Amores Viejos. Relatos de Xochimilco. Presentación de Arturo Texcahua.

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AMORES VIEJOS RELATOS DE XOCHIMILCO

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AMORES VIEJOS

RELATOS DE XOCHIMILCO

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AMORES VIEJOS RELATOS DE

XOCHIMILCO

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AMORES VIEJOS RELATOS DE

XOCHIMILCO

Secretaría de Cultura Gobierno del Distrito Federal

Programa de Colectivos Comunitarios México, D.F., 2010

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Primera edición: 2010 DR© 2010, Gobierno de Distrito Federal

Secretaría de Cultura Programa de Colectivos Comunitarios

Este libro es de carácter público, no es patrocinado ni promovido por partido

político alguno y sus recursos provienen de los impuestos que pagan los contri-buyentes. Está prohibido su uso con fines políticos, electorales, de lucro u otros

distintos a los establecidos.

Prohibida su reproducción por cualquier medio; el incumplimiento será sancio-nado de acuerdo con la ley aplicable y ante la autoridad competente.

Distribución gratuita, prohibida su venta.

Impreso y hecho en México

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H ablar de memoria nos acerca a las relaciones entre lo que uno recuerda y lo que uno elige olvidar, entre lo que registra la historia oficial y lo que subsiste en el

recuerdo colectivo, entre un suceso y cómo trasciende. Hablar de memoria nos conduce por nuevos senderos, con suficiente tela que cortar. Este es el caso de los recuerdos que del amor uno guarda. Una historia romántica tiene mucho que revelar, contiene anécdotas alegres y tristes —y también momentos in-cómodos— que dejan valiosos testimonios de las relaciones so-ciales e ideológicas, de temas de género y, por tanto, de poder.

Este libro reúne relatos de amor de personas de Xochi-milco, algunos de los muchos posibles que todos los días prota-gonizamos los seres humanos y que nos dan felicidad y pena, sosiego y angustia. Son, en apariencia, simples relatos de amor, pero significan más para sus protagonistas, pues marcaron su vida, la transformaron, la aderezaron o le dieron sentido. Tam-bién hablan de un Xochimilco que existió, que ellos recorrieron y que sirvió de marco, de escenario, para todas estas historias; un Xochimilco más verde, líquido y solitario; una región de chi-nampas, de ojos de agua y canales. Destacan tradiciones y cos-tumbres. Son registros de una vida cotidiana que la mayoría de las veces, por la fuerza de los sucesos presentes en una ciudad

PRESENTACIÓN

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compleja y diversa, se diluye entre prisas, trabajos y sueños. De la mano de acontecimientos y posturas, lo mismo muestran el carácter de un pueblo y su moral, como evidencian la fuerza de sus habitantes, el temple que los ha hecho cuna de tradiciones, el rincón de laboriosos empeños.

En el colectivo literario Trajín decidimos acercarnos a los adultos mayores. Visitamos uno de los lugares donde ellos socializan: los clubes de la tercera edad. Cuando conocieron el proyecto les pareció interesante y lo apoyaron, pero fue distin-to cuando llegó la hora de contar. Resulta curiosa la actitud de los interpelados sobre sus historias de amor. Unos consideran que éstos son asuntos privados que no hay que ventilar. Para otros son historias odiosas que ya no quieren recordar. Para al-gunos representan un recuerdo doloroso, porque la pareja, el compañero al que tanto amaron, se ha ido. Otros se abren a la primera y cuenta y cuentan sin ningún empacho. Tienen ganas de hablar, quieren develar sus historias personales, compartir-las, se enorgullecen de ellas.

Son muchas las historias que podrían incluirse en este libro. Cada vez son más las personas que rebasan los sesenta años de edad. De éstas, un gran número sigue trabajando; unos, ciertamente, porque no aseguraron una pensión, otros por puro gusto y porque saben que aún tienen mucho que compartir. En el aspecto social y cultural también la comuni-dad está comprometida con ellos. Es decir, nuestra reponsabili-dad no se reduce a los renglones usuales de la atención médica y el apoyo económico. Debemos darles el mismo trato que no-sotros esperamos en el futuro.

En la mayoría de los casos —y salvo que se aclare lo contrario—, los textos incluidos son versiones, más o menos libres, realizadas por escritores del sureste de la ciudad, de lo narrado por sus protagonistas. Tienen un dejo de pasado, algo de nostalgia, cierto sabor añejo, son amores de otros tiempos, son amores viejos, son relatos de Xochimilco.

Arturo Texcahua

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S us ojos se engarzaron al pasado como dos ligas que se es-tiran en el tiempo. Cleta Galicia Serralde, a unos días de haber cumplido los ciento diez años, recuerda la historia

de amor con Sixto Romualdo, una historia sin azares ni baños de arroz ni voces que vitorearan a los novios, un amor que na-vegó en trajinera desde San Gregorio Atlapulco a Jamaica, una historia que nace en las entrañas de un pueblo que fue testigo de que “nunca me maltrató, ni a mis hijos, nunca me levantó la mano”.

Doña Cleta, danzante azteca y la más longeva de Xochi-milco y quizá del DF, se encuentra en su pequeño patio en el cerro de San Juan, sentada en una silla junto a un gran comal donde su hija y nieta hacen tlacoyos y tortillas para vender. Una lona protege el cuerpo frágil de Cleta quien habla de un San Gregorio Atlapulco que ya es ajeno, que ya es pasado.

Un San Gregorio que sólo habita en la memoria de an-cianos que casi anónimos caminan entre el tráfico vehicular que se forma en sus estrechas calles, trenzas blancas que se confunden en el ir y venir de un pueblo que se ha dejado se-ducir, poco a poco, por el modernismo y sus aparatos, pero que guarda celoso entre sus ancestrales piedras y en la intimi-dad de las familias su esencia nahuatlaca, el don de las manos

Y SI VIVO CIEN AÑOS… CIEN AÑOS PIENSO EN TI Cleta Galicia

Versión de Julio de la Peña Cuic

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para hacer del maíz tortilla, para hacer crecer las plantas, el don de la palabra para saber vender el producto de la tierra.

De aquel pueblo originario donde todos se conocían y saludaban sólo quedan algunas construcciones, la Iglesia y su puerta lateral tallada en madera. Cleta cuenta que la mayoría de las casas eran de madera, petate y chinami, sólo algunas, las de los ricos eran de piedra. Eran tiempos de Porfirio Díaz y de revolución, el polvo era parte intrínseca del paisaje. Los caba-llos se amarraban afuera de las casas, había pulquerías y expen-dios de vino, ese bosque semiacuático de ahuejotes y calles pol-vosas se encontraban muy lejanos al esplendor que se esmeró en dar a la ciudad el dictador. Allí el amor surge entre el barro amasado de la chinampa donde conoció a Sixto Romualdo, campesino gallardo de manos duras que sabían trabajar la tierra pero también acariciar a la mujer morena.

Capitana de hombres. El tiempo decoró su rostro con las características mar-

cas que surcan la piel, pero en el caso de Cleta le dan un aire de cierta majestad y don de mando. Inspira respeto. Ella es capita-na de hombres y mujeres, desde hace un siglo comanda al gru-po de danzantes aztecas que han recorrido el país. Dos de sus nietos escuchan alrededor la charla. Nos miran, se interesan por el relato y mientras escuchan observan la masa cocerse en el comal.

Recuerda que su esposo siempre la acompañó a los si-tios donde acudían a danzar, actividad por la que nunca le han pagado y sólo le ofrecen alojamiento y comida. Así el amor de su esposo la llevó a vivir entre penachos y cascabeles, siempre errantes pero siempre regresando al origen de todo a San Gre-gorio Atlapulco, pueblo enclavado en la unión de la chinampa y el cerro xochimilca.

Los motivos del amor. Su boca no sabe de otros labios que no fueran los de

Sixto. Cleta nunca besó otra boca, que la de aquel indio que la

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esperaba en la vereda, que la miró, que la deseó, que la amó antes de tenerla. Ella lo cuenta así:

“Me esperaba en el camino, un día se me acercó y me dijo que quería llevarme con él, yo le dije que no, me daba pe-na, y mi papá me regañaba, pero ahí siempre estaba, un día se me acercó y me dijo que era huérfano y que ya no quería sufrir, a mí eso me dio mucha tristeza, que fuera huérfano, y le dije que sí, y me esperaba, hasta que un día me dijo que no tuviera miedo, que nos fuéramos porque éramos pobres y no teníamos para boda.

“Y avergoncé a mi papá, me fui con él, me llevó con un primo allá por Jamaica, me llevó en una trajinera por todo el canal que antes había. Le dijo a su primo que nos dejara vivir en su casa, que traía a su novia y el primo dijo que sí y acondi-cionamos un cuartito y allí fui su mujer, mi papá nos buscó, de-cía mi hija es una chinita de cabello largo y morenita… Tiempo después supo dónde estábamos y nos mandó traer junto a mi mamá Julianita Serralde”.

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Cleta Galicia

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El aire frío pega sobre el cerro y mueve un poco los ca-bellos ya escasos pero largos de la anciana, eso parece avivar los recuerdos: “Primero unas tías de Sixto me trataron muy mal, ellas querían una gente de razón para él, y yo era una chincue-tita, así me vestía con mi chincuete de manta y no sabía leer porque me salí de la escuela porque la maestra Guillermina González me pegó y me hizo llorar y mi papá le reclamó y ella le dijo que ahí no quería indisciplina, que si no aguantaba que me fuera y no volví más a la escuela, ellas no me querían y me hacían trabajar mucho y luego me fueron a entregar a mi casa y Sixto les dijo que se quedaba conmigo, que se fueran, ya luego compramos un pedacito, acá hicimos nuestra casita de tapetes y piedras”.

“Después mi papá, que se llamaba Feliciano Galicia, nos llevó a casarnos por la Iglesia, porque por las leyes no quise, esa no existe para mí, para mí sólo existe la ley de Dios. Ya tenía-mos hijos, ahí fuimos...” Recuerda cuando recibió la bendición del padre teniendo como testigo la imagen siempre venerada de San Gregorio Magno. No hubo invitados ni festejo, no se usaba el vestido blanco, ni arroz sobre sus cabezas ni azares ca-yendo sobre sus hombros, eso sólo era cosa de unos cuantos ricos, pero sí el amor de un hombre que la quiso hasta su muerte hace casi 45 años. “En ese tiempo se usaba pedir presta-do una blusa bonita y una corona de pan para casarse, mi papá era panadero y me dijo que me haría una, pero no la quise, me daba pena, siempre me daba todo pena porque no era gente de razón”.

Cleta y Sixto Romualdo tuvieron once hijos, sólo tres vivieron: Susana, Julia y Rosa, ésta última de sesenta y cuatro años y quien a la muerte de su padre hace más de cuatro déca-das se convirtió en su inseparable compañera. La lista de nie-tos, bisnietos y tataranietos de Cleta es extensa.

El amor. De los labios partidos como naranja reseca surge el se-

creto que sale con voz queda, como temiendo que alguien más

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la escuche, y se convierte en cuchicheo cuando habla de Sixto. Nunca le pegó, ni siquiera la empujó dice haciendo el ademán con sus manos, eso sí, le gustaba el trago, “yo le dije un día que ya no iba a comprar más vino, que iba a decir la gente que tomábamos mucho. Pulque sí. Pero él siempre tomó”.

Y así, en recuerdos y sueños, la anciana hace un espacio

al pasado. No hay lágrimas porque ya las hubo, no hay suspiros porque ya se han acabado, sobre sus ojos un velo blanco impide ver con claridad, pero de charla coherente y animosa, la capita-na recuerda con cariño y respeto al que fuera su compañero de pobrezas, alegrías y viajes hasta que un día el cuerpo maltrecho por la bebida no resistió más y se adelantó en el viaje final, adonde un día se reunirán. En San Gregorio Atlapulco, una mu-jer de blanca cabellera alza la vista al cielo en lo que parece una plegaria que se pierde entre la ráfaga de viento que atraviesa la mañana.

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Cleta Galicia y Julio de la Peña Cuic

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Esa mañana abierta, con la vista de volcanes que se en-cuentran llenos de nieve y que desde San Gregorio se aprecian bellos, desde este pueblo donde el amor salta los siglos, porque en una pequeña casa una anciana sueña con un viaje en trajinera junto a su amado, huyendo de las reglas, acercándose al amor, flotando en el agua, meciendo los recuerdos.

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E n las últimas noches del mes de septiembre, a la luz de la luna, cuando la caña que ha dejado el maíz se refresca con el roció, César corta rastrojo. “Así es más fácil cor-

tarlo porque no se desmorona”. Con esto demuestra que sabe la forma de trabajar en

una chinampa. Jamás hubiera aprendido esto si una serie de circunstan-

cias que le sucedieron no hubieran cambiado radicalmente su vida. Tenía entre ocho o nueve años, ya no lo recuerda. Su mamá fue operada de un tumor y su papá, policía auxiliar de la Ciudad de México, fue atropellado por un tranvía. En el Bos-que de Nativitas, quemaron a su tío cuando andaba tomando. Mientras la confusión se apoderaba de todos, César enfermó y sin nadie que lo atendiera quedó sordo después de una fuerte hemorragia en los oídos.

“Ya no hubo opción de estudiar, no por el dinero si no por la audición”.

Su mamá le enseñó a trabajar en las chinampas. Antes del amanecer, salían a cortar pastura para alimentar a la única vaca que tenían. La familia casi había perdido todo su patrimo-nio y tuvieron que empezar desde abajo. Sembraban “a medias”, mitad para el dueño del terreno y mitad para ellos. Fueron años

LA RESPONSABILIDAD DEL AMOR César Peralta

Versión de Salvador Flores

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duros, pero cada día se veía recompensado el trabajo. El ganado aumentaba y la siembra se hizo después en terrenos de empe-ño, de esta manera la cosecha fue sólo para ellos. César, aún siendo un niño de doce años, mostraba su capacidad de lideraz-go. Él se hacía cargo de todo, la siembra, los animales, los peo-nes y, sobre todo, de su familia.

“Nunca me pregunté ¿qué voy a hacer? Yo ya sabía lo que tenía que hacer”.

Todas las mañanas recorría los canales en su canoa, que se deslizaba suavemente por el agua cristalina. Antes de que el sol comenzara a salir, él llegaba a su destino con la carga de pastura y un bote lleno de ranas y pescados.

“Comíamos más rana que pollo, era muy rica, ¿o sería que el hambre era buena?”

En su niñez conoció el manantial de San Jerónimo, don-de se pescaba el pez blanco (trucha). En el de San Juan Manan-tiales había carpas rojas, blancas, azules y rojas. En el del Bos-que de Nativitas había un raro manantial de agua morena, don-de las carpas cafés nadaban libremente mientras las jóvenes ta-llaban enérgicamente la ropa en los lavaderos que estaban a un lado del ojo de agua.

El tranvía, con un ruido estruendoso, anunciaba que es-taba a punto de llegar al bosque; allí descendían todos aquellos que querían pasar un día de campo en Xochimilco. Doña Gon-zala (su futura suegra) y sus hijas aprovechaban para venderles refrescos.

El ambiente estaba cargado de festividad. En los restau-rantes había lugar para todos y la música que de ellos provenía invitaba a bailar. El Manantiales, que estaba a un costado del ojo de agua, protagonizaba una guerra sin tregua con el res-taurante vecino, adornado con flores de amapola que le daban el nombre. En Las Flores, la gente del Barrio de Xaltocan en-traba para bailar y tomarse alguna cerveza. Al otro extremo del embarcadero, El Miramar acogía a todos los que querían ver pasar las canoas mientras comían. A punto de llegar la tar-de, Ángela, la hija mayor de Doña Gonzala, se preparaba para

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guardar los refrescos que habían sobrado para atender las vacas de sus padres.

“A mi padre lo mataron. Por defender a su amigo le die-ron a él”.

Esta situación obligó a César a vender los animales para enviar a la cárcel al asesino de su padre, y a salir a buscar traba-jo en la ciudad. Entró a trabajar en los talleres de la Secretaría de Seguridad Publica gracias a su hermano Enrique. Su proble-ma auditivo no fue problema para desenvolverse en su trabajo. Su responsabilidad y entrega en sus labores fueron motivo para ascenderlo a cabo y ponerlo al frente de doce hombres. Actuó impulsado por un compromiso con su mamá y sus hermanos. Él fue siempre el pilar principal de la familia.

A su esposa no la conoció hasta que tuvo veintitrés años. Quizá antes se cruzó con ella sin saberlo. Tal vez un día por la mañana, cuando él avanzaba en su canoa por el canal de Santa Cruz buscando la mejor pastura, y la neblina era muy densa y el frío calaba los huesos, Ángela y sus hermanas lavaban la ropa, después de haber salido a cortar pastura para sus animales. Pero el destino no quiso que fuera de ese modo.

“La conocí en el camión cuando tenía veintitrés años, de pura vista. Pero en realidad la conozco hasta después de que me atrevo a hablarle”.

Su risa aún delata la timidez con la que seguramente le habló por primera vez. Sus ojos muestran la nostalgia que le causa recordar aquellos años, cuando él montaba su caballo y se iba al manantial para esperar a Ángela, quien, con el pretexto de ir por agua, salía de su casa con un cántaro rumbo a donde la esperaba César.

Las fiestas de los pueblos y los barrios les daban la oportunidad de salir a bailar. En enero y septiembre había baile en Nativitas y en los barrios, en la fiesta de la Asunción —que duraba tres días—, también estaban las fiestas patrias; el carna-val antes de Semana Santa en el barrio de San Cristóbal o el baile de las amapolas. Muchas veces hicieron paseos románti-cos por los canales de Xochimilco, alumbrados por la luna llena

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y siempre acompañados por el tradicional chaperón o chape-rona.

César fue bien recibido por la familia de Ángela, pero ella no corrió con la misma suerte. La familia de él no la que-ría, aunque nunca se lo dijeron sí se lo hacían notar. Esto no fue un impedimento para ellos. Se casaron. Comenzaron una nueva vida. Disfrutaron cada momento, fuera en las fiestas familiares o en cualquier otra circunstancia que pasara. Estuvieron siem-pre juntos, y así se mantuvieron durante cuarenta y cinco años.

Por decisión familiar se hicieron cargo de Esperanza, hermana menor de Ángela, quien acompañaba a su esposa cuando César se quedaba en el trabajo, a doblar turno. Fue un marido responsable con su familia y su trabajo, nunca faltó a ninguno por andar tomando o estar metido en otras cosas.

“Mi mamá nunca me permitió decir groserías —pero yo de todos modos las decía—, bueno, ¿hasta dónde llegaría yo que me reía de las palizas que me daba ella?”.

Mal hablado y con gusto por las peleas. Esos fueron los problemas que Ángela tuvo con él. Pero supo enfrentarlos, su-po cómo hacerlo sin utilizar otra cosa que el amor que él sentía por ella y sus hijos. Un día sorprendió a sus hijos insultándose con fuertes groserías.

“Ahí fue donde yo cambié, lo que tantas chingas no pu-dieron mis hijos me lo quitaron”.

Su esposa, su Gordita, como él le decía de cariño, la persona con la que decidió pasar toda su vida, murió en el año dos mil seis. En sus ojos se nota aún el amor que siente por ella y que refleja en sus nietos y sus hijos. Con gran fortaleza se le ve trascender aquella frase de “hasta que la muerte los separe”, pues él demuestra que, aunque ya no estén juntos físicamente, sí lo están en el recuerdo que guarda de ella.

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A estas mujeres el amor las sorprendió en un San Grego-rio Atlapulco empobrecido, las sorprendió en una épo-ca en que el respeto hacia la mujer impedía cualquier

contacto carnal antes del matrimonio. Es la historia de dos mu-jeres unidas por la sangre. Una cuyos recuerdos de la Revolu-ción no la abandonan y la otra evocando la indiferencia que sentía hacia las canciones de Jorge Negrete. Luz Bonilla Altami-rano de ciento seis años y Paula Ruiz Bonilla de ochenta y tres años, madre e hija, respectivamente.

La madre: Primero le cantan a uno y luego tiran la patada.

A doña Luz Bonilla sus ciento seis años no le evitan el sentido del humor y divertida, bien peinada y cubierta con su rebozo, cuenta que fue muy noviera y que tuvo tantos novios que si se le pregunta cómo se llamaba el primero ni se acuerda. Buena suerte o infortunio, Luz se casó dos veces, pero el desti-no le arrebató a sus esposos de una manera trágica.

De Pablo Ruiz Ortega, su primer marido habla poco. En sus ojos que ya están cansados de tanto que ha mirado se puede ver cómo trata de recordar algunos episodios de su vida y dice que don Pablo era originario de Tepeyahualco, Hidalgo, y que

LOS TIEMPOS DEL RESPETO. DOS HISTORIAS DE AMOR Luz Bonilla Altamirano y Paola Ruiz Bonilla

Versión de Hortensia Carrasco Santos

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cuando lo conoció él trabajaba en Xochimilco, en una panade-ría, y ella era la cocinera en una casa particular, ambos lugares de trabajo quedaban muy cerca y por ello Pablo Ruiz tuvo la oportunidad de acercarse a ella. Se casaron sólo por el civil porque él era evangelista.

Ella tenía quince años y cuenta que al principio todo era cariño y amor, pero tiempo después ese cariño se volvió algo terrible. “Primero le cantan a uno y luego tiran la patada”. Tu-vieron tres hijos, Delfina, Paula y Humberto (quien nació muerto), los cuales quedaron desamparados el día en que a don Pablo le quitaron la vida en un pleito de borrachos.

Fuimos a la Villita y allá nos retratamos. Cuando conoció a Tomás Pérez, su segundo esposo, eran

tiempos en que por San Gregorio pasaba un tren que comenza-ba su viaje a las cuatro de la mañana y concluía a las siete de la noche, venía de Tulyehualco y llegaba hasta el mercado de Ja-maica. Era un San Gregorio empobrecido, las pocas casas que había eran de zacate y tejamanil y los niños, ante la falta de una escuela, recibían la instrucción en cuartitos que los mismos po-bladores prestaban para tal fin.

Doña Luz dice que al enviudar tuvo que dedicarse a la-var ropa ajena, pues se había quedado con sus dos hijas y que todos los días se levantaba a las cinco de la mañana para apartar su lavadero, ya que antes se lavaba en los lavaderos públicos que en San Gregorio aún funcionan —como uno de los pocos vesti-gios de aquella época—, grandes piletas y lavaderos acariciados por cientos de manos de mujeres de distintas generaciones.

Las canciones que más le gustaban eran las revoluciona-rias, su preferida: “La Adelita”. La afición por ese tipo de me-lodías nació en la Revolución, que vivió de niña, incluso relata que su padre la escondía entre la milpa cuando se escuchaba el grito de: “¡Ahí vienen los zapatistas!”

Tomás Pérez era un hombre soltero y no dejó niños llo-rando, como ella dice para referir que no tenía compromisos. Llegaba todos los días con su “castaña” a traer agua, porque a un

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lado de los lavaderos estaba el ojo de agua y los manantiales. Se quedaba parado y la miraba de lejos, hasta que un día, le mandó a decir con una señora que según doña Luz ya falleció, que quería casarse con ella. El rechazo a la petición de matrimonio fue constante, primero porque no lo conocía y después porque tenía a sus hijas, aunque a pesar de ello, Tomás le ofrecía que no le faltaría nada.

La fiesta de San Gregorio estaba cerca. Es una fecha que Luz no olvida, porque justo antes del doce de marzo, día en que todo el pueblo festeja a su patrono, doña Agustina, madre de Tomás, la fue a buscar para que ayudara a hacer los tamales de frijol. Luz Bonilla aceptó colaborar en la elaboración de los tamales y cuando hubo terminado se despidió, pero Agustina le dijo que ya era muy noche y sería peligroso que se fuera con sus niñas: “Ya no me dejaron ir, me dijeron que me quedara a dor-mir, pero me quedé para siempre; yo estaba muy contenta por-que estaba con mis hijas, porque si me querían sería con todo y ellas, no las abandoné y viví con mi esposo hasta que se murió”.

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Luz Bonilla Altamirano

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Luz Bonilla confiesa que no sabe leer ni escribir, que por eso no sabe llevar las cuentas ni recuerda bien las fechas en las que transcurrió su historia y duda si su Tomás Pérez falleció en 1968, un día en el que fue a la Merced y pasó a traer el manda-do. Al intentar cruzar la calle fue empujado por un hombre, lo que hizo que un carro lo atropellara.

Lo que sí recuerda es que “fuimos a la Villita y allá nos retratamos, es un recuerdo muy bonito, nos sacamos una foto grande”.

La hija: Entre los años cuarenta, el campo y Jor-ge Negrete.

Las costumbres moralistas de los años cuarenta, que eran seguidas con estricto apego en algunos sitios de México, como es el caso de San Gregorio Atlapulco, en Xochimilco, hicieron que la idea del respeto hacia la mujer se transformara en miedo y que el corazón de Paula Ruiz Bonilla se ajara y se endureciera igual que una fruta seca.

“El miedo a los golpes y castigos de mi madre hicieron de mí una mujer cortante, indiferente; si los hombres me hablaban me caían gordos y hasta los odiaba. Nunca tuve una amiga con quien ir a dar la vuelta, nunca fui a un baile, existían las canciones pero yo estaba tan ocupada haciendo el quehacer que no tenía tiempo para diversiones; además lo que faltaba también era el dinero”.

Paula Ruiz, a sus ochenta y tres años, de largas trenzas, mandil y tez morena, refiere que a ella eso del amor de besos y abrazos no se le dio, e, incluso, confiesa que llegó a burlarse de sus amigas ante sus cursilerías y actitudes melosas como aquella vez en que, por los años cuarenta, en la casa donde trabaja como sirvienta, su compañera de trabajo escuchaba con emoción cómo de un radio de madera escapaba la voz del charro cantor Jorge Negrete. Era tal la fascinación que su amiga sentía por el cantan-te, que abrazaba y acariciaba aquella caja parlante a la vez que de-cía: “Ay, Jorgito, mi amor, como te quiero”. Paula sólo se burlaba y decía: “¿Cómo voy a estar acariciando una cosa de palo?”

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Eso de los arrumacos no se le dio porque tenía miedo de que su madre, doña Luz Bonilla Altamirano, le pegara, por eso los hombres ni se le acercaban, todo era de lejos, las pala-bras de amor y las promesas de matrimonio le llegaban a dis-tancia, y la mayoría de ellos declinaba en el intento. Hasta que llegó Florentino Arenas García.

Ella tenía dieciséis años y trabajaba haciendo quehacer en las casas, él tenía diecinueve y era campesino. La vio cuando iba al mandado, desde entonces la siguió y de lejecitos le decía: “Si te portas bien me voy a casar contigo”. Fue tal la insistencia que convenció a Paula y se hicieron novios, se veían tres veces por semana, pero siempre guardando la distancia, nunca se to-caron ni se besaron, e, incluso, ella le advirtió que cuando la encontrara en la calle ni la saludara, ni le jalara el rebozo.

Cuando más temblaba era en el momento que Florenti-no se acercaba a su casa y le chiflaba, él sabía que si al tercer chiflido su amada no salía tenía que alejarse y volver al día si-guiente. “Si mi mamá se daba cuenta de que tenía novio me cas-tigaría llevándome a trabajar con ella a Xochimilco, y durante tres o seis meses no lo iba a ver. Estábamos atadas al respeto que nos exigía mi madre”.

A la mejor me casé por el interés del dinero. Ella conoció el amor en el tiempo en que San Gregorio

era un pueblo donde sólo había árboles, magueyes y piedras; las calles no estaban pavimentadas, no existían las casas de dos pi-sos ni eran de losa; las pocas que había se construían con zacate o puntero, y las mejores eran las de tejamanil, se podían apre-ciar como diez manantiales, varios embarcaderos como el de Atenco (donde hoy se encuentra la Casa de Cultura de este pueblo) y los canales y todos los cerros. Los hombres se dedi-caban al campo y como no había gas ni petróleo se cocinaba con leña, los más pobres cocinaban con vara o con cañuela, y todo se tenía que moler en el metate.

Paula estudió hasta el segundo grado de primaria, de hecho, la escuela no tenía nombre y estaba ubicada frente a la

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iglesia donde actualmente existe un súper. Creció en la pobreza y por ello nunca tuvo un puño de dinero; además, cuando tra-bajaba, su madre le quitaba el salario, por lo que ella no podía disfrutarlo.

“A la mejor me casé por el interés del dinero, porque mi mamá nos quitaba la raya y pensé, que si me casaba, iba a tener dinero en mis manos”, dice juntando sus manos, haciendo el espacio imaginario para recibir un puño de dinero.

Sin embargo, la realidad se le presentó a Paula, quien ya llevaba dos años de novia con Florentino. En una ocasión su madre la castigó, y la llevó a trabajar a Xochimilco, su enamo-rado le siguió la pista y le confesó que sí quería casarse con ella, pero que era muy pobre y no tenía el dinero suficiente para ir a pedirla.

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Paola Ruiz Bonilla

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A pesar de que se enteró que su novio era pobre, Paula no dudó en huir con él un día de 1944. Florentino la esperaba, y ella se escapó de su trabajo. Su madre no tardó en buscarla y, co-mo no quedó de otra, tuvo que aceptar que se casaran por el ci-vil. No hubo boda por la Iglesia.

Ya casada se dio cuenta que todavía era muy pobre. “Éramos conformistas a los que nos dieran, porque desde peque-ños no tuvimos un puño de dinero, no teníamos ambición, nos enseñaban a sobrellevar el hogar, bueno, eso era en la gente po-bre. Mi esposo era campesino, sembraba rábano, lechuga, epazo-te, perejil y brócoli, y todo lo llevaba al Mercado de Jamaica.

Su vida no cambió, nunca fue a fiestas y se acostumbró a vivir a la antigua, aunque, como ella dice, en San Gregorio no había muchos lugares donde se divirtieran los jóvenes. Su prime-ra hija la tuvo a los 18 años, y después tuvo otros cuatro, de en-tre los cuales hubo gemelas. A ninguna les festejó un cumplea-ños. El único festejo que se permitieron fue el bautizo, y eso porque tenían que agasajar a los padrinos.

Paola Ruiz Bonilla

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Ahora, de vez en cuando, les comparte a sus hijos, Isa-bel, María del Carmen, Gregoria, Luz María y Mario, que an-tes en el jardín de la iglesia se enterraban a los difuntos, hasta que se compró el terreno para el nuevo cementerio, y que una de las costumbres que ya desapareció fue la de “las pastorcitas”, que consistía en que casi todas las niñas del pueblo, el doce de marzo, asistían a la iglesia vestidas de blanco, con sonajas y bas-tones.

Así, regresa el recuerdo de aquellas imágenes de la se-ñora que, pese a la falta de dinero y a un amor sin “arrumacos”, una tarde de la década de los cuarenta decidió huir con su enamorado, enredando sus sueños en chinampas y con lo poco que la siembra les ofrecía, dejando que el cielo de San Gregorio Atlapulco atestiguara su historia, que ahora cuen-ta en su cocina.

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J ardín Morelos… Jardín Juárez… Parque Cuauhtémoc (hoy explanada Quetzalcóatl)… cuna de grandes amores. En 1957 las noches bohemias en el Jardín Juárez eran coti-

dianas, se escuchaban las canciones de Los Santos, un trío forma-do por maestros. Corría el año de 1957, en las bancas entre seis y siete de la tarde platicaban parejitas de estudiantes de las es-cuelas Ignacio Ramírez, Vicente Rivapalacio y la Secundaria 9, del turno vespertino. En ese entonces, muchos iban al cine Xochimilco que estaba ubicado a un costado del mercado princi-pal. Los días sábados se podían escuchar cantantes y organilleros.

También en el Jardín Hidalgo se vivía un ambiente de bo-hemia, aunque el lugar era más reservado por encontrarse frente al edificio de la delegación política. Desgraciadamente en la ac-tualidad se ha perdido esta tradición, ya que ha proliferado mu-cha delincuencia y abandono de esos espacios que antaño los fre-cuentábamos para platicar entre amigos o cortejar a la novia. Ya no hay gente sentada, ya no hay bohemia.

Nuestras costumbres morales antes nos dictaban la forma de tratar a las personas, teníamos una educación diferente: al caminar por la banqueta que la mujer fuera de lado de la pared, saludar a las personas de edad y decirles tío o tía, fuera o no de la familia, y cederles el paso.

DOS PERSPECTIVAS DE UN AMOR Gelasio Poblano Santana y Luz María de Jesús Medina Velázquez

Versión de Elizabeth Llanos

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También en las tardes podíamos ir a la fuente de sodas que se encontraba junto a la Foto Juárez, en la calle de Pino número 8, o a la que estaba junto a lo que hoy es la oficina de Turismo, o a aquella otra junto al mercado. Por ahí de 1955, la bebida de moda era una coca con hielo raspado. En estos luga-res o sentado en los jardines, podía uno andar de pícaro con la amiguita.

Para los adultos de esos años existían las cantinas María Bonita y Salón México.

En los quince de septiembre había baile en los pasillos o en el pastito, noche mexicana, noche de danzón y de toda la diversión sana en lo que hoy es esa fea explanada frente al edifi-cio delegacional, una explanada fría, insegura y poco represen-tativa del colorido de nuestras tradiciones.

Soy originario del Barrio de Tlacoapa, iniciamos como campesinos, después dejamos de cultivar la chinampa, mi papá se convirtió en comerciante y tuvo puestos en otros lados, has-ta en el mercado de Jamaica.

En 1962 dejé de estudiar porque mi papá ganaba muy bien, podríamos decir que fue una mala decisión de muchacho. A los quince días mi papá me castigó, me quitó mi ropa y me mandó a trabajar a la chinampa todos los días, para mí no exis-tirían ni fiestas, ni domingos ni mayordomías, pues no estudia-ba.

El responsable de los trabajadores de la chinampa me decía: “Gordito, estudia porque aquí está duro”.

Antes el calendario escolar iniciaba a fines de febrero y terminaba en noviembre. En diciembre, ya después de saber lo que era trabajar duro, de sol a sol y de lunes a domingo, le dije a ese trabajador que desde un principio me aconsejó que estu-diara: “Mejor me voy a estudiar”.

El veintisiete de enero le dije a mi papá que prefería mejor estudiar y se enojó porque iba a abandonar la siembra.

Sin embargo, no me importó, yo quería seguir estudian-do. Al otro día me fui a la chinampa con todos los trabajadores, y mi papá, quien siempre llegaba a las diez de la mañana con el

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almuerzo, me dijo que terminara de almorzar y me fuera a la casa porque mi mamá me iba a dar dinero. Me bañé —antes no había ni regadera ni jacuzzi, sino boteboiler de tlecuil—, y mi mamá me dio el dinero que mi papá me dejó para continuar mis estudios de inmediato.

Me inscribí en la Secundaria 1, en la calle de Regina. Antes no había mucho problema para ir a la escuela, no tuve que hacer examen de admisión, sólo tuve que pagar de la inscripción cuatro pesos con cincuenta centavos. Luego fui a la tienda, pues calzaba zapatos duros y vestía pantalones rotos, ropa de trabajo, de campo. Con el dinero que mi padre me dio me dirigí a las calles de Uru-guay y 20 de Noviembre; aquella tienda llevaba por nombre Junco y compré todo lo que necesitaba para mi arreglo personal, para mi vida de estudiante.

Mi papá me dijo que si estudiaba me pagaría un viaje. Al cumplir y llevarle mi boleta, me mandó de viaje, el primer año, en 1963, a Los Ángeles, California. El viaje, por supuesto que fue en camión, no en avión como hace la clase media de ahora. La ruta era por Ciudad Juárez y luego por Nevada. Para mí este viaje fue como si me hubiera mandado a Europa, pues fue impresionante todo lo que vi en el camino, fuera de Xochimilco y de la ciudad de México. Como cada año entregaba mi boleta con excelentes califi-caciones, cada año me mandaban al Norte, pues, además, tenía-mos familiares por allá.

Como era buen estudiante —había aprendido bien la lec-ción—, me siguieron ayudando mis padres para continuar en la Normal.

A mi esposa la conocí a los siete días de entrar a la Escuela Normal Ignacio Manuel Altamirano, a la que llamaban con cariño la Normal chiquita. Era el mes de febrero de 1965. Nos reunimos los jefes de grupo, ella era del C y yo del B. Desde el primer con-tacto visual le aventé el flechazo, pero me costó mucho trabajo conquistarla, aunque yo iba preparado con mi sisga, que es un ins-trumento que se usa para pescar, que tiene uñas largas con un ca-rrizo. Así, con este implemento de pesca tradicional, con pacien-cia, dándole tiempo y un ganchito, esa bella mujer fue mi novia.

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Hice amistad con aquella hermosa joven, jefa de grupo, con la que había coincidido el primer día de clases. Tardamos casi un año tratándonos y conociéndonos. Ella sabía de donde era yo, ya conocía a mis padres y yo a los suyos, y nos hicimos novios.

Me incliné por ella porque me enteré que era una de las becadas por el profesor Alfonso Sierra Partida. Desde entonces supe que no era cualquier tonta. Además, yo digo que cuando uno está enamorado padece de algo llamado amor cuervo.

Nos casamos el nueve de septiembre por el civil y el vein-tiséis de noviembre, por la Iglesia, en el año de 1967, justo antes de terminar la carrera.

El baile de graduación se realizó en el Salón France, ubica-do en la calle de Francia, en la Colonia Florida. Para ese día ya teníamos ocho días de casados. Pensamos que nadie se iba a ente-rar, sin embargo, cuando bajamos de la escalinata, en plena fiesta de graduación, ya como pareja, nos empezaron a gritar: “Arriba los esposos” y sentimos muy bonito. Yo tenía veintitrés años y ella veintiuno.

Seguimos la carrera y tuvimos experiencias buenas y ma-las. Continuamos estudiando y superándonos. Nos dedicamos veinte años al comercio internacional. Fui fundador, en 1965, de la Ruta 26. En fin, por frijoles no hemos sufrido.

A los cincuenta años perdí la vista y aprendí a leer y a es-cribir en braille. Estuve en el Comité Internacional de Invidentes dos años, estudié en la Escuela Nacional de Invidentes la licencia-tura en braille y ábaco. Allí también fui maestro. Estuve dedicado cuarenta y un años a la enseñanza, me retiré hace cuatro años.

Gelasio termina su narración, emocionado por los re-

cuerdos. Detrás de sus lentes oscuros, muy serio, ya no sabe qué más decir.

—Pero él no contó la otra parte de la historia —dice su esposa.

—Es que los caballeros no tenemos memoria —responde Gelasio sonriendo.

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En la Normal —continúa su esposa—, en la reunión de jefes de grupo que tuvimos para planear las prácticas, me im-pactó verlo, me gustó su forma de ser, me endulzó el oído su manera de hablar como líder, me impresionó, en verdad. Él siempre tomaba la batuta y esa actitud me encantaba.

Él era morenito, estaba muy quemado por su trabajo en las chinampas. Yo era muy retraída y no alternaba mucho con los chicos. Estudié la secundaria en una escuela para mujeres y fue hasta la Normal que comencé a tener contacto con ellos.

Estábamos en grupos diferentes. Él iba por mí a la hora del descanso y tomábamos el lunch. Yo aceptaba porque él me agradaba mucho. Me juntaba con tres ex compañeras de la Se-cundaria 38, ubicada en la colonia del Valle, donde habíamos estudiado. Andaba mucho con ellas, hasta que mi esposo me comenzó a cortejar, primero como amigos y luego como no-vios. A ellas no les caía nada bien, se enojaban y me decían: “¿Por qué te vas con ese indio pata rajada?”

Había mucha discriminación en la Normal. A los maes-tros de Xochimilco los señalaban mucho, no me lo explicaba, pues son personas muy inteligentes.

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Los Poblano, el 26 de noviembre de 1967.

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Así empezó esa amistad. A la hora de la salida, trataba de coincidir conmigo y me iba a dejar a mi trabajo, aunque él tuvie-ra un horario diferente al mío. Desde chica, siempre trabajé. En esa época trabajaba de cajera de una panadería, tenía que irme rápido para entrar a trabajar; a veces, él se salía de su clase para irme a dejar.

Insistía en que fuéramos novios, pero yo no quería y le decía que mejor sólo fuéramos amigos, que nos debíamos cono-cer más, porque no quería ser novia de dos o tres meses; luego iba a andar en boca de todos. Le aclaraba que más adelante vería si me convenía como novio.

Siguió insistiendo. Al llegar el periodo de vacaciones en noviembre, fuimos a Chapultepec, y me puso un ultimátum di-ciéndome:

—O eres mi novia hoy y me das el sí, o no vamos a ser ni novios ni amigos.

Yo, por dentro, estaba que se me quemaban las habas por decirle que sí, pero en lugar de eso lo cuestioné de por qué me estaba presionando. Al contestarle que no aceptaba ser su novia, se fue sin más, muy enojado, y hasta me dejo allí, en Chapulte-pec, sola.

Me quedé muy triste y decepcionada porque pensé que era cierto que nada más me quería para andar vacilando. Llegué a mi casa y le platiqué a mi mamá lo que había sucedido con mi amigo Poblano, le di detalles, que así y asado. Estaba muy triste porque había perdido al amigo y al futuro novio al mismo tiem-po. Mi mamá me dijo:

—Mira, hija, no llores. Si él te quiere te va a buscar. Si ése es el hombre para ti, va a regresar. Espérate unos meses, quizá después de vacaciones te confirmará que realmente te quiere.

Toda la semana restante antes de las vacaciones no me vio, pues se iba con sus amigos mientras yo me quedaba a estudiar.

Salimos de vacaciones. Mi jefe, un español llamado Julián, me daba oportunidad

de sólo trabajar en la tarde para no desatender mis estudios.

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A cambió tenía que trabajar ambos turnos los sábados y domingos, para así evitar rolar turnos. Sin embargo, en la épo-ca de prácticas, me dejaba faltar y me pagaba mi sueldo com-pleto. Era cajera de la panadería y rosticería La Vista Alegre, negocio que aún existe, lo pueden encontrar a una cuadra de la casa de mis padres, donde viví en mi juventud, en Cinco de Fe-brero y José T. Cuéllar.

No pasó ni una semana de vacaciones, cuando lo veo parado a las afueras de mi trabajo haciéndome señales de que me esperaba. Yo pensé, bueno y ahora qué.

Cuando salí le pregunté que qué era lo que pasaba, y como respuesta me invitó a comer y al cine.

Le avisé a mi mamá que iba a comer con Poblano. Ella se sentía contenta de que nuevamente tuviera pretendiente, pues siempre me la pasaba nada más estudiando y trabajando.

En Pino Suárez, por allá de 1966, había una academia que se llamaba Hidalgo. Por esa academia me llevó a comer y luego al Palacio Chino a ver la película Entre redes y Santa, pues se acostumbraban dos películas por tanda.

Ese día, en el cine, me dio un beso en la frente, y le pre-gunté por qué me besaba si no era su novia, me contestó que ese beso significaba que ya éramos novios. Entre la sorpresa, con seriedad, le pedí que si era verdad su compromiso de novio conmigo, que me llevara conocer a sus papás y el sitio en dónde vivían, que bien sabía que era de Xochimilco, pero no exactamente de qué lugar.

Además, en aquel entonces, era muy común que las mu-chachas de mi edad se fueran de pinta a Xochimilco o al Naran-jito de Huipulco. Mi mamá me metía miedo:

—¡Hija, nunca te vayas de pinta a Xochimilco porque ahí ahogan a las muchachas y ya no salen!

En la parada José T. Cuéllar, sobre San Antonio Abad, mucha gente que venía al comercio tomaba el camión para Xochimilco; observaba a la gente con todo lo que llevaban a un lugar que se me hacía muy lejos. ¿Quién diría que viviría en Xochimilco tanto tiempo de mi existencia?

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Los papás de mi esposo tenían sus puestos en el Panteón Español. Le habían prometido a mi esposo que, en cuanto él entrara a la Normal, ya no se iban a dedicar a las chinampas.

Un domingo planeamos la visita y me llevó a conocer a su mamá y a su papá al puesto del Panteón Español.

Sentí que, de momento, impresioné a mi suegra, pues la noté sorprendida, pero ya mi esposo le había platicado de mí. La señora pasaba siempre a comprar pan en donde yo trabaja-ba, para luego esperar el camión en la parada que dije, la de José T. Cuéllar, pero como siempre había mucha gente a las sie-te de la noche —la hora en que pasaba—, nunca me di cuenta de eso, pues estaba muy ocupada cobrando. Después ella me dijo que había observado cómo era yo, muy trabajadora al igual que ella, y por eso la había impresionado.

Ese día que fui a conocer a sus padres, empezaron a hacer manojos con la flor. Con esto se hace mucha basura, yo comencé a barrer y a recogerla con las manos, no fui chocante, a pesar de que siempre me gustaba arreglarme, era coqueta y me ponía bonita. Cuando me vio mi suegra que levanté la basu-ra con las manos y no me dio asco, seguro pensó que yo era un buen partido para su único hijo. Hice el esfuerzo para pasar la prueba de fuego, a lo que estaba obligada.

En otra oportunidad, nos esperó un día en su casa y nos invitó a comer molito. Ellos no eran pobres, pero mi suegra siempre fue muy trabajadora, a pesar de que el comercio les dejaba dinero.

Todas las mañanas, mi esposo, antes de llegar a la Nor-mal, ya había pasado al puesto de flores a manojear y ya dejaba listas las flores para que mis suegros las vendieran, así que cuando llegaba a la escuela, mi esposo traía los pantalones de mezclilla húmedos y sus manos rasposas. Yo tenía la mentalidad de encontrar un hombre trabajador, aunque fuera pobre, por-que nunca me iba a dejar sin comer.

Mi futuro esposo era muy trabajador y de buenos senti-mientos, con mucho carisma. Hasta la fecha, la gente lo aprecia mucho. Desde siempre ha sido así, con carácter de líder, eso

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me atraía mucho, me impactaba, porque yo quería un hombre como él, diferente.

Nunca tuve novio allá en mi colonia porque no se me hacían chicos especiales o diferentes, me parecían muy trivia-les.

Después de que comimos en casa de mi suegra, le dije que ahora sí podía conocer a mis padres, porque si quería bur-larse de ellos, primero me burlaría de los suyos, porque, aun-que éramos una familia humilde, no iba a permitir que nadie se burlara de ellos.

Conoció a mis papás y a mis nueve hermanos un día que llovía muchísimo. Somos una familia muy numerosa. Mi madre hizo tostadas. Mi papá no cedió fácilmente. Era un hombre alto e imponente, mi esposo siempre le tuvo cierta reserva.

Poco antes de salir de la Normal, como a los alumnos de las escuelas particulares no nos daban plaza, algunas compañe-ras fueron a preguntar a la Secretaría de Educación Pública si habían vacantes y les dijeron que, si querían, les podían dar pla-za en algún estado. Cuando yo entré a la Normal quería ser ma-estra rural, quería ser maestra de pueblo. Al llegarme esa noti-cia comencé a soñar en ese mundo y se lo comenté a mi esposo:

—¿Sabes? Quizá acepte una de las plazas de la SEP, co-mo maestra en algún estado.

—Si te vas, no creas que te darán la plaza en la ciudad, te la van a dar en la sierra.

—De todos modos me iría —contesté con convenci-miento.

—¿Y qué va a pasar entre nosotros? —me preguntó con preocupación.

—¡Pues, vámonos juntos! Fue en ese momento cuando mi esposo decidió que nos

casaríamos antes. Me trajo un día a comer a su casa y me dijo que ya no

me iba a regresar a la mía. Alarmada le dije que yo no podía fa-llarle así a mis padres, que tenía que regresar y pedirme como debía de ser. Yo no podía pasar ni una noche fuera de mi hogar.

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Eran ya como las diez de la noche cuando llegaron mis suegros y, aprovechando que vivía con ellos un tío de mi esposo, her-mano de mi suegra —quien lo había criado como su hijo—, que tenía auto, ese mismo día me fueron a pedir.

Mi esposo ya no me dejó en mi casa, pues convenció a mis papás que ¡ésa era la costumbre de Xochimilco! Obvia-mente que era una mentira; eso de que, sin formalizar el caso-rio, sólo pedida la novia, ella tuviera que quedarse con el no-vio, fue su ocurrencia. Mis padres lo creyeron, y a partir de ese momento nunca me he vuelto a separar de mi esposo.

El nueve de septiembre fue a pedirme, a los ocho días nos casamos por el civil, y se fijó la fecha para el casamiento por la Iglesia. El veintiséis de noviembre nos casamos.

Puedo decir que vine de embajadora a Xochimilco, pues soy de la colonia Obrera, en la Delegación Cuauhtémoc. Era un mundo de diferencia, —por ejemplo, con respecto a las costumbres—, pero a mí no me importó, simplemente me en-cantó mi esposo, ese muchacho con madera de líder.

Han sido cuarenta y dos años de vivir juntos, con mo-mentos buenos y malos, muy intensos y muy fuertes. Pero sin lugar a dudas, hoy por hoy, puedo decir que, si volviera a nacer, volvería a escoger a mi esposo.

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E l ser humano, a un determinado tiempo, cree que es apropiado dejar de estar solo, busca una relación amo-rosa con la intención de casarse o simplemente de esta-

blecer una pareja unida en intereses sentimentales afines, sin que se llegue a un compromiso de matrimonio.

Generalmente, esta relación amorosa se busca, se en-cuentra o se da entre las personas que uno conoce en el mismo barrio, pueblo, colonia, escuela, centro de trabajo, y en fiestas donde concurren personas conocidas que llevan amistades de otros lugares.

Tal es el caso de nuestro relato, que abre las páginas del recuerdo y nos llena de un pretérito nostálgico por los mo-mentos de amor que vivimos. Aunque han pasado cuarenta y dos años de compartir penas y alegrías, seguimos unidos por el amor, la comprensión, el respeto mutuo y sobre todo el ser consecuente el uno con el otro, caminando en la vida con un espíritu de superación.

Allá por los años sesentas, estaban de moda las famosas bandas de música de Pablo Beltrán Ruiz, “El millonario“, Juan García Meléndez, y otras. Los lugares en las que se presentaban eran salones o restaurantes a los que uno acudía formalmente, y en algunas ocasiones de riguroso traje negro.

NOVIAZGO Y CASAMIENTO Raúl Emeterio

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Aquí en Xochimilco se celebraban bailes con estas bandas en el muy conocido restaurant Manantiales, que ha sido construido tres veces y dos veces remodelado.

En esos años también eran famosas las orquestas de Car-los Campos, Acerina y su danzonera, Alejandro Cardona, Arturo Núñez, Miguel Ángel Serralde, la Sonora Santanera, Pérez Pra-do, Lupe López, y tantas otras que sería largo enumerar. Estas conocidas orquestas estuvieron presentes en las fiestas de los ba-rrios de San Juan y de San Cristóbal, en Xochimilco, una se cele-braba el día veinticuatro de junio, y la otra se hacía en un baile llamado de las amapolas, que se llevaba a cabo poco después de la elección de la Flor más Bella del Ejido.

En los pueblos había bailes. En San Gregorio, se organiza-ban con motivo de su fiesta patronal, del aniversario de la Inde-pendencia o por los juegos deportivos. En Tulyehualco, Santa Cruz Acalpixca y Santa María Nativitas de igual forma se organi-zaban bailes de menor concurrencia. Sin embargo, en esa época, en Santa María Nativitas, una organización de jóvenes de aquella época se daba el lujo de traer el día doce de diciembre a los me-jores mariachis de ese tiempo: el mariachi México, el mariachi Guadalajara, y otros. Además, se contrataban a los más afortuna-dos cantantes, como David Zaizar, el dueto de las hermanas Águila, el trío Los Santos, Los Delfines, Los Panchos.

De este modo fuimos creando lazos de amistad con hom-bres y mujeres de diferentes lugares, ya sea en presentaciones de tríos, duetos, cantantes o en bailes.

En uno de estos tantos eventos, un día encontré a quien iba a ser mi novia. Era la menor de sus hermanas, la conocía des-de que tenía quince años, pero de pronto había llamado mi aten-ción.

También en un baile, en Milpa Alta, al que la había invita-do, junto con su hermana, con el compromiso de estar poco tiempo para que sus padres no las regañaran, hallé un pequeño espacio de tiempo, para proponerle que fuera mi novia. Ella es-cuchó atentamente y respondió con un sí, seguido de algunas condiciones.

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La atracción que sentí desde que comencé a tratarla se fue convirtiendo en amor y admiración por sus valores mora-les, éticos, familiares y religiosos.

Para ganarme su confianza y cariño la invitaba a tomar nieve a la fuente de sodas El Naranjo, que se encontraba al cos-tado oriente de la antigua Glorieta de Huipulco. Otras veces íbamos a tomar chocolate con churros en la Churrería El Mo-ro, que se encuentra en el Eje Lázaro Cárdenas, calle que en-tonces se llamaba Niño Perdido.

En otras ocasiones, la invitaba a la Plaza de Garibaldi a escuchar mariachis y a tomar atole con tamales, a comer dulces de fabricación artesanal, el tradicional pozole o carne asada con frijoles charros.

También, de vez en vez, asistíamos al teatro, a las fun-ciones vespertinas, para escuchar a la Sonora Santanera y a su cantante Sonia López, “La muñequita de oro”, a Lucha Villa o a José José.

Tampoco nos faltaron las visitas a Los Remedios o al templo de Tepozotlán.

Es necesario aclarar que al principio sólo la podía ver cuando salía a traer agua por las noches, aproximadamente en-tre siete y ocho de la noche.

Como yo tenía una formación social citadina, me era difícil entender el comportamiento de los pueblos.

Decidí pedirle a su mamá que me permitiera verla y acompañarla, sin tener que esconderme o retirarme apresura-damente cada que se aparecía mi futura suegra o mi futuro cu-ñado.

La contestación fue: —A usted ni lo conozco, ¿qué tengo que hablar con us-

ted? Al paso del tiempo fui ganando la confianza familiar,

por lo que un día aceptaron que fuéramos juntos a la feria de Tepalcingo, con el consiguiente reproche del que sería mi sue-gro.

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Pasaron tres o cuatro años, hasta que, por decisión y acuerdo de ambos, fijamos la fecha de pedimento de la mano de la novia.

Se hicieron los preparativos, claro, con la anuencia de mis padres, quienes concertaron la fecha del matrimonio civil, que se realizó con asistencia de un juez, en la casa particular de mis padres, un día sábado. Al día siguiente, domingo, fue la bo-da religiosa.

Las fiestas duraron una semana, con los familiares cerca-nos de mis padres.

El día del matrimonio por el civil se sacrificó una res, que fue consumida totalmente en el festejo.

En la boda religiosa, se comió mole con pollo, arroz y todo lo que se acostumbra por este rumbo. Además, hubo baile y se consumieron varias botellas de vino.

El día lunes, como se acostumbra todavía en San Grego-rio, se hizo la “visitada” de la novia, donde su familia le brinda, por cooperación, diferentes artículos para el hogar: platos, ta-zas, cubiertos, artículos de cocina, etcétera. En particular, los padrinos de boda nos obsequiaron un refrigerador, una estufa y otros enseres domésticos.

El día martes, se realizó lo que la familia denominaba como la “pescada”, que consistía en ir a pescar a los canales, en los cuales, en aquel entonces, abundaban peces de colores, ra-nas, acociles y ajolotes, entre otras especies.

Así, sucesivamente, fueron pasando los días hasta que llegó el siguiente domingo, en el cual las familias se cooperaban para dar el agradecimiento por la invitación que les habían hecho.

Han pasado más de cuarenta y dos años de que nuestro matrimonio se realizó. Hemos cumplido con lo que dice la epístola de Melchor Ocampo, que se lee en el matrimonio ci-vil: “Cada uno debe cumplir con los compromisos que son se-ñalados y protegerse el uno al otro”. Tal vez, pronto cumpla-mos con lo que señala la Iglesia: “Hasta que la muerte nos sepa-re”.

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A unque todos somos de Xochimilco, cada barrio tiene sus propias costumbres. Mi papá era muy exigente y no nos permitía tener no-

vio. Mi mamá decía que para todo había un momento. Yo les hice caso.

Empecé a trabajar muy joven, a los dieciocho años era maestra en Amecameca. En la mañana mi papá me llevaba; a las seis de la tarde, él me recogía. Lo hacía para mantenerme más vigilada.

Pasaron los años, y a los veintiuno llegué a trabajar a Mixcoac, por las tardes. Por encargo de mis papás, la directora me protegía; de tal manera que si salíamos a comer a un restau-rante, la directora no me dejaba salir hasta que se iban todos.

Un día, cuando tenía primer año, estaba en el pasillo sacándole punta a los lápices de los niños —como se acostum-braba que lo hiciera la maestra—, de pronto sentí que alguien me miraba muy fuerte: era un joven que estaba en el primer piso de aquel colegio. No pude evitar sentirme incómoda y te-ner un poco de miedo, tan poco acostumbrada a estos asuntos. Por eso me metí rápidamente al salón. Creo que fue amor a primera vista. Luego me enteré de que este muchacho desco-nocido visitaba a un compañero.

ME CUIDABAN MUCHO Juana Margarita Olivares Herrera

Versión de Elizabeth Llanos

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Le pidió a su amigo que me presentara. Él era de la Por-tales, con otras costumbres. Fuimos amigos desde febrero. En mayo, el Día del Maestro —día en el que, entonces, los niños nos regalaban ramos de flores y muchos presentes—, mis com-pañeros se ofrecieron a llevarme a mi casa, en Santiago. Yo creo que ya tenían su plan, pues ya que estábamos en el auto propu-sieron que fuéramos a comer unas quesadillas a la Magdalena Contreras. De irlas buscando y de no encontrarlas, llegamos hasta el mirador de Tlalpan, en la carretera libre a Cuernavaca. Para mí aquello era muy grave, porque, de no salir a ningún lado, yo ya estaba muy lejos de mi casa. Como íbamos con otros compañeros que ya eran novios, el que iba a ser mi espo-so me dijo que nos bajáramos del auto para darles chance, y nos bajamos.

Comenzamos a buscar desde el mirador dónde estaba Santiago. Yo le señalaba dónde estaba, pero él me llevaba la contraria. Por eso me cayó muy gordo. En ese momento me pidió que fuéramos novios y yo le dije que no podía contestarle de inmediato, porque era una decisión importante; luego dije que mejor no aceptaba porque había tenido un novio, anterior-mente, al cual había querido mucho y al cual aún no había olvi-dado. Por eso no lo iba aceptar, porque iba a ser el primero después aquel novio. Él me contestó:

—No se preocupe —porque antes se hablaba de us-ted—, dicen que un clavo saca a otro clavo.

Yo le contesté que mejor lo pensaría bien. Realmente, en ese momento lo que me angustiaba era que ya se acercaban las siete de la noche, la hora que, a más tardar, tenía que estar en mi casa. Le pregunté si en cuanto yo le diera una respuesta afirmativa nos retiraríamos. Él me contestó que sí, que en cuanto le contestara que sí nos íbamos. Por supuesto que inme-diatamente le contesté que sí, y nos fuimos del mirador hacia Santiago. Me fueron a dejar a mi casa.

Luego pasaron quince días sin verlo, pues en aquellos años nos daban todo ese tiempo después del Día del Maestro. Para mí mejor, pues no quería volver a saber nada de él.

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Después de esas breves vacaciones, al regresar a la pri-maria a laborar, mi amiga, quien era la novia del otro compañe-ro, se alegró porque los cuatro ya íbamos a salir juntos. Yo le dije que no, que ya no volvería a ver a ese señor.

Pasaron otros quince días más sin verlo, pues el horario de salida de primer año era cinco y media. Yo me iba de la es-cuela sin esperar verlo.

Después, un día, nuevamente me fui en su auto, pero con mis compañeros, y volvió a dejarme cerca de mi casa, pues mis papás nunca me iban a permitir que me subiera al coche de un desconocido. Como me dejaba en la esquina, no sabía exac-tamente donde era mi casa.

Llegaron las vacaciones largas y pensé que ahora si no lo iba a ver más, pero me fue a buscar y como no sabía bien donde era, preguntó en la esquina.

—¿Dónde vive Margarita Olivares? —Pus aquí derecho —le dijeron, y él se siguió derecho,

derecho, hasta la lomita. Subió y le llamaron a la muchacha que vivía allí, pero al verla se dio cuenta de que no era yo. En San-tiago, en aquellos años, había otra Margarita Olivares.

—No es a usted a la que busco, ella es maestra. —¡Ah! no, aquí no es. Baje…—y ya le dijeron por

donde. Cuando llegó a mi casa, salió mi papá, y a él le dijo que

estaba buscando a la maestra Margarita Olivares. Mi papá le preguntó que quién era él o por qué me buscaba.

—Pues es que le traigo una razón de la directora. Mi papá lo creyó y me fue a llamar. Cuando salí me sorprendió descubrir quién era. Me dijo

que era verdad, que traía una razón de la directora; que me es-peraba en su casa tal día, a tal hora.

Ella vivía en la colonia Iztacíhuatl. Allí nos teníamos que ver, que me presentara tal día para pagarme, pues entonces nuestra quincena no salía inmediatamente, sino que durante las vacaciones nos mandaban a llamar para poder ir por los che-ques. Eran los primeros días de julio.

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Asistí a la cita con la directora el día señalado; saliendo de allí me dijo que nos teníamos que seguir viendo, y yo le contesté que no podía.

—Vamos a tomar un café o al cine. —¡Uh! Menos, no tenemos permiso. —Entonces, ¿cuándo nos podemos ver? —Solamente puedo al salir de misa, a las siete de la no-

che, en mi pueblo. —Pero, ¿cómo crees? Mejor voy a hablar con tus papás. —¡No puede ser, no van a querer! —¡No importa, lo intentamos! —me dijo muy decidi-

do. Así, un día le dije a mi papá que iba a venir a hablar con

él un muchacho, que este joven era de la Portales. —¡Ese quién es, es casado o qué! No lo conocemos ni

sabemos nada de él. No. Aquí tú sabes que no se acostumbra eso, sabes que el que entra a esta casa es porque se va a casar.

—¡Pero si apenas nos conocimos! —Pus ya lo sabes, así que ni venga porque ni lo voy a

recibir. Todo el día estuve llore y llore. En la tarde llegó él, me

vio con los ojos hinchados de tanto llorar, e insistió en hablar con mis papás. Le dije a mi papá que él insistía y que nomás lo escuchara. Al fin, hablaron.

—Vengo a pedirle permiso para visitar a su hija, aquí en su casa.

—No, joven, está usté muy equivocado, aquí no se acos-tumbra eso. Aquí, si pisa un hombre la casa de una hija es por-que se van a casar.

—¡Pero si apenas nos conocemos. —¡Pues entonces no, señor, qué van a decir mis parien-

tes! —Bueno, señor, yo estoy viniendo a pedirle permiso

para visitar a su hija en su casa y que ustedes la vean, pero si dice que no, pues de todos modos nos vamos a ver y la van a exponer a lo que ustedes no quieren.

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Mi mamá intercedió por mi novio y mi papá accedió a que me visitara en la casa. Mi novio se comprometió con mi papá a que nos íbamos a tratar y a conocer, y que si ya no que-ríamos andar de novios, él regresaba a darle las gracias.

Pasó un año y decidimos casarnos. Pero no nos dejaron porque se había muerto mi abuelita y por el duelo teníamos que esperar un año. Pasó ese tiempo y después tampoco nos podíamos casar porque se había muerto uno de mis padrinos y había que esperar otro año. Ya para el tercer año, mi novio me dijo que en vista de que no nos dejaban casar, tendríamos que hacerlo de otro modo.

—Para cuando les digamos nuestro plan, ya tenemos todo preparado y listo. Nos casamos en la tarde, unos bocadi-llos y ya.

Le comenté a mi papá los planes que teníamos y me di-jo:

—¡En la tarde! ¡Pues de qué te escondes! —De nadie, pero es que lo queremos hacer sencillo.

Juana Margarita Olivares Herrera, el ocho de agosto de 1970.

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Los gastos de las bodas en los pueblos son muy grandes y lo llevan los papás. Uno, cuando ya es grande, se da cuenta de eso y sabe, a final de cuentas, que a quien le corresponde es a uno como hijo. Eso pensé, pero mi papá dijo:

—No, nada de bocadillos, aquí se casan de día porque las cosas se hacen bien.

En el pueblo, se acostumbra pedir a la novia con toda la familia llevando el “contento”, que consiste en pan, fruta, bote-llas de vino y flores blancas. Como habíamos durado ya tres años de novios, él se había dado cuenta de cómo se hacían los pedimentos. Él se organizó con aquel compañero de mi escue-la, y se encargaron de todo, pero a su manera.

Aquí en Santiago, se acostumbra llevar todo en charolas muy bonitas, canastas, y recipientes comprados especialmente para ese día. Pero él llevo las cosas en charolas de cartón, con mantelitos de papel. Presentaron el contento y me pidieron.

Para la boda, criamos cien pollos, compramos el chile en San Martín, mi abuelita nos lo fue trayendo poco a poco.

El diecisiete de julio de 1970 nos casamos por el civil, el ocho de agosto por la Iglesia, costeando los gastos nosotros. De los cien pollos se lograron sesenta y con eso hicimos el mo-le que comieron todos los que asistieron al festejo de la boda religiosa.

El día de la boda religiosa, se acostumbraba, en Santia-go, que la novia se vistiera en su casa y se fuera caminando a la Iglesia, fuera la distancia que fuera, y el regreso también era caminando.

Ya en la tarde se trasladaba la pareja a la casa de novio, pero como mi esposo no era de Santiago, toda la fiesta se hizo en mi casa.

Fue un noviazgo muy serio y una boda muy bonita. Des-pués de no ir a un café o a un cine ni a ningún lugar, ya casados, lo hicimos muchas veces. Dios nos dio esa oportunidad.

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R osario Flores Gómez dice que tiene ochenta y siete años, pero aparenta tener menos, es blanca, no tanto como su madre, que según ella era “güera, de ojos de

color, china, muy guapa”, una guanajuatense que vivía con sus padres en el centro de la ciudad, en la calle de Soledad. A esos rumbos llegó un día el papá de Rosario y en una kermés conoció a la adolescente de trece años. La enamoró y la convenció de que se fugara con él, un xochimilca del barrio de Xaltocan que había nacido en el mismo terrenito donde lo había hecho su padre y su abuelo, el mismo lugar donde una vez había estado una iglesia dedicada al Niño Jesús y que las vicisitudes liberales habían des-truido, el mismo pedazo de tierra que el tatarabuelo de Rosario hizo su patrimonio por el encargo fallido de cuidar aquel templo.

Hasta por allá fue a dar la mamá de Rosario, y ya con un hijo, se quedaba en la casa de las tías de su futuro esposo. “No los dejaban casar porque ella no cumplía aún los quince años”.

Su hermana le aconsejaba: “No te cases con ése, está muy indio, y es de Xochimilco. Te va a llevar de huarache”. Pero aque-lla no entendió razones: “No, yo lo quiero y lo quiero”. Y se casó con él.

DOS ESPOSOS, DOS AMORES Rosario Flores Gómez

Versión de Arturo Texcahua

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Uno tras otro, hicieron catorce hijos, incluida la propia Rosario. El primero y el último fueron varones, las demás “puras mujeres”. El primero, un “güero como mi mamá”, se murió muy pequeño, en tiempos de la Revolución. El padre de Rosario andaba por Tepoztlán, y hasta allá fue a seguirlo su mu-jer embarazada. El niño nació. En unos días la recién parida ya era un manjar peligroso. Ante el asalto de hombres ansiosos, ancianas previsoras la acostaron en un petate, le tiznaron la ca-ra, le pusieron un paliacate en la cabeza y dijeron que tenía una enfermedad contagiosa, para evitar que se la llevaran porque era muy bonita.

Rosario creció en el barrio de Xaltocan, donde casi todo el tiempo ha vivido, salvo, cuando muy joven, se fue a un inter-nado normalista, en Oaxtepec, para convertirse en una maestra rural. Sus hermanas la animaron y la patrocinaron. Pero algo ocurrió. A ella le gustaba dibujar y un día intentó retratar a una compañera muy guapa, como si trajera traje de baño. Alguien la acusó de que la estaba dibujando desnuda y, por aquellos años, cualquier asunto que pareciera de la carne era muy sancionado. La expulsaron y sus hermanas la llevaron otra vez a Xochimil-co. “Acá terminé la secundaria”. Luego intentó ingresar a la Normal, pero no la admitieron porque era muy chica. Con una gran amiga se inscribió entonces a la Escuela de Enfermería de la UNAM, en Santo Domingo. La mayoría de los estudios eran prácticos, casi siempre estaba en el Hospital General. Estudió primero y segundo. Un día su gran amiga decidió que ya no quería estudiar enfermería y las dos dejaron la carrera para in-gresar a la Normal. Después de dos años, su amiga decidió ca-sarse, porque a sus diecinueve años se sentía ya muy grande. Cuando su amiga la dejó sola en la Normal, Rosario regresó a la enfermería. Era caro estudiar, materiales y transporte eran lo pesado. El pasaje de primera costaba cinco pesos y tres pesos el camión de segunda. Necesitaba dinero. Un tiempo trabajó en el Hospital General, en el turno vespertino que terminaba a las diez y media de la noche, pero mientras se cambiaba se hacían las once. Con otras compañeras, a esas horas caminaba desde

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Vértiz hasta Tlalpan, para regresar a su casa. Pensó: “Un día me van agarrar”. Su papá le aconsejó que dejara ese trabajo y pusiera un letrero fuera de la casa: “Se ponen inyecciones y sueros”. Co-braba un peso o un tostón por aplicar un suero, según el sapo; y veinte centavos por una inyección. “Así me hice de centavos y terminé la carrera de enfermería”. En el hospital le gustaba estar en obstetricia, se le facilitaba, asistía a los partos, ayudaba a re-solver problemas, metía sus manos pequeñas y delgadas en los úteros dilatados. “Me solicitaban mucho”. Después que terminó la carrera siguió trabajando en su casa y un día se animó a aten-der un parto, todo salió bien, y muy pronto tuvo muchas clien-tes porque no había hospitales ni gente preparada para hacerlo, sólo algunas “rinconeras” que nunca ha-bían estudiado. “Qué va-lor el mío”. Era muy joven y ya era partera. “Me encomendaba a Dios, siempre me encomendé, pero lo hacía en silencio para no asustar a las parturientas”. Así trajo al mundo a muchos niños. “Tenían mucha confianza en mí, les daba una pastillita de cual-quier cosa para que se tranquilizaran”. Luego las acomodaba en el suelo, sobre un petate. “Llevaba seis sábanas limpias, lavadas, bien desinfectadas en los autoclaves; ponía periódicos y luego las sábanas; era mejor que en la cama” y sacaba al niño. La llamaron de todos los pueblos de Xochimilco. “Ahora ya no quieren par-tos, todas quieren cesáreas”.

Cuando iba a poner una inyección o un suero, no faltaba alguna mujer que me pidiera que le diera un brebaje a su mari-do, para recuperarlo, embrujarlo o matarlo. “Dale esto, dáselo tú, él se lo toma si tú se lo das”. “Te vas derechito al diablo”, les decía y no aceptaba, o les decía que sí y lo echaba en cualquier macetita. “Pobre planta, de seguro se moría”. “¿Se la distes?” “Sí, se la di, vi cómo se la tomaba”. “Parece que no le hizo nada”. “Es que está muy fuerte”. Querían matarlos de trasmano, pero Ro-sario nunca lo admitió. Eran tiempos en que se usaban mucho las yerbas y la brujería. “Con dos buenos tragos de toloache tie-nes para volverte loco.”

Flores se casó dos veces, se divorció del primero y se volvió a casar, y bien casada. Al primero lo conoció cuando era

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niña, se veían cuando iban al pan, intercambiaban piezas, com-partían la leche, sonreían. Lo dejó de ver varios años, un día lo encontró en un baile. “¿Eres Julio?” “Hola, mi amor, ¿te acuer-das de mí?” Se abrazaron y volvieron a ser novios. Era guapo, alto, blanco como a ella le gustaban, pero alzado y algo altane-ro. Trabajaba en una oficina del Centro, era secretario o algo así, usaba traje, olía bien. Ya era enfermera cuando el primer esposo le habló bonito y la enamoró. Le informó a su padre que quería casarse. “Ese muchacho no me convence, como que no es para ti”. Aquel muchacho le pedía la prueba de amor y ella se resistía, “hasta que nos casemos”. Entonces él dijo “pues nos casamos”, y se casaron a escondidas cuando ella tenía dieci-nueve años. Luego le informó a su papá. Pero “nada más probó y que se me desaparece, ya no lo encontraba”. De inmediato Rosario fue con su padre que era abogado y trabajaba en un juzgado. “Te lo dije, no te convenía”. “Tiene tres días y no lle-ga”. “Ahorita lo mandamos a buscar”. Su papá usó los recursos a su alcance y, al otro día, el primer marido estaba frente a los dos, en calidad de preso. “Es que me equivoqué, no me quería casar”. Se le castigó con una multa. “No te vuelvas a fijar en un hombre así, a la vuelta de la esquina ya están con otra”, le pidió su papá. Después fue obligado a divorciarse, aunque no quería, para evitar que Rosario volviera a casarse. Para doblegarlo el padre de Rosario lo amenazó. “Tienes que dar para comer, ren-ta y vestido”. Mejor aceptó el divorcio. “Le dio mucho coraje cuando supo que me había casado”.

“A mi segundo esposo lo conocí en una kermés —dice Rosario—, en una que se hizo en el barrio de San Juan o en San Cristóbal, entonces se hacían muchas kermeses en los ba-rrios”. Fue con sus padres. “Entonces, las hermanas Flores éra-mos muy populares en el barrio porque mi papá era licencia-do, teníamos algo de dinero, vivíamos bien, nos vestíamos bien, nos arreglábamos bien, nos distinguíamos de las demás”. Su casa era grande, con varias recámaras, al centro del patio había una fuente, tenía jardín y un kiosco donde se hacían fies-tas y bailes.

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Pero el papá de Rosario no la dejaba bailar con cualquier hom-bre. Debía ser un conocido, uno del pueblo, pero había un mu-chacho que la andaba siguiendo de hace algún tiempo. La veía tomar el tren, cuando ella iba a trabajar, corría para saludarla por la ventanilla, se acercaba y le daba un panquecito o una gelatina, la espiaba, le sonreía. Pero Rosario se decía: “Ay, no, está tan feo. No me gustaba porque usaba lentes, era bajito, morenito y pobre; lo veía feo, no tenía chinos como el otro”.

Aceptó bailar con él y platicaron un rato. Al otro día la acompañó hasta su casa, que estaba al final de un callejón. Allí los encontró su papá. “A ver, pase, joven, pase”. Y que los me-te. Al preguntar, supo que era mecánico y trabajaba. “Éste sí te conviene”, dijo el papá de Rosario. “Se ve que es trabajador”. “Pero, papá, si no más estábamos hablando”. Eso no importó. Prácticamente, desde ese momento se formalizó el noviazgo, al gusto del padre de Rosario. “Porque a mí no me gustaba”. Pero Rosario se avino a la decisión. “Está bien”, aceptó, “pero quiero pedimento, un buen vestido, una gran fiesta y pregun-tada”. “Sí, está bien, Flores, tú siempre me has gustado, desde la primaria”, dijo el futuro esposo. Parecía que no, pero aquel sí pudo. Sus papás vendieron una chinampa para casarlo con la enfermera, que ya no valía —como dice ella—, porque era divorciada. Se hizo un bonito y formal pedimento, fueron los padres del novio y su familia —hermanos, cuñados, tíos, abue-los—; llevaron jícaras de frutas, charolas con galletas y canas-tas con vinos. El papá del novio solicitó y propuso, los padres de la novia consintieron, se fijaron fechas y detalles. La novia fue dada en matrimonio. “A ver si después lo quiero”, pensó Rosario.

Se casaron por el civil casi de inmediato. Fue el juez a la casa de Rosario, se preparó una mesa especial, se arrimaron los testigos, tocó una orquesta, hubo fiesta. Después, el padre de Rosario impuso: nada de salidas con el novio. “Aquí plati-can y sólo un rato”. Y por supuesto, nada de pruebas. Ni al cine podían salir, claro, tampoco el novio lo podía pagar, era mucho para él: tres pesos.

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La boda religiosa fue en la iglesia de San Pedro, el veintinueve de julio de 1951. Ella tenía veintinueve años y el veintiocho. Rosario llevó un vestido azul cielo, muy tenue. No podía ser blanco, Dios la estaba viendo y ella sabía que no podía llevarlo, aunque sus hermanas se lo aconsejaran. Después, se preparó para regresar caminando a su casa. Fue entonces cuando la abuela del esposo dijo: “Espérate, no salgas de la iglesia”. Había algo sospechoso. Una mano anónima había preparado un cami-no de flores, del templo a la casa del novio. “Había sido una ex novia de mi esposo que era medio bruja y quería dañarme”. La abuela fue por una escoba y agua bendita. Barrió y regó. “Ahora sí, ya salgan”. Esa mujer, que ya vivía con otro hombre, quería hacer daño de puro despecho. Pocos después de casarse, el se-gundo esposo de Rosario empezó a quejarse, tuvo un ataque, hacía como un epiléptico. Rosario lloraba. Pero la misma abue-la que antes la había ayudado dijo: “Le hicieron una brujería muy grande, quieren que sufra primero y luego matarlo”, y aconsejó: “Quítate la pantaleta y el fondo”. Con esas prendas lo limpió de las maldades que le mandaba aquella adolorida. Él sintió regresar de muy lejos. Para curarlo bien tuvieron que llevarlo a otro pueblo, con alguien que lo sabía hacer. Por su parte, la bruja enloquecía. Gritaba y quería saltar de la azotea. Tenían que amarrarla. Se murió loca. Se cumplió lo que decía la abuela: “Lo que te quiera hacer a ti, se le va a regresar”.

Después de la fiesta, el mole de pollo, los tamales de frijol, la música y el baile, vino la noche de bodas. No hubo via-je. La luna de miel empezó en la casa del novio. Y al otro día la preguntada. Fueron los familiares de la novia a preguntar ¿cómo amaneció la muchacha? “¿Cómo va a amanecer si uno es nueva? Toda adolorida, de la fregada”. Rosario amaneció molida de todo, “¡ay!”, molida de dondequiera. Ese novio tan educado y bien vestido, tan serio y tímido, se había convertido de pronto en un animal. “Tanto que me hizo, ¡qué barbaro!” Las más jo-vencitas preguntaron curiosas “cómo te fue”, las más grandes, de la pura facha, supieron cómo había sido aquello aunque la novia tratara de sonreír, y recomendaron “arréglate, píntate tan-

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tito”. Pero además de preguntar, los familiares llevaron regalos para la vida que empezaban los recién casados: artículos domésticos, la mayoría de las veces.

Vivieron en la casa de los suegros. Para ayudarse, Rosa-rio volvió a inyectar, a poner sueros y atender partos. Como setenta y ocho niños recuerda haber traído al mundo. Cuando su marido se iba a trabajar de mecánico, ella atendía enfermos y parturientas. Pero su suegra no veía bien lo que ella hacía. La vigilaba constantemente. Le informaba al hijo de las salidas de su esposa. Él no quería que Rosario trabajara. “No quiero que me mantengas”. Pero ella siempre lo convenció para que se lo permitiera. “Voy a atender partos, porqué solo de noche nacen los niños”. “Voy a salir a ver a una pobre señora que se está mu-riendo, tiene hemorragia”. De esa manera obtuvo dinero que utilizó para comprarle a su suegro una parte de su casa. A cien-to cincuenta pesos compró metro por metro su terreno, hasta que tuvo una buena parte y empezó a construir su casa. Un día hasta puso barda en su propiedad para que ya no la espiara su suegra.

A veces él se enojaba mucho, y quería golpearla. La em-pujaba, le gritaba. “Se enojaba porque me salía”. Pero a Rosario su padre le había dicho. “Si te quedas callada y no respondes, no te va a pegar”. Y si ella se quejaba de más y decía que se iría, su padre le decía: “Es tu marido, dijiste que lo querías y ahora te quedas con él hasta que se muera él o te mueras tú”.

Cuando ella estaba segura de que había estado con otra mujer, lo recibía con mucho cariño y atención. “Mira, mi amor, te hice esta comida que te gusta”. Le daba café muy calientito, con canela y tequila. Se hacía como que no veía la camisa pinta-da de carmín, ni olía el perfume corriente de alguna vendedora de amor. Él creía que la había engañado. Le hacía un licuadito para que agarrara fuerzas. Y antes de amarlo, lo hacía que se bañara, por aquello de los microbios y las infecciones. “Es por-que me gusta que estés limpio, no hayas agarrado algo por ahí”. Luego le daba como se debía. Rosario presume haber tenido dominio sobre un músculo de su sexo que apretaba cuando ella

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quería, poniendo a su marido en desventaja. “Y si no lo sueltas, no se suelta”. Esa fue una de las razones por la que su marido la quiso mucho. No por lo guapa, sino por el amor que le daba y las cosas que le hacía, como sus platillos favoritos, “le encantaba el pescado capeado”.

Después de no amarlo, Rosario aprendió a querer a su marido. Tuvo cinco hijos. Uno se murió, era una niña. No tuvo más porque se cuidó. Como a los treinta y dos tuvo el primero. “Tengo uno güero y alto que se parece al marido que tuve pri-mero”. Mi suegra me preguntaba: “¿A poco este es de mi hijo?” Y sí era de su hijo, aquel aspecto le vino de la abuela de Guana-juato. Vivió cuarenta y cinco años con su esposo, hasta que él, hace apenas cuatro años murió de una diabetes que se le mani-festó ya grande.

Rosario vive sola —un hijo divorciado la acompaña por el momento—. Todavía la buscan para inyectar y a veces lo hace. Tiene dieciséis años que dejó de atender partos. Los médicos dicen que goza de excelente salud, que su corazón funciona bien. Ella lo atribuye a que hace mucho ejercicio, a que practica gimnasia y baila en la clínica Xochimilco del ISSS-TE. Chifla muy bien, como lo hacía su esposo cuando le pedía que le tallara “su pulmón”. Cuenta su vida insistiendo en el diá-logo como recurso narrativo, se pregunta, ríe, se burla de sus propias palabras, tiene una mirada pícara y los recuerdos le tra-en alegría y orgullo. Tiene mucha vida, está colmada de futuro.

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A melia —Mela para las amigas—, de setenta y un años, recuerda a su esposo Lázaro con mucho amor. Él era muy decente —dice—, le gustaba jugar futbol, fue ca-

pitán, tesorero y representante de la liga de este deporte en Xochimilco, además de ayudar al mejoramiento de San Lucas. Trabajaba en un laboratorio, aunque luego se dedicó a otras actividades. Estudio para radiotécnico. Le decían El Chico o El Costal, porque había ganado varias de las carreras de costales que se hacían en San Lucas el 16 de septiembre. También lo lla-maban Zarandeo, por su forma de bailar y moverse como el instrumento utilizado para sembrar el maíz. “Pero en el hospi-tal le pusieron una mala inyección”. Cuando murió los jugado-res le ayudaron con los gastos funerarios. Es nativa de San Lu-cas, igual que su esposo.

En principio, se casaron por el civil. Y después de tres años lo hicieron por la Iglesia, ante las críticas de una hermana que objetaba su matrimonio oficial y la oportunidad propuesta por el párroco. Fue en 1955, cuando tenía diecisiete años y al-gunos hijos. Lo hizo con otras cuatro parejas que también te-nían hijos —incluso una asistió evidentemente embarazada— en una ceremonia colectiva organizada por un sacerdote que no quería almas pecadoras.

BODA EN SAN LUCAS Amelia Becerril de Valderrama

Versión de Arturo Texcahua

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En ese entonces había en San Lucas pocas casas y la ca-rretera no existía. Cuando estaba seca la Presa, Amelia se cru-zaba por allí. Nunca se acumulaba mucha agua en ese terreno ni se hacían encharcamientos como ahora. El agua se filtraba en la tierra fácilmente, no había cemento ni banquetas. Recuerda que había un terreno con una gran barda que juntaba el agua de la lluvia, y la aprovechaban para lavar. Otras veces iba a los la-vaderos públicos. El agua escaseaba. El líquido que solían usar venía de Monte Alegre, por allá por el Capulín, y llegaba a un tanque, de donde se repartía a la gente de San Lucas. Pero no era mucha. También había dos pozos para paliar la escasez. A uno le decían el San Mateo y al otro San Lucas. Junto a los lava-deros estaba el abrevadero para los animales. Cuando no había agua iba a lavar a Nativitas, o la acarreaba de San Lorenzo. “La acarreábamos con aguantador y dos cubetas o botes de alcohol o de aceite, de los que vendían en la tlapalería”.

Su marido le llevaba siete años. Lo conoció desde muy chica. Recuerda, incluso, que en una peregrinación a la Villa, él la corrió, “sáquese, chamaca”, para que lo dejara solo con la no-via, en un rincón de la subida al Tepeyac. ¿Quién pensaría que un día irían al altar y ella usaría un vestido lila? Después de la boda hicieron una fiesta que amenizó un sonido de San Loren-zo, El Cuadrado, que llevaba altavoces, “trompetas”. Bailaron chachachá, mambo y danzón, oyeron mariachi y a Pedro Infan-te. Se comió arroz, tamales de frijol y mole con la carne de los pollos y los puercos criados por ella, para el acontecimiento. Con la sangre, las vísceras y la huevada de los aves degolladas, además de sal, chile, cebolla y epazote, hizo, con sus hermanas y cuñadas, unos ricos tamales que solamente devoraron ellas, las cocineras.

Luego, al otro día, cuando acabó la fiesta —esa gran fiesta—, Amelia volvió a cuidar a sus hijos, a ser ama de casa. Y vivió más de cincuenta años con su esposo Lázaro.

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R eyna es de Santiago Tepalcatlalpan y presume, orgullo-sa, que aprendió sola a leer a los cinco años. Tiene se-tenta y cuatro años, trabajó como profesora. Estudió

en la Escuela Nacional de Maestros, después de pasar por la secundaria —más mal que bien porque se entretenía mucho haciendo el quehacer de la casa— en el turno vespertino. Vivió su niñez en un Santigo que ya no existe, que poblaban leyendas y brujas. En aquellos años en los que no había electricidad en Santiago y las velas iluminaban las noches, su papá contaba his-torias a la familia antes de dormir. Narraba que cuando joven, en una noche de parranda, un amigo y él vieron una mujer ves-tida de blanco que los invitó a seguirla por varias calles, hasta que llegó al panteón y se perdió en él mientras se carcajeaba macabramente. También contaba cómo un día, cuando regresa-ba de trabajar de Xochimilco, ya tarde, por aquella vereda que pasaba por los sembradíos de maíz de los sanmarqueños —del barrio de San Marcos—, donde ahora está Jardines del Sur, a la altura del Acueducto, se abrió de pronto una zanja en el camino que le impidió avanzar, y aparecieron en el cielo muchas luces que se movían de un lado a otro. “Son las brujas”, pensó, pues decían que Santiago era un pueblo de brujas. Para evitar que lo agarraran hizo lo que aconsejaban todos: se quitó los calzones,

CINCUENTA Y CUATRO AÑOS DE SER FELIZ Reyna Rosales García

Versión de Arturo Texcahua

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los volteó al revés y se los aventó. Aquellas luces y la zanja de-saparecieron. También recuerda que fue muy conocido por esa época el caso del cohetero que mandó a pintar la iglesia como agradecimiento al Apóstol Santiago, por haberlo protegido du-rante su camino por la mencionada vereda, cuando regresaba de Xochimilco cargado de una buena paga. Escuchó a unos ca-ballos sobrenaturales escoltarlo durante todo el recorrido. En esa época había lavaderos públicos, que estaban cerca de la casa de Reyna, en la orilla del pueblo, eran bajitos porque la gente se hincaba para lavar. El pueblo tenía en su mayoría casas de zacate y calles arenosas. Ella vivía al pie de un cerro, aunque ahora éste ni se ve, lleno de tantas casas. Cerca había una ba-rranca que era el cauce de un río que se formaba en temporada de lluvias, por allí bajaba una creciente fuerte que Reyna veía con sus hermanos, como una peligrosa diversión. La punta de la venida traía troncos, animales y piedras.

A quien sería su esposo, Margarito Zapata, lo conoció en la Normal. Bailaron juntos en los convivios que se hacían los viernes en la escuela. En quinto año de Normal se hicieron no-vios. Sólo cuatro meses después de terminar la carrera, ya tra-bajando como maestros, los padres de Margarito la pidieron. Ella tenía veintiún años y no había cobrado ni su primer salario. Llevaron un sacerdote para hacerlo más formal. Se casaron en Xochimilco, pero se fueron a Tlaxcala —de donde era Marga-rito— a festejar. La casa de los padres de Margarito era humil-de, pero bonita y estaba muy bien adornada. En medio del pa-tio había una cruz cubierta de flores blancas y coronas, y con un sahumerio a sus pies. A Reyna la pusieron de un lado de la cruz y a su esposo del otro lado. Una persona respetable del pueblo explicó a todos el significado de aquella ceremonia. Aquel objeto recordaba que durante el matrimonio todo el tiempo se cargaba una cruz. Después de adornarse todos los familiares con flores, bailaron la “entrada”. Un matrimonio apa-reció con una olla de barro llena de pulque aderezado con pi-loncillo y pétalos de rosa, y adornada también con flores. El señor cargó la olla y la señora bailó alrededor de la olla por to-

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do el patio, con una música pegajosa y grata. Cuando se ter-minó el baile se repartió el pulque a toda la gente, y se dieron cacahuetes y confites, como si fuera posada. Hace cuatro años festejaron las bodas de oro. La ceremonia se hizo en Santiago y la fiesta, en Xaltocan, donde ahora viven. En una emotiva re-cepción se interpretó el mismo baile de cincuenta años antes.

Reyna y Margarito tuvieron cinco hijos, que han estu-diado una profesión y que les han dado muchas satisfacciones. Se sienten muy orgullosos de su obra y de una tarea que no ha sido fácil. A cuidar a los primeros hijos le ayudaron su madre y su suegra, después se auxilió de los servicios de una persona, porque Reyna trabajó como profesora treinta y dos años, antes de jubilarse. Periodo que no le pareció pesado, no obstante de atender, además, a los niños, hacer la comida y todos los que-haceres propios del hogar. Nunca tuvo sirvienta, todo lo hizo ella. “Sé que Dios siempre me ha iluminado —dice—, y me ha orientado para que yo sepa cómo actuar con mis hijos”.

La primera escuela donde trabajó estaba en Tlalpan, pe-ro después de que se casó pidió su cambio a San Joaquín, por el Toreo de Cuatro Caminos, para estar en la misma escuela don-de trabajaba su esposo. Pero como pronto tuvo un bebé, cuan-do terminó el ciclo escolar, el director de la escuela le ayudó a cambiarse a Xochimilco. Fue un director muy bueno —según dice ella—, que le permitió llevar el niño a la escuela y le avi-saba cuando el bebé pedía de comer. Aquella época todo era como una aventura y la disfrutó mucho al lado de su marido. El largo viaje, las náuseas, los mareos, los vómitos. Luego se cam-bió para la primaria Quirino Mendoza, que estaba frente al mercado, donde ahora está la casa de la cultura.

Su esposo no quiso cambiarse a Xochimilco, porque de-cía que si lo hacía no podría portarse mal. “Prefiero portarme mal donde no me vean”. Se fue a Iztapalapa. Aún así, a veces le llegaban chismes a Reyna de que su esposo andaba con alguna compañera. Reyna pensaba “ojos que no ven, corazón que no siente”, pero también reclamaba. Margarito explicaba que todo era un error. “Pues allá tú, Margarito, si me haces cosas. Sólo te

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aclaro que el día que ya no estés contento conmigo, la puerta está muy abierta, porque yo y mis hijos no nos vamos a ir”.

Hoy, Reyna tiene veintitrés años de jubilada; hoy disfru-ta, se pasea y se viste como su madre le decía que lo hiciera cuando empezó a trabajar. Los miércoles y viernes hace ejerci-cio en la Clínica Xochimilco del ISSSTE, los martes y los jueves toma clases de taichí en San Fernando. Ha ganado hasta pre-mios por esta actividad. Disfruta la vida junto a su esposo e hijos, mientras espera llegar a otro año felizmente casada.

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M aría Eugenia nació en San Gregorio Atlapulco, perte-nece a una de las familias fundadores de ese pueblo, la del abuelo Agustín Acatitla, quien un día llegó a

esa tierra desde el estado de Hidalgo. Es hija única de un cam-pesino que luego puso una cremería. De niña sufrió la pobreza del campo mexicano. Aún recuerda en su casa la cocina de chi-nami, las paredes de adobe, el tlecuitl, el comal de barro, las tortillas inflándose en su negra superficie, la falta de sillas y cu-charas, los sabrosos frijoles con mucho epazote y cómo se aprovechaba todo, hasta los olotes como leña y los troncos —los pollitos— como bancos. Tiene muchos recuerdos que se amontonan en su mente y que fácil servirían para escribir todo un libro. Ve el agua cristalina del canal, y en el fondo las cule-bras que nadan y la asustan, mira la chinampa pródiga de ver-duras y hortalizas, recuerda los muchos árboles que había y los ahuejotes derechos y enormes, los diferentes tipos de maíz, las gallinas y la vaca, los días buenos de carnes y el piso de tierra de su casa. También tiene frescos los juegos infantiles que los divertían a ella y a sus primos, simples como la matatena de “huesitos” de chabacano, las ollitas de tierra, las corcholatas de los refrescos consumidos en las fiestas, la pelota de hule que raspaba de tan vieja y el rorro —la muñeca— que tenía.

ERAN DE BANDOS OPUESTOS María Eugenia Gómez

Versión de Arturo Texcahua

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Hizo la primaria en la escuela Miguel Bernal y a los diez años entró a la Secundaria 31. Allí conoció a su futuro esposo. No le agradaba, la asustaban los chicos pesados del tercer gra-do, que obstruían el paso, que las floreaban, que mandaban re-caditos o decían que les gustaba ésta o aquella, y las hacían ru-borizarse. Siempre fue muy amiguera. Regresaba a su casa, que estaba en el centro de San Gregorio, con un grupo de siete o nueve compañeras. Detrás, a cierta distancia, un grupo de chi-cos, entre ellos Nicolás, su futuro esposo, mostraba su interés tirando piedritas y gritando burlas.

Cuando terminó la secundaria expresó su deseo de estu-diar enfermería en Veracruz, en la Marina, o de hacer la prepa-ratoria para llegar a ser abogada. Pero su padre se opuso. No eran profesiones para una señorita decente. O era maestra o se quedaba en el hogar para perfeccionarse como ama de casa. Sin opciones entró a regañadientes a la normal particular Ignacio Manuel Altamirano —eran otros tiempos, ya había más dine-ro—, allá por los rumbos del Casco de Santo Tomás, y estudió entre 1972 y 1976 la profesión de maestra y el bachillerato al mismo tiempo. Cuando terminó, a los dieciocho años, empezó, con muchas dificultades, una carrera de treinta y dos años en el magisterio, hace dos años la terminó al jubilarse muy joven. La última escuela primaria donde estuvo fue la Quirino Mendoza y Cortés, en Xochimilco, de donde salió muy contenta por el papel desempeñado. Quienes la conocieron se lo reconocen todavía y la saludan con cariño y respeto.

María Eugenia cometió dos faltas en su casa: se enamoró y lo hizo de quien no debía. A escondidas de sus padres aquel chico de tercero logró conquistarla con flores, detalles y hasta serenatas. Ella estaba en la secundaria y él estudiaba la prepara-toria. La esperaba cuando salía de la escuela, la acompañaba en los traslados y a veces hasta iba por ella a su casa, con un chiflido la llamaba desde afuera. Fueron novios durante seis años. Uno de esos días descubrió que formaban parte de bandos opuestos. Él la llevó a su casa una Navidad y cuando su futura suegra cono-ció su ascendencia, hizo ver que no era bien recibida.

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Entonces se recordaron los antecedentes. El abuelo, po-seedor de muchos terrenos, se había casado dos veces. De Lázara Páez tuvo una hija, Ramona. De la segunda esposa, Ro-sario Gerardo Miltongo, tuvo dos hijas, Evarista y Alberta. Ra-mona se casó con José Bastida, de San Bartolomé Xicomulco. A la muerte de su padre, Ramona y sus hermanastras empeza-ronn a tener problemas por las muchas tierras dejadas. Las di-ferencias llegaron a graves extremos y corrió la sangre. Uno de los hijos de Evarista, Marcos Gómez Acatitla fue asesinado muy joven, emboscado cuando en su trajinera llevaba leche a Jamai-ca. También el tío de María Eugenia, Camilo Gómez Acatitla, murió apuñalado en San Juan Oyotepec, a manos de los Bastida Acatitla. Nicolás, el novio de María Eugenia, es de los Bastida, y a su padre esto no le hace ninguna gracia.

Justo en la fiesta de graduación como maestra, su padre quiso reclamarle a Nicolás, pero la oportuna intervención de los primos lo impidió. Pese a los barruntos de tormenta, esa noche María Eugenia, muy bella y feliz, coronó la celebración en Garibaldi, escuchando de un mariachi, y a un lado de sus primos y de su novio, los versos que Vicente Fernández ponía de moda: “Grabé en la penca de un maguey tu nombre”, que se vol-vieron desde entonces un recuerdo muy especial entre ellos.

Las cosas se mantuvieron más o menos en buenos térmi-nos hasta que María Eugenia y Nicolás manifestaron su deseo de casarse. Entonces sí, su padre se negó rotundamente. Las discusiones y los llantos afloraron. Su madre estaba enferma del corazón, a su padre le afligía esto y la decisión de su hija vino a empeorarlo todo.

Cuatro veces trataron de hablar los padres de Nicolás con los de Eugenia y cuatro veces fueron rechazados.

Convencido de lo absurdo de aquella oposición, el tío de María Eugenia, Isidro González, decidió insistir. “Deja que la muchacha se case, que culpa tiene de lo que ha pasado en la fa-milia. Déjalos que vivan, compadre, mira, están jóvenes”. Todas las tardes lo visitaba con ese propósito. “Pero esa familia mató a mi hermano”. “¿Pero qué culpa tienen ellos de eso?” Así, de tan-

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to argumentar, un día lo convenció. La boda fue aprobada, entró con calzador y agarrada de pincitas. Quizá por ello, en una discusión previa al matrimonio, al calor de los reclamos, el padre de María Eugenia sacó una pistola y amenazó a su hija con matarla, antes que permitir que se casara. Aquel fue un momento muy difícil para los tres, pero el gran cariño que los unía pudo remontarlo sin lamentables consecuencias.

El quinto intento fue el último. Los visitantes fueron re-cibidos y se impuso la razón.

Lo demás transcurrió en los términos acostumbrados. Hubo pedimento. La familia del novio acudió con chiquihuites llenos de frutas, vino y pan. Los papás de Nicolás llevaron una cera y flores blancas. Las personas más grandes de la familia esparcieron el incienso y hablaron, la fecha y los pormenores de la boda se acordaron.

Un día antes de la boda se bendijo el matrimonio. Las familias se volvieron a reunir en la casa de la novia, y frente a una imagen de Cristo se arrodillaron María Eugenia y Nicolás, y recibieron la bendición de todos. Luego se realizó un brindis y una pequeña cena para celebrar la fusión de las familias.

La boda fue el quince de abril de 1976, en la iglesia de San Gregorio Atlapulco. María Eugenia usó el vestido caro —de la Casa Collado, de la Lagunilla— que compraron los abuelos del novio, Máxima y Rosario. Para adquirirlo, los octo-genarios tuvieron que vender un terrenito.

Después de la gran fiesta, la nueva pareja inició una vida de más buenos que malos ratos. Tuvieron siete hijos que María Eugenia ha visto y educado con la misma pasión que ha empe-ñado en todas sus tareas. Ahora se prepara para estudiar Dere-cho. Y no obstante ello, no descuida a su familia, baila en el club de la tercera edad de la Clínica Xochimilco del ISSSTE, ayuda en la Casa de la Cultura de San Gregorio, y tiene tiempo de conversar largo rato con su esposo y esperarlo, aún emocio-nada y arreglada. Han pasado treinta y tres años desde aquel sí en San Gregorio y hoy, ciertamente con otros matices, siguen amándose a la sombra de sucesos y detalles inolvidables.

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ÍNDICE Presentación 5 Arturo Texcahua

Si vivo cien años… cien años pienso en ti 7 Cleta Galicia Versión de Julio de la Peña Cuic

La responsabilidad del amor 13 César Peralta Versión de Salvador Flores Los tiempos del respeto. Dos historias de amor 17 Luz Bonilla Altamirano y Paola Ruiz Bonilla Versión de Hortensia Carrasco Flores Dos perspectivas de un amor 25 Gelasio Poblano Santana y Luz María de Jesús Medina Velázquez Versión de Elizabeth Llanos Noviazgo y casamiento 35 Raúl Emeterio Me cuidaban mucho 39 Juana Margarita Olivares Herrera Versión de Elizabeth Llanos

Dos esposos, dos amores 45 Rosario Flores Gómez Versión de Arturo Texcahua

Boda en San Lucas 53 Amelia Becerril de Valderrama Versión de Arturo Texcahua Cincuenta y cuatro años de ser feliz 55 Reyna Rosales García Versión de Arturo Texcahua Eran de bandos opuestos 59 María Eugenia Gómez Versión de Arturo Texcahua

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Este libro se terminó de imprimir y encuadernar en el mes de marzo de 2010 en los talleres de Impresiones García, Lago Alberto Mz. 14 Lote 15, colonia La Tur-ba, delegación Tláhuac, tel. 58 40 32 68. Se tiraron 500 ejemplares. El cuidado de la edición estuvo a cargo de Arturo Texcahua.

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AMORES VIEJOS

RELATOS DE XOCHIMILCO

E ste libro reúne relatos de amor de personas de Xochimilco, algunos de los muchos posibles que to-dos los días protagonizamos los seres humanos y que nos dan felicidad y pena, sosiego y angustia. Son, en apariencia, simples relatos de amor, pero significan más para sus protagonistas, pues marcaron su vida, la trans-formaron, la aderezaron o le dieron sentido. También hablan de un Xochimilco que existió, que ellos reco-rrieron y que sirvió de marco, de escenario, para todas estas historias; un Xochimilco más verde, líquido y soli-tario; una región de chinampas, de ojos de agua y cana-les. Destacan tradiciones y costumbres. Son registros de una vida cotidiana que la mayoría de las veces, por la fuerza de los sucesos presentes en una ciudad comple-ja y diversa, se diluye entre prisas, trabajos y sueños. De la mano de acontecimientos y posturas, lo mismo muestran el carácter de un pueblo y su moral, como evidencian la fuerza de sus habitantes, el temple que los ha hecho cuna de tradiciones, el rincón de laboriosos empeños.