyóentonces con nitidez en el auricular.

—¿Por qué? —respondió el jefe deestación—. ¿Qué diablos os haocurrido?

Pero dejó de oír la voz. El murmullo

de fondo se había intensificado y, al fin,se perdió la conexión. En un primermomento, Istomin no quiso creérselo ytardó en soltar el auricular.

—¿Qué es lo que está ocurriendo?—murmuró.

Homero no iba a olvidar jamás lamirada del centinela que se despedía deellos en el puesto de vigilanciameridional. Era una mirada teñida deadmiración y melancolía, como por unhéroe caído en cuyo honor resuenan lassalvas del pelotón de honor. Como unadespedida para siempre.

No era la mirada con la que secontempla a un hombre vivo. Homero se

sentía como si hubiera estado subiendopor una inestable escalerilla hasta lacabina de uno de esos avionespequeños, incapaces de aterrizar, quelos ingenieros japoneses habíantransformado antaño en máquinas delInfierno. La bandera imperial, con su solnaciente de rayos rojos, ondeaba alviento salobre. Los mecánicos seafanaban silenciosamente en elaeródromo, en pleno verano. Losmotores empezaban a aullar. Y un rollizoGeneral, en cuyos ojos humedecidosrelampagueaba la envidia del samurái,alzaba la mano para el saludo militar…

—¿Cómo es que tienes tan buena

cara? —le preguntó Ahmed, furioso, alviejo inmerso en sus sueños.

A diferencia de Homero, no ardía endeseos por averiguar lo que habíaocurrido en la Serpukhovskaya. Ensilencio, sobre el andén, se encontrabasu mujer, que llevaba de la manoizquierda a su hijo mayor, y con el otrobrazo sujetaba delicadamente contra elpecho un hatillo que lloriqueaba sincesar.

—Esto va a ser como un ataque porsorpresa, al estilo Banzái: nosalzaremos y correremos a cuerpodescubierto hacia las ametralladoras —trató de explicarle Homero—. Con el

valor que brinda la desesperación. Nosaguarda el mortífero fuego enemigo…

—No me extraña que lo llamen«ataque suicida» —masculló Ahmed, yse volvió hacia la pequeña mancha deluz que brillaba al final del túnel—. Eslo más adecuado para unos locos comonosotros. Un hombre normal no se arrojacontra una ametralladora. Los gestosheroicos de ese tipo no sirven de nada anadie.

El viejo tardó un rato enresponderle.

—Mira, te voy a explicar lo queocurre. El hombre que se da cuenta deque le ha llegado su hora se pone a

pensar: «¿Qué quedará de mí? ¿Helogrado algo en toda mi vida?»

—Humm. Por lo que a ti respecta, noestoy seguro. Pero yo tengo a mis niños.Estoy seguro de que no me olvidarán. —Después de una pausa, Ahmed añadió—: Por lo menos el mayor.

Homero había estado buscando unarespuesta insultante, pero esta últimafrase de Ahmed lo dejó sin palabras.Era evidente que a un hombre como él,viejo y sin hijos, le resultaba fácil poneren peligro su pellejo apolillado. Peroaquel muchacho tenía demasiada vidapor delante para empezar a preguntarsepor la inmortalidad.

Llegaron a la última lámpara: unabombilla dentro de un recipiente decristal, protegido a su vez por una rejillametálica repleta de moscas y cucarachasvoladoras abrasadas. Esa masaquitinosa se agitaba ligeramente: habíainsectos que aún vivían y trataban deescapar, como algunas víctimas deejecuciones masivas que, sólomalheridas y con la bala en el cuerpotratan de escapar de la fosa común.

Homero se detuvo un instante bajo laluz trémula, mortecina, amarillenta, quebrotaba penosamente de la lámpara-cementerio. Luego respiró hondo y sesumergió, en pos de los demás, en las

negrísimas tinieblas que lo inundabantodo desde las fronteras de laSevastopolskaya hasta lasinmediaciones de la Tulskaya… si esque la Tulskaya aún existía.

***

Parecía como si la apesadumbradamujer y sus dos críos se hubiesenquedado pegados a las baldosas degranito. No estaban solos en el andén: unhombre gordo y tuerto con hombros deluchador estaba un poco más allá, enpie, y seguía con la mirada al grupo quese alejaba. A sus espaldas estaba un

anciano flaco, con chaqueta de militar,que hablaba en voz baja con unordenanza.

—Ahora sólo nos queda esperar —concluyó Istomin, mientras jugueteabadistraídamente con la colilla apagada,empujándola de una comisura a otra desus labios.

—Por mí puedes esperar cuantoquieras —le replicó irritado el Coronel—. Yo haré lo que tengo que hacer.

—El de la llamada era Andrey. Eloficial al mando de la última troika queenviamos. —Vladimir Ivanovich creyóoír una vez más la voz en el auricular.No lograba quitársela de la cabeza.

—Sí, ¿y qué? —El Coronel levantóuna ceja—. Quizá lo torturaron paraobligarlo a transmitirnos ese mensaje.Existen especialistas que conocen todoslos métodos.

—No lo creo. —El jefe de estaciónnegó con la cabeza, meditabundo—. Túmismo oíste su voz. Allí ocurre algunaotra cosa. Algo que no podemosexplicar. Un ataque por sorpresa noserviría para nada…

—Yo sí puedo explicarte lo que haocurrido —le aseguró DenisMikhailovich—. En la Tulskaya haybandidos. Han ocupado la estación, hanmatado a una parte de los nuestros y han

tomado al resto como rehenes.Naturalmente, no han cortado elsuministro de energía, porque ellostambién necesitan la corriente, ytampoco quieren poner nerviosa a laHansa. Lo más probable es que hayandesconectado el teléfono, sin más. ¿Dequé otra manera te explicas que unasveces funcione y otras no?

—Pero su voz sonaba tan… —murmuró Istomin, como si no hubieraescuchado al otro.

—Sí, ¿y qué? —le gritó el Coronel.El precavido ordenanza puso distanciade por medio—. ¡Que te claven alfileresbajo las uñas, ya verás cómo gritas

entonces! ¡Y sólo se necesitan unastenazas para que tu voz de bajo seconvierta en una de soprano de por vida!

El Coronel tenía muy claro quehabía tomado la decisión correcta.Había superado todas sus dudas y porello se sentía bien de nuevo, y las manosse le agarrotaban de ganas de empuñarel sable. ¡Istomin podía rezongar cuantoquisiera!

Éste no le respondió de inmediato.Quería darle tiempo al acaloradoCoronel para que se enfriara.

—Esperaremos —dijo por fin.Había hablado en tono conciliador,pero, al mismo tiempo, inflexible.

Denis Mikhailovich cruzó losbrazos.

—Dos días.—Dos días —confirmó Istomin.El Coronel dio media vuelta y se

marchó apresuradamente hacia elcuartel. No tenía ninguna intención deperder el tiempo. Los oficiales de lospelotones de asalto llevaban una horalarga sentados a ambos lados de unamesa de madera en el Estado Mayor.Sólo quedaban dos sillas vacías, cadauna a un extremo de la mesa: la delpropio Coronel, y la de Istomin. Peroesta vez empezarían la sesión sinaguardar al dirigente supremo.

***

Istomin no había advertido laausencia de Denis Mikhailovich.

—Qué raro que de pronto hayamosintercambiado los papeles, ¿verdad? —dijo, pensativo.

Como no obtuvo respuesta, sevolvió, y sólo se encontró con la miradaconfusa del ordenanza. Le hizo un gestocon la mano para que se marchara. «ElCoronel está irreconocible», pensóIstomin. Hasta aquel momento se habíaresistido a mandar al exterior a uno solode sus hombres. El viejo lobo habíahusmeado algo. Pero ¿se podría confiar

en su olfato esta vez?A Istomin, sus instintos le

aconsejaban algo muy diferente:mantener la calma. Esperar. La extrañallamada le había confirmado sussospechas: si la infantería pesada de laSevastopolskaya asaltaba la Tulskaya,tendría que hacer frente a un enemigomisterioso e invencible.

Vladimir Ivanovich buscó dentro desus bolsillos, encontró el mechero y loencendió. Mientras las desgarradasvolutas de humo ascendían por el aire,clavó la mirada en las negras fauces deltúnel. Miró como hipnotizado, como unconejo con los ojos clavados en el

hipnótico rostro de la serpiente.Al acabársele el cigarrillo, meneó

de nuevo la cabeza y regresó a sudespacho arrastrando los pies. Elordenanza salió de detrás de la columnadonde se había escondido y le siguió aprudente distancia.

***

Se oyó un chasquido sordo, y unrayo de luz alumbró la estriada bóvedahasta un trecho de cincuenta metros. Lalinterna de Hunter era grande, y potentecomo un reflector. Homero respiró conalivio, en silencio. Durante los últimos

minutos había llegado a pensar que elbrigadier no encendería ninguna luz,simplemente porque sus ojos no lanecesitaban.

Tan pronto como se hubieronsumergido en la penumbra, Hunter sedespojó de todos los rasgos propios deun ser humano normal. Inclusopodríamos decir de un ser humano. Susmovimientos eran ágiles y veloces comolos de un animal. Parecía que Hunterhubiese encendido la linterna tan sólopara sus acompañantes. Él se guiabamás bien por sus otros sentidos. Sehabía quitado el casco y escuchaba conatención los sonidos del túnel. De vez en

cuando se detenía y aspiraba el airemohoso hasta lo más hondo… y con ellodaba pábulo a las sospechas de Homero.

Hunter caminaba sin hacer ruido,siempre unos pasos por delante, sinvolverse ni una sola vez hacia los otrosdos. Parecía que hubiese olvidado porcompleto su presencia. Ahmed habíaservido muy raramente en el túnelmeridional, y por ello no conocía lasextrañas costumbres del brigadier.Asombrado, le dio un codazo al viejo:«¿Qué le ocurre a ese hombre?» Homeroabrió ambos brazos en un gesto deimpotencia. ¿Cómo iba a explicárselo enpocas palabras?

Pero ¿para qué los necesitaba elbrigadier? Hunter parecía sentirsemucho más seguro que Homero en lostúneles de esa zona. Y, sin embargo, lehabía confiado a este último el papel deguía. Si le hubiera preguntado al viejo,éste habría podido contarle muchascosas sobre aquellos parajes. Leyendas,pero también hechos ciertos, que enocasiones eran aún más terribles yextraños que las inverosímiles historiasque los centinelas contaban en torno asus hogueras para combatir elaburrimiento.

Homero retenía en la memoria supropio plano de la red de metro, y, al

lado de éste, el de Istomin valía bienpoco. Habría podido cubrir de marcas yanotaciones las zonas que en el planodel jefe de estación no tenían trazoalguno escrito a mano. Pozos, áreas demantenimiento accesibles que se habíanconservado en parte, túnelessecundarios que enlazaban con losprincipales como finas hebras detelaraña. Así, por ejemplo, su planoregistraba una bifurcación entre laChertanovskaya y la Yuzhnaya, unaestación más hacia el sur. Iba a parar alas gigantescas fauces de las cocherasde Varshavskoye, surcadas por docenasde vías de estacionamiento semejantes a

venillas. Homero sentía un temorreverencial por los trenes, y veía lascocheras como un lugar tenebroso, y almismo tiempo mágico, como una especiede cementerio de elefantes. Podíapasarse horas y horas hablando sobreello, siempre que encontrara a alguiendispuesto a escuchar.

Homero consideraba que el trechoentre la Sevastopolskaya y laNakhimovsky Prospekt eraespecialmente difícil. Las medidas deseguridad, y el sentido común, exigíanque los viajeros caminaran siemprejuntos, que avanzaran poco a poco, conprecaución, y que no perdieran de vista

las paredes y el suelo. También teníanque estar siempre atentos a lo quepudiera haber a sus espaldas, por másque las brigadas de albañiles de laSevastopolskaya hubieran tapiado ysellado todas las aberturas y grietas deltúnel.

Las mismas tinieblas que huían alpaso de su linterna reaparecían luego asus espaldas. El eco de sus pasos sequebraba en los innumerables cruces delos túneles, y en algún lugar, en lalejanía, aullaba un viento solitario,cautivo en un conducto de ventilación.Goterones, grandes y pesados, seespesaban en las juntas del techo y caían

al suelo. Probablemente se componíantan sólo de agua, pero Homero preferíaesquivarlos. Por si acaso. Por puraprecaución.

***

En los viejos tiempos, cuando lahinchada ciudad monstruo aún vivía suvida enfebrecida, y sus infatigableshabitantes no veían en la red de metrootra cosa que un medio de transporte sinalma, un jovencísimo Homero, a quienentonces todo el mundo llamaba Kolya,había recorrido sus túneles con unalinterna de bolsillo y una caja metálica

repleta de herramientas.Sus accesos estaban vetados al

común de los mortales. Estos últimossólo podían entrar en unas cientocincuenta salas marmóreas, bienlustradas para hacerlas brillar, y tambiénen unos vagones estrechos y repletos deanuncios de colores. Aunque pudieranpasar entre dos y tres horas al díasometidos a las sacudidas de losconvoyes del metro, los millones deseres humanos que los utilizaban nopodían ni sospechar que tan sólo veíanla décima parte de un imperiosubterráneo de increíble extensión. Ypara que no pudieran imaginar su

verdadero tamaño, ni se preguntaranadonde podían conducir las discretaspuertas y compuertas de hierro, lostúneles laterales envueltos en tinieblas,los pasadizos cerrados durante meses enobras, se los despistaba con vistososcarteles, se los engañaba con eslóganesirritantes de puro estúpidos, y se losperseguía incluso por las escalerasautomáticas con insípidos anunciostelevisados. Ésa fue, por lo menos, laimpresión que se llevó Kolya cuandoempezó a conocer más de cerca lossecretos de la ciudad.

El plano multicolor fijado en unapared de los vagones tenía como misión

convencer a las almas curiosas de quese trataba de una instalación meramentecivil. Pero, en realidad, sus líneas dealegres colores estaban entretejidas conuna telaraña de túneles secretos, y deéstos crecían cual racimos de uvas, entodas las direcciones, búnkeres militaresy del Gobierno. Sí, incluso algunostrechos estaban conectados a una red decatacumbas excavadas bajo la ciudad enel tiempo de los paganos.

Durante la primera juventud deKolya, cuando su país aún erademasiado pobre para medir sus fuerzasy sus ambiciones con los demás, losbúnkeres y refugios antiatómicos

construidos en previsión del Juicio Finalquedaron olvidados bajo gruesas capasde polvo. Pero, al mismo tiempo que eldinero, regresaron las antiguascreencias, y con ellas aparecierontambién hombres de mala fe. Viejaspuertas herrumbrosas, de variastoneladas de peso, se abrieronchirriando. Las provisiones de alimentosy medicinas se renovaron. Se repararonlos filtros de aire y agua. Justo a tiempo.

Para Kolya, un muchacho reciénllegado de otra ciudad, sin oficio nibeneficio, conseguir un empleo en elmetro había sido como ingresar en unalogia masónica. El, un joven

estrafalario, siempre en el paro, se hizomiembro de una organización poderosa,que le pagaba generosamente susservicios más modestos y le prometía laparticipación en los secretos másoscuros del orden mundial. Además, elpuesto de trabajo que ofrecía el anunciole había parecido sumamente atractivo.Sobre todo, porque a los candidatos aguardavía no se les exigía ningúnrequisito.

Tuvo que pasar algún tiempo antesde que entendiera, a partir de lasexplicaciones de sus reticentes colegas,por qué la compañía que gestionaba elmetro tenía que mimar a sus

colaboradores con sueldos elevados yprimas por trabajos de riesgo. No, noera por los malos horarios, ni por lavoluntaria renuncia a contemplar la luzdel día. Los riesgos que los amenazabaneran de otro tipo.

Corrían incesantes rumores sobrefenómenos diabólicos que tenían lugaren los túneles del metro, pero Kolya,hombre escéptico donde los hubiera, noles daba crédito. Cierto día, sinembargo, un amigo suyo fue ainspeccionar un túnel sin salida y noregresó. Lo más extraño fue que no sehizo ningún esfuerzo por encontrarlo. Eljefe de su unidad despachó el asunto con

aire deprimido. Asimismo,desaparecieron todos los documentosque atestiguaban que aquel hombrehubiera trabajado en el metro.

Kolya, todavía joven e ingenuo, fueel único que se negó a aceptar ladesaparición de su compañero. Hastaque, al fin, uno de los empleados demayor edad se lo llevó aparte y lesusurró al oído, mientras miraba sincesar a un lado y a otro, que a su amigose lo habían «llevado».

Entonces, Kolya comprendió que enel metro de Moscú sucedían cosasterribles. Y todo eso, mucho antes deque el Armagedón se abatiera sobre la

ciudad y exterminase a toda criaturaviva con su aliento abrasador.

La pérdida de su amigo y lainiciación en aquel saber prohibidohabrían tenido que atemorizarlo.Debería haberse marchado, dejar esetrabajo y buscarse otro. Pero lo quehabía sido originalmente un matrimoniode conveniencia con la red de metro setransformó en un apasionado romance.Cuando por fin se hastió de lasinacabables caminatas por los túneles,estudió para conductor de trenes y, así,obtuvo un puesto fijo en la complejajerarquía de la Compañía de Transporte.

Cuanto más conocía aquella oculta

maravilla del mundo, aquel laberintoinspirado por la nostalgia del lejanoLaberinto de la Antigüedad, aquellaciudad ciclópea sin señor, aquel espejoinvertido que reflejaba el mundo de lasuperficie en el tenebroso subsuelo deMoscú, más profundo e incondicionalera el amor que le profesaba. EseTártaro edificado por los hombreshabría sido digno de las artes poéticasde un Homero de verdad, o, por lomenos, de la grácil pluma de un Swift, ysu historia habría podido impresionar aeste último mucho más que la de la islavoladora de Laputa… pero el hombreque honraba en secreto a la red de metro

y le cantaba torpemente era Kolya,únicamente Kolya. Nikolay IvanovichNikolayev. Vaya ridiculez.

No es imposible amar a la Señora dela Montaña de Cobre[6], pero ¿cabe laposibilidad de amar a la montañamisma?

Y, en realidad, su amor sí hallórespuesta, hasta el punto de suscitarcelos. Le robó a Kolya su familia entera,pero lo salvó a él.

***

Hunter se detuvo de repente, tan derepente que Homero no tuvo tiempo de

levantarse del colchón de plumas de susrecuerdos y se dio de bruces contra laespalda del brigadier. Éste, sin mediarpalabra, apartó al viejo de un empujón yvolvió a quedarse inmóvil. Agachó lacabeza y escuchó las profundidades deltúnel con su oreja desfigurada. Igual queel ciego murciélago traza una imagen delespacio que lo rodea, Hunter parecíaescuchar una frecuencia sónica inaudiblepara los demás.

Homero se fijó en otra cosa: en elolor de la Nakhimovsky Prospekt, unolor inconfundible. Qué breve se lehabía hecho la caminata por el túnel…ojalá no tuvieran que pagar un precio

por haber llegado hasta allí sinencontrar oposición… Como si hubieraoído los pensamientos de Homero,Ahmed empuñó el rifle que hastaentonces había llevado al hombro yquitó el seguro.

—¿Qué son esas criaturas de allí?—murmuró Hunter, que de pronto sehabía vuelto hacia Homero.

El viejo se sonrió. ¿Cómo podíasaber lo que les depararía el diablo? LaNakhimovsky Prospekt tenía las puertasbien abiertas, y por ellas, como por unembudo, se derramaban al interior lasmás inimaginables criaturas. Pero laestación también tenía unos habitantes

fijos. Aunque no fueran peligrosos,inspiraban en Homero un sentimientoespecial: una pegajosa mezcla de asco ytemor.

—Son pequeñas… no tienen pelo —dijo el brigadier, en un intento dedescribirlas.

Con eso le bastó a Homero: eranellos.

—Necrófagos—, dijo en voz baja.Entre la Sevastopolskaya y la

Tulskaya, quizá también en otrasregiones de la red de metro, aquellapalabra, que antiguamente se habíaempleado como insulto en la lenguarusa, había revivido durante los últimos

años con un nuevo significado: susignificado literal.

—¿Se alimentan de carne? —preguntó Hunter.

—Más bien de carroña —lerespondió el viejo con ciertainseguridad.

Las repugnantes criaturas —unaespecie de primates semejantes a arañas— no atacaban a los humanos, sino quese alimentaban de carne muerta quesalían a buscar a la superficie. Y enNakhimovsky Prospekt se habíaninstalado en gran número. Por ello, lostúneles adyacentes rezumaban un hedorde podredumbre repugnante y dulzón. En

la estación propiamente dicha, el olorera tan intenso que provocaba náuseas.Había hombres que mucho antes dellegar se ponían la máscara de gas paraprotegerse al menos en parte.

Homero tenía muy presente aquellapeculiaridad de la Nakhimovsky. Seapresuró a sacar la máscara que llevabaen el macuto y la empleó para cubrirsela boca y la nariz. Ahmed, que habíatenido que unirse a la expedición sintiempo para proveerse del equiponecesario, miró a Homero con envidia yhundió la nariz detrás del codo. Losmiasmas procedentes de la estación losenvolvieron, los empujaron hacia

adelante, los persiguieron.Pero no parecía que Hunter se diera

cuenta de nada.—¿Hay alguna sustancia venenosa?

¿Esporas? —le preguntó a Homero.—Sólo hedor —farfulló éste tras la

máscara.El brigadier miró inquisitivamente al

viejo, como para convencerse de que nobromeaba. Al fin, se encogió dehombros.

—Lo habitual, entonces.Empuñó el rifle corto de manera más

cómoda, indicó a los demás que losiguieran y avanzó con pasossilenciosos.

Unos cincuenta metros más allá, unsusurro apenas audible, indescifrable, sesumó a la monstruosa fetidez. Homero sesecó las gruesas gotas de sudor que lecubrían la frente y trató de echarle elfreno a su propio y desbocado corazón.Les faltaba muy poco para llegar.

Al fin, la luz de la linterna encontróalgo y disipó las tinieblas en las quehabían estado ocultos unos faros rotosque miraban a la nada, un parabrisasresquebrajado por una telaraña degrietas, un chasis azul que parecíaresistirse con toda su terquedad a laherrumbre que lo devoraba… sehallaban frente al primero de los

vagones de un tren, una especie degigantesco corcho con el que parecíahaberse atragantado el túnel.

El tren llevaba mucho tiempo allí,sin esperanzas de volver a la vida. PeroHomero, cada vez que lo contemplaba,sentía el deseo infantil de subirse a laestropeada cabina del conductor,acariciar los interruptores del cuadro demandos, e imaginarse, con los ojoscerrados, que avanzaba a toda máquinapor el túnel, una vez más, arrastrandotras de sí una guirnalda de vagonesresplandecientes, repletos de personas,personas que leían, que dormitaban, quemiraban los anuncios de las paredes o

trataban de distraerse con el aullido delos motores.

«En cuanto reciban la señal dealarma de "Ataque atómico", tienen quedirigirse a la estación más cercana. Unavez allí se detendrán. Abrirán laspuertas. Prestarán ayuda a los equiposde protección civil en las tareas deevacuación de heridos y de cierrehermético de las estaciones de metro…»

Los conductores habían recibidoinstrucciones precisas y sencillas parael día del Juicio Final. Éstas secumplieron en todos los lugares dondefue posible. La mayoría de los trenes sedetuvo junto a un andén, y una vez allí

cayeron en un sueño letárgico. A loshombres y mujeres que se salvaron de lamuerte en las instalaciones del metro seles dijo que tan sólo habrían de pasarallí unas semanas. Pero tuvieron quequedarse en el subsuelo para siempre, yfueron desmontando los trenes paraproveerse de equipamiento y piezas derepuesto.

En algunos lugares habíanconservado los convoyes intactos y loshabían empleado como habitáculo, peroHomero, que siempre había consideradoque los trenes eran criaturas vivas,pensaba que aquello era como profanarun cadáver. Lo mismo que si alguien

hubiera disecado a su gato preferido. Enalgunas regiones deshabitadas, como lade la Nakhimovsky Prospekt, los trenesseguían en pie, aun cuando el tiempo ylos vándalos hubiesen dejado su huella.

Homero no podía apartar la vista delvehículo. Los murmullos y siseos que seoían en la estación quedaron, para él, enun segundo plano, y creyó oír de nuevolas espectrales sirenas de alarma quecomunicaron un mensaje que nadie habíaoído nunca hasta aquel día, con un toquelargo y uno corto: «¡Ataque atómico!»Los frenos rechinaron, y se oyó por losaltavoces una voz desconcertada:

—Señores pasajeros, por un

problema técnico este tren ha tenido quedetenerse…

Ni el conductor del tren quefarfullaba al micrófono ni su ayudante,Homero, fueron conscientes de ladesesperación que se ocultaba trasaquella fórmula.

El tenso crujido de los cierresherméticos separó de una vez parasiempre el mundo de los vivos y el delos muertos. De acuerdo con losprotocolos, había que cerrar las puertas,a más tardar, seis minutos después de laseñal de alarma. Y no importaba cuántaspersonas se quedasen fuera. Había quematar a tiros a todos los que trataran de

impedir el cierre de las puertas.¿Qué haría el insignificante guardia

que espantaba a los indigentes y losborrachos de la estación? Supongamosque a una mujer se le rompía el tacóndel zapato y que su marido trataba dedetener la gigantesca máquina de hierropara que tuviera tiempo de entrar.¿Tendría arrestos para dispararle alvientre? ¿Y la vieja impertinente de lataquilla, la anciana uniformada, tocadacon el quepis, que en sus treinta años detrabajo no había hecho otra cosa quecerrar la puerta y perseguir a losgamberros con pitidos intimidatorios?Supongamos que veía a un anciano

luciendo una discreta condecoraciónmilitar, sin resuello, que trataba dellegar a la entrada. ¿Sería capaz decerrarle el paso? Los protocolos lesdaban seis minutos para renunciar a suhumanidad y transformarse en máquinas.O en monstruos.

Los chillidos de las mujeres y losgritos de los hombres, los alaridos queproferían los niños sin ningunacontención, el estampido de las pistolasy las ráfagas de ametralladora… portodos los altavoces se oía, metálica yfría, la llamada a la calma. La estabaleyendo alguien que no sabía nada,porque nadie que supiera lo que ocurría

habría podido, con indiferencia ydominio sobre sí mismo, repetir una yotra vez: «Por favor, mantengan lacalma» Lloros, súplicas… y, de nuevo,disparos.

Y, exactamente seis minutos despuésde la alarma, un minuto antes delArmagedón… el sordo toque de muertosde las puertas que se cerraban. Elpoderoso crujido de los cerrojos.

Se hizo el silencio.Como en una tumba.

***

Para sortear el vagón, tenían que

caminar pegados a la pared. Elconductor había frenado demasiadotarde. Tal vez algún incidente acaecidoen el andén lo había impulsado a seguiradelante. Subieron por una escalera dehierro y al cabo de unos instantesentraron en una sala increíblementeespaciosa. No tenía columnas, sino tansólo un techo abovedado con nichosovales para las lámparas. La bóveda eragigantesca, cubría tanto los andenescomo las dos vías y los trenes que seencontraban en ellas. Una construcciónde impensable elegancia y ligereza…sencilla y lacónica.

Pero no podían mirar hacia abajo, no

podían ver lo que estaban pisando, ytampoco lo que había más adelante.

No podían ver en qué se habíaconvertido la estación.

Un grotesco cementerio en el quenadie hallaba reposo, un tremendomercado de carne repleto de esqueletosroídos, cuerpos putrefactos, miembrosarrancados de los cadáveres. Unasrepulsivas criaturas arrastraban hastaallí todo lo que habían encontrado en suextenso imperio, mucho más de lo quepodían devorar en el acto, y loalmacenaban. Las provisiones se lespudrían, se descomponían. Sin embargoamontonaban cada vez más.

Las montañas de carne muerta seestremecían contra toda ley, como sirespiraran, y por todas partes se oía unsonido repugnante como de pulpadesgarrada. El rayo de luz descubrió auna de esas extrañas figuras:extremidades largas y nudosas; una pielflácida y gris, sin vello alguno, quecolgaba formando pliegues; la espaldaencorvada. Sus ojos empañados ysaltones los miraban, medio ciegos, ysus gigantescas orejas se movían comocon vida propia…

La criatura lanzó un grito ronco yretrocedió poco a poco, a cuatro patas,hacia las puertas abiertas de los

vagones. Los demás necrófagosempezaron a descender de sus montañasde cadáveres. Irritados, siseaban ysollozaban, enseñaban los dientes ylanzaban resoplidos a los viajeros.

Si se hubieran erguido, le habríanllegado a Homero hasta el pecho, que noera muy alto. Éste sabía que esascobardes criaturas no osarían atacar a unhombre fuerte y sano. Pero el irracionalpavor que sentía ante ellas provenía desus pesadillas nocturnas: en éstas, seveía a sí mismo débil y abandonado enuna estación solitaria, y esas bestias sele acercaban. De la misma manera queel tiburón huele una gota de sangre en el

océano a varios kilómetros de distancia,aquellas criaturas detectaban la cercaníade la muerte de los extraños, y seapresuraban a ir en su busca.

«Angustias de la edad», pensóHomero, despreciándose a sí mismo. Ensu juventud había hojeado un buennúmero de libros sobre psicologíaaplicada. Si por lo menos le hubieranservido para algo…

A pesar de todo, los necrófagos notemían a los hombres. En laSevastopolskaya se habría consideradoun despilfarro, digno de castigo, elempleo de un único cartucho contraaquellas bestias, repulsivas, sí, pero

inocuas. Las caravanas que pasaban porallí trataban de no prestarles atención,aun cuando las criaturas trataran deprovocar.

En aquella estación se habíanmultiplicado enormemente y, a medidaque la troika avanzaba —bajo sus botasse oían los horribles chasquidos de loshuesecillos—, los necrófagos sealejaban de mala gana de su yantar y searrastraban hasta sus refugios. Sus nidosse hallaban en los vagones. Y, por esomismo, Homero los odiaba aún más.

Las puertas herméticas de laNakhimovsky Prospekt estaban abiertas.Se decía que la dosis de radiación que

podía llegar a recibir un hombre queatravesara rápidamente la estación erapequeña y que no afectaba a su salud,pero que sí era peligroso permanecerallí durante mucho tiempo. En esascondiciones los dos trenes habíanpodido conservarse relativamente bien.Los cristales de las ventanas aún estabanintactos. Por las puertas abiertas sealcanzaba a ver los asientos, hechos unaporquería, pero enteros, y el color azulde la carrocería exterior se habíaconservado.

En el centro de la sala se alzaba unauténtico kurgan[7], erigido con losdesfigurados cadáveres de quién sabe

qué criaturas. Al llegar a su lado, Hunterse detuvo de improviso. Ahmed yHomero se miraron, intranquilos, ytrataron de descubrir por dónde venía elpeligro. Pero el motivo por el queHunter se había detenido era otro.

Al pie del montículo, dos necrófagosmás pequeños que los demás roían unesqueleto de perro. Se oían susmordiscos y gruñidos de placer. No sehabían escondido. Quizás estuvieranabstraídos con su festín y no hubieranoído las señales de sus congéneres, oquizá los hubiera dominado la avidezpor comer.

Cegados por la fulgurante luz de la

linterna, pero sin dejar de masticar,empezaron a retroceder hacia el vagónmás cercano. Pero entonces, ambos sedesplomaron, y se oyó un golpe como desacos de vísceras contra el suelo.

El desconcertado Homero vio queHunter se guardaba en una pistolera quele colgaba del hombro su pesada pistolamilitar con silenciador largo. El rostrodel brigadier se mantenía, comosiempre, impenetrable e inexpresivo.

—Tenían mucha hambre —murmuróAhmed. Presa de la repugnancia y almismo tiempo de la curiosidad,contempló los oscuros charcos que seestaban formando bajo los cráneos

pastosos de las criaturas muertas.—Yo también —le respondió Hunter

en tono vago. Al oírlo, Homero sintióescalofríos.

El brigadier siguió adelante sinvolverse hacia los otros dos, y Homerotuvo la sensación de oír de nuevo losgruñidos de avidez que un momentoantes habían enmudecido. ¡Cuántosesfuerzos había tenido que hacer pararesistirse a la tentación de tirar a matarcontra esas bestias! Cuando seencontraba con ellas, se hablaba a símismo en tono apaciguador hasta quelograba dominarse. Sentía la necesidadde probar que era un hombre adulto, un

hombre capaz de controlarse, que no sedejaba enloquecer por sus propiaspesadillas. Pero Hunter no se esforzabapor reprimir sus impulsos.

Con todo, ¿qué impulsos eran ésos?El silencioso fin de los dos

necrófagos había puesto en movimientoal resto de la horda: el olor a muertereciente alejó del andén incluso a losmás atrevidos y a los más apáticos. Semetieron en ambos trenes al tiempo queproferían débiles cloqueos y gimoteos.Se agolparon contra las ventanas o seapelotonaron en las puertas, yaguardaron sin moverse.

No parecía que las criaturas

sintiesen ningún tipo de cólera, nitampoco se apreciaba ningún indicio deque quisieran vengarse, ni defenderse.Tan pronto como el grupo de humanosabandonara la estación, irían sin másdemora a devorar a sus congénerescaídos. Homero pensó que laagresividad es un rasgo propio de loscazadores. Los carroñeros no lanecesitan, porque no se ven obligados amatar. Todas las criaturas vivas moriránde cualquier modo, y se transformaránpor sí mismas en comida. A loscarroñeros les basta con esperar…

La linterna alumbraba susrepugnantes muecas tras el cristal

verdoso y sucio de las ventanas, suscuerpos encorvados, sus patas garrudas,que arañaban desde dentro el satánicoacuario. Un centenar de pares de ojosempañados contemplaban en absolutosilencio a la pequeña cuadrilla, sinperderla de vista ni un solo momento.Las cabezas de las criaturas girabantodas a la vez. No querían perder devista a los hombres. Seguramente, lospequeños abortos que se habíanconservado sumergidos en formaldehidoen la Cámara de Curiosidades[8] de SanPetersburgo habrían mirado del mismomodo a los visitantes del museo, si no sehubiera tenido el cuidado de coserles

los párpados.Aun cuando se le acercase la hora en

la que tendría que pagar por sudescreimiento, Homero no conseguíacreer en Dios ni en el demonio. Aunqueel fuego de la expiación hubieraexistido, el viejo habría seguido en sustrece. Sísifo fue condenado a lucharcontra la fuerza de la gravedad yTántalo, sentenciado a sufrir el tormentode una sed inextinguible. Pero lo queaguardaba a Homero en la estación de sumuerte era un arrugado uniforme deconductor de trenes, y ese convoymonstruoso y fantasmal, con susrepulsivos pasajeros semejantes a

gárgolas medievales, mofa y escarnio detodos los dioses de la venganza. Y encuanto el tren abandonara la estación, eltúnel, como en algunas de las viejasleyendas del metro, se transformaría enuna cinta de Möbius, en un dragón quese mordería la cola.

***

El interés de Hunter por la estacióny por sus habitantes se habíadesvanecido. El grupo de viajerosrecorrió en un instante el trecho que aúnles quedaba. De repente, el brigadieraceleró el paso, y Ahmed y Homero

tuvieron que apurarse para seguirlo.El viejo sintió el deseo de volverse,

y ponerse a gritar y pegar tiros paraasustar a aquellos corrompidosengendros, y ahuyentar junto con ellos asus propios y opresivos pensamientos.Pero, en cambio, siguió adelante, conpasitos cortos y la cabeza gacha,siempre atento a no pisar los restospodridos de ningún cadáver. Ahmed hizolo mismo. Cuando, a la manera de ungrupo de fugitivos, hubieron salido de laNakhimovsky Prospekt, a ninguno deellos se le ocurrió volverse.

El manchón de luz que brotaba de lalinterna de Hunter iba de un lado para

otro. Parecía que siguiera a un acróbatainvisible por una siniestra carpacircense. Pero, en realidad, el brigadierhabía dejado de preocuparse por lo queiluminara.

Bajo la trémula luz, quedaron a lavista durante unas fracciones de segundounos huesos recién roídos, y unacalavera inequívocamente humana… yluego desaparecieron de nuevo en lapenumbra. A su lado yacían, cualabsurdas mondaduras, un casco desoldado y un chaleco antibalas.

Sobre el casco se leían unas letrasde color blanco: Sevastopolskaya

¡Papá… papá! ¡Soy yo, Sasha!

La muchacha desató cuidadosamentela correa de debajo del hinchado mentónde su padre y le quitó el casco. Despuéslo agarró por los cabellos sudorosos,tiró de la goma, le quitó la máscara degas y la arrojó bien lejos, como si fueseuna de esas cabelleras que arrancabanlos indios, un cuero cabelludo encogido,con el color grisáceo de la muerte.

El hombre respiraba pesadamente,arañaba las baldosas de granito ymiraba a la muchacha con ojos húmedos,sin pestañear. No le respondió.

Sasha le recostó la cabeza sobre la

mochila y corrió a la puerta. Apoyó confuerza sus estrechos hombros contra elenorme batiente, respiró hondo y apretólas mandíbulas. La mole de hierropesaba varias toneladas, pero cedió demala gana, giró sobre sus goznes y secerró entre chirridos. Sasha echóruidosamente el cerrojo y se dejó caer alsuelo. Necesitaba un minuto, tan sólo unminuto para recobrar el aliento…enseguida regresaría con él.

Cada una de las incursiones lerestaba fuerzas a su padre. Un evidentedespilfarro, a juzgar por la escasez delas ganancias. Sus expediciones learrebataban, no sólo días, sino semanas,

e incluso meses de vida. Pero lanecesidad obligaba: si no tenían nadapara vender, sólo les quedaría comersela rata domesticada de Sasha, la últimaque seguía con vida en la inhóspitaestación, y luego pegarse un tiro.

Sasha habría sustituido a su padre enla labor si éste se lo hubiera permitido.¡En cuántas ocasiones le había pedido lamáscara de gas para subir ella misma ala superficie! Pero él se mostrabasiempre inflexible.

Debía de saber que ese pedazo degoma agujereada, con los filtrosobstruidos desde hacía tiempo, servíade poco más que un talismán. Pero no

lo reconocería delante de la muchacha.Le decía a su hija, aunque no fueraverdad, que sabía limpiar los filtros, yfingía limpiarlos cada vez queregresaba después de varias horas deincursión, y hacía como que seencontraba bien, y cuando no queríaque la muchacha le viera vomitarsangre le decía que se marchara, con elpretexto de que quería estar solo.

Sasha no podía cambiar nada. Losotros les habían expulsado, a su padre ya ella, a aquel rincón desierto. Loshabían dejado con vida. No pormisericordia, sino por sádicacuriosidad. Todo el mundo había

pensado que no sobrevivirían más deuna semana, pero la fuerza de voluntad yla resistencia de su padre los habíanmantenido con vida a ambos durantevarios años. Los otros los odiaban, losdespreciaban, pero les llevaban comidade manera regular. No lo hacían acambio de nada, por supuesto.

En los intervalos entre salida ysalida, durante los escasos minutos enlos que ambos podían sentarse junto auna pequeña hoguera que apenas sihumeaba, su padre le hablaba detiempos pretéritos. Hacía varios añosque el hombre había visto que no teníaporvenir. Pero, aunque se viera

despojado de su futuro, nadie learrebataría su pasado.

—En otro tiempo, mis ojos tenían elmismo color que los tuyos. El color delcielo… —le decía a su hija.

Y Sasha creía recordar aquellostiempos, los tiempos en los que el tumorde su padre aún no se había hinchadohasta transformarse en un tremendobocio, y sus ojos aún no habíanpalidecido, sino que irradiaban luzcomo los de la joven.

Al decir «color del cielo», su padrese refería, por supuesto, al azur queperduraba en su recuerdo, no a las nubesde polvo bermejas cual rescoldos bajo

las que se movía cada vez que salía a lasuperficie. Hacía más de diez años queno contemplaba la luz del día, y Sashano la había visto jamás. Tan sólo habíallegado a imaginársela en sueños, pero¿cómo podía saber si su imaginación secorrespondía con la realidad? ¿Qué lesocurre a los ciegos de nacimiento?¿Sueñan en un mundo parecido alnuestro? ¿Acaso puede decirse que venen sus sueños?

***

Los niños pequeños, al cerrar losojos, piensan que el mundo entero ha

quedado envuelto en la oscuridad. Creenque todos los que se encuentran a sualrededor se han quedado ciegos comoellos. «En los túneles, el hombre se veigual de indefenso, es tan ingenuo comoesos niños —pensó Homero—. Seimagina que tiene poder sobre la luz y laoscuridad, aunque lo único que haga seaencender y apagar la linterna. Y laoscuridad más impenetrable puede estarllena de ojos que miran». Desde elencuentro con los necrófagos, estospensamientos no lo dejaban en paz.Pensar en otra cosa. Tenía que pensar enotra cosa.

Qué extraño que Hunter no hubiera

sabido lo que encontraría en laNakhimovsky Prospekt. Hacía dosmeses, cuando el brigadier se habíapresentado en la Sevastopolskaya,ninguno de los centinelas había sidocapaz de explicarse cómo era posibleque un hombre de estatura tan imponentelograra pasar por todos los puestos devigilancia del norte sin ser visto. Porfortuna, el Coronel no les había pedidoexplicaciones…

Pero ¿cómo había podido llegarhasta la Sevastopolskaya si no era por laNakhimovsky Prospekt? Todos losdemás caminos que daban a lasestaciones centrales estaban cortados.

¿La abandonada Línea Kakhovskaya[9],en cuyos túneles, por motivos bienconocidos, no se había visto ni una solacriatura viva durante varios años?Imposible. ¿La Chertanovskaya? Vayaidea más ridícula. Ni siquiera unguerrero tan hábil e implacable comoHunter habría podido pasar por laestación maldita. Por lo demás, tampocohabría podido llegar hasta allí sin pasarantes por la Sevastopolskaya.

Así pues, el norte, el sur y el estequedaban excluidos. A Homero lequedaba una sola hipótesis: elmisterioso visitante había entrado desdela superficie. Por supuesto, todas las

entradas y salidas de las que se teníanoticia estaban cegadas y eran objeto devigilancia constante, pero… tal vezhubiese logrado abrir uno de losconductos de ventilación. Los habitantesde la Sevastopolskaya no contaban conque arriba, entre las ruinas abrasadas delos edificios de hormigón, hubieraalguien con la inteligencia suficientecomo para desactivar sus sistemas dealarma. El tablero de ajedrez formadopor los edificios de apartamentos,destrozado por las esquirlas de lascabezas atómicas, llevaba mucho tiempodeshabitado y desierto. Los últimosajedrecistas se habían rendido hacía

mucho tiempo, y las criaturas deformes ypavorosas que se arrastraban por allíestaban jugando una nueva partida deacuerdo con sus propias reglas. Losseres humanos no podían plantearsesiquiera una revancha.

Se emprendían breves expedicionesen busca de materiales útiles que, alcabo de veinte años, aún se pudieranaprovechar. Presurosas, sí, e inclusovergonzantes incursiones de rapiña en loque habían sido sus propios hogares.Era lo único que aún se podían permitir.Los Stalkers salían a la superficieprotegidos por sus trajes aislantes pararegistrar por enésima vez los esqueletos

de las khrushchovskas[10] de su zona,pero ninguno de ellos osaba enfrentarsea sus actuales habitantes. Como mucho,les disparaban una ráfaga deametralladora, se replegaban a losapartamentos que las ratas habíanllenado de suciedad y, tan pronto comoel peligro había terminado, regresaban atoda prisa al subsuelo.

Los antiguos planos de la urbe noguardaban ya ninguna semejanza con larealidad. En las carreteras que servíanpara entrar o salir de la ciudad, dondeantaño se habían formado colas deautomóviles de varios kilómetros delongitud, tan sólo había cráteres, o

impenetrables matorrales de colornegro. En vez de los antiguos barrios deviviendas, había marismas, osimplemente tierra abrasada y estéril.Solo los Stalkers más temerarios osabanalejarse a más de un kilómetro delagujero por el que habían salido, y lamayoría se daban por satisfechos conmucho menos.

Las estaciones que se encontrabanmás allá de la Nakhimovsky Prospekt —la Nagornaya, la Nagatinskaya y laTulskaya— no tenían puertas abiertas alexterior, y los seres humanos quehabitaban en dos de ellas no se habríanatrevido a subir. ¿Cómo era posible que

un hombre vivo atravesara aquel erial?Para Homero, se trataba de un absolutoenigma. Pero, con todo, la idea de queHunter había entrado desde la superficiecobraba fuerza en su mente.

Porque sólo se le ocurría otrocamino por el que pudiera haber llegadosu brigadier. Esa otra posibilidadrepugnaba al viejo ateo que se esforzabapor tomar aliento y por seguir a laoscura silueta que lo precedía, y queavanzaba como si sus pies no hubiesentocado el suelo.

De abajo…

***

—Tengo un mal presentimiento —dijo Ahmed, titubeante y en voz baja,pero al alcance de los oídos de Homero—. No es un buen momento para veniraquí. Créeme. He pasado muchas vecespor aquí con las caravanas. En laNagornaya se cuece algo…

Las cuadrillas de bandoleros,después de sus asaltos, trataban dealejarse tanto como podían de la Líneade Circunvalación. Pero no osabanacercarse a las caravanas de laSevastopolskaya. Tan pronto como elrítmico estruendo de botas claveteadasanunciaba la presencia de su infantería,ponían pies en polvorosa.

No, el motivo por el que lascaravanas llevaban siempre una fuerteescolta no eran las cuadrillas debandoleros, ni los necrófagos de laNakhimovsky Prospekt. La severísimaeducación que padecían los habitantesde la Sevastopolskaya, su absolutatemeridad, su capacidad de unirse enmeros segundos en un puño de acero yaniquilar cualquier peligro con unatormenta de plomo, habrían bastadopara transformar a los convoyes de laSevastopolskaya en señoresindiscutidos del trecho que los unía conla Serpukhovskaya… si no se hubierainterpuesto en su camino la

Nagornaya.Los terrores de la Nakhimovsky

habían quedado atrás, pero ni Homero niAhmed sentían el más mínimo alivio. Lapoco vistosa, e incluso insignificante,Nagornaya había sido la estación finalde muchos viajeros que habían entradoen ella sin tomar las precaucionesnecesarias. Los pobres diablos que ibana parar por casualidad a la vecinaNagatinskaya se alejaban tanto comopodían de las hambrientas fauces deltúnel meridional que conducía a laNagornaya. Como si eso les hubieraprotegido de algo. Como si las criaturasque salían arrastrándose del túnel en

busca de su botín hubieran sidodemasiado perezosas para arrastrarse unpoco más allá en busca de una víctima asu gusto…

Todo el mundo que entraba en laNagornaya tenía que fiarse de su suerte,porque era una estación imprevisible. Aveces cabía la posibilidad deatravesarla en silencio, mientras losviajeros, horrorizados, contemplaban lasmanchas de sangre en las paredes, yalguna columna llena de arañazos quehacía pensar que alguien, en un últimomomento de desesperación, habíatratado de subir por ella. Pero, minutosmás tarde, la misma estación podía

depararle a otra cuadrilla unrecibimiento tal que la supervivencia dela mitad del grupo se consideraría unavictoria.

Era insaciable. No sentíapredilección por nadie. No se dejabaexplorar. Para los habitantes de lasestaciones vecinas, la Nagornayaencarnaba la arbitrariedad del destino.Era el obstáculo más difícil paraquienes recorrían el camino desde laLínea de Circunvalación hasta laSevastopolskaya, y viceversa.

—Han desaparecido tantos… no mecreo que haya sido siempre laNagornaya. —Ahmed, como muchos

habitantes de la Sevastopolskaya, erasupersticioso, y hablaba de la estacióncomo si se tratara de un ser vivo.

Homero comprendía muy bien loque Ahmed quería decir. El viejotambién había pensado en variasocasiones que no era posible que laNagornaya hubiera engullido a tantascaravanas y a las subsiguientesexpediciones de reconocimiento.Asintió, pero luego añadió:

—Y si ha sido ella, ojalá seatragante y se muera…

—Pero ¿qué dices? —le susurróAhmed, enfurecido. Una mano se lecontrajo de pura cólera, como si hubiese

querido arrearle un sopapo al viejoparlanchín, pero se contuvo—. ¡No haypeligro de que se atragante contigo!

Homero toleró el insulto en silencio.No creía que la Nagornaya losescuchara, ni que pudiera enfurecersepor sus palabras. Por lo menos, a tantadistancia…

¡Superstición, y nada más quesuperstición! Los ídolos de aquel mundosubterráneo eran incontables. Habríasido imposible no ofender a ninguno.Hacía mucho tiempo que Homero habíadejado de preocuparse por ello, peroAhmed no parecía compartir su opinión.

El muchacho se sacó del bolsillo de

la chaqueta una especie de rosario queen vez de cuentas tenía cartuchos depistola Makarov, y empezó a pasar lospequeños ídolos de plomo con susdedos mugrientos. Al mismo tiempo,movía los labios: estaba diciendo algoen su lengua. Probablemente le pedíaperdón a la Nagornaya por los pecadosde Homero.

El sobrenatural olfato de Hunterhabía detectado algo. Les hizo una señalcon la mano, se detuvo, y se agachó conextraordinaria agilidad.

—Más adelante hay niebla —dijo, yaspiró profundamente por la nariz—.¿De qué se trata?

Homero y Ahmed se miraron.Ambos sabían muy bien lo quesignificaba: la cacería había empezado.Necesitarían una suerte enorme parallegar vivos a la frontera septentrionalde la Nagornaya.

—¿Cómo podría decírtelo? —lerespondió Ahmed, reticente —. Es sualiento…

—¿El aliento de quién? —preguntóel brigadier, sin mostrarse impresionadoen lo más mínimo, y dejó la mochila enel suelo para buscar el calibre másadecuado en su arsenal.

Ahmed susurró:—Es el aliento de la Nagornaya.

—Vamos a verlo —le dijo Huntercon una mueca de desprecio. Homerotuvo la impresión de que el desfiguradorostro del brigadier había vuelto a lavida. En realidad seguía inmóvil, comosiempre. Lo único que había ocurridoera que la luz había caído sobre él desdeuna dirección distinta.

Los otros dos lo vieron también,unos cien metros más allá: un vaporespeso, de un color blanco mortecino,se arrastró hacia ellos por el suelo, lesenvolvió primero las botas, ascendióluego hasta la rodilla, y por fin inundótodo el túnel y los cubrió hasta lacintura… como si se hubieran

sumergido en un mar espectral, frío yhostil, como si hubieran avanzado pasoa paso por aguas cada vez másprofundas y tuviese que llegar elmomento en el que esas turbias aguasles sumergieran por completo.

Apenas si veían nada. Los rayos deluz de sus linternas quedaban presos enla extraña niebla cual moscas en unatelaraña. Aun cuando lograran llegarunos pasos más allá, quedabanatrapados en el vacío, pálidos y sinfuerza. Los sonidos llegabanamortiguados a los oídos de los doshombres, como a través de unaalmohada de plumas, y cada uno de los

movimientos que hacían les costaba unesfuerzo indecible, como si nocaminaran sobre las traviesas de lasvías, sino que chapotearan por un espesolodazal.

También les resultaba cada vez másdifícil respirar. No por la humedad, sinopor el desacostumbrado sabor amargodel aire. Tenían que forzarse a sí mismosa respirarlo. No lograban librarse de lasensación de que, en realidad, estabantragándose el aliento de una criaturagigantesca y extraña, una criatura quehabía absorbido todo el oxígeno del airey lo había sustituido por sus propiosvapores ponzoñosos.

Homero, por lo que pudiera suceder,se había puesto de nuevo la máscara degas. Hunter lo miró, metió la manodentro de su macuto de tela y sacó unamáscara nueva, de goma, que se pusosobre la que ya llevaba. Ahmed fue elúnico que se quedó sin protección.

El brigadier se quedó quieto yvolvió su oreja destrozada hacia laNagornaya, pero el espeso caldo decolor blanco le impedía descifrar losretazos de sonidos que llegaban desde laestación y hacerse una idea del conjunto.No muy lejos de ellos, se había oídocomo un peso que caía al suelo, y acontinuación un sollozo prolongado, en

un tono demasiado grave para provenirde la garganta de un hombre. Demasiadograve para provenir de la garganta de unser vivo. Después se oyó el histéricochirrido de un objeto metálico, como siuna fuerte mano hubiera agarrado una delas gruesas tuberías de la pared y lahubiese doblado para hacer un nudo.

Hunter movió enérgicamente lacabeza, como si hubiera queridosacudirse alguna especie de broza y, enlugar del subfusil corto, empuñó unKalashnikov con doble cargador ylanzagranadas montado bajo el cañón.

—Por fin— murmuró.Tardaron en darse cuenta de que

habían llegado a la estación: las brumasde la Nagornaya eran espesas comoleche de cerda. Homero miraba por loscristales ahumados de la máscara de gasy se sentía como un buzo entre lospecios de un viejo barco de vaportransoceánico.

Contribuían a ello los relieves de lasparedes que, ocasionalmente, quedabana la vista y volvían a desaparecercuando nuevos jirones de niebla loscubrían: gaviotas impresas sobre metalcon toscos moldes soviéticos. Seasemejaban a las impresiones de fósilesque quedan al descubierto al quebrarselas rocas. «La petrificación —pensó de

repente Homero— es el destino delhombre y de sus creaciones. Pero ¿quiénnos desenterrará a nosotros?»

Los vapores que los envolvíanestaban vivos, fluían en direccionesdiversas, se agitaban. A la vez, emergíande las brumas unos oscuros coágulos:primero, un vagón abollado con sucabina de conducción herrumbrosa,después un cuerpo cubierto de escamas,o la cabeza de un monstruo mítico.Homero se preguntó quién habría vividoen el habitáculo de la tripulación einspeccionado los camarotes de primeradurante las décadas que habían pasadodesde la catástrofe. Y sintió pavor.

Había oído hablar varias veces de loque ocurría en la Nagornaya, pero nuncase había visto cara a cara con…

—¡Está allí! ¡A la derecha! —bramóAhmed, y le dio un tirón en la manga alviejo. El silenciador que él mismo sehabía construido amortiguó el sonido deun disparo.

Homero se volvió con una ligerezaque nadie habría creído posible en sucuerpo reumático, pero la escasapotencia de su linterna alumbró tan sóloparte de una columna estriada yrevestida de metal.

—¡Detrás! ¡Allí! ¡Detrás!Ahmed disparó otra ráfaga. Pero las

balas no hicieron más que destrozar losrestos de las planchas de mármol que enotro tiempo habían adornado la estación.Lo que fuera que había visto bajo la luzdifusa y crepuscular de la linterna habíadesaparecido bajo esa misma luz y,obviamente, no había sufrido ningúndaño.

«Lleva demasiado tiemporespirando esto», pensó Homero. Peroentonces alcanzó a ver algo con elrabillo del ojo… una criatura gigantescaque avanzaba encorvada —los cuatrometros de altura a los que se hallaba eltecho no le bastaban—, y que, a pesar desu tamaño descomunal, se movía con

sorprendente agilidad. Sólo emergió dela niebla por unos instantes, en loslímites de su área de visión, y luegodesapareció de nuevo entre las brumas,antes de que el viejo hubiera tenidotiempo de empuñar su rifle de asalto.

Homero, en su desesperación, buscócon los ojos al brigadier.

Había desaparecido.

***

—To… todo va bien. No tepreocupes. —El padre de la muchachatenía que detenerse una y otra vez paratomar aliento, al tiempo, trataba de

tranquilizarla—. Sabes… hay personasen el metro que están mucho peor… —Trató de sonreír, pero sólo le salió unaterrible mueca, como si la mandíbulainferior se le hubiera desprendido delcráneo.

Sasha le devolvió la sonrisa, perouna salada gota de rocío le bajaba por lamejilla demacrada y sucia de hollín. Almenos, su padre volvía en sí tras suslargas horas de inconsciencia.Suficientes horas para que la muchachahubiera podido meditar sobre todas lascosas.

—Esta vez no he encontrado nada —farfulló el hombre—. ¡Perdóname! Al

final he ido a los garajes. Estaban máslejos de lo que pensaba. Pero hedescubierto uno que seguía intacto. Elcerrojo era de acero inoxidable y aúnestaba engrasado. No he logrado entrar,y por eso le he puesto una cápsulaexplosiva, la última. He pensado quedentro habría un coche, piezas derecambio, y todo eso. He hecho estallarla carga y he entrado: estaba vacío. Nohabía nada. Entonces ¿por qué lo habíancerrado esos hijos de puta? Tantoestruendo… he rezado por que nadie lohubiera oído. Pero, al salir del garaje,había por todas partes una especie deperros. He pensado que había llegado…

que había llegado mi… —Cerró lospárpados y enmudeció.

Sasha, inquieta, lo tomó de la mano,pero él negó con la cabeza, con unmovimiento casi imperceptible, sin abrirlos ojos: «No tengas miedo, todo irábien». No le quedaban fuerzas parahablar, pero quería contárselo todo.Tenía que explicarle sin falta por quéhabía vuelto con las manos vacías, porqué tendrían que pasar hambre duranteuna semana hasta que él pudiera ponersede nuevo en pie. Pero, sin haber logradodecirle nada, cayó en un sueño profundo.

Sasha examinó la venda que lecubría la herida de la pierna. Como

estaba empapada en sangre, se la quitó yle puso una nueva. Luego se levantó, fuehasta la jaula de la rata y abrió laportezuela. El animal miró afuera condesconfianza. Al principio pareció quequisiera esconderse, pero al finobedeció a Sasha y saltó al andén paraestirar las patas. El olfato de las ratasera digno de confianza: en el túnel noacechaba ningún peligro. La joven, mástranquila, se volvió hacia el camastro.

—Claro que te vas a curar.Caminarás de nuevo —le susurró a supadre—. Y encontrarás un garaje en elque habrá un coche en buen estado. Ynos meteremos dentro y nos

marcharemos muy lejos de aquí. Diez, oquince estaciones más allá. A un lugardonde nadie sabrá quiénes somos.Seremos unos perfectos desconocidos.Nadie nos odiará. Si es que existe unlugar así…

En ese momento era la joven quienle contaba a su padre los mismoscuentos de hadas que éste le relatabacon tanta frecuencia. Le repetía palabrapor palabra su vieja cantinela, y alrepetirla se la creía cien veces más. Ellalo cuidaría, ella lo curaría. En algunaparte del mundo tendría que haber unlugar donde fueran iguales que losdemás.

Un lugar donde pudieran ser felices.

***

—¡Allí está! ¡Me mira a mí!Ahmed chilló como si la bestia ya lo

hubiese capturado. Nunca había gritadode ese modo. Disparó una nueva ráfagacon el rifle de asalto, pero entonces sele encasquilló. Ahmed perdió la sangrefría que aún le quedaba: tembloroso,trató de introducir un nuevo cargador.

—Me ha mirado a mí… a mí…De repente, se oyeron muy cerca de

ellos las ráfagas de una segunda armaautomática. Enmudecieron por unos

instantes, y acto seguido empezaron denuevo, esta vez de manera casiinaudible, con ráfagas breves, de tresdisparos cada una. Así pues, Hunter aúnvivía, aún había esperanza. Los disparosse alejaron y luego se acercaron otravez, pero no se sabía si las balas habíanalcanzado su objetivo. Homero esperabael bramido de rabia de un monstruoherido. Pero un lúgubre silencioenvolvió la estación. Sus enigmáticoshabitantes no debían de tener cuerpo, o,si lo tenían, eran invulnerables.

El brigadier continuaba enfrascadoen su extraño combate al otro extremodel andén. La estela de los proyectiles

incandescentes llameaba una y otra vez yal momento, se extinguía. Embriagadopor la lucha contra los espectros, habíaabandonado a los mismos hombres aquienes tenía que proteger.

Homero respiró hondo y echó lacabeza para atrás. Hacía largos instantesque sentía una inquietud, habíaadivinado la presencia de una miradafría y opresiva. La sentía en la piel, enla coronilla, en los pelillos de la nuca.Ya no podía negar esa realidad.

Bajo el techo, muy por encima deellos, se mecía entre las densas brumasuna cabeza. Y era tan descomunal queHomero, al principio, no supo muy bien

lo que veía. El tronco del gigantequedaba oculto en la penumbra, y sumonstruoso rostro se cernía sobre losdiminutos hombrecillos que trataban dedefenderse con sus inútiles armas. Notenía prisa por cargar contra ellos.Abrigaba la intención de concederlesun breve período de gracia.

Homero cayó de rodillas,enmudecido por el horror. El rifle se leescapó de las manos y rebotóestrepitosamente sobre las vías. Ahmedaulló como un condenado. La criaturaempezó a avanzar, sin prisas y, así, suoscuro cuerpo, gigantesco como unamontaña, se apoderó de todo el espacio

visual que les quedaba. Homero cerrólos ojos y se preparó. Se despidió. Teníauna sola cosa en la cabeza, unpensamiento dolorido y amargo leperforaba la conciencia: «No lo heconseguido…»

Pero entonces el lanzagranadas deHunter vomitó fuego. La onda de choquelos ensordeció, y dejó tras de sí unsilbido débil y prolongado. Los jironesde carne requemada volaron en todas lasdirecciones. Ahmed fue el primero querecuperó el sentido. Agarró a Homeropor el cuello de la camisa, lo obligó aponerse en pie y lo arrastró tras de sí.

Corrieron, tropezaron con las

traviesas, lograron mantenerse enequilibrio, sin enterarse del dolor quesentían. Se mantenían agarrados el unoal otro, porque en aquella sopablancuzca no se veía absolutamentenada. Corrieron, como si no losamenazara tan sólo la muerte, sino algomucho más terrible: la desintegraciónfinal e irreversible, la aniquilaciónabsoluta, tanto física como espiritual.

Invisibles, casi inaudibles, perosiempre tras sus espaldas, los demonioslos perseguían, les seguían el paso, perosin atacarlos. Parecía que jugaran conellos, y que les permitieran creer quepodrían salvarse.

Entonces, de repente, en vez de lasparedes agrietadas de mármol, los doshombres se encontraron con la boca deun túnel. ¡Habían logrado escapar de laNagornaya! Homero y Ahmedretrocedieron, como si los sujetaranunas cadenas que por fin se habíanestirado al máximo. Pero aún no eramomento para detenerse. Ahmed corríael primero, con una mano pegada a lastuberías de la pared, y tiraba del viejo,que una y otra vez se caía y pugnaba porlevantarse.

—¿Qué ha pasado con el brigadier?—gritó Homero, que se había arrancadola sofocante máscara de gas.

—Cuando hayamos salido de laniebla, pararemos y la esperaremos.Seguro que ya falta poco, como máximodoscientos metros… Antes que nadatenemos que salir de la niebla —repetíaAhmed, como un conjuro—. Voy acontar las zancadas…

Pero al cabo de doscientos pasosseguían envueltos en vapores, y tambiénal cabo de trescientos. ¿Qué pasaría, sepreguntó Homero, si la niebla se habíaextendido hasta la Nagatinskaya? ¿Y sihabía engullido también la Tulskaya y laNakhimovsky?

—No puede ser… seguro que yafalta… sólo un poco más… —murmuró

Ahmed por enésima vez, y de pronto sequedó inmóvil.

Homero se estrelló contra susespaldas, y ambos rodaron por el suelo.

—La pared ya no está. —El perplejoAhmed palpó las traviesas, los raíles, elhúmedo suelo de hormigón, como sihubiera temido que la tierradesapareciera a traición bajo sus pies.

—La pared está en el mismo sitioque antes. ¿Qué te ocurre? —Homerohabía encontrado un saliente en la pareddel túnel y, apoyándose en él, conprecaución, se puso en pie.

—Disculpa. —Ahmed reflexionó ensilencio por unos momentos—. ¿Sabes?

Allí, en esa estación… he llegado apensar que no saldría. Me ha mirado deuna manera… me ha mirado a mí, ¿loentiendes? Había decidido cogerme amí. He pensado que me quedaría allípara siempre. Y que no tendría unentierro digno.

Hablaba lentamente, y era obvio quese avergonzaba de su chillido. Loconsideraba más propio de una mujer ytrataba de justificarse, aun cuando sabíaque no se le pedían explicaciones.

Homero negó con la cabeza.—No pienses más en eso. Yo mismo

me he ensuciado los pantalones. ¿Quémás da? Ahora seguro que nos falta

poco.La persecución había terminado y

pudieron recobrar el aliento. De todosmodos, no habrían tenido fuerzas paracorrer más. Por ello, siguieron adelantepoco a poco, medio a ciegas, todavíacon las manos en la pared, paso a pasohacia la salvación. Lo peor habíaquedado atrás. Aunque la niebla aún nose disolviera, las corrientes de aire quesoplaban en el túnel la dispersarían y laharían desaparecer por los conductos deventilación. No tardarían en encontrarseres humanos, y entonces aguardaríanal brigadier.

Llegaron antes de lo que habían

pensado. ¿Sería posible que, en elinterior de la niebla, el espacio y eltiempo se contrajeran? Había unaescalera de hierro junto a la pared deltúnel. Era la que servía para subir alandén.

El túnel trazaba una curva queterminaba en ángulo recto, y al lado delas vías alcanzaron a divisar elburladero que en otro tiempo habíasalvado la vida a los pasajeros quecaían en ellas.

—Mira —susurró Homero—. Estoparece una estación. ¡Una estación!

—¡Eh! ¿Hay alguien ahí? —gritóAhmed con todas sus fuerzas—.

¡Hermanos! ¿Hay alguien ahí? —Yprorrumpió en una absurda carcajadatriunfal.

La luz de su linterna, amarillenta yya casi agotada, les reveló, en la lúgubrepenumbra, unas planchas de mármol queadornaban las paredes. El tiempo y loshombres habían pasado por ellas, no sincausar estragos. No se había conservadoninguno de los mosaicos de colores queen otro tiempo habían sido el orgullo dela Nagatinskaya. ¿Y qué había sido delrevestimiento de mármol de lascolumnas? ¿Acaso…?

Aunque no obtenía respuesta alguna,Ahmed seguía pegando gritos y se reía

sin cansarse. ¡Claro!, se habían asustadode la niebla y habían huido como locos,pero eso había dejado de preocuparle.Homero, en cambio, estaba intranquilo,y buscaba por la pared con la luz de lalinterna, cada vez más tenue. Sussospechas le producían escalofríos.

Finalmente lo encontró. Eran unasletras de hierro atornilladas a losmármoles rotos.

NAGORNAYA

***

Nunca vuelve uno a ningún sitio por

casualidad.Eso era lo que le había dicho

siempre su padre. Uno vuelve paracambiar algo, para reparar un error. Aveces el buen Dios nos agarra por elcuello de la camisa y nos obliga aregresar al sitio donde Él nos habíaperdido de vista. Y lo hace para ejecutarsu sentencia contra nosotros… o paradarnos una segunda oportunidad.

Por ello —le había dicho su padre—, le era imposible poner fin a su exilioy regresar a su estación de origen. No lequedaban fuerzas para vengarse, paraluchar, para demostrar nada. Y hacíamucho tiempo que tampoco anhelaba la

reconciliación. Era una vieja historiapor la que había perdido su antigua vida,y había estado a punto de perder la vidamisma. Pero abrigaba la convicción deque, al final, cada uno tendría lo que semereciera.

Y así vivían en perpetuo exilio,porque el padre de Sasha no tenía nadapor reparar, y el Buen Dios no volvíasus ojos hacia aquella estación.

Su plan de fuga —encontrar en lasuperficie un automóvil que no sehubiera oxidado en varias décadas,repararlo, llenarlo de gasolina y escapardel círculo infernal en el que los habíaencerrado el destino— se había

transformado desde hacía tiempo en unahistoria que se contaban a la hora de ir adormir.

Con todo, Sasha tenía otraposibilidad de regresar a las estacionescentrales. Ciertos días fijados deantemano, se dirigía al puente cargadade aparatos a medio reparar, bisuteríavieja y libros mohosos, paraintercambiarlos por provisiones y unospocos cartuchos. Pero, con frecuencia,los mercaderes le ofrecían algo más.

Iluminaban su cuerpo joven, algoanguloso, con los faros de la dresina. Seguiñaban los ojos entre ellos,chasqueaban la lengua, la llamaban y le

hacían todas las promesas imaginables.La muchacha causaba una impresiónsensacional. Ella los miraba en silencio,con desconfianza, y con un puñal ocultotras la espalda. Su holgado abrigomasculino no ocultaba las formas de sucuerpo. La mugre y el aceite de máquinaque ensuciaban el rostro de la jovenresaltaban aún más el brillo de sus ojosazules. Eran tan luminosos que habíaquien apartaba la mirada. Sus cabellosrubios, mal cortados con el mismocuchillo que tenía en la mano derecha, lecubrían las orejas. Sus labios,excoriados de tanto mordérselos, nosonreían jamás.

Los hombres que solían acudir en ladresina comprendieron enseguida quelas migajas no bastarían para domar aaquella loba, y empezaron a tentarla conla libertad. La joven nunca lesrespondía. Llegaron a pensar que estabamuda, y eso les ponía las cosas aún másfáciles. Pero había algo que Sasha sabíamuy bien: hiciera lo que hiciese, nolograría comprar dos asientos en ladresina. Aquellos hombres teníandemasiadas cuentas pendientes con supadre, y la muchacha no bastaría parasaldarlas.

Esos hombres que se plantaban anteella, sin rostro, con la voz que sonaba

gangosa a través de la máscara de gas decolor negro del Ejército Rojo, no eransimples enemigos. La joven nodistinguía en ellos ni un solo rasgohumano, nada en lo que hubiera podidosoñar, de noche, cuando dormía.

Así, dejaba siempre los teléfonos,tablas de planchar y teteras sobre lastraviesas, daba diez pasos hacia atrás yesperaba a que los mercaderes loshubiesen cogido. A continuación, ellosle arrojaban un par de paquetes dececina y un puñado de cartuchos sobrela vía. Los arrojaban para que lamuchacha tuviese que recogerlos acuatro patas y poder mirarla a placer. Y

luego la dresina se alejaba lentamente ydesaparecía, de camino hacia el mundode verdad. Sasha daba media vuelta yregresaba a su hogar, donde laaguardaban una montaña de aparatosaveriados, un destornillador, un sopletey una bicicleta que había transformadoen dinamo. Montaba sobre el sillín,cerraba los ojos y pedaleaba, lejos, muylejos de allí. A menudo olvidaba que enrealidad no se movía. Y el mismo hechode haber rechazado la oferta desalvación aún le daba más fuerzas.

***

¿Qué diablos…? ¿Cómo era posibleque hubieran vuelto allí? Homero seestrujaba las meninges en busca de unaexplicación.

De pronto, Ahmed enmudeció. Sehabía fijado en lo que Homeroalumbraba con su linterna.

—No me deja marchar… —dijo convoz apagada, casi inaudible.

Los vapores se habían espesado detal modo que los dos hombres casi no seveían el uno al otro. Al marcharse losseres humanos, la Nagornaya habíacaído en una especie de letargo. Peroentonces cobró nueva vida: la opresivaatmósfera respondió a sus palabras con

imperceptibles alteraciones, sombrasindistintas que se agitaban en laoscuridad. Y ni rastro de Hunter… unacriatura de carne y hueso no podíatriunfar en la lucha contra los espectros.En cuanto se hartara de jugar con ellos,la estación los envolvería con sucorrosivo aliento y digeriría sus cuerposaún con vida.

—Márchate —le insistía Ahmed—.Me quiere a mí. Tú no entiendes estascosas. No has venido suficientes veceshasta aquí.

—¡Basta ya de tonterías! —le ladróHomero, sorprendiéndose él mismo dela potencia de su voz—. Nos hemos

perdido en la niebla, y ya está.¡Volvamos atrás!

—No podremos marcharnos. Correcuanto quieras. Si te quedas conmigo,regresarás aquí una y otra vez. Si temarchas tú solo, lo conseguirás. Vete, telo ruego.

—¡Cállate! —Homero agarró aAhmed de la mano y tiró de él endirección al túnel—. ¡Dentro de unahora estarás de rodillas dándome lasgracias!

—Dile a mi mujer que…Una fuerza increíble y monstruosa

arrancó la mano de Ahmed de la deHomero. El muchacho desapareció en lo

alto, en la niebla, en la nada. No tuvotiempo de chillar, sino que desapareciósin más, como si en un instante susátomos se hubieran disgregado, como sino hubiera existido jamás.

Homero se puso a aullar, a darvueltas sobre sí mismo como undemente, y, cargador tras cargador,despilfarró sus valiosos cartuchos.

Entonces, de pronto, sintió unviolento golpe en la cerviz, un golpe quesolo podía haberle asestado uno de losdemonios que poblaban la estación, y elUniverso entero se vino abajo.

Sasha corrió a la ventana y subió lapersiana de un tirón. Entraron airefresco y una luz suave. El alféizar demadera daba directamente a un barrancodesde el que ascendía una ligera nieblamatutina. Aclararía con los primerosrayos del sol, y entonces Sashaalcanzaría a ver desde su ventana nosolo la cañada, sino también, a lo lejos,las estribaciones cubiertas de pinares y,

a medio camino, los prados verdes, lascasitas del valle, pequeñas como cajitasde fósforos, y los campanarios en formade vaina.

La primera hora de la mañana era elmomento del día que más le gustaba.Presentía la inminente salida del sol y selevantaba con media hora de antelaciónpara poder subir a tiempo a la montaña.Por detrás de las cabañas menudas ysencillas, pero limpias hasta deslumbrar,cálidas y confortables, serpenteaba juntoal barranco un sendero orlado con floresde color amarillo. La gravilla cedía bajosus pies, y Sasha, en los escasos minutosque duraba el ascenso hasta la cumbre,

se caía varias veces y se lastimaba lasrodillas.

La muchacha, pensativa, secaba conla manga el alféizar que aún estabahúmedo del aliento de la noche. Habíasoñado con algo lúgubre y siniestro quearruinaba su despreocupada vida, perolos últimos restos de sus agitadasvisiones se habían desvanecido encuanto el viento fresco le habíaacariciado la piel. No le quedaban ganasde pensar en lo que la había atormentadotanto en sueños. Tenía que apurarse parallegar a tiempo a la cumbre y saludar alsol, y luego bajar a toda prisa parapreparar el desayuno, despertar a su

padre y tenerle lista la comida que sellevaría para el camino.

Y entonces, mientras su padre salía acazar, Sasha pasaría el día entero a suaire, y hasta la hora de la cenaperseguiría a las lentas libélulas y lascucarachas voladoras entre las floresdel prado, tan amarillas como losrevestimientos de lincrusta[11] de lostrenes.

Pasó de puntillas sobre el chirrianteentarimado, abrió la puerta y se rió,procurando no hacer ruido.

***

Hacía muchos años que el padre deSasha no veía una sonrisa como aquéllaen el rostro de su hija. No queríadespertarla a ningún precio. El hombretenía un pie hinchado y entumecido, y nodejaba de sangrar. Decían que elmordisco de un perro vagabundo no secura…

¿Tenía que despertarla? Pero habíanpasado más de veinticuatro horas desdeque el hombre había salido de casaporque, antes de forzar la entrada delgaraje, había registrado un edificio deapartamentos —uno de los que antaño sesolían llamar «termiteros», a dosmanzanas de la estación—, había subido

hasta el decimoquinto piso y, una vezallí, había quedado inconsciente duranteun buen rato. Seguramente, Sasha nohabía dormido durante todo ese tiempo.Su hija no conciliaba el sueño cuando élestaba de expedición… «Tiene quedescansar —pensó—. Eso que cuentanes mentira. No me va a pasar nada.»

¡Qué no habría dado por saber conqué soñaba su hija! Él mismo noconseguía desconectarse de la realidaden sus sueños. Tan sólo en contadasocasiones, su inconsciente le permitíarevivir durante un par de horas sudespreocupada juventud. Pero lo másnormal era que, también en sueños,

deambulara entre las casas muertas queconocía bien y por sus interioresdeteriorados, y un buen sueño era el quele permitía entrar en un apartamentointacto, lleno de electrodomésticos ylibros en un excelente estado deconservación.

Siempre se dormía con la esperanzade poder trasladarse al pasado. A lostiempos en los que había conocido a lamadre de Sasha. A los tiempos en que,tan sólo con veinte años, había estado almando de las fuerzas armadas de laestación. En aquellos tiempos, loshabitantes del metro aún pensaban quesu vida bajo tierra era provisional. No

se habían dado cuenta de que habitabanlos barracones de un campo de trabajosforzados con el que tendrían que cumplirsentencia de por vida.

Pero, en cambio, soñaba en elpasado reciente. Y nada menos que conlos acontecimientos que habían tenidolugar cinco años atrás. Cierto día quedecidió su destino y, peor aún, el de suhija…

Se vio de nuevo al frente de sussoldados. Empuñaba un Kalashnikov, apunto para disparar. En aquel momento,la Makarov que le correspondía comooficial le habría servido para poco másque dispararse un tiro en la sien. Aparte

de las dos docenas de guardias consubfusiles que lo seguían, no quedabaninguna otra persona en la estación quele fuera leal.

La multitud estaba furiosa, se crecía,golpeaba la barrera con docenas demanos. El barullo de voces, caótico alprincipio, se transformó gradualmente,como guiado por un invisible director,en un coro que repetía rítmicamente unafrase. Sólo pedían su dimisión, perofaltaba poco para que pidiesen tambiénsu vida.

La manifestación no era espontánea.Habían intervenido provocadoresenviados desde el exterior. Al principio

habría sido posible tratar deidentificarlos y matarlos de uno en uno,pero en aquel momento era demasiadotarde. Sólo le quedaba una posibilidadde cerrarle el paso a la sublevación ymantenerse en el poder: abrir fuegocontra la multitud. Para eso no erademasiado tarde…

Sus manos se aferraron a unaempuñadura invisible, sus pupilasdanzaron nerviosamente de un lado paraotro bajo sus párpados inflamados, loslabios se le movieron, pronunciandoórdenes inaudibles. El charco negruzcosobre el que estaba tumbado seensanchaba por momentos. Y cuanto más

grande se volvía, más se le escapaba lavida.

***

—¿Dónde están?Hubo algo que sacó a Homero del

tenebroso lago de la inconsciencia. Elviejo se agitó como una perca clavadaen el anzuelo, jadeó convulsivamente ymiró al brigadier con ojos de loco. Lossiniestros y ciclópeos colosos, losguardianes de la Nagornaya, aún seerguían frente a él y trataban deagarrarlo con sus dedos largos y llenosde articulaciones. No tendrían dificultad

alguna para arrancarle las piernas, nipara aplastarle las costillas. Rodeaban aHomero cada vez que éste cerraba losojos, y se alejaban lentamente, de malagana, cuando los abría.

Trató de ponerse en pie de un salto,pero la mano desconocida quemomentos antes le había tocadosuavemente el hombro lo agarró denuevo, igual que el anzuelo de hierroque lo había sacado de su pesadilla.Poco a poco logró respirar con mayortranquilidad, y se concentró en el rostroarrugado, en aquellos ojos oscuros quebrillaban como grasa para máquinas…¡Hunter! ¿Estaba vivo? Siempre con

gran precaución, Homero volvió lacabeza hacia la izquierda, y luego haciala derecha. ¿Se encontraban todavía enla estación embrujada?

No, estaban en un túnel vacío, ylimpio. La niebla que había ocultado losaccesos de la Nagornaya apenas sillegaba hasta allí. Hunter debía dehaberlo llevado, por lo menos, a mediokilómetro de distancia. El aliviadoHomero se dejó caer de nuevo al suelo.Pero, para estar seguro, volvió apreguntar:

—¿Dónde están?—Aquí no hay nadie. No corres

ningún peligro.

—Esas criaturas… ¿me dejaron sinconocimiento? —Homero arrugó lafrente y se acarició una hinchazón que leescocía en la nuca.

—He sido yo. He tenido quederribarte porque, si no, no habríahabido manera de dominar tu pánico.Habrías podido herirme.

Por fin, Hunter, que hasta entonces lohabía sujetado cual tenaza de hierro, losoltó. Luego se puso en pie con elcuerpo envarado y deslizó la manosobre su ancho cinturón. Llevaba unaStechkin[12] en la pistolera. Al otro ladodel cinturón había un estuche de cuerocuya función era difícil de definir. El

brigadier desabrochó el botón y sacóuna cantimplora plana de hojalata. Laagitó, le quitó el tapón y bebió un largotrago, sin ofrecerle a Homero. Cerró losojos, y entonces el viejo sintió unescalofrío. El ojo izquierdo delbrigadier no había llegado a cerrarse deltodo.

—¿Dónde está Ahmed? ¿Qué ha sidode él? —Homero pensó en todo lo quehabía ocurrido y tuvo un nuevoescalofrío.

—Ha muerto —le respondió elbrigadier con indiferencia.

—Muerto… —repitiómecánicamente el viejo.

En el momento en que el monstruo learrebató la mano de su compañero, lohabía entendido: no había criaturaviviente que pudiera liberarse de esasgarras. Homero había tenido suerte,simplemente, de que la Nagornaya no loeligiese a él. El viejo miró de nuevoalrededor. No acababa de creerse queAhmed hubiera desaparecido parasiempre. Contempló su propia mano:estaba llena de rasguños yensangrentada. No había logradoretenerlo. Sus fuerzas no le habíanbastado.

—Ahmed sabía que iba a morir —dijo en voz baja—. ¿Por qué se lo han

llevado a él, y no a mí?—En su cuerpo aún había mucha

vida —le respondió el brigadier—. Sealimentan de vida humana.

Homero negó con la cabeza.—Es injusto. Tiene niños pequeños.

Y muchas otras cosas que lo retienen eneste mundo. Que lo retenían… y yo, encambio, siempre busco…

—¿Preferirías haberte ido al otrobarrio tú? —lo interrumpió Hunter, y asípuso fin a la conversación. Acto seguidotiró de Homero para ponerlo en pie—.Venga, en marcha. Ya vamos con retraso.

Homero corría detrás de Hunter.Entre tanto, se estrujaba las meninges,

preguntándose cómo era posible queellos dos hubieran regresado a laNagornaya. La estación, cual orquídeacarnívora, les había arrebatado elentendimiento con sus miasmas y loshabía obligado a volver atrás. Pero nose habían dado la vuelta ni una sola vez.Homero estaba totalmente seguro.Empezó a creer en la contracción delespacio de la que él mismo habíahablado a su crédulo compañero. Perola explicación era mucho más sencilla.Se golpeó la frente. ¡El túnel de enlace!Unos cientos de metros más allá de laNagornaya, un ramal de una sola vía queen otro tiempo se había empleado para

desviar los trenes enlazaba los túnelesderecho e izquierdo. Cortaba los túnelesen ángulo recto, y por ello, al seguir aciegas la pared, habían regresado por lavía paralela, y luego, al acabarsesúbitamente esa misma pared, habíanseguido adelante, por error, hasta llegarde nuevo a la estación. ¡Ése había sidoel único hechizo!

Pero quedaba algo por aclarar.—¡Espera! —le gritó a Hunter. Pero

éste seguía adelante, como sordo, y elviejo tuvo que perseguirlo entreresoplidos. Cuando le hubo dadoalcance, trató de mirarlo a los ojos yexclamó:

—¿Por qué nos dejaste solos?—¿Yo? ¿A vosotros?La voz inexpresiva y metálica de

Hunter tenía cierto deje burlón. Homerose mordió la lengua. Era verdad. Habíansido Ahmed y él quienes habían huidode la estación y habían dejado sólo albrigadier con los demonios…

Cuanto más pensaba en la locura yen la desesperación con que Hunterhabía peleado en la Nagornaya, mejorcomprendía Homero que las criaturasque la habitaban hubiesen rehuido elcombate con el brigadier. ¿Por miedo?¿O porque habían reconocido un almaafín?

Homero hizo acopio de valor. Lequedaba tan sólo una pregunta, la másdifícil.

—Allá, en la Nagornaya… ¿cómo esque a ti no te han hecho nada?

Pasaron varios minutos. Homero nose atrevió a repetir la pregunta.Entonces, con voz apenas audible,Hunter le dio una respuesta breve ymalhumorada:

—¿Tú comerías carne podrida?

***

Su padre le había dicho siempre, enbroma, que la belleza redimiría al

mundo.Y siempre que lo decía, Sasha se

ruborizaba, y se apresuraba a esconderen un bolsillo del peto de su mono detrabajo un paquetito de té decorado conuna ilustración. Era una bolsitarectangular de plástico, que habíaconservado un ligero aroma a té verde, yque era su mayor tesoro. Y también untestimonio de que el Universo noterminaba en la estación y en sus cuatromuñones de túnel, a veinte metros bajoel cementerio llamado Moscú. Elpaquetito era una especie de portalmágico que tenía el poder de transportara Sasha varias décadas y millares de

kilómetros más allá. Y también algomás, de incomparable importancia.

La humedad del subsuelo estropeabaenseguida el papel. Pero lapodredumbre y el moho no devorabantan sólo libros y revistas, sino que, conellos, aniquilaban todo el pasado. Sinimágenes ni crónicas, la memoriahumana, ya coja, se derrumbaría yquedaría indefensa como un hombre sinmuletas.

Pero la bolsa de té estaba hecha deuna sustancia artificial contra la quenada podían los hongos ni el tiempo. Supadre le había dicho en cierta ocasiónque pasarían varios milenios hasta que

empezase a deteriorarse. La muchachapensaba que sus hijos podrían legaraquel tesoro a sus propios hijos.

Representaba —aunque fuese enminiatura— una imagen de otra realidad.Un contorno brillante, tan brillante comoel día en que el paquetito había salidode la cadena de producción, enmarcabauna estampa que dejaba a Sasha sinaliento: paredes rocosas muy empinadasque desaparecían entre brumas deensueño; pinos que se sostenían sobreescarpados casi verticales; tumultuosossaltos de agua que se precipitaban alabismo desde lo más alto; un fulgorpurpúreo que anunciaba la salida del

sol… Sasha no había visto nada tanhermoso en su vida.

Podía pasarse ratos muy largossentada con la bolsita en la mano,contemplándola. La neblina del alba queenvolvía las montañas lejanas le habíahechizado los ojos con su mágico poder.Aun cuando devorase todos los librosque su padre traía de las expedicionesantes de venderlos, las palabras que leíano lograban describir los sentimientosque le inspiraban esas montañas de uncentímetro de altura, y el aroma de lospinares dibujados. La increíbleatracción que ejercía ese mundo nacíade su misma irrealidad… el dulce

anhelo y la eterna espera de la salida delsol… la continua pregunta por lo quepudiera haber tras las letras de la marcade té: ¿Un árbol poco común? ¿Un nidode águilas? ¿Una casita construida juntoal barranco en la que iría a vivir con supadre?

Era él quien le había regalado labolsita a su hija cuando aún no teníacinco años. Por aquel entonces aúnconservaba su contenido: algo muy raro.Había querido sorprenderla con té deverdad, y la muchacha hizo acopio devalor y se lo bebió como una medicina.Pero la bolsita de plástico le habíaproducido, desde el principio, una

extraña fascinación. Su padre habíatenido que explicarle qué pretendíarepresentar la mediocre ilustración quela adornaba: un paisaje de montañatotalmente convencional, situado en unaprovincia china, tolerable como adornopara un paquetito de té. Pero diez añosmás tarde Sasha aún lo contemplaba conla misma fascinación del día en el quese lo habían regalado.

Su padre, en cambio, pensaba queSasha había tomado el paquetito comoun pobre sucedáneo de todo un mundo. Ycada vez que la muchacha recaía en elmismo éxtasis y se sumía en lacontemplación de aquella fantasía mal

dibujada, se lo tomaba como un mudoreproche por la vida amputada y grisque la joven había tenido que vivir.Siempre trataba de despertarla de susensoñaciones, pero no lo conseguía. Conira mal disimulada, le preguntaba porenésima vez qué podía parecerle tanmagnífico en un paquetito estropeadoque en otro tiempo había contenido ungramo de migajas de té.

Y, por enésima vez, la muchachaescondía su pequeña obra maestra en elbolsillo delantero de su peto y lerespondía avergonzada:

—¡Papá… es que lo encuentro tanbonito…!

***

De no haber sido por Hunter, que nose detuvo ni un instante hasta llegar a laNagatinskaya, Homero habría tardado eltriple en recorrer el camino. No lehabría sido posible caminar por el túnelcon tanta decisión y confianza en símismo.

Habían tenido que pagar un elevadoprecio por atravesar la Nagornaya pero,de todas maneras, dos de los tresseguían con vida. Y habrían podidosobrevivir los tres si no se hubieranperdido en la niebla. El tributo no eramás elevado de lo habitual: no habían

encontrado nada en la NakhimovskyProspekt ni en la Nagornaya que nohubiese aparecido allí en otrasocasiones.

¿No iban a encontrar nada más hastallegar a la Tulskaya? En esos momentosreinaba la calma, pero el silencio eradesagradable, tenso.

Sin duda alguna, Hunter percibía lospeligros a cientos de metros dedistancia. Incluso en una estacióndesconocida presentía lo que se iba aencontrar. Pero ¿no podía ocurrir que,allí, su intuición lo abandonara? Eso leshabía ocurrido a, por lo menos, unadocena de luchadores bien bregados.

Tal vez la solución del enigma seencontrara en la Nagatinskaya, laestación a la que se dirigían… Homerotenía que hacer muchos esfuerzos paraseguir el hilo de sus propiospensamientos. Iban demasiado rápido.Pero trató de imaginarse lo que podríaesperarlo en esa estación que tanto habíaamado antaño. El viejo recopilador demitos se imaginaba que la legendaria«Embajada de Satán» habría aparecidoen la Nagatinskaya, o que sus habitanteshabrían muerto devorados por las ratasque recorrían la red de metro en buscade comida por túneles inaccesibles paralos humanos.

Aunque se hubiese quedado solo,Homero no habría vuelto por nada delmundo sobre sus pasos. Durante losaños que llevaba en la Sevastopolskayahabía olvidado el temor a la muerte. Yse había incorporado a esta expedicióncon la clara consciencia de que tal vezfuera su última aventura. Estabadispuesto a sacrificar el tiempo de vidaque aún le pudiera quedar.

Media hora después del encuentrocon los monstruos en la Nagornaya, losterrores empezaron a desvanecerse de sumemoria. Es más: al escuchar dentro desí, advirtió, en lo más hondo de su alma,una vaga y tímida agitación. En lo más

profundo tomaba cuerpo, o despertaba,lo que tanto había esperado, lo quehabía anhelado. Lo que había buscadoen el curso de sus peligrosasexpediciones, lo que jamás habíahallado en su hogar…

Por fin había encontrado un motivoimportante para emplear todas susfuerzas en retrasar la muerte. Sólopodría permitírsela cuando hubieraacabado su labor.

***

La última guerra había sido másviolenta que todas las anteriores, y por

ello había durado sólo unos días.Habían pasado tres generaciones desdela segunda guerra mundial, los últimosveteranos de ésta habían muerto, y losvivos no conocían el temor a losconflictos bélicos. La locura colectivaque en otro tiempo había robado amillones de seres humanos su mismahumanidad se transformó de nuevo enherramienta política de uso habitual.

El fatídico juego había ganado cadavez mayor aceptación y, cuando llegó lahora decisiva, era demasiado tarde paraenderezar el rumbo. El ardor guerreroenterró la prohibición de emplear armasnucleares. Durante el primer acto del

drama habían colgado el arma en lapared, y durante el penúltimo la habíanempleado. Y ya no importaba quiénhubiera sido el primero en apretar elgatillo.

Todas las grandes ciudades de laTierra se transformaron simultáneamenteen escombros y cenizas. Incluso laspocas que contaban con un escudoantimisiles se vinieron abajo. Aunquepudiera parecer que habían quedadointactas, la radiación, los agentesquímicos y las armas biológicasexterminaron en unos instantes a lamayoría de su población. La frágilcomunicación por radio que mantenían

los escasos supervivientes cesó al cabode pocos años. Desde entonces, elmundo en el que vivían los habitantes dela red de metro tuvo como frontera lasúltimas estaciones transitables.

En otro tiempo, los seres humanoshabían explorado y colonizado la Tierrahasta su último rincón. Pero el mundo setransformó de nuevo en el inacabableocéano de caos y olvido que habíanconocido los hombres de la Antigüedad.Y las diminutas islas de civilización sehundían una tras otra en susprofundidades, porque la humanidad,privada de petróleo y de electricidad,regresaba aceleradamente a la barbarie.

Había empezado un tiempo dedesdichas.

A lo largo de los siglos, los sabioshabían tratado de tejer la urdimbre de laHistoria con jirones de antiquísimospapiros y rollos de pergamino, códices ytomos en folio destrozados. Con lainvención de la tipografía y lapublicación de los primeros periódicos,las imprentas habían espesado la trama.Apenas si quedaba ningún hueco en lascrónicas de los últimos dos siglos:prácticamente todos los gestos, todas lasexclamaciones de los hombres y mujeresque regían los destinos del mundohabían quedado meticulosamente

consignados.Pero, de golpe, las imprentas del

mundo entero habían desaparecido, ohabían quedado abandonadas. Lostelares de la historia se habían detenido.En un mundo sin futuro no tenían ningunafunción. Una hebra muy fina manteníaunidos los últimos jirones de laurdimbre…

Durante los primeros años despuésde la catástrofe, el desesperado NikolayIvanovich había recorrido lassuperpobladas estaciones en busca de sufamilia. Hacía tiempo que habíaabandonado toda esperanza pero, presade la soledad y el abandono, recorrió

las tinieblas del metro, porque habríasido incapaz de hacer nada para símismo en aquella especie de más allá.El ovillo de Ariadna —el sentido de lavida— que habría podido mostrarle elcamino correcto por el interminablelaberinto de túneles, se le escapó de lamano.

Llevado por su añoranza de lostiempos pretéritos, empezó a acumularperiódicos, para recordar, para soñar. Yestudiaba las páginas de noticias y lasde opinión, en un intento por descubrirsi habría sido posible impedir elApocalipsis. Más adelante empezó aanotar todo lo que había ocurrido en las

estaciones que visitaba, en un estilo quetrataba de imitar el de las noticias de losperiódicos.

Y así fue como Nikolay Ivanovichencontró una nueva hebra para el tallerde la Historia, en sustitución de la quese había perdido: decidió hacersecronista del metro, escritor de la historiareciente, desde el fin del mundo hasta supropio fin. Su colección desordenada ysin criterio acabaría por tener sentido:restaurar con laborioso afán la urdimbrede la historia y seguir tejiéndola con suspropias manos.

Los demás pensaban que aquellapasión de Nikolay Ivanovich era una

chifladura inofensiva. Podía llegar asacrificar las provisiones que llevabapara el camino a cambio de periódicosantiguos, y no importaba dónde viviese:siempre tenía un verdadero archivo ensu rinconcito. Se presentaba voluntariopara el servicio de guardia, porque allí,junto a la hoguera del metro 300, losaventureros contaban historiasdisparatadas a la manera de losmuchachos jóvenes, historias de las quesiempre lograba extraer una pizca deinformación creíble sobre las otrasregiones del metro. A partir de miríadasde rumores, filtraba los hechosverdaderos y los anotaba con gran rigor

en sus cuadernos escolares.Aunque su labor le sirviera como

distracción, sabía muy bien que larealizaba en vano. Una vez que hubieramuerto, todas las noticias que habíamantenido con vida en el herbario de suscuadernos quedarían reducidas a polvopor falta de cuidados. A partir delmismo día en el que no regresara de unacto de servicio, sus periódicos y suscrónicas se emplearían para encenderhogueras y nadie se preocuparía deconservarlos.

El papel amarillento setransformaría en humo y cenizas, susátomos establecerían nuevas conexiones,

adoptarían nuevas formas. En pocaspalabras: la materia no se podríadestruir, pero todo lo que él habíaquerido preservar, todo lo inasible,efímero que había quedado escrito enaquellas páginas, se perdería parasiempre, sin posibilidad derecuperación.

Así funcionaba el ser humano: lo queestaba escrito en los libros escolarespermanecía en la memoria tan sólo hastaque se aprobaba el examen de final decurso. Y luego, cuando se olvidaba todolo aprendido, se olvidaba con genuinasensación de alivio. La memoria de loshombres —pensaba Nikolay Ivanovich

— era como las arenas del desierto. Losnúmeros, las fechas y los nombres de laspersonas de segundo rango desaparecensin dejar rastro, como si alguien loshubiera escrito con un bastón sobre unmontículo de arena.

Sólo se conserva lo que se adueñade la fantasía del hombre, lo que leacelera el pulso, aquello que lo mueve aañadir algo nuevo a sus pensamientos,aquello que le hace sentir. Una historiaconmovedora sobre un gran héroe y suamor sobrevivirá a una civilizaciónentera, porque se asienta en el alma delhombre y se transmite a lo largo de lossiglos, de generación en generación.

En cuanto lo hubo comprendido,Nikolay Ivanovich se transmutó deaprendiz de científico en alquimista, yasí se transformó en Homero. Desdeaquel día, no volvió a pasar las nochesatareado con la elaboración de suscrónicas, sino ocupado en la búsquedade una fórmula de la inmortalidad. Enbusca de un relato que perdurase tantotiempo como el de Gilgamesh, tanimborrable como el de Ulises. Homeroentretejería con su hebra todos lossaberes que había estado recopilando. Y,en un mundo donde el papel se convertíaen calor, donde el pasado, en un meroinstante, se sacrificaba con ligereza por

el presente, la leyenda del héroe seadueñaría de los corazones de loshombres y los redimiría de su amnesiacolectiva.

Pero la anhelada fórmula se hizoesperar. El héroe se negaba a salir aescena. A base de copiar artículos deperiódico, Homero no había aprendido acrear mitos, a insuflar vida a un gólem,ni a conseguir que una historia inventadafuese más atractiva que la realidad. Leparecía que su mesa de trabajo era unaespecie de laboratorio del doctorFrankenstein: por todas partes habíahojas arrugadas con los fragmentos delprimer capítulo de una saga cuyos

personajes no resultaban convincentes,unos personajes que no serían capacesde sobrevivir. Lo único que sacaba desus largas noches en vela eran bolsasoscuras bajo los ojos y labiosmagullados a fuerza de tantomordérselos.

Y, con todo, Homero no se resignabaa abandonar su empresa. Le horrorizabala sospecha de no ser la personaadecuada, de carecer del talentonecesario para crear un mundo.

Se decía a sí mismo que sólo teníaque aguardar a que le viniera lainspiración… ¿Y cómo podíaencontrarla en la sofocante atmósfera de

la estación donde vivía? ¿Entre el ritualdel té que siempre cumplían en su casa ysu turno de trabajo en los cultivos? ¿Oen las guardias, que se le confiaban cadavez con menor frecuencia a causa de suedad? No, lo que necesitaba eranemociones, aventuras, el tumulto de lapasión. Tal vez entonces se vendríanabajo las presas que aislaban suconciencia y podría dar inicio a su laborcreadora…

***

La Nagatinskaya no había quedadonunca totalmente desierta, ni siquiera en

sus peores épocas. Indudablemente noera el sitio ideal para vivir: allí nocrecía nada, y las salidas al exteriorestaban cerradas. Pero de vez en cuandoalguien se dirigía a ella paradesaparecer por un tiempo, o para unacita íntima con su amada.

Y, sin embargo, la encontraron vacía.Hunter subió por la escalera a toda

velocidad, sin hacer ningún ruido, y sedetuvo al llegar al andén. Homero losiguió, jadeante, y miró nervioso entodas direcciones. La estación estaba aoscuras. Lo único que brillaba a la luzde sus linternas era el polvo suspendidoen el aire. Los escasos montones de

andrajos y cartón sobre los que solíanacomodarse los ocasionales huéspedesde la Nagatinskaya estaban deshechos.

Homero apoyó la espalda en unacolumna y se dejó resbalar hastasentarse en el suelo. Antaño, laNagatinskaya, con sus elegantesmosaicos de mármol policromados,había sido una de sus estacionesfavoritas. Pero en ese momento estabatan oscura y muerta que apenas siconservaba nada de lo que había sido;como el retrato de un muerto grabadosobre una lápida mortuoria, realizado apartir de una vieja foto de carné en laque el retratado no tenía idea de que su

mirada no se dirigía tan sólo al objetivode la cámara, sino a la eternidad.

—No hay ni un alma —-dijoHomero, vacilante, confuso.

—Sólo una —respondió elbrigadier, y señaló al viejo con un gestode cabeza.

—Yo quería decir… —replicó éste,pero Hunter le hizo un ademán con lamano para que se callara.

Al otro extremo de la estación, en ellugar donde terminaba la hilera decolumnas, y que no alcanzaba a iluminarni siquiera la linterna del brigadier,había algo que se arrastraba lentamentesobre el andén…

Homero se cayó de costado, sesostuvo sobre ambos brazos y seincorporó con torpeza. La linterna deHunter se había apagado, y el brigadierhabía desaparecido. El viejo sintió tantomiedo que el cuerpo se le cubrió desudor. Buscó el seguro del arma y,tembloroso, apoyó la culata en elhombro. Oyó a lo lejos dos disparosamortiguados por un silenciador.Entonces, se envalentonó, se asomó pordetrás de la columna y corrió hacia ellugar.

Hunter estaba de pie en medio delandén. A sus pies se retorcía una figuradifícil de identificar, flaca y lastimosa.

Parecía un monigote hecho con cartonesy jirones de tela. Se asemejabavagamente a un ser humano. Pero eso eslo que era. Su edad y sexo no sedistinguían a primera vista… en surostro cubierto de sangre sólo sereconocían los ojos. Emitía sonidosincomprensibles, como una especie desollozo, y trataba de alejarse a rastrasdel brigadier, que se erguía frente a él.Por lo que se veía, éste le habíadisparado en ambas piernas.

—¿Dónde está todo el mundo? ¿Porqué no hay nadie? —Hunter sujetaba conla bota el montón de andrajos raídos ymalolientes que el indigente arrastraba

tras de sí.—Se han marchado todos… me han

dejado solo. Me he quedado solo —lloriqueaba éste. Agitaba las manossobre el granito, pero no conseguíamoverse.

—¿Adonde se han marchado?—A la Tulskaya…Homero estaba ya junto a ellos e

intervino en la conversación:—¿Qué sucede allí?—¿Y yo cómo voy a saberlo? —El

indigente hizo una mueca—. Todos losque han ido hasta allí han muerto.Pregúntaselo a ellos. A mí ya no mequedan fuerzas para meterme por los

túneles. Prefiero morir aquí.El brigadier no lo soltaba.—¿Por qué se marcharon?—Tenían miedo, jefe. La estación se

estaba vaciando. Decidieron que se iríantodos. No ha regresado nadie.

—¿Absolutamente nadie? —Hunterlevantó el cañón de la pistola.

—Nadie. Sólo uno —se corrigió elhombre. Al darse cuenta de que la bocade la pistola se volvía hacia él, seretorció como una hormiga bajo una lupaque enfocara hacia ella los rayos del sol—. Uno que se fue hacia la Nagornaya…Me había dormido… Quizá me lo hayaimaginado.

—¿Cuándo?El indigente meneó la cabeza.—No tengo reloj. Quizá fuera ayer,

quizás haga una semana.No hubo más preguntas, pero el

cañón de la pistola se acercaba cada vezmás a la frente del interrogado. Hunterpermanecía en silencio, como si se lehubiera estropeado un mecanismo. Surespiración se había vuelto extrañamentepesada. Parecía como si la conversacióncon el vagabundo le hubiera consumidodemasiadas energías.

—¿Puedo…? —empezó a decirle elindigente.

—¡Trágate esto! —exclamó el

brigadier y, antes de que Homerohubiese podido comprender lo queocurría, tiró dos veces del gatillo. Lanegra sangre brotó de la frente perforadae inundó los dos ojos, que eldesgraciado aún tenía abiertos comoplatos. Se desplomó, y cobró una vezmás la apariencia de un montón deandrajos y cartones. Sin levantar lamirada, Hunter metió otros cuatrocartuchos en el cargador de su Stechkiny saltó a la vía.

—Será mejor que vayamosenseguida a investigarlo —le gritó alviejo.

Aunque tuviera que sobreponerse a

su repulsión, Homero se inclinó sobre elcadáver del indigente, tomó un trozo detela y lo empleó para cubrir su cabezadestrozada. Las manos aún le temblaban.

—¿Por qué lo has matado? —dijo envoz baja.

—Pregúntatelo a ti mismo —lerespondió Hunter con voz apagada.

***

Aun cuando hiciera acopio de todassus fuerzas, no conseguía nada más queabrir y cerrar los ojos. Qué extraño quehubiera despertado de nuevo… debía dehaber pasado una hora inconsciente, y

durante ese tiempo el entumecimientohabía engullido su cuerpo como unacapa de hielo. Tenía la lengua seca ypegada al paladar, y sentía en el pechoun peso abrumador. No podría nisiquiera despedirse de su hija, y eso eralo único por lo que habría merecido lapena volver en sí una vez más y aplazarde nuevo el final de su eterna lucha porla vida.

Sasha había dejado de sonreír.Debía de tener una pesadilla. Estabahecha un ovillo sobre el camastro, conambos brazos pegados al cuerpo y lafrente arrugada. Desde que era niña, supadre había tenido por costumbre

despertarla cada vez que una pesadillala atormentaba. Pero en aquel momentoel hombre sólo tenía fuerzas para moverlos párpados.

Al final, también esto último leresultó demasiado dificultoso.

Si quería mantenerse conscientehasta que Sasha despertara, tendría queluchar. Su lucha había durado más deveinte años. Cada día. Cada minuto. Yestaba francamente cansado. Cansado deesconderse, cansado de emprenderpersecuciones. De demostrar, deesperar, de mentir.

Mientras se le nublaba laconciencia, sintió todavía dos deseos:

mirar una vez más a los ojos de Sasha y,finalmente, hallar el reposo. Pero no lolograba. Las imágenes del pasadotomaban forma una y otra vez ante su ojointerior y se mezclaban con la realidad.Debía tomar una decisión. Destrozar asus enemigos, o permitir que lodestrozaran a él. Castigar, o sufrir elcastigo…

Los soldados de la guardia cerraronfilas. Se habían confiado a él en cuerpoy alma. Estaban dispuestos a morir enese mismo momento y lugar, a dejarsedescuartizar por la turba, a dispararcontra personas desarmadas. Él era eljefe de la última estación de metro que

se mantenía incólume, presidente de unaconfederación que había dejado deexistir. Entre aquellos soldados no sediscutía su autoridad, lo tenían porinfalible, y todas sus órdenes secumplían al instante, sin pensar. Élasumiría la responsabilidad por todo loque ocurriera, igual que la habíaasumido siempre.

Si se rendía, la estación sería presadel caos y se apoderaría de ella unImperio Rojo en plena efervescencia,que se había desbordado de susfronteras originales y se anexionabacontinuamente nuevos territorios en suseno. Si ordenaba a sus hombres que

abrieran fuego contra la multitud,conservaría el poder… al menos poralgún tiempo. Y si no tenía escrúpulosen recurrir a las ejecuciones masivas y ala tortura, quizá lo conservaría parasiempre.

Empuñó el rifle de asalto. Alinstante, la unidad entera lo imitó.

Estaban allí, rabiosos: no eran unoscentenares de manifestantes, sino unamasa humana gigantesca, una masa sinrostro. Los dientes al descubierto, losojos a punto de salírseles de las órbitas,los puños cerrados.

Quitó el seguro. La unidad enterarespondió con el mismo gesto.

Había llegado la hora de imponerseal destino.

Apuntó a lo alto y apretó el gatillo.Del techo cayeron trozos de cal. Lamuchedumbre enmudeció por unosinstantes. Hizo una señal a sus soldadospara que bajaran las armas y dio un pasoadelante. Se había decidido.

Y entonces, por fin, logró escapar desus recuerdos.

Sasha aún dormía. Su padre tomóaliento por última vez, por última veztrató de verla, pero no le quedabanfuerzas para abrir los párpados… y, sinembargo, en vez de la eterna eimpenetrable oscuridad, vio ante sí un

cielo increíblemente azul… claro ybrillante como los ojos de su niña.

***

—¡Alto!De pura sorpresa, Homero estuvo a

punto de pegar un salto y levantar lasmanos, pero logró contenerse. La vozgangosa, indudablemente amplificadapor un megáfono desde lasprofundidades del túnel, lo habíasobresaltado. El brigadier ni se inmutó.Tenso como una cobra antes del ataque,con movimientos a duras penasperceptibles, empuñó el rifle automático

que llevaba al hombro.Hunter no se había contentado con

no responder a la última pregunta delviejo, sino que desde entonces no habíavuelto a hablarle. El kilómetro y medioentre la Nagatinskaya y la Tulskaya se lehabía hecho a Homero tan inacabablecomo el camino del Gólgota. Teníamiedo de que la muerte le aguardase alfinal del túnel, y seguirle el paso aHunter le resultaba cada vez más difícil.

Por lo menos había tenido tiempopara prepararse, y por ello se habíapuesto a pensar en tiempos pasados.Pensó en Helena, se reprochó a símismo su egoísmo, le pidió perdón.

Contempló de nuevo, bajo una luz suavey triste, un mágico día de verano, algolluvioso, que había vivido hacía muchotiempo en la Tverskaya. Se dio cuenta,con gran desolación, de que antes deponerse en marcha no se habíapreocupado por lo que pudiera sucedercon sus periódicos.

Estaba preparado para morir:destrozado por monstruos, devorado porratas gigantescas, envenenado por algúngas… ¿Qué otra explicación podíaencontrarse a que la Tulskaya se hubieratransformado en un agujero negro quetragaba todo lo que tenía alrededor y sindejar que volviera a salir?

Pero llegó a la estación envuelta enel misterio y oyó aquella voz humana tannormal, y entonces no supo ya quépensar. ¿Podía ser que la Tulskayahubiera sufrido una simple invasión?Pero ¿quién podía haber eliminado a unpar de destacamentos armados de laSevastopolskaya? ¿Quién podía haberexterminado sistemáticamente a todoslos vagabundos que se habían dirigidohacia ella, sin perdonar a mujeres niancianos?

—¡Treinta pasos al frente! —les dijola voz desde la lejanía.

A Homero le resultabasorprendentemente familiar, y, si hubiera

tenido tiempo para pensarlo, habríaadivinado a quién pertenecía. ¿No erade alguien de la Sevastopolskaya?

Hunter sostuvo el Kalashnikov conun brazo y contó obedientemente lospasos. Homero tuvo que dar unoscincuenta para seguir las zancadas delbrigadier. Alcanzaron a distinguir, en laoscuridad, los contornos de unabarricada, que parecía que se hubierahecho con trastos amontonados sin ordenni concierto. ¡Qué extraño! Susdefensores no tenían ningún medio deiluminación…

—¡Apagad las linternas! —lesordenó alguien desde detrás de los

cachivaches—. Que uno de los dos seacerque veinte pasos más.

Hunter quitó el seguro del arma ysiguió adelante. Una vez más, Homerose quedó solo. No se atrevió adesobedecer la orden. Aun envuelto ennegras tinieblas, se atrevió a sentarse,con grandes precauciones, sobre unatraviesa de la vía. Cuando hubo tanteadola pared con ambas manos, se recostó enella.

En cuanto el brigadier se halló a ladistancia ordenada, sus pasos dejaron deoírse. Alguien le hizo una pregunta queHomero no oyó bien, y Hunter mascullóuna respuesta. Entonces la situación se

complicó: en lugar de las voces algotímidas, pero tensas, se oyeronmaldiciones y amenazas. Era obvio queHunter les exigía algo a los invisiblescentinelas, y que éstos se lo negaban.

Llegó un momento en el queprácticamente gritaban, y Homero creyódistinguir algunas palabras aisladas…pero sólo entendió bien la última:

—¡Castigo!Al instante, una ráfaga de

Kalashnikov puso fin a la conversación,y la pesada descarga de unaametralladora Pecheneg[13] le respondió.Homero se arrojó al suelo y quitó elseguro de su arma, sin saber si tenía que

disparar o no, ni a quién. Pero, antes deque pudiera hacer nada, todo terminó.

Durante los breves intervalos entrelas entrecortadas señales morse de lasarmas, se oyó un chirrido prolongado enlas entrañas del túnel. Homero habríasido incapaz de confundir ese sonidocon ningún otro.

¡La puerta hermética se estabacerrando! Toneladas de acero encajaronviolentamente en una ranura. Los gritos yel fuego de ametralladora enmudecieron.

La única vía de acceso a lasestaciones centrales se había cerrado.

Ya no le quedaba ninguna esperanzaa la Sevastopolskaya.

Al cabo de tan sólo un instante,Homero llegó a pensar que se lo habíaimaginado todo: los contornosimprecisos de la barricada al final deltúnel, la voz familiar distorsionada porel megáfono… cuando desapareció laluz, los sonidos se extinguieron también,y el viejo se sintió como un condenado amuerte con el saco en la cabeza, caminode la ejecución. En la absoluta

oscuridad y el súbito silencio, parecíaque el mundo entero se hubiesedesvanecido. Homero se palpó el rostropara convencerse de que él mismo no sehabía disuelto en la cósmica negrura.

Pero a continuación puso orden ensus pensamientos, encendió la linterna yenfocó el rayo de luz hacia delante,hacia el lugar donde unos momentosantes se había producido la invisibleconfrontación. El túnel terminaba derepente, a unos treinta metros del lugardonde el viejo se había resguardadomientras los otros luchaban. Una puertade acero, cual hoja de guillotina, lohabía dividido en dos mitades.

Sí, no había oído mal: alguien habíaactivado el cierre de la puertahermética. Homero sabía de laexistencia de dicha puerta, pero hastaentonces no había creído que aúnpudiera funcionar. Por lo visto, sehallaba en perfecto estado.

Sus ojos, deteriorados por lasmuchas horas de lectura, tardaron endescubrir a la figura humana pegada a laplancha de acero. El viejo apuntó con elrifle y dio un paso hacia atrás. Primeropensó que uno de los hombres del otrolado se había quedado en éste alcerrarse la puerta. Pero entonces lo viobien: era Hunter.

El brigadier no se movía. La piel deHomero quedó perlada de sudor. Elviejo, aunque dubitativo, se acercó aHunter. Pensaba que hallaría un rastrode sangre sobre el metal herrumbroso…pero no. Aunque lo hubieran acribilladocon una ametralladora en un túnel vacío,estaba completamente ileso. El brigadierapoyaba su oreja destrozada contra elmetal y escuchaba sonidos que,indudablemente, sólo él era capaz deoír.

—¿Qué ha sucedido? —le preguntótímidamente Homero mientras seacercaba.

El brigadier no le prestó atención.

Susurraba algo, pero para sí mismo.Daba la impresión de repetir unaspalabras que alguien decía al otro ladode la puerta. Tuvieron que pasar unosminutos para que se apartara de ésta y sevolviese hacia Homero.

—Vamos a regresar.—¿Qué ha sucedido?—Eran bandidos. Necesitamos

refuerzos.—¿Bandidos? —preguntó el viejo,

presa de la confusión—. A mí me habíaparecido que esa voz era…

—La Tulskaya ha caído en manosenemigas. Tendremos que tomarla porasalto. Necesitaremos soldados de

refuerzo con lanzallamas.—¿Y por qué? —Homero estaba

atónito.—Por seguridad. Vamos a regresar.

—Hunter dio media vuelta y se puso enmarcha.

Antes de correr tras él, Homeroobservó con detenimiento la puerta, eincluso acercó el oído al frío metal, conla esperanza de oír algún retazo deconversación. Pero no oyó nada, salvoel silencio.

Y de pronto, Homero se encontrócon que no se creía lo que le había dichoel brigadier. En cualquier caso, elpresunto enemigo que se había

apoderado de la estación actuaba de unamanera totalmente incomprensible. ¿Porqué habían cerrado la puerta hermética?¿Para protegerse de dos hombres? ¿Quéclase de bandidos podían ser esos quese enfrascaban en negociaciones con doshombres armados, en vez de matarlosantes de que se les acercarandemasiado?

Y, finalmente: ¿Qué significaba lasiniestra palabra «castigo» que habíanempleado los misteriosos centinelas?

***

El padre de Sasha había dicho

siempre que no existía nada tan valiosocomo la vida humana.

En su caso, no se trataba de palabrashueras, ni de una perogrullada. En otrotiempo había pensado de maneratotalmente distinta. No en vano setrataba del jefe de estación más joven desu línea.

A los veinte años no se suelededicar mucho tiempo a reflexionarsobre matar y morir. La vida enteraparece un juego que, en el peor de loscasos, se puede empezar de nuevo. Noera casualidad que los ejércitos de todoel mundo reclutasen a jóvenes que enalgunos casos ni siquiera habían llegado

a la universidad. Y una sola personadecidía sobre esos muchachos quejugaban a la guerra, una sola personapara quien los millares que luchaban ymorían eran tan sólo flechas azules yrojas sobre un mapa. Una persona quesacrificaba compañías, y regimientos,sin pararse a pensar en piernasamputadas, intestinos al aire y cráneosreventados.

En otro tiempo, su padre habíadespreciado al enemigo tanto como a símismo. Había aceptado con insólitaligereza misiones en las que tenía quearriesgar su propia piel. No se lanzaba aellas sin pensar, sino que procedía

siempre de acuerdo con una rigurosaplanificación. Inteligente, esforzado eindiferente ante la muerte: no percibía larealidad de ésta, no malgastabapensamientos en las consecuencias desus actos, no sentía remordimientos deconciencia. No, no había disparadonunca contra mujeres y niños, pero síque había ejecutado a desertores con suspropias manos, y era siempre el primeroen marchar contra las posiciones de tirodel enemigo. El dolor apenas leimportaba. En general, todo le daba lomismo.

Hasta que conoció a la madre deSasha.

A él, que estaba acostumbrado a lavictoria, lo fascinó con su indiferencia.Su única debilidad, la que lo habíaempujado a enfrentarse a lasametralladoras, era el amor propio. Yese amor propio lo indujo a un nuevo ydesesperado asalto que,inesperadamente, se transformó enprolongado asedio.

Durante mucho tiempo no habíatenido que esforzarse en sus amoríos:las mujeres le habían rendido siemprelos estandartes a sus pies. Corrompidopor tanta facilidad, satisfacía siempresus deseos con nuevas amigas, sin llegara enamorarse. Perdía todo interés por la

seducida después de la primera noche.Su impetuoso carácter y su reputacióncegaban a las muchachas, y apenas seencontraba con ninguna que emplease lavieja estrategia de hacer esperar alhombre para conocerlo mejor.

Pero la madre de Sasha, en unprimer momento, no había demostradoningún interés por él. No se habíadejado impresionar ni por suscondecoraciones, ni por su rango, ni porsus triunfos en el campo de batalla y enel del amor. Cuando lo veía, noreaccionaba de ningún modo, y meneabala cabeza como única respuesta a susocurrencias. El militar se planteó la

conquista de la joven como unverdadero reto. Un reto más serio que lacaptura de las estaciones vecinas.

Al principio no había tenido otropropósito que ganar una nueva muescaen la culata de su rifle. Pero no tardó endarse cuenta de la verdad: cuanto másdifícil se le ponía la muchacha, másimportante se volvía para él. La joven secomportaba de tal manera, que pasaraunque sólo fuera una hora al día conella le parecía un triunfo. Y, cuandoaccedía, parecía que lo hicieseúnicamente para torturarlo durante unrato. Ponía en duda sus méritos, seburlaba de sus principios. Lo insultaba

por su dureza de corazón, hacía que seconmovieran sus certezas, y llegó alpunto de hacerle dudar de sus fuerzas yde sus objetivos.

El hombre lo soportaba conpaciencia. En realidad, le gustaba. Allado de la muchacha empezó areflexionar. A titubear. Y, por fin, asentir. Sintió impotencia, porque nosabía cómo acercarse a ella. Tristeza,por todos los minutos que no podíapasar con ella. E incluso, miedo deperderla, antes de haberla conseguido.Amor. Y por ello la muchacha lorecompensó con un anillo de plata.

No cedió hasta que el hombre se vio

incapaz de vivir sin ella.Un año más tarde, Sasha vino al

mundo.No podía dejarlas en la estacada, y

por eso mismo ya no podía morir.Un hombre que a los veinticinco

años comanda el ejército más poderosode la única porción de tierra que conoceno se librará fácilmente de la idea deque el planeta dejaría de girar a unaorden suya. Pero, en realidad, no senecesita un gran poder para matar.Resucitar a los muertos, en cambio, noestá al alcance de nadie.

Tuvo que aprenderlo por experienciapropia: la tuberculosis se llevó a su

mujer y no pudo hacer nada parasalvarla. Ése fue el momento en el quese le rompió algo por dentro.

En aquellos días, Sasha no pasabade los cuatro años. Pero la muchacharecordaba bien a su madre. Conservabatambién un preciso recuerdo delterrorífico vacío que se hizo en el túneldespués de que muriera. La cercanía dela muerte irrumpió en su pequeño mundocomo un abismo sin fondo, y lamuchacha lo contemplaba confrecuencia. Los márgenes de ese abismotardaron mucho tiempo en juntarse.Tuvieron que pasar dos o tres años paraque Sasha dejara de llamar a su madre

en sueños.Su padre no dejaría de hacerlo

jamás.

***

¿Podía ser que Homero no siguieseel camino adecuado? Si el héroe de suepopeya no quería aparecer, ¿por qué noempezar con su futura amada? ¿Y si lajoven, con su belleza y juventud, lograbaque el héroe apareciera?

Si Homero empezaba a trazar, conprecaución, el perfil de la muchacha…¿tal vez su héroe emergería de la nada?Para que su amor fuera perfecto, las dos

figuras tenían que complementarse demanera ideal. Así, el héroe del poemade Homero aparecería como unpersonaje acabado y completo.

Los pensamientos y complejidadesde ambos encajarían como dos esquirlasde las destrozadas vidrieras de laNovoslobodskaya. Porque en otrotiempo habían constituido una solaentidad y estaban predestinados a unirsede nuevo… Homero no vio nada maloen robarles a los viejos clásicos unargumento tan logrado.

Era más fácil decirlo que hacerlo.Homero no se veía capaz de dar forma auna muchacha con tinta y papel.

Tampoco estaba seguro de saberdescribir sentimientos de maneraconvincente.

El afecto y la ternura lo unían aHelena, pero se habían conocido cuandoya eran demasiado mayores para amarsesin reservas. A su edad, no les quedabanpasiones por apaciguar. Se habíandecidido a compartir su vida para dejaratrás las sombras del pasado y atenuarla soledad que los embargaba a ambos.

El único y verdadero amor deNikolay Ivanovich se había quedado allíarriba. Pero la riqueza de sus facetashabía palidecido con el paso de losaños, hasta el punto de no servirle como

modelo para su novela. Y, por otra parte,su relación con su esposa no habíatenido nada de heroico.

En el mismo día en el que latormenta atómica se abatió sobreMoscú, le habían propuesto que ocuparael puesto de Serov, un conductor detrenes que estaba a punto de jubilarse.Con ello habría doblado su salario. Ledieron unos días libres antes de empezaren su nuevo trabajo. Había llamado a sumujer. Ésta le había dicho que cocinaríauna sharlottka[14] para celebrarlo, y queluego saldría de casa para comprar vinoespumoso y pasear con los niños.

Pero antes de tomarse esas

vacaciones tenía que cumplir con unúltimo turno de trabajo.

Nikolay Ivanovich entró en la cabinade conducción del convoy, convencidode que en el futuro sería su capitán, uncapitán felizmente casado, a la entradade un túnel que lo conduciría a un futuroluminoso y magnífico. Media hora mástarde, había envejecido veinte años. ElNikolay que llegó a la estación final eraun hombre destrozado, pobre, solitario.Quizá por ese motivo, cada vez que seencontraba con uno de los trenes que,como por un milagro, se habíanconservado, sentía un extraño anhelo:tomar asiento en la cabina del conductor,

reservada para él. Pasar los dedos porel cuadro de mandos como si se hubieratratado de un gesto cotidiano.Contemplar las juntas del túnel desde elotro lado del cristal. Imaginarse que eltren aún podía arrancar…

Para regresar al pasado.Habríase dicho que el brigadier

engendraba a su alrededor una especiede campo de fuerza que alejaba lospeligros. Y parecía que él mismo losupiera. No tardaron ni una hora enllegar a la Nagornaya. En esta ocasión,la línea no les opuso ni un soloobstáculo.

Homero lo había notado desde

siempre: tanto si se trataba de losexploradores y comerciantes de laSevastopolskaya como de cualesquieraotros humanos ordinarios, la red demetro los reconocía como organismosinvasores tan pronto como entraban ensus túneles. Como microbios que sehabían introducido en su flujo sanguíneo.Apenas habían dejado atrás su estación,el aire se inflamaba a su alrededor, larealidad se agrietaba y, de pronto,emergían de la nada las criaturas másincreíbles que el metro pudiera enviarcontra los hombres.

Hunter, por el contrario, no era uncuerpo extraño en aquellos trechos a

oscuras. No parecía que molestase alleviatán cuyo sistema sanguíneoatravesaba. En ocasiones apagaba lalinterna, para transformarse él mismo enun grumo de tinieblas como las queinundaban el túnel. Entonces parecía quese adueñaran de él corrientes invisibles,y avanzaba a doble velocidad. Auncuando empleara todas sus fuerzas paraseguirlo, Homero no lograba darlealcance, y tenía que llamarlo para que elotro se diese cuenta y lo esperara.

Pasaron de vuelta por la Nagornayasin hallar problema alguno. La nieblahabía desaparecido, la estación dormía.Se veía bien desde un extremo a otro.

¿Dónde se habría escondido elfantasmagórico gigante? Era un absolutoenigma. Se encontraban en una típicaestación abandonada. El techo estabahúmedo y tenía depósitos de sal. Sehabía formado una capa de polvo sobreel andén. Aquí y allá habíaobscenidades escritas sobre las paredestiznadas. Era necesaria una segundamirada para distinguir los extrañostrazos en el suelo —parecían el rastrode una danza salvaje—, y las manchassecas de color marrón en las columnas yen el estuco, un estuco roto ydesconchado, como si alguien se hubierafrotado contra él.

Pero la Nagornaya apareció tan sólounos instantes a la luz mortecina de suslinternas, y luego quedó atrás. Siguieronadelante a toda marcha. En tanto queHomero siguiera los pasos del brigadier,parecía que la mágica esfera protectoralo envolviese también a él. El viejo sesorprendía de sí mismo: ¿De dóndesacaba las fuerzas para caminar a tantavelocidad?

Pero no le quedaba aliento parahablar, y Hunter tampoco le habríarespondido. Por segunda vez durante eselargo día, Homero se preguntó cómopodía confiar en el taciturno eimplacable brigadier que una y otra vez

parecía olvidarse de él.

***

El insoportable hedor de laNakhimovsky Prospekt estaba cada vezmás cerca. Homero habría preferidodejarla atrás lo antes posible, pero elbrigadier aminoró la marcha. A pesar dela máscara de gas, el viejo casi no podíasoportar el olor. Pero Hunter se puso ahusmear, como si hubiera sido capaz dedistinguir matices en la opresiva ysofocante podredumbre.

Una vez más, los necrófagos seapartaron respetuosamente al verlos.

Soltaron sus huesos a medio roer yescupieron migajas de carne al suelo.Hunter trepó por el montículo que sehabía formado en el centro de laestación —se hundió hasta los tobillosen los restos de cadáveres— y echó unalarga mirada en derredor.Indudablemente, no encontró lo quebuscaba: hizo un gesto de insatisfaccióny se puso de nuevo en marcha.

Homero, por su parte, realizó undescubrimiento. Resbaló, se cayó alsuelo, y espantó a un joven necrófagoque en ese momento desgarraba unchaleco antibalas empapado. Homero sefijó en que un casco de la

Sevastopolskaya había rodado a un lado.Los visores de la máscara se leempañaron. El cuerpo se le cubrió de unsudor frío.

Mientras hacía desesperadosesfuerzos por no vomitar, se arrastróhasta los huesos y buscó entre ellos algoque le permitiese averiguar de quién setrataba. Pero sólo encontró un bloc denotas pequeño y repleto de manchas decolor rojo oscuro. Empezó por la últimapágina, donde estaba anotado: «Nolanzar un asalto bajo ningunacircunstancia».

***

Su padre le había enseñado desdepequeña a no llorar. Pero no le quedabaninguna otra cosa que pudiera oponer aldestino. Las lágrimas afloraron a surostro como por voluntad propia, y ungemido débil y doliente le brotó delpecho. Comprendió enseguida lo quehabía ocurrido, pero durante variashoras tuvo que esforzarse paraaceptarlo.

¿La habría llamado para pedirleayuda? ¿Habría querido decirle algoimportante antes de morir? La muchachano sabía cuándo se había dormido, ytampoco estaba segura de haberdespertado. Tal vez existiera un mundo

en el que su padre aún vivía. En el queella no lo hubiera matado por dormirse,por su debilidad, por su egoísmo.

Sasha sujetó la mano fría, perotodavía blanda, de su padre, como paradarle calor y habló, tanto para él comopara sí misma:

—Encontrarás un automóvil.Saldremos a la superficie, nosmeteremos en el coche y nosmarcharemos. Te reirás igual que aqueldía en el que me trajiste el reproductorcon los cedés de música…

Su padre había muerto sentado,recostado contra una columna, con labarbilla apoyada en el pecho. Un

observador casual habría podido pensarque dormía. Pero luego el tronco fueresbalando hacia el suelo, sobre elcharco de sangre, como si se hubieracansado de hacerse el vivo, como si nohubiera querido engañar más a Sasha.

Las arrugas que desde siempre lehabían surcado el rostro se habíanalisado casi por completo.

La muchacha le soltó la mano, lotumbó y lo cubrió de la cabeza a los piescon una colcha llena de desgarrones. Nopodía darle ninguna otra sepultura. Porsupuesto, habría podido dejarlo en lasuperficie, para que contemplase elcielo, si es que algún día el cielo

llegaba a despejarse. Pero las criaturasque merodeaban por allí habríandevorado su cadáver antes de quellegara ese día.

En su estación, en cambio, no habríanadie que lo tocara. No había ningúnpeligro que temer de los abandonadostúneles del sur. Lo único que aún vivíaallí eran las cucarachas voladoras. Porel norte, el túnel terminaba al aire libre,en un puente herrumbroso y a mediocaer. Más allá del puente sí había sereshumanos, pero nadie lo atravesaría porpura curiosidad. Todo el mundo sabíaque allí no había nada, salvo unabrasado erial. Y en los confines de ese

erial, la estación secundaria dondehabían vivido dos proscritosabandonados a la muerte.

Su padre no habría querido que sequedara allí sola, y de hecho tampocohabría tenido ningún sentido que lohiciera. Por otra parte, Sasha sabía muybien que no importaba adonde fuera, queno importaba la desesperación con laque tratara de escapar de su condenadamazmorra: ya no podría liberarse deverdad jamás. Ya no.

—Papá… perdóname, por favor —dijo entre sollozos. No tenía ningunamanera de ganarse su perdón.

Le quitó el anillo de plata y se lo

guardó en uno de los bolsillos del mono.Luego agarró la jaula de la rata —queno se había inmutado lo más mínimo— yechó a andar, paso a paso, hacia elnorte. Sólo dejó tras de sí unas manchasde sangre sobre el granito polvoriento.

Había bajado ya a las vías y seencontraba en el túnel cuando en laestación vacía, que en esos momentos seasemejaba al barco de un funeralvikingo, ocurrió algo sorprendente. Unalengua de fuego surgió de la entrada delotro túnel y pareció que avanzara haciael cadáver de su padre. Pero no llegó aalcanzarlo, sino que se retrajo de malagana hacia las negras profundidades,

como para respetar su derecho al reposofinal.

***

—¡Han vuelto! ¡Han vuelto! —seoyó en el teléfono.

Istomin apartó el auricular de laoreja y lo contempló con incredulidad.

—¿Quiénes han vuelto? —DenisMikhailovich se levantó de la silla contanto ímpetu que se echó por encima elté de la taza. Una mancha oscuraapareció sobre sus pantalones. Echópestes del té y repitió la pregunta.

—¿Quiénes han vuelto? —repitió

mecánicamente Istomin.—El brigadier y Homero —se oyó

entre crepitaciones—. Ahmed ha muerto.Vladimir Ivanovich se arregló las

patillas con un pañuelo y se enjugó lassienes a la altura de la tira negra que lesostenía el parche de pirata. Siempreque un soldado moría, su obligación erainformar a sus familiares.

Colgó el teléfono, se asomó a lapuerta y le gritó al ordenanza:

—¡Que se personen ahora mismoesos dos! ¡Y que alguien me arregle lamesa!

Enderezó sin motivo aparente lasfotos que colgaban de la pared, se

detuvo frente al plano de la red demetro, murmuró algo para sí y se volvióhacia Denis Mikhailovich. El Coroneltenía los brazos cruzados sobre el pechoy una sonrisa de oreja a oreja.

—Volodya, te comportas como unamuchacha antes de salir a encontrarsecon su amante —le dijo DenisMikhailovich en tono de burla.

—Ah, sí, claro, y tú no estásnervioso, ¿verdad? —le espetó el jefede estación, y señaló con un ademán dela cabeza sus pantalones mojados.

—Pero ¿qué dices? Yo estoy listo.Las dos fuerzas de asalto están a punto.Un día más y nos pondremos en marcha.

—Denis Mikhailovich acarició la boinaazul que tenía sobre la mesa, se puso enpie y se la colocó sobre la cabeza. Asítendría un aire más oficial.

Se oyeron pasos apresurados en laantesala, y el ordenanza, con miradadubitativa, les tendió por el hueco de lapuerta entornada una botella de cristaloscuro que contenía una bebidaalcohólica. Istomin la rechazó: «¡Luego,luego!».

Después, por fin, oyeron una vozsorda que conocían bien, la puerta seabrió bruscamente, y una figura deanchas espaldas apareció en el umbral.Detrás de éstas, el viejo cuentacuentos

trataba de hacer notar su presencia. Porel motivo que fuera, Hunter le habíaordenado que lo acompañase.

—¡Saludos! —Istomin se sentó en unsillón, se levantó y volvió a sentarse.

—Y bien, ¿qué habéis descubierto?—preguntó el Coronel con afilada voz.

El brigadier los miró con ojosseveros, primero a uno y después alotro, y finalmente se volvió hacia el jefede estación.

—Una cuadrilla de bandoleros sinsede fija se ha adueñado de la Tulskaya.Han matado a todo el mundo.

Denis Mikhailovich frunció supoblado entrecejo.

—¿También a nuestros hombres?—Parece que sí. Hemos llegado

hasta la puerta de la estación. Una vezallí, hemos luchado, y ellos han aisladola estación.

—¿Con la puerta hermética? —Istomin clavó las uñas en el canto de lamesa y se puso en pie—. ¿Y quépodemos hacer ahora?

—Tomar la Tulskaya por asalto —exclamaron al unísono el brigadier y elCoronel.

—¡No, no podemos lanzar un asalto!Era Homero, que de pronto había

alzado la voz desde atrás.

***

Tenía que esperar a que llegara elmomento. Si no se había confundido enel cómputo de los días, la dresinaaparecería muy pronto entre las húmedasneblinas de la oscuridad. Cada minutoque pasara allí, en el declive donde eltúnel se abría al reino terrestre comouna vena abierta, le costaría un día de suvida. Pero ya no podía hacer nada, salvoesperar. Al otro extremo del inacabablepuente había una puerta hermética,sellada, que sólo se abría desde dentro.Una vez por semana, en el día de lastransacciones comerciales.

Aquel día Sasha no tenía nada queofrecer y, sin embargo, iba a comprar lomás valioso que adquiriría en su vida.Pero no le importaba lo que pudieranexigirle los hombres de la dresina comoprecio por su entrada en el mundo de losvivos. La frialdad de la tumba y laindiferencia del cadáver de su padre sehabían apoderado de ella.

¡Cuántas veces había soñado conque llegaría a otra estación, dondecompartiría su vida con otras personas,encontraría amigos, conocería a alguienespecial…! Había tenido por costumbrepreguntarle a su padre por su juventud,no sólo como un medio para regresar a

aquella niñez repleta de luz, sino,también, porque en su fuero interno seimaginaba a sí misma en el lugar de sumadre, y la difuminada estampa de unhombre joven y apuesto en el de supadre, y así se labraba su propia eingenua idea de lo que sería el amor.Tenía una preocupación: si algún díaregresaban de verdad a las estacionescentrales, ¿habría olvidado cómo tratarcon otras personas? ¿De qué querríanhablar con ella?

Pero en esos instantes, a pocashoras, tal vez a pocos minutos, de lallegada de su trasbordador, no leimportaban para nada los demás, ni

hombres ni mujeres. La misma idea deuna existencia digna de un ser humano leparecía una traición a su padre. Sindudarlo ni un segundo, se habría avenidoa pasar el resto de sus días en aquellaestación con tal de devolverle la vida.

Cuando el cabo de la vela que aúnardía en el tarro de cristal empezó aapagarse, lo empleó para encender otro.Su padre había regresado de una de susexpediciones con una caja repleta develas de cera. Sasha llevaba siemprealgunas en los holgados bolsillos delmono. A la muchacha le gustaba pensarque los cuerpos de los seres humanoseran como velas, y que ella había

recibido dentro de sí una chispa de lavida de su padre después de que ésta seextinguiera.

Se preguntó si las personas queviajaban en la dresina reconocerían suseñal en la niebla.

Hasta ese momento sólo había salidode vez en cuando para echar una ojeada.Quería pasar el mínimo tiempo posibleen el espacio abierto. Su padre se lohabía prohibido, y el hinchado bocio deéste había sido suficiente advertencia.Sasha se sentía mal, como un topoaprisionado, cada vez que se asomaba ala pendiente. Miraba intranquila a sualrededor y sólo en contadas ocasiones

se atrevía a llegar hasta los primerospilares del puente para contemplardesde allí el negro río que avanzababajo sus pies.

Pero en ese momento el tiempo lesobraba. Encorvada y temblorosa bajoel viento húmedo y frío, dio unos pasosadelante. Entre los troncos nudosos delos árboles, a media luz, alcanzaba adistinguir los edificios en ruinas. Unagigantesca criatura chapoteaba en lasaguas alquitranadas y pegajosas del río.En la lejanía, alguna especie demonstruo se hacía oír con gimoteos casihumanos.

De súbito, un chirrido prolongado y

lastimero se mezcló con los otrossonidos.

Sasha se puso en pie y sostuvo enalto el tarro con la vela. Una luz furtivale respondió desde el puente. Unadresina vieja y estropeada se acercaba,se abría paso esforzadamente poraquella niebla que parecía de algodón.El débil fulgor de su faro hendía lanoche cual una cuña. Sasha retrocedió:no era la dresina habitual. Se movíatrabajosamente, como si cada uno de losgiros que daban sus ruedas les costaraun enorme esfuerzo a los hombres quemanejaban las palancas.

Al fin, se detuvo a unos diez pasos

de Sasha. Un hombre grueso y fornido,cubierto con un tosco traje aislante, saltódel borde de la dresina y aterrizópesadamente sobre el balasto. En losvisores de su máscara de gas sereflejaba la diabólica danza de la llamaque aún ardía en la vela de Sasha, y porello la joven no logró verle los ojos. Elhombre llevaba en la mano unKalashnikov con culata de madera.

—Quiero marcharme de aquí —leexplicó Sasha, y levantó enérgicamentela cabeza.

—Ahhh, quieres marcharte de aquí—repitió su grotesco interlocutor, conun «ahhh» que era a la vez de sorpresa y

de burla—. ¿Y qué me ofreces acambio?

—No tengo nada. —La muchacha lesostuvo aquella mirada en la que sereflejaba su llama a pesar de losvisores.

—Todo el mundo tiene algo queofrecer. Especialmente las mujeres. —El hombre de la dresina gruñó, peroluego pareció dudar—. ¿Vas a dejar soloa tu padre?

—No tengo nada —repitió Sasha, ymiró al suelo.

—Entonces, ¿ha muerto? —dijo lavoz que hablaba bajo la máscara, en untono mitad de alivio y mitad de

decepción—. Mejor así. Esto no lehabría gustado.

El cañón del rifle se introdujo en laanilla de la cremallera del mono deSasha y descendió poco a poco.

—¡Déjame! —le gritó ella con vozronca, y dio un salto hacia atrás.

El tarro con la vela cayó sobre lavía y se hizo añicos, y en un instante laoscuridad devoró las llamas.

—Desde aquí no se puede regresar.¿Todavía no lo has entendido? —Elgrotesco personaje la miraba conindiferencia por sus opacos einexpresivos visores—. Tu cuerpo nobastará para pagar este viaje. Quizá

baste para compensarme por lo que medebe tu padre.

El rifle de asalto giró en sus manos.La culata se volvió hacia adelante.

Sasha sintió un golpe muy fuerte enla sien. Su propia consciencia se apiadóde ella, y la muchacha se desvaneció.

***

Desde que habían pasado por laNakhimovsky Prospekt, Hunter no habíaperdido de vista en ningún momento aHomero. Por ello, el viejo no habíapodido examinar el bloc de notas. Derepente, el brigadier se había mostrado

respetuoso, sí, e incluso compasivo. Nosólo había procurado que el viejo no sequedara atrás, sino que había hecho ungran esfuerzo de contención para ajustarsu paso al de éste. De vez en cuando sedetenía y miraba a sus espaldas,aparentemente para asegurarse de quenadie los seguía. Pero la intensa luz desu linterna iba a parar siempre al rostrode Homero. En algún momento, el viejose sintió como si lo estuvieransometiendo a un interrogatorio. Decíapalabrotas, parpadeaba, trataba de noquedarse aturdido, y tenía la sensaciónde que la penetrante mirada delbrigadier le recorría todo el cuerpo, que

lo palpaba, en busca del objeto queHomero había encontrado en laNakhimovsky.

¡Pero eso era absurdo! Hunter nohabía podido ver nada, porque en aquelmomento se encontraba demasiado lejos.Quizá se hubiera dado cuenta de que laactitud de Homero había cambiado ysospechara algo. Sea como fuere, cadavez que sus miradas se encontraban, elviejo quedaba empapado de sudor. Lopoco que había leído le bastaba paradudar de las intenciones del brigadier.

Se trataba de un diario.Varias de sus páginas se habían

quedado pegadas por culpa de la sangre

reseca. Homero no las había tocado. Susmanos fatigadas y entumecidas tan sólohabrían logrado desgarrarlas. Lasanotaciones de las primeras páginaseran confusas. El autor no había logradoescribir con orden, y sus pensamientoshabían galopado con tal frenesí que aduras penas se podían seguir.

Hemos pasado la Nagornaya sinsufrir bajas —revelaba el bloc denotas, y luego hacía un salto adelante—:En la Tulskaya reina el caos. No sepuede pasar hacia el interior, la Hansano deja pasar a nadie. Tampocopodremos regresar.

Homero pasó más páginas. Con el

rabillo del ojo, vio que el brigadierbajaba del kurgan y se le acercaba.Antes de guardarse el bloc en lamochila, llegó a leer: Tienen lasituación bajo control. Han sellado laestación y la han puesto bajo laautoridad de un comandante. —Yseguidamente—: ¿Quién será elpróximo en irse al otro barrio?

Y después, junto a la preguntaretórica, había incluso una fecharodeada con un círculo. Las páginasamarillentas del bloc hacían pensar quelos acontecimientos se habían producidouna década antes, pero no cabía duda deque las anotaciones tenían tan sólo unos

días.El esclerotizado cerebro del viejo

encajó las piezas del mosaico con unafacilidad que él mismo creía haberperdido ya. El enigmático viajero que eldesdichado indigente de la Nagatinskayacreía haber visto. La voz del centinelaque le había parecido conocida. Lafrase: «Tampoco podremos regresar».Mentalmente, emprendió lareconstrucción de lo ocurrido. ¿Acasolos garabatos escritos en aquellaspáginas pegadas entre sí le permitiríanadivinar el sentido de aquella serie deextraños acontecimientos?

Estaba totalmente seguro, por lo

menos, de que nadie había ocupado laTulskaya. Allí había ocurrido algomucho más complejo y enigmático. YHunter, que había interrogado durante uncuarto de hora a los centinelas a laentrada de la estación, lo sabía igual debien que Homero.

Por ello, no podía enseñarle el blocal brigadier.

Y también por ello se había atrevidoa contradecirlo abiertamente en eldespacho de Istomin.

***

—No podemos tomarla por asalto

—repitió.Hunter volvió la cabeza hacia él,

lentamente, como un buque de guerraque alinea su cañón principal paradisparar. Al otro lado de la mesa,Istomin echó para atrás el sillón y rodeósu mesa. El fatigado Coronel hizo unamueca.

—No podremos volar la puerta —siguió diciendo Homero—, porqueencima de ella hay aguas subterráneas einundaríamos la línea entera. LaTulskaya ha padecido desde siempre eseproblema. Se despiertan cada día con laesperanza de que las aguas no irrumpanen la estación. Vosotros mismos sabéis

que hace ya diez años que el túnelparalelo. ..

—¿Qué quieres, que llamemos a lapuerta y esperemos a que nos abran? —lo interrumpió Denis Mikhailovich.

—Sería posible dar un rodeo hastaallí —observó Istomin.

De pura sorpresa, el Coronelpadeció un ataque de tos. Luego,enfurecido, inició una diatriba contra eljefe de estación. Lo culpó de haberdejado tullidos a sus mejores hombres yde querer llevarlos a la tumba. Peroentonces intervino el brigadier:

—Hay que limpiar la Tulskaya. Estasituación exige la aniquilación de todos

los que se encuentren en ella. Ningunode los vuestros ha sobrevivido. Todoshan muerto. Si queréis evitar que hayamás bajas, no tenéis alternativa. Sé muybien de qué hablo. Dispongo de toda lainformación necesaria.

Las últimas palabras se dirigían demanera inequívoca a Homero.

El viejo se sintió como un perrilloinsolente cuando lo agarran por la nucay lo sacuden para que aprenda acomportarse.

Istomin se ajustó la chaqueta deluniforme.

—Si el túnel está bloqueado por ahí,sólo tenemos otra manera de llegar a la

Tulskaya. Por el otro lado, a través de laHansa. Aunque eso significa que nopodremos ir con hombres armados. Esaposibilidad queda totalmente excluida.

Hunter lo negó con un gesto.—Yo los conseguiré.El Coronel se sobresaltó.—Pero si queremos dar la vuelta por

la Hansa, habrá que pasar por dosestaciones de la Línea Kakhovskaya,hasta la Kashirskaya —dijo el jefe deestación, y se encerró luego en unexpresivo silencio.

El brigadier se cruzó de brazos.—¿Y?—La radiactividad es muy elevada

en los túneles cercanos a la Kashirskaya—explicó el Coronel—. Un fragmentode una cabeza explosiva cayó no muylejos de allí. No se produjo ningunadetonación, pero los niveles deradiactividad son peligrosos. La mitadde los que se irradian en esa zonamueren antes de que haya pasado unmes. Es lo que ocurre siempre.

Se hizo el silencio. Homeroaprovechó la pausa para emprender unaretirada —táctica, por supuesto— desdeel despacho de Istomin. Al final,Vladimir Ivanovich tomó la palabra. Sinduda, temía que el incontrolablebrigadier intentara de todos modos hacer

explotar la puerta hermética de laTulskaya, y por ello añadió:

—Disponemos de trajes aislantes.Dos en total. Puedes llevarte a uno denuestros mejores soldados. Osesperaremos. —Se volvió hacia DenisMikhailovich—. ¿Quién podría ir?

El Coronel suspiró.—Vamos a ver a los muchachos.

Hablaremos de esto, y luego Hunterelegirá a su compañero.

—No hará falta. —dijo Huntermientras negaba con la cabeza—.Quiero que me acompañe Homero.

La dresina atravesó un tramo pintado,de color amarillo muy vivo. Elconductor no pudo seguir fingiendo queno oía el tictac cada vez más aceleradodel contador Géiger. Agarró laempuñadura del freno y murmuró, amodo de disculpa:

—Mi Coronel… no podremos seguiradelante sin protección…

—Sólo cien metros más —le ordenó

Denis Mikhailovich—. Por esta misióntan difícil vas a tener una semana libre.Esos dos, con sus trajes aislantes,tardarían media hora en recorrer estetrecho a pie. Con la dresina locubriremos en dos minutos.

—Ese tramo amarillo que hemosatravesado era la última frontera, miCoronel —murmuró el conductor, perono se atrevió a aminorar la marcha.

—Frena —le ordenó Hunter—.Seguiremos a pie. Los niveles deradiactividad son demasiado altos.

Los frenos chirriaron, el faro quecolgaba del chasis se balanceó de unlado para otro y la dresina se detuvo. El

brigadier y Homero estaban sentados enel borde, con los pies colgando porfuera. Saltaron a las vías. Sus pesadostrajes aislantes, revestidos de plomo, lesdaban un aspecto como de astronautas.

Los trajes como ésos eranextraordinariamente escasos y caros. Entoda la red de metro debía de haber, a losumo, unas pocas docenas. En laSevastopolskaya no se empleabanprácticamente nunca. Los guardabanpara situaciones excepcionales.Soportaban las radiaciones másintensas, pero moverse con ellos exigíapenosos esfuerzos. Ése era, por lomenos, el caso de Homero.

Denis Mikhailovich bajó también dela dresina y los acompañó durante unosminutos. Intercambió unas palabras conHunter: frases deliberadamentefragmentarias y difíciles, para queHomero no las entendiese.

—¿De dónde los sacarás? —preguntaba el malhumorado Coronel.

—Ellos me darán. Es lo único queles sobra —respondió el otro con vozsorda, sin dejar de mirar al frente.

—Nadie te espera. Te creen muerto.Muerto, ¿me entiendes?

Hunter se detuvo un instante y hablóen voz baja, no tanto para el oficialcomo para sí mismo.

—Ese es el menor de nuestrosproblemas…

—Desertar de la Orden es aún másterrible que la muerte —masculló DenisMikhailovich.

El brigadier levantó bruscamente lamano, en apariencia para saludarmilitarmente al Coronel pero, también,para soltar una amarra invisible. DenisMikhailovich comprendió el gesto y sequedó en el muelle, mientras los otrosdos se alejaban de la orilla, poco apoco, como contra la corriente, yemprendían su gran periplo por losmares de las tinieblas.

El Coronel bajó la mano que había

levantado hasta la sien y le hizo unaseñal al conductor de la dresina paraque encendiese el motor. Se sentía vacíopor dentro: no había nadie a quienpudiera enviarle un ultimátum, nadiecontra quien luchar. Comandaba losejércitos de una isla aislada en mediodel océano, y su única esperanza era queese minúsculo cuerpo expedicionario nonaufragase, sino que regresara algún díapor el otro lado, y que con ellodemostrara, en cierto modo, que laTierra era redonda.

***

El último puesto de vigilancia quehabían dejado atrás se encontraba antesde llegar a la Kakhovskaya, y estabacasi vacío. Homero no recordaba quelos habitantes de la Sevastopolskayahubieran sufrido nunca un ataque desdeel este.

El tramo pintado de amarillo no leparecía una mera división arbitrariaentre dos trechos de un mismo túnel dehormigón, por el contrario, le habíadado la sensación de que conectaba,cual ascensor sideral, dos planetasseparados por centenares de años luz.Más allá de ese tramo, la Tierrahabitada se transformaba, casi sin

solución de continuidad, en un áridopaisaje lunar. La semejanza entre ambosterritorios era engañosa. Al tiempo quese concentraba en no dar un traspié consus botas de varios kilos y respiraba conesfuerzo a través del complejo sistemade tubos y filtros, Homero gustaba deimaginarse a sí mismo como unastronauta que hubiera llegado a uno delos satélites de una estrella lejana. Seperdonó su fantasía infantil, porque conella le resultaba más fácil moversedentro del pesado traje. La fuerzagravitatoria del satélite donde seencontraban era muy poderosa. El viejose entretenía, además, con la idea de que

ellos dos eran los únicos seres vivos envarios kilómetros a la redonda.

Homero pensó que ni la ciencia ni laciencia ficción habían logrado prever elfuturo. En su niñez le habían prometidoque para el año 2034 el hombre habríaconquistado media galaxia o, por lomenos, su propio sistema solar. Perotanto los escritores de novelas futuristascomo los científicos habían partido de laidea de que la Humanidad secomportaría de manera racional yconsecuente. Como si, en vez de unospocos miles de millones de hombres ymujeres holgazanes, frívolos y amantesdel placer, se hubiera tratado de una

especie de colmena, dotada de unraciocinio colectivo y de una fuerza devoluntad equilibrada. Como si laconquista del espacio hubieraperseguido objetivos serios. Pero no eraasí: la Humanidad se hartó de ese juegoy lo dejó a la mitad, para consagrarseprimero a la informática, y luego a labiotecnología, sin aspiraciones de grancalado en ninguno de esos ámbitos. Talvez sí las tuviera en física nuclear.

Y allí estaba él, un astronauta venidoa menos, capaz de sobrevivir tan sólogracias a su voluminosa escafandra,extranjero en su propio planeta,dispuesto a conquistar el túnel que unía

la Kakhovskaya con la Kashirskaya. Él,y todos los supervivientes, tenían queolvidarse de todo lo demás. Ni siquierapodían contemplar las estrellas.

Qué extraño: en ese lugar, más alládel tramo amarillo, su cuerpo sufría bajola fuerza de la gravedad, pero sucorazón se sentía ligero. Unos díasantes, al despedirse de Helena paraemprender la primera expedición a laTulskaya, aún contaba con queregresaría. Pero, cuando Hunter lo eligiópor segunda vez como acompañante, sedio cuenta de que la cosa iba en serio.Había rogado con frecuencia que se lesometiera a una prueba, a una

iluminación. Y, por fin, sus ruegoshabían hallado respuesta. Escurrir elbulto habría sido estúpido e indigno.

Sabía muy bien que la misión de unavida no se satisface como quien realizaun trabajo a tiempo parcial. El destinono se podía dejar para más adelante confrases como: «Seguro que ocurrirá, peroquizá más tarde, quizá la próximavez…». Probablemente no habría unapróxima vez, y si desertaba entonces,¿para qué viviría luego? ¿Acaso queríaconsumir el tiempo que le quedaba hastasu muerte viviendo la vida oscura deNikolay Ivanovich, el tonto de laestación, el cuentacuentos senil, el

parlanchín de sonrisas absurdas?Pero si pretendía dejar de ser una

caricatura de Homero y transformarse ensu sucesor, si no quería limitarse a amarlos mitos, sino crearlos, si aspiraba aalzarse de las cenizas como un hombrenuevo, tendría que entregar a las llamassu antiguo yo. Estaba firmementeconvencido de que si dudaba de símismo, si cedía a la nostalgia por sucasa y su mujer, si miraba de nuevo alpasado, dejaría escapar algo de granimportancia que le estaba aguardando.Tenía que cortar sus ataduras.

Aun cuando sobreviviera a aquellaexpedición, no volvería ileso. Lo sentía

por Helena, desde luego. Al principio,su mujer no quería creerse queregresaría sano y salvo de sus misiones.Y había tratado, sin éxito, de impedirleque iniciara su viaje a la nada. Cuando,una vez más, se despidió de él bañadaen lágrimas, Homero no le prometiónada. Había llegado la hora demarcharse. Homero lo sabía muy bien:diez años de vida no se amputan asícomo así. Sabía que después de lasamputaciones se sienten doloresfantasma en el miembro desaparecido.

Había pensado que miraría atrás sincesar. Pero, cuando estuvo al otro ladodel tramo amarillo, se sintió como si

hubiera muerto y su alma se hubieseliberado de los dos pesados y rígidoscaparazones que la cubrían, y se hubieraelevado a lo alto. Era libre.

***

No parecía que Hunter tuviese quehacer grandes esfuerzos para moversecon el traje aislante. La holgada prendahabía transformado su cuerpo musculosoy lobuno en una mole informe, pero no lehabía restado movilidad. No dejabaatrás al viejo de respiraciónentrecortada, pero simplemente porque

no había querido perderlo de vista ni unsolo instante desde que habían salido dela Nakhimovsky Prospekt.

Después de todo lo que había vistoen la Nagatinskaya, la Nagornaya y laTulskaya, Homero habría preferido notener que emprender un nuevo viaje conHunter. Pero luego cambió de opinión:la presencia del brigadier habíadesatado en él una metamorfosisanhelada durante mucho tiempo, unametamorfosis que le prometía unrenacer. Poco le importaban al viejo losmotivos por los que Hunter hubiesequerido llevarlo consigo, fuera comoguía, o como almuerzo para el camino.

Lo que le importaba de verdad era nosalir del estado en el que se encontraba,aprovecharlo mientras durara, tenerideas, escribir algo…

Por otra parte, cuando Hunter habíasolicitado su presencia, llegó a pensarque el brigadier lo quería para algo enconcreto. Y no creía que se tratara deguiarle por los túneles, ni de advertirlode posibles peligros. Cabía laposibilidad de que el brigadier lehubiera dado al viejo lo que éstedeseaba, para, a cambio, arrebatarlealgo sin tener que pedírselo.

Pero ¿qué podía necesitar Hunter?Homero había dejado de engañarse

con su aparente frialdad. Bajo elcaparazón de su rostro desfiguradobullía un magma que de vez en cuandoemergía por sus ojos eternamenteabiertos. Su inquietud era evidente.Hunter también andaba en busca de algo.

El brigadier parecía idóneo para elpapel de héroe épico en el futuro librode Homero. Al principio, el viejo habíatenido sus dudas, pero, tras pensarlovarias veces, se había decidido por él.Aunque había muchos rasgos en lapersonalidad del brigadier —pasión pormatar, laconismo y escasa gestualidad—que no le convencían. Hunter parecíauno de esos asesinos que dejan mensajes

cifrados para que la policía losdescubra. Homero no sabía si elbrigadier veía en él a un padre confesor,un biógrafo o un proveedor de quiénsabe qué, pero sí intuía que la extrañadependencia que los unía era recíproca.Y que los lazos que los ataban notardarían en volverse más fuertes que suangustia.

De hecho, Homero había tenido entodo momento la sensación de queHunter estaba retrasando el inicio de unaconversación de extrema importancia.Una y otra vez, el brigadier se volvíahacia él, como para preguntarle algo,pero nunca decía nada. Acaso el viejo

confundiera una vez más sus deseos conla realidad, y no tuviera en aquellahistoria otro papel que el de testigoinnecesario. Quizá Hunter le retorcierael pescuezo en algún tramo del túnel.Hunter echaba miradas cada vez másfrecuentes a la mochila del viejo, dondeestaba escondido el fatídico diario.Parecía como si intuyera que lospensamientos de Homero daban vueltasen torno a algún objeto que llevaba allídentro, y se acercaba, lentamente, perocon constancia. Homero hacía terriblesesfuerzos por no pensar en el bloc denotas, pero fueron en vano.

Apenas si había tenido tiempo para

preparar sus cosas, y, por eso mismo,sólo había podido quedarse unosminutos a solas con el diario. Porsupuesto, no había tenido tiempo parahumedecer todas las páginas pegadascon sangre y separarlas, pero habíalogrado hojear algunas. Estabancubiertas de notas apresuradas yfragmentarias. No seguían ningunasecuencia, como si su autor se hubieravisto desbordado con las palabras yhubiese tenido que esforzarse paraconsignarlas. Homero tuvo quebuscarles un orden para que cobraranalgún sentido.

Ningún contacto. El teléfono está

mudo. Probablemente sabotaje.¿Alguno de los desterrados, porvenganza? Aún no lo sabemos.

La situación es desesperada. Notenemos posibilidades de recibir ayuda.Si se la pedimos a la Sevastopolskaya,condenaremos a nuestra propia gente.Tan sólo podemos aguantar aquí…¿durante cuánto tiempo?

No me dejan marchar. Se han vueltolocos. ¿Quién lo hará, si no yo? Tengoque huir.

Y entonces descubrió otra cosa.Después de las últimas palabras, las queadvertían contra todo intento de capturarla Tulskaya por asalto, había una firma.

Una firma borrosa, sellada con lamancha pardusca de unos dedossanguinolentos. Homero conocía esenombre, y lo había pronunciado amenudo.

El diario pertenecía al operador decomunicaciones que una semana anteshabían enviado a la Tulskaya con lacaravana.

***

Pasaron frente a la entrada de unramal por el que se accedía a una de lascocheras. De no ser por los elevadosniveles de radiactividad, los habitantes

del metro la habrían saqueado hacíamucho tiempo. El oscuro túnel queconducía hasta ellas estaba cerrado conuna reja que, aparentemente, alguienhabía improvisado con piezas de acero.Sobre una lámina de hojalata, sujeta conalambre a uno de los barrotes, sonreía eldibujo de una calavera, y debajo de éstase distinguían aún los restos de un rótulode advertencia en color rojo. Se habíadespintado con el paso del tiempo, o talvez alguien lo hubiera raspado apropósito.

La galería cerrada por la rejacapturó la mirada de Homero como unhechizo. El viejo tuvo que hacer grandes

esfuerzos para seguir adelante. Cuando,por fin, volvió en sí, se le ocurrió queaquella línea no estaba tan desiertacomo se creía en la Sevastopolskaya.

Luego pasaron por la Varshavskaya,una estación horrenda, cubierta de hollíny moho. Se parecía a un cadáver humanoputrefacto bajo el agua. Las paredesexudaban un líquido turbio entre losazulejos, y por los huecos que habíandejado las puertas herméticasentornadas se colaba un viento fríoprocedente de la superficie, como si unagigantesca criatura hubiera tratado deinsuflarle aliento desde fuera a unaestación que llevaba mucho tiempo

pudriéndose. La histérica señal delcontador Géiger les aconsejó que semarcharan de allí cuanto antes.

Cuando les faltaba poco para llegara la Kashirskaya, uno de los contadoresexhaló su último aliento, y la aguja delotro quedó encallada en el extremosuperior de la escala. Homero sintió unsabor amargo en la lengua.

—¿Dónde tuvo lugar el impacto? —le preguntó Hunter.

Homero oía mal la voz del brigadier,como si tuviera la cabeza metida bajo elagua de una bañera. Se detuvo —por finse le presentaba la oportunidad de haceruna breve, pero bienvenida pausa—, y

con la mano enguantada señaló alsudeste.

—En la Kantemirovskaya.Suponemos que el techo de uno de losaccesos se vino abajo. O tal vez unconducto de ventilación. No hay nadieque lo sepa con certeza.

—Entonces, ¿la Kantemirovskayaestá abandonada?

—Desde siempre. A partir de laKolomenskaya no hay ni un almahumana.

—A mí me habían dicho… —empezó a decir Hunter, pero luegoenmudeció, y le indicó por señas aHomero que hablase en voz baja.

Parecía como si hubiera captado unasondas casi imperceptibles. Al fin,preguntó—: ¿Alguien sabe cuál es lasituación en la Kashirskaya?

—¿Y cómo lo vamos a saber? —Homero se preguntó si su tono irónicohabría atravesado los filtros derespiración.

—Entonces te lo diré yo. Laradiactividad que hay allí es tan fuerteque nos abrasaría a los dos en pocosminutos. El traje aislante no nosprotegería. Vamos a regresar.

—¿Regresamos? ¿A laSevastopolskaya?

—Sí. Una vez allí, saldré a la

superficie. Quizá pueda llegar por arriba—dijo Hunter, en tono pensativo.Parecía como si ya tuviera la rutaplaneada.

Homero vaciló.—¿Quieres ir tú solo?—No puedo pasarme el camino

entero preocupándome por ti. Ya tendrébastante con proteger mi propia vida. Sifuéramos los dos, no llegaríamos.Tampoco está nada claro que yo solopueda conseguirlo.

—¿Es que no lo entiendes? ¡Tengoque ir contigo! ¡Quiero…!

Homero buscaba desesperadamenteun motivo, un pretexto.

—¿…quieres hacer algo importanteantes de morir? —añadió el brigadier.Parecía que hablara con vozinexpresiva, pero Homero sabía bienque los filtros de la máscara de gaseliminaban todas las impurezas. Sóloentraba por ellos aire insípido y de ellosestéril, y sólo salían voces mecánicas ysin alma.

El viejo cerró los ojos, e hizo unesfuerzo desesperado por recordar todolo que sabía sobre el breve trecho de laLínea Kakhovskaya, sobre el último eirradiado tramo de la LíneaSamoskvoretskaya[15], sobre el caminoque llevaba de la Sevastopolskaya a la

Serpukhovskaya… lo que fuera con talde no volver, de no regresar a aquellavida miserable que no tenía nada queofrecerle, salvo falsas esperanzas deescribir una gran novela y de inventarseuna leyenda inmortal.

—¡Sígueme! —gritó de pronto, y sepuso en marcha con una agilidad que losorprendió a él mismo. Hacia el este,hacia la Kashirskaya, hacia el Infierno.

***

La muchacha soñó que estabacortando con una lima el grillete demetal que la retenía junto a la pared. La

herramienta rechinaba y se le caía de lasmanos una y otra vez. De poco le servíahaber abierto una hendidura de mediomilímetro en el metal: tan pronto comose detenía, aunque sólo fuese unmomento, la ligerísima, casi invisiblemuesca se cerraba una vez más.

Pero Sasha no se rendía: tomaba unavez más la lima con sus manosdespellejadas y sanguinolentas, ytrabajaba de nuevo en el inflexiblemetal. El ritmo de sus movimientosestaba rigurosamente calculado. Sobretodo, no soltar la lima, no mostrarninguna debilidad, no cejar en susesfuerzos.

Le habían encadenado los tobillos ylos tenía hinchados y entumecidos. Auncuando lograse romper el hierro, nopodría huir, porque las piernas no leobedecerían…

Despertó y, con un gran esfuerzo,abrió los párpados.

Las cadenas no eran ningún sueño:Sasha tenía las muñecas sujetas congrilletes. Estaba tumbada sobre lamugrienta superficie de carga de la viejadresina de mineros. El vehículoavanzaba entre monótonos chirridos, coninsufrible lentitud. La muchacha tenía untrapo sucio dentro de la boca, y lassienes le dolían y le sangraban.

«No me ha matado —pensó—. ¿Porqué?»

Tumbada como estaba sobre lasuperficie de carga, alcanzaba a ver sólouna mínima fracción de la bóveda deltúnel. En sus juntas temblaba un rayo deluz desigual. De repente, la bóvedadesapareció, y la sustituyó un colorblanco desconchado. ¿Qué clase deestación podía ser aquélla?

Era un lugar siniestro: nosimplemente tranquilo, sino silenciosocomo la muerte; no simplementedespoblado, sino desprovisto de todavida, y, además, tremendamente oscuro.La muchacha había imaginado desde

siempre que las estaciones que sehallaban al otro extremo del puenteestarían abarrotadas, y que reinaría enellas un barullo ensordecedor. ¿Acasohabía estado siempre equivocada?

El techo dejó de moverse. Entresaltos y maldiciones, su captor trepóhasta el andén y se dio la vuelta. Losremaches de sus botas rechinaron.Parecía que estuviese oteando losalrededores. Debía de haberse quitadola máscara de gas, porque la muchachalo oyó murmurar con voz desdeñosa:

—Ah, estás ahí. Cuánto tiempo hapasado, ¿verdad?

El hombre respiró aliviado, y luego

pateó… no, más bien pisoteó un bultosin vida, una cosa pesada. ¿Tal vez unsaco lleno?

Entonces, la certeza atravesó aSasha como un rayo. Trató de ocultar elrostro entre sus sucios harapos y se pusoa sollozar. Por fin sabía adónde la habíallevado el gordo del traje aislante, ycomprendió con quién estaba hablando.

***

La mera idea de dejar atrás a Hunterhabía sido absurda. El brigadier dioalcance a Homero con un par de saltosde animal de presa, lo agarró por el

hombro y lo sacudió violentamente.—¿Qué es lo que te pasa?—Vayamos sólo un poco más allá —

farfulló el viejo—. Se me ha ocurridoalgo. Existe un corredor que va directohasta la Línea Samoskvoretskaya. Seencuentra antes de llegar a laKashirskaya. Si vamos por ese corredor,saldremos al túnel sin necesidad depasar por la estación. Así podremosevitarla y pasar directamente por laKolomenskaya. No puede estar muylejos. Por favor…

Homero aprovechó el momento devacilación de Hunter para zafarse deéste, pero se enredó con los holgados

pantalones del traje aislante y se cayósobre la vía. Se puso en pie como pudoy siguió caminando tozudamente. Hunterlo agarró con la misma facilidad con quehubiera atrapado a una rata y lo obligó adarse la vuelta para que lo mirara defrente. Agachó el rostro hacia él hastaque los visores de sus máscarasquedaron a la misma altura. Aguardóunos segundos con la mirada fija enHomero y luego le soltó.

—Está bien… —rezongó.A partir de entonces, el brigadier

arrastró a Homero tras de sí sindetenerse ni un solo instante. A esteúltimo le latía la sangre en las sienes

con tal fuerza que no alcanzaba a oír elcontador Géiger. Sus rígidas piernasapenas lo obedecían. Parecía que lospulmones le fueran a estallar por elesfuerzo.

Poco faltó para que pasara por altola angosta entrada del corredor, unmanchón negro como la brea. Lograronmeterse dentro y anduvieron largosminutos hasta que salieron a otro túnel.El brigadier echó una ojeada, se metióde nuevo en el corredor y riñó al viejo:

—Pero ¿dónde me has traído?¿Habías estado aquí alguna vez?

A unos treinta metros a la izquierda,en la misma dirección que tenían que

seguir, el túnel estaba obstruido en sutotalidad por algo que recordabavagamente a una telaraña.

Homero no tenía resuello para decirnada y se limitó a negar con la cabeza.Era la pura verdad: nunca había estadoallí. Sí había oído historias sobre eselugar, pero sería mejor no contárselas aHunter.

El brigadier empuñó el rifle deasalto con la mano izquierda, sacó de lamochila una especie de machete defabricación propia e hizo un corte enaquella gasa blanca y pegajosa. Loscaparazones resecos de las cucarachasvoladoras que se habían quedado

adheridas vibraron y repiquetearoncomo campanillas oxidadas. Al instante,los bordes rotos de la telarañaempezaron a juntarse, como sicicatrizara.

El brigadier arrancó un trozo detelaraña medio transparente, metió lalinterna por el agujero e iluminó elramal. Necesitarían varias horas paraabrirse paso: las pegajosas hebras seentretejían en varias capas. El rayo deluz no llegaba al otro lado.

Hunter echó una ojeada al contadorGéiger, emitió un extraño sonido guturaly se lanzó, como loco, a desgarrar eltejido que colgaba entre las paredes. Las

telarañas no cedían fácilmente y eso lesrobó más tiempo del que disponían. Nolograron más que avanzar unos treintametros en diez minutos y, paraempeorarlo, la maraña se volvía cadavez más densa. Parecía que obturase eltúnel como una bola de algodón.

Cuando por fin llegaron al pie de unpozo de ventilación lleno de hebras, conun feo esqueleto bicéfalo atrapado en laentrada, el brigadier arrojó su cuchilloal suelo.

Estaban presos en la telarañaexactamente igual que las cucarachas, y,aunque la criatura que había tejido lagigantesca red pudiera estar muerta, la

radiación daría buena cuenta de ellos enpoco tiempo.

Mientras Hunter buscaba una salida,Homero se acordó súbitamente de algoque le habían contado sobre aquel lugar.Apoyó una rodilla en el suelo, sacó unpar de cartuchos de su cargador dereserva, los abrió con la navaja yrecogió la pólvora en la mano.

Hunter lo comprendió al instante. Alcabo de poco se encontraban de nuevoal inicio del túnel de enlace. Habíanpreparado un montoncito de pólvora,basta y gris, sobre un poco de algodón, yle acercaron un mechero.

La pólvora siseó, se puso a humear

y, de repente, sucedió lo impensable: lapequeña llama creció simultáneamenteen todas las direcciones, subió por lasparedes, llegó hasta el techo y, al fin, seextendió por la totalidad del túnel.

Devoró la telaraña con avidez y sepropagó rápidamente hacia el fondo.Avanzó imparable cual tumultuoso anillode fuego, iluminó las mugrientas juntasdel túnel y sólo dejó, aquí y allá, puntasde hebra abrasadas en el techo. En elcamino hacia la Kolomenskaya, elcírculo de fuego se estrechó a ojos vista,y, lo mismo que un gigantesco émbolo,succionó todo el aire. Al fin, la llamadesapareció tras un recodo y quedó

fuera del alcance de sus ojos, auncuando dejó tras de sí un trémulo rastrode color purpúreo.

A Homero le pareció oír en lalejanía, entremezclado con el constantefragor de la llama, un chillido inhumano,desesperado, y un ronco siseo. Pero elviejo había quedado tan hipnotizado conel espectáculo que no confiaba en suspropias percepciones.

Hunter se guardó el cuchillo en lamochila y sacó de ésta dos filtrosnuevos, aún sellados, para la máscara degas.

—Los había traído para el viaje devuelta. —Se cambió el filtro y le dio a

Homero el otro—. Pero ahora, despuésde este incendio, la radiación habráalcanzado niveles semejantes a los deaquellos días.

El viejo asintió con la cabeza. Lallama había esparcido el polvilloradiactivo que a lo largo de los años sehabía asentado sobre la telaraña yestaba incrustado en sus hebras. En elnegro vacío del túnel debían derevolotear millones de moléculasvenenosas. Un número incalculable deminúsculas minas flotaba en el vacío yles cerraba el camino. Y no habíamanera de esquivarlas.

Tendrían que pasar entre ellas.

***

—Si ahora te viera tu papaíto… —le reprochaba burlonamente el gordo.

Sasha estaba sentada frente alcadáver de su padre, tendido de brucessobre su propia sangre.

El raptor le había bajado el monohasta el pecho. Debajo de este llevabauna camiseta con un dibujo medioborrado de un animalito sonriente yalegre. Cada vez que levantaba los ojos,su raptor la enfocaba con la linterna,para que la muchacha no le viera elrostro. Le había quitado la mordaza,pero Sasha no tenía ninguna intención de

suplicar.—No te pareces en nada a tu madre.

Qué lástima, yo tenía la esperanza deque sí… —Sus piernas de elefante,embutidas en botas de goma altas ymanchadas de color rojo oscuro,empezaron a dar una nueva vuelta entorno a la columna en la que Sashaestaba recostada. Su voz se oyó desde elotro lado—: Tu papaíto debía de pensarque esto ya estaba olvidado. Peroalgunos crímenes no prescriben… porejemplo, la calumnia. La traición. —Elcontorno borroso de su cuerpo emergióde la oscuridad por el otro lado de lacolumna. Se detuvo frente al cadáver del

padre de Sasha, lo pisoteó y le arrojó ungrueso escupitajo—. Qué pena que elviejo haya estirado la pata sin que yopudiera contribuir. —El gordo recorriócon su linterna la estación tenebrosa ygélida, en la que yacían, esparcidos poraquí y por allá, montones de inútil botín.Se detuvo ante un cuadro de bicicleta,sin las ruedas—. Qué lugar más cómodopara vivir. Creo que tu papaíto se habríaahorcado hace mucho tiempo si tú nohubieras estado con él.

Mientras el gordo paseaba la luz dela linterna por la estación, Sasha trató deescapar arrastrándose por el suelo, peroal cabo de un segundo la linterna la

alumbró.—Y lo entiendo. —El raptor sólo

tuvo que dar un paso para ponerse a sulado—. Tenía a mano a una chica guapa.Pero, lo que te decía, lástima que la niñano se pareciera a su madre. Seguramenteeso le sabía mal. ¡Ah!, pero qué más da.—Le arreó con la punta de la bota en lascostillas, para obligarla a darse lavuelta—. De todos modos, he tenido queatravesar la red de metro entera parallegar hasta aquí.

Sasha se estremeció, y empezó amover la cabeza de un lado para otro.

—¿Lo ves, Petya? Qué fácil espredecir el futuro. —Se había vuelto de

nuevo hacia el padre de Sasha—. Enotro tiempo llevabas a los otrospretendientes de tu mujer ante eltribunal. ¡Y muchas gracias por eldestierro de por vida en lugar de laejecución! Ah, la vida es larga deverdad, y las circunstancias cambian. Yno siempre como querría uno. He vuelto,aunque me haya costado diez años másde los que imaginaba.

—Nunca vuelve uno a ningún sitiopor casualidad —susurró Sasha. Laspalabras de su padre.

—Ciertamente —le respondió elgordo, burlón—. Eh, ¿quién anda ahí?

Al otro extremo del andén sonó un

crujido, y algo pesado cayó al suelo. Seoyó una especie de siseo, y un sonidocomo el de las patas de un animalgrande que se moviera con sigilo. Elsilencio que se hizo luego era engañosoy frágil, y tanto Sasha como su captor sepercataron de que alguna criatura habíasalido del túnel.

El gordo quitó ruidosamente elseguro del arma, se apostó al lado de lamuchacha con una rodilla en el suelo,apoyó la culata en el hombro y proyectóuna trémula mancha de luz entre lascolumnas. El túnel meridional llevabadécadas vacío, y que algo se moviera enél era tan extraño como que las estatuas

de una de las estaciones centralescobraran vida.

Una sombra borrosa apareció porbreves instantes en el camino de lamancha de luz. Desde luego, ni su figurani su agilidad eran los propios de un serhumano. Pero, cuando el rayo de luzretrocedió sobre el trecho recorrido, laenigmática criatura había desaparecidosin dejar rastro. El círculo de luzempezó a moverse de un lado para otro,arrastrado por el pánico, y durantebreves segundos volvió a encontrarla, asólo veinte pasos de ellos dos.

—¿Un oso? —susurró el gordo sincreérselo, y apretó el gatillo.

Las balas volaron hacia lascolumnas, se incrustaron en las paredes,pero el animal se había esfumado yninguno de los disparos alcanzó suobjetivo. De pronto, el gordo abandonósu absurdo tiroteo, dejó caer al suelo elKalashnikov y se apretó el vientre conambas manos. La linterna rodó a unlado. La luz siguió brillando desde elsuelo e iluminó la encorvada mole de sucuerpo.

Un hombre se acercaba a ellos sinprisa alguna, a la media luz, con andaressorprendentemente suaves, casiinaudibles, a pesar de que calzaba botasmuy pesadas. El traje aislante era

demasiado holgado, incluso para suenorme corpulencia. Desde lejos, enefecto, habría sido posible confundirlocon un oso.

No llevaba máscara de gas. Sucabeza rapada y llena de cicatricesguardaba cierta semejanza con undesierto agostado. Una parte de su rostrotenía rasgos de hombre valeroso, aunquerudo y severo. Se le habría podidocalificar de hermoso. Pero la rigidezcadavérica de sus facciones hizoestremecerse a Sasha en cuanto lo vio.En cualquier caso, la otra mitad de sucara era simplemente monstruosa: unacompleja maraña de cicatrices la

transformaba en una máscara de perfectafealdad. Pero su aspecto habríaresultado más repulsivo que temible deno ser por sus ojos. Una mirada que sevolvía incesantemente hacia todos loslados, una mirada de hombre medioenloquecido, era lo único que insuflabavida a su rostro inmóvil. Una vida sinalma.

El gordo trató de ponerse en pie,pero se desplomó una vez más y chillóde dolor. El gigante se agachó a su lado,le apoyó contra la nuca una pistola consilenciador y apretó el gatillo. Elchillido se interrumpió, pero su ecoresonó por unos instantes en la bóveda,

cual criatura perdida a la que lehubieran arrebatado el cuerpo.

El disparo le había reventado elmentón. Sasha contempló el rostro de sucaptor: un agujero rojo y viscoso. Lamuchacha apartó la cabeza y sollozó ensilencio. El terrible personaje volvióhacia ella el cañón del arma, poco apoco, como sumido en sus propiospensamientos.

Entonces miró en torno de sí ycambió de opinión. Volvió a meter elarma en la pistolera que le colgaba delhombro y se apartó, como si hubieraquerido distanciarse de su acción. Abrióuna cantimplora y se la llevó a los

labios.A continuación apareció en el

pequeño escenario un nuevo personaje,iluminado por la luz cada vez más débilde la linterna del gordo: un viejo.Respiraba pesadamente y se apretabalas costillas con la mano. Vestía un trajeaislante idéntico al del asesino, pero, adiferencia de éste, se movía con sumatorpeza. Tan pronto como hubo dadoalcance a su compañero, se dejó caer enel suelo, exhausto. No se había dadocuenta de que todo estaba lleno desangre. Hubo que esperar a querecuperase aliento y abriera los ojospara que viera los dos cadáveres. Y,

entre ambos, a la muchacha silenciosa yaterrada.

***

El corazón del viejo acababa deapaciguarse. Pero se puso a latir denuevo con fuerza. Aun antes de encontrarlas palabras para expresarlo, Homero losupo: la había encontrado. Después detodos sus vanos intentos por lograr quela heroína de su novela se le aparecierauna noche ante su ojo espiritual, porinventarse sus labios y sus manos, suvestido, su olor, sus movimientos ypensamientos, había hallado, de pronto a

una persona de carne y hueso que secorrespondía a la perfección con susideas.

Pero, no, en realidad se la habíaimaginado de otra manera: más elegante,mejor proporcionada… y,probablemente, con más edad. Aquellamuchacha tenía demasiados ángulos yaristas, y Homero no veía en sus ojosdos lánguidas y cálidas flores, sino dostrozos de hielo compacto. Pero sabíamuy bien que era él quien se habíaequivocado. No había sido capaz deadivinar cómo sería la joven.

Su mirada de criatura acorralada,sus rasgos preñados de angustia, sus

manos encadenadas… todo ello lofascinaba. Sin duda, Homero sabíacontar bien una historia, pero sushabilidades no alcanzaban a escribir unatragedia como la que debía de habervivido aquella joven. La indefensión dela muchacha, su impotencia, sumilagrosa salvación, y la manera en quesu destino se había entretejido con lahistoria de Hunter y la del propioHomero… todo eso sólo podíasignificar que el viejo había emprendidoel camino adecuado.

Creyó en lo que ella le diría antes deque le hubiese dicho una sola palabra.Porque la muchacha, aparte de los

cabellos rubios mal cortados yrevueltos, las orejas puntiagudas, lasmejillas tiznadas, los hombros frágiles,desnudos, sorprendentemente blancos, yel labio inferior destrozado por suspropios mordiscos, tenía una bellezapeculiar. Se ganó la curiosidad y lacompasión del viejo, así como suespontánea y cariñosa simpatía.

Homero se le acercó y se agachó asu lado. La muchacha se encogió y cerrólos ojos. «Una niña asilvestrada», pensóel hombre. Como no se le ocurrió nadaque le pudiera decir, se contentó condarle unas suaves palmadas en elhombro.

—Tenemos que seguir adelante —masculló Hunter.

—¿Y qué pasará con…? —Homeroseñaló a la muchacha con una miradainterrogadora.

—Nada. A nosotros no nos interesapara nada.

—¡No podemos dejarla sola aquí!—Pues entonces le pegaremos un

tiro —fue la áspera respuesta delbrigadier.

—No quiero ir con vosotros —dijola muchacha con voz sorprendentementeclara—. Me bastará con que me quitéislas esposas. Seguramente las llaves lastiene él. —Señaló al cadáver que yacía

de bruces sobre el suelo.Hunter registró rápidamente al

difunto y le sacó de un bolsillo interiorun manojo de llaves. Se las arrojó a lamuchacha, se volvió hacia Homero y lepreguntó:

—¿Estás satisfecho?El viejo trató de ganar tiempo.—¿Qué te ha hecho ese cerdo? —le

preguntó a la pequeña.—Nada —respondió ella, a la vez

que, con gran esfuerzo, hacía girar lallave dentro del cerrojo—. No tuvotiempo para hacer nada. No era unmonstruo. Era un ser humano normal ycorriente. Cruel, imbécil y rencoroso.

Igual que todos los demás.—No todos —le objetó el viejo,

pero su voz no delataba una granconvicción.

—Sí, todos —repitió la muchacha.Hizo una mueca de dolor, pero logrósostenerse sobre sus pies hinchados—.Qué más da. No siempre es fácil seguirsiendo humano.

¡Con qué rapidez se había despojadode su miedo! No tenía ya los ojosvueltos hacia el suelo, sino que arrojabaa los dos hombres una mirada severa ydesafiante. Se agachó sobre uno de loscadáveres, lo volvió hacia arriba congran delicadeza, le puso bien los brazos,

y besó la frente del muerto. Luego sevolvió hacia Hunter y parpadeó. Se lecontrajo una de las comisuras de loslabios.

—Gracias.No tomó ningún arma, ni nada. Bajó

a la vía y se marchó, cojeandoligeramente, hacia el túnel.

El brigadier la miró con ojossombríos. Se acariciaba el cinturón, sinacabar de decidirse entre el cuchillo y lacantimplora. Al fin, eligió entre las dosopciones, se enderezó y le gritó:

—¡Espera!

La jaula estaba en el mismo lugardonde el gordo había dejado a Sasha. Lapuertecilla estaba abierta, la rata sehabía marchado… «Ya está bien así»,pensó la muchacha. Las ratas tambiéntienen derecho a la libertad.

No había manera de evitarlo: Sashatendría que ponerse la máscara de gasde su raptor. Creyó sentir todavía unresto de su pútrido aliento, pero de

todas maneras podía dar gracias de queel gordo no la hubiera llevado puesta enel momento de recibir el disparo.

De pronto, a la mitad del puente, losniveles de radiactividad volvieron asubir.

Era como un milagro que la jovenpudiera moverse con aquel gigantescotraje aislante. La muchacha temblabacomo una larva de cucaracha dentro delcapullo. La máscara se había dilatadosobre la gruesa cara del gordo, peroencajaba bien en su rostro. Sashaespiraba con todas sus fuerzas paraexpulsar por los filtros y conduccionesel aire previsto para el muerto. Pero,

cuando miraba por los cristalesredondos y empañados de los visores, laasaltaba la sensación de hallarseatrapada dentro de un cuerpo ajeno.Hacía tan sólo una hora que aquelhorrendo demonio se había metido enese mismo traje. Y si quería pasar elpuente tendría que meterse dentro de él ycontemplar el mundo con sus ojos.

Con sus ojos, y con los de loshombres que los habían desterrado aella y a su padre a la Kolomenskaya, queles habían dejado vivir tantos años sóloporque su codicia había sido más fuerteque su odio. Para perderse entre la masade humanos, ¿tendría que seguir

llevando esa máscara de goma negra?¿Debería hacerse pasar por otrapersona? ¿Por una persona sin rostro nisentimientos? ¡Si eso la ayudara, por lomenos, a transformarse por dentro! ¡Aolvidarse de todo lo que había sufrido, ya creer con firmeza que podría volver aempezar desde el principio!

Sasha sentía el deseo de que los doshombres no la hubieran recogido porcasualidad, sino que hubieran ido hastaallí tan sólo por ella. Pero sabía muybien que no era así. No comprendía porqué se la habían llevado: si por placer,por piedad, o para demostrarse algo eluno al otro. En las pocas palabras que le

había dicho el viejo alentaba ciertacompasión, pero éste tenía siempre encuenta a su compañero en todo lo quehacía, hablaba poco, y parecíapreocupado por no aparentar excesivahumanidad.

El otro, por su parte, la habíaautorizado a acompañarlos hasta lasiguiente estación habitada, pero luegono se había dignado a mirarla ni unasola vez. Sasha se había quedado atrás apropósito para, al menos, podercontemplarlo desde atrás sin que sediera cuenta. Pero el hombre debió deadvertirlo, porque al instante se crispó ymovió la cabeza. Con todo, no se

volvió, quizá porque la curiosidad de lajoven lo complacía o, quizá, para nodemostrarle ningún tipo de atención.

La poderosa constitución del calvo ysu comportamiento animal, los mismosque habían dado ocasión a que el gordolo confundiera con un oso, lo marcabancomo un guerrero solitario. Pero esaimagen no se debía tan sólo a la fuerzafísica. Emanaba de él un vigor quehabría sido el mismo aun cuando sehubiera tratado de un sujeto pequeño yflaco. Era uno de esos hombres que sehacen obedecer, y que habría matado sinvacilaciones a todo el que osaraoponerse a sus dictados.

Y mucho antes de que hubieselogrado controlar el temor que leinspiraba, mucho antes, incluso, de quetuviera claras sus respectivasposiciones, Sasha oyó una voz interiorque aún no conocía, la voz de la mujerque moraba dentro de ella, y que ledecía que iba a seguir a aquel hombre.

***

La dresina avanzaba consorprendente velocidad. Homero nohalló casi ninguna resistencia en labarra, porque era el brigadier quienhacía todo el trabajo. El viejo subía y

bajaba los brazos al ritmo del otro, perono tenía que hacer casi ningún esfuerzo.

El achaparrado puente reposabasobre un gran número de pilastras.Vadeaba aguas viscosas y oscuras. Elrecubrimiento de hormigón se habíadesprendido del esqueleto de hierro porvarios puntos, y las pilastras se habíantorcido de tal manera que una de las dosvías se había roto y venido abajo.

Era un puente meramente funcional,un modelo estándar, de vida breve,como todas las construcciones nuevas deaquella zona y todos los suburbios de lacapital que en otro tiempo se habíandiseñado sobre el papel. No tenía

ningún elemento, absolutamente ninguno,que se hubiera concebido confinalidades estéticas. Y, sin embargo,Homero miraba en todas direccionescon entusiasmo, y se acordaba de losmágicos puentes levadizos de SanPetersburgo, y del elegante Puente deCrimea[16] y sus cadenas de hierrocolado.

Durante sus más de veinte años devida dentro del metro, Homero habíasalido a la superficie sólo tres veces. Encada ocasión había tratado de ver todolo que le permitiera su breve recorrido.Para avivar el recuerdo, para fijar en laciudad, cual sendas lentes, sus ojos cada

vez más débiles, y tirar del gatillo, yaoxidado, de su memoria visual. Pararecoger, en la medida de lo posible,impresiones que pudiera legar al futuro.Tal vez no tuviera nunca más laoportunidad de ascender a lugares tanbellos como la Kolomenskaya, laRechnoy Vokzal y la Tyoply Stan: tresestaciones periféricas que él mismo,igual que muchos otros moscovitas,había menospreciado antaño.

Moscú envejecía a ojos vista un añotras otro, se desmoronaba, se pudría.Homero sentía la necesidad de tocar lospuentes que poco a poco se veníanabajo, igual que la joven se había

sentido obligada a acariciar por últimavez al otro cadáver. Los puentes, lossaledizos grises de los edificios de lasfábricas, las colmenas abandonadas quehabían sido edificios de apartamentos.Disfrutar de su visión. Tocarlos, parasentir que existían de verdad, que nofueron un sueño. Y para despedirse deellos… por si acaso.

No se veía bien. La luz plateada dela luna no lograba atravesar la gruesacapa de nubes. El viejo, más quecontemplar lo que tenía en derredor, loadivinaba. Pero le daba igual: estabaacostumbrado a suplementar la realidadcon la imaginación.

Y, con todo, Homero tenía lospensamientos puestos tan sólo en lo queen ese momento se encontraba ante susojos. Olvidadas quedaban las leyendasque se había propuesto crear. Habíaolvidado también el misterioso diarioque durante las últimas horas habíamantenido ocupada a su fantasía. Sesentía como un niño en una excursiónescolar: sorbía las imágenes que lebrindaban las siluetas desdibujadas delos edificios, volvía la cabeza de unlado para otro sin cesar y hablabaconsigo mismo en voz alta.

Los otros dos gozaron mucho menosdel viaje. El brigadier miraba al frente.

Sólo de vez en cuando se detenía paramirar hacia abajo, cuando se oía algúnruido. Por lo demás, estaba pendientedel punto lejano, invisible para los otrosdos, en el que las vías se enterraban denuevo en el subsuelo.

La muchacha estaba sentada detrásde él y se sujetaba con ambas manos lamáscara robada. Era evidente que allíarriba no se sentía muy bien. En el túnel,Homero había llegado a verla grandepero, tan pronto como salieron, sevolvió pequeña, como si se hubieraacurrucado dentro de una invisibleconcha de caracol. Ni siquiera elholgado traje aislante que le habían

quitado al cadáver le prestaba mayorvolumen. No parecía que le interesaranlas fascinantes figuras que alcanzaban aver desde el puente. Apenas si hacíanada más que mirar al suelo.

Dejaron atrás las ruinas de laestación Tekhnopark. La habíanterminado a toda prisa poco antes de laguerra, y su lamentable estado no sedebía tanto a los bombardeos como a losestragos del tiempo. Entonces, por fin,llegaron al túnel.

En contraste con la pálida oscuridadde la noche, la entrada del túnel parecíacubierta por la más absoluta negrura.Homero se imaginó que su traje aislante

era una armadura de verdad, y que élmismo venía a ser un caballero de laEdad Media, a la entrada de una cuevade dragón envuelta en leyendas.

Los sonidos nocturnos de la ciudadse quedaron en el umbral, en el mismolugar donde Hunter les hizo bajar de ladresina. Lo único que se oyó entoncesfueron las cautelosas pisadas de los tres,así como sus lacónicas palabras y losecos de éstas en los segmentos del túnel.Los ecos eran extraños allí. Homeropercibió con nitidez que se trataba de unespacio cerrado. Como si hubieranavanzado por el cuello de una botellahasta llegar a su interior.

—Esto está cerrado.Parecía que Hunter quisiera

confirmar sus temores. La luz de sulinterna fue la primera en encontrar elobstáculo: se alzaba ante ellos unapuerta hermética, cual impenetrablepared. En el lugar donde la puertatocaba a las vías, éstas tenían ciertobrillo. Por las gigantescas bisagrasbrotaban grumos parduscos de grasa.Había por allí un montón de viejostablones, ramas secas y leñacarbonizada, como si alguien hubieseencendido una hoguera poco antes.Indudablemente, la puerta estaba en uso,pero se accionaba desde dentro. No se

veían trazas de ningún timbre, ni de otromedio para llamar.

El brigadier se volvió hacia lamuchacha:

—¿Esto está siempre así?—A veces alguno de ellos sale y se

dirige a la otra orilla, donde estábamosnosotros. Para comerciar. Yo pensabaque hoy… —Parecía que quisierajustificarse. ¿Era posible que hubierasabido que no podrían entrar por allí yque se lo hubiera ocultado a los doshombres?

Hunter golpeó la puerta con el puñodel machete, como si hubiera queridohacer sonar un gigantesco gong de metal.

Pero el acero era demasiado grueso, yen vez de un sonido fuerte y estentóreose oyó un apagado eco. Difícilmente losoirían desde el otro lado, si es que habíaalguien con vida.

No hubo respuesta. El milagro no seprodujo.

***

Sasha, contra toda esperanzaracional, había confiado en que los doshombres sabrían abrir la puerta. No loshabía advertido de que el acceso estabacerrado, por miedo a que se marchasenpor otro camino y la abandonaran.

Pero no les aguardaba nadie, y eraimposible descerrajar la puerta. Elcalvo buscó puntos débiles y cerrojosocultos, pero Sasha sabía que no existíaningún mecanismo que la abriera desdeaquel lado. La puerta se abría tan sólodesde dentro.

—Vosotros dos os quedaréis aquí —les dijo torvamente Hunter—. Yo iré amirar si el túnel de al lado está cerrado,y si hay conductos de ventilación. —Calló por unos breves instantes, yañadió—: Volveré.

Y acto seguido se marchó.El viejo recogió ramas y tablones, y

logró encender una patética hoguera.

Luego se sentó sobre las traviesas de lavía y se puso a buscar algo dentro de lamochila. Sasha se sentó a su lado y lomiró por el rabillo del ojo. Homerodaba un raro espectáculo, quizá para lamuchacha, pero quizá también para símismo.

Sacó de la mochila un bloc de notasestropeado y lleno de manchas. Entoncesmiró a Sasha con desconfianza, seapartó de ella y encorvó el cuerpo sobrelas páginas del bloc. A continuación, selevantó con sorprendente agilidad y secercioró de que el calvo no se hubieraquedado en las cercanías. Dio un totalde diez pasos, muy lentos, hasta la

salida del túnel, y no se quedósatisfecho hasta que se hubo aseguradode que allí no había nadie. Se recostócontra la puerta, interpuso la mochilaentre Sasha y él, y se abstrajo en lalectura.

Leía intranquilo. Murmuraba para sípalabras incomprensibles. Se quitó losguantes, agarró la cantimplora y vertióunas gotas de agua sobre el cuadernillo.Luego siguió leyendo. Al poco empezó asecarse el sudor de las manos con lasperneras del pantalón, a golpearse lafrente, a tocarse, por el motivo quefuera, la máscara de gas. Y siguióleyendo con afán. Sasha se contagió de

su agitación, se olvidó de sus propiospensamientos y se acercó a Homero. Elviejo estaba demasiado concentradopara darse cuenta.

Los visores de la máscara de gas noocultaban el fulgor enfebrecido quebrillaba en sus ojos de color verdeclaro. La luz de la hoguera se reflejabaen ellos. De vez en cuando, se ponía enpie, con visible esfuerzo, como paratomar aire. Abandonaba la lectura,contemplaba angustiado el círculo decielo que se divisaba al final del túnel.Pero todo seguía igual: la cabeza rapadahabía desaparecido de verdad. Yentonces, el bloc de notas absorbía de

nuevo toda su atención.Al fin, la muchacha comprendió por

qué Homero había rociado el papel conagua: trataba de separar las páginas quese habían quedado pegadas. Se notabaque no lo conseguía del todo, y hubo unmomento en el que gritó como si sehubiera hecho un corte: una de laspáginas se había rasgado. Echó pestes,se insultó a sí mismo… y sólo entoncesse dio cuenta de que la muchacha lomiraba con suma atención. Avergonzado,volvió a ponerse bien la máscara de gas,pero no le dijo ni una sola palabra a lajoven hasta que hubo terminado de leer.

Luego se acercó a la hoguera y

arrojó el bloc de notas al fuego. No miróa Sasha, y ella lo entendió: no habríatenido ningún sentido hacerle preguntas.El viejo le habría mentido, osimplemente no le habría contestado.Había otras cosas que preocupabanmucho más a la joven. De acuerdo consus cálculos, haría una hora que el calvose había ido. ¿Y si los consideraba unlastre inútil y los había abandonado?Sasha se sentó junto al viejo y lesusurró:

—El otro túnel también está cerrado.Y todos los conductos de ventilaciónque se encuentran en los alrededoresestán tapiados. La única entrada es ésta.

El hombre la contemplódistraídamente. Se notaba que tenía quehacer un esfuerzo para concentrarse enlo que la joven le había dicho.

—Encontrará un camino. Lodescubrirá con su olfato. —Callódurante un minuto, y luego le preguntó,más que nada por cortesía—: ¿Cómo tellamas?

—Alexandra —le respondió ella,muy seria—. ¿Y tú?

—Nikolay… —empezó a decir elviejo, y alargó la mano hacia ella, peroluego la apartó bruscamente sin haberllegado a tocarla. Parecía que se lohubiera pensado por segunda vez—.

Homero. Me llamo Homero.—Homero. Qué apodo más raro —

le respondió Sasha, pensativa.—Es así como me llamo —insistió

Homero.La muchacha se preguntaba si debía

explicarles que, mientras estuvieran conella, encontrarían todas las puertascerradas. Si los dos hombres hubieranestado solos, quizás habrían encontradola puerta abierta.

La Kolomenskaya no permitiría queSasha se marchara. La castigaba por loque había hecho su padre. La jovenhabía tratado de huir, pero la cadena sehabía tensado hasta el límite, y no le

sería posible romperla. La estación lahabía obligado a regresar en unaocasión, y sin duda lo haría por segundavez.

La joven trataba de sacudirse estospensamientos e imágenes, como sifueran sanguijuelas. Pero siemprevolvían, la acorralaban una y otra vez,se le metían por los oídos y por los ojos.

El viejo le hizo otra pregunta aSasha, pero ella no le respondió. Unvelo de lágrimas le había cubierto losojos, y una vez más oyó la voz de supadre que le decía: «No hay nada tanvalioso como la vida humana».

Sólo en ese momento empezó a

comprender lo que había queridodecirle.

***

Para Homero, los sucesos de laTulskaya habían dejado de ser unmisterio. La explicación era mássencilla, y más terrible de lo que habíapensado el viejo. Y, tras descifrar lasanotaciones del bloc de notas, empezabauna historia todavía mucho peor.Homero había descubierto que el diarioera una señal del desastre. Loencaminaba hacia un viaje sin retorno.Por haberlo sostenido entre las manos,

no podría librarse ya de él. Daba igualcuántas veces se propusiera quemarlo.

Por otra parte, nuevos indicios,indicios de mucho peso, innegables,habían avivado su desconfianza respectoa Hunter, aun cuando Homero no tuviesela más mínima idea de cómodescifrarlos. Lo que había leído en eldiario se contradecía de plano con lasafirmaciones del brigadier. Hunter habíamentido, y con total deliberación.Homero tenía que descubrir quépretendía con esas mentiras, si es que deverdad tenían algún sentido. De ellodependía que siguiera con Hunter, y quesu aventura terminara en epopeya, o en

un baño de sangre del que no podríasobrevivir ningún testigo.

***

Las primeras anotaciones del diariodataban del día en el que la caravanahabía pasado sin incidentes por laNagornaya y se había acercado a laTulskaya sin hallar oposición alguna.

Pronto llegaremos a la Tulskaya.Los túneles están tranquilos y vacíos—había escrito el operador decomunicaciones—. Vamos rápidos. Esuna buena señal. El comandantecalcula que como muy tarde habremos

regresado mañana. Unas horas mástarde había escrito, con evidentepreocupación: La Tulskaya no estávigilada. Hemos mandado a unexplorador. Ha desaparecido. Elcomandante ha decidido que vayamosen bloque a la estación. Hemos hechopreparativos para un asalto. Luego,más tarde: Cuesta entender lo queocurre ahí… hemos hablado con gentesdel lugar. Esto está muy mal. Pareceque por culpa de una enfermedad. Másadelante, una explicación más clara:Algunos miembros de la estación se hanmuerto no se sabe por qué… unaenfermedad desconocida... Quedaba

claro que, por lo menos al principio, losviajeros que iban con la caravana habíantratado de ayudar a los enfermos: Elayudante médico no sabe cómotratarlo. Dice que es una enfermedadparecida a la rabia… dolorestremendos, las personas enloquecen yatacan a los demás. Y, a continuación:Tan pronto como la enfermedad losdebilita, se vuelven más o menosinofensivos. Pero lo terrible es que…Las páginas siguientes estaban pegadas yHomero tuvo que humedecerlas parapoder separarlas. Miedo a la luz.Náuseas. Sangre en la boca. Tos. Luegose hinchan y se transforman en… La

palabra estaba cuidadosamente tachada.No está nada claro cómo se contagia.¿Por el aire? ¿Por contacto? Estaanotación era del día siguiente. Elretorno del grupo se había demorado.

«¿Por qué no informaron?», sepreguntaba Homero. De repente se leocurrió que había leído la respuesta enotra parte. Pasó algunas páginas haciaatrás… Ningún contacto. El teléfonoestá mudo. Probablemente sabotaje.¿Alguno de los desterrados, porvenganza? Habían descubierto la plagaantes de nuestra llegada. Al principioobligaron a los enfermos a marcharsepor los túneles. ¿Puede ser que uno de

ellos nos haya cortado el cable?Al llegar a aquel renglón, Homero

apartó los ojos de las anotaciones ymiró al vacío y las tinieblas, sin vernada. «Supongamos que alguien leshabía cortado el cable. Entonces, ¿porqué no regresaron a laSevastopolskaya?»

Aún peor. Tarda una semana endeclararse. ¿Y si pudiera tardar aúnmás…? Pueden pasar una o dossemanas más hasta que llega la muerte.Nadie sabe quién está enfermo y quiénsano. No existe ningún medicamento.Esta enfermedad es la muerte sinremedio. Al día siguiente, el operador

de comunicaciones había hecho unanueva anotación, que Homero yaconocía: En la Tulskaya reina el caos.No se puede pasar hacia el interior, laHansa no deja pasar a nadie. Tampocopodremos regresar. Dos páginas másadelante proseguía: «Los sanos matan atiros a los enfermos, sobre todo a losagresivos. Están encerrando a todoslos infectados… ellos se resisten,quieren salir. Y luego lo más espantoso:Se descuartizan entre sí…

El operador de comunicacionestambién había tenido miedo, pero laestricta disciplina de grupo habíaimpedido que se dejara llevar por el

pánico. Aun en medio de una mortíferaepidemia, la brigada de laSevastopolskaya se mantenía firme.

Tienen la situación bajo control.Han sellado la estación y la han puestobajo la autoridad de un comandante —leyó Homero—. Por ahora estamostodos bien, pero aún ha pasado muypoco tiempo.»

El destacamento de exploraciónenviado por la Sevastopolskaya habíallegado a la Tulskaya, pero, porsupuesto, no habían podido salir de allí.

Se nos ha ordenado quepermanezcamos aquí hasta que termineel período de incubación, para que no

haya ningún peligro de… o parasiempre. —Ésta era la siniestraanotación del operador decomunicaciones—. La situación esdesesperada. No tenemos posibilidadesde recibir ayuda. Si se la pedimos a laSevastopolskaya, condenaremos anuestra propia gente. Tan sólo podemosaguantar aquí… ¿durante cuántotiempo?

Así pues, la misteriosa guarniciónque defendía la puerta hermética de laTulskaya estaba constituida porsoldados de la propia Sevastopolskaya.No era extraño que las voces le hubieranresultado familiares a Homero. ¡Eran de

personas con las que unas semanas anteshabía estado exterminando monstruos enel túnel de la Chertanovskaya! Habíanrenunciado voluntariamente a regresarpara que la peste no llegara a suestación…

Sobre todo se transmite de unapersona a otra, pero está claro quetambién por el aire. Parece quealgunos sean inmunes. Empezó haráunas semanas, y sin embargo haymuchos que no han enfermado… perode todos modos son cada vez más.Estamos vivos en medio de uncementerio. ¿Quién será el próximo enirse al otro barrio? En aquel punto, la

apresurada caligrafía se transformaba enun chillido histérico. Pero, con todo, eloperador de comunicaciones habíalogrado tranquilizarse y había seguidoescribiendo con letra legible: Tenemosque hacer algo. Advertir a los demás.Me voy a presentar voluntario. No iréhasta la Sevastopolskaya, sino quebuscaré el lugar donde el cable haquedado dañado. Tenemos que hablarcon ellos como sea.

Pasó otro día, en el que,aparentemente, el autor se había peleadocon el comandante de la caravana yhabía discutido con sus compañeros. Undía en el que su desesperación se había

vuelto aún más aguda. Después detranquilizarse, el operador decomunicaciones había escrito en sudiario lo mismo que había tratado dehacer comprender a sus compañeros:¡No lo entienden! El bloqueo ha duradoya una semana entera. LaSevastopolskaya enviará una nuevatroika[17], y ésta tampoco podráregresar. Entonces se movilizarán ylanzarán un gran asalto. Pero todos losque entren en la Tulskaya seencontrarán al instante en una zona deriesgo. Seguro que alguien secontagiará y volverá a casa. Y eso seráel final. ¡Tenemos que impedir que

tomen por asalto esta estación! ¿Porqué no lo comprenden…?

Un nuevo intento de convencer a losdirigentes de la estación tuvo el mismoresultado que todos los anteriores:

No me dejan marchar. Se han vueltolocos. ¿Quién lo hará, si no yo? Tengoque huir.

He fingido que estoy de acuerdo enseguir esperando aquí—escribía un díamás tarde—. Y luego he conseguido queme pusieran de centinela en la puerta.En un determinado momento he dichoque quería buscar el sitio donde elcable se había estropeado, y he echadoa correr. Me han disparado en la

espalda. Todavía llevo la bala. —Homero pasó página—. No lo hago pormí. Lo hago por Natasha y porSeryoshka. Había llegado a pensar queno podría escapar de allí. Pero ellostienen que vivir. Para que Seryoshka…En ese punto, la pluma se escurría de lamano debilitada de su autor. Podía serque hubiera añadido estas últimaspalabras más tarde, porque no lequedaba otro sitio, o porque no leimportaba ya dónde escribiera. Luegovolvía a la sucesión cronológica: ¡En laNagornaya me han dejado pasar,muchas gracias! Ya no tengo fuerzas.Camino y camino. No me quedan

fuerzas. ¿Cuánto rato he dormido? Nolo sé. ¿Sangre en los pulmones? ¿Por labala? ¿O es que estoy enfermo? Yo Laúltima letra se prolongaba en una línearecta, como el encefalograma plano deun moribundo. Pero luego había logradorecobrarse y había terminado la frase:…no encuentro la avería.

Las palabras siguientes,entremezcladas con coágulos de sangrepegados al papel, perdíanprogresivamente coherencia.

La Nakhimovsky. Estoy aquí. Sédónde está el teléfono. Voy a avisarlos.¡De ningún modo! Salvarlos… estoysin… he contactado. ¿Lo habrán oído?

Esto se acaba pronto. Qué raro. Estoycansado. No me quedan cartuchos.Quiero dormirme antes de que estos…están allí esperando. Aún estoy vivo…¡largaos!

Al final del bloc, con escriturasolemne y firme, repetía la advertenciade no lanzar un asalto contra la Tulskayay había añadido su nombre, el soldadoque había sacrificado su propia vida enun intento de impedir ese asalto.

Pero Homero lo tenía claro: loúltimo que el operador decomunicaciones había escrito antes deque su señal quedara muda para siempreera esta frase: Aún estoy vivo…

¡largaos!

***

Un pesado silencio envolvía a lasdos personas acurrucadas junto a lahoguera. Homero había dejado deesforzarse por hacer hablar a lamuchacha. Sin decir palabra, revolvíacon un palo las cenizas donde el húmedobloc de notas se abrasaba como unhereje, y aguardaba a que la tormentaque arreciaba en su pecho amainara.

El destino se burlaba de él. ¡Cuántohabía deseado resolver el misterio de laTulskaya! ¡Qué orgullo había sentido al

descubrir el diario, cuán grandes habíansido sus esperanzas de desenmarañarpor sí mismo las hebras que seentrelazaban en aquella historia! ¿Y?Cuando por fin conocía todas lasrespuestas, se maldijo a sí mismo por sucuriosidad.

Sí, desde luego, en el momento decoger el diario en la Nakhimovskyllevaba la máscara puesta, y hasta elmomento no se había quitado el trajeprotector. ¡Pero nadie sabía cuál era elmedio por el que se difundía laenfermedad!

¡Qué idiota había tenido que ser paraconvencerse de que no le quedaba

mucho tiempo! Sí, ciertamente, ésa erala idea que le había dado ímpetu, la quele había ayudado a sobreponerse a ladesidia y al miedo. Pero quien decidíade verdad era la muerte, y ésta noaceptaba de buen grado que se jugaracon ella. Y el diario le había reveladoun plazo concreto: desde la infecciónhasta la muerte pasaban sólo unassemanas. ¡Aunque llegara a sobrevivirun mes entero: cuántas cosas tendría queresolver en treinta miserables días!

¿Qué haría? ¿Confesarles a suscompañeros que estaba enfermo yregresar a la Kolomenskaya para morirallí? De ese modo, si la plaga no lo

mataba antes, el hambre y la radiaciónacabarían con él. Por otra parte, si deverdad se había contagiado de laterrible enfermedad, Hunter y lamuchacha se habrían infectado también,porque habían respirado el mismo aireque él. Sobre todo el brigadier. Este, alfin y al cabo, había hablado con loscentinelas de la Tulskaya, y para hacerlohabía tenido que acercarse mucho.

¿O tendría que contentarse con laesperanza de que la enfermedad no loalcanzara? ¿Tenía que callarse lo quesabía y esperar? No porque sí, desdeluego, sino para poder reanudar el viajeen compañía de Hunter. Para que el

torbellino de acontecimientos que loarrastraba no lo soltara, y pudiera porfin dar forma a su inspiración.

Y así, cuando Nikolay Ivanovich, elviejo e inútil habitante de laSevastopolskaya, antiguo conductor delmetro, gusano condenado a arrastrarsepor la tierra por la fuerza de lagravedad, muriese por haber descubiertoel diario maldito, Homero, el cronista ycreador de mitos, resplandecería cualmariposa, de vida breve, peromagnífica. Quizá le había llegado por finuna tragedia digna de la pluma de ungrande, y estaba en sus manos el quecobrara vida sobre el papel durante los

treinta días de vida que le quedaban.¿Tenía derecho a menospreciar

aquella oportunidad? ¿Tenía derecho atransformarse en eremita, a olvidar suspropias leyendas, a renunciar a laverdadera inmortalidad y arrebatárselaasí a todos sus congéneres? ¿Cuál era elmayor de los crímenes, cuál era lamayor estupidez: ondear la antorcha dela peste por media red de metro, oquemar los manuscritos y quemarse a símismo con ellos?

Homero, deseoso de gloria ycobarde como era, había tomado ya sudecisión, y en aquellos momentos sólotrataba de justificarla. ¿De qué habría

servido hacerse momificar vivo en laKolomenskaya, como en una cripta,junto a los dos cadáveres? No habíanacido para tales heroicidades. Si lossoldados de la Sevastopolskaya seobcecaban en ir a buscar una muertesegura en la Tulskaya, que fuese porelección propia. Ellos, al menos, nomorirían solos.

Y además, ¿qué sentido tendría elsacrificio de Homero? No le valdríapara frenar a Hunter. El viejo habíacargado con la peste sin saber lo quehacía. Hunter, en cambio, lo sabía muybien desde su visita a la Tulskaya. Noera extraño que quisiera provocar el

exterminio de todos los habitantes de laestación, incluidos los que habían idohasta allí con la caravana de laSevastopolskaya. Y tampoco erasorprendente que quisiera ir conlanzallamas.

Pero si los dos hombres se habíaninfectado, el contagio de la epidemia enla Sevastopolskaya era ya un hechoirreversible. En primer lugar, entre laspersonas a las que se habían acercado.Helena. El jefe de estación. El oficial almando de los puestos exteriores. Losordenanzas. La estación se quedaría sindirigentes en unas tres semanas, sehundiría en el caos, y, al final, la plaga

acabaría también con todos los demás.Pero ¿cuál era el motivo por el que

Hunter había regresado a laSevastopolskaya si sabía que tal vez sehabría contagiado también? Homeroempezó a darse cuenta de que elbrigadier no se habría guiado por suintuición, sino que había seguido unplan. Pero no había previsto laintervención del viejo… Entonces, ¿laSevastopolskaya estaba condenada adesaparecer, y la expedición que habíanemprendido carecía de todo sentido?Homero no habría podido volver a casay morir junto a Helena aunque hubiesequerido. El trecho que llevaba desde la

Kakhovskaya hasta la Kashirskaya habíabastado para inutilizarles las máscaras,y también tendrían que quitarse encuanto pudieran los trajes aislantes.Éstos habían sufrido un bombardeo dedecenas, quizá centenares de roentgens.¿Qué camino tenía que seguir?

La joven estaba hecha un ovillo ydormía. La hoguera había consumido porfin el bloc de notas infectado, y tambiénlas últimas ramas, y se extinguió. Con talde no malgastar la batería de la linterna,Homero decidió aguantar todo lo quepudiese en la oscuridad.

¡No! ¡Seguiría adelante con elbrigadier! A fin de reducir el riesgo de

contagio, evitaría el contacto con otraspersonas, dejaría allí la mochila con suscosas, destruiría la ropa, abrigaría laesperanza de que el destino fueraclemente. Pero tendría siempre presentela cuenta atrás de treinta días. Durantecada uno de esos días trabajaría en ellibro. Se repetía a sí mismo que susituación se resolvería de algún modo.Lo principal era seguir a Hunter.

Si es que éste aparecía de nuevo.Hacía más de una hora que se había

metido por la oscura boca del túnel.Homero le había hablado a la muchachapara tranquilizarla, pero tampoco estabaconvencido de que el brigadier

regresara.Cuanto más sabía Homero sobre

Hunter, menos lo comprendía. Era tanimposible dudar del brigadier comoconfiar en él. No encajaba en ningúnmolde, no manifestaba los impulsoshabituales en los seres humanos. Quiense confiara a él, se entregaba a unafuerza de la naturaleza. Pero, en el casode Homero, no tenía sentido darle másvueltas a esa cuestión. Ya se habíaconfiado a él. De nada serviríalamentarse.

No le parecía que en la penumbrareinara un absoluto silencio. Como através de una cortina oía una y otra vez

un extraño murmullo, un aullido lejano,un roce… Homero creyó reconocer lostorpes movimientos de los necrófagos,luego el deslizarse de los gigantescosespectros de la Nagornaya, y, al fin, loschillidos de los moribundos. Al cabo demenos de diez minutos se rindió.

Encendió la linterna y se llevó unsobresalto.

Hunter se encontraba a dos pasos deél. Tenía los brazos cruzados sobre elpecho y contemplaba a la jovendormida. Se cubrió los ojos con unamano para protegerlos del rayo de luz ydijo con sosiego:

—Van a abrir enseguida.

***

Sasha soñaba… estaba de nuevosola en la Kolomenskaya y aguardaba aque su padre volviera de una de susexpediciones. Era tarde, pero tenía queesperarlo sin falta, ayudarlo a quitarseel traje aislante y la máscara de gas.Darle de comer. Hacía mucho rato quehabía puesto la mesa, no sabía qué máspodía hacer. Habría querido alejarse dela puerta por la que se salía a lasuperficie, pero ¿y si su padre regresabacuando ella no estuviera? ¿Quién leabriría? Y se quedaba sentada sobre elgélido suelo, junto a la salida, y las

horas pasaban, días enteros, y él novenía, no venía, pero la muchacha nopensaba abandonar su puesto hasta quela puerta…

El estruendo de los cerrojos ladespertó. Era igual que en laKolomenskaya. Se despertó con unasonrisa: su padre había regresado.Entonces vio dónde estaba y se acordóde todo.

La única realidad de su sueño fugazhabía sido el rechinar de las pesadasválvulas que abrían la puerta de hierro.En unos instantes, la gigantesca planchade metal se puso a vibrar y se desplazólentamente hacia un lado. Un rayo de luz

se coló por el resquicio y se ensanchócada vez más. Olía a gasóleo quemado.El acceso a las estaciones centrales…

La puerta había desaparecidosilenciosamente en el interior de lapared. Quedó a la vista el túnel queconducía a la Avtozavodskaya y, másallá de ésta, a la Línea deCircunvalación. Sobre las vías habíauna dresina con un motor que echabahumo, un faro al frente y una tripulaciónde varios hombres. Éstos contemplabanpor la mira de las ametralladoras a dosvagabundos que bizqueaban y tratabande cubrirse los ojos.

—¡Quiero veros bien las manos! —

ordenó alguien.Sasha siguió obedientemente el

ejemplo del viejo y levantó ambosbrazos. Era la misma dresina que desdesiempre había ido a buscarla en elpuente los días de trueque. Esoshombres sabían muy bien quién eraSasha. Había llegado el momento en elque el viejo de nombre extrañolamentaría haber recogido a la muchachaencadenada sin preguntarle cómo habíallegado a esa estación olvidada porDios.

—¡Quitaos las máscaras antigás!¡Documentación! —ordenó uno de losque iban en la dresina.

En el momento de descubrirse elrostro, Sasha se maldijo a sí misma porsu estupidez. No había nadie quepudiese liberarla. La sentencia que sehabía pronunciado contra su padre —ytambién contra ella— seguía vigente.¿Cómo era posible que su ingenuidadhubiera llegado hasta el punto de creerque aquellos dos lograrían colarla en elmetro? ¿Y que nadie la reconoceríacuando llegase a la frontera?

Los hombres la reconocieron alinstante.

—¡Eh, tú no puedes entrar! Tienesdiez segundos para largarte. ¿Y quién esese? ¿Es tu…?

—¿Qué ocurre? —preguntó el viejo,confuso.

—¡Dejadlo en paz! ¡No es él! —gritó Sasha.

—¡Largaos! —La voz del hombreque sostenía el rifle de asalto era fríacomo el hielo—. O si no…

—¿A la muchacha? —preguntó unasegunda voz, como insegura.

—Eh, ¿es que no oyes bien?Se oyó con nitidez cómo quitaban el

seguro del arma. Sasha retrocedió yapretó los párpados. Por tercera vez enpocas horas se enfrentaba cara a caracon la muerte. Oyó un silbido breve yligero. En el silencio que siguió,

aguardó en vano a que se cumpliera laorden final. Al final, no pudo soportarlomás y abrió los ojos.

El motor aún echaba humo. Nubes decolor gris azulado se mecían en lablanca luz del faro, que por algúnmotivo se había vuelto hacia arriba.Como había dejado de deslumbrarla,Sasha reconoció a las personas que seencontraban en la dresina.

Estaban tiradas sobre la máquina, opor las vías, como muñecos rotos.Brazos que colgaban inertes, cuellosimposiblemente retorcidos, cuerposdoblados.

Sasha se volvió. Detrás de ella se

encontraba el calvo. Había bajado lametralleta y miraba con atención ladresina, que se había transformado en unmatadero. Luego levantó una vez más elcañón y apretó nuevamente el gatillo.

—Ya está —-dijo con voz sorda,pero satisfecha—. Quitadles losuniformes y las máscaras antigás.

—¿Por qué? —El rostro del viejotenía un rictus de horror.

—Tenemos que cambiarnos de ropa.Emplearemos su dresina para pasar porla Avtozavodskaya.

Sasha tenía los ojos clavados en elasesino. En su pecho se enfrentaban elmiedo y el entusiasmo. La repugnancia

se mezclaba con la gratitud. Acababa dedar muerte a tres hombres él solo, conabsoluta indiferencia, y había violadocon ello el más importante de losmandatos que le había legado su padre.Pero lo había hecho para salvarle lavida a ella —y también al viejo, porsupuesto—. ¿Acaso era casualidad quelo hubiera hecho por segunda vez enpoco tiempo? ¿Tal vez la muchachaconfundía la crueldad con el rigor?

Había algo que sí sabía muy bien: laosadía de aquel hombre le había hechoolvidar su fealdad…

El calvo se subió a la dresina antesque los demás y les arrancó a los

enemigos caídos sus rostros de gomacomo si les arrancara la cabellera. Desúbito, retrocedió con un grito ahogadocomo si hubiera visto al diablo, secubrió el rostro con ambas manos, yrepitió varias veces: —¡Un negro!

El miedo y el horror son dosemociones totalmente distintas. El miedoestimula, empuja a la acción, despiertael ingenio. El horror mutila el cuerpo yel pensamiento, le arrebata al serhumano toda su humanidad. Homerohabía vivido lo suficiente para aprenderla diferencia entre ambos.

El brigadier no conocía el miedo,pero en ese momento se había hecho

evidente que sí podía sentir horror. Noera eso lo que asombraba a Homero,sino más bien el motivo que lo habíasuscitado.

Ciertamente, el rostro que habíanencontrado al retirar la máscara de gasse salía de lo común. Habíandescubierto bajo la goma negra una pieloscura y brillante, labios gruesos, unanariz ancha y tirando a chata. Homero nohabía visto seres humanos de piel oscuradesde que había desaparecido latelevisión con sus canales musicales —esto es, desde hacía más de veinte años—. Pero había identificado enseguida almuerto como afroamericano. Un caso

excepcional, sin duda alguna. Pero ¿porqué había atemorizado de esa manera aHunter?

El brigadier había recobrado elcontrol sobre sí mismo. Su extrañotrastorno no había durado ni un minuto.Enfocó la linterna hacia los rasgoschatos del difunto, masculló unaspalabras incomprensibles y se puso adesnudar con suma violencia alsorprendente cadáver. Homero habríajurado que oyó que se le rompían loshuesos de varios dedos.

—Quieren burlarse de mí… memandan sus saludos, ¿eh? Y esto de aquí,¿es humano? Qué castigo… —

murmuraba Hunter.¿Habría confundido el cadáver con

el de otra persona? ¿Maltrataba alcadáver como venganza por lahumillación que acababa de sufrir? ¿Oquería saldar una cuenta más antigua yde mayor enjundia? Homero reprimió supropia repugnancia y desnudó al otromuerto, en el que no se apreciaba nadainusual. Pero en todo momento le dirigiómiradas furtivas al brigadier.

La muchacha no participó en esarapiña, y Hunter la dejó en paz. Sequedó sentada sobre las vías, a ciertadistancia de ellos, ocultándose el rostrocon las manos. Homero creyó oír que

lloraba.Finalmente, Hunter amontonó los

cadáveres en el exterior, frente a lapuerta. En menos de veinticuatro horashabrían desaparecido. Durante las horasde luz, la ciudad quedaba bajo el poderde unas criaturas tan espantosas que losterribles depredadores de la noche seescondían en sus cuevas y aguardaban,sin quejarse, a que volviese su hora.

La sangre ajena, pero todavía fresca,apenas si era visible sobre el oscurouniforme. Pero estaba fría y se pegaba alvientre y al pecho, como si hubiesequerido volver a entrar en un organismovivo. Producía una repulsiva irritación

en la piel, y también en el entendimiento.Homero se preguntó si esa

mascarada era necesaria de verdad.Para consolarse, pensó que así, almenos, evitarían nuevas víctimas en laAvtozavodskaya. Si las previsiones deHunter se cumplían, los dejarían pasar,los tomarían por habitantes de laestación… pero, y si no, ¿qué les iba aocurrir? ¿Se atenía Hunter al principiode evitar bajas innecesarias?

La sed de sangre del brigadierasqueaba a Homero, pero también lofascinaba. A duras penas habría podidojustificar un tercio de sus asesinatoscomo actos de autodefensa pero, de

todos modos, se ocultaba en ellos algomás que el típico sadismo. Había unacuestión que atormentaba al viejo porencima de todas las demás: ¿Y si Hunterse había puesto en camino hacia laTulskaya sólo para saciar esa sed desangre?

Los desgraciados que habíanquedado atrapados en la estación nodebían de haber descubierto ningúnremedio contra la misteriosa fiebre.¡Pero eso no significaba que eseremedio no existiera! Allí, en elsubsuelo, había lugares donde elpensamiento científico florecía denuevo, donde se investigaba y se

desarrollaban nuevos medicamentos, sepreparaban sueros. Por ejemplo, en laPolis, el corazón del metro, dondeconvergían cuatro arterias. La Polis eralo más parecido a una ciudad que aúnpudiera encontrarse. Se extendía por ellaberinto de pasillos que unía lasestaciones Arbatskaya, Borovitskaya,Alexandrovsky Sad y Biblioteka imeniLenina, y era el lugar donde se habíainstalado un mayor número de médicos ycientíficos. También había que contarcon el gigantesco búnker cercano a laTaganskaya[18], la secreta Ciudad de laCiencia fundada por la Hansa.

Por otra parte, la Tulskaya no debía

de ser la primera estación en la quehabía estallado la epidemia. ¿Y si enalgún otro lugar habían logradoderrotarla? ¿Cómo se podía desesperartan fácilmente de toda esperanza desalvación? Por supuesto que Homero,que llevaba dentro de sí la bomba detiempo de la enfermedad, tenía interesesegoístas en ello. Su entendimiento sehabía reconciliado casi por completocon la inevitable muerte, pero susinstintos, en cambio, la rechazaban, y leexigían que buscara una solución. Sidescubría alguna posibilidad de salvar ala Tulskaya, también podría impedir quesu propia estación desapareciera, y tal

vez salvaría incluso su propia vida…Era obvio que Hunter, por el

contrario, se negaba a creer que laenfermedad pudiera tener remedio. Lehabían bastado las pocas palabras queintercambió con los centinelas de laTulskaya para condenar a muerte a todossus habitantes y nombrarse a sí mismoejecutor de la sentencia que él mismohabía dictado. En primer lugar, habíaengañado a los dirigentes de laSevastopolskaya con su historia sobrelas cuadrillas de bandoleros, luego leshabía impuesto sus decisiones y, al fin,se disponía a ejecutarlas: la Tulskayatenía que perecer bajo el fuego.

Pero ¿y si sabía algo que loempujaba a actuar de aquel modo? Algoque nadie más supiera… ni Homero, nitampoco el hombre que había dejado sudiario en la Nakhimovsky Prospekt…

En cuanto hubieron terminado conlos cadáveres, el brigadier tomó lacantimplora que llevaba al cinto y apurólo poco que quedaba en ella. ¿Quécontendría? ¿Una bebida alcohólica?¿Se lo tomaba para refrescarse, o quizátrataba de borrar un sabor que se lehabía quedado pegado a la garganta?¿Disfrutaba del momento? ¿Trataba deolvidar? ¿O tal vez tomaba alcohol paramatar algo que llevaba dentro de sí?

A ojos de Sasha, la vieja y humeantedresina se asemejaba a la máquina deltiempo que aparecía en un cuento quealgunas veces le había contado su padre.No sólo la llevaba desde laKolomenskaya hasta la Avtozavodskaya,también la transportaba del presente alpasado. Aunque la vida que habíavivido metida en aquel saco de piedra,en aquel apéndice vermiforme más alládel espacio y del tiempo, difícilmentepudiera llamarse «presente».

Recordaba muy bien el viaje hasta laKolomenskaya. Su padre había sidosentado junto a ella, cargado de cadenas,con una venda en los ojos y una mordaza

en la boca. Sasha aún era muy niña yhabía llorado durante todo el trayecto, yuno de los soldados del pelotón deejecución le había hecho figuritas deanimales con los dedos. Las sombras deéstas habían danzado sobre la pequeñaplataforma de color amarillo queparecía correr a la vez que la dresinapor la parte superior del túnel.

Una vez estuvieron en el otro lado,le leyeron la sentencia a su padre: eltribunal revolucionario lo habíaindultado. Le conmutaba la pena demuerte por la de exilio a perpetuidad.Lo arrojaron sobre las vías, le dieron uncuchillo, un rifle de asalto con un

cargador de recambio y una máscara degas vieja, e hicieron bajar también aSasha. El soldado que le había hecho lassombras de un caballo y un perro leguiñó el ojo. ¿Y si ese mismo soldadoera uno de los que Hunter acababa dematar?

Sasha se había puesto la negramáscara de uno de los muertos, y desdeentonces la sensación de estarrespirando aire ajeno se le habíaagudizado. Cada nuevo trecho queavanzaba en su camino costaba vidashumanas. El calvo los habría matado detodas maneras, sí, pero Sasha, con sumera presencia, se transformaba en

cómplice.Su padre no había querido regresar a

su patria, y no sólo porque estuvierafatigado de tanto luchar. En ciertaocasión le había dicho que todas sushumillaciones y privaciones no valíantanto como una única vida humana, y queprefería sufrirlas antes que causarsufrimiento a otros. Sasha había sabidodesde siempre que numerosas muertespesaban sobre la conciencia de supadre, y que éste trataba de equilibrar labalanza.

El calvo habría podido intervenir deotra forma. Habría podido imponersecon su mera presencia a los hombres que

viajaban en la dresina. Los habríapodido desarmar sin un solo disparo.Sasha estaba convencida de ello.Ninguno de los muertos habría sidocapaz de desafiarlo.

¿Por qué actuaba de aquella manera?

***

La estación donde había pasado suinfancia se encontraba más cerca de loque creía. No habían pasado ni diezminutos cuando divisaron el centelleo desus luces. El acceso a laAvtozavodskaya no estaba vigilado. Eraobvio que sus habitantes confiaban en la

puerta hermética. A unos cincuentametros del andén, el calvo redujo lamarcha, ordenó al viejo que guiara lamáquina, y se apostó junto a laametralladora.

La dresina entró en la estación muylentamente, casi sin hacer ruido. Quizáel propio tiempo se ralentizaba paraSasha, para que en unos pocos instantespudiera verlo todo y recordar.

Aquel día, su padre le habíaordenado al ordenanza que la escondierahasta que todo hubiese terminado. Elhombre la había llevado hasta unasinstalaciones de mantenimiento que seencontraban en las entrañas de la

estación, pero también desde allí se oíanlos cientos de gargantas que gritaban alunísono, y su acompañante la dejó almomento para volver al lado de susuperior. Sasha había corrido tras él porlos pasillos desiertos y había salido denuevo a la sala principal de laestación…

Mientras avanzaban a lo largo delandén, Sasha contempló las grandestiendas que alojaban a familias enteras ylos vagones que se habían transformadoen despachos, niños que jugaban aperseguirse, ancianos que cuchicheabanen corrillo, mujeres malhumoradas quesacaban lustre al armamento… y vio a

su padre, y detrás de él a un grupo dehombres, en parte rabiosos, en parteatemorizados. Trataban de mantener araya a una multitud sin cuento, unamultitud furiosa. Corrió hacia él y seabrazó a sus hombros. Su padre,desconcertado, se volvió, se la quitó deencima y le propinó una bofetada alordenanza, que había llegado momentosantes que ella. Pero algo se habíatransformado en su interior. Se dirigió ala formación que, armas en ristre,aguardaba la orden de disparar, yordenó que las bajaran. Sólo se oyó undisparo al techo. Su padre anunció quenegociaría la entrega pacífica de la

estación a los revolucionarios.Su padre había estado siempre

convencido de que el destino nos envíaseñales.

Sólo hay que saber reconocerlas einterpretarlas bien.

El tiempo se había ralentizado, perono únicamente para que Sasha pudierarevivir el último día de su infancia. Fuela primera en fijarse en los hombresarmados que se ponían en pie paradetener la dresina. Vio cómo el calvo,con un ágil movimiento, se ponía detrásde la ametralladora y apuntaba elpesado cañón de metal bruñido contralos estupefactos centinelas.

Oyó, como un latigazo en el oído, laorden de detener la dresina. Ycomprendió que, en escasos segundos,morirían tantos seres humanos que lasensación de respirar aire ajeno iba aacompañarla hasta el último de sus días.

Sasha aún estaba a tiempo deimpedir el baño de sangre, aún podíasalvar a aquellas gentes, a sí misma, ytambién a otra persona, de un horrorinexpresable.

Los centinelas habían quitado elseguro de sus rifles de asalto, peroperdieron demasiado tiempo en ello…el calvo les llevaba unos segundos deventaja…

Sasha hizo lo primero que le vino ala cabeza.

Se puso en pie de un salto y seagarró a los hombros de Hunter, toscos yduros como el acero, se abrazó a él pordetrás y cruzó los brazos sobre su pechoinmóvil, ese pecho que no parecíarespirar. El calvo se sobresaltó como silo hubieran golpeado, y vaciló. Lossoldados que estaban frente a él,dispuestos a disparar, se quedarontambién inmóviles.

El viejo lo entendió al instante.La dresina levantó negras nubes de

polvo y se lanzó a toda velocidad, y laAvtozavodskaya quedó atrás.

En el pasado.

***

Nadie dijo ni palabra durante elcamino hacia la Paveletskaya. Hunter sehabía librado del imprevisto abrazo dela muchacha. Había separado sus brazospor la fuerza, como si fuesen unbrazalete de acero que lo apretarademasiado.

Pasaron a toda velocidad junto a unúnico puesto de vigilancia. El fuegoracheado que retumbó a sus espaldas fuea parar al techo, sobre sus cabezas. Elbrigadier aún tuvo tiempo de empuñar la

metralleta y, a modo de respuesta,disparar tres silenciosas balas.Alcanzaron a ver que había matado auno de los centinelas, y que los otros seapretujaban detrás de los estrechossaledizos del túnel. Fue eso lo que lessalvó.

«No lo comprendo», pensabaHomero, y miraba una y otra vez a lamuchacha acurrucada en el suelo. Habíatenido la esperanza de que, tras laaparición de la protagonista femenina,empezara una historia de amor. Pero eldesarrollo argumental le parecíademasiado acelerado. No lograbaentenderlo todo, y aún menos escribirlo.

No aminoraron la marcha hasta quehubieron llegado a la Paveletskaya.

El viejo ya la conocía. Parecíasalida de una novela de terror. Así comolas bóvedas de las estaciones másnuevas de la periferia reposaban sobrecolumnas sencillas, la de laPaveletskaya se sostenía sobre unosarcos esbeltos que superaban todamedida humana. Y, como es habitual enlas novelas de terror, la Paveletskayasufría una extraña maldición: a las ochohoras en punto, la estación, hastaentonces bulliciosa, se transformaba enun desierto espectral. De entre todos susindustriosos y astutos moradores, tan

sólo unos pocos valientes se quedabanen el andén. Todos los demásdesaparecían, junto con los niños, elajuar, la bolsas repletas de mercancías.No dejaban ni siquiera las banquetas ylos camastros.

Se arrastraban hasta su búnker, uncorredor de casi un kilómetro delongitud que los conectaba con la Líneade Circunvalación, y pasaban allí lanoche entera, temblorosos, mientras queen la superficie, en la Estación de Pavel,unas criaturas monstruosas despertabany hacían de las suyas. Al parecer,reinaban sobre la estación y susalrededores, y ninguna otra criatura

osaba entrar en ella, ni siquiera cuandodormían. Los habitantes de laPaveletskaya se veían indefensos anteellas, porque no disponían de barrerascomo las que en otras estacionesimpedían el acceso desde las escalerasautomáticas, y el camino que llevabahasta la superficie estaba siempreabierto.

Homero pensaba que no podía haberun lugar menos adecuado para pasar lanoche, pero Hunter no lo vio así. Detuvola dresina al final de la estación, sequitó la máscara de gas y señaló alandén.

—Nos quedaremos aquí hasta la

mañana. Buscaos un sitio para dormir.Luego los dejó. La muchacha lo

siguió con la mirada y después seacurrucó sobre la dura plataforma de ladresina. Homero también se acomodótodo lo bien que pudo, cerró los ojos ytrató de dormirse. Fue en vano: una vezmás lo atormentaba el pensamiento deque sería él quien propagase la pestepor todas las estaciones sanas. Lamuchacha también seguía despierta.

—Gracias —dijo de pronto la joven—. Al principio había pensado queserías igual que él.

—No creo que haya ninguna otrapersona que sea como él —le respondió

Homero.—¿Sois amigos?—Como el tiburón y el pez piloto.

—El viejo sonrió tristemente y pensóque la imagen era muy adecuada: Huntermataba sin cesar, pero el viejocompartía los despojos sanguinolentosque el otro dejaba a su paso.

Se incorporó.—¿Qué quieres decir?—Allá donde él vaya, también voy

yo. Creo que no podría sobrevivir sin él,y él… ah, tal vez piense que de algúnmodo le lavo las manchas de sangre.Pero en realidad nadie sabe lo quepuede pensar ese hombre.

La muchacha se colocó más cercadel viejo.

—¿Y qué esperas tú de él?—Tengo el presentimiento de que,

mientras lo acompañe… la inspiraciónno me abandonará.

—¿Qué significa «inspiración»?—Tener ideas. En realidad, significa

tomar aire.—¿Y para qué quieres tomar aire?

¿Para qué te sirve eso?Homero se encogió de hombros.—No se trata del aire que tomemos

nosotros. Se trata, más bien, del que nosinsuflan en los pulmones desde fuera.

La muchacha señaló con el dedo a

algo que se encontraba sobre la suciaplataforma de la dresina.

—Mientras respires la muerte, nohabrá nadie que quiera rozar tus labios.Todo el mundo se asustará del olor acadáver.

—Cuando contemplamos la muerteempezamos a reflexionar —fue laconcisa respuesta de Homero.

—Eso no significa que cada vez quehayas de reflexionar tengas derecho allamar a la muerte —objetó lamuchacha.

—No es que la llame —se justificóel viejo—. Tan sólo permanezco a sulado. Pero lo que me interesa no es la

muerte. No sólo la muerte. Yo querríaque ocurriese algo en mi vida, queempezara una nueva espiral, que todocambiara. Que una sacudida medespertara, que la cabeza se meaclarase.

—¿Has tenido una vida difícil? —ledijo la muchacha, llena de compasión.

—Una vida aburrida. Si todos losdías son iguales, van pasando tan rápidoque te quedas con la impresión de que elúltimo se te acerca a toda velocidad —trató de explicarle Homero—. Tienesmiedo de que no te quede tiempo pararesolver tus cuestiones. Y todos los díasestán abarrotados con mil

insignificancias. En cuanto has resueltouna, contienes brevemente el aliento y telanzas a por otra. Al final no te quedanfuerzas, ni tiempo, para hacer algoimportante de verdad. Uno siemprepiensa: «Es verdad, voy a empezarmañana mismo». Pero ese mañana nollega jamás, y vivimos siempre en uninacabable hoy.

—¿Has estado en muchasestaciones? —Se notaba que la jovenhabía escuchado.

—No lo sé —respondió elsorprendido Homero—. Probablementeen todas.

—Yo sólo he estado en dos —

suspiró la joven—. Al principio, mipadre y yo vivíamos en laAvtozavodskaya, pero luego nosexpulsaron y tuvimos que irnos a laKolomenskaya. Siempre había deseadopoder ver otra. Pero ésta es tan rara…—Recorrió las hileras de arcos con losojos—. Como si tuviera mil entradas yninguna pared que las separara. Ahoraestán todas abiertas, pero no quierocruzarlas. Tengo miedo.

—El otro… ¿era tu padre? —Homero vaciló—. ¿Lo asesinaron?

La muchacha se escondió de nuevoen su caparazón, y calló durante largorato antes de responder: —Sí.

Homero respiró hondo.—Quédate con nosotros. Hablaré

con Hunter. No se opondrá. Le diré quete quiero para… —Abrió ambos brazos.No sabía cómo explicarle a la muchachaque desde aquel momento iba aadoptarla como musa.

—Dile que es él quien me necesita.—Saltó al andén y se alejó de ladresina. No apartaba los ojos de cadauna de las columnas que se encontrabaen su camino.

Carecía de todo atisbo decoquetería, y tampoco jugaba. Igual queno le interesaban para nada las armas defuego, también parecía desprovista del

arsenal de miradas insinuantes y gestosseductores habitual en una mujer. Notenía ni idea de que un parpadeo pudieradespertar un huracán, ni de que algunoshombres fueran capaces de sacrificarse,o de matar, por la mera sugestión de unasonrisa. ¿O quizá todo se debía,simplemente, a que aún no habíaaprendido a utilizar bien esos recursos?

En realidad, no necesitaba semejantearsenal. Su mirada cortante y directahabía obligado a Hunter a cambiar deopinión. Con un solo movimiento, lohabía capturado en su red y le habíaprivado de matar. ¿Acaso habíaperforado su coraza? ¿Había

descubierto algo de ternura en suinterior? ¿O el brigadier la necesitabapara algo? Debía de ser más bien estoúltimo: la mera imaginación de que elbrigadier tuviera puntos débiles, que lehicieran, aunque no vulnerable, sísensible, le parecía a Homero puraextravagancia.

***

El viejo no lograba dormirse.Aunque hubiera cambiado la pegajosamáscara de gas por un simple filtro, lecostaba cada vez más tomar aliento, y sesentía como si un torno le hubiera

atravesado la cabeza.Homero había abandonado todas sus

viejas posesiones en el túnel. Se habíalavado las manos con un trozo de jabóngris, se había aseado con el aguaestancada y algosa de un bidón, y sehabía decidido a llevar puesto en todomomento algún tipo de filtro en elrostro. ¿Qué más podía hacer paraproteger a las personas que lorodeaban?

Nada. En verdad, no podía hacernada más. No habría servido para nada,ni siquiera, que se metiera en el túnel yse transformara él mismo en un montónde andrajos. Pero, al verse tan cerca de

la muerte, retrocedía en su imaginaciónmás de veinte años, hasta el momento enel que había perdido a todos los sereshumanos a quienes amaba. Y eserecuerdo prestaba un nuevo y genuinosentido a sus planes.

Si hubiera podido, Homero leshabría erigido un verdadero monumento.Pero, como mínimo, se habríanmerecido una lápida ordinaria. Habíannacido con décadas de diferencia, perotodos ellos habían muerto el mismo día:su mujer, sus hijos y sus padres.

Y también sus compañeros de laescuela, y sus amigos del instituto deformación profesional. Los actores y

músicos por los que tanta admiraciónhabía sentido. Todos los que ese día seencontraban en el trabajo, o habíanvuelto a casa, o durante el retorno sehabían quedado atrapados en un atasco.

Los que murieron al instante, y losque trataron de sobrevivir durante largosdías en la capital irradiada y mediodestruida, y arañaron sin fuerza laspuertas de seguridad del metro, yaselladas. Los que al instante quedaronpulverizados, y los que se hincharon yvieron pudrirse su propio cuerpo envida, devorados por la enfermedad queles provocó la radiación.

Los primeros exploradores que por

aquel entonces salieron a la superficieno pudieron conciliar el sueño durantemuchos días después de regresar.Homero había conocido a algunos enuna estación de enlace, en torno a unahoguera. Vio en sus ojos la impresiónindeleble que la ciudad había dejado enellos: unos ojos que parecían ríoshelados y repletos de peces muertos.Miles de automóviles destrozados, consus pasajeros sin vida, abarrotaban lasavenidas y carreteras de Moscú.Cadáveres por todas partes. Fueimposible retirarlos. Hasta que, por fin,unas criaturas de otra especie seadueñaron de la ciudad.

Deseosos de preservar su cordura,los exploradores evitaban las escuelas yjardines de infancia. Pero, para perderel entendimiento, bastaba con cazar alvuelo, por pura casualidad, una miradainmóvil en el asiento trasero de un cochefamiliar.

Miríadas de vidas perecieron degolpe. Miríadas de palabras quedaronsin decir, miríadas de sueños sinrealizar, miríadas de ofensas sinperdonar. El hijo pequeño de Nikolayllevaba tiempo pidiéndole a su padre unestuche de rotuladores, su hija teníamiedo de la clase de patinaje artísticosobre hielo, y su mujer, antes de irse a

dormir la noche anterior, le habíahablado de las vacaciones que iban apasar los dos en la costa…

Cuando se dio cuenta de que estosinsignificantes deseos y sentimientoshabían sido los últimos de su mujer, lepareció que estaban revestidos de unaimportancia extraordinaria.

Homero habría querido grabar unalápida para cada uno de ellos, pero, detodos modos, valdría la pena aunquesólo fuera escribir una única inscripciónsobre la gigantesca fosa común dondeestaba sepultada la Humanidad. Y en elpoco tiempo que le quedaba de vidacreía poder encontrar las palabras

adecuadas.No sabía en qué sucesión

ordenarlas, cómo afianzarlas, de quémanera adornarlas, pero tenía unaintuición: en la historia que se estabadesarrollando ante sus ojos habríacabida para todas las almas inquietas,todos los sentimientos, todas las migajasde conocimiento que había reunido contanto rigor, y, en definitiva, también paraél mismo. Difícilmente habría podidoencontrar mejor argumento para surelato.

Tan pronto como en la superficie sehiciera de día, y los mercaderes entrasende nuevo en la estación, trataría de

hacerse con un bloc de notas en blanco yun bolígrafo. Tenía que darse prisa: loscontornos de su futura novela empezabana tomar forma cual espejismo en lalejanía, y si no se apresuraba aconsignarlos sobre el papel podíandisolverse en el aire, y entonces, ¿quiénsabía el tiempo que tendría que pasarsobre las dunas, oteando el horizonte,con la esperanza de que su particulartorre de marfil emergiera de nuevo delos diminutos granos de arena y sealzara en el aire atravesado por una luztrémula?

Tal vez no le quedara tiemposuficiente para esa labor.

Con una sonrisa de ironía en loslabios, Homero pensó que no importabalo que dijera la muchacha. Era la miradaa las vacías órbitas de la calavera de laEternidad lo que le empujaba a actuar.Se acordó entonces de la joven, de suscejas arqueadas, de los dos relámpagosque brillaban en su rostro oscuro ysucio, de sus labios agrietados amordiscos, de su cabello desgreñado, decolor pajizo… y sonrió de nuevo.

«Mañana, a la hora del mercado,tendré que buscar también otra cosa»,pensó Homero mientras se dormía.

***

En la Paveletskaya no había nochestranquilas. El fulgor de las apestosasantorchas temblaba sobre las paredescubiertas de hollín. La respiración delos túneles era agitada. Tan sólo al piede las escaleras mecánicas sedistinguían unas pocas siluetas quehablaban con voz casi inaudible. Laestación estaba como muerta. Todo elmundo abrigaba la esperanza de que lascriaturas de la superficie no estuvieranhambrientas.

Pero, de tiempo en tiempo, las máscuriosas entre ellas descubrían elcorredor que se adentraba en lasprofundidades y husmeaban sudor

fresco, oían el rítmico latido de loscorazones humanos, percibían que porsus venas circulaba cálida sangre. Y, aveces, bajaban.

A Homero le había vencido por finel sueño, y las agitadas voces que seoían al otro lado del andén seadentraban tan sólo fatigosamente y conesfuerzo en su conciencia. Peroentonces, de pronto, una ráfaga deametralladora lo arrancó de su letargo.El viejo se levantó de un salto y, atientas, buscó su arma sobre laplataforma de la dresina.

Las ensordecedoras ráfagas de lasametralladoras se mezclaron al instante

con los disparos de varios rifles deasalto. Los gritos de los centinelas notransmitían ya mero nerviosismo, sinotambién horror. Estaban empleandotodos los calibres a su disposicióncontra alguna criatura y, fuera ésta loque fuese, no parecía que le hicieran elmenor daño. No se trataba de unadefensa organizada contra un enemigomóvil. Todo el mundo disparaba endesorden y pensaba tan sólo en salvar supropio pellejo.

Por fin, Homero encontró suKalashnikov, pero no se atrevió a subiral andén. Se resistió igualmente a latentación de encender el motor y

largarse de allí, sin importar adonde. Sequedó en la dresina y torció el pescuezoen un intento de contemplar el campo debatalla por entre las columnas.

De súbito, un penetrante alarido,sorprendentemente cercano, interrumpiólos gritos y las maldiciones de loscentinelas. La ametralladora enmudeció.Alguien chilló de manera espantosa ycalló al instante, como si le hubieranarrancado la cabeza. Los rifles de asaltocrepitaron de nuevo, pero esta vez condisparos aislados, y por poco tiempo. Elalarido se oyó otra vez. Parecía que sehubiera alejado un poco… e,inesperadamente, un eco respondió a la

criatura que había proferido aquella voz.Un eco que se oyó junto a la dresina.

Homero contó hasta diez y luego,con manos temblorosas, encendió elmotor. Sus compañeros regresarían encualquier momento, y entonces semarcharían todos juntos. Estabaesperando por ellos, no por sí mismo…La dresina vibró, empezó a echar humo,el motor se calentó, y entonces, entre lascolumnas, vio pasar como un relámpagouna figura inconcebiblemente veloz.También como un relámpago, se alejóhasta perderse de vista. Homero nollegó a hacerse una idea de la forma quetenía.

El viejo se agarró a la barandilla,apoyó un pie en el acelerador y respiróhondo. Si no aparecían en diezsegundos, lo dejaría todo atrás y… Sincomprender él mismo por qué, puso unpie sobre el andén y empuñó su inútilrifle de asalto. Sólo quería asegurarsede que realmente no podía ayudar a lossuyos.

Se parapetó tras una de las columnasy echó una mirada a la plataformacentral del andén…

Quiso gritar, pero le faltó el aliento.

***

Sasha había sabido desde siempreque el mundo no consistía tan sólo en lasdos estaciones en las que había vivido.Pero, de todos modos, nunca habíapensado que ese mundo pudiera ser tanbello. Incluso la tediosa y desoladaKolomenskaya había llegado a parecerleun confortable hogar. Le había sidofamiliar hasta el último rincón. LaAvtosavodskaya, espaciosa, pero fría,los había expulsado a su padre y a ellacon desdén, los había rechazado, y lamuchacha no podría olvidarlo jamás.

Su relación con la Paveletskaya, porel contrario, no estaba lastrada porningún resentimiento, y la joven sentía

por instantes que iba a enamorarse deella. De sus columnas ligeras y airosas,de sus arcos amplios y acogedores, desu mármol noble, cuyas finísimas venashacían que la pared se asemejara alsuave cutis de un ser humano… asícomo la Kolomenskaya era miserable, yla Avtozavodskaya siniestra, laPaveletskaya tenía maneras de mujer: sutalante despreocupado y juguetónrecordaba todavía, al cabo de lasdécadas, su antigua belleza.

«Los que viven aquí no pueden sercrueles ni malvados», pensaba Sasha.Ella y su padre habrían tenido queatravesar tan sólo una estación hostil

para llegar a ese mágico lugar… habríabastado con que su padre viviera un díamás para escapar del destierro yrecobrar la libertad… seguro que habríaconvencido al calvo para que losllevase a ambos…

A lo lejos refulgía una hoguera. Loscentinelas estaban apiñados en torno aella. El chorro de luz de un reflectorrecorría el lejano techo, pero Sasha nose les acercó. ¡Cuántos años habíavivido en la creencia de que, con sóloescapar de la Kolomenskaya y encontrara otros seres humanos, sería feliz! Peroen ese momento sentía anhelo de unaúnica persona, para compartir con ella

su entusiasmo, su asombro de que latierra fuera como mínimo un tercio másgrande, y su esperanza de reparar losmales del pasado. Pero ¿quién era esapersona, la persona por la que Sashatenía ese interés? No había nadie quepudiera sentir interés por ella. De nadaservía que tratara de convencerse de locontrario, o de convencer al viejo.

Y así, la muchacha siguió caminandoen la dirección opuesta, hasta un trenmuy deteriorado, con las ventanasreventadas y las puertas abiertas, mediooculto en el túnel de la derecha. Entró enél, brincó de un vagón a otro.Inspeccionó el primero, el segundo, y

luego el tercero. En el último, descubrióun asiento acolchado, largo, que poralgún milagro se había mantenidointacto, y se tendió sobre él. Miró enderredor y trató de imaginarse que eltren se ponía en marcha y que la llevabaa otras estaciones, estacionesiluminadas, animadas por un barullo devoces humanas. Pero le faltaron tanto lafe como la fantasía necesarias paradesplazar tantas toneladas de chatarra.Le había resultado mucho más fácil conla bicicleta.

Entonces, de repente, el juego delescondite llegó a su fin: los sonidos delucha pasaron de vagón en vagón y al fin

dieron alcance a Sasha.¿Otra vez?Se puso en pie y salió al andén, el

único sitio donde podría hacer algo.

***

Los cadáveres descuartizados de loscentinelas se encontraban junto a lacabina de cristal, con el reflector yainactivo, y también sobre la hogueraapagada, y en el centro de la sala. Alparecer, los otros soldados habíanabandonado enseguida todo conato deresistencia y habían corrido a refugiarseen el pasillo, pero la muerte les había

dado alcance a medio camino.Sobre uno de los cuerpos se

encorvaba una figura siniestra yantinatural. A pesar de que era casiimposible verla a tanta distancia,Homero vislumbró una piel tersa yblanca, una cresta descomunal yvibrante, y unas patas con muchasarticulaciones que se movían connerviosismo.

La batalla estaba perdida.¿Dónde estaba Hunter? Homero se

asomó una vez más a la plataformacentral y sintió que se le helaba elcuerpo… unos diez metros más allá, trasuna de las columnas, se asomaba una de

las criaturas, igual que Homero, tal vezpara atraerlo o para jugar con él. Surostro pavoroso y deforme se alzaba amás de dos metros del suelo. Le caíangotas rojas del labio inferior, y suspesadas mandíbulas masticaban sinparar un horrible pedazo de carne. Bajosu frente plana no había nada, porque lacriatura no tenía ojos, pero eso no leimpedía detectar a otros seres, moversey atacar.

Homero se apostó para disparar yapretó el gatillo, pero el rifle nofuncionó. La monstruosidad profirió ungrito prolongado, ensordecedor, y saltóal centro de la sala. Homero, presa del

pánico, manipulaba el obturador, pese aque sabía que de nada le iba a servir…

Pero, de repente, pareció que elmonstruo hubiera perdido todo interésen él. Volvió su atención hacia losmárgenes del andén. Homero siguió conrapidez la ciega mirada de la criatura, yal instante se le paró el corazón.

Estaba allí, mirando angustiada enderredor. La muchacha.

—¡Corre! —le gritó Homero, y lavoz se le ahogó en un doloroso gorgoteo.

La blanca monstruosidad dio unazancada de varios metros y se plantófrente a la joven. Esta sacó un cuchilloque como mucho le habría servido para

cocinar e hizo un gesto amenazante.A modo de respuesta, la criatura la

golpeó con una de sus patas delanteras.La muchacha se cayó al suelo y sucuchillo saltó por los aires.

Homero estaba en pie sobre ladresina, pero no pensaba en huir. Entrejadeos, le dio la vuelta a laametralladora y trató de poner la blancasilueta en la mira. No sirvió de nada: elmonstruo estaba demasiado cerca de lajoven. Había descuartizado en escasosminutos a los centinelas, que en ciertamedida habrían podido defenderse, y enese momento, tras acorralarlos a ellosdos, a un pobre viejo y una muchacha,

dos indefensas criaturas, parecía quequisiera jugar con ellas antes dematarlas.

El viejo perdió de vista a Sashaporque el cuerpo encorvado de lacriatura la ocultaba. ¿Habría empezadoa devorar a su víctima?

Pero entonces el monstruo sesobresaltó, retrocedió, se arañó con lasgarras una mancha que se estabaextendiendo sobre su espalda y sevolvió, aullante, dispuesto a devorar asu enemigo.

Hunter, tambaleante, se acercaba a lacriatura. Una de sus manos sostenía unrifle automático y la otra colgaba a un

lado inerte, y era obvio que cada uno desus movimientos le dolía.

El brigadier disparó una nueva salvacontra el monstruo, pero éste tenía lapiel asombrosamente dura. Se tambaleóun instante, recobró en seguida elequilibrio y siguió avanzando. Hunter sehabía quedado sin cartuchos, pero conun sorprendente movimiento giratorio searrojó sobre la bestia y le clavó elmachete hasta la empuñadura. Lamonstruosidad se derrumbó sobre él, loenterró bajo su cuerpo, trató deasfixiarlo con su peso.

Como para acabar con todaesperanza que pudiera quedarles,

apareció una segunda criatura. Se detuvosobre el cuerpo convulso de sucongénere, clavó una garra en su pielblanca como para despertarlo, y luegovolvió lentamente hacia Homero surostro deforme desprovisto de ojos…

Este no dejó escapar la ocasión. Elgrueso calibre de su arma desgarró eltorso de la monstruosidad, le partió elcráneo, y después de que el animal sedesplomara, las balas redujeron a polvoy esquirlas varias superficies demármol. Homero necesitó algún tiempopara que el corazón se le tranquilizara, ypara volver a mover su dedo agarrotado.

Luego cerró los ojos, se quitó la

máscara y respiró hondo el aire helado,impregnado del olor a sangre fresca.

Todos los héroes habían caído. Sóloél seguía vivo en el campo de batalla.

Su libro había terminado antes deempezar.

¿Qué queda de los muertos?¿Qué queda de cada uno de nosotros?Las lápidas funerarias se hacenpedazos, el musgo las recubre y al cabode pocos decenios sus inscripcionesson ilegibles.

En tiempos pretéritos se adjudicabaun sepulcro a cada uno de los muertos,y no había nadie que se ocupara de él.Por lo general, tan sólo los hijos, o los

padres, visitaban al muerto. Los nietosya no lo hacían tan a menudo, y losbiznietos casi nunca.

Lo que antaño se llamaba«descanso eterno» duraba, en lasgrandes ciudades, únicamente mediosiglo, y luego se molestaba a losesqueletos porque había que instalartumbas nuevas sobre las antiguas, odesplazar el cementerio entero paraconstruir en su lugar edificios deviviendas. La tierra se había vueltodemasiado pequeña tanto para losvivos como para los muertos.

¡Medio siglo!, un lujo que sólohabían podido permitirse los que

murieron antes del fin del mundo. Pero¿quién se va a preocupar ahora por unúnico cadáver, cuando el planetaentero agoniza? Ninguno de loshabitantes del metro ha gozado nuncadel honor de un funeral, y nadie tienela esperanza de que las ratas seabstengan de su cadáver.

Antiguamente, los restos mortalesde los seres humanos tenían el derechoa la existencia garantizado durantetodo el tiempo en el que los vivos losrecordaran. El ser humano guarda elrecuerdo de sus parientes, de susamigos, de sus compañeros de trabajo.Pero la memoria no va más allá de tres

generaciones. Poco más de cincuentaaños.

Con la misma ligereza con la quenos desasimos del recuerdo de nuestroabuelo, o de un compañero de escuela,habrá también alguien, algún día, quenos abandone a la nada más absoluta.La memoria de un hombre puede teneruna existencia más larga que sushuesos pero, tan pronto como se vaya elúltimo que nos recordó,desapareceremos también, como ellos,en las corrientes del tiempo.

Fotografías… ¿quién las hace hoyen día? ¿Y cuántas se conservaban enlos tiempos en que todo el mundo

fotografiaba? En otras épocas seencontraba siempre, en las últimaspáginas del grueso álbum familiar, unreducido espacio para las fotos viejas yamarillentas, pero casi ninguno de losque las hojeaban habría sabido decircon seguridad cuál de sus familiaresera el que figuraba en esas imágenesdescoloridas. Además, las fotografíasde los muertos se tienen que interpretarcomo una especie de máscarafuneraria, y no como la impresión delalma viva.

Y, al final, las reproduccionesfotográficas se estropean también. Sólotardan un poco más que los cuerpos

representados en ellas.¿Qué queda, entonces?¿Los hijos?Homero acarició la llama de la vela

con el dedo. La respuesta se le habíaocurrido en seguida, porque las palabrasde Ahmed aún le dolían. Se veíacondenado a no tener niños, incapaz deprolongar su estirpe, y por lo tantoestaba privado de ese camino a lainmortalidad.

Agarró de nuevo el lápiz.Tal vez se parezcan a nosotros. En

sus rasgos se reflejan los nuestros,unidos, como por un prodigio, a los delas personas que hemos amado. En sus

gestos, en su mímica, nos reconocemosa nosotros mismos con deleite, y aveces también con angustia. Losamigos nos confirman que nuestroshijos e hijas parecen hechos según elmodelo de nuestro rostro. Todo esto nosgarantiza cierta prolongación denosotros mismos cuando ya no estemos.

Pero nosotros no somos el modelo apartir del que se han elaborado lascopias ulteriores, sino tan sólo unaquimera, construida a medias con losrasgos interiores y exteriores denuestros padres y madres, quienes a suvez lo fueron a partir de sus respectivosprogenitores. ¿No es verdad, entonces,

que no tenemos nada que nos seapropio, que somos el resultado de unainterminable mezcla de piezas demosaico que existen con independenciade nosotros y que se combinan en unamiríada de estampas casuales que, a suvez, tampoco poseen ningún valorpropio y al instante se vuelven adescomponer?

¿Merece la pena, pues, que nossintamos orgullosos cada vez quedescubrimos en nuestros hijos un lunaro un hoyuelo que consideramosnuestro, pero que en realidad haviajado por millares de cuerpos a lolargo de medio millón de años?

¿Qué va a quedar de mí?Homero lo había tenido más difícil

que los demás. Siempre había envidiadoa los que creían en una vida ultraterrena.Cada vez que la conversación giraba entorno a la muerte, sus pensamientos sevolvían hacia la Nakhimovsky Prospekty los repulsivos carroñeros que lapoblaban. Con todo, tal vez fuera ciertoque su ser no se componía tan sólo de lacarne y de la sangre que los necrófagos,tarde o temprano, iban a masticar ydigerir. Pero, aunque pudiese haber algomás en su interior, no le cabía ningunaduda de que ese algo no sobreviviría asu cuerpo.

¿Qué ha quedado de los faraones?¿Qué, de los héroes de Grecia? ¿De losartistas del Renacimiento? ¿Acaso haquedado algo de ellos… existentodavía en las obras que nos legaron?

¿Qué especie de inmortalidad lequeda, entonces, al ser humano?

Homero leyó una vez más lo quehabía escrito, meditó brevemente sobreello, y luego arrancó las páginas delcuaderno, hizo una bola de papel conellas, la colocó sobre un plato de hierroy le prendió fuego. Al cabo de unminuto, lo único que quedaba del trabajoen el que había invertido las últimas treshoras era un puñado de cenizas.

***

La muchacha había muerto.Así era como Sasha se había

imaginado desde siempre la muerte: seapagaba el último rayo de luz, todos lossonidos enmudecían, el cuerpo dejabade sentir, no quedaba nada, salvo unaeterna negrura. La negrura y el silenciode donde emergen los seres humanos yadonde, ineludiblemente, tendrán queregresar. Sasha conocía todas esashistorias sobre el Paraíso y el Infierno,pero el inframundo le parecía inocuo.Una eternidad en absoluta ceguera ysordera, en total inactividad, le parecía

mil veces más terrible que un calderorepleto de aceite hirviendo.

Pero entonces tembló ante sus ojosuna minúscula llama. Sasha trató deacercarse a ella, pero no logróalcanzarla: la mancha de luz, trémula ydanzarina, se le escapaba, se leacercaba de nuevo, la seducía, sealejaba nuevamente, juguetona ytentadora. La joven supo enseguida dequé se trataba: de un túnel de luz.

Su padre le había contado que, cadavez que uno de los habitantes del metromoría, su alma se perdía por un oscurolaberinto de túneles que no llevaban aninguna parte. El alma no comprende

que ya no está atada a su cuerpo, que suvida terrena ha terminado, y que deberáerrar hasta que vislumbre, en la lejanía,el fulgor de una llama fantasmal.Entonces tendrá que perseguirla, porqueese fuego es el que le habrán enviadopara guiar al alma hasta un sitio dondeencontrará la paz. Puede ocurrir, sinembargo, que ese fuego se apiade delalma y la guíe de nuevo hasta su antiguocuerpo. De tales personas se dice quehan vuelto del más allá. Pero sería másacertado decir que las tinieblas les handevuelto la libertad.

La luz del túnel tentaba a Sasha y sincesar, y, por fin, la muchacha se rindió y

se dejó llevar por ella. No sentía laspiernas, pero tampoco le hacía falta:para seguir la mancha de luz que sealejaba, bastaba con no perderla devista, con que pusiera toda su atenciónen ella, como si hubiera queridoatraérsela, como si hubiese queridoamansarla.

Sasha había capturado la luz con lamirada, y la luz la guió a ella por laimpenetrable oscuridad, por el laberintode túneles del que la muchacha nohabría podido salir por sí misma, haciala estación final de la línea de su vida. Yentonces vio algo: le pareció que su guíaesbozaba los contornos de una

habitación lejana donde alguien laesperaba.

—¡Sasha! —le gritó una voz.La joven, estupefacta, se dio cuenta

de que era una voz conocida, y al mismotiempo no lograba recordar a quiénpertenecía. Le había transmitidoconfianza y cariño.

—¿Papá? —preguntó conincredulidad.

Habían llegado. El fantasmagóricofuego del túnel se detuvo, se transformóen una llama ordinaria, saltó sobre unamecha que coronaba una vela a mediofundir y se acomodó allí, como un gatoque regresa de una correría…

Una mano fría y callosa reposabasobre la suya. Sasha, dubitativa, apartólos ojos de la llama. Tenía miedo decaerse de nuevo al suelo. Apenas sehubo despertado, sintió un dolorlacerante en el antebrazo y las sienes leempezaron a palpitar. Emergieron de laoscuridad los borrosos contornos devarios muebles sencillos: sillas, unamesita de noche… la muchacha estabatendida sobre un camastro, un camastrotan blando que no se sentía la espalda.Era como si estuviera recobrando supropio cuerpo de manera gradual, poretapas.

—¿Sasha? —repitió la voz.

Volvió los ojos hacia la persona quele había hablado y, entonces, apartóbruscamente la mano. Al lado de sucama estaba sentado el viejo con el quehabía viajado en la dresina. La maneracomo la había tocado no había tenidonada de especial: ni había sidodesagradable, ni lúbrica. Se habíaapartado de él por vergüenza ydecepción: ¿Cómo era posible quehubiera confundido la voz de un extrañocon la de su propio padre? ¿Cuál era elmotivo por el que la luz del túnel lahabía guiado precisamente hasta allí?

El viejo le sonreía amablemente.Parecía que se diera por satisfecho con

que la joven hubiese despertado.Entonces, por primera vez, Sashadescubrió en sus ojos un cálido fulgorque hasta aquel día sólo había conocidoen un hombre. Por eso mismo se habíaconfundido… y por eso sentíavergüenza.

—Perdóname —le dijo. Al instante,se acordó de los últimos minutos quehabía pasado en la Paveletskaya. Seincorporó bruscamente—. ¿Qué ha sidode tu amigo?

***

La muchacha parecía tan incapaz de

llorar como de reír. Pero quizá sólofuera porque le faltaban las fuerzas.

Por fortuna, las afiladas zarpas de lamonstruosidad no la habían herido. Labestia la había golpeado tan sólo con laplanta de la pata. Pero, con todo, habíapasado un día entero inconsciente. Elmédico le había asegurado a Homeroque su vida se hallaba fuera de peligro.El viejo no le había contado sus propiosproblemas de salud.

Sasha —durante el tiempo quellevaba inconsciente, Homero se habíaacostumbrado a llamarla así— recostóde nuevo la cabeza sobre la almohada.El viejo volvió a la mesilla, donde le

aguardaba un bloc de notas con noventay seis páginas, abierto. Agarró el lápizcon la mano y reanudó su redacción enel mismo lugar donde antes se habíainterrumpido para velar por la muchachagemebunda y enfebrecida.

«… Pero, entonces, una caravanase retrasó. Y tardaba tanto que sólo eraposible una explicación: habíansufrido un imprevisto, un percanceterrible, contra el que nada habíanpodido los escoltas, a despecho de supesado armamento y su experiencia enel combate, ni tampoco las buenasrelaciones con la Hansa que tantomimaban.

La intranquilidad no habría sidotan grande si hubieran dispuesto dealgún medio de comunicación. Pero lalínea telefónica que los conectaba conla Hansa, también había sufrido algúnproblema, no habían podido hablar conellos desde el lunes anterior, y eldestacamento que habían enviado enbusca de la avería había regresado sinencontrar nada.»

Homero levantó los ojos y sesobresaltó. La muchacha estaba detrásde él y miraba sus garabatos por encimadel hombro. Daba la impresión de que lacuriosidad fuera lo único que le permitíasostenerse sobre sus piernas.

El viejo, avergonzado, cerró el bloccon la cubierta hacia arriba.

—¿Estás esperando la inspiración?—le dijo la joven.

—Estoy en el comienzo —murmuróHomero.

—¿Y qué sucedió con la caravana?—No lo sé. —Empezó a dibujar, con

mucho esmero, un marco para el título—. Aún falta mucho para que la historiatermine. Acuéstate, tienes que descansar.

—Pero ¿serás tú quien decida cómotermina el libro? —le respondió ella,sin moverse de donde estaba.

—En este libro no se cuenta nadaque dependa de mí. —Homero dejó el

lápiz sobre la mesilla—. Yo no piensolo que tiene que ocurrir. Simplementevoy escribiendo lo que sucede.

—Entonces, lo que depende de ti esmucho más todavía —dijo la joven,pensativa—. ¿Yo también salgo?

Homero sonrió.—Iba a pedirte permiso.—Lo pensaré —le respondió ella,

muy seria—, ¿Para qué escribes eselibro?

Homero se puso en pie para poderhablarle cara a cara. Desde su últimaconversación con Sasha, había tenidoclaro que la juventud y la falta deexperiencia de la muchacha producían

una impresión equivocada. Parecía queen la extraña estación de donde lahabían recogido cada año contara pordos. La joven no respondía tanto a laspreguntas que el viejo le formulaba envoz alta como a todas las cuestiones queéste no llegaba a expresar. Y en todomomento le planteaba cuestiones que élno sabía responder.

Por otra parte, Homero pensaba losiguiente: si tenía que contar con lasinceridad de la muchacha —¿cómo, sino, habría podido elegirla comoheroína?—, sería indispensable que éltambién le hablara con franqueza, que nola tratase como a una niña, que no se

protegiera con el silencio. No podíaocultarle ninguna de las cosas que seconfesaba a sí mismo.

El viejo carraspeó, y dijo:—Quiero que los hombres se

acuerden de mí. De mí, y de quienesestuvieron a mi lado. Que sepan cómoera el mundo que yo amé. Que conozcanlo más importante entre todo lo que hevivido y he comprendido. Que mi vidano haya sido en vano. Que quede algo demí.

—¿También vas a poner tu alma ahídentro? —La muchacha torció la cabeza—. ¡Pero si sólo es un bloc de notas!Podría quemarse, o perderse.

—Un depósito nada fiable para elalma, ¿verdad? —Homero suspiró—.No, solo necesito este bloc para ordenarmis ideas. Y para no olvidar nadaimportante hasta que la historia termine.En cuanto la tenga terminada, bastarácon que se la cuente a unas pocaspersonas. Creo que luego podrádifundirse sin necesidad de papel, ni deun cuerpo humano que sea siempre elmismo.

—Sin duda, habrás visto muchascosas que no habría que olvidar. —Lamuchacha se encogió de hombros—. Yono tengo nada que merezca la penaescribir. No me pongas en el libro. No

malgastes papel en mí.—Pero tú tienes toda una vida por

delante… —empezó a decirle Homero,y entonces se le ocurrió que él no estaríaallí para verlo.

La muchacha no reaccionó, yHomero tuvo miedo de que se le cerraraen banda. Buscó las palabras adecuadaspara reanudar la conversación, pero susdudas lo atenazaban una y otra vez.

—¿Qué es lo más hermoso querecuerdas? —le preguntó ella de pronto—. ¿Lo más hermoso de todo?

Homero dudó. Se le hacía extrañoconfiar sus pensamientos más íntimos auna persona a la que había conocido dos

días antes. No se los había confiado nisiquiera a Helena. La mujer sólo sabíaque de la pared de su habitación colgabala estampa de un paisaje urbanoordinario. ¿Podría una joven que sehabía pasado toda la vida en el subsuelocomprender lo que él le contara?

Se decidió a correr el riesgo.—La lluvia en un día de verano —le

dijo.Sasha arrugó la frente de una manera

curiosa.—¿Qué tiene de hermoso?—¿Alguna vez has visto llover?—No. —La muchacha negó con la

cabeza—. Mi padre no me dejaba salir a

la superficie. De todos modos, meencaramé hasta arriba en dos o tresocasiones, pero lo que vi no me gustó.Esa sensación de no tener paredesalrededor es horrible. —Luego añadió,por si acaso—: Decimos que lluevecuando cae agua desde arriba, ¿no?

Homero no la escuchaba ya. Denuevo se le apareció aquel día tanlejano. Igual que un médium ofrece sucuerpo a un espíritu que ha invocado,volvió su mirada hacia el vacío yempezó a hablar sin un momento derespiro…

—Habíamos pasado un mes cálido yseco. Mi mujer estaba embarazada,

había tenido desde siempre problemasde respiración, y entonces ese calor…en toda la maternidad había un únicoventilador, y ella se quejaba siempre delbochorno. A mí también me costabarespirar, de lo mucho que lo sentía porella. Era terrible: durante muchos añoshabíamos querido tener niños y nunca lohabíamos conseguido, y los médicos noshabían estado asustando porque decíanque quizá nacería muerto. La tenían bajoobservación, pero habría estado mejoren casa. Había pasado ya el día en elque se suponía que iba a dar a luz, perolos dolores del parto no habían niempezado. Y yo no podía faltar tantos

días al trabajo. Alguien me había dichoque si el niño tarda en nacer, el peligrode que nazca muerto aumenta. Yo ya nosabía lo que me hacía. En cuanto salíadel trabajo, corría hacia la clínica ymontaba guardia junto a su ventana. Enlos túneles no había cobertura, así queen cada estación tenía que controlar sime habían llamado. Y entonces, por fin,la llamada del médico: «Póngase encontacto con nosotros de inmediato».Estuve buscando un lugar tranquilo, ydurante todo el camino di por muertos ami mujer y a mi hijo. Qué idiota y quéaprensivo soy. Marqué el número…

Homero calló y escuchó la señal, y

aguardó a que alguien descolgara elteléfono. La muchacha no lo interrumpió.Se guardó sus preguntas para más tarde.

—Entonces, una voz desconocida medijo: «¡Enhorabuena! Es un niño».Parecían unas palabras tan sencillas…«Es un niño.» Acababan de hacerregresar a mi mujer de entre los muertos,y entonces ese milagro… salí corriendoa la calle… y llovía. Una lluvia fresca.El aire se había vuelto tan liviano, tantransparente… Como si antes la ciudadhubiera estado cubierta con un plástico,y entonces, de repente, alguien se lohubiera sacado. Las hojas de los árbolesbrillaban, el cielo había cobrado vida

una vez más, y las casas transmitían denuevo una impresión de frescura. Fuicorriendo de un extremo a otro de laTverskaya, hasta el puesto de flores, ylloré de alegría. Llevaba un paraguas,pero no lo abrí, quería mojarme, queríasentir la lluvia. No puedo explicarlo deverdad… era como si hubiese nacido denuevo y viera el mundo por primera vez.Y también el mundo transmitía frescura ynovedad, como si le hubieran acabadode cortar el cordón umbilical y leestuvieran dando el primer baño. Comosi todo fuera nuevo, y hubiera sidoposible dejar atrás todo lo malo, todo loque se había torcido. En aquel momento

tenía dos vidas: lo que yo no pudieraalcanzar, lo alcanzaría mi hijo. Teníamostoda una vida por delante. Todosnosotros teníamos una vida pordelante…

Homero calló. Vio difuminarse losedificios de diez pisos de la época deStalin en el color rosado de las brumasvespertinas, se sumergió en el bulliciode la Tverskaya, aspiró el aire dulzóncontaminado por los tubos de escape,cerró los ojos y dejó que el aguacero lemojase la cara. Cuando volvió en sí, lasgotitas de lluvia le brillaban todavía enlas mejillas y en el rabillo de los ojos.

Se secó precipitadamente con la

manga.—¿Sabes? —le dijo la muchacha, no

menos desconcertada—. Quizá la lluviasea hermosa. Yo no puedo recordarla.¿Me contarás más cosas sobre ella? Siquieres —prosiguió, sonriente— puedesponerme en tu libro. Alguien tendrá quehacerse responsable del final de estahistoria.

***

—Aún es demasiado pronto —lerespondió con severidad el médico.

Sasha no sabía cómo explicarle aaquel burócrata la importancia de lo que

acababa de pedirle. Tomó aliento paraotro asalto, pero al final se contentó conhacerle un gesto poco amable con lamano que tenía sana y se volvió.

—Tendrá que armarse de paciencia.Pero, visto que se sostiene en pie, y quese siente bien, la autorizo a dar unpaseo. —El médico recogió elinstrumental en una pequeña bolsa deplástico y le tendió la mano a Homero—. Volveré dentro de unas horas. Elgobierno de la estación ha ordenado quellevemos su caso con especial cuidado.En cualquier caso, estamos en deuda conusted.

Homero le arrojó a Sasha una

chaqueta de soldado llena de manchas.La joven salió, siguió al médico por lasotras secciones del hospital militar, poruna serie de salas y habitacionesrepletas de mesas y camastros, y luegobajaron dos trechos de escaleras, y, poruna puerta pequeña y discreta, salieron auna gigantesca estancia. Sasha se quedópetrificada en el umbral, incapaz de irmás allá. Nunca había visto nadasemejante. La presencia de tantaspersonas vivas en un mismo lugarsobrepasaba su imaginación.

¡Millares de rostros sin máscara! Ytan distintos: los había de todas lasedades, desde frágiles ancianos hasta

bebés. Los hombres eran incontables:barbudos, afeitados, altos y enanos,exhaustos y llenos de vigor, demacradosy musculosos. Unos habían quedadomutilados en el combate, otros teníandefectos de nacimiento. Algunos eran deuna belleza radiante, otros, a pesar de suescaso atractivo físico, irradiaban unsecreto magnetismo. Y no menosmujeres: las había de nalgas anchas,rubicundas verduleras con pañuelos enla cabeza y chaquetas acolchadas, perotambién muchachas pálidas, de formasestilizadas, con vestidos de muchoscolores y collares entrelazados.

¿Se iban a dar cuenta de que Sasha

era distinta? ¿Lograría confundirse entreellos? ¿Hacer como si fuera uno deellos? ¿O se arrojarían sobre ella y ladescuartizarían, igual que las hordas deratas descuartizan a una foránea albina?Al principio le pareció que todos losojos se habían vuelto hacia ella, y cadavez que descubría una mirada se sentíahervir por dentro. Pero, al cabo de uncuarto de hora, se había acostumbrado:unos la miraban con hostilidad, otroscon interés, y otros, incluso, conexcesiva insistencia. Pero la granmayoría no le prestaba ninguna atención.Sus ojos se deslizaban sobre Sasha conindiferencia y seguían más allá, sin

hacerle ningún caso.Se le ocurrió que aquellas miradas

distraídas, nada perspicaces, debían deser el aceite de engrasar con el que seuntaban las ruedas dentadas de aquelfebril mecanismo. Si todos los queestaban allí se hubieran prestadomutuamente atención, el roce habría sidotan fuerte que la máquina entera sehabría detenido al instante.

Para fundirse con aquella masa noiba a necesitar vestidos, ni un peinadonuevo. Le bastaría con no mirar a lo másprofundo de los ojos de los demás, sinoapartar la mirada después de un breveencuentro, un encuentro siempre glacial.

Si se camuflaba en su fingidaindiferencia, no le costaría nada pasarsin detenerse entre los habitantes de laestación, siempre en movimiento,siempre unidos en un gran engranaje.

Durante los primeros minutos, aquelcaldo hirviente de olores humanos lehabía aturdido también el sentido delolfato, pero enseguida se acostumbró,aprendió a filtrar la informaciónrelevante y prescindir de todo lo demás.A través de la repulsiva fetidez de loscuerpos sin lavar, percibió tambiénaromas juveniles, atractivos y, de vez encuando, una fragancia que avanzabasobre la multitud como una ola en el

mar: una mujer perfumada que habíapasado cerca. Se le añadían el olor de lacarne asada y el hedor de loscontenedores de basuras. En unapalabra: Sasha pensó que el pasilloentre las dos estaciones Paveletskayaolía a vida, y cuanto más fuerza cobrabael olor que la aturdía, más dulce loencontraba.

Probablemente habría necesitado unmes para explorar aquel pasillo queparecía no tener fin. Todo era tanabrumador…

Había puestos donde se vendíanjoyas montadas con docenas de trocitosamarillentos de metal decorados con

impresiones. Sasha habría podidopasarse horas enteras mirándolas. Ytambién había gigantescos anaquelesrepletos de libros, en los que seocultaban saberes secretos que en todasu vida no podría llegar a conocer.

Un vendedor llamaba a voces a lostranseúntes a su puesto, donde estabaescrito: flores. Ofrecía un ampliosurtido de tarjetas de felicitación conramos de flores dibujados. ¡Sasharecordaba que le habían regalado algunatarjeta como ésas cuando era niña, peronunca había visto tantas juntas!

Vio bebés en el pecho de su madre, yniños más grandes, que jugaban con

gatos de verdad. Parejitas que seacariciaban con los ojos y otras que lohacían con las manos.

Los hombres trataban de abordarla.La muchacha habría podido interpretarsu atención y su interés como meramanifestación de hospitalidad, o comoun intento de venderle alguna cosa. Perohabía algo en el tono de su voz que leresultaba incómodo, e incluso leinspiraba asco. ¿Qué querían de ella?¿Acaso no había allí bastantes mujeres?Había visto verdaderas bellezas.Envueltas en vestidos de colores, seasemejaban a los capullos de flor reciénabiertos de las tarjetas de felicitación.

Sasha se imaginó que los hombres nohacían otra cosa que burlarse de ella.

Pero ¿acaso podía despertar lacuriosidad de un hombre? De pronto,una duda que no había conocido hastaentonces empezó a corroerla. Tal vez lohubiera entendido todo mal… pero ¿porqué no podían ser las cosas como ella selas imaginaba? Algo en su interiorempezó a agitarse dolorosamente, allí,bajo las costillas, en la suave hondonadade su cuerpo… pero aún más hondo. Enaquellas regiones cuya existencia habíadescubierto veinticuatro horas antes.

Para liberarse de su inquietud, paseóde nuevo a lo largo de los puestos. En

ellos se encontraban todas lasmercancías imaginables: chalecosantibalas y adornos para la casa,vestidos y aparatos. Pero apenas si leinteresaban. Su voz interior habíadejado en un segundo plano a labulliciosa muchedumbre, y las estampasque su imaginación estaba dibujandotenían formas más definidas que losseres vivos que la rodeaban.

¿Merecía que arriesgara su vida porella? ¿Podría condenarlo después de loque había ocurrido? Y, por encima detodo: ¿Qué sentido podían tener losestúpidos pensamientos de la joven? Enesos momentos en los que ya no podía

hacer nada por él…De súbito, antes de que Sasha

comprendiera el porqué, desaparecierontodas sus dudas, y su corazón seapaciguó. Escuchó dentro de sí, y oyó…el eco de una melodía lejana, unamelodía que venía de fuera y fluía juntoal coro de la multitud, sin mezclarse conéste.

La música, para Sasha, significabaen primer lugar —como para todo elmundo— las canciones de cuna de sumadre. Pero durante muchos años habíatenido que contentarse con ellas: supadre no había tenido nuncainclinaciones musicales y cantaba de

mala gana. Y, además, no le habíagustado nunca recibir a músicosambulantes y otros saltimbanquis en laAvtozavodskaya. Y los centinelas quegraznaban sus canciones militares entorno a las hogueras, unas vecesmelancólicas, y otras ardientes, nohabían logrado nunca afinar de verdadsus guitarras de madera, ni las tensascuerdas que se hallaban en el interior deSasha.

Pero lo que estaba oyendo no erauna aburrida cantinela. Se parecía, sobretodo, a la voz suave y burbujeante deuna mujer joven, de una muchacha, perosu tono era demasiado agudo para una

garganta humana, y, al mismo tiempo,tenía una potencia inusual. ¿Con quépodía comparar esa maravilla?

El cántico del desconocidoinstrumento embrujaba a todos lospresentes, los elevaba a las alturas y lostransportaba a una inacabable lejanía, amundos que los que habían nacido en elmetro desconocían, cuyas posibilidadesno alcanzaban a presentir. Esa músicahacía soñar e infundía la creencia de quelos sueños podían volverse realidad.Despertaba en todo el mundo unaincomprensible nostalgia y les prometía,al mismo tiempo, que la podrían saciar.E inspiró en Sasha el sentimiento de

haber hallado una linterna en unaestación por la que había deambuladodurante mucho tiempo sin encontrar elcamino, una linterna que le revelaba lasalida con su luz.

Se detuvo ante la tienda de unherrero. En un tablón de madera seexponían cuchillos de varios tipos:desde navajas de bolsillo hasta puñalesde asesino, largos como una mano dehombre. Sasha contempló las armasblancas en absoluta inmovilidad, comoalelada.

Una lucha salvaje rugía en suinterior. Una idea simple y seductora seestaba formando en su pecho. El viejo le

había dado un puñado de cartuchos,suficientes para comprar un cuchillonegro de hoja dentada, ancho y bienafilado, idóneo para su plan.

Sasha tardó un minuto en decidirse yen superar sus propias dudas. Escondiósu compra en un bolsillo del mono, tancerca como pudo del lugar que le dolía,y cuyo dolor pretendía combatir. Cuandoregresó al hospital, no sentía ya el pesode la chaqueta de soldado, ni el rumoren las sienes.

La multitud impedía que la muchachapudiera ver a su alrededor, y el músicoque producía los maravillosos sonidosen la lejanía le era invisible. Parecía,

sin embargo, que la melodía lacapturase, que la indujese a volver atrás,que quisiera disuadirla de suspropósitos.

Fue en vano.

***

Llamaron de nuevo a la puerta.Homero estaba en cuclillas, pero se

levantó entre gruñidos, se secó loslabios con la manga y tiró de la cadena.Le había quedado un rastro parduscosobre la tela verde y sucia de lachaqueta. Vomitaba por quinta vez en unsolo día, aunque no hubiera comido

nada.«Estos síntomas pueden deberse a

causas muy variadas», se decía. ¿Porqué tenía que imaginarse que se tratabade un desarrollo acelerado de laenfermedad? Tal vez se tratara de…

—¿Va a terminar de una vez? —lechillaba una impaciente voz de mujer.

¡Santo cielo! ¿Sería que, con lasprisas, no había visto bien el cartel de lapuerta? Homero se secó el sudor delrostro con la manga, trató de aparentarindiferencia y abrió el pestillo.

—¡El típico borracho! —Unamujerona muy acicalada lo empujó a unlado y cerró la puerta tras de sí.

«Pues vaya», pensó Homero.Resultaba que tenía pinta de beodo. Seplantó frente al espejo del lavabo yacercó la frente. Poco a poco recobró elaliento, se miró en el espejo y seestremeció: el filtro que le cubría laboca se había corrido hacia abajo y lecolgaba bajo el mentón. Se apresuró avolver a colocárselo sobre el rostro ycerró los ojos. No, no podía pasarsetodo el día pensando que condenaba amuerte a todos los seres humanos conlos que se encontraba. De nada le habríavalido marcharse: si de verdad estabainfectado —y no se confundía con lossíntomas—, la estación entera estaba

destinada a morir. Empezando por esamujer, que no había cometido otro delitoque tener que ir al servicio. ¿Qué iba ahacer si Homero le decía que, comomucho, le quedaba un mes de vida?

«¡Qué estúpido es esto!», pensóHomero. Estúpido e idiota. Habríaquerido llevar la inmortalidad a todoslos que se cruzaban en el camino de suvida. Pero su destino era el de un ángelde la muerte, un ángel de la muertepalurdo, alopécico, desnortado. Sesentía como si le hubieran cortado lasalas y le hubiesen puesto una argolla enel pescuezo, una argolla donde le habíangrabado un plazo de treinta días. Ése era

todo el tiempo que tenía para actuar.¿Sería el castigo por su engreimiento

y su soberbia?No, no podía callar más. Y sólo

había una persona con quien pudierasincerarse. De todos modos, no podríaengañarlo durante mucho tiempo y, sinduda, todo sería más fácil para los dossi jugaba con las cartas a la vista.

Con pasos inseguros, se dirigió alhospital.

La habitación se encontraba al finaldel pasillo. Normalmente había unaenfermera sentada a la puerta, pero enesta ocasión la silla estaba vacía. Por elhueco de la puerta entornada se oía un

lloriqueo entrecortado. Homero alcanzóa comprender palabras sueltas, pero,aunque pasó un buen rato a la escucha,sin moverse, no logró reconstruir frasesenteras.

—Más fuerte… luchar… esnecesario… aún tiene sentido…resistencia… recordar… aún esposible… error… condena…

Las palabras parecían gruñidos,como si el dolor hubiera sidoinsoportable y hubiese impedido a lapersona sujetar sus pensamientos, quedeambulaban sin rumbo fijo. Homeroentró en la habitación.

Hunter yacía inconsciente sobre unas

sábanas húmedas y revueltas. La vendaque oprimía el cráneo del brigadier sehabía corrido hasta cubrirle los ojos, susmejillas demacradas estaban perladasde gotitas de sudor. La mandíbulainferior, con barba de varios días,colgaba inerte. Su ancho pecho subía ybajaba con dificultad, como si sehubiera tratado del fuelle de un herrero,un herrero que tan sólo a costa deenormes esfuerzos lograba mantenerviva la llama dentro de un cuerpodemasiado grande.

La muchacha estaba sentada junto ala cabecera de la cama, de espaldas aHomero, con sus delgadas manos

entrelazadas por detrás. Aunque en unprimer momento no se dio cuenta, elviejo distinguió, al fijarse bien, elcuchillo negro sobre la tela oscura delmono de trabajo. La muchacha aferrabacon desesperación su empuñadura.

***

La señal sonora.Una vez más. Y otra.Mil doscientas treinta y cinco. Mil

doscientas treinta y seis. Mil doscientastreinta y siete.

Artyom no contaba los tonos porquequisiera justificarse ante el comandante.

Los contaba porque quería percibiralguna especie de movimiento. Amedida que se alejaba del momento enel que había empezado a contar, seacercaba también, cada vez que sonabala señal, al instante en el que terminaríaaquella locura.

¿Autoengaño? Sí, probablemente.Pero escuchar esa señal y saber que noiba a terminar jamás era insoportable.Aun cuando al principio, cuando sonópor primera vez, le hubiera gustado:igual que un metrónomo, aquel monótonosonido había puesto orden en el barullode sus pensamientos, le había vaciado lacabeza, había dado calma a su corazón

desbocado.Pero los minutos que la señal

cortaba como rodajas se parecían tantoentre sí que Artyom se sentía como enuna ratonera del tiempo. No podríaescapar de ella hasta que todo terminara.En la Edad Media había existido unatortura semejante: se desnudaba alcriminal y se le ponía dentro de unbarril. Una vez allí, le iban cayendoinacabables gotitas de agua sobre sucabeza. Como consecuencia, elinfortunado perdía gradualmente larazón. Donde el potro fracasaba, algotan simple como el agua obteníamagníficos resultados…

Artyom tenía que estar pendiente delteléfono y no se atrevía a alejarse de élni un segundo. Había tratado de pasarseel turno entero sin beber, para que lasnecesidades fisiológicas no lo apartasendel aparato. El día anterior no habíapodido contenerse, se había escabullidode la habitación, había corrido hasta elretrete y había vuelto a toda prisa.Aguzó el oído cuando aún se encontrabaen el umbral, y lo recorrió un escalofrío:la frecuencia no era la misma, la señalse había acelerado, no era tan pausadacomo antes. Sólo podía significar unacosa: el instante que había esperadodurante tanto tiempo había llegado

mientras él estaba fuera. Angustiado,miró hacia la puerta por si alguien loveía, marcó de nuevo el número y pegóel oído al auricular.

Se oyó un clic en el aparato, y laseñal empezó de nuevo, con el ritmohabitual. La de línea ocupada no volvióa sonar, ni hubo nadie que descolgara elteléfono. Pero Artyom no se atrevió acolgar de nuevo, y tan sólo de vez encuando, al sentirse una oreja demasiadocaliente, pasaba el auricular a la otra,haciendo un tremendo esfuerzo para nodescontarse.

No informó a su superior delincidente, y él mismo no estaba seguro

de haber oído de verdad algo que seapartara de aquel ritmo eternamenteigual. Sus órdenes eran: llamar. Y hacíauna semana que vivía sólo para cumplirese deber. Cualquier negligencia lollevaría ante un tribunal, y éste nodistinguiría entre un error y un sabotaje.

Por otra parte, el teléfono le ayudabaa calcular cuánto tiempo debería pasarsetodavía allí sentado. Artyom no teníareloj, pero se había fijado en el delcomandante que le había dado lasinstrucciones, y lo había empleado paraconstatar que la señal se repetía cadacinco segundos. Así pues, doce tonosequivalían a un minuto, 720 a una hora,

13.680 a un turno entero. Se asemejabana diminutos granos de arena que fuerancayendo desde un recipiente de cristal aun segundo recipiente sin fondo. Y en elestrecho cuello que los unía estabaArtyom, encogido, escuchando eltranscurrir del tiempo.

No soltaba el receptor porque encualquier momento podía presentarse elcomandante para ver lo que hacía. Porotra parte… nada de lo que pudierahacerse allí tenía ningún sentido. Eraevidente que al otro extremo de la líneano quedaba nadie con vida. Siempre quecerraba los ojos, Artyom veía la mismaimagen…

Veía el despacho del jefe deestación, bloqueado desde dentro, y aéste con la cara sobre la mesa, y laMakarov todavía en la mano. El disparole había atravesado los oídos, y nopodía oír ya la señal del teléfono. Losque estaban fuera no habían logradoderribar la puerta, pero el desesperadorumor del viejo aparato se colaba por elojo de la cerradura y el resquicio de lapuerta, se arrastraba por el andén sobreel que yacían todos los cadávereshinchados… durante un rato había sidoimposible oír el teléfono por culpa delgriterío de la multitud, el roce de lospies, el llanto de los niños. Pero no

quedaba ya ningún sonido que turbara eldescanso de los muertos. Sólo brillabala luz roja intermitente de los equiposelectrógenos de emergencia, que poco apoco se morían.

La señal sonora.Una vez más.Mil quinientas sesenta y tres. Mil

quinientas sesenta y cuatro.No hallaba respuesta.

¡Reporte!

Fuera como fuese, el comandantesiempre lograba sorprender. En laguarnición se contaban leyendas sobreél. En otro tiempo había sidomercenario, famoso por su destreza conlas armas cortantes y punzantes,tristemente célebre por su habilidadpara actuar sin ser visto. En otro tiempo,antes de instalarse en laSevastopolskaya, había masacrado sin laayuda de nadie destacamentos enteros enlos puestos de vigilancia de lasguarniciones enemigas, porque sabíaaprovechar sus más mínimos deslices.

Artyom se puso en pie, sosteniendoel receptor entre el hombro y la oreja.Saludó militarmente y, no sin ciertodisgusto, dejó de contar los tonos. Elcomandante se acercó al plan deservicio, consultó el reloj, apuntó lascifras «9:22» junto a la fecha —3 denoviembre—, firmó y se volvió haciaArtyom.

—¡Sin novedad! Esto es, no hallamado nadie.

—¿Absoluto silencio? —Elcomandante movió las mandíbulas e hizocrujir los músculos de su nuca pararelajarlos—. No me lo puedo creer.

—¿El qué? —le preguntó Artyom,

intranquilo.—Que haya acabado también con la

Dobryninskaya. ¿Es posible que la pestehaya llegado hasta la Hansa? ¿Entiendeen qué situación nos encontraríamos sise contagiara por la Línea deCircunvalación?

—Pero no tenemos informaciónprecisa —le respondió Artyom, inseguro—. Puede ser que haya empezado. Nodisponemos de ningún contacto.

—¿Y qué sucederá si la línea estádañada? —El comandante se inclinósobre la mesa y se puso a golpetear conlos dedos.

—Pero entonces estaría igual que la

línea que nos conectaba con la base. —Artyom señaló con la cabeza al túnelque llevaba hasta la Sevastopolskaya—.Y ésa está muerta del todo. Aquí, por lomenos, nos llega la señal de la línea.Eso significa que el sistema funciona.

—El caso es que la base no parecenecesitarnos —dijo el comandante convoz tranquila—. No ha venido nadie másdesde allí. De hecho, es posible que labase haya dejado de existir. Y tambiénla Dobryninskaya. Escuche, Popov, siallí no queda nadie con vida, prontoestiraremos la pata también nosotros, ytodos los demás. Nadie vendrá ennuestra ayuda. ¿De qué nos sirve la

cuarentena, entonces? Podríamos pasarya de todo esto, ¿no cree? —Una vezmás, movió las mandíbulas en silencio.

Artyom sintió pavor. ¡Aquellaspalabras eran una herejía! Sin poderevitarlo, recordó la costumbre que teníael comandante de dispararles al vientrea los desertores antes de leerles lasentencia.

—No, mi comandante, la cuarentenaes necesaria.

—Sí… hoy se han puesto enfermosotros tres. Dos de aquí, y uno de losnuestros. Y Akopov ha muerto.

—¿Akopov? —Artyom tragó salivay parpadeó. Sintió la boca seca.

—Se ha suicidado partiéndose lacabeza contra las vías —siguióexplicándole el comandante con lamisma tranquilidad en la voz—. Yopensaba que no iban a soportar elsufrimiento. No es el primer caso. Debede doler como mil diablos para que unhombre se pase media hora de rodillastratando de abrirse el cráneo a golpes,¿no cree?

—Desde luego. —Artyom apartó lacara.

—¿Y usted? ¿Tiene náuseas? ¿Sesiente débil? —Le preguntó elcomandante, preocupado, y le iluminó elrostro con una pequeña linterna de

bolsillo—. Abra la boca. Diga «Ahhh».Estupendo. Escuche, Popov, tiene queconseguir que alguien responda. Al finaltendrá que responder alguien, Popov,habrá alguien en la Dobryninskaya quele responda, y que le diga que en laHansa han inventado una vacuna y quesus equipos sanitarios están en caminohacia aquí. Y que se llevarán a lossanos. Y que curarán a los enfermos. Yque no nos vamos a quedar para siempreen este infierno. Que volveremos a casa,con nuestras mujeres. Usted, con suGalya, y yo con Alyona y Vera.¿Comprendido?

—Desde luego —Artyom asintió con

gesto forzado.—¡Soldado… descanse!Su largo cuchillo no había podido

con el peso de la criatura que se abatíasobre él, y se había roto junto a laempuñadura. La hoja se había clavadotan profundamente en su tronco que nisiquiera habían tratado de extraérsela.El calvo, con todo el cuerpo lleno deheridas de garras, había pasado tres díasinconsciente.

Sasha no podía ayudarle, pero teníaque verlo. Por lo menos para darle lasgracias, aunque él no pudiera oírla. Perolos médicos no le permitían entrar en suhabitación. Le decían que el herido, ante

todo, necesitaba reposo.Sasha no sabía bien cuáles eran los

motivos por los que el calvo habíamatado a todos los hombres que iban enla dresina. Pero si los hubiera matadopara salvarla a ella, la muchacha lohabría considerado justificaciónsuficiente. Sasha trataba de creérselo,pero no lo conseguía. Debía de haberotra explicación: en vez de rogar, Hunterprefería matar.

En la Paveletskaya, sin embargo,todo había sido distinto: había seguido aSasha y se había mostrado dispuesto amorir por ella. Así pues, la joven no sehabía equivocado. ¿Existiría de verdad

un vínculo entre ambos?En la Kolomenskaya, cuando Hunter

la había llamado, Sasha había esperadouna bala, y no una invitación amarcharse con ellos. Pero, al darse lavuelta, la muchacha había percibido unatransformación en él, a pesar de que suterrorífico rostro mantenía su inalterablerigidez. Lo había visto en sus ojos: derepente, otro hombre la había miradopor sus inmóviles pupilas negras. Unhombre que sentía interés por ella.

Un hombre a quien le debía la vida.¿Tenía que darle su anillo de plata,

con el mismo significado con que sumadre se lo había dado a su padre? ¿Y

si el calvo no comprendía ese signo?Pero, si no, ¿cómo podría manifestarlesu agradecimiento?

Regalarle un cuchillo en sustitucióndel que había perdido por ella ya eraalgo. Cuando, iluminada por aquelsencillo pensamiento, se había detenidoante la tienda del herrero y habíapensado en cómo hacerle llegar el arma,cómo lo entendería él, qué le diría, seolvidó por completo de que estaba apunto de regalarle a un asesino un nuevoinstrumento con el que rajaría gargantasy abriría estómagos.

No, en ese instante no veía en él a unbandido, sino a un héroe, no a un

asesino, sino a un guerrero. Y, porencima de todo, a un hombre. Y le habíavenido a la cabeza un pensamientoconfuso, más bien un presentimiento:como se le había roto el arma, no queríadespertar. Quizá si volvía a tener uncuchillo entero… como un amuleto… yasí, al fin, se lo había comprado.

Y en ese momento, Sasha, al lado desu cama, con el regalo oculto tras laespalda, albergaba la esperanza de queHunter reaccionara, o de que, por lomenos, sintiese la cercanía del puñal. Elcalvo se agitaba una y otra vez,farfullaba, gimoteaba palabras aisladas,pero no despertaba. La oscuridad lo

tenía preso.Hasta aquel momento, Sasha no

había dicho su nombre ni una sola vez,ni en voz alta, ni para sí misma. Peroentonces lo susurró, como para probar, yluego dijo en voz alta: «Hunter».

El calvo calló. Pareció que laescuchase, como si se hubiera hallado auna distancia inimaginable y la voz de lamuchacha le hubiese llegado a los oídoscomo un eco a duras penas audible. Perono le respondió. Sasha lo repitió una vezmás, con más fuerza y más ahínco. Nopensaba rendirse hasta que abriera losojos. Quería ser su luz en el túnel.

En el pasillo se oyó un grito de

sorpresa. Reconoció el sonido de unasbotas. Sasha se agachó al instante ydepositó el puñal sobre la mesilla, juntoa la cabecera de la cama.

—Esto es para ti —dijo.De repente, unos dedos de hierro le

apretujaron la mano. Habrían podidoromperle todos los huesecillos. Los ojosdel herido estaban abiertos, pero teníanla mirada perdida.

—Gracias —murmuró.La muchacha no hizo ningún intento

por liberarse de su cepo.—¿Qué haces ahí? —Un joven

larguirucho, vestido con una bata blancay manchada, le clavó una jeringa en el

brazo a Hunter y éste, al instante, serelajó. Entonces, el enfermero agarró aSasha y le susurró entre dientes—: ¿Esque no lo entiendes? Su estado… elmédico ha prohibido…

—¡Eres tú el que no entiende nada!Necesita algo a lo que pueda aferrarse.Vuestras jeringas lo único que hacen esdebilitarle todavía más las manos…

El enfermero iba a empujar a Sashahasta la salida, pero ésta se le adelantó,se volvió y lo miró con los ojos llenosde cólera.

—¡Que no vuelva a verte por aquí!¿Y qué es eso? —Había visto elcuchillo.

—Es… es suyo —balbuceó Sasha—. Se lo había traído. Si no fuera porél… esos animales me habrían hechopedazos.

—¡Y a mí me hará pedazos elmédico como se entere de esto! —exclamó el enfermero—. ¡Lárgate deaquí!

Sasha tuvo un instante de vacilación,se volvió de nuevo hacia Hunter, quedormía un sueño profundo, y terminó dedecirle lo que le había querido decir:

—Gracias. Me has salvado.Entonces, cuando salía de la

habitación, se oyó una voz ronca:—Yo sólo quería… matar al

monstruo…La puerta se cerró ante la cara de la

muchacha, y la llave sonó en lacerradura.

***

No había empuñado el cuchillo paraeso. Homero se dio cuenta enseguida, aloír cómo la muchacha decía el nombredel enfebrecido brigadier: con vozexigente, suave y quejumbrosa a untiempo. En un primer momento habíapensado en intervenir, pero luego se lopensó y se contuvo. No había necesidadde proteger a nadie. Todo lo que podía

hacer era retirarse lo antes posible parano molestar a Sasha.

Tal vez la muchacha tuviera razón.En la Nagornaya, Hunter había olvidadoa sus compañeros, los había abandonadoa las fauces del fantasmagórico cíclope.Pero en esa última lucha… ¿podía serque la muchacha significara algo para elbrigadier?

Homero anduvo sin prisas,meditabundo, hasta su habitación en elhospital. Un enfermero le salió al paso ytropezó con él, pero el viejo ni seenteró.

Había llegado el momento deentregarle a Sasha lo que le había

comprado. Todo apuntaba a que notardaría en necesitarlo.

Sacó un paquetito del cajón y seentretuvo jugueteando con él. Al cabo deunos minutos la muchacha irrumpió en lahabitación, nerviosa, confundida yairada. Se sentó sobre su cama, recogiólas piernas y se quedó mirando a unrincón. Homero aguardó a que latempestad amainara, o pasara de largo.Sasha callaba, y empezó a morderse lasuñas. Había llegado el momento deactuar.

—Tengo un regalo para ti. —Elviejo se acercó a ella y dejó el paquetesobre la colcha, al lado de la muchacha.

—¿Por qué? —le espetó la joven,sin salir de su concha de caracol.

—¿Por qué se hacen los regalosnormalmente?

—A cambio de algo bueno —lerespondió Sasha con convicción—. Acambio de algo bueno que te han hecho,o que esperas que te hagan.

—Entonces diremos que este regaloes a cambio de algo bueno que me hasdado. —Homero sonrió—. No te voy apedir más.

—Yo no te he dado nada —replicóla joven.

—Pues entonces ¿cómo es que salesen mi libro? —Homero hizo una jocosa

mueca de dignidad ofendida—. Ya te hepuesto en él. Por lo tanto, tenemos quepasar cuentas. No me gusta estar endeuda. Bueno, venga, desenvuélvelo.

—A mí tampoco me gusta estar endeuda —dijo Sasha, y abrió el paquete—. ¿Qué es esto? ¡Oh!

Tenía en las manos como un estucheplano, de plástico rojo, con dos mitadesplegables. En otro tiempo había sido unapolvera, pero sus dos recipientes —paralos polvos y para el carmín— llevabanmucho tiempo vacíos. En cambio, elespejito de debajo de la tapa se habíaconservado bien.

—Aquí me veo mejor que en un

charco. —Sasha, con los ojos comoplatos, contempló su propia imagen en elespejo. Se veía rara—. ¿Para qué me lohas dado?

—A veces merece la pena poderverse —le dijo Homero, sonriendosatisfecho—. Entonces se comprendenmuchas cosas sobre uno mismo.

—¿Qué tengo que comprender sobremí misma? —Sasha le hablaba de nuevocon cierta prevención.

—Hay personas que en toda su vidano se han visto en un espejo, y por esose confunden a sí mismas con otro. Aveces, verse a uno mismo es difícil, y notenemos a nadie que nos lo pueda

explicar. Esas personas viven durantemucho tiempo en su error, hasta que undía, por casualidad, tropiezan con unespejo. Y sucede a menudo que, cuandocontemplan su propia imagen, no puedencreer que se estén viendo a sí mismas.

—¿Y a quién estoy viendo yo?—Eso dímelo tú. —El viejo cruzó

ambos brazos ante el pecho.—A mí misma. Bueno… a una

muchacha. —Para asegurarse, se puso elespejo frente a una de sus mejillas, yluego frente a la otra.

—Una mujer joven—le corrigióHomero—. Y la verdad es que no muyarreglada.

La muchacha se volvió varias veceshacia uno y otro lado, y luego le lanzóuna mirada a Homero como si hubiesequerido preguntarle algo. Cambió deidea, aguardó unos instantes en silencio,hizo acopio de valor y al fin exclamó:

—¿Soy fea?El viejo carraspeó. Tuvo que hacer

esfuerzos para controlar las comisurasde sus labios.

—Eso me cuesta decirlo. Estás tansucia que no te veo bien.

Sasha enarcó las cejas.—¿Cuál es el problema? ¿Es que los

hombres no se enteran de si una mujer esguapa o no? ¿Hay que enseñároslo y

explicároslo todo?—Eso parece. Y las mujeres lo

hacen a menudo para engañarnos. —Homero no pudo evitar una carcajada—.Un poco de maquillaje puede hacermaravillas con un rostro de mujer. Peroen tu caso no se trata de mejorar elretrato, sino de desenterrarlo. Cuandouna estatua antigua está enterrada y loúnico que sobresale al aire libre es eltalón, difícilmente podemos saber cómoes el resto. —Y luego añadió en tonoconciliador—: Aunque muyprobablemente sea hermosísimo.

—¿Qué significa «antigua»? —lepreguntó Sasha con suspicacia.

—Vieja —Homero se divertía cadavez más.

—¡Yo sólo tengo diecisiete años!—Eso lo veremos luego. Después de

desenterrarte.El viejo abrió el bloc de notas por la

última página escrita y se puso a leer denuevo sus anotaciones. Poco a poco, surostro se ensombreció.

Si algún día los desenterraran… a lamuchacha, a Homero, y a todos losdemás… En otro tiempo lo habíapensado a menudo: ¿Qué pasaría similes de años más tarde los arqueólogosinvestigaban en las ruinas de la antiguaMoscú, cuando ya se hubiera olvidado

su nombre, y encontraban un acceso allaberinto subterráneo? Seguramentepensarían que habían descubierto unagigantesca fosa común. Difícilmente secreería nadie que en aquellas oscurascatacumbas habían vivido sereshumanos. Llegarían a la conclusión deque aquella cultura tan avanzada habíapadecido una fuerte degradación durantelas últimas etapas de su existencia:habían enterrado a sus líderes en unacripta con todo su ajuar, sus armas, susservidores y sus concubinas.

Su bloc aún tenía más de ochentapáginas en blanco. ¿Bastaría para unir alos dos mundos? ¿El de la superficie y

el que se hallaba en la red de metro?—¿No me escuchas? —La muchacha

le tiró del brazo.—¿Qué? Disculpa, me había perdido

en mis pensamientos. —Se secó lafrente.

—¿Las estatuas antiguas son bonitasde verdad? O sea, quiero decir, ¿laspersonas de hoy en día encuentranbonito lo mismo que les parecía bonito alos de antes?

El viejo se encogió de hombros. —Sí.

—¿Y en el futuro lo seguiránencontrando bonito?

—Supongo que sí. Siempre que

quede alguien para juzgarlo.Sasha enmudeció y se puso a

reflexionar. Homero no prosiguió con laconversación, sino que se encerró denuevo en sus cavilaciones.

Finalmente, la joven le preguntó,estupefacta:

—¿Eso quiere decir que si no haypersonas tampoco habrá ningunabelleza?

—Probablemente no —le respondióél, distraído—. Si no hay nadie que lavea… los animales no la distinguen…

—Pero si los animales se distinguende las personas en que no sabendiferenciar lo que es bonito y lo que es

feo, ¿pueden existir las personas si nohay belleza?

El viejo meneó la cabeza.—Sí, desde luego. Hay muchas que

no la necesitan.Entonces, la muchacha se sacó un

extraño objeto del bolsillo: un sobrecitocuadrado, de plástico, con figurasimpresas. Tímida y orgullosa a untiempo, como si hubiera mostrado ungran tesoro, se lo ofreció a Homero.

—¿Qué es esto?—Dímelo tú. —Una sonrisa astuta le

afloró al rostro.—Ah, sí. —Se acercó

precavidamente el cuadrado de plástico

a los ojos, leyó las letras y se lodevolvió a la muchacha—. Es unpaquete de té. Con un dibujito.

—Un dibujo —le corrigió ella, yañadió—: Un dibujo hermoso. Si nollego a tenerlo, me habría… me habríatransformado en un animal.

Homero la contempló. Se dio cuentade que los ojos se le llenaban delágrimas y que la respiración se levolvía más pesada. «¡Idiotasentimental!», se reprochó a sí mismo.Carraspeó y suspiró.

—¿No has subido nunca a lasuperficie? ¿A la ciudad? Aparte de estaúnica vez.

—¿Qué importa eso? —Sasha seguardó de nuevo el sobrecito—. ¿Mevas a decir que lo de arriba no es comoel dibujo de este sobrecito? ¿Que noexisten lugares como ése? Eso ya lo sé.Sé muy bien cómo es la ciudad. Lascasas, el puente, el río. Todo vacío ydesierto.

—En absoluto —le respondióHomero—. Yo nunca he visto una cosatan bella. Lo que dices es como juzgar elmetro entero por un único andén. ¿Cómopuedo describírtela? Edificios más altosque las rocas más encumbradas. Callesgrandes en los que las gentesburbujeaban como en un río de montaña.

Un cielo que no se apagaba nunca,nieblas refulgentes… una ciudadambiciosa, de vida breve, igual quecada uno de sus millones de habitantes.Demencial, caótica. Marcada por elintento de unificar lo que no eraunificable, construida sin ningún plan.No era eterna, porque la eternidad esfría y carece de movimiento. ¡Peroestaba tan viva…! —Cerró los puños, yluego meneó la cabeza—. Tú no puedesentenderlo. Habrías tenido que verla contus propios ojos… —En aquel instante,estaba convencido de que Sasha teníaque salir a la superficie para que viesetodo lo que acababa de describirle. No

se le había ocurrido que la muchacha nopodría ver jamás la ciudad tal cual habíasido en otros tiempos, cuando estabaviva.

***

Homero habló con alguien yconsiguió que la llevasen —bajovigilancia, como para una ejecución—al otro lado de las fortificaciones de laHansa y la guiaran por la otra estaciónhasta las antiguas áreas demantenimiento donde se hallaban lasinstalaciones de baño.

Lo único que tenían en común las

dos estaciones Paveletskaya era elnombre. Parecía como si dos hermanasse hubieran separado al nacer, y una deellas hubiese crecido en el seno de unafamilia rica y la otra, por el contrario,en una miserable estación de tránsito, oincluso en el túnel. La estación radialestaba sucia y decadente pero, de todosmodos, también era amena y espaciosa.La que pertenecía a la Línea deCircunvalación parecía tener el techodemasiado bajo y las esquinasdemasiado angulosas, pero estaba bieniluminada y brillaba como los chorrosdel oro. Esto último podía deberse a sucarácter impersonal, incluso repelente.

En aquel momento no se veía a casinadie. Al parecer, los que no trabajabanpreferían el barullo de la estación radialal rigor y la seriedad de la Hansa.

Sasha se quedó sola en el vestuario.Vio azulejos amarillos en la pared ybaldosas hexagonales en el suelo,muchas de ellas agrietadas. Habíatambién taquillas de hierro pintado paralos zapatos y la ropa, una bombilla quecolgaba de un cable medio pelado, dosbancos recubiertos de cuero sintéticorepleto de cortes… la muchacha no sehartaba de mirar y mirar.

Una mujer flaca, la encargada de losbaños, le entregó una toalla

increíblemente blanca, así como unapastilla cuadrada de jabón, pesada, decolor gris. E incluso le permitió, quecerrara la ducha por dentro.

La toalla pequeña y cuadrada, elolor algo mareante del jabón… todo ellopertenecía a un pasado, muy, muyremoto, en los tiempos en los que Sashaaún era la hija amada y protegida deljefe de estación. La muchacha habíaolvidado que todo aquello seguíaexistiendo en algún lugar.

Se quitó el mono, rígido de purosucio, se quitó la camiseta por lacabeza, dejó que las bragas sedeslizaran hacia el suelo y brincó hasta

el tubo herrumbroso y la improvisadacubeta. Con mucho esfuerzo, hizo girarla válvula, y poco le faltó para quemarselos dedos. ¡El agua hervía! Apretó elcuerpo contra la pared mientrasrebajaba el agua caliente y abría el otrogrifo. Por fin consiguió la mezclaadecuada y oyó danzar el agua lamuchacha se disolvió bajo el chorro.

Las espumosas aguas arrastraronhasta el desagüe el polvo, las cenizas, elaceite de engrasar máquina y la sangre—tanto la suya como la de otros—, elcansancio y la desesperación, la culpa ylas preocupaciones. Hubo que esperarun rato para que el arroyuelo se volviera

transparente.¿Sería suficiente para que el viejo

no volviese a burlarse de ella? Sasha semiró los pies rosados, reblandecidos,como si no fuesen los suyos. Luegocontempló sus manos, de undesacostumbrado color blanco. ¿Seríasuficiente para que los hombres vieransu belleza?

Quizás Homero tuviese razón, yhubiera sido una idiotez visitar al heridosin arreglarse. Seguramente aún teníamucho que aprender sobre esas cosas.

¿Podía ser que Homero no advirtiesela transformación de Sasha? Lamuchacha cerró el grifo, regresó al

vestuario, abrió su espejito… ¡No,habría sido imposible no darse cuenta!

El agua caliente la había relajado yliberado de todas sus dudas. Lo que elcalvo había dicho sobre el monstruo nose dirigía a ella, sino que formaba partede una discusión que sostenía en sueños.No la había rechazado. La muchachatendría que esperar, simplemente, a quevolviera en sí. Hunter lo entendería todoal instante si la muchacha se encontrabaa su lado en el momento del despertar. Yluego ¿qué? ¿Qué necesidad había depensarlo en aquel momento? El hombretenía sobrada experiencia, y lamuchacha podría confiarse a él.

Se acordó de cómo se había agitadoel calvo cuando era presa de la fiebre.Sabía, sin poder explicarlo, que Hunterla buscaba a ella. La muchacha le daríapaz, le proporcionaría alivio, leayudaría a encontrar un equilibrio.Sentía dentro de sí una calidez quecrecía cuanto más pensaba en él.

Se le había quedado el monocubierto de manchas y le habían dichoque se lo iban a lavar. Le entregaronunos pantalones vaqueros de color azulclaro, muy gastados, y un jersey decuello de cisne con agujeros. Su nuevaropa le venía pequeña. Cuando atravesólos puestos fronterizos, de vuelta hacia

el hospital militar, todos los hombres leclavaron la mirada. Sasha llegó a suhabitación con la sensación de tener queducharse de nuevo.

El viejo no estaba, pero de todosmodos no tuvo que pasar mucho tiemposola. Al cabo de pocos minutos, se abrióla puerta, y el médico se asomó.

—Puede ir usted a visitarlo —ledijo—. Ha despertado.

***

—¿Qué fecha es hoy?El brigadier se había incorporado

con el codo apoyado sobre la cama,

movía pesadamente la cabeza de un ladopara otro y miraba fijamente a Homero.Éste, por puro reflejo, acercó la muñecaa los ojos, aunque hacía tiempo que nollevaba ningún reloj, y al darse cuentade ello abrió ambos brazos.

—Día dos. De noviembre. — dijo elenfermero.

—Tres días. —Hunter se dejó caerde nuevo sobre la almohada—. Llevotres días en la cama. Tenemos queponernos en marcha. Si no, llegaremosdemasiado tarde.

—Ahora mismo no llegarías muylejos —le dijo el enfermero—. A duraspenas te quedaba sangre en el cuerpo.

—Tenemos que ponernos en marcha—repitió el brigadier—. Nos queda muypoco tiempo… los bandidos… —Depronto, titubeó—: ¿Para qué necesitas elfiltro de aire?

Homero se había preparado para lapregunta. Había dispuesto de tres díaspara disponer las líneas de defensa yorganizar el contraataque. Lainconsciencia de Hunter lo había libradode confesiones innecesarias. Tenía apunto una mentira bien meditada.

Se inclinó sobre el lecho del heridoy le susurró:

—Esos bandidos no existen.Mientras estabas en la cama con

fiebre… has hablado sin cesar. Lo sétodo.

—¿Qué sabes? —Hunter lo agarrópor el cuello y tiró de él hacia sí.

—Sé que hay una epidemia en laTulskaya… No ocurre nada —Homerole hizo señas al enfermero, que iba aauxiliarlo—. Déjelo en mis manos.Tengo que hablar con él. ¿Sería usted tanamable…?

El enfermero accedió de mala gana,volvió a colocar el tapón en la cánula ysalió.

—En la Tulskaya… —Hunter clavóen Homero sus ojos inflamados, sus ojosde loco, pero su mano de hierro se fue

abriendo lentamente—. ¿Y nada más?—Tan sólo que en la estación ha

estallado una epidemia incontrolable.Que se contagia por el aire. Y que losnuestros se han puesto en cuarentena yesperan ayuda.

—Bueno. Está bien… —Elbrigadier lo soltó—. Sí, hay unaepidemia. ¿Y tienes miedo de habertecontagiado?

—Hombre prevenido vale por dos—le respondió Homero.

—Sí, sí. No pasa nada… yo nollegué a acercarme, y el chorro deventilación iba hacia ellos… nopudimos contagiarnos.

Homero hizo acopio de valor.—¿Por qué nos contaste esa historia

de los bandidos? ¿Qué pretendes?—Primero, ir hasta la

Dobryninskaya y llegar a un acuerdo.Luego, descontaminar la Tulskaya.Tendremos que emplear lanzallamas. Nonos queda ninguna otra solución…

—¿Quieres abrasar la estaciónentera? ¿Y qué será de los nuestros? —Homero tenía la esperanza de que laspalabras del brigadier fuesen una nuevamentira, igual que todas las que habíacontado a los dirigentes de laSevastopolskaya.

—Ahora ya sólo son cadáveres

vivientes. No existe ninguna posibilidadde que se salven. Todas las personas quetuvieron contacto con los habitantes dela Tulskaya están infectadas. Todo elaire. Yo ya había oído hablar de esaenfermedad… —Hunter cerró los ojos yse lamió los labios agrietados—. No hayningún antídoto. Hace algunos años huboun primer brote. Dos mil muertos.

—Pero ¿la enfermedad dejó decontagiarse luego?

—Hubo un asedio. Lanzallamas. —El brigadier volvió hacia Homero surostro desfigurado—. No existe ningunaotra solución. Si la enfermedad sale deallí, si una única persona contagiada

logra escapar… será la muerte de todosnosotros. Sí, mi historia sobre bandidosera mentira. Si no, Istomin no habríadado la autorización para matarlos atodos. Es demasiado blando. Yo reuniréa gente que no hará preguntas.

—Pero seguramente existenpersonas inmunes a la infección. ¿Quésucederá si quedan personas sanas?Yo… has dicho… quizás aúnpudiéramos salvar a alguien.

—No existe ningún tipo deinmunidad —le replicó acaloradamenteel brigadier—. Todos los que entran encontacto con la enfermedad se contagian.En esa estación no queda ninguna

persona sana, tan sólo algunas que tienenmás resistencia. Y para ellos también vaa ser cada vez más duro. Tendrán quesufrir durante más tiempo. Créeme, lomejor para ellos será que les… lo mejorserá que mueran.

—¿Y a ti qué te aporta eso? —Homero se apartó del camastro deHunter. El brigadier, fatigado, cerró lospárpados, y Homero se fijó, una vezmás, en que el ojo que se encontraba enla parte desfigurada de su rostro no secerraba del todo. Hunter tardó tanto enresponderle que el viejo estuvo a puntode llamar al médico.

Pero entonces el brigadier le habló

lentamente, alargando las palabras,apretando las mandíbulas, como si unhipnotizador le hubiese ordenado quebuscara recuerdos extraviados en unpasado infinitamente lejano.

—Tengo que hacerlo. Proteger a losseres humanos. Eliminar todos lospeligros. Sólo vivo para eso.

***

¿Habría encontrado el cuchillo?¿Habría comprendido que se lo ofrecíaella? ¿Y si no lo adivinaba, o si noreconocía en ello ninguna promesa?¿Entonces, qué? Había corrido de un

extremo a otro del pasillo mientrasahuyentaba tales pensamientos. No teníani idea de cómo iba a decírselo… quelástima no haber estado junto a su camacuando él despertó…

Sasha había oído casi toda laconversación. Había escuchado ensilencio desde el umbral y se habíaestremecido al oírle hablar de lamatanza. Por supuesto, no lo habíaentendido todo, pero tampoco le hacíafalta. Había oído lo más importante. Notenía ningún motivo para escuchar más,y por ello llamó con fuerza a la puerta.

El viejo se volvió hacia ella con ladesesperación en el rostro. Apenas se

había movido, como si le hubieraninyectado un calmante que hubieseextinguido el fuego de sus ojos. Al ver aSasha, asintió con la cabeza, pero sinenergía. Tenía un aspecto como decondenado a la horca en el momento enel que la soga lo arrastra hacia arriba.

La muchacha se sentó sobre el bordedel taburete, se mordió los labios ycontuvo el aliento. Entonces, entró en untúnel nuevo e inexplorado.

—¿Te gusta mi cuchillo?—¿De qué cuchillo me hablas? —El

calvo miró alrededor y descubrió elpuñal de empuñadura negra. No lo tocó,sino que miró a Sasha con desconfianza

—. ¿A qué viene esto?Fue como si alguien hubiera

golpeado a la muchacha en la cara.—Es para ti. El tuyo se rompió.

Cuando… gracias…Por unos instantes, se hizo un

incómodo silencio en la habitación.Luego, el calvo dijo:

—Qué regalo más raro. No loaceptaría de manos de nadie.

La muchacha creyó reconocer en suspalabras una especie de alusión, unaambigüedad, un sentido no expresado.Siguió con el juego sin comprender muybien las reglas, y empezó a buscar laspalabras idóneas. Las que le salieron

fueron torpes, inadecuadas, pero es quela lengua de Sasha no estabaacostumbrada a describir lo que enaquel momento ocurría en su interior.

—¿Tú también percibes que llevo enmí un trozo de ti? El trozo que tearrancaron… que estabas buscando…que yo te puedo devolver…

—Pero ¿qué dices?Fue como si le hubiera echado un

cubo de agua fría. Sasha se quedóhelada, pero no cedió.

—Sí que lo percibes. Que a mi ladoestarás entero de nuevo. Que puedo ydebo estar a tu lado. Si no, ¿por qué mesacaste de allí?

—Lo hice para darle gusto a micamarada. —Hablaba con vozinexpresiva y hueca.

—¿Por qué me protegiste de loshombres que viajaban en la dresina?

—Los habría matado igualmente.—Entonces, ¿por qué me salvaste

también de la bestia?—Tenía que acabar con todas ellas.—¡Habría sido mejor que me

devorara!—¿No estás contenta de seguir con

vida? —le preguntó él, asombrado—.Entonces lo único que tienes que haceres subir por la escalera automática. Aúnquedan muchas otras bestias como ésas.

—Yo… quieres que yo…—No, no quiero nada de ti.—¡Te ayudaré a poner fin a esto!—Te pegas a mí como una lapa.—Pero ¿no sientes que…?—Yo no siento nada. —Sus palabras

sabían a aguas enmohecidas.Ni siquiera las terribles zarpas del

pálido monstruo habrían podido lastimarde tal manera a la joven. Sasha, herida,se puso en pie y se marchó corriendo.

Por fortuna, su habitación estabavacía. Se arrojó en un rincón y se quedóallí, acurrucada. Metió la mano en elbolsillo y buscó el espejito paraarrojarlo al suelo, pero no lo encontró.

Debía de habérsele caído mientrasestaba en la habitación del calvo.

Cuando se le hubieron secado laslágrimas, entendió lo que tenía quehacer. No necesitaría mucho tiempo pararecoger sus cosas. El viejo leperdonaría que se llevara suKalashnikov. Se lo perdonaría todo. Enuna habitación contigua encontró su trajeaislante, colgado de un gancho. Lohabían lavado y descontaminado. Comosi un mago hubiera vaciado el cadáverde aquel gordo y lo hubiera condenado aseguir eternamente a Sasha y a cumplirsu voluntad.

Se embutió en el traje, salió

corriendo al pasillo y subió hasta elandén. Por el camino oyó de nuevo, cualsoplo fugaz, la música hechicera cuyoorigen no había alcanzado a descubrir.Tampoco en aquel momento tendríatiempo para buscarlo. Se detuvo tan sóloun instante… pero luego consiguiósobreponerse a la tentación y siguióhacia su meta.

De día, las escaleras mecánicasestaban guardadas por un únicocentinela. Mientras la luz brillase, lascriaturas de la superficie no atacarían laestación.

Sasha no necesitó ni cinco minutospara verlo claro: el camino hacia la

superficie estaba siempre abierto. Encambio, era imposible bajar por lasescaleras mecánicas. Le entregó albonachón del centinela un cargador desubfusil medio vacío y puso el pie sobreel primero de los escalones que subíanal cielo.

A continuación, se recogió lasperneras de los pantalones, demasiadoholgadas, e inició el ascenso.

En su hogar, la Kolomenskaya, elcamino hasta la superficie era corto:exactamente cincuenta y seis escalonesbajos. Pero la Paveletskaya seencontraba a mayor profundidad. Sashano veía el final de las chirriantesescaleras por las que subía, unasescaleras perforadas por ráfagas deametralladora. Su linterna tenía potenciasuficiente como para iluminar las

lámparas destrozadas y los cartelestorcidos en los que aparecían rostroscubiertos de suciedad y rótulos grandese incomprensibles.

¿Para qué quería salir al exterior?¿De qué le serviría morir?

Pero, por otra parte, ¿quién lanecesitaba allí abajo? ¿Quién lanecesitaba de verdad? Como persona,no como personaje de un libro aún porescribir.

Para qué quería hacerse másilusiones…

Al abandonar el cadáver de su padreen la desierta Kolomenskaya, Sashahabía pensado que lograría llevar a

término el plan de fuga que amboshabían abrigado durante tanto tiempo.Mientras llevara dentro de sí una partede su padre —pensaba la muchacha—,estaría ayudando también a éste aalcanzar la libertad. Pero desdeentonces no se le había aparecido ensueños ni una sola vez, y cuando lajoven trataba de conjurar su imagen conla imaginación para compartir con éltodo lo que había visto y vivido, se leaparecía siempre una figura muda, decontornos difuminados.

Así pues, su padre no podíaperdonarla, ni quería que lo salvara deaquel modo.

Entre los libros que de vez encuando traía su padre, y que lamuchacha, siempre que le fuera posible,leía o por lo menos hojeaba antes deintercambiarlos por comida o porcartuchos, le había llamado la atenciónun viejo manual de botánica. Lasilustraciones no eran artísticas: tan sólofotografías en blanco y negro,amarillentas, y dibujos a lápiz. Pero enlos otros libros que habían llegado a susmanos no había ilustraciones de ningúntipo. Entre todas las plantas, las que másle habían gustado eran las enredaderas.O, mejor dicho: se sentía cercana aellas, se sentía emparentada

anímicamente con ellas. La muchacha,igual que las enredaderas, necesitabaalgo que la sostuviera. Para podercrecer hacia arriba. Para salir a la luz.

Así, en aquel momento habríanecesitado un tronco fuerte sobre el quepudiera apoyarse, un tronco al queabrazarse. No para nutrirse de la saviade un cuerpo ajeno, ni para robarle luz ycalor, no. Sino porque su propio talloera demasiado débil, demasiadoflexible. No tenía firmeza suficiente parasostenerse por sí misma. Si se veíaabandonada a sus propias fuerzas,tendría que arrastrarse por el suelo.

Su padre le había dicho siempre que

no dependiera ni confiara en nadie. Enaquella estación de mala muerte nohabía nadie más aparte de ellos dos, y supadre había sabido que no viviría porsiempre. Habría preferido que lamuchacha no creciera como una hiedra,sino como la quilla de un barco. Perohabía olvidado que esto último eraincompatible con la condición femenina.

Sasha habría podido sobrevivir sinél. También sin Hunter. Pero la unióncon otro ser humano era su único motivopara pensar en el futuro. Cuando habíaabrazado al brigadier sobre la dresinaque avanzaba a toda velocidad, su vidahabía hallado un nuevo sostén. La

muchacha recordaba que era peligrosofiarse de los demás, e indigno dependerde ellos. Por eso mismo, había tenidoque violentarse a sí misma paradeclararle sus sentimientos a Hunter.

Sasha habría querido apoyarse en él,pero el brigadier se había llevado laimpresión de que la joven no hacía otracosa que aferrársele a las botas. Yentonces, ella, como no tenía nadie quela apoyara y se había visto pisoteada enel fango, juzgó que habría sido indignobuscar más. Hunter la había echado, lehabía dicho que saliera arriba. Puesbien, eso es lo que iba a hacer. Si unavez allí le ocurría algo, sería por culpa

del brigadier. Sólo él habría podidoconducirla en otra dirección.

Por fin, los escalones terminaron.Sasha se hallaba a la entrada de una gransala con paredes de mármol. El techoera estriado, de metal, con variosboquetes. Por éstos entraban, a ciertadistancia, deslumbrantes rayos de luz.Eran de un color asombroso, blancogrisáceo, y sus salpicaduras llegabanhasta el rincón donde se encontraba lamuchacha.

Sasha apagó la linterna, contuvo elaliento y siguió adelante sin hacer ruido.

Los orificios de bala yresquebrajaduras que se distinguían en

las paredes indicaban que allí habíahabido seres humanos. Pero unos pasosmás allá de la escalera automáticareinaban otras criaturas. Los montonesde estiércol seco, y los huesos y jironesde piel que se encontraban por todaspartes le dieron a entender a Sasha quese encontraba en una madriguera deanimales salvajes.

Se cubrió los ojos para protegerlosde la abrasadora luz y se dirigió a lasalida. Cuanto más se acercaba a lafuente de luz, más impenetrables sevolvían las tinieblas en los lejanosrincones de la gigantesca sala. Lamuchacha se acostumbraba gradualmente

a la luz y al mismo tiempo, le resultabacada vez más difícil ver en la oscuridad.

Las salas adyacentes estaban llenasde quioscos destrozados, montones deinconcebible porquería y viejasmáquinas destripadas. Sin duda, losseres humanos habían empleado lassalas de la Paveletskaya como centro deaprovisionamiento, y se habían estadollevando todo lo que pudiera resultarlesútil, hasta que, cierto día, unas criaturasmás fuertes los habían expulsado de allí.

Entonces, Sasha creyó descubrir unmovimiento apenas perceptible en lasoscuras esquinas, pero lo atribuyó a sucreciente ceguera. Las tinieblas que

anidaban en los rincones eran yademasiado opacas para que la muchachahubiera podido descubrir siluetas demonstruos dormidos en las montañas debasura.

El monótono rumor de una corrientede aire le había impedido a Sasha oíruna pesada respiración, pero lamuchacha no se dio cuenta hasta quepasó al lado de un montón de desechosque se agitaba suavemente. Se quedóinmóvil, escuchó con atención y clavó lamirada en un quiosco que se habíavenido abajo. Allí, entre sus restos,descubrió una extraña corcova… y sequedó como helada.

El montículo que había sido unpuesto de venta respiraba. Casi todoslos otros montículos que se encontrabanalrededor se agitaron también. Paraasegurarse, Sasha encendió de nuevo lalinterna e iluminó uno de los bultos. Elpálido rayo de luz encontró una pielblanca y llena de pliegues, recorrió ungigantesco cuerpo y murió en laoscuridad sin haber alcanzado su otroextremo. Era un congénere de lamonstruosidad que había estado a puntode matarla, pero más grande.

Las criaturas se hallaban en unapeculiar parálisis y no parecían habersedado cuenta de la presencia de la

muchacha. De repente, una de las bestiasgruñó, respiró ruidosamente por lasoblicuas rajas que le servían de ollaresy empezó a moverse… Sasha seapresuró a esconder la linterna y echó acorrer. A cada paso que daba por lasiniestra guarida, tenía que haceresfuerzos tremendos para dominarse:cuanto más se alejaba de la entrada delmetro, mayor era el número de bestias, ymás difícil le resultaba encontrar uncamino que no pasara demasiado cercade sus cuerpos.

Pero era demasiado tarde para darmedia vuelta. Y en ese momento Sashano tenía ningún interés por saber cómo

regresaría al metro. Lo único que queríaera pasar entre las criaturas sin sufrirningún daño, salir afuera, mirar, emplearsus sentidos… ojalá las bestias nodespertaran, ojalá la dejasen marchar…no necesitaría.

Apenas se atrevía a tomar aire, seesforzaba por no pensar —quizá esasbestias oyeran también los pensamientos—, y así se fue acercando a la salida.Una baldosa destrozada crujió, delatora,bajo sus botas. Un paso en falso, uncrujido más fuerte, y las criaturasdespertarían y la harían pedazos deinmediato.

Sasha no lograba liberarse de la

idea de que hacía poco tiempo, tal vezun día antes, o incluso ese mismo día,había errado también entre monstruosdormidos. Por lo menos, la sensación leresultaba familiar. De repente, sedetuvo.

Sasha estaba segura. A veces, lasmiradas ajenas se sienten en la nuca.Aunque las criaturas no tuviesen ojos,los instrumentos con los que explorabanel espacio circundante tenían unapresencia mucho más poderosa que lamás penetrante de las miradas.

No le hacía falta volverse para saberque una de las criaturas que se hallabana sus espaldas había despertado, y que

su pesada cabeza giraba hacia ella.Pero lo hizo. Se volvió.***La muchacha había desaparecido,

pero a Homero no le quedaban ganas debuscarla. En realidad, todo le daba lomismo.

Aun cuando el diario del operadorde comunicaciones le hubiese permitidoabrigar, todavía, un destello deesperanza de que la enfermedad no iba amatarlo, Hunter había pisoteado sinmisericordia ese destello. Homero habíainiciado una conversación con elbrigadier, una conversación que habíapreparado meticulosamente, como una

especie de apelación contra la condenaa muerte. Pero Hunter no había queridoindultarlo, y tampoco habría podido.Homero, y nadie más que Homero, eraresponsable de su propio e inevitabledestino.

Le quedaban tan sólo unas semanas,quizá menos. Diez páginas en el bloc decubiertas de plástico.

Aún tenía muchas cosas por decir.Homero no se lo tomaba tan sólo comoun deseo, sino como una obligación,sobre todo porque su involuntariodescanso parecía acercarse a su fin.

Alisó el papel para retomar el relatoen el mismo punto donde el médico le

había obligado a dejarlo. Pero su manouna vez más, escribió: «¿Qué quedaráde mí?»

¿Y qué quedaría de todos losinfortunados que no habían podido salirde la Tulskaya? Quizás hubieran perdidotoda esperanza, pero también podía serque aún esperasen auxilio. En cualquiercaso, les aguardaba un horrible final.¿El recuerdo? Son tan pocos loshumanos que dejan algún recuerdo…

Y, por otra parte, los recuerdos notienen la solidez de un mausoleo.Seguramente Homero abandonaría lavida en un futuro no muy lejano, perotambién desaparecerían con él todas las

personas a las que había conocido. Y supersonal visión de Moscú sedesvanecería en la nada.

¿Dónde se encontraba en aquelmomento? ¿En la Paveletskaya? DelAnillo de los Jardines sólo quedaba unparaje desolado y sin vida. Durante lasúltimas horas, un pesado aparato militarla había evacuado para dejar vía libre alos servicios médicos y escoltaspoliciales. A un lado y otro lado de lacalle se erguían las torres destruidas,como dientes podridos y rotos…Homero se imaginaba muy bien elpaisaje que encontraría si salía a lasuperficie, aunque nunca hubiera subido

a aquella zona.Antes de la guerra sí había estado

allí a menudo. Se había citado con sunovia en un café al lado de la estaciónde metro, y luego habían ido juntos a veruna película en la sesión de la tarde. Seacordaba de que muy cerca de allí sehabía hecho una revisión médica para elcarné de conducir, una revisión de pago,chapucera y negligente. Además, sehabía reunido muchas veces con susamigos en aquella estación para ir albosque, a hacer una barbacoa…

De repente, le pareció ver, sobre elpapel cuadriculado de su bloc de notas,la salida de la estación envuelta en la

bruma de otoño, y dos rascacielosmedio ocultos por la niebla: un nuevo ypretencioso edificio de oficinas en laAutopista de Circunvalación, en el quehabía trabajado uno de sus amigos, y elenrevesado remate de un hotel caro, allado de un auditorio igualmente caro. Encierta ocasión había preguntado elprecio de las entradas: costaban un pocomás que dos semanas de sueldo deNikolay.

Vio, e incluso oyó el tintineo de lostranvías de formas angulosas y pintadosen blanco y azul, siempre abarrotados deviajeros insatisfechos. Se conmovió alrecordar la irritación de éstos por las

inofensivas apreturas. El Anillo de losJardines, alegremente iluminado conmillares de farolas y luces, cualgigantesca guirnalda. Copos de nievetímidos, inadecuados en cierto modo,que se derretían sin llegar a tocar elnegro asfalto. Y la masa humana:miríadas de partículas electrizadas,siempre cargadas, entrechocando, queparecían desplazarse caóticamente de unlado para otro pero que, en realidad,seguían un camino específico y bientrazado.

Contempló el desfiladero entre losmonolitos de la época estalinista, desdeel que avanzaban las aguas indolentes

del gran río por el Anillo de losJardines. Cientos y cientos de ventanasrefulgían como pequeños acuarios aambos lados de la amplia avenida. Ytambién el fuego de neón de los cartelesy los gigantescos anuncios queescondían grandes heridas en las que seiban a edificar prótesis de variospisos… que no se iban a completarjamás.

Lo vio todo y comprendió que jamáslograría describir tamaña magnificenciacon palabras. Así pues, ¿iban a quedartan sólo los sepulcros derruidos,cubiertos de musgo del centro comercialy del elegante hotel?

***La muchacha no se había dejado ver,

ni en una ni en tres horas. Homero,intranquilo, la buscó por toda laestación, preguntó a los tenderos y a losmúsicos, preguntó a los centinelas quevigilaban el acceso a la Hansa[19].

Nada. Como si el suelo la hubieraengullido.

El viejo estaba desconcertado. Seencontraba una vez más frente a lapuerta de la habitación donde yacía elbrigadier. Era el último con quien habríaquerido hablar sobre la desaparición dela muchacha, pero ¿qué otra cosa podíahacer? Carraspeó y entró en la

habitación.Hunter estaba tendido, respirando

trabajosamente, con la mirada fija en eltecho. Su diestra reposaba sobre lacolcha, y en su puño cerrado seapreciaban rasguños recientes. Por lospequeños arañazos brotaba sangre queensuciaba la colcha, pero no parecía queel brigadier se diera cuenta.

—¿Cuándo podrás ponerte enmarcha? —le preguntó a Homero sinvolverse hacia él.

—Por mí, ahora mismo. —El viejotitubeó—. Sólo que… no encuentro a lamuchacha. Y tú, ¿cómo quieres viajar enese estado? Todavía estás…

—No me moriré —le replicó elbrigadier—. Además, la muerte no es lopeor. Recoge tus cosas. En una hora ymedia estaré en pie. Iremos a laDobryninskaya.

—A mí me bastará con una hora —se apresuró a decirle Homero—. Peroantes tengo que encontrarla. Quiero quevaya con nosotros… la necesito sinfalta, ¿entiendes…?

—Me marcharé dentro de una hora—lo interrumpió Hunter—. Contigo osin ti… y sin ella.

—No entiendo nada de nada.¿Dónde puede haberse metido? —Homero suspiró, decepcionado—. Si

supiera…—Yo lo sé —le dijo el brigadier, sin

cambiar de cara—. Pero está en un lugardonde no podrás ir a buscarla. Recogetus cosas.

Homero retrocedió y parpadeó.Estaba acostumbrado a fiarse delsobrehumano olfato de su compañero,pero en ese momento se negó a prestarlecrédito. ¿Y si Hunter le mentía denuevo? En esta ocasión, paradesprenderse de un lastre superfluo.

—Me había dicho que tú lanecesitabas…

—Te necesito a ti. —Hunter sevolvió hacia él—. Y tú me necesitas a

mí.—¿Para qué? —dijo Homero en voz

muy baja.El brigadier alcanzó a oírlo.—Son muchas las cosas que

dependen de ti.Hunter cerró lentamente los

párpados y los abrió de nuevo. Homerose llevó la impresión de que elimplacable brigadier quería guiñarle elojo, y la frente se le cubrió de sudorfrío.

La cama crujió, y Hunter seincorporó. Apretaba los dientes confuerza.

—Vete. Recoge tus cosas para que

estés listo cuando llegue el momento.Antes de salir de la habitación,

Homero se detuvo unos instantes yrecogió del suelo la polvera de colorrojo, abandonada en un rincón. Lacubierta tenía una grieta, las bisagrasestaban torcidas y estropeadas.

El espejito se había roto.Homero se volvió, irritado, y le dijo

a Hunter:—No me puedo marchar sin ella.***La monstruosidad medía casi el

doble que Sasha. Su cabeza llegabahasta el techo. Sus zarpas colgaban hastarozar el suelo.

Sasha sabía que aquellas bestiaseran veloces como el rayo. Sabía queatacaban con inimaginable celeridad. Sila criatura hubiese querido capturarla, sihubiera querido matarla en el acto, lehabría bastado con emplear una sola desus extremidades. Pero, por motivosdesconocidos, el animal vacilaba.

No habría servido de nadadispararle, y de todos modos Sasha nohabría tenido tiempo para apuntar. Dioun paso titubeante hacia atrás, endirección al corredor. La monstruosidademitió una especie de gemido, avanzótorpemente hacia la muchacha… pero nosucedió nada más. El monstruo se

detuvo una vez más y la contempló consu ciega mirada.

Sasha se atrevió a dar un paso más.Y otro. Sin perder de vista al animal, sinmostrarle su miedo, se acercó poco apoco a la salida. La criatura la seguía,como hechizada, a pocos metros dedistancia, como si hubiese queridoacompañarla hasta la puerta.

Cuando se hallaba tan sólo a diezmetros del insoportable resplandor de laentrada, Sasha no pudo contenerse más yechó a correr. El animal bramó y selanzó a perseguirla.

Sasha corrió a toda velocidad, conlos ojos cerrados, hasta que tropezó, dio

un brinco y resbaló por el suelo áspero yduro.

Estaba convencida de que lamonstruosidad le daría alcance encualquier momento y la haría pedazospero, por el motivo que fuera, superseguidor la dejó marchar. Pasó unlarguísimo minuto, y luego otro…alrededor de la muchacha no había nadamás que silencio.

Sasha seguía sin abrir los párpados,y buscaba dentro de su bolsa losanteojos de fabricación casera que lehabía comprado al centinela. Estabanhechos con dos culos de botella, de uncristal verde oscuro, unas anillas de

hojalata que servían de montura y unacorrea de goma. Los anteojos se podíancolocar sobre la máscara de gas. Suscristales redondos encajaban a laperfección sobre los visores de lamáscara de goma.

Entonces pudo abrir los ojos. Poco apoco, levantó los párpados. Al principiocon precaución, sin levantar la cabeza,pero luego cobró ánimos y contempló elextraño lugar donde se encontraba.

En lo alto estaba el cielo. El cielode verdad, radiante, inconmensurable.Allí había más luz de la que ningúnreflector pudiera producir. Lo veía de ununiforme color verde. Había nubes

bajas, pero entre éstas se divisaba unverdadero abismo.

¡El sol! Había alcanzado a verlo trasuna capa de nubes especialmente fina:un círculo del tamaño de un pistón,impoluto en su blancura, tan brillantecomo para perforar los anteojos deSasha. La muchacha se volvió, asustada,aguardó unos instantes y le dirigió otramirada fugaz. Sintió cierto desengaño: alfin y al cabo, no era nada más que unagujero resplandeciente en el cielo.¿Para qué tanta divinización? Pero, no.Tenía un hechizo, un poder de atracción,algo que emocionaba. La puerta por laque Sasha había abandonado la

tenebrosa cueva donde moraban lasbestias resplandecía con una luz casi tanintensa como aquélla. La muchachapensó, de pronto: ¿Y si el sol fueratambién una salida por la que se pudierallegar a un sitio donde jamás oscurece?¿Y si era posible salir de la Tierra, igualque había sido posible salir delsubsuelo? Se dio cuenta de que el soldesprendía un calor débil, apenasperceptible. Como si se hubiera tratadode un ser vivo.

Sasha se hallaba en un pétreo erial.A su alrededor había casas viejas enruinas. Sus negras ventanas sumabanhasta diez pisos. Eran edificios muy

altos y los había en número incalculable.Se interponían unos delante de otros, seagolpaban como para ver mejor a Sasha.Detrás de los elevados edificios habíaotros aún más altos, y detrás de estosúltimos se divisaban los contornos deverdaderos gigantes.

¡Era increíble, pero Sasha alcanzabaa verlos todos! Estaban todos elloscoloreados de aquel estúpido colorverde, igual que el suelo bajo sus pies yel aire, y el cielo sin fondo,resplandeciente, demencial. Pero, contodo, la muchacha alcanzaba acolumbrar inimaginables lejanías.

Aun cuando sus ojos se hubieran

acostumbrado desde hacía mucho tiempoa la oscuridad, estaban hechos para laluz. En las horas nocturnas que habíapasado frente al barranco dondeempezaba el puente, había divisado tansólo los feos edificios que se hallaban aun máximo de cien metros de la puertahermética. Detrás de éstos, la oscuridadera impenetrable, y la propia Sasha,nacida bajo tierra, no había logrado vermás allá.

Nunca jamás se había preguntado enserio cuán grande sería el mundo enaquel que vivía. Para ella sólo habíaexistido, desde siempre, el pequeño yoscuro receptáculo donde vivía. Unos

centenares de metros en cualquierdirección. Más allá empezaba el abismofinal, el límite del universo, la absolutaoscuridad. Y aunque supiera que laTierra, en realidad, era mucho másgrande, no había sido nunca capaz dehacerse una imagen de ella.

En ese momento comprendía cuándesesperado habría sido el intento.

Por extraño que parezca, no sentíaningún miedo, aunque estuviera sola enel desierto inconmensurable. En otrotiempo, cuando se arrastraba por el túnelhasta el barranco, se había sentidosiempre como si alguien la hubierasacado por la fuerza de un caparazón.

Pero en aquel momento se sentía comosi hubiera podido liberarse de él. A laluz del día, los peligros se veían venirdesde lejos, y Sasha tendría tiempo desobra para esconderse y defenderse. Ydespertaba dentro de ella, tímidamente,un sentimiento desconocido hastaentonces: el de haber llegado a su hogar.

El viento agitaba en lo alto unamaraña de ramas cubiertas de pinchos,aullaba con monotonía entre las hilerasde edificios agrietados, le acariciaba laespalda a Sasha, le insuflaba valor, ledaba ánimos para explorar aquel mundonuevo.

De todas maneras, no podía hacer

otra cosa: para volver a la red de metrohabría tenido que entrar de nuevo en eledificio en el que se hallaban lashorrendas criaturas. Y seguramentehabrían despertado. Sus pálidos cuerposaparecían de vez en cuando por laspuertas y desaparecían de nuevo, alinstante. Estaba claro que la luz del díalas molestaba. Pero ¿qué sucederíacuando se hiciese de noche? Sashaquería ver, antes de que le llegase lamuerte, algunos de los lugares que lehabía descrito el viejo. Por lo tanto,tendría que alejarse de allí lo antesposible.

Echó a correr.

Nunca en su vida se había sentidotan diminuta. Le parecía increíble quelos gigantescos edificios fuesen obra dehombres no más grandes que ella. ¿Paraqué los habrían utilizado? ¿Acaso loshombres de antes eran ya una estirpedegenerada y atrofiada? ¿La naturalezalos había preparado para la difícil vidaque llevarían en la estrechez de lostúneles y las estaciones? Aquellosedificios debían de haber sido erigidospor los orgullosos antepasados de lospequeños hombres de su tiempo.Criaturas vigorosas, corpulentas,imponentes, como las casas en las quehabían vivido.

Más allá los edificios quedabancomo separados, y la tierra estabacubierta de una corteza semejante a lapiedra, de color grisáceo, que enalgunos puntos se había agrietado. Derepente, el mundo se había vuelto másgrande todavía: desde allí se le abrióuna panorámica en la lejanía que ledetuvo el corazón. La cabeza empezó adarle vueltas.

Se agachó junto a la pared de unpalacio, cubierta de musgo y moho. Lachata torre del reloj parecía sostener lasnubes. La joven trató de imaginarsecómo habría sido la ciudad cuando aúnestaba viva…

Por la calle —sin duda alguna, aquelsitio debía de ser una calle— caminabanhombres y mujeres altos y bellos,envueltos en vestidos de magníficoscolores, a cuyo lado las vestimentas máslujosas de la Paveletskaya pareceríanpobres y ridículas.

Mezclados con la abigarradamultitud, circulaban los automóviles,que se parecían a los vagones de metro,pero eran tan pequeños que sólo cabíancuatro viajeros en cada uno de ellos.

Las casas se veían menos lúgubres.Las ventanas no eran agujeros negros,sino que sus cristales limpios relucíancual relámpago. Sasha se imaginó

puentes pequeños y ligeros que aquí yallá, a diferentes alturas, unían losedificios.

El cielo tampoco estaba vacío:aviones de indescriptible tamaño losurcaban, y sus panzas casi rozaban lostejados. Su padre le había contado unavez que volaban sin mover las alas, peroSasha se los imaginaba comogigantescas e indolentes libélulas, cuyasalas vibraban con movimiento casiimperceptible y reflejaban débilmentelos rayos verdosos del sol.

Y se puso a llover.Lo que caía del cielo era únicamente

agua, pero la sensación fue abrumadora.

El agua del cielo no se llevó consigo tansólo la mugre y la fatiga. Eso lo habíanhecho ya los chorros de agua calienteque brotaban de la ducha. No, esa aguala purificaba por dentro, le otorgaba elperdón por todos sus errores. Era unaablución mágica que la libraba de todala amargura que había albergado en sucorazón, la renovaba y rejuvenecía, y leinsuflaba el deseo de vivir y las fuerzasnecesarias para ello. Exactamente comole había dicho el viejo…

Sasha creía tanto en ese mundo, lodeseaba con tanta fuerza, que finalmenteempezó a verlo. Oía el leve murmullo dealas transparentes en las alturas, el

alegre gorjeo de la multitud, el rítmicoavance de las ruedas de metal y elsusurro de la cálida lluvia. Y, derepente, llegó nuevamente a sus oídos lamelodía que había oído el día anterior yque se entremezcló con el resto delconcierto…

Un doloroso aguijón le atravesó elpecho. Se puso en pie y corrió por lacalle al encuentro de la muchedumbre,esquivó los diminutos vagones que seocultaban entre el gentío y ofreció entodo momento su rostro a las gruesasgotas de lluvia. El viejo había tenidorazón: era magnífico, hermoso como uncuento de hadas. Bastaba con apartar el

moho y la pátina del tiempo para que elpasado reluciera de nuevo, igual que losmosaicos de colores y los relieves debronce de las estaciones abandonadas.

Se detuvo a la orilla de un río verde.El puente que antaño había permitidocruzarlo había quedado cortado por elextremo más cercano a la muchacha. Eraimposible pasar a la otra orilla…

La magia se desvaneció.La imagen que hacía tan sólo unos

instantes le había parecido tanverdadera, tan llena de color, palidecióy desapareció. Las casas vacías yabrasadas, la piel arrancada de lascalles, la hierba esteparia de dos metros

de altura que las flanqueaba, la florestasalvaje e impenetrable que habíaengullido los restos del paseo fluvial…eso era todo lo que quedaba de sumaravilloso mundo de fantasmas.

Sasha se sintió herida en lo másprofundo de su ser. Nunca jamás podríaver aquel mundo con sus propios ojos.No le quedaba más que elegir entre lamuerte y el regreso a la red de metro. Entodo el mundo no había seres humanostan altos, ataviados con vestidos decolores como aquéllos. Aparte de ella,no había ni un alma viviente en esa calletan ancha, esa calle que terminaba en unpunto muy lejano, allí, donde el cielo y

la ciudad abandonada se unían.Hacía un tiempo soberbio. Ni una

gota de lluvia.Sasha no podía ya llorar. Sólo

quería morirse.Como en respuesta a sus deseos, una

gigantesca sombra negra desplegó susalas sobre ella.

***¿Qué podía hacer Homero? ¿Dejar

que se marchara el brigadier, abandonarsu libro y quedarse en la estación hastaque hubiera encontrado a la muchacha?¿O borrarla para siempre de su novela,seguir a Hunter y acechar, cual araña,hasta que una nueva heroína cayera en

sus redes?La razón le prohibía a Homero

separarse del brigadier. Si no, ¿para quéhabía emprendido aquel viaje? ¿Paraqué se había puesto a sí mismo y almetro entero en peligro de muerte? Notenía ningún derecho a arriesgar su obra:lo único que justificaba las muertes quese habían producido y las que aún seiban a producir.

Pero, al recoger del suelo el espejitoroto, lo tuvo muy claro: si se marchabade la Paveletskaya sin haber averiguadoel destino de la muchacha, seríaculpable de traición. Tarde o temprano,él y su libro tendrían que sufrir el

castigo. No podría expulsar jamás aSasha de sus recuerdos.

No importaba lo que dijera Hunter:Homero tendría que hacer todo lo queestuviera en su mano para encontrar a lajoven, o, por lo menos, paraconvencerse de que ya no vivía. Porello, el viejo emprendió la búsquedacon fuerzas renovadas.

¿La Línea de Circunvalación? Enabsoluto. La muchacha no teníadocumentos y no había podido entrar enla Hansa. ¿Las habitaciones que seencontraban bajo el pasillo? Homero lasinspeccionó desde la primera hasta laúltima. Preguntó a todo el mundo si se

habían fijado en una joven. Por fin,alguien le contó que le parecía haberlavisto, y que llevaba un traje aislante.Homero no daba crédito a sus oídos. Alfin, el rastro de Sasha lo llevó hasta elpuesto de vigilancia que se encontrabaal pie de la escalera mecánica.

—¿Y a mí qué me importa? —lerespondió, indolente, el guardia que sehallaba en la cabina—. Que se marche,si quiere. Si hasta le he pasado unasgafas que estaban muy bien… pero tú nosubes, hoy ya me he ganado unabronca… Nuestros visitantes nocturnostienen arriba su guarida. Ahí no vanadie. Cuando me ha pedido que la

dejara salir, casi me entra un ataque derisa. —Tenía las pupilas grandes comocañones de pistola, clavadas en lalejanía. No miraba a Homero—. Damedia vuelta, abuelo. Pronto oscurecerá.

¡Hunter lo sabía! Pero ¿por quéhabía dicho que él no lograría hacervolver a la muchacha? ¿Era posible queSasha aún viviera?

Regresó precipitadamente alhospital. Iba tropezando de puronerviosismo. Llegó al pasillo inferior,descendió por las estrechas escaleras,abrió violentamente la puerta sinllamar…

La habitación estaba vacía: ni

Hunter ni sus armas se encontraban allí.Tan sólo las vendas manchadas desangre seca tiradas por el suelo. Y, juntoa éstas, la cantimplora vacía. El trajeaislante a medio descontaminar habíadesaparecido de la habitación contigua.

El brigadier había abandonado aHomero. Como a un chucho que se havuelto pesado.

***El ser humano recibe señales. Ésa

había sido desde siempre la convicciónde su padre. Había que prestarlesatención y saber descifrarlas.

Sasha miró hacia lo alto y se quedóhelada. Si alguien hubiera querido

enviarle un mensaje, difícilmente habríapodido pensar en uno más evidente.

No muy lejos del puente destruidosobresalía de la negra espesura una torreantigua, de forma cilíndrica, rematadapor una cúpula adornada de maneraextraña. Era el edificio más alto de lazona. Se reconocían sus años: profundasgrietas atravesaban las paredes, y latorre entera se inclinaba peligrosamente.Se habría caído mucho antes, de no serpor una maravilla que la sostenía…¿cómo había podido pasarle por altohasta entonces?

Un gigantesco vegetal trepadorcrecía en torno a la edificación. Aunque

su tallo fuera, por supuesto, más delgadoque la torre misma, debía de ser lobastante fuerte como para aguantar eledificio que lentamente se hacíapedazos. La asombrosa planta seenroscaba en espiral. De su tallo partíanramas más delgadas y, de éstas, otrasaún más delgadas, y todas ellas tejíanuna especie de red que mantenía la torreen su lugar.

Antaño, sin duda alguna, había sidotan débil y flexible como sus retoñosmás jóvenes y tiernos. En otro tiempo sehabía adherido a los saledizos ybalcones de la torre, que por aquelentonces habían parecido eternos e

indestructibles. Si la torre no hubierasido tan alta, el vegetal tampoco habríapodido crecer hasta hacerse tan grande.

Desconcertada, o más bienhechizada, Sasha contempló la planta,así como el edificio que ésta habíasalvado. Todo volvió a tener sentidopara ella, y recobró la voluntad deluchar. Fue extraño, desde luego, porquesu situación no se había alterado en lomás mínimo. Y con todo,inopinadamente, un diminuto brote verdede esperanza había logrado atravesar lacostra gris de su desesperación.

Sin duda, había faltas que no podríareparar jamás. Hechos que sólo habían

sucedido una vez, palabras que nopodría retirar. Pero, con todo, había ensu historia muchas cosas que sí podíacambiar, aunque todavía no supiera muybien cómo. Lo más importante era quesentía nuevas fuerzas dentro de sí.

Sasha creyó entender por qué labestia hambrienta no la había devorado:alguien había retenido al monstruo conuna cadena invisible para que la joventuviese una oportunidad.

Rebosante de gratitud, estabadispuesta a perdonar, dispuesta adiscutir de nuevo y pelear. Le bastaríacon que Hunter le hiciera la más mínimaalusión. Nada más que una señal.

De repente, el sol, en su ocaso, seoscureció, y luego volvió a dar luz.Sasha levantó la cabeza y vio por elrabillo del ojo una sombra negra que semovía a una velocidad vertiginosa.Había aparecido en lo alto. Por unsegundo, ocultó las estrellas del cielo.

Un silbido rasgó el aire, y luego unchillido ensordecedor. Y, como unaroca, un monstruo descendió sobreSasha desde el cielo. La muchacha, porinstinto, se arrojó cuerpo a tierra en elúltimo momento, y eso la salvó. Lasombra falló por un pelo. Un monstruogigantesco se deslizó con las alasdesplegadas a poca distancia del suelo,

se elevó nuevamente con un poderosoaleteo y empezó a volar en semicírculos.Estaba preparando un nuevo ataque.

Sasha empuñó el rifle, pero luegobajó de nuevo las manos. Ni siquierauna ráfaga frontal habría podido frenaral monstruo, y aún menos matarlo. ¡Y,además, habría tenido que dar en elblanco! Regresó al terreno despejadodel que había partido para su brevepaseo. No perdió el tiempo en pensarcómo regresaría a la red de metro.

El monstruo volador lanzó un gritode caza y se arrojó de nuevo sobre ella.Sasha se enredó con los holgadospantalones del traje aislante y cayó de

bruces en el suelo, pero consiguiótumbarse sobre la espalda y disparar unabreve ráfaga. Las balas asustaron a lacriatura por unos momentos, sin causarleheridas serias. Sasha aprovechó lospocos segundos que había ganado paraponerse torpemente en pie y correr hacialas casas más cercanas. Por fin sabíacómo protegerse de sus atacantes.

Las sombras que volaban en círculopor el cielo ya eran dos. Se sostenían enel aire con el pesado movimiento de susalas anchas y correosas. El plan deSasha era sencillo: moverse con elcuerpo pegado a la pared de losedificios para que los gigantescos e

imbatibles monstruos no pudieranagarrarla. ¿Cómo saldría luego deallí…? Pero ¿qué más daba? En esemomento no tenía otra alternativa.

¡Lo consiguió! Apretó el cuerpocontra la pared y aguardó, con laesperanza de que las terribles criaturasla dejasen en paz.

Pero no: era obvio que teníanexperiencia en la persecución de presasmucho más hábiles que Sasha.Aterrizaron —primero una, luego la otra— a unos veinte metros de la muchacha,y se acercaron a ella lentamente, con lasalas plegadas hacia atrás.

Una segunda ráfaga no las asustó,

sino que las enardeció todavía más.Parecía que las balas se quedaranclavadas en su grueso pellejo sinhacerles daño. El animal que más sehabía acercado a Sasha le enseñó losdientes: bajo su hocico prominente y sulabio negro plegado hacia arribaaparecieron unos colmillos torcidos yafilados como agujas.

—¡Al suelo!Sasha se dejó caer, sin pensar

siquiera en el origen de aquella voz.Inesperadamente se produjo a su ladouna explosión, y una abrasadora onda dechoque la envolvió. Al instante seprodujo una segunda. Se oyeron salvajes

chillidos animales y un rumor de alasque se alejaba.

La muchacha, titubeante, levantó lacabeza, tosió el polvo que se le habíametido en los pulmones y miróalrededor. A poca distancia, vio un hoyorecién abierto en la calzada, lleno hastaarriba de una sangre oscura y aceitosa.Y, al lado de éste, un trozo de alachamuscado, así como varios pedazosde carne, sin forma reconocible,calcinados.

Sobre la tierra yerma se acercaba,con pasos regulares y firmes, un hombrerobusto, vestido con un pesado trajeaislante.

¡Hunter!

La tomó de la mano, la ayudó aponerse en pie y se la llevó tras de sí.Luego, como si de pronto hubiesecambiado de opinión, la soltó. El visorde su casco era de cristal oscuro, y porello la muchacha no podía verle losojos.

—¡Pégate a mis talones! —le dijocon voz sorda a través de los filtros dela máscara—. Pronto oscurecerá.

Tenemos que marcharnos de aquí.Sin dignarse a echarle una mirada,

arrancó a correr.—¡Hunter! —le llamó la muchacha.

Trataba de reconocer a su salvador através de los cristales ahumados de supropia máscara.

Este hacía como si no la oyera, ySasha no tuvo otra opción queperseguirlo con todas sus fuerzas.Estaría furioso con ella, sin duda: habíatenido que sacar de apuros a aquellaestúpida muchacha por tercera vez.Pero, con todo, había ido hasta allí,había salido arriba tan sólo por ella,cómo podía dudarlo…

El brigadier dejó a la izquierda laguarida de monstruos por la que Sashahabía salido. Conocía otro camino. Giróa la izquierda desde la calle principal,pasó por debajo de un arco, dejó atrásvarias cajas de hierro cubiertas deherrumbre, le disparó a una sombraborrosa que se asomaba por una esquinay se detuvo, al fin, frente a un edificiopoco vistoso, de ladrillo, con lasventanas enrejadas. Sacó una llave yabrió un voluminoso candado. ¿Unrefugio? No, el edificio era una entradacamuflada: tras la puerta se encontrabauna escalera de hormigón que descendíahacia las profundidades en zigzag.

Hunter puso el candado por dentro ylo cerró. Encendió la linterna y empezóa bajar. Sobre las paredes enjalbegadasde color blanco y verde, muydesconchadas, se leían, una y otra vez,las palabras: ENTRADA-SALIDA,ENTRADA-SALIDA… el salvador deSasha añadió también un par degarabatos ilegibles. Visiblemente, habíaque escribir una anotación en la pareddel acceso secreto cada vez que se salía,y también al volver a entrar. Al lado dealgunos nombres faltaba la anotación deentrada.

El descenso fue más rápido de loque Sasha había imaginado: pese a que

la escalera no terminara allí, Hunter sedetuvo junto a una discreta puerta dehierro y llamó con el puño. Al cabo depocos segundos se oyó que, al otro lado,alguien corría un pestillo. Un hombredesgreñado, de barba rala, les abrió.Vestía un pantalón azul con rotos en lasrodillas.

—¿Quién es éste? —preguntó,desconcertado.

—Lo he encontrado en el Anillo —exclamó Hunter—. Los pajaritos estabana punto de comérselo, y entonces hellegado yo con el lanzagranadas… eh,tú, ¿qué hacías allí?

Sasha se quitó la capucha, levantó la

máscara de gas…Y vio ante sí a un desconocido, con

el cabello rubio oscuro, cortado acepillo, ojos de color gris pálido, y unanariz como aplastada que parecíahaberse roto en alguna ocasión. Lamuchacha lo había sospechado, porquelos movimientos del hombre erandemasiado ágiles para un herido, suporte se veía distinto, no tan animal, y sutraje aislante tampoco era el mismo.Pero hasta el último momento no habíaquerido creérselo, y se había contado así misma todos los argumentosimaginables en sentido contrario.

El calor se le hacía insoportable, y

se arrancó la máscara de la cara.

***

Un cuarto de hora más tarde, Sashase encontraba al otro lado de lasfronteras de la Hansa.

—Disculpa, pero si no tienesdocumentos no puedes quedarte aquí. —En la voz de su salvador latía verdaderacompasión—. Quizá podríamos vernoshoy por la noche… sí… ¿quedamos enel corredor?

La muchacha asintió en silencio ysonrió.

¿Adónde iría?

¿Con él? No le corría ninguna prisa.Sasha no podía ocultar su decepción porel hecho de que, en esta ocasión, susalvador no hubiera sido Hunter. Porotra parte, tenía que solucionar un asuntoque no toleraba más demoras.

Dulces y tentadores, los sonidos dela maravillosa música llegaron a susoídos, pese al bullicio del gentío, lospies que se arrastraban por el suelo ylos gritos de los mercaderes. Era lamisma melodía que la había hechizadopocos días antes. Mientras la seguía,Sasha tuvo la sensación de volver acruzar una puerta por la que brotaba unaluz ultraterrena. ¿Adónde la llevaría en

esta ocasión?Docenas de oyentes se sentaban en

estrecho círculo en torno al músico.Sasha tuvo que abrirse paso aempellones para verlo. Por fin lo tuvodelante. Su melodía atraía a los sereshumanos con mágico poder, pero almismo tiempo los mantenía a ciertadistancia. Era como si todos ellosvolaran hacia una lumbre, pero ésta, almismo tiempo, amenazase conabrasarlos.

Pero Sasha no sentía ningún miedo.Era un hombre joven, alto, y

asombrosamente guapo. Aun cuando sele veía algo frágil, su cuidado rostro no

expresaba debilidad alguna, y sus ojosverdes no tenían nada de ingenuo. Suscabellos, largos y oscuros, le caíanordenadamente sobre la nuca. El vestidolo distinguía también entre la masahumana de la Paveletskaya, porque,aunque discreto, estabaextraordinariamente limpio.

Su instrumento se asemejaba a unode esos silbatos de fabricación caseraque se hacen para los niños con tubos dematerial sintético. Pero era más grande,negro, y tenía pistones de cobre. Aquellaflauta tenía algo de solemne, eindudablemente sería muy cara. Parecíaque los tonos que le arrancaba el

flautista provinieran de otro mundo y deotro tiempo. Igual que el propioinstrumento y su propietario.

Su mirada capturó al instante la deSasha, luego la soltó brevemente y enseguida la volvió a atrapar. La joven sesintió desconcertada. No le molestabahaber llamado la atención del muchachopero, de todas maneras, era la música loque la había atraído hasta él.

***

—¡Estás ahí! ¡Gracias a Dios!Era Homero, que se abría paso hasta

ella, jadeante y sudoroso.

—¿Cómo está? —le pregunto Sashasin mediar otra palabra

—¿Él no…? —empezó a decir elviejo, pero dejó la frase a la mitad, yluego añadió—: Ha desaparecido.

—¿Qué? ¿Adónde ha ido? —Sashase sintió como si le oprimieran elcorazón.

—Se ha marchado. Con todas suscosas. Me imagino que habrá ido a laDobryninskaya.

—¿No se ha dejado nada? —preguntó prudentemente la joven,ansiosa por oír la respuesta de Homero.

El viejo negó con la cabeza.—No, nada.

Alguien, entre la multitud, silbóenfadado. Homero enmudeció, escuchóla melodía y empezó a echar miradas dedesconfianza al músico y a la muchacha.Pero Sasha se había encerrado en suspensamientos.

Hunter la había echado, ciertamente,y luego se había marchado. Pero Sashaempezaba a comprender poco a pococuáles eran las extrañas reglas queguiaban los actos del brigadier. Si elcalvo se había llevado todas suspertenencias, absolutamente todas… esque quería que la joven no se rindiera,que no abandonase su camino, que lobuscara. Y eso es lo que haría Sasha, a

pesar de los pesares. Si tan sólo…—¿Y el cuchillo? —susurró—. ¿Se

ha llevado mi cuchillo? ¿El negro?Homero se encogió de hombros.—En su habitación no había nada.—¡Entonces, se lo ha llevado!Esa sencilla señal era todo lo que la

joven necesitaba.El flautista tenía talento, sin duda

alguna, y dominaba a la perfección suinstrumento, como si estuviera reciénsalido del conservatorio. En el estucheabierto a sus pies se había amontonadoun número tan grande de cartuchos quehabría podido alimentar con ellos a unapequeña estación, o incluso

exterminarla. «Ha obtenidoreconocimiento», pensó Homero, ysonrió con tristeza.

El viejo sabía que la melodía leresultaba familiar pero, por mucho quese esforzara en recordar dónde la habíaoído —en una película antigua, en unconcierto o en la radio—, no atinaba areconocerla. Lo que tenía de especialera que, una vez capturaba la atenciónde alguien, se volvía imposibleliberarse de ella. Había que escucharlahasta el final y luego aplaudir al músicohasta que empezara de nuevo a tocar.

¿Prokofiev? ¿Shostakovich? Losconocimientos musicales de Homero

eran demasiado escasos para identificaral compositor. Pero, independientementede quién hubiera escrito las notas, elflautista no se contentaba con tocarlas,sino que les prestaba un sonido y unsignificado propios. Hacía que cobraranvida. Un don por el que Homero leperdonó al joven, incluso, las miradasseductoras que le arrojaba una y otra veza Sasha, como un gatito a un lazo depapel.

Pero ya era hora de apartar a lamuchacha de él.

Homero aguardó a que la músicaenmudeciera y el público aplaudiese alflautista. Entonces agarró a Sasha por el

vestido húmedo, que aún olía a cloro, yla sacó del círculo.

—Yo ya he recogido mis cosas. Voya seguirlo —dijo mientras se alejabandel músico.

—Yo también —le respondió alinstante la muchacha.

—¿Entiendes bien en qué te estásmetiendo? —le preguntó Homero convoz apagada.

—Lo sé todo. Os estuve escuchando.—La muchacha le lanzó una miradadesafiante—. Una epidemia, ¿verdad?Él quiere abrasarlos a todos. A losmuertos y a los vivos. A la estaciónentera.

El viejo la contemplódetenidamente.

—¿Qué quieres de él?Sasha no respondió, y durante un

rato anduvieron el uno al lado del otro,en silencio, hasta que llegaron a unextremo de la estación que estabadesierto. Por fin, la muchacha habló,lentamente, escogiendo las palabras:

—Mi padre ha muerto. Por culpamía. Yo tengo la culpa. No puedodevolverle la vida de ninguna manera.Pero en esa estación hay otras personasque aún viven. Aún es posible salvarlas.Así pues, tengo que intentarlo. Se lodebo a él.

—¿Salvarlos? ¿De quién? ¿De qué?—le respondió el viejo con amargura—.La enfermedad es incurable, ya lo hasoído.

—De tu amigo. Ese hombre es mástemible que una enfermedad. Másmortífero. —La muchacha suspiró—. Elenfermo, por lo menos, conserva laesperanza. Siempre se encuentra alguienque ha logrado curarse. Uno entre mil.

Homero la miró con rostro serio.—¿Y cómo crees que podrás

detenerlo?—Ya lo hice una vez —le replicó,

insegura.¿No sobrevaloraba la muchacha sus

capacidades? ¿No se engañaba a símisma con la idea de que el implacablebrigadier también sentía algo por ella?Homero no quería desalentar a Sasha,pero le pareció que sería mejoradvertirla de inmediato.

—¿Sabes qué he encontrado en suhabitación? —El viejo se sacó delbolsillo la polvera abollada y se laentregó a Sasha—. ¿Has sido túquien…?

Sasha negó con la cabeza.—Entonces, ha sido Hunter.La muchacha levantó la tapa y

contempló su propia imagen en una delas esquirlas del espejito. Se acordó de

su última conversación con el calvo y delas palabras que éste había dicho, mediodormido, al entrar la joven pararegalarle el cuchillo. Recordó el rostrode Hunter cuando, a zancadas,empapado en sangre, se había arrojadocontra las garras de la monstruosidadpara que dejase marchar a Sasha, y paramatarla…

—No lo ha hecho por mí —dijo conresolución—. Sino por el espejo.

Homero enarcó ambas cejas.—¿Qué tiene que ver el espejo con

esto?—Tú mismo lo dijiste. —Sasha dejó

caer la tapa e imitó el tono magistral del

viejo—: «A veces merece la pena poderverse. Entonces se comprenden muchascosas sobre uno mismo.»

Homero resopló con irritación.—¿Piensas que Hunter no sabe quién

es? ¿O que se pasa el día preocupándosepor su cara? ¿Que por eso ha roto elespejo?

La muchacha se recostó contra unacolumna.

—No se trata de su exterior.—Hunter sabe muy bien quién es. Y

está claro que no le gusta que se lorecuerden.

—Tal vez lo haya olvidado. A veceshe tenido la sensación de que trata de

acordarse de algo. O que está sujeto conuna cadena a una vagoneta muy pesadaque desciende cuesta abajo, hacia lastinieblas, y no hay nadie que le ayude adetenerla. No sé explicarlo. Lopresiento cada vez que lo veo. —Sashaarrugó la frente—. Nadie más lo ve.Sólo yo. Por eso he dicho que menecesita.

—Claro, y por eso te ha dejado.—Yo lo he dejado. Y ahora tengo que

darle alcance antes de que seademasiado tarde. Aún están todos vivos.Aún podríamos salvarlos. Y tambiénsalvarlo a él.

Homero irguió la cabeza.

—¿De quién pretendes salvarlo?Sasha lo miró inquisitivamente. ¿El

viejo aún no había comprendido nada,pese a todos sus esfuerzos porexplicárselo? Entonces le respondió coninconmensurable seriedad:

—Del hombre del espejo.

***

—¿Este sitio está ocupado?Sasha se había distraído hurgando

con el tenedor en el guiso de carne ysetas, y se sobresaltó. Vio a su lado almúsico de ojos verdes, bandeja enmano. El viejo se había ido un momento

y su taburete estaba vacío. —Sí.—¡No existe ningún problema sin

solución! —Dejó la bandeja sobre lamesa, tomó un taburete vacío de la de allado y se sentó a la izquierda de Sasha.La muchacha no tuvo tiempo deprotestar.

—Si ocurre algo… recuerda que yono te he invitado —le advirtió la joven.

—¿Tu abuelo te va a reñir? —Leguiñó el ojo con aires de complicidad—. Permíteme que me presente, mellamo Leonid.

Sasha notó que la sangre se le subíaa las mejillas.

—Ese hombre no es mi abuelo.

—Ah, vaya —Leonid se llevó untrozo de carne a la boca y enarcó unaceja.

—Tienes mucha cara —le dijo lajoven.

El músico levantó el tenedor conademán instructivo, y dijo:

—Di, más bien, que soy testarudo.Sasha no pudo reprimir una sonrisa.—Tu confianza en ti mismo es

excesiva para mi gusto.—Confío en la humanidad entera —

murmuró él mientras masticaba—, peropor encima de todo confío en mí mismo,sí.

El viejo regresó, se detuvo tras el

fanfarrón e hizo una mueca dedescontento. Pero volvió a sentarse ensu taburete.

—Sasha, ¿no te parece que aquí haydemasiada gente? —dijo con ganas depelea, y miró como por casualidad almúsico.

—¡Sasha! —repitió éste en tonotriunfal, y levantó la mirada—.Encantado. Permítame que me presentede nuevo. Me llamo Leonid.

—Y yo, Nikolay Ivanovich —respondió Homero, malhumorado, y lomiró de reojo—. ¿Cuál era esa melodíaque tocaba antes? Me resultaba familiar.

—No es de extrañar. La he estado

tocando tres días seguidos —lerespondió Leonid, con especial énfasisen la última palabra—. La compuse yo.

—¿Es tuya? —Sasha dejó loscubiertos a un lado—. ¿Cómo se llama?

Leonid se encogió de hombros.—No tiene nombre. No había

pensado en ello. Y, por otra parte,¿cómo iba a expresar con palabras todolo que se contiene en ella? Y ¿para qué?

—Es muy bella —confesó la joven—. Extraordinariamente bella.

—Podría ponerle tu nombre —ledijo al instante el músico—. Te lomereces.

—No, gracias. —Sasha negó con la

cabeza—. Esa melodía tiene quequedarse sin nombre. Es lo másapropiado.

—También sería apropiadodedicártela. —Leonid se echó a reír,pero entonces se atragantó y se puso atoser.

—¿Has terminado? —Homero tomóla bandeja de Sasha y se puso en pie—.Tenemos que marcharnos. Discúlpenos,joven.

—¡No pasa nada! Ya he terminado.¿Podría acompañar durante un trecho ala joven dama?

—Dentro de poco saldremos deviaje —le respondió Homero con voz

cortante.—¡Qué maravilla! Yo también.

Tengo que ir a la Dobryninskaya. —Elmúsico puso cara de inocente—. ¿Noirán por casualidad en esa dirección?

—Sí, por casualidad —le respondióSasha, sorprendiéndose a sí misma. Susojos esquivaban a los de Homero, y, encambio, se volvían una y otra vez haciaLeonid.

El músico hacía gala de ciertaligereza, de un tono burlón en el que, sinembargo, no había ninguna maldad. Igualque un niño que blande una ramita,asestaba mandobles totalmenteinofensivos, por los que nadie habría

podido enfadarse, ni siquiera el viejo.Lanzaba sus indirectas como porcasualidad, en broma, y por ello Sashano podía tomárselas en serio. ¿Ademásqué había de malo en gustarle?

Por otra parte, la muchacha se habíaenamorado de su música mucho antes deconocerlo a él. Y la tentación dedisponer de su hechizo durante elcamino era demasiado fuerte.

***

Todo se debía a la música, porsupuesto.

El joven calavera, cual flautista de

Hamelín, atrapaba almas Cándidas consu vistosa flauta y utilizaba su talentopara corromper a todas las jóvenes quese ponían a su alcance. ¡Había llegadoal extremo de tratar de seducir aAlexandra, y Homero no sabía quéhacer!

Al principio el viejo se tragaba susestúpidas gracias, aunque fuera de malagana. Pero luego sintió que la cóleracrecía en su interior. También le irritó lafacilidad con la que Leonid consiguióque los centinelas de la Hansa, famosospor su severidad, los dejaran atravesarla Línea de Circunvalación en direccióna la Dobryninskaya. ¡Y sin documentos!

El músico entró con el estuche de laflauta repleto de cartuchos en eldespacho del jefe de estación, unpetimetre viejo y calvo, con unosbigotes que recordaban a las antenas deuna cucaracha de cocina, y volvió a salira paso ligero, con una sonrisa en loslabios.

De todas maneras, Homero no podíanegar que las habilidades diplomáticasdel joven le habían venido muy bien: ladresina con la que habían llegado a laPaveletskaya había desaparecido deldepósito al mismo tiempo que Hunter, ydar un rodeo les habría costado unasemana entera.

Pero el viejo estaba preocupado porla facilidad con la que el prestidigitadorhabía abandonado una estación dondeganaba tanto, y se había desprendido detodos sus ahorros, tan sólo paraacompañar a Sasha por el túnel. En otrocaso habría podido atribuirlo al amor,pero Homero estaba convencido: eljoven no quería nada serio con ella.Estaba acostumbrado a las victoriasfáciles.

El malhumorado Homero tenía lasensación de estar haciendo de carabina.Pero su vigilancia y sus celos tenían unbuen motivo: ¡Sólo le habría faltado quesu musa, la misma que se le había

aparecido de manera tan sorprendente,se le marchara con un músico callejero!Un personaje que, con perdón, eratotalmente superfluo.

Homero no tenía previsto darleningún papel en su novela, pero elmuchacho había subido descaradamentea la tribuna y había entrado en el relato.

***

—¿De verdad que no hay nadie másen el mundo?

Los tres se habían puesto en caminohacia la Dobryninskaya, acompañadospor tres centinelas. Los sueños más

osados se hacían realidad para quiensabía utilizar bien los cartuchos.

Sasha había explicado muybrevemente sus vivencias en lasuperficie, y luego había callado, y surostro se había ensombrecido. Homero yel músico se miraron: ¿Quién sería elprimero en tratar de confortarla?

El viejo carraspeó.—¿Hay vida más allá de la

MKAD[20]? ¿La joven generacióntambién se lo pregunta?

—Pues claro que la hay —respondióLeonid con una voz que le brotaba delpecho, una voz convencida—. No puedeser que no haya sobrevivido nadie. El

problema es que no podemoscomunicarnos con ellos.

—Yo, por ejemplo —dijo Homero—, he oído que en algún lugar, más alláde la Taganskaya, tiene que haber unpasadizo secreto que conduce a un túnelmuy interesante. Parece un túnel normal,de seis metros de diámetro, pero notiene vías. Es muy profundo. Seencuentra quizás a cuarenta o cincuentametros de la superficie. Y lleva hacia eleste…

—¿Se refiere al túnel que termina enlos búnkeres de los Urales? —lointerrumpió Leonid—. Se contaba lahistoria de un hombre que lo encontraba

por casualidad, tomaba una mochilarepleta de provisiones y se ponía enmarcha por el túnel…

—.. .y caminaba durante una semanasin detenerse —prosiguió Homero—,haciendo tan sólo pausas breves, hastaque no le quedaba comida y tenía quevolver. No llegaba a divisar el final deltúnel. Sí, los rumores cuentan que esetúnel llega hasta los búnkeres de losUrales. Y puede ser que allí quedealguien con vida.

—No parece muy probable —dijo elmúsico, bostezando.

Homero hizo como que no lo oía yse volvió hacia Sasha.

—Un conocido que vive en la Polisme contó que uno de sus operadores decomunicaciones había logrado contactarcon los ocupantes de un tanque. Pareceque lograron ocultarse a tiempo.Llevaron su vehículo a un parajedesierto donde nadie tuvo la idea debombardearlos…

Leonid asintió.—Esa historia también es conocida.

Cuando se les acabó el combustible,apostaron el tanque en una colina yconstruyeron a su lado un pequeñoasentamiento. Y durante algunos años secomunicaron todas las noches por radiocon la Polis…

—.. .hasta que el receptor se lesaverió —concluyó Homero,visiblemente irritado.

—¿Y qué me dice del submarino? —Su rival se desperezó—. Uno denuestros submarinos atómicos se hallabaen un viaje de largo recorrido, y alempezar el intercambio de proyectilesaún no había alcanzado su posición decombate. Cuando por fin emergió, todohabía terminado. El submarino atracó nomuy lejos de Vladivostok…

—.. .y, hasta el día de hoy, latripulación se provee con la energía desu reactor '—añadió Homero—. Hacemedio año conocí a un hombre que

contaba que había viajado en esesubmarino como oficial primero. Decíaque había atravesado el país entero enbicicleta y que por fin había llegado aMoscú. El viaje había durado tres años.

—¿Y habló usted personalmente conél? —le preguntó el cortés, pero atónitoLeonid.

—Por supuesto —replicó Homero.Las leyendas habían sido siempre su

violín de Ingres y no podía permitir queun pisaverde como aquél le ganara acontarlas. Aún guardaba en reserva unahistoria que para él tenía un especialvalor. Por supuesto que habría preferidocontarla en otro momento y no tener que

malgastarla en aquella estúpidacompetición. Pero se había dado cuentade que Sasha se reía de todas lasocurrencias del truhán, y por ellocontraatacó.

—¿Y conoce usted la de PolyarniyeZori?

—¿La de Polyarniye qué? —lepreguntó el músico, y se volvió hacia él.

—Ahora verá. —Homero esbozóuna leve sonrisa—. En el lejano norte,en la península de Kola, existe unaciudad llamada Polyarniye Zori. Unlugar abandonado de la mano de Dios. Amil quinientos kilómetros de Moscú, ypor lo menos a mil de San Petersburgo.

Lo que tiene más cerca es Murmansk ysus bases navales, pero el camino hastaallí también es largo.

—En una palabra: un pueblo de malamuerte —le respondió Leonid con unasonrisa burlona.

—En todo caso se encuentra a muchadistancia de todas las ciudades grandes,fábricas secretas y bases militares. Detodos los objetivos importantes. Todaslas ciudades que nuestro escudoantimisiles no logró proteger quedaronreducidas a escombros y cenizas. Y lasotras que sí estaban escudadas, y dondelos antimisiles funcionaron… —Homeromiró hacia lo alto—. En fin, todo el

mundo sabe lo que ocurrió con ellas.Pero también existen lugares contra losque nadie disparó. Porque norepresentaban ningún peligro para nadie.Como Polyarniye Zori.

—Ahora tampoco nos interesan anosotros —dijo el músico.

—Pues deberían interesarnos —lereplicó ásperamente Homero—. Porqueno muy lejos de Polyarniye Zori seencuentra la central nuclear de Kola.Una de las más potentes del país. En sutiempo proveía de electricidad aprácticamente todo el norte de Rusia.Millones de seres humanos. Yo soy deArkhangelsk, y sé muy bien de qué

hablo. Cuando estudiaba en la escuelafuimos de excursión allí. Se trata de unaverdadera fortaleza, de un estado dentrodel Estado. Tenían allí un pequeñoejército, territorios cultivables y plantasprocesadoras. Vivían en la más absolutaautarquía. ¿Por qué tendría que habercambiado su vida después de una guerraatómica? —Y sonrió tristemente.

—Quiere usted decir…—San Petersburgo ha dejado de

existir. Murmansk y Arkhangelsk,también. Millones de seres humanosperecieron, las fábricas y las ciudadesquedaron reducidas a cenizas. PeroPolyarniye Zori sobrevivió. Y la central

nuclear también está intacta. A varioskilómetros a la redonda no hay nada másque nieve. Nieve y hielo, lobos y osospolares. No tiene ninguna conexión conel centro. Y disponen de combustiblesuficiente para mantener con vidadurante algún tiempo a una gran ciudad.Quiero decir que tenían suficiente paraproveerse de energía a sí mismos, yquizá también a su entorno inmediatodurante unos cien años. Les resultaráfácil pasar el invierno.

—Un arca —susurró Leonid—. «Yen cuanto hubo terminado el diluvio ylas aguas descendieron, se posó sobre elmonte Ararat…»

—Exacto. —El viejo asintió con lacabeza.

—¿Cómo sabe usted todo eso? —Enla voz del músico se reflejaban a untiempo la ironía y el tedio.

—Trabajé en otro tiempo comooperador de comunicaciones —lereplicó Homero en tono esquivo—. Yestaba dispuesto a encontrarsupervivientes en mi región de origen.

—¿De verdad que han podidosobrevivir tan al norte?

—De eso estoy seguro. Han pasadodos años desde la última vez quecontacté con ellos. Pero piense usted loque eso significa: electricidad y calor

para un siglo entero. Disponen detecnología médica, ordenadores,bibliotecas electrónicas. ¿Cómo lo iba asaber usted? En toda la red de metroentera se han conservado sólo dos, y sonprácticamente de juguete. Y eso queestamos en la capital. —Homero sonriócon amargura—. Pero si en alguna otraparte han sobrevivido seres humanos, noaisladamente, sino en grandesasentamientos, habrán regresado al sigloxvii o a la Edad de Piedra. Teas,rebaños, chamanes. Un tercio de susniños morirán al nacer. Ábacos yescritos sobre corteza de abedul. Nohabrá nada, salvo la granja de uno

mismo, y uno o dos caseríos vecinos. Undesierto sin seres humanos. Lobos, osos,mutantes. Porque la civilizaciónmoderna tiene su fundamento en laenergía eléctrica. —Carraspeó y miró enderredor—. Si aquí nos quedáramos sinelectricidad, las estaciones dejarían defuncionar, y sería nuestro fin. Despuésde que miríadas de seres humanos hayantrabajado a lo largo de los siglos paraedificar nuestra civilización, todollegaría repentinamente a su fin. ElHomo Sapiens debería empezar denuevo. Pero ¿quién sabe cómo lo haríaesta vez? Y ahora imagínese usted: ¡Enuna situación como ésta, un puñado de

seres humanos goza de un período degracia de un siglo entero! Tenía ustedrazón: es un arca de Noé. Una provisióncasi ilimitada de energía. El petróleohay que extraerlo y luego refinarlo. Paraobtener gas, hay que hacer perforacionesy luego transportarlo por medio detuberías a millares de kilómetros dedistancia. ¿Habría que regresar a lamáquina de vapor? ¿O a algo másprimitivo todavía? —Tomó de la mano aSasha—. Yo te digo que el ser humanono está en peligro de extinción. Nosreproducimos como cucarachas. Pero lacivilización… la civilización sí necesitaque alguien la preserve.

—Entonces ¿existe allí unacivilización?

—No se preocupe. Los ingenierosatómicos son nuestra inteligenciatecnológica. Sin duda alguna, lascondiciones que imperan allí sonmejores que las nuestras. PolyarniyeZori ha crecido bastante durante estasdos décadas. Retransmitenperiódicamente una señal: «A todos lossupervivientes…» Con sus coordenadas.Eso significa que siguen llegandopersonas hasta allí.

—¿Cómo es que nunca había oídohablar de ellos? —murmuró el músico.

—Somos muy pocos los que estamos

al corriente. Su longitud de onda esdifícil de captar desde aquí. Pero, silogra disponer usted de unos años sinpreocupaciones, inténtelo. —Homerosonrió—. La palabra clave es: «Últimopuerto».

Leonid meneó la cabeza.—Yo tendría que estar al corriente.

Me dedico a recopilar información deese tipo. ¿Y de verdad que han podidovivir en paz?

—Qué le voy a contar… en esaregión no hay nada más que nieve yhielo. La naturaleza se habrá adueñadode las aldeas y pequeñas ciudades quepudiera haber en las cercanías. Por

supuesto que han sufrido los ataques decuadrillas de bárbaros. Y también deanimales salvajes, si es que noscontentamos con llamarlos así. Pero noles faltan armas. Están dispuestos aempuñarlas en todo momento, y tienencentinelas a lo largo del perímetro.Alambradas electrificadas, torres devigía. En suma: una fortaleza. Durante laprimera década, todavía con el ímpetuinicial, se protegieron mediante unaempalizada. Por otra parte, hanexplorado el entorno. Llegaron hastaMurmansk, aunque se encontrara adoscientos kilómetros. Ahora, en vez dela ciudad, solo hay un gigantesco cráter

calcinado. También quisieron emprenderuna expedición hacia el sur, en direccióna Moscú. Pero se lo desaconsejé. ¿Paraqué iban a correr tantos riesgos? Cuandolos niveles de radiactividad desciendan,podrán colonizar nuevos territorios.Pero, entre tanto, no tenemos nada queofrecerles. Un cementerio. Nada más. —Homero suspiró.

—Sería curioso —dijo Leonid—que la humanidad, después deaniquilarse mediante el poder del átomo,se salvara gracias a ese mismo poder.

—Sí, muy curioso. —El viejo ledirigió una mirada sombría.

—Como en la historia de Prometeo,

el que robó el fuego. Los dioses lehabían prohibido que entregara el fuegoa los hombres. Pero él quiso sacar a loshombres del fango, de la oscuridad y elfrío…

—Ya lo he leído —lo interrumpióHomero con voz envenenada—. Mitos yleyendas[21] de la Grecia antigua.

—Un mito profético. Es lógico quelos dioses estuvieran en contra. Sabíancómo terminaría todo.

—Pero es el fuego lo que hizo que elhombre fuera hombre.

—¿Quiere usted decir que si elhombre no tuviera electricidad setransformaría de nuevo en animal?

—Quiero decir que, si no tenemoselectricidad, retrocederemos doscientosaños. Y si a eso le añadimos que tansólo ha sobrevivido uno de cada mil, yque hay que volver a construirlo,descubrirlo e investigarlo todo,tendríamos que pensar más bien enmedio milenio. Puede que jamásvolvamos a vivir como antes. ¿Acasoestá usted en desacuerdo?

—No, no —contestó Leonid—.Pero¿seguro que lo único importante es laelectricidad?

—¿Qué, si no? —Homero levantóbruscamente ambos brazos.

El músico lo escudriñó con una

mirada larga y extraña, y se encogió dehombros.

El silencio se prolongó. Homerohabía percibido el final de laconversación como una victoria: por fin,la muchacha había dejado de comersecon los ojos al descarado joven y sehabía ensimismado en sus pensamientos.Les faltaba poco para llegar a laestación cuando Leonid, de repente,dijo:

—Bueno… ahora seré yo quiencuente una historia.

Homero puso cara de fatigado, perotuvo la condescendencia de asentir.

—Al otro lado de la Sportivnaya,

antes de llegar a los restos del Puente deSokolnichesky, el túnel principal sebifurca, y una ramificación termina en uncallejón sin salida. En su extremo seencuentra una reja, y, detrás de ésta, unapuerta de seguridad cerrada. Ha habidovarios intentos de abrirla, pero todosellos han fracasado. Prácticamenteninguno de los aventureros que llegóhasta allí ha conseguido regresar. Suscadáveres han aparecido dentro de lared de metro, en lugares muy alejados deése.

Homero hizo una mueca.—¿La Ciudad Esmeralda?—Se sabe muy bien —prosiguió

Leonid, sin hacerle caso— que el Puentede Sokolnichesky se vino abajo elprimer día. Eso significa que todas lasestaciones que se encuentran al otro ladoquedaron desligadas de la red de metro.Se suele dar por seguro que allí nosobrevivió nadie, aunque no existaninguna manera de comprobarlo.

Homero hizo un gesto deimpaciencia.

—La Ciudad Esmeralda.—También se sabe que la

Universidad de Moscú se edificó sobreterreno blando. El gigantesco edificio sesostenía tan sólo porque unas poderosasmáquinas refrigeradoras que se

encontraban en el sótano manteníancongelado el suelo pantanoso. Si no, sehabría hundido hace tiempo en el río.

—Ese argumento está muy trillado—le reprochó el viejo. Había entendidoadonde quería ir a parar Leonid.

—Han pasado más de veinte años,pero el edificio abandonado sigue enpie.

—¡Porque todo eso del suelopantanoso son paparruchas!

—Se rumorea que debajo de launiversidad no se encuentra un simplesótano, sino un gigantesco refugioantiaéreo de diez pisos de profundidad.Allí están las máquinas refrigeradoras y,

aún más importante, un reactor atómico,viviendas y corredores que llevan hastalas estaciones de metro vecinas, eincluso hasta Metro-2.

Leonid miró a Sasha con ojosgrandes y terribles. La muchacha nopudo evitar una carcajada.

—Todas esas historias ya las hemosoído cientos de veces —comentóHomero con desprecio.

—Parece que allí se encuentra unaverdadera ciudad subterránea —siguiódiciendo el músico con voz soñadora—.Una ciudad cuyos habitantes no hanmuerto, sino que han asumido comotarea volver a reunir con el sudor de su

frente los saberes ahora perdidos, yservir a la belleza. No escatiman mediospara emprender expediciones a lasgalerías, museos y bibliotecas que sehan conservado en la superficie. Cuandocrían a sus hijos, le dan mucho valor aque éstos sepan apreciar la belleza.Reinan entre ellos la paz y la armonía,su única ideología es la ilustración y suúnica religión, el arte. Sus paredes noestán pintadas con un par de feoscolores, sino decoradas conmaravillosos frescos. Por los altavocesno se oyen órdenes ni sirenas de alarma,sino Berlioz, Haydn y Chaikovsky.

Imagináoslo: todos sus habitantes

citan a Dante de memoria. Aunque sólofuera por eso, los hombres que vivenallí son como los de antes. O… no, nocomo los del siglo xxi, sino como los dela Antigüedad. Sí, desde luego, todosellos han leído Mitos y leyendas. —Leonid le sonrió al viejo, como si lehubiera tenido por tonto—. Libres,animosos, bellos y sabios. Justos ymagnánimos.

—¡Eso sí que no lo había oídonunca! —Homero conservaba laesperanza de que el truhán no le robara ala muchacha.

—Los habitantes del metro lo llamanla Ciudad Esmeralda. Pero sus

habitantes prefieren otro nombre.—Ah, ¿y cuál es? —le preguntó

Homero.—Arca.—¡Idioteces! ¡Nada más que

idioteces! —El viejo resopló y se dio lavuelta.

—Por supuesto —dijo el músico—.No es más que una historia.

***

En la Dobryninskaya reinaba elcaos. Homero miraba en todasdirecciones, desconcertado y temeroso aun tiempo. ¿Sería todo un engaño?

¿Podía ocurrir algo semejante en laLínea de Circunvalación? Parecía comosi alguien acabara de declarar la guerraa la Hansa.

Por el túnel que les quedaba al ladose asomaba una dresina de transporte ysobre ésta había varios cadáveres,amontonados de cualquier manera.Enfermeros militares con delantal losbajaban y los depositaban sobre la telade una tienda de campaña. A uno lefaltaba la cabeza, otros tenían el rostrodesfigurado, a otros se les salían losintestinos…

Homero le tapó los ojos a Sasha.Leonid respiraba pesadamente. Apartó

la cara.—¿Qué ha sucedido? —le preguntó

a uno de los enfermeros un miembro dela escolta que los acompañaba.

—Han pelado a los centinelas queteníamos en el Gran Distribuidor. Todoshan muerto, sin excepción. No haysupervivientes. Y nadie sabe quién hasido. —El enfermero se secó las manoscon el delantal—. ¿No tendrías nadapara fumar? Me tiemblan las manos.

El Gran Distribuidor, tambiénconocido como Intersección Central, erauna telaraña de vías que se ramificabadetrás de la Paveletskaya y enlazabacuatro líneas: la de Circunvalación, la

Gris, la Naranja y la Verde.Homero se había imaginado que

Hunter iría por ese camino. Era el máscorto. Pero estaba vigilado siempre porfuertes destacamentos de la Hansa.

¿Para qué el derramamiento desangre? ¿Acaso le habrían disparadoellos primero? ¿O es que no lo habíanvisto venir en la oscuridad? ¿Dónde seencontraría en aquellos momentos? Oh,Dios mío, una cabeza sin cuerpo… ¿porqué lo había hecho?

Homero pensó en el espejito roto yen las palabras de Sasha. ¿Acaso lamuchacha tenía razón? Quizás elbrigadier luchara contra sí mismo, tal

vez quisiera evitar los asesinatosinnecesarios, pero no lograradominarse… ¿Había destrozado elespejo para aniquilar al hombre odiosoy terrible en el que se estabatransformando?

No. Hunter no había visto a ningúnhombre en el espejo, sino a un monstruo.Había tratado de liquidarlo, pero nohabía hecho otra cosa que romper elcristal y, así, en vez de un único reflejo,se había encontrado con una docena deellos.

Pero ¿y si…? Homero contempló alos enfermeros. Subían al andén elúltimo de los ocho cadáveres de la

dresina… ¿Y si el que había devuelto lamirada desde el espejo no era más queun hombre desesperado? ¿El Hunter deantes?

¿Y si ese nuevo Hunter, el Huntermonstruoso, se había impuesto ya al otroy guiaba las acciones del brigadier?

¿Qué hace humano al serhumano? Lleva más de un millón deaños en este mundo. Sin embargo, lamágica transformación que hizo de esteanimal gregario e inteligente algototalmente nuevo tuvo lugar hará unosdiez mil años. Pensemos: durante el 99por ciento de su historia, el ser humanose ha escondido en cuevas y hamasticado carne cruda, sin medios

para darse calor, ni para crearherramientas, ni siquiera armas. Nisiquiera sabía hablar de verdad.Tampoco sus emociones diferíansustancialmente de las de los simios ylos lobos: hambre, miedo, apego,preocupación, satisfacción. ..

¿Cómo pudo aprender, en apenasunos siglos, a construir, pensar y ponerpor escrito lo pensado? ¿A transformarla materia que lo rodeaba? ¿Ainventar? ¿Por qué se puso a dibujar?¿Cómo descubrió la música? ¿Cómopudo someter la Tierra y transformarlade acuerdo con sus necesidades? ¿Quédescubrió hace diez mil años ese

animal?¿El fuego? Este le confería al ser

humano la habilidad de dominar la luzy el calor, y de contar con ellos enparajes fríos e inhóspitos. En fin, leservía para preparar la carne de suspresas de manera más grata a suestómago. Pero ¿qué cambiaba coneso? Sí, ciertamente le había permitidoextender sus dominios. Pero las ratastambién habían colonizado el planetaentero sin necesitar el fuego.

No, no pudo ser el fuego o, por lomenos, no sólo el fuego. En eso, elmúsico tenía razón. Así que tuvo quehaber otra cosa… pero ¿cuál?

¿El lenguaje? Sin duda alguna, esolo diferencia del resto de los animales,pues desde ese momento puede tallarlos pensamientos en bruto ytransformarlos en joyas verbales, enmercancías con capacidad decirculación. No se trata tanto de lahabilidad de expresar lo que ocurredentro de la cabeza como de ordenarlo.De transformar imágenes inestables,como de metal fundido, en una formafija. De preservar la claridad y lasobriedad del espíritu, de comunicarcon exactitud y precisión indicacionesy conocimientos. Y, con ello, también lahabilidad de organizarse, de someter a

otros, de reunir ejércitos y construirciudades.

Pero las hormigas no necesitanpalabras. A una escala que el serhumano a duras penas percibe,organizan gigantescas colonias, vivensometidas a las jerarquías máscomplejas, se comunican información yórdenes con la mayor exactitud, ponenen pie, con disciplina de hierro, osadaslegiones de mil cabezas que luchan enguerras silenciosas, pero implacables.

¿O quizá sea cosa de las letras, sinlas que no podríamos registrarnuestros conocimientos? ¿De losladrillos con los que se edificó la torre

babilónica de la civilización humana,la torre que trataba de alcanzar elcielo? Sin ellas, toda la sabiduría queha atesorado la humanidad sederretiría y se haría pedazos comobarro sin cocer, y se hundiría y sedesmenuzaría bajo su propio peso. Sino hubieran existido las letras, todaslas generaciones habrían tenido queempezar a construir de nuevo la grantorre, habrían tenido que pasarse lavida entera bregando sobre las ruinasde una misma cabaña de fango y, al fin,habrían muerto sin haber logradolevantar un piso nuevo.

Sólo las letras —la escritura—

hicieron posible que el ser humanosacara de su minúsculo cráneo losconocimientos acumulados y los legaraa sus descendientes con precisión. Conellas se había liberado del destino detener que descubrir una y otra vez loque se había descubierto hacía tiempo,y había podido erigir construccionespropias sobre un fundamento sólidoestablecido por sus antepasados.

Pero ¿eso era todo?¿Si los lobos pudieran escribir,

sería su civilización semejante a la delos seres humanos? ¿Habrían logrado,en definitiva, construir unacivilización?

El lobo ahíto cae en una amableindolencia, acaricia a sus congéneres yjuega con ellos, hasta que los gruñidosde su estómago le obligan a volver asalir de casa. El humano ahíto, encambio, tiene una sensación muydistinta: la melancolía. Un impulsoincomprensible, e inexplicable, leempuja a contemplar las estrellasdurante varias horas, a pintar de ocrelas paredes de su cueva, a decorar configuras talladas la proa de su navío deguerra, a emplear un siglo de trabajosen erigir un coloso de piedra en vez dereforzar las murallas de su fortaleza, aocupar su vida entera con el

perfeccionamiento de sus artespoéticas en vez de ejercitarse en elmanejo de la espada.

Es este impulso el que ha llevado aun antiguo conductor de trenesauxiliares a consagrar los escasos añosde vida que le quedan a la lectura y ala búsqueda, sí, a la búsqueda, y alintento de escribir algo… algoespecial… Para satisfacer este anhelo,el pueblo sencillo y pobre escucha a losmúsicos ambulantes, los reyes serodean de trovadores y pintorescortesanos, y una muchacha que nacióbajo tierra contempla durante largorato el dibujo de un paquetito de té. Es

una llamada vaga, pero poderosa, quellega a imponerse incluso a la voz delhambre. Y sólo los seres humanos laoyen.

¿No es esa llamada lo que se elevasobre el espectro de las emocionesanimales y le brinda al ser humano lacapacidad de soñar, la osadía deabrigar esperanzas y el valor deperdonar? El amor y la compasión, lossentimientos que el ser humano sueleconsiderar como propios, no soninvenciones suyas. También los perrosaman y sienten compasión: si su dueñoestá enfermo, no se alejan de su lado, ylloriquean. Son capaces, incluso, de

expresar el anhelo de encontrar en otracriatura el sentido de su propia vida.Así, hay perros que están dispuestos amorir en cuanto muere su dueño, contal de no separarse de él. Pero losperros no sueñan.

¿Se trata, pues, del anhelo debelleza y de la capacidad deapreciarla? ¿Esta sorprendentehabilidad de regocijarse con unacomposición de colores, una serie desonidos, unos trazos quebrados y unasfrases compuestas con elegancia? ¿Dearrancarles un eco dulce y al mismotiempo doloroso que resuena en elalma, un eco que se adueña de los

corazones —aunque sufrandegeneración adiposa, tengancallosidades y estén recubiertos decicatrices— y que los libera de susúlceras?

Tal vez. Pero no es sólo eso.Para ocultar los disparos de fusil y

los chillidos de desesperación dehombres y mujeres desnudos y cargadosde cadenas, hubo quienes hicieronresonar las grandiosas óperas deWagner. Y no era una contradicción: louno subrayaba lo otro.

Entonces, ¿qué nos deparará elfuturo?

Aun cuando el ser humano

sobreviva como especie biológica eneste infierno, ¿preservará este frágilingrediente, a duras penas perceptible,pero sin duda presente entre los queconfiguran su naturaleza? ¿Conservaráeste excepcional destello que hace diezmil años transformó a un animal mediomuerto de hambre, de animal de miradatriste, en una criatura de otro orden?En una criatura que sufre mucho máspor la sed del alma que por la delcuerpo. En una criatura titubeante,siempre desgarrada entre la grandeza yla bajeza del espíritu, entre una graciainexplicable, imposible en un animal depresa, y una inexorable crueldad que

no encontraríamos en el mundo sinalma de los insectos. Una criatura queedifica magníficos castillos y pintacuadros inimaginables, que se mide conel Creador en su capacidad desintetizar la belleza, y que al mismotiempo inventa cámaras de gas ybombas de hidrógeno para aniquilar loque ha creado y exterminar de maneraeconómica a sus congéneres. Unacriatura que emplea todo su celo enerigir castillos de arena en la playa yluego los derriba por puro capricho.Una criatura que no conoce límites,temerosa y apasionada a un tiempo,incapaz de saciar su miserable hambre

pero que, al mismo tiempo, no persigueotra cosa en toda su vida. Un serhumano…

¿Se preservará ese destello que viveen él, que brota de su interior?

¿O desaparecerá en el pasado,como una breve oscilación en el cursode la historia? ¿Acaso finalizará estabrevísima desviación del ser humano —brevísima en comparación con latotalidad de su existencia—, estadesviación del uno por ciento en surecorrido, y el hombre regresará a sueterno embotamiento, a una rutina sintiempo, en la que incontablesgeneraciones se sucederán, con los

ojos vueltos hacia el suelo, rumiando,una detrás de otra, y después, al cabode diez, cien, quinientos mil años, seextinguirá el hombre sin que nadie loadvierta?

¿Qué nos deparará el futuro?

***

—¿Es cierto todo eso?—¿El qué? —Leonid le sonrió a la

muchacha.—Esa historia de la Ciudad

Esmeralda. Del Arca. Existe un lugarcomo ése en la red de metro—La voz deSasha sonaba pensativa. La muchacha se

miraba los pies.—Ésos son los rumores que

circulan.—Me gustaría mucho verla…

¿sabes?, cuando paseaba por allí arribasentí dolor por los seres humanos. Porun único error, el mundo no volverá aser jamás como antes. Había sido tanhermoso… al menos, eso es lo que creo.

—¿Por un único error? No. Por unpecado capital. Destruir el mundoentero, asesinar a seis mil millones deseres humanos… ¿puede llamarse esosimplemente «un error»?

—No importa. ¿No crees que tú y yonos merecemos el perdón? Todo el

mundo lo merece. Todo el mundo tienederecho a una oportunidad paracambiarse a sí mismo y cambiarlo todo,para intentarlo de nuevo, una vez más,aunque sea la última. —Sasha callódurante unos momentos, y luego dijo—:Cuánto me gustaría ver todo aquello talcomo era. Antes no me interesaba. Teníamiedo, y todo lo que había allí meparecía feo. Pero ahora me parece quesalí a la superficie por un lugarequivocado. Qué estúpida… la ciudadque está allí arriba es como mi vidaanterior. No tiene ningún futuro. Tan sólorecuerdos, e incluso los recuerdos sonajenos. Sólo fantasmas. Cuando estaba

allí arriba, comprendí algo muyimportante, ¿sabes…? —Buscó laspalabras—. La esperanza es como lasangre que nos corre por las venas.Mientras no se detenga, vivirás. Quieroconservar la esperanza.

—¿Y qué esperas de la CiudadEsmeralda? —le preguntó Leonid.

—Quiero ver, y sentir, cómo habíasido la vida de antaño. Tú mismo lo hasdicho. Allí, los seres humanos deben deser muy distintos. Aún no han olvidadoel ayer, e indudablemente tendrán unmañana. Por ello tienen que ser muy,muy distintos…

Atravesaron sin prisas la

Dobryninskaya. Los guardias no losperdían de vista. Homero, de mala gana,los había dejado para hablar con el jefede estación. Hacía bastante rato que sehabía marchado. No había ni rastro deHunter.

Entonces, en la marmórea plataformacentral de la Dobryninskaya, Sasha tuvouna extraña sensación: los amplios arcospor los que se accedía a los andenesalternaban allí con pequeños arcosadornados con relieves. Un arco grandey otro pequeño, otro grande y otropequeño. Como un hombre y una mujerque se sujetaran de la mano, un hombre yuna mujer, un hombre y una mujer… y de

pronto sintió el deseo de la mano anchay fuerte de un hombre, una mano en laque pudiera depositar la suya. Paraprotegerse aunque sólo fuera un poco.

—También aquí sería posible iniciaruna nueva vida —le dijo Leonid, y leguiñó el ojo—. No es necesariomarcharse a otro sitio, en busca de quiénsabe qué… a veces basta con miraralrededor.

—¿Y qué voy a ver?—Me verás a mí. —El muchacho

bajó los ojos con fingida timidez.—A ti ya te he visto. Y te he

escuchado. —Por fin, Sasha le devolvióla sonrisa—. Tu música me gusta mucho.

Le gusta a todo el mundo. ¿Nonecesitarás más cartuchos? Has tenidoque dar tantos para que pudiéramospasar…

—Me basta con tener para comer.Siempre llevo suficientes. Tocar por lapaga sería una estupidez.

—Entonces, ¿por qué tocas?—Por la música. —Sonrió—. Por

las personas. No, no es por eso. Por loque la música les hace a las personas.

—¿Qué les hace?—Todo lo que uno quiere —le

respondió Leonid, serio de nuevo—.Tengo una melodía que inflama el amor,y otra que hace brotar las lágrimas.

Sasha lo miró con desconfianza.—¿Y esa que tocaste la última vez?

La que no tiene nombre. ¿Qué hace ésa?—¿Ésta? —Leonid silbó el

comienzo—. Nada. Tan sólo quita eldolor.

***

—¡Eh, viejo!Homero cerró el libro y se levantó

torpemente del incómodo banco demadera. El ordenanza reinaba tras unpequeño pupitre, ocupado casi en sutotalidad por tres viejos teléfonosnegros sin teclas ni disco. En uno de los

aparatos parpadeaba una lucecita roja.—Preséntale tu petición a Andrey

Andreyevich. Tienes dos minutos, asíque no te andes con rodeos. Ve directoal grano.

Homero se lamentó.—Con dos minutos no me va a

bastar.El ordenanza se encogió de

hombros.—Yo ya te he advertido.No habría bastado ni siquiera con

cinco. Homero no sabía por dónde teníaque empezar y terminar, ni tampoco quéhabía que preguntar, ni lo que queríasolicitar. Pero el único a quien creía que

podía recurrir era el jefe de laDobryninskaya.

Andrey Andreyevich, una bola degrasa envuelta en un abrigo militardesabrochado, empapada de maldad, noquería perder tiempo en escuchar alviejo.

—¿Es que te has vuelto loco?¡Estamos en estado de emergencia,acabo de perder a ocho hombres, yahora me vienes hablando de epidemias!¡Aquí no hay ninguna epidemia!¡Cállate! ¡Ya me has hecho perderbastante tiempo! Como no te larguesahora mismo…

Cual cachalote que salta de las

aguas, el jefe de estación levantó toda lamasa de su barriga, con tal violencia quela mesa estuvo a punto de volcarse. Elordenanza lo interrogó con la miradadesde la puerta.

Homero, igualmente confuso, selevantó del asiento bajo y duro que seofrecía a las visitas.

—Me marcho. Pero ¿por qué hanmandado fuerzas de asalto a laSerpukhovskaya?

—¿Y a ti qué te importa eso?—En la estación se dice que…—¿Qué, qué? Basta ya. Ni se te

ocurra incitar al pánico… ¡Pavel,mételo en la mazmorra!

Homero se encontró con que losacaban a empujones a la antesala. Unavez allí, el ordenanza metió al díscoloanciano por un estrecho corredor en elque, alternativamente, le hablaba convoz tranquilizadora y le arreababofetones.

Una de las bofetadas le arrancó lamáscara de gas de la cara. Homero tratóde retener el aire, pero entonces recibióun puñetazo en el estómago y tosióconvulsivamente.

El cachalote apareció a la puerta deldespacho. Solo con su cuerpo ocupabatodo el umbral.

—Que se quede ahí. Luego ya

veremos… —Y le masculló al visitanteque venía después—: ¿Y quién eres tú?¿Habías pedido hora?

Homero vio al recién llegado. Seencontraba a tres pasos de él: eraHunter, inmóvil y con los brazoscruzados. Llevaba un uniforme muyceñido, que Homero no conocía. Lasombra del visor alzado le escondía elrostro. No pareció reconocer al viejo, niquerer intervenir en su favor. Homero sehabía imaginado que el cuerpo delbrigadier chorrearía sangre de los pies ala cabeza, como el de un matarife, perola única mancha de color rojo oscuroque se veía en su ropa procedía de su

propia herida.La pétrea mirada de Hunter

escudriñó al jefe de estación. Yentonces, de pronto, el brigadier avanzóhacia la puerta del despacho, como sihubiera pretendido pasar a través delcuerpo de Andrey Andreyevich.

El jefe de estación reaccionó con ungesto de sorpresa, pero luego mascullóalgo, retrocedió y dejó que pasara. Elordenanza aún tenía a Homero agarradopor el cuello de la camisa, y se quedóinmóvil, sin saber qué hacer.

Hunter siguió adentro al barril desebo y le hizo callar con un resoplido deanimal de presa. Luego le susurró al

oído algo que parecía una orden.El ordenanza soltó al viejo y cruzó

la puerta del despacho. Al cabo de uninstante volvió a cruzarla en direcciónopuesta, perseguido por un torrente deinsultos. Era la voz del jefe de estación,que casi chillaba.

—¡Y deje en paz al provocador ese!—aulló, como si hubiera sido víctima deuna repentina hipnosis.

El ordenanza, rojo de vergüenza,cerró la puerta tras de sí, se sentó denuevo en su puesto, a la entrada deldespacho, y enterró el rostro en una hojade noticias impresa en papel de embalar.Vio que Homero, totalmente decidido,

pasaba al lado de su mesa y entraba enel despacho del jefe de estación, yentonces se escondió aún con másdescaro tras la hoja de las noticias,como si todo aquello no fuera con él.

Sólo entonces, al arrojarle unamirada triunfante al desconcertado perroguardián, Homero pudo ver bien susteléfonos. Uno de ellos, el mismo queparpadeaba sin cesar, estaba marcadocon un esparadrapo blanco y sucio sobreel que alguien había garabateado unaúnica palabra con bolígrafo azul:TULSKAYA

***

—Estamos en contacto con la Orden.—El sudoroso jefe de la Dobryninskayahacía crujir los puños y no perdía devista ni un instante al brigadier—. Nadienos había informado de esta operación.No puedo tomar por mí mismo unadecisión como ésta.

—Pues entonces, llame a la Central—le replicó el otro—. Aún está atiempo de coordinarse con ellos. Perono espere más.

—No me van a conceder laautorización. Una operación de ese tipopondría en peligro la estabilidad de laHansa. Usted sabe muy bien que eso esmás importante que todo lo demás. Por

otra parte, tenemos la situación bajocontrol.

—Pero ¿de qué control me estáhablando? Si no adoptamos medidas…

Andrey Andreyevich negabapertinazmente con la cabeza.

—La situación es estable. No sé quées lo que quiere usted. Todas las salidasse hallan bajo control en todo momento.Por ahí no pasa ni un ratón. Esperemos aque esto se resuelva por sí mismo.

—¡No hay nada que se resuelva porsí mismo! —le dijo Hunter en tonoimperioso—. Con eso tan sóloconseguirá que los que se encuentran allítraten de escapar por la superficie, y

habrá alguno que consiga volver aentrar. Hay que descontaminar laestación de acuerdo con los protocolos.No entiendo los motivos por los que nolo ha hecho usted.

—Pero es posible que quedenpersonas sanas. ¿Usted qué cree? ¿Quevoy a ordenar a mis muchachos quequemen la Tulskaya entera? ¿Junto conel tren de los sectarios? ¿Y quizátambién la Serpukhovskaya? ¡La mitadde los hombres que viven aquí tienenallí a sus putas y sus hijos ilegítimos!No, ¿sabe usted una cosa? Nosotros nosomos fascistas. La guerra es la guerra,pero esto… masacrar a unos enfermos…

incluso en la Belorusskaya, cuandoestalló la fiebre aftosa, separaron a loscerdos para poder matar a los enfermosy dejar vivir a los sanos. No los matarona todos sin más.

—Eran cerdos. En este caso se tratade seres humanos —dijo el brigadiercon voz inexpresiva.

—No, y mil veces no. —El jefe deestación negó una vez más con la cabezay, con el gesto, salpicó unas gotas desudor—. No puedo. Eso sería inhumano.¿Cómo puedo poner ese peso sobre miconciencia? ¿Para que luego me persigaen mis pesadillas?

—Usted no tiene que hacer nada.

Existen otras personas que no sufrenpesadillas. Permítanos tan sólo quepasemos por su estación. Nada más.

—He enviado correos a la Polis.Preguntarán si existe alguna vacuna. —Andrey Andreyevich se enjugó la frentecon la manga—. Tenemos la esperanzade que…

—No existe ninguna vacuna. Ytampoco ninguna esperanza. Deje deesconder la cabeza bajo la arena. ¿Cómoes que no he visto por aquí a ningúnequipo de enfermeros de la Central?¿Por qué se niega usted a llamarlos y asolicitar luz verde para las cohortes dela Orden?

El jefe de estación calló. Trató decerrarse los botones del abrigo, losmanoseó con sus dedos sudorosos yfinalmente se rindió. Luego se acercó aun armario de cocina deteriorado, sesirvió un vasito de un licor que olía muyfuerte y se lo bebió de un trago.

Hunter cayó en la cuenta de lo queocurría.

—¡Usted no les ha dicho nada…ellos no tienen ni idea! En una estaciónvecina ha estallado una epidemia, y laCentral no sabe nada…

—Lo hago para salvar la cabeza —le respondió el otro con voz ronca—.Una plaga en una estación vecina…

sería el fin para mí. Porque lo hepermitido… porque no he hecho nadapor impedirlo… porque he puesto enpeligro la estabilidad de la Hansa…

—¿En una estación vecina? ¿Serefiere a la Serpukhovskaya?

—Allí, por ahora, reina la calma,pero he reaccionado demasiado tarde.¿Cómo íbamos a saber nosotros…?

—¿Y cómo le ha explicado susacciones a la gente? ¿Cómo hajustificado el envío de unidadesmilitares a una estación independiente?¿Y el cierre del túnel?

—Bandidos… insurrecciones… portodas partes hay problemas de ese tipo.

Nada especial.El brigadier asintió.—Y ahora es demasiado tarde para

reconocer la verdad.—Ahora ya no se trata tan sólo de

que pueda perder el puesto. —AndreyAndreyevich se sirvió un segundo vaso yse lo bebió también de un trago—.Podrían condenarme a la pena capital.

—Y entonces ¿qué va a hacer?—Voy a esperar. —El jefe de

estación se apoyó en la mesa—. Puedeque aún ocurra algo que…

—¿Por qué no responde usted a lasllamadas? —dijo de repente Homero—.Su teléfono suena sin cesar. Lo llaman

desde la Tulskaya. Quién sabe en quésituación se encontrarán.

—No, ya no suena —le respondió eljefe de estación con voz apagada—. Lehe quitado el timbre. Sólo la lucecitasigue encendiéndose. Mientras siga así,es que aún viven.

—Pero ¿por qué no habla usted conellos? —le repitió Homero, furioso.

—¿Y qué le voy a decir a esa gente?—le ladró el jefe de estación—. ¿Quetengan paciencia? ¿Que les deseo unarápida mejoría? ¿Que la ayuda está encamino? ¿Que se tendrían que disparartodos ellos una bala en la sien? ¡Ya hetenido bastante con las conversaciones

que he sostenido con los fugitivos!—Cállese de una vez —le dijo

Hunter en voz baja—. Mejor será queme escuche a mí. Dentro de veinticuatrohoras me presentaré con undestacamento. Quiero que nos dejenpasar por todos los puestos devigilancia sin oponernos ningunaobjeción. Mantendrá la Serpukhovskayacerrada. Iremos hasta la Tulskaya yharemos nuestro trabajo. Si esnecesario, intervendremos también en laSerpukhovskaya. Pondremos en marchauna pequeña guerra. No será necesarioque informe a la Central. De hecho, notendrá que hacer nada. Yo mismo me

encargaré… de que la estabilidad serestablezca.

El jefe de estación asintiódébilmente. Sin fuerzas ya, se vinoabajo, como una rueda de bicicletapinchada. Se sirvió otro aguardiente, lohusmeó y, antes de vaciar el vaso,preguntó en voz baja:

—Se va a revolcar en charcos desangre. ¿Eso no lo asusta?

—La sangre se lava con agua —lerespondió el brigadier.

***

Cuando Hunter y Homero hubieron

salido del despacho, el jefe de estaciónrespiró hondo y llamó con vozatronadora al ordenanza. Éste entró atoda prisa y la puerta se cerró chirriandoa sus espaldas.

Homero dejó que Hunter seadelantara un poco, luego se inclinósobre el pupitre del ordenanza ydescolgó el auricular del aparato cuyaluz parpadeaba, y se lo llevó al oído.

—¡Dígame! ¡Dígame! ¡Estoy a laescucha! —susurró al auricular.

Silencio… pero no era un silencioabsoluto, como si el cable hubieraestado cortado, sino más bien unsilencio hueco, como si hubiera alguien

al otro extremo de la línea con elreceptor descolgado, pero no hubiesepodido responder. Como si hubieraesperado durante largo tiempo unarespuesta, y al final hubiese perdido lapaciencia. Como si el viejo y su vozquebrada hubiesen hablado al oído de unmuerto.

Hunter se había vuelto en el umbraly miraba con mala cara al viejo. Éstetuvo la prudencia de colgar el teléfono ysiguió obedientemente al brigadier.

***

—¡Popov! ¡Popov! ¡En pie! ¡Dése

prisa!El poderoso rayo de luz de la

linterna del comandante atravesó lospárpados de Artyom, traspasó suspupilas y le quemó el cerebro. Una manofuerte le sacudió el hombro y luego hizoun vigoroso gesto sobre su cara sinafeitar.

Artyom abrió los ojos, fatigado, sefrotó sus ardientes mejillas, saltó delcamastro, se puso firme y saludó.

—¿Dónde tiene el arma? ¡Agárrela ysígame!

Llevaban varios días durmiendotodos ellos con el uniforme puesto.Artyom sacó el Kalashnikov que había

envuelto en jirones de tela para que lesirviera como almohada y corrióexhausto tras el comandante. ¿Cuántorato debía de haber dormido? ¿Unahora? ¿Dos? La cabeza le retumbaba yse sentía seca la garganta.

Sin detenerse, el comandante volvióla cabeza y le gritó:

—Ya ha empezado.El aliento impregnado de alcohol del

comandante impregnó a Artyom.—¿Qué ha empezado? —preguntó

éste, angustiado.—Dentro de muy poco lo verá.

¿Lleva un cargador de repuesto? Lo va anecesitar.

La espaciosa Tulskaya, la gigantescaestación sin columnas, se hallaba casipor completo a oscuras. Tan sólo enalgunos lugares brillaban linternas deescasa potencia. Se movían de aquí paraallá sin orden ni concierto, como sihubieran sido niños o simios quienes lasmanejaban. Pero ¿cómo podía habersimios en aquel lugar?

Por fin, Artyom despertó del todo.Comprendió lo que ocurría y revisófebrilmente su rifle. ¡No habían logradoresistir! ¿O tal vez aún no seríademasiado tarde?

Otros dos soldados, medioborrachos y con voz ronca, salieron del

cuarto de guardia y se unieron a ellos.Por el camino, el comandante convocó alos últimos efectivos, a todos los queaún se sostenían en pie y podíanempuñar un arma. Algunos de elloshabían empezado ya a toser.

Un ruido extraño y siniestro llegó asus oídos a través del aire cargado. Noera un chillido, ni un alarido, ni unaorden. Era el gimoteo de cientos degargantas, un gimoteo torturado, lleno dedesesperación y de horror. Un gimoteoacompañado por golpes rítmicos sobremetal y por los chirridos que se oían aun tiempo en dos, tres, diez lugaresdistintos.

Sobre el andén se había erigido unagigantesca barricada de tiendas decampaña desgarradas y hechas jirones,trozos de chapa, piezas de vagones,maderas y algún que otro utensiliodoméstico. El comandante se abría pasosobre el montón de chatarra como unrompehielos. Artyom seguía su estelacon pasos inseguros, y también losdemás.

Sobre la vía derecha, en lapenumbra, se recortaba la silueta de unconvoy de metro ya deteriorado. La luzde ambos vagones se había extinguido,los huecos de las puertas se habíancerrado improvisadamente con trozos de

reja clavados. Pero, en su interior, traslos cristales oscuros de las ventanas,bullía y se agitaba una tremenda masahumana. Docenas de manos se habíanagarrado a los lisos barrotes, tiraban yse colgaban de ellos, con tremendogriterío. Frente a cada una de lasentradas se habían apostado tiradorescon máscara de gas. De vez en cuandose plantaban frente a las bocas negras,las fauces abiertas de los prisioneros, ylevantaban las culatas, pero sin llegar agolpearlos. Y aún menos a dispararles.Al otro lado, los guardias trataban detranquilizar a la agitada masa.

¿Acaso las personas que se hallaban

en el vagón podían entender algo de loque les dijeran los soldados? Los habíanencerrado en el tren porque algunos deellos habían tratado de escapar de lazona de cuarentena y huir por el túnel.Ya eran demasiados… superaban ennúmero a los sanos.

El comandante pasó frente al primervagón, luego frente al segundo y,entonces, por fin, Artyom comprendiópor qué tenía tanta prisa: en la últimapuerta, el grano de pus había reventadoy las extrañas criaturas salían del vagón.A duras penas se aguantaban sobre laspiernas, sus rostros se habían deformadoa fuerza de tumores hasta volverse

irreconocibles, tenían los brazos y laspiernas hinchados, y abotargados por laenfermedad. Por el momento no habíalogrado escapar nadie: todos losguardias armados que estaban libres sehabían concentrado frente a aquellapuerta y les impedían marcharse.

El comandante atravesó el cerco y seadelantó.

—¡A todos los pacientes! ¡Regresende inmediato a su alojamiento! ¡Es unaorden!

Con un brusco movimiento,desenfundó la Stechkin que llevaba en lapistolera.

El enfermo que estaba delante tuvo

que hacer varios intentos hasta que logrólevantar su cabeza hinchada. Pesabavarios kilos. Se pasó la lengua sobre loslabios agrietados y dijo:

—¿Por qué nos tratáis así?—Sabe usted muy bien que han sido

víctimas de un virus desconocido.Estamos buscando un antídoto… tenganpaciencia, por favor.

—¿Que estáis buscando un antídoto?—ladró el enfermo—. No me hagas reír.

—Regresen de inmediato al vagón.—El comandante quitó ruidosamente elseguro—. Voy a contar hasta diez, yluego abriremos fuego. Uno…

—Nos dais esperanzas para no

perder el control. Hasta que noshayamos muerto…

—Dos.—Hace veinticuatro horas que no

nos dais agua. Para qué vais a darnosagua si nos vamos a morir igualmente…

—Los guardias tienen miedo deacercarse a las rejas. Dos de ellos sehan contagiado… Tres.

—Los vagones están repletos decadáveres. Cuando caminamos, pisamoscaras humanas. ¿Sabéis el ruido que seoye cuando se rompe una nariz? Si es lade un niño…

—¡No tenemos más sitio! Nopodemos quemarlos… Cuatro.

—Y en el otro vagón hay tan pocoespacio que los muertos se aguantan depie entre los vivos. Hombro conhombro.

—Cinco.—¡Pues dispara de una vez, maldito

seas! Sé muy bien que no existe ningúnantídoto. Así por lo menos morirérápido. Ahora me siento como si alguienme estuviera raspando las vísceras conuna lima y luego les echara alcohol…

—Seis.—.. .y luego les pegara fuego. Como

si tuviera la cabeza llena de gusanos yse me estuvieran comiendo poco a pocono sólo el cerebro sino también el

alma… ñam ñam crec crec crec…—Siete…—¡Idiota! ¡Déjanos marchar!

¡Déjanos morir como seres humanos!¿Qué derecho tienes a torturarnos deesta manera? Sabes muy bien que lo másprobable es que tú mismo ya estés…

—Ocho… Estas medidas se hanaplicado por mor de la seguridad. Paraque los demás sobrevivan. Yo estoydispuesto a morir, pero no permitiré queninguno de los apestados salga de ahí.¡Apunten!

Artyom empuñó el rifle y apuntó conla mira a uno de los enfermos queestaban más cerca. Por Dios bendito,

¿era una mujer? Bajo la camiseta, que nose diferenciaba ya en nada de una costrapardusca, se reconocía la formahinchada de los senos. Artyomparpadeó, y volvió el arma hacia unviejo tambaleante. La multitud decriaturas deformes retrocedió entremurmullos de rabia y se apretujó paravolver a entrar, pero fue en vano…seguían saliendo enfermos del vagón,como pus fresco, entre gimoteos yllantos.

—¡Sádico! ¿Sabes lo que estáshaciendo? Lo que tienes delante sonseres humanos con vida. ¡No somoszombies!

—Nueve. —La voz del comandantehabía perdido firmeza. Parecía casi unsusurro.

—¡Dejadnos marchar! —gritó contodas sus fuerzas el enfermo, y tendiólos brazos hacia el comandante. Como siése hubiera sido su líder, la masa seagitó y trató de avanzar en la direcciónque había señalado.

—¡Fuego!

***

En cuanto Leonid tuvo el instrumentoen los labios, todo el mundo empezó acongregarse a su alrededor. Tan sólo con

oír las primeras notas, dubitativas, aúnpoco claras, las gentes sonrieron,aplaudieron de buena gana, y cuando elsonido de la flauta se oyó con másfuerza, sus rostros empezaron atransformarse. Parecía como si sehubiera desprendido de ellos toda lasuciedad.

En esta ocasión, Sasha ocupaba unlugar especial: al lado del músico.Docenas de pares de ojos se habíanvuelto no sólo hacia Leonid, sino que ledirigían también a ella miradas deentusiasmo. Al principio,

Sasha se sintió incómoda —no semerecía tanta atención ni agradecimiento

—, pero luego la melodía la levantó delas baldosas de granito y se la llevóconsigo, igual que un buen libro, o elrelato de un hombre, nos arrebatan y noslo hacen olvidar todo.

La melodía que recorría la sala eraesa misma: la melodía de Leonid, la queno tenía nombre. El joven empezaba yterminaba con ella todas susactuaciones. Al interpretarla, lograbaque sus oyentes desarrugaran elentrecejo, les lavaba el polvo de susojos vidriosos y les encendía lucecitasen las pupilas. Sasha, que conocía lapieza, se percató de que Leonidintroducía pequeñas variaciones con las

que abría insospechados desarrollos,desconocidos hasta entonces, de talmodo que la tonada parecía siemprenueva. La muchacha tuvo la sensación depasar mucho, mucho tiempocontemplando el cielo, y que, de pronto,tan sólo por unos instantes, aparecíanentre las nubes blancas infinitosespacios de suave color verde.

De repente sintió como un pinchazo.Se sobresaltó, recobró la conciencia deestar en tierra y miró temerosa enderredor. Sí, era él: una cabeza másgrande que las del resto del público,bastante atrás entre los espectadores,con la barbilla levantada… Hunter.

Clavaba en ella su mirada áspera ysevera, y si por unos segundos laapartaba era para atravesar con ella almúsico. Éste no le prestaba atención alcalvo. Aunque algo lo molestara en elcurso de su interpretación, nunca lodemostraba.

Era extraño: Hunter no se marchaba,ni tampoco hacía ningún intento dellevarse a la muchacha ni de interrumpirel concierto. Esperó a que los ecos delas últimas notas se hubieran extinguidopara darse la vuelta e irse. Al instante,Sasha dejó a Leonid y se abrió pasoentre el gentío para darle alcance.

Hunter se había detenido no muy

lejos de allí, frente a un banco en el queHomero estaba sentado con la cabezagacha.

—Lo has oído todo —le dijo elbrigadier con voz ronca—. Yo voy aseguir adelante. ¿Me acompañas?

—¿Adónde? —El viejo, fatigado,sonrió a la muchacha—. Ella está alcorriente.

Hunter escudriñó una vez más aSasha con su mirada penetrante, luegoasintió sin decir palabra y se volvió denuevo hacia el viejo.

—No muy lejos de aquí. —Hizo unmovimiento con la cabeza—. Pero no…no quiero ir solo.

—Llévame a mí —le gritó Sasha,decidida.

El calvo suspiró con fuerza, cerrólos puños y los volvió a abrir.

—Gracias por el cuchillo —le dijopor fin—. Me ha resultado útil.

La muchacha retrocedió, herida.Pero, al instante, recobró el dominiosobre sí misma y le contestó:

—Tú decides lo que haces con elcuchillo.

—No, no pude elegir.La joven se mordió el labio y arrugó

la frente.—Ahora sí puedes.—No, ahora tampoco puedo. Si

sabes lo que ocurre, tienes quecomprenderme. Si de verdad…

—¿Qué tengo que comprender?—La importancia de que llegue

hasta la Tulskaya. Es importante paramí. Cuanto antes…

Sasha observó que las manos letemblaban levemente, y que la manchaoscura del hombro se había hecho másgrande. Temía a aquel hombre, pero aúntemía más por él.

—No lo hagas —le dijo con tonosuave.

—Eso es imposible —le respondióbruscamente el brigadier—. No importaquién lo haga. ¿Por qué no voy a hacerlo

yo?—Porque si lo haces te destruirás a

ti mismo. —Sasha se le acercó y leacarició la mano con cierta prevención.

Hunter se apartó violentamente,como si la muchacha lo hubieramordido.

—Debo hacerlo. Los hombres queestán al mando de este lugar son unoscobardes. Si no me decido de una vez,toda la red de metro perecerá.

—Pero ¿y si existiera otraposibilidad? ¿Un antídoto? ¿Y si… yano tuvieras que hacerlo?

—¿Cuántas veces tendré quedecirlo? ¡No existe ningún antídoto

contra esa fiebre! ¿Acaso crees que, silo hubiera… si lo hubiera…?

—¿Qué harías entonces? —Sasha nole dejó terminar.

—¡No puedo hacer otra cosa! —Elbrigadier le apartó la mano a lamuchacha—. ¡Vamos! —le dijo aHomero.

—¿Por qué no quieres llevarme? —le gritó Sasha.

Hunter le respondió en voz baja,casi en un susurro, para que nadie looyera:

—Tengo miedo.Dio media vuelta y se marchó. Al

pasar al lado de Homero, le murmuró

que dentro de diez minutos se pondríanen marcha.

—¿Hay alguien que tenga fiebre? —oyeron de repente a sus espaldas.

—¿Qué? —Sasha se dio la vuelta ytropezó con Leonid.

El músico sonreía con aires deinocencia.

—Si no me equivoco, hace unmomento hablabais sobre unas fiebres.

—Nos has oído mal. —La muchachano tenía ganas de discutir con él.

—Y se me ha ocurrido que tal vezhaya algo de cierto en los rumores quecorren —dijo el músico, pensativo,como si hablara consigo mismo.

Sasha arrugó la frente.—¿Qué clase de rumores?—Se dice que la Serpukhovskaya

está en cuarentena. Por culpa de esaenfermedad aparentemente incurable.Una epidemia… —Leonid la miraba congran atención, observaba todos losmovimientos de sus labios, de sus cejas.

La muchacha se ruborizó.—¿Cuánto rato llevas

escuchándonos?El joven abrió ambos brazos.—No lo hago nunca a propósito.

Pero es que tengo oído musical.—Es amigo mío —le explicó Sasha,

e hizo un gesto con la cabeza en

dirección a Hunter.—Estupendo —le respondió Leonid

en tono vago.—¿Por qué has dicho

«aparentemente incurable»?—¡Sasha! —Homero se había

levantado y miraba con desconfianza aLeonid—. ¿Podemos hablar unmomento? Tenemos que decidir lo queharemos ahora…

—¿Nos permitirá que anteshablemos nosotros un momento? —Eljoven sonrió al viejo con cortesía, seapartó de él y le indicó con un gesto a lamuchacha que lo siguiera.

Sasha lo siguió, no muy decidida.

Presentía que su combate con el calvoaún no había terminado. Si insistía,Hunter no se atrevería a rechazarla denuevo. Entonces podría ayudarle, aunqueaún no tuviera ni idea de cómo hacerlo.

Leonid agachó la cabeza y lesusurró:

—Podría ser que yo hubiera oídohablar de esa epidemia mucho antes quetú, ¿sabes? Tal vez esa enfermedad nohaya aparecido ahora por primera vez. Ytambién es posible que existan unaspastillas mágicas capaces de curarla.

La miró a los ojos.—Pero Hunter dice que no existe

ningún antídoto —farfulló Sasha—. Que

tiene que…—¿…matarlos a todos? ¿Él? Es

decir, ¿tu estupendo amigo? No mesorprende. Seguro que ha estudiadomedicina.

—¿Me estás diciendo…?—Te estoy diciendo —el músico le

puso una mano sobre el hombro a Sasha,se inclinó hacia ella y le susurró al oído—: que esa enfermedad se puede curar.Sí, existe un antídoto.

El viejo carraspeó, malhumorado, ydio un paso hacia la muchacha.

—¡Sasha! ¡Tengo que hablar contigo!Leonid le guiñó el ojo a Sasha, se

apartó de ella, se la cedió a Homero conun gesto de falsa humildad y se alejó.Pero Sasha no podía pensar ya en nadamás. Mientras el viejo trataba depersuadirla de que aún podían hacer queHunter cambiara de opinión, le hacía

propuestas y trataba de convencerla afuerza de juramentos, la muchachavolvía la cabeza hacia el músico. Ésteno respondió a sus miradas, pero unasonrisa fugaz le afloró a los labios y leconfirmó a Sasha que el muchacho nolos perdía de vista. La joven asintió y leexplicó a Homero que sólo queríahablar un minuto a solas con Leonid, yque después estaría dispuesta a lo quefuera. Tenía que averiguar qué sabía eljoven. Tenía que convencerse de querealmente existía un antídoto.

—Vuelvo en seguida —dijo,interrumpiendo al viejo a media palabra.Se apartó de él y fue con Leonid.

—Entonces, ¿quieres saber lacontinuación? —le dijo éste.

—¡Pues claro que sí! —A la jovenno le quedaban ganas de jugar—. ¿Cómose cura?

—Ésa es la parte complicada de lacuestión. Sé que la enfermedad se puedecurar. Conozco personas que la handerrotado. Y puedo llevarte con ellas.

—Pero tú habías dicho que sabíasluchar contra ella…

Leonid se encogió de hombros.—Me has entendido mal. ¿Cómo

quieres que lo haga yo? No soy más queun flautista. Un músico ambulante.

—¿Quiénes son esas personas?

—Si estás interesada, puedopresentártelas. Pero tendremos que darun paseo para ir a verlas.

—¿En qué estación se encuentran?—No muy lejos de aquí. Tú misma

puedes comprobarlo. Si quieres.—No te creo.—Pero te gustaría creerme. Y como

yo tampoco confío del todo en ti, nopuedo contártelo todo.

A Sasha se le ensombreció lamirada.

—¿Por qué quieres que vayacontigo?

—¿Yo? —Leonid negó con la cabeza—. A mí eso me da igual. Tú sí quieres.

Yo no estoy obligado a salvar a nadie…no podría hacerlo. De esta manera, porlo menos, no.

La muchacha dudó, y luego lepreguntó:

—¿Me prometes que me vas a llevarcon esas personas? ¿Me prometes quepodrán ayudarnos?

—Te llevaré con ellas —lerespondió Leonid con voz firme.

El irritado Homero intervino una vezmás:

—Bueno, Sasha, ¿qué piensas hacer?—No voy contigo. —La joven se

ajustó el mono y se volvió hacia elmúsico—. El dice que existe un

antídoto.—Es mentira —le replicó Homero

con voz insegura.—Parece que usted entiende de virus

mucho más que yo. —Leonid seesforzaba por hablarle en un tonorespetuoso—. ¿Ha realizadoinvestigaciones en ese campo? ¿O tienealgún tipo de experiencia directa?¿Piensa también que una masacre será lamejor manera de frenar la infección?

—¿Y cómo sabes tú todo eso? —preguntó el viejo, desconcertado, y sevolvió hacia Sasha—. ¿Es que acaso lehas…?

—Y por ahí viene el jefe del equipo

médico. —El músico se había dadocuenta de que Hunter se acercaba y, porseguridad, dio un paso en la direccióncontraria—. El equipo de primerosauxilios ya está al completo, yo puedomarcharme.

—Espera —le ordenó la muchacha.—¡Es mentira! —le susurró Homero

a Sasha—. Sólo quiere que vayas con élpara… y, aunque dijera la verdad, ya noos quedaría tiempo para hacer nada.Hunter habrá regresado con refuerzos enun máximo de veinticuatro horas. Si tequedas con nosotros, tal vez puedashacerle cambiar de opinión. Y ese…

—Yo no puedo hacer nada —le

respondió tristemente Sasha—. Nolograré detenerlo. Lo intuyo. Sólo mequeda una posibilidad: ofrecerle unasolución alternativa. Tengo que hacerledudar…

—¿Dudar? —El sorprendidoHomero enarcó las cejas.

—Me bastará con menos deveinticuatro horas —dijo la joven, y semarchó.

***

¿Por qué la había dejado marchar?¿Por qué había mostrado tanta

debilidad y había permitido que un

vagabundo loco se llevara a su heroína,su musa, su hija? Cuanto más pensaba elviejo en Leonid, menos le gustaba. Enlos grandes ojos verdes del músicocentelleaban miradas de avidez, y,cuando creía que nadie lo miraba,afloraban a su rostro de ángel sombrasoscuras…

¿Qué quería de ella? En el mejor delos casos, aquel adorador de la bellezaclavaría la inocencia de Sasha en unalfiler para conservarla muerta y seca ensu álbum de poesías. El fugaz encanto desu juventud —un encanto que no sepodía reproducir, y menos aúnfotografiar— se le escaparía como el

polen de una flor. La propia muchacha,engañada y utilizada, se liberaría de él yhuiría, pero tardaría mucho tiempo endejarlo atrás y en olvidar la traición deaquel cachorro de Satán.

Entonces, ¿por qué la había dejadomarchar?

Por cobardía. Porque Homero nosólo había evitado toda discusión conHunter, sino que tampoco se había vistocapaz de plantearle las cuestiones quede verdad lo inquietaban. Sasha estabaenamorada, y por ello su atrevimiento ysu insensatez eran disculpables. Pero¿era de esperar que Hunter tratara alviejo con la misma indulgencia?

Homero aún lo llamaba «brigadier»,por costumbre, pero también porque esadenominación lo tranquilizaba: le servíapara anular lo que había de temible yextraordinario en él. Al fin y al cabo, noera más que el suboficial del puesto devigilancia septentrional de laSevastopolskaya… pero ¡no! El hombreque caminaba junto a Homero por eltúnel no era el mismo mercenariomisántropo de antes. El viejo empezabaa entender que su compañero estabaexperimentando una transformación. Lesucedía algo terrible. Habría sidoestúpido no querer verlo, y tampocohabría tenido ningún sentido tratar de

convencerse de lo contrario.Una vez más, Hunter se llevaba

consigo al viejo. ¿Quizá para mostrarleel sangriento final del drama? No iba aaniquilar tan sólo a la Tulskaya, sinotambién a los sectarios que se escondíanen el túnel, y también a laSerpukhovskaya, tanto a sus habitantescomo a los soldados de la Hansa queestaban estacionados allí. Y todo elloporque tal vez unos pocos se hubierancontagiado.

Y quizá le aguardara el mismodestino a la Sevastopolskaya.

El brigadier no necesitaba ya ningúnmotivo para matar. Le bastaba con

encontrar una ocasión.Homero no se hallaba en posición de

hacer nada más que correr detrás deHunter y, como en una pesadilla,contemplar todos sus crímenes yconsignarlos. Se justificaba a sí mismocon el pensamiento de que lo hacía porla salvación de todos los demás. Tratabade convencerse de que era un malmenor. Pero el implacable brigadier leparecía un Moloc, y el desaliento deHomero era demasiado grande paraluchar contra el destino.

No parecía, sin embargo, que lamuchacha quisiese colaborar con ellos.Mientras que Homero se había

acomodado a la idea de que la Tulskayay la Serpukhovskaya se habíantransformado en Sodoma y Gomorra,Sasha persistía en agarrarse a un clavoardiendo. Homero no creía que fueraposible encontrar unas píldoras, o unavacuna, un suero, antes de que Hunterpusiera fin a la epidemia a sangre yfuego. Sasha, por el contrario, buscaríaun medicamento hasta el final.

Homero no era soldado, ni médico,y, por encima de todo, era demasiadoviejo para creer en milagros. Con todo,una parte de su corazón soñabaapasionadamente con la salvación, y eraesa misma parte la que había arrancado

de sí y había dejado marchar… juntocon Sasha.

Le había cedido a la muchacha lamisión que él mismo no se atrevía aemprender. Y en la renuncia a seguir supropio camino había encontrado la paz.

Todo terminaría en veinticuatrohoras. Entonces, Homero desertaría, sebuscaría una celda solitaria y acabaríade escribir el libro. Por fin sabía de quéiba a tratar.

De cómo un animal racionaldevoraba una estrella mágica que habíacaído del cielo, un destello celeste, y setransformaba en ser humano. De cómo elser humano robaba el fuego de los

dioses, pero no lograba domesticarlo, yel mundo entero se abrasaba. De cómo,cien siglos más tarde, se le arrebataba eldestello de lo humano a modo decastigo.

Y de cómo entonces no setransformaba de nuevo en animal, sinoen algo mucho más terrible, algo que notenía nombre.

El jefe de guardia se metió elpuñado de cartuchos en el bolsillo y leestrechó la mano al músico para sellarel acuerdo.

—Por un pago adicional ysimbólico, puedo hacer que os lleven —explicó.

—Prefiero los paseos románticos —le respondió Leonid.

El jefe de guardia no desistió y lesusurró al músico:

—Mira, yo no puedo permitir quevosotros dos entréis en nuestro túnel sinninguna compañía. Tendréis que viajarcon escolta, porque tu chica no llevadocumentación de ningún tipo. Pero sime pagas un extra me encargaría de queos llevaran enseguida a un lugar dondeestuvierais solos y pudierais pasar unbuen rato.

—¡Eso no nos hace ninguna falta! —dijo Sasha, muy resuelta,interponiéndose entre ambos.

El músico se inclinó ante ella.—Haremos como si los guardias

fueran nuestro séquito. El príncipe y laprincesa de Mónaco salen a pasear.

—¿La princesa de qué? —exclamóSasha.

—De Mónaco. Es un principado queexistió hace tiempo. En la Costa Azul…

—Escúchame —lo interrumpió eljefe de guardia—. Si estás decidido a ira pie, tendréis que poneros en marchaahora mismo. Tu cargador es fantástico,pero los muchachos tienen que estar enla base al anochecer. ¡Eh, Muleta! —legritó a uno de los soldados—.Acompaña a estos dos a la Kievskaya.

Cuando os encontréis con la patrulla, lesdices que se trata de una deportación.Llévalos hasta la línea radial, y luegopara casa. —Se volvió hacia Leonid—.¿Estamos de acuerdo?

—A sus órdenes —le respondió él, yle hizo un saludo militar en plan debroma.

El jefe de guardia le guiñó el ojo.—Siempre que usted quiera, a su

disposición.¡Qué distintos eran los dominios de

la Hansa y el resto de la red de metro!En todo el trecho que unía laPaveletskaya y la Oktyabrskaya no habíani un solo lugar en el que reinara la

absoluta oscuridad. Cada cincuentapasos había una lámpara colgada de uncable sujeto a la pared y su luz bastabapara llegar hasta la siguiente. Incluso lostúneles de emergencia y pasadizosconectados al túnel estaban tan bieniluminados que todos los terrores sedesvanecían.

De haber podido, Sasha habríaechado a correr, para ganar unospreciosos minutos. Pero Leonid laconvenció de que no tenían ningúnmotivo para darse prisa. También senegaba a explicarle adonde irían desdela Kievskaya. El joven caminaba a buenritmo, pero sin premura, visiblemente

aburrido. Se notaba que había transitadoa menudo por los túneles de la Línea deCircunvalación, inaccesibles a losmortales ordinarios.

—Estoy contento de que tu amigosiempre actúe de la manera que leparece correcta —dijo Leonid al cabode un rato.

Sasha arrugó la frente.—¿De qué me hablas?—Si se preocupara por la población

civil igual que te preocupas tú,habríamos podido traerlo. Pero noshemos dividido en parejas, y cada unohace lo que le dicta su entendimiento. Aél, matar y a ti, curar…

—¡Él no quiere matar a nadie! —ledijo ella con aspereza y alzando la voz.

—Sí, claro. Es su trabajo. —Exhalóun suspiro—. ¿Quién soy yo parajuzgarlo?

—¿Y a qué te dedicarás tú cuandoseas mayor? —le dijo ella sin disimularsu tono burlón—. ¿Al juego?

Leonid sonrió.—Lo único que haré será estar

contigo. ¿Qué más necesito para serfeliz?

La joven negó con la cabeza.—Eso es lo que dices tú. No me

conoces de nada. ¿Cómo te voy a hacerfeliz?

—Yo ya sé cómo. A mí me basta conver a una muchacha linda, y al instanteme pongo de buen humor. Y además…

—¿Me estás diciendo que entiendesde belleza? —La joven lo miró de reojo.

Él asintió.—Es lo único de lo que entiendo.La muchacha desarrugó el entrecejo.—¿En qué soy tan especial?—¡Es que brillas! —En esta ocasión

parecía que hubiera hablado en serio.Pero, al instante, el músico dejó que lamuchacha se adelantara, y sus ojos sedeslizaron sobre ella—. Lástima quevistas ropa tan burda.

—¿Qué es lo que no te gusta? —

También ella aminoró la marcha. Lemolestaba que el joven la mirara desdeatrás.

—Tu vestido no deja pasar la luz. Yyo soy como una polilla. —Aleteó conlas manos y puso cara de imbécil—.Siempre vuelo hacia la llama.

Una ligera sonrisa afloró a loslabios de la joven. Decidió seguirle eljuego.

—¿Tienes miedo de la oscuridad?—¡De la soledad! —Leonid puso

cara triste y cruzó las manos sobre elpecho.

No habría tenido que decirlo.Mientras tocaba las cuerdas, había

valorado mal su resistencia, y cuandoestaba a punto de hacer sonar la másfrágil y delgada, ésta se rompió con unfeo chasquido.

La débil corriente de aire del túnel,que se había llevado por delante todoslos pensamientos serios y habíaempujado a Sasha a juguetear con lasinsinuaciones del músico, perdió fuerza.De golpe, el humor alegre que le habíaninspirado las frívolas indirectas deLeonid desapareció como arrastrado porel viento. La muchacha volvía a estarseria y se hacía reproches por habersedejado llevar por el joven. ¿Sería tansólo por esa atractiva frivolidad por lo

que se había marchado con él y habíaabandonado a Hunter y al viejo?

—Como si tú supieras lo que es eso—murmuró Sasha, y apartó la cara.

***

La Serpukhovskaya, pálida de terror,se había hundido en la oscuridad.

Soldados, provistos con máscarasantigás, bloqueaban los accesos a lostúneles y al corredor que la conectabacon la Línea de Circunvalación. Se oíacomo un rumor que se anticipaba a lacatástrofe, como cuando alguien sacudeuna colmena. Una escolta acompañaba a

Hunter y Homero por la sala como sifueran dos altos dignatarios, y loshabitantes de la Serpukhovskayatrataban de leer en sus ojos si sehallaban al corriente de la situación, y,si era así, cuál podía ser el destino queles aguardaba. Homero miraba al suelo.No quería que todos aquellos rostros sele quedaran en los ojos.

El brigadier no le había reveladohacia dónde se dirigía, pero el viejo losabía. Iban a la Polis. Cuatro estacionesde metro unidas por corredores, unaciudad con miles de habitantes. Lasecreta capital de aquel imperiosubterráneo que desde hacía mucho

tiempo se había dividido en docenas deestados feudales enfrentados entre sí. Unbaluarte del conocimiento y un refugiode la cultura. Un santuario que nadiehabría osado atacar.

Nadie salvo Homero, el viejo medioloco que andaba esparciendo lainfección por el metro.

Con todo, durante las últimasveinticuatro horas se había encontradomejor. Las náuseas se habían suavizado,y la tos de tuberculoso que le habíaobligado una y otra vez a lavarse lasangre de la máscara de gas habíacesado. ¿Acaso su organismo habíaderrotado por sí solo a la enfermedad?

¿O quizá no había llegado a contagiarse?Quizá se había dejado llevar por suimaginación. En realidad, lo habíasabido desde el primer momento pero,de todas maneras, se había dejadodominar por el miedo…

***

El túnel oscuro y silencioso que seextendía después de la Serpukhovskayatenía mala fama. Homero lo sabía: noencontrarían a nadie en el camino haciala Polis. Con todo, la Polyanka, la únicaestación desierta que se encontraba entrelas dos habitadas —la Serpukhovskaya y

la Borovitskaya— deparaba de vez encuando alguna sorpresa. Circulaban porel metro no pocas leyendas acerca deella. Por lo general, los viajeros que lavisitaban no habían de temer por suvida. Pero la estación sí podía causarserios daños en su entendimiento…

Homero había estado allí en variasocasiones, pero nunca se había topadocon nada especial. También habíaexplicaciones plausibles para lasleyendas que circulaban sobre aquellugar, y que el viejo, por supuesto,conocía en su totalidad. Homeroabrigaba la esperanza de hallar laestación, una vez más, abandonada y

muerta, como en tiempos mejores.Pero unos cien metros antes de

llegar a la Polyanka el viejo vislumbróel lejano fulgor de una luz eléctrica,percibió unos primeros ecos, y seadueñó de él un mal presentimiento.Distinguió con nitidez unas voceshumanas. Y eso era imposible. Aúnpeor: Hunter, que habitualmentedescubría cualquier traza de vida acientos de pasos de distancia, nopareció oír nada ni reaccionó de ningunamanera.

El brigadier tampoco prestó atencióna las miradas de inquietud de Homero.Se había encerrado en sí mismo y no

parecía que estuviera viendo nada de loque ocurría. ¡La estación estabahabitada! ¿Desde cuándo? Homero sehabía preguntado no pocas veces porqué los habitantes de la Polis, a pesar dela falta de espacio, nunca habíanintentado colonizar la Polyanka yanexionársela. ¡Era su leyenda lo quehasta entonces se lo había impedido! Lahabían considerado motivo más quesuficiente para no acercarse a la extrañaestación.

Pero, según parecía, alguien habíalogrado superar el miedo y habíalevantado allí una ciudad de tiendas decampaña, y había instalado la necesaria

iluminación. ¡Y con qué generosidadmalgastaban el fluido eléctrico! Aun sinhaber salido del túnel, Homero tuvo quecubrirse los ojos con la mano, paraprotegerse de las deslumbranteslámparas de mercurio que colgaban deltecho.

¡Era asombroso! Ni siquiera lapropia Polis estaba tan limpia y aseada.El polvo y el hollín de los años pasadoshabían desaparecido de las paredes, losmármoles relucían, y el techo parecíablanqueado el día anterior. Homerocontempló el interior de la estación através de los arcos, pero no alcanzó aver ni una sola tienda. ¿Acaso no las

habían plantado todavía? ¿O quizá loque querían instalar allí era un museo?Los tíos raros que gobernaban la Poliseran perfectamente capaces de tenerideas como ésa.

Poco a poco, el andén se llenó degente. No se interesaron por el militararmado hasta los dientes y con la cabezaprotegida por el casco de titanio, ni porel viejo cubierto de mugre que andaba altrote a su lado. Es más: Homero, alverlos, se dio cuenta de que no podría irmás allá. Era como si las piernas lehubieran dejado de funcionar.

Todas aquellas personas que seestaban juntando en el borde del andén

iban vestidas como si se hubiera rodadoen la Polyanka una película sobre losprimeros años del tercer milenio.Elegantísimos abrigos y capotes,holgadas chaquetas de varios colores,pantalones vaqueros… la ropa que sellevaba antes de la gran catástrofe.¿Dónde estaban los anoraks acolchados,el basto cuero de piel de cerdo, elomnipresente color marrón de la red demetro, la tumba de todos los colores?¿De dónde había salido toda aquellariqueza?

Y los rostros: no eran los rostros depersonas que en un solo día hubieranperdido a toda su familia. Parecía que

hubieran contemplado poco antes el sol,daban la impresión de haber empezadoel día con una ducha caliente, que paraellos no era excepcional. Homero habríajurado que era así. Y además… tuvo lasensación de conocer a muchos de ellos.

Las extraordinarias personas secongregaban en número cada vez mayor,se amontonaban al borde del andén, perosin descender a las vías. Al cabo depoco tiempo, la abigarradamuchedumbre copaba la estación entera,desde un túnel hasta el otro. Parecíacomo si todos ellos hubieran salido defotografías de un cuarto de siglo antes.

Ninguno de ellos miró directamente

a Homero en ningún momento. Volvíanlos ojos en todas direcciones.Contemplaban las paredes.

Leían periódicos. Se mirabandisimuladamente los unos a los otros,con admiración o con curiosidad, condesprecio o con simpatía… pero no sefijaban en el viejo, como si de unespectro se hubiera tratado.

¿Por qué se habían reunido en aquellugar? ¿Qué esperaban?

Tuvo que pasar un rato para queHomero recobrara el control sobre sucuerpo. ¿Dónde estaba el brigadier?¿Qué explicación podía darle a loinexplicable? ¿Por qué no había dicho

nada?Hunter se había detenido un poco

más atrás. La estación abarrotada deseres humanos no le interesaba en lomás mínimo. Con torva mirada, clavabalos ojos en el vacío, como si hubieseencontrado algún tipo de obstáculo.Parecía que hubiera algo suspendido enel aire unos pasos más adelante, a laaltura de sus ojos. Homero se acercó albrigadier, lo miró con precaución… y derepente Hunter arreó un golpe.

Su puño cerrado surcó el aire, trazóuna curiosa trayectoria de izquierda aderecha, como si el brigadier hubiesequerido herir a una invisible víctima con

un cuchillo imaginario. A punto estuvode golpear a Homero, pero éste seapartó de un salto, y Hunter siguióluchando. Golpeaba, se echaba paraatrás, se defendía, parecía que tratara deagarrar a alguien con sus manos deacero, gimoteaba como si alguien leapretara la garganta, se liberaba yatacaba de nuevo. Poco a poco se leacabaron las fuerzas, y pareció como sisu invisible adversario fuera aderrotarlo. El brigadier teníadificultades cada vez mayores paramantenerse en pie bajo los golpesinaudibles, pero apabullantes, querecibía. Sus movimientos se volvían

cada vez más lentos e inseguros.El viejo tenía la sensación de haber

visto algo parecido en otra ocasión, nohacía mucho tiempo. ¿Dónde, y cuándo?¿Y qué diablos le ocurría al brigadier?Homero lo llamó por su nombre, pero élparecía un poseso y no reaccionaba asus fuertes gritos.

El gentío que se hallaba sobre elandén no prestaba atención a Hunter. Elbrigadier no existía para ellos, igual queellos no existían para él. Sepreocupaban por otra cosa: consultabancon impaciencia creciente sus relojes depulsera, resoplaban, hablaban con lapersona que tuvieran al lado y

comparaban su hora con la queindicaban las cifras rojas del relojdigital que colgaba sobre el túnel.

Homero parpadeó y miró en lamisma dirección que la muchedumbre…el reloj de la estación marcaba el tiempoque había pasado desde la salida delúltimo tren. Pero el número se habíaalargado más de lo normal: tenía diezcifras. Ocho cifras antes de los dospuntos, y luego otras dos para lossegundos. Un círculo de señales rojasindicaba también el paso de lossegundos, y tan sólo la última cifra deese número increíblemente largo —habían sobrepasado los doce millones—

cambiaba…Se oyó un grito… un lloriqueo.Homero apartó los ojos del

enigmático reloj. Hunter estaba inmóvil,de bruces sobre la vía. Homero corrióhasta él y tiró de su pesado cuerpo sinvida para ponerlo boca arriba. No, elbrigadier respiraba, aunque de manerairregular. No se le veían heridas, aunquetenía los ojos entornados como los de unmuerto. Su puño derecho aún estabacerrado, y entonces Homero se diocuenta de que Hunter no había peleadosin armas en aquel duelo tan singular. Laempuñadura de un cuchillo negro lesobresalía del puño.

Homero le dio un par de bofetadasal brigadier, y éste gimió como unborracho, bizqueó, se apoyó en un codoy contempló al viejo con los ojosempañados. Entonces se puso en pie deun salto y se sacudió el polvo.

El sueño se había desvanecido: losseres humanos ataviados con abrigos ychaquetas de varios colores habíandesaparecido sin dejar rastro, el fulgorse había extinguido, y el polvo de lasdécadas cubría una vez más las paredes.La estación estaba oscura, vacía y sinvida. Igual que Homero la habíaencontrado en sus anterioresexpediciones.

***

Ninguno de los dos dijo ni unapalabra hasta que hubieron llegado a laOktyabrskaya. Sólo oían a sus escoltas,que hablaban en susurros y resoplabancuando sus botas de cuero sintéticotropezaban con las traviesas. Sashaestaba furiosa, no tanto con el músicocomo consigo misma. El muchacho…¿qué más daba? Se había comportado dela manera que se podía esperar de él. Encambio, se sentía avergonzada de supropia conducta. ¿No habría sidodemasiado dura con Leonid?

Una vez en la Oktyabrskaya, los

vientos cambiaron por sí mismos ySasha, al contemplar la estación, seolvidó de todo lo demás. Durante losúltimos días había estado en lugarescuya misma existencia le había parecidoimposible. Pero la Oktyabrskaya y sumagnificencia relegaban a las sombrastodo lo que hubiera visto hasta entonces.El suelo de granito estaba cubierto dealfombras. Su estampado original aún sereconocía al cabo de los años. Lámparasque simulaban antorchas alumbraban lasala con una uniforme luz lechosa. Suscristales estaban tan pulidos que sehabrían podido emplear como espejos.Aquí y allá había mesas en torno a las

cuales se sentaban personas de rostroalegre, que conversaban con indolenciae intercambiaban papeles. Sasha nodejaba de girar la cabeza a un lado yotro para ver todo lo que le fueraposible. Entonces dijo, intimidada:

—Todo esto es tan… lujoso…—Yo pienso que las estaciones de la

Línea de Circunvalación son como unabrocheta de cerdo —le susurró Leonid—. Rezuman grasa… a propósito, ¿quéte parece si vamos a comer algo?

—No tenemos tiempo. —Lamuchacha negó con la cabeza. Abrigabala esperanza de que el joven no oyera elimpaciente ronroneo de su estómago.

—Venga, mujer… —El músico laagarró de la mano—. Ahí tenemos sitio.Además, todo lo que hayas comido hastaahora no se podrá comparar con esto…Muchachos, ¿no os importará que nosdetengamos a comer? —les gritó a losescoltas—. No te preocupes, Sasha,vamos a llegar en un par de horas. Lo dela brocheta de cerdo no lo he dichoporque sí. Aquí hacen…

Las alabanzas que le dedicó a lacarne que se cocinaba en ese lugarfueron tales que Sasha, finalmente,cedió. Si sólo les faltaban dos horaspara llegar a su destino, podíanpermitirse una comida de treinta

minutos. Por otra parte, aún disponíande un día entero, y no sabían cuándopodrían comer de nuevo.

El shashlik que comieron se habíamerecido todos los anteriores elogios.Pero, como si no le hubiera bastado,Leonid pidió también una botella devino dulce. Sasha se bebió un vasito congran curiosidad, y el músico compartióel resto con los escoltas. De repente,Sasha se puso en pie, con las rodillastemblorosas, y le ordenó a Leonid quese levantara también.

La dureza de su voz provenía de lasúbita ira que sentía contra sí misma.Ira, porque se había relajado con la

comida y el cálido alcohol, y porquehabía tardado unos instantes en apartarde su rodilla la mano del muchacho. Losdedos de éste eran ligeros y sensuales.Leonid, sin avergonzarse en lo másmínimo, levantó ambas manos alinstante, como para decir:«¡Abandono!», pero la muchacha aúnsentía su tacto sobre la piel. «¿Por quéme he dado tanta prisa en quitármelo deencima?», se preguntaba, confusa, y sepellizcó a modo de castigo.

Sintió el anhelo de borrar cuantoantes posible el recuerdo pegajoso ydulzón de la escena, blanquearlo con unaconversación cualquiera, maquillarlo

con palabras.—Las personas que viven aquí son

muy raras —le dijo a Leonid.—¿Por qué? —El músico vació su

vaso de un trago y se levantó poco apoco.

—Les falta algo en los ojos…—El hambre.—No, no sólo el hambre… parece

que no necesiten nada.—Eso es porque no necesitan nada.

—Leonid sonrió satisfecho—. Comenbien. La reina Hansa los alimenta. Y susojos son muy normales…somnolientos…

Sasha se puso seria.

—Con todo lo que nos ha sobradode la comida de hoy, mi padre y yohabríamos tenido suficiente para tresdías. ¿No sería mejor que nos lolleváramos y se lo diéramos a alguien?

—No —replicó el músico—. Se lodarán a sus perros. Aquí no hay pobres.

—¡Pero podrían llevarlo a lasestaciones vecinas! Allí sí que hay genteque pasa hambre…

—La Hansa no es una organizaciónde beneficencia —le gritó el centinela alque llamaban Muleta—. Que los otroscuiden de sí mismos. ¡Sólo faltaría quetuviéramos que alimentar a esosdesgraciados!

—¿Tú eres de aquí? —le preguntóLeonid.

—He vivido siempre aquí. Lamemoria no me llega más allá.

—No te lo vas a creer, pero los queno han nacido en la Línea deCircunvalación también necesitan algoque llevarse a la boca.

—¡Pues que se devoren entre ellos!—le contestó el soldado con irritación—. ¿Acaso vamos a permitir que nos loquiten todo y se lo repartan? Eso es loque querrían los rojos.

—Bueno, si todo sigue como hastaahora… —empezó a decirle Leonid.

—¿Qué pasará entonces? ¡Cállate de

una vez, niñato! Todo eso que nos estásdiciendo sería motivo de expulsión.

—La expulsión me la gané hacetiempo —le respondió el músico conflema—. Y sigo trabajando en ello.

—Podría entregarte ahora mismo —bramó el guardia—. ¡Por espionaje alservicio de los rojos!

—Y yo a ti, por beber alcohol enhoras de servicio…

—Eh, oye… si has sido tú quien…alto ahí…

—¡No! Disculpe, por favor. Todoesto es un malentendido —dijo entoncesSasha, agarró al músico por una manga ylo apartó de Muleta, que respiraba

pesadamente.Casi con violencia, hizo bajar a

Leonid a las vías, miró el reloj de laestación y suspiró. Entre la comida y ladiscusión habían perdido casi dos horas.Y Hunter no debía de haberse detenidoni un solo segundo.

El músico, borracho, se reía a susespaldas.

Durante el camino hasta la ParkKultury, los murmullos de los guardiasfueron audibles. Leonid habría queridoplantarles cara, pero Sasha le obligabauna y otra vez a no detenerse y lehablaba en tono de súplica. Aún estabaebrio, y el alcohol daba alas a su

insolencia y su descaro. La muchachatenía que maniobrar para zafarse de susincansables manos.

—¿Es que no te gusto? —le decía él,ofendido—. No soy tu tipo, ¿verdad? Note gustan los hombres como yo, losquieres con músculos y cicatriiiices…entonces ¿por qué has venido conmigo?

—¡Porque me habías prometido unacosa! —Lo apartó de un empujón—. Noporque…

—La canción de siempre: ¡No soyuna de ésas! —Suspiró—. Si hubierasabido que eras tan estrecha…

—Pero ¿cómo te atreves? En eselugar hay un montón de personas con

vida. ¡Si no llegamos a tiempo, todosmorirán!

—¿Y qué voy a hacer yo? A duraspenas consigo levantar los pies. ¿Túsabes cuánto me pesan? Ven, toca… —Leonid trató de poner un pie en alto sindejar de caminar, con ridículosresultados—. Y todas esas personas vana morir de todos modos. Mañana, odentro de diez años. Igual que tú y yo.¿Qué más da?

—Entonces, ¿me has mentido? ¡Sí,me has mentido! Homero me lo habíadicho… me había advertido… ¿adóndevamos?

—¡No, no te he mentido! ¿Quieres

que te lo jure? ¡Pronto vas a verlo!¡Tendrás que disculparte conmigo!Pasarás mucha vergüenza y me dirás:«¡Leonid! ¡Tengo mala con-cien-cia!» —El joven arrugó la nariz.

—¿Adónde vamos?—A la ciudad donde las mujeres van

con falda… vamos a la CiudadEsmeralda… tralará chim pum pum… uncamino de gran dificultad —le cantóLeonid, y señaló el camino con el dedoíndice. De pronto, el estuche de la flautase le cayó al suelo, el joven gritó unamaldición, se agachó y estuvo a punto decaerse él mismo.

—¡Eh, borracho! ¿Vais a llegar hasta

la Kievskaya? —le gritó uno de losescoltas.

—¡Si rezáis por nosotros…! —Elmúsico le hizo una reverencia—.

Y Elli va a regresar —siguiócantando—. Y Elli va a regresar… conTotoshka[22]… ¡guau! ¡guau! Hasta suhogar…

***

Homero no había creído nunca en lasleyendas que se contaban sobre laPolyanka, pero la estación le habíaenseñado algo.

Había personas que la llamaban la

Estación del Destino y la veneraban cualsi fuera un oráculo. Algunos creían queun peregrinaje hasta allí, en un momentode cambio en la vida, podía servir paralevantar el velo del futuro, para recibiruna indicación, una clave para predecirel resto del camino y determinarlo.

Eso era lo que creían algunos…pero todos los que tenían sentido comúnsabían que en esa estación brotabangases tóxicos de la tierra, y que estosinflamaban la fantasía y provocabanalucinaciones.

¡Pero, al diablo con los escépticos!¿Qué podía significar aquella

visión? Homero tenía la sensación de

hallarse a un paso de descifrarla, perosus pensamientos se paralizaban yconfundían una y otra vez. Y Hunteraparecía una vez más ante sus ojos, y denuevo le veía cortar los aires con elnegro puñal. Homero habría pagadomucho por saber qué había visto elbrigadier, con quién había luchado,cómo había sido el duelo que habíafinalizado con su derrota, y quizá con sumuerte.

—¿En qué piensas?Homero sintió que se le revolvían

las tripas. Hasta aquel momento, Hunterno le había hablado nunca sin un motivode importancia. Le había ladrado

órdenes, le había murmurado de malagana escuetas respuestas… ¿Cómo sepodía esperar una conversación sobre elalma con un hombre que no tenía alma?

—Pues solamente… en nadaespecial —masculló Homero.

—No, te he oído —le dijotranquilamente Hunter—. Estáspensando en mí. ¿Tienes miedo?

—Ahora no —le dijo el viejo,aunque fuera mentira.

—No tengas miedo. No te voy ahacer nada. Me recuerdas…

Al cabo de medio minuto, Homero lepreguntó tímidamente:

—¿A quién?

—A una parte de mí mismo. Habíaolvidado que dentro de mí hubiera algosemejante. Tú me lo recuerdas. —Hunter tenía que esforzarse visiblementepara decir estas palabras, y, al mismotiempo, miraba al frente, sin volverse, ala negrura.

—¿Por eso me has traído contigo?—Homero se sentía decepcionado yperplejo a un tiempo. Había esperadoque…

—Para mí es importante conservarloen la cabeza —le contestó el brigadier—. Muy importante. Y también esimportante para los demás que yo… sino, podría volver a ocurrir… lo que

ocurrió en otro tiempo.—¿Tienes algún problema de

memoria? —Homero tenía la sensaciónde andar sobre un campo minado—. ¿Teha sucedido algo?

—¡Yo me acuerdo de todo! —lecontestó Hunter con gran brusquedad—.Sólo que a veces me olvido de mímismo. Y tengo miedo de olvidarme deltodo. Tú me harás recordar, ¿verdad?

—Está bien. —Homero asintió conla cabeza, aun cuando Hunter no lomirara.

—Antes, todo tenía un sentido —ledijo entonces el brigadier, arrastrando lavoz—. Todo lo que yo hacía. Protegía el

metro. Las personas. Mi misión estabaclara: poner fin a las amenazas.Destruirlas. ¡Eso tenía sentido, sí, teníasentido!

—Pero ahora…—¿Ahora? Ya no sé lo que es el

ahora. Quiero que todo vuelva a estartan claro como antes. Yo no hago lascosas porque sí. ¡No soy un bandido, niun asesino! Lo hago por las personas.He tratado de vivir sin nadie, paraprotegerlos a todos ellos. Pero fuehorrible. Pronto me olvidé de mí mismo.Tuve que volver con las personas.Protegerlas. Socorrerlas. Recordar. Yasí llegué a la Sevastopolskaya. Allí me

acogieron. Fue por allí por donde volvíabajo. Hay que salvar a la estación.Necesitan ayuda. A cualquier precio. Amí me parece que si lo hago… si pongofin a la amenaza… habré hecho algogrande, algo importante. Puede queentonces recuerde. Tengo que recordar.Por ello debo actuar con toda laceleridad que me sea posible… estoavanza más y más rápido. Tengo queconseguirlo en un máximo deveinticuatro horas. Tengo que lograrlo:llegar a la Polis, reunir un cuerpoexpedicionario y volver hasta allí…durante el camino, me harás recordar.¿De acuerdo?

Homero asintió con gesto forzado.Sólo de imaginarse lo que podría ocurrirsi el brigadier finalmente olvidaba,sentía miedo y pavor. ¿Qué quedaríadentro de aquel cuerpo si el Hunter deantes se dormía para siempre? ¿Acaso lacriatura… contra la que había perdido elilusorio enfrentamiento de aquel mismodía?

Habían dejado muy atrás laPolyanka. Hunter marchaba en direccióna la Polis como un perro lobo, cuando,una vez que su amo le quita la cadena,sigue el rastro de su presa. ¿O tal vezcomo un lobo que huye de loscazadores?

Al final del túnel encontraron luz.

***

Por fin llegaron a la Parle Kultury.Leonid trató de reconciliarse con susescoltas. Los invitó a «un restaurantemaravilloso». Pero los dos hombres lomiraban con desconfianza. Tuvo quediscutir con ellos durante largo rato paraque le dejaran ir al baño. Uno de los doslo acompañó, y el otro desapareció trashaberle susurrado unas palabras a sucolega.

Mientras aguardaba junto a la puerta,el guardia le dijo sin rodeos al músico:

—¿Te queda algún dinero?—No mucho. —Leonid salió y le

enseñó cinco cartuchos.—¡Dámelos! Muleta querrá cobrarse

un rescate por vosotros. Sospecha queeres un agitador enviado por los rojos.Si de verdad lo eres… el corredor quelleva a vuestra línea está ahí, seguro queya lo conoces. Si no, puedes esperaraquí hasta que el Departamento deContraespionaje venga a detenerte. Peroentonces tendrás que aclararlo con ellos.

Leonid trató de reprimir un accesode hipo.

—Me habéis descubierto, ¿eh?Bueno, qué más da… hasta la vista.

¡Muchas gracias, de todos modos! —Levantó la mano para hacer un extrañosaludo—. ¡Escucha… al diablo con elcorredor! ¿Qué te parece si nos llevashasta el túnel? —El músico tomó aSasha de la mano y echó a correr consorprendente agilidad, aunque de vez encuando diera algún traspié—. Ése es delos buenos —le susurró a la muchacha—. «El corredor que lleva a vuestralínea está ahí.» ¿Y después qué nospropondrá? ¿Que salgamos a lasuperficie? Estamos a cuarenta metrosde profundidad. Como si ése no supieraque el corredor está sellado desde hacetiempo…

Sasha no entendía nada.—¿Adónde vamos?—¡A ti qué te parece! —masculló

Leonid—. ¡A la Línea Roja! Tú mismalo has oído: soy un agitador, y me hanpillado… me han descubierto…

—¿Estás con los rojos?—¡Mi querida muchacha… no me

preguntes nada! No soy capaz de pensary correr a la vez. Y ahora correr es másimportante. Nuestro amigo daráenseguida la alarma. Y en el momento dedetenernos nos pegará un tiro. ¡A ésosno les basta con el soborno, tambiénquerrán una medalla!

Se metieron en el túnel y dejaron

atrás al guardia. Corrieron pegados a lapared en dirección a la Kievskaya.Sasha se dio cuenta de que no lograríanllegar a la estación. Si el músico estabaen lo cierto y el otro guardia ponía a suscolegas sobre aviso…

Entonces, inopinadamente, Leonid semetió por un túnel lateral iluminado, conla misma naturalidad con la que sehabría movido por su casa. Al cabo deunos minutos, divisaron en la lejaníavarias banderas, una reja y un nido deametralladora instalado sobre sacos dearena, y oyeron ladridos. ¿Un puestofronterizo? ¿Estarían informados sobresu fuga? ¿Cómo se las arreglaría

Leonid? ¿Cuál era el territorio queempezaba al otro lado de lasbarricadas?

—Vengo de parte de AlbertMikhailovich. —Leonid le puso undocumento bajo la nariz al centinela quehabía venido corriendo hacia ellos—.Tengo que pasar de inmediato al otrolado.

El centinela echó una ojeada alpapel y masculló:

—La tarifa ordinaria. ¿Dónde estánlos papeles de la señorita?

—Voy a pagar el doble. —Leonid sesacó el forro de los bolsillos de suspantalones y enseñó los últimos

cartuchos que le quedaban—. Y a laseñorita no la ha visto usted, ¿estamosde acuerdo?

—No, no estamos de acuerdo —lereplicó el guardia con voz áspera—.Esto no es un bazar, sino un estado dederecho.

—¡Anda! —El músico fingióconsternación—. Yo pensaba, que comoahora hemos instaurado una economía demercado, también podríamos practicarel comercio. No sabía que hubieraalguna diferencia entre…

Al cabo de cinco minutos, Sasha yLeonid entraron violentamente en unaminúscula habitación con las paredes

cubiertas de azulejos. El músico estabadesgreñado, tenía la ropa arrugada y unarañazo en la mejilla, y le salía sangrepor la nariz.

La puerta de hierro se cerróruidosamente.

Se quedaron a oscuras.

Cuando la oscuridad nos impide ver,el resto de los sentidos se agudiza. Losolores se vuelven más intensos. Losruidos, más fuertes. En la celda se oíaque algo arañaba el suelo, y se percibíaun insoportable hedor de orina.

Leonid aún estaba inequívocamenteborracho y no parecía que sintieraningún dolor. Durante unos brevesinstantes murmuró algo, luego

enmudeció y empezó a respirar hondo.No le preocupaba que sus perseguidorespudieran encontrarlos, y le daba igual loque le ocurriera a Sasha, aunque lamuchacha hubiera tratado de cruzar lafrontera de la Hansa sin documentacióny sin ninguna explicación plausible. Porno hablar del destino de la Tulskaya, quetambién parecía resultarle totalmenteindiferente.

—Te odio —le dijo Sasha en vozbaja.

No reaccionó.Al poco rato, la muchacha, a tientas

en la oscuridad, descubrió un orificio:una mirilla acristalada en la puerta.

Todo lo demás era invisible, pero esepequeño punto le bastó a Sasha paratantear con precaución en la negrura ymoverse poco a poco hacia la puerta.Entonces se puso a aporrearla con suspequeños puños. La puerta le respondiócon gran estruendo pero, en cuantoSasha hubo cejado en sus esfuerzos,reinó de nuevo el más absoluto silencio.Los guardias no respondieron ni alestrépito ni a los gritos de Sasha.

El tiempo se resistía a pasar. ¿Hastacuándo los tendrían cautivos? Tal vezLeonid la hubiera llevado a propósitohasta allí. Para separarla del viejo y deHunter. Para apartarla de ellos y atraerla

a una ratonera. Y con la única intenciónde…

Sasha se puso a llorar. Se secó laslágrimas y ahogó sus gemidos con lamanga de la chaqueta.

—¿Has visto alguna vez lasestrellas? —oyó de pronto que le decíael muchacho con una voz que aún no erael de una persona sobria.

La joven no respondió.—Yo también las he visto tan sólo

en las fotos —siguió diciendo Leonid—.Ni siquiera el sol es capaz de atravesarel polvo y las nubes… cómo van ahacerlo las estrellas. Pero ahora, cuandotu llanto me ha despertado, he creído ver

una estrella de verdad.La joven se tragó las lágrimas antes

de responderle.—Es una mirilla.—Sí, eso ya lo sé. Pero lo que me

interesa es otra cosa… —Leonid seaclaró la garganta—. ¿Quién era el queantaño nos contemplaba con miles deojos desde el cielo? ¿Y por qué seapartó de nosotros?

Sasha negó con la cabeza.—Allí no había nadie.—Yo siempre había querido creer

que sí —le dijo el músico, pensativo.—¡En esta celda no hay nadie que se

interese por nosotros! —Sus ojos

volvieron a verter lágrimas—. Todo estolo has tramado tú, ¿verdad? Para que nonos quedara ninguna posibilidad deconseguirlo. —Golpeó la puerta una vezmás.

—Si piensas que no hay nadie, ¿porqué aporreas la puerta? —preguntóLeonid.

—¡A ti te importa una mierda quelos enfermos se mueran!

El joven suspiró.—Eso es lo que piensas de mí,

¿verdad? Pues no me parece justo. A ti,en realidad, los enfermos tampoco teimportan nada. ¡Lo que pasa es quetienes miedo de que tu amado, cuando

vaya a masacrarlos, se contagie éltambién, y que si no tienes ningúnantídoto…!

—¡Eso no es cierto! —Sasha estabaa un paso de abofetearlo.

—¡Pues claro que lo es! —le ladróLeonid—. ¿Cómo es posible queencuentres tan maravilloso a esehombre?

En realidad, Sasha no tenía ni lasmás mínimas ganas de explicárselo.Habría preferido no tener que decirle niuna palabra más. Pero las frases lesalieron solas:

—¡Él me necesita! Me necesita deverdad. Si yo no estoy, se derrumbará.

Tú no me necesitas… ¡Lo único que teocurre es que no tienes a nadie que sigatus juegos!

—Bueno, pues vamos a suponer quete necesita. El verbo «necesitar» meparece muy exagerado en este caso, perodigamos que sí… dime, ¿para qué lonecesitas tú a él? A ese exterminador debacterias ¿Es que te van los siniestros?¿O es que te sientes obligada a redimir aun alma condenada?

Sasha calló. Se sintió impresionadaante la facilidad con la que Leonid habíadescifrado sus sentimientos. ¿Quizá noeran tan especiales? ¿O es que no sabíaocultarlos? Toda la ternura, la

conclusión que se veía incapaz detraducir en palabras, se transformaba ensus labios en algo cotidiano, e inclusobanal.

—Te odio —le dijo por fin.—No me importa. Yo tampoco me

veo como un tipo fabuloso.Sasha se sentó en el suelo. Las

lágrimas se deslizaron de nuevo por surostro. Primero de ira, y luego porimpotencia. No obstante, no pensabarendirse. Pero estaba allí sentada, enaquella mazmorra oscura, al lado deaquel hombre sin sentimientos. Noexistía ni la más mínima posibilidad deque alguien la oyera. No serviría de

nada que chillara. Tampoco serviría denada que golpease la puerta. No habíanadie a quien pudiera convencer. Nohabía nada que tuviera sentido.

Y entonces, por unos segundos, viouna imagen: edificios altos, un cieloverde, nubes pasajeras, rostrossonrientes. Y las cálidas gotas queresbalaban por sus mejillas leparecieron como gotas de la lluviaestival de la que le había hablado elviejo. Al cabo de un segundo, laengañosa imagen desapareció. Sóloquedó en la atmósfera una sensación deligereza, de maravilla.

Sasha se mordió los labios y se dijo

con terquedad:—Quiero un milagro.Al instante se oyó el chasquido de un

interruptor en el pasillo y una luzinsoportablemente fuerte inundó lacelda.

***

Incluso a buena distancia de lasagrada capital del metro, del marmóreotesoro de la civilización, la blanca luzde las lámparas de mercurio difundíauna dichosa aura de reposo y bienestar.

En la Polis no se escatimaba la luzporque se creía en su mágico efecto. El

despilfarro de luz les recordaba a losseres humanos su vida de antaño, lostiempos lejanos en los que el hombreaún no era una criatura de la noche, ni undepredador. Incluso los bárbaros quellegaban a los dominios de la Polisdesde la periferia se comportaban encuanto entraban allí.

El puesto de guardia apenas estabafortificado y recordaba más bien a laantesala de un ministerio soviético: unamesa, una silla, dos oficiales con eluniforme limpio y gorra de plato.Inspección de documentos, registro delos efectos personales. Homero se sacóel pasaporte del bolsillo. Como no se

exigían ya visados, no esperaban tenerproblemas. Le ofreció el cuadernilloverde al oficial y miró de reojo albrigadier.

Hunter estaba sumido en suspensamientos y no parecía que oyera losrequerimientos del oficial de frontera.¿No llevaba pasaporte? ¿Y cómopensaba entrar? Sobre todo teniendo encuenta las prisas con las que había idohasta allí.

—Se lo repito por última vez. —Lamano del oficial se acercó poco a pocoa su reluciente pistolera—. ¡Enséñemesu documentación o, si no, abandone deinmediato el territorio de la Polis!

Homero estaba seguro: el brigadierno entendía lo que se esperaba de él.Tan sólo reaccionaba al movimiento delas manos del oficial. Pero, por uninstante, despertó de su extraña apatía yllevó con toda su fuerza la mano a lagarganta del militar. Éste se quedólívido, barboteó y cayó de espaldas alsuelo, arrastrando la silla consigo. Elotro oficial trató de escapar, peroHomero sabía muy bien que no loconseguiría. Igual que un tahúr se sacaun as de la manga, Hunter empuñó subruñida pistola de verdugo y…

—¡Espera!El brigadier se detuvo un instante. El

oficial que huía tuvo suficiente parasubir al andén, arrojarse cuerpo a tierray desaparecer.

—¡Déjalos! ¡Tenemos que ir a laTulskaya! Tú… tú querías que yo tehiciera recordar. —Homero respirabacon dificultad. No sabía qué decir.

—A la Tulskaya… —repetía Huntercon voz apagada—. Sí. Mejor queesperemos a estar en la Tulskaya. Tienesrazón. —Fatigado, se apoyó sobre lamesa, dejó la pesada pistola a un lado yse quedó con la cabeza gacha.

Homero aprovechó el momento:levantó ambos brazos y echó a correrhacia los guardias que tomaban

posiciones entre las columnas.—¡No disparéis! ¡Se rinde! ¡No

disparéis! Por el amor de Dios…Lo esposaron y le quitaron la

máscara de gas. Sólo entonces lepermitieron que hablara. Pero elbrigadier no hizo nada. Había caído unavez más en su extraña apatía. Permitióque lo desarmaran sin ofrecerresistencia alguna y que lo llevaranhasta una de las celdas de detenciónpreventiva.

Los soldados dejaron libre aHomero, pero éste quiso acompañar albrigadier hasta la puerta de la celda.Hunter entró, se sentó sobre el camastro,

levantó la cabeza y le susurró:—Tienes que ir en busca de alguien.

Se llama Melnik. Tráemelo. Esperaréaquí…

El viejo asintió y se marchó a todaprisa. Se disponía a abrirse paso entrelos guardias y los mirones que seapelotonaban en torno a la entradacuando, de pronto, alguien, a susespaldas, gritó:

—¡Homero!El viejo se detuvo, atónito. Hunter

no lo había llamado nunca por sunombre. Se volvió, se acercó a ladelgada reja e interrogó con la mirada albrigadier.

Este se rodeaba el cuerpo con susenormes brazos, como si hubiesequerido contener un escalofrío. Lemurmuró con voz débil e inexpresiva:

—¡Date prisa!

***

La puerta se abrió, y un soldadomiró al interior con expresióndubitativa. Era el mismo que antes habíagolpeado al músico. Le hicieron entrarde una patada. Estuvo a punto deaterrizar en el suelo. Cuando se huboincorporado, miró a su alrededor sinsaber qué hacer.

En la puerta había un oficial nervudocon gafas. Sobre los hombros de suguerrera brillaban varias estrellas. Suescaso cabello, de color rubio oscuro,estaba alisado y peinado hacia atrás.

—¡Venga, imbécil! —gritó.—Yo… es que… —tartamudeaba el

guardia con voz compungida.—¡Vamos!—Pido disculpas por lo que he

hecho. Y tú… usted… no puedo.—Otros diez días.—Pégueme —le dijo el soldado a

Leonid, y apartó la vista.—¡Ah, Albert Mikhailovich! —gritó

el músico al tiempo que parpadeaba, y

le sonrió al oficial—. Había llegado apensar que no vendría.

A su interlocutor le temblabanlevemente las comisuras de los labios.

—Buenas noches. He venido paracerciorarme de que se repare la ofensa.Por favor, satisfágase usted.

Leonid se levantó y se puso muyerguido.

—No quisiera estropearme lasmanos. Pienso que será mejor que seencargue usted del castigo.

—Con toda la severidad que exigeel caso —confirmó Albert Mikhailovich—. Un mes de arresto. Y, por supuesto,le presento mis disculpas junto con las

de este zopenco.—No ha habido mala intención por

parte de nadie. —Leonid se frotó lamejilla dolorida.

—Espero que se quede usted entrenosotros. —La voz metálica del oficialmasculló estas palabras en tonoconspirador.

—Verá usted, estoy interesado enfacilitarle la entrada a una persona. —Elmúsico se volvió hacia Sasha—.¿Podría usted arreglárnoslo?

—Se solucionará prontamente —dijo Albert Mikhailovich.

Dejaron al guardia en la celda. Eloficial corrió el cerrojo y los llevó por

un estrecho corredor.—No pienso ir a ninguna parte

contigo —le dijo Sasha.Leonid dudó, y luego le dijo en voz

casi inaudible:—¿Y si te dijera que estamos de

camino hacia la Ciudad Esmeralda? ¿Ysi resulta que, por pura casualidad, estoymucho mejor enterado que tu abuelo? ¿Ysi la he visto con mis propios ojos, y heestado allí, y no sólo eso…?

—Mientes.—¿Y si resulta que ese de ahí —el

músico señaló con la cabeza al oficialque caminaba más adelante— es tansumiso conmigo porque sabe de dónde

provengo? ¿Y si, una vez en la CiudadEsmeralda, pudiéramos encontrar conseguridad el antídoto? Nos faltan tansólo tres estaciones para llegar allí.

—¡Mientes!—¿Sabes una cosa? —exclamó

Leonid, irritado—. Si quieres unmilagro, tienes que estar dispuesta acreer en él. Si no, se te escapará de lasmanos.

—Hay que saber distinguir entre losverdaderos milagros y los hechizosfalsos —le espetó Sasha—. Lo aprendíde ti.

—Yo sabía desde el principio quenos iban a soltar. Sólo que prefería… no

adelantarme a los acontecimientos.—¡Has estado jugando!—¡Pero no te he mentido! ¡El

antídoto existe de verdad!Llegaron a un puesto fronterizo. El

oficial, que se había girado varias veceshacia ellos lleno de curiosidad, leentregó al músico sus efectos personalesy le devolvió cartuchos y documentos.Luego lo saludó a la manera militar.

—¿Y ahora qué vamos a hacer,Leonid Nikolayevich? ¿Llevamos connosotros la mercancía de contrabando ola dejamos en la aduana?

Sasha se estremeció.—La llevamos con nosotros.

—Bueno, pues entonces os deseouna vida de amor y concordia —dijoAlbert Mikhailovich en tono paternal, yluego atravesó con ellos tres barrerassucesivas, tres empalizadas hechas conrejas y trozos de raíl. Los soldados deguardia se cuadraban ante ellos.

—Entiendo que no tendrá ustedningún problema para entrar…

Leonid sonrió con malicia.—Sí, podremos pasar. Usted lo sabe

muy bien: en ninguna parte se encuentranfuncionarios íntegros. Cuanto mássevero es el régimen, más barato es elprecio. Basta con saber quién manda encada sitio.

El oficial carraspeó.—A usted tendría que bastarle cierta

palabra mágica.—Por desgracia, no funciona con

todo el mundo. —Leonid se acarició unavez más la mejilla—. Ya conoce ustedesa frase tan bonita: «Aún no soy mago,estoy aprendiendo».[23]

—Sería un honor para mí tener tratocon usted cuando sus años de educaciónhayan terminado. —Albert Mikhailovichinclinó la cabeza, dio media vuelta yvolvió sobre sus pasos.

El último de los soldados les abrióuna portezuela en una gruesa reja dehierro que cerraba el túnel de arriba

abajo. Al otro lado se extendía un trechovacío, pero bien iluminado. Algunostramos de pared estaban cubiertos dehollín, y otros de orificios, como sihubiera tenido lugar un prolongadotiroteo. Al otro extremo se divisabannuevas fortificaciones, así comoenormes banderas que colgaban desde eltecho hasta el suelo.

Al ver todo aquello, a Sasha se leaceleró el corazón. Se detuvo y lepreguntó a Leonid:

—¿Cuál es esa frontera?—¿Disculpa? —La miró asombrado

—. Es la frontera de la Línea Roja, porsupuesto.

***

¡Cuánto tiempo llevaba Homerosoñando con regresar allí! ¡Cuántotiempo hacía que no había estado enaquella maravillosa estación!

En la culta Borovitskaya, quedesprendía aquel olor tan fuerte acreosota[24], con los pequeños yconfortables alojamientos bajo losarcos, la sala de lectura para los monjesbrahmánicos en el centro, los largosanaqueles repletos de libros y laslámparas forradas en tela que colgabanmuy bajas. Cuán desconcertante era lanitidez con la que aún se percibía allí el

espíritu de las tertulias filosóficas de losaños de crisis y de preguerra.

En la majestuosa Arbatskaya, quehabía preservado su blancura y susbronces, casi comparable a los palaciosdel Kremlin, con su estricta disciplina ylas intrigas de sus militares, queactuaban todavía con arrogancia, comosi no hubieran tenido nada que ver conel Apocalipsis.

En la venerable Biblioteka imeniLenina, sobre la que se alzaba, en lasuperficie, la Biblioteca de Lenin, a laque no le habían cambiado el nombrecuando aún habría tenido algún sentidohacerlo, y que ya era tan antigua como el

mundo cuando el joven Kolya habíaentrado por vez primera en la red demetro. Tenía un acceso controlado muypeculiar, una especie de románticopuente alzado sobre el andén. Se habíanrestaurado incluso los estucos del techo,aunque el resultado no fuera óptimo.

Y en la Alexandrovsky Sad, aquellaestación que se veía como flaca,angulosa, perpetuamente a media luz,como un jubilado casi ciego,atormentado por la gota, que recuerda sujuventud en el Komsomol.

Homero se había preguntadosiempre, con fascinación, si lasestaciones se parecerían a quienes las

habían construido. ¿Acaso serían, encierta medida, autorretratos de losarquitectos que las concibieron?¿Habrían absorbido pequeñas partículasde sus constructores? El viejo estabaseguro de algo: las estaciones marcabana sus habitantes, su carácter secontagiaba a las personas, y éstas de suparticular ambiente y sus específicasdolencias.

De acuerdo con su naturaleza, elsitio más apropiado para Homero, susinacabables cavilaciones y su incurablenostalgia, no era la severaSevastopolskaya, sino más bien la Polis,que resplandecía con la luz del pasado.

Pero el destino no lo había queridoasí.

Y, aunque hubiera regresado, notenía tiempo para pasearse por sus salasdeslumbrantes, para admirar sus estucosy molduras de hierro, para fantasear. Nopodía detenerse ni un instante.

Hunter había logrado, con grandesesfuerzos, encadenar y encerrar a laterrible criatura que albergaba dentro desí, y que de tiempo en tiempo salía aalimentarse de carne humana. Perobastaría con que el monstruo lograradoblar los barrotes de su celda interior:al momento, quedaría destruida lagastada reja que le impedía adueñarse

del cuerpo del brigadier. Homero teníaque darse prisa.

Hunter le había rogado que buscaraa un tal Melnik. ¿Se trataría de unapodo? ¿De una contraseña? Cuando lespreguntó a los guardias por aquelnombre, éstos cambiaron repentinamentede actitud. Dejaron de hablarle deltribunal que amenazaba al cautivobrigadier y el obeso jefe de los guardiasse prestó a acompañarlo en persona.

Subieron por una escalera ysiguieron un pasillo hasta llegar a laArbatskaya. Una vez allí, se detuvieronfrente a una puerta, vigilada por dosguardias de paisano. Su rostro no dejaba

lugar a dudas: eran asesinosprofesionales.

Detrás de las anchas espaldas deéstos se abría un angosto pasillo conpequeños cuartos a ambos lados. Elgordo le ordenó a Homero que esperasey anduvo pesadamente por el pasillo.Apenas habían pasado tres minutoscuando regresó, contempló al viejo conextrañeza y le ordenó que lo siguiera.

En el extremo opuesto del pasillo seencontraba una habitaciónsorprendentemente espaciosa, cuyasparedes estaban cubiertas de mapas yplanos. Entre éstos colgabananotaciones, mensajes en clave,

fotografías y dibujos. Tras una mesagrande de madera de roble se sentaba unhombre flaco, de mediana edad yespalda de anchura inusitada. En unprimer momento, Homero pensó quevestía una burka[25] caucásica. Se cubríael cuerpo con un abrigo del ejército, delque sobresalía únicamente el brazoizquierdo. Al verlo más de cerca,Homero se dio cuenta de que el derechose lo habían amputado cerca delhombro. Era extraordinariamente alto.Sus ojos estaban casi a la misma alturaque los de Homero, que permanecía depie frente a él.

—Gracias —dijo, e hizo salir al

gordo, que cerró la puerta a sus espaldascon visible pesar. Luego, se volvióhacia Homero—. ¿Quién es usted?

—Nikolayev, Nikolay Ivanovich —le respondió el confuso anciano.

—¡Déjese de imbecilidades! Si esusted capaz de acudir a mi presencia yde decirme que ha venido con micamarada más querido, el mismo queenterré hace un año, es que debe detener serios motivos para hacerlo.¿Quién es usted?

—Nadie. Yo aquí no pinto nada. Sucamarada está vivo, créame. Tiene ustedque venir conmigo en cuanto le seaposible.

—A decir verdad, tengo la sensaciónde que esto es una trampa. O unatomadura de pelo. O simplemente unerror. —Melnik lió un cigarrillo y leechó el humo en la cara a Homero—.Está bien. Usted conoce su nombre. Perosi lo ha acompañado hasta aquí, debeconocer también su historia. Ha de saberque lo hemos estado buscando a diariodurante más de un año. Que hemosperdido a varios hombres durante labúsqueda. Usted debe saberperfectamente cuánto significaba paranosotros. Quizá sepa usted, incluso, queese hombre era mi mano derecha. —Unasonrisa amarga afloró a su rostro.

—No, no sé nada de todo eso. Nuncame ha hablado de sí mismo. —Homerohabía bajado la cabeza—. Vayamoscorriendo a la Borovitskaya, por favor.No tenemos tiempo…

—No pienso ir corriendo a ningunaparte. Por motivos evidentes. —Melnikapoyó la mano en la mesa y se empujó así mismo hacia atrás junto con la silla,sin levantarse. Homero tardó unossegundos en darse cuenta de que estabasentado sobre una silla de ruedas—.Ahora hablémoslo sin ponernosnerviosos. Quiero saber por qué havenido usted hasta aquí.

—¡Dios mío! —Homero no sabía

qué más decirle a aquel hombre tantestarudo—. Créame, por favor. Estávivo. Lo tienen encerrado en unamazmorra de la Borovitskaya. Es decir,tengo la esperanza de que aún esté allí…

—Me gustaría creerlo. —Melnikhizo una pausa y le dio una larga caladaal cigarrillo. Homero oyó crujir el papelque se quemaba—. Pero los milagros noexisten. Lo que está haciendo usted esvolver a abrir viejas heridas. Bueno.Creo que ya sé quién es el que haorganizado este juego. Pero tenemospersonal con la formación necesariapara confirmarlo. —Descolgó elauricular del teléfono.

—¿Por qué les tiene tanto miedo alos negros? —dijo entonces Homero,para sí mismo, sin saber muy bien porqué.

Melnik se detuvo. Con airecircunspecto, colgó el auricular. Echóuna última calada, escupió la colilla enel cenicero y dijo:

—¡Diablos! Voy ahora mismo a laBorovitskaya.

***

—¡Yo no pienso ir! ¡Suéltame!Prefiero quedarme aquí…

Sasha no se distinguía por su sentido

del humor, y tampoco sabía coquetear.Pocas personas debía de haber a quienessu padre hubiera odiado tanto como alos rojos. Le habían arrebatado supoder, lo habían destrozado pero, en vezde quitarle la vida, movidos por lapiedad, o tal vez porque pensaban que lamuerte no sería castigo suficiente, lohabían condenado a muchos años dehumillación y tormentos. Su padre nohabía perdonado a los que se alzaroncontra él, y tampoco a los que habíaninstigado y espoleado a los traidores, yles habían proporcionado armas yoctavillas. La mera visión del color rojole provocaba accesos de cólera. No

obstante, hacia el final de su vidaafirmaba que no sentía ningún rencorcontra nadie, ni deseaba vengarse, Sashase quedó con la impresión de que tansólo quería justificar su propiaimpotencia.

—Es el único camino —lerespondió el sorprendido Leonid.

—¡Nosotros queríamos ir a laKievskaya! ¡Me has engañado!

—La Hansa está en guerra con losrojos desde hace décadas. No podíadecirle al primero con el que metropezara que íbamos hacia territoriocomunista. Tenía que inventarme otracosa.

—¿Eres incapaz de hacer nada sinmentir?

—La puerta se encuentra más allá dela Sportivnaya, ya te lo he dicho muchasveces. La Sportivnaya es la últimaestación de la Línea Roja antes de llegaral puente derruido. Eso es así y nopuedo cambiarlo.

—¿Y cómo vamos a llegar hastaallí? ¡No tengo papeles! —Le dijomirándolo directamente a los ojos.

El músico sonrió.—Confía en mí. Todo se soluciona

hablando. ¡Viva la corrupción!Sin prestar más atención a las

objeciones de Sasha, la agarró por la

muñeca y tiró de ella.Vieron desde lejos, a la luz de los

reflectores de la segunda línea dedefensa, las enormes banderas dealgodón rojo que colgaban del techo. Labrisa que soplaba sin cesar en el túnellas agitaba de tal modo que Sasha creyóhallarse ante dos cataratas rojas. Tal vezfuera una señal…

Si todo lo que había oído acerca deesa línea era cierto, los coserían a balasa ambos en cuanto estuvieran a tiro.Pero Leonid caminaba al frente, sininmutarse, con su inalterable sonrisa deengreimiento en los labios. A unostreinta metros del puesto fronterizo, el

resplandeciente rayo de luz de unreflector le dio en el pecho. El músicodejó el estuche de su instrumento en elsuelo y levantó ambos brazos. Sashasiguió su ejemplo.

Dos guardias fronterizos se lesacercaron, estupefactos y mediodormidos. Parecía como si no se hubierapresentado nunca nadie por aquel ladode la frontera.

En esta ocasión, Leonid se llevó a unlado al que tenía más rango, sin darletiempo a que le pidiera ladocumentación a Sasha. Le susurró algoal oído e hizo tintinear, de maneraapenas audible, unos objetos de metal.

El oficial volvió sobre sus pasos,apaciguado, los acompañó en personapor todos los puestos de guardia, losllevó hasta una dresina que aguardaba yordenó a los soldados que los llevaranhasta la Frunzenskaya.

Éstos agarraron la palanca y, entrejadeos y resoplidos, pusieron en marchala dresina. Sasha contemplaba conexpresión triste los vestidos y losrostros de los hombres que su padre lehabía descrito siempre como enemigos.Nada especial: chaquetas acolchadas,gorras manchadas y descoloridasadornadas con estrellas, mejillas flacasy huesudas… No tenían rostros radiantes

como los guardias de la Hansa, perocentelleaba en sus ojos una curiosidadjuvenil que parecía ajena a loshabitantes de la Línea deCircunvalación. Por otra parte, aquellosdos no debían de saber nada de lo quehabía ocurrido casi diez años antes en laAvtozavodskaya. Entonces, ¿eranenemigos de Sasha? ¿Se podía odiardesde lo más profundo del corazón aunos desconocidos?

Los soldados no osaban dirigirse alos pasajeros. Tan sólo se oía un rítmicogimoteo cada vez que accionaban lapalanca.

—¿Cómo lo has conseguido? —le

preguntó Sasha a Leonid.—Con hipnosis. —El muchacho le

guiñó el ojo.—¿Y qué es esa documentación que

llevas? —Lo miró con desconfianza—.¿Cómo puede ser que te dejen entrar entodas partes?

—Existen pasaportes distintos paracada situación —fue su vaga respuesta.

Sasha se acercó mucho a Leonidpara poder hablarle sin que los soldadosla oyeran.

—¿Quién eres?—Un Observador —le susurró él.Si Sasha no hubiese mantenido la

boca cerrada, sus preguntas habrían

brotado como un torrente. Pero lossoldados los escuchabandisimuladamente. Incluso parecía quelos chirridos de la palanca se hubieranvuelto más suaves.

La muchacha tuvo que esperar hastala Frunzenskaya, una estación desolada ysin color, cuyo pálido rostro estabaadornado con banderas rojas. Elmosaico que cubría el suelo estabaestropeado, las anchas columnas habíansufrido los estragos del tiempo y, en loalto, las bóvedas parecían estanques deaguas negras. Lámparas de escasapotencia colgaban sobre las cabezas desus habitantes, a lo largo de cables

tendidos entre las columnas. La luz eravaliosa y no se permitía el despilfarrode un solo destello. Y reinaba pordoquier una sorprendente pulcritud:varias mujeres se afanaban en limpiar elandén.

La estación estaba abarrotada pero,cada vez que Sasha miraba a sushabitantes, éstos se sobresaltaban yhacían como que estaban atareados, sólopara abandonar la labor y ponerse acuchichear tan pronto como la muchachales daba la espalda. En cuanto Sasha sevolvía de nuevo hacia ellos, los susurroscesaban y todo el mundo volvía a sutrabajo. No parecía que nadie quisiera

mirarla a los ojos, como si la cortesía lohubiera prohibido.

Sasha miró a Leonid.—¿Aquí no suele haber forasteros?El músico se encogió de hombros.—Yo lo soy.—Entonces, ¿dónde está tu hogar?—En cualquier sitio donde no reine

esta seriedad. —Sonrió con malicia—.Donde se comprenda que el hombre novive solamente de comer. Donde no seolvide el ayer, aun cuando el recuerdoduela.

—Háblame de la Ciudad Esmeralda—le dijo Sasha en voz baja—. ¿Por quése ocultan… por qué os ocultáis?

—Los dueños de la CiudadEsmeralda desconfían de los habitantesde la red de metro… —Leonid tuvo queinterrumpirse para negociar con losvigilantes que se hallaban a la entradadel túnel. Luego, Sasha y él seadentraron en la penumbra. Leonidprendió fuego a la mecha de una lámparade aceite y siguió explicándole—:Desconfían de ellos, porque loshabitantes de la red de metro pierdenpoco a poco su rostro humano. Además,aún viven aquí algunos de los hombresque empezaron aquella terrible guerra.Aunque ninguno de ellos lo admitirá, nisiquiera ante sus mejores amigos. Los

seres humanos que viven en la red demetro son incorregibles. Lo único que sepuede hacer es temerlos, mantenerse adistancia de ellos, observarlos. Situvieran noticia de la Ciudad Esmeralda,la devorarían y luego la vomitarían. Esoes lo que hacen con todo lo que puedenagarrar. Los cuadros de los grandesmaestros arderían. Ardería el papel, ytodo lo que está impreso sobre él. Eledificio de la universidad, que ya estámuy deteriorado, se vendría abajo. Laúnica sociedad que ha alcanzado lajusticia y la armonía dejaría de existir.La gran Arca llegaría a su fin. Y noquedaría nada.

Sasha se sintió ofendida.—¿Por qué pensáis que no podemos

cambiar?—No todo el mundo lo piensa. —

Leonid la miró de reojo—. Los hay quetratan de hacer algo.

—Pero no parece que se esfuercenmucho. —Sasha suspiró—. Ni siquierael viejo sabía nada sobre ellos.

—Y, con todo, sí que ha oído algo—dijo el joven en tono enigmático.

—¿Te refieres a… la música? —adivinó Sasha—. ¿Tú eres uno de losque tratan de cambiarnos? Pero ¿cómo?

—Mediante el poder de la belleza—bromeó el músico.

***

Un ordenanza empujaba la silla deruedas, y Homero se esforzaba por noquedarse atrás. A duras penas podíaseguirle el paso. De vez en cuandovolvía la mirada hacia el gigantescoguardia que lo acompañaba.

—Por si de verdad no conoce ustedla historia —decía Melnik—, se la voya contar. Así, si en la Borovitskaya noencuentro al hombre que usted me dice,tendrá algo con que entretener a suscompañeros de celda. .. Hunter fue unode los mejores combatientes de laOrden, un verdadero cazador. Tenía el

olfato de un animal, y se entregaba encuerpo y alma a nuestra causa. Fue élquien hace un año y medio se puso sobrela pista de los negros. En la VDNKh.¿Le suena?

—¿En la VDNKh? —repitióHomero, pensativo—. Sí, allí había unosmutantes invulnerables que leían elpensamiento y se volvían invisibles,¿verdad? Yo creía que se llamaban«oscuros».

—Qué más da… fue el primero entener noticia de los rumores y dio laalarma, pero no disponíamos dehombres ni de tiempo suficiente. Porello, le negué mi apoyo. Estaba ocupado

con otros asuntos. —Melnik gesticulócon el muñón—. Hunter se puso encamino sin que nadie lo acompañara. Laúltima vez que contactamos, me hizosaber que esas criaturas eran capaces dedominar las voluntades ajenas e inspiraren todo el mundo miedo y pavor. Era unguerrero increíble, sí, un guerrero nato.Por sí solo, valía tanto como una unidadentera…

—Lo sé —murmuró Homero.—Y no sabía lo que era el miedo.

Nos envió a un joven con el mensaje deque saldría a la superficie para liquidara los negros. Si no regresaba,tendríamos que llegar a la conclusión de

que el peligro era mayor de lo quehabíamos supuesto al principio.Desapareció. Entendimos que lo habíanmatado. Tenemos un sistema propio paratransmitirnos mensajes: todo el quesigue vivo, está obligado a informar unavez por semana. ¡Obligado! Pero él nonos ha dicho nada durante más de unaño.

—¿Y qué sucedió con los negros?Melnik contrajo el rostro en una

sonrisa sardónica.—Arrasamos todo su territorio con

misiles Smertsch[26]. Desde entonces, nohemos tenido más noticias sobre ellos.Ni una carta, ni una llamada. Las salidas

de la VDNKh están selladas, la vida havuelto a su curso. El joven aquel noresistió la presión psicológica pero,según he oído, luego se recobró. Ahoralleva una vida normal, e incluso se hacasado. Pero Hunter… pesa sobre miconciencia. —El ordenanza empujó lasilla de ruedas por una rampa de acero.Los bibliotecarios que estaban reunidosabajo se llevaron un sobresalto. Esperóal viejo, que estaba casi sin aliento, yañadió—: Esto último no deberíacontárselo a sus eventuales compañerosde encierro.

Al cabo de un minuto llegaron a lacelda. Melnik ordenó que no se abriera

la puerta. Se apoyó en el ordenanza,apretó los dientes, se levantó y observópor la mirilla. Le bastó una fracción desegundo.

Luego, exhausto, como si hubierahecho a pie todo el camino desde laArbatskaya, se dejó caer sobre la sillade ruedas, volvió hacia Homero sus ojosapagados y dictó sentencia:

—No es él.

***

—Yo no creo que mi música mepertenezca —dijo Leonid, que derepente estaba muy serio—. No tengo ni

idea de cómo me llega a la cabeza. Meveo a mí mismo como el cauce de un río.Sólo soy el instrumento. Si quiero tocar,me llevo la flauta a los labios. Pero escomo si hubiera otro que se adueñara demis labios… y es así como brota lamelodía…

—Eso se llama inspiración —lesusurró Sasha.

El joven abrió los brazos.—Sea como fuere, no es mía, me

viene desde fuera. Y no tengo ningúnderecho a mantenerla oculta en miinterior. Se comunica de un ser humano aotro. Empiezo a tocar, y veo que todo elmundo se reúne a mi alrededor: ricos y

pobres, los que tienen el cuerpo cubiertode costras y los que tienen la piellustrosa, los locos, los tullidos, lospudientes… todo el mundo. Mi músicamueve algo en su interior, de tal maneraque todos ellos coinciden en una únicatonalidad. Digamos que yo soy eldiapasón. Soy capaz de ponerlos enarmonía, aunque sea por poco tiempo.Entonces, su sonido es tan puro… todosellos cantan… ¿cómo voy aexplicártelo?

—Lo explicas muy bien —le dijoSasha, pensativa—. Yo misma lo heobservado.

—Tengo que esforzarme por…

plantar en ellos una semilla. En un casose agostará, pero puede que en otrogermine. Aunque no redimo a nadie…eso no lo puedo hacer.

—Pero ¿por qué no quierenayudarnos los otros habitantes de laCiudad Esmeralda? Y tú, ¿por qué noquieres admitir que es eso lo que estáshaciendo?

***

Leonid calló hasta que hubieronllegado a la Sportivnaya. La estación seveía enfermiza y pálida, exageradamentesolemne y sumida en el desconsuelo,

igual que las otras. Y, además, se veíabaja y estrecha, opresiva como unavenda en el cráneo. Olía a humo,pobreza y orgullo. Tan pronto comoestuvieron en ella, una sombra se lespegó a los talones. Dondequiera quefuesen, los seguía siempre a unadistancia exacta de diez pasos.

La muchacha aceleró, pero elmúsico la detuvo.

—Ahora no. Tenemos que esperar.—Se sentó sobre un banco de piedra yabrió los cierres del estuche de suflauta.

—¿Por qué?—La puerta se abre sólo a horas

convenidas.—¿Cuándo? —Sasha volvió los ojos

hacia las cifras del reloj de la estación.Si eran correctas, les quedaban sólodoce horas.

—Te lo diré cuando llegue elmomento.

—¡Siempre lo estás retrasando todo!—Lo miró de arriba abajo y se alejó deél—. ¡Primero me prometes que me vasa ayudar y, luego, una vez más, tratas deretenerme!

—Sí. —El joven respiró hondo y lamiró a los ojos—. Quiero retenerte.

—¿Por qué? ¿A causa de qué?—No estoy jugando contigo. Puedes

creerme: si quisiera jugar, ya habríaencontrado a alguien. No me dancalabazas a menudo. Creo que me heenamorado de ti. Dios mío, qué banal hasonado…

—¡Eso no te lo crees ni loco! Sonpalabras, nada más que palabras.

El joven siguió hablando conextrema seriedad.

—Existe un método para distinguirentre el amor y el juego.

—¿Cuando se engaña para conseguira alguien, se puede hablar de amor?

—El juego se puede adaptar siemprea las circunstancias del momento. Peroel amor pone fin a la vida que se había

vivido previamente. Para el amor deverdad, las circunstancias son del todoindiferentes.

—Con eso no tengo ningúnproblema. Nunca he vivido una vida deverdad. Ahora, llévame hasta la puerta.

Leonid contempló a la muchacha conojos tristes, se recostó en la columna ycruzó los brazos sobre el pecho. Tomóaliento varias veces, como para iniciarla frase con la que mandaría a paseo aSasha, pero luego se relajaba de nuevosin haber dicho palabra. Al final sederrumbó y confesó, desconsolado:

—No puedo ir contigo. No mepermiten regresar.

—¿Qué significa eso?—No puedo regresar al Arca. Me

han desterrado.—¿Desterrado? ¿Por qué?—Por un asunto. —Se volvió y

habló en voz muy baja, y, aunque Sashase encontraba tan sólo a un paso de él,no lo entendió todo—. Un asuntopersonal. Con un bibliotecario. Mehumilló delante de testigos… esa mismanoche me emborraché y le pegué fuego ala biblioteca. El hombre murió abrasadojunto con toda su familia. Por desgracia,se había abolido la pena de muerte. Mela habría merecido. Pero, en cambio, medesterraron. De por vida. No puedo

regresar jamás.Sasha cerró los puños.—Entonces, ¿por qué me has traído

hasta aquí? ¿Por qué me has hechoperder el tiempo?

—Tú sí puedes hacer el intento dellamar a su puerta —murmuró Leonid—.En un túnel lateral, a veinte metros de laentrada, hay una marca de color blanco.Debajo de ésta, en el suelo, se encuentrauna tapa de goma, y debajo de la tapa elbotón de un timbre. Tienes que hacertres llamadas breves, tres largas y otrastres breves. Ésa es la señal de losObservadores que regresan…

Leonid ayudó a Sasha a pasar los

tres puestos de vigilancia y luegoregresó a la estación. En el momento dela despedida, el muchacho trató deponerle en las manos un viejo rifle deasalto que había sacado de alguna parte,pero Sasha no lo quiso. Tres llamadasbreves, tres largas, tres breves. Sólonecesitaba eso. Y una linterna.

El túnel que partía de la Sportivnayaparecía, al principio, silencioso ydesolado. La Sportivnaya era la últimaestación habitada en aquella línea, y porello todos los puestos de defensa por losque había pasado con Leonid parecíanmás bien pequeñas fortalezas. PeroSasha no sentía ningún miedo.

Sólo pensaba en una cosa: que lefaltaba muy poco para llegar al umbralde la Ciudad Esmeralda.

Y si la Ciudad Esmeralda no existía,tampoco le quedarían motivos para tenermiedo.

El túnel lateral estaba en el lugarque Leonid le había indicado. Una rejamuy oxidada lo cerraba, pero había unhueco suficientemente grande para pasaral otro lado. Unos cien pasos más allá,una plancha de acero cerraba una puertade seguridad también de acero. Sasha sequedó con la impresión de hallarse antealgo eterno e indestructible.

Sasha contó otros cuarenta pasos y,

por fin, descubrió en la oscuridad unamarca blanca sobre una pared húmeda,que parecía transpirar. También vioenseguida la tapa de goma. Tiró de ella,encontró a tientas el botón del timbre ymiró de nuevo el reloj que Leonid lehabía dado. ¡Lo había conseguido!¡Había llegado en el momento justo!Tuvo que esperar todavía unos minutosque se le hicieron eternos, y luego cerrólos ojos…

Tres breves.Tres largas.Tres breves.

Artyom bajó el cañón del arma.Estaba ardiendo. El sudor y las lágrimasle escocían en los ojos, pero la máscarade gas le impedía enjuagárselos con lamano. ¿Y si se la arrancaba? Quéimportaba ya…

Los gritos de los infectados eran másfuertes que el sonido de las ráfagas.¿Cómo podía explicarse, si no, quesiguieran saliendo en rebaño del vagón y

se arrojaran contra la lluvia de plomo?¿No oían el estruendo? ¿Nocomprendían que los matarían alinstante? ¿Qué esperanzas abrigaban?¿Acaso les daba todo igual?

Un trecho de varios metros frente ala puerta estaba cubierto de cadávereshinchados. Algunos aún se agitaban, eincluso quedaba alguien que lloriqueabaen el horripilante túmulo. El grano depus había reventado. Los que todavía sehallaban dentro del vagón seapretujaban, temerosos, y trataban deesconderse de las balas.

Artyom volvió los ojos hacia losotros guardias. ¿Las manos y las rodillas

le temblaban sólo a él? Nadie decía niuna sola palabra. Incluso el comandantecallaba. Tan sólo se oía la pesadarespiración de los seres humanos queaún se encontraban en el trenabarrotado. Hacían tremendos esfuerzospor contener su tos sanguinolenta. Elúltimo moribundo, enterrado en elmontón de cadáveres, escupía susmaldiciones:

—Monstruos… cerdos… aún estoyvivo… no puedo soportarlo…

El comandante buscó con los ojos alinfortunado y, en cuanto lo encontró,apoyó una rodilla en el suelo y vació elresto del cargador sobre su cuerpo,

hasta que el arma emitió tan sólochasquidos. De todos modos, aún apretóvarias veces el gatillo.

Luego se levantó, contempló lapistola y tuvo el extraño capricho defrotársela contra los pantalones.

—¡Los demás, mantened la calma!—gritó con voz ronca—. Todo el queintente salir de ahí sin autorizaciónsufrirá el mismo castigo.

—¿Qué vamos a hacer con loscadáveres? —le preguntó alguien.

—Volveremos a meterlos en el tren.¡Ivanenko, Aksyonov, encárguense!

Se había restablecido el orden.Artyom podría regresar a su puesto y

trataría de dormir de nuevo. Faltabantodavía unas horas hasta su próximoturno. Podría dormir un buen rato, y asíaguantaría bien cuando estuviera deservicio…

Pero no pudo ser.Ivanenko dio un paso atrás, negó con

la cabeza y dijo que se negaba a tocaraquellos cadáveres purulentos y mediodescompuestos. Sin dudarlo, elcomandante levantó la pistola contra él—al parecer, había olvidado que no lequedaban cartuchos—, siseó lleno deodio y apretó el gatillo. No se oyó nadamás que un chasquido. Ivanenko pegó ungrito y se marchó corriendo.

De repente, uno de los soldados, enpleno acceso de tos, levantó el rifle deasalto y, con un movimiento torpe ydesviado, le clavó la bayoneta por laespalda al comandante. Éste, sinembargo, no se desplomó, sino quevolvió lentamente la cabeza y contemplóal atacante.

—¿Qué has hecho, hijo de puta? —le preguntó en voz baja, asombrado.

—¡Dentro de poco nos hará matartambién a nosotros! —le gritó el otro—¡Aquí ya no queda nadie que esté sano!¡Hoy los matamos, y mañana nos va ameter con ellos en los vagones!

El hombre le pegaba tirones al arma

en un intento de arrancarla del cuerpodel comandante, pero no lo conseguía.

Nadie se atrevió a intervenir. Elpropio Artyom, que había dado unprimer paso hacia ellos, se detuvo,como hechizado. Por fin, la bayoneta sesoltó. El comandante trató en vano detocarse la herida, luego cayó de rodillas,se sostuvo con ambas manos sobre elsuelo mugriento y meneó la cabeza.Parecía como si tratara de sobreponersea la fatiga.

Nadie se atrevió a darle el tiro degracia. Incluso el rebelde que lo habíaherido retrocedió atemorizado. Pero,entonces, este último se arrancó del

rostro la máscara de gas y se puso agritar de tal modo que lo oyeron en todala estación:

—¡Hermanos! ¡Poned fin a estetormento! ¡Dejadlos marchar! ¡Moriránde todos modos! ¡Y nosotros también!¿Es que no somos humanos?

—No os atreváis… —masculló elcomandante, que seguía de rodillas.

Los guardias se pusieron a discutir agritos. En un lugar habían empezado aarrancar las rejas de un vagón, y enotro… de pronto, uno de los soldados ledisparó al instigador en pleno rostro.Este cayó de espaldas y se quedóinmóvil al lado de los otros cadáveres.

Pero era demasiado tarde: con unaullido triunfal, los enfermos salieron enmasa del tren, caminaron torpementesobre sus piernas hinchadas, lesarrebataron las armas a los indecisosguardias y se dispersaron en todas lasdirecciones. Sus vigilantes tambiénempezaron a actuar: algunos de ellosdispararon descargas aisladas contra losenfermos, mientras que otros, por elcontrario, se mezclaron con ellos yhuyeron también por el túnel: unos haciael norte, en dirección a laSerpukhovskaya, y otros hacia el sur,hacia la Nagatinskaya.

Artyom aún estaba como paralizado

y tenía los ojos fijos en el comandante,sin comprender nada. Éste, simplemente,se negaba a morir.

Primero gateó, luego se puso en piey avanzó tambaleante. Era obvio quetenía un objetivo muy determinado.

—Os vais a llevar una sorpresa —murmuraba—. No se acaba tanfácilmente conmigo…

Sus ojos crispados se detuvieron enArtyom. Primero lo miró como si no loreconociera y luego le ladró, en su tonoimperioso habitual:

—¡Popov! ¡Lléveme a la sala decomunicaciones! Los centinelas delpuesto del norte tienen que cerrar la

puerta…El comandante se apoyó sobre el

hombro de Artyom y así, cojeandopenosamente, pasaron de largo ante elúltimo vagón vacío, ante los hombresque luchaban y los montones decadáveres, hasta que por fin llegaron ala sala de comunicaciones, donde sehallaba el teléfono. La herida delcomandante no parecía mortal, perohabía perdido mucha sangre. Por ello,las fuerzas lo abandonaron y sederrumbó.

Artyom bloqueó la puerta por dentrocon una mesa, descolgó el auricular dela línea interna y marcó el número del

puesto de vigilancia del norte. Elaparato hizo un clic, y luego se oyó unruido como de alguien que hubierarespirado con dificultad, y, al fin… unpavoroso silencio.

Así pues, era demasiado tarde. Nosería posible cerrarles el paso. ¡Pero, almenos, tenía que advertir a laDobryninskaya! Se arrojó sobre elteléfono, pulsó uno de los dos botones,aguardó unos segundos… ¡Gracias aDios, el aparato aún funcionaba!Primero oyó sólo un ruido, después unaespecie de musiquilla y luego, por fin, laseñal de la línea.

Uno… dos… tres… cuatro…

cinco… seis…¡Que respondieran de una vez, por

Dios bendito! Si aun vivían, si aún noestaban infectados, tenían queresponderle, porque así les quedaría unaoportunidad de salvarse. Que alguiendescolgara el auricular antes de que losenfermos llegasen a las fronteras de laestación… Artyom habría vendido supropia alma con tal de que alguiendescolgara el auricular al otro extremodel cable…

Entonces sucedió lo imposible. Elséptimo tono se interrumpió a la mitad,se oyó como un crujido, unos nerviososretazos de palabras al fondo, y entonces

una voz rota, sin aliento, se sobrepuso alruido.

—¡Dobryninskaya al habla!

***

La celda estaba a media luz, pero aHomero le bastó para reconocerlo: lasilueta del preso era la de un hombredemasiado débil y apático para tratarsedel brigadier. Parecía como si detrás dela reja hubiera un muñeco de paja,privado de voluntad, abatido.Probablemente era uno de losguardias… muerto. Pero ¿dónde estabaHunter…?

—Empezaba a pensar que novendríais —gritó a sus espaldas una vozcavernosa—. Allí dentro estabademasiado… estrecho.

Melnik se dio la vuelta con la sillade ruedas, tan rápido que Homero tardóunos momentos en seguirlo. En mediodel pasillo que llevaba a la estación seencontraba el brigadier. Cruzaba losbrazos con fuerza, como si cada uno deellos no se hubiera fiado del otro yhubiera temido dejarlo libre. La mitaddeformada de su rostro quedaba a lavista.

Melnik contrajo una mejilla.—¿Eres tú?

—Sí, aún soy yo. —Huntercarraspeó de manera extraña. Si nohubiera sabido que era imposible,Homero lo habría interpretado como unaespecie de carcajada.

—¿Qué te ha ocurrido? ¿Qué le haocurrido a tu rostro? —Sin duda, Melnikquerría preguntarle también otras cosas.Les indicó con la mano a los guardiasque se alejaran. A Homero le permitióquedarse.

—No es que tú estés en muy buenaforma. —El brigadier carraspeó denuevo.

—Nada especial. —Melnik hizo unamueca—. Pero es una lástima que no

pueda abrazarte. Al diablo… ¡Cuántotiempo pasamos buscándote!

—Lo sé. Tuve que… pasar untiempo solo —dijo Hunter con su típicostaccato en la voz—. No… no quisevolver entre los seres humanos. Quisedesaparecer para siempre. Peroentonces tuve miedo…

—¿Qué te ocurrió con los negros?¿Fueron ellos los que te dejaron así? —Melnik señaló con la cabeza la cicatrizviolácea que Hunter tenía en el rostro.

—No me ocurrió nada. No conseguíexterminarlos. —El brigadier se tocó laherida—. No pude. Me… medestrozaron.

—Eras tú quien tenía razón —le dijoMelnik de pronto, con inopinadavehemencia—. ¡Perdóname! Alprincipio no les di importancia, y no tecreí. En ese momento… bueno, tú ya losabes. Pero los encontramos y losaniquilamos por completo. Creímos quehabrías muerto. Y que ellos te habrían…por eso los… por ti… ¡no quedó ni uno!

—Lo sé —le respondió Hunter convoz ronca. Era obvio que se le hacíadifícil hablar de ello—. Sabían que todoterminaría así… por culpa mía. Losabían todo. Tenían el poder de ver a losseres humanos, de contemplar el destinode cada uno. ¡Si supieras contra quién

alzamos la mano! Fue entonces cuandonos sonrió por última vez… nos losenvió para que tuviéramos una últimaoportunidad. Y nosotros… yo loscondené, y vosotros ejecutasteis lasentencia. Porque así somos nosotros.Los verdaderos monstruos…

—¿Qué estás diciendo?—Cuando estuve con ellos…

hicieron que me viera a mí mismo. Mecontemplé como en un espejo y lo vitodo tal como era. Lo comprendí todoacerca de mí mismo. Acerca de losseres humanos. El porqué de todo esto…

—¿De qué me estás hablando? —Melnik miró con preocupación a su

camarada, y luego se volvióbruscamente hacia la puerta. ¿Acasolamentaba haber hecho salir a losguardias?

—Escucha lo que te digo… me vi amí mismo con sus ojos, como en unespejo. No desde fuera, sino por dentro.Lo que se esconde detrás de lamáscara… lo sacaron de dentro de mí ylo pusieron en el espejo paraenseñármelo. El monstruo. El devoradorde hombres. Lo que entonces vi no eraun ser humano. Y tuve miedo de mímismo. Me había mentido a mí mismo…me había dicho que vivía para protegera las personas, para salvarlas… ¡todo

era mentira! He saltado a la yugular detodo el mundo como un animalhambriento. Aún peor. El espejodesapareció, pero… eso… siguió ahí.Había despertado y no volvió adormirse. Ellos pensaban que mesuicidaría. Y es verdad… ¿Para quéquería vivir más? Pero no lo hice. Teníaque luchar. Al principio yo solo, paraque nadie lo viese. Bien lejos de losseres humanos. Pensé que podíacastigarme a mí mismo para que ellos nolo hicieran. Pensé que el dolor meliberaría… —El brigadier se tocó lascicatrices—. Pero luego me di cuenta deque no podría triunfar solo. Una y otra

vez me olvidaba de mí mismo… por esoregresé.

—Te lavaron el cerebro —dijoMelnik—. Eso es lo que te hicieron.

—¡Da igual! Ya ha pasado. —Hunterapartó la mano del rostro y su voz setransformó: sonaba de nuevo apagada einexpresiva—. Por lo menos, casi hapasado. Esa historia ya me queda lejos.Lo que ocurrió, ocurrió. Ahora estamossolos. Tenemos que luchar por lasupervivencia… por eso he venido hastaaquí. Ha estallado una epidemia en laTulskaya. Podría extenderse por laSevastopolskaya y por la Línea deCircunvalación. La fiebre del aire. Igual

que la otra vez. Es la muerte.Melnik lo miró con desconfianza.—Nadie me ha informado de ello.—Nadie ha informado de nada a

nadie. Son demasiado cobardes. Por esomienten. Y lo esconden. No comprendenlo que van a provocar.

Melnik se acercó al brigadier con susilla de ruedas.

—¿Qué quieres de mí?—Ya lo sabes. Hay que eliminar la

amenaza. Dame una ficha. Damehombres. Lanzallamas. Tenemos quecerrar la Tulskaya y descontaminarla. Sies necesario, también la Serpukhovskayay la Sevastopolskaya. Espero que no

haya llegado aún más lejos.—Quieres arrasar tres estaciones…

¿para evitar riesgos?—Para salvar a todos los demás.—Después de una carnicería como

ésa, odiarán a la Orden.—Nadie se va a enterar de nada.

Porque no quedará con vida nadie quehaya podido contagiarse… o que hayapodido ver algo.

—¿Vamos a pagar un precio tanalto?

—¿Es que no lo entiendes? Si ahoradudamos, muy pronto no quedará nadie aquien podamos salvar. Nos haninformado demasiado tarde sobre la

plaga. No nos queda ninguna otramanera de detenerla. Dentro de dossemanas, la red de metro entera será unbarracón de apestados, y dentro de unmes… un cementerio.

—Primero tendría queconvencerme…

—¿Ahora no me crees? ¿Piensas queme he vuelto loco? Créete lo quequieras, me da igual. Voy a ir yo solo.Como siempre. Pero ahora, por lomenos, tengo la conciencia limpia.

Hunter se volvió sin dignarse amirar ni una sola vez al petrificadoHomero, y anduvo hacia la salida. Susúltimas palabras se habían clavado en

Melnik como un arpón, un arpón que loarrastraba tras los pasos del brigadier.

—¡Espera! ¡Llévate la ficha! —Melnik buscó en los bolsillos de suabrigo militar, sacó un sencillo disco yse lo entregó a Hunter—. Tienes… miautorización.

El brigadier tomó la ficha de lamano huesuda que se lo ofrecía, se lametió en el bolsillo, asintió en silencio yle dirigió a Melnik una mirada larga, sinparpadeos.

—Luego regresa. Estoy fatigado —dijo este último.

Hunter carraspeó otra vez de aquellamanera extraña y le dijo:

—Yo, en cambio, no había estadonunca en mejor forma que ahora.

Y se marchó.

***

Pasó mucho tiempo antes de queSasha se atreviera a llamar de nuevo,por miedo a irritar a los guardias de laCiudad Esmeralda. Indudablemente lahabían oído, pero tal vez necesitarantiempo para observarla condetenimiento. Si aún no habían abierto lapuerta, que parecía fundirse con lapropia tierra, sería que estabandiscutiendo si tenían que dejar entrar a

una extraña que, obviamente, habíadescubierto su código secreto porcasualidad.

¿Qué les diría cuando abriesen lapuerta?

¿Tendría que hablarles sobre laepidemia de la Tulskaya? ¿Searriesgarían a intervenir en aquellahistoria? ¿Qué ocurriría si la calaban enseguida, igual que Leonid? ¿Acasotendría que hablarles de ese otro tipo defiebre que se había adueñado de ella?¿Tendría que confesarles a otros lo queaún no se había confesado a sí misma?

¿Sería capaz de conmover sucorazón? Si era cierto que habían

derrotado mucho tiempo atrás la terribleenfermedad, ¿por qué no habíanintervenido, por qué no habían enviadoningún correo con el medicamento a laTulskaya? ¿Sólo porque temían a losseres humanos ordinarios? ¿O acasoabrigaban la esperanza de que laenfermedad acabara con todos ellos? Alfin y al cabo, quizá fueran ellos quieneshabían introducido la fiebre en elmetro…

¡No! ¡Cómo podía pensar talescosas! Leonid le había dicho que loshabitantes de la Ciudad Esmeralda eranjustos y gentiles. Que no conocían lapena de muerte, y ni siquiera se

encarcelaban los unos a los otros. Y quegracias a la inagotable belleza de la quese rodeaban no había nadie que nisiquiera pensase en cometer un crimen.

Pero entonces, ¿por qué no salvabana los condenados? ¿Y por qué no abríanla puerta?

Sasha llamó una vez más. Y otra.Detrás de la puerta de acero reinaba

el silencio, como si se hubiera tratadode una puerta falsa que tan sólo hubieraocultado miles de toneladas de pétreatierra.

—No te van a abrir.Sasha se volvió. A diez pasos de

ella se encontraba Leonid, con la cabeza

gacha, con el cabello enredado y eldolor en el rostro.

Sasha lo miró sin entender nada.—¡Pues entonces inténtalo tú! ¿No

puede ser que te hayan perdonado? Poreso has venido, ¿no?

—No hay nada que perdonar. Ahí nohay nada.

—Pero si me habías dicho…—Te he mentido. Eso no es la

entrada de la Ciudad Esmeralda.—Entonces, ¿dónde está?—No lo sé. —Levantó ambos brazos

—. Nadie lo sabe.—Pero entonces, ¿cómo es que

todos te dejan pasar? ¿No eras un

Observador? Sí lo eres… en la Línea deCircunvalación y con los rojos… Meestás engañando de nuevo, ¿verdad? ¡Mehas contado todo eso de la ciudad yahora te arrepientes de haberlo hecho!

Trató de encontrarle la mirada consus ojos suplicantes. Trató de hallar unaconfirmación para sus suposiciones.

Leonid miraba obstinadamente alsuelo.

—Yo mismo había soñado siemprecon llegar hasta allí. La he buscadodurante muchos años. He recopiladorumores, he leído libros viejos. Heestado cien veces en este lugar. Encontréese timbre… y lo estuve tocando durante

días. Todo en vano.—¿Por qué me has mentido? —Se

arrojó sobre él y su diestra, como porvoluntad propia, agarró el cuchillo—.¿Qué te he hecho yo? ¿Por qué me hascontado todo eso?

—Quería alejarte de ellos. —Lavisión del cuchillo desconcertó almúsico, pero éste, en vez de huir, sesentó sobre las vías—. Pensé que si mequedaba solo contigo…

—¿Y por qué has venido ahora hastaaquí?

—No sé decirlo muy bien. —Lamiró desde abajo con aire de sumisión—. Creo que me he dado cuenta de que

había llegado demasiado lejos. Despuésde haberte enviado hasta aquí… heempezado a darle vueltas. El alma nonace de color negro. Al principio esclara y transparente y, luego, paso apaso, se oscurece, una mancha tras otra,cada vez que te perdonas a ti mismo unamala acción, encuentras una manera dejustificarte, te dices que eso era sólo unjuego. Llega el momento en el que lanegrura te posee. Raramente se dacuenta uno mismo, porque es difícilreconocerlo desde dentro. Pero derepente tuve claro que aquí y ahorahabía traspasado una frontera, y queestaba a punto de transformarme en otro

hombre. Para siempre. Y por eso hevenido hasta aquí, para confesártelotodo. Porque tú no te lo mereces.

—¿Cómo es que todo el mundo tetiene tanto miedo? ¿Por qué siempre tedicen que sí?

—No es por mí —suspiró Leonid—,sino por mi padre.

—¿Qué?—¿El apellido Moskvin no te dice

nada?Sasha negó con la cabeza.—No.El músico, turbado, sonrió.—Debes de ser la única en toda la

red de metro. En fin, sea como sea, mi

padre es un hombre muy poderoso.Gobierna la Línea Roja. Hizo que meprepararan un pasaporte diplomático, ypor eso me dejan pasar por todas partes.Mi apellido no es muy frecuente, y nadiequiere buscarse problemas. Sobre todocuando no saben que…

Sasha se había apartado de él unavez más y lo miraba con desprecio.

—¿Y qué observas? ¿Te han enviadoa observar?

—Me echaron. Cuando papácomprendió que no me convertiría nuncaen un hombre de verdad, perdió todointerés en mí. Y por eso ahora me gustamanchar su apellido de vez en cuando.

Una mueca apareció en el rostro deLeonid.

—¿Te peleaste con él?—¿Cómo va uno a pelearse con el

camarada Moskvin? ¡Estamos hablandode un monumento viviente! Medesterraron y maldijeron. ¿Sabes?, fui unniño raro. Sólo me interesaban loscuadros bonitos, el piano, los libros. Laculpa es de mi madre, porque ella queríauna niña. Cuando se dio cuenta, mipadre trató de despertar mi interés porlas armas de fuego y las intrigas delpartido, pero ya era demasiado tarde.Mi madre hizo que me aficionara a laflauta, y mi padre trató de quitarme la

afición a golpe de correa. Mandó alexilio al profesor que me habíaenseñado y me puso a cargo de unPolitruk[27]. Todo fue en vano. Yo ya mehabía estropeado. Odiaba la Línea Roja.Era un sitio tan… gris… Quería viviruna vida llena de color, quería hacermúsica, pintar cuadros. Una vez mipadre me ordenó que destruyera unmosaico, con finalidades pedagógicas.Para que aprendiese que la belleza eratransitoria. Y yo lo destruí para que nome arreara una somanta. Pero, mientraslo hacía, me fijé en cada uno de losdetalles, para poder reconstruirlo mástarde… desde entonces odio a mi padre.

—¡No puedes decir eso! —gritóSasha, horrorizada.

—Yo sí. —Leonid sonrió—. Aotros, por decir que lo odian, los fusilan.Esa historia de la Ciudad Esmeralda…me la contó mi profesor. En susurros,cuando aún era muy pequeño. Entoncesllegué a la conclusión de que, cuandofuese mayor, encontraría la entrada.Tenía que haber un lugar en el mundo enel que las cosas por las que vivotuvieran algún sentido. Donde todo elmundo viviera por esas mismas cosas.Donde yo ya no sea un inepto pequeño yfeo, un príncipe de manos blancas, undrácula por herencia, sino un igual entre

iguales.—Y no encontraste ese lugar. —

Sasha retiró el cuchillo. Habíacomprendido el núcleo de todasaquellas palabras—. Porque no existe.

Leonid se encogió de hombros. Selevantó, se dirigió al botón y lo pulsó.

—Seguramente no tiene ningunaimportancia que alguien me escuche ono. Seguramente no tiene ningunaimportancia que un lugar como éseexista en el mundo. Lo que sí importa esque creo que existe. Que alguien meescucha. Y que aún no me he ganado queese alguien me abra.

—¿Y con eso te basta?

El músico se encogió de hombrosuna vez más.

—Le ha bastado siempre al mundoentero… así que también me basta a mí.

***

Homero recorrió el andén. Confuso,miró alrededor. Hunter habíadesaparecido. Melnik salió del centrode detención en su silla de ruedas, tristey abatido, como si, junto con la ficha, lehubiese entregado también su alma albrigadier.

¿Por qué se había marchado Hunter?¿Adonde había ido? ¿Por qué lo había

dejado atrás? No quería preguntárselo aMelnik. Prefería dar esquinazo a esteúltimo antes de que se acordara de él.Por ello, Homero fingió que trataba dedar alcance al brigadier y caminó a todaprisa, a la espera de oír una llamada asus espaldas. Pero no pareció queMelnik volviera a interesarse por él.

Hunter le había dicho a Homero quelo necesitaba para no olvidar su antiguo«yo». ¿Le había mentido? Puede quesólo lo necesitase para evitar que supropia locura lo llevara a empezar en laPolis un combate que habría podidoperder. Eso le habría cerrado el caminohasta la Tulskaya. Su olfato y sus

instintos de asesino eran sobrenaturales,pero no se habría atrevido a atacar unaestación entera él solo. En tal caso, elpapel de Homero había terminado,porque había acompañado a Hunterhasta la Polis y el brigadier habíaprescindido de él de malos modos.

Pero el viejo también estabainteresado en el final de la historia:había cumplido con su parte para que sellegara al desenlace que había pensadoel brigadier, o en todo caso la criaturaque representaba el papel de brigadier.

¿Qué era esa «ficha»? ¿Unsalvoconducto? ¿Una insignia queconfería autoridad? ¿La mancha negra?

¿Una indulgencia anticipada por todoslos pecados con los que Hunter iba amancharse el alma? No importaba: elbrigadier le había arrancado a Melnik laficha, y junto con ésta su autorizaciónpara actuar. Por fin tenía las manoslibres. E indudablemente no podríapedir confesión por sus pecados. Lacriatura que se había adueñado de él, elmonstruo que en ocasiones se le habíaaparecido en el espejo, no podía utilizarde verdad el habla.

¿Qué sucedería en la Tulskayacuando Hunter llegase allí? ¿Se saciaríasu sed cuando hubiera ahogado ensangre una estación entera, o quizá dos o

tres? ¿Acaso la criatura que llevabadentro crecería aún más, y cobraríadimensiones incalculables?

¿Cuál de los dos Hunters era el queHomero había acompañado hasta allí?¿El que devoraba seres humanos, o elque luchaba contra el monstruo? ¿Cuálde los dos era el que se habíaderrumbado en el espectral combate dela Polyanka? ¿Y cuál era el que le habíapedido socorro a Homero?

Ah, tal vez hubiese queridoencomendarle otra misión: matarlo.¿Acaso los patéticos restos del antiguobrigadier, en su desesperación, le habíansolicitado compañía al viejo tan sólo

para que éste lo viera con sus propiosojos y, guiado por el horror o por lacompasión, acabara con Hunter de untiro en la nuca en un túnel oscuro? Elbrigadier no podía quitarse a sí mismola vida, y por ello se había buscado unverdugo. Un verdugo al que no habríaque suplicar, un verdugo que teníaintuición suficiente para entenderlo todopor sí mismo, lo bastante hábil comopara engañar al otro Hunter, al segundo,que, con el paso de los días, se tornabacada vez más monstruoso y que noquería morir.

Pero, aun cuando Homero tuviesevalor suficiente, aguardara el momento

oportuno y matase a Hunter por laespalda, ¿qué sucedería luego? El viejono podría detener por sí mismo la plaga.A pesar de la urgencia de aquel asunto¿no podría hacer nada, salvo observartodo lo que ocurría y escribirlo en sulibro?

Homero se imaginó adonde habíaido el brigadier. Según contaban losrumores, aquella Orden casi legendariaa la que pertenecían tanto Melnik comoHunter tenía su base en la Smolenskaya,en el bajo vientre de la Polis. Suslegionarios protegían la red de metro y asus moradores de los peligros ante losque se veían impotentes los ejércitos de

las estaciones ordinarias. Nadie sabíanada más acerca de la misteriosaorganización.

El viejo no podía entrar de ningunamanera en la Smolenskaya. Eraimpenetrable, como la fortalezaAlamut[28]. Pero, de todos modos, ¿dequé le habría servido? Si lo que queríaera encontrar al brigadier, bastaría conque regresara a la Dobryninskaya. Sólotendría que esperarlo: Hunter,indudablemente, iría hasta allí paracumplir con su misión. Acudiría alescenario de su futuro crimen, a laestación final de aquella extrañahistoria.

¿Debía permitirle que exterminara alos apestados y desinfectara la Tulskaya,y esperar a que todo hubiese terminadopara cumplir con la voluntad que Hunterno había llegado a expresarle? Homerose había imaginado siempre a sí mismoen otro papel: no disparar, sino inventar;no arrebatar la vida, sino conferir lainmortalidad; no juzgar, no intervenir, ydarle al héroe de su libro la posibilidadde actuar por sí mismo. Pero cuando lasangre llega hasta las rodillas, esimposible no ensuciarse. Había sido unasuerte que la muchacha se largara conaquel pillo. Así, por lo menos, notendría que asistir a la horrible matanza

que, de todos modos, no habría podidoevitar.

Miró el reloj de la estación: si elbrigadier emprendía la ejecución de suplan, tan sólo le quedaban a Homerounas pocas horas para actuar. Pocotiempo para quedarse solo consigomismo. Para ofrecerle un último tango ala Polis.

***

—¿Y cómo ibas a ganarte el derechode entrar? —preguntaba Sasha.

—Bueno… —Leonid vaciló—. Esuna estupidez, lo sé, pero… con la

flauta. Pensaba que tal vez me sirviesepara mejorar el mundo. La música es lamás fugaz de las artes, ¿lo entiendes?Existe tan sólo mientras suena elinstrumento, y luego desaparece sindejar rastro. Pero no hay nada quearrastre a los hombres como la música,no hay nada que les cause heridas tanprofundas ni que se curen con tantalentitud. Si alguna vez una melodía teconmueve, te acompañará durante elresto de tu vida. Es un extracto debelleza. Yo pensaba que tal vez podríaemplearla para curar las deformidadesdel alma.

—Eres extraño.

—Pero he comprendido que unleproso no puede curar a otro leproso.Si no te lo cuento todo, no me abrirán lapuerta.

Sasha le lanzó una miradapenetrante.

—Pero ¿es que te crees que te voy aperdonar? ¿Tus mentiras, tu crueldad?

—¿Me vas a dar una últimaoportunidad? —Leonid le sonrió—. Túmisma me habías dicho que todo elmundo se la merece.

Sasha calló. Se había vueltoprecavida. En esta ocasión no se dejaríaarrastrar por sus absurdos juegos. En unprimer momento lo había creído, se

había tomado en serio susremordimientos, pero… ¿podía ser quevolviera a las andadas?

—De todo lo que te he contado, hayalgo que es cierto —dijo—. Existe unmedio para curar la enfermedad.

—¿Un medicamento? —Sasha sesorprendió, dispuesta una vez más adejarse engañar.

—No, no se trata de unmedicamento. Ni de pastillas, ni de unsuero. Hace algunos años padecimos unaepidemia semejante en laPreobrazhenskaya.

—¿Cómo es que Hunter no lo sabía?—No llegó a declararse una

epidemia. La enfermedad desapareciópor sí misma. Sus gérmenes sonsensibles a la radiactividad. Les hacíaalgo… creo que dejaban dereproducirse… en cualquier caso, laradiactividad detiene la infección. Sepuede lograr con dosis bastantepequeñas. Lo descubrieron porcasualidad. No se necesita nada más.Podríamos decir que la solución delproblema se halla en la superficie.

La temblorosa muchacha lo agarróde la mano.

—¿De verdad?—De verdad. —Puso su otra mano

sobre la de Sasha—. Sólo tenemos que

contactar con ellos y explicárselo.La joven lo soltó. Los ojos le

centelleaban.—¿Por qué no me lo has dicho

antes? ¡Era tan sencillo…! ¡Cuántaspersonas deben de haber muerto en todoeste tiempo…!

—¿En un solo día? Probablementeninguna… no quería que te quedaras conese asesino. Desde el principio habíatenido la intención de contártelo todopero, a cambio de este secreto, tequería… a ti.

—¡Querías comprarme con vidasajenas! —masculló Sasha—. ¡Yo novalgo… ni una sola de ellas!

El músico enarcó una ceja.—Habría sido capaz de entregar la

mía.—¡Eso no tenías que decidirlo tú!

¡Ponte en pie! Tenemos que regresar enseguida. Con tal de que aún no hayallegado a la Tulskaya… —Sasharepiqueteó con los dedos sobre el reloj,murmuró y sollozó—. ¡Sólo nos quedantres horas!

—¿Y qué? Emplearemos la conexióntelefónica. Haré que llamen a la Hansa yse lo expliquen todo. Así no tendremosque hacer el viaje. Aparte de queprobablemente no llegaríamos atiempo…

—¡No! —Sasha negó con la cabeza—. ¡No! No se lo va a creer. No querrácreérselo. Tengo que decírselo yomisma. Tengo que explicárselo…

—¿Y luego qué? —le preguntóLeonid, celoso—. ¿Luego, de puraalegría, te entregarás a él?

—¿Y a ti qué te importa? —leespetó la joven. Pero luego comprendió,por puro instinto, cuál era la mejormanera de dominar a un hombreenamorado, y añadió en tono másamable—: No quiero nada de él. Pero sitú no me acompañas, no podré pasar lospuestos fronterizos.

—Lo que está claro es que en muy

poco tiempo has aprendido de mí amentir —le replicó Leonid con unasonrisa amarga. Luego suspiró,derrotado—. Bueno, está bien. Vamos.

Tardaron media hora en llegar a laSportivnaya: el turno de guardia habíacambiado, y Leonid tuvo que explicaruna vez más cómo era posible que unamuchacha sin pasaporte hubiera pasadola frontera de la Línea Roja. Sashamiraba nerviosa el reloj y Leonid lamiraba a ella. Era obvio que dudaba,que luchaba consigo mismo.

Sobre el andén, flacos reclutasamontonaban fardos de mercancíassobre una dresina vieja y hedionda.

Unos trabajadores borrachos hacíancomo si quisieran obturar unos tubos quese habían reventado. Algunos críos conuniforme ensayaban una canción infantil.En tan sólo cinco minutos, Leonid ySasha habían tenido que detenerse endos ocasiones ante un control dedocumentación, y el segundo de estoscontroles, cuando estaban a punto deentrar en el túnel que llevaba a laFrunzenskaya, se alargaba como untormento.

Se les acababa el tiempo. Sasha noestaba segura de poder contar con lasdos horas de gracia. Nadie sería capazde detener a Hunter, y era posible que la

operación hubiera empezado hacíamucho rato.

Entre tanto, los soldados habíanterminado de cargar la dresina. Elvehículo empezó a avanzar por las víasen dirección hacia el lugar donde seencontraban los dos jóvenes. Entonces,Leonid tomó una decisión.

—No quiero perderte —dijo—.Pero tampoco te puedo retener. Me lasestaba arreglando para que llegáramosdemasiado tarde y así tuvieras queabandonar tu misión. Pero hecomprendido que así no te voy aconseguir. La sinceridad es el peor delos métodos para seducir a una mujer,

pero no quiero mentirte más. No quieroquedar para siempre avergonzado anteti. Elige tú misma a quién prefieres. —Sin mediar palabra, el músico le arrancóel pasaporte mágico de las manos alquisquilloso guardia y, con inesperadaagilidad, le arreó un gancho en elmentón y lo derribó en el suelo. Actoseguido, agarró a Sasha de la mano y lahizo saltar con él a la dresina, que enese momento pasaba por su lado. Alvolverse hacia ellos, el atónitoconductor se encontró con un cañón derevólver delante de la cara.

Leonid estalló en carcajadas.—¡Si papá me viese, estaría

orgulloso de mí! ¡Cuántas veces me hadicho que despilfarro mi tiempo y queno voy a llegar a ninguna parte con esaflauta de afeminado! ¡Y ahora que mecomporto como un hombre de verdad,resulta que él no está conmigo paraverlo! ¡Pero qué tragedia! —Luego leordenó al conductor de la dresina—:¡Salta! —Y el conductor, pese a lavelocidad a la que ya se movían,obedeció, se dejó caer sobre las vías, sepegó un buen golpe, gritó y desaparecióen la oscuridad.

Leonid se puso a arrojar la carga.Cada vez que uno de los fardosgolpeaba la vía, el motor rugía con más

fuerza. El viejo y débil faro delantero dela dresina arrojaba una luz trémula einsegura. Apenas alcanzaba a iluminardos metros por adelante. Una familia deratas salió corriendo ante las ruedas,con unos grititos que parecían elchirrido de una lima sobre cristal. Unaterrorizado guardavías saltó a un ladoen el último momento. Y, en la lejanía,una sirena de alarma se puso a aullarhistéricamente. Las juntas del túnel sesucedían cada vez con mayor rapidez.Leonid arrojó el último fardo de ladresina.

Atravesaron la Frunzenskaya a granvelocidad. Los desprevenidos guardias

salieron corriendo, igual que antes lasratas, y tan sólo cuando la dresina hubosalido de la estación se oyó una alarmaidéntica a la de la Sportivnaya.

—¡Ahora empieza la fiesta! —gritóLeonid—. ¡Tenemos que llegar hasta labifurcación que enlaza con la Línea deCircunvalación! Allí la guarnición esfuerte y tratará de detenernos. ¡Siconseguimos pasar, seguiremos por lalínea hasta el centro!

Sus miedos tenían un motivo: desdela misma bifurcación por la que habíanllegado hasta la Línea Roja los golpeóla luz de los faros de una locomotoradiesel. La bifurcación estaba muy cerca:

era demasiado tarde para frenar. Leonidpisó el gastado pedal hasta tocar elsuelo, y Sasha cerró los ojos… sólo lesrestaba la esperanza de que el cambiode agujas estuviera en su lugar. Si no, seestrellarían de frente contra el otrovehículo.

Una ametralladora empezó adisparar. Las balas silbaron a pocoscentímetros de sus oídos. El olor aquemado y el aire cálido losenvolvieron, un motor desconocido sepuso en marcha con gran estruendo yluego enmudeció. Como por un milagro,los dos vehículos no chocaron. Tanpronto como hubieron pasado el cambio

de agujas, desde la locomotoravolvieron a disparar contra ellos.Mientras avanzaban trepidantes hacia laPark Kultury, la otra máquina se alejó endirección contraria.

Así pues, habían ganado ciertaventaja. Les bastaría para llegar a laestación siguiente, pero luego, ¿qué? Ladresina perdía velocidad, porque eltúnel, gradualmente, se empinaba haciaarriba.

Leonid se volvió hacia Sasha.—La próxima estación es la Park

Kultury. Está casi pegada a la superficie.La Frunzenskaya, por el contrario, seencuentra cincuenta metros más abajo.

¡Tenemos que subir esta cuesta, y luegovolveremos a acelerar!

Y, ciertamente, en el momento deentrar en la Park Kultury habían vuelto aganar velocidad. Era una estaciónantigua y orgullosa, de techo alto pero,por el motivo que fuese, inanimada,oscura y apenas habitada. De nuevo, unasirena hizo oír con gran estridencia suronca voz. Tras una fortificación deladrillo se asomaban algunas cabezas.Los rifles de asalto ladraron con toda sufuria, pero ya era demasiado tarde. Nolograron nada.

—¡Si hasta puede ser quesobrevivamos! —dijo Leonid, entre

risas—. Con un poquito de suerte…Entonces, tras la dresina, vieron

primero un destello en la penumbra, yluego se encendió una luz cegadora quese les acercó cada vez más. ¡El faro dela locomotora diesel! Blandiendo elrayo de luz como una lanza, como sihubiese querido ensartarlo en ladesvencijada dresina, la locomotoradevoraba la distancia que aún losseparaba. La ametralladora crepitó unavez más, las balas aullaron otra vezjunto a ellos.

—¡No hace falta que vayamos másallá! ¡Esto es la Kropotkinskaya!

La Kropotkinskaya… con su suelo

cuadriculado, repleta de tiendas,decadente, descuidada. Retratos apenasvisibles sobre las paredes, pintadoshacía muchos años, y medio borrados.Banderas y más banderas. Tantas, queparecían encadenarse en una única cintade fuego, como un rastro de sangre secasurgido de una vena de piedra.

Esta vez dispararon unlanzagranadas contra ellos. Una lluviade esquirlas de mármol se derramósobre la dresina. Una de las esquirlasalcanzó a Sasha en la pierna, pero laherida no fue profunda. Los soldadoshabían bajado una barrera ante ellos,pero la dresina se la llevó por delante.

Faltó poco para que descarrilara.La locomotora diesel se les

acercaba inexorablemente: su motortenía mucha más potencia e impulsabasin fatigarse al monstruo revestido deacero. Sasha y Leonid se tendieron en laplataforma, para que su bajo parapeto demetal los protegiera de la incesantelluvia de balas.

En unos instantes la locomotora losembestiría, y sus enemigos abordarían ladresina… Sasha miró a Leonid,desesperada. Le pareció que éste habíaperdido el juicio: el muchacho empezó adesnudarse.

Apareció frente a ellos una línea

defensiva, montones de sacos de arena,dientes de dragón hechos con acero: lameta de su huida. Habían quedadoatrapados entre dos faros y entre dosametralladoras. Como entre yunque ymartillo.

En un minuto, todo terminó.

El destacamento ocupaba docenas demetros de un extremo a otro. Constabade los mejores soldados de laSevastopolskaya. Denis Mikhailovichlos había escogido uno por uno. Laspequeñas linternas que llevaban en elcasco brillaban en la penumbra deltúnel. De repente, el Coronel pensó quela formación entera se asemejaba a unenjambre de luciérnagas que volaran en

la noche. Una noche de verano cálida yperfumada en las orillas de Crimea,entre los cipreses y el suave murmullodel mar. El sitio donde el Coronelhabría querido reposar después de lamuerte…

Un delicioso estremecimientorecorrió su cuerpo, pero lo reprimió alinstante, recobró la seriedad y sereprendió a sí mismo por su ligereza. Sí,él también empezaba a flaquear. ¡Laedad! Esperó a que hubiera pasado elúltimo soldado, abrió la pitillera demetal, sacó el último cigarrillo que sehabía liado, lo olió y encendió elmechero.

Era un buen día. La suerte favorecíaal Coronel. Todo se desarrollaba tal ycomo éste había planeado. Habíanpasado por la Nagornaya sin sufrirninguna baja. Solamente un soldadohabía desaparecido durante un brevelapso de tiempo, pero luego había vueltoa la columna. Todos estaban de un humoróptimo: les resultaba más fácil partirhacia el campo de batalla queconsumirse en la eterna espera y laincertidumbre. Además, DenisMikhailovich les había permitido dormira gusto antes de ponerse en marcha. Elúnico que no había pegado ojo era elpropio Coronel.

Denis Mikhailovich habíainterpretado siempre el destino como unencadenamiento de azares. Por ello, elviejo espadón no alcanzaba a entendercómo era posible que alguien seconfiara a él. No habían sabido nadamás de la pequeña expedición que habíasalido en dirección a la Kakhovskaya.

Podían imaginarse cualquier cosa.Ni siquiera Hunter era inmortal. ¿Quépodía haber arrastrado al Coronel aconfiar en un brigadier destrozado por laguerra y medio loco, y en un viejoaficionado a contar cuentos?

No podía esperar más.El plan consistía en llevar el grueso

de su fuerza militar por las estacionesNakhimovsky Prospekt, Nagornaya yNagatinskaya hasta la puerta herméticameridional de la Tulskaya, y, al mismotiempo, enviar un destacamentoavanzado por la superficie hasta lamisma estación. Su misión sería entraren el túnel por varios conductos deventilación, asesinar a los guardias —sies que quedaba alguno— y abrir lapuerta desde dentro al resto de laexpedición. Todo lo demás seríacuestión de técnica militar. Noimportaba quién controlara la estación.

Habían tardado tres días enencontrar y despejar los conductos de

acceso. Varios Stalkers acompañaban alos miembros del destacamento parafacilitarles la entrada. No tardarían másde unas pocas horas.

Unas pocas horas y todo sedecidiría, y los pensamientos de DenisMikhailovich quedarían de nuevo enlibertad, y podría dormir y comer.

El plan era sencillo, lo habíantrazado cuidadosamente, no teníalagunas. Pero, con todo, el Coronelsentía un extraño hormigueo en elvientre, y su corazón se aceleraba comocuando, a los dieciocho años, habíaentrado en combate por primera vez enaquel pueblo de montaña… el cálido

fulgor del cigarrillo sin filtro mitigabasu inquietud. Al fin, tiró la colilla,volvió a ponerse la máscara y, con susveloces zancadas, espoleó a la columna.

Poco después se hallaron ante lapuerta de acero. Podían detenerse paratomar aliento. Denis Mikhailovichemplearía el tiempo que les quedabahasta el asalto para discutir una vez másla estrategia con sus oficiales.

«Homero tenía razón en algo», pensóel Coronel, y sonrió para sí: ¿De qué lesservía arrojarse contra la fortificación,si era posible abrirla desde dentro? Lomismo sucedía en la historia del caballode Troya… por cierto, ¿de dónde había

salido ese relato?Denis Mikhailovich echó una ojeada

a su contador Géiger. La radiactividadera escasa. Se quitó la máscara de gas.Los oficiales lo imitaron al instante, yluego el resto de los soldados.

¡Por fin podrían respirar sinpreocuparse!

***

Desde siempre había habido mironesen la Polis. Normalmente eran pobresdiablos que a duras penas habíanlogrado llegar hasta allí desde susoscuras estaciones de la periferia, y

merodeaban por las salas y las galerías,boquiabiertos y con los ojosdesorbitados. Y, por ello, casi nadieprestó atención a Homero mientrasdeambulaba por la Borovitskaya,acariciaba suavemente las esbeltascolumnas de la Alexandrovsky Sad ycontemplaba con arrebato, e incluso conamor, las arañas de la Arbatskaya.

Un presentimiento se habíaadueñado de su corazón y no lo soltaba:aquélla era su última visita a la Polis.La experiencia que le aguardaba al cabode pocas horas en la Tulskaya borraríatoda la vida que había vivido hastaentonces. Quizá tuviese que morir. Pero

estaba decidido: haría lo que tenía quehacer. Permitiría que Hunter masacrara yfumigase la estación entera… pero luegotrataría de matarlo a él. Sabía muy bienque si el brigadier llegaba a sospecharde sus intenciones le retorcería elcuello. Pero también podía darse el casode que el viejo muriera durante el asaltoa la Tulskaya, y entonces todo habríaterminado igualmente. Sin embargo, sitodo sucedía de acuerdo con el plan,Homero se escondería después en algúnnido solitario para llenar las últimashojas blancas de su cuaderno: desde laintriga, ya anudada, hasta el clímax final.Este último quedaba en sus manos: sería

el tiro en la nuca que pensaba dispararlea Hunter…

Pero ¿podría hacerlo? ¿Sería capazde reunir el valor suficiente? Solo conpensarlo, le temblaban las manos.Calma, calma. Todo se decidiría por símismo, no era el momento más adecuadopara pensar en ello… sólo conseguíaponerse aún más nervioso.

¡Qué suerte que la muchacha hubieradesaparecido! En retrospectiva, suaparición en la aventura le resultabaincomprensible a Homero. ¿Cómo se lehabía ocurrido meterla en las fauces dellobo? La culpa la tenían susdesmesuradas ambiciones literarias.

Evidentemente, había querido olvidarque la joven no era una criatura de sufantasía.

La novela le había salido muydistinta de como se la había imaginadoal principio. Había tenido aspiracionesdemasiado altas. Por Dios bendito,¿cómo quería poner en un solo libro atodos aquellos seres humanos? Nisiquiera las personas que en esemomento pasaban ante sus ojos habríancabido en tan pocas páginas. Por otraparte, no podía ser que su novela setransformara en un sepulcro colectivorepleto de listas inacabables denombres, sin que sus letras, como

grabadas en bronce dijeran nada sobreel rostro y el carácter de los muertos.

¡No, eso habría sido inadmisible! Sumemoria, siempre frágil, no podríarecordar a tantas personas. El rostropicado de viruela del vendedor degolosinas y la cara pálida y afilada de laniña que le daba un cartucho. La sonrisade su madre, resplandeciente como la deuna Virgen María, y la lúbrica y lascivade un soldado que pasaba por allí. Losprofundos surcos que atravesaban losrostros de los viejos mendigos y lasarrugas que a la mujer de treinta años sele formaban en la cara al reírse… ¿Cuálde ellos sería un violento criminal?

¿Quién de ellos un tacaño? ¿Quién unladrón, un traidor, un vividor, un profeta,un hombre justo? ¿A quién le daba todoigual? ¿Quién era el que aún no habíadecidido lo que iba a ser?

Homero no tenía ni idea de todo eso.No sabía, de hecho, en qué pensaba elvendedor de golosinas cuando miraba ala muchachita. Ni lo que significaba lasonrisa que había aflorado al rostro dela madre cuando había visto al soldado.Ni cuál habría sido el oficio de aquelotro pobre hombre antes de que laspiernas se negaran a sostenerlo. Homerono tenía el poder de decidir quién deellos merecía la eternidad, y quién no.

¡Seis mil millones de seres humanoshabían muerto! ¡Seis mil millones!¿Acaso era casualidad que se hubieransalvado unos pocos miles?

El conductor de trenes Serov, cuyopuesto habría tenido que pasar a manosde Nikolay, había contemplado siemprela vida como un partido de fútbol. «Lahumanidad ha perdido —solía decirle aNikolay—, pero nosotros dos seguimosaquí. ¿Y sabes por qué? ¡Porque el cursode nuestra vida aún no está decidido! Elárbitro nos ha concedido una prórroga.Antes de que el silbato anuncie el final,tendremos que descubrir por quéestamos aquí, arreglar los últimos

asuntos, ponerlo todo en orden, yentonces nos entregarán el pasaportefinal y volaremos hacia la puertaresplandeciente…» Su amigo Serovhabía sido un místico. Y un entusiastadel fútbol. Homero no le preguntó nuncasi había llegado a tirar a puerta. PeroSerov había llegado a convencerlo deque él mismo, Nikolay IvanovichNikolayev, aún tenía pendiente su cuentapersonal. Y también había sido Serovquien le había hecho cobrar concienciade que en el metro no había nadie porcasualidad.

¡Pero era imposible escribir sobretodos ellos! ¿Merecía la pena el intento?

En ese momento, Homero descubrió,entre millares de rostros, el que menoshabría esperado contemplar.

***

Leonid arrojó la chaqueta a un lado,se quitó el jersey por la cabeza ydespués la camiseta, que aún conservababastante bien su color blanco. Estaúltima ondeó en el aire cual bandera yempezó a moverse de un lado a otro sinprestar atención a las balas que silbabana su alrededor. Y sucedió algo raro: lalocomotora dio marcha atrás y, contratoda esperanza, no hubo nadie que

abriera fuego desde la fortificación quese erguía ante ellos.

Leonid tiró del freno y la dresina sedetuvo, chirriando, antes de tocar losdientes de dragón.

—¡Mi padre me mataría! —dijo eljoven.

—¿Qué haces? ¿Qué vamos a hacer?—le preguntó Sasha, todavía sin aliento.Aún no comprendía cómo habíanlogrado salir ilesos de la persecución.

—¡Nos rendiremos! —le respondióél entre risas—. Estamos en el acceso aBiblioteka imeni Lenina. Eso de ahí esel puesto fronterizo de la Polis.Acabamos de entrar en la categoría de

prófugos.Varios centinelas vinieron corriendo

y les ordenaron que bajasen de ladresina. Entonces, al abrir el pasaportede Leonid, intercambiaron miradas,volvieron a guardarse las esposas en elbolsillo y los llevaron a ambos a laestación. Una vez allí los metieron en uncuarto de guardia. Los soldadossusurraban entre ellos y les dirigíanmiradas de temor. Luego salieron parainformar a los dirigentes de la estación.

Leonid, con aires de importancia, sehabía puesto cómodo en un sillón de telaraída. Pero, cuando los soldados sehubieron marchado, se levantó, echó una

ojeada por el hueco de la puerta y lehizo un gesto a Sasha para que se leacercara.

—Los de aquí son aún máschapuceros que los de la Línea Roja —dijo resoplando—. No nos vigila nadie.

Salieron del cuarto de guardia sinhacer ruido y se marcharon por elcorredor, primero dubitativos, luego conpasos acelerados, y finalmente echaron acorrer entre la muchedumbre,agarrándose de la mano para nosepararse. Al poco tiempo oyeron a susespaldas un silbato, pero la estación eragigantesca y no les fue difícilescabullirse. Debían de deambular por

ella diez veces más personas que en laPaveletskaya. ¡Sasha no había vistonunca una concentración humana comoésa, ni siquiera en la visión que habíatenido en la superficie!

Y el espacio estaba iluminado, casitanto como allí arriba. Sasha se cubríalos ojos con la mano y miraba entre dosdedos.

Adondequiera que mirase descubríamaravillas —rostros, piedras, columnas—, y si no la hubiera acompañadoLeonid, si no se hubiera sujetado de sumano, la muchacha habría dado untraspié tras otro y no habría podidoseguir. Se prometió a sí misma que algún

día volvería allí. Algún día…—¿Sasha?Se volvió, y descubrió a Homero,

que tenía los ojos clavados en ella conuna mezcla de angustia, furia y asombro.Se sonrió. ¡Sí, había echado de menos alviejo!

—¿Qué haces aquí? —No habríapodido hacerles una pregunta másestúpida a los dos jóvenes fugitivos.

—¡Queremos llegar a laDobryninskaya! —le respondió él, sinresuello. Habían aminorado la marchapara que el viejo pudiera seguirles.

—¡Pero eso es una locura! Nopuedes… ¡Te lo prohíbo!

Pero ninguno de los argumentos queel jadeante Homero lograba articular losconvenció.

***

Llegaron al puesto de guardia de laentrada de la Borovitskaya ydescubrieron que los centinelas de lafrontera aún no estaban al corriente de lafuga de los dos jóvenes.

—He venido por orden de Melnik.Por favor, déjeme pasar —le espetóHomero al oficial que estaba al cargo.Este iba a abrir la boca, pero noencontró palabras, le hizo un saludo

militar al viejo y les dejó pasar.Cuando el puesto de guardia quedó

atrás, en la oscuridad, Leonid preguntóen tono cortés:

—Acaba usted de mentir, ¿verdad?—Sí, ¿y qué? —masculló Homero.—Lo más importante es hablar con

convicción —le dijo Leonid, comoreconociéndole su habilidad—. Si seconsigue eso, sólo los profesionalesdetectan la mentira.

—¡No me des la lata con lo muchoque sabes! —Homero arrugó la frente yencendió y apagó varias veces lalinterna. Su luz se estaba debilitando—.¡Iremos hasta la Serpukhovskaya, pero

no permitiré que sigáis más allá!—Tú no sabes lo más importante —

le dijo Sasha—. ¡Existe un remedio!—¿Qué? —Homero se detuvo, no

pudo evitar toser, y contempló a Sashacasi asustado—. ¿De verdad?

—¡Sí! ¡La radiación!—La radiactividad neutraliza las

bacterias —añadió Leonid.—Pero los microbios y los virus

resisten la radiactividad cien, no, milveces mejor que los seres humanos. Ylas defensas del cuerpo bajan todavíamás. —Homero perdió todo control y legritó a Leonid—: ¿Qué le has contadoahora? ¿Por qué te la llevas allí? ¡No

tienes ni idea de lo que va a ocurrir!¡Nadie, ni yo ni vosotros, puedeimpedirlo ya! ¡Llévatela y escóndela enun lugar seguro! Y tú… —Se volvióhacia Sasha—. ¡Pero cómo has podidocreerte lo que te diga… este profesionalde la mentira! —Escupió las últimaspalabras con todo su desprecio.

—No temas por mí —le dijo lamuchacha con voz amable—. Sé quepuedo detener a Hunter. Tiene doscaras… y yo conozco las dos. Una deellas quiere ver sangre y la otra, salvar ala humanidad.

Homero levantó ambos brazos.—Pero ¿con qué me vienes ahora?

Esa otra cara ya no existe. Lo único queha quedado es un monstruo con formahumana. Hace un año…

El viejo le contó brevemente laconversación entre Melnik y Hunter,pero Sasha no se dejó convencer. Cuantomás escuchaba a Homero, más seconvencía de que era ella quien teníarazón. Buscó las palabras paraexplicárselo.

—Es así: el asesino que lleva dentroengaña al otro. Lo convence de que notiene ninguna otra elección. A uno loconsume el hambre y al otro, el dolor…por eso Hunter quiere llegar como sea ala Tulskaya: ¡Porque sus dos mitades lo

arrastran hacia allí! Y yo tengo quesepararlas. Tan pronto como tenga laposibilidad de salvar sin necesidad dematar…

—¡Dios mío! ¡Pero si no teescuchará! ¿Qué te arrastra a ti?

—Tu libro. —Sasha le sonrió—. Yosé que aún podemos cambiar lo quecuentas en él. El final todavía no estáescrito.

—¿Te has vuelto loca? Vayaestupideces —murmuró el desesperadoHomero—. ¿Por qué te lo conté todo?—Agarró del brazo a Leonid—. Joven,por lo menos usted… se lo ruego, sé queusted no es mala persona y que no le ha

mentido con malos propósitos.Llévesela. Eso es lo que quería usted,¿verdad? Los dos son jóvenes yhermosos. ¡Tienen que vivir! Lamuchacha no puede ir allí, ¿lo entiende?Y usted tampoco. Allí… allí habrá unahorrible carnicería. Y no se crea que consus mentirijillas podrá impedirlo…

—No era una mentirijilla —lerespondió educadamente el músico—.¿Le bastará con mi palabra de honor?

Homero hizo un gesto como paradejarlo correr.

—Está bien. Quiero creerle. PeroHunter… ¿Ha estado usted con él,aunque fuera por poco tiempo?

Leonid carraspeó.—He oído hablar de él muy a

menudo.—¿Cómo pretende usted detenerlo?

¿Con la flauta ésa? ¿O acaso piensa queescuchará a Sasha? Hay algo que lodomina… y ese algo es incapaz deescuchar nada.

Leonid acercó su rostro al deHomero y le dijo:

—En realidad estoy totalmente deacuerdo con usted. Pero Sasha me lo hapedido. Y yo, como caballero… —leguiñó el ojo a Sasha.

—Pero ¿es que no lo entendéis?¡Esto no es ningún juego! —Homero

miró suplicante, primero a la muchacha,y después a Leonid.

—Lo sé —le contestó Sasha conresolución.

Y el músico tranquilamente y desdeel fondo de su alma, añadió:

—Todo es un juego.

***

Si Leonid era en verdad hijo deMoskvin, cabía perfectamente laposibilidad de que estuviera informadosobre una epidemia de la que Hunter nohubiera oído hablar. O tal vez elbrigadier fingiera que nunca había oído

hablar de ella. Homero consideraba aLeonid un fantasmón, pero, ¿y si eraverdad que la fiebre se podía combatircon radiaciones? Contra su propiavoluntad, contra el sentido común, elviejo buscaba argumentos en favor deesa teoría. ¿No era eso mismo lo que élhabía deseado durante los últimos días?¿Y si la tos, la sangre en la boca y elmalestar no habían sido otra cosa quesíntomas provocados por laradiactividad? La dosis que habíarecibido al pasar por la LíneaKakhovskaya debía de haber sidosuficiente para acabar con la infección.

¡Con qué facilidad se dejaba

convencer!Y si todo eso era cierto, ¿qué

consecuencias tendría para la Tulskaya?¿Y para Hunter? Sasha abrigaba laesperanza de poder disuadirlo. Yciertamente parecía que la muchachaejerciese un poder inexplicable sobre elbrigadier. Pero dentro de éste luchabandos antagonistas: a uno de ellos, lacadena con la que Sasha quería sujetarlele parecería suave como la seda, pero alotro lo quemaría como un hierrocandente. ¿Cuál de los dos estaría almando en el momento decisivo?

Esta vez la Polyanka no les habíapreparado ninguna visión. Ni para él, ni

para Sasha, ni tampoco para Leonid. Laestación les pareció vacía, como muerta.¿Era un buen o un mal augurio? Podíaser que, la otra vez, el pozo deventilación por el que entraba aire en eltúnel, y que permitía saber cuándosoplaban fuertes vientos en la superficie,hubiera vertido sobre ellos emanacionesalucinógenas. Pero también era posibleque Homero hubiera cometido una faltagrave, y que la Polyanka no pudiesepredecirle el futuro simplemente porqueya no tenía futuro.

—¿Qué significa «esmeralda»? —preguntó Sasha de repente.

—Una esmeralda es una piedra

preciosa de color verde —le respondiódistraídamente Homero—. A veces,simplemente, se utiliza con el mismosignificado que «verde».

—Qué raro —dijo la muchacha,pensativa—. Eso significa que síexiste…

—¿De qué estás hablando? —intervino Leonid.

—Bueno, es que… ¿sabes? —miróal músico—. Quiero ir en busca de tuciudad. Y algún día voy a encontrarla.

Homero negó con la cabeza, y nocontribuyó con ello a calmar losremordimientos de Leonid.

Sasha estuvo todo el tiempo inmersa

en sus pensamientos. Una y otra vezmurmuraba para sí, y en algún momentoexhaló un profundo suspiro. Luego miróinquisitivamente a Homero:

—¿Has escrito todo lo que me haocurrido?

—Sí… estoy en ello.La joven asintió con la cabeza.—Bien.En la Serpukhovskaya se estaba

preparando algo. El número de guardiasde la Hansa se había duplicado, y loshoscos y lacónicos soldados quevigilaban la entrada se negaronterminantemente a dejar pasar a Homeroy a los otros dos. Ni los abundantes

cartuchos del músico ni toda ladocumentación de éste lograronconvencerlos. Al fin, Homero tuvo laidea que los salvó: exigió que lopusieran en contacto con AndreyAndreyevich.

Al cabo de una media hora largallegó un somnoliento operador decomunicaciones. Arrastraba tras de sí ungrueso cable. Homero habló al aparatoen tonos amenazantes. Dijo que eran lavanguardia de una cohorte de la Orden.Esta media verdad fue suficiente paraque los dejaran entrar en el acto a laestación.

La atmósfera que reinaba en la

plataforma central del andén eraasfixiante, como si alguien le hubieraextraído todo el aire. Aunque fueran lashoras nocturnas, todo el mundo estaba enpie. Al fin, llegaron a la antesala deldespacho del máximo dirigente de laDobryninskaya.

Éste apareció en el umbral de sudespacho, sucio y empapado de sudor,con bolsas en los ojos y hedor dealcohol en el aliento. El ordenanza noestaba. Andrey Andreyevich mirónerviosamente alrededor, y en cuanto sehubo asegurado de que Hunter no estabaallí, dijo:

—¿Cuándo van a llegar?

—Pronto —le prometió Homero.—La Serpukhovskaya amenaza

insurrección. —El jefe se secó el sudorde la cara y salió al recibidor—.Alguien ha ido contando lo de laepidemia. Nadie sabe lo que puedeocurrir y ahora, encima, también estándiciendo no sé qué cuentos de que lasmáscaras de gas no protegen contra laenfermedad.

—Eso no son cuentos —le objetóLeonid.

—En uno de los túnelesmeridionales que llevan a la Tulskaya,un destacamento de guardia entero haabandonado su puesto. ¡Cerdos

cobardes! En el otro túnel, donde seencuentra el tren de los sectarios, laguardia aún no se ha movido, aunque losfanáticos los acosan, y les gritan no séqué sobre el Juicio Final. Y en mipropia estación podría estallar encualquier momento el caos. ¿Dóndeestán los de la Orden? ¡Son nuestraúnica salvación!

De repente, alguien gritó un insultoen la estación. Otro vociferó, y acontinuación se oyeron los ladridos delos guardias. Como nadie respondía a supregunta, Andrey Andreyevich se metióde nuevo en su despacho.

Poco después se oyó desde fuera el

débil sonido de un cuello de botellacontra un vaso. Como si hubieraesperado a que el jefe se marchara de laantesala, la lucecita roja de uno de losteléfonos que se hallaban sobre la mesadel ordenanza empezó a parpadear. Erael aparato con la tira de esparadrapoque decía: TULSKAYA.

Homero vaciló un segundo, dossegundos, pero luego se acercó a lamesa, se lamió los labios resecos yrespiró hondo.

—¡Dobryninskaya al habla!

***

—¿Qué tengo que decirles? —Artyom miraba como alelado a sucomandante.

Éste aún no había recobrado laconsciencia. Sus ojos vidriosos, opacoscomo si hubiera descendido sobre ellosun telón, iban de un lado para otro yapuntaban repetidamente hacia arriba.Un acceso de tos le sacudió todo elcuerpo. «Perforación pulmonar», pensóArtyom.

—¿Aún estáis con vida? —gritó alreceptor—. ¡Los infectados hanescapado!

Entonces se le ocurrió que al otroextremo de la línea nadie tenía ni idea

de lo que sucedía en la Tulskaya. Habíaque contárselo y explicárselo todo.

Oyó en el andén el chillido de unamujer, y luego una ráfaga deametralladora. Los sonidos se colabanpor el hueco de la puerta entornada. Noera posible escapar de ellos. Al otroextremo de la línea le respondió alguien,que le preguntó algo, pero le costabamucho entenderlo.

—¡Tenéis que cerrar la entrada! —se apresuró a decirle Artyom—.Acribilladlos. ¡Y manteneos a distancia!

Pero ellos no sabían cuál era elaspecto de los enfermos. ¿Cómo podíadescribirlos? ¿Como criaturas

hinchadas, reventadas, apestosas? Perolos que se habían contagiado hacía pocotenían un aspecto completamente normal.

—Disparad a matar —dijomecánicamente.

¿Y qué pasaría si él mismo tratabade abandonar la estación? ¿Tirarían amatar también contra él? ¿Acababa dedictar su propia sentencia de muerte?No, no iba a salir de allí. No quedabanadie sano. De pronto, Artyom sintió unasoledad infinita.

—Por favor, no cuelgue —suplicó.Artyom no sabía muy bien qué podía

decirle al desconocido que se hallaba alotro extremo de la línea. Pero le contó

sus muchos y vanos intentos decontactar, y de su temor de que noquedara en toda la red de metro ni unasola estación con vida. Llegó a pensarque tal vez estuviera telefoneando a unfuturo en el que nadie habíasobrevivido. También eso se lo contó aldesconocido. No tenía por qué temer alridículo. No tenía por qué temer a nada.Lo importante era que hubiese alguiencon quien hablar.

—¡Popov! —gritó de repente, a susespaldas, la voz ronca del comandante—. ¿Has contactado con el puesto delnorte? ¿La puerta… está cerrada?

Artyom se volvió y negó con la

cabeza.—¡Idiota! —El comandante escupió

sangre—. No sirve para nada… ahoraescúcheme bien: la estación estáminada. He descubierto unas tuberías enel techo. Por ellas circulan aguassubterráneas. Les he puesto unascargas… en cuanto las hagamos estallar,esta estación de mierda se inundará. Losconmutadores están aquí, en la sala decomunicaciones. Pero antes habrá que ira cerrar la puerta norte… y controlarque la del sur siga cerrada. La estacióntiene que quedar totalmente aislada, ¿loentiende? Para que no desaparezca lared de metro entera. Cuando todo esté a

punto, me avisa… ¿el enlace con laguardia aún funciona?

—Sí, señor. —Artyom asintió con lacabeza.

—Y procure salir a tiempo. —Elcomandante trató de esbozar una sonrisaatormentada, pero un nuevo acceso detos se lo impidió—. No sería justo…

—Pero ¿qué va a ser de usted? ¿Seva a quedar aquí?

El comandante arrugó la frente.—¡No sufra por mí, Popov! Cada

uno de nosotros ha nacido con undestino. El mío es ahogar a esos cerdos.El suyo, cerrar las escotillas y morircomo un hombre de verdad. ¿Queda

entendido?—¡Sí, señor!—Entonces, dése prisa.

***

El auricular quedó de nuevo ensilencio.

Había que darles las gracias a losdioses del teléfono de que Homerohubiese entendido bastante bien lamayoría de las palabras del soldado dela Tulskaya. Las últimas frases, sinembargo, no se oían con claridad, y, alfin, se había interrumpido la conexión.

El viejo levantó la mirada. Frente a

él se erguía la panza de AndreyAndreyevich. El uniforme azul del jefede estación tenía manchas oscuras en lasaxilas. Sus gruesas manos temblaban.

—¿Qué sucede allí? —preguntó convoz inexpresiva.

—La situación se encuentra fuera decontrol. —Homero tragó saliva—.Envíe a todos los hombres disponibles ala Serpukhovskaya.

—No servirá de nada. —AndreyAndreyevich se sacó una Makarov delbolsillo de los pantalones—. Aquí reinael pánico. Los pocos hombres fiablesque me quedaban los he apostado en lostúneles que conducen a la Línea de

Circunvalación. Así, por lo menos,nadie saldrá de aquí.

—Pero ahora pueden tranquilizarse.Hemos… la fiebre se cura. Conradiactividad. Dígaselo…

—¿Radiactividad? —El jefe deestación hizo una mueca—. ¿Y usted selo ha creído? ¡Bueno, pues, vaya ustedcon mi bendición!

Andrey Andreyevich le hizo unsaludo militar en plan de burla, cerró lapuerta a sus espaldas y se encerró en sudespacho.

¿Qué hacer? Homero, Leonid ySasha no podrían salir de allí. Y, porcierto, ¿dónde estaban los dos jóvenes?

¡Se habían largado!Homero salió al corredor con la

mano sobre su acelerado corazón.Corrió hasta el andén y gritó el nombrede los dos jóvenes. Habíandesaparecido.

En la Dobryninskaya reinaba elcaos. Mujeres con niños y hombrescargados con grandes sacos seencaraban con el mal pertrechadocordón militar. Entre las tiendasderribadas por el suelo merodeabanindividuos sigilosos, nada fiables, perono había quien les prestara atención.Homero había presenciado situacionessemejantes: los soldados empezarían

por arrear patadas a quienes los pisaransin querer, y acabarían por dispararcontra personas desarmadas.

De súbito se oyó un gemido en eltúnel.

El barullo y los gritos cesaron, y ensu lugar hubo exclamaciones deperplejidad. Se oyó de nuevo eldesacostumbrado y estentóreo sonido,como si se hubiera tratado de latrompetería de una legión romana que sehubiese equivocado de milenio ymarchara sobre la Dobryninskaya…

Los soldados se apresuraron adesmontar las barreras. De las faucesdel túnel emergió una criatura

gigantesca: un vehículo blindado. Supesado cráneo —la cabina del piloto—-estaba protegido por planchas de acerosujetas con remaches. No había otraabertura que unas estrechas aspilleras.Sobre esa misma cabina se habíanmontado dos ametralladoras de grancalibre. Detrás de la cabeza venía untronco estrecho y largo. Finalizaba enuna segunda cabeza astada que mirabaen la dirección opuesta. Homero nohabía visto en toda su vida un monstruosemejante.

Ídolos sin rostro se sentaban sobreel acorazado, negros como cuervos.Todos ellos eran semejantes, vestían

trajes aislantes completos y chalecos dekevlar, máscaras de gas de un tipodesconocido y mochilas militaresespeciales. No parecía quepertenecieran a aquel tiempo, y ni aaquel mundo.

El tren se detuvo. Los reciénllegados saltaron al andén con suspesadas armas, sin prestar atención a lamasa humana que se había congregado, yformaron en tres hileras. Entoncesdieron media vuelta y marcharon comoun solo hombre, como una máquina, conpasos acompasados, estruendosos, haciael corredor que enlazaba laDobryninskaya con la Serpukhovskaya.

Sus fuertes pisadas se imponían tanto alos temerosos murmullos de los adultoscomo al llanto de los niños. Homerocorrió tras ellos y trató de identificar aHunter entre las docenas de soldados.Pero la mayoría medían casi lo mismo ysus impenetrables trajes parecíanencajar como un molde sobre sus anchoshombros.

Todos ellos portaban un mismo yterrorífico armamento: lanzallamas yrifles Vintorez[29] con silenciador. Nadade escarapelas, ni de blasones, ni deinsignias.

¿Sería uno de los tres que iban alfrente?

Homero le tomó la delantera a lacolumna, hizo gestos con la mano,observó los visores de las máscaras degas. Pero siempre descubría la mismamirada pétrea e indiferente. Ninguno delos recién llegados reaccionó, ningunode ellos reconoció a Homero. ¿Seguroque Hunter se encontraba entre ellos?Tenía que estar allí. ¡Tenía queencontrarlo!

Homero no había conseguidolocalizar ni a Sasha ni a Leonid en elpasillo. ¿Tal vez se había impuesto elbuen sentido y el músico había llevado ala muchacha a un lugar seguro? Sí, ojaláse hubieran alejado del baño de sangre

que iba a tener lugar. Homero procuraríaluego negociar un arreglo con AndreyAndreyevich, si es que éste aún no sehabía pegado un tiro en la cabeza.

Cual martillo de atleta, la formaciónse abrió paso entre la muchedumbre apaso acelerado. Nadie se atrevía ainterponerse en su camino. Incluso losguardias fronterizos de la Hansa seapartaban a un lado. Homero se decidióa seguir a la columna. Tenía queasegurarse de que no le sucediera nada aSasha.

Ninguno de los soldados se loimpidió. Para ellos era como un perroque ladrase y corriera en pos de una

dresina.Cuando hubieron entrado en el túnel,

los tres lanzallamas de la primera líneaempezaron a vomitar fuego, brillantescomo mil candelas, y abrasaron laoscuridad que los envolvía. Ninguno delos soldados hablaba. El silencio eraopresivo, antinatural. Debía de serconsecuencia de su entrenamiento. Contodo, Homero no lograba liberarse de lasensación de que sí, los cuerpos deaquellos hombres eran duros como elacero, pero sus almas habían muerto.Estaba contemplando una perfectamáquina de matar, cuyas piezas carecíande voluntad. Sólo uno de ellos, que en su

apariencia no se distinguía de losdemás, llevaba dentro de sí el plan deacción: cuando pronunciara la orden«fuego», los demás, sin pensarlo,pegarían fuego a la Tulskaya y acualquier otra estación, junto con todoslos que vivieran dentro.

Por suerte, no fueron por el túnel enel que estaba parado el tren de lossectarios. Así, los desgraciados tendríanalgo más de tiempo hasta que losalcanzara el fuego de la expiación.Primero había que acabar con laTulskaya, y luego les tocaría a ellos…

De repente, como en respuesta a unaseñal invisible, la columna aminoró la

marcha. Al cabo de un minuto, Homerocomprendió el porqué: se hallaban cercade la estación.

El silencio transparente, casicristalino, permitía oír los gritos.

Y entonces algo salió al encuentrode los recién llegados, tan ligero einesperado que el viejo llegó a dudar desu propio entendimiento: una músicamaravillosa.

***

Homero escuchaba como hechizado.No prestaba atención a nada, salvo a lavoz nasal que se oía en el auricular. Y

de pronto, Sasha comprendió que habíallegado el momento de separarse de él.

Se escabulló del despacho, esperófuera a que saliese Leonid y se marchócon él. Primero tomaron el pasillo de laSerpukhovskaya y luego el túnel quellevaba hasta el lugar donde su ayudapodía ser necesaria. Donde aún podríasalvar vidas.

El mismo túnel que la llevaría hastaél. Hasta Hunter.

—¿No tienes miedo? —le preguntó aLeonid.

El joven le sonrió.—Desde luego que sí. Pero también

tengo la ligera sospecha de que, por fin,

voy a hacer algo importante.—No hace falta que me acompañes.

Podría ser que allí nos aguardara lamuerte. También podríamos quedarnosaquí y no ir a ninguna parte.

—Nadie sabe lo que el futuro nospuede deparar —le respondió Leonid, altiempo que levantaba el dedo índice ehinchaba los carrillos burlonamente paradarse aires de enterado.

—Pues yo pensaba que lo decidíauno mismo.

—Déjalo ya. —Una sonrisa irónicaafloró a los labios de Leonid—. Todosnosotros somos como ratas en unlaberinto. Tiene portezuelas corredizas,

y los investigadores que nos observanlas abren en ocasiones, y otras veces lascierran. Si encuentras cerrada la puertade la Sportivnaya, puedes arañarlacuanto quieras: no se va a abrir por nadadel mundo. Y si detrás de la puertasiguiente te acecha una trampa, caerásigualmente en ella, aun cuando la hayaspresentido. En realidad, no existe otrocamino. Tenemos una sola alternativa:seguir adelante, o morir en señal deprotesta.

Sasha arrugó la frente.—¿No te da rabia tener que vivir

así?—No, lo que me da rabia es la

estructura de mi columna vertebral.No puedo estirar la cabeza lo

suficiente para mirar a la cara al autorde este experimento.

—Esto no es ningún experimento. Sies necesario, las ratas pueden abrirsecamino a mordiscos incluso en elcemento.

Leonid se rió.—Eres una rebelde. Yo, en cambio,

soy un oportunista.Sasha negó con la cabeza.—Eso no es cierto. Tú también crees

que es posible transformar a los sereshumanos.

—Me gustaría creerlo.

Leonid y Sasha pasaron junto a unpuesto de guardia. Era obvio que susocupantes lo habían abandonado contoda precipitación. Entre los rescoldoshumeantes de la hoguera todavíabrillaban algunas brasas. A su ladohabía una revista con fotos de mujeresdesnudas. Tenía las páginas manchadas yrotas. Sobre la pared colgaba unestandarte de campaña casi hechojirones.

Al cabo de unos diez minutostropezaron con el primer cadáver.

A primera vista no parecía humano.Tenía los brazos y piernas muy abiertos,y se le habían hinchado de tal modo que

la ropa se le había rasgado. Y su rostrosuperaba en monstruosidad a todo lo queSasha hubiera visto en su vida.

—¡Cuidado! —Leonid la apartó delcadáver—. Podrías contagiarte.

—Sí, ¿y qué? Existe un remedio.Vamos a un lugar donde todo el mundopodría contagiarnos.

De repente, se oyeron disparos másadelante, y gritos lejanos.

—Hemos llegado en el momentopreciso —dijo Leonid—. Parece comosi no quisieran esperar a tu amigo…

Sasha lo miró aterrorizada peroluego, desafiante le dijo:

—¡Da igual! Tenemos que decírselo.

Todos piensan que están condenados amuerte. ¡Tenemos que devolverles laesperanza!

La puerta de seguridad de laestación seguía abierta. Encontraron otrocadáver de bruces en el suelo pero éste,por lo menos, era reconocible como serhumano. A su lado crujía y crepitabadesesperadamente la caja metálica de unsistema telefónico. Parecía como sialguien intentara despertar al guardia.

Al final del túnel, varios hombres sehabían atrincherado tras un improvisadomontón de sacos de arena. Unaametralladora y algunos soldados conrifles de asalto: no había otra barrera.

Detrás de éstos, allí dondeterminaban las estrechas paredes deltúnel y empezaba el andén de laTulskaya, una pavorosa multitud seagitaba y se encaraba con los guardias.Los había infectados y sanos; monstruosespantosos y figuras de aparienciahumana; algunos de ellos empuñabanlinternas, y a otros no les servía ya paranada la luz.

Los soldados que se encontrabanfrente a ellos les impedían el acceso altúnel. Indudablemente, andaban escasosde cartuchos, porque se oían cada vezmenos disparos, y la turba se lesacercaba más y más.

Uno de los soldados se volvió haciaSasha.

—¿Venís como refuerzo?¡Muchachos, han logrado contactar conla Dobryninskaya! ¡Los refuerzos estánaquí!

También el monstruo multicéfaloreaccionó con nerviosismo y avanzótodavía más.

—¡Escuchadme todos! —gritó Sasha— ¡Esta enfermedad tiene remedio! ¡Lohemos encontrado! ¡No vais a morir!¡Paciencia! ¡Por favor, tened un poco depaciencia!

Pero la multitud ahogó sus palabrase, insatisfecha, acometió de nuevo y

logró avanzar un poco más. El guardiaque manejaba la ametralladora losfustigó con una ráfaga atroz, y algunoscayeron al suelo gimoteando, mientrasque otros respondían con disparosaislados. La masa avanzó enfervorizada,dispuesta a pisotearlo y destrozarlotodo. Tanto a los guardias como a Sashay a Leonid.

Entonces ocurrió algo.Primero dubitativo, y luego cada vez

más seguro de sí mismo y fuerte, seelevó el canto de una flauta. No habíanada que en aquel instante pudieraparecer más inapropiado, e inclusoestúpido. Los soldados clavaron los

ojos en el flautista, perplejos, mientrasla multitud gruñía, al principiosorprendida, y luego, entre risotadas,volvía a avanzar.

Pero Leonid no pareció inquietarse.Con toda probabilidad no tocaba paraellos, sino para sí mismo. Era lamaravillosa melodía que habíahechizado a Sasha y atraído a tantaspersonas.

Seguramente era el método másinadecuado que se podía imaginar paraponer freno a la rebelión y tranquilizar alos infectados. Pero quizá fuese laconmovedora ingenuidad de sudesesperada intervención —y no el

poder mágico de la flauta— lo que porfin retrasó el asalto de la muchedumbre.O tal vez el músico había logrado quelos mismos que lo rodeaban, y queestaban a punto de hacer pedazos lo quese les pusiera por delante, se acordarande algo. De algo que…

Los disparos cesaron, y Leonid seadelantó sin dejar de tocar la flauta. Secomportaba como si se hubiera halladoante un público normal, un público quelo aplaudiría al cabo de un instante, quelo recompensaría con cartuchos.

Y, por una fracción de segundo,Sasha creyó reconocer entre los oyentesa su padre, que le sonreía con gentileza.

Así pues, la había esperado allí… lamuchacha pensó en lo que le había dichoLeonid: esa melodía tenía la capacidadde apaciguar el dolor.

***

De pronto, se oyeron ruidos tras lapuerta hermética. Demasiado pronto, enrealidad.

¿Los exploradores habían alcanzadosu objetivo antes de lo previsto?Entonces, ¿la situación en la Tulskaya noera tan complicada como parecía? ¿Y silos ocupantes habían abandonado laestación sin abrir la puerta?

La tropa rompió filas y los soldadosse parapetaron en los saledizos deltúnel. Sólo cuatro hombres se quedaronjunto a Denis Mikhailovich, frente a lapuerta, con los rifles a punto.

Había llegado la hora. La puerta sedeslizaría a un lado, y al cabo de pocosminutos cuarenta soldados de laSevastopolskaya, fuertemente armados,entrarían en la Tulskaya, aplastaríantoda resistencia, y en un abrir y cerrarde ojos se apoderarían de la estación.Todo sería más sencillo de lo que habíapensado el Coronel.

Denis Mikhailovich tomó alientopara ordenar a sus hombres que se

pusieran las máscaras de gas.Pero no llegó a hacerlo.

***

La columna cambió de formación, sedesplegó. Avanzaron en seis hileras paracubrir el túnel de un extremo a otro. Laprimera línea esgrimía los lanzallamas,la segunda empuñaba sus rifles deasalto. Avanzaban cual negra lava,circunspectos, y al mismo tiempoimparables.

Homero caminaba agazapado detrásde sus anchas espaldas. La luz blanca desus linternas le permitía contemplar toda

la escena: el destacamento de soldadosque se mantenía en sus posiciones, dossiluetas más delgadas —Sasha y Leonid—, y una horda de pavorosas criaturasque avanzaba contra todos ellos. Elespanto le agarrotó el cuerpo.

Leonid no dejaba de tocar. Estabaespléndido. Increíble. Inspirado comoen ninguna otra ocasión. La horrorosamuchedumbre sorbía la música dentrode sí, con avidez, e incluso losdefensores del túnel abandonaban susposiciones para verlo mejor. Su melodíaseparaba a los bandos enfrentados comouna pared invisible. Sólo ella lesimpedía que se arrojaran unos contra

otros para un último y mortíferocombate.

—¡Apunten!La orden la había dado uno de los

miembros del grupo negro. Pero ¿quién?La primera línea apoyó una rodilla en elsuelo, la segunda apuntó.

—¡Sasha! —gritó Homero.La muchacha se volvió, parpadeó,

tendió una mano y avanzó lentamentecontra el chorro de luz que le golpeabael rostro.

La multitud murmuró y gimoteó bajoel insoportable resplandor. Seapretujaron entre sí.

Los soldados aguardaban sin

moverse.Sasha se encaró con el negro

escuadrón.—¿Dónde estás? —gritó—. Tengo

que hablar contigo. ¡Por favor!Nadie respondió.—¡Hemos descubierto un remedio!

¡La enfermedad se puede curar! ¡No esnecesario que mates a nadie!

La siniestra falange permanecía ensilencio.

—¡Te lo ruego! Sé que no quiereshacerlo. Sólo quieres salvarlos… ysalvarte a ti mismo…

De repente se oyó, entre las filas delos soldados, sin que fuera posible

descubrir su procedencia, una vozronca:

—Márchate. No quiero matarte.—¡No hace falta que mates a nadie!

¡La enfermedad tiene remedio! —repitióSasha, desesperada, e iba de un lado aotro, frente a la hilera de hombres, todosiguales, todos enmascarados, en buscade uno.

—No existe ningún remedio.—¡La radiactividad! ¡La

radiactividad la cura!—Eso no me lo puedo creer.—¡Por favor!—Hay que descontaminar la

estación.

—¿Es que no quieres que las cosascambien? ¿Por qué vuelves a hacer lomismo que ya hiciste? ¡Aquella otra vez,con los negros! ¿Por qué no tratas dealcanzar el perdón?

Los soldados callaban. Y laenfervorizada muchedumbre volvía aavanzar.

—¡Sasha! —le gritó Homero,suplicante.

Pero la muchacha no lo oyó.Por fin retumbaron las palabras:—Nunca cambiará nada. No hay

nadie que pueda perdonarme. Alcé lamano contra… contra… y ahora sufro elcastigo.

—¡Todo está en ti! —Sasha no serendía—. ¡Sí puedes liberarte! ¡Puedesdemostrar que sí! ¿Es que no lo ves?¡Esto es un espejo! ¡Un reflejo de lo quehiciste hace un año! Pero ahora puedescambiarlo todo… puedes escuchar.¡Darles una oportunidad… y ganarte unaoportunidad para ti mismo!

—Tengo que aniquilar al monstruo—dijo la formación entera.

—¡No, no puedes! —chilló Sasha—.¡Eso sí que no puede hacerlo nadie! ¡Elmonstruo también está dentro de mí,duerme dentro de todos nosotros! Es unaparte del cuerpo, una parte del alma. Ycuando despierta… ¡no es posible

matarlo, ni amputarlo de uno mismo!Sólo podemos apaciguarlo… hacer quese duerma…

En ese momento, un soldado joven ycubierto de suciedad se abrió caminoentre la informe turba, logró pasar entrela pared y las inmóviles hileras negras,corrió hacia la puerta hermética, agarróel micrófono del comunicador, queestaba alojado en una caja de hierro, ygritó algo. Al instante se oyó unsilenciador, y el soldado se desplomó.La multitud olió la sangre, se creció, ygritó enfurecida.

El flautista empuñó una vez más suinstrumento y se puso a tocar, pero,

entonces, la magia se desvaneció.Alguien le disparó, la flauta se le cayóde las manos, y trató de cubrirse elvientre.

En las bocas de los lanzallamasaparecieron las primeras lenguas defuego. La falange pasó a ser tan sólo unaincontable suma de armas. La formacióndio un paso adelante.

Sasha se arrojó sobre Leonid sinprestar atención a la multitud que habíaalcanzado ya al músico.

—¡No! —chilló, fuera de sí. Estabasola frente a centenares de repulsivosengendros… frente a una legión deasesinos… contra el mundo entero—.

¡Quiero un milagro!De pronto, se oyó un trueno lejano.

La bóveda retembló, la multitud seestremeció, e incluso la formaciónmilitar dio un paso hacia atrás. Finosregueros de agua empezaron aderramarse en el suelo, desde el techo, ypor fin descendió un oscuro chorro cadavez más tumultuoso…

—¡Una inundación! —gritó alguien.Los soldados de la Orden se

retiraron a toda prisa de la estación,hacia el hueco de la puerta hermética.Homero corrió tras ellos, pero se volvíauna y otra vez hacia Sasha. La muchachano se movía.

Sasha metió las manos y el rostro enel agua que se derramaba a raudales, y…se rió.

—¡Esto es la lluvia! —gritó—.¡Viene para limpiarlo todo! ¡Podremosempezar de nuevo!

La negra tropa había cruzado elumbral de la puerta hermética, y conellos Homero. Algunos de los soldadosse arrojaron sobre los mandos de lapuerta para cerrar la Tulskaya y detenerel agua.

La puerta corrediza obedeció yempezó a moverse pesadamente. Aldarse cuenta, Homero trató de ircorriendo en busca de Sasha. La

muchacha aún se encontraba dentro de laestación. Pero alguien lo sujetó y loarrojó al suelo.

Entonces, uno de los soldados corrióhacia la puerta, alargó la mano por elresquicio que aún quedaba entre puerta ypared, y le gritó a la muchacha:

—¡Ven! ¡Te necesito!El agua les llegaba ya hasta las

caderas. De pronto, los cabellos rubiosde Sasha se sumergieron… y lamuchacha desapareció.

El soldado sacó la mano delresquicio y la puerta se cerró.

***

La puerta no se abrió. Un temblorrecorrió el túnel y al otro lado de laplancha de acero se oyó el eco de unaexplosión. Luego se hizo de nuevo elsilencio.

Denis Mikhailovich apoyó un oídoen la puerta y escuchó durante largorato. Luego se secó el agua que tenía enla mejilla y, asombrado, volvió los ojoshacia el techo, que de repente habíaquedado cubierto de humedad.

—¡Regresamos! —ordenó—. Aquíha terminado todo.

Homero suspiró y pasó varias hojas.Apenas si le quedaba espacio en elcuaderno. Tan sólo unas pocas páginas.¿Qué pondría por escrito, y qué tendríaque sacrificar? Acercó la mano al fuegopara dar calor a sus dedos ateridos.

El viejo había pedido que lotrasladaran al puesto de guardiameridional. Allí, con los ojos clavadosen el túnel, trabajaba mejor que en casa,

en la Sevastopolskaya, entre montonesde periódicos muertos. Aunque Helenase esforzara por dejarlo en paz.

Homero levantó la mirada. Elbrigadier estaba sentado aparte de losotros centinelas, en la frontera entre laluz y la oscuridad. ¿Por qué había tenidoque elegir precisamente laSevastopolskaya? Debía de haber algoespecial en aquella estación…

Hunter no le había contado al viejoqué se le había aparecido en laPolyanka. Pero Homero había llegado aentenderlo: no se había tratado de unaprofecía, sino de una advertencia.

Las aguas que inundaban la Tulskaya

fueron bajando a lo largo de una semana.Las gigantescas máquinas de la Línea deCircunvalación habían bombeado la quequedaba, y Homero se había presentadovoluntario para unirse al primer equipode exploradores que entraría en laestación.

La catástrofe se había cobrado casitrescientas vidas. Homero no sintióninguna repugnancia mientras les dabanla vuelta a los cadáveres. En realidad,no sintió nada. Sólo la buscaba a ella.Buscó sin cesar…

Se detuvo durante un buen rato en elúltimo lugar donde había visto a Sasha.En aquel momento en el que había

vacilado, en vez de luchar para que ledejaran correr hacia ella. Para salvarla.O morir a su lado.

Un inacabable desfile de enfermos ysanos había pasado por su lado, endirección a la Sevastopolskaya, hacialos saludables túneles de la LíneaKakhovskaya. El músico no habíamentido: la radiación curaba laenfermedad.

Y, quién sabe: tal vez el músico nohubiera mentido en nada. Tal vez laCiudad Esmeralda existiera en algúnlugar, y tan sólo hubiera que encontrar lapuerta. Tal vez el propio músico sehubiera hallado con frecuencia frente a

esa puerta, y no hubiera merecido que leabrieran.

No podría saberlo ya, una vez que«las aguas bajaran».

Pero el Arca no era la CiudadEsmeralda. La verdadera Arca era lapropia red de metro. El último refugioque había protegido tanto a Noé como aSem y a Cam de las oscuras yturbulentas aguas, tanto a los justoscomo a los indiferentes y los malvados.Una pareja de cada especie animal. Detodos los que tenían cuentas pendientes:tanto acreedores como deudores.

Eran demasiados. Eso estaba claro.No podrían aparecer todos en la novela.

Apenas si quedaban páginas libres en elcuaderno del viejo. Este último no eraun Arca, sino un barquito de papel. Nopodría llevar a bordo a todos loshombres y mujeres. Pero, aun así,Homero abrigaba la esperanza de que,con sus tímidos trazos, había logradoplasmar algo de mucha importancia enaquellas páginas. No sobre todosaquellos seres humanos. Sino sobre elser humano.

Pensó que el recuerdo de quienesnos han abandonado no desaparecejamás. Porque nuestro mundo se hatejido con los hechos y los pensamientosde otras personas y, así, cada uno de

nosotros consta de innumerablespiececitas que hemos heredado demillares de antepasados. Todos ellosdejaron su rastro, una pequeña parte desu alma que legaron a sus descendientes.Si se quería verlo, bastaba con mirarbien.

También el barquito de Homero,hecho con pliegues en un papel, conpensamientos y recuerdos, navegaría sinfin por los océanos del tiempo, hasta quealguien lo recogiera, lo contemplara, ycomprendiese que el ser humano habíasido siempre igual, y que permaneceríafiel a sí mismo hasta el final del mundo.El fuego celeste que en otro tiempo se

había escondido en su pecho pugnabacontra el viento, pero jamás se podríaextinguir.

Homero había pagado su deuda.Cerró los ojos y se vio en una

estación resplandeciente, inundada decegadora luz. Millares de seres humanosse habían congregado sobre el andén.Vestían trajes elegantes, de cuandoHomero era joven, de cuando aún nohabía pensado nadie en llamarloHomero. Pero, en esta ocasión, tambiénse encontraban entre ellos los sereshumanos que habían vivido en el metro.Ni unos ni otros se sorprendían de lapresencia de los demás. Había algo que

los unía a todos…Aguardaban, y contemplaban con

nerviosismo la oscura bóveda del túnel.Y entonces Homero reconoció losrostros. Eran su mujer y sus hijos, loscolegas del trabajo, los compañeros declase, los vecinos, sus dos mejoresamigos, Ahmed, y su actor favorito. Allíestaban todos los que podía recordar.

Y, de súbito, el túnel se iluminó, y unmetro entró silenciosamente en laestación, con las ventanasdeslumbrantes, la chapa bruñida, lasruedas engrasadas. Pero la cabina delconductor estaba vacía. Dentro de éstacolgaban tan sólo un uniforme planchado

y una camisa blanca.«Es mi uniforme —pensó Homero

—. Y mi puesto.»Subió a la cabina, abrió las puertas

de los vagones y dio la señal. Lamultitud entró y se repartió por losbancos. Todos los pasajeros encontraronun lugar para sentarse, y sonrieron, yatranquilos. Y también Homero sonrió.

Lo sabía: en cuanto estampara elpunto y final en su cuaderno, elresplandeciente convoy repleto depersonas felices abandonaría laSevastopolskaya y partiría hacia laeternidad.

Inesperadamente, algo lo arrancó de

su mágico sueño. Muy cerca de donde sehallaba, oyó un gimoteo sordo, casiantinatural. Se estremeció y empuñó elrifle…

Era el brigadier quien había hechoaquel sonido. Homero se puso en pie yquiso acercarse a Hunter, pero éstegimoteó de nuevo… en un tono másagudo… y luego otra vez… un gimoteomás grave…

Homero escuchó y de pronto loasaltó un temblor. No dio crédito a susoídos.

Con voz ronca y torpe, el brigadiertrataba de entonar una melodía. Sedetuvo, volvió al inicio y la repitió

pacientemente hasta que por fin logróhallar el tono. Cantó en voz muy bajauna especie de canción de cuna.

Era la canción sin nombre deLeonid.

Homero no había logrado encontrarel cadáver de Sasha en la Tulskaya.

¿Qué nos deparará el futuro?

DMÍTRI ALEKSÉIEVICHGLUKÓVSKI. Nacido el 12 de julio de1979, es un escritor y periodista ruso.

Glukhovsky publicó su primeranovela, Metro 2033, en 2002, en supropia página web y permitió el accesolibre a cualquier lector. La novela ha

acabado conviertiéndose en unexperimento interactivo, atrayendo amiles de lectores. Glukhovsky es famosoen Rusia por sus novelas "Metro 2033"y "Esta oscureciendo". También es autorde una tira cómica, "Historia de laMadre Patria", en la que critica la Rusiade hoy.

Como periodista, DmitryGlukhovsky ha trabajado paraEuroNews TV en Francia, DeutscheWelle, y RT. En 2008 y 2009 trabajó enla radio, y escribe columnas para elHarper's Bazaar, l'Officiel y Playboy.

Ha vivido en Israel, donde cursó susestudios, Alemania y Francia, y habla

inglés, francés, alemán, hebreo yespañol, aparte de su ruso nativo.

Notas

[1] La Línea 6 del metro de Moscú,también llamada Línea Kalushko-Rizhskaya, discurre entre las estacionesMytishchi y Bittsevsky Park. <<

[2] Abreviación del nombre de laSociedad Constructora del Metro deMoscú. <<

[3] Término ruso para «posada, fonda,taberna». <<

[4] Magnífica avenida comercial deMoscú. <<

[5] La Línea 1 del metro de Moscú,discurre entre las estaciones UlitsaPodbelskogo y Yugo-Sapadnaya. <<

[6] Personaje que aparece en varios delos cuentos del escritor ruso PavelBazhov. Uno de los más conocidos es«La flor de piedra», sobre el que se hizouna película, y Prokofiev compuso unballet. Trata de un hombre joven queestá prisionero de la Señora de laMontaña de Cobre, y que al fin esliberado por su enamorada. <<

[7] Término ruso que significa «túmulofunerario». <<

[8] En su origen fue la colecciónpersonal de curiosidades de Pedro elGrande, y luego el primer museo deRusia. Se halla en San Petersburgo.Gozan de una especial fama sus fetoshumanos y animales con anomalíasanatómicas. <<

[9] La Línea 11 del metro de Moscú,discurre entre las estacionesKakhovskaya y Kashirskaya. <<

[10] Denominación popular de losedificios de cinco pisos y mala calidadque se construyeron en gran númerodurante los años de Khruschov. <<

[11] Papel gofrado que se emplea en elrecubrimiento de paredes. Su uso fuefrecuente en las casas distinguidas definales del siglo XIX y principios delXX. También se utilizó en los interioresde los vagones de los trenes. <<

[12] Stechkin APB, una pistolaametralladora con silenciador, de altaprecisión y muy poco retroceso. <<

[13] Ametralladora de 7,62 mm y muyaltas prestaciones. <<

[14] Tarta de manzana muy sencillatípicamente rusa. <<

[15] La Línea 2 del metro de Moscú,discurre entre las estaciones RechnoyVokzal y Krasnogvardeyskaya. <<

[16] Krymsky Most. «Puente de Crimea»,de 671 metros de longitud. Es el únicopuente colgante de Moscú, se alza sobreel río Moskva. <<

[17] Expresión rusa que designa acualquier grupo de tres.

[18] En 1951, Stalin ordenó laconstrucción de este búnker, con ladenominación GO-42. En caso de guerraatómica, acogería en sus instalaciones alministerio de Telecomunicaciones. Secompone de casi treinta salas, a sesentametros de profundidad, con unasuperficie de siete mil metroscuadrados. Su capacidad máxima es decinco mil personas. <<

[19] Referencia a los siete grandesedificios del estilo llamado «góticoestalinista» presentes en Moscú. Enellos se alojan ministerios y hoteles,pero también apartamentos privados. Seconstruyeron durante la última décadade gobierno de Stalin, por orden deldictador, y desde entonces han marcadoel paisaje de la ciudad. <<

[20] Siglas de Moskovskaya KoltsevayaAvtomobilnaya Doroga (AutopistaRadial de Moscú). Una carretera de diezcarriles que circunvala Moscú. La frase«¿Hay vida más allá de la MKAD?» esuna alusión a la creencia de losmoscovitas de que más allá de lasfronteras de su ciudad empieza la Rusiaprofunda. <<

[21] Mitos y leyendas de la Greciaantigua. Recopilación de leyendas delmundo clásico libremente adaptadas porel autor ruso Nikolay Kun. Goza de unagran popularidad en Rusia. <<

[22] «Iremos … hasta la ciudadesmeralda… y Elli va a regresar. .. conTotoshka. .. ¡Guau! ¡Guau! ¡A nuestrohogar!» Adaptación de varias frasesentresacadas de una conocida películade dibujos animados rusa: El mago dela Ciudad Esmeralda, adaptación de unrelato del mismo título escrito porAlexander Volkov, que, a su vez, es unaadaptación del célebre Mago de Oz. Enesta versión, la heroína no se llamaDorothy, sino Elli, y la acompaña unperro que habla llamado Totoshka. <<

[23] Frase muy conocida, en Rusia, delfilme soviético Solushka [LaCenicienta], de 1947. <<

[24] Material empleado en laconservación de la madera. <<

[25] Prenda masculina con hombrerasespecialmente anchas, típica delCáucaso. Durante algunas épocas se haempleado en el Ejército ruso. No hayque confundirla con la prenda femeninade nombre parecido que se emplea enalgunos países islámicos. <<

[26] En ruso, «Tornado». Denominaciónde un sistema de lanzamisiles ruso concapacidad para doce proyectiles. <<

[27] Politichesky Rukovoditel (comisariopolítico), funcionario con formaciónideológica que en los primeros tiemposde la Unión Soviética seresponsabilizaba de la educaciónpolítica del personal en empresas yorganizaciones. <<

[28] Inexpugnable fortaleza de la secta delos Asesinos en el Imperio persa. <<

[29] Rifle de precisión producido enRusia, con silenciador incorporado.Calibre 9 x 39 mm. <<