Antireseña: Algo tan trivial.

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etcétera diciembre 2015 l núm. 181 $ 40.00 diciembre 2015

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América Pacheco

nostalgia

Esta no es una reseña.“Algo tan trivial”

Escritora. [email protected]

Para V., con el corazón entero.

V. sólo tenía 18 años cuando lo asesinaron a sangre fría. Bastó un solitario balazo en el corazón para conseguirlo; un: ¡PUM! directo, ensordecedor y le-

tal. Quienes lo conocieron vaticinaban que acabaría mal, y la noticia de su muerte violenta no cumplió un par de mal intencionadas profecías. La llamada que avisó a sus deudos de la tragedia, los condujo a un lugar hostil y putrefacto del que hay quienes nunca volvieron siendo los mismos. La espeluznante frase: “Hija, mataron a V.” tlaqueó mis pier- nas con demoníaca destreza. Caí como lo hacen los árbo-les ante una avalancha de nieve. Sencillamente caí al piso frente a mi padre. Así como mis lágrimas.

No lo vi nacer, pero casi. Tenía la misma edad de mi hermano y ocuparon la misma cuna por meses. Si aquella bala no le hubiera atravesado el corazón, este año ha-bría cumplido 33 años, la edad de cristo, la del príncipe Guillermo de Inglaterra y la de Britney Spears. No estoy segura que V. se habría rapado furibundo ante una turba de paparazzis, o si algún día encabezaría la grandeza monárquica en cualquiera de sus perversas facetas. Todo lo que sé es que muchos daríamos un dedo de la mano derecha por haber tenido la oportunidad de verle abrazar a un cachorro, a uno de su propia sangre, por ejemplo. Cuenta la leyenda que comenzó a consumir drogas blandas en la primaria, yo me enteré de sus problemas de adicción cuando medía 1.80 y se inyectaba heroína. Durante años, se convirtió en el secreto mejor guardado de la familia hasta que el secreto se desbordó por sí mismo. Después de comenzar a saquear la bolsa de su madre o el alhajero de su hermana; hizo lo propio en la casa de sus tías, primas, no dejó títere con cabeza. Aunque nunca se atrevió ante esta obra mestra manera su suerte.

Tenía meses sin sentirme tan cerca de V. hasta que una sacudida interna evitó que terminara el libro de ensayo Algo tan trivial de Fausto Alzati Fernández (Festina Editores).

Algo tan trivial es un ensayo que puede leerse como se te venga en gana, porque además de ser un libro, es un soundtrack de nueve capítulos cuyos títulos arrebatan al disco de Violator de Depeche Mode los nombre cada uno de los tracks que lo componen (aunque pensándolo con cautela, además de soundtrack, es un cover chingón y los covers no son otra cosa que la resignificación pode-rosa del pasado) y cuyo leit motiv es la adicción vivida en huesos y angustia por el propio autor y quién detalla de esta manera la influencia sonora que fue impregnado su

libro por esta obra mestra: “Violator es un disco impeca-ble: 9 canciones y ninguna sobra, ni por un segundo. Es la cumbre de la carrera de Depeche Mode. Después de Violator hicieron otro par de discos respetables, y después su producción mejora, quizás, pero el contenido se vuelve soso. Ha desaparecido ya aquella crudeza neorromántica de su lírica. Ya no hay sudor, lágrimas ni plegarias. Ya no hay transgresión ni descubrimiento. Pero pasan los años, y al pasar lo puedo volver a escuchar, y volver a escuchar, de principio a fin sin desperdiciar un solo se-gundo de mi vida”.

Algo tan trivial no es un libro de autoayuda, una adver-tencia moralina o mucho menos un testimonial solemne. No se trata de las confesiones de un exconsumidor con los bolsillos colmados de sermones de autoayuda (porque jamás, aquí o allá un consumidor será lo mismo que un adicto, no señor, aquí hablamos de palabras mayores: los consumidores son abetos que transpiran, los adictos son la oquedad intangible del laberinto). Algo tan trivial es una criatura viva que duerme con intermitencia al fondo de la barbarie de la memoria de un sobreviviente de una dictadura llamada demencia y fui incapaz de atravesar la frontera de su página 83. Recordé aquel hachazo a mis pantorrillas. De pronto palpé el sufrimiento que no del autor, y sí de uno de los seres que más he querido en esta

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“El fuego no es lo mismo que

aquello que quema”

vida. No leí más. Tuve que enderezarme y comenzar a es- cribir esto que tu lees aquí.

No recuerdo con exactitud cuándo fue la última vez que reseñé un libro. Razones o buenos libros no han faltado en mi escritorio, pero nunca tengo tiempo de ponerme a mano con todos esos buenos autores que me han colocado en mis manos generosas viandas literarias tan torcidas como radiantes. He prometido en el pasado a mi editor que construiría una columna de recomendaciones literarias, pero ¿A quién quiero engañar? No sé reseñar libros, por lo que me amparo anticipadamente ante la furia de su Dios que todo lo asola, extermina y penetra para que acepten a cambio fragmentos como estos que comparto con usted, querido lector:

“El fuego no es lo mismo que aquello que quema, pero tampoco es ajeno a su material de combustión. Justo así son los demonios: no son iguales a quien los padece, pero sus voces e impulsos tampoco son ajenos al que los sufre. Ese incendio se llevó mis ganas de fumar mota. No porque ésta fuese mala, sino porque mi relación con esa sustancia que no generaba adicción fisiológica estaba dictada por la desesperación. No era ella, era yo. No co-nocía la calma necesaria para esperar la siguiente dosis; sentía pánico al ver que mi guardadito se iba acabando. No angustia, pánico. Pero el incendio fue aún más gene-roso: a su paso quemó toda una colección de fantasías metafísicas que llevaba años coleccionando. Eran un sín-toma. Me dejó solo ante el mundo, a secas; solo con mi condición de adicto y la mente quebrada. Así son los demonios, inadvertidamente generosos, a pesar de sus métodos malditos. De otro modo no son demonios, sino meras bestias, torpes y crueles“.

“1a. A lo largo de este ensayo he intentado articular algunas de mis experiencias, con la ambición de que al

enunciarlas se rompa otro pedazo de su hechizo. Deseando que, al pronun-ciarlas, aquellas partes antes obviadas de mis vivencias dejen, a su vez, de señalarme a mí como uno más de sus síntomas. Este libro no es un exorcismo; es una declaración de amistad para mis demonios. Porque si los lastimo, me lastimo yo. Es así de sencillo. Esto lo he escrito evitando cualquier nota al pie. He procurado expresar lo que ron-da en mi mente y no los índices de los libros que he leído, acaso. No he pre-tendido comprender la adicción, sólo he procurado recordar y transmitir una experiencia. Lo he escrito de modo algo fragmentado, porque 8 las vivencias son así. Mientras vivo una cosa, pienso en otra y recuerdo otra. Las vivencias, así como el tiempo, no son tan lineales como a ratos nos gusta creer. Estas páginas están llenas de errores, y no tardará algún lisiado emocional en corregirlos, cualesquiera que sean sus motivaciones. Pero para su satisfacción

está Google o Wikipedia a mano; este libro, en cambio, versa sobre una experiencia, y como tal está repleto de las mentiras que la memoria cuenta, según el estado de áni-mo en que lo escribí. Pero a pesar de las jugarretas de la memoria, las distorsiones de la vanidad, mis cobardes omisiones y la engañosa prudencia, he buscado ser franco. Aunque con frecuencia he fallado, el ejercicio mismo de intentarlo ha valido las madrugadas en cafés 24 horas de esta voraz ciudad”.

“Aún me impresiona lo civilizados que son algunos de mis amigos consumidores. Jamás tuve esa opción; carezco de esa fibra que les indica cuándo contenerse, o cómo divertirse atascándose, o cómo ir a trabajar al día siguiente, o interesarse en cualquier otra cosa. Para un consumidor, hasta para el más enganchado, drogarse es un divertimento; para un adicto es un solemne deber“.

“1e. Nunca me gustó la coca. Sin embargo la ingerí hasta la nausea y el hartazgo, una inyección tras otra.

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“Las vivencias, así como el tiempo, no son tan lineales como a ratos nos gusta creer”

Composición VIII, de Wassily Kandinsky

Sin poder salir del baño. O ya fuera de éste, y sin poder siquiera afinar la guitarra, pero intentándolo de todos modos. Y luego otra dosis, y luego otra. Todo para ter-minar aterrorizado, encerrado, escuchando a través de la puerta. Y no escuchaba lo que había del otro lado de la misma, sino lo que temía que hubiera en algún rincón de mi cabeza. En estado de pánico. O para intentar re-banarme las venas entre delirios, alucinando que así ex-pulsaría la sangre contaminada de mi cuerpo. Tirar lo que quedaba de papel al escusado, aterrorizado, indignado. Todo para despertar a media tarde, deshecho, y bajarlos brazos por el borde de la cama –porque amanecía con los brazos adormecidos de tanto arpón–. Todo para empezar a convencerme poco a poco de ir por más. Corrijo, la coca me gustaba. Lo blanco del polvo, el modo en que adormece las encías y, sobre todo, el olor cuando la cu-chara se calienta y se evapora un poquito de perico con el agua. No poder parar. Inyectarme cada cinco minutos. La cuchara, la vela prendida, la soledad, el ritual, la jeringa. La aguja traspasando la piel, la sangre entrando, el efecto inmediato, la taquicardia, el zumbi-do en los oídos.

Me encanta la coca; sólo que no me gustan sus efectos en mí“.

“Me encantan sus efectos; sólo que no me gustan las consecuencias. La repetición obligada sin espacio para la incertidumbre, sin lugar para la sorpresa, sin espacio para sentir, sin sitio alguno para la vida y todo su grotesco caos. Igual que cualquier miembro de una secta.

No, no me gustaba la coca; sólo que la morfina ya no bastaba. Ha- bía que mezclarla con algo. La morfi-na ya quitaba solamente el asco, las ganas de vomitar y la insoportabledensidad del ser –aquella tortuosa invasión de la vida y todas sus pe-queñas irritaciones que van sumando hasta hacer que todo sea dolor–. Pero ya no sentía la morfina, sólo su contraste después de una y otra dosis de coca. Arriba, arriba, abajo, abajo. Cada día igual al anterior, sólo un poco peor.

“Me da gusto que haya personas que disfruten la coca, y hasta lo hagan incluso socialmente. Que se compartan una raya. Lo mío era no poder salir del baño o encerrar-me en una esquina del clóset con la TV en estática y sin volumen. Abandoné incluso la música que me mantuvo vivo, por utilizar el cerebro y los sentidos con cualquier

otra droga, por no poder despegarme de la aguja. Una dosis y la que sigue y la que sigue y la que sigue. Un monolito. Una postración.

“La adicción está diseñada para eso, para que te arro-dilles, para que te abandones. ¿Quién, alguna vez, ha pedido dinero afuera del supermercado, inventando que tu auto se quedó sin anticongelante, todo para comprar una jeringa, porque la que traías ya no tenía filo?”

Bueno, I´ve been there. Aunque a diferencia de Fausto o V., nunca caminé en los zapatos del adicto, a cambio fui la jeringa. Y lo fui más de una vez.

En ocasiones la memoria viene a tomar el té de las cua-tro con el recuerdo de V. dentro de una caja de galletas. Si pudiera pedir, elegiría que no me visitara la imagen de la ultima vez que lo abracé, justo una semana antes de morir. Prefiero recordar a mi primo a los cuatro años, corriendo como poseído en casa de mis padres. También

pediría volver el tiempo a ese día para tomarlo del brazo y prevenirlo de lo que vendría después. Quisiera abrazar ese cuerpecillo frágil y rogarle que tuviera cuidado, que no corriera, que nada malo le pasaría si tan sólo frenara un poco la velocidad de su torbellino, que no me gustaría verle llorar, sangrar, escapar, no volver. Le diría: Reach out and touch faith. Una, dos, quizás diez veces é