Antípoda. Revista de Antropología y Arqueología No. 1

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ANTIPODA REVISTA DE ANTROPOLOGÍA Y ARQUEOLOGÍA | UNIVERSIDAD DE LOS ANDES | N° 1 JULIO-DICIEMBRE 2005 | ISSN 1900-5407 1 ANTROPOLOGÍAS METROPOLITANAS Y ANTROPOLOGÍAS PERIFÉRICAS: ENCUENTROS Y DESENCUENTROS ANTIPODA

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Universidad de los Andes, Colombia Facultad de Ciencias Sociales Departamento de Antropología Revista de libre acceso Consúltela y descárguela http://antipoda.uniandes.edu.co/

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ANTIPODAREVISTA DE ANTROPOLOGÍA Y ARQUEOLOGÍA | UNIVERSIDAD DE LOS ANDES | N° 1 JULIO-DICIEMBRE 2005 | ISSN 1900-5407

1

ANTROPOLOGÍAS METROPOLITANAS Y ANTROPOLOGÍAS PERIFÉRICAS:ENCUENTROS Y DESENCUENTROS

ANTIPODAÍ N D I C EPresentación

Claudia Ste iner · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 9

L e n g u a j e s El antropólogo como otro: conocimiento, hegemonía

y el proyecto antropológico

Alejandro Cast illejo Cuéllar · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 15

M i r a d a s Antropologías metropolitanas y antropologías periféricas:

encuentros y desencuentros

Presentación

Carlos Alberto Uribe · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 40

La vocación crítica

de la antropología en Latinoamérica

Myriam J imeno · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 43

Mimesis y paideia antropológica en Colombia

Carlos Alberto Uribe · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 67

Metrópolis y puritanismo en Afrocolombia

Ja ime Arocha Rodríguez · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 79

¿Recuperando antropologías alter-nativas?

François Correa · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 109

La historia, los antropólogos y la Amazonia

Roberto Pineda Camacho · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 12 1

D i s e m i n a c i o n e s De los Alpes a las selvas y montañas de Colombia:

el legado de Gerardo Reichel-Dolmatoff

Carl Henrik Langebaek · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 139

Construcciones japonesas

Rafael Reyes-Ruiz · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 173

Adiós a la inocencia: crónica de una visita

al estilo nacional de hacer antropología

Paola Giraldo · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 185

AN

TIPOD

A

1

NÚMERO 1JULIO A

DICIEMBRE 2005ISSN

1900-5407

97

71

90

05

40

70

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ANTIPODAÍ N D I C EPresentación

Claudia Ste iner · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 9

L e n g u a j e s El antropólogo como otro: conocimiento, hegemonía

y el proyecto antropológico

Alejandro Cast illejo Cuéllar · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 15

M i r a d a s Antropologías metropolitanas y antropologías periféricas:

encuentros y desencuentros

Presentación

Carlos Alberto Uribe · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 40

La vocación crítica

de la antropología en Latinoamérica

Myriam J imeno · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 43

Mimesis y paideia antropológica en Colombia

Carlos Alberto Uribe · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 67

Metrópolis y puritanismo en Afrocolombia

Ja ime Arocha Rodríguez · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 79

¿Recuperando antropologías alter-nativas?

François Correa · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 109

La historia, los antropólogos y la Amazonia

Roberto Pineda Camacho · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 12 1

D i s e m i n a c i o n e s De los Alpes a las selvas y montañas de Colombia:

el legado de Gerardo Reichel-Dolmatoff

Carl Henrik Langebaek · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 139

Construcciones japonesas

Rafael Reyes-Ruiz · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 173

Adiós a la inocencia: crónica de una visita

al estilo nacional de hacer antropología

Paola Giraldo · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 185

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C O M I T É E D I T O R I A LClaudia Steiner

Univ er s idad de los Andes

Myriam Jimeno SantoyoUniv er s idad Nac ional de Colomb i a

Sonia ArchilaUniv er s idad de los Andes

Roberto Pineda CamachoUniv er s idad Nac ional de Colomb i a

Roberto SuárezUniv er s idad de los Andes

C O M I T É A S E S O RElsa Blair

Univ er s idad de Ant ioqu i a

Heidi GrunebaumDirec t Ac t ion Center

for Pe ace and Memory, sudáfr ic a

Rafael Reyes-RuizZ ayed Un i v er s i t y, Em ir atos Ár abe s

Araceli GarcíaSolomon Asch Center for Study

of Ethnopolit ical Conflict,Un i v er s i t y of Penns y lvan i a

Fabián SanabriaUniv er s idad Nac ional de Colomb i a

Luis Castro NogueiraUniv er s idad Nac ional de educ ac ión a

d i s tanc i a , E spaña

S T A F FAlejandro Castillejo Cuéllar

Ed i tor

Carlos Alberto Uribe TobónEd i tor Inv i tado

María Angélica Ospina MartínezCoord inador a Ed i tor i a l

Diego Amaral Ceballos Diseño or ig inal

Editorial El MalpensanteEd ic ión , armada el ec trón ic a

y búsqueda fotogr áf ic a

Panamericana Formas e Impresos S.A.Impre s ión

“Boxeadores” (), Martín ChambiFotogr af í a Portada

D I S T R I B U C I Ó N Y V E N T A SEditorial El Malpensante

Suscr ipc ione s y C an je

[email protected] inac ión Ed i tor i a l Ant ípoda

V A L O R P O R E J E M P L A R : $ 1 7 . 0 0 0 / U S $ 8 . 0 0

Antípoda, Revista de Antropología y Arqueo-logía Nº se terminó de imprimir en los ta-lleres de Panamericana Formas e Impresos S. A. en el mes de septiembre de .

ANTIPODA1

REV ISTA DE ANTROPOLOGÍA Y ARQUEOLOGÍANº 1, JUL IO -DIC IEMBRE 2005

ISSN 1900 -5407 · an t ipoda @ uniandes .edu .co

PUBLICACIÓN SEMESTRAL DEL DEPARTAMENTO DE ANTROPOLOGÍA FACULTAD DE CIENCIAS SOCIALES

UNIVERSIDAD DE LOS ANDESDirección postal: Carrera 1 Nº 18A-10 · Edifi cio Franco, Piso 5 · Bogotá D.C., Colombia

Teléfono: 57.1.339.4949, Ext. 3483 · Telefax: 57.1.332.4510Página web: http://antipoda.uniandes.edu.co

U N I V E R S I D A D D E L O S A N D E SCarlos Angulo Galvis

rec tor

Carl Henrik Langebaek Ruedadec ano

Facultad de C i enc i a s Soc i a l e s

Claudia Steinerd irec tor a

Departamento de Antropolog í a

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El a ñ o p a s a d o el Departamento de Antropología

de la Universidad de Los Andes cumplió cuarenta años, siendo así el más anti-

guo del país. A estas alturas sus integrantes estamos orgullosos de que con el

paso del tiempo nuestro Departamento siempre haya escogido la posibilidad de

renovarse cada vez que lo considera necesario. Pensamos que éste debe ser uno

de esos momentos. Durante el último año, el Departamento inició un proceso

de fortalecimiento institucional y académico, que condujo a la vinculación de

nuevos profesores a la planta, interesados en diferentes áreas de investigación y

docencia. Hemos considerado, por lo tanto, que nuestra revista debe refl ejar esta

misma intención de cambio. De ahí que ahora aparezca Antípoda con una nueva

cara, un nuevo nombre unido al antiguo, Revista de Antropología y Arqueolo-

gía, y un nuevo editor.

El paso del tiempo en ocasiones puede ser tanto injusto como increíble-

mente generoso. Las arrugas de los mayores, los olores de los objetos guardados,

los colores desteñidos de la ropa usada y las páginas enmohecidas de los libros

viejos nos llevan de manera inevitable a ver los dos lados de todo transcurrir.

Hemos de reconocer que el tiempo ha sido generoso con nuestra revista. En los

veinte años que lleva desde su primera publicación a cargo de Jorge Morales, ha

tenido altibajos y vicisitudes pero a todo lo largo refl ejó la dedicación de quienes

se han encargado de editarla. Sobra decir que en este primer número de la nue-

va etapa queremos rendir un homenaje a los cuarenta años del departamento,

a los profesores que han pasado por él y a quienes se han encargado de sentar

las bases de la antropología y la arqueología en Colombia. Éstas son disciplinas

que nos apasionan y quizás éste sea el lugar apropiado para decir por qué. Ellas

nos dan la posibilidad de apreciar las arrugas, los olores y los colores desteñidos

P r e s e n t a c i ó n

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que deja el tiempo a su paso. Igualmente nos permiten encontrar mundos es-

condidos entre las páginas enmohecidas de los libros y los documentos viejos.

Pero, sobre todo, nos dan la posibilidad de nunca ponerle fi n a lo viejo, es decir,

de percibir el pasado en el presente. Son estas historias del pasado, que apare-

cen como un destello fugaz según la acertada descripción de Walter Benjamin,

las que en nuestro quehacer antropológico agarramos como pequeños tesoros.

Historias que escuchamos o leemos y sobre las cuales escribimos después con

la esperanza de que los ignorados por los poderes excluyentes puedan usarlas,

interpretarlas y recrearlas de manera que les permitan vivir mejor en un mundo

cada vez más interconectado y en el cual se hacen insistentes llamados hacia la

uniformidad.

Seremos sinceros: desde la antropología, como disciplina que estudia pre-

cisamente la diversidad, no simpatizamos demasiado con la uniformidad y tra-

tamos, a veces con exagerada tozudez, de entender y explicar la complejidad de

lo diverso. Por eso nuestra revista, al sumergirse del todo en la antropología,

también hace un homenaje al contrario, al antípoda, a quien está al otro lado

no nada más del planeta geográfi co, sino al otro lado de cualquier otra frontera,

sea ella física o metafísica. La nueva etapa de la revista del Departamento recibe,

bajo la dirección de Alejandro Castillejo Cuéllar, un nuevo impulso y una nueva

proyección. Con el renovado formato y con la nueva y meticulosa diagramación

que atiende a criterios tanto estéticos como formales, la revista busca refl ejar, sin

duda, los renovados bríos y el renovado carácter del Departamento.

Antípoda estará abierta a los cambios pero siempre será fi el al compromi-

so de mantener una antropología crítica centrada, según sea el caso, alrededor

de problemas actuales, no sólo para la disciplina y sus diferentes ramas sino

también para el país en general. De igual manera, Antípoda buscará crear lazos

entre las diferentes disciplinas sociales y, por supuesto, entre los diferentes con-

textos nacionales, buscando en la medida de lo posible un diálogo franco y cons-

tructivo para así fomentar una ética de la colaboración en el medio académico.

Este número de la revista refl eja nuestro interés por mostrar las distin-

tas expresiones del quehacer antropológico. Es por esto que hemos escogido

al inolvidable fotógrafo peruano Martín Chambi para ilustrar este número de

Antípoda. Las fotografías de Chambi, quien retrató entre los años y

parte de la vida en el Cuzco, nos muestran desde una perspectiva diferente al

texto escrito una forma particular de representar una cultura y una época. To-

mando las palabras de Mario Vargas Llosa, “en sus imágenes Martín Chambi

desnudó toda la complejidad social de los Andes. Ellas nos instalan en el corazón

del feudalismo serrano, en las haciendas de los señores de horca y cuchilla con

sus siervos y sus concubinas, en las procesiones coloniales de muchedumbres

contritas y ebrias…”.

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Esperamos que nuestros lectores compartan nuestras opciones y nuestras

inevitables ambivalencias: el interés por lo nuevo y por lo viejo, por lo pasado y

por lo presente, por lo contemporáneo y por lo antiguo, y esperamos que se deci-

dan con todo el ánimo posible a colaborar con nosotros para hacer de Antípoda

una excelente revista que contribuya al desarrollo de la antropología del país y

de América Latina.

— C l a u d i a S t e i n e rD i r e c t o r a , D e p a r t a m e n t o d e A n t r o p o l o g í a ,

U n i v e r s i d a d d e l o s A n d e s

P R E S E N T A C I Ó N | C L A U D I A S T E I N E R

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LenguajesEL ANTROPÓLOGO COMO OTRO: CONOCIMIENTO, HEGEMONÍA Y EL PROYECTO ANTROPOLÓGICO

A le ja n dro C a s t i l l e jo Cuél l a r 1 5

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E L A N T R O P Ó L O G O C O M O O T R O :C O N O C I M I E N T O , H E G E M O N Í A Y E L P R O Y E C T O A N T R O P O L Ó G I C O

A l e j a n d r o C a s t i l l e j o C u é l l a rProfesor asistenteDepartamento de Antropología, Universidad de los Andes, Colombia Investigador Asociado, Direct Action Center for Peace and Memory, Sudá[email protected]

R E S U M E N Este texto discute la manera en

que el silencio, y la gramática del silencio, en

tanto una forma de tratar con lo traumático,

es determinado por las condiciones históricas

en las que está inmerso. Un registro en el

cual este silencio opera tiene que ver con una

micropolítica particular de la investigación social

y la producción de conocimiento que diferencia

los testimonios de guerra de los expertos en

trauma, reinsertando así una serie de jerarquías.

En este contexto, el problema de las credenciales

académicas, el lenguaje transaccional de la

investigación y la utilización de agendas de

investigación “no colaborativas” son elementos

para entender la unidireccionalidad de la

producción de “saber” sobre la violencia.

A B S T R A C T This text deals with the ways in

which silence, and the grammar of silence, as a

way of dealing with trauma, is determined by the

historical conditions where it is embedded. One

of the registers in which this silence operates

has to do with a particular micro-politics of

social research and knowledge production in

South Africa that separates “testimonies” of

war and “victims” (or sources of knowledge)

from “trauma experts” in ways that reinstate a

series of hierarchies. In this context, academic

credentials, the language of exchange, and the

implementation of non-collaborative research

agendas are of great importance to understand

the one-directionality of knowledge production

about violence.

ANT ÍPODA N º1 JUL IO -D IC IEMBRE DE 2005 PÁGINAS 15 -37 ISSN 1900 -5407

FECHA DE RECEPC IÓN : ABR IL DE 20 05 | F ECHA DE PUBL IC AC IÓN : JUN IO DE 20 05C ATEGOR ÍA : ART ÍCULO DE REFLE X IÓN

P A L A B R A S C L A V E

Sudáfrica, expertos en trauma, investigación colaborativa, micropolítica del saber.

K E Y W O R D S

South Africa, trauma experts, collaborative research, micro-politics of knowledge production.

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E L A N T R O P Ó L O G O C O M O O T R O :C O N O C I M I E N T O , H E G E M O N Í A Y E L P R O Y E C T O A N T R O P O L Ó G I C O

A l e j a n d r o C a s t i l l e j o C u é l l a rA mi hermana Betty

Este texto es el resultado de más de dos años de

trabajo de campo etnográfi co y de archivo en diferentes lugares del Sur de Áfri-

ca. Durante mi estadía inicial en la República de Sudáfrica (rsa), mi intención

era comparar la manera como se recuerdan (y se olvidan) dos eventos relacio-

nados con la lucha antiapartheid que ocurrieron en Ciudad del Cabo en . El

primero de ellos fue el incidente conocido con el nombre de Caballo de Troya,

la muerte de tres niños a manos de las fuerzas de seguridad, el de octubre

de en Athlone, un área coloured1 en Ciudad del Cabo. El otro evento en

el cual estuve interesado fue el que se ha venido a conocer como “los Siete de

Gugulethu” (o Gugulethu Seven), el asesinato, también a manos de las fuerzas

de seguridad y miembros de escuadrones de la muerte, de siete jóvenes en la

localidad segregada de Gugulethu2. Mi intención de comparar estos dos ase-

sinatos fue restringida por el hecho de que el acceso a organizaciones locales,

líderes comunitarios y religiosos y los vecinos que estaban relacionados con es-

tos incidentes fue muy complicado. En ambos casos, inesperadamente, choqué

contra un muro de silencio que determinó, en buena medida, el camino que

siguió mi investigación3.

1. El término coloured es el nombre que se le da a los descendientes de los esclavos traídos por los holandeses en el siglo xvii desde Ceilán.

2. “Localidad segregada” es mi traducción del término “Black Township”, la forma geopolítica como hoy día se le llama a las zonas donde los “negros” fueron relocalizados durante la década del sesenta y setenta a raíz de la implementación del sistema apartheid. Son áreas de control habitacional y espacialización de lo que los adminis-tradores, de origen holandés y asociados al partido nacionalista, concebían como lo otro.

3. Esta investigación fue realizada gracias a la asistencia fi nanciera de las siguientes instituciones. En primer lugar,

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En lo referente al incidente del Caballo de Troya, por ejemplo, mis solici-

tudes para hablar con imams locales (sacerdotes musulmanes) y líderes comu-

nitarios —hoy día miembros del gobierno local de Ciudad del Cabo— a menu-

do fueran rechazadas cortésmente, aduciendo falta de tiempo y la necesidad de

“dejar atrás el pasado”. En el caso de las madres de los niños asesinados —más

tarde lo entendí— el impacto de la muerte de sus hijos había sido tan destruc-

tivo y lesivo para sus familias y sus vidas, y su resonancia estaba tan presente,

que incluso la simple idea de relatar el incidente (por ellas u otras personas

cercanas) hacía temer el prospecto de una nueva crisis nerviosa. Una de las

madres amablemente me envió, a través de un amigo mutuo, su archivo perso-

nal con fotografías y recortes de periódico que hacían referencia a los fatídicos

hechos del de octubre. Ciertamente, entendí su mensaje.

Otra razón para este silencio, con relación al caso del Caballo de Troya

sugerida por muchos con quienes conversé durante las fases iniciales de mi

investigación, sostenía que seguir indagando sobre el incidente reforzaría la

opinión según la cual la gente coloured no estuvo tan comprometida como los

“africanos negros” en la lucha antiapartheid, ya que la participación general en

esta lucha “pondría” en riesgo la “posición” ventajosa o los “privilegios” que los

primeros tenían con el gobierno nacionalista. Por ejemplo, una representación

política “independiente” aunque limitada, a través de una asamblea de repre-

sentantes. Por consiguiente, con el fi n de ocultar las divergencias políticas que

existían en los movimientos de liberación en el área, el silencio se había con-

vertido en la mejor manera de manejar las fracturas ideológicas. Irónicamente,

este silencio contrastaba con la magnitud de los alzamientos populares que se

dieron a lo largo de Belgravia Road, testigo de una resistencia antiapartheid

masiva durante las primeras etapas del estado de emergencia en . Si bien es

cierto que existe una relación compleja de interdependencia entre lo que solía

ser categorizado como coloureds (descendientes de esclavos del Sureste Asiá-

tico) y afrikaners (descendientes de holandeses y primeros colonizadores de

Sudáfrica), basado en la esclavitud, la subyugación y la asimilación, afi rmar que

los coloureds estaban “parcialmente comprometidos en la lucha de liberación”,

una beca de investigación del Centro Solomon Asch para el Estudio del Confl icto Etnopolítico, Universidad de Pen-silvania (2001-2003) me permitió comenzar mi trabajo en Ciudad del Cabo. Segundo, las becas de investigación Holocaust Memorial y Eberstadt, al igual que la beca de investigación doctoral Goldblack, todas de la New School for Social Research, me ayudaron no sólo a concluir mi permanencia en Sudáfrica sino también a concentrarme en la redacción de este texto (2003-2005). Una Subvención de Investigación Individual Wenner-Gren otorgada en 2003 fue de gran ayuda durante el proceso de investigación en los Archivos de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación, el Archivo Nacional de Sudáfrica y el Archivo Visual del Centro Mayibuye de la Universidad del Cabo Occidental (2003-2004). Finalmente, quiero agradecer el apoyo del Instituto Colombiano para el Desarrollo de la Ciencia y la Tecnología y de la Comisión Fulbright por una beca de estudios que permitió la convergencia en Ciudad del Cabo entre mi vida personal y mi vida académica.

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con el fi n de explicar el silencio social que rodeaba este evento particular, tiene

que ser tomado más bien cuidadosamente. Sería necesario investigar más a

fondo la naturaleza de la política local en esa época para así elaborar un cuadro

más matizado. A pesar de su importancia, yo no seguí esta línea de investiga-

ción. El velo de silencio y de evasión fue tan omnipresente, por las razones que

fuesen, y el tema era tan políticamente sensible, que preferí dejarlo de lado, no

obstante la insistencia de líderes comunitarios para que continuara.

El caso de Gugulethu es diferente del anterior en varios aspectos fun-

damentales. El silencio que rodea este evento es distinto. Es, por así decirlo,

reactivo, se instala en contra de la intervención permanente de una serie de

“expertos” e “intermediarios” interesados en el problema de la violencia. Gugu-

lethu Seven ha sido objeto de dos comisiones ofi ciales de investigación en

y , un juicio en , dos documentales, y un par de audiencias públicas

durante la Comisión de la Verdad en . Ha sido inscrito en las memorias

colectivas en formas muy diferentes, a través de distintos mecanismos, como

una “piedra conmemorativa”, como parte de la historia local, como destino tu-

rístico, o como exhibición de museo. Este evento se ha convertido en parte del

panorama conmemorativo local. Sin embargo, como decía, un velo de silencio

también lo envuelve.

Algo similar a lo acontecido con las madres del Caballo de Troya me suce-

dió con las mamás de Gugulethu. El sufrimiento que ellas tuvieron que sopor-

tar en sus vidas me paralizó. Ellas encarnan una historia de desplazamientos

forzados, una historia de servidumbre forzada y una historia de pérdida duran-

te el prolongado régimen del apartheid. A medida que conocía estas abuelas,

recuerdo cuán irónica me parecía la escena. No obstante, había algo que las

diferenciaba de las otras madres: las madres del Caballo de Troya habían sido

totalmente olvidadas. Alrededor de las mamás de Gugulethu, por el contrario,

había muchas más señales que apuntaban en la dirección de Gugulethu Seven

y con las que se confi guraba una sutil cartografía del recuerdo en Ciudad del

Cabo. Irónicamente, ellas estaban allí, casi olvidadas, habitando una esquina

casi invisible en medio de la pomposidad de una ciudad que reclama, en lo fun-

damental, una herencia europea4.

4. El Centro de Acción Directa para la Paz y la Memoria me presentó a las madres. El Centro tenía una pequeña iniciativa —la Iniciativa de Apoyo a las Madres— orientada a asistirlas en tareas muy concretas —llevándolas al médico, visitando el cementerio, fi nanciando una lápida, consiguiendo fondos educativos para los nietos—, siempre que fuese posible. Inicialmente, sostuvimos largas discusiones durante un período de más de seis me-ses sobre la naturaleza de la relación que podía establecerse entre el Centro y yo. Decidimos que una relación de mutua colaboración intelectual, una sensibilidad que eliminaría, al menos hasta cierto punto, las jerarquías establecidas entre los “académicos” y los “activistas”, en donde los supervivientes del apartheid serían vistos como interlocutores más que como fuentes de información, era el único camino a seguir. Esta perspectiva era coherente con lo que sentía que debía ser el trabajo académico y con la necesidad de cuestionar las jerarquías

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En lo que resta de este texto, quiero explorar la genealogía del silencio

encarnado por las madres de los Siete de Gugulethu y las formas en que este

silencio determinó el destino de mi investigación. A medida que avanzaba en

mi trabajo de campo, mi interés se concentró en las razones por las cuales cier-

tos eventos se inscriben más fácilmente en las memorias que otros. En otras

palabras, me interesé más por la visibilidad relativa de Gugulethu Seven que

por la invisibilidad relativa del Caballo de Troya. Por eso es que decidí estudiar

la naturaleza ambivalente de Gugulethu Seven, un evento que se sitúa entre la

invisibilidad y el reconocimiento histórico.

Esta decisión tuvo, por supuesto, sus consecuencias. Como lo sugeriré

en la siguiente sección, las complejas tensiones entre el problema de la voz y la

memoria (la forma como los sobrevivientes del apartheid articulan el pasado)

alrededor de Gugulethu Seven, me demostraron lo obvio: por un lado, la nece-

sidad de dejar los recuerdos dolorosos de los familiares en el ámbito de lo pura-

mente íntimo, a menos que hubiera una necesidad, de parte de ellos mismos, de

lo contrario. En el contexto de Sudáfrica esta actitud planteó una postura ética

diferente, ya que la extracción de testimonios se convirtió en una práctica ruti-

naria. Para mí, este enfoque no era extraño. Ha sido siempre un horizonte para

mis escritos sobre la guerra en Colombia. Respeté, por supuesto, el silencio que

las madres me solicitaron respetar, y pronto entendí que precisamente era este

silencio, y las formas y fi sionomías que tenía, lo que constituía la textura del

recuerdo en la Sudáfrica contemporánea. Esto me llevó a evitar —casi por com-

pleto— las entrevistas a la familia y los parientes de los siete jóvenes, incluso en

detrimento de la investigación. En dicho sentido, el mayor reto de este trabajo

era pensar en la realización de una antropología del silencio.

En cierta manera, este ensayo (y el texto del que hace parte) podría ser

visto con cierta ironía ya que —aunque hablo de voz y de memoria— las pers-

pectivas de aquellos cuyas voces han sido excluidas del registro histórico ofi cial

no aparecen en estas páginas. Por esta vía, podría ser acusado de perpetuar

esta exclusión. Sin embargo, siendo consciente del silencio histórico y de los

usos y malos usos de los testimonios de guerra en Sudáfrica, la perspectiva de

reinsertar sus vidas en mis palabras es —una vez más— casi paralizante. Estoy

más interesado en las condiciones históricas bajo las cuales estos silencios se

consolidan, en vez de “adjudicarle” a los sobrevivientes en forma paternalista

un espacio, una voz dentro de “mi” texto. Ya que no poseo una estrategia de

implícitas en el proceso investigativo. Trabajamos en este contexto, construyendo un archivo de historia oral, transfi riendo conocimientos, organizando talleres de memoria, colaborando con la iniciativa de las Madres de Gugulethu y otras actividades del Centro que eran parte de las estrategias de reintegración y desinvisibilización social de excombatientes del Congreso Nacional Africano.

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escritura polifónica radical, en un idioma que no considero el “mío”, prefi ero

asumir la responsabilidad de mi propio monologismo5.

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Los académicos cuyo trabajo ha estado profundamente rela-

cionado con formaciones sociales específi cas con su cotidiani-

dad, parecen olvidar aquel momento seminal durante el trabajo

de campo, cuando una sensación de incertidumbre y ansiedad

inherente al encuentro etnográfi co engendró un puñado de tí-

midas pero fértiles refl exiones sobre la naturaleza del trabajo

del antropólogo. En la medida en que las contingencias de los

encuentros superfi ciales se transforman en familiaridad con las

tribulaciones de la gente en ese universo social específi co, el paso

del tiempo tristemente parece desencadenar un proceso impla-

cable y desconcertante de desaparición: de los recuerdos cuando

el antropólogo, en su inmensa precariedad, se siente aún como

extraño, y experimenta el mundo como una sorpresa. Rara vez

tenemos acceso a este universo de la creatividad humana (Cas-

tillejo, : ).

¿Qué clase de dilemas éticos le plantea la investigación sobre la memo-

ria “colectiva” en Sudáfrica al estudioso del confl icto y la violencia? ¿Cómo di-

chos dilemas transforman la naturaleza del trabajo antropológico? En el con-

texto específi co de los “grupos de apoyo a víctimas del apartheid” en Ciudad del

Cabo, uno de los aspectos más complejos es el relacionado con las interaccio nes

entre los “expertos en trauma” y las “víctimas” de la violencia. La violencia del

silenciamiento —a la cual los sobrevivientes en Sudáfrica son particularmente

sensibles— puede ser reinscrita a través del proceso investigativo mismo y la

intervención de estos expertos. Dependiendo del contexto, ciertas prácticas in-

vestigativas causan daños a las comunidades donde son usadas. En Sudáfri ca,

por ejemplo, este perjuicio se cristaliza en la naturaleza ambivalente y las ten-

siones que hay entre la voz y el silencio, y entre el reconocimiento histórico y

la invisibilidad. Las formas en que estas tensiones no son solamente articula -

das sino también resueltas están determinadas por el contexto histórico y so-

cial en el que surgen. Ciertas técnicas, cuando son aplicadas sin sentido críti-

co y sin sensibilidad, pueden amplifi car estas tensiones. Uno de los defectos de

esta amplifi cación, la cual determina los límites y las posibilidades de cual quier

investigación sobre la memoria, es una reacción contra la intervención de estos

“expertos”. En esta sección quiero explorar estos temas, ya que se presentan

5. Este texto fue escrito originalmente en inglés.

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como una oportunidad para mirar más críticamente la manera en que son vi-

tales para entender los límites de la disciplina antropológica como tal.

Las últimas dos décadas en Sudáfrica no sólo han sido años de confronta-

ción, desafío y represión, sino también de transformación política y social. La

his toria compleja y fascinante del país ha atraído en gran medida la atención

de académicos, activistas y fi guras políticas en la actualidad. Este hecho más

bien simple y aparentemente inofensivo determina hoy, al menos hasta cierto

punto, la viabilidad de cualquier investigación sobre el legado del apartheid: el

acceso a las redes de personas y lugares, a los “grupos de apoyo a las víctimas”, y

a las organizaciones políticas y religiosas, se ha vuelto extremadamente difícil,

puesto que la imagen de los académicos en general se ha deteriorado y su uti-

lidad social ha sido puesta en tela de juicio, tanto en el ámbito popular como en

el ámbito de organizaciones no gubernamentales. Una afl uencia masiva de in-

vestigadores extranjeros, estudiantes de doctorado y legiones de estudiantes de

pregrado, en su mayoría de Estados Unidos pero también de Europa occidental,

ha llegado a estas organizaciones en la última década buscando “aprender” algo

de la “experiencia” traumática de otros, creando con esto el efecto opuesto: la

reinscripción de la violencia a través del mismo proceso investigativo6.

Durante los últimos años, Sudáfrica ha estado a la vanguardia de mu-

chos debates académicos y políticos alrededor del mundo, es decir, en tanto

tema de discusión. Durante los años y , por ejemplo, la lucha contra

el apartheid claramente concentró mucha energía, estimulando la producción

masiva de escritos sobre los efectos políticos, económicos y sociales que las

políticas del último régimen racial ha tenido en la vida de millones de personas.

A este respecto, en un comienzo, los escritos críticos en las ciencias sociales y

las humanidades sudafricanas, como la antropología, buscaron responder a los

retos impuestos por la “lucha de liberación” a la luz de los enfoques y teorías

que prevalecieron durante los años de la Guerra Fría. Estos aspectos locales de

la vida en Sudáfrica trascendieron más allá de las fronteras del país (Gordon y

Spiegel, ).

6. Una aclaración parece ser necesaria en este punto. Lo que deseo mantener en esta sección es la necesidad de meditar seriamente sobre las relaciones entre los “académicos” y los “activistas”. La naturaleza jerárquica de esta dicotomía acompañada de una serie de metodologías se refi ere a una distribución social y unidireccional de la circulación de lo que se ha venido a denominar “conocimiento”. Es la reinscripción de esta jerarquía y la reconstrucción de la historia personal del superviviente (usualmente llamada “datos” o “información”), con el propósito de construir “conocimiento” lo que requiere una crítica.

Expertos, testimonios

y la economía de la extracción

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Internacionalmente, lejos de las contingencias de la vida cotidiana, la cen-

tralidad de la “lucha de liberación” se desarrolló alrededor no sólo de la conde-

na moral del apartheid durante el período posterior a la Segunda Guerra Mun-

dial, sino también alrededor de la fi gura estoica y popular de Nelson Mandela,

la campaña por su liberación, las presiones internacionales, las campañas que

buscaban sacar los capitales extranjeros del país, las sanciones económicas, el

movimiento activista mundial, el premio Nobel de la Paz en del arzobispo

Desmond Tutu, la declaración del apartheid como “un crimen de lesa humani-

dad” y los medios televisivos independientes que mostraron la intensidad de la

represión y de la violencia en los hogares en Europa y Estados Unidos. El país

estuvo durante mucho tiempo en el centro del huracán: una minoría racista

aferrada al poder a expensas de la empobrecida mayoría.

Pero la prominencia de Sudáfrica no se detuvo después que F. W. de Klerk

sucedió a P. W. Botha como presidente de Estado y, en , liberó a Mandela

de la prisión. Entonces vinieron el “acuerdo negociado”, el premio Nobel de

Paz de Nadine Gordimer, el premio Nobel de Paz compartido entre Mandela

y De Klerk, el “período de transición”, las primeras elecciones presidenciales

de Sudáfrica en , la euforia de la impresionante ceremonia de juramento de

Mandela como el primer presidente “democráticamente elegido” de Sudáfrica

y la cristalización fi nal de una nueva entidad política tras décadas de lucha

(O’Meara, ). Así mismo, desde mediados hasta fi nales de los años noventa,

la Ley de Promoción de la Unidad y Reconciliación Nacional (Acta de )

fue fi rmada por el presidente, dando origen a la conocida Comisión de la Ver-

dad y la Reconciliación Sudafricana (trc), la institución encargada de descubrir

y revelar las “violaciones de los derechos humanos” de años de apartheid

(Meredith y Rosenberg, ). Inesperadamente, la unidad, el perdón y la re-

conciliación fueron las consignas que rigieron durante esos años.

Todos estos elementos ayudaron a crear y consolidar la imagen popular,

para usar la metáfora de Nadine Gordimer, de “una Sudáfrica que surgía mi-

lagrosamente [de la era del colonialismo]” (Gordimer, : ). Una sociedad

“excepcional” en búsqueda de la paz y la reconciliación, dispuesta a sacrifi carse

aún más en procura de la libertad y la justicia. Esta fascinante epopeya, este

“Largo Caminar hacia la Libertad” —para usar el título de la autobiografía de

Mandela—, atrajo a académicos de una diversidad de campos, disciplinas y opi-

niones políticas.

Sudáfrica fue convertido entonces en “estudio de caso” de una gran di-

versidad de “áreas”: “estudios de trauma”, “confl ictos etnopolíticos”, “justicia

transicional” y comisiones de la verdad, estudios de la paz y confl icto, estu-

dios de resolución de confl ictos, transiciones políticas y gobierno democrático,

estudios de desarrollo, etc. Sudáfrica fue catapultada de nuevo al centro del

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escenario, esta vez por obtener lo que aparentemente parecía imposible (Ben-

nett y Kennedy, ; Sparks, ; Spitz y Chaskalson, ; Hayner, ).

Como estudio de caso, por ejemplo, el país ha sido catalogado por académi-

cos asociados a los circuitos internacionales de teorización sobre la “justicia

transicional”, como un ejemplo de transición “exitosa” y “pacífi ca” al “gobierno

democrático”7. En la página electrónica ofi cial del Instituto para la Justicia y

Reconciliación, surgido de la unidad investigativa de la Comisión de la Verdad,

por ejemplo, se lee la siguiente declaración programática:

El proceso de reconciliación de Sudáfrica representa un ejemplo de justi-

cia transicional y reconciliación8.

En otras palabras, la experiencia de Sudáfrica, colectiva e individualmente,

ha sido una fuente para la producción de un conocimiento especializado acerca

de las “sociedades profundamente divididas” que buscan la reconciliación. En

este sentido, ha habido una gran cantidad de escritos sobre las “lecciones” que

proceden de la experiencia colectiva del cambio político del país, los mecanis-

mos concretos y las metodologías usadas durante el proceso de negociación, las

formas en las cuales fueron manejadas, resueltas o dispersadas las tensiones de

poder dentro del proceso, la naturaleza específi ca del acuerdo alcanzado, etc.,

o lo que a menudo se conoce como “la experiencia sudafricana” de transición

(Spitz and Chaskalson, )9. Al cambiar la expresión “experiencia sudafrica-

na” a una escala menor, de lo colectivo a lo individual, la pregunta que surge se

relaciona con el problema de la experiencia (de la persona) como una “fuente de

conocimiento”. Si se aprende de la experiencia colectiva la transición política

de Sudáfrica, entonces ¿no se podría aprender algo de los individuos?

Sin embargo, lo que me planteo críticamente es: ¿Cómo, a un nivel micro,

el problema de la experiencia como fuente de conocimiento afecta a las organi-

7. La Red de Justicia Transicional incluye el Centro Internacional para la Justicia Transicional (ictj), dirigido por el antiguo comisionado de la Comisión Sudafricana de la Verdad (trc), Alex Boraine); el Instituto para la Justicia y Reconciliación (dirigido por Charles Villa-Vicencio, antiguo director de la unidad investigativa de la trc); el Proyecto de Comisiones de la Verdad, el Centro para el Estudio de la Violencia y la Reconciliación, el Tribunal Criminal Internacional (Yugoslavia y Ruanda), el Instituto Internacional para la Democracia y la Asistencia Elec-toral, Globalitaria, y otros. Instituciones específi cas, dentro de esta red, también publican revistas especializadas, boletines, informes, fragmentos periodísticos, ofrecen sus servicios como asesores académicos, desarrollan programas de intercambio estudiantil (como el Programa de Asociación para la Justicia Transicional de África/Sureste Asiático), fomentan programas de educación (entrenamiento general dentro de la teoría y la práctica de la justicia transicional) y otras formas de diseminación de discursos, conceptos, teorías y tecnologías relaciona-das con “el campo de la justicia transicional” (página electrónica ictj).

8. Ver la página electrónica www.ijr.otg.za/monitors9. Como consultor de la Comisión de la Verdad Peruana en 2002, a nombre del Ministerio Danés de Asuntos Ex-

teriores, tuve la oportunidad de discutir la centralidad de la “experiencia de Sudáfrica” como un punto nodal, un referente, como un lugar en el mapa global de las “sociedades en transición”, con el director ejecutivo y el personal de la ofi cina principal de la Comisión en Lima (Castillejo, 2003).

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zaciones de sobrevivientes en Sudáfrica? Para entender este problema, quisiera

explorar el testimonio (una forma particular de reproducir la experiencia perso-

nal), con el fi n de investigar las complejidades involucradas en la investigación

sobre la violencia. Paralelo al desarrollo de esta idea, es preciso mantener como

antecedentes del argumento la preponderancia y la centralidad de Sudáfrica,

por razones académicas o políticas, como un “lugar”, como referente constante

en el mapa global de las “sociedades en transición”. Precisamente en función de

estos antecedentes, las críticas al trabajo académico adquieren una dimensión

política que, en algunos casos, se equipara con la crisis de su legitimidad. La

realización de una investigación etnográfi ca en este tipo de contexto, imbuida

de esta crisis, es de verdad un reto.

***

La palabra “apartheid” evoca encubrimiento, y por supuesto, silenciamiento. El

apartheid fue, en esencia, un régimen de silenciamiento. Creó toda una varie-

dad de mecanismos para asegurarlo: el asesinato literal y las desapariciones de

cuerpos, el universo del confi namiento solitario, la prohibición de las reunio-

nes públicas, la prohibición de palabras e imágenes (habladas y escritas, indivi-

dual o colectivamente producidas), la vigilancia permanente de activistas que

destruían sus diarios personales para no dejar “evidencia” que los incrimina-

ra, las operaciones secretas de inteligencia militar, la creación de desconfi anza

dentro de las redes de activistas y soldados y la destrucción masiva de los do-

cumentos en por parte del gobierno racista hacen parte de este aparato. El

régimen del apartheid creó distorsión, manipuló los hechos y “borró” eventos

(diseñando irónicamente una red de no-sitios y no-tiempos), difundió informa-

ción errónea, fracturó la comunicación entre amantes y compañeros, y generó

aislamiento, fragmentación y silencio. Los anales de la Comisión de la Verdad

están repletos de testimonios y ejemplos dramáticos. El terror fue, ciertamente,

la herramienta de silenciamiento más contundente.

Durante el período posterior a ha habido diferentes intentos de rom-

per con este silencio (Gready, )10. Han sido articulados de muchas formas,

desde la más general hasta la más específi ca. Por ejemplo, instituir una Comi-

sión de la Verdad, con el fi n de “establecer un registro correcto” de la historia

de Sudáfrica en las últimas décadas. En este contexto, como lo expresó el arzo-

bispo Desmond Tutu, “el propósito primario [de las audiencias de las víctimas

de la Comisión] era darle a la gente que había sido silenciada durante tanto

10. Durante décadas anteriores, otras formas de romper este silencio fueron realizadas a través de la producción de “escritos autobiográfi cos en prisión”. Por ejemplo, Breyten Breytenbach (1984); Michael Dingake (1987); Moses Dlamini (1984); Emma Mashinini (1989), Madikizela-Mandela (1985).

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tiempo la oportunidad de contar su historia en un escenario favorable” (trc

Reporte Final, Vol. ). En este contexto, el rompimiento del ciclo del silencio ha

tomado la forma, por ejemplo, de madres que exigen a los asesinos de sus hijos

los huesos para sepultarlos, para sacarlos del silencio y el olvido al que fueron

sometidos con su desaparición. La ruptura de este ciclo también ha tomado

la forma de lugares para el recuerdo, como las piedras conmemorativas (Gu-

gulethu Seven, Caballo de Troya), los monumentos (Hector Peterson, Tokoza,

Katlehong, Tembisa, y los monumentos Vaal, entre otros), y los museos (Museo

Apartheid), con el fi n de inscribir el pasado en el presente, para que genera-

ciones venideras puedan escucharlo y reconocerlo (Coombes, ; Kgalema,

).

La fractura de ese silencio también se ha dado en el desarrollo de escena-

rios institucionalizados alrededor de los “grupos de ayuda a las víctimas”, en los

cuales los sobrevivientes y algunas veces gente “de diferentes orígenes socia-

les”, a través de diversas metodologías, reinsertan sus experiencias dentro del

proceso histórico como agentes sociales, “contando sus historias”, con el fi n de

“curar” para sí mismos las heridas de un pasado traumático. Tal es el caso del

Institute for Healing Memories (Instituto para la Curación de las Memorias),

de las enseñanzas peripatéticas del Direct Action Center for Peace and Me-

mory (Centro de Acción Directa para la Paz y la Memoria), las intervenciones

psicodinámicas del Khulumani Support Group (Grupo de Apoyo Khulumani)

—“Khulumani” es una palabra zulu que signifi ca “hablar en voz alta”—, todas

ellas en Ciudad del Cabo, y el Wilderness Th erapy Project (Proyecto de Tera-

pia en el Bosque) del Centro de Recursos Katlehong en la provincia de Gau-

teng, entre otros (Kayser, ; Schell-Faucon, ; Neuman, ). En estos

contextos, “hablar”, localizándose uno mismo como actor dentro del proceso

histórico, es parte de la reintegración y del proceso curativo. La curación y la

voz son conceptos fundamentales para entender la Sudáfrica de hoy, son ho-

rizontes de sentido en torno a los cuales gira el proceso de reconstrucción en

muchas organizaciones de base11.

El rompimiento de este silencio endémico también ha tomado otras for-

mas más abstractas, como la presencia de una Constitución, que asegura el

11. Hay contextos en los cuales la ruptura del silencio se relaciona con los problemas de la memoria, la voz, y la curación. El debate alrededor del sitio Prestwich Street en Ciudad del Cabo, para mencionar sólo un caso, es un ejemplo interesante y elocuente. Este sitio, que es un cementerio de esclavos e indigentes sepultados antes de 1818, fue hallado durante la construcción de un edifi cio en junio de 2003. Un grupo de ciudadanos llamado “Hands Off Prestwich Street Committee” exigió que los “huesos de los muertos no fueran excavados”. Los huesos fueron “removidos” por los arqueólogos y van a ser enterrados en un parque conmemorativo en Sea Point. Aquí se puede hallar la prerrogativa del llamado “desarrollo” en oposición a la necesidad de la conme-moración. Ciertamente, en el sitio había más que sólo huesos, o “restos humanos”, en el lenguaje aséptico de los arqueólogos: ellos eran los ancestros de muchos sudafricanos. En un momento dado, durante el proceso de consulta entre la Agencia de Recursos de Patrimonio Sudafricano (Sahra) y el Comité, los huesos también

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derecho a hablar, de expresar una opinión, haciendo inevitable que los ciuda-

danos “tengan voz y voto” en su futuro, y que obliga al gobierno (teóricamente)

a consultarles en asuntos pertinentes en sus vidas: la democracia y el derecho al

voto son análogos a la adquisición de la voz. Uno de los lemas de la propagan-

da televisiva electoral de Th abo Mbeki durante la campaña presidencial que

invitaba a su distrito electoral a votar por el Congreso Nacional Africano (el

partido de Mandela) —diez años después de las primeras elecciones democrá-

ticas—, fue: “Deja que tu voz sea escuchada”.

Finalmente, desde ha habido también un incremento dramático en

la publicación de autobiografías políticas —un género consolidado en Sudáfri-

ca— en las cuales los personajes centrales del proceso político sudafricano du-

rante las últimas décadas “han narrado sus propias historias” acerca de su vida.

Entre los autores de dichas biografías encontramos a Nelson Mandela (),

Desmond Tutu () y F. W. de Klerk ()12.

Hablar a través de estos testimonios, en donde se establece una relación

entre la experiencia vivida y su articulación, es una manera de contrarrestar el

olvido del apartheid y de la opresión. Se podría afi rmar que el problema de la

voz y la experiencia, durante la última década, ha tenido una gran centralidad,

dada la gran cantidad de contextos donde se concibe como curación, como

catarsis, como una purga del pasado. Sin embargo, la elaboración de la expe-

riencia de la violencia a través del trabajo del escrito retrospectivo, al igual que

el reconocimiento público del escritor al narrar su propia historia —al entrar

en los circuitos de publicación—, están restringidos a una pequeña porción

de sudafricanos. Es decir, mediante la narración escrita sólo unos pocos han

tenido la posibilidad de hacer su contribución a la lucha de liberación (no sin

complejidades y contradicciones, desde luego) más explícita para una audiencia

más amplia. En muchos casos, ni siquiera aquellos que tuvieron un papel cen-

tral durante los años de resistencia han logrado burlar el silencio endémico al

que han sido reducidos13.

Para muchos de ellos, el reconocimiento es, irónicamente, una abstrac-

ción que ronda evasivamente durante los discursos políticos el Día de los De-

fueron recuperados del silencio histórico. Con el permiso de Sahra, un médium habló con el ancestro sepultado allí: “Algunas de sus voces estaban pidiendo ser oídas (...) Muchos fueron enterrados sin dignidad (...) Esta gente no es infeliz por haber sido descubiertos, pues es una oportunidad para ser reconocidos. Tenía que haber honor y dignidad (...) Los espíritus están pidiendo a gritos que los dejen descansar, y cuando puedan contar su historia esto sucederá”. (Staff Reporter, 2003a, 2003b; McGreal, 2002).

12. Véanse también los textos autobiográfi cos de Sachs (2004), Slovo, (1997), Letlapa (2003), Kathrada (2004), Kasrils (1998), Jaffer (2003), Durbach (1999), De Kock (1998), y Schneider (2000), entre varios otros.

13. Ha habido una serie de razones para esta situación: una falta histórica de educación que se refl eja en la falta de rutinas y hábitos de estudio, habilidad para escribir y de destrezas administrativas y organizacionales durante el proceso de escritura, que les permitiría a los sobrevivientes expresar sus opiniones del pasado en formas parti-

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rechos Humanos, cuando “camaradas” cercanos bailan a la manera de los años

de lucha (toyi-toyi) y se congregan en torno a “canciones de libertad” y un pu-

ñado de recuerdos en medio de la pobreza de una localidad segregada14. Ante

la imposibilidad de escribir, y ante la inevitable tangencialidad de su existencia,

hablar sobre su experiencia es lo que, en algunos casos, es posible hacer a través

de grupos de apoyo. En este sentido, en tanto espacios de comunicación, ellos

se encuentran en un momento particular en el cual la centralidad internacional

del proceso político del país ha convergido, primero, con una atmósfera que ha

estimulado “el hablar” abiertamente sobre las experiencias traumáticas. Segun-

do, con la necesidad de reconocer las formas de agenciamiento histórico, que

aunque casi invisibles, hicieron parte del proceso de liberación. Y, fi nalmente,

con la importancia del “construir el conocimiento” sobre el problema del trau-

ma a partir de las experiencias colectivas e individuales en el país. Durante los

años posteriores a , y hasta hace relativamente poco, la consigna colectiva

era, por lo menos para aquellos que habían sido objeto de represión, “hablar”

para “liberar” el pasado y reconciliar al individuo con el presente.

Con el tiempo, esta catarsis colectiva ha tenido dos consecuencias hasta

cierto punto inesperadas: por una parte, se ha dado el desarrollo de una indus-

tria de la extracción, y por otro lado, un fenómeno que llamaré la ironía del

reconocimiento, una expresión del profundo escepticismo acerca de los acadé-

micos en general y una marcada reticencia a hablar del pasado15. La industria

de la extracción está asociada con un grupo de intermediarios cuyo trabajo

principal es la recolección de testimonios de eventos traumáticos, con el fi n

de entender el fenómeno de la violencia y las consecuencias que ésta tiene so-

bre individuos y comunidades. Entre ellas, encontramos, en primer lugar, una

amplia variedad de expertos en trauma, psicólogos de diferentes persuasiones

teóricas (desde expertos en el “síndrome de estrés post-traumático” hasta los

culares. El abandono del estudio formal por parte de muchos muchachos durante la década de los ochenta, bajo el lema “Liberación antes que educación” cumplió un papel importante en este proceso. En segundo lugar, en algunas instancias, yo también incluiría el escepticismo acerca de la palabra escrita como un reservorio de historia y como el canal adecuado para su transmisión. Por último, la razón más importante para esta situación es otra clase de vacío histórico: la difi cultad por parte de los mismos sobrevivientes de verse a sí mismos como actores históricos. Algunas veces, a la luz de la gran narración histórica, sus esfuerzos son percibidos como pequeños y condenados a ser perpetuamente invisibles.

14. Para las 22.000 “víctimas ofi ciales de violaciones de derechos humanos”, este reconocimiento ha tomado la forma de reparaciones materiales y simbólicas, según lo propuesto al presidente en el Informe Final de la Comisión. Sin embargo, con una defi nición tan estrecha de “víctima”, “la Comisión creó una verdad disminuida que dejó a la vasta mayoría de las víctimas del apartheid fuera de su versión de la historia” (Mamdani, 2000: 61).

15. La mayor parte de la información que usaré para indicar con precisión estos problemas proviene de mi trabajo personal y profesional con Organizaciones No Gubernamentales (ong), activistas de paz y académicos en Ciudad del Cabo. Encontré, igualmente, una fuerte resonancia de estos aspectos en el contexto de Colombia, aunque con una intensidad diferente, a través de conversaciones informales. Una gran parte de mis ideas sobre los problemas de la ironía de la voz en Sudáfrica se la debo a Yazir Henri y Heidi Grunebaum.

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psicoanalistas), antropólogos, politólogos, sociólogos y trabajadores sociales.

En segundo lugar, tenemos un puñado de diseminadores de las experiencias

traumáticas, como los periodistas y otro tipo de comentaristas. El primer gru-

po está más preocupado por lo que denominan “la producción del saber”, según

sus intereses teóricos, sobre las diferentes dimensiones del “trauma”. El segun-

do grupo está más interesado en realizar un archivo público de tal manera que

el pasado no se repita. Estos intermediarios son responsables de reproducir y,

en cierta medida, reciclar las experiencias personales del pasado traumático de

un individuo para la sociedad en general, a través de diferentes productos como

los ensayos académicos, los comentarios en los periódicos y documentales.

El experto en “extracción” de testimonios de alguna manera llena el vacío

dejado por la falta de reconocimiento que muchos excombatientes y sobrevi-

vientes sienten. Al fi n de cuentas, no todos escriben ni lograron encontrar un

espacio empático para hablar de su pasado. Según Mandla, un antiguo comba-

tiente del Congreso Nacional Africano que entrevisté en el , el acto ori-

ginal de hablar (con un psicólogo norteamericano en este caso), de “contarle

mi historia”, teóricamente sería ese “momento de reconocimiento”, un reco-

nocimiento que trascendería la intimidad de su existencia16. Sería como una

extensión del espacio que hasta cierto punto la Comisión de la Verdad ejem-

plifi có. Las expectativas de Mandla hacen referencia al hecho de que la gente

que estuvo involucrada en la lucha contra el apartheid, incluso indirectamente,

también aspiran a ser reconocidas por su compromiso y sacrifi cio personal. Es-

pecialmente hoy día, ya que ese “reconocimiento” se ha convertido en una he-

rramienta no sólo de respeto social sino incluso de acceso a circuitos políticos.

En la vida política y social de Sudáfrica las “credenciales” como combatiente

determinan las posibilidades de la persona en el ámbito de la carrera política. A

nivel puramente existencial, este reconocimiento es visto como una forma de

pagar respeto y recordar la vida de los que hoy ya no están. El encuentro con el

experto, en teoría, se tenía que convertir en ese acto de empatía social.

Sin embargo, esta necesidad del “reconocimiento” es limitada, a la vez,

por la necesidad existencial del silencio17. No sólo el silencio constituido por la

idea del lenguaje como fracaso, como se ha mencionado, sino también por un

registro diferente del silencio que es inducido por la intervención de los ex-

pertos mediante una serie de prácticas investigativas. Por ejemplo, pedirle a

los sobrevivientes de torturas que relaten sus experiencias en el universo del

16. El nombre ha sido cambiado. Todas las referencias a Mandla y otros combatientes durante el curso de esta sección provienen de entrevistas grabadas que realicé en Ciudad del Cabo entre mayo de 2002 y diciembre de 2003.

17. “El silencio” también es mencionado por los sobrevivientes como el fracaso del lenguaje para “describir” o “trans-mitir” la intensidad del sufrimiento humano y las atrocidades del pasado en su “magnitud real”.

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confi namiento solitario, en aras de comprender los efectos que la violencia deja

en el sujeto, sin que tal revelación sea parte fundamental de una estrategia a

largo plazo para tratar no sólo el trauma, sino igualmente su reverbalización

voluntaria, es un ejercicio que plantea muchos problemas. Muchos investiga-

dores, en la realización de sus trabajos, no han sido sensibles a las implicaciones

personales, en las vidas de las personas con las que trabajan, de las metodolo-

gías que usan.

La falta de compromiso de largo plazo con las comunidades con las que

los académicos trabajan es el ejemplo más prominente de las prácticas inves-

tigativas que perpetúan el silencio histórico y las formas particulares de vio-

lencia. En mi opinión, podría haber diferentes razones para esta falta de com-

promiso de largo plazo. La limitada fi nanciación para efectuar investigaciones

es una de ellas. Una permanencia más prolongada en Sudáfrica requiere que el

candidato compita aún más por las subvenciones investigativas. Las estadías

más prolongadas necesariamente implican, si se está trabajando entre comuni-

dades de sobrevivientes, compromisos y retos adicionales. Por ejemplo, dada la

obsesión de los periódicos de Sudáfrica con las estadísticas del crimen y la na-

turaleza metastásica de la violencia en las localidades segregadas, mucha pre-

sión es puesta en el investigador, quien, procedente de zonas confortables de

su vida académica, no sólo tiene que “tratar”, aunque superfi cialmente, con las

difíciles condiciones de vida de muchas personas en estas áreas, sino también

superar una serie de temores imaginarios que surgen como consecuencia de la

circulación de historias que conectan el terror, el crimen y la raza. No se puede

subestimar el problema del crimen en Sudáfrica, particularmente teniendo en

cuenta la enorme tasa de desempleo. Sin embargo, las conexiones que se asume

hay entre el color de la piel y la criminalidad hace que éste sea un tema sus-

ceptible para la amplifi cación de los temores y prejuicios, y en este sentido, los

académicos no están completamente protegidos.

Otro reto proviene de su necesidad metodológica. Ciertas agendas de in-

vestigación no requieren períodos largos de trabajo de campo. La implementa-

ción de ciertos protocolos, como los cuestionarios, las entrevistas y las pruebas

de escogencia múltiple (muchos de ellos realizados en la seguridad aséptica de

las instituciones patrocinadoras), constituye la inmensa mayoría de estas inter-

venciones reportadas por los sobrevivientes. No es mi propósito juzgar ingenua-

mente las diferentes agendas de investigación sobre la base y las limitaciones

de sus metodologías. Las metodologías en general pueden iluminar así como

oscurecer. Sin embargo, es a través de ellas como se establece una relación par-

ticular entre los “investigadores” y los “sobrevivientes”. Los compromisos de

corto plazo tienden a cristalizar esta dicotomía y a reinscribir ciertas dinámi-

cas de poder dentro del proceso de investigación. Las metodologías, como ta-

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les, tienen una dimensión política que cambia de acuerdo con el contexto de su

implementación. Los sobrevivientes hablan ampliamente sobre este problema

de las intervenciones de los académicos. Por ejemplo, Michael Lapsley, un re-

conocido activista antiapartheid y director del Institute for Healing Memories,

ante mi interés de trabajar en Sudáfrica responde escuetamente: “Visítenos,

pero permanezca con nosotros más tiempo. Los académicos quieren quedarse

sólo unas pocas semanas y con eso escribir sus libros.”

Los compromisos de corto plazo parecen eludir asimismo, de manera

problemática, el problema de la confi anza. El encuentro, por lo general, no

trasciende las paredes del espacio de la entrevista, y además de la explícita

“cláusula del anonimato” que protege la identidad del entrevistado (de la irres-

ponsabilidad del académico), “la construcción de la confi anza” es, en los casos

mencionados por los sobrevivientes, un eufemismo. La confi anza se basa en el

conocimiento y el reconocimiento mutuos. No es un procedimiento mecánico

como con frecuencia se asume. La confi anza es el producto de un encuentro

sostenido, de la negociación de un espacio íntimo, intersubjetivo e incluso po-

lítico. El encuentro para la entrevista, por otra parte, es autoritario y vertical

en su estructura jerárquica y su dinámica interna: aunque el entrevistado esté

narrando su “historia”, el encuentro es llevado a cabo en un ambiente contro-

lado donde las jerarquías están bien establecidas —y muchas veces reforzadas

por el intercambio de entrevistas por dinero— a través de procedimientos que

vuelven a recrear ciertos patrones de dominación18. Para la producción de co-

nocimiento, esta estandarización podría ser necesaria, si se desea hacer una ge-

neralización empírica. Sin embargo, esta estandarización tiene una naturaleza

política que, como investigadores, hay que tener presente. Aunque en algunos

contextos estas refl exiones parezcan una obviedad, en el contexto de Sudáfrica

no son vistas necesariamente así.

El problema no es tanto la aplicación de estas herramientas. Eso cierta-

mente depende del contexto y las necesidades teóricas particulares de cada

investigación. El problema es que, una vez el proceso de la entrevista o la “fase

de recolección de datos” concluye, los sobrevivientes pierden el control sobre el

destino de sus palabras. La inmediatez del alivio “catártico” de lo expresado es

borrada de la curación por la desaparición de su historia dentro de un espacio

18. En una ocasión estuve tratando de desarrollar la noción de “itinerarios de sentido” con el fi n de “visualizar” las formas en que las historias personales interactúan con los procesos macro-históricos en el espacio social. La idea fue reconectar la experiencia personal de un individuo con los procesos macro-históricos. Para tal fi n, estuve usando los talleres de memoria y las historias de vidas como técnicas de recolección de información. Durante la primera sesión grabada, tras clarifi car la naturaleza conversacional de nuestro encuentro, mi in-terlocutor, Mr. Nyatsumba, se sentó en silencio, y luego dijo: “Usted hace las preguntas, yo las contesto. Esto fue lo que hicimos antes”, agregó, concluyendo: “Esto parece ser muy diferente de lo que yo experimenté anteriormente”.

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de propiedad ambigua. En la mayoría de los casos que encontré, muy pocos

sobrevivientes tenían idea de lo que había sucedido con las palabras expresadas

por ellos. Y, como Yazir Henri nos lo ha recordado tan elocuentemente con

respecto a su propia aparición durante la trc, los testimonios —una vez con-

cebidos como parte de la “esfera pública” y abiertos a la circulación— pueden

ser “apropiados, interpretados, recontados y vendidos” (Henri, : ). De

alguna manera, a través del encuentro con el intermediario, la experiencia de

la violencia, lo que los sobrevivientes llaman “mi historia”, se disuelve dentro

de los textos. La violencia del silenciamiento es reinstalada a través de estas

prácticas investigativas.

En efecto, los sobrevivientes cuyos testimonios han sido “recuperados”

del “olvido” ven en este trabajo de corto plazo, casi mecánico y sustractivo,

otra forma de apropiación, en la cual las experiencias personales se vuelven

“artículos de consumo” cuya “propiedad” parece ser ambivalente. Cuando la di-

cotomía intelectual entre “los académicos” y “los activistas, los sobrevivientes y

las víctimas” es trasplantada o inscrita en el encuentro investigativo, los inves-

tigadores e intermediarios, al aplicar las metodologías “no colaborativas”, des-

plazan el “sitio” de la voz de la persona que la emite al texto académico (creando

un sentido diferente de autoridad), redefi niendo —incluso inconscientemen-

te— la localización de la “propiedad” de la narración y la experiencia. Y éste es

un problema complejo, puesto que hay extensos debates entre los habitantes

de las localidades segregadas, los familiares de los activistas asesinados y las

organizaciones políticas en cuanto al establecimiento de la propiedad exacta

y el acceso a estas memorias. No todo el mundo tiene acceso a ellas. Esta es la

razón por la cual académicos y estudiantes interesados en estudiar la violencia

y la memoria en estas localidades han sido rechazados permanentemente por

organizaciones de base.

Por último, si el inglés es el idioma de intercambio, que en alguna forma

aún es el idioma del “colonizador”, esto difi culta la habilidad (para los hablantes

de xhosa o zulu) de expresar aspectos más sutiles y complejos de su experien-

cia. Este tipo de intercambio lingüístico, tal vez en forma inconsciente, vuelve

a reinscribir la naturaleza jerárquica del encuentro, ya que los sobrevivientes,

al fi nal de una agotadora “reconstrucción” del pasado a través de la palabra, la

experimentan como otra forma de extracción (de “información”, “datos” o “tes-

timonios”). Una extracción que muchas veces es comparada con otras: la histo-

ria del continente durante los últimos siglos —y aun hoy día— es la historia de

la extracción de cuerpos humanos, animales, recursos estratégicos y minerales

(como caucho, petróleo, diamantes y coltan), a través del colonialismo, las gue-

rras civiles y los genocidios en sitios como la República Democrática del Congo,

Angola, Sierra Leona, Sudán, etc. África no es sólo la “cuna de la humanidad”,

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3 2

también es un depositario de “materias primas” (Lind y Sturman, ; White,

). En este sentido, los testimonios tampoco han escapado de este destino.

El “testimonio” de la persona se transforma en una “historia”, la fuen-

te de prestigio del académico en un circuito transnacional de recompensas.

En un continente caracterizado por siglos de explotación rampante, colonial y

postcolonial, y en el contexto de las actuales penurias fi nancieras debidas a la

opresión histórica, donde unas pocas monedas constituyen la diferencia entre

la vida y la muerte, los “testimonios” son percibidos como otra forma sutil de

la riqueza expropiada. A este respecto, el asunto aquí no sólo tiene que ver con

el prestigio académico, la unidireccionalidad de la circulación de las ideas y el

capital simbólico asociado al trabajo con sobrevivientes de la violencia “en me-

dio de tanta hambruna”, como Mandla una vez lo afi rmó, sino también con el

hecho de que una vez el proceso investigativo ha “concluido”, no hay una repa-

ración fi nal, no hay mejoramiento de ninguna clase, ni material, ni existencial,

ni emocional: los efectos positivos de una catarsis momentánea desaparecen

cuando “regresamos a nuestros cambuches”: lo que queda es dislocación, frag-

mentación y desesperación profundas. Y esto se siente, irónicamente, como

otra forma de olvido. Cuando llega el momento y la necesidad de recolectar los

pedazos del individuo, muy probablemente el investigador ya se habrá ido.

Este patrón crea una profunda ironía y una tragedia: la de querer hablar

para sanar y al mismo tiempo evitarlo, la de querer ser reconocido mantenién-

dose en la invisibilidad. Cuando lo que he llamado el “circuito del silencio” es

roto en el contexto de esta economía de la extracción, cuando la palabra apa-

rentemente se convierte en un instrumento de reconocimiento y el académico

su conducto, el testimonio es, al fi nal de cuentas, “recolonizado”. En esta forma,

el “reconocimiento” se convierte en una realidad vaga, una serie de dispositivos

inventados por el experto para legitimarse, en la cual las voces de los sobre-

vivientes —a menudo fuera de contexto— llenan los “vacíos” dejados en sus

textos. Los testimonios son usados en la medida en que ellos han adquirido el

valor del cambio basado en su capacidad de circulación19.

Si uno como académico no quiere reinstalar esta violencia, tiene que ne-

gociar este espacio de intercambio, hallar vías alternas para disolver —al me-

nos idealmente— los patrones creados por otros que nos antecedieron. Y esto,

ciertamente, no sólo precisa un compromiso más profundo y prolongado, sino

una autorrefl exión y, por supuesto, una sensibilidad diferente, en otras pala-

19. Paradójicamente, las recientes biografías políticas pueden simultáneamente ser una herramienta para el reco-nocimiento, así como un producto que circula con menor o mayor éxito a través de la industria editorial (de los editores a los consumidores) y otros sitios del mercado. La biografía de Mandela es un ejemplo interesante. Es un sensato y humilde testimonio de sacrifi cio. Pero el libro también es un best seller excepcional, cuyo original ha sido reimpreso treinta veces desde 1994.

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3 3

bras: una ética de colaboración. Esto nos llevaría a repensar de forma más gene-

ral, pero con mayor precisión teórica, el problema de la producción de saberes

y las condiciones de su circulación. Esto sin duda sería materia de otro ensayo

ya que el espacio del presente no lo permite.

COMENTA R IOS FINA LES

He visto a las madres de Gugulethu citadas por intermediarios más de

una docena de veces en revistas académicas, libros, artículos de periódico y do-

cumentales, durante los últimos años, algunas veces para ilustrar una idea o un

argumento, en otras para “permitirles” “hablar” en el texto del autor (Minow,

: ; Krog, : ; Ross, : ; Villa-Vicencio, : ). Lo que uno

podría en un momento dado ver como una estrategia polifónica de escritura

y un best seller, y el libro de Anjie Krog sobre el proceso de la Comisión de la

Verdad, Country of my Skull es el caso en cuestión, en otros contextos esta es-

trategia, y el producto fi nal, el libro, podría ser percibida como un ejemplo de

los usos y malos usos de los testimonios. Como es bien sabido, este texto está

basado en transcripciones de testimonios presentados viva voz a la Comisión

de la Verdad.

Muchos sobrevivientes no relacionados con las madres de Gugulethu ni

compran ni leen el libro aunque fuera obsequiado, por razones de solidaridad

política. Tal y como ellos lo afi rman, “no hay regalías pagadas a los dueños de

esas historias”. Como lo he mencionado anteriormente, el problema y las ob-

jeciones que se pueden tener no son solamente de orden fi nanciero, sino que

también tienen que ver con los derechos de autor, por decirlo así, de dichos

testimonios, incluso si ellos son parte de un “archivo público”. Tiene que ver

también con el derecho y el acceso a ellos, y, fi nalmente, con el derecho a ha-

blar. Henri () ha hablado extensamente sobre su propia aparición ante la

Comisión de la Verdad y la representación equivocada que Krog hace de ese

hecho en el libro citado.

Cuando estos testimonios son recolectados en el curso de una investi-

gación y las palabras desaparecen en el texto del experto, aparece otra forma

de olvido, de sustracción, particularmente si el proceso ha sido mecánico y

jerárquico. Si los académicos no refl exionan más seriamente sobre el tipo de

silencios que sus intervenciones y productos confi guran, se encontrarán reins-

cribiendo la violencia, en alguna forma distinta, de tal manera que se crearía

una continuidad más que una ruptura con el pasado traumático. Hago refe-

rencia, como ejemplo, a la forma como el silencio ha sido una de las matrices

interpretativas de la historia sudafricana y cómo ese silencio endémico ha sido

consolidado. Mi colaboración, es decir, muy grosso modo, la visibilización de

lo que podríamos llamar puntos ciegos culturales, tanto en Colombia como en

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3 4

Sudáfrica y en otros lugares, me ha ayudado a comprender no solamente la ne-

cesidad de pensar en las dimensiones no sólo políticas y existenciales de ciertas

agendas y prácticas de investigación en contextos específi cos, sino también en

la importancia de reconstituir el espacio epistémico en el cual los estudiosos

de la violencia se localizan a sí mismos y refuerzan, quizás sin querer, las re-

laciones de poder que estructuran, producen, y que permiten la circulación y

consumo de nociones específi cas de “saber”. Este ensayo es un esfuerzo inicial

en esta dirección refl exiva.�

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3 5

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PRESENTACIÓNC a rlos A lb erto Ur i b e 4 0

LA VOCACIÓN CRÍTICA DE LA ANTROPOLOGÍA EN LATINOAMÉRICAM i r i a m J i m en o 43

MIMESIS Y PAIDEIA ANTROPOLÓGICA EN COLOMBIAC a rlos A lb erto Ur i b e 67

METRÓPOLIS Y PURITANISMO EN AFROCOLOMBIAJa i m e A ro ch a Ro dr ígu e z 79

¿RECUPERANDO ANTROPOLOGÍAS ALTER-NATIVAS?Fr a nço i s Corre a 109

LA HISTORIA, LOS ANTROPOLÓGOS Y LA AMAZONIARoberto P ineda 12 1

MiradasAntropologías metropolitanas

y antropologías periféricas: encuentros y desencuentros

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4 0

P r e s e n t a c i ó n

Los cinco ensayos que a continuación se publican en

esta nueva etapa de la revista del Departamento de Antropología de la Uni-

versidad de los Andes tienen ya una larga historia. Ella comenzó por allá en

diciembre del cuando en un vuelo de Bogotá a Popayán, Myriam Jimeno

y quien esto escribe discutíamos animados sobre la antropología colombia-

na. Entonces viajábamos a dar sendas conferencias en la sede del Banco de

la República de esa ciudad, invitados por nuestros colegas caucanos. En me-

dio del debate que siempre acompaña nuestras conversaciones antropológicas,

Myriam y yo comenzamos a jugar con la idea de organizar un simposio para

desarrollar dentro de los marcos del x Congreso de Antropología en Colombia,

que por entonces organizaba el Departamento de Antropología y Sociología de

la Universidad de Caldas (Manizales, al de septiembre de ). Pronto

acordamos que queríamos un simposio donde pudiéramos airear los resultados

de los quehaceres de la antropología colombiana a partir del decenio de .

Queríamos, además, que quienes hicieran esta evaluación fueran antropólogos

y antropólogas extranjeros que hubiesen hecho de Colombia el objeto de sus

preocupaciones investigativas durante esos más de treinta años. Ellos y ellas

nos mirarían y nosotros, los locales, les responderíamos, en un diálogo de pares

y de compañeros de muchas lides. Nuestros ardores intelectuales de a bordo no

caerían en el vacío.

Y una vez regresamos a Bogotá comenzamos a organizar el simposio que

titulamos “Antropologías metropolitanas y antropologías periféricas: encuen-

tros y desencuentros”. El texto de la convocatoria del evento, que se convirtió

en uno de los simposios centrales del congreso, rezaba así:

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41

P R E S E N T A C I Ó N | C A R L O S A L B E R T O U R I B E

La antropología colombiana se inició como carrera profesional en el Insti-

tuto Etnológico Nacional creado en bajo el impulso del etnólogo francés

Paul Rivet, quien huía de la guerra europea. Un primer puñado de jóvenes

profesionales se interesó en estudiar las culturas indígenas, la arqueología, la

lingüística y la antropología física. Esta primera generación fue central para la

organización posterior de carreras de pregrado en antropología en varias uni-

versidades colombianas. También fundaron el primer ente institucional públi-

co para la investigación antropológica y para la preservación del patrimonio

arqueológico, el Instituto Colombiano de Antropología () que absorbió

el anterior Instituto Etnológico y el Servicio Nacional de Arqueología (antes

adscrito al Ministerio de Agricultura).

Desde ese primer contacto con Paul Rivet, antropólogos de distintas na-

cionalidades han realizado sus trabajos en Colombia. A lo largo de estos años

se produjo la consolidación de la antropología como profesión. Desde fi nales

de los años sesenta se crearon en el país cuatro carreras de pregrado en antro-

pología a las que se le sumaron otras dos hace pocos años [a la fecha ya hay

otras dos nuevas]. Durante el último lustro tres programas abrieron estudios

de postgrado en antropología social y cultural y antropología forense y jurídi-

ca. Todos combinan con bastante libertad distintas infl uencias teóricas de la

antropología mundial.

En este orden de ideas, Colombia posee una sólida tradición antropológica

situada en el contexto de las llamadas antropologías periféricas. ¿Cómo ha

sido la relación entre esta antropología «nativa», que se fortalece y cambia

con el tiempo, y los colegas extranjeros? ¿Qué ha signifi cado Colombia como

país en la antropología realizada por los colegas extranjeros? ¿Cómo ven los

antropólogos colombianos esas antropologías realizadas por los antropólogos

de afuera? ¿Recoge la tradición antropológica colombiana una voz de la sub-

alternidad con eco en nuestros colegas internacionales o, por el contrario, el

discurso de dicha tradición busca mimetizarse como discurso metropolitano?

Estos son los temas de interés en este simposio.

Como se aprecia, la idea original era lograr un intercambio entre antro-

pólogos nativos y extranjeros, todos vinculados por un mutuo interés en Co-

lombia. Entonces comenzó el arduo camino de seleccionar a los participantes.

De una larga lista de antropólogos y antropólogas internacionales y nacionales

que hicieron trabajo de campo en el país desde el decenio de , a quienes

cursamos las debidas invitaciones, la lista de quienes aceptaron quedó reducida

a seis de cada categoría. Nuestros seis colegas internacionales debían enfrentar

los temas de interés en sus ponencias y los seis colegas nacionales debían hacer-

les los comentarios correspondientes. Myriam y yo nos limitaríamos a moderar

cada uno de los dos paneles en los que pensábamos articular las presentaciones.

No obstante, a medida que se acercaban las fechas del congreso comenzamos a

recibir comunicaciones de unos y otros excusándose de participar. Al fi nal nos

quedamos sin ningún antropólogo extranjero y con sólo cuatro comentaristas,

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ahora ponentes, nacionales. Y quien esto escribe pasó de moderador a ponen-

te. Myriam, la única moderadora que quedó en el simposio, luego se animó a

mandar su propio escrito para esta publicación. En las propias deliberaciones

del simposio una silla vacía simbolizó a los antropólogos extranjeros. ¿O sería

más bien éste el símbolo de un desencuentro?

Largo ha sido el tránsito editorial de estas ponencias desde que fi naliza-

ron las deliberaciones del x Congreso de Antropología en Colombia. Al fi nal,

la nueva revista del Departamento de Antropología de la Universidad de los

Andes abrió sus puertas para la publicación de los cinco artículos cuyos autores

tuvieron la paciencia de escribir y re-escribir sus contribuciones originales y de

esperar el imprimatur fi nal. Hoy los sometemos al ojo escrutador de los lecto-

res y lectoras de esta revista, con la esperanza de que las preguntas originales

de la convocatoria hayan recibido por lo menos algunas respuestas interesan-

tes. Acta est fabula.

C A R L O S A L B E R T O U R I B EBOGOTÁ , 27 DE JUNIO DE 2005

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4 3

L A V O C A C I Ó N C R Í T I C A D E L A A N T R O P O L O G Í A E N L A T I N O A M É R I C A

M y r i a m J i m e n oProfesora Asociada, Departamento de Antropología. Centro de Estudios Sociales CESUniversidad Nacional de [email protected]

R E S U M E N La pregunta por la relación y el

contraste entre la manera de hacer antropología

en Colombia y la que hacen nuestros colegas

en los países desarrollados, dado un contexto

de interconexión global, nos motivó a Carlos

Alberto Uribe y a mí para la realización del

Simposio “Antropologías metropolitanas

y antropologías periféricas: Encuentros y

desencuentros”, dentro del x Congreso de

Antropología en Colombia celebrado en

Manizales del 22 al 26 de septiembre de 2003.

He tomado esa oportunidad para presentar

mi argumento sobre el tema, basado en la

producción antropológica de mexicanos y

brasileños entre los sesenta y ochenta pasados.

El argumento es que existe una estrecha

relación en Latinoamérica entre la producción

teórica del antropólogo y el compromiso con las

sociedades estudiadas. La vecindad sociopolítica

entre los sujetos de estudio y los antropólogos

se ha traducido en una producción teórica con

una vocación crítica, pues busca dar cuenta

de la presencia perturbadora de Otros.

A B S T R A C T The relationships and contrast

in the practice of Anthropology in Colombia

and the metropolitan countries within a

context of globalization was the main issue of

the symposium “Metropolitan and Peripheral

Anthropologies: Encounters and Nonencounters”

(10 th Congress of Anthropology in Colombia,

Manizales, September 22-26, 2003). I take this

opportunity to state my argument based upon

the anthropologies of Mexico and Brazil of the

1960‘s. The argument is that there is a close

relationship between the anthropological and

theorical practices and the commitment to the

anthropologists has meant that the theoretical

work has a critical bent that attempts to account

for the disturbing presence of the Other.

ANT ÍPODA N º1 JUL IO -D IC IEMBRE DE 2005 PÁGINAS 43 - 65 ISSN 1900 -5407

FECHA DE RECEPC IÓN : ABR IL DE 20 05 | F ECHA DE PUBL IC AC IÓN : JUNIO DE 2005C ATEGOR ÍA : ART ÍCULO DE REFLE X IÓN

P A L A B R A S C L A V E S :

Antropología latinoamericana, vocación crítica, México, Colombia y Brasil.

K E Y W O R D S :

Latin American Anthropology, Critical Anthropology, Mexico, Colombia, and Brazil.

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L A V O C A C I Ó N C R Í T I C A D E L A A N T R O P O L O G Í A E N L A T I N O A M É R I C A

¿

Vale la pena discutir la relación y el contraste entre la

manera de hacer antropología en Colombia y la que hacen nuestros colegas

en los países desarrollados, dado un contexto de interconexión global? ¿Existe

siquiera tal contraste y tienen existencia las comunidades nacionales de cientí-

fi cos, o son apenas localizaciones geográfi cas volubles, meramente incidentales

en relación con la manera como conciben y realizan su trabajo? ¿Ha pasado el

tiempo de considerar a lo nacional en relación con el quehacer disciplinario?

Éstas y otras muchas preguntas nos motivaron a Carlos Alberto Uribe y a mí,

para la realización del Simposio “Antropologías metropolitanas y antropologías

periféricas: encuentros y desencuentros”, dentro del x Congreso de Antropolo-

gía en Colombia. Partimos de preguntarnos por la relación entre quienes ha-

cemos antropología en Colombia y los colegas extranjeros que han trabajado

sobre Colombia. También queríamos saber qué había signifi cado Colombia en

su realización profesional y, a la inversa, la forma en que nosotros los vemos.

Pese a estos propósitos generales, el Simposio fue tomando otro rumbo:

cada uno de los colegas extranjeros tuvo impedimentos para asistir al congre-

so, de manera que lo que se pensó como un diálogo se circunscribió a la pers-

pectiva de los ponentes colombianos.

En su escrito, Carlos Alberto Uribe señala la necesidad de problematizar

el uso de categorías tales como centro y periferia, pero, al mismo tiempo, es

preciso tomar en cuenta las relaciones asimétricas y de poder que atraviesan el

quehacer antropológico. Para él, la asimetría está presente en la manera misma

como los antropólogos locales asumimos el papel de intérpretes de la produc-

1. Mientras escribía este artículo ocurrió la muerte en México de Arturo Warman, en octubre de 2003.

M y r i a m J i m e n o A la memoria grata de Guillermo Bonfi l Batalla y de Arturo Warman 1

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ción intelectual de los países desarrollados. En la relación entre unos y otros

estaríamos en el lugar de traductores de su producción.

El sabor un tanto escéptico que deja la propuesta de Uribe se encuentra

contrastado en François Correa, pues coloca su atención en la desigualdad de

las condiciones de formación y trabajo entre nosotros y los colegas de los países

desarrollados. En buena medida nosotros somos más un laboratorio de investi-

gación con énfasis en el estudio de lo local y con la inmersión del antropólogo

colombiano en la dinámica nacional. Correa señala las enormes difi cultades

que debe enfrentar un antropólogo colombiano para dar continuidad a su lí-

nea de trabajo y el peso que adquieren los agentes fi nanciadores, entre ellos el

propio Estado, para defi nir temas y condiciones de trabajo en ese contexto de

limitación de opciones.

En “Metrópolis y puritanismo en Afrocolombia”, Jaime Arocha se sirve del

recuento de los programas de investigación sobre estos pueblos para mostrar

dos perspectivas o enfoques contrastados: el de los científi cos sociales extran-

jeros se orienta hacia lo que él llama euroindogénesis. Esto los lleva a asumir po-

siciones escépticas frente a hechos sociopolíticos que afectan a las poblaciones

negras, como la Ley de , que legitima los derechos étnico-territoriales y

políticos de los pueblos afrocolombianos. En contraste, para Arocha, la orien-

tación prevalente entre los antropólogos colombianos los vincula y comprome-

te con los logros políticos del reconocimiento de estos pueblos.

Roberto Pineda Camacho también organiza su trabajo alrededor del con-

traste de perspectivas y lo hace sustentado en la etnología de las tierras bajas

de Suramérica. A fi nales de la década del sesenta, nos dice, éste era uno de

los campos de estudio menos conocidos de la América del Sur. Internacional-

mente, se lanzaron diversos llamados para realizar una “etnología de urgencia”,

cuyo objetivo era salvar para la ciencia el conocimiento de las culturas amerin-

dias amenazadas de extinción cultural y biológica, generándose importantes

investigaciones etnográfi cas que privilegiaron el estudio de lo tradicional y de

lo exótico. Pero, por entonces, también, en América Latina se desarrolló un

nuevo paradigma de estudio de los pueblos indígenas que privilegió el contac-

to y el compromiso político de los investigadores con los grupos estudiados,

conformándose una nueva manera de analizar los datos, entre ellas, un énfasis

en el contexto y en el entorno político. Uno u otro “paradigma” tuvo repercu-

siones importantes en la forma de concebir el trabajo de campo y en la manera

de relacionar la antropología con la historia y las políticas de etnicidad. Tendré

oportunidad de mostrar mis propios argumentos dentro de esta misma pers-

pectiva.

Queda pues iniciado un debate al cual quiero sumarme con los argumen-

tos que tuve oportunidad de presentar ante el ix Congreso de Antropología en

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Colombia, realizado en Popayán en el año , y que continúan hasta ahora

inéditos.

Argumenté en esa ocasión, y lo creo válido hasta hoy, que la condición

histórica de cociudadanía entre el antropólogo y sus sujetos de estudio en paí-

ses como los latinoamericanos impulsa la creación de enfoques cuya peculia-

ridad es un abordaje crítico de la producción de conocimiento antropológico.

Ello es así porque la construcción de conocimiento antropológico se realiza en

condiciones donde el Otro es parte constitutiva y problemática del sí mismo,

y ello implica un esfuerzo peculiar de conceptualización y modifi ca la relación

del antropólogo con su propio quehacer. He argumentado también que esto es

extensivo a la antropología realizada en Latinoamérica en general.

La antropología en Latinoamérica, pensamiento y compromiso

El argumento que busco desarrollar es el de que existe una estrecha re-

lación en Latinoamérica entre la producción teórica del antropólogo y el com-

promiso con las sociedades estudiadas. Por ello, los sectores estudiados no son

entendidos como mundos exóticos, aislados, lejanos o fríos, sino como copar-

tícipes en la construcción de nación y democracia en estos países. Cada gene-

ración de antropólogos latinoamericanos problematiza a su manera la relación

entre los antropólogos y el Otro, y se preocupa por las consecuencias sociales

de los estudios realizados. Trataré de mirar este argumento en relación con

la producción de antropólogos mexicanos y brasileños entre las décadas del

sesenta y ochenta pasados, pues permite ilustrar bien la argumentación sobre

la estrecha relación entre la producción teórica y el compromiso con las socie-

dades estudiadas. Ellos privilegiaron la relación entre las sociedades indígenas

y los estados nacionales, pero creo que esa vena crítica prosigue, aunque ahora

comprende nuevos temas, enfoques y sujetos de estudio.

Veena Das () propone que el conocimiento antropológico se cons-

truye con base en mapas de alteridad informados por teorías del Otro, en vez

de teorías del sí mismo. Considero que, justamente por ello, la vecindad socio-

política entre los sujetos de estudio y los antropólogos en Latinoamérica se ha

traducido en una producción teórica con acentos propios, dada la proximidad

inquietante de Otros. Para examinar esta idea, miraré algunos de los conceptos

acuñados por varias generaciones de antropólogos en México y Brasil, pues

es posible observar el cuestionamiento de la relación entre los antropólogos y

los estudiados y el interés por cuestionar las jerarquías sociales en las cuales

2. Agradezco a los colegas colombianos Álvaro Román y Jaime Arocha sus sugerencias y los materiales que me permitieron retomar el indigenismo de décadas pasadas y el aporte de los estudios de negritudes.

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se inscriben los sujetos de estudio. No me detendré, sin embargo, en ningún

concepto en particular ni en la historia específi ca de la antropología en estos

países, sino más bien en mostrar que conceptos tales como los de indigenismo,

fricción interétnica o transculturación, responden a la preocupación por com-

prender los pueblos estudiados como parte del problema de construcción de

nación y ciudadanía. Me restrinjo a la conceptualización sobre las sociedades

indígenas por la importancia que tuvo en la consolidación de la disciplina en la

región y porque cuenta con un cuerpo apreciable de producción, pese a que ya

hoy día ese tema haya perdido la centralidad de antaño.

Vivimos un momento en el cual algunas tendencias críticas en Latino-

américa, inspiradas por similares metropolitanas, proponen reconceptualizar

categorías básicas de la antropología y pretenden fundar o iniciar el pensa-

miento crítico contra una pretendida llanura de autocomplacencias. Subyace

allí la idea de que en los países periféricos o no se produce teoría en antropo-

logía o ésta es un trasplante de las tendencias teóricas creadas en los centros

metropolitanos. Estas propuestas reproducen una muy tradicional postura

frente a la generación de conocimiento en países de la periferia, pues ignoran

la historia de su producción, y a sus propuestas las considera como irrelevan-

tes. Según este enfoque, incluso la crítica nos llega de fuera y no hacemos más

que adaptarla o extenderla. Así, no sólo ignoran la historia de la producción de

conocimiento en Latinoamérica, sino que subvaloran el conocimiento como

producción socialmente insertada.

El pensamiento social latinoamericano ha sido repetidamente sacudido

por polémicas intelectuales que son al mismo tiempo formas de entender al

Estado, la nación y la democracia, y que se plasman en instituciones, legislación

y oportunidades de vida para sectores de cada sociedad. Cada generación de

antropólogos y cada comunidad nacional han dado un tinte propio a esa pro-

ducción cuyos resultados son teóricos tanto como prácticos.

Esta vocación crítica no se restringe a la antropología ni a las ciencias

sociales y, en cierta forma, puede proponerse que se extiende desde las artes

hacia éstas, dada una larga vecindad entre las artes y las ciencias sociales en

América Latina. En la historia de las naciones latinoamericanas, las artes, en es-

pecial la literatura, han sido fuente privilegiada de imágenes nacionales y han

tenido un compromiso particular con la realidad social, “una función testimo-

nial de las aspiraciones colectivas”, dice Arturo Arias (: ). La antropolo-

gía latinoamericana ha compartido y, en cierta medida, ha heredado esa lucha

constitutiva y su disposición crítica. En forma similar a lo que ha ocurrido en

la literatura latinoamericana, podemos decir que situarse universalmente pasa

en la antropología latinoamericana por indagar propuestas discursivas con las

cuales dibujar nuestra fi sonomía particular.

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Para desarrollar la argumentación me sustentaré en la producción bra-

sileña y mexicana, pero podría hacerlo con la peruana, la ecuatoriana o la co-

lombiana. Esta última tiene ya una historia acumulada desde sus inicios en la

década de ; presenta un cuerpo consolidado de producción cuyos rasgos

centrales se articulan alrededor de un fuerte vínculo interactivo entre los estu-

diosos y la realidad estudiada, y una plasticidad que la ha llevado a incorporar

una pluralidad de sujetos y metodologías de trabajo. La antropología en Co-

lombia ha estado involucrada en múltiples debates con efectos sociales, como la

modifi cación constitucional de y, en general, las políticas sobre minorías

indígenas y negras y la protección del patrimonio cultural (Jimeno, : ).

No me detendré ahora en ello, pues ya lo he hecho en otros textos.

Antropología y naciocentrismo

Retomando el argumento de Veena Das, ella muestra la reelaboración

que el contacto con el Otro ha producido sobre categorías importantes para

el conocimiento antropológico. Esto ha permitido criticar un holismo infl exi-

ble, como lo llama, que es superado en la actualidad por la experimentación

en las representaciones etnográfi cas y por la reconceptualización de ciertas

categorías usuales en la antropología, como las de “tradición”, “comunidad”,

“luchas culturales” o “sectarismo religioso”. Das muestra que es precisamente

la emergencia en la India de nuevas comunidades, en calidad de comunidades

políticas, la que lleva a la discusión y creación de nuevas categorías antropoló-

gicas, dada la confrontación entre los sectores diversifi cados que componen esa

abstracción llamada comunidad. La discusión sobre esas categorías tiene todo

que ver con la naturaleza de la democracia política en la India. La lucha de los

sikjs por la memoria colectiva y por la constitución de una memoria militante

en torno al martirio, la vida heroica y al empleo de la violencia no es mero “sec-

tarismo religioso”. Son formas de reclamar un espacio político en el conjunto

de la sociedad. En breve, para Das, la antropología realizada en países como la

India, al intentar comprender nuevos actores sociales que entran en juego en

3. En Jimeno (1999), se plantea que la antropología colombiana cuenta con unos dos millares de profesionales, cuyo tono ideológico está dado por su afán de ser útiles y conocer la propia sociedad nacional, con cierto desprecio por el “academicismo” y las “torres de marfi l”. Ver también Myriam Jimeno, “La emergencia del investigador ciudadano: estilos de antropología y crisis de modelos en la antropología colombiana”, en Jairo Tocancipá (ed.), La formación del Estado nación y las disciplinas sociales en Colombia, Popayán, Universidad del Cauca, pp. 157-190, 2000; “La antropología en Colombia”, en Lourdes Arizpe y Carlos Serrano (comp.), Balance de la antropología en América Latina y el Caribe, México, Instituto de Investigaciones Antropológicas unam, pp. 381-394, 1993; “Consolidación del Estado y antropología en Colombia”, en Jaime Arocha y Nina S. de Friedemann (orgs.), Un siglo de investigación social, Bogotá, Etnos, pp. 200-230, 1984.

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los mismos escenarios sociales del antropólogo, al recuperar sus narrativas pe-

culiares, replantea los discursos totalizadores, rehace categorías de análisis, re-

cupera las variaciones de género, clase, historia, lugar, y no se contenta con ser

objeto de pensamiento, sino que se reclama como instrumento de pensamiento

(: -). Así, el discurso antropológico se replantea con los escenarios so-

ciales donde tiene lugar el diálogo con Otros, y es con base en los mapas sobre

el Otro como se crean nuevas categorías de análisis.

La conformación de los estados nacionales latinoamericanos impregna el

surgimiento y el desarrollo de las antropologías latinoamericanas y, en sentido

amplio, es el gran telón frente al cual dialogan en la región los antropólogos

y los Otros. Por ello es útil la noción del naciocentrismo de los conceptos so-

ciales que propuso Norbert Elias (). Quisiera extender este concepto para

destacar la polivalencia de sentidos e intereses que se ponen en juego cuando

los antropólogos se preguntan por la relación que tienen sus trabajos con res-

puestas a las preguntas sobre qué nación, qué estado, quiénes, cómo y en qué

condiciones participan. En América Latina las respuestas a estos interrogantes

no son capítulo cerrado, sino que hasta el presente atraviesan la producción

teórica y el conjunto del quehacer de sus intelectuales.

Con la noción de naciocentrismo, Norbert Elias desea subrayar la relación

entre los conceptos y las condiciones sociales en que se forjan y ejercen (Elias,

; y ver Neiburg, ). De manera específi ca, hace referencia a la orien-

tación intelectual que está centrada en la nación. Elias demuestra cómo este

naciocentrismo se encuentra presente en buena parte de la producción de las

ciencias sociales, y lo ejemplifi ca con los conceptos de civilización y cultura, a

los que el naciocentrismo origina y transforma a medida en que se transforman

las sociedades y las capas sociales nacionales en las cuales se originaron (ver

Elias, ). Los dos conceptos, cultura y civilización, pasaron de ser formas

de autopercepción de capas en ascenso en el siglo xviii, a ser ideales de escala

mayor, a estatizarse. El término civilización entró a designar la distinción entre

el mundo occidental y las naciones con otras formas de organización sociopo-

lítica. Dejó de referirse al destino de la burguesía francesa, para representar la

conciencia de la superioridad del Estado-nación como un todo unifi cado. Se

dio así un proceso de “nacionalización” y al mismo tiempo de “estatización”

de los conceptos, con implicaciones sobre su signifi cado. Otros conceptos que

sugieren unidades sociales, como el de sociedad, adquirieron también ese con-

tenido estatizante, pues describen ideas de equilibrio, unidad, homogeneidad,

y se refi eren a un mundo dividido en unidades bien delimitadas y pacifi cado

(Elias, ; y ver Neiburg, ; Fletcher, ).

4. Para el desarrollo alemán de cultura y su relación con la antropología norteamericana, ver Bunzl (1996).

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Las anotaciones de Elias, como ya lo han resaltado numerosos autores

(Fletcher, ), son fundamentalmente críticas sobre el naciocentrismo como

corriente intelectual ligada al ascenso del Estado nacional europeo. Pero su

propuesta puede explorarse para las condiciones históricas latinoamericanas,

subrayando que no se da en estas sociedades nacionales —como tampoco en

las europeas— una homogeneidad conceptual sobre la constitución de la na-

ción, la nacionalidad y los estados nacionales. Por el contrario, en su nombre

se disputan distintos sectores sociales y diversas aproximaciones intelectuales.

En la constitución de los estados nacionales latinoamericanos esa polivalencia

de propuestas está presente desde la ruptura colonial en el siglo xix y atraviesa

la historia del pensamiento antropológico en la forma de conceptualizaciones

contrapuestas.

Los intelectuales latinoamericanos, los antropólogos entre ellos, han par-

ticipado activamente en la creación de categorías y enfoques generales con los

cuales comprender la presencia y la acción social de una variedad de actores

sociales, indígenas, campesinos, comunidades negras, mujeres pobres, dentro

de los estados nacionales. Los actores sociales emergentes no se restringen a re-

clamar existencia política, sino que al hacerlo buscan modifi car las leyes nacio-

nales, el contenido de la propia memoria histórica nacional, y hacen necesario

replantear conceptos como los de comunidad, etnia o identidad, como lo su-

brayó Das (). También empujan a redefi nir y ampliar el contenido de la de-

mocracia y de la diversidad cultural en el Estado nacional. Por ello, la presencia

o la irrupción como sujetos políticos de Otros dentro del mismo espacio social

del investigador colorea la práctica teórica y la práctica social del investigador.

Propuse denominar a este investigador como el investigador ciudadano (Jime-

no, ) para subrayar la estrecha relación que se establece en los países lati-

noamericanos entre el ejercicio del investigador y el ejercicio de la ciudadanía.

Krotz () lo ha subrayado para lo que él denomina “antropologías del sur”

el Otro, los Otros son, al tiempo que conciudadanos, sujetos de conocimiento.

La cociudadanía impregna la práctica de la antropología latinoamericana y la

aproxima con la práctica política, en una forma de naciocentrismo. Sus huellas

son visibles tanto en ciertas fi guras destacadas de la antropología latinoameri-

cana como en el estilo cognitivo mismo, pese a las infl exiones y cambios gene-

racionales (Ver Jimeno, y ).

Mariza Peirano () destacó como rasgo de la antropología brasileña su

volcamiento hacia el proyecto de construcción de nación que se puede obser-

var en la producción de las distintas generaciones de antropólogos entre

y . A través del examen de la obra de Florestan Fernandes, Darcy Ribeiro y

Antonio Cândido, entre las primeras generaciones, y Roberto DaMatta y Otá-

vio Velho, en las recientes, Peirano sigue las discusiones que construyeron el

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campo intelectual de la antropología brasileña. De manera explícita o implí-

cita, la nación fue la unidad central de análisis para la mayoría de los autores

considerados (Peirano, : -).

Sin embargo, Peirano asume una falsa homogeneidad en la producción

local y no percibe las implicaciones polémicas de los distintos proyectos de

nación e integración nacional entre los propios antropólogos. Un solo ejemplo:

en el campo del pensamiento sobre las sociedades indígenas dentro del con-

junto nacional, es diferente denominarlas “regiones de refugio”, tal como lo

propuso Aguirre Beltrán, que como “etnias”, a la manera de Guillermo Bonfi l

Batalla, para tomar a dos mexicanos. Así, la cercana presencia del Otro modela

la práctica antropológica latinoamericana y la convierte, desde el inicio de su

ejercicio, no en un campo pacífi co donde se intercambian notas académicas en

congresos y otros eventos académicos, sino en un terreno de debates metaaca-

démicos, pues cada caracterización tiene implicaciones sobre la vida social de

las personas y sobre el signifi cado práctico del ejercicio de ciudadanía. Sonia

Álvarez, Arturo Escobar y Evelina Dagnino () resaltaron el impacto de los

movimientos sociales latinoamericanos sobre cambios culturales y de política

cultural. Esto les permite afi rmar que al luchar por sus derechos a la diferencia

en una variedad de esferas de la sociedad y al emplear el discurso de identi-

dad, politizan la cultura e infunden la democracia de preocupaciones cultu-

rales (Álvarez et al; ). Este fenómeno, empero, lejos de ser novedad, es la

constante en la antropología y, muy de seguro, en las otras ciencias sociales

latinoamericanas. De ahí la afi rmación de Alcida Ramos de que “en el Brasil,

como en otros países de América Latina, hacer antropología es un acto políti-

co” (Ramos, -: ). Miremos las implicaciones de esta afi rmación.

Estilos de antropología

Alcida Ramos realizó el artículo “Ethnology Brazilian Style” () con

la preocupación de la inserción política de la antropología y su impacto en la

construcción conceptual en la antropología brasileña. Roberto Cardoso de Oli-

veira también la tiene presente cuando propone la noción de estilo para carac-

terizar la antropología latinoamericana (Cardoso de Oliveira, y ; y

para una discusión, ver Jimeno, y ; Krotz, ). Por su parte, Esteban

Krotz () critica el modelo difusionista de la antropología que se susten-

ta en imágenes de “extensión” o “adaptación” en el cual las antropologías del

sur son permanentes aprendices de los “verdaderos” dueños de la antropología.

Krotz recalca que para la versión difusionista la producción de conocimien-

5. Ver comentario de Eric Hershberg (1999), en American Anthropologist, Vol. 4 No 101, p. 869.

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to científi co no sería un proceso de creación cultural, similar a otros proce-

sos de creación cultural, que no pueden ser analizados como meros sistemas

simbólicos separados de otros aspectos de una realidad social más incluyente.

La experiencia y ruptura coloniales compartidas por los latinoamericanos no

tendrían, en esa perspectiva, infl uencia en la producción intelectual, como si

la producción de conocimiento fuera un proceso sin sujeto y sin referencia a

quienes lo generan y lo difunden (Krotz, : ). De cierta forma, la postura

difusionista se perpetúa en la actualidad cuando se ignoran las propuestas crí-

ticas precedentes que han hecho parte de la construcción de conocimiento en

América Latina y que han implicado aportes a la ampliación de la democracia

política culturalmente informada.

Una selección pequeña de la antropología latinoamericana nos permitirá

ahora detenernos en el vínculo entre la responsabilidad social del antropólogo

y la producción de conocimiento (Ramos, ). Pese a que los distintos antro-

pólogos le dan un contenido variado a esa responsabilidad social, todos ellos

hacen evidente, como lo propone Bourdieu, que el intelectual no puede ser

pensado sin la categoría de poder (Bourdieu, ). Si bien el antropólogo lati-

noamericano realiza su conocimiento a partir de una relación de exterioridad

con otras culturas y lo hace a partir de su propia cultura científi ca de origen

principalmente metropolitano, inevitablemente mantiene una relación de in-

timidad con ese “Otro”. El que ese Otro no sea transoceánico, plantea Roberto

Cardoso de Oliveira (), conduce a la creación de un nuevo sujeto epistemo-

lógico que puede considerarse una característica peculiar de la antropología

latinoamericana. Lo peculiar de ese sujeto cognoscitivo es que no es un extran-

jero miembro de una sociedad colonizada el que se constituye como sujeto de

conocimiento. Por el contrario, el Otro forma parte de la nación en formación

del propio antropólogo (Cardoso de Oliveira, ). Es por ello que la política

está embutida en la refl exión de los antropólogos, pese a que no la realicen ni

la expresen como práctica política. La realización de la profesión es al mismo

tiempo la realización de la ciudadanía del investigador y de su compromiso,

explícito o no, con la construcción de nación (Cardoso de Oliveira, ).

La encarnación privilegiada de ese “Otro” fueron hasta hace un par de

décadas las sociedades indígenas; los indios, dice Alcida Ramos, fueron en

el Brasil “nuestros Otros (...) ingrediente importante de nuestro proceso de

construcción nacional; representan uno de nuestros espejos ideológicos re-

fl ejando nuestras frustraciones, vanidades, ambiciones y fantasías de poder.

Nosotros no los miramos como completamente exóticos, remotos o arcaicos

como para hacerlos ‘objetos’ literalmente” (: , mi versión en español).

El énfasis que hizo la antropología regional en las sociedades indígenas

durante varias décadas desbordó su inspiración inicial de interés por la dife-

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rencia o por sociedades convertidas en objetos exóticos. Es posible seguir en

cada país, de México hasta el sur, las peculiaridades nacionales de ese entreteji-

do entre producción antropológica e indigenismo y entre éstos y los debates na-

cionales sobre el lugar del indio —y el campesino— en las distintas sociedades

nacionales. Es claro que estos debates implicaban la comprensión sobre el lugar

de la diversidad cultural dentro de la cuestión nacional. Muchos recogieron

posturas radicales de las primeras décadas del siglo xx, como la de José Carlos

Mariátegui. El problema del indio, el problema agrario y el nacional fueron

para Mariátegui, como para otros pensadores latinoamericanos, uno solo. Esto

es palpable en los debates abiertos por Mariátegui entre y , ligados,

entre otros, a su propósito de fundar el partido socialista en Perú (Mariátegui

y Sánchez ).

Desde mediados de los años sesenta, poco después de despegar como dis-

ciplina en la mayoría de los países latinoamericanos, ya era un rasgo peculiar

del pensamiento antropológico sobre las sociedades indígenas el dejar atrás el

interés por realizar monografías de una etnia específi ca, en favor del interés por

el entorno político, la sociedad nacional o la situación colonial. Por ejemplo, la

producción de la etnología brasileña entre los sesenta y hasta los años ochenta

dio énfasis al contacto entre las sociedades indígenas y las no indígenas, y a las

implicaciones del contacto, como lo reseñó Julio Cezar Melatti (). En con-

traste, los etnólogos extranjeros que trabajaron sobre el Brasil en ese mismo

lapso, se concentraron en aspectos de la organización social y la cultura (ver

también Cardoso de Oliveira, ).

Alcida Ramos () destaca que en los años sesenta el señalamiento de

problemas teóricos fue el criterio de escogencia del terreno, bajo la infl uencia

del proyecto conjunto entre David Maybury-Lewis de la Universidad de Har-

vard y Roberto Cardoso de Oliveira de Rio de Janeiro. Pero fue el énfasis de va-

rios antropólogos brasileños —Roberto Da Matta, Julio Cezar Melatti, Manuela

Carneiro da Cunha, Eduardo Viveiros de Castro, Abreu Filho— en la corpora-

lidad, la persona y la substancia, el que abrió perspectivas sobre la etnología de

los indios americanos que modifi caron la visión sobre las estructuras indígenas

como ‘fl uidas’, propuesta por etnólogos como Kaplan y Riviére. Campos poco

explorados como el arte, la persona, los nombres y el canibalismo fueron abor-

dados por otros brasileños (Lux Vidal, Alcida Ramos, Viveiros de Castro).

Uno de los primeros y principales problemas abordados por la etnología

brasileña, continúa Ramos, fueron las situaciones de contacto en relaciones in-

terétnicas entre blancos e indios. No fl orecieron en el Brasil las perspectivas

de “culturas puras”, y más bien la atención etnográfi ca se dirigió al proceso de

destrucción violenta de las culturas indígenas de la mano del expansionismo

blanco, pese a que las teorías y métodos para captar ese proceso variarán con

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el tiempo y con la formación de cada antropólogo. Entender las estructuras de

dominación, los mecanismos de supervivencia indígena, las transformaciones

de esas sociedades, ha sido la preocupación principal de la etnología brasileña.

Por ello no se vieron las sociedades indígenas como unidades cerradas, auto-

sufi cientes. El modelo de aculturación, por ejemplo, traído de Estados Unidos

al Brasil por etnógrafos como Charles Wagley y Eduardo Galvão, fue el recur-

so teórico sobresaliente de los años cuarenta y cincuenta. Pero en las manos

de Galvão, y sobre todo de Darcy Ribeiro, se transformó, se politizó. Roberto

Cardoso de Oliveira, la otra fi gura de la antropología brasileña, infl uyó para

hacer de la refl exión sobre relaciones interétnicas un campo de trabajo de va-

rias generaciones de antropólogos (Ramos, ). La diferencia cultural, dice el

propio Cardoso de Oliveira (), fue así recolocada.

Darcy Ribeiro, nos dice A. Ramos, desarrolló una serie de ensayos sobre

la naturaleza destructiva y opresiva del contacto con las sociedades indígenas

en Brasil, los cuales tuvieron gran impacto en toda la antropología latinoa-

mericana, especialmente entre los años setenta y ochenta. Su exilio político

durante la dictadura militar en Brasil contribuyó a diseminarlos por el conti-

nente. Marxismo y neoevolucionismo se combinaron en sus propuestas sobre

etnocidio de las poblaciones indígenas brasileñas, cuya magnitud de devasta-

ción lo llevó a una visión de la pronta destrucción completa de las sociedades

indígenas. En efecto, en los años cincuenta se llegó al punto demográfi co más

bajo del siglo para la población indígena de aquel país, cien mil habitantes, pero

en la actualidad han alcanzado entre y mil personas (Ramos, y

). El concepto que Darcy Ribeiro propuso para entender el proceso fue el

de transfi guración étnica, y pese a las críticas que se le puedan formular a éste,

no cabe duda de su capacidad para poner en evidencia el drama humano y so-

cial del llamado “contacto”.

Roberto Cardoso de Oliveira, por su parte, cambió el énfasis en la acul-

turación por el de las relaciones sociales. Para Ramos, la infl uencia principal

fue la de Georges Balandier con sus trabajos sobre situación colonial en África

6. Esta anotación es igualmente cierta para la antropología colombiana, especialmente desde la mitad de los años sesenta. Incluso este énfasis distanció a las primeras generaciones de antropólogos, pues mientras algunos pretendían el ideal de estudios monográfi cos de grupos indígenas, otros abogaron por estudiar y confrontar las políticas estatales asimilacionistas (ver Jimeno y Triana, 1985). Fueron de especial impacto las propuestas del historiador autodidacta Juan Friede plasmadas en sus libros El indio en lucha por la tierra (1973, [1944]) y La explotación indígena en Colombia, 1973. También, Siervos de Dios, amos de indios 1968 de Víctor Daniel Bonilla.

7. Os Indios, e a civilizacão: a integracão das populações indigenas no Brasil moderno, 1970; en español, Fron-teras indígenas de la civilización; Uirá sai ao encontro de Maíra, 1957.

8. Balandier fue uno de los gestores de la ruptura de la etnología francesa con el modelo de M. Griaule, tanto para tomar en cuenta la situación histórica de los pueblos estudiados como para romper con la monografía de un pueblo, para pasar a los grupos nacionales. Presentó el concepto de “situación colonial” en varios textos

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y con sus postulados sobre “totalidad sincrética”. Cardoso de Oliveira tomó

como su objeto de investigación la “situación interétnica” en la cual indios y

blancos conviven en interacciones asimétricas e interdependientes, específi cas

al contexto del contacto (Ramos, ). La fricción interétnica, concepto que

proponía, ha sido tema de estudio de discípulos como Roque Laraia, Roberto

DaMatta y Julio Cezar Melatti, entre muchos otros. Entre las nuevas generacio-

nes, João Pacheco de Oliveira emplea el concepto de situación colonial para ex-

plorar la presencia colonial que instaura una nueva relación de la sociedad con

el territorio (). El enfoque de Cardoso de Oliveira llevó también a un énfa-

sis en estudios sobre poblaciones regionales en contacto con grupos indígenas:

como ejemplo, los estudios de Lygia Sigaud y Otávio Velho en los años setenta

sobre el nordeste rural y la Amazonia, respectivamente. Luego, el interés de

Cardoso se desplazó hacia identidad y etnicidad (Identidade, etnia e estrutura

social, ), inspirado en una variedad de autores, desde Lévi-Strauss hasta

Poulantzas. En resumen, el contacto interétnico, dice Ramos, se convirtió en

un sello distintivo de la etnología brasileña.

No lo mencionó Ramos, pero entre las propuestas de Cardoso y algu-

nos antropólogos latinoamericanos, especialmente mexicanos, se produjo un

intenso intercambio entre los años setenta y ochenta, acicateado por las con-

diciones de las dictaduras militares en Brasil y otros países del Cono Sur. Ese

intercambio dio frutos tales como la declaración de Barbados, Por la liberación

indígena. Un grupo de antropólogos reunido en la isla de Barbados produjo

en enero de una declaración candente en su tiempo. La declaración fue

elaborada por Guillermo Bonfi l Batalla (México), Arturo Warman (México),

Stefano Varese (Perú), Roberto Cardoso de Oliveira (Brasil), Nelly Arvelo (Ve-

nezuela), Víctor Daniel Bonilla (Colombia), entre otros. Fue un manifi esto ra-

dical de denuncia contra la situación de opresión de las poblaciones indígenas

de Latinoamérica. De manera rápida, la declaración pasó a inspirar a los pro-

pios movimientos indígenas continentales y a grupos de antropólogos e inte-

lectuales que los apoyaban. Algunos años después, en , la novedad en una

segunda reunión en Barbados fue la protagónica presencia de organizaciones

indígenas de distintos países, que propusieron analizar tanto las formas de do-

minación de los indígenas como estrategias para enfrentarlas (Bonfi l Batalla,

). Entre los colombianos se hicieron notorios los delegados del Consejo

entre 1950 y 1955. En especial, ver “La situation colonial: approache théorique”, en Cahiers Internationaux de Sociologie, xii, 1952.

9. Ver especialmente O Indio e o Mundo dos Brancos: a Situação dos Tukuna do Alto Solimoes, 1964.10. Fue editado en español por el ciesas de México, en 1992, con el título Etnicidad y estructura social.11. El periódico Micronoticias de la Sociedad Antropológica Colombiana lo editó en su número 3.

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Regional Indígena del Cauca, cric, constituido desde como germen de un

vasto movimiento de organización indígena.

Los mexicanos, no sobra tal vez recordarlo, tenían por ese entonces una

ya larga historia de debates sobre los indios en la nación mexicana. Desde me-

diados de los años sesenta, el antropólogo Gonzalo Aguirre Beltrán incentivó

discusiones sobre el indio en la nación mexicana. En propuso el concepto

de regiones de refugio. Este concepto, proponía Aguirre Beltrán, permitía dar

cuenta del arrinconamiento de las sociedades indígenas latinoamericanas y su

expoliación por blancos locales que aprovechaban su poder para explotar la

población indígena de varias formas. Lo denominó proceso dominical. “El juego

de fuerzas que hace posible la dominación y los mecanismos que se ponen en

obra para sustentarla, es lo que llamamos proceso dominical” (Aguirre, :

). Aguirre Beltrán creía que la antropología podría servir de herramienta para

encontrar un mejor lugar de las sociedades indias dentro de las naciones lati-

noamericanas. Contra la postura de Aguirre Beltrán se rebelaron, en el ini-

cio de los setenta, jóvenes antropólogos mexicanos, marxistas, en su mayoría.

Entre ellos se destacaron Arturo Warman, Guillermo Bonfi l Batalla y Ángel

Palerm.

Decía Warman, en un artículo que tituló “Todos santos y todos difuntos”

( []) que la antropología “no es una criatura arbitraria de la civiliza-

ción occidental. Todo lo contrario: es una respuesta a necesidades concretas

y precisas de civilización. El conocimiento de otros pueblos nunca ha sido un

lujo sino una necesidad” (: ). Sus “conocimientos primarios [los de la

antropología], —sistema, conocimiento objetivo y cultura— no tienen conte-

nido universal aunque así lo pretendan. (...) Son conceptos creados por una

cultura y sometidos a los propósitos de ésta” (: ). Dejaba sentado, eso,

sí, que la relación entre antropología y expansión occidental no implicaba que

todo quehacer antropológico “sirva mecánicamente al imperialismo”, sino que

toda su actividad se da en un “marco de servicio al que pueda afi liarse o, por

el contrario, combatir” (: ). Los contenidos críticos de esa “nueva antro-

pología” circularon rápidamente por toda América Latina de habla hispana y,

por supuesto, en los departamentos de antropología colombianos de las uni-

versidades Nacional, de Antioquia y del Cauca, pese a que su reproducción se

hacía en el muy primitivo método de mimeógrafos. No fue entonces para nada

accidental que Guillermo Bonfi l Batalla fuera el invitado de honor del Primer

Congreso Colombiano de Antropología organizado en por la Universidad

del Cauca.

En el citado texto de Warman —fue Secretario de Reforma Agraria de los

dos pasados gobiernos del pri— él decía que la disidencia era un sello consti-

tutivo de la antropología mexicana. Incluso, resaltaba que desde cuando la an-

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tropología era realizada por los pioneros, como el cura Bartolomé de las Casas,

predicaba el derecho de “los naturales a combatir a sus dominadores” (:

). Warman ironizaba que los rebeldes de entonces se fi nanciaban con el pre-

supuesto de la Corona de España. Destacó tres corrientes en la constitución

del pensamiento antropológico mexicano: la preterista, que apunta al glorioso

pasado prehispánico a través de la arqueología; la exotista, que ve en el indio

lo único, lo sorprendente, lo irrepetible; y, fi nalmente, el indigenismo que se

enfoca en el indio contemporáneo y que es transformado con la Revolución

Mexicana. Warman resaltó a Manuel Gamio, el primer antropólogo mexicano

graduado —en Estados Unidos—, quien lanzó los conceptos básicos de infl uen-

cia en la antropología por lo menos hasta los años cincuenta, y quien fuera de-

cisivo en la inserción institucional de la antropología en México. “Todos ellos

[Gamio y sus discípulos] —dice Warman— giraban alrededor de la unidad

para la nación. Su propósito era nada menos que forjar una patria unitaria y

homogénea. Para ello [Gamio] planteó como indispensables la fusión de razas

y culturas, la imposición de una sola lengua nacional y el equilibrio económico

entre todos los sectores” (: ).

El concepto de integración nacional había sido el eje del indigenismo de

Gamio, que se replicó por toda América Latina impulsado por eventos como el

Congreso de Páztcuaro de . Por ejemplo, en Colombia tuvo consecuencias

en la formulación de la política hacia las sociedades indígenas a comienzos de

los años sesenta (Jimeno y Triana, ). Aguirre Beltrán siguió básicamente

la misma orientación de Gamio, como funcionario de distintas entidades de

política indigenista en sus enfoques de estudio. “Mi enfoque —dijo Aguirre

en una de sus últimas publicaciones en las cuales realizó un balance del in-

digenismo mexicano— es “integrativo y aculturativo” (Aguirre Beltrán, :

). Él mismo reconoció en este enfoque la infl uencia de Melville Herskovitz,

especialmente sus conceptos de aculturación y sincretismo, pero en cambio no

aceptó la que le fue asignada de Julian Steward. Su preocupación central fue

“afi rmar que México es un país en formación que está en vías de integrar en la

cultura y en la sociedad nacionales a grupos étnicos12 —indios y ladinos— re-

zagados en la corriente maestra de la evolución social” (: ; ver también

Aguirre Beltrán, ). Su desarrollo posterior del concepto de regiones de re-

fugio (Aguirre Beltrán, ) va a reforzar su rechazo a propuestas como la de

Robert Redfi eld, pues él juzga que Redfi eld y su concepto de comunidad folk

12. Aguirre Beltrán fue uno de los pioneros de los estudios sobre comunidades negras en Latinoamérica, vistas como grupos étnicos dentro de la nación.

13. “La sociedad folk”, Revista Mexicana de Sociología (1942); Tepoztlán (1948); La sociedad primitiva y sus trans-formaciones (1963).

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contempla a las comunidades “como entidades aisladas, autónomas, autocon-

tenidas” (: ). Son éstas sus palabras, no las de algún texto “crítico” actual.

Por la misma razón, Aguirre rechazó también con vehemencia lo que él llamó

“antropología crítica”, es decir, aquella propuesta por Bonfi l y Warman en los

años setenta. Acepta que esos nuevos enfoques evidencian una crisis en el indi-

genismo mexicano, pero encuentra aislacionistas, “utopías laicas”, las propues-

tas de Bonfi l sobre pluralismo cultural y sobre la realización cultural india sin

integración a la sociedad nacional (Aguirre, ).

Uno de los rasgos de la práctica antropológica especialmente acentuado

en México y en otros países como Colombia y Perú (a diferencia de la brasileña,

siempre más enraizada en la vida universitaria), que ejemplifi ca bien Aguirre,

es el tránsito de los antropólogos entre proyectos institucionales aplicados,

refl exiones académicas y vida universitaria. En aquellos países, las relaciones

entre antropología aplicada y antropología han sido bien fl uidas, incluso has-

ta el presente, pese al fortalecimiento de una capa académica dedicada a la

investigación básica y distanciada de la antropología aplicada. El gozne de este

tránsito es que cada postura teórica a favor de la integración o, por el contrario,

de la reafi rmación étnica ha tenido implicaciones legales e institucionales. Ha

repercutido sobre la docencia y sobre la vida misma de las instituciones aca-

démicas; no sólo los estudiantes han formado parte activa de las polémicas,

sino que en México, en los años de controversias más candentes, éstas llevaron

en más de una ocasión a escindir algunas instituciones y a la creación de otras

nuevas como la Escuela Nacional de Antropología e Historia enah y el actual

ciesas (cisina, originalmente).

Guillermo Bonfi l Batalla pregonó en su texto “Del indigenismo de la re-

volución a la antropología crítica” el fi n del integracionismo y propuso una

nueva búsqueda conceptual y de acción práctica sobre el lugar de los pueblos

indios y campesinos en las sociedades nacionales latinoamericanas. En México

profundo. Una civilización negada, Bonfi l propuso la génesis del problema

mexicano en “la instauración de un régimen colonial a partir del siglo xvi”.

Ese régimen instauró “la subordinación de un conjunto de pueblos de cultura

14. Para el caso colombiano, he propuesto que el acento en la aplicación de los estudios antropológicos como una forma de compromiso con la sociedad, y en especial con los sectores más débiles, ha sido a la vez fuente de creatividad metodológica y de apoyo interdisciplinario, como de debilidades en la acumulación y profundiza-ción de conocimientos (Jimeno, 1999: 70).

15. A este respecto, en Colombia es bien relevante la compilación de Jaime Arocha y Nina S. de Friedemann (orgs.), Un siglo de investigación social, Bogotá, Ed. Etnos, 1984.

16. Fue publicado en 1970 en conjunto con el artículo ya mencionado atrás de Arturo Warman, con el título De eso que llaman antropología mexicana.

17. La primera de numerosas ediciones fue en 1987; ver también Utopía y revolución (1981), que contiene una recopilación de documentos-proclama de las diversas organizaciones indias de América Latina.

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mesoamericana bajo el dominio de un grupo invasor”, creando, así, una “situa-

ción colonial” (: ).

El concepto de situación colonial, así como variantes sobre el mismo, fue

empleado por numerosos autores críticos de las ciencias sociales latinoameri-

canas entre los años sesenta y ochenta. Pablo González Casanova, por ejemplo,

lo reformuló como colonialismo interno. Bonfi l admite en México profundo

que en el México prehispánico existieron situaciones de dominación, especial-

mente la mexica, pero resalta que a diferencia de la dominación moderna los

dominadores compartían una misma cultura con los dominados y, por tanto,

los efectos del dominio eran de otro orden. Bonfi l empleó también el concepto

de grupo étnico y subrayó que la pertenencia a una colectividad no se defi ne por

sus “rasgos culturales externos que lo hacen diferente ante los ojos de los ex-

traños” sino por su sentimiento de pertenencia a una “herencia cultural propia

que ha sido forjada y transformada históricamente, por generaciones sucesivas”

(: ).

Por su parte, Ángel Palerm, considerado por muchos como el padre de

esa ruptura crítica en la antropología mexicana, resalta que en México el fl ore-

cimiento de los estudios de comunidad en los años treinta estuvo ligado a los

movimientos campesinos que dieron lugar a la Revolución Mexicana, como

también que desde entonces “el problema indígena de México empezó a ser

tratado por los antropólogos como parte de la cuestión campesina y no en

forma meramente etnográfi ca” (: ). La crítica a los enfoques sobre los

estudios de comunidad, en especial al trabajo de Robert Redfi eld, trajo como

consecuencia que “la comunidad debió ser colocada fi rmemente en el contexto

de la sociedad mayor, y no considerada como una entidad aislada. Los proce-

sos históricos tuvieron que ser analizados en sus aspectos reales y concretos,

y no vistos como relaciones abstractas entre los tipos ideales folk y urbano”

(:). Desde su perspectiva de marxista abogó decididamente entre sus

alumnos por “un enfoque histórico” para los estudios campesinos y de comu-

nidad en general ().

En fi n, el joven Warman afi rmaba que pese a que la antropología mexica-

na “se ha desarrollado en el seno de instituciones (...) [y que] los antropólogos

más que rebelarse se han incorporado con entusiasmo al sistema burocrático”,

también han ejercido la crítica y al hacerlo han aportado teóricamente (:

). Incluso, los antropólogos como funcionarios estatales, los mexicanos, tal

como sus similares en otros países latinoamericanos, se vieron forzados por

su propio contexto a alejarse del Otro como exótico y lejano. Recientemente,

González Casanova, todavía activo, en una conferencia crítica del pensamiento

neoliberal proponía que “la formación de conceptos ha logrado una notabilísi-

ma efi cacia para la gobernabilidad de los pueblos; se construyen realidades con

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conceptos y los conceptos con realidades”, dijo. Es por eso que con ellos algu-

nos intelectuales pretenden ayudar a alcanzar objetivos de justicia, libertad y

democracia (: ). Así, esos ideales políticos impregnan una larga vertiente

crítica en el pensamiento latinoamericano.

Esto se aprecia también en los estudios sobre comunidades negras, en

especial los realizados por Fernando Ortiz en Cuba. Su preocupación por en-

tender la dinámica de las poblaciones negras en América lo llevó a discutir con

los literatos Alejo Carpentier y Nicolás Guillén sobre la mejor manera de carac-

terizar la identidad negra y, fi nalmente, a proponer los conceptos de africanía y

transculturación18. Años más tarde, André Serbin (), estudioso de las cul-

turas afrocaribeñas, señaló que los conceptos antropológicos de aculturación y

contacto cultural ignoraban las relaciones de dominación establecidas por los

europeos sobre las sociedades nativas, y se apoyó en el concepto de colonialis-

mo de Georges Balandier para entenderlas.

No es posible abarcar aquí la gama de propuestas críticas de otros auto-

res como Ricardo Pozas y las más recientes de Rodolfo Stavenhagen y Roger

Bartra, todas ellas atravesadas por la infl uencia marxista. Tampoco la variedad

de tópicos sobre los que refl exiona hoy la antropología en Latinoamérica, ni la

vasta producción contemporánea de los brasileños o la de peruanos, ecuatoria-

nos o venezolanos. No importa destacar la justeza o no de las apreciaciones de

los antropólogos aquí referidos, ni se trata de exaltar las cualidades o las debi-

lidades de sus propuestas conceptuales. Importa, sí, resaltar su decidido inten-

to creativo, realizado en polémica con otras tendencias, a veces hegemónicas,

tanto de la antropología de sus países como de la que se produce en los países

metropolitanos y cuyo impulso creador ha sido la necesidad de dar cuenta de

la proximidad del Otro.

Las propuestas de los antropólogos aquí reseñados pueden entenderse

como inscritas dentro de un pensamiento social más vasto dentro del cual se

mueven corrientes distintas. Una de las más infl uyentes en la segunda mitad

del siglo xx fueron las teorías de la “dependencia”. Su ángulo común fue la

crítica a las categorías y las políticas estadounidenses para los países “subde-

sarrollados” y las teorías que les habían dado sustento (ver, en especial, Rist,

; Escobar, ). Como lo disecciona el texto de Gilbert Rist, donde éste le

sigue las huellas al forjamiento de la idea de desarrollo en Occidente y rastrea

su metamorfosis en el mito occidental y en políticas de superpotencia para el

sistema mundial, el punto de infl exión fue el llamado “punto cuatro”. Éste fue

incluido por primera vez por el presidente Harry Truman en un discurso de

enero de , en el cual anunciaba el Plan Marshall para la reconstrucción

18. Fernando Ortiz, El contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar, La Habana, Editorial de Ciencias Sociales.

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europea (Rist, ). El punto cuatro formuló la ampliación de la asistencia

técnica estadounidense, ya dada para América Latina, al mundo entero, “para

el mejoramiento y crecimiento de las áreas subdesarrolladas” (citado en Rist,

: ). Instauró así una nueva categoría, la de “subdesarrollo”, como enun-

ciado sobre la pobreza e inauguró la “era del desarrollo”. Contra esa categori-

zación se rebelaron intelectuales latinoamericanos, economistas y sociólogos

principalmente. Propusieron diversas alternativas para pensar la condición de

los países de América Latina y África. André Gunder Frank (Chile), O. Faletto

y Fernando Enrique Cardoso (Brasil), Oswaldo Sunkel (Argentina), Aníbal

Quijano (Perú), Th eotonio dos Santos (Brasil), Helio Jaguaribe (Brasil), Or-

lando Fals Borda (Colombia) y Antonio García (Colombia) son algunos de

los más conocidos. Los antropólogos participaron con su perspectiva propia

centrando su interés en el lugar de las sociedades indígenas en el mundo “en

desarrollo”.

En la actualidad, el indigenismo ya no es la fuente privilegiada de la cual

bebe la antropología latinoamericana. Migrantes, pobladores urbanos, jóvenes,

mujeres, son temas ahora de estudio y preocupación social. El papel preponde-

rante de las sociedades indígenas en la historia de la construcción conceptual

latinoamericana, sin embargo, nos remite al argumento central de este texto:

el pensamiento sobre las sociedades indígenas fue central para la antropología

latinoamericana porque el indigenismo, entendido de manera amplia, como lo

propone Alcida Ramos, es en verdad un “campo político de relaciones” entre los

indios y los estados nacionales latinoamericanos (: , mi traducción). Como

tal, es fecundo para el pensamiento y para interrogarse sobre las implicaciones

de los productos del pensamiento. El indigenismo fue entonces el “constructo

cultural” que elaboró la antropología latinoamericana para hablar sobre “otre-

dad y mismidad en el contexto de la etnicidad y la nacionalidad” (Ramos, ).

Para ello desarrollaron tempranamente conceptos críticos como transcultura-

ción, fricción interétnica, colonialismo interno, en contraste con los de acultu-

ración, equilibrio social y consenso.

Consideraciones finales

La antropología, tanto como la creación literaria y artística, muy cercanas

entre sí, han sido en América Latina naciocéntricas en su producción concep-

tual. Pero, a diferencia de lo que Elias señalaba para Europa, nuestra condición

histórica como naciones en construcción a partir de una común experiencia y

ruptura coloniales hace que nuestra producción cultural esté atravesada por

propuestas polémicas sobre el Estado y la Nación que se quieren construir. Por

ello tenemos una larga historia de teoría crítica que se expresa en la diversidad

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de lenguajes individuales y generacionales, y cuyos conceptos pretenden captu-

rar no la lejanía, sino la proximidad sociopolítica del Otro.

La antropología latinoamericana ha dejado atrás el indigenismo y enfren-

ta coyunturas nuevas. No obstante, continúa en la búsqueda de espejos de

otredad y mismidad de cara a la construcción de nación pues permanecen pro-

yectos encontrados sobre lo que signifi ca la construcción de nación, democra-

cia y ciudadanía. El modelo de Estado nacional de democracia liberal no se ha

convertido nunca en un modelo incontestado para sectores importantes de la

intelectualidad y la población latinoamericanas.

Ahora nos decimos híbridos y globalizados, pero seguimos precisando

abrir grietas en los acuerdos hegemónicos. Por ello seguimos buscando, como

lo decía hace más de treinta años Alejo Carpentier, cómo dibujar nuestra fi so-

nomía particular dentro de las corrientes universales, lejos de tipismos y natu-

ralismos (Carpentier, ) y también de vanguardismos. Lejos de la repetición

acrítica de modelos que reducen nuestro quehacer a una réplica, y esto signifi ca

dar cuenta del cruce de culturas y sociedades en el cual estamos instalados. De

manera irremediable, aún requerimos buscar la mejor manera de nombrarlo

todo.�

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L A V O C A C I Ó N C R Í T I C A D E L A A N T R O P O L O G Í A E N L A T I N O A M É R I C A | M Y R I A M J I M E N O

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6 7

M I M E S I S Y PA I D E I A A N T R O P O L Ó G I C A E N C O L O M B I A

C a r l o s A l b e r t o U r i b eProfesor asociado Departamento de Antropología, Universidad de los Andes, ColombiaProfesor asociado Departamento de Psiquiatría, Universidad Nacional de [email protected]

R E S U M E N En este ensayo se discute el

desarrollo de tradiciones de pensamiento

antropológico en Colombia desde la óptica

de la didáctica de la disciplina en el ámbito

universitario. Los conceptos que sirven de base

para la argumentación son los de mimesis,

paradigma y programas de investigación.

Al preguntarse por la fi gura del maestro (o

maestra) en la academia antropológica nacional

y la ausencia relativa de nombres que merezcan

este reconocimiento, se exploran las relaciones

entre la comunidad antropológica nacional y las

antropologías metropolitanas y sus infl uencias

en nuestro medio. Desde esta perspectiva,

la academia antropológica nacional sólo se

valida en cuanto sirva de mediadora, en el

plano local, de programas de investigación y

teorías externas. En consecuencia, el papel de

los docentes de nuestras “escuelas” se evalúa

desde su función de mediadores de los grandes

maestros de la academia internacional.

A B S T R A C T This essay discusses the

development of Colombian Anthropology from

the perspective of university academic training.

The key concepts used here are mimesis,

paradigm, and research programs. While

asking for the presence of great masters in the

development of Colombian anthropological

thinking, and the relative absence of names

who deserve this classifi cation, the essay

explores the relationships between the

local anthropological community and the

metropolitan anthropologies, and their

infl uences in Colombia. The argument maintains

that local anthropological thinking is only

validated in so far as it serves to mediate

foreign research and theory, and thus, local

anthropologists are best understood as

the local translators of the great masters of

the global anthropological community.

ANT ÍPODA N º1 JUL IO -D IC IEMBRE DE 2005 PÁGINAS 67-78 ISSN 1900 -5407

FECHA DE RECEPC IÓN : OC TUBRE DE 20 04 | F ECHA DE PUBL IC AC IÓN : JUL IO DE 2005C ATEGOR ÍA : ART ÍCULO DE REFLE X IÓN

P A L A B R A S C L A V E S :

Docencia antropológica, historia de la antropología colombiana, antropologías metropolitanas y antropología local.

K E Y W O R D S :

Anthropological training, History of Colombian Anthropology, Metropolitan and Local Anthropologies.

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A N T Í P O D A N º 1 | J U L I O - D I C I E M B R E 2 0 0 5

6 8

Según Zygmunt Bauman (: -), una descrip-

ción paradigmática de la situación en la que se encuentran todos los etnólogos

aparece en el relato de Jorge Luis Borges “La busca de Averroes”. Ocupado en la

traducción de una traducción de la obra de Aristóteles, la Poética, Averroes se

había tropezado con dos palabras, tragedia y comedia, ante las cuales “nadie, en

el ámbito del islam —escribe Borges—, barruntaba lo que querían decir”. Por

mucho que lo intentó, el Averroes de Borges no lograba encontrar en ninguna

fuente escrita lo que las tales palabras podrían signifi car. Su problema era más

que lingüístico. El teatro era por entero desconocido en el islam, y su experien-

cia estaba más allá del mundo en el que Averroes había nacido y vivido. Al fi nal,

Averroes se contentó con escribir: “Aristu [Aristóteles] denomina tragedia a los

panegíricos y comedias a las sátiras y anatemas. Admirables tragedias y come-

dias abundan en las páginas del Corán y en las mohalacas del santuario”. Acto

seguido, Borges explica la intención de su relato:

En la historia anterior quise narrar el proceso de una derrota. Pensé, pri-

mero, en aquel arzobispo de Canterbury que se propuso demostrar que hay

un Dios; luego en los alquimistas que buscaron la piedra fi losofal; luego en

los vanos trisectores del ángulo y rectifi cadores del círculo. Refl exioné, des-

pués, que más poético es el caso de un hombre que se propone un fi n que no

está vedado a los otros, pero sí a él. Recordé a Averroes que, encerrado en

el ámbito del islam, nunca pudo saber el signifi cado de las voces tragedia y

comedia.

Según Bauman (: ), después del anterior trozo viene lo principal: la

anticipación de Borges a las “atormentadas introspecciones y a las deslumbran-

tes revelaciones de los antropólogos culturales”:

M I M E S I S Y PA I D E I A A N T R O P O L Ó G I C A E N C O L O M B I A

C a r l o s A l b e r t o U r i b e(Dedico este escrito a “George Morel”

—Jorge Morales G.)

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Referí el caso: a medida que adelantaba, sentí lo que hubo de sentir aquel

dios mencionado por Burton que se propuso crear un toro y creó un búfalo.

Sentí que la obra se burlaba de mí. Sentí que Averroes, queriendo imaginar

lo que es un drama sin haber sospechado lo que es un teatro, no era más

absurdo que yo, queriendo imaginar a Averroes, sin otro material que unos

adarmes de Renan, de Lane y de Asín Palacios. Sentí, en la última página,

que mi narración era un símbolo del hombre que yo fui, mientras la escribía

y que, para redactar esa narración, yo tuve que ser aquel hombre y que, para

ser aquel hombre, yo tuve que redactar esa narración, y así hasta lo infi nito.

(En el instante que yo dejo de creer en él, “Averroes” desaparece.) (Borges

[]).

Acabado el cuento de Borges, la pregunta es: ¿cuáles son esas atormenta-

das introspecciones y deslumbrantes revelaciones antropológicas que suscitó

en Bauman su lectura? Preguntas que tienen que ver con la paradoja que atrapa

la labor etnográfi ca. La respuesta no puede ser otra que lo que Bauman llama

la “barricada de la traducción”: “tanto el traductor como el traducido o lo tra-

ducido se hacen realidad y se desvanecen en el mismo proceso de traducción,

siendo cada uno de ellos una pantalla imaginaria sobre la que se proyecta la

misma labor de comunicación en curso” (Bauman, : ). Por ello no se

debe preocupar uno, dice Bauman, de lo que se pierde en la traducción: siem-

pre es mejor atenerse a lo que se puede ganar en el hecho mismo de realizar

la traducción. Y ello porque la traducción es un proceso continuo, un diálo-

go inacabado e inconcluyente, remata Bauman, destinado a permanecer así. Y

destinado, además, a hacer de ambos participantes en ese diálogo perfectos y

perennes extranjeros en unas fronteras siempre cambiantes, con unos límites

difusos y en perpetua labilidad. “Es más ajustado a la realidad —concluye Bau-

man— describir nuestra difícil situación como una vida que trascurre en tierra

de frontera” (Bauman, : ; itálicas en el original).

Las refl exiones anteriores las traigo a cuento a propósito del tema que en

esta ocasión nos convoca: el de los encuentros y desencuentros entre la antro-

pología que se realiza en los países metropolitanos, en especial en los países

noratlánticos, y la antropología que se adelanta en una periferia como Colom-

bia. Porque es que se me antoja que a más de estar nosotros los antropólogos de

estos lares atrapados en la barricada de la traducción en relación con aquellos a

quienes tratamos de representar en nuestros quehaceres intelectuales, estamos

asimismo atraillados en nuestra relación con las traducciones que se realizan

en los centros de la antropología mundial. Como el Averroes de Borges, nuestro

dilema es cómo salir avante en nuestras traducciones de traducciones.

Se ha escrito mucho sobre las asimetrías que existen entre las antropolo-

gías metropolitanas y las antropologías periféricas. A riesgo de simplifi car, el ar-

gumento siempre se procede a señalar cómo existe un desequilibrio en la distri-

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bución del poder en el “sistema académico mundial”, de tal manera que las reglas

del juego son siempre defi nidas en las comunidades antropológicas de Estados

Unidos, Inglaterra y Francia, principalmente. Así, lo que cuenta como “buena”

antropología —por ejemplo, cuáles son los problemas más relevantes para in-

vestigar, cuáles son las soluciones teóricas más sofi sticadas o más avant-garde,

quién innova y quién simplemente duplica, qué autor o autora son los más des-

tacados en ésta o aquella área de la disciplina y quién hace avanzar los linderos

del discurso antropológico— siempre parece ser resuelto en esos países y no en

el resto de países que también tienen comunidades antropológicas consolidadas.

Aunque hay excepciones, notablemente el caso de la India, y en América Lati-

na, del Brasil y de México, no parece haber forma de competir con el volumen

de la producción antropológica metropolitana, sus congresos, sus publicaciones

periódicas, la cantidad de fuentes de fi nanciación y de recursos para apoyar la

investigación. Ello para no mencionar la contundencia de las cifras demográfi -

cas, que muestran cómo esas comunidades antropológicas centrales cuentan con

miles de practicantes de la disciplina en todas sus ramas y variedades posibles.

El resultado global de esta situación es, según algunos autores, por ejem-

plo, Esteban Krotz (; ), un silenciamiento de esas otras antropologías

que a lo sumo se ven como “ecos” o “versiones diluidas” de la antropología que

es y continúa siendo únicamente aquella que se produce en el centro. Un silen-

ciamiento, añade Krotz (), que hace que las antropologías periféricas no

existan en realidad ni en sus propios países, por cuanto sus trayectorias y logros

particulares siempre son vistos, en una relación de subordinación, en función

del devenir de las escuelas, paradigmas, autores y hasta las modas del centro.

Asimismo, para este antropólogo mexicano, las tensiones y contradicciones

entre los dos tipos de antropología nunca son abocadas de maneras explícitas,

dando curso, en cambio, a una especie de actitud paternalista y benevolente

de parte de los antropólogos y antropólogas metropolitanos hacia sus colegas

“menos favorecidos”, colegas que, dicho sea de paso, a menudo forman parte

del grupo de informantes “nativos” de los anteriores, puesto que “el campo”

para los antropólogos del Norte siempre parece comenzar en las universidades

y centros de producción de conocimiento antropológico locales. Y, como a me-

nudo sucede con casi todos los informantes, poco crédito reciben cuando los

primeros publican sus escritos y se llenan de gloria en sus congresos y simpo-

sios. Claro está, anota en este particular Krotz (), y es justo añadirlo aquí,

los locales también tienden a ver a sus congéneres antropológicos del centro

como fuentes de becas y de bibliografías actualizadas, así como de invitaciones

a sus universidades, entre muchos otros dones.

Para concluir este punto, quiero citar aquí las palabras de un antropólogo

japonés, Takami Kuwayama, quien en un número reciente de la revista Anthro-

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pology Today se queja acremente de cómo los nativos, incluso los antropólogos

nativos de Japón, no constituyen todavía contertulios de igual valía en el diálo-

go antropológico con sus colegas noratlánticos. Y que conste que es un japonés

quien esto escribe:

(…) los antropólogos del centro pueden ignorar con tranquilidad a los aca-

démicos de la periferia sin arriesgar con ello su carrera, mientras que estos

últimos serían considerados como “ignorantes” e incluso como “atrasados”

si llegaran a mostrarse como desconocedores de la investigación que los pri-

meros realizan. Esta relación asimétrica muestra que el centro tiene el poder

de dictar los modos dominantes del discurso académico. La periferia se ve

forzada a aceptarlos, por ejemplo, mediante el expediente de adoptar las teo-

rías de los académicos del centro, sus métodos y sus estilos de escritura, si sus

miembros quieren llegar a ser reconocidos internacionalmente (Kuwayama,

: ; mi traducción).

No me interesa profundizar más en esta descripción, que por lo demás

es un tanto simplista y hasta un poco injusta. Porque es que, en primer lugar,

las antropologías periféricas no constituyen un todo homogéneo, como cier-

tamente tampoco lo son las antropologías centrales. En segundo lugar, poca

culpa tienen los centros antropológicos metropolitanos en que sus pares de la

periferia siempre estén más dispuestos a verlos a ellos, a estudiar sus trabajos

y producciones y a validarse en términos de ellos, que a interactuar con sus

pares de comunidades antropológicas de países también ubicados en la peri-

feria. Y en tercer lugar, no se puede afi rmar con justicia que todos los colegas

extranjeros que nos visitan, o que desarrollan sus trabajos entre nosotros o

en el territorio de nuestros países, asuman el paternalismo de marras o estén

siempre dispuestos a apropiarse de manera descarada de nuestros conocimien-

tos. Por el contrario, siempre hay muchos antropólogos del centro que están

de veras dispuestos a brindar sus saberes y su tiempo y dedicación en pro de

la consolidación de proyectos de investigación locales, o de elevar el nivel del

entrenamiento y la discusión antropológica de nuestras comunidades intelec-

tuales (Uribe, ). Y aunque no es del caso mencionar nombres, mucho se

ha benefi ciado la antropología colombiana con la presencia entre nosotros de

pares internacionales, desde aquellos tiempos heroicos cuando el francés Paul

Rivet y un grupo de antropólogos de diversos países europeos iniciaron el en-

trenamiento de antropólogos y antropólogas colombianas en el antiguo Insti-

tuto Etnológico Nacional.

Paso entonces a lo que constituye mi preocupación principal en este en-

sayo, esto es, ¿cómo podríamos hacer para que desapareciera el Averroes de

nuestro desasosiego? Creo que un primer paso es emprender una especie de so -

ciología del conocimiento antropológico en un país como Colombia, empresa

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ésta que debe ser comparativa y de la que apenas puedo ofrecer aquí un mero

esbozo.

Pensemos, pues, comparativamente los estudios de antropología en paí-

ses como Estados Unidos e Inglaterra y el entrenamiento de los antropólogos

colombianos. Hasta hace muy pocos años, la principal diferencia era la inexis-

tencia de estudios postgraduados en antropología en nuestro medio. Mientras

que aquí se suponía todavía, después de décadas desde que se inició la cátedra

universitaria de la disciplina, que en el pregrado se podrían formar investi-

gadores en el pleno sentido de esta expresión, en el centro los antropólogos

se entrenaban como investigadores en el postgrado, con miras a desplegar su

actividad posterior hacia la vida universitaria. En esos países, el punto de corte

para determinar quién podría aspirar al doctorado era el de que su tesis de

grado debería ser una aportación original al conocimiento.

Ahora bien: en el centro, optar por estudiar antropología signifi có has-

ta más o menos la década de entrar a algo que se llamaba una escuela o

una tradición del pensamiento antropológico, generalmente identifi cada con

alguno de los grandes maestros de la antropología que dominaron de manera

casi monopólica las admisiones, las becas, las publicaciones y las promociones

dentro de sus respectivas comunidades académicas. De esta forma, en Estados

Unidos, por ejemplo, los herederos de Franz Boas perpetuaron su poder casi

sin excepciones sobre los principales centros académicos de ese país, mientras

que en Inglaterra, fi guras como Malinowski, después trasplantado a Estados

Unidos, Radcliff e-Brown y Evans-Pritchard, para mencionar algunos, hicieron

lo propio. Estudiar antropología, entonces, signifi caba ponerse bajo la égida

de alguno de estos grandes monstruos, y el entrenamiento consistía en buena

parte en una gran imitación mimética por parte del neófi to, quien empezaba

por tenerse que leer todas sus publicaciones y las publicaciones de sus adeptos.

El poder de los maestros era tal que el neófi to era enviado a un sitio particular

del planeta para estudiar un grupo previamente seleccionado por ellos, y según

una defi nición de problemas también delimitada por el programa de investiga-

ción del propio maestro. Tal escogencia implicaba, desde luego, mayor o menor

apoyo en la consecución de los fondos necesarios para “ir allá”. Al regreso del

aspirante, el maestro desempeñaba igual papel preponderante en la publica-

ción del correspondiente libro desarrollado a partir de la tesis doctoral, pu-

blicación que desde luego señalaba la entrada en fi rme del nuevo profesional

dentro del gremio antropológico. De esta manera, las escuelas antropológicas

estaban en su base cimentadas por sólidos vínculos maestro-discípulo que for-

maban verdaderos linajes de investigadores, que en ocasiones se extendían por

varias generaciones y, en la medida en que los nuevos profesionales se ubicaban

en otros departamentos de antropología, la extensión de estos linajes también

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ampliaba su distribución geográfi ca. Huelga añadir que esta visión del entrena-

miento antropológico supone dos argumentos: primero, que en una situación

maestro-discípulo una buena parte de la transmisión del conocimiento se apo-

ya en la identifi cación del discípulo con la visión y el estilo antropológicos del

maestro, y en una subsiguiente imitación del mismo; segundo, que la creación

de una escuela o paradigma antropológico desencadenaba la aplicación de un

consistente programa de investigación realizado, en últimas, por una comuni-

dad concreta de personas identifi cada con sus presupuestos, la defi nición de los

problemas, las bases teóricas adecuadas para enfrentarlos y lo que constituía

una solución adecuada a las preguntas de investigación1.

En esos países, la transmisión del conocimiento antropológico no siem-

pre procedía desde luego de forma tan fl uida. Los linajes antropológicos con

frecuencia se fracturaban, como sucede siempre con todos los vínculos de con-

sanguinidad, dando lugar a fi suras que se traducían en enconados y animados

debates y a la fundación de nuevos linajes locales que pronto clamaban el título

de ser una nueva escuela bajo el fi rmamento antropológico. En el seno de estos

últimos se procedía a reinaugurar, por supuesto, los mecanismos anteriores de

transmisión de saberes, que contaban a su favor un hecho innegable: la posibi-

lidad de desarrollar programas de investigación de largo aliento, todo ello apo-

yado por una expansiva parafernalia de apoyo infraestructural al pensamiento

y al estudio.

A partir de la década de las cosas se hicieron un poco más complejas

en el centro, sobre todo en Estados Unidos, donde sobrevino una gran explosión

de nuevos departamentos de antropología en todo el país, con su concomitante

necesidad de llenar una cada vez más creciente apertura de plazas para docen-

tes, generándose con ello que se debilitara el control de los grandes maestros

de la antropología en ese país. También en esos años surgen en el panorama

antropológico mundial una serie de nuevos “ismos” que entraron a disputarle

el terreno al “ismo” entonces dominante en la antropología anglosajona, el es-

tructural-funcionalismo. Me refi ero aquí a escuelas más o menos homogéneas

como los diversos estructuralismos, el marxismo en sus varias vertientes y la

ecología cultural, por una parte, sin olvidar la sociobiología, heredera de los

etologismos postdarwinianos, por la otra. Pienso, con todo, que a pesar de que

estas irrupciones hicieron del conjunto de la profesión antropológica un ejerci-

cio mucho más ecléctico en esos países, ejercicio no exento, por supuesto, de la

1. Estos dos últimos argumentos son una derivación, bastante libre, de las ideas de René Girard (1985; 1995) en torno a lo que él denomina la imitación y la rivalidad mimética, así como todo lo que se desprende de la visión histórico-sociológica del conocimiento científi co que surge a partir de la obra de Thomas S. Kuhn (1970). Para una discusión de la idea de Kuhn sobre paradigma en la antropología, cf. Cardoso de Oliveira (1996) y Krotz (1996).

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animación en los debates académicos y en las publicaciones, los sistemas de

transmisión del conocimiento antropológico permanecieron inalterados. Como

permanecen en buena medida inalterados aún en la actualidad, cuando el pa-

norama antropológico mundial se ha hecho infi nitamente mucho más comple-

jo con esta proliferación de “ismos” y de “post” cualquier cosa en la que ahora

vivimos. Y es que es mi fi rme sentir que en el centro la fi gura del maestro an-

tropólogo (o de la maestra antropóloga) está muy consolidada como aquella en

torno a la cual se estructura todo el saber académico antropológico.

La anterior transición entre la década de y la de es particu-

larmente importante para una mirada a una antropología periférica como la

colombiana. En efecto, ésos son los años en los que la enseñanza antropológica

ingresa de manera defi nitiva a las universidades colombianas, fi nalizando así

un poco más de veinte años de entrenamiento en el Instituto Etnológico Na-

cional y en su heredero, el antiguo Instituto Colombiano de Antropología. A la

par, ésos son los años en los que se acaba la infl uencia de la vieja etnología a la

francesa en nuestra escuela antropológica, y se entroniza la visión de la antro-

pología norteamericana como la forma preponderante de organizar los nuevos

programas académicos de antropología en las universidades2.

Lo cual no signifi có que se abandonara lo francés en nuestros departa-

mentos. Porque es que un rasgo característico que desde entonces muestran la

docencia y la investigación en nuestros centros académicos es que tanto la una

como la otra están muy marcadas por el sitio en el exterior donde se formaron

los jóvenes profesores y profesoras que pronto reemplazaron en las universida-

des a los que se han llamado “pioneros” de la antropología en Colombia, esto

es, la treintena o algo así de antropólogos y antropólogas que se formaron prin-

cipalmente bajo la égida de Paul Rivet y sus primeros discípulos colombianos.

Al sitio de formación hay que añadirle los compromisos políticos e ideológicos

que asumieron los que para los fi nales de los años de y comienzos de

2. Todas estas transiciones bien pueden ser una parte de la explicación de la precariedad que marcó el inicio de la antropología universitaria, precariedad que puede ilustrarse a partir de la carencia de materiales bibliográfi cos en español. Tales limitaciones hicieron del mimeógrafo un dispositivo fundamental en esos primeros depar-tamentos de antropología. En efecto, impresos en mimeógrafo circularon las conferencias, los ensayos y los artículos tomados de revistas extranjeras, capítulos de libros y hasta traducciones completas al español de libros como The Rise of Anthropological Theory de Marvin Harris (1968). (O sea, la traducción de la traducción, como en el caso del Averroes de Borges.) Ello hizo que los originales se constituyeran en preciadas posesiones que la mayoría de las veces eran prestados por sus dueños y tomados de sus bibliotecas particulares.

En esas impresiones mimeografi adas los neófi tos de entonces tratábamos de empaparnos de los avances y debates teóricos de las antropologías centrales, y también de la antropología latinoamericana, especialmente de la mexicana, dada la poca disponibilidad de libros y revistas en español o en lenguas extranjeras (excepto, quizá, por la literatura marxista), y lo magro de los fondos bibliográfi cos de antropología en nuestras bibliotecas. Estos materiales bibliográfi cos “artesanales” fueron el pan de todos los días de los estudiantes universitarios hasta más o menos mediados de la década de 1990. Como un hecho desafortunado en términos de una futura reconstrucción de esta etapa de la historia de la antropología nacional, casi todos estos materiales fueron des-echados a mediados de esa última década.

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eran jóvenes docentes, así como las lecturas que ellos y ellas realizaron dentro

de sus propios programas de investigación. Porque es que aquí hay que con-

siderar que en esta generación, llamémosla provisionalmente “intermedia” (o,

quizá mejor, del Frente Nacional), no todos los antropólogos y antropólogas

salieron a “especializarse”, como se estilaba decir, en el exterior. Muchos y mu-

chas han realizado exitosas carreras profesionales fundamentalmente a partir

de los viejos estudios de pregrado, que hasta solían denominarse como de

Licenciatura. Y es que también hay que decir que es esta generación interme-

dia de antropólogos la que se ha encargado de asumir casi todo el peso de la

docencia, la investigación y la administración de la antropología en nuestro

país durante los últimos años, o una cifra parecida. Si lo hizo bien o lo hizo

mal no me corresponde a mí decidirlo. El caso es qu’e sólo en los últimos

años se está presentando en nuestras universidades un reemplazo generacional,

en la medida en que los discípulos y discípulas de los antropólogos de esa ge-

neración han ingresado a sus cuerpos docentes ahora en calidad de colegas. La

mayoría de ellos, vale decirlo, ingresan a la academia con títulos académicos su-

periores, maestrías y doctorados, generalmente conseguidos en universidades de

los países del centro antropológico. Este reemplazo generacional se acelerará en

los próximos años, por cuanto antes de otros años los “intermedios” acabarán

todos por jubilarse.

Escribí antes que los académicos más jóvenes fueron todos discípulos de

esa primera generación de antropólogos formados en nuestras universidades.

En un sentido formal, lo fueron ciertamente. Pero no creo que ellos y ellas pien-

sen de sus antiguos docentes y ahora colegas como sus maestros, o por lo menos

no los piensan en el sentido en que usé esta expresión para el caso de los países

metropolitanos. Dos hechos incuestionables me llevan a hacer esta afi rmación.

El primero tiene que ver con el hecho de que en la antropología colombiana

nunca ha habido maestros en ese sentido, excepto Paul Rivet y unos pocos de la

generación de los pioneros (por ejemplo, Gerardo Reichel-Dolmatoff y Virginia

Gutiérrez de Pineda), y quizá una media docena de profesores y profesoras de

la generación intermedia. Esta afi rmación puede aparecer demasiado taxativa

a primera vista, pero creo que una investigación histórica sobre la práctica pro-

fesional la demostraría. Y es que desde el mismo momento en que Rivet salió

del país, entre otras razones por un enfrentamiento con su primer discípulo

colombiano, algunos de sus otros discípulos comenzaron una incómoda com-

petencia por ocupar el puesto del heredero: y existe una voluminosa correspon-

dencia entre los colombianos y el maestro Rivet, ya para entonces de regreso

en el Museo del Hombre en París, que así lo demuestra3. Igual sucedió con

3. Agradezco a Roberto Pineda Camacho el haberme facilitado transcripciones de esta correspondencia. Las trans-

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7 6

los de la generación de pioneros que fundaron los primeros departamentos de

antropología en las universidades colombianas: sus discípulos terminaron por

rebelarse frente a una antropología que parecía ya caduca y demasiado com-

prometida con el statu quo local, que a la postre produjo su salida de la cátedra

y su reemplazo por los primeros licenciados en antropología de la que aquí he

llamado la generación intermedia. Y ya lo dije: los profesores y profesoras uni-

versitarios de esta última cohorte tampoco tienden a ser considerados como

maestros, en el sentido propuesto aquí de esa expresión, por sus pupilos más

jóvenes. Un observador externo con inclinaciones freudianas estaría pronto a

afi rmar que la trayectoria de la antropología académica se caracteriza por una

repetida puesta en escena del “asesinato simbólico del padre”, pero prefi ero no

involucrarme en fi nas discusiones de este tipo.

Aunque uno podría afi rmar que la no existencia de grandes maestros en

nuestro medio, aparte de darle su perfi l a la antropología local, es algo que debe

ser bienvenido, hay un segundo hecho que también tiene que ser considerado

en esta cuestión. Éste tiene que ver con que nuestros maestros tienden a ser

también los grandes maestros de las antropologías metropolitanas, bien sea

porque en algunos casos los antropólogos colombianos que se especializan en

el exterior logran la admisión en las escuelas de esos grandes maestros, o por-

que, como lo anotaba el japonés Kuwayama, sería el colmo de la “ignorancia”

y del “atraso” que un antropólogo o antropóloga local no conociera la literatura

antropológica mundial: y aquí mundial quiere en realidad decir metropolitana.

El resultado de toda esta conjunción de factores me parece claro. Se es

un “buen” docente universitario en nuestro medio —cualquier cosa que aquí

signifi que “buen”— en la medida en que se haga una mediación adecuada con

la antropología metropolitana. Esto quiere decir que ejercer la docencia univer-

sitaria impone la necesidad de actuar desde una posición mimética en relación

con un centro o centros de producción de conocimientos metropolitanos, y

sobre todo, con relación a las fi guras tutelares de los correspondientes linajes.

Asimismo, ser un estudiante de antropología en nuestro medio puede llegar a

convertirse en un ejercicio de mimesis doble: se imita a quien imita, y como el

Averroes de Borges, al fi nal quedamos atrapados en traducciones de traduccio-

nes. Las tragedias se vuelven panegíricos y las comedias quedan convertidas en

sátiras y anatemas.

La conclusión de estos razonamientos no puede ser otra que la academia

antropológica nacional se valida en cuanto sirva de mediadora, en el plano lo-

cal, de los programas de investigación y las teorías pertenecientes a comunida-

cripciones originales fueron realizadas por Clara Isabel Botero del Museo del Oro del Banco de la República de Colombia.

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7 7

des antropológicas centrales. De igual forma, el papel de los docentes de nues-

tras “escuelas” sólo se valida en cuanto sean buenos mediadores de los grandes

maestros de la academia internacional. Todo lo cual conlleva un grave riesgo:

que esos docentes sientan como imperativo el ser buenos intérpretes de modas

allende las fronteras. Y la copia puede convertirse fácilmente en simulacro y

pastiche.

Los planteamientos anteriores me han dejado, lo sé, en una posición vul-

nerable. Porque no es que yo quiera desconocer, a estas vueltas del camino, la

inmensa producción antropológica nacional que está ahí a ojos vista. Todo lo

contrario: es indudable que a medida que pasan los años se nota un gran dina-

mismo en la investigación, una mayor solidez argumentativa y una creatividad

que hoy hacen de la disciplina un campo radicalmente diferente del que era

hace unos treinta años cuando nos volvimos licenciados, para seguir con el uso

de terminologías arcaicas.

Tampoco soy partidario —ni aquí lo estoy sugiriendo— de volver a un

cierto provincialismo xenófobo, de modo tal que se evite o se censure un co-

nocimiento adecuado de la producción antropológica mundial, incluida aquí,

ahora sí, la producción de otros países periféricos. De nuevo: todo lo contrario.

Porque de lo que se trata es de romper con la veneración con la que hemos en-

tronizado a veces a esos grandes maestros internacionales investidos con po-

deres casi taumatúrgicos. Debemos, empero, no dejar de “conversar” con ellos

en un plano igualitario, al dejar de lado una cierta mentalidad de periferia de la

que aún a veces somos prisioneros.

Llego entonces a una propuesta fi nal. Estoy bien convencido de que lo que

se trata es de fortifi car nuestros propios programas de investigación. Dentro

de éstos debemos aplicar concienzudamente nuestra creatividad e innovación.

Y aquí debo ser enfático: programas de investigación propios hace décadas he-

mos tenido. En nuestra ya larga agenda, por ejemplo, hemos incluido temas

como el anticolonialismo y la dependencia, antes de que se hablara de la pos-

tcolonialidad y la subalternidad. Hace ya mucho empezamos a hablar de la

fricción y las relaciones interétnicas como una estrategia de escape de los es-

trechos linderos de los estudios de comunidad. La etnohistoria formaba parte

de nuestro temario antes de que se pusiera en la liza la antropología histórica.

El marxismo estaba con nosotros antes que la crítica cultural. Y pensábamos la

relación entre el texto literario y la etnografía antes del actual agite con la crisis

de la representación.

Debemos, en suma, centrarnos en el problema de cómo seguir con la re-

presentación de este país, un país que clama por otras voces, por nuestras voces,

en un diálogo que aleje, por fi n, mediante un ejercicio amoroso de refl exión y

autorrefl exión, nuestros puntos ciegos, nuestros terrores y fantasmas. Además,

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llegó la hora de lanzarnos en la búsqueda de nuevos desafíos en la paideia an-

tropológica. Debemos, ahora sí, emprender la formación local de doctorados.

Nosotros ya podemos legitimarnos a nosotros mismos. Ya estamos listos para

hacer desaparecer el Averroes de entre nosotros. El problema del desencuentro

entre las antropologías metropolitanas y periféricas, como en el caso del Ave-

rroes de Borges, desaparece en el instante en que dejamos de creer en él. �

B I B L I O G R A F Í A

Bauman, Zygmunt 2002 La cultura como praxis, Barcelona, Ediciones Paidós Ibérica. Borges, Jorge Luis1994 [1952] El Aleph, Barcelona, Círculo de Lectores. Cardoso de Oliveira, Roberto1996 “La antropología latinoamericana y la crisis de los modelos explicativos: paradigmas y teorías”, en

Maguaré (revista del Departamento de Antropología de la Universidad Nacional de Colombia), N° 11-12, pp. 9-23.

Girard, René1985 Mentira romántica y verdad novelesca, Barcelona, Editorial Anagrama. 1995 La violencia simbólica, Barcelona, Editorial Anagrama. Krotz, Esteban1996 “La generación de teoría antropológica en América Latina: silenciamientos, tensiones intrínsecas

y puntos de partida”, en Maguaré (revista del Departamento de Antropología de la Universidad Nacional de Colombia), N° 11-12, pp. 25-39.

1997 “Anthropologies of the South: Their Rise, their Silencing, their Characteristics”, en Critique of Anthro-pology, Vol. 17, N° 3, pp. 237-251.

Kuhn, Thomas1970 The Structure of Scientifi c Revolutions, Chicago, The University of Chicago Press. Kuwayama, Takami2003 “Natives as Dialogic Partners”, en Anthropology Today, Vol. 1, N° 1, pp. 8-13. Uribe, Carlos Alberto 1997 “A Certain Feeling of Homelessness: Remarks on Esteban Krotz´s Anthropologies of the South”, en

Critique of Anthropology, Vol. 17, N° 3, pp. 253-261.

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7 9

M E T R Ó P O L I S Y P U R I T A N I S M O E N A F R O C O L O M B I A

J a i m e A r o c h a R o d r í g u e zProfesor Asociado, Departamento de AntropologíaDirector Grupo de Estudios Afrocolombianos, Centro de Estudios Sociales (CES)Universidad Nacional de [email protected]

P A L A B R A S C L A V E :

Afrogénesis, eurogénesis, multiculturalismo, inclusión étnica, Constitución de 1991.

K E Y W O R D S :

Constructivism, Essentialism, Multiculturalism, Ethnic Inclusion, Colombian Constitution of 1991.

R E S U M E N A partir de la reforma

constitucional de 1991, el constructivismo

irrumpió en Afrocolombia, y con él, una

moral doble de corte puritano: castiga la

esencialización de las historias y culturas de

las “poblaciones negras”, pero no la de la

modernidad, fenómeno que considera deseable,

irreversible y de larga duración.

El resultado consiste en versiones

contraevidentes o estereotipadas de la lucha

de esas “poblaciones” —mas no pueblos— en

pro de la aplicación de la Ley 70 de 1993,

la cual legitimó los dominios territoriales

que la Carta de 1886 les negaba. Surgen,

además, hipótesis como la del “neorracismo

culturalista” para explicar el que la exclusión

de esos grupos se perpetúe, no obstante que

la reparación histórica hubiera sido normada.

A B S T R A C T After the 1991 Constitutional

reform, anthropologists and sociologists

affi liated with constructivism strongly emerged

in Afro Colombia. Applying puritanical double

moral standards, they punish colleagues,

for allegedly essentializating the history and

culture of “black populations”. However at the

same time, they exalt modernity as a desirable,

irreversible and deeply rooted phenomenon.

Part of their narratives lack empirical support

and stereotype struggles by those ethnic

people in favor of implementing Law 70 of

1993 which gave legitimacy to their ancestral

territorial domains, which the 1886 Constitution

failed to acknowledge. They further blame

anthropologists interested tracing the bridge

between Africa and the Americas for introducing

“neoracist culturalism” and thus contributing to

perpertuate social and economic exclusion of

Afro Colombians. Explanations by these scholars

are highly conspicuous, considering that they

tend to deemphasize the importants of those

mechanisms for historical reparation introduced

by that constitutional reform.

ANT ÍPODA N º1 JUL IO -D IC IEMBRE DE 2005 PÁGINAS 79 -108 ISSN 1900 -5407

FECHA DE RECEPC IÓN : ABR IL DE 20 05 | F ECHA DE PUBL IC AC IÓN : JUN IO DE 20 05C ATEGOR ÍA : ART ÍCULO DE RE V IS IÓN

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El auge académico de las poblaciones negrasAntes de la reforma constitucional de ,

en la metrópolis y en la periferia, los estudios sobre Afrocolombia eran insigni-

fi cantes. Desde entonces, organizaciones gubernamentales y neogubernamen-

tales abrieron un creciente número de programas que abocaron esos estudios,

los cuales, desde la metrópolis, incluyen movimientos sociales, entrada en la

modernidad, ecología política, raza, discriminación y relaciones interétnicas

de las poblaciones negras. En estas páginas aproximaré una muestra de esa

producción académica metropolitana, a propósito de la cual mi uso de las le-

tras itálicas ni es casual ni neutro. Tiene que ver con la preponderancia de un

paradigma explicativo cuya denominación ha sido poco acogida en el Atlántico

Norte, euroindogénesis. Se diferencia de la afrogénesis, según el deletreo que

haré más adelante1.

El estudio de la literatura consultada me ha puesto ante la propagación

del “puritanismo constructivista”, el cual, por su doble moral, me parece em-

parentado con el que tratan de imponerle al mundo los wasps o blancos anglo-

sajones protestantes2. Consiste en catalogar como “pecaminosos” o “malos” a

M E T R Ó P O L I S Y P U R I T A N I S M O E N A F R O C O L O M B I A

1. “Ulrich Fleischmann (1993) fustigó a Robert Chaudeson porque desdeñaba las huellas de africanía que ostentan las lenguas criollas que hoy hablan los pobladores de islas próximas al continente africano como Reunión y Mauricio. Chaudeson se declaraba partidario de la eurogénesis, es decir, de un paradigma de análisis que tiende a resaltar la herencia europea y a minimizar el impacto de los legados africanos. Al defender la afrogénesis, Fleischmann introduce datos afroamericanos y establece correlaciones muy directas entre el ejercicio de la re-sistencia que de continuo practicaron los esclavizados en busca de la libertad y la creación idiomática y cultural” (Arocha, 1996: 317).

2. En Yo, Tituba, la Bruja Negra de Salem, Maryse Condé (1999) hace un trazo profundo de esa digitalización

J a i m e A r o c h a R o d r í g u e z

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quienes hagan “grandes relatos” sobre aquellos fenómenos que —exceptuando

la modernidad— puedan reiterarse durante períodos de larga duración. Quie-

nes lo hagan pueden ser catalogados como “decadentes”, “oportunistas” o “fa-

bulacionistas”. Tienden a omitir del léxico palabras como “ancestral”, “tradicio-

nal” y “ritual” o reemplazarlas por sus antónimos, con el fi n de no sugerir que

algo pueda permanecer o perpetuarse. Formulan sus explicaciones mediante

giros condicionales que atestigüen lo efímero, lo opaco o lo borroso, y de ma-

nera diáfana debe proclamarse que lo escrito por los no constructivistas carece

de valor. De ahí el “renacimiento esperanzador” acerca del cual habla Escobar

(: ). No hay disensos acerca de que la entrada a la modernidad sea des-

tino ineludible de los pueblos étnicos, aún capaz de infl uir la escogencia del

título de uno de los libros más comentados en este ensayo, El fi nal del salvaje.

La restitución de un término tan peyorativo para denominar a los pueblos “no

modernos” y de un camino que se supone ineluctable es una muestra de una

regeneración eurocéntrica, cuyo unanimismo quizás tan sólo haya sido iguala-

do por el que primó durante los decenios de y , cuando la teorización

sobre la irreversibilidad e inminencia del salto del capitalismo al socialismo

incluso logró que fueran casi indiferenciables los programas curriculares para

enseñar antropología, sociología, historia y fi losofía.

Ante la irrupción de estos umbrales para evaluar trabajos propios y aje-

nos, el libro Identidades a fl or de piel es paradigmático por sus fórmulas para

absolver los supuestos pecados de esencialización y naturalización. Una de

ellas consiste en reemplazar las denominaciones étnicas por los apelativos que

durante la Colonia se usaron para designar las castas (Cunin, : ); otra,

optar por la “competencia mestiza” como la mejor alternativa para llevar a cabo

investigaciones de terreno, y en el mismo sentido, “elegir el buen rol, el perso-

naje adecuado, en función del contexto y los interlocutores” (). Los subraydos

anteriores obedecen a interrogantes que me suscitan el que la misma autora

haya intentado darle continuidad a la propuesta de Guy Mussat (citado en Aro-

cha, ) de estudiar el mestizaje a partir de las nociones de competencia y

cambio de código lingüístico (Cunin, : -). Sin embargo, uno se ve

obligado a preguntar cómo un observador puede llegar a adquirir las compe-

tencias que le permitan identifi car no sólo los sentidos que rigen un contexto

ajeno, sino las relaciones entre unos interlocutores desconocidos, y de ahí optar

por un buen rol y un personaje adecuado. El que quizás estemos ante actos de

fe y no de ejercicio empírico se deduciría de la dogmática a la cual se adhiere

Cunin cuando caracteriza al mestizaje como “valoración de los intercambios

metropolitana mediante su enfoque sobre “el Maligno” entre los puritanos de Massachussets. En la contempo-raneidad, esa orientación cognoscitiva toma la forma del eje del mal.

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culturales, modernidad de los matrimonios mixtos, interpretación de las socie-

dades, etc.— [e] invención occidental y contemporánea” (). Las palabras que

subrayo son otra manifestación de un eurocentrismo capaz de pasar por alto

fenómenos que rompen con esa idea estrecha de modernidad, como la exo-

gamia de la familia lingüística tukano oriental: las mujeres deben unirse con

hombres que hablen un idioma distinto al de ellas.

Por último, habría que considerar el homocentrismo extremo de la pro-

puesta: “[…] la desaparición de [la] noción [esencialista de la naturaleza] es os-

tensiblemente diferente a negar la desaparición de una realidad biofísica, pre-

discursiva y presocial si se quiere, con estructuras y procesos propios, que las

ciencias de la vida tratan de entender […]” (Escobar, : )3. Me pregunto si

una realidad con estructuras y procesos propios no es una esencia, y si algo tan

complejo ha podido evolucionar en un ámbito “prediscursivo”, a no ser que uno

reduzca toda la realidad discursiva al lenguaje gramatical y al mismo tiempo

excluya la relevancia informativa del discurso de la comunicación no verbal.

Esta opción que edita teorías poderosas de la antropología me hace recordar

que, para Said (: ), el “[…] poder para narrar, o para impedir que otros

relatos se formen y emerjan en su lugar, es muy importante para la cultura y

para el imperialismo, y constituye uno de los principales vínculos entre ambos

[...]” (véase también Zaid, ).

Sin duda, esencializar para excluir es condenable. Sin embargo, la conde-

na del procedimiento no debe inhibir su estudio, en especial, dentro de con-

textos bélicos neocoloniales como el que hoy vivimos en Afrocolombia. Ante

esas coyunturas, los pueblos elaboran archivos de lo mejor que han conocido y

pensado sobre sí mismos en calidad de fuentes beligerantes de identidad (Said,

). De ahí que la cultura entre a formar parte de los arsenales de las bata-

llas, como hoy se puede apreciar en las pugnas que escenifi ca el Afropacífi co

entre bandejas paisas y encocaos de piangua; entre las rancheras de Helenita

Vargas y marimbas y currulaos; entre edifi cios de marmolina con ventanas

ahumadas y casas de “tulapuejta”. Es dentro de esas confrontaciones donde uno

comprende otra de las aseveraciones tajantes de Said: “Entre las estrategias más

corrientes de interpretación del presente se encuentra la invocación del pasado.

Lo que sostiene esta invocación no es sólo el desacuerdo acerca de lo que su-

cedió, acerca de lo que realmente fue ese pasado, sino la incertidumbre acerca

de si el pasado realmente lo es, si está concluido o si continúa vivo, quizás bajo

distintas formas […]” (: ).

3. Stephen Jay Gould propone la explicación opuesta al resaltar el papel de la contingencia dentro del proceso evolutivo: “[...] quizás únicamente somos una idea tardía una especie de accidente cósmico, sólo una fruslería en el árbol universal de la evolución” (2001: 40).

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En Colombia, la Constitución de le dio legitimidad a la opción de que

los excluidos militaran en pro de su inclusión, a partir de esos archivos con lo

mejor de sí mismos, y no en función del archivo hispanoamericano. Los nuevos

repertorios con las historias y culturas afrocolombianas les sirven a quienes los

aprehenden para mitigar las imágenes degradadas que el sistema educativo y

los medios de comunicación de masas siempre han propagado. Al fi n y al cabo,

la degradación sociorracial consiste en actos pedagógicos que anteceden a las

acciones militares (Arocha, ). En consecuencia, África fi gura cada vez más

dentro de esencializaciones estratégicas (Restrepo, a y b), ya sea porque

hay académicos quienes hemos resaltado continuidades entre las culturas de

los donantes de cautivos y las reinterpretaciones de la memoria africana que

ellos hicieron en América; porque dirigentes del movimiento social se hayan

apropiado de fi guras como la de Nelson Mandela, mientras que otros hayan

considerado que ser consecuentes con sus búsquedas puede consistir en ini-

ciarse en la religión de los orichas, y por último, quienes desde sus localidades,

y a partir de su imaginación, se inventan una África ahistórica que bien pueden

representar pintándose de negro, poniéndose faldellines de fl ecos vegetales y

exagerando el frenesí del baile.

Para la euroindogénesis, esas opciones son peligrosas en lo político (Cu-

nin, : ; Wade, : -). No obstante, es conspicuo que desde la me-

trópolis se fabule una nueva amenaza, el “neorracismo cultural”, pero se diga

poco de las formas de intimidación que sí se han enseñoreado de las regiones

de sus estudios en ambos litorales: confl icto armado como medio de destierro

territorial, difusión de cultivos de uso ilícito y megaproyectos para modernizar

las comunicaciones terrestres, acuáticas y aéreas que para nada han contado

con las formas de producción sostenible o las territorialidades de los pueblos

étnicos de esas regiones (Arocha, ).

En este ensayo trato de evitar las subvaloraciones implícitas en los con-

ceptos de “conocimiento experto” y “saber local”. Para ello, recuerdo que José

Saramago inicia su novela El hombre duplicado con un epígrafe que toma del

Libro de los Contrarios, “El caos es un orden por descifrar”. Los académicos

descifran el caos mediante la “nética”, consistente en el conjunto de mensajes

cuyo sentido depende de reglas epistemológicas acerca de las cuales su comu-

nidad se ha puesto de acuerdo. Entre tanto, los sujetos de las investigaciones

académicas descifran el caos mediante la “némica” o conjunto de mensajes re-

dundantes para ellos y cuyos signifi cados pueden llegar a ser accesibles para

los académicos y para otras personas, luego de que estos últimos identifi quen

y deletreen las reglas mediante las cuales esos emisores defi nen el sentido4. La

4. Esta conceptualización combina la visión de Harris (1980: 32-34) con las nociones de codifi cación y redundancia que propuso Gregory Bateson (1991: 427-498).

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operación inversa también es posible, pero en especial deseable, como puede

apreciarse por la vinculación de “coinvestigadores” de la base afrodescendiente

con los proyectos académicos de investigación.

hace ya casi veinte años Nina S. de Friedemann hizo un balance sobre

los “estudios de negros” en Colombia, desde los inicios de la profesionalización

de las ciencias sociales en el país hasta mediados del decenio de 5. A ese ar-

queo lo tituló “Estudios de negros en la antropología colombiana”, y resaltaba la

escasez de enfoques desde la antropología, la historia, la sociología y la crítica

literaria sobre el devenir histórico y sociocultural de quienes descendieron de

los cautivos traídos desde África occidental, centro-occidental y central. Com-

parando ese acervo con el que para entonces ya existía sobre los indígenas, de

Friedemann enunció la hipótesis de que el ostensible vacío que ella identifi caba

respondía a patrones arraigados de la discriminación que ella denominó “so-

ciorracial”. Sistematizó las nociones de “estereotipia” e “invisibilidad” para ca-

racterizar las peculiaridades de esa forma de exclusión sociopolítica, sugirien-

do al mismo tiempo que se trataba de hábitos profundamente arraigados que

se remontaban a los mecanismos que los europeos instituyeron para elaborar la

imagen de los “negros” aun antes del inicio de la trata transatlántica. En efecto,

ella se acercó a la epistemología mediante la cual los historiadores imperiales

ocultaron la complejidad política de los estados subsaharianos y congoleses

que aparecían en los crónicas tempranas de musulmanes y europeos, respecti-

vamente. Se detuvo en el caso de Mali, uno de cuyos soberanos más conocidos

—Mansa Musa— fue europeizado, y su fi gura, progresivamente blanqueada.

Con respecto a la estereotipia, hizo énfasis en el papel que desempeñaron los

evolucionistas seguidores de Herbert Spencer de fi nales del siglo xix para pro-

pagar y consolidar la idea de que la inmunidad al dolor, la fortaleza muscular,

la libidinosidad, la indolencia y la incapacidad tanto de pensamiento abstracto

como de emociones superiores dizque eran defectos innatos entre la gente de

“raza negra”.

Analizó la traducción y transferencia de esa “nética” a Colombia median-

te enfoques sobre la literatura de “negros” y sobre “negros”, profundizando las

opciones que intentaban contrarrestar los discursos y prácticas de la discrimi-

nación, así como la oposición de la cual fueron objeto encarnizado. Terminaba

llamando la atención sobre las urgencias académicas, políticas y éticas de hacer

visibles a los negros, dilucidar los mecanismos de desposesión territorial y dis-

criminación de los cuales eran objeto y contribuir a reparar las violaciones a las

cuales habían estado sometidos desde tiempos coloniales.

5. Este es el sentido de la noción de africanía que el paradigma afrogenético emplea desde que Fernando Ortiz la introdujo.

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Hace cuatro lustros era imposible vaticinar la reforma constitucional ini-

ciada a fi nales del mismo decenio con el proceso de paz como requisito para la

desmovilización de los guerrilleros del Movimiento Diecinueve de Abril, m-

Tampoco, que la Asamblea Nacional Constituyente fuera a involucrar a re-

presentantes de agrupaciones sociales tan diversas, cuyo común denominador

consistía en haber sido excluidas de la participación democrática.

No obstante la oposición, la carta política que esos grupos contribuyeron

a redactar introdujo tres modifi caciones signifi cativas para el propósito de este

artículo: el reconocimiento y legitimación de la índole pluricultural y multiét-

nica de la nación colombiana; la reconceptualización del ambiente en calidad

de patrimonio futuro; y la democracia participativa. Dentro de ese marco, es

relevante el que hubiera sido posible incluir un artículo que, pese a su tran-

sitoriedad, por primera vez en la historia nacional permitiera pensar en una

reparación histórica para los descendientes de quienes habían sido capturados

en África con destino tanto a la trata como a la preservación de la población

indígena.

Una comisión especial cuya membresía defi nió el mismo artículo transi-

torio redactó el instrumento jurídico que se transformaría en Ley de ,

luego de complejos avatares de diseño y gestión que están por deletrearse. Esa

ley recogió buena parte del clamor que expresaban organizaciones de la base,

académicos y miembros de organizaciones neogubernamentales en cuanto a

que el carácter étnico de las “comunidades negras” correspondía con modelos

que delineaban las convenciones de la Organización Internacional del Trabajo

( de y de ), con respecto a los pueblos nativos u ori ginarios

(véase Triana Antorveza, en Arocha, ; Sánchez, : ). En consecuen-

cia, a los afrocolombianos les brindó los instrumentos jurídicos ne cesarios para

(i) ejercer dominio real sobre territorios de los cuales habían sido excluidos

mediante la legislación de baldíos y otras normas agrarias, no obs -tante el que

sus antepasados los hubieran humanizado desde mediados del siglo xvi; (ii)

salvaguardar sus acervos culturales y ambientales; (iii) participar en decisiones

políticas sin tener que estar afi liados con los partidos que los habían excluido

del juego democrático, y (iv) introducir reformas educativas que permitieran

ampliar la tolerancia social y combatir la estereotipia que legó el evolucionis -

mo, dando legitimidad a los aportes culturales, políticos, artísticos e históricos

de los afrocolombianos.

Sin duda, estas transformaciones han contribuido a la permeabilidad de

los linderos académicos, a la horizontalidad de las relaciones y al número sig-

nifi cativo de obras metropolitanas que, en especial, las prensas del Instituto

Colombiano de Antropología e Historia han puesto a circular. No obstante

estos logros, persisten interrogantes alrededor de las maneras de contar a los

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diversos y de los antecedentes e índole de la reforma constitucional de . Me

referiré a esos asuntos luego de resumir los paradigmas dominantes.

Hoy por hoy, cuatro paradigmas

Cuatro paradigmas inspiran o infl uyen la investigación sobre los afrocolombia-

nos, su historia y su cultura.

. L a a f r o g é n e s i s es de carácter diacrónico, con manifi esto inte-

rés por las expresiones contemporáneas del puente que unió a África con

América, califi cando las reinterpretaciones de la memoria africana que

persisten más que todo en función de su papel dentro del ejercicio de la

resistencia contra la esclavización. Especifi ca las particularidades que os-

tenta la “Gran Colombia” con respecto a otras Afroaméricas, porque allí

no pelechó el sistema de plantaciones azucareras, pero sí la minería y otras

formas de extracción. A esas particularidades hay que añadir los efectos

del Tribunal de la Inquisición, la disminución signifi cativa en la importa-

ción de bozales que tuvo lugar desde la segunda mitad del siglo xviii, de las

reformas borbónicas y del código negro de fi nales del siglo xviii (Arocha,

). De otra manera, no es fácil explicar la ausencia de africanías tan

diáfanas como las del candomblé bahiano y la santería cubana, así como la

persistencia de la discriminación sociorracial, mediante los cálculos ana-

lógicos que caracterizaron el sistema de castas coloniales. Mantiene posi-

ciones críticas frente a las nociones de mestizaje e hibridación, utilizando

en su reemplazo las de blanqueamiento y de cacharreo o bricolaje. Entre

sus temas preponderantes fi guran el de las violencias rurales, el confl icto

étnico y los mecanismos de resolución dialógica de las desavenencias ho-

moétnicas y heteroétnicas, debido a que considera que la discriminación

sociorracial y la exclusión territorial de los afrodescendientes hacen parte

de aquellos confl ictos no resueltos que fi guran entre las causas fundamen-

tales de la guerra contemporánea. Se apoya en los centros académicos que

hacen parte del Programa Unesco “La Ruta del Esclavo” —Universidad de

York (Canadá), la Universidad de Alcalá, con su Cátedra Unesco sobre la

Africanía, Universidad de Cocodí (Costa de Marfi l), el Centro para la In-

vestigación de la Civilización Bantú (ciciba), el Centro de Estudios de Asia

y África del Colegio de México, el Programa La Tercera Raíz de México, la

Universidad de Costa Rica, la Fundación Fernando Ortiz de La Habana, el

Centro Cultural Fernando Ortiz de Santiago— y en el Centro para el Estu-

dio de la Diáspora Africana en Europa y América Latina de la Universidad

de Ámsterdam, alrededor del cual confl uyen varias universidades del Viejo

Continente y de América Latina. Buena parte del énfasis de su trabajo ha

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consistido en la cooperación Sur-Sur, mediante la revista América Negra,

cuya publicación, por diferentes razones, se suspendió desde el fallecimien-

to de Nina S. de Friedemann en octubre de .

. L a e u r o i n d o g é n e s i s es un paradigma más bien de carácter

sin crónico, con énfasis particulares en las nociones de mestizaje e hibrida-

ción para explicar la identidad de las “poblaciones negras” de Colombia.

Involucra casi a la totalidad de los aportes metropolitanos y la mayoría de

los periféricos. Recalca que en América Latina la discriminación se ejer-

ce menos por las pertenencias étnicas y más por las raciales, a partir de

cálculos digitales que no llegan al extremo de aplicar las normas de hi-

podescendencia que sí se utilizan en América del Norte. Dadas las alertas

con respecto a la esencialización, se mantiene alejada de África y de las

posibles persistencias, mas no de Europa y de las raíces y permanencias de

la modernidad, ampliada mediante la globalización. Se centra en el estudio

de movimientos sociales, ambientalistas y religiosos para comprender los

procesos de etnización y entrada a la modernidad que brotan con la refor-

ma constitucional de . También ha incluido temas que podrían verse

como banales, la historia de las grandes orquestas tropicales del siglo xx

(Wade, ) y el reinado de belleza en Cartagena (Cunin, ). Poco dado

al análisis del cimarronaje y otras formas de resistencia ejercidas desde la

Colonia, más bien toma como punto de partida la abolición ofi cial de la es -

clavitud del de mayo de . Tampoco privilegia las explicaciones de la

guerra contemporánea (Wouters, ), no obstante el que con celeridad

ésta haya incorporado a las áreas de población negra objeto de interés para

el paradigma. Lo integran vertientes francesas, noreuropeas y norteameri-

canas que han desarrollado sus investigaciones mediante convenios con el

Instituto Colombiano de Antropología e Historia, el Centro de Investiga-

ciones en Desarrollo de la Universidad del Valle, la Universidad de los Andes

y organizaciones de la base del Pacífi co sur y el Chocó. Desconozco cual-

quier vínculo que los adherentes de este paradigma tengan con universida-

des africanas, y los que hayan hecho con otras de América Latina tienden a

excluir la dimensión histórico-cultural de larga duración (Escobar, ).

. A n t r o p o l o g í a j u r í d i c a . De índole más bien pragmático,

a sus adherentes les ha incumbido el carácter de pueblos étnicos que han

identifi cado entre los afrocolombianos de las áreas rurales de ambos litora-

les, pero que el Estado ha tratado de desconocer, aun después de que entra-

ra en vigencia la Ley de (Sánchez et al., ). Sus practicantes más

que todo son colombianos, pese a que ha habido posiciones metropolita -

nas que han resultado fundamentales a la hora de iniciar el proceso de titu-

lación, como sucedió con la del antropólogo Shelton Davis del Banco Mun-

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dial sobre el Programa Nacional de Manejo de Recursos Naturales. Con

seguridad, esos intereses seguirán ampliándose a medida que la industria

humanitaria internacional profundice sus vínculos con las gestiones en

pro de los derechos humanos y del derecho internacional humanitario. Del

mismo modo, es predecible que del énfasis central que ha consistido en el

apoyo a los consejos comunitarios para que logren la titulación colectiva

que contempla la ley en mención, pasen a trajinar con las formas propias

de derecho acerca de las cuales sus colegas indianistas ya llevan una larga

tradición. Tal sería el caso de las némicas afrocolombianas sobre delitos,

contravenciones y castigos o de las acciones de tutela y cumplimiento que

las organizaciones de la base interponen ante el Estado porque los y las

afrocolombianas sean víctimas de discriminación laboral o de la expulsión

violenta de sus territorios. En este sentido, al movimiento social le corres-

ponden campañas que demuestren que muchas de las violaciones sociales,

políticas y territoriales que han experimentado los indígenas también se

han dado contra los afrodescendientes, sin que hayan motivado las movili-

zaciones nacionales e internacionales de carácter multitudinario que sí han

tenido lugar para casos como el de los indígenas uwa.

. Pastoral afrocolombiana. De índole evangelizadora, este para digma

nace de la Afroteología y la Teología de la Liberación (Quintero, ). Ejer ce

mayor tolerancia hacia las expresiones religiosas afroamericanas y mani-

fi esta especial interés ante la presente coyuntura, la cual interpreta y bus -

ca solucionar, en especial, apelando a la historia y la antropología. Incluso,

pa recería que el uso y aplicación de la jerga de esas disciplinas para hacer

los sermones crea barreras de comprensión con la feligresía. Hoy se reali-

zan estudios para averiguar si sus promotores y practicantes han incorpo-

rado elementos de esas teologías y liturgias afroamericanas tradicionales

y contemporáneas (Quintero, ). Tal es el caso de (i) el estatus que le

reconocen a la Virgen María a la hora de persignarse, cuando recitan en

el nombre del Padre, llevando la mano derecha a la frente; en el nombre

de la Madre, llevando la mano al pecho; del Hijo, hombro izquierdo, y del

Espíritu Santo, hombro derecho; (ii) el valor que otorgan a símbolos como

el del canalete a la hora del Ofertorio; (iii) las danzas que sacerdotes, fi eles y

ayudantes ejecutan a partir de ritmos “afros” de ambos litorales, y (iv) nue-

vas nociones de pecado: ejercer la discriminación y permanecer ajeno a la

guerra y sus consecuencias más graves, como la desterritorialización de los

pueblos étnicos y la subsiguiente persecución y destierro (Arocha, ). A

este paradigma se vinculan sacerdotes africanos, europeos y colombianos,

quienes han estudiado teología en prestigiosas universidades europeas y

colombianas.

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Pasando ya a los temas que ilustran diferencias entre metrópolis y peri-

feria, en primer lugar enfoco el problema de los censos y las encuestas, para

continuar con el del multiculturalismo.

Demografía de los afrocolombianos

Al reconocer que la nación colombiana siempre había sido multiétnica y plu-

ricultural y que era posible hacerles reparaciones a los pueblos excluidos de la

nacionalidad, la Constitución Política colombiana de originó la necesidad

de identifi car y contar a esas personas. Para el censo de , la tarea se resolvió

pidiéndole al encuestador que le preguntara al encuestado cuál era su afi liación

étnica. La respuesta era fácil si el interrogado era antropólogo o indígena, qui-

zás los únicos ciudadanos de verdad familiarizados con las nociones de etnia

y afi liación étnica. Los primeros, porque habían inventado los conceptos; los

segundos, porque de tanto oírlos, los habían aprendido, recordando, además,

que una cosa era como ellos se llamaban a sí mismos, otra como los llamaban

sus vecinos y otra muy distinta como lo hacían los eurodescendientes. Fue así

como hubo subregistro del número de personas que, además de los indígenas,

se reclamaban diversas en su cultura e historia.

El primero en cuestionarse de manera sistemática cómo contar a los di-

versos fue el equipo que formó el Centro de Investigaciones y Documentación

Socioeconómica (cidse) de la Universidad del Valle con el Institut de Recher-

che pour le Développement (ird) de Francia. Su investigación Movilidad, ur-

banización e identidades de las poblaciones afrocolombianas en la región del

Pacífi co desarrolló una metodología con óptimos niveles de confi abilidad es-

tadística. Los instrumentos para dar cuenta de la población negra de Cali son

refi nados desde la solución a los problemas cartográfi cos que presentaban las

áreas que se han catalogado como “subnormales”, las cuales albergan buena

parte de las distintas olas de inmigrantes, hasta la redacción de las preguntas

sobre pertenencia étnica, pasando por las de las trayectorias de migración y

trabajo. El resultado consiste en la investigación más fi able sobre las caracterís-

ticas demográfi cas y socioculturales de los afrocolombianos de Cali (Barbary,

Bruynel, Ramírez y Urrea, ).

Estas experiencias desembocaron en que a esa entidad la consultara el

Departamento Administrativo Nacional de Estadística (dane) acerca de cómo

perfeccionar el conteo de miembros de minorías étnicas, con miras a diseñar

el próximo censo nacional. Para el caso de la etapa de la Encuesta Nacional

de Hogares, el equipo del cidse estuvo de acuerdo con que el reclutamiento se

hubiera hecho usando cuatro fotografías,

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[...] de un hombre negro vestido con camisa y corbata, de aspecto adulto jo-

ven que podría identifi carse con un perfi l profesional; la de una mujer ne-

gra-mulata entre y años; la de una mujer que podría caer en un fe-

notipo “mestizo”; y la de una mujer de fenotipo “blanco”. Las dos últimas

mujeres en el mismo rango de edad de la primera, y cualquiera de las tres

podría ser profesional. Los cuatro personajes (el hombre y las tres mujeres)

bien vestidos, además de ser atractivos en términos de belleza física. Cada

fotografía estaba [...] numerada de a , con la opción para quien deci-

día que ninguna de las cuatro fotos se acercaba a su apariencia fenotípica.

La tasa de respuesta en este módulo en las áreas metropolitanas en su

conjunto fue superior al %; es decir, que los miembros de los hogares se

autoclasifi caron y clasifi caron a los demás miembros en esa magnitud, lo

cual indica la efi cacia del procedimiento utilizado [...] (Urrea et al., ).

Al mismo tiempo que los autores presentan un cuadro aterrador de la

discriminación contra los afrodescendientes, fustigan las encuestas que se ba-

san en categorías como las de “afrodescendiente”, “afrocolombiano” o “afroco-

lombiana” porque “[...] no existe a escala nacional en la sociedad colombiana

de hoy, un sentimiento de pertenencia étnica compartido y libremente decla-

rado por grupos signifi cativos de población [...]” (Urrea, ). Sostienen ade-

más que en Brasil tanto el Instituto Brasileño de Geografía y Estadística como

las organizaciones de la base afrodescendientes adhieren a procedimientos de

percepción y autopercepción fenotípicas, y además insisten en que se sigan

usando categorías como las de “preto”, “pardo” y “branco” (). Sin embargo,

es necesario tener en cuenta que en ese país no se dio el vacío que —desde la

segunda mitad del siglo xviii, y exceptuando a Cuba— sí tuvo lugar en el léxico

sociorracial que empleaban los miembros de las antiguas colonias españolas.

La pérdida afortunada de la terminología pigmentocrática dependió de las re-

formas borbónicas y la disminución signifi cativa en la importación de bozales

que tuvo lugar a partir de . En este sentido, no es extraño que historiadores

como Reid Andrews se hayan preguntado cómo fue que durante el siglo xix

de s aparecieron los “negros” y “negras” de Argentina. Al absolver tal pregunta,

ese historiador demostró que además de quienes habían caído víctimas de las

guerras de independencia, las palabras que nombraban a esas personas habían

ido desapareciendo de los documentos ofi ciales. Por su parte, en Brasil operaba

otra estructura legal y la trata atlántica se prolongó hasta fi nales del decenio

de . Así, la terminología pigmentocrática no entró en las mismas formas de

desuso que ocurrieron en el resto de América Latina.

De manera más específi ca, en el litoral del Pacífi co colombiano, a los

nombres de mulato o mulata, zambo y zamba los fueron reemplazando los de

renaciente y libre, a medida que cautivos y cautivas se automanumitían y obte-

nían la libertad. No obstante, pasarían varios años antes de que esos etnónimos

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llegaran a las grandes ciudades con los inmigrantes o salieran de los libros de

antropología e historia para conocerse mejor en el léxico cotidiano (Almario,

). Entonces, en no era posible que quienes diseñaron los cuestionarios

para el censo de ese año hubieran incluido preguntas como ¿es usted libre? o

¿es usted renaciente?

No dudo de que palabras como afrodescendiente o afrocolombiano aún

no son fi eles a los sentimientos de pertenencia étnica compartidos y explícitos

a los cuales se refi eren los investigadores del cidse. Empero, la experiencia que

nos brindó el Estudio socioeconómico y cultural de la población afrodescen-

diente que reside en Bogotá señala que sí es posible captar tales sentimientos

considerando etnónimos como los ya mencionados de “libre” y “renaciente” o

los nuevos que la gente ha ido introduciendo en las ciudades, como afros, ni-

ches, o los de sus respectivas colonias, paimadoseño, guaripereño y magüiseño,

entre otros (Arocha et al., ). Nuestra elección implicó complementar el

adiestramiento de encuestadores y encuestadoras con sesiones referentes a la

historia de Afrocolombia y los motivos de las respectivas ambigüedades del

léxico. De ese modo, nuestra encuesta se ajustó a los requisitos del Convenio

de la oit. Ratifi cado en mayo de por el Congreso de la República (Sán-

chez, : ), ese acuerdo requiere que a los pueblos étnicos se les cense de

acuerdo con sus etnónimos, y más aún que, en caso de duda, miembros de la

comunidad en cuestión validen la alternativa por la cual opta el encuestado.

Asimetrías epistemológicas

A quienes adhieren a la euroindogénesis parecía que poco les ha concer-

nido ese convenio, y persisten en usar la terminología pigmentocrática. Wade

(: ) justifi ca su escogencia argumentando que “[…] el concepto de raza

no sólo es útil sino necesario, puesto que emplear otros términos eufemísticos

puede, realmente, enmascarar los signifi cados de los que dependen de las iden-

tifi caciones raciales. Para combatir el racismo, uno tiene que darle nombre a

estos signifi cados, no esconderlos bajo el disfraz de otros términos”. Pese a esta

intención laudable, ¿por qué ese autor entonces usa el etnónimo “indígena” y no

el término racial “indio”? Casi todos los académicos metropolitanos reseñados

optan por la misma asimetría, la cual amplían racializando la “cultura negra”,

pero etnizando la “cultura indígena”. Incluso, al delimitar distintas “naturale-

zas”, Escobar (: , ) se refi ere a los modelos de “naturaleza orgánica”

que mantienen los vínculos entre lo “[…] biofísico y los mundos humanos y

sobrenaturales […]” que —por el contrario— la naturaleza capitalista y la tec-

nonaturaleza sí han escindido. Su categoría es generosa con los pueblos nativos

de diferentes lugares del planeta, pero tan sólo se refi ere a los renacientes del

Pacífi co sur de pasada y para insistir en el carácter cambiante de los mode-

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los que originan (). Esta preferencia es consecuente con el carácter efímero

que ese autor atribuye a las identidades que reelaboran las “[…] comunidades

de la diáspora africana […] por otros caminos (Hall, : )”: el África no

como tierra ancestral, sino en lo que se convirtió en el Nuevo Mundo, con la

mediación del colonialismo. Esta narración se realiza en dos contextos: aquel

de la presencia europea y euroamericana —un diálogo de poder y resistencia,

reconocimiento inevitable e irreversible de la modernidad—; y el contexto del

“Nuevo Mundo”, en donde el africano y el europeo siempre se criollizan, donde

la identidad cultural se caracteriza por diferencia, heterogeneidad e hibrida-

ción” (Escobar, : ). Mientras que el mundo de los negros es efímero, al

de la modernidad sí puede vérsele no sólo como inevitable e irreversible, sino

con profundas raíces de larga duración:

[…] Como lo demostró Foucault vívidamente, todos los desarrollos son

aspectos de la emergencia de “Hombre” como estructura antropológica y

fundamento de todo conocimiento posible. Con la economía, el “Hombre”

quedó atrapado en una “analítica de la fi nitud”, un orden cultural en el cual

estamos condenados eternamente a trabajar bajo la ley férrea de la escasez,

un orden cultural que se remonta a la separación entre la naturaleza y la

sociedad con particular virulencia. Esta separación es uno de los aspectos

esenciales de las sociedades modernas […] (Escobar, : ).

Deduzco que esta epistemología acepta la esencialización de la moder-

nidad y la de los modelos indígenas de naturaleza orgánica, mas no la de los

“negros”. En una publicación posterior se palpa este contrasentido cuando el

mismo antropólogo persiste en su noción de lo “negro” aplicado a la gente y sus

culturas (Escobar, Grueso y Rosero, a: -), pero renglones más abajo

uno de sus más cercanos colaboradores del movimiento social habla de “afro-

descendientes” (, ), y de “[…] pueblos […] no en el sentido coloquial […] sino

también en el sentido cultural, pero fundamentalmente político [cuya identi-

dad debe ser protegida en calidad de derecho…] a partir del Convenio de la

oit y de la Constitución del […]” (Escobar, Grueso y Rosero, b: , ).

El que la antiesencialización se aplique de preferencia a los pueblos étni-

cos se deduce del trabajo de Elisabeth Cunin, quien sugiere recuperar la termi-

nología pigmentocrática de la Colonia:

Las relaciones interétnicas constituyen un caso particular de las relacio-

nes raciales y no su negación culturalista […] Es por esta razón que no cederé

al uso corriente que transforma una apariencia aproximada y socialmente

construida en categoría de pertenencia, para la cual el sustantivo, escrito con

mayúscula, conlleva la idea de una identidad que sería “natural” e incuestio-

nable. Contra esta escritura consensual y políticamente correcta, emplea-

ré sin mayúscula, pero entre comillas, los términos “negro” y sus derivados

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“mestizo”, “mulato” y “moreno” [los cuales] estarán movilizados de manera

relativa entre más/menos “negro” y más/menos “blanco” (: ).

La socióloga francesa complementa estas ideas añadiendo que:

[…] contrariamente a países como Cuba o Brasil y a ciertas tendencias

contemporáneas, oportunistas, que glorifi can una pretendida autenticidad

“afro”, Colombia, sobre todo en la región Caribe, liberada más tempranamen-

te de la esclavitud, no cuenta con una herencia histórica y cultural consti-

tutiva de una identidad particular y movilizable con fi nes políticos. [Según

Wade, : , y Losonczy, : -)]. No hay prácticas similares al

culto de los orishas, a los rituales de santería, ni al baile de capoerira: los “ne-

gros”, que no poseen las características —presentadas como— evidentes de

la cultura “negra” de Cuba o de Brasil y con una historia “perdida” en África

y fragmentada por la esclavitud, tienden a ser vistos más fácilmente como

ciudadanos colombianos (: , ).

Reitero que en Colombia la sutileza de las africanías obedece a una his-

toria particular de cautivos forzados a trabajar dispersos en las minas de oro,

a unos tribunales de la Inquisición que se ensañaron contra los africanos y

sus descendientes, y a la disminución del tráfi co de bozales a partir de .

No obstante, hay africanías cuya persistencia quizás algún día merezcan una

respuesta desde la euroindogénesis que vaya más allá de la capacidad de fabula-

ción que escritores como Cunin atribuyen a los científi cos sociales no afi liados

con su manera de hacer ciencia social. Insisto en que en el Caribe insular y

en todo el litoral del Pacífi co el Prometeo de los akanes de Ghana y Costa de

Marfi l aún se perpetúa. El medio consiste en las historias que abuelos y abuelas

aún les cuentan a sus nietos. En ellas no sólo permanece el nombre del mismo

héroe de fanties y ashanties —Ananse, Anancy , Miss Nancy o Anansio, entre

los culimochos de Mulatos (Arocha y Rodríguez, )—, sino los argumentos

y moralejas (Arocha, ). La persistencia de africanías como las de la estética

del peinado y la culinaria en Bogotá ha sido demostrada en función del papel

que tales reinterpretaciones de la memoria africana en América han desempe-

ñado en el ejercicio de la resistencia contra la esclavización y en la reconstruc-

ción sociocultural de los desterrados por la guerra (Godoy, ; Vargas, ).

La búsqueda e identifi cación de esos rasgos requiere no sólo un marco de refe-

rencia comparativo, sino aproximaciones metodológicas menos rudimentarias.

Las miniaturas se hacen con pinceles de crin de caballo, no con brochas para

echar vinilo a las paredes.

Sin duda, Wade ha ratifi cado que no le interesa estudiar las africanías,

pero no apostata de ellas, y en cambio —sin sustento empírico— propaga algu-

nas esencias perturbadoras, (i) la capacidad de los blancos para perpetuar la es-

tereotipia sexual sobre negros y negras, y (ii) la de la docilidad de los últimos.

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[…] Si miramos por un momento hacia las imágenes de la sexualidad

negra, vemos que se ha argumentado (Bastide, ; Hernton, ) que el

atractivo sexual de la mujer negra proviene de la relación histórica de do-

minación en sí: desde que el hombre blanco pudo “usar” a la mujer negra sin

responsabilidad, ella se convirtió en el objeto sexual perfecto […] Creo que

estos argumentos, aquí algo caricaturizados, tienen algo de verdad, aunque

[…] en todo caso, estoy poco dispuesto a reducir completamente la fascina-

ción por la sexualidad negra a unas relaciones políticas subyacentes. En la

misma forma que Taussig () ha sostenido que los poderes de curación de

los chamanes son en parte proyectados sobre los indígenas de las selvas de

las tierras bajas por otros pueblos, a mí me parece que los negros en África o

los traídos al Nuevo Mundo tenían ciertas características culturales que los

hacían buenos semilleros para el cultivo de las ideas que la sociedad colonial

blanca tenía de sí misma […] (: , los subrayados son míos).

Queda esencializada la pasividad de los “negros en África o los traídos

al Nuevo Mundo”, sin aportar evidencia empírica y haciendo caso omiso de

trabajos que la cuestionarían (Maya, , ; Spicker, ). Algo similar su-

cede con “la desorganización de los negros”, cuando Cunin describe la Asam-

blea General de las Asociaciones “Negras” de la Costa Caribe que se celebró en

Cartagena, entre el y de noviembre de , afi rmando que “[…] la pausa

para el almuerzo fue lo único unánime antes de volver a debatir los horarios de

la tarde […]” (: ).

Desde esta perspectiva, la euroindogénesis contribuye a perpetuar aque-

lla esencia que originó el eurocentrismo desde que tomó fuerza la trata escla-

vista. Como lo demostró de Friedemann en el balance ya mencionado, consiste

en resaltar la afi liación racial de los “negros”, en ocultarlos argumentando que

sus culturas son mestizas y soslayando la capacidad de esas personas para ela-

borar versiones verbales o escritas de larga duración sobre su propio pasado. La

reiteración contemporánea tampoco es tan reciente, como puede apreciarse al

leer el acta número de la Subcomisión de Identidad Cultural de la Comisión

Especial para las Comunidades Negras, responsable de lo que más tarde sería la

Ley de . Fechada en febrero de , el documento recoge la reacción

airada de los comisionados de la base afrodescendiente contra la reincidencia

que aparecía en un documento que un antropólogo del Instituto Colombiano

de Antropología había leído en la sesión anterior de esa subcomisión, además

poniendo en duda algunos de los reclamos territoriales que para entonces se

discutían. Cito aquí parte de las palabras del abogado Pastor Murillo:

El debate sobre Identidad Cultural está ligado necesariamente a la noción

de territorio […]. La noción de afro tiene para nosotros mucha relevancia, a

pesar del desconocimiento de algunos antropólogos de la conexión histórica

que existe entre África y nuestra presencia. No aparecimos por arte de magia,

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sino nuestra situación responde a unas circunstancias históricas muy claras

[…] somos americanos, pero también es claro que tenemos una ascendencia

africana, refl ejada no sólo en la pigmentación, en el color, sino en nuestra

particular cosmovisión y manifestaciones culturales. Por consiguiente, como

se evidencia en el texto que acabamos de leer, hay un total desconocimiento

de esa realidad histórica que debe profundizarse y debatirse (Comisión Na-

cional Especial para las Comunidades Negras, : ).

Complementada con el dato demográfi co referente a que en Colombia

los afrodescendientes son más del % de la población, la misma esencia le ha

servido al actual gobierno para argumentar que a “los negros” no se les debe

tratar como a minorías étnicas. Este punto de vista requirió, por ejemplo, que

el Centro de Estudios Sociales de la Universidad Nacional de Colombia le man-

dara al Ministerio de Educación un memorando, aclarando que el concepto de

minoría no dependía tan sólo de porcentajes de población, sino de la exclusión

social y política, y que había muchos pueblos afrocolombianos cuyas culturas

se apartaban del molde nacional mestizo, así aquí no hubiera ni cultos a los

orichas, ni capoeira.

Otra fuente de desacuerdo entre afrogénesis y euroindogénesis consiste

en los antecedentes y consecuencias de la reforma constitucional de . Son

fundamentales cuestiones como la relacionada con el confl icto territorial: ¿im-

postura a partir del indianismo?

¿R eformas impuestas?

Al contrario de la versión francesa de la euroindogénesis, la norteamericana de

Arturo Escobar ve con buenos ojos la intersección entre cultura y territorio que

reivindica la Ley de . No obstante el papel que le reconoce a la reforma

constitucional de , hace énfasis en las nuevas versiones del paisaje que sur-

gen a partir de la desencialización de la naturaleza. De hecho, como ya lo escri-

bí, se congratula porque el movimiento social teorice acerca de la identidad y el

espacio, como lo hacen los creadores metropolitanos de los estudios culturales

y la ecología política. Es “negroptimista”6 con respecto a las reelaboraciones de

la modernidad y de los conceptos que ha desarrollado el movimiento social. Tal

es el caso de “territorio-región”, proyecto de vida y proyecto político (Escobar,

: , ; -).

6. En un ensayo reciente, Olabiyi Yai (2004) critica a la corriente “afropesimista” porque privilegia la “[...] letanía de pobreza, sida, guerras civiles o étnicas [... sobre narrativas acerca de] las múltiples fuerzas y formas de resistencia, pacífi ca pero obstinada, a los proyectos de muerte [en África...]”. Una variación de ese término —ne-gropesimismo— y su opuesto negroptimismo tendrían que introducirse con respecto a las contribuciones de la academia metropolitana, la mayoría de las cuales pertenecen a la eurogénesis, la cual, como ya dije, rechaza la noción de afrocolombianos, pero adopta la de indígenas y no de indios.

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Pese a que, en notas de página, Escobar (: ) advierte que su trabajo

ha privilegiado al Proceso de Comunidades Negras del Pacífi co sur, en los tex-

tos principales hace caso omiso de su propia advertencia y generaliza para todo

el litoral. Asimismo, no complejiza la composición de un movimiento que ade-

más de los universitarios con quienes colaboró de cerca incluyó a otros letrados

y a los etnosabios de los ríos. Quizás profesionales de las ciencias sociales como

Libia Grueso y Carlos Rosero sí hayan captado el sentido de su nética y la hayan

aplicado. Sin embargo, es muy posible que el resto de los miembros haya estado

por fuera de esos ejercicios epistemológicos y haya terminado escindiéndose de

la élite letrada para tratar de formar organismos para ellos más representativos,

como la Federación de Consejos Comunitarios (Bravo, ).

La inclusión de otros protagonistas y de otras regiones habría genera-

do información más realista que quizás le habría dado mayor “sustentabilidad

temporal” a los diagnósticos de Escobar. Es verdad que ha crecido el número

de biólogos que han dejado de percibir los sistemas de producción de los afro-

colombianos como atrasados, y hoy los ven como sostenibles. O de antropó-

logos que han abandonado la idea de que las comunidades negras carecen de

conocimientos y se han convencido de que tienen “[…] conocimientos cultu-

rales válidos para su entorno e importantes para la conservación” (Escobar,

: ). Sin embargo, esa califi cación de profesionales y funcionarios no ha

sido sufi ciente para virar la voluntad política de los gobiernos que iniciaron la

titulación colectiva, hasta haber puesto a la fuerza pública al servicio de la de-

fensa de territorios colectivos cuyo estatus, además, es reconocido por la legis-

lación internacional. La ilusión de que sus coinvestigadores de la base hubieran

aprendido a desencializar cultura y naturaleza le restó poder predictivo a esta

versión de la euroindogénesis en el asunto trascendental de la guerra. Ni siquie-

ra en los trabajos más recientes el lector percibe cómo, entre y , las

máquinas bélicas se enseñorearon del litoral del Pacífi co, comprometiendo la

territorialización iniciada en febrero de , cuando el Incora les entregó a los

consejos comunitarios de los ríos Truandó y Cacarica las primeras escrituras,

acreditando la territorialidad colectiva en esos espacios.

Al otro lado del espectro se halla el “negropesimismo” de Michel Agier,

Odile Hoff mann y Elisabeth Cunin. Para esta última, el “carácter multicultural

y pluriétnico de la identidad nacional” no fue reconocido y legitimado luego de

una contienda política, sino que “[…] Colombia [lo] decretó mediante la nueva

Constitución de […]” (: ; el subrayado es mío), y como instrumento

para paliar las crisis de varias administraciones presidenciales y crearle al país

una cara moderna ante el mundo (). Con sorna, cita el Plan de Desarrollo de la

Población Afrocolombiana, porque considera al multiculuralismo “[…] como la

respuesta providencial a la violencia endémica que ensangrienta al país” (ibid.),

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y sostiene que las reivindicaciones étnico-territoriales de los afrocolombianos

fueron copia de la utopía del movimiento indígena. Agier y Hoff mann coin-

ciden con Cunin en que a esa utopía la habría clonado el movimiento “negro”,

debido al ímpetu misionero de la Pastoral Social. Allí, la Asociación Campesina

Integral del Atrato Medio habría adherido al mensaje eclesial y extendido sus

reivindicaciones al resto del litoral. El carácter imitativo del proceso, a su vez,

explicaría la índole más bien artifi cial de las reivindicaciones territoriales de los

“negros”, pero en especial de la intersección de esa lucha con la reivindicación

de la identidad:

Michel Agier y Odile Hoff mann iluminan el peligro de una política “et-

nicista” que estaría fundamentada sobre la construcción de un actor étnico

con fi nes de política interna, y sobre la transformación de un problema de

tierras en un reto identitario [sic]: de este modo, someten a discusión el mo-

delo étnico puesto en marcha por el Estado […] El asunto de las tierras tomó

una dimensión tan grande en el debate sobre la discriminación positiva y la

construcción de una etnicidad afrocolombiana, que ahora el control terri-

torial ya parece la verdadera razón de ser del movimiento “negro”, siendo la

etnicidad el mejor medio de conseguir la titulación de las tierras. La trilogía

“tierra, comunidad e identidad”, heredada del modelo indígena, se reactuali-

za sobre falsos aires de originalidad y de surgimiento étnicos; no esconde, sin

embargo, una instrumentalización de la etnicidad que, evitando todo debate

sobre fundamentos de esta diferenciación, se apoya sobre una concepción

—estática, esencialista, discreta— ampliamente manipulable de la identidad.

La discriminación positiva actual tiende a ocupar e incluso a impedir la mul-

tiplicidad de discursos, la complejidad de los procesos de creación identitaria

[sic], sometidos a negociación y objetos de compromiso, basados en la movi-

lización e invención de una memoria colectiva, y los desafíos de la relación

identidad/territorio (Cunin, : , ).

Pese a que más adelante demostraré que las aseveraciones anteriores son

contraevidentes, uno sí se pregunta por las alternativas que este trío de espe-

cialistas habría propuesto para resolver un problema que estaba muy lejos de

ser fi cticio, a no ser que las víctimas del destierro forzado también obedezcan

a “falsos aires de originalidad y surgimiento étnico”. No obstante que Mieke

Wouters haya complejizado los papeles que desempeñaron la Acia y los clare-

tianos en cuanto a la delimitación del problema territorial de los negros (),

Cunin se reafi rma en los supuestos sesgos fi ngidos del proceso de reforma

constitucional, afi rmando que la exclusión de la llanura del Caribe del artículo

transitorio de la Constitución también se debió a que:

Desde las primeras obras (Gutiérrez Azopardo, ; Friedemann, b,

a, b; Cifuentes, ; Mosquera, []; Moreno Salazar, ) hasta

los trabajos más recientes (Mosquera y Rentería, ; Losonczy, []; Uri-

be y Restrepo, ; Hoff mann, []; Camacho y Restrepo, , Khittel,

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), todos se han interesado de manera casi exclusiva por las comunidades

negras del Pacífi co (: ).

En estas últimas líneas, la socióloga citada pasa de los supuestos contrae-

videntes a la mentira. En primer lugar la prioridad que el artículo transitorio

de la Constitución de le otorgó al litoral del Pacífi co tuvo que ver con la

inminencia de la expulsión de los afrocolombianos y del confl icto armado, a su

vez relacionados con la introducción de una modernidad a espaldas de los mo-

radores tradicionales de la región, indígenas y afrocolombianos (Arocha, ).

En segundo lugar, que en cuanto a la investigación, los “primeros trabajos” no

son del decenio de , sino anteriores. En el caso de un pionero como Aquiles

Escalante, se refi rieron a la llanura del Caribe, opción que también tomó Nina

S. de Friedemann, quien se inició en el campo con la etnografía de Anancy en-

tre “raizales” de San Andrés, Providencia y Santa Catalina (Friedemann, );

continuó con el establecimiento de una estación de investigaciones etnográfi -

cas en la llanura del Caribe, de la cual nacieron los estudios antropológicos y

lingüísticos del Palenque de San Basilio, de los cabildos de negros en Cartagena

y del Carnaval de Barranquilla, así como de las conexiones históricas y cultu-

rales que la resistencia contra la esclavización tendió entre esas manifestacio-

nes (Friedemann, , ). El trabajo que de Friedemann desarrolló en esa

época no sólo tuvo que ver con la etnohistoria y la cultura de los afrocaribeños,

sino con los procesos de aniquilamiento cultural y desposesión territorial a

los cuales los sometían el poder central, la Iglesia, los politiqueros locales y los

terratenientes que expandían sus grandes haciendas de ganadería extensiva a

costa de tierras como las de los palenqueros. El cuadro de exclusión étnica y

expulsión territorial que dibujó de Friedemann hacía parte de una imagen más

amplia a cuyo delineamiento habían contribuido, entre otras, las investigacio-

nes del equipo que había formado Orlando Fals Borda con el nombre de La

Rosca (). De hecho, el panorama caribeño alimentó las exploraciones sobre

ausencia de derechos territoriales que la misma de Friedemann abrió en el Pa-

cífi co, con su estudio de la minería en el Güelmambí y de las transnacionales

de la minería, la cual sintetizó en una exhibición fotográfi ca que recorrió todo

el país (Friedemann, , a). De este modo, una y otra región fi guraron

den tro de un mismo horizonte de exclusión jurídica fundamentada en la legis-

lación de baldíos que el gobierno puso en marcha durante la segunda mitad del

siglo xix para responder al pago de la deuda externa (Gamboa, ; Palacios,

, ).

Dentro del cuadro que Cunin dibuja, y acerca del cual parecería haber un

consenso con Agier y Hoff mann, no sobresale la literatura sobre la exclusión

territorial que desde la Colonia escenifi caba la zona plana del norte del Cauca.

No le presta cuidado a la contribución que Michael Taussig aportó con el seu-

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dónimo de Mateo Mina (), así como los trabajos del equipo de Educación

no Formal del Centro de Investigaciones en Desarrollo de la Universidad del

Valle (Cabal, ), pero mucho menos a la contribución de de Friedemann

sobre la misma zona (). El resultado de esta omisión consiste en hacer in-

visibles las conexiones demográfi cas, culturales y territoriales entre esa zona

y regiones del Pacífi co como las del Naya, así como las formas de resistencia

del pequeño campesinado nortecaucano, las cuales hacen parte de las luchas

étnico-territoriales de comienzos del siglo xx (Sánchez, ). Su saga nace de

las distintas formas de cimarronaje colonial y pertenece al contrapunto entre

etnodesarrollo y contrainsurgencia estatal propio de las luchas agrarias del si-

glo xx (Arocha, a).

Buena parte de esas perspectivas quedó sintetizada en el diagnóstico que

elaboró la Comisión de Estudios sobre la Violencia en Colombia a petición del

presidente Virgilio Barco Vargas. Los memorandos de Alejandro Reyes Posa-

da y Adolfo Triana Antorveza sobre formas colectivas de dominio territorial,

derechos étnicos y legislación de baldíos en el contexto de la geopolítica de

comienzos del siglo xx fueron fundamentales para redactar el catálogo de con-

fl ictos étnico-territoriales que aparece en el libro que recoge los resultados de

ese trabajo, Colombia, violencia y democracia. Ese inventario supera la ecua-

ción etnia = indio que había dominado en las ciencias sociales y en las ciencias

jurídicas aplicadas. Así, les presta atención a las exclusiones territoriales que

soportaban los afrocolombianos y otros pueblos étnicos. Formula, además, una

recomendación que con claridad antecede a la redacción de lo que en sería

el Artículo de la Constitución Nacional7. Veamos, en primer lugar, la reco-

mendación aludida: “El Estado deberá reconocer que la nación a la cual sirve

es multiétnica [...]” (Comisión de Estudios sobre la Violencia en Colombia, :

), y en segundo lugar el artículo séptimo de la Constitución de : “el Estado

reconoce y protege la diversidad étnica y cultural de la nación colombia na [...]”

(Repú blica de Colombia, : ).

Entonces, no se trató de que el Estado impusiera el multiculturalismo,

sino de que reconociera su existencia antecedente. No obstante que el proceso

democrático de esos años involucraba la movilización que realizaban Acia y

los claretianos, sería obtuso desconocer que Colombia, violencia y democra-

cia comenzó a recoger parte del clamor ciudadano en contra del unanimismo

político, cultural y étnico de la Constitución de . Al mismo tiempo, re-

saltaba la relación entre exclusión y violencia. Dos años más tarde, todo este

conjunto de análisis nutriría buena parte de las conversaciones de paz que se

7. Esos memorandos tan sólo aparecieron en la primera edición del libro Colombia, violencia y democracia, y de manera inexplicable fueron omitidos de las demás.

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iniciaron con el m-, ya desmovilizado en Santo Domingo, cerca de Tacue-

yó, departamento del Cauca. A su vez, esos diálogos tendrían un escenario

formal en las mesas de Concertación y Análisis que se llevaron a cabo con el

mismo movimiento en el Capitolio Nacional y ratifi caron que una asamblea

constituyente fuera requisito indispensable para la dejación de armas. Las opi-

niones informadas de los académicos periféricos que tomaron parte en esas

deliberaciones8 tampoco hacen parte ni de éstos ni de los anteriores estudios

metropolitanos sobre los antecedentes de la “ley de negritudes”, no obstante

el que hubieran quedado consignadas en el ensayo “Hacia una nación para los

excluidos”. El movimiento negro se apropió de este documento; lo reprodujo

en la revista Afrocolombia, cuyo primer y único número fue publicado en la

Universidad Nacional de Colombia, y empleado por el adalid Carlos Rosero

para hacer su primera intervención en la asamblea preparatoria de la Asamblea

Nacional Constituyente9.

Ese escenario fue instalado después de que en las elecciones de mitaca

de ganara la “séptima papeleta” en pro de reformar el estatuto de .

No fueron pocas las sesiones de la subcomisión de asuntos étnicos dedicadas

a buscar los medios para remediar las asimetrías que siempre habían caracte-

rizado las relaciones del Estado y la sociedad con indígenas y “negros”. No es

por casualidad que en una cita anterior, Carlos Rosero se refi era a la noción

político-cultural de “pueblo”, porque en ese foro una de las propuestas más

debatidas involucró el reemplazo de palabras como “grupo” o “población” por

la de “pueblo”, y la de “negro” por “afrocolombiano”, de modo tal que la nueva

carta los desracializara a ambos, y los considerara con grados comparables de

organización. Este ideal no se alcanzaría, y tanto el artículo transitorio de la

Carta Política, como la Ley de hablan de “comunidades negras”. De esta

manera es contraevidente la afi rmación ya citada de Cunin en el sentido de que

a partir de el Estado llama “afrocolombianos” a los “negros”.

No se trata aquí de formular reclamos desde la antropología periférica,

sino de superar el reduccionismo que tanto critica la metrópolis. La relación

entre etnicidad y territorio no puede soslayarse como simple calco de las rei-

vindicaciones del movimiento indígena. Adalides del movimiento afrodescen-

diente como Zulia Mena han tenido clara conciencia de que la reparación te-

rritorial que se merecen tiene que ser de carácter colectivo. De ahí que el de

agosto de , al responderle el discurso al presidente César Gaviria, deletrea-

ra cuáles eran las franjas sobre las cuales ejercían dominio las comunidades

8. Augusto Ángel Maya, Gerardo Ardila Calderón, Fabricio Cabrera Micolta, Eduardo Pizarro Leongómez y Hernan-do Valencia Villa, entre otros.

9. Dentro de ese foro, la antropóloga Myriam Jimeno Santoyo presidió la subcomisión de asuntos étnicos.

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afrochocoanas de la costa, durante qué épocas del año las ocupaban y quiénes

lo hacían. Además, de esa manera les replicó a los sindicalistas que califi caban

la noción de título colectivo como muestra de atraso, y en su reemplazo no

sugirieran fórmula alguna (Arocha, ).

Por otra parte, hay que completar el complejo escenario de inclusión ét-

nica que por fi n inició la reforma constitucional de . La visión acerca de

los protagonistas de la base no puede seguir reducida a la élite letrada, ni la del

caso de los grupos de apoyo al movimiento puede continuar restringida a los

misioneros católicos y a las ong internacionales.

Modernidad deseuropeizada

El problema con el puritanismo de corte anglosajón consiste en la dualidad de

sus aplicaciones. En los países productores de cultivos de uso ilícito ya cono-

cemos bien los efectos de la doble moral que pretende castigar la producción

mediante la aspersión de glifosato y la represión de los pequeños productores,

pero es más complaciente con el menudeo de la droga en las calles de Nueva

York. En el ámbito de la euroindogénesis, ese estilo de actuar se percibe en la

noción de modernidad como elaboración de larga duración y persistencia que

se remonta a la Ilustración y se refl eja en racionalidad, fl uidez de pensamiento y

acción, individualismo, progreso, reconocimiento de valores universales (Gros,

), gobernabilidad y mercantilización (Escobar, : ). Queda asociada

al librepensamiento de tal forma que incluso Cunin (: ) se vale de ella

para absolver a Goff man, a quien “[…] se le acusó de tener una actitud conser-

vadora, interpretando su sociología como una apología de los rituales sociales.

Pero también puede ser pensada como una imponente teoría de la modernidad,

sostenida por una lógica subversiva capaz de introducir una locura tan vertigi-

nosa como puede serlo la estabilidad del orden social […]”.

No obstante, hay escogencias distintas a la de la versión valorativa de la

modernidad. En Th e Homeless Mind, Peter Berger, Brigitte Berger y Hansfried

Kellner la ataron al proceso de aplicar la tecnología para generar crecimiento

económico, y al advenimiento de la burocracia y demás instituciones que se

derivan de esa utilización (Berger et al., : ). Según ellos, la combinación

además dio origen a la pluralidad de esferas dentro de las cuales se comenzó a

mover la gente —vida pública y vida privada—, en cuya profundización contri-

buirían la ciudad y los medios de comunicación de masas (-). El proceso

también fue inseparable de una tecnología de producción basada en operacio-

nes mecánicas, mensurables y reproducibles para que cualquier persona debi-

damente adiestrada pudiera desempeñarlas ().

Un cuadro muy parecido al que resumo de manera muy apretada fue el

que encontró Sydney Mintz entre los árabes que consolidaron la producción de

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azúcar refi nado en el norte de África y el sur de España, a medida que propaga-

ban el Corán, desde el siglo viii. Sus inventos se cimentaron en la matemática

y consistieron en la agroindustria, la ingeniería hidráulica y la ingeniería in-

dustrial, de modo tal que “[…] con los conquistadores árabes también viajaron

falanges de administradores subordinados (más que todo no árabes), políticas

de administración y tasación, tecnologías de irrigación, producción y procesa-

miento, así como los impulsos para expandir la producción” (Mintz, : ).

La agroindustria azucarera del Mediterráneo explica buena parte del co-

mercio transahariano de cautivos africanos, en tanto que la americana —jun-

to con la minería de metales preciosos— da cuenta de la trata transatlántica

(Mintz, ). Entonces, vista desde una perspectiva no europea, a la moderni-

dad estarían entrando desde hace tres siglos los africanos y sus descendientes

(Arocha, ). A partir de esos años, la saga “negra” también habría consistido

en resistirse al proceso que hoy la euroindogénesis considera redentor. José

Jorge de Carvalho () ha deletreado el valor que aún hoy en día tienen las

africanías ancestrales para alcanzar esa liberación. Se trata de expresiones que

privilegian ámbitos rituales y estéticos dentro de los cuales lo que sus prac-

ticantes —aun en espacios urbanos— más aspiran es a no precipitarse en los

abismos modernos de la asepsia emocional, estética y espiritual. Entonces, no

debe causarnos extrañeza el ver cada día más y más dirigentes del pcn engala-

nados y engalanadas con las pulseras y collares que los caracterizan como hijos

de Changó, de Elegguá, de Ochún guerrero o de cualquiera otro de los orichas

mayores. El asunto es que mientras los académicos difunden el puritanismo

antiesencialista, los afrodescendientes del Pacífi co, del Caribe y de los valles

interandinos manipulan esencias, ya sea para esgrimirlas, inventarlas, recupe-

rarlas, difundirlas, cuestionarlas o extirparlas. Esa gente enfrenta una guerra

que no se diferencia de otras guerras coloniales en cuanto a que su móvil es la

tierra, y una de sus armas, la esencia de la modernidad y el progreso. En con-

secuencia, los agredidos se defi enden recuperando marimbas y currulaos, en

tanto que las desterradas se insertan en las metrópolis experimentando con

sus esencias culinarias a ver qué tanto caldo Maggi y qué tanta harina de trigo

pueden ponerles a las salsas antes de que pierdan el sabor chocoano o tuma-

queño, y los “mestizos” del altiplano dejen de ir a las pescaderías “del Pacífi co”

(Godoy, ). Eso sí, ellas también guardan los ombligos de sus hijos nacidos

en Bogotá en frasquitos de vidrio, para mandarlos a Baraudó o Paimadó, de

modo tal que las abuelas los entierren y no se pierda esa esencia que los une

con su tierra y los hace parte de un mundo espiritual con el cual se rehúsan a

romper (Arocha, ).

Al contrario de estas constataciones que han tenido lugar en la capital de

la República, la nética construccionista hace énfasis en la inestabilidad, la mez-

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cla, la hibridación, lo impredicho, la apertura de los sistemas, la fácil adquisición

de múltiples competencias, la ausencia de raíces, la relatividad de descripciones

y narrativas científi cas. Desde esas perspectivas, ¿cómo explicar la terquedad

con la cual se sigue expandiendo la violencia por toda Afrocolombia? Quizás ya

sea hora de que el constructivismo comience a explicar, retrodecir y predecir la

guerra, tanto como que empiece a sugerir medios para reemplazar la violencia

por medios dialógicos para resolver y superar confl ictos. �

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10 9

R E S U M E N Este texto destaca las diferencias

en las condiciones del ejercicio de antropólogos

nacionales y extranjeros, y en el objeto y los

fi nes de su trabajo. Aunque ambos se orientan

a la investigación, los nacionales culminan

ejerciendo tareas profesionales. Su ejercicio

obligatoriamente enfrentado a la realidad

nacional es el que ha señalado las características

distintivas de la antropología colombiana. Su

opción de trabajar con sectores deprimidos

del país rebasó las tareas de investigación,

y los indujo a resolver su participación en la

sociedad nacional. También obligó a esclarecer

las transformaciones internas de la población y

el impacto de las relaciones externas. Demandó

sobreponer a la mera investigación la toma de

posición sobre las transformaciones generales

del país. Por ello, su ejercicio no depende

simplemente de la disciplina, sino de las

condiciones que comprometen a las poblaciones

de las cuales el antropólogo forma parte.

A B S T R A C T This text higlights the way the

practice conditions of the national and foreign

anthropologists´ differ in the object, as well

as in the goals of their work. Although both

of them are guided to the investigation, the

national ones culminate excercising professional

tasks. Their exercise obligatorily has faced

the national reality and it is the one that has

pointed out the distinctive characteristics

of the Colombian antropology. In the fi rst

place, their option to work with the depressed

sectors of the country, as the indigenous

populations, has surpassed the investigation

tasks to contribute to solve its participation

in teh national society. It also demanded to

superimpose to the mere investigation, the

taking of position on the general transformations

of the country. Because of this, their excersice

doesn´t depend simply on the discipline but

of the conditions that entrust the populations

of which the anthropologist form part off.

ANT ÍPODA N º1 JUL IO -D IC IEMBRE DE 2005 PÁGINAS 109 -119 ISSN 1900 -5407

FECHA DE RECEPC IÓN : ABR IL DE 20 05 | F ECHA DE PUBL IC AC IÓN : JUNIO DE 2005C ATEGOR ÍA : ART ÍCULO DE REFLE X IÓN

P A L A B R A S C L A V E S :

Antropología en Colombia y antropología extranjera.

K E Y W O R D S :

Colombian anthropology and foreign anthropology.

R E C U P E R A N D O A N T R O P O L O G Í A S A L T E R N A T I VA S ?

F r a n ç o i s C o r r e aProfesor Asociado, Departamento de AntropologíaUniversidad Nacional de [email protected]

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R E C U P E R A N D O A N T R O P O L O G Í A S A L T E R N A T I VA S ?

La antropología realizada en Colombia por ex-

tranjeros y nacionales no es ni ha sido homogénea. Como cualquier ejercicio

disciplinario, que habría que delimitar en el tiempo y el espacio, ha estado suje-

to a transformaciones históricas y, en ellas, las corrientes teórico-metodológi-

cas, los campos de atención y los objetivos. A sabiendas del riesgo que implican

las generalizaciones, este ensayo pretende ilustrar ciertas características de

la etnología en Colombia realizada por extranjeros y nacionales. Distinguirlos

apelando a su origen es, precisamente, la primera generalización que posterga la

discusión del contenido que sugiere el subtítulo del simposio, u otras oposicio-

nes como hegemónico/subalterno o colonial/postcolonial que hoy son corrien-

tes en la antropología. Tampoco podré en este opúsculo evaluar las orientacio-

nes teórico-metodológicas ni sus descubrimientos, cuyo análisis demandará

elaboraciones que den cuenta de matices más justos, indispensables para la

refl exión sobre el desarrollo y los alcances de la antropología en Colombia. Me

limitaré a destacar las distintas condiciones de su ejercicio y cierta impronta

metodológica que resulta del diferente compromiso social que orienta sus tra-

bajos. Esa sumarísima comparación será aprovechada para argumentar cómo

ciertos presupuestos epistemológicos que hoy parecieran novedosos están pre-

sentes en la antropología colombiana desde sus orígenes, no obstante parecie-

ran confundirse en la precaria memoria a la que sometemos nuestro trabajo.

Recordaré, para comenzar, que la labor del antropólogo extranjero en Co-

lombia se ha orientado predominantemente a la investigación. En su mayoría,

se trata de estudios de postgrado con dedicación exclusiva, cuya fi nanciación

compromete específi cos resultados ante las entidades que les respaldan, y deja

poco límite a la improvisación. En general, ha buscado resolver problemas del

F r a n ç o i s C o r r e a

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trabajo disciplinario y, en particular, aquellos que avanzan sobre el desarrollo de

corrientes teórico-metodológicas de las escuelas de origen. Aunque una pers-

pectiva absolutamente científi ca que pretendiera atacar objetos de atención pre-

dominantemente epistemológicos ha sido y sigue siendo materia de discusión,

en buena medida, Colombia es un laboratorio cuyas comunidades y su particu-

lar situación son elegibles por su potencial oportunidad para dar cuenta de pro-

pios problemas de conocimiento que contribuyen al desarrollo disciplinario.

La formación del antropólogo nacional también se orienta a la investi-

gación. La mayor producción se halla en los trabajos de pregrado que, someti-

dos a requisitos académicos, sin embargo, gozan de una enorme libertad en la

escogencia de los referentes conceptuales, los procedimientos y los objetivos.

Aunque eventualmente podrían descubrir nuevos campos y perspectivas de

análisis, siempre corren el riesgo de la dispersión y la discontinuidad con res-

pecto de los conocimientos alcanzados. Luego, enfrentado a las inalcanzables

exigencias de las entidades que se especializan en el respaldo a la investigación

(Colciencias, icanh, Finarco, etc.), difícilmente pueden dar continuidad a las

pesquisas. Aunque algunos nacionales, en progresivo aumento, siguen estudios

de doctorado, deben realizarlos en el extranjero y bajo iniciativa personal, pues

aun contando con las recientes maestrías y especializaciones, el vínculo y la

continuidad de sus investigaciones no está previsto por nuestras escuelas.

Mientras que, en la mayoría de los casos, doctorantes extranjeros termi-

nan vinculados a las escuelas o entidades que respaldan la realización de su tra-

bajo de campo, los pregraduados colombianos tienden al ejercicio profesional

que, en su mayoría, depende del Estado, eventualmente de entidades privadas,

organizaciones no gubernamentales y, en contadas ocasiones, de proyectos so-

cioculturales autónomos. Las condiciones de fi nanciación y el respaldo de po-

derosos departamentos de antropología como el de Cambridge en Inglaterra, el

Massachusetts Institute of Technology de Estados Unidos o la École des Hautes

Etudes de Francia, respalda una experimentada formación teórico-metodoló-

gica para garantizar un efi ciente trabajo etnográfi co. Así, mientras que el an-

tropólogo extranjero puede dar continuidad a su investigación, profundizarla y

ampliarla en el seno de equipos especializados, el antropólogo nacional culmi-

na su vínculo académico, investigativo y social con la escuela de pregrado. Éste

se enfrenta a las exigencias profesionales que debe responder con su ejercicio,

que, las más de las veces, parte de modelos formulados de antemano por la

institución en la cual su conocimiento se convierte en instrumental. Aunque

sabemos de esfuerzos de las instituciones antropológicas y arqueológicas en

la fi nanciación de los trabajos de pregrado y la continuidad de la investiga-

ción de los egresados, dicha política no ha sido institucionalizada ni prevista

en las universidades. Más preocupante es la distorsión entre la formación para

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la investigación y el ejercicio profesional que no ha sido resuelto por nuestras

escuelas, y es constante inquietud de los egresados.

Los investigadores extranjeros suelen permanecer por lo menos un año

en trabajo de campo, con breves temporadas de descanso. Durante sus es-

tancias en las capitales colombianas se ocupan de la consulta bibliográfi ca, la

conversación con los nacionales y, eventualmente, pronuncian conferencias.

Ocasionalmente, prolongan su permanencia para contribuir a la docencia y,

excepcionalmente, realizan labores administrativas de la disciplina. Los tra-

bajos de campo de los nacionales, limitados por la fi nanciación personal, sue-

len restringirse a uno de los semestres del Trabajo de Pregrado. En el caso de

profesionales, sean del Estado o entidades privadas, su continuidad se contrae

debido a las reglas de contratación. Son selectas las posibilidades de respaldo

fi nanciero a verdaderos trabajos de campo. En nuestros departamentos se ha

venido disminuyendo el tiempo curricular, argumentándole como privilegio de

la especializada formación académica de postgrado y, últimamente, justifi cán-

dole según presuntas orientaciones recientes del análisis de la cultura pericli-

tada en el discurso y el texto, que legitimaría su restricción a la hermenéutica

o la deconstrucción.

La intervención personal de los antropólogos extranjeros en la antropo-

logía nacional ha sido esporádica y las más de las veces ha estado limitada por

el tiempo de su trabajo de campo. Aun contando su vínculo con investigadores

nacionales, ello dista considerablemente de la coinvestigación, de la formación

colectiva y de la relación interinstitucional. En cuyo caso, y con notables ex-

cepciones, frecuentemente se trata de esfuerzos de iniciativa nacional. Becas

de estudio y cofi nanciación de investigaciones nacionales se convierten en el

vehículo que reemplaza el interés de coinvestigación y conformación a me-

diano término de equipos de trabajo. Huelga decir que ello no ha dependido,

exclusivamente, del investigador extranjero. Descansa en la debilidad de la an-

tropología nacional y su capacidad organizativa para generar los espacios de

colaboración y gestión científi ca.

El interés en la vinculación de antropólogos extranjeros viene siendo

ocupado por la formación de los postgrados. Pero la invitación de docentes

extranjeros a contribuir con la formación en las maestrías y especializaciones

nacionales no necesariamente responde a la comunidad de intereses derivados

de mutuos trabajos de campo, sino a su prestancia académica, que suple nece-

sidades de formación. Un esfuerzo colectivo en la comunicación de los resulta-

dos de antropólogos infl uyentes siguen siendo los congresos de antropología,

que, por su naturaleza, no son espacios adecuados para la discusión.

Desde la institucionalización de la antropología colombiana por Paul Ri-

vet, los infl ujos de la antropología extranjera han sido permanentes, no sólo

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en cuanto a la orientación teórica-metodológica (todavía nuestros programas

curriculares persisten en orientaciones desde las grandes corrientes euroame-

ricanas), sino aun sobre los temas y problemas epistemológicos. Sin embar-

go, estudios del cambio sociocultural, como el de Sayres entre comunidades

campesinas de Zarzal, el de Swartz entre los guambianos, o la comparación

entre poblaciones indígenas y campesinas del Cauca por Sutti Ortiz, han sido

reducidos a una episódica atención, o incluso ignorados, como el análisis sobre

la cosmología de la ika de Tayler, el de la mitología yukuna de Jacopin, o el rea-

lizado sobre el fl ujo de energía entre los tatuyo por Dufour. De todas maneras,

el mayor peso de la infl uencia de la antropología extranjera en Colombia no

parece directo sino que, como ocurre con otros resultados, depende del impac-

to académico de sus aseveraciones y de la capacidad de alcanzar teorías expli-

cativas inscritas en las grandes corrientes antropológicas que alcanzan cierto

reconocimiento internacional y se asientan en el país, básicamente, a través

del renombre alcanzado por las publicaciones. Tal fue el caso de los estudios

de Price sobre población afrodescendiente; de Morner, sobre el mestizaje; de la

teoría del etnocidio, según la experiencia de Jaulin entre los bari; o, entre estas

mismas gentes, la discusión sobre la marginalidad de los pueblos selváticos,

según la presunta defi ciencia proteínica discutida por Beckerman; la relación

entre el cuerpo, la sociedad y el cosmos como modelo simbólico que delinea la

identidad social de los barasana, realizado por C. Hugh-Jones; el lugar político

de la memoria en la identidad social en relación con la sociedad nacional y el

Estado, derivado del trabajo entre los nasas y pastos de Rappaport; o el trabajo

de campo en el Valle del Cauca y el Putumayo de Taussig, simiente para sus

refl exiones sobre el chamanismo, el colonialismo y el terror, para mencionar

algunos temas que traspasaron las fronteras nacionales. Sus formulaciones

descansaron en prolongados trabajos de campo orientados por corrientes con-

temporáneas de la antropología que han contribuido a establecer pilotes fun-

dacionales de la antropología en Colombia.

Sin embargo, también preocupa cómo algunos de sus resultados, como

el libro de Goldman sobre los cubeo o el de Reichel-Dolmatoff entre los kogi,

siguen siendo las básicas referencias sobre estos grupos étnicos, aunque sus

elaboraciones ya alcanzan medio siglo. Recientemente, se podría decir lo mis-

mo de las elaboraciones de Goulet o Saler entre los wayú, de Langdon sobre

los siona, de Isackson o Stipek sobre los embera. Sorprende, al mismo tiempo,

la facilidad con que nuestra antropología conduce al olvido ciertos estudios

anteriores, como ha ocurrido con los de Virginia Gutiérrez de Pineda entre

los wayús, de Segundo Bernal entre los nasas, o de Bonilla entre los kamentsas

e ingas. Aun contando con la importancia histórica de sus obras, no han sido

del todo incorporados al balance del ejercicio de la antropología en Colom-

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bia, ponderando sus alcances y proyectando la necesidad de nuevos trabajos de

campo, con nuevos enfoques y problemáticas que contribuyan a la elaboración

de nuevas perspectivas de análisis. Tal falta no sólo lleva a la pérdida de la

memoria sino, eventualmente, a la repetición, el retorno y, a la postre, al estan-

camiento. Por cierto, Colombia comparte problemáticas socioculturales que la

comunican, incluso geográfi camente, con contextos macrorregionales ameri-

canos, como ocurre con otros pueblos del Caribe, de los Andes, del Pacífi co, de

los Llanos o la Amazonia; pero los estudios de sus comunidades tienden a ser

locales. Como se sabe, tal localización no depende de los lugares del trabajo,

sino de su actual orientación, que desatiende los contextos regionales, uno de

cuyos indicativos es la ausencia de una verdadera “etnología” en Colombia.

Por otra parte, aunque una representativa descripción sociocultural del

país indígena conocido se halla en las obras de extranjeros, es característica

recurrente que sus especializados conocimientos restrinjan su impacto a la an-

tropología nacional. Más precisamente dicho, la infl uencia de los antropólogos

extranjeros suele limitarse al estrecho círculo académico nacional y aún no se

ha realizado el esfuerzo necesario para introducir al país el alcance de sus re-

sultados. Las refl exiones suelen restringirse a la formación escolar y sólo espo-

rádicamente se promueven ambientes académicos colectivos que analicen los

resultados, sus implicaciones científi cas y la trascendencia de su interpretación

de las sociedades y culturas nacionales. En parte por ello, ese antropólogo al

tiempo que es extranjero en Colombia lo sigue siendo para esa otra sociedad

culturalmente distinta, no obstante pretenda contribuir a entender su lugar en

la diversidad cultural colombiana.

Distingo, pues, las condiciones de ejercicio, de la orientación y capita-

lización de sus resultados. Las condiciones de producción de la antropología

en Colombia realizada por extranjeros y nacionales no son equiparables, y no

podrían reclamarse resultados similares. Sus diferencias no sólo deben ser

ponderadas según las condiciones de fi nanciación, su ejercicio disciplinario y

la pericia para dar cuenta de ciertas problemáticas, sino en las proyecciones

trazadas a sus objetivos. El bosquejo anterior evidencia difi cultades y desventa-

jas de las condiciones de producción nacional que deben ser salvadas, pero no

necesariamente prefi guran el derrotero de un programa para la antropología

colombiana. Sus propósitos y alcances guardan una considerable distancia con

respecto a la antropología extranjera, algunos de cuyos rasgos destacaré ahora

como fortalezas que han orientado el ejercicio de la antropología nacional.

La primera determinación del trabajo del antropólogo colombiano ha

sido, desde sus comienzos, la caracterización de los indígenas como parte de la

sociedad nacional. Desde , Hernández de Alba argumentaba que lo indio

constituía “la verdadera expresión continental de América” y, desde entonces,

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115

los trabajos de campo entre estos pueblos argumentaron su participación cons-

titutiva en la nación y, en consecuencia, cómo la comprensión de la situación de

los indígenas era parte de la construcción social, cultural y política de la nacio-

nalidad. Como lo expresara más tarde Torres Giraldo, la situación del indígena

en Colombia no podría ser considerada como un “problema” individual sino

que se halla articulada en la sociedad nacional, y su resolución debería contri-

buir a la búsqueda de un proyecto de sociedad en el que participaban distintos

sectores de la población nacional.

Es verdad que entre aquellos antropólogos pioneros, formados en el Ins-

tituto Etnológico Nacional, se alinderaron tendencias que consideraban que

la labor del antropólogo debería dar cuenta de las específi cas condiciones de

vida de los indígenas, mientras que otros optaron por presentar sus resultados

de acuerdo con las relaciones asimétricas en las que tales pueblos participaban

en la sociedad nacional. Sin embargo, los primeros terminarían por analizar

la confrontación sociocultural y política, y los segundos se vieron obligados a

analizar sus expresiones culturales, sociales, económicas y políticas comparti-

das con otros sectores deprimidos de la sociedad nacional. Una vez realizados

los primeros trabajos de campo, fue manifi esto que los indígenas participaban

de una doble condición social: la de ser indígenas, es decir, constituir pueblos

distintivos en el conjunto de la mayoría nacional, pero al mismo tiempo, com-

partir ciertos rasgos con otros nacionales, como la explotación económica, el

marginamiento social y cultural, y la opresión política, que Antonio García

acuñó bajo la expresión latinoamericana de “colonización interior”. En ,

este autor inició un programa de trabajo dirigido a los científi cos sociales y a

los administradores del Estado, discutiendo su omisión en la comprensión de

la sociedad nacional que obligaba a integrar “el problema indígena a los proble-

mas de la sociedad colombiana”. La comprensión de lo que desde entonces se

denominó la “cuestión indígena” dependía de la caracterización de la sociedad

nacional y del lugar que dichos pueblos ocupaban dentro de la sociedad.

Estos rasgos señalaron el derrotero del trabajo del científi co social entre

poblaciones deprimidas del país, comprometiendo su contribución a la reso-

lución de la asimetría social en la cual se contaban los indígenas. Los trabajos

de García, Friede o Hernández de Alba, que estuvieron acompañados de esa

primera generación de antropólogos, como Luis E. Valencia, Blanca Ochoa y

Gerardo Molina, Luis A. Acuña, Gabriel Giraldo Jaramillo, Virginia Gutié-

rrez y Roberto Pineda, o los Reichel-Dolmatoff , propugnarían, según García,

la adopción simultánea de “una posición en la ciencia y en la política”. Como se

sabe, se tradujo en la entonces denominada Antropología Aplicada, que se pre-

tendió instrumentar con la creación de la División de Asuntos Indígenas. Más

tarde, con la conformación de los primeros departamentos de antropología, se

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generarían grupos de apoyo universitario a las luchas indígenas por el reco-

nocimiento de sus reivindicaciones sociopolíticas y culturales, y sus derechos

como pueblos, a contracorriente de aquella diferenciación social que pretendía

su homogeneización en el irremediable camino de evolución hacia el inalcan-

zable futuro del desarrollo.

Es por lo anterior que la producción nacional no sólo ha debido dirigirse

a esclarecer las características distintivas de estos pueblos, para argumentar

la diversidad sociocultural en el país, sino que su atención se ha orientado,

mayormente, al análisis de las transformaciones internas y del impacto de la

intervención de la sociedad nacional. La antropología colombiana, desde un

comienzo, ha estado signada por el análisis de la dinámica social. En la historia

de la antropología nacional es posible recorrer una prolongada genealogía de

antropólogos que por décadas han orientado sus elaboraciones en dicha pers-

pectiva. Sus elaboraciones no se han limitado a la comprensión de la diversidad

sociocultural, sino que sus resultados han valido para argumentar el reconoci-

miento de sus derechos como garantes de su participación y pervivencia en la

sociedad nacional.

Lo anterior nos permite señalar tres características adicionales del traba-

jo de la antropología colombiana. En primer lugar, que la caracterización de las

poblaciones indígenas no dependía, meramente, de sus diferencias culturales.

La relación de estas poblaciones con la sociedad nacional obligaba a un análisis

de su situación económica, social y política en el concierto de la sociedad nacio-

nal. Por ello mismo, los resultados del ejercicio antropológico en la compren-

sión de las situaciones locales han demandado un camino de aproximación que

sobrepasa las fronteras disciplinarias, o como hoy se dice, bajo una orientación

transdisciplinaria. Dicha impronta, que el profesor Reichel-Dolmatoff deno-

minó “trabajo en las fronteras”, ha obligado al antropólogo a comunicarse con

miembros de otras disciplinas, y a la alianza con otros intelectuales, como los

abogados, los sociólogos o los biólogos. Por otra parte, el ejercicio de la antro-

pología en Colombia también ha comprometido el análisis de estos segmentos

de población con respecto a otros, campesinos y sectores deprimidos, con los

cuales comparte relaciones sociales similares; el contexto local dependía de

una comprensión de la situación nacional, y ésta, de la encrucijada de las rela-

ciones internacionales, que hoy se propone recobrar articulando lo “local” con

lo “global”.

Pero, adicionalmente, la comprensión sobre la situación social del país,

resultado de los trabajos de campo entre poblaciones mayoritariamente de-

primidas, privilegiando el análisis de las transformaciones sociales, condujo

a una toma de posición y participación de los antropólogos nacionales. No es,

pues, gratuito que buena parte de los resultados puedan leerse como contribu-

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ción al reconocimiento de la diversidad social y cultural nacional. Ejemplos de

ello han sido el acompañamiento a grupos étnicos en el reconocimiento de sus

derechos y de sus territorios, concebidos a veces meramente como naturaleza.

También se ha contribuido al ajuste del ejercicio político-administrativo del

Estado; no solamente en términos de los procedimientos jurídicos-políticos,

como el peritaje antropológico, sino por cuanto el ejercicio político hace nece-

sario, cada vez más, contar con conocimientos profesionales para dar cuenta de

variables socioculturales indispensables para la política. También puede men-

cionarse la ampliación del denominado patrimonio cultural, resultado de la

contribución de arqueólogos y la ampliación del espectro de la política cultural

en Colombia.

Más allá de los resultados científi cos, las prácticas profesionales que se

dirigen al reconocimiento de las identidades han sido la impronta de la contri-

bución al ejercicio de la diversidad sociocultural del país. Así es como podemos

leer la apertura del estado, de entidades internacionales, de empresas privadas

y, particularmente, de las ong, en la contratación de antropólogos como nece-

sidad institucional de sus programas. Dicha demanda ha promovido la reciente

aparición de nuevos departamentos de antropología en la Universidad del Mag-

dalena, en la Universidad de Caldas, en la Universidad Externado de Colombia

y en la Universidad Javeriana, y la creación de los postgrados de antropología en

la Nacional y los Andes y, próximamente, en la del Cauca y la de Antioquia.

Las características anteriores indican que la orientación de la antropo-

logía colombiana no puede referirse, meramente, a las condiciones de ejerci-

cio y el lugar en que el antropólogo se desempeña en el campo disciplinario.

El ejercicio de la antropología en Colombia ha estado signado no sólo por las

orientaciones de la disciplina, que últimamente ha promovido la ampliación

hacia nuevos objetos de atención, como los de la antropología en las ciudades,

los movimientos sociales, de género y raza, y, por supuesto, de la guerra y sus

efectos, sino por el entendimiento del lugar que ocupan las comunidades loca-

les en el contexto nacional, y éste, en su articulación internacional. La posición

del antropólogo no depende meramente de la ubicuidad de la disciplina que

compromete resultados para la ciencia, sino que sus afi rmaciones involucran

asuntos sociales, culturales y políticos. Su ejercicio involucra resultados aca-

démicos y sociales, de investigación y profesión, que comprometen su propia

relación con la comunidad en la que trabaja. El antropólogo nacional no sólo

está obligado a poner a prueba sus resultados en el exclusivo campo académico;

depende de su comunicación con otras experiencias teórico-prácticas, y, sobre

todo, de los efectos de su discurso y de las implicaciones de su conocimiento.

Los antropólogos, los arqueólogos y los etnohistoriadores deben recons-

truir el lugar ocupado por las interpretaciones y prácticas culturales pero, si

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hemos de seguir las improntas de la experiencia, sus resultados están orien-

tados a las acciones sociales que contribuyen a la transformación histórica de

las relaciones de poder en Colombia. No se trata meramente de intervenir en

la política dirigida a la cultura sino, como lo han expresado Álvarez, Escobar y

Dagnino, de contribuir a la construcción de una verdadera cultura política que,

agenciada por los movimientos sociales, promueva una nueva relación social y

política que se exprese culturalmente. Por cierto, dicha tarea, mucho antes de

la institucionalización de la antropología en Colombia, tiene voces propias. No

basta con la presunta mediación, la interpretación, la asesoría o el acompaña-

miento. Los movimientos sociales, como el indígena, han construido, desde

hace tiempo, su propia voz. Al contrario de desestabilizar nuestro trabajo, pre-

cisa su lugar. Propone los límites de su dominio y relativiza la presunta dis-

tancia de un “otro” construido bajo el auspicio de lecturas euroamericanas.

El antropólogo forma parte de la sociedad, no es un “otro” distinto. Y cuando

comunica y reivindica experiencias, prácticas, conocimientos y derechos para

“otros”, siempre presupone su propia posición en la sociedad y, en consecuen-

cia, sus propios derechos.

Sin embargo, aunque éstos entre otros rasgos permiten distinguir el ejer-

cicio de la antropología colombiana, común a otras experiencias de América

Latina y del Tercer Mundo, algunos antropólogos dudan de su experiencia, de

su capacidad y de su potencialidad. Apelan al cómodo camino de justifi car su

trabajo bajo el auspicio de la presunta legitimidad de conocimientos vertidos

en teorías cuya validez depende del difuso ámbito de la “internacionalización”.

Con retraso arriban al país y, de hecho, pocas de ellas alcanzan a ser respon-

didas por su experimentación en las condiciones socioculturales colombianas,

convirtiéndose en estilos de trabajo que se transforman al vaivén del tiempo. Es

por eso que se convierten en “teóricas”. Esta fácil y sumisa aceptación conduce

a percibir su sociedad según alteridades, el progresivo extrañamiento que des-

cansa en constructos distantes en el tiempo y el espacio que, como por varias

décadas lo ha advertido el profesor Fals Borda, reafi rman lo que denominó “co-

lonialismo intelectual”. Es por eso que preocupan los contados espacios para

la evaluación y refl exión sobre los referentes, los avances, las necesidades y las

perspectivas de la antropología, y los muy discretos alcances de los estudios

periódicos sobre la que se realiza en Colombia. Si no contamos con una perma-

nente recuperación de su memoria, es difícil capitalizar sus propios resultados

y evaluar sus proyecciones.

Las difi cultades del ejercicio de la antropología colombiana no se refi eren

a la incapacidad de articular sus preocupaciones con la asimilación de teorías

y métodos de las corrientes generales de la antropología. La difi cultad no es

teórica. Por el contrario, los intelectuales colombianos participan de una deci-

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dida hospitalidad intelectual, una predisposición a la aceptación de nuevas co-

rrientes teóricas, de nuevos métodos explicativos, de la permanente renovación

epistemológica. Más bien, descansa en la difi cultad para capitalizar su propio

conocimiento y experiencia, en un permanente proceso de reorientación sobre

su reinterpretación de la realidad del país. La consolidación de la antropolo-

gía colombiana depende menos de los vacíos teóricos que de la capacidad de

potenciarlos como referente explicativo de la realidad nacional. Una de cuyas

tareas es auspiciar la comunicación con otras sociedades y culturas, entre lo

cual es fundamental organizar la de la disciplina que cuenta a su haber con un

representativo número de antropólogos extranjeros que trabajan en el país.

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121

R E S U M E N La antropología colombiana de

la Amazonia —como las otras antropologías

latinoamericanas de la selva— se preocupó

por desarrollar una visión histórica de la

Amazonia, complementando las perspectivas

de las antropologías metropolitanas de la

cuenca, centradas sobre todo —con algunas

excepciones— en una perspectiva sincrónica.

Comprender esta situación les exigió recurrir

a la tradición oral y concebir la antropología

del Amazonas como una antropología

histórica, creando una experiencia relevante

para discutir con las otras tendencias de

la antropología histórica surgidas en los

Andes, en la India y en ciertos ámbitos

de las antropologías metropolitanas.

A B S T R A C T Colombia´s antropology of

the Amazon, like the other Latin American

anthropologists of the rain forest, was concerned

whit developing a historical vision of the place,

complementing in this way other metropolitan

perspectives on basin that were centered, whit

few exceptions, around a synchronic perspective.

Understanding such situation demanded

from them not only the explorations of oral

traditions, but also conceiving the anthropology

of the Amazon as a historical anthropology

of the Andes, from India and in the context

of the certain metropolitan anthropologies.

ANT ÍPODA N º1 JUL IO -D IC IEMBRE DE 2005 PÁGINAS 121-135 ISSN 1900 -5407

FECHA DE ACEPTAC IÓN : ABR IL DE 20 05 | F ECHA DE PUBL IC AC IÓN : JUNIO DE 2005C ATEGOR ÍA : ART ÍCULO DE REFLE X IÓN

P A L A B R A S C L A V E :

Antropología histórica, Amazonia, antropología del Sur, etnología.

K E Y W O R D S :

Historical Anthropology, Amazon rainforest, Southern Anthropology, Ethnology.

L A H I S T O R I A , L O S A N T R O P Ó L O G O S Y L A A M A Z O N I A

R o b e r t o P i n e d a C a m a c h oProfesor Asociado, Departamento de AntropologíaUniversidad Nacional de [email protected]

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12 2

L A H I S T O R I A , L O S A N T R O P Ó L O G O S Y L A A M A Z O N I A

Desde el siglo xviii, en particular, la selva fue

concebida, en términos generales, como una región inepta para la civilización,

en contraste con la región de los Andes, al menos propicia para un eventual

progreso o desarrollo. Las montañas de los Andes fueron, en efecto, compa-

radas con las zonas templadas del mundo, lugares apropiados para el desarro-

llo de la civilización. Allende la cordillera Oriental, las inmensas sabanas del

Orinoco o la exuberante vegetación verde de la Amazonia eran un territorio

sin historia donde campeaba la “barbarie”, donde los hombres —aún los “ra-

cionales”— caían, sometidos por la ley de la selva, a la condición humana más

abyecta o al imperio de los instintos (Serje, ).

Cuando, en , fue publicada La Vorágine, los letrados bogotanos ape-

nas pudieron comprenderla. La Vorágine no sólo carecía de una referencia en

la literatura nacional, sino que fue leída como el eco de una naturaleza salvaje

donde los hombres se contagiaban —en una especie de mimesis— de la misma

condición salvaje. Como novela de la selva —como texto—, se recibió a partir

de los mismos imaginarios que circulaban entre los letrados y ciudadanos del

interior, que veían en cierta medida como natural la violencia ejercida por los

caucheros. Casi nadie captó su propósito de denuncia social, de denuncia de la

situación de oprobio que sufrían tanto los indios como los caucheros frente a

las rapaces casas caucheras. La desilusión de Rivera no podía ser mayor; frente

a uno de sus críticos (el poeta Jorge Trigueros), diría: “... la obra se vende pero

no se comprende. Es para morirse de desilusión” (Rivera, de noviembre de

, Ordóñez, : -).

Como ha sido advertido por Enna von der Walde, el fracaso de la me-

diación de La Vorágine se debió en gran medida a la incapacidad por parte

Tierra de salvajes

R o b e r t o P i n e d a C a m a c h o

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12 3

de la ciudad letrada de incorporar al espacio de la Nación estos territorios de

frontera, defi nidos por fuera de la Historia, en el sentido de al margen de todo

proceso civilizatorio. La condición natural connotaba la negación de la historia

y una visión de los indios como “salvajes”.

Todavía a fi nales de la década del sesenta del siglo pasado, La Vorágine y

otras novelas de la selva eran percibidas como fi cciones, como una gran méta-

fora de la selva devoradora. A pesar de la existencia de algunos ensayos, para

entonces en nuestro país la historiografía amazónica era prácticamente inexis-

tente. La Amazonia, en general, carecía de Historia y de historiadores, a no ser

la Historia de las Misiones, leída en gran medida como una empresa también

de civilización.

En el panorama historiográfi co sobresalía, como excepción, el estudio

de Juan Friede titulado Los andakí: historia de la aculturación de una tribu

selvática (), en el cual su autor dedicó diversos capítulos a las misiones

franciscanas del Colegio de Propaganda Fide de Popayán, trabajo que, ante la

indiferencia nacional, llevó a que su autor tuviera que editarlo en México; asi-

mismo, como el mismo Juan Friede lo señalara, la indiferencia nacional ante

el problema indígena lo llevaría a buscar nuevos rumbos en la historiografía

nacional y a posponer su gran proyecto de una historia india.

Viajeros y etnógrafos del A mazonas

Entretanto, durante la segunda mitad del siglo xix y principios del siglo xx

emergió también un destacado grupo de naturalistas, viajeros y exploradores

que se propusieron describir aspectos de las sociedades indígenas del noroeste

amazónico, para entonces una región poco conocida, debido a la presencia de

grandes raudales que difi cultaban la navegación y el comercio, aunque esto no

había impedido el reclutamiento de los indígenas para el trabajo del caucho y el

establecimiento de barracas en prácticamente todo el territorio.

Entre estos viajeros y etnólogos sobresalieron Th eodor Koch-Grünberg,

autor de Dos años entre los indios (), en el cual relata su reconocimiento et-

nográfi co del alto río Negro (el gran Vaupés colombiano), y el capitán del ejér-

cito inglés Th omas Whiff en, autor de Th e Northwest Amazon. Notes of some

Months Spent among Cannibal Tribes (), en el cual se hace por primera vez

una descripción detallada de la gran región uitoto, comprendida entre los ríos

Caquetá y Putumayo, al este del río Caguán.

Con excepción del texto de Koch-Grünberg, mucho más sensible a la si-

tuación histórica, en la mayoría de estas primeras etnografías el entorno del

cinturón del caucho se menciona muy poco o está poco desarrollado. Su preo-

cupación se concentró, sobre todo, en la vida tradicional, en lo que ocurre aden-

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tro, más que en el mundo exterior. Sin duda, ésta era la tendencia general de

los estudios etnográfi cos mundiales, preocupados por recuperar lo tradicional

frente a su inminente “desaparición”.

Durante los siguientes cincuenta años, la región amazónica colombiana

sería apenas estudiada por los etnólogos. Con excepción del gran trabajo de Ir-

ving Goldman sobre los cubeo del Vaupés, cuyo trabajo de campo fue realizado

entre y pero cuya monografía sólo sería editada en ; de los escri-

tos de Marcos Fulop de , y de los aportes de los misioneros capuchinos de

Sibundoy, la etnología de la Amazonia contemporánea data de los años sesenta

y, sobre todo, de los años setenta.

A este desolador panorama se debe añadir una nula o casi inexistente in-

vestigación arqueológica en toda la región. Los escasos estudios existentes en la

Amazonia —entre ellos, los de Betty Meggers y Cliff ord Evans ()— seguían

por lo general los parámetros expuestos por Julian Steward en el Handbook of

South American Indians (), según el cual en la Amazonia se había presenta-

do un fenómeno de involución cultural, debido a la escasa capacidad del bosque

para sostener sociedades complejas. Aunque Meggers variaría parcialmente su

posición —al distinguir entre sociedades complejas de varzea y sociedades de

tierra fi rme—, la adaptación al medio ambiente siguió siendo percibida como la

clave para comprender la historia de la cuenca.

La etnología de urgencia

En , Gerardo Reichel-Dolmatoff publicó un documento titulado “A

Brief Report on Urgent Ethnological Research in the Vaupés Area, Colombia”,

en el marco de un gran programa internacional destinado a rescatar para la

ciencia las culturas en peligro de extinción cultural y biológica; dos años an-

tes, en , Alicia Dussán de Reichel editó su infl uyente escrito Problemas y

necesidades de la investigación etnológica en Colombia. Doña Alicia organizó

su material desde una perspectiva regional, destacando la urgencia de realizar

trabajos de campo en los diferentes grupos aborígenes del país. En la Amazo-

nia, resaltó la necesidad verdaderamente imperiosa de realizar investigaciones

de campo, dadas la precariedad de los trabajos etnográfi cos en la mayoría de las

comunidades indígenas y la amenaza de extinción cultural y biológica que en-

frentaban muchas de ellas. Los Reichel eran también conscientes de la impor-

tancia de efectuar trabajos de investigación sobre los procesos de aculturación

(de hecho, habían realizado estudios clásicos a este respecto en la Sierra Nevada

de Santa Marta), y para el efecto, Gerardo contrató al eminente etnólogo brasi-

leño Egon Schaden, de la Universidad de São Paulo, quien por entonces era un

experto en el tema en Brasil y autor del importante libro Aculturação indígena

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12 5

(), en el cual describió y analizó los procesos de cambio entre los indígenas

del Brasil como consecuencia del contacto con el “mundo de los blancos”.

La infl uencia de los escritos mencionados, además del texto de Reichel

Desana: Simbolismo de los indios tucano del Vaupés, publicado en , y del

estructuralismo levistraussiano —que basaba gran parte de sus fascinantes

trabajos en la selva tropical suramericana—, motivó una verdadera oleada de

trabajos de investigadores nacionales y extranjeros. Entre los primeros etnólo-

gos extranjeros se encuentran, entre otros, Steve y Cristina Hugh Jones, Patrice

Bidou, Jean Jackson, Peter Silverwood, Kaj Århem, Pierre Jacopin, Jürg Gasché,

Mireille Guyot, en su mayoría estudiantes de doctorado de las universidades de

Cambridge, de la Sorbona y Stanford. También por entonces Jon Landaburu y

otros investigadores iniciaron densos trabajos sobre las lenguas aborígenes.

Todos desarrollaron intensos trabajos de campo, que culminarían en

importantes publicaciones que cambiaron el panorama del conocimiento de

muchas de las sociedades del Amazonas, en particular del Vaupés y del bajo

Caquetá-Putumayo.

En los enfoques de los etnólogos predominó nuevamente una mirada que

privilegiaba la vida tradicional, el medio interno, analizado en general con una

perspectiva de organización social que combinaba un enfoque de descendencia

—propio de la gran antropología inglesa africanista— con una perspectiva de

la alianza levistraussiana. Ya Goldman había utilizado el concepto de “linaje”

para entender la organización social cubeo; en el Vaupés, los nuevos trabajos

afi naron con más detalle el funcionamiento de los “linajes”, la importancia de

la jerarquía social y de los “hermanos de madre”. Allí, la alianza se constituyó

en un elemento clave para entender la dinámica regional, en la medida que se

destacó la existencia de un sistema regional fundado en la exogamia lingüís-

tica.

La relación de estos tesistas con Reichel-Dolmatoff fue importante para

el desarrollo de sus trabajos, aunque en un ambiente de cierta tensión y crítica.

Reichel había elaborado, como se sabe, su trabajo sobre los tucano sobre la ba-

se de largas entrevistas con Antonio Guzmán en la ciudad de Bogotá; su trabajo

de campo en el Vaupés no superó los tres meses. El mismo Reichel consideró

a Desana como una especie de etnografía experimental, que mostraba la posi-

bilidad de realizar encuestas etnográfi cas con los indígenas fuera de contexto,

migrantes a las grandes urbes.

Sin duda, esto contrastaba con el estilo tradicional malinowskiano del

trabajo de campo, caracterizado por grandes temporadas in situ y un apren-

dizaje de la lengua. Los nuevos tesistas —muchos de los cuales pasaron largas

temporadas de campo en sitios muy “tradicionales” (como el río Pirá Paraná

o el Mirití Paraná)— no dejaban de sentir cierta desconfi anza ante Desana,

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12 6

aunque con frecuencia lo leían y era para ellos una fuente importante de re-

fl exión.

De otra parte, bajo la infl uencia directa de Reichel-Dolmatoff , numerosos

estudiantes del Departamento de Antropología de la Universidad de los Andes

volcaron también su interés en la Amazonia, particularmente en el estudio de

sus mitologías y organización social. Por ejemplo, Álvaro Soto elaboraría una

extensa tesis sobre la mitología de los cubeo () o Alfonso Torres Laborde

iría a estudiar a los barasana (), cuya tesis se transformaría en un intere-

sante trabajo sobre esta sociedad del Pirá Paraná. Igualmente, otros profesores

y estudiantes de la Universidad Nacional también se concentraron en el estu-

dio de la vida social y la cultura de los aborígenes del Amazonas. Entre ellos

sobresalieron Horacio Calle y Fernando Urbina, interesados en la región uitoto.

Desde la geografía, Camilo Domínguez asumió una posición de liderazgo que

conserva hasta nuestros días.

En gran medida, el funcionalismo y el estructuralismo también consti-

tuían su foco de mirada, aunque sus trabajos de campo fueron mucho más

cortos y, por lo general, carecían del conocimiento de las lenguas aborígenes.

La crisis del Departamento de Antropología de la Universidad de los

Andes en abortó un estimulante proyecto de investigación de las selvas

tropicales, aunque la infl uencia de Reichel se proyectaría en las generaciones

subsiguientes, sobre todo a través de su modelo sobre la relación sociedad-na-

turaleza entre los tucano, en virtud del cual los tucano sostienen también una

relación de alianza con los animales, mediada por la actividad del chamán.

La eferv escencia teórica latinoamericana

En aquellos tiempos, la antropología fue sacudida por una creciente con-

ciencia de su relación con el colonialismo, y algunos autores la percibían como

un subproducto de los encuentros coloniales. De otra parte, desde mayo del

, el marxismo había tenido un nuevo aliento que culminó en la creación de

una antropología marxista, como un paradigma que competiría con el funcio-

nalismo o el estructuralismo, aunque habría también un marxismo estructu-

ralista.

Asimismo, por entonces, en América Latina —en particular, en México y

en Brasil— se habían forjado nuevas visiones del cambio cultural de los pueblos

amerindios, alternativas a los conceptos de aculturación y cambio social de

corte funcionalista.

En México, Gonzalo Aguirre Beltrán creó el concepto de “regiones de

refugio” (), mediante el cual pretendía formular una nueva teoría y práctica

del indigenismo. También, González Casanova acuñó el término de “colonia-

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12 7

lismo interno” para referirse a las mismas condiciones de las sociedades lati-

noamericanas, cuya dualidad había sido percibida bajo los parámetros de mo-

derno-tradicional. El antropólogo Rodolfo Stavenhagen sobresaldría con sus

“Siete tesis equivocadas para la América Latina” (), que fueron una especie

de manifi esto que llamaba a pensar la especifi cidad de nuestro continente, y

negaba diferentes teorías en boga sobre la naturaleza del “subdesarrollo” en

América Latina.

La teoría de la dependencia —cuya génesis la encontramos en las teorías de

la Cepal— fue formulada por diversos autores latinoamericanos, para los cuales,

como diría Antonio García, “crecimiento” no era sinónimo de desarrollo.

En Brasil, por su parte, Charles Wagley, Eduardo Galvão y Darcy Ribeiro

impulsaron los estudios regionales de la Amazonia; Ribeiro propuso el concep-

to de “transfi guraciones étnicas” e intentó explicar bajo esta óptica lo que ocu-

rría en los diferentes frentes de expansión agrícola, ganadera o forestal en los

territorios indios. Años más tarde, Roberto Cardoso de Oliveira, un discípulo

de Darcy Ribeiro, acuñó el concepto de “fricción interétnica” para caracterizar

las relaciones de los ticuna del río Amazonas con la sociedad nacional.

Sin duda, la genealogía de estos conceptos es compleja y hay que entre-

lazarla con ideas y perspectivas que emergían también en las antropologías y

ciencias sociales metropolitanas. La sociología de la explotación latinoamerica-

na se vinculaba con la sociología de la colonización africana que hacia énfasis

en el estudio de los procesos de cambio en el ámbito de una situación colonial,

en la que los dos términos de la ecuación se infl uyen y recrean mutuamente,

como el amo y el esclavo de la fi losofía hegeliana. El desarrollo engendraba el

subdesarrollo, como dos caras de una misma moneda.

La crisis de la antropología

En ese nuevo panorama, las antropologías latinoamericanas tuvieron, en

general, una sacudida importante. En México, Bonfi l Batalla y otros investi-

gadores de la Escuela Nacional de Antropología e Historia se rebelaron con-

tra los presupuestos del indigenismo mexicano y su peculiar matrimonio con

el Estado mexicano. En , publicaron De eso que llaman la antropología

mexicana, donde rompían con la antropología aplicada tradicional. Los antro-

pólogos mexicanos enfatizaron la idea del indio como una categoría colonial y

estimularon el estudio de las relaciones interétnicas a través de los conceptos

de clase y etnia.

Esta infl uencia llegó también a Colombia, a sus diversos departamentos

de antropología cada vez más radicalizados y politizados desde una perspectiva

marxista. Al concepto de cultura lo sustituyó el de modo de producción, y una

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12 8

realidad social —una “formación económica social”— fue percibida como la

articulación de los modos de producción.

La antropología como disciplina fue concebida como una herramienta

política al servicio de los oprimidos. De otra parte, las sociedades —como lo

había advertido Marx— eran productos históricos y no era viable comprender-

las sin una dinámica histórica; el marxismo era la ciencia de la Historia, capaz

de comprenderse a sí misma y de entender sus propias metamorfosis.

Bajo este ámbito, los nuevos antropólogos de América Latina impulsaron

trabajos de campo en los que cada vez tomó más importancia la acción que la

refl exión teórica. Los etnólogos colombianos más radicales de la región ama-

zónica —como Horacio Calle Restrepo— pregonaron incluso el abandono de la

grabadora y otros instrumentos convencionales de la etnografía, con el objeto

de sumergirse en la vida de las comunidades para luchar en aquellas regiones

contra las Misiones, las cuales habían llamado la atención de los investigadores

colombianos desde la segunda mitad de , cuando Juan Friede visitó a los

arhuacos o ijkas de la Sierra Nevada de Santa Marta y, sobre todo, debido a la

publicación del libro Siervos de Dios y amos de Indios (), de Víctor Daniel

Bonilla, en el cual se describe y analiza (denuncia) el proceso de la misión ca-

puchina en el valle del Sibundoy.

Historia y antropología del A mazonas

La infl uencia de las antropologías latinoamericanas, el marxismo y la re-

novación del pensamiento histórico en la década del setenta en Colombia —en

lo que ha sido llamado la Nueva Historia— nos sensibilizó frente a la Historia,

ante la necesidad de enfocar nuestros problemas con una perspectiva histórica

y regional, en un momento en el cual la mayoría de los colegas “extranjeros”

que trabajaban en las tierras bajas proseguían en gran parte con unos lentes

—como se dijo— en gran medida sincrónicos y enfocados en la comprensión

de la dinámica tradicional.

En otros países de América Latina, nuestros colegas latinoamericanos

también enlazaron la antropología con la Historia. En Perú, para citar un ejem-

plo, Stefano Varesse elaboró un refrescante trabajo titulado La sal de los cerros

(), sobre los campa de la ceja peruana.

En el caso colombiano, los diversos investigadores que desarrollaron

sus trabajos de campo en la región del bajo Caquetá-Putumayo descubrieron

—como lo he reiterado en otra oportunidad— en los mambeaderos indígenas su

trágica historia del caucho, narrada y denunciada casi medio siglo antes por Ri-

vera; las poblaciones que estudiaban eran en realidad los sobrevivientes de esta

hecatombe. Eran sociedades profundamente sacudidas y transformadas por

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este proceso; se habían conformado nuevas localidades, que agrupaban a los so-

brevivientes de “clanes” y a grupos diferentes e incluso enemigos en el pasado.

A diferencia del Vaupés, aquí los lentes funcionalistas y estructuralistas

no funcionaban tan bien. ¿Cómo representar de manera adecuada la historia y

la cultura de estas sociedades, atravesadas por un sino trágico y por su incopo-

ración como trabajadores de la Casa Arana al capitalismo internacional?

A diferencia del Vaupés, en la región del Caquetá-Putumayo no tuvimos,

y en parte todavía no tenemos, esas monografías omnicompresivas, totales,

casi cerradas, propias del género etnográfi co clásico, ya sea sobre un grupo

o sobre un aspecto de la cultura, que caracterizan la etnografía realista. La

mayoría de los trabajos sobre las sociedades aborígenes del Caquetá-Putumayo

son en realidad ensayos, artículos, que dan cuenta de un aspecto de la realidad

social, estudios fragmentados, lo que, de hecho, ha infl uido para que sea una de

las regiones del Amazonas con menos visibilidad internacional.

En realidad, esto no se debe a la incapacidad de sus etnógrafos sino, por

lo menos en gran medida, a que sus condiciones etnográfi cas particulares no

se prestaban a las convenciones de la escritura etnográfi ca clásica que inventa

totalidades, sociedades bien delimitadas en el tiempo y en el espacio.

Tendríamos que esperar lo que se ha denominado la crisis de la represen-

tación para, en cierta medida, tomar conciencia de que nuestros instrumentos

de representación etnográfi ca clásicos son por lo menos insufi cientes para ar-

mar su “rompecabezas” —como se aludiera al reto de la etnografía del área en

un simposio en el Congreso de Americanistas celebrado en la ciudad de Santia-

go de Chile ()—, en cuanto nos permiten dar cuenta de lo de adentro, pero

no articularlo de manera adecuada con el lado del “mundo exterior”, que en

realidad es la otra cara del mismo tapete. En lugar de presuponer el “rompeca-

bezas”, implícito en las teorías sociales en boga, aquí encontramos fragmentos,

indicios, trazas. ¿Qué hacer con ellos?

• ¿Reconstruir un presente etnográfi co representado en un pasado etno-

gráfi co, privilegiando la idea de una cultura ideal estable?

• ¿Efectuar la historia de este proceso?

• ¿Reconstruir las sociedades del presente a través de esos fragmentos?

Los diversos investigadores de la región del Caquetá-Putumayo se perca-

taron entonces de la necesidad de hacer historia, ya que —siguiendo la famosa

frase de Evans-Pritchard— allí no era posible comprender las sociedades con-

temporáneas sin entender cómo habían llegado a ser lo que son. En este con-

texto, se vieron abocados, sobre todo, al estudio de la tradición oral, en cuanto

que en gran parte la experiencia histórica estaba condensada en mitos, cantos

y otras formas de memoria, y a reconocer en ellos no sólo fuentes para la His-

toria, sino verdaderas historias orales.

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13 0

Esta perspectiva se concretó, en algunos casos, en una forma de aproxi-

mación que difería en gran medida de los enfoques monográfi cos clásicos. En

, por ejemplo, Manuel José Guzmán presentó su tesis de grado sobre los

andoques del río Caquetá (), en la que incorporó de forma creativa una

visión regional de los andoques del Medio Caquetá y adoptó un punto de vista

marxista —apoyado por las ideas de Godelier y Meillasoux— sobre la relación

del modo de producción tradicional y el sistema extractivo del caucho. Luego,

publicó su ensayo “Etnohistoria, estructuralismo y marxismo” (), un ver-

dadero programa de trabajo en el que insistía en la historicidad de las estruc-

turas sociales. Este ensayo, si hubiese sido editado en una revista internacional,

seguramente habría tenido un impacto considerable, en cuanto, en realidad,

Guzmán se anticipó a prever la relevancia de la conexión de antropología e his-

toria en la Amazonia, que hoy preocupa tanto a la academia metropolitana.

Sin duda, este movimiento hacia la historia no ha sido exclusivo de la re-

gión del Caquetá-Putumayo, sino que lo encontramos también en otras regio-

nes de la Amazonia. Pero pareciera como si en estas otras regiones, la urgencia

del trabajo histórico fuese menor, debido a que es posible tener cierta inteligi-

bilidad de tipo sincrónico.

Sin embargo, a medida que la perspectiva histórica nos ilumina algunos

aspectos de su pasado, comprendemos que también su presente etnográfi co es

la cristalización de profundos ciclos históricos y no son sociedades estables,

bien delimitadas, con territorios y gentes distribuidas de forma tradicional. Por

ejemplo, a fi nales del siglo xix, en toda la región del Vaupés se presentaron

grandes movimientos mesiánicos, con indígenas que se autoproclamaron como

Segundos Cristos, imbricados en el contexto de procesos de evangelización y

de creación de una sociedad regional cabocla en toda la región del río Negro. Su

supuesta naturaleza tradicional obedece, entonces, más bien a nuestra mirada

que a sus propiedades intrínsecas.

En cierta medida, Koch-Grünberg y el mismo Goldman se percataron de

su dinámica histórica al enfatizar cómo algunos grupos se habían tucanizado

u otros habían sido asimilados. Al respecto, el trabajo pionero de Hugh Jones

() sobre la historia del Vaupés, y otros estudios más recientes de F. Correa

(), entre otros, pusieron de presente la infl uencia de los ciclos de expansión

esclavista, misionera o cauchera, cuya trama es fundamental ligarla con la et-

nografía de las poblaciones del área.

En este contexto, las sociedades amazónicas y la selva, lejos de ser expre-

siones del mundo natural, ajeno a la expansión de la civilización, deben com-

prenderse en el marco de la temprana inserción de la Amazonia en la econo-

mía-mundo, que provocó una debacle demográfi ca de una población estimada

en por lo menos .. de personas en el siglo xvi, y que generó también

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131

importantes transformaciones en su medio ambiente y la génesis de nuevas

sociedades.

A partir de la década del ochenta, la gran mayoría de los investigadores

amazónicos comprendieron la relevancia de la antropología histórica para ana-

lizar la dinámica de estas sociedades. Los brasileños, por ejemplo, bajo la guía

de Manuela Carneiro da Cunha, publicaron un gran trabajo titulado “Historia

del indio brasilero”, en el cual se destaca su dinámica temporal. Un volumen

de la revista L Homme, de , “A la Remonté du Amazonas”, explicita clara-

mente esta tendencia, y las más recientes formas de comprensión de la rela-

ción entre sociedad y naturaleza se autodenominan Ecología Histórica. En este

caso, la idea general es que aun la selva es un producto histórico. Ballé y otros

investigadores han resaltado que la llegada del europeo a la Amazonia fue algo

así como la caída del meteorito sobre la Tierra —hace unos setenta millones de

años—, que produjo un verdadero cataclismo planetario. Asistimos también,

en la actualidad, al surgimiento de una historia ambiental de la región que tiene

como eje comprender las transformaciones en el paisaje en su interacción con

la vida social.

Esto no obsta para que no podamos afi rmar, sin ser chauvinistas, que,

en gran parte, esta nueva conciencia histórica se debió al trabajo de los an-

tropólogos latinoamericanos, aunque con frecuencia sus artículos, anteriores

cronológicamente, no aparezcan mencionados en revistas internacionales, con

excepción de aquellos que fueron traducidos al inglés, o sus autores mantienen

fuertes vínculos con la academia norteamericana o europea.

Los retos de la antropología histórica de la A mazonia

A pesar de la creciente conciencia sobre la necesidad de comprender la

Amazonia desde una perspectiva histórica, en el marco de estructuras de larga

y mediana duración, subsiste todavía a la hora del análisis la difi cultad de arti-

cular las dimensiones sincrónicas y diacrónicas, de manera que gran parte de

la antigua dicotomía de privilegiar lo interno sobre lo externo, o lo tradicional

sobre el entorno, aún sobrevive, a pesar de que la mayoría de las etnografías

prestan cierta atención a la perspectiva histórica.

En el caso de los trabajos históricos sobre la Amazonia, una gran parte

de ellos son aún descripciones minuciosas del escenario externo, sin sufi ciente

conexión con la experiencia de sus pobladores o con la historia local contem-

poránea.

La etnología ha asumido nuevas categorías de análisis, como el concepto

de Casa o los sistemas semicomplejos, pero sin resolver de manera satisfactoria

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13 2

la relación heurística y analítica entre la cara interna/externa; y sus complejas y

sutiles imbricaciones. Reconocer la impronta de la historia del capitalismo en la

Amazonia en sus diferentes sociedades, captando la singularidad de sus propias

prácticas y experiencias, requiere sin duda de una “imaginación etnográfi ca”

que asuma la investigación del proceso colonial y de dominación de la Amazo-

nia como un proyecto cultural y, por decirlo de otro modo, civilizatorio.

Esto signifi ca que deberíamos comprender más la textura cultural de los

proyectos misioneros, de las Casas caucheras y de las nuevas formas de ocupa-

ción y apropiación de sus recursos.

A partir de la posición minoritaria de Evans-Pritchard expresada en su

conferencia “Historia y antropología”, en la que sostenía que la historia es an-

tropología social o corre el riesgo de no ser nada, y viceversa, cada vez más los

antropólogos postestructuralistas insisten en la historicidad de la práctica, y

algunos de ellos, forjados en el marco de los procesos políticos postcoloniales

de la India y del sudeste asiático, subrayan la necesidad de fundar nuevamente

la antropología como una antropología histórica.

Estas nuevas tendencias han mostrado problemas y enfoques que podrían

enriquecer nuestros propios estilos de antropología histórica en la Amazonia,

de manera que debemos activar nuestro diálogo con dichas orientaciones, apor -

tando nuestras propias experiencias y herramientas, nuestra propia tradición

acumulada durante casi tres décadas, aquí y allá, a la mesa común.

¿Es esto posible? Antes de responder, y para terminar, permítaseme situar

esta discusión en un campo más amplio.

Epílogo

Roberto Cardoso de Oliveira ha planteado la necesidad de considerar la

relación antropologías periféricas o del sur versus antropologías metropolita-

nas sobre la premisa de que la antropología es una sola, conformada por diver-

sos paradigmas: funcionalismo, estructuralismo histórico, cultural, interpreta-

tivo. El mismo autor entiende paradigma en un sentido relajado, diferente de su

defi nición propiamente kuhniana. Aclara que la historia de las ciencias sociales

no es un proceso de sucesión paradigmática, sino más bien de articulación, de

coexistencia en diferentes grados, de estos paradigmas (Cardoso, ).

En este sentido, la idea no es construir un toldo aparte, sino cultivar nues-

tro propio estilo, injertando lo que parezca relevante, teniendo la conciencia de

que ese bloque que llamamos antropología también ha sido construido en gran

parte por las antropologías periféricas o del sur.

También es necesario comprender, como el mismo Cardoso lo ha rei-

terado, que las antropologías latinoamericanas se insertan en el campo más

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13 3

general de la formación de los Estados-nación y que el antropólogo —como

ciudadano de su país— tiene asimismo obligaciones políticas y éticas con los

otros ciudadanos, muchos de los cuales han sido discriminados o excluidos en

los proyectos nacionales, o considerados como los otros a “integrar”.

Este compromiso ético de los antropólogos —que se remonta en la antro-

pología colombiana hasta sus mismos años de fundación— no debe perderse

de vista, a la hora de replantear nuestra relación con la antropología metropo-

litana, como tampoco debemos olvidar la existencia de otras antropologías pe-

riféricas —algunas de gran complejidad como la japonesa y la de la India— que

también deben ser interlocutores válidos.

La antropología histórica latinoamericana de la Amazonia tiene el reto

de dialogar con las nuevas tendencias de la antropología histórica e injertar sus

teorías e ideas en nuestra propia tradición.

Nuestra responsabilidad no está sólo en función de la academia interna-

cional, sino, y sobre todo, de nuestra propia región amazónica y sus gentes, en

la medida que logremos crear verdaderos espacios de mediación y construir sa-

beres que permitan comprenderlas y respetarlas, oír sus voces y perspectivas.

En este marco, entonces, el diálogo con las antropologías metropolitanas

es importante, pero no a costa de que nos mimeticemos hasta perder nuestra

identidad.

Comparto las ideas de Carlos Uribe (), cuando comenta el artículo de

Esteban Krotz, en cuanto que la antropología latinoamericana o el antropólo-

go latinoamericano no debe verse como víctima de sus condiciones frente a la

relación dominante del norte.

Creo que debemos organizar y coordinar más nuestras propias experien-

cias, y organizar en el campo de la antropología histórica nuestras propias re-

vistas y nuestros propios centros de docencia e investigación, donde, en lugar

de ser “antropólogos papagayos”, según la expresión de Darcy Ribeiro ()

para referirse a aquellos antropólogos cuya obsesión es estar a la última de las

últimas modas, compartamos nuestra experiencia latinoamericana, reconsti-

tuyamos nuestras propias tradiciones, dialoguemos con los que nos antecedie-

ron e injertemos en ellos también las mejores ideas y prácticas de las antropo-

logías metropolitanas y de otras “periféricas”.

Tenemos una tradición en antropología histórica del Amazonas para

compartir con otros colegas no sólo del Amazonas, sino con aquellos que se

interesan en la antropología histórica, como una manera de refl exionar sobre

los viejos y nuevos problemas de la antropología.�

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13 6

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13 7

DiseminacionesDE LOS ALPES A LAS SELVAS Y MONTAÑAS DE COLOMBIA:EL LEGADO DE GERARDO REICHEL-DOLMATOFF

C a r l H en r i k L a n g e b a ek 1 3 9

CONSTRUCCIONES JAPONESASR a fa el R e y e s - R u i z 173

ADIÓS A LA INOCENCIA: CRÓNICA DE UNA VISITA AL ESTILO NACIONAL DE HACER ANTROPOLOGÍA

Pao l a G i r a ld o 185

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13 9

R E S U M E N El presente artículo analiza

la producción académica de Gerardo

Reichel-Dolmatoff en el campo de la

arqueología colombiana. Hace un seguimiento

de los principales temas, infl uencias,

virtudes y limitaciones de las

interpretaciones de este investigador

sobre el pasado indígena. En particular

se concentra en la forma como se fueron

incorporando aportes del pensamiento de

Rivet, Steward y, más tarde, del ecologismo,

los cuales transformaron su idea

sobre el pasado a través del tiempo.

A B S T R A C T This paper explores Reichel-

Dolmatoff’s archaeologic academic production in

Colombia. It traces the main themes,

infl uences, virtues and limitations of his

interpretations regarding Colombia’s

Indian past. Particularly, it focuses on

the ways in which the work of Rivet,

Steward, and the ecologism school, were

incorporated into Reichel’s thinking,

transforming his ideas about the past.

ANT ÍPODA N º1 JUL IO -D IC IEMBRE DE 2005 PÁGINAS 139 -171 ISSN 1900 -5407

FECHA DE RECEPC IÓN : ABR IL DE 20 05 | F ECHA DE PUBL IC AC IÓN : JUL IO DE 2005C ATEGOR ÍA : ART ÍCULO DE REFLE X IÓN

P A L A B R A S C L A V E S :

Reichel-Dolmatoff, arqueología, Colombia.K E Y W O R D S :

Reichel-Dolmatoff, archaeology, Colombia.

D E L O S A L P E S A L A S S E LVA S Y M O N T A Ñ A S D E C O L O M B I A : E L L E G A D O D E G E R A R D O R E I C H E L D O L M A T O F F

C a r l H e n r i k L a n g e b a e kProfesor Asociado, Departamento de AntropologíaUniversidad de los Andes, [email protected]

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A N T Í P O D A N º 1 | J U L I O - D I C I E M B R E 2 0 0 5

14 0 La obra de Gerardo Reichel-Dolmatoff ha sido objeto

de numerosas refl exiones por parte de arqueólogos y antropólogos más jóvenes

que han visto en su obra uno de los más importantes legados de la disciplina

en el siglo xx (Furst y Furst, ; Uribe, , ; Cárdenas, ; Gnecco,

; Oyuela, ; Ardila, , s.f.; López, ). Sin embargo, gran parte de

estos trabajos se han concentrado o bien en recuento de sus rasgos biográfi cos

y producción académica, en apologías a su labor, o en críticas sobre su persona-

lidad o supuesta orientación política. Sólo en pocas ocasiones se ha tratado de

analizar la producción de Reichel-Dolmatoff críticamente (Uribe, ; Cárde-

nas, ; Gnecco, ). Por supuesto, ni las acusaciones políticas ni las apolo-

gías han sido productivas. Reichel-Dolmatoff no favoreció ninguno de esos dos

caminos con respecto al trabajo de sus colegas y probablemente tampoco son

las que él hubiera aspirado en su propio caso. En este artículo se quiere hacer

un análisis de la obra de Gerardo Reichel-Dolmatoff como arqueólogo, con el

fi n de identifi car las fuentes que nutrieron su pensamiento, los aportes y limi-

taciones de sus planteamientos, y las razones por las cuales fue ampliamente

aceptado en algunos círculos y rechazado en otros. Su obra, en otras palabras,

se utilizará como un pretexto para entender buena parte de lo que fue la disci-

plina en la segunda mitad del siglo xx.

Primero, unos breves e inevitables comentarios biográfi cos. Reichel-Dol-

matoff nació en Salzburgo, Austria, en . Su educación primaria estuvo a

cargo de tutores privados. Luego, recibió una sólida formación clásica en la

escuela benedictina de Kremsmünster y se graduó en artes en la Academia Bil-

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C a r l H e n r i k L a n g e b a e k

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141

denden Künste de Munich en . Luego se trasladó a París, donde se vinculó

con el Museo del Hombre. Llegó a Colombia, en , a trabajar con Rivet y

muy rápido se relacionó con intelectuales del país, algunos de ellos inclinados

hacia el indigenismo. Gran parte de la primera parte de la obra de Reichel-Dol-

matoff no se apartó de las propuestas del grupo de etnólogos y arqueólogos que

trabajaban con Rivet. En sus primeros artículos (Reichel-Dolmatoff , ) con-

sideró que la diversidad cultural de las sociedades prehispánicas en Colombia

era el resultado de la llegada de grupos procedentes del Amazonas, Centroa-

mérica y los Andes centrales. Incluso durante los primeros años de su carrera,

no descartó la infl uencia polinésica, como lo demuestra su preocupación por

encontrar los perdidos yurumanguíes de la Costa Pacífi ca, cuya lengua supues-

tamente era de ese origen (Langebaek, : ), así como sus esfuerzos por

contribuir en el propósito de obtener muestras de sangre de grupos indígenas

con el fi n de contribuir a solucionar el problema del origen del hombre ameri-

cano (Reichel-Dolmatoff , ) o en la reconstrucción de antiguas migraciones

mediante el estudio de la toponimia (Reichel-Dolmatoff , ), todas tareas

propuestas por Rivet.

En uno de sus primeros trabajos sobre toponimia, en el Tolima y Huila,

Reichel-Dolmatoff encontró que existían lugares con nombres quechuas, chi-

bchas y caribes, hallazgo que coincidía con la idea que Rivet (y otros antes

que él) tenía sobre sucesivas invasiones prehispánicas a territorio colombiano.

El tropiezo consistió en que no se podía resolver el problema de su ubicación

cronológica. Reichel-Dolmatoff estableció entonces una analogía con las exca-

vaciones estratigráfi cas: la toponimia era equivalente a la lingüística estratifi -

cada. No obstante, mientras la arqueología trabajaba en “tres dimensiones”, es-

tableciendo capas culturales superpuestas, la toponimia sólo permitía entender

un plano de dos dimensiones (Reichel-Dolmatoff , ). Mientras la “extensión

de una tribu” se podía estudiar mediante la toponimia, indagar por la “suce-

sión de capas lingüísticas” representaba un problema: todas las evidencias se

encontraban en el mismo nivel, “la una al lado de la otra”. En consecuencia, el

asunto no podía ser resuelto sin ayuda de la arqueología.

A partir de entonces, emprendió numerosas excavaciones en diversos lu-

gares del país. En un principio, el investigador renunció a concentrarse en lo

que consideraba como “grandes centros” arqueológicos. Después de un breve y

frustrado intento de hacer arqueología en Soacha (territorio muisca) (Reichel-

Dolmatoff y Dussán, ) emprendió más bien investigaciones en el práctica-

mente desconocido Valle del Magdalena (Reichel-Dolmatoff y Dussán, )

y luego inició prolongadas temporadas de campo en la Costa Caribe, también

vista como un área marginal, al menos desde el punto de vista de la arqueolo-

gía andina concentrada casi toda en San Agustín (Reichel-Dolmatoff , ). El

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14 2

diseño de la investigación fue en un principio completamente clásico, dentro

del ámbito de la tradición histórico-cultural. La justifi cación de su tarea era

trabajar en un área prácticamente desconocida, “relacionar las antiguas civili-

zaciones aborígenes del Continente” (Reichel-Dolmatoff y Dussán, : ) y

comprender “rutas de migración e intercambio”. Los resultados fueron también

convencionales: dado que a lo largo de la cuenca del río Magdalena se podían re-

conocer entierros en urnas, era evidente que había cierta homogeneidad cultu-

ral, y más aún, incluso “una concepción idéntica de un elemento tan importante

ideológicamente como el entierro” (Reichel-Dolmatoff y Dussán, : )

Para Reichel-Dolmatoff , el trabajo en la Costa Caribe ofrecía dos ventajas

también enmarcadas en el contexto de la práctica histórico-cultural. La prime-

ra, estudiar las relaciones prehispánicas con Mesoamérica. La segunda, apro-

vechar que el área había sido poco trabajada, lo cual permitía hacer aportes

novedosos. Reichel-Dolmatoff estudió la Costa Caribe con el fi n de encontrar

evidencias de “cronología” y “relaciones culturales” prehispánicas. El único an-

tecedente sistemático de investigación en la región lo constituía el trabajo de

Alden Mason en Santa Marta, pero como Reichel-Dolmatoff y su señora Alicia

Dussán (: ) anotaron, dicho autor “no tocó en su publicación el proble-

ma cronológico ni intentó una interpretación y correlación de la cultura”. Este

tipo de vacíos era el que había que llenar. Y, con esos dos objetivos en men-

te, dividió la región no en “áreas culturales”, como había hecho Hernández de

Alba en años anteriores (), sino en zonas geográfi cas. En todas ellas buscó

evidencias de sitios estratifi cados profundos, aunque tuvo que contentarse con

recolecciones superfi ciales en la mayoría de los casos. En cada región procuró

tener una muestra, lo más amplia posible, de tiestos (a los cuales dio el peculiar

nombre de “especímenes”): . en la cuenca del río Ranchería, . en la

del río Cesar, . en el Bajo Magdalena y así, en otras regiones. La impre-

sión de Reichel-Dolmatoff fue que en cada región había sitios más antiguos

que otros, aunque no se encontraran profundos sitios estratifi cados, y que era

probable que hubieran existido relaciones culturales con Panamá y Venezuela.

Los sitios parecían representar ocupaciones cortas y tener la infl uencia de múl-

tiples tradiciones culturales. El material era muy diverso y, además, no parecían

reconocerse largas ocupaciones continuas, sino sobresaltos, hiatos y falta de

correspondencias.

Esta situación, desde luego, no era nueva. Muchos de los arqueólogos de

su época estaban obsesionados por hacer excavaciones estratigráfi cas, pero la

enorme difi cultad de hacerlo se achacó a la incompetencia de los académicos.

Reichel-Dolmatoff ofreció una explicación completamente novedosa: la falta de

profundos sitios estratifi cados no era gratuita, ni el resultado de la incompeten-

cia de los investigadores. Tenía que ver con la historia misma de las sociedades

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prehispánicas en la región. Algo tenía que explicar que no aparecieran en Co-

lombia, pero sí en México y Perú, donde se habían desarrollado civilizaciones

prehispánicas. En este sentido retomó una idea que ya había sido planteada por

Haury y Cubillos () en su investigación sobre los muiscas: la ausencia de

basureros profundos en el país se relacionaba con una historia particular de los

grupos indígenas, no con la pobre aptitud de los arqueólogos.

Al igual que Haury y Cubillos, Reichel-Dolmatoff propuso que el medio

ambiente tenía que ver con el asunto. Este punto de vista se desarrolló a partir

de la investigación que él, al lado de Alicia Dussán, hizo en la cuenca del río

Ranchería. Y como se verá más adelante, también de la creciente infl uencia de

Julian Steward. El trabajo de Oppenheim en esa región era una atractiva invi-

tación para los intereses de la pareja. Por un lado, en ese trabajo se anunciaba

una “nueva” cultura que valía la pena estudiar detenidamente. Por otro lado,

se describían basureros profundos donde el estado de conservación de los res-

tos culturales era excelente. El proyecto de Gerardo y Alicia Reichel-Dolmatoff

tuvo, al menos en un comienzo, un diseño bastante convencional. Su objetivo

original consistió —de nuevo— en establecer una cronología de los desarro-

llos de la región, e identifi car las características “culturales” de los sitios. No

obstante, la dirección que tomó el trabajo de campo llevó a preocupaciones

diferentes. La ocupación humana más temprana se habría iniciado alrededor

de la Era Cristiana con el Período Loma, al cual habrían seguido los períodos

Horno, Los Cocos y Portacelli. No parecía haber existido mayor continuidad

entre la ocupación más temprana y la más tardía; de hecho, se trataría de cultu-

ras, unas sobrepuestas a las otras, provenientes de fuera de la región. Además,

Reichel-Dolmatoff encontró evidencias de que la ocupación Portacelli no había

continuado hasta la conquista española.

Una cuestión importante para Reichel-Dolmatoff consistió en explicar

cómo una población numerosa había desaparecido antes de la llegada de los

españoles. El estudio arqueológico mostraba una enorme cantidad y densidad

de sitios prehispánicos en un lugar donde hoy día la ocupación humana es muy

escasa. Para explicar el problema, acudió al medio ambiente de una forma que

raramente había sido planteada en el pasado. Propuso que el Período Loma

correspondía a un clima más húmedo que el actual. En una época posterior,

el deterioro ambiental ocasionado por la cantidad de gente que vivía en la re-

gión, habría generado un desastre que limitó el tamaño de la población. La ori-

ginalidad de Reichel-Dolmatoff consistió en que no simplemente propuso un

escenario probable para explicar la secuencia arqueológica, sino que propuso

una lectura de la misma. Su primera observación consistió en que en los sitios

más antiguos se encontraban restos de caracoles que requieren humedad para

sobrevivir. La segunda, que en esos mismos sitios antiguos, en contraste con

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los más tardíos, no tenían evidencia de manos de moler y metates asociados al

cultivo de maíz. Probablemente, dedujo Reichel-Dolmatoff , los habitantes más

tardíos habían iniciado el cultivo del maíz, lo cual a su vez llevó al deterioro

ambiental, y como consecuencia obvia, al abandono de la región.

Años más tarde, Reichel-Dolmatoff excavó un basurero en Momil, un lu-

gar a orillas del río Sinú, donde el depósito alcanzaba los . metros de profun-

didad y en el que logró obtener cerca de . tiestos. Se trataba de la colec-

ción de cerámica más grande que arqueólogo alguno había tenido oportunidad

de trabajar en Colombia. La cantidad de tiestos, la profundidad del basurero,

además de la fertilidad de los suelos circundantes y la abundancia de pesca, le

sugirieron que Momil representaba una “etapa bien desarrollada” y caracteri-

zada por la presencia de una numerosa población sedentaria. Sin embargo, aún

en este sitio tan especial, habían hiatos y discontinuidades. La cerámica del

sitio parecía corresponder a dos fases porque su acumulación se encontraba

interrumpida por una delgada capa de arena. Toda la cerámica, incluyendo la

de los niveles por debajo de esa capa (Momil i) y la que se encontraba por enci-

ma (Momil ii), tenía un extraordinario parecido con la alfarería del Formativo

mexicano y del Preclásico peruano, es decir, de la etapa anterior a la del desa-

rrollo de los grandes imperios en esos países. Sin embargo, en los niveles in-

feriores no se encontraron evidencias de manos de moler y metates asociados,

mientras en los de más arriba sí los había. Esta información coincidía con la

propuesta de un famoso arqueólogo norteamericano, Alfred Kidder, quien en

México había planteado que los períodos más antiguos se habían caracterizado

por el cultivo de yuca y los más tardíos por el de maíz.

A partir de las excavaciones en Momil, Reichel-Dolmatoff propuso una

secuencia que abarcaba los siguientes períodos: Paleoindio, Arcaico, Forma-

tivo, Subandino, Floreciente Regional e Invasionista. La etapa Subandina se

había caracterizado por el desarrollo de sociedades que pudieron colonizar las

tierras alejadas de los ríos, gracias al cultivo del maíz. Su desarrollo había sido

interrumpido por grupos “invasionistas” que habían llegado desplazados de la

región de los Andes peruanos o de México, a medida que en esas regiones se

consolidaban los imperios. Quizás también algunos grupos amazónicos ha-

brían arribado al territorio. En todo caso esto cuadró bien con un patrón en

el que Reichel-Dolmatoff ya había insistido anteriormente: existía cierta dis-

continuidad en los procesos prehispánicos que había impedido el desarrollo

de grandes civilizaciones. Tan solo los muiscas y los taironas se diferenciaban

por su mayor grado de complejidad política. A ellas, se refería el término de

Floreciente Regional.

En la década de los sesenta, Reichel-Dolmatoff avanzó en fi rme hacia una

nueva propuesta interpretativa del pasado prehispánico. En un corto artículo

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titulado “Las bases agrícolas de los cacicazgos subandinos”, señaló que estas

sociedades se caracterizaban por ser pequeñas, tener líderes permanentes y

una subsistencia garantizada por una estable producción agrícola. Su tecno-

logía era similar; por lo tanto, la permanencia de los asentamientos dependía

de la fertilidad del suelo. Otra característica era que, a juzgar por las crónicas

españolas, habían dedicado buena parte del tiempo a la guerra. En estas pecu-

liaridades, Reichel encontró la clave para entender por qué se había dado un

poblamiento inestable, caracterizado por movimientos de pueblos y guerras

frecuentes, razones que además explicaban por qué no se habían conforma-

do imperios. La guerra, en opinión del autor, era más frecuente entre grupos

que ocupaban zonas con diferente productividad. Los pueblos agresores eran,

por lo general, los que ocupaban regiones con una precipitación menor y sólo

podían sembrar maíz una vez al año. Los pueblos con más frecuencia ataca-

dos eran los que ocupaban los mejores suelos. La guerra cumpliría así diversas

funciones. Por un lado, consolidaba la autoridad de los caciques como líderes

de guerra y reafi rmaba la cohesión social. Por el otro, ayudaba a controlar el

tamaño de la siempre creciente población. Pero, al mismo tiempo, obstaculizó

la intensifi cación de la producción agrícola e impidió el desarrollo de grandes

estados con un amplio control regional.

La infl uencia de arqueólogos norteamericanos como Julian Steward fue

clave en los planteamientos de Reichel-Dolmatoff . Para Steward (, ),

entrenado en la Universidad de Berkeley, era importante la investigación em-

pírica de secuencias específi cas de “evolución” con el fi n de establecer com-

paraciones. En lugar de un evolucionismo interesado en una escala única de

desarrollo, o en dudosas relaciones entre raza y cultura, abogó por un enfoque

“multilineal” interesado por el origen de instituciones sociales muy similares,

pero en contextos diferentes. En pocas palabras, Steward propuso que los ar-

queólogos debían concentrarse en el estudio de los paralelismos en “forma”

y “función”, sin preocuparse tanto por el establecimiento de relaciones cul-

turales, como por el análisis de aquellos rasgos que estuviesen causalmente

interrelacionados. Ésto lo llevó a criticar la noción de “área cultural” y a intere-

sarse más bien por “tipos culturales”. El principal reto consistía en estudiar los

procesos mediante los cuales la población se adaptaba al medio, en especial, si

tenía que ver con procesos de cambio. Se trataba, en efecto, de algo muy similar

a lo que planteaba Reichel-Dolmatoff sobre la guerra y su papel en el desarrollo

de las sociedades subandinas.

Para Steward (), las sociedades no se adaptaban al medio en circuns-

tancias universales, sino de forma particular en cada caso. Por esta razón,

aunque cada caso era “único”, resultaba legítimo establecer generalizaciones

que dieran cuenta de procesos de adaptación comparables. Aunque medios

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ambientes similares tendían a tener efectos culturales también similares, las

mismas causas en contextos diferentes podían tener consecuencias distintas.

El conjunto de todo lo que se relacionaba con la sobrevivencia conformaba un

“núcleo cultural” que tendía a ser semejante en sociedades que debían adap-

tarse a un medio parecido. La propuesta, además de “ir más allá” de las clasifi -

caciones de cerámica y la descripción de sitios, tenía como atractivo adicional

poder incorporar nuevas formas de evolucionismo aceptables para nuevas ge-

neraciones formadas bajo la infl uencia de Boas o Rivet.

En , en el libro Colombia, Reichel-Dolmatoff ofreció una síntesis di-

ferente de arqueología nacional. Las descripciones de cultura material pasaron

a un segundo plano, pero se favoreció la interpretación sobre los procesos de

cambio social. La introducción del maíz en Momil ii había sido revoluciona-

ria. Planteó que los cacicazgos necesitaban producir excedentes para mantener

a los especialistas religiosos y políticos, así como a todos aquéllos que no se

vinculaban con la producción de alimentos. El maíz, por su gran productivi-

dad y por la capacidad de ser almacenado permitió su acumulación. Además,

también facilitó, por sus ciclos de crecimiento, el desarrollo de otros aspectos

importantes para la consolidación de élites: el uso y control de calendarios, por

ejemplo. Conocedor de los hallazgos en México, y de las ideas que indicaban

que el maíz había sido domesticado en esa región, dedujo que la planta había

sido introducida desde ese país, con lo cual se generaron profundos cambios en

las sociedades de la Costa y luego, mediante un proceso que denominó “coloni-

zación maicera”, también en las de la región andina.

Del A rcaico a l Form ativo Tempr a no

En sus primeros trabajos Reichel-Dolmatoff había comparado la secuencia pre-

hispánica de la Costa Caribe con la de Mesoamérica. Existían manifestacio-

nes culturales parecidas: los primeros habitantes habían sido cazadores, luego

habían enfatizado la recolección, más tarde la agricultura. No pocos detalles

parecían similares: por ejemplo, el paso del cultivo de la yuca al maíz; incluso

algunos aspectos de la cronología se asemejaban. Los desarrollos de Momil se

interpretaron entonces como una caja de resonancia de lo ocurrido en México.

Aunque sin dataciones absolutas que lo apoyaran, por las comparaciones con

sitios mexicanos, no había duda para el investigador de que ese lugar debía

estar ubicado entre el año a. C. y los inicios de la Era Cristiana, algo ra-

zonable para el formativo mexicano. Por otra parte, existía una vieja idea en

la arqueología colombiana que reforzaba la propuesta de Reichel-Dolmatoff .

Se trataba de la propuesta según la cual las guerras de conquista por parte de

los imperios mesoamericanos habían forzado la migración de pueblos hacia el

sur, en dirección a Suramérica. No obstante lo razonable de la propuesta, esta

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era incompleta: la información sobre sitios más antiguos era escasa. No existía

una comparación posible entre secuencias por la sencilla razón de que no se

conocía secuencia alguna en la Costa Caribe.

Desde la década de los cincuenta, Reichel-Dolmatoff había sospechado de

la existencia de sitios mucho más antiguos. El hallazgo de depósitos de conchas

y cerámica burda lo había llevado a proponer la existencia de un “complejo ar-

queológico” muy antiguo, anterior al desarrollo de la agricultura. En sus prime-

ros trabajos encontró una cerámica procedente de Isla de los Indios, pequeño

islote de la Ciénaga de Zapatosa que no se parecía a la alfarería de los grupos

más tardíos. En uno de sus primeros trabajos sobre la Costa (Reichel-Dolma-

toff , ) sugirió que la cerámica de ese lugar parecía indicar un “horizonte”

formativo muy poco conocido, pero probablemente muy extendido y cultu-

ralmente homogéneo. Años más tarde eso fue justamente lo que encontró. En

reportó el sitio de Barlovento, conformado por una serie de concheros

con restos de alfarería, dispuestos en círculo, en el cual las fechas se ubicaron

entre y a. C. Más tarde encontró Canapote, datado en antes de

Cristo. Entre y excavó el sitio de Puerto Hormiga, donde el análisis de

una muestra de carbón dio una fecha cercana al a. C. (Reichel-Dolmatoff ,

b). Se trataba de la cerámica más antigua de América, más, incluso, que

cualquier cerámica encontrada en Mesoamérica. De esta forma, una conclu-

sión pareció obvia para Reichel-Dolmatoff : aunque en el siglo xvi, en lo que

hoy es Colombia, sólo existían pequeños cacicazgos, milenios antes se había

tratado de un área fundamental para entender el desarrollo de Perú y México.

El norte de Colombia era, ni más ni menos, el sitio donde se había “descubierto”

la cerámica.

En sus primeros artículos sobre el tema, Reichel-Dolmatoff se limitó a

considerar a Barlovento y Puerto Hormiga propios de una etapa arcaica. En su

primer artículo sobre el tema (Reichel-Dolmatoff , ), aseguró que Barloven-

to representaba una fase cultural relativamente antigua y que la acumulación

de restos de conchas indicaba que se trataba de restos dejados por grupos de

recolectores. La “sencillez de la cerámica y de los demás artefactos, las caracte-

rísticas de la decoración así como la completa ausencia de indicios de agricul-

tura, parecen sugerir que se trata de una cultura de simples recolectores”. En su

reporte sobre las excavaciones en Puerto Hormiga, señaló que el sitio también

contenía vestigios culturales característicos de la Etapa Arcaica, que precedía

el desarrollo de la horticultura (Reichel-Dolmatoff , b). Y es que, con ex-

cepción de la cerámica, los restos materiales de la cultura eran escasos y “poco

desarrollados”. En Colombia (Reichel Dolmatoff , a), afi rmó enfáticamen-

te que en América la introducción de la cerámica precedía el desarrollo de la

agricultura. Incluso en , cuando realizó una nueva síntesis de arqueología

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colombiana, no dudó en afi rmar que, aunque quizás los indígenas que ocupa-

ron Barlovento y Puerto Hormiga tenían una economía diversifi cada, se trataba

de recolectores que tenían cerámica, pero no agricultura, la cual sólo vendría a

aparecer en el sitio de Malambo, investigado por Carlos Angulo Valdés, y que

tenía una cronología más reciente, cercana al año a. C.

Pero la interpretación cambió. Mucho y sin aparente sustento. Ya en la

década de los setenta la interpretación de Reichel-Dolmatoff se hizo progresi-

vamente más entusiasta. Muy pronto (Reichel-Dolmatoff , ) anunció que el

hallazgo de cerámica en un contexto arqueológico indicaba un modo de vida

sedentario que a su vez podía ser relacionado con los inicios de la agricultura.

Años más tarde, cuando en publicó Monsú, el último sitio del Formati-

vo Temprano que excavó, el autor se inclinó defi nitivamente por aceptar que

desde la ocupación más temprana del sitio los pobladores habían tenido una

economía mixta que incluía lo que en ocasiones describió como horticultura

y en otras como agricultura. En su última síntesis de arqueología colombia-

na concluyó que incluso los primeros habitantes de Monsú practicaron una

“forma rudimentaria de agricultura” (Reichel-Dolmatoff , : ), pese a que

en una nota de pie de página reconoció que no existía necesariamente una

conexión entre agricultura y cerámica (Reichel-Dolmatoff , : ). De esta

forma, el norte de Colombia habría conformado el verdadero clímax cultural

en el Nuevo Mundo, fuente desde la cual se habían nutrido Perú y Mesoaméri-

ca. Esta idea, por su puesto, no era nueva. Diversos autores habían especulado

desde hacía muchos años sobre la base común de las grandes civilizaciones

americanas, o lo que Spinden había llamado un “horizonte” arcaico que ha-

bía sentado las bases de los desarrollos culturales más notables. Poco antes de

los descubrimientos de Reichel-Dolmatoff , el tema había recibido una especial

atención. Hallazgos de cerámica temprana en Guatemala se compararon con

los que se venían realizando en Ecuador y fi nalmente se llegó a formar un comi-

té internacional para resolver el asunto. Allí estaban Kirchhoff , Willey, Bernal,

Evans, Ekholm, Bushnell y, por parte de Colombia, el propio Reichel-Dolmatoff

(Ekholm y Evans, : ). Con la ayuda de la National Science Foundation

ese grupo se dedicó a estudiar las amplias relaciones entre las sociedades de

la Costa Pacífi ca entre México y Ecuador. Finalmente, dentro del que terminó

por denominarse Proyecto H, se incluyeron dos proyectos de Colombia: uno de

Carlos Angulo sobre el Caribe Colombiano y otro de Reichel-Dolmatoff sobre

la Costa Pacífi ca (Ekholm y Evans, : -).

Pero no sólo se trataba de indagar por el origen de la cerámica, sino tam-

bién por el de la agricultura. Sitios como Puerto Hormiga, que antes habían

sido vistos como campamentos temporales de recolectores, resultaron im-

portantes para entender “los orígenes de las primeras culturas agrícolas del

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Nuevo Mundo”. Si bien unos años antes había considerado que la cerámica de

Barlovento era tan sencilla que sólo podía corresponder a recolectores, en la

década de los ochenta su interpretación fue completamente diferente: los sitios

arqueológicos más antiguos tenían “una cerámica mejor hecha, mejor decorada,

más artística y competente”. La más tardía era mucho más simple. Era como si

se pudiera hablar de una lenta decadencia, donde los desarrollos más antiguos

tecnológicamente eran los más avanzados, y los más tardíos habrían estado ca-

racterizados por un empobrecimiento artesanal, es decir, por un declive de la

cultura material y artística. La región, en otras palabras, habría perdido su “in-

genio dinámico y creador”.

Desde luego, esa interpretación es cuestionable; el grado de elaboración

de la cerámica no necesariamente tiene que representar ningún grado de com-

plejidad social o cultural. Pero, para entender a Reichel-Dolmatoff en este punto,

es necesario preguntarse: ¿Qué sucedió entre las primeras y las últimas inter-

pretaciones sobre Barlovento y Puerto Hormiga? Reichel-Dolmatoff no reali-

zó nuevos hallazgos que sugirieran que sus primeras interpretaciones fueran

erróneas. Simplemente, el mismo material y los mismos sitios fueron mirados

con ojos diferentes. Para dar una posible explicación al cambio de opinión del

arqueólogo, es necesario tener en cuenta dos cosas. La primera es que mucho

antes de que encontrara evidencias de lo que llamó “Arcaico” existían inves-

tigadores que habían trabajado el tema de la agricultura prehispánica de tal

manera que sus ideas podían adecuarse a esas propuestas. H. J. Spinden ()

había presentado una ponencia en el Congreso Internacional de Americanis-

tas de Washington en la cual defendió la idea de que la agricultura era la base

de la civilización, noción que venía repitiéndose desde la Ilustración y que los

evolucionistas norteamericanos, europeos y latinoamericanos de fi nes del xix

aceptaron gustosos. Pero más importante, Spinden había sugerido que las ven-

tajas de la agricultura eran tan obvias que probablemente su dispersión habría

sido tan rápida como la del caballo en tiempos modernos. Y, por otra parte, que

quien practicara la agricultura debía ser ceramista al mismo tiempo. Esta idea

implicaba que las investigaciones se debían concentrar en el centro o centros

donde los indígenas habían “descubierto” la agricultura y desde los cuales se

había propagado a otras regiones. Y que la cerámica podía ser una buena forma

de encontrar sociedades agrícolas. Además, dada su biodiversidad, Colombia,

sostenían algunos botánicos, podría ser uno de los centros más importantes en

la domesticación de plantas. Y sin duda, domesticación y agricultura debían ser

dos procesos relacionados, si no idénticos.

No obstante, es necesario acudir a un antecedente más inmediato y más

prosaico también: el trabajo que arqueólogos ecuatorianos y norteamericanos

venían realizando en la Península de Santa Elena, en el litoral ecuatoriano. Poco

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después de que Reichel-Dolmatoff excavara Barlovento, Emilio Estrada (),

estudió el sitio de Valdivia y lo consideró como característico del Formativo.

No sólo eso, también que el sitio correspondía a la “más antigua” cultura ecua-

toriana. Con la colaboración de Betty Meggers y Cliff ord Evans, arqueólogos

norteamericanos, quienes empezaron a excavar el sitio, llegó a la conclusión

de que la cerámica encontrada allí era la más antigua de América (alrededor

de a. C.) y que probablemente era originaria del Japón. En el informe de

las excavaciones en Valdivia, Meggers, Evans y Estrada () señalaron que la

cerámica de Valdivia y Puerto Hormiga era similar pero que ésta última, y la de

otros sitios del Formativo Suramericano, eran “derivaciones” de la cultura del

Pacífi co ecuatoriano. La idea fue además acogida por prestigiosos investigado-

res norteamericanos como Gordon Willey (, : ). Esto dio origen a una

larga disputa con Reichel-Dolmatoff porque éste consideraba absurda la idea

de contactos entre Ecuador y Japón y porque sin duda sus hallazgos en la Costa

Caribe colombiana eran más antiguos. Si la cerámica había sido llevada de un

sitio a otro, habría sido al revés: de Colombia a Ecuador.

Emilio Estrada, en sus primeros escritos sobre el tema, señaló que Valdi-

via correspondía a recolectores y pescadores que no practicaban la cerámica. El

informe técnico del sitio () aseguró que la cerámica se había desarrollado

en contextos costeños (Valdivia, Puerto Hormiga, Barlovento), precisamente

porque los abundantes recursos de la pesca permitían cierta vida sedentaria.

En las zonas del interior, argumentaron, la adopción de la cerámica sólo fue

posible cuando se desarrolló la agricultura. En otras palabras, los primeros al-

fareros no fueron agricultores. A mediados de la década de los sesenta, Valdi-

via fue de nuevo presentada como una aldea de pescadores y recolectores que

aprovechaban algunas plantas domesticadas, pero no se trataba de agricultores

(Meggers, ). Es decir, la interpretación de Estrada y Meggers sobre el sitio

apuntó en la misma dirección en la que Reichel-Dolmatoff se había basado para

interpretar Barlovento un poco antes. Sin embargo, posteriores estudios del

arqueólogo Carlos Zeballos encontraron tiestos Valdivia asociados con granos

de maíz. Sin duda, se asumió, los antiguos habitantes de ese lugar habían sido

agricultores. El hallazgo de Zeballos ocurrió en , al mismo tiempo que los

antiguos habitantes de Barlovento y Puerto Hormiga empezaron a ser conside-

rados por Reichel-Dolmatoff como agricultores incipientes. Es posible que la

interpretación sobre Valdivia hubiese afectado la forma como Reichel-Dolma-

toff descifró el Formativo más antiguo de la Costa Caribe. Como fuese, pasar a

hablar de Arcaico a Formativo y de recolectores a agricultores fue apenas una

de las transformaciones en su mirada.

Hubo otras aún más importantes. Al comienzo de sus investigaciones, su

interés por los sitios formativos del Caribe colombiano encajó perfectamente

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en el programa normativo clásico: su intención fue la de reconstruir cronolo-

gías, áreas culturales y relaciones entre ellas. Pero, años más tarde, el conjunto

de investigaciones en la Costa Caribe se presentó como parte de un conjunto de

trabajos que, bajo la infl uencia de Steward, daba enorme importancia al medio

ambiente. Ya en la primera publicación sobre Barlovento, la explicación de la

economía del sitio se concentró en aspectos ambientales: se hallaba a pocos

metros de manglares, sobre una franja de costa donde abundaban los molus-

cos; por lo tanto, en términos ecológicos y tipológicos —concluyó— parecía

tratarse de una fase preformativa a formativa sin agricultura. En su monografía

sobre el sitio de Monsú, publicada en , resumió dos razones por las cuales

la Costa Caribe había llamado su atención en la década de los cincuenta. Am-

bas son de carácter muy diferente a las que se presentaron al comienzo de las

investigaciones, aunque se conservaba el interés por lo ecológico. En primer lu-

gar, la situación ambiental de la Costa distaba mucho de la de los Andes: como

no había mayor diversidad ambiental esperaba que tampoco hubiera mayores

contrastes culturales como los que había en el interior. Pero, además, la Costa

resultaba apropiada para la recolección y el cultivo de raíces, lo cual signifi caba

que podría tener evidencias sobre el Formativo, es decir, sobre sociedades que

no vivían de la agricultura. La región ofrecía —como anotó Reichel-Dolma-

toff — abundantes recursos lo cual resultaba ideal para una población poseedo-

ra de tecnología muy simple.

Sin abandonar el aspecto ecológico del Formativo, Reichel-Dolmatoff

() empezó a ocuparse de otro aspecto: la ideología en tiempos prehispáni-

cos. Ya como etnólogo se había preocupado por el tema, especialmente por todo

lo que tuviera que ver con el consumo de drogas narcóticas y la cosmovisión.

Era cuestión de tiempo que esos temas se trasladaran al pasado prehispánico.

Entonces, observó que los sitios de Puerto Hormiga y Barlovento tenían un pla-

no anular y que el centro carecía de restos culturales. Ello implicaba que pro-

bablemente se trataba de un “círculo gnóstico”, orientado a determinar fechas y

estaciones; es decir, se trataba de la base de un futuro calendario agrícola. Los

concheros pasaron a considerarse, entonces, como construcciones ceremonia-

les. La esfera de lo ideológico, paulatinamente, ocupaba un lugar importante

en sus preocupaciones, en parte por su lectura de Lévi-Strauss, quien ya había

elogiado su libro Desana como uno de los más importantes de la etnología

americana. Pero para que el interés por la ideología se impusiera, la década de

los setenta seguiría caracterizando a un Reichel-Dolmatoff preocupado por la

discusión académica entre arqueólogos. Y eso implicaba un fuerte interés por

el pensamiento dominante en esa época: la difusión.

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15 2

El difusionismo de los sesenta y setenta

Cuando Reichel-Dolmatoff publicó los resultados de sus excavaciones en Barlo-

vento, la arqueología americana se caracterizaba por la consolidación de la tra-

dición descriptiva. Decenas de sitios arqueológicos habían sido detalladamente

estudiados a lo largo y ancho del continente. Al mismo tiempo, la datación

radiocarbónica y las excavaciones estratigráfi cas habían podido dar cuenta de

la existencia de diferencias cronológicas en los materiales arqueológicos, espe-

cialmente en la cerámica. Colombia, después de las investigaciones de Preuss,

Hernández de Alba, Pérez de Barradas, Luis Duque y el mismo Reichel-Dolma-

toff , por no mencionar los arqueólogos extranjeros que habían trabajado en el

país, no era una excepción.

Lo anterior hizo tentador especular sobre la posible infl uencia de los ha-

bitantes de unos sitios sobre los habitantes de otros sitios donde la cerámica era

similar, y sobre todo, lo relativo a posibles rutas de migraciones. La arqueología

asumía que los parecidos en la cultura material implicaban un mayor o menor

grado de afi nidad cultural. Ese era el centro del método histórico-cultural que

había defendido Schottelius. Por lo tanto, era evidente el interés que tenía la

semejanza de la cerámica en distintos lugares del continente.

A principios de los sesenta, Eliécer Silva () reportó el hallazgo que

había hecho un hermano lasallista, Remigio Abel, de una enorme piedra en el

río Hacha, afl uente del Orteguaza, cerca de Florencia, Caquetá, que resultaba

similar al Lavapatas en San Agustín; la única conclusión posible era que en

algún momento las culturas que habitaban la región fueran parientas de los

agustinianos. De hecho, podía tratarse de la misma gente: el hallazgo probaba

la migración de pueblos desde las tierras bajas de la Amazonia hacia los Andes.

De las relaciones se podía pasar fácilmente a las migraciones y en alguna me-

dida eso fue lo que sucedió con la información sobre el Formativo de la Costa

Caribe. Gordon Willey () resumió el asunto de la siguiente manera: la ce-

rámica de Valdivia y la de Puerto Hormiga se parecían, aunque la de este últi-

mo era menos elaborada. Las fechas de radiocarbón no ayudaban a establecer

cuál era más antiguo, pues eran relativamente similares. Como la cerámica de

Puerto Hormiga era más sencilla, probablemente se trataba de la más antigua.

Pero, por otro lado, apelando también al sentido común, se podría pensar que

la cerámica de Puerto Hormiga era una cruda imitación de la de Valdivia. El

caso es que los hallazgos de Reichel-Dolmatoff fueron aprovechados para plan-

tear el problema de las relaciones con Valdivia, con Centroamérica e incluso

con la costa sur de Estados Unidos. Cada investigador tuvo cierta tendencia a

considerar que su sitio de investigación debía ser el más antiguo, un lugar desde

el cual se habían dado los primeros pasos en cierta dirección (la cerámica más

antigua, la agricultura más temprana, etc.). Cada sitio empezó a ser tomado

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como, o bien el origen de cierto hito cultural, o al menos como una etapa en el

mismo.

En la década de los cuarenta se desarrollaron conceptos con los cuales

se pretendió dar un manejo sistemático al estudio de las semejanzas entre si-

tios arqueológicos. Ejemplo de ello es el concepto de Área Intermedia. Esta

área, que abarcaba desde Centroamérica hasta los Andes Centrales se defi nió

a partir de rasgos comunes: cultivo de yuca y maíz, asentamiento en aldeas,

unidades políticas pequeñas, cerámica derivada del Formativo Temprano, y

ciertas técnicas orfebres, entre otros. Otro ejemplo son las nociones de “tra-

dición” y “horizonte”. Para Gordon Willey (), las tradiciones se defi nían

como categorías descriptivas de la decoración cerámica que expresaban rela-

ciones históricas. Esto quería decir que las relaciones de la cerámica de un sitio

con otros sitios se podían traducir en relaciones entre los habitantes de uno y

otro. Meggers, Evans y Estrada habían afi rmado algo similar en su trabajo so-

bre Valdivia y la comparación que hicieron con otros sitios. En la arqueología

colombiana realizada entre la década de los cuarenta y los setenta el asunto fue

de gran importancia. Casi siempre, además de las descripciones exhaustivas de

cerámica, los investigadores incluyeron un capítulo en el cual se comparaban

los hallazgos con los de otros lugares del continente con la esperanza de encon-

trar evidencias de relaciones culturales. El trabajo de Hernández de Alba ()

sobre San Agustín terminaba con un estudio de las semejanzas de esa cultura

con las civilizaciones arcaicas de la América Central. Un breve examen de los

hallazgos en esa región sugería indudables parentescos con la cultura maya y

también con Chavín y Tiahuanaco en los Andes Centrales. Sólo que los hallaz-

gos de San Agustín eran más rudimentarios y más cercanos al origen de una

cultura que a su fl orecimiento. Esto podía signifi car que San Agustín era clave

para entender el surgimiento de esas alejadas sociedades. En fi n, que San Agus-

tín era ni más ni menos “el origen de otras civilizaciones llamadas arcaicas o

megalíticas de América”. Este tipo de observaciones, de las cuales Preuss había

sido un protagonista, se repitió en la obra de numerosos investigadores colom-

bianos. En Tumaco, Julio César Cubillos () comparó sus hallazgos con los

de otras partes de América. En Momil, Reichel-Dolmatoff también comparó

extensamente sus hallazgos con los de sitios de México y Perú. En la Costa

norte colombiana, Carlos Angulo () comparó la cerámica de Malambo con

la del Bajo Orinoco.

Resultó inevitable que el hallazgo de la cerámica de Puerto Hormiga y

Barlovento despertara una viva polémica entre los arqueólogos de todo el Con-

tinente. Desde el siglo xix, uno de los debates importantes era el sentido de

las relaciones entre Mesoamérica y Perú. Algunos arqueólogos, como Alfred

Kroeber, sostenían que las relaciones entre esas dos regiones habían sido super-

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fi ciales y esporádicas. Nordenskiöld, Lothrop y Kidder mantenían que se tra-

taba de desarrollos independientes, caracterizados por contactos tardíos. Pero

otra tradición, que se remontaba a los tiempos de Uhle y de Jijón y Caamaño

sostenía que la cultura peruana dependía de la mexicana. Gordon Willey, ar-

queólogo norteamericano, sostuvo que los “contactos” entre las dos regiones

se remontaban hasta el Formativo y se habían mantenido inclusive a la llegada

de los conquistadores. Investigadores como Michael Coe, que estudiaba el For-

mativo en la Costa Pacífi ca de Guatemala encontró enormes parecidos con los

hallazgos de Ecuador (). Para el mismo autor era indudable que existían

relaciones entre Olmeca y Chavín. Años más tarde, en , Ford () se-

ñaló la similitud entre los hallazgos correspondientes al Formativo en la costa

septentrional de Suramérica y la costa sur y sudeste de Norteamérica. No obs-

tante, también se discutieron intensamente las relaciones entre los Andes y la

Costa, los Andes y la Amazonia, las tierras bajas del norte de Suramérica y las

Antillas. El hallazgo de una cerámica muy antigua en la Costa Caribe colom-

biana no sólo ubicaba a Colombia en el centro de esta clase de debates, sino que

permitía reafi rmar la estrecha relación que supuestamente habían tenido las

sociedades del Formativo a nivel americano.

La fuerza con la que el difusionismo acaparó la atención de los arqueólo-

gos terminó, incluso, por diluir otros intereses, aún de quienes habían promovi-

do la importancia del medio ambiente y de los estudios evolucionistas. Steward

mismo es un buen ejemplo. El autor (Steward, ) sostuvo que los primeros

habitantes de la Amazonia eran tribus marginales. En un período posterior,

grupos procedentes de los Andes colombianos habrían invadido la costa norte

de Suramérica. En las bocas del Orinoco se dividieron en dos: unos se dirigie-

ron a las Antillas y otros a las bocas del Amazonas. En cada una de esas regio-

nes, los indígenas encontraron condiciones diferentes para su desarrollo: en las

bocas del Amazonas, las condiciones ambientales desfavorables hicieron que se

transformaran en sociedades típicas de selva tropical. Tan solo en las Grandes

Antillas, las sociedades pudieron mantener cierto grado de complejidad so-

cial. Otro caso es el de Betty Meggers y Cliff ord Evans, estudiantes de Steward

que conservaron su interés por esquemas evolucionistas. Meggers (), por

ejemplo, mantuvo un esquema evolucionista para presentar una síntesis de la

arqueología de Ecuador. Comenzó por el Formativo Temprano, continuó con

el Formativo Tardío y culminó con el Período de Desarrollos Regionales, el

Período de Integración y la conquista Inca. Meggers y Evans () publicaron

los resultados de excavaciones en el Bajo Amazonas con el fi n de evaluar las

propuestas de su maestro. Encontraron, en contra de Steward, que los cacicaz-

gos Circumcaribe habían sido precedidos por grupos más simples, típicos de

selva tropical. Sin embargo, resultaba evidente que el grado de complejidad de

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una sociedad se podía medir por la capacidad del medio ambiente para produ-

cir alimentos. Por esta razón, las nuevas sociedades procedentes de la región

andina que habrían llegado al Bajo Amazonas habrían abandonado su antiguo

nivel de complejidad para regresar a un estado más primitivo.

En Venezuela, Irving Rouse y José María Cruxent () hicieron uno de

los primeros esfuerzos por sintetizar la arqueología venezolana. Esa síntesis se-

guía en apariencia una lógica evolucionista: comenzaba con la división en “épo-

cas” como Paleoindio, Mesoindio, y Neoindio, lo cual claramente rememoraba

la división en Paleolítico, Mesolítico y Neolítico de la arqueología europea. No

obstante, adoptaron la idea de “Tradición” propuesta por Willey y acuñaron el

término de “Serie”, como una síntesis de los de “Horizonte” y “Tradición”. Esto

implicó que la atención de la obra se centrara en cómo las diferentes series que

se habían identifi cado en el país habían surgido, y cómo se habían relacionado

en el tiempo y en el espacio. Las conclusiones no se alejaron de la idea de que

similitudes en cultura material signifi caban automáticamente algún tipo de

“relaciones”.

En Colombia, además de Reichel-Dolmatoff , el interés durante los años

sesenta por esquemas evolucionistas fue compartido por pocos arqueólogos.

Entre ellos se debe destacar a Carlos Angulo. Pero también en este caso el di-

fusionismo terminó por jugar un papel preponderante. Angulo () propuso

una secuencia evolucionista comparable con la de Reichel-Dolmatoff . En un

principio su terminología era similar a la de Steward y Reichel-Dolmatoff . Lue-

go, en la década de los noventa (Angulo, ), la terminología que adoptó fue

marxista: diferenció el modo de producción comunitario simple o apropiador,

el modo de vida tribal o productor y el modo de vida aldeano cacical. Pero eso

no impidió que los hallazgos de Malambo fueran comparados con los del Bajo

Orinoco, en la década de los sesenta, y que en los noventa hablara de un proce-

so de “tránsito” de las poblaciones desde Colombia, hasta Venezuela y luego las

Antillas, para explicar la similitud de la cerámica en sitios de los tres países. En

sus primeras publicaciones sobre Malambo, afi rmó que dado que las migracio-

nes que habían poblado las islas del Caribe eran procedentes del Bajo Orinoco

y que en esa región se hablaban lenguas arawak a la llegada de los españoles,

indudablemente los pobladores de Malambo de hace cerca de . años tam-

bién hablaban una lengua de esa familia. Luis Duque Gómez, en contraste, fue

más reacio a cualquier esquema evolucionista y consecuentemente más incli-

nado hacia esquemas difusionistas. Pero, incluso, en él hay cambios sutiles a

favor del evolucionismo en los setenta. Su síntesis de arqueología colombiana

(Duque, ) organizó la información disponible por áreas geográfi cas, no por

etapas o períodos, aunque en la primera parte del trabajo concedió importan-

cia al esquema planteado por Reichel-Dolmatoff en Colombia. Pocos años más

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tarde (Duque, ), cualquier aproximación evolucionista fue descartada. Por

el contrario, dividió la región quimbaya en zonas, cada una de ellas caracteriza-

da por relaciones con otras regiones arqueológicas, las cuales incluían por igual

a Centroamérica y a Perú.

Desde luego, no todos los arqueólogos de la época compartieron el entu-

siasmo por el difusionismo. El mismo Reichel-Dolmatoff , aunque acudió a él

más de una vez, también fue crítico por lo menos de algunas de las ideas más

radicales. En una reseña sobre el trabajo de Horst Nachtigall sobre San Agus-

tín, lamentó las comparaciones con culturas de Norteamérica y Argentina

(Reichel-Dolmatoff , ). John Rowe (), que había sido profesor visitante

en la Universidad del Cauca, sostuvo que el difusionismo había llevado a una

situación absurda: si los arqueólogos serios se dedicaban a criticar cada una de

esas fantasiosas ideas, no tendrían tiempo para hacer nada más con sus vidas.

Con el fi n de criticar las bases conceptuales del difusionismo, elaboró una larga

lista de aspectos culturales compartidos por las culturas del Mediterráneo y

de la región andina. La impresionante lista de elementos en común no era

prueba de contacto directo. Y, por lo tanto, no había base seria para afi rmar que

los argumentos sobre similitudes entre sitios arqueológicos sirvieran para ha-

blar de contactos directos tampoco. Desde luego, en el pasado, la difusión y las

migraciones existieron, pero simplemente no se podían asumir como la mágica

interpretación en todos los casos. Para solucionar el problema, los arqueólogos

requerirían nuevas y más ingeniosas teorías. Algunos investigadores abando-

naron paulatinamente el énfasis que le daban al tema. Por ejemplo, es justo

reconocer que aunque las ideas difusionistas siempre fueron importantes para

Carlos Angulo, este investigador se preocupó cada vez más por estudiar el paso

del “modo de vida recolector-cazador” al “modo de vida aldeano” en la Costa

Caribe colombiana, como lo planteó en , o entre los modos de producción

comunitario simple o apropiador, tribal o productor y aldeano cacical, como lo

propuso en . Pero para que el difusionismo dejara de tener un papel prota-

gónico en la arqueología americana —y colombiana en particular— habría de

pasar mucho tiempo.

El compromiso académico y la a ntropologí a aplicada

Los años sesenta y setenta fueron agitados por todo tipo de convulsiones polí-

ticas y sociales. Y la antropología no fue ajena a esa agitación. La arqueología

había sido criticada desde fuera de la disciplina, y a principios de los sesenta los

mismos antropólogos fueron críticos de la orientación de sus colegas arqueólo-

gos. Tan pronto la arqueología se empezó a enseñar formalmente en la Univer-

sidad colombiana, el debate con respecto a la relevancia de estudiar el pasado

prehispánico se hizo evidente. En se había fundado en la Universidad de

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los Andes el primer Departamento de Antropología del país. Esta universidad

mantenía un modelo de educación liberal y perspectivas para la formación de

an tropólogos. Originalmente, se debatió la idea de fundar un Departamento de

Sociología, pero fi nalmente se optó por la antropología y se contrató a Gerar-

do Reichel-Dolmatoff y a doña Alicia Dussán de Reichel. Apenas cuatro años

más tarde, ambos renunciaron en medio de una polémica sobre la importancia

—entre otras cosas— de estudiar el pasado indígena.

En el informe sobre las actividades del Departamento durante (Doc.

), Reichel-Dolmatoff hizo un diagnóstico del descontento en la Universidad:

los jóvenes estudiantes tenían una visión del mundo “etnocéntrica y domina-

da por prejuicios tradicionales”. La peor experiencia se había presentado con

el curso de antropología aplicada; allí, los estudiantes habían confundido la

investigación científi ca con “la acción administrativo-política” y se perdían en

“discursos emotivos sobre lo que se debía hacer, para salvar el mundo y la hu-

manidad”. Su actitud, en lugar de corresponder a la de académicos, era más

semejante a la de las hermanas de la caridad o los asistentes sociales. El tema

de la antropología aplicada era importante para Gerardo Reichel-Dolmatoff ,

para su señora Alicia Dussán y para los estudiantes, pero unos y otros la veían

de diferente manera. Para los primeros la necesidad del rigor, la ciencia y el

conocimiento venían primero. En el seminario interno del Departamento, de

julio de (Doc. ), la antropología se defi nió como un puente entre las

humanidades y las ciencias naturales. Los problemas que se planteaban —que

incluían el papel de Colombia en la domesticación de plantas y los diversos

modos de adaptación humana en las diferentes regiones de Colombia— de nin-

guna manera eran parroquiales o locales; hacían parte, por el contrario, de una

“gran tarea internacional”. Desde luego, ese conocimiento era importante para

la acción, sobre todo para una élite que no conocía el país, y más cuando exis-

tían “verdaderos fenómenos de patología social” que tenían causas culturales

y ambientales. Por otra parte, aunque el Departamento tenía interés en temas

campesinos, la visión más común era que “el verdadero campo de la antropolo-

gía ha sido siempre el mundo de los primitivos”.

Existía un importante antecedente que sustentaba esa visión. En

se había reunido el International Committee on Urgent Anthropological and

Ethnological Research en Viena, bajo el liderazgo de Robert Heine-Geldern.

Este, a su vez, era el resultado del cuarto Congreso Internacional de Ciencias

Antropológicas y Etnológicas de en el cual había existido un simposio

sobre tareas etnológicas urgentes, del interés de la Unesco y de los gobiernos de

Francia y Holanda. En ese congreso, académicos de varios lugares del mundo

insistieron en que existía una enorme cantidad de sociedades primitivas que

estaban siendo llevadas a la extinción. Las epidemias, la baja natalidad y otros

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males estaban acabando con las sociedades de cazadores-recolectores que aún

quedaban. La modernización estaba empujando a muchas otras sociedades a

su aniquilamiento. En los números que produjo el Boletín se alertaba sobre la

pérdida que todo ello implicaba para la humanidad y para la ciencia, y en uno

de ellos Gerardo Reichel-Dolmatoff colaboró con un escrito. En la Universidad,

Alicia Dussán de Reichel-Dolmatoff animó el debate en un texto llamado Pro-

blemas y necesidades de la investigación etnológica en Colombia (). En él,

la autora señaló que la rápida expansión de las ideas y valores de Occidente se

difundían cada vez con mayor velocidad, lo cual llevaba a la desaparición cul-

turas milenarias que no habían sido aprovechadas por la ciencia. Era una pena.

Como legado de Rivet, Alicia y Gerardo Reichel-Dolmatoff aceptaban que cada

cultura contribuía con una herencia particular a la humanidad; también que

en los pueblos primitivos, con frecuencia, la gente disfrutaba de una vida “más

integrada y armónica”. Esto no implicaba poner en duda la importancia de la

antropología aplicada, pero sí “planifi car el desarrollo del futuro” después de

“disponer de un gran acopio de informaciones básicas” que sólo el antropólogo

de campo podía aportar.

No obstante, el descontento con la arqueología —y la misma antropolo-

gía— que se percibía como ilimitada recuperación de información, sin mayor

utilidad práctica, se tradujo en la inconformidad entre muchos estudiantes. La

formación científi ca se consideró entonces alejada de cualquier compromiso

con la “realidad nacional”. Entre las quejas de Reichel-Dolmatoff en su carta de

renuncia a la Universidad, el de noviembre de (Doc. ), así como en la

de José de Recasens que pronto le siguió (Doc. ), se encuentra que los estudian-

tes habían pedido reducir la formación científi ca, y eliminar la arqueología, la

antropología física y la lingüística, todas ellas fundamentales en el estudio del

pasado prehispánico, pero que seguramente algunos consideraban como sim-

ples pasatiempos intelectuales. Desde luego, esto no era nuevo: muchos habían

considerado especulativa a la disciplina encargada de estudiar el pasado, como

es el caso de Laureano Gómez. La acusación de ser de “derecha” por hacer ar-

queología o, en general, por compartir la visión de Reichel-Dolmatoff sobre lo

que debía hacer la antropología, fue, sin embargo, matizada por acusaciones en

sentido contrario. Robert Jaulín (: -), uno de los profesores franceses

con que contó el programa acusó a los estudiantes de representar intereses

burgueses y de no haber respetado las ideas de su maestro por “la falta de fór-

mulas largas y huecas, de sonrisas inútiles y de demagogia”.

El indígena ecológico

El hallazgo de un período Formativo muy antiguo en la Costa Caribe resul-

tó trascendental en la vida académica de Gerardo Reichel-Dolmatoff . Muchos

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arqueólogos de otros países aceptaron sus propuestas y se dedicaron a inves-

tigar cómo, desde Colombia, la agricultura y la alfarería habían llegado a sus

respectivas regiones de estudio. Gracias a ello, el país pasó a ocupar un lugar

importante en la arqueología americana y mundial. No obstante, su preocupa-

ción por la arqueología se diluyó a favor de otros intereses, de modo notable,

la etnografía. Y, especialmente, lo que ella podía aportar para el estudio de la

cos mología nativa. Desde luego, Reichel-Dolmatoff nunca había desechado la

uti lidad de la información etnográfi ca para explicar el registro arqueológico.

Por ejemplo, en la década de los sesenta, comparó las fi guras que los grupos

cuna y chocó elaboraban con fi nes curativos, con aquellas encontradas en Mo-

mil (Reichel-Dolmatoff , b). La similitud hallada le sirvió para plantear que

habían sido utilizadas de la misma forma y, en consecuencia, el tratamiento de

enfermedades en Momil tal vez había sido similar al que se podía observar en

esas sociedades vivas. Estas ideas fueron aceptadas por muchos arqueólogos,

incluso por Meggers y Evans que las utilizaron para interpretar las fi guras de

cerámica que se encontraban en Valdivia. Pero con el tiempo, Reichel-Dolma-

toff llevó el razonamiento más lejos. En la Sierra Nevada de Santa Marta, los

taironas terminaron por ser asimilados a los actuales kogi. En el Alto Mag-

dalena, la cosmología de los artífi ces de la estatuaria agustiniana se asumió

idéntica a la de las sociedades del Amazonas. El sitio de Monsú, además de ser

representativo del inicio de la agricultura, representaba un pensamiento dual

como el que Lévi-Strauss describió para las sociedades del norte del Amazonas

brasilero. De forma gradual, el interés por secuencias de cambio social o la re-

lación entre la disponibilidad de recursos y el desarrollo de sociedades suban-

dinas dio paso a otras preocupaciones, ya no evolucionistas sino más centradas

en los “universales” y las “constantes” del pensamiento indígena americano, sin

duda, resultado de su lectura de Lévi-Strauss. En este sentido, retomó una ya

vieja tradición de la cual, en el fondo, se había apartado momentáneamente: el

pasado se podía comprender entre las sociedades indígenas del presente.

Reichel-Dolmatoff fue un convencido de que, pese al proceso de conquis-

ta, las sociedades nativas habían mantenido su manera autóctona del ver el

mundo. Como resultado, empezó a preocuparse por interpretar los objetos ar-

queológicos a partir de lo que decían los indígenas más que a partir del contex-

to arqueológico. Esta metodología culminó en la obra Orfebrería y Chamanis-

mo (), basada en el análisis de la colección del Museo del Oro que gracias

a una coyuntura política le abrió las puertas por unos cuantos meses. En este

libro, el interés por entender secuencias de cambio social fue reemplazado por

el deseo de encontrar la cosmovisión de los antiguos orfebres, a partir de sus

estudios etnográfi cos, y darle así sentido a los objetos arqueológicos. Llamó a

este método “etnoarqueológico”. Se basaba en la idea de que, dada la ausencia

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de contextos, el estudio de los objetos de orfebrería pertenecía al campo de lo

especulativo, a menos que se acudiera a la etnografía y su poderoso conoci-

miento de sociedades que históricamente estuvieran vinculadas con quienes

los habían elaborado antes de la llegada de los españoles. Reichel-Dolmatoff no

cayó fácilmente en la analogía etnográfi ca, en el sentido de comparar sistemas

de vida y organización de indígenas actuales con épocas o etapas del pasado.

Pero en cambio, circunscrito al mundo de la cosmovisión aborigen, aceptó ple-

namente una continuidad en el mundo de las ideas que nada se relacionaban

con eventuales cambios históricos en la organización social de los indígenas a

través del tiempo.

La idea de explicar hallazgos arqueológicos a partir de sociedades vivas

fue justifi cado por un renovado interés por la ecología, pero transformado en

un verdadero “ecologismo nativo”. Su mismo interés por el chamán prehispá-

nico se basó en una consideración ecológica: el chamán —al fi n y al cabo— era

el intermediario entre las sociedades indígenas y su entorno ambiental. El cha-

manismo ofrecía, además, una buena manera de articular su preocupación por

la cosmovisión aborigen y su viejo interés, derivado de Steward, por cuestiones

ambientales. En sus trabajos de la década de los sesenta, siempre había dado

importancia al medio ambiente y su impacto en los desarrollos culturales. Pero

el Reichel-Dolmatoff de los setenta estaba impresionado por el conocimiento

ambiental de los indígenas del Amazonas, en especial de los tucano. En su es-

crito “Cosmología como análisis ecológico” () defendió la idea de que esos

indígenas eran verdaderos “fi lósofos abstractos” en lo que se refería al manejo

del medio. En el caso de las sociedades que vivían en el Amazonas, se necesita-

ba “una sociedad sana y enérgica para hacer frente a las rigurosas condiciones

climáticas y al uso productivo de los recursos fácilmente agotables”. Aunque

en el fondo se trataba de una imagen etnocentrista sobre la selva, esa imagen

era ahora “aliada” del indígena. Su conducta adaptativa ante un medio hostil

había tenido éxito por una compleja cosmovisión, en la cual el equilibrio entre

lo que se tomaba del medio y se daba en retribución era cuidadosamente guar-

dado mediante complejas estrategias que iban desde un cuidadoso control de

la natalidad hasta el desarrollo de la idea de un “dueño de los animales” ante

el cual debían dar cuenta de cualquier abuso sobre el medio ambiente. Este

del “dueño de los animales” era un tema viejo, tanto que ya había llamado la

atención de Rafael Uribe Uribe en la primera década del siglo xx. Pero había

sido abandonado y ahora, con Reichel-Dolmatoff , se incorporaría de lleno a la

interpretación del pasado arqueológico.

En efecto, las conclusiones de su trabajo sobre los tucano se hicieron ex-

tensivas a toda su obra. Aunque, en principio, la experiencia con esa socie-

dad no debía cambiar su interpretación de las sociedades andinas, cuyo medio

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nunca fue descrito como hostil, sino más bien como diverso y rico, a partir de

los setenta la interpretación sobre las sociedades prehispánicas —y contempo-

ráneas— fue otra. En una monografía sobre San Agustín (Reichel-Dolmatoff ,

: ) defi nió la arqueología como “el estudio del hombre prehispánico en la

naturaleza, el estudio de las culturas cambiantes en cierto medio físico que daba

signifi cado a su vida y que, lejos de constituirse en mero escenario, era parte

esencial de los procesos históricos; aunque sostuvo que el medio no podía me-

dirse en términos de potencial económico, sino en relación con el impacto en

el “orden moral” y su “código social”. Los antiguos habitantes de San Agustín

habrían tenido la noción de un “dueño de los animales” como el que tenían los

tucano. El chamán, que antes sólo aparecía de forma marginal en su interpreta-

ción de las sociedades prehispánicas, empezó, como lo demuestra Orfebrería y

Chamanismo, a ocupar un lugar destacado. Reichel-Dolmatoff hizo un llamado

a una arqueología que se alejara de simples relaciones entre causa y efecto y se

preocupara más por modelos tomados de la teoría de sistemas, la misma que,

aunque expresada en términos nativos, resultaba útil para explicar las comple-

jas relaciones entre los indígenas de las tierras bajas y la selva.

En un trabajo posterior (Reichel-Dolmatoff , ) sostuvo que, por su

complejidad, las tierras bajas habían resultado “más propicias y estimulantes”

que las cordilleras para los desarrollos culturales. San Agustín había sido un

“verdadero foco cultural” por la fertilidad de sus suelos. Nada extraño que en

ese mismo trabajo brindara una justifi cación basada en consideraciones am-

bientales para el estudio del pasado prehispánico. En lugar de considerar a Co-

lombia como una región “clave” para la investigación de las civilizaciones de

México y Perú, como fue su idea a partir del estudio arqueológico de sitios

tempranos en la Costa Caribe, en planteó un interés más local, pero tam-

bién más relacionado con la sociedad contemporánea: la investigación de los

antiguos indígenas resultaba fundamental porque se había dado en el mismo

“medio ambiente físico” en que vivían los colombianos. Si bien no habían de-

sarrollado civilizaciones, tenían “una gran enseñanza ecológica” debido a que

habían logrado crear “sus culturas sin que sufrieran las selvas o las sabanas”.

No es claro cómo el ecologismo llegó a Reichel-Dolmatoff . Desde luego,

existían ciertas bases que se remontaban años atrás. Occidente siempre había

mantenido una imagen ambigua sobre el indígena americano. Desde la misma

llegada de Colón, al indígena se le había visto simultáneamente como bárbaro,

pero también como habitante del paraíso, algo muy cercano a guardián de la

naturaleza (Ellingson, ); para muchos cronistas del siglo xvi, los indígenas

poseían notables conocimientos sobre plantas medicinales. Los jesuitas Juan

de Velasco (en Ecuador) y Francisco Javier Clavijero (en México) incluyeron en

su “defensa” de América un reconocimiento al conocimiento de la naturaleza

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que poseían los indígenas. Para Tadeo Lozano, los indígenas hacían parte de la

naturaleza; y más tarde, para Ancízar, selva e indígena no reducido se presen-

taban elogiosamente como un todo imposible de separar. Desde luego, cuando

alcanzar la civilización implicaba, como proponía Caldas, la destrucción de la

selva, el indígena era poco más que un obstáculo. Era una parte de la naturaleza

destinada, como ella, a ser domesticada. No obstante, incluso desde Mutis, y

especialmente desde Florentino Vesga, se consideraba que los indígenas tenían

poderosos conocimientos de la naturaleza que podían servir a la civilización

(Langebaek, ). Cuando en la segunda mitad del siglo xx se afi anzó la idea

de un rápido deterioro de la naturaleza, la íntima relación entre ésta y los pue-

blos nativos hizo de éste un elemento más en la conservación del mundo natu-

ral. Obviamente un antecedente más inmediato era el determinismo ecológico

de los años cuarenta y cincuenta el cual asumía no sólo que la estructura de

las sociedades nativas dependía del medio, sino que además éste no podía ser

modifi cado por ellas.

Pero, además, desde sus primeros trabajos, Reichel-Dolmatoff ya había

sentado las bases para el desarrollo de ese pensamiento. Desde un principio

compartió la idea de Rivet sobre que cada cultura había aportado algo a la civi-

lización y en particular que los aportes indígenas habían sido menospreciados.

En esto fue consecuente desde sus primeros trabajos hasta los últimos (Rei-

chel-Dolmatoff , ). En el programa de de cursos del Departamento de

Antropología de la Universidad de los Andes, en ese entonces bajo su dirección,

se leía que el ingenio humano no era exclusivo de las grandes civilizaciones y

que las sociedades por más primitivas que fueran habían acumulado experien-

cia y luchado por valores humanos para lograr una sociedad más armónica “y

una relación más satisfactoria con las fuerzas que rigen el mundo” (Doc. ). En

“Cosmología como análisis ecológico” ya era claro lo que se tenía que aprender

de los indígenas; en ese artículo argumentó que los indígenas se habían anti-

cipado a la ciencia en conceptos fundamentales que en su momento estaban

en boga en los estudios ecológicos. Reichel-Dolmatoff aprovechó el texto para

sostener que las aproximaciones que entendían las relaciones entre sociedad

y naturaleza en términos de sistemas tenían una buena posibilidad de ofre-

cer explicaciones satisfactorias. Pero también sostuvo que los indígenas habían

llegado a esa misma conclusión hace mucho tiempo. Reichel-Dolmatoff pudo

encontrar un pensamiento sistémico en la cosmología indígena, gracias al en-

torno intelectual de la época o, por el contrario, encontrar autónomamente

que el pensamiento sistémico y la cosmología nativa se basaban en principios

similares de forma independiente.

En la década de los setenta, las condiciones estaban dadas para que el

planteamiento ecológico tuviera todas las posibilidades de ser bien recibido.

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16 3

Era la época de movimientos contra la guerra en Europa y Estados Unidos, por

los derechos civiles, y contra los derrames de petróleo, los pesticidas y las basu-

ras tóxicas. Era también la época en la cual en Estados Unidos las comunidades

indígenas fueron caracterizadas como ecologistas y conservacionistas. Las dé-

cadas de los sesenta y setenta se han llamado con frecuencia de ecopesimismo.

En , Paul Elrich había publicado Population Bomb; en se instauró el

Día de la Tierra; en se fundó Greenpeace; y, en , el Club de Roma dio

a conocer su informe sobre los límites del crecimiento que daba gran impor-

tancia a las identidades culturales. La conquista de América misma, pasó de ser

vista tan solo como un genocidio a verse también como un desastre ecológico

(Crosby, ).

Desde luego, las propuestas de Reichel-Dolmatoff también fueron recibi-

das en Colombia con los brazos abiertos. Por un lado, los propios movimientos

indigenistas profundizaban por entonces su discurso ecológico. De hecho, una

estrecha “relación con la naturaleza” —aunque no necesariamente de carácter

conservacionista— había llegado a ser parte importante de la representación

del nativo, desde mucho antes. Basta mencionar a Tadeo Lozano a principios

del siglo xix (Langebaek, : ). A fi nales del siglo xix, el general Uribe

Uribe () ya había hablado del “dueño de los animales” en la Amazonia y

había sugerido su rol para controlar la caza desmedida. Por otro lado, el debate

generado en torno a la decadencia de la raza tuvo también una arista relaciona-

da con la “sabiduría ambiental”. En la década de los cuarenta, algunos investi-

gadores se habían cuestionado por las razones que podían explicar el éxito de

la raza indígena en las condiciones adversas en que vivía. A fi nales de los años

treinta, el discurso en Colombia de líderes nativos como Manuel Quintín Lame

había presentado la sociedad indígena como estrechamente vinculada con la

naturaleza (Jaramillo, ). El líder indígena sostuvo que las leyes naturales

primaban sobre las religiosas y que el conocimiento sobre la naturaleza que

tenían los nativos debía traducirse en un dominio efectivo sobre tierras. La

obra de Lame, muy anterior a la visión del indígena como ecólogo nativo por

parte de los expertos, fue rica en metáforas relacionadas con la naturaleza; él

mismo —que se presentaba como “hijo de la selva”— había sido educado en la

naturaleza “como educó las aves el bosque solitario”. La sabiduría provenía de

la naturaleza, no de la escuela (Lame, ).

Durante la década de los sesenta y los setenta, justo cuando Reichel-Dol-

matoff planteó la existencia del indígena ecológico, el debate sobre el medio

ambiente adquiría una dimensión nunca antes vista. Para la Ilustración, con

Mutis, Caldas y Lozano a la cabeza, el medio ambiente hostil debía domeñarse:

la civilización pasaba por destruir la naturaleza o al menos transformarla al

servicio del hombre. Medir la consecuencia de ello parecía exagerado: la po-

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16 4

blación era escasa (más importante aún, se percibía como insufi ciente) (Lan-

gebaek, ); Medardo Rivas () había continuado exaltando las bondades

de la conquista de la tierra caliente, aunque había advertido ya por primera

vez a fi nes del siglo xix sobre la indiscriminada destrucción del medio que su

explotación estaba implicando. Pero en la época en que Reichel-Dolmatoff hizo

sus planteamientos, el tema del medio ambiente se convertía en el eje de una

refl exión política. Algunos pensadores del mundo industrializado hablaban de

los límites del crecimiento, del peligro representado por el aumento inusita-

do de la población en los países más pobres. En los países subdesarrollados se

planteaba la necesidad de desarrollarse y se manifestaba la necesidad de hacer-

lo sin desbordar los límites que imponía el equilibrio con la naturaleza. Pre-

cisamente en , Julio Carrizosa (Vidart, : y ) presentó su informe

Política Ecológica del Gobierno Nacional, en el cual comparaba la idílica situa-

ción ambiental descrita por los conquistadores españoles y la trágica situación

de su momento. El mayor causante de la tragedia era el confl icto social: la ex-

plotación de las grandes empresas agrícolas, el minifundio, la colonización in-

controlada. El propio trabajo del antropólogo y sociólogo Daniel Vidart ()

desenmascaraba la agresión a un medio ambiente frágil, frecuentemente ocu-

pado por sociedades indígenas, particularmente en la Sierra Nevada de Santa

Marta y en la Amazonia. Se presentó entonces el caso de Industrias Puracé S.

A., la cual explotaba azufre dentro de los linderos del resguardo páez.

Justo en la década en que se escribieron “Cosmología como análisis eco-

lógico” y la monografía sobre San Agustín se descubría para los arqueólogos

Ciudad Perdida en la Sierra Nevada de Santa Marta. El debate en torno al sitio

mostraría el impacto de la obra de Reichel-Dolmatoff . Los arqueólogos que hi-

cieron las primeras investigaciones plantearon que los constructores de Ciudad

Perdida habían manejado el medio ambiente sin tacha alguna (Herrera, :

). Pero, desde luego, esa era la conclusión defi nida de antemano en los me-

dios. Para los periodistas, el hallazgo ratifi caba la idea de la sabiduría ambiental

nativa. Germán Castro Caycedo describió en un artículo de El Tiempo del

de marzo de impresionantes obras “realizadas con técnicas que podrían

ofrecer soluciones más efectivas que buena parte de las que hoy hacen en el

país ingenieros blancos”. La enorme población que habría vivido a la llegada de

los españoles en la región —cerca de mil indígenas— “gracias a sus grandes

culturas, sí lograron conservar todo el sistema ecológico, sin destrozarlo”. En

marzo de , Daniel Samper Pizano le dedicó tres columnas al tema. En la

primera, que llevó el nombre de “Aprender de los tairona”, aseguró que “los

indígenas consiguieron lo que no pudo la civilización: integrarse con la selva”,

y que sin duda sus antiguos habitantes habían conservado el bosque primario.

Los taironas ni siquiera habrían hecho claros en la selva; todo, absolutamente

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todo, cuanto les había rodeado era “selva primaria”. Durante estos años, el ha-

llazgo tuvo resonancia internacional. Publicaciones como Le Figaró, Th e New

York Times y Die Stern dieron cabida en sus páginas a la noticia del hallazgo de

una civilización que había vivido en armonía con el medio. En Le Figaró, por

ejemplo, un conocido reportero de guerra consideró que sin duda se trataba del

hallazgo más notable de la arqueología suramericana después de Machu Pichu

(El Espectador, febrero de ). El de abril de , El Espectador publicó

de Eduardo Galeano un extracto de su libro próximo Memorias de Fuego, que

incluía una apología a los tairona.

Pese a la amplia aceptación del “indígena ecológico” hay que reconocer

que no hay antecedentes de esa noción en su propia obra previa. Por el con-

trario, en su famoso artículo “Las bases agrícolas”, Reichel-Dolmatoff (a)

escribió que los indígenas prehispánicos tenían prácticas culturales con poco

sentido ambiental. Habían tenido riego en zonas de alta pluviosidad, o cultiva-

do yuca donde habrían debido sembrar maíz. Y es que la visión ecológica de los

indígenas se apartaba de su propia propuesta sobre el desastre ecológico que

los indígenas habían causado en la cuenca del río Ranchería. A principios de los

cincuenta, Reichel-Dolmatoff y Alicia Dussán (: ) habían afi rmado que

“El desarrollo de una alta cultura como la de los taironas, que se extendió sobre

toda la pirámide de la Sierra Nevada y que se basaba en la agricultura intensiva

de maíz y yuca, debe haber tomado varios siglos y así la despoblación forestal

y el problema de la erosión de las tierras deben ser fenómenos que se hicieron

notar ya en épocas anteriores a la Conquista”.

Desde luego, Reichel-Dolmatoff no fue el único en preocuparse por el

asunto ecológico. El propio trabajo de Betty Meggers () en el Amazonas

había convertido a la arqueología en un potencial aliado de los movimientos

ambientales. Con el fi n de interpretar la historia indígena en el Amazonas, Me-

ggers argumentó que las áreas alejadas de los ríos en el Amazonas no permitían

la agricultura intensiva y que los indígenas que las habían ocupado antes de

la llegada de los españoles las habían explotado sabiamente, sin deteriorarlas.

En las zonas aledañas a los ríos, las comunidades pudieron desarrollar cierta

forma de complejidad social. Lejos de ello, sólo se podían sustentar sociedades

igualitarias. La “lección” del pasado remoto parecía pertinente en un momento

en el cual se empezaba a tomar conciencia del peligro que amenazaba a la selva

tropical y en el que los movimientos ecologistas en Europa y Estados Unidos

estaban más que dispuestos a considerar a los indígenas como guardianes na-

turales del medio.

El enfoque de Reichel-Dolmatoff , a diferencia del de Meggers, no se ba-

saba en consideraciones ecológicas, sino ideológicas. Independientemente del

medio, el indígena había desarrollado cierta “sabiduría ambiental”. El nuevo

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16 6

enfoque de Reichel-Dolmatoff lo hizo internacionalmente conocido (Furst y

Furst, ), pero implicó en alguna medida un alejamiento de la arqueología.

El caso es que como sus planteamientos tuvieron cada vez más relación con su

visión del indígena ecológico y cada vez menos con los vestigios del pasado, su

labor se hizo menos sugerente para los arqueólogos que trabajaban en campo

excavando basureros y viviendas, sitios donde rara vez encontraban adornos de

oro que se pudieran asociar a prácticas chamánicas y, menos, pruebas de una

supuesta sabiduría ambiental. En cambio, se hizo muy popular en los museos

que contenían objetos que se podían asociar, con facilidad, al chamanismo;

en esos lugares, además, el discurso ecológico brindaba una bienvenida con-

textualización de objetos que aparecían “mudos” en sus colecciones y, a la vez,

permitía establecer una relación entre un supuesto pasado prehispánico y las

sociedades indígenas del presente.

Consider acion es fina les

Reichel-Dolmatoff determinó en buena parte el curso de la arqueología a lo

largo de la segunda mitad del siglo xx. Su obra se inició dentro de las orienta-

ciones de la etnología liderada por Paul Rivet, pero luego la infl uencia de la obra

norteamericana en arqueología, y del estructuralismo francés en etnología

marcarían de forma defi nitiva el carácter de una obra compleja, rica y contra-

dictoria. A lo largo de su carrera, sus planteamientos sirvieron de inspiración

para muchos de los arqueólogos. Inicialmente sus propuestas evolucionistas

infl uenciadas por Steward dieron pie a que muchos de ellos se esforzaran por

complementar, ratifi car o contradecir propuestas que por primera vez ofrecían

un esquema en el cual los hallazgos arqueológicos tenían sentido en términos

de una secuencia cultural. Más adelante su propuesta sobre el ecologismo na-

tivo determinó la orientación de buena parte del trabajo de sus colegas. Y, por

último, su apropiación de la etnología como fuente de interpretación de los ha-

llazgos arqueológicos, también fue aceptada por un sinnúmero de antropólo-

gos y arqueólogos que aún se inspiran en esa propuesta y la forma como la llevó

a cabo. En ninguna de sus ideas Reichel-Dolmatoff fue el primero. Ni siquiera

se puede alegar que en cualquiera de los casos tuvo una infl uencia siempre po-

sitiva. Pero lo que sí se puede afi rmar es que en cada caso fue el más sofi sticado

punto de referencia.

Por otra parte, es justo reconocer que cada nueva teoría desarrollada por

Reichel-Dolmatoff , incluyendo su noción de etapas de desarrollo cultural, la

“sabiduría ecológica”, o lo que vendría a llamar el método etnohistórico de Or-

febrería y Chamanismo, no reemplazó las anteriores, sino que se acomodó de

la mejor manera posible. El caso de las migraciones y la difusión como expli-

cación de los cambios culturales es una muestra de ello. Pese a su interés por

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Steward y luego por la ecología nativa, nunca abandonó ideas sobre migracio-

nes y difusión. Tan pronto encontró el sitio Formativo de Barlovento, una de las

primeras cuestiones por resolver era la de sus relaciones con sitios de México,

Ecuador y el sur de Estados Unidos. La polémica con respecto a Valdivia se

concentró en la dirección que había tomado la infl uencia de un sitio sobre otro.

En Colombia, el autor sostuvo que los indígenas de la Sierra Nevada de Santa

Marta habían recibido fuertes infl uencias de México y Centroamérica. Existían

paralelismos entre los indígenas de la Sierra y los de esos lugares: el mito de

múltiples creaciones del mundo, la concepción de un universo dividido en es-

tratos y la observación cuidadosa de los solsticios y equinoccios, entre otros. En

su monografía sobre San Agustín (Reichel-Dolmatoff , ), reconoció que San

Agustín tenía infl uencias mesoamericanas. Más adelante (Reichel-Dolmatoff

) insistió en que los tairona eran de origen centroamericano. Al fi nal, en su

última síntesis de arqueología colombiana, habló de reconsiderar su hipótesis

de que la cultura de la Sierra Nevada de Santa Marta se originara en Costa Rica

y que tuviese un importante componente mesoamericano; pero la propuesta

no fue desechada del todo (Reichel-Dolmatoff , : ).

La capacidad de asimilar cada nueva teoría fue el punto más polémico

de su obra. A la vez que una muy productiva manera de interpretar de forma

dinámica el pasado indígena, también generó contradicciones y problemas. Al

estar permanentemente al tanto de los desarrollos académicos en el mundo

anglosajón y europeo, Reichel-Dolmatoff fue agregando consideraciones no-

vedosas a las más tradicionales, pero sin revaluarlas o abandonarlas. Unas se

sobrepusieron sobre otras, ayudando a forjar, más que una interpretación so-

bre el pasado, una serie de aportes que nunca defendieron una manera de ver

el pasado prehispánico o una forma de estudiarlo. Más bien, contribuyeron a

generar adiciones superpuestas, todas de buena calidad, en las que los arqueó-

logos de hoy encuentran magnífi cas sugerencias, no obstante todas las cuales

no pueden ser válidas al mismo tiempo. �

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17 1

Page 167: Antípoda. Revista de Antropología y Arqueología No. 1

17 3

R E S U M E N Desde la perspectiva de la

antropología visual, este artículo examina la

disposición estructural de un parque temático

europeo en Japón, donde el esparcimiento,

facilitado por las tecnologías fotográfi cas,

refuerza de forma activa la orientación

eurocéntrica de la internacionalización japonesa.

A B S T R A C T From a Visual Anthropology

perspective, this article discusses how the

structural arrangements of a European theme

park in Japan mediated by photographic

technologies facilitates an entertainment

experience that reinforces the Eurocentric

orientation of Japanese internationalization.

ANT ÍPODA N º1 JUL IO -D IC IEMBRE DE 2005 PÁGINAS 173 -183 ISSN 1900 -5407

FECHA DE RECEPC IÓN : ABR IL DE 20 05 | F ECHA DE PUBL IC AC IÓN : JUNIO DE 2005C ATEGOR ÍA : ART ÍCULO DE RE V IS IÓN

P A L A B R A S C L A V E S :

Antropología visual, parques temáticos, Japón.

K E Y W O R D S :

Visual Antropology, Theme Parks, Japan.

C O N S T R U C C I O N E S J A P O N E S A S

R a f a e l R e y e s - R u i zProfesor Asistente de Estudios sobre la Globalización, Departamento de Ciencias Sociales Zayed University, Dubai (UAE)[email protected]ón de Lina Bojanini

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La c u l t u r a j a p o n e s a ha sido reformada de

manera continua por los contactos de esta nación con el resto del mundo. Ha-

cia fi nales del siglo xix, los ideólogos del nuevo Estado japonés dirigieron su

mirada hacia Occidente como modelo para su país; así lo demuestra el lema de

la época: “Deja el Asia y únete a Europa”. La retórica de la reforma nacional

sirvió como la base discursiva que eventualmente justifi có el colonialismo ja-

ponés en la región, el cual terminó parcialmente con la derrota de Japón en la

Segunda Guerra Mundial. En el período subsiguiente a la guerra, se dieron las

condiciones para la alineación cultural contemporánea de Japón con Occiden-

te, especialmente con Estados Unidos, que era en ese momento tanto el amo de

la derrota japonesa como un benefactor voluntario de la reconstrucción de di-

cho país. La ocupación estadounidense introdujo una nueva constitución que

desarticuló de manera efi caz el aparato militar japonés y su control sobre la

1. En 1889, Fukuzawa Yukichi, fundador de la Universidad de Keio (una de las seis universidades del Ivy League en Japón) y cofundador de uno de los dos grandes partidos anteriores a la guerra, escribió: “Aunque nuestro país está ubicado en el borde oriental de Asia, el espíritu de nuestra gente ya abandonó las costumbres retró-gradas asiáticas y abrazó la civilización occidental. Tenemos aquí dos países vecinos desafortunados, China y Corea. Aunque antiguamente su gente compartía con Japón una educación similar en cuanto a las doctrinas o costumbres de tipo asiático, ahora, ellos por alguna diferencia racial o por alguna diferencia formal en el interior de esa educación heredada... no comprenden el sendero de la reforma nacional... Al elaborar políticas actuales no disponemos de tiempo para esperar su despertar y revivir el Asia conjuntamente... no les podemos dar un trato especial sólo porque son nuestros vecinos, debemos tratarlos tal como lo hacen los occidentales” (Dower, 1986). Debe señalarse que el concepto de civilización occidental, al igual que el de civilización china, previa fuente cultural de Japón, eran señalados con frecuencia como separados de la tradición japonesa “autóctona”. Expresiones como “civilización china y espíritu japonés” y “civilización occidental y espíritu japonés”, usadas como eslóganes nacionales en diferentes épocas, sirvieron para justifi car la importación de nuevas tecnologías y conservar simultáneamente una esfera aparte para la cultura japonesa autóctona. Para un estudio de las (re)formulaciones culturales japonesas, véase Harootunian (1988).

R a f a e l R e y e s - R u i z

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producción industrial, el fl ujo de la información y la política exterior; se efec-

tuaron cambios en el sistema educativo y en las leyes de herencia y de propie-

dad para que se ajustaran de forma adecuada a nuevas realidades políticas, y el

emperador y el sistema imperial fueron secularizados para poder establecer la

libertad de cultos. La Guerra Coreana consolidó esta relación, ya que le dio a

Japón la oportunidad de reconstruir rápidamente su infraestructura industrial,

importar nuevas tecnologías y acumular capital.

Por otra parte, la relación de Japón con el resto del Asia no sufrió nin-

gún cambio cualitativo importante. Corea y Taiwan, que anteriormente habían

sido colonias japonesas, emprendieron proyectos propios de industrialización

acelerada, y se inclinaron por conservar lazos más cercanos con Occidente que

con su antiguo amo colonial. La negativa de Japón a ofrecer disculpas ofi ciales

por los crímenes de guerra, al igual que la renuencia de su Ministro de Edu-

cación a incluir la historia de la agresión japonesa en los libros de texto de las

escuelas públicas, ha contribuido a acrecentar la tensión en esta relación. Los

llamados para llevar a cabo una mayor “internacionalización” (kokusaika) que

promueva la apertura y el carácter cosmopolita en el Japón, se han traducido

hasta ahora principalmente en un aumento de las exportaciones de productos,

capital y tecnología japoneses hacia el resto de Asia, y en un intercambio cultu-

ral relativamente escaso. En el Japón de principios del siglo xxi resulta todavía

extraño encontrar un interés activo por las culturas y las lenguas asiáticas.

Esta apertura selectiva y limitada de Japón, asociada a la incapacidad es-

tatal de reconocer abiertamente su papel durante la Segunda Guerra Mundial,

ha suscitado críticas dentro y fuera del país, que pueden resumirse en la afi r-

mación de que se comporta como si no hiciera parte de Asia. En este contexto

de intercambio y memoria selectivos, quiero volver la mirada hacia un conoci-

do parque temático europeo donde el esparcimiento facilitado por las tecno-

logías fotográfi cas refuerza en forma activa la orientación eurocéntrica de la

internacionalización japonesa.

2. Aquí hago referencia a la controversia sobre omisiones e imprecisiones en los textos japoneses de historia utilizados en la escuela intermedia y superior. Los críticos han señalado, por ejemplo, que los libros de ahora emplean eufemismos como “incursión” (shinshutsu), en vez del término “invasión” (shirryaku), que es más concreto, para referirse a los eventos que tuvieron lugar con la movilización de las tropas japonesas hacia otras partes de Asia durante la guerra, y la dominación subsiguiente de la población civil. El asunto de la amnesia histórica japonesa ofi cial volvió a ocupar las primeras planas en abril de 2005 con las demostraciones públicas de los chinos contra la petición de Japón para ser miembro permanente del Consejo de Seguridad de las Nacio-nes Unidas. Véase http://edition.cnn.com/2005/WORLD/asiapcf/04/09/china.japan.protest.ap/index.html. Para informes sobre la expansión de Japón en Asia, véase Dower (1986).

3. Éste fue uno de los temas de la Asian Studies Conference Japan a la que asistí en Tokio en 2002. Aunque varios miembros del panel mencionaron que había habido un aumento en el turismo hacia el resto de Asia, e incluso en el aprendizaje de las lenguas coreanas y chinas, la principal preocupación dentro de la comunidad académica era la falta de interés de los estudiantes por la historia y la cultura de la región.

4. La investigación para este artículo hacía parte de un proyecto mayor sobre la acogida de los extranjeros en la

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Paisajes artificiales e historia selectiva

Algunas de las atracciones turísticas de construcción reciente en Japón

incluyen lugares donde se hace una simulación de lo cultural y de lo natural:

hay playas artifi ciales encerradas y completamente cubiertas cerca de las cos-

tas, pistas de esquí con nieve sintética en centros metropolitanos y parques

temáticos nacionales e internacionales por doquier. El Huis Ten Bosch (htb),

en Kyushu, un parque temático holandés que lleva el nombre de la residencia

ofi cial de la reina Beatriz de los Países Bajos, es quizá el parque cultural más

grande y conocido de Japón. Recrea una ciudad imaginaria de Holanda, combi-

nando casi todos los temas reconocibles de la arquitectura de este país, como

los canales de Amsterdam, una plaza del siglo xv, varios molinos de viento

tradicionales —activos y mecánicamente precisos—, un palacio y un museo

reales, una torre de iglesia y un magnífi co hotel del siglo xix, entre otros. Estas

estructuras fueron construidas como réplicas exactas; para ello, se utilizaron

elementos importados como ladrillos, muebles y obras de arte, incluyendo es-

tatuas de bronce para los lugares públicos. Animadores y artesanos, de Holan-

da y de otros países europeos, como artistas callejeros, conductores de taxi,

fabricantes de queso y otros, vestidos con los trajes típicos holandeses del siglo

xviii, desempeñan sus labores cotidianas en el parque en horarios programa-

dos, para darle a éste un aire de verosimilitud. Alrededor del parque fl orecen

cerca de . tulipanes en jardines impecablemente cuidados. Contiguo al

htb hay un complejo habitacional, también de estilo holandés, que utiliza sec-

tores del parque como ciudad.

sociedad japonesa, y está descrito parcialmente en mi disertación doctoral sobre los inmigrantes latinoamerica-nos en Japón (2001). En general, la mayor discriminación es hacia los asiáticos, y la menor, hacia los europeos caucásicos. Como lo sugería al principio de este artículo, la acogida de otros en Japón se ha visto moldeada por los contactos e intercambios de este país con el resto del mundo. Véase Silverberg (1997) para asuntos sobre representaciones del yo y otros en el contexto del colonialismo japonés en Asia. Véase en Weiner (1997) aspectos sobre la discriminación racial pasada y presente.

5. Otras construcciones incluyen “Dom Tower”, una réplica de la torre de la Catedral de Utrecht, la de mayor altura en los Países Bajos, y un ala completa de la Universidad de Leiden, que fue enviada por barco y ensamblada en el parque en su forma original.

6. Éste es un recuento de la historia del parque según la página web ofi cial de htb (http://english.huistenbosch.co.jp/): “Durante el verano de 1979, el Sr. Yoshikuni Kamichika, el fundador del Huis Ten Bosch, hizo su primer viaje a Europa. El esplendor natural del mar Mediterráneo le recordó la bahía de Omura. Pensó que, a pesar de su hermoso paisaje, Omura no atraía esa cantidad de visitantes. El Sr. Kamichika sopesó las posibilidades de convertir la hermosa área de la bahía en un lugar excepcional. De repente pensó en la pequeña isla de Dejima, cerca de Nagasaki, desde donde sólo a los holandeses se les permitió llevar a cabo actividades comerciales durante el período de aislamiento nacional de Japón, y la relevancia del rol que tuvo esa isla en la historia del país. Así nació la idea de construir un “Dejima moderno”. Durante la visita del Sr. Kamichika a los Países Bajos, conoció la antigua costumbre holandesa de ganarle terreno al mar y urbanizarlo... Kamichika decidió construir una ciudad en Japón que combinara la planeación urbana holandesa con la tecnología japonesa. La construc-ción del Huis Ten Bosch comenzó en octubre de 1988... y el 25 de marzo de 1992, abrió sus puertas. El costo total del proyecto fue de US$2.500 millones.

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Aparte del énfasis sobre la autenticidad, el htb también tiene una fun-

ción narrativa. La disposición de los edifi cios y de otras estructuras alrededor

de temas científi cos y culturales está concebida para conmemorar un período

específi co de la historia de Japón, período que tiene gran relevancia hoy en día,

ya que señala el comienzo de su rápida y exitosa modernización: la llegada de

las tecnologías occidentales. Los primeros europeos que arribaron a las costas

japonesas, trayendo consigo el cristianismo y armas modernas, fueron los es-

pañoles y los portugueses. Sin embargo, durante la política de aislamiento en-

tre -, fueron los holandeses quienes mantuvieron activo el comercio

con Occidente, desde puertos localizados estratégicamente cerca de la ciudad

de Nagasaki, en la punta de la isla Kyushu; htb está ubicado en esta área, en un

pedazo de tierra que se le ganó al mar.

A los visitantes del parque se les recuerda, a través de publicaciones y de

abundante material audiovisual, la forma en que el saber occidental le permitió

a Japón modernizarse y el papel que desempeñaron los holandeses en ello; al-

gunas de las atracciones están diseñadas para señalar aportes específi cos como

la ingeniería hidráulica y técnicas quirúrgicas. Una invitación a explorar htb

es, por lo tanto, mucho más que un llamado a deleitarse en la fantasía de visitar

a Holanda. Es también un llamado a ver parte de la historia, una historia par-

ticular que puso en marcha la rápida supremacía de Japón en la comunidad de

naciones: una historia del éxito. Lo que sigue sin contarse, porque no existen

estructuras que lo conmemoren, es que los puertos de Kyushu y de otras islas

del archipiélago japonés fueron también puntos de entrada de productos y cul-

tura asiáticos, antes y después de la infl uencia occidental. El budismo, la alfare-

ría y la escritura, para nombrar sólo unos cuantos elementos, llegaron a Japón

desde diferentes regiones del Asia a través de China y Corea. La ausencia total

de reconocimiento de las infl uencias asiáticas sobre la cultura japonesa es un

punto particularmente sensible para los gobiernos chino y coreano a la luz de la

negativa del gobierno japonés a reconocer haber obrado mal durante el período

de expansión y agresión imperiales en la primera mitad del siglo xx.

7. En el multimedia Horizon Adventure, los visitantes pueden experimentar las inundaciones que devastaron a los Países Bajos durante siglos, y observar los avances de la ingeniería hidráulica para hacerles frente. En el “Museo von Siebold” se muestran otros avances tecnológicos con explicaciones detalladas. Algunas de las atraccio-nes se centran en tecnologías específi cas u ofi cios como el AstroGebouw (astronomía holandesa y europea); Cheese Farm (tecnología para lácteos); Golden Hop (fabricación de cerveza) y Música Fantasía (instrumentos musicales).

8. Además, las referencias de las infl uencias asiáticas sobre la cultura japonesa no se celebran de forma abierta en Japón. Existe, sin embargo, un mercado limitado para la producción cultural asiática, bajo el rótulo de “étnico” (esunikku), de manera similar a los de Estados Unidos y Europa. El distintivo homogeneizador de “étnico” para los productos asiáticos es también muy elocuente si se compara con los productos europeos, a los cuales se les da un claro sentido de origen nacional (cocina italiana, traje francés).

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Viajes culturales

Las agencias de viaje y los medios de comunicación promueven parques

temáticos europeos como el htb conjuntamente con los destinos turísticos tra-

dicionales. Hasta la década de los ochenta, como lo observa Marilyn Ivy (),

los escenarios tradicionales como destinos turísticos habían sido asociados con

la idea de un (re)descubrimiento del Japón antiguo, un Japón que para muchos

nativos ya se había vuelto “exótico”, debido a la fuerza homogeneizadora de la

modernización. Las campañas publicitarias durante esa década le apostaron a

una lógica basada en la nostalgia y centraron su imaginería en un estereotipo

femenino occidentalizado, citadino, que ahora regresaba a un Japón “tradicio-

nal”, de monumentos, templos y estilo de vida rural. La publicidad actual para

el htb, que incluye panfl etos, folletos informativos, el sitio en Internet y otros

medios electrónicos, también le apuesta a una lógica de retorno y nostalgia,

aunque más a tono con las realidades de un mundo globalizado y de un Japón

supuestamente “internacionalizado”.

La experiencia del viaje como una forma de descubrimiento visual de la

historia y la tradición es una costumbre muy arraigada en Japón. Ivy (), al

discutir la relación entre el viaje y los parajes visitados, señaló que en esta na-

ción, “incluso el viaje poético de los personajes históricos y clásicos ha estado

íntimamente asociado, durante mucho tiempo, con la contemplación de sitios

designados de manera convencional como lugares relevantes” (). Desde la

creación del Estado japonés, las excursiones empresariales y escolares seguían

esta costumbre, y seleccionaban itinerarios bien conocidos, que solían incluir

templos budistas y santuarios sintoístas de importancia. Las excursiones em-

presariales, sin embargo, tienden a preferir destinos donde se puedan combi-

nar esparcimiento y cultura en un mismo lugar, tales como complejos histó-

ricos cercanos a aguas termales o a centros vacacionales en las montañas. En

las últimas décadas, no obstante, Disneylandia Tokio y muchos otros nuevos

parques temáticos culturales se han convertido en los sitios más visitados por

las excursiones escolares y han desplazado lugares tradicionales signifi cativos,

como las antiguas capitales de Kioto y Nara y sus tesoros culturales.

Desde la década de los noventa, los folletos turísticos de Kyushu patroci-

nados por los Ferrocarriles Nacionales de Japón sugerían itinerarios que com-

binaran lo mejor de ambos mundos: la historia y el entretenimiento, o lo que

se ajusta mejor a lo que quiero mostrar: la historia como entretenimiento. Un

paquete turístico de tres días, por ejemplo, incluía en el primer día el Santua-

rio Ise, el más sagrado de los santuarios shinto por su conexión con la familia

imperial; al día siguiente, “Mundo español”, un parque que recrea algunas de

las construcciones más representativas del turismo de España, y el último día,

en el Huis Ten Bosch. El combinar lugares tradicionales con parques temáti-

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cos europeos cambia la lógica que apuntaba hacia “el Japón antiguo” como un

punto de regreso utópico, y la convierte en algo más congruente con el discurso

sobre la Kokusaika o la internacionalización de Japón. Modifi ca la dirección

de “descubrimiento” desde uno de raíces autóctonas hacia otro que incluye

la infl uencia europea. De esta manera, se le concede un origen simbólico a la

producción cultural contemporánea en Japón, bastante criticada por copiar a

Occidente.

Fotografiar el deseo

En las secciones anteriores, propuse una interpretación del htb como un

lugar para el re-cuento de una narrativa histórica particularmente deseada. Me

interesa también interpretar el parque como un escenario para la recreación

de un conjunto de deseos más concretos: el deseo por los cuerpos y los paisajes

europeos. Pienso que las herramientas mediadoras en este proceso son las tec-

nologías fotográfi cas.

Las dimensiones utópicas de la fotografía y de otras tecnologías de repre-

sentación fueron anunciadas por Walter Benjamin (). En su ensayo fun-

dacional “La obra de arte en la época de la reproducción mecánica”, Benjamin

planteaba que las nuevas tecnologías podrían (según el deseo público) acercar

las cosas a nivel espacial y humano, y también (al permitir que la reproducción

fuera al encuentro del espectador… en su propia situación particular) lograr

la reactivación del objeto reproducido” (). Por ejemplo, la fotografía de un

paisaje o de un yo específi camente deseados contiene el potencial de producir

múltiples re-creaciones y goces subsiguientes. Es decir, sirve para acortar la

distancia entre el objeto o el yo deseados y el yo que observa. Los objetos se-

leccionados o deseados, en este caso, sin embargo, no son aleatorios, y como lo

expuse anteriormente, se relacionan con circunstancias históricas y políticas

particulares.

Para describir la naturaleza de ese “acortamiento”, encuentro útil el con-

cepto de ideología de Louis Althusser (), defi nido por él como “la represen-

tación de la relación imaginaria de los individuos con sus condiciones de exis-

tencia reales”. En otras palabras: la ideología permite que la gente ejecute cam-

bios en su realidad para acomodarse a su imaginación. Cuando la fotografía se

convierte en una experiencia comunitaria, es decir, cuando muchas personas

participan de un comportamiento fotográfi co que pone de relieve relaciones

iguales o similares entre sujetos y objetos, la fotografía se convierte en el puen-

te ideológico entre la gente y los objetos. La puesta en escena, la disposición de

los objetos y las posiciones de los sujetos en relación con los objetos deseados es

lo que cristaliza el aspecto ideológico de la experiencia fotográfi ca.

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Durante mi trabajo de campo en Japón, las fotografías fueron las herra-

mientas más útiles para ilustrar asuntos de identidad y diferencia. Mientras

discutíamos la acogida de extranjeros en ese país, dos de mis informantes japo-

neses, una mujer de unos veinticinco años y su pareja, me mostraron fotografías

de un viaje reciente al Huis Ten Bosch, adonde habían ido para contraer ma-

trimonio. Aunque al principio habían tenido la intención de casarse en Europa

(Roma era su primera opción), optaron por un paquete vacacional de Kyushu

para que muchos de sus amigos y parientes cercanos pudieran asistir a la ce-

remonia. Escogieron al htb porque habían visto un documental en televisión

sobre el parque y la ceremonia de bodas, que lo comparaba de manera favorable

con los paquetes de ceremonias nupciales en otros parques temáticos.

Aparte de las fotografías matrimoniales tomadas por fotógrafos profe-

sionales en una capilla especialmente diseñada en el segundo piso del “Pasaje”,

un área comercial dentro del parque a la manera de las galerías comerciales

europeas del siglo xix (los mismos espacios que llamaron la atención de Walter

Benjamin para su trabajo inconcluso sobre “El libro de los pasajes”), su foto-

grafía predilecta era una de varias que se le tomaron a la novia y algunas de

sus amigas frente al Palacio Real, una construcción a la que se refi rieron como

“el edifi cio más hermoso que jamás habían visto”. En la foto, hecha también

por uno de los fotógrafos profesionales del parque, la novia y sus amigas están

en las escalinatas del palacio y lucen trajes holandeses tradicionales del siglo

xviii. A diferencia de las otras fotografías donde todo el mundo está relajado,

haciendo una v con los dedos, o manifestando de cualquier otro modo su al-

borozo, las mujeres de la foto aparecen sonrientes pero en una pose formal,

llamando la atención hacia sus disfraces alquilados, como en un retrato. Sin

embargo, lo más importante es que la foto fue tomada a una distancia que per-

mitía una vista completa del palacio y de algunos de los edifi cios circundantes;

las mujeres estaban en el centro pero ocupaban menos de una cuarta parte de

la superfi cie de la imagen. En este sentido, las fotografías eran tanto de los edi-

fi cios como de las mujeres.

Cuando pregunté por qué habían escogido ese ángulo en particular, res-

pondieron que era un punto especial para tomar fotografías, marcado en el

piso por la administración del parque con ese propósito. Ese punto, de acuerdo

con un empleado del htb, había sido diseñado para “aumentar el efecto de

realidad del retrato”. En efecto, la foto no era simplemente la representación de

unas mujeres disfrazadas en un entorno artifi cial. Aquí, el entorno, sin lugar

a dudas, era tridimensional y a gran escala. Había pistas sutiles en la imagen

que le indicaban a un espectador atento que no había sido tomada en Holanda,

como la relación de la ubicación de los edifi cios entre sí (la narrativa de la dis-

posición sigue la lógica del entretenimiento y del deseo, propia de un parque

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temático, y no la de la planeación urbana) y la ausencia de tráfi co vehicular, o

algunas otras señales de vida urbana contemporánea.

Al hacer comentarios sobre los recuerdos ligados a las fotografías, la pa-

reja afi rmó que las imágenes del palacio “eran las más divertidas”, porque les

permitían “representar sus fantasías”, a diferencia de las otras fotos de la boda,

hechas para satisfacer las expectativas de la familia y los amigos. Para la novia,

y también hablaba por sus amigas, lo más divertido fue tener el placer de “lucir

un disfraz tan espléndido” en el escenario adecuado. En algunas de las otras

imágenes aparecían las amigas y parientes mientras se fotografi aban unas a

otras con los trajes puestos. La novia expresó que el aspecto más impresionante

de los disfraces (incluidos los accesorios) era su “autenticidad”, pues habían sido

diseñados y manufacturados por artesanos holandeses, con materiales impor-

tados.

Es importante anotar aquí que en Japón, como en muchas otras socieda-

des, el placer fotográfi co está asociado con ritos de paso, viajes y otros eventos

signifi cativos. Es también claramente un asunto “femenino”. Por ejemplo, en el

festival Shichigosan que se celebra en noviembre, participan niñas entre los tres

y los siete años de edad vestidas con kimonos muy elaborados, que son fotogra-

fi adas frente a un santuario; hacen esto de nuevo a los años (Seijinshiki, Día

de la Mayoría de Edad), pero esta vez en un estudio fotográfi co.

Probablemente, los eventos fotográfi cos más costosos son las bodas. Son

también un negocio grande; la publicidad se encarga de ofrecer paquetes de

bodas en todos los medios de comunicación en Japón, sobre todo en los trenes

y metros. Las agencias de viajes también preparan folletos de paquetes turís-

ticos hacia muchos destinos en el exterior, particularmente Hawai y el Pacífi co

Sur, que incluyen una ceremonia nupcial. Una buena parte del costo asociado

con los matrimonios, sin embargo, se relaciona con la parte fotográfi ca. Los

espacios para llevar a cabo ceremonias son relativamente escasos y no es raro

tener que esperar hasta seis meses. La importancia del lugar tiene que ver con

sus múltiples funciones. El escenario ideal, por ejemplo, debe tener una capilla

cristiana y un santuario sintoísta, servicios de alquiler tanto de kimonos como

de trajes de boda de estilo occidental e instalaciones apropiadas para fotogra-

fi ar y fi lmar las ceremonias, de la mejor manera posible. En el htb, un plano de

la capilla de bodas muestra una utilización del espacio similar a la que se hace

9. Para un estudio sobre las bodas en Japón, véase Goldstein-Gidoni (1997). Basados en un trabajo antropológico de campo realizado en capillas para bodas, los estudios de Goldstein-Gidoni analizan la producción del ceremo-nial japonés, desde el punto de vista comercial “tras bambalinas”, centrándose en las ceremonias nupciales y no en el matrimonio y, por lo tanto, en las actividades de los productores de bodas y no en los protagonistas. Su principal argumento es que la industria de las bodas participa en el invento y producción de la tradición, tanto japonesa como occidental, con el objetivo del consumo.

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en los estudios, con varias cámaras de fotografía y de video instaladas discreta-

mente detrás de las paredes falsas adelante, atrás y a los lados del altar.

Todas las áreas públicas del htb tienen también una disposición estruc-

tural que hace posible el placer fotográfi co. Los edifi cios más impresionantes

tienen amplias plazas adelante con puntos señalados para fotos que le permiten

a la cámara captar diversos ángulos. Además, el parque se mantiene impecable-

mente limpio, y por supuesto, libre de cualquier indicio de deterioro urbano.

Estos impresionantes complejos también albergan hoteles y restaurantes,

decorados en un elegante estilo europeo, que ofrecen muchos espacios adicio-

nales para fotografi arse. Establecer una comparación concisa entre la experien-

cia de tomarse una fotografía disfrazado, dentro de un estudio, y la experiecia de

sentir realmente una estructura tridimensional y funcional, llevando un atavío

concebido de forma apropiada, puede interpretarse fácilmente como una na-

rrativa progresista en la cual la tecnología y el capital actúan para disminuir la

fantasía de la experiencia y aumentar el placer de la imitación.

Una comparación entre el costo total de un viaje al htb y uno a Holanda,

que incluya alojamiento en lugares igualmente lujosos y oportunidades simi-

lares de placer fotográfi co, puede inclinar la balanza a favor del parque. Pero

son experiencias distintas, que involucran placeres y también riesgos diferen-

tes. La Europa de “alta cultura”, sitios atractivos, etc., puede ser complicada en

términos de la planeación del viaje (los vuelos hacia algunas ciudades europeas

están, por lo general, completamente vendidos con meses de anticipación, du-

rante la época de vacaciones de Japón) y también en términos de la seguridad

personal. Uno de los mitos más manidos en Japón hoy en día tiene que ver con

la relativa seguridad que disfruta la gente durante los viajes nacionales, y esta

suposición tácita ayuda a promover el htb como una situación ideal: toda la

belleza de Europa sin las complicaciones de los vuelos aéreos y de la seguridad

personal.

Para concluir, en el htb, las tecnologías fotográfi cas, tales como la dis-

posición tipo estudio de las construcciones monumentales y la presencia y

disponibilidad de la escenografía adecuada, le permiten al público especta-

dor “el acercamiento a nivel espacial y humano” de paisajes y objetos de deseo

seleccionados. En su función narrativa como estructura conmemorativa, sin

embargo, el parque hace parte de un discurso políticamente delicado sobre la

historia de Japón y su (re)posicionamiento contemporáneo en la comunidad de

naciones.�

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B I B L I O G R A F Í A

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18 5

R E S U M E N Diversos estudios en los campos de

la fi losofía y la historia social de las ciencias se

han ocupado de las relaciones entre el desarrollo

de las ciencias sociales y los avatares del poder.

Los trabajos brasileños, mexicanos y venezolanos

sobre el tema, impulsaron refl exiones acerca de

los estilos nacionales de la ciencia y su papel en

la construcción de sus sociedades nacionales,

cuestionando imaginarios, sistemas de valores

e incluso el uso que hacen de la información. El

presente artículo revisa el período fundacional

de la antropología en Colombia, para rastrear

las luces y sombras que incidieron en el

desarrollo de la disciplina antropológica y

sus temas, tal como hoy la conocemos.

A B S T R A C T Diverse studies on philosophy of

science and social history of science have been

concerned about the intricate relations between

social sciences development and the avatars

of the political power. Some Mexican, Brazilian

and Venezuelan works on this topic promoted

more thoughts around the national styles of

the sciences, and its role on their national

foundations. This essay reviews the initial era of

the Colombian anthropology and the themes

that infl uenced later the current development of

this discipline.

ANT ÍPODA N º1 JUL IO -D IC IEMBRE DE 2005 PÁGINAS 185 -199 ISSN EN TR ÁMITE

FECHA DE RECEPC IÓN : ABR IL DE 20 05 | F ECHA DE PUBL IC AC IÓN : JUNIO DE 2005C ATEGOR ÍA : ART ÍCULO DE RE V IS IÓN

P A L A B R A S C L A V E :

Historia social de las ciencias, historia de la antropología, antropología en Colombia, ciencia y poder.

K E Y W O R D S :

Social history of the sciences, history of anthropology, Colombian anthropology, science and political power.

A D I Ó S A L A I N O C E N C I AC R Ó N I C A D E U N A V I S I T A A L E S T I L O N A C I O N A L D E H A C E R A N T R O P O L O G Í A

P a o l a G i r a l d oUnidad editorial, Convenio Andrés Bello, [email protected]

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A D I Ó S A L A I N O C E N C I AC R Ó N I C A D E U N A V I S I T A A L E S T I L O N A C I O N A L D E H A C E R A N T R O P O L O G Í A

P a o l a G i r a l d o

Volver a la Universidad desde las páginas de una

revista implica revisar con cierto escepticismo las vergonzosas locuras de la

infancia —profesional—. Sin embargo, han pasado siete años desde el último

recorrido como estudiante por el Departamento y, al parecer, resulta que la

visión de mundo que entonces nos dominaba —impulsándonos a cuestionar el

“para qué” de nuestra disciplina— no se ha transformado de manera radical: la

mirada antropológica en Colombia y en el Departamento de Antropología de

los Andes sigue pendiente de acercarse al todavía inconsciente quehacer de ser

antropóloga, hoy, en Colombia.

A manera de refl exión, retomamos el planteamiento de Arocha y Friede-

mann () cuando afi rman que el conocimiento posee un carácter “edifi ca-

dor y reproductor de un orden”, dentro del cual la antropología y, más amplia-

mente, el estudio de las sociedades en América Latina pueden entenderse como

un “sistema de información” asociado a ciertas esferas de poder, lo que da un

carácter específi co y distinto a las búsquedas que la ciencia emprende.

Tenemos, entonces, que toda consideración del papel de la antropología

en la construcción de una sociedad nacional, y viceversa, debe comenzar por el

análisis de sus relaciones con la sociedad nacional colombiana, con el interés de

rastrear un “estilo nacional” —y, por qué no, continental— de antropología que

nos permita comprender, evaluar y consolidar las tendencias que caracterizan

nuestra disciplina y la ponen en diálogo con el país que nos habita. Esto, partien-

do del supuesto de que el estilo nacional de hacer antropología puede explicarse

a partir de las relaciones de las ciencias sociales con su contexto sociopolítico.

Preguntarnos por el inconsciente quehacer de la antropología en Colom-

bia es también plantearnos el problema de la conformación de una disciplina

El inconsciente de una disciplina es su historia; el inconsciente son las condiciones sociales de produc-

ción ocultadas, olvidadas: el producto separado de sus condiciones sociales de producción cambia de sentido.

E. Durkheim

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—la antropológica— como “sistema de información”, dentro de un período de

cambio político y social específi co, tratando de reconocer los factores que la

vinculan con una tradición de hacer ciencia con un estilo propio, tal como lo

entiende Hebe Vessuri:

Por estilo antropológico de una escuela de investigación o en un país dado, en-

tiendo los rasgos peculiares de una práctica científi ca realizada en contextos socio-

institucionales particulares, que comparten con otros contextos la creencia, como

apropiada y natural, en la estabilidad y universalidad de las formas fundamentales de

pensamiento y práctica disciplinaria. A través de la noción de estilo interesa identi-

fi car contexturas sociocognitivas que en algún sentido sean comparables entre sí al

interior de confi guraciones más amplias que las que engloban (: ).

La antropología, en cuanto espacio de refl exión sobre las relaciones que

existen entre diversas formas de pensamiento y sectores de la sociedad, también

se encuentra mediada por los sucesos ocurridos en tales esferas. Precisamente

por ello, el quehacer antropológico en Colombia no ha sido ajeno al devenir de

su lugar y su tiempo, de manera tal que sus temas y enfoques son también parte

integral de esa realidad que se mueve a su alrededor. En el mismo sentido, el

antropólogo mexicano Esteban Krotz, al refl exionar sobre el desenvolvimiento

de la antropología en el contexto latinoamericano, plantea que

[cualquier] análisis de la ciencia antropológica tiene que incluir de manera funda-

mental la atención a las características de las comunidades científi cas que generan

y difunden los conocimientos antropológicos considerados por ellas mismas y por

otros sectores sociales como científi cos. Es crucial caer en la cuenta de que los gene-

radores —que siempre son colectivos— de tales conocimientos, al igual que sus es-

tructuras organizacionales y sus vínculos con la realidad social más comprehensiva,

no son algo “externo” al conocimiento antropológico, sino que se trata de elementos

[...] intrínsecamente constitutivos del mismo ().

En el caso de la antropología colombiana, todavía resulta impresionante

recorrer los diversos escenarios de su desarrollo y notar de qué manera los

confl ictos políticos y sociales han infl uenciado sus intereses, sus preguntas, sus

métodos y, claro está, las respuestas que como disciplina es capaz de dar sobre

la sociedad que la enmarca.

Precisamente, este texto es una aproximación a la manera como se des-

envuelve la antropología dentro de un contexto social, político, ideológico y

económico específi co. Así, pues, intentaremos reconstruir el proceso de con-

solidación de esta disciplina a lo largo del período conocido en nuestro país

como la “República Liberal”. Para adentrarnos en tal proyecto, recurriremos a

algunas miradas complementarias sobre la construcción del conocimiento.

En primer lugar, nos hemos acogido a una perspectiva historiográfi ca

que recoge los aportes de la historia social de las ciencias, en la búsqueda de

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un acercamiento desde la historia a los avatares del proceso de desarrollo e

institucionalización de la antropología en Colombia. Tal historia social de las

ciencias puede entenderse como un campo del conocimiento dentro del cual

convergen diferentes disciplinas sociales interesadas en elucidar los factores y

las características de los procesos a través de los cuales se construyen los sabe-

res científi cos.

La otra herramienta para analizar el tema señalado es la aproximación

sociológica propuesta por Bourdieu (), donde el devenir del cambio en la

sociedad es entendido como un “juego” entre las normas y la realidad que la so-

ciedad y la cultura plantean. Este “juego” ocurre en ámbitos específi cos y dife-

rentes —como el campo de la antropología o el del arte—, dentro de los cuales se

producen, transforman y aplican ciertas reglas o principios de comportamiento

propios. El desarrollo del “juego” es predeterminado por los contextos sociales

y culturales donde se realiza, pero también es producto de su dinámica interna y

de la interacción entre éstos, e incluso con la experiencia de sus actores.

En este sentido, la historia de la antropología colombiana es como una

colcha de retazos que puntada tras puntada va tomando un orden aparente,

que siempre puede ser reinterpretado al capricho del lector —o de quien la es-

cribe—. Por eso, más que un documento que da respuestas o identifi ca tenden-

cias, este texto es un paso más en la refl exión sobre la naturaleza del quehacer

antropológico en Colombia, a través de la exploración de su pasado.

El trabajo de grado que dio origen a este artículo se aproxima, desde la

perspectiva antes descrita, a la etapa de surgimiento de la disciplina, en la épo-

ca de las reformas liberales condensadas en la “Revolución en Marcha” de Al-

fonso López Pumarejo. La Escuela Normal Superior y el posteriormente creado

Instituto Etnológico Nacional fueron las instituciones a través de las cuales las

políticas educativas irradiarían su ideología sobre las ciencias sociales y, espe-

cialmente, sobre la antropología, marcando así su estilo nacional particular,

ligado además a los acontecimientos intelectuales, sociales, culturales y econó-

micos de su momento. Veamos cómo sucedió.

Después de la Guerra de los Mil Días y la separación de Panamá, la década

de se caracterizó por una relativa calma que trajo la prosperidad económi-

ca. El país empezaba a integrarse en el mercado mundial, a través de las expor-

taciones de café, y se hacía necesario transformar las estructuras nacionales.

Aprovechando la bonanza cafetera y la entrada de la indemnización por

Panamá, el gobierno del momento emprendió la renovación de las instituciones

colombianas. Por esta razón, llegaron al país las misiones Kemmerer (encarga-

da de las fi nanzas), una misión suiza (para el ejército) y la misión alemana (para

la educación). Así mismo, empezaba a cuestionarse el rol del Estado como ente

de poder y el papel de la Iglesia como control de la sociedad.

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El cuestionamiento de la Iglesia y el Estado se relacionaba especialmente

con dos corrientes de pensamiento opuestas que se expresaban en el ámbito

político: el conservatismo, a la sazón en el poder, defensor del orden hacenda-

tario, la tradición y la Iglesia, versus el liberalismo, cuyos estatutos promovían

libertades económicas y de pensamiento, además de la disminución de los po-

deres de la Iglesia y el Estado. Estos aspectos reaparecerán más tarde en las

reformas del gobierno liberal.

Los enfrentamientos entre los liberales vencidos durante los Mil Días y

los conservadores en el poder, se diluyeron con el tiempo pero no desaparecie-

ron. Los liberales, relegados a la oposición, se dedicaron a promover su modo

de pensamiento a través de una educación laica, cientifi zante y moderna, como

la impartida en el Gimnasio Moderno y en la Universidad Externado, donde la

élite se preparaba para el poder.

Mientras tanto, los levantamientos indígenas y campesinos, así como los

incipientes sindicatos obreros, evidenciaban la existencia de nuevos actores so-

ciales que requerían soluciones para sus necesidades. Estas reivindicaciones

populares, así como la intención de “mejorar la raza” a través de la higiene y la

capacitación, se convirtieron en la base electoral que en llevaría a Alfonso

López Pumarejo a la presidencia.

Entre los rasgos más notorios del proyecto liberal de Estado se encuen-

tran el intervencionismo, la secularización y el proteccionismo, a través de los

cuales se pretendió darle autonomía al Estado y fortalecerlo —con la nueva

legislación tributaria, y de propiedad— frente a otras esferas sociales.

El propósito de tal fortalecimiento era asegurar la aplicación de reformas

en campos relacionados de manera más directa con la sociedad, tanto en res-

puesta a las inquietudes populares, como por la necesidad de responder a los

cambios del mercado, por medio de la modernización del país. Así, pues, la

reforma educativa puede leerse como la capacitación estratégica de la mano de

obra colombiana, con el objeto de integrarla a los parámetros productivos de

la modernización.

A partir de una mirada a la génesis y estructura de la Escuela Normal

Superior, encontramos que en los estamentos de poder existía la necesidad de

responder a las reivindicaciones de los movimientos sociales contemporáneos.

Parte de la respuesta consistió en la reforma constitucional de , que trajo

consigo una reforma educativa donde se reformuló el papel del maestro dentro

de la nación. Esta reformulación se realizó en dos frentes: dándole estatus pro-

1. Entre éstos, los movimientos campesinos, indígenas y obreros, así como el movimiento estudiantil, e incluso las corrientes americanistas y nacionalistas de los intelectuales de la época.

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fesional a esta labor y planteando la preparación del docente en los términos

de la modernidad.

Proponer una educación moderna era la condición necesaria para capaci-

tar a la población colombiana para enfrentarse a los cambios producidos por la

inserción del país dentro de la economía de mercado mundial. En dos sentidos,

correspondía a las inquietudes de los gobiernos liberales. De un lado, la refor-

ma educativa era la alternativa que prepararía el terreno y la mano de obra para

la modernización nacional y, de otro lado, era el resultado de las percepciones

sobre la idiosincrasia del pueblo colombiano, tan debatida en la década de

con la idea de “mejorar la raza”.

En un marco más amplio, podríamos decir que estas inquietudes traen

consigo dos expresiones de modernidad: la capacitación para la tecnifi cación

—en el plano de lo público— y la higiene —en el plano privado—. En ambos

casos, lo que se estaba proponiendo era la transformación del “mestizo” colom-

biano en un ciudadano civilizado, capaz de desenvolverse —en la justa medi-

da— dentro de un país moderno. Y el actor principal de tal transformación era

el maestro, en su doble papel de investigador y docente.

Así pues, el maestro formado en la Escuela Normal Superior debía de-

sempeñarse no solamente como transmisor de conocimientos, sino que debía

elaborarlos y sistematizarlos él mismo: “... el maestro habría de ser el gran ojo

social [...] Así el maestro es pensado como una conciencia sensible, la concien-

cia producto de la ciencia experimental (aplicada), de los movimientos de la

vida y de las expresiones sociales” (Quiceno, : ). De ahí la estructura de

la Escuela Normal Superior: no solamente fue pensada como una entidad aca-

démica, sino como un centro investigativo que poseía biblioteca, laboratorios,

escuelas de prácticas e incluso institutos de investigación donde todo lo apren-

dido debía aplicarse al análisis de la realidad nacional.

Incluso los programas de estudios contemplaban tales necesidades, y los

enfoques de los maestros extranjeros contribuyeron a pulimentar la formación

de los docentes-investigadores. No solamente se ejercitaba el método científi co,

sino que se trabajaba con enfoques novedosos, todo ello a través de estudios

que se iniciaban en la bibliografía, pasaban por el terreno mismo y fi nalizaban

en los debates del curso. Precisamente, ésta fue la metodología que aplicaron

los estudiantes del Instituto Etnológico Nacional.

En el curso de geografía, por ejemplo, el profesor Ernesto Guhl introdujo

una noción de región que integraba los procesos socioeconómicos y las carac-

terísticas geográfi cas y ambientales del país. El posterior uso de este concepto y

sus desarrollos en el campo de la antropología están ejemplifi cados de manera

diversa en trabajos como los de Virginia Gutiérrez de Pineda, Roberto Pineda

Giraldo, Graciliano Arcila o Luis Duque Gómez.

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Tenemos entonces un aparato educativo que, además de enseñar profe-

sores, preparaba investigadores en etnología, pero cuya visión del país se en-

contraba permeada por los debates del momento. En primer lugar, la herencia

“tolerante” de los intelectuales de principios del siglo xx propició el desarro-

llo de una visión crítica sobre los fenómenos sociales, distante de anteriores

aproximaciones, de corte partidista. En segundo lugar, este aparato se encon-

traba inmerso en una dinámica mucho más amplia de modernización del país,

no solamente en el sentido ya expuesto de capacitación, sino en el de construir

un Estado-nación moderno.

Precisamente en este aspecto, tanto la etnología planteada por Paul Rivet

como la antropología aplicada promulgada por Gregorio Hernández de Alba

pueden entenderse como dos propuestas modernizantes construidas desde la

antropología, cuyos elementos, replanteados en el ámbito de la Escuela Normal

Superior, participan de las preocupaciones sobre la raza y la identidad nacional

que ya estaban siendo planteadas por los gobiernos liberales en términos de

civilizar (modernizar) al país.

En este contexto, la Escuela Normal Superior se constituyó en un espacio

de formación de maestros con una sólida formación como investigadores so-

ciales, con el objetivo de hacer de ellos los “soldados de la nación”, y al mismo

tiempo, ojos avizores para recabar información variada sobre las característi-

cas socioculturales de los habitantes del país y, al mismo tiempo, reproductores

de la ideología estatal. Sin embargo, educar ha resultado a lo largo de la historia

un acto casi subversivo, en cuanto genera visiones críticas sobre la sociedad.

Éste será un factor esencial para la confi guración de la disciplina antropológica

en todos los ámbitos donde se establecerá.

Tenemos, entonces, que la Escuela Normal Superior se encontraba in-

mersa en un plan más amplio de renovación, ya no solamente en el ámbito

tributario o político, sino cultural. Este proceso de cambio quizá no era tan

consciente como parece. Si nos devolvemos a mirar el entorno intelectual del

momento, podremos rastrear dos aspectos principales: ) la existencia de mo-

vimientos americanistas y nacionalistas en el continente, y su desarrollo den-

tro del país, ligado a luchas obreras y campesinas; y ) dos confrontaciones

de tipo intelectual: Los Nuevos y Bachué versus Centenario, que es también

Europa versus América.

2. Entre los institutos anexos dedicados a la investigación tenemos, además del Etnológico, el Instituto de Psi-cología Experimental y el Instituto Caro y Cuervo.

3. Entre los diversos grupos que emergieron durante el primer tercio del siglo xx en el campo cultural colom-biano, los centenristas se caracterizaron por su tendecia pro-hispanista y europeizante, con actitudes políticas mesuradas y partidarios del estableciemiento de las libertades burgesas. Aunque de espíritu nacionalista, el centenarismo realmente vio a la generación siguiente, la de Los Nuevos, ciristalizar los ideales de progreso que ambos deseaban, pero esta vez con las banderas de un nuevo orden mundial de corte modernizante, aunque sí

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Otro tema fundamental para la época, y que luego habrá de determinar

la concepción de la nacionalidad colombiana, fue la resonancia de los debates

realizados en el Teatro Municipal alrededor de la raza, los cuales oscilaban

entre la defensa a ultranza de lo indígena y su —mayoritaria— asociación con

lo primitivo. Estas discusiones llegaron hasta el punto de plantear la “mejora

de la raza”, aunque no impulsaron una política ofi cial de migración, tal vez por

miedo a que ésta abriese las mentalidades del país.

Lo que sí quedó sembrado en la mentalidad colombiana fue la asociación

de lo indígena con lo subdesarrollado. Sólo tras la Constitución de , los

miembros de los pueblos indígenas serán reconocidos como parte de la nación

colombiana y considerados como seres autónomos, cuyas capacidades son tan

válidas como las blancas y mestizas. Ésto, claro está, sólo en el papel. Esta an-

tigua defensa de lo indio puede relacionarse con los posteriores movimientos

indigenistas de la antropología posterior a la mitad del siglo xx.

Junto al debate sobre la raza se presentaban otras tensiones. La chicha,

bebida ancestral, perdía terreno y mercados frente a la importada cerveza, en-

tre otros, gracias al argumento de la higiene. Precisamente, la limpieza —de

cuerpo y alma— era la otra cara de la misma moneda: como lo ha explicado

Zandra Pedraza (), entre otros, el dominio sobre el cuerpo, frecuentemente

a través del discurso higienista, fue otra de las puertas de entrada de parte de la

sociedad colombiana a la modernidad.

Estos tópicos participaron también en la consolidación del pensamiento

antropológico colombiano. Como ya hemos visto, de alguna manera hereda-

ron, por así decirlo, los principios básicos del liberalismo, mas también aquellos

hacían parte de situaciones que nuevamente permearon el discurso de los an-

tropólogos. Por ejemplo, el indigenismo latinoamericano, ligado con proyectos

nacionalistas y telúricos, en Colombia fue patrimonio de intelectuales como

los de Bachué o el Instituto Indigenista Colombiano, pero no se arraigó del

mismo modo en el quehacer antropológico de varios etnólogos del Instituto,

quienes adoptaron posiciones menos beligerantes.

Esta situación devino en una dicotomía entre la variante académica de la

práctica antropológica versus la tendencia beligerante de la profesión, de la que

hablaremos más adelante. Según Roberto Pineda Camacho (), la “orienta-

ción netamente académica” en el Etnológico era tanto una manera de “defen-

der” el Instituto en medio de una coyuntura política azarosa, como una opción

compartiendo el respeto por las libertades. Más pragmáticos —fi nalmente realizaron las reformas modernizado-ras de 1936—, Los Nuevos deseaban renovar los estamentos sociales del país, y para ello renovaron la literatura de su época tanto como la política. Ambos grupos compartían su vuelta a lo indígena, matizada en el Centenario y con mayor tendencia a solidarizarse con el país entre Los Nuevos. De estos últimos surgiría el grupo Bachué, cuyo fundamento era una crítica a la psicología nostálgica de los centenaristas y al arte decorativo, proponiendo un arte indigenista sin caer en lo folcrórico.

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metodológica y de escuela. Herrera y Low () mencionan el academicismo

en la formación y el ejercicio antropológico como uno de los rasgos típicos de

la escuela francesa. En términos de Jaime Arocha, sucedió que

Rivet hizo en Colombia una réplica del relativismo cultural metropolitano, no sólo en

lo que se refi ere al particularismo histórico, sino en cuanto a la dualidad ético-política.

[...] Frente a [los problemas sociales y económicos del país], él y un buen número de

miembros del recién fundado Instituto asumieron una actitud neutral, en aras de la

objetividad científi ca (: ).

Según Milciades Chaves (), a fi nales de , a raíz de la partida de

Rivet a Francia y del nombramiento de Duque como director del Etnológico,

Hernández de Alba renuncia a la dirección del Servicio Arqueológico y se va

para el Cauca, donde funda el Instituto Etnológico de esa región y continúa con

su labor indigenista. La posición de Hernández de Alba, así como la de otros

egresados y maestros del Etnológico Nacional, apuntaba hacia un mayor com-

promiso con el problema indígena. El dilema de Hernández de Alba y otros an-

tropólogos es descrito por Milciades Chaves () en los siguientes términos:

Para el antropólogo a secas su acción es limitada, su papel es estudiar la

realidad, producir el diagnóstico, clarifi car las metas deseadas para un grupo

determinado. Pero sabe que el mecanismo de decisiones no se encuentra en

sus manos. La realidad lo empuja a desempeñar el papel de denunciador de

realidades insoportables, insufribles. Es un tanto ilusorio traducir el postulado

político de que no se trata de entender al mundo sino transformarlo; esto co-

rresponde al campo de la acción política o aquello de que es mejor transformar

la realidad para no conocerla y no el proceso de conocerla para transformarla.

En el terreno práctico, tanto el científi co social que entrega el diagnóstico de

los fenómenos estudiados, [como] su trabajo, sólo puede pasar del plantea-

miento de soluciones a los hechos prácticos si una fuerza social lo apoya o sea,

que la acción política ponga en práctica sus ideas de cómo transformar esa

realidad. [...] Cuando el investigador social es el mismo que toma como tarea

llevar a cabo el cambio social por él deseado, la tarea es tan difícil, tan enmara-

ñada, que las dos tareas se resienten de inefi ciencia (Chaves, : ).

Quedaron planteadas, de un lado, la antropología de posición “beligeran-

te”, que encuentra en el “orden social” la causa del problema indígena y opta por

una “acción indigenista [que] debe buscar el cambio radical de la estructura

agraria y política del país” (Pineda, citado por Uribe Tobón, : ). Por otro,

una concepción de la antropología que “circunscribe su acción a lo meramente

científi co, académico; se empotra en una concepción culturalista de la socie-

dad; queda constreñida en una visión burguesa del cambio cultural” (Pineda,

citado por Uribe Tobón, : ).

Otro aspecto del dilema entre el ejercicio académico de la antropología

y su práctica es el de sus infl uencias. Tanto los enfoques tomados de México

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como los aportes de las teorías anglosajonas sobre el “cambio cultural” per-

mearon el trabajo del Instituto Indigenista Colombiano. El antropólogo Her-

nán Henao plantea que

el indigenismo en América Latina es el producto regional de lo que se teorizó y practicó

en Inglaterra y Estados Unidos —principalmente— con el nombre de “Aculturación” o

“cambio cultural” (Cfr. la obra de Redfi eld, Herskovits, Linton y Malinowski). El indige-

nismo hace referencia al problema del contacto y el cambio, en la perspectiva de los

gru pos “aborígenes americanos”. Se corresponde con lo que fue el enfrentamiento

de los países colonialistas europeos y norteamericanos con los aborígenes africanos,

asiáticos, australianos y norteamericanos (Henao, : ).

Dentro de este ámbito y con el terreno preparado por los sucesos ya

descritos, surge un grupo de pensadores identifi cados con estas inquietudes.

El círculo indigenista se hallaba conformado por egresados y maestros de la

Normal, además de otros intelectuales del momento. Era interdisciplinario y

“pretendía estudiar al indígena colombiano con la fi nalidad de recuperar su

identidad cultural y combatir las teorías deterministas sobre la degeneración

de la raza” (Herrera y Low, : ), además de defender la conservación de

los resguardos, hacer conocer y comprender la situación de los indígenas por

medio de la denuncia.

Aunque los líderes del movimiento indigenista fueron Hernández de

Alba y Antonio García, sus posiciones tuvieron ciertas diferencias. La posición

más cercana al academicismo con la que Hernández se identifi cara al principio

fue modifi cándose paulatinamente, debido a sus contactos con miembros del

Partido Comunista Colombiano, las lecturas de Mariátegui y la antropología

estadounidense, hasta desembocar en una posición “más comprometida con la

causa indígena pero también mucho más aplicada”. Mientras tanto, para Gar-

cía, el indigenismo estaba enmarcado en lo regional, y dentro de problemas

sociales más amplios y complejos (Chaves, ; Rueda E., b).

Precisamente, asuntos relacionados con la economía de mercado, como

la explotación de la mano de obra indígena, la propiedad comunal de la tierra

y las relaciones de las comunidades con el Estado, ocuparon gran parte de los

análisis de García. De ahí que la solución a la cuestión indígena tienda a un

integracionismo, en el que “la comunidad indígena deberá transformarse en

cooperativa integral” para sobrevivir. En este sentido, diseñó tres puntos para

una política indigenista del Estado:

) Racionalización, ) Integración nacional, ) Protección activa. El primero

consiste en introducir nuevas tecnologías y en integrar al indígena a las modernas

condiciones del mercado; el segundo aspecto comprende las medidas de orden po-

lítico y docente para la incorporación del indio a la vida nacional, sin arrasar sus

características ni desprenderse de su tradición comunal; el tercer punto se refi ere

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a disposiciones conducentes a la provisión de crédito (en instrumental y especies

agrícolas) con un absoluto carácter de servicio social (García, citado por Pineda Ca-

macho, : ).

Juan Friede, quien se desempeñara principalmente como etnohistoriador

en el macizo andino, a través de su punto de vista integracionista, deja entrever

la profundidad de la contradicción entre la actitud científi ca y el compromiso:

escribe sobre la diversidad de lo indio frente a la sociedad, señala sus elemen-

tos positivos y se cuestiona sobre “cómo incorporar al indio a la sociedad, sin

destruirlo”. En sus estudios destaca el sempiterno interés presente en las leyes

españolas de conservar y proteger al indio, situación que contribuye a la forma-

ción del pueblo mestizo (Chaves, ; Henao, ).

De un lado, Gerardo Cabrera Moreno se dedica a analizar la legislación

de los resguardos y el conocimiento sistemático de sus comunidades. Luis Du-

que Gómez, mientras tanto, debe retirarse del Instituto al ser nombrado direc-

tor del Etnológico. Por ser empleado ofi cial, debe dejar de lado sus trabajos de

denuncia y análisis de la situación indígena.

A despecho del integracionismo que caracterizó el indigenismo del Ins-

tituto, era evidente que las conclusiones emitidas por los indigenistas cues-

tionaban la base misma del aparato estatal y la estructura social del país. No

es de extrañar, entonces, que después de se acallara la labor indigenista.

Roberto Pineda Camacho () cita una entrevista a Blanca de Molina, donde

ella afi rma que “los antropólogos no podían hacer investigaciones en el campo,

la mayoría se dedicó a trabajar en las ofi cinas... Muchos trabajos no se publican

porque se consideran subversivos y se cree que no compaginan con la política

ofi cial...” (Pineda Camacho, : ).

La posición del Instituto Indigenista Colombiano contenía una actitud

diferente del indigenismo anterior, puesto que los trabajos e investigaciones

fruto del Etnológico le dieron a la “cuestión indígena” un aspecto diferente,

insertando su problemática dentro de la sociedad nacional y, en parte, como

fruto de ella, además de aportar metodologías y teorías para analizar con un

enfoque científi co estos asuntos:

En este nuevo enfoque infl uyeron los avances de la etnología en torno al cono-

cimiento del mundo indígena y el movimiento indigenista gestado por algunos nú-

cleos intelectuales de América Latina que valoraban las culturas indígenas como

elementos que integraban las distintas nacionalidades latinoamericanas. [...] [en el

caso colombiano] el ambiente institucional creado en la Normal ayudó a formar una

conciencia en torno a la cultura nacional y a la valoración de los grupos étnicos indí-

genas que constituían parte de dicha nacionalidad, a través de monografías, descu-

brimientos arqueológicos, etc. (Herrera y Low, : ).

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El panorama social colombiano estaba totalmente transformado. Con el

ascenso al poder del conservatismo, el proyecto liberal fue abortado, la Nor-

mal Superior eliminada y el Instituto Etnológico modifi cado, y sus egresados

se dispersaron, con algunas excepciones. A este respecto, resulta clarifi cador el

siguiente pasaje de Jaime Arocha:

Hubo, sin embargo, investigaciones etnológicas y arqueológicas que no se detu-

vieron. Buena parte de estas expediciones se llevaron a cabo en áreas donde los efec-

tos de la violencia fueron tenues, como en la llanura caribe, el litoral pacífi co y las

selvas tropicales del Vaupés. También continuaron viniendo antropólogos de otros

países, a cuyos proyectos se asociaron colombianos que pudieron seguir investigando.

También se dio el caso de antropólogos que lograron maniobrar dentro del laberinto

político y mantener posiciones que, si bien se tradujeron en estrechez económica, les

permitieron seguir saliendo a terreno. Tal fue el caso de Segundo Bernal (: ).

Otros investigadores que continuaron trabajando fueron Alicia y Gerar-

do Reichel, a pesar de que los ensayos que realizaron podían considerarse sub-

versivos, puesto que contraponían una etnia tairona sagaz y vital a la imagen

ofi cial del indígena pasivo. La publicación de La conquista de los tairona y

Contactos y cambios culturales en la Sierra Nevada de Santa Marta data de

esa época. Esto se explica por

el carácter netamente académico de estas publicaciones [...] Los ensayos que aquí se

comentan van dirigidos a un lector que puede comprender el origen, la naturaleza

y función del clásico método comparativo que a fi nales del siglo xix le dio su espe-

cifi cidad a la antropología. Un lego no puede descifrar los contrastes entre los datos

arqueológicos y etnohistóricos o entre éstos y los etnográfi cos recogidos a fi nales del

decenio de [...] Su impacto, pues, debió limitarse a un reducido número de ex-

pertos. [...] otra respuesta podría hallarse en la prominencia del relativismo cultural,

más característico de su estudio etnográfi co sobre los coguis (, ) que de su

etnohistoria tairona. La publicación sobre la cultura cogui reitera un mensaje incom-

patible con la ideología conservadora de la época: una sociedad puede desarrollar

una intrincada red de relaciones sociales, amén de complejos sistemas científi cos-

fi losófi cos, y elaborados conceptos teológicos y morales, no sólo sin apoyarse en la

cultura hispano-cristiana, sino más bien rechazándola (Arocha, : -).

En el otro extremo, los antropólogos se exiliaban ante la imposibilidad de

ejercer su profesión. Tal como lo afi rma Milciades Chaves,

no nos dejaron ser antropólogos. Estábamos en el dintel de comenzar a dar, y en

ese momento nos truncaron. Nos echaron. [...] teníamos un interés muy grande en

ser antropólogos. Tomamos con verdadera pasión la antropología. Pero ser liberal

—porque ninguno era marxista— lo hacía imposible (Chaves, citado por Arocha y

Friedemann, : ).

El período siguiente en las relaciones entre antropología y política ha sido

denominado por Jaime Arocha (; Arocha y Friedemann, ) como de

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“atomización”, puesto que las investigaciones realizadas por los miembros del

Instituto no correspondían a la política ofi cial que destacaba la cultura hispana

y católica propagada por Laureano Gómez. Con la persecución desatada, los

investigadores del Instituto se dispersaron, siendo expulsados del país con la

acusación de comunismo; se cerró el Etnológico del Cauca y el gobierno dividió

la Escuela Normal Superior (Arocha, ). Mientras tanto, Segundo Bernal,

Rogerio Velázquez, Marcos Fulop, Gerardo y Alicia Reichel, continuaron con

las investigaciones antropológicas en Colombia (Arocha y Friedemann, ;

Arocha, ).

Después de este período, varios de los egresados del Instituto entraron a

formar parte del cuerpo de investigadores y docentes de la Facultad de Socio-

logía de la Universidad Nacional, donde desarrollaron investigaciones de corte

urbano y campesino, ligadas al trabajo dentro de proyectos y programas gu-

bernamentales. Se abre allí otra etapa de las relaciones entre la antropología y

el Estado.

En su trabajo de grado, Andrés Barragán () describe con detalle el

proceso de creación del Departamento de Antropología en la Universidad de

los Andes, y reseña allí las diversas implicaciones que surgieron a partir de dar-

le cabida en esta universidad al proyecto antropológico, por naturaleza crítico

de los valores propios de cualquier sociedad dominante.

Nacida bajo los principios de no confesionalidad religiosa, autonomía de

cátedra y neutralidad política, la Universidad de los Andes se desarrolló como

un espacio alternativo y liberal frente a las presiones sociales de la época. No es

éste el espacio para caracterizar la Universidad, mas resulta pertinente seña-

lar que, en alguna medida, los rasgos anglosajones asociados con la educación

uniandina hicieron ver la propuesta culturalista implícita en la “antropología

urgente” de los Reichel como la más apropiada para la Universidad, en contra-

posición, por ejemplo, a la sociología de la década de , cuya crítica social

era de ruptura (Barragán, ).

Y al revés: el auge de las posiciones críticas de izquierda, que reclamaban

cierto “compromiso social” de la ciencia, además de la aparición de diversos

cuestionamientos al orden establecido, amén de la teoría de la dependencia,

sin contar con los escándalos de la disciplina antropológica misma —como

el proyecto Camelot—, y las diferencias internas en el manejo de las ciencias

4. Hacia 1965 se descubrió con escándalo en Chile que el departamento de defensa de Estads Unidos iniciaba un proyecto de investigación social, llamado Proyecto Camelot, con el objetivo de estudiar, para neutralizar, las causas del descontecto social que pudieran provocar insurrecciones armadas. Además de éste, se supo de proyectos similares en Argentina, Bolivia, Brasil, Canadá, Colombia, Guatemala, México, Paraguay, Perú y Tailandia, entre otros. Como consecuencia del revuelo, la Asociación Colombiana de Antropología impidió que los proyectos fi nalmete se realizaran, y en 1976 emitió una declaración ofi cial sobre la ética en el ejercicio de la disciplina.

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19 8

sociales dentro de la Universidad (Barragán, ), contribuyeron en conjunto

al surgimiento de un grupo estudiantil que impulsó la salida de los Reichel de la

Universidad y la consolidación de un perfi l diferente para el Departamento.

Sin embargo, la tradición científi ca colombiana se ha edifi cado en un pro-

ceso acumulativo que, como plantea Diana Obregón (), tiende a identifi -

carse con los trabajos precedentes, justifi cando y legitimando su tarea a partir

de los “gérmenes” de determinada disciplina en el pasado. Pero el camino de

estas acumulaciones no es recto, ni siempre el mismo.

Podríamos decir, por ejemplo, que el excesivo énfasis que se ha hecho

—en una determinada época— en el estudio de los grupos indígenas en nues-

tro país —y la consiguiente invisibilización de otras gentes y otros temas—, se

encuentra ligado con las inquietudes de principios de siglo sobre la “cuestión

indígena”, preocupación que hacía parte del afán de integrar a estos grupos

dentro de la sociedad nacional y de mercado.

Incluso, podríamos aventurar que la aparente indiferencia de los antro-

pólogos —en algunos momentos, aunque no todos— a involucrarse en otra

clase de estudios puede relacionarse con la represión política desatada después

de la “República Liberal” o con la desesperanza política de ésta, nuestra época.

En todo caso, nuestros motivos para ser y hacer antropología, como sea que se

haga, también están ligados a un pasado que no podemos desconocer, porque

puede iluminar nuestro trabajo de hoy.

Sería interesante pensar en cuáles son las huellas de esa antropología y de

la situación política y socioeconómica que subsisten en el quehacer antropoló-

gico actual. Mas eso implica hacer otra historia. Mientras tanto, podemos decir

que el devenir de la antropología, y, especialmente, sus rasgos característicos

como estilo nacional, se encuentran ligados a un programa político con el cual

se complementó perfectamente. Pero también tenemos que afi rmar que la an-

tropología ha tenido que ajustarse al cambio de poder a lo largo de su historia.

No tenemos, es cierto, muchos estudios que revelen los sinuosos caminos del

poder dentro del laberinto de las ciencias en Colombia. Sin embargo, podemos

comenzar a decir adiós a la inocencia.�

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2 0 6

Carátula:

Boxeadores

Cuzco, .

Páginas y :

Calle Loreto

Cuzco, .

Páginas y :

Ceremonia de velas en la iglesia de Ayaviri

Puno, .

Página :

Campesinos en el lago Titicaca

Puno, .

Página :

Torera

Cuzco, .

Páginas y :

Equipo de baloncesto femenino

Cuzco, .

Páginas y :

El muro de las cinco ventanas en Wiñay Wayna

.

F o t o g r a f í a s M a r t í n C h a m b i

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ANTIPODAí n d i c e ANTIPODARevista de antRopología y aRqueología | univeRsidad de los andes | n° 8 eneRo-junio 2009 | issn 1900-5407

nÚMERO 8EnERO - juniO

2009issn

1900-5407

lugaR y memoRia

8

8

http://antipoda.uniandes.edu.co / páginas 1-219 / pvp $ 24.000 / us $ 15.00

P r e s e n t a c i ó nLugar y memoria

Claudia Ste iner y Margarita Serje · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 7

M e r i d i a n o s . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1 0Reconfigurar la cultura

Paul Stoller · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 12

P a r a l e l o s . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 3 2Paseo de olla. etnografía mínima de una práctica social en el Parque Nacional Enrique Olaya Herrera

Óscar Iván Salazar · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 35

La construcción del patrimonio como lugar: un estudio de caso en Bogotá

María Clara Van der Hammen,Thierry Lulle y Dolly Crist ina Palac io · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 61

La ‘Mejor Esquina de Suramérica’: aproximaciones etnográficas a la protección de la vida en Urabá

Juan Ricardo Aparic io · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 87

Construcción de territorios: percepciones del espacio e interacción indígena y colonial en el Chaco austral hasta mediados del siglo XVIII

Carina Luca iol i · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 1 17

P a n o r á m i c a s . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1 4 1Paisaje sociopolítico y beligerancia en el valle de Hualfín (Catamarca, Argentina)

Federico Wynveldt y Bárbara Balesta · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 143

Paisajes del desarrollo: la ecología de las tecnologías andinas

Alexander Herrera y Mauriz io Al i · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 169

R e s e ñ a s . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1 9 5“Rio Abajo” una exposición de Erika Diettes

Silv ia Monroy Álvarez · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 197

Counting the Dead: the Culture and Politics of Human Rights Activism in Colombia Winifred Tate

David Stemper · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 201

8

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