Americanismo y modernidad en Mancha de...

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1 Americanismo y modernidad en Mancha de aceite Augusto Escobar Mesa Universidad de Antioquia , Medellín-Colombia

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Americanismo y modernidad en Mancha de aceite

Augusto Escobar Mesa Universidad de Antioquia , Medellín-Colombia

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Americanismo y modernidad en Mancha de aceite1 La obra literaria de César Uribe Piedrahíta (1896-1951), especialmente Mancha de aceite (1935) y su novela inconclusa Caribe (1937) hacen parte de la producción de un escritor poco editado pero representantivo de la novelística colombiana de la primera mitad del siglo XX, al romper con los cánones que le preceden y ponerse a la par con las nuevas formas expresivas y estéticas vigentes en América y Europa. En los últimos años, sin embargo, la crítica especializada comienza a reconocer su aporte en cuanto brinda una visión particular del mundo: la de una modernidad crítica. Uribe opta por una postura de vanguardia en el sentido del crítico alemán Wentzlaff-Eggebert de:

acabar con las formas anquilosadas del arte tradicional dando rienda suelta a la creatividad innata de cada hombre, que se convertiría en el principio generador de la totalidad de sus actividades. El protagonista de la creatividad –hombre nuevo por antonomasia– no puede ser un artista unidimensional sino polifacético, que hasta en su vida diaria se niegue a cumplir con las normas vigentes (1999a:8).2

Además de escritor, Uribe se desempeñó como: investigador, científico, médico, cirujano, acuarelista, grabador, antropólogo, salubrista, arqueólogo, traductor, novelista, crítico de arte, editor, dibujante de arte, líder fundador de empresas culturales, farmacológicas y de sanidad, profesor universitario, rector de universidad, parlamentario, explorador y viajero. Es un hombre universal, abierto a las nuevas tendencias y para quien no hubo disciplina u oficios que no atrajera su atención, tal vez por eso el poeta Guillermo Valencia lo llamó “caballero del Renacimiento” (cit. Mujica 1977:39). Esas múltiples actividades las ejerce Uribe con pasión, sin pausa y con decidido empeño. Se distingue, además, de sus contemporáneos por el sello personal que impone en sus obras y empresas, y por el deseo y la búsqueda incesante de mejorar las condiciones de vida de los olvidados y explotados de la sociedad (campesinos, obreros, indígenas). Genera controversia con otros colegas en el campo de las enfermedades tropicales, de la educación, el arte y la literatura porque nunca estuvo satisfecho de lo que otros hacían y menos de lo suyo. Lo que Subirat (1975: 13-14) afirma del socialista utópico, vale de igual modo para Uribe, es decir, desde su mundo de deseo lanza feroces diatribas contra la civilización que denigra. El deseo constituye tanto el agente y factor productivo de su riqueza pasional como del nuevo orden social que pretende instaurar real o imaginariamente. La sed de aventuras lo lleva a conocer y estudiar los más diversos sitios y comunidades del país y aquellos recónditos e inhóspitos de la geografía tropical colombiana, venezolana y centroamericana. El contacto inmediato, intenso, doloroso y crítico con colonos y comunidades indígenas de las selvas amazónicas y con los centros de explotación petrolera de Venezuela, motivan su experiencia de escritura. No hay otra manera de exorcizar tal lastre sino por medio del arte como una forma catártica, liberadora, pero que siempre le deja un vacío, por eso termina abandonando la literatura por otros oficios que reaniman su espíritu. En 1948, tres años antes de su muerte, afirma: “reafirmo mi amor por la pintura tanto como mi odio a la letras, porque encuentro mejor drenaje de mis emociones con la pintura y la talla. Son mis lenguajes preferidos… Las orquídeas me dan la tónica de los matices, por eso las prefiero a cualquier otro tema” (cit. Zapata 1948:3). En el ejercicio de lectura de Mancha de aceite pretendemos mostrar: primero, la recepción de este texto en América y Europa y la construcción de un texto que en su propuesta formal y significativa 1 Augusto Escobar Mesa, doctor en Letras, Universidad de Bordeaux III, profesor Universidad de Antioquia-Medellín-Colombia. E-mail: [email protected] 2 Wentzlaff reconoce que hoy hay un manifiesto interés de la crítica por los movimientos de vanguardia iberoamericanos de principios del siglo XX que durante mucho tiempo fueron olvidados y desconocida su “importancia y complejidad (1999b:9).

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va más allá de sus contemporáneos e intenta continuar –innovando– una tradición iniciada con José Eustasio Rivera. Pero ese proyecto queda inconcluso porque ni individual ni culturalmente se dan las condiciones que secunden lo iniciado en Mancha de aceite y, experimentado con más lucidez, en Caribe (Gutiérrez G. 1980:515).3 Segundo, publicada la novela en una etapa transitiva entre un liberalismo social y económico que se caracteriza más por expectativas que por efectivos cambios y por un recién y hegemónico pasado conservador que agotó todas las facetas de la vida social colombiana, Uribe decide romper con las formas literarias canónicas que le preceden: el realismo decimonónico y un modernismo de imágenes que busca la auto-contemplación, la autonomía del arte (Earle 1997:498-499) y un simbolismo de naturaleza estetizante (Paoli 1997:314). Al lado de León de Greiff y de Luis Vidales en la poesía, Uribe irrumpe con una narrativa que va más allá del modernismo. Se coloca al lado de los vanguardistas al cuestionar los valores morales y políticos heredados, rebelarse contra una cultura anquilosada, cuasimonacal y simulada de casi medio siglo de gobierno conservador y estar atento a las nuevas sensibilidades y tendencias estéticas (Verani 1977:9-41). Tercero, entre una de esas tendencias, está la preocupación por un americanismo de índole afroamericana autóctono y esencial mediante –en parte– el registro verosímil de expresiones coloquiales en zona de confluencia de hablantes de culturas diversas (zona de explotación petrolera), lo que produce un singular sincretismo lingüístico que resulta novedoso para la narrativa literaria de Colombia. Cuarto, la perspectiva de modernidad de la obra de Uribe deja entrever la visión trágica de un mundo burgués que se fisura hasta llegar a un nihilismo que no da lugar a catarsis ni trascendencia alguna. Estas aproximaciones o lecturas parciales las hacemos siguiendo una idea propuesta por Lotman cuando afirma que:

no existe cosa alguna que no posea un significado cultural (un valor social). Ya que el problema del significado está en relación con el de valor, se plantea el problema de la intensidad de las relaciones entre la expresión y el contenido en estos o en aquellos signos culturales [… ] El valor de los objetos es semiótico, en cuanto que no está determinado por sus valor extrínseco, sino por el de las cosas que representa (1972:92,93).

Recepción: un olvido aún no reivindicado Con Mancha de aceite, publicada en 1935,4 pero gestada por Uribe desde 1924 luego de la experiencia como médico en la zona de explotación petrolífera adyacente al golfo Maracaibo, se da una curiosa y singular paradoja: poco leída por los lectores colombianos, porque presumen que el escenario y la temática son exclusivamente venezolanas, los venezolanos tampoco la conocen por ser de escritor colombiano. A pesar de tratar un asunto que incumbe en buena parte a Venezuela, nunca se editó allí ni se la cita en su bibliografía (Carrera 1972:24). Ignorada entonces en las historias literarias de los países vecinos,5 es una de las obras donde puede palparse con mayor eficacia el tratamiento de una temática común a ambos y cuya modernidad formal se revela ya con visos vanguardistas para una y otra literatura. Sin embargo, vuelve la paradoja, no tuvo en Venezuela una tradición formal (en su propuesta innovadora) que la secundara a pesar de las 3 De las 102 novelas correspondientes a 84 escritores (Porras 1976) que se publicaron en Colombia en la década de los treinta, sólo una va en la línea de modernidad de Uribe y es Cuatro años a bordo de mí mismo, de Eduardo Zalamea Borda, publicada un año antes (1934; véase aspectos novedosos de este texto en J. Jaramillo Z.(1994:83-106). Además de estos dos escritores, otros dos alcanzan reconocimiento: Tomás Carrasquilla y José Antonio Osorio Lizarazo. El primero publica en el mismo período una trilogía novelada y el segundo, siete novelas. 4 Todas las citas referidas en adelante pertenecen a esta edición publicada en Bogotá por la editorial Renacimiento y se indican con la abreviatura M seguida de la página. 5 En 66 años, después de publicada la novela en Colombia en 1935, sólo ha habido tres ediciones más. Entre la primera y segunda pasaron 44 años (Colcultura, 1979), luego vino la de La Oveja Negra en 1986 y una regional en la Colección de Autores Antioqueños en 1992 (Rodríguez L.1992:333-334).

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dieciocho novelas sobre el tema del petróleo escritas entre 1909 y 1961(5-78),6 igual sucede en Colombia, donde el tema del petróleo ha tenido escasa ficcionalización, sólo cinco novelas entre 1928 y 1970.7 En el libro La novela del petróleo en Venezuela (1972), el crítico venezolano Ernesto Luis Carrera afirma que la novela de Uribe es “la primera, más vigorosa y combativa novela del petróleo en Venezuela” (134), no sólo por la manera como afronta –con compromiso– un tema conflictivo en tiempos de la dictadura de Juan Vicente Gómez y de sus testaferros –a quienes Uribe enrostra en la dedicatoria de la novela–,8 sino por la forma como lo trata, es decir, ajeno a cualquier pintoresquismo y con un afán de “búsqueda de una expresión directa y vigorosa” (Carrera 1972:131). Para el ensayista y poeta colombiano Cobo-Borda, el aporte documental de la novela no es menor que sus cualidades literarias. Denuncia pero también crea una imagen del mundo. “Su contenido es novedoso dentro de una forma también original” (1980:105). Eduardo Zalamea Borda sostiene en 1952 que Uribe es

uno de los pocos colombianos que han agregado algo a la literatura novelística mundial. Toá y Mancha de aceite de aceite son libros de un valor positivo que deberá conocer todo estudioso de nuestra literatura de la selva y el petróleo… Son obras literarias vigorosas y en ocasiones tienen una cualidad envidiable: la precisión científica del sabio que informa de un descubrimiento (cit. Escobar 1993:210).

Pero no sólo estos críticos valoran el texto de Uribe, otros y de distintas latitudes coinciden en tales apreciaciones. En los años cuarenta el crítico dominicano Arturo Torres Ríoseco sostiene de ella que es una novela “batalladora y naturalista” (1960:297); y en los cincuenta, los españoles Díez-Echarri y Roca Franquesa afirman que es un texto “mejor construido novelescamente” (1972:1438) que Toá –considerado éste, según el peruano Luis Alberto Sánchez, uno de “los más vigorosos relatos novelescos de la actual literatura colombiana” (1968:294)–. El crítico chileno Fernando Alegría dice que Mancha de aceite es “la gran novela antiimperialista… obra apasionada, con rasgos autobiográficos” (1954:139). Una década después, el crítico alemán Rudolf Grossmann afirma que Uribe es el “creador de la novela del petróleo colombiano” (1972:549) y el poeta y ensayista Cobo-Borda declara que Uribe rompe “los esquemas de una narrativa convencional” (1979:98); igual cree

6 Traemos el listado en orden cronológico para efecto de ilustración y de posibles trabajos investigativos sobre estas novelas o de trabajo comparativo con la novelística sobre el petróleo en otros países latinoamericanos: Lilia (1909) de Ramón Ayala 1909, Elvia (1912) de Daniel Rojas, Tierra del sol amada (1918) de José Rafael Pocaterra, La bella y la fiera (1931) de Rufino Blanco Fombona, Odisea de tierra firme (1931) de Mariano Picón-Salas, Cabagua (1931) de Enrique Bernardo Núñez, El señor Rasvel (1934) de Miguel Toro Ramírez, Mene (1936) de Ramón Díaz Sánchez, Remolino (1940) de Ramón Carrera Obando, Sobre la misma tierra (1943) de Rómulo Gallegos, Clamor campesino (1944) de Julián Padrón, La casa de los Ábila (1946) de José Rafael Pocaterra, Guachimanes (1954) de Gabriel Bracho Montiel, Casandra (1957) de Ramón Díaz Sánchez, Los Riberas (1957) de Mario Briceño-Iragorry, Campo sur (1960) de Efraín Subero, Talud derrumbado (1961) de Arturo Croce y Oficina N° 1 (1961) de Miguel Otero Silva (Carrera 1972:169). Es importante anotar que la década del 30 es la de mayor número de obras escritas sobre el tema en Venezuela, 6, incluida la de Uribe, es decir, una tercera parte de todas las publicadas, mientras en los años 20, período de los grandes conflictos laborales y de asentamiento definitivo de las compañías extranjeras y de la dictadura de Juan Vicente Gómez, no se escribe ninguna, como si hubiera habido necesidad de tomar distancia frente a los hechos para recrearlos. 7 Ellas son: Tras el nuevo Dorado (1928) de Ramón Martínez Zaldúa, Barrancabermeja (1934) de Rafael Jaramillo Arango, Mancha de aceite (1935) de César Uribe Piedrahíta, Orú, aceite de piedra (1949) de Gonzalo Canal Ramírez y Sangre y petróleo (1970) de Gonzalo Buenahora (Curcio 1975, Porras 1976). 8 “Allí están vivos los historiones, lo camareros, los cortesanos, las mujercillas, el lascivo Capellán alcohólico y el resto de los fantoches que figuran en la tragicomedia de ese Gran Guiñol [de el Compadre Juan Vicente Gómez]” (Uribe 1935:3).

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el crítico español Agustín del Saz cuando asevera que esa novela se caracteriza por ser “una vigorosa narración” (1978:131). Para el coreano Guansu Sohn, Mancha de aceite es un “excelente documento literario” en el cual se pueden estudia los problemas sociales, económicos y políticos de Venezuela y Colombia y, por extensión, de América Latina (1978:59). Pero es el crítico Alvaro Medina quien, en esta década, mejor acierta en la lectura de la novela cuando afirna que:

Mancha de aceite posee una estructura narrativa que la saca del montón y la destaca por encima de buena parte de las novelas latinoamericanas de los años 20 y 30. César Uribe Piedrahita debió ser un lector al tanto de las novelas de la literatura mundial y más especialmente de la norteamericana. La estructura de Mancha de aceite con su disposición en planos narrativos que consideran el montaje cinematográfico (planos no siempre marcados o separados por los asteriscos utilizados en la edición príncipe) y la inserción de textos documentales paralelos a la acción narrativa, indican un buen conocimiento y una perfecta asimilación del John Dos Passos de Manhattan Transfer. En este sentido, Uribe se adelantó en casi 30 años a la concepción similar de Cepeda Samudio en La casa grande. En Uribe, sin embargo, el proyecto es más ambicioso y más rico. Colocado al modo de gráficas marginales al texto pero complementarios de él, el autor incluyó nueve documentos, ocho cartas y una citación oficial del jefe civil del distrito. Si analizamos la manera como se insertan, considerando que las cartas son las de la correspondencia de “Doc” Echegorri con la organización clandestina y con su amante secreta Peggy McGunn, es evidente la gran habilidad de Uribe para dar cuenta de las acciones que ocurren subterráneamente a los escuetos hechos narrados. No ya marginales sino involucrados al texto narrativo, aparecen otras cartas, varios carteles y un memorándum del Ministerio de Fomento venezolano a las compañías petroleras [...] La diferencia que hace el autor entre uno y otro tipo de documentos y su colocación al margen o dentro de la narración según le hubieran llegado al “Doc” Echegorri abierta o clandestinamente, revelan su gran sentido compositivo para lograr una estructura dinámica en la que los textos paralelos y simultáneos o narrativos y documentales conforman un gran collage. Uribe Piedrahita concebía de este modo la novela con un espíritu muy cercano al de Joyce en Finnegans wake y anunciaba en cierto modo el Cortázar de Rayuela y al Roa Bastos de Yo, el supremo (Medina 1977).

En la década siguiente, el crítico italiano Giuseppe Bellini considera que Mancha de aceite es la expresión aguerrida “contra el imperialismo al afrontar el tema de la explotación de los yacimientos petrolíferos” (1985:506). En los noventa, el crítico norteamericano Raymond Williams manifiesta que, a diferencia de muchas otras novelas sociales y de denuncia de la explotación humana y económica, la novela de Uribe asume de una manera “más moderna la protesta social” (1991:178). Gutiérrez Girardot sostiene, finalmente, que Mancha de aceite9 sobresale no sólo por el “lenguaje sobrio y el carácter experimental de su construcción (la disposición tipográfica, la inclusión de cartas y documentos, las ilustraciones), sino precisamente por haber variado y desarrollado motivos de Rivera, es decir, por su intento de fundar una tradición literaria ‘nacional’, en cuanto recoge, varía y amplía de modo experimental lo que había creado Rivera” en La vorágine (1980:515); novela que hace parte de un proceso de sincretismo y renovación de las corrientes literarias nacionales, latinoamericanas y europeas que le precedieron (Sklodowska 2000:209-240). Reflexión sobre el drama social y la encrucijada humana A manera de diégesis, la novela está construida a partir de varias historias que se entrecruzan. La primera, la instalación de las compañías petroleras extranjeras en el Golfo de Maracaibo y sus alrededores; los intereses que se mueven detrás de todo ello y la rivalidad entre las mismas ompañías por obtener los mejores sitios de explotación con las máximas garantías gubernamentales. La 9 Gutiérrez considera Mancha de aceite superior a Toá, a pesar de la “muy considerable difusión [de ésta] en Latinoamérica” (1980:514)

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segunda, la experiencia del médico y protagonista Gustavo Echegorri al servicio de las compañías: al inicio, su conformidad con el trabajo de médico en los campos de exploración, luego, su repudio al sistema de explotación humana de las compañías y, finalmente, su actitud de resistencia y de lucha contra ellas. La tercera historia corresponde a la relación amorosa y conflictiva entre el médico Echegorri y la esposa del superintendente de la compañía Standard Oil, Peggy McGunn. La cuarta se refiere a la correspondencia clandestina entre dos amigos: Alberto (en Colombia) y Gustavo (en Venezuela), en la que se pone de manifiesto las intrigas de las compañías extranjeras que quieren controlar no sólo la producción del petróleo de Venezuela y Colombia, sino también sus gobernantes. Y una quinta, no narrativa, pero sí visual, tiene que ver con los veinticuatro grabados del pintor Gonzalo Ariza que acompañan la novela y dan cuenta, desde esta perspectiva, de la diégesis. Estas cinco historias que pueden leerse indpendientemente, se articulan sobre dos ejes temáticos básicos: el primero, el asentamiento, exploración y explotación de las compañías extranjeras del petróleo venezolano en el occidente del país, y el segundo, los dos últimos años de la vida del protagonista, Gustavo Echegorri, médico salubrista colombiano que estudia en universidades norteamericanas y luego es contratado por la compañía estadounidense Mun Oil Co. a trabajar como médico a su servicio. El engranaje de los dos ejes pasa por la mediación de un narrador omnisciente que da cuenta de cada una de las historias –algunas gráficamente ubicadas en la misma página, por ejemplo la correspondencia o algún documento anexo– bajo el prisma cuestionador del estado de injusticia que impera en aquellos campos semidesérticos abandonados de la acción estatal, a no ser para someterlos al arbitrio de las Compañías extranjeras explotadoras. La otra perspectiva de los hechos la ofrece el protagonista cuando retoma la voz para descubrir y enrostrar a los ejecutivos de las multinacionales la tragedia que vive el pueblo en los campos de exploración y luego en los cobertizos de palma donde los peones van a exhalar su estertor final. También cuando contempla impotente el “enganche” dictatorial de millares de hombres que sirven de piso y cimiento a la línea del ferrocarril Madeira-Mamoré, que igual que los campos petroleros, se los traga el trabajo esclavo, amén del paludismo, las comisarías, las cárceles, las casas de juego y la prostitución. El tema social unido al de la naturaleza o ésta –depradada– como representación del conflicto humano y social en América Latina aquiere gran relevancia en Mancha de aceite y constituye uno de los ejes sobre el cual gira una narración orientada a un realismo crítico y trágico en el sentido de que va más allá de la realidad dramática que envuelve, ata y aliena tanto a los hombres como al entorno natural y social, sin que pueda haber otra salida que la peste que extiende sus tentáculos asfixiantes al mundo posible, es decir, al que ha sido tocado por el mal del capitalismo salvaje y la dictadura. Mancha de aceite es una alegorización de la tragedia humana cuando el mundo tiende inevitablemente a su reificación por efecto de una tecnificación fetichizada y una deshumanización ineludible (Zima 1988:187-200). Con respecto a la naturaleza y al hombre como dos elementos interactuantes en el que puja uno u otro por su dominio, basta recordar el conjunto de novelas clásicas latinoamericanas que preceden a las de Uribe: Canaán (1902), Raza de bronce (1914), La vorágine (1924), Don Segundo Sombra (1926), Doña Bárbara (1929), Huasipungo (1934). En ellas, el medio natural, manifiesto en forma predominante como bosque, cordillera, selva, pampa, llanos, chacra, socavón o la combinación de varias de estas, se revela casi siempre con una representación peculiar identificada como poder omnipresente, dominante, fatalista, en la que el hombre aparece como una figura más o un espectro entre tantas otras figuras, o como víctima propiciatoria de un destino superior a él. Desde una perspectiva eurocentrista –por ejemplo, la de Ortega y Gasset en su Meditación del pueblo joven (1958) que sirve durante casi un siglo para explicar la literatura latinoamericana–, pareciera caber la idea de que en las novelas citadas la historia no tiene aún

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asidero y cuando ésta pudiera asomar a través del caudillo, del cacique, del latifundista, del dictador criollo, estos personajes no son más que representaciones de un estado primitivo, bárbaro, ausente de la civilización y el progreso, es decir, la geografía, la naturaleza todopoderosa sigue manteniendo su vigencia. Mancha de aceite va más allá del telurismo10 y se afirma sobre la nueva tendencia moderna y social en América Latina –aunque el realismo y el naturalismo europeo ya había explorado y profundizado el tema social–. Este, como fenómeno a identificar o a imaginar, se convierte para la literatura en objeto de reflexión y ficcionalización en el continente americano como efecto de las condiciones sociales, históricas y conflictivas que se vivieron en la primera mitad del siglo XX en su opción hacia el capitalismo y ante el progresivo e inevitable abandono del hombre del campo en busca de mejores condiciones de vida. El proceso de descomposición rural, la creciente aunque desequilibrada urbanización y la inevitable colisión entre civilización y barbarie (Fuentes 1969:9-14; Moreno-Durán 1976:49-104), sirven de motivo a los escritores para ubicar a sus personajes en medio del dilema insoluble de encontrar un espacio de realización y lograr un estatuto que garantice la sobrevivencia. Pero ni a lo uno ni a lo otro tienen asidero, lo que desencadena no pocos conflictos y contradicciones. Y la novela está allí para atrapar el fogonazo instantáneo o la acción épica de mundos que se desmoronan y de otros que se reconstruyen con el lastre de los que le preceden,11 y da lugar a una narrativa proclive a reivindicar lo propiamente americano identificado como fuerza y singularidad telúrica o lo que en otros términos se les llamó literaturas “terrígenas”, “indigenistas”, “mundonovistas”, “agrarias”, etc., que entre la crítica tuvo su vigencia hasta los años sesenta del siglo XX (Sánchez 1968; Loveluck 1969). Estas literaturas fueron marcadas, sin lugar a dudas, por el realismo y el naturalismo europeo, además, por una coyuntura social de permanentes cambios y conflicto que en América Latina permiten el desarrollo, con relativa fuerza, de una literatura socio-neorealista siguiendo los mismos parámetros a priori o a posteriori de la literatura de corte existencialista europea que tuvo lugar entre las dos guerras mundiales y de la línea trágica-pragmática de la literatura estadounidense de los años treinta y cuarenta. Tal como propone José Luis Martínez (1955,1972:74-75), la literatura latinoamericana del siglo XIX es una literatura de “aprendizaje”, entendida ésta como un proceso de “emancipación mental” luego de haberse logrado la independencia histórica y formado los Estados nacionales. También es una literatura de “formación”, es decir, en busca de una identidad y de una expresión cultural original. La paradoja, en el criterio de Valencia Goelkel, es que a esta literatura le faltó identidad consigo misma y su azote fue precisamente una “búsqueda de autenticidad” (1972:122). Si la literatura el siglo XIX es, en suma, aprendizaje de la libertad y de identidad, la de la primera mitad del siglo XX, iniciada con el modernismo, es la “toma de posesión del mundo, pero también una toma de conciencia del tiempo” (Martínez 1972:82) que va significar “renovación formal y la conquista plena de la expresión original y de la modernidad” (85), hasta llegar –particularmente en la poesía y en la novela de los años cuarenta en adelante– a radicalizar la creación individual, la libertad del artista, la negación de cualquier vínculo con el pasado y hacer de la ruptura una postura permanente

10 Noción por cierto estereotipada que se impuso a la literatura latinoamericana por, casi siempre, la crítica extranjera. Para esta era difícil aceptar que las artes y la literatura producida más allá del río Grande americano había alcanzado su mayoría de edad y no necesitaba del espejo europeo para su identificación. Véanse al respecto los artículos de Gutiérrez Girardot ( 1978:888-896), Costa Pinto (1970:21-28). 11 De ahí surgirán unas novelas cercanas a la crónica y al testimonio por su engolosinamiento con la realidad y, otras, que vecinas a la ficción y ajenas a las historias que cuentan, se interesa más por los efectos que estas producen o por la manera de contar, generando con ello formas fronterizas renovadas en la literatura como el neorealismo, el neobarroquismo, el realismo mágico, lo real maravilloso o el realismo trágico.

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(Rodríguez M.1972:139).12 También se observa como novedad el empleo sin restricción de la composición textual y tipográfica, el verso libre, la soberanía en la invención metafórica, el uso del lenguaje coloquial, la preocupación por lo social, entre otros aspectos. Es el aprendizaje de la autoconciencia el que lleva necesariamente, en el criterio de Roberto Fernández Retamar (1972:324-328),13 a la autorreferencialidad como paso indispensable para la afirmación de una tradición e identidad cultural, es decir, remitirse a sí misma, autovalidarse en la propia mirada. Parodiando a Ricoeur, diríamos que la literatura latinoamericana es por sí misma “del orden de lo ‘mismo’; el mundo es ‘su otro’”(1987, I:154),14 o el espejo en el que quiere verse reflejada, pero que ineludiblemente sólo muestra un estado de refracción. En la novela de Uribe se observa a un protagonista que desea un mundo libre del afán burgués (expresionismo)15 y del efecto devastador de la tecnología y sin las afugias que produce el consumo y el deseo de la posesión material. También anhela que el hombre y el medio guarden un cierto equilibrio, pero eso no es más que un deseo iluso propio de un utopista y soñador porque la realidad se impone de otra manera desde su llegada a la zona petrolera venezolana. La avidez, los celos, la competencia, la alienación y explotación humana, el desventramiento y destrucción de la naturaleza, es lo que encuentra e impera. Prima un único valor, el de cambio. El mundo se ha fragmentado, se halla al borde de la disolución. El viaje de Echegorri al corazón del oro negro sudamericano no es otro que el viaje al infierno donde no hay camino de retorno. Son esas condiciones, a pesar de la afrenta que le produce, las que debe encarar y empezar construir lo que añora así no vea sus logros. No hay otra opción para buscar los lazos que le atan a un espacio, hoy vilipendiado, y a una historia de la que ha sido causa ajena, pero se ha cimentado necesariamente sin él y en contra de él y de los otros, próximos suyos en el padecimiento. Él es también parte de ese universo enajenado que intenta revertir sin éxito alguno. La obra de Uribe Piedrahíta constituye en Colombia un punto de anclaje entre una tradición que no libera sus definitivos hilos y una modernidad que da sus primeros visos, pero no se asienta con el fuero necesario, salvo casos aislados como los de Luis Vidales, León de Greiff en poesía (Pöppel 2000)16 y Eduardo Zalamea Borda, Jaime Ardila Casamitjana (Jaramillo Z. 1994) y Uribe Piedrahíta en narrativa. El clima intelectual colombiano que prima en los años que preceden a la aparición de Mancha de aceite es de un despertar crítico y de afán renovador, al igual que de contemporización 12 Véase en especial su capítulo “Tradición y renovación” (139-166) y de otros críticos en: América Latina en su literatura (ensayos al respecto de: Severo Sarduy, Ramón Xirau, Jorge Enrique Adoum, Noé Jitrik, Fernando Alegría; 1972:167-258). 13 Esta autoconciencia se entiende como “intercomunicación” permanente de escritores y lectores latinoamericanos. Éstos se han vuelto “con orgullo sobre nuestras propias producciones, lectores intercomunicados que han prescindido ya de la inferiorizante mirada hacia fuera para saber qué es lo ‘que hay’ que leer; o si no será que al mirar hacia otros países ven ahora en ellos los nombres de autores nuestros, y el verlos allí, donde antes solían encontrar tan sólo los siempre prestigiosos nombres extranjeros, los lleva a leer y a gustar de sus coterráneos con la anuencia y casi con el estímulo de las metrópolis” (Fernández 1972:324). En suma, la literatura latinoamericana deja de ser una literatura marginal dentro y fuera de sus fronteras. 14 Refiriéndose en este caso a la autorrefencialidad textual, Ricoeur sostiene que: “La atestación de esta alteridad proviene de la reflexibilidad del lenguaje sobre sí mismo, que, así, se sabe ‘en’ el ser para referirse ‘al’ ser” (1987, I:154; véase “narratividad y referencia”, 153-160). 15 En la opinión de Verani: “Al escindir y destruir los principios del arte burgués, los valores de un régimen social caduco, el arte de vanguardia preludia un orden nuevo, anticipa la necesidad de un nuevo absoluto, fe o mito” (1997:23). Grossmann dedica un amplio capítulo al estudio del expresionismo literario latinoamericano en: “Fundamentos del expresionismo latinoamericano” (1972: 469-595) 16 Véase su interesante reflexión y aplicación de la relación tradición y modernidad en la poesía colombiana de los años veinte en el capítulo 3 de su libro Tradición y modernidad en Colombia.

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con las tendencias europeas vigentes, observado en parte en las traducciones, correspondencia y, particularmente en la dinámica cultural en torno a revistas como Voces de Barranquilla dirigida por el catalán Ramón Vinyes y José Félix Fuenmayor, Pan (donde publicó Uribe varios de sus escritos), fundada en Bogotá por Enrique Uribe White, y las antioqueñas: Cyrano, Sábado, Colombia, o alrededor de grupos como Los Nuevos de Bogotá o la tertulia del Negro Cano en Medellín. Pero es la poesía el género por excelencia en el que se observan las nuevas búsquedas y un espíritu renovador. En el caso colombiano y salvo ciertos hitos (Isaac, Rivera, Carrasquilla), la poesía ostenta los mejores exponentes de su literatura hasta casi mediado el siglo XX. Además de los narradores señalados –los dos primeros, también poetas–, otros dos, José Antonio Osorio Lizarazo y Fernando González contribuyen a poner parte de los fundamentos de una tradición que tardará varias décadas –cuyo despegue sólo se dará en los años sesenta cuando comienza a trazarse el sendero que irá consolidándose con los escritores del boom literario latinoamericano–en optar por el oficio de la escritura como actividad excluyente. Osorio y González lo intentarán al igual que Carrasquilla. Éstos, de alguna manera, ejercerán por acción o reacción un cierto influjo en la obra de Uribe,17 ya que los tres hacen una lectura crítica de la realidad de su tiempo y a su manera; son tres estilos singulares que los distinguen en la literatura colombiana, amén de haber hecho una obra, cada uno, considerable, continua y peculiar, y dejan traslucir un modo de ser y pensar de la sociedad colombiana de la primera mitad del siglo XX. Muestran ellos, al igual que Uribe, una sociedad que no logra acomodarse a la dinámica proveniente de fuera (penetración del capital extranjero, colapso económico de 1930, auge de los movimientos socialistas y fascistas) y menos a los cambios generados internamente: naciente industrialización, comienzo de la hegemonía liberal, laicización del Estado, capitalismo agrario y sus efectos, despertar de una violencia partidista que había permanecido soterrada bajo la hegemonía conservadora y que le sacuden a modo de espasmos sin que se avizore un porvenir tranquilo. La literatura busca dar cuenta de ello, pero ese clima impera en su momento en toda América Latina como bien lo expresa Goelkel:

que la vida puede ser una atrocidad y una indignidad; que las penas, el tedio, la opaca insensatez nos siguen rodeando es una constante de la historia de la literatura y, más aún, una de las razones de ser de la literatura. Pero entre nosotros se produjo, con recurrencia implacable, una sutil inversión de ese tópico; para poetas y novelistas, las circunstancias exteriores o los infortunios del carácter eran insuficientes; para nuestros ensayistas, la inanidad de sus asuntos no era bastante; era menester agravar la desdicha o el tedio, y para ello habría un instrumento destinado específicamente a ese fin: la literatura (1972:130).

Esto es, de alguna manera, lo que le ocurre a Uribe. No le basta mostrar en sus estudios científicos y ensayos culturales que el mal social asfixia cada vez más al hombre colombiano y latinoamericano y pone en jaque la dignidad humana; le urge mostrarlo en el universo ficticio y verosímil de la literatura como dimensión totalizante que pretende ser. Ausculta el mundo que rodea a tantos seres en situación y muestra los efectos nefastos que los tocan en lo más profundo de su condición. Mancha de aceite es la representación de un territorio hostil para la existencia como para la palabra. En ella se observa la agonía trágica del hombre que se ha dado la espalda a sí mismo y ha antepuesto el progreso basado en la riqueza a su propia realización como persona. Tal noción de progreso exige, siguiendo a Kant, “que la razón impulse al hombre a soportar con paciencia las fatigas que odia, a

17 Osorio es autor de doce novelas y diez libros de otros géneros y centenares de artículos periodísticos (Mutis 1978: xi-lxxxvi) y es considerado el mejor escritor urbano de la Colombia de la primera mitad del siglo XX, según el crítico alemán Ernesto Volkening (1975:69-92). González, llamado el “Filósofo de Otraparte” por su obra de carácter meditativo y reflexivo, es autor de cerca de veinte libros entre novelas, ensayos, biografías y otros géneros (Henao 1993). Carrasquilla escribió más de dos decenas de libros entre novelas, libros de cuentos y ensayos.

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perseguir el brillante oropel de trabajos que detesta, a olvidar la muerte que le aterra” (cit. Subirat 1975:16). Así, la sociedad no es más que una eterna paradoja, contradictoria por naturaleza. Acaso ella, se pregunta Subirat, ¿no es sino una regresión a un estado bárbaro e inhumano?” (idem). Pesimista es la mirada del protagonista de la novela ante un mundo que se impone sin el menor asomo del arcádico que desapareció ni posibilidad de seguirle el rastro. Prevalece pues “una concepción trágica, escéptica de la vida al igual que una concepción melancólica y desesperada de la literatura” (Goelkel 1972:130). No en vano años más tarde Uribe abandona la literatura por el arte y el cuidado de las flores porque con aquella no logra aprehender todo lo que desea expresar y deja siempre una sensación de vacío. Pero esta tragedia, sin los visos metafísicos de la cultura cristiana occidental, por el contrario, ajena a ésta –y sorprende por ello en un medio altamente conservador– es de naturaleza niestzcheana en su vitalismo, en su contestariedad, en su laicidad, en su utopía en busca de una nueva moral. El intento de liberación de toda sujeción implica una tal lucha que lo hace un ser escindido y “problemático”. Frente a los modelos decimonónicos y modernistas de finales del siglo XIX y comienzos del XX, Uribe, sin prescindir por completo de aquellos, opta por un vanguardismo que se inclina hacia una estética de lo violento, de la fealdad, de la ignominia, de la usurpación, de la simulación. En la novela de Uribe se ve al hombre conminado por una sociedad moderna que fabrica nuevos esclavos y se distingue por el carácter alienante y frustante de la vida burguesa en la que no podrá haber realización de lo humano, salvo a través de la radicalización de las relaciones sociales y morales de la sociedad en conflicto ( Barberis 1972:28). Búsqueda de una expresión propia El modernismo de las primeras décadas del siglo XX en América Latina18 contribuye no sólo a afirmar la peculiaridad del trabajo literario, sino también a liberar la expresión literaria de la sujeción costumbrista y romántica en el campo narrativo y del neoclasicismo, romanticismo y parnasianismo en el campo poético, indicando con ello su autonomía.19 Mancha de aceite cabalga entre una realidad social dramática que le ata y le lleva circunstancialmente a no poder desprenderse de ciertas formas decimonónicas como el realismo descriptivo y el impresionismo, pero avanza y se abre expresivamente al incorporar elementos narrativos, retóricos, formales, visuales de las nuevas tendencias como si quisiera advertir a los lectores que el dominio de lo literario es ilimitado, que todo es posible, que el novelista no debe someterse a cánones distintos a los que él mismo posibilite. Él es su propio canon a medida que se construye. Si no lo logra, no es de la naturaleza del objeto en

18 Valencia Goelkel reconoce en el modernismo una intención creadora propia que va a generar la búsqueda de una mayor autenticidad literaria latinoamericana: “El espíritu, arbitraria y deslealmente, se había negado a hablar a través de América. Entonces había que recapturar los viejos sueños, esta vez especificados hasta cierto punto en el marco de una intención política y social, concretada, de preferencia, en una voluntad revolucionaria y en una generosa adhesión a vagos efluvios del marxismo. En rasgos generales, tal fue el movimiento oscilatorio; pero conviene ver, sumariamente, por qué el modernismo contribuyó a desatarlo, por qué la negación tan absoluta a un fenómeno que es, al fin de cuentas, el primer conato no enteramente desdichado de una intención creadora, con exponentes dignos en casi todas las naciones, con rasgos que permiten atribuirle una voluntad común” (1972:125) 19 Los últimos representantes de la tradición literaria latinoamericana como expresión autónoma con visos de ruptura se observa en la poesía de José Asunción Silva, Rubén Darío y en otros modernistas, y en la narrativa de Rivera, Gallegos, Güiraldes, Yáñez, Graciliano Ramos, Roberto Arlt, Marechal. La literatura de éstos, en la que se vislumbra nuevas propuestas formales y temáticas, sirven de acicate a las siguientes generaciones de escritores cuyas búsquedas, aunadas a los aportes de las vanguardias literarias europeas y norteamericanas, les permite liderar nueva reflexiones en torno al quehacer literario. La labor creativa que se inicia entonces en los años treinta y cuarenta, alcanza su máxima expresión pasado el medio siglo XX con Borges, Vallejo, Neruda, Onetti, Asturias, Carpentier, Guimaraes Rosa, Bioy Casares, Paz, Rulfo, Roa Bastos, Sábato, Lezama Lima, , Donoso, García Márquez, Fuentes, Cabrera Infante, Vargas Llosa.

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sí, sino de sus artífices, los creadores, que no logran superar lo realizado en cada tentativa. Uribe asume como suyo lo que otros pocos años antes o paralelamente, quizá sin conocerlo él, habían o estaban haciendo: Joyce, Gide, Dos Passos, Huxley, Musil, Broch. Se arroga de algún modo la idea que Alfonso Reyes sostiene en 1932 en A vuelta de correo:

La única manera de ser provechosamente nacional consiste en ser generosamente universal, pues nunca la parte se entendió sin el todo. Claro que es que el conocimiento, la educación, tiene que comenzar por la parte: por eso ‘universal’ nunca se confunde con ‘descastado’. A esta universalidad enraizada se dirige vigorosamente la literatura latinoamericana de hoy (cit. Xirau 1972:203).

Desde los años veinte hasta el “boom” literario de los años sesenta comienza en América Latina a darse lo que se llamó la “tradición de la ruptura” (Rodríguez M. 1972:139-166, entendida como un proceso de mutuos aprendizajes y relevo generacional que introdujo importantes cambios y ponen la literatura latinaoamericana a la par con la universal, es decir, consiguen sin permiso carta de ciudadanía estética y literaria. Ese proceso tuvo tres momentos: primero, años veinte, correspondientes al auge vanguardista latinoamericano y a un despertar de la conciencia y de la identidad cultural americana; segundo, años cuarenta, período de sacudimiento histórico, social y mental con la Segunda Guerra Mundial y sus funestas consecuencias que sirvieron de acicate al desarrollo de las artes y la cultura y permitieron a éstas enfrentar el debacle social y moral. Corresponde a este momento crucial la máxima fragmentación del individuo y la agudización de su estado de alienación que lleva a una reflexión existencialista y materialista de la realidad; tercero, los años sesenta tienen que ver con el asentamiento definitivo del capitalismo monopólico, la explosión y polarización ideológica, la revolución de la vida cultural, moral, social y tecnológica y la reificación del hombre y su entorno. Es la puerta de entrada al porvenir de toda ilusión y a su desencanto. Estos tres momentos tienen

simultáneamente dos caras: si por un lado cada crisis rompe con una tradición y se propone instaurar una nueva estimativa, por otro lado cada crisis excava en el pasado (inmediato o remoto) para legitimizar la revuelta, para crearse un árbol genealógico, para justificar una estirpe. Ocupados a la vez del futuro que están construyendo y del pasado que quieren rescatar, los hombres centrales de estas tres crisis reflejan claramente ese doble movimiento circular que es característico de los instantes de crisis (Rodríguez M.1972:139).

En los años treinta y cuarenta, momento de aparición de la obra de Uribe, se observan algunos cambios en la literatura latinoamericana: unos, provenientes de una concepción de arte como instrumento de lucha contra toda injusticia, es la manifestación de una cierta estética derivada del compromiso social del artista, del vivir la vida al filo de la existencia sin doblegarse jamás así se padezca el exilio o se llegue al sacrificio personal.20 Los otros cambios corresponden a una literatura que pretende desasirse de toda atadura con la tradición precedente e ir de la mano con las vanguardias de su tiempo y es lo que se observa en el experimentalismo de Huidobro, Borges, Vallejo, Neruda, Bioy Casares, Lispector, Marechal.21 Es la búsqueda de una “nuestra expresión” –

20 Esto puede observarse en textos de escritores contemporáneos de Uribe, por ejemplo, en: Tungsteno (1930) de César Vallejo, Jubiabá (1935) de Jorge Amado, Canaima (1935) de Rómulo Gallegos, Angustia (1936) de Graciliano Ramos, España en el corazón (1937) de Neruda. 21 Citemos algunos de esos textos que preceden inmediatamente o son contemporáneos de Mancha de aceite: Altazor (1931) de Huidobro y sus novelas Cagliostro (1931), La próxima: historia qué pasó en poco tiempo más (1934) y Tres inmensas novelas (1935); XYZ: novela grotesca (1934) de Clemente Palma. Los sangurimas (1934) de José de la Cuadra, Residencia en la tierra (1935) de Neruda Historia universal de la infamia (1935) de Borges, La última niebla (1935) de María Luisa Bombal.

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tal como lo señalara en 1928 Henríquez Ureña (1981:239-330)–, anudada a unas tendencias estéticas universales que se halla en permamente actitud de cambio (Chiampi 1997, II, p. 715-729). Mancha de aceite cumpliría con las características de la novela moderna y aún va más allá si aceptamos lo que Meyer-Minnemann propone como tal (Burgos 1992:36-37),22 es decir, una conciencia introspectiva del héroe, la oposición de valores entre éste y el mundo, la conciencia de novedad y cambio en las formas. En la novela de Uribe la relación del protagonista con su entorno es siempre problemática, manifiesta en un estado de agonía existencial permanente y de conflicto frente a una realidad mediada por un “vasto sistema de espionaje y de sobornos” (M 102), “de explotación organizada y sostenida por el terror” (M 71) y de realidad simulada, mentirosa, llena de “intrigas”, “fantoche”, de “Gran Guiñol” (M 3). Utiliza la protesta, a veces abierta, a veces silenciosa “para oponerse a la degradación de un mundo farsesco e impenetrable al tipo de comunicación que él busca” (Burgos 1992:36), aunque finalmente resulta vana en sus efectos. Echegorri se siente solo, no tiene en quien pueda confiar que le permita mitigar el dolor que le produce tanta injusticia y expoliación humana, ni siquiera en la amante Peggy, quien “no lo comprendería nunca”, porque pertenecía a “una clase vacilante y desconectada de los problemas y de las luchas que preocupaban la mente del médico” (M 77).23 Sólo su amigo Alberto, distante a miles de kilómetros y cercano a sus afectos a través de una correspondencia clandestina, es digno depositario de la palabra furtiva, enclaustrada, de rabia contenida. Las cartas son apenas un paliativo al estado de ensimismamiento del protagonista. Esto no es suficiente para un hombre como Gustavo, refractario con los que enajenan al hombre y ávido de comunicación que tienda puentes, que rompa con tantas cadenas de sujeción visibles e invisibles que atan sin piedad. Sin que manifieste un carácter autodestructivo, el protagonista muestra una individualidad desbordada que todo lo quiere cambiar, contestataria sin medida y emotiva (cuando liba), que lo lleva a realizar actos temerarios hasta exponer su vida. Echegorri es un héroe caído cuyo conflicto deja ver en la expresión crítica, a veces cínica con respecto al mundo y quienes lo representan en ese momento: los subalternos implacables del dictador Juan Vicente Gómez, los cínicos administradores de las compañías petroleras extranjeras y los indiferentes médicos jefes de quienes Echegorri depende. A todos ellos les imputa todo el mal social que se sufre en los pueblos petroleros y los desdeña como personas. Sus críticas se dirigen también a veces contra el pueblo raso –con el que se solidariza y no deja de ayudar– porque se somete a las fuerzas extrañas y extrañadoras sin antes haber desplegado su fuerza mancomunada; explicable ello, obviamente y de modo implícito, por su atraso político, su arribismo o falta de conciencia de clase. Así lo hace ver el narrador cuando dice que Echegorri en “los pocos días de contacto con la llaga viva”, con “la tragedia de los hombres esclavos de la industria devoradora… Se había saturado del dolor de la masa dispersa e ignorante de su fuerza y su capacidad” (M 102). La desazón, la exasperación hacia todo y hacia todos se dirige, como un bumerán, hacia sí mismo ante la impotencia para cambiar el estado de cosas. Es tanta la alienación del medio que se siente inerme y a punto de perder el sentido de la realidad. Un cerco de fuego exterminador acecha al lugar como símbolo del acecho a su vida e ideales. No en vano dice: “me han enloquecido las fiebres y el cansancio. Me enloquece la vida en estos campos de petróleo, de petroleros”. Luego agrega: “Soy un

22El crítico se refiere a la novela Sin rumbo (1885) de Eugenio Cambáceres. 23 Aunque Peggy busca desesperadamente al médico colombiano del que se ha enamorado por el abandono de su marido –gerente de una de las compañías de petróleo americanas–, la relación no supera el capricho pasional de dos amantes que viven a contravía de la realidad en la que se encuentran.

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cadáver que se debate inútilmente contra todos ustedes” (M 93), endilgándoselo a Mr. Rossemberg, gerente de la compañía, y a los demás agentes extranjeros. Sin que se observe el prurito regionalista ni el cuadro de costumbres, la cultura negra y nativa (afrocaribeña, coloquial venezolana, spanglish) con su particular sintaxis y registro coloquial, es otro aspecto que recrea Uribe en su novela y que resulta novedoso para su tiempo. Corresponde ello a una nueva conciencia estética lanzada en América desde órganos vanguardistas como la Revista de Avance (1027-1930) de Cuba y Amauta (1926-1930) de Lima. La primera se da a la tarea del rescate y divulgación de la poesía afrocubana que no es más que el redescubrimiento de las raíces étnicas y culturales del caribe con sus “ritmos populares de cadencias musicales y el deleite verbal de vocablos negros que estimulan la imaginación” (Verani 1977:17-18). La revista peruana opta, a su vez, por el retorno a la sabia tradición indígena inserta en las nuevas corrientes y en la búsqueda de valores autóctonos que permitan la consolidación del espíritu latinoamericano. Una y otra, dice Mariátegui en 1928 hablando de Vallejo: “no le basta traer un mensaje nuevo. Necesita traer una técnica y un lenguaje nuevos también [… ] El procedimiento, en su arte, corresponde a un estado de ánimo” (cit. Verani 21). Es claro que ambas propuestas van tras un americanismo esencial. Y es el mismo que desde la ficción muestra Uribe en su novela cuando su protagonista se rebela ante la degradación del medio natural americano, la enajenación del individuo y las comunidades nativas por parte de las compañías multinacionales. En el plano simbólico, es preferible un simún de fuego que consuma todo vestigio saqueador, aunque se sacrifique el mismo hombre americano, que someterse al nuevo paradigma civilizatorio de “tierra arrasada” tal como se percibe en las palabras de uno de los compañeros Rotarios: “la civilización, la cultura y el desarrollo de la gran industria del petróleo no podían vacilar ante el sacrificio de unos cuantos salvajes. Dar de sí antes que pensar en sí. Aprovecha más el que sirve más” (M 40). 24 Para Echegorri es preferible la muerte –que recuerda las historias de muchas familias indígenas americanas que preferían matar a sus hijos y matarse que someterse a la esclavitud del colonizador –“sujeto colonial cultural” (Cros 1997)–,25 que la servidumbre para que, aunque sea utópicamente, de lugar a un nuevo ciclo y renacimiento –también se entiende ésto dentro de una concepción cosmogónica y cosmológica de la cultura indígena americana valorada por Uribe–.26 No sólo en Mancha de aceite sino en todos sus textos, Uribe reivindica la macrorrealidad americana por su singularidad y rico potencial geofísico, étnico y antropológico.

24 Previa a esta cita, hay otra aún más significativa en el capítulo titulado “International Rotary Club”, dedicado a un encuentro de “Rotarios de habla inglesa” interesados en discutir cómo imponer el progreso en los países no desarrollados sin importar los medios: “los hombres –dice uno de ellos– que dirigen la Nación [el dictador Gómez] están de acuerdo con los procedimientos que los Directores han acordado para terminar de una vez con los obstáculos que se oponen a los designios de quienes explotamos los campos petrolíferos… En el programa de ‘los intereses de la humanidad’ está acordada la abolición de las tribus insurrectas, salvajes y ‘canibalistas’ que atacaron a los miembros de nuestras comisiones exploradoras e hirieron a un distinguido Compañero Rotario” (M 39-40). 25 Desde la perspectiva de la sociocrítica de Edmond Cros sería posible hacer una lectura del sujeto colonial en la novela de Uribe tal como él lo hace con la carta de Colón a Luis Santángel del 15 de febrero de 1493: “El sujeto cultural colonial: la no representabilidad del otro” (1997: 49-65). También ver sobre el tema la revista monográfica Sociocriticism XI/1-2 (1996). 26 Así lo había comprendido Uribe en sus estudios sobre las tradiciones indígenas prehispánicas (Uribe 1936a; 1936b, 1939). También tradujo el libro del alemán K. Th. Preuss sobre el sitio arqueológico de San Agustín titulado Arte monumental prehistórico: excavaciones hechas en el alto Magdalena y San Agustín (Bogotá: Universidad Nacional, 1974).

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Lo que en verso comienzan a hacer poetas como Guillén en Cuba y Jorge Artel en Colombia,27 en narrativa lo hacen paralelamente Carpentier con Ecué-yamba-O (1933) en Cuba, Demetrio Aguilera Malta con Don Goyo (1933) en el Ecuador y Uribe en Colombia (Brushwood 1984:103-121). Es el rescate de lo que el cubano Fernando Ortiz llamará la “afrocubanidad”28 o la tradición cultural negroamericana observada en cantos, bailes, costumbres, creencias, ritos, que comienza a tener cierto reconocimiento como fenómeno literario en los años treinta en América Latina (Coulthard 1972:63-64). Antes estaba circunscrita a una manifestación de carácter netamente popular y tradicional y no como expresión literaria. Además, una buena parte de los que se interesaban en el tema lo veían como ornato, materia folclórica, algo pintoresco, lo que mediatizaba ideológica y moralmente la apreciación de esa cultura. Sin embargo, hay que reconocer que el “negrismo literario” no es originario de América; nace en Europa a comienzos del siglo XX bajo la mediación de Apollinaire y los cubistas. Estos se inclinan por el arte africano como rechazo de la vanguardia artística “a los valores de la sociedad capitalista en vías de expansión imperialista” (Fernández R. 1972:324).29 Frente a un arte sometido a la oferta y demanda mediado por los convencionalismos y la institucionalidad, nada mejor que el arte natural de los africanos enraizado profundamente en una tradición cultural milenaria y mítica para atacar los convencionalismos burgueses que no se reconocían sino en sus propios parámetros culturales y estéticos. En la década del veinte se comienza el trabajo de recuperación y valoración de la cultura y literatura negras de las Antillas y el Caribe acentuado en los treinta con la aparición de los primeros libros de poesía de Guillén, Césaire, Artel y Palés Matos. En éstos y otros escritores del Caribe se observa ya la auténtica voz afroamericana y una toma de conciencia, más que del hombre negro o de la llamada “negritud”, de lo que podría llamarse un sincretismo cultural caribeño o mestizaje de lo afro-indo-caribeño, porque las voces de estas tres expresiones culturales se amalgaman de tal modo que no establecen fronteras; aún más, las creencias, ritos, instrumentos musicales, cantos contienen las tres para generar un todo armónico. Lo que cada uno de ellos hace con su canto, además de exaltar los valores de su cultura, es mostrar la situación de explotación y discriminación social y económica debida a intereses foráneos, dictaduras criollas o a un olvido irremediable (Prescott 1985:131).30 La musicalidad, el ritmo, la métrica particular, las variaciones y repeticiones de los versos, la temática, las formas lexicales, el tono, el lenguaje de los poemas, cantos, décimas, coplas, es producto de una simbiosis lingüística y del cruce de las distintas hablas africanas con las antillanas y caribeñas; de ahí la novedad y su impacto en la naciente literatura latinoamericana de las primeras décadas del siglo XX. Algunos versos de Guillén de Motivo de son causan impacto en Cuba y suscitan una polémica (Guillén 1982:77-93) en 1930 entre “la buena sociedad” que considera esos versos “afrocubanos” como “impropios y nocivos” (91), algo rústicos, “proscrito de sus salones”, “hijo monstruoso de sus propias entrañas” (81). Sin embargo, para escritores como Unamuno, García Lorca y el poeta negro

27 Llamado “el Nicolás Guillén colombiano” (Sánchez 1937:588). 28 Ortiz publicó, entre otros, Los negros brujos (1906), Los negros esclavos (1916), El glosario de afro-cubanismos (1924). 29 Y agrega Fernández Retamar: “Proponer la superior belleza de las estatuillas africanas implicaba desautorizar la supuesta misión civilizadora del hombre blanco entre los productores de esas estatuillas. El tercer mundo no se limita a heredar el interés por aquellas formas, que resultan ser suyas, sino que desarrolla la rebeldía implícita en la opción europea” (324). 30 Este concepto lo introduce en América Aimé Césaire tomado en parte del surrealismo y lo hace extensivo al mundo negro en general, ya que, más que las Antillas mismas, lo que le interesa es la vida del negro de todas partes o lo que califica como “el llamado de Africa” (Coulthard 1972:67).

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norteamericano Langston Hughes –primer traductor de la poesía de Guillén–, esta poesía abre un espacio nuevo en el mundo de las letras latinoamericanas. Aunque no hay testimonio de que Uribe hubiera leído o conocido lo que estaban proponiendo en su momento Fernando Ortiz, Guillén, Césaire, Artel u otros escritores del Caribe para decidirse a incluir un canto negro y describir un grupo de danzantes y músicos en su novela, sí responde a su convicción de rescatar las expresiones culturales de grupos nativos. También había una propensión en la época de algunos escritores de integrar en la creación literaria expresiones culturales típicas y regionales junto con las formas particulares de los hablantes –en el caso de los personajes nativos de sus novelas–.31 Si bien es claro que estas expresiones no son reconocidas por las burguesías nativas por su carácter de “atípicas” y marginales, Uribe es consciente al optar por una escritura que reivindique ese sentir cultural y con ello transgredir las pautas normativas de una cultura burguesa anclada en el pasado y en el más estricto conservadurismo, como eran la colombiana y la venezolana. Además, reconoce que la cultura negro-indo-americana tiene mucho que aportar a las culturas nacionales, ya que éstas son constitutivamente mestizas y se han nutrido de aquellas, así no se reconozca explícitamente en nombre de un falso purismo de la lengua, como en el caso de Colombia. También es notorio que en el período de la escritura de la novela se avisora una nueva sociedad con la llegada en Colombia del liberalismo al poder después de cuarenta y seis años de hegemonía conservadora.32 Podría decirse que gracias a la apertura del país a las nuevas corrientes liberales, al industrialismo económico y a nuevas formas de expresión culturales, es decir, a una desacralización de la sociedad y el Estado, es posible la aceptación de otras formas alternas de la cultura. Uribe, no convencido de que tal apertura se logre y consolide definitivamente, se dedica, como si el tiempo apremiara –y también su vida, como realmente ocurrió con su muerte temprana–, al rescate del patrimonio cultural, con el fin de mostrar la vigencia que tienen esas culturas y su relación con el pasado y el presente (Uribe 1935, 1936b, 1939a). No es un asunto de interés folclórico o de reduccionismo exótico, sino de convicción ante el valor de esas expresiones culturales.33 Se preocupa también en

31 El registro de hablas afroamericanas se observa también en algunos personajes de origen negro que aparecen en los tres capítulos de la novela inconclusa de Uribe titulada Caribe (1936-1939), cuyo escenario es la costa atlántica colombiana y panameña (véase Uribe 1996:95-110). 32 Desde la Constitución de 1886 hasta 1930, el partido conservador gobernó a Colombia de manera hegemónica e ininterrumpidamente. Sólo en 1930 los liberales llegan al poder e intentan, a partir de 1935, propiciar algunas reformas fundamentales al Estado y a la Instituciones (Melo 1996:43-96; Tirado 1996:142-166). Dentro de ese espíritu reformista, algunas veces de índole socializante, se inscribe la obra de Uribe, al igual que la de otros intelectuales con quien Uribe compartió tales idearios: Luis Tejada, Ricardo Rendón, Antonio García, José Antonio Osorio Lizarazo, Baldomero Sanín Cano. 33 Se interesa por el estudio e ilustración de la orfebrería aborigen, por el inventario y descripción de utensilios, artesanías y tradiciones de grupos indígenas y comunidades nativas. Desde su primer viaje por las selvas del Urabá antioqueño, que dio lugar a una investigación titulada Apuntes para la geografía médica del ferrocarril de Urabá (Uribe 1996) y sirvió a la vez como tesis para obtener el doctorado en medicina y cirugía en 1920, Uribe muestra su preocupación por los asuntos indígenas, no sólo desde el punto de vista de sus enfermedades y morbilidad, sino también de sus hábitos, tradiciones, cultura. En un estudio de una piedra aborigen encontrada en la Sierra Nevada de Santa Marta que representa el sol, Uribe asevera que esta representación solar es similar a las de las culturas azteca e inca, pero el menosprecio de estos vestigios en el país los lleva a su destrucción indiscriminada. Afirma al respecto: “la incuria e ignorancia de las gentes de nuestras tierras y el olvido criminoso en que nuestros gobiernos tienen todas las cosas que nos son propias no permiten que en Colombia se estudien los restos, muy interesantes por cierto, de las costumbres, ritos y artes de nuestros aborígenes. Las naciones extrañas lo harán por nosotros y a sus hombres y a sus países corresponderá el lustre y la gratitud de las generaciones venideras” (Uribe 1936a).

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recuperar la rica tradición oral popular del país que la burguesía menospreciaba (Uribe 1939b). De alguna manera podría atribuirse al espíritu libre de Uribe lo que Artel decía en una carta de 1932: “para ser un poeta, un escritor o un artista negro, se necesita llevar dentro del alma, y saberles imprimir una elocuencia, todas aquellas ‘emociones ancestrales’, ‘el juego de los dolores, de las esperanzas, de los sueños suscitados en un pueblo, que hacen su aparición condensados en determinados espíritus” (cit. Prescott 1985:132). Así pues, en el cuarto capítulo de la primera parte de la novela, el narrador se dedica a mostrar objetivamente, a la manera de una cámara, una escena en la que se observa el cruce de tres expresiones culturales claramente definidas a través de los gestos, palabras, instrumentos musicales y comportamientos: la primera corresponde a la música, al baile y al canto de negros caribeños. He aquí uno de sus cantos: “Con tánt ingléh/ que tú sabíah/ Manué José/ y ya no sabeh/ decí/ ni yéh” (23), que resulta ser una variación de unos versos de tradición popular que circula por todo el Caribe y, seguro, Guillén recoge e incluye en Motivos de son.34 Estos versos aparecen acompañados en la novela con una ilustración del pintor colombiano Gonzalo Ariza que muestra una danza de negros. La segunda expresión es propia de venezolanos que bailan el joropo al son de instrumentos típicos de la región, acompañados de la “risa de los negros” (M 23):

Humo de lámparas Dietz. Sombras alargadas. Caras negras. Papiamento, voces guturales. –Van mih veinte al verde que eh de ehperanza –dijo un mulato. –Eso eh, hijo, la ehperanza no se pierde. Toy con voh [… ] ‘Que traigan la ‘tarimba’ pa que bailen los venezolanos’ –pidió una voz desde el rincón del garito. ‘Que vengan los de la ‘tarimba’ pa bailá un ‘joropo’’ –repitió un zambo [… ] Cesó manuel de apalear la ‘tarimba’ y entonces se oyó un grito: ‘Eso eh bailá, Matilde¡ Vení. Tomáte un ron’ (M 21,23,24).

Y la tercera, es la de un hombre con dejo peculiar –presumiblemente un colombiano del interior del país (boyacense) que lleva años viviendo en Venezuela35– que con astucia invita al juego de azar: “En el rincón de la taberna techada de zinc danzaba la bola de la ruleta manejada por el experto banquero del garito, Misael Clavijo, jefe civil del puertecillo. –Vengan, muchachos, que la plata eh pa todoh¡ Pongan el case y rueguen a la Chiquinquirá que la bolita caiga en verde o caiga en rojo… La apuehta se va a cerrá” (M 21). Con esto creemos que Uribe, desde la perspectiva de Bajtín –en su estudio a Rabelais (1970:183)– recurre a las manifestaciones populares y a las distintas formas de habla (gritos, onomatopeyas, por ejemplo) para permear la literatura y el arte de la época jugando un “papel estilístico importante”, y lo hace “para situar el texto en la historia y en la sociedad y a la vez considerar estas como ‘textos que el escritor lee y en los cuales se inserta reescribiéndolos’” (Zima 1984:136).36 En el garito donde convergen los representantes de estos tres grupos humanos, se observa una singular simbiosis lingüística y cultural en la que se conjugan estas expresiones sin que se imponga o relegue una u otra, tal como lo muestra el narrador, como no va ocurrir en los otros capítulos en los que la mínima presencia del blanco extranjero o de capataces nativos se impone y discrimina a los peones nacionales o de países vecinos de piel negra, mestiza o mulata. Podría pensarse que este pasaje u otros de la novela de Uribe están encaminados no a exaltar al mestizo, negro o indígena (el capítulo séptimo está dedicado a éstos últimos) o a “estimular una conciencia racial” sino, como

34 Guillén publicó en 1930 el poema “Tu no sabe inglé” en Cuba. La primera estrofa dice así: “Con tanto inglé que tu sabía,/ Bito Manué,/ con tanto inglé, no sabe ahora/ desí ye” (1981:10). 35 País que por tradición los colombianos han escogido como lugar de refugio (de la violencia) o de expectativa económica. Se calcula en un millón la población colombiana asentada en dicho país. 36 Es lo que Kristeva propone en la lectura de la novela Jehan de Saintré, es decir, leerla como “el cruce de distintos tipos de discurso” o intertextualidad (1981:29).

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señala Lawrence Prescott, “a despertar una conciencia nacional y de lucha política en pro de la integridad [nacional] y contra los elementos internos y externos que la amenazan” (1985:132).37 Vanguardismo formal, nihilismo trágico En el plano técnico-narrativo, Mancha de aceite sorprende por la simetría, densidad y ritmo de las imágenes y planos que da la sensación de haber sido construido el texto para ser escuchado o ser visto (cine), sobre todo cuando describe el estado de resistencia de la tierra al ser desventrada por las máquinas perforadoras, y luego cuando el esputo negro sale y cubre el entorno, homogeneizándolo todo a riesgo de hacerlo desaparecer bajo una mancha parda, sombría e informe; también cuando describe los ambientes de los bares a donde van los obreros o los sitios donde celebran los extranjeros sus fiestas; igualmente el paisaje yermo y abandonado por sus habitantes nativos en busca del esquivo dorado; asimismo las desvencijadas estaciones de trenes que ven pasar la carga humana hacia los lugares de explotación, del mismo modo los barrios empobrecidos y hacinados de los obreros del petróleo. Todo, desde un plano general hasta primeros planos y en detalle, observado este último en la descripción minuciosa de la caída de la torre petrolera que rompe la tierra y aplasta los cuerpos de los exhaustos obreros. El universo geotopográfico y social de las petroleras se muestra con el ojo avizor de un narrador objetivo que a la manera de la lente de una cámara, silencioso se acerca y se aleja de los objetos que describe, escudriña todo hasta lo más nimio para dar cuenta de aquel microcosmos como una única realidad existente, es decir, como si el detalle contuviera el macrocosmos, o lo que con palabras de Kristeva se diría: “la función del texto puede leerse en cada una de sus partes” (1981:23). Henry James enuncia esta idea cuando en su “Arte de la ficción” sostiene que: “A novel is a living thing, all one and continuous like any other organism, and in proportion as it live will it be found, I think, that in each of the parts there is something of each of the other parts” (cit. Kristeva 1981:23). Los grabados del pintor y amigo de Uribe, Gonzalo Ariza, que acompañan la historia, son a la vez tan realistas y sugerentes que con su sola secuencia es posible reconstruir la narración a la manera de una historieta o de una película, es decir, son otro modo de lectura de lo mismo. Como si una validara a la otra y, a la vez, pudieran actuar independientemente, pero que juntas brindan una doble o múltiple mirada de algo que, por su complejidad (diversidad de intereses en juego), es requerible ser observado desde distintas perpectivas. El conjunto de ilustraciones –aunque fijas textualmente–

37 La fidelidad de Uribe a la cultura de las comunidades marginales fue claro propósito en sus expediciones e investigaciones por las selvas chocoanas, amazónicas, la región Caribe y llanos orientales (Uribe 1996). Algunos de sus textos los dedica a miembros o grupos étnicos que aparecen también como personajes; por ejemplo la novela Toá está dedicada al cacique y gran capitán Ifé, jefe de los huitotos, a Ebeitequechiama, Iutubide y Tiracahuaca. También parte del museo antropológico que pensaba fundar –destruído el 9 de abril de 1948 durante “El Bogotazo”–, estaba orientado a mostrar los valores culturales de esas comunidades.Ya había intentado crear uno similar entre los años 1932 y 1933 cuando fue rector de la Universidad del Cauca, fruto de varias expediciones antropológicas, médicas y geológicas, entre ellas, la del viaje al volcán Puracé en marzo de 1932 con el ingeniero Enrique Uribe White y el geólogo H. Hubach (Escobar 1996:xix). Lo relativo a lo que llamo el venespanglish o sincretismo de formas coloquiales del español venezolano y el inglés en la novela, por ser objeto de otro trabajo y asunto de espacio, sólo ilustro con unas citas para mostrar la riqueza de este aspecto sociolinguístico en Mancha de aceite, recordando que Uribe fue un intelectual interesado en el estudio de las lenguas nativas, amén de su conocimiento de varias lenguas modernas. “–Pronto la limonada y las cervezas pa míster Palma, y pa los otros místeres. Garden¡ Sanabaniches¡” (M 6). “–Venga, Martín– llamó el señor Webber. –Mañana, mañanita, presto ‘get’ cuatro ‘horses’. Mañanita juntos… ‘Understand me you son of a b… ¡’ Lo rai, mister Güebe” (M 34).

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sugieren la idea de un movimiento encadenado y articulado, a pesar de mostrar distintos aspectos de la historia. Es como si con ello se quisiera mostrar un reino virtual y real, el de la nueva y dominante tecnología, el de las máquinas cuya fuerza revolucionaria está por encima del hombre y que, a diferencia del futurismo italiano (Verdone 1997:96-99) -que las exalta en sus diversas manifestaciones (velocidad, poder, perfección, arte)–,38 en la novela de Uribe no es signo de cambio de la condiciones de pobreza, de aislamiento y abandono en que se vive –“sociedad folk” la llamará Redfielf (1947:293, cit. Torres 1985:61-76)–,39 sino que es el instrumento por excelencia de los nuevos colonizadores que pignoran la realidad material y al hombre mismo. El protagonista va perdiendo progresivamente sus fuerzas físicas y ve frustradas sus ideales de hombre ilustrado, es decir, ser que busca la justicia social, la igualdad, la fraternidad y la libertad de acción y de espíritu. De igual manera llama la atención la estructura cíclica de la novela, vista desde una progresiva degradación de los hechos que se inicia con la perforación del “pozo 16” y la secuela de mutilados y muertos que deja ante la desidia de capataces y administradores nativos y extranjeros, y se cierra, degradándose cada vez más las condiciones de los obreros de los campos petrolíferos, con la explosión de los asentamientos petroleros y de todo lo que en aquel enorme golfo signifique mancha de aceite. El protagonista, personajes y entorno, a medida que se inician o se ven involucrados con las nuevas condiciones de vida impuestas desde fuera ante la voracidad de los extranjeros, van perdiendo progresivamente toda calidad vital, son cosificados como efecto de las fuerzas extrañadoras. El lugar, entonces, deja de ser “locus amœ nus” para convertirse en “locus terribilis” y terminar reducida aquella microrrealidad como simple valor de cambio, no sin antes vislumbrarse en la historia narrada un intento de rebelión individual del protagonista. Pero su insubordinación falla porque no hay quién, con una conciencia clara40 (Goldmann 1959:27), lo secunde. Como médico, Gustavo Echegorri pretende extirpar el mal ajeno camuflado de agente civilizatorio; es él un héroe trágico que, sin prever lo irremediable de su acción final, pretende poner fin inmediato a la injerencia de oscuras fuerzas que alienan al hombre. Haciendo uso del concepto de ideologema de Edmond Cros, intuimos provisionalmente una imagen más compleja y profunda del texto, es decir, un “dispositivo semiótico” que permite explicitar “el sedimento de socialidad memorizado en el texto” (1997:142)41 y que correspondería a una visión trágica nihilista como negación de lo humano sin asidero metafísico y a la inversión del discurso cristiano de salvación.

38 Desde 1910, Marinetti, padre del futurismo, en su El hombre multiplicado y el reino de la máquina afirma categóricamente: “exaltemos el amor por la máquina” porque esta debe ser una prolongación del hombre. “Tal vez la máquina será pronto nuestra única amante posiblemente deseable” (cit. Verdone 1997: 98). 39 Redfielf describe a la sociedad rural, tal como la observada en la novela, como una sociedad pequeña, aislada, iletrada, homogénea, con un fuerte sentido de solidaridad, de conducta tradicional, espontánea, no crítica y personal, en la que no hay legislación, ni hábito de experimentación, ni reflexión para fines intelectuales y cuya economía es de autoconsumo más que de mercado (cit. Torres 1985:63). 40 Entendida en el sentido Goldmaniano (Le Dieu caché), es decir, tener una conciencia de clase de manera más o menos consciente y coherente; es decir, el personaje como individuo tiene una conciencia de sus sentimientos y puede orientarlos hacia el logro de su realización personal y la de aquellos que comparten esos ideales. 41 Según Cros, para acceder a ese sistema semiótico se requiere el haber descodificado las claves de transformación semántica, semióticas e ideológicas de los distintos discursos que él mismo reestructura y redistribuye en el texto. Ese dispositivo semiótico o ideologema “es un conjunto vivo que organiza su dinámica en torno a una serie de estructuraciones que se actualizan y se potencian por turnos” (1997:142-143). Para Kristeva, en cambio, primera que utiliza el concepto de ideologema, este es el encuentro de una “organización textual dada [es decir, de una práctica semiótica entendida como la especificidad de las distintas organizaciones textuales situadas en el texto cultural (la cultura) de que forman parte y que forma parte de ella], con los enunciados (secuencias) que asimila en su espacio o a los que remite en el espacio de los textos (prácticas semióticas) exteriores” o lo que en otros términos llama la

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En el sistema semiótico de la novela, este ideodiscurso, entendido como una vida de sacrificio cuya muerte pareciera inútil y sin trascendencia, funciona discursivamente de manera inversa al discurso metafísico cristiano; se vuelve parodia de la pasión cristiana. El protagonista padece una verdadera pasión desde el momento mismo que llega al lugar. Su ayuda y solidaridad sin medida a los nativos, su rechazo a cualquier tipo de explotación humana, la expropiación de la tierra con engaño y por la fuerza de la comunidad indígena motilona, genera la animadversión de capataces y administradores extranjeros hasta declararlo peligroso y buscar su caída (al declararlo supuesto líder de un complot y de la organización de un sindicato) y muerte violenta cuando protestaba por estas recriminaciones y el uso obligatorio para los obreros de bonos en el comisariato. Desde su llegada hasta su muerte la imagen del médico protagonista se va degradando progresivamente ante los extranjeros y crece entre los desprotegidos. A mayor solidaridad con los nativos (se convierte en el padre que vela por su salud, que sale en defensa del maltrato y luego se adhiere a su causa de protesta), menos aquiescencia con sus jefes, a pesar de haber sido éstos los que lo llevaron y mantuvieron, aun con recelo, en la compañía. El contradiscurso de lo religioso cristiano se observa precisamente en que dándose una pasión a la manera cristiana, en la historia narrada hay una ausencia absoluta de cualquier referente, intertexto o sema religioso. En la red semiótica del texto se percibe este contradiscurso cristiano o nuevo orden socio-ideológico basado en una práctica discursiva que comienza a tener vigencia entre ciertos sectores de la intelectualidad y la cultura colombiana desde mediados de los años veinte: la laicidad, la desacralización de todas las instituciones y del Estado, sobre todo en una época de profundos rezagos conservadores, luego de casi medio siglo de control eclesioconservador.42 Podría pensarse que Uribe Piedrahíta propone, desde la ficción, una nueva postura, preanuncio de lo que se observará a finales del siglo XX: el descentramiento, el desplazamiento y hasta negación, en muchos casos, de la cultura cristiana. Ya no es ella el centro del mundo, tal como lo sostiene Kristeva en Polylogue (1977), que después de la revolución burguesa, la aventura esencial de la literatura ha sido la de

reprendre, dissoudre, déplacer l’idéologie chrétienne et l’art dont elle est inséparable. Généralment, cette tentative consiste à accentuer de la ‘négation’ que le christianisme contient, mais sublime dans ‘l’unité’ du sujet et de l’instance théologique suprême; elle consiste à accentuer l’éclatement, la dissolution, la mort, à travers une problématique funèbre, macabre, ‘décadente’ (dira-t-on à la fin du XXIè siècle en mettand dans ce terme l’orgueil de sapeurs), ou bien à travers la dissolution du tissu du langage même, dernière garantie de l’unité (107).

A la debacle de la historia misma (por su fragmentación), igual que la del discurso dominante de la cultura cristiana, se une también en la novela el deshilachamiento del lenguaje y su forma decimonónica.43 La alteridad se impone y lo hace para imponer la única manera de representar el mundo que perdió todas sus nostalgias. Otro dispositivo semiótico que deriva de lo anterior es el acto de desafío del protagonista al establecimiento y al estatu quo institucional resulta iluso, no redime, porque Echegorri, como víctima sacrificial,44 muere (al igual que los pocos obreros que le siguen más por simpatía que por otro motivo) por un aparente azar “intertextualidad” que se materializa en “los distintos niveles de la estructura de cada texto, y que se extiende a lo largo de todo su trayecto, confiriéndole sus coordenadas históricas y sociales” (1981:15-16). 42 Sobre los intelectuales y la vida en los años veinte, véase: Uribe C. 1985; Pöppel 2000:8-24; Pachón 1993:33-42. 43 Kristeva afirma, en consecuencia, la quiebra del monoteísmo, el fin del logocentrismo: “tout ce travail reste pourtant l’envers solidaire de l’instance monothéiste (humanisme, substantialiste ou directement trascendentale), en déça d’elle tant que l’unité contre laquelle il s’acharne est subitement et par un geste de reoulement écartée, non vue, laissée de côté” (1977:107). 44 Al respecto, Girard sostiene que “le foncionnement correct du sacrifice exige, sous-jacente à la rupture absolue, une apparence de continuité entre la victime réellement immolée et les êtres humains auxquels cette victime est substitué” (1982:63, 63-104).

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porque no es premeditado tan funesto y final efecto, es decir, que por nerviosismo, miedo e irresponsabilidad de los vigilantes del comisariato de la compañía todo volará en pedazos, incluyéndose los represores. Puede más la fatalidad en términos de lo absurdo de los hechos, del vacío que deja. Sobre ese acto propiciatorio diríamos con René Girard que “la société cherche à détourner vers une victime relativement indifférente, une victime ‘sacrifiable’, une violence qui risque de frapper ses propes membres, ceux qu’elle entend a tout prix protéger” (1972:13). El protagonista asume el sacrificio que ningún otro puede arrogarse pues carecen, en términos nietzscheanos, de una voluntad de poder individual o de una conciencia de clase que les permita asumir un ideal de libertad y ofrendarse por él en beneficio de su colectividad. Sin embargo, todo resulta ineficaz en términos de reivindicación social: todos mueren, ningún vestigio queda del campamento, de la compañía extranjera, del lugar; sólo una mancha negra cubre los alrededores del golfo y el golfo mismo hasta el infinito. Es la negación del principio cristiano de salvación y del mismo principio humanista de la inalienabilidad de la libertad (sartriana) mientras exista el hombre. Y se observa esto último en la paradoja de que, extinguida la presencia de las compañías extranjeras expoliadoras, la dictadura sigue indemne, la misma que permitió la presencia de los agentes exteriores. Sólo ha sido emasculada una de las cabeza de ese cuerpo gorgónico. El basilisco renace de las cenizas.45 El uso de pasquines, edictos, documentos oficiales e ilustraciones como recursos estéticos complementarios dinamiza la narración y amplía la dimensión del tiempo y el espacio; unos y otros recursos se salen del eje dominante de la simple narración para situarse al margen, paralela, super o yuxtapuestamente a ella, haciendo del texto un entramado singular, sugerente que abre camino a nuevas o renovadas posibilidades textuales. Igual de novedoso es el cruce de cartas intercaladas en el texto entre Gustavo Echegorri y Alberto, y de Peggy a Echegorri.46 En esos fragmentos de correspondencia entre los dos amigos –así se muestra tipográficamente, porque hasta en esto y en el uso reiterado de los puntos suspensivos se sugiere más de lo que se dice–, se muestra con gran densidad y máxima economía (Lotman 1972:86)47 lo que sucede en los estrados judiciales, en el parlamento, en la política de Colombia y Venezuela sobre el asunto del petróleo, la economía y la vida política; igual nos permite conocer algunos rasgos psicológicos e ideas del protagonista que no se evidencian en la narración central. En esas cartas cruzadas se puede reconstruir la imagen de un socialista utópico48 que desea cambiar el mundo por un reino de equidad y de justicia

45 El basilisco es considerado simbólicamente como el rey de las serpientes y del mal, como “hálito de fuego violento que mata todo lo que se interpone en su camino”; huevo de serpiente que se incuba repetidamente sin que fenezca definitivamente, a pesar de las sucesivas muertes que pueda tener (Biedermann 1993:66). 46 En las dos únicas carta de Peggy, sin respuesta de parte de Echegorri, además de la necesidad que ella muestra de la presencia del médico, revela en parte y deja entrever información confidencial acerca de la represión que prepara la compañía, en connivencia con la policía de la dictadura, contra los huelguistas. Peggy lo hace no porque haya cambiado de opinión sobre lo males que pasan, sino para proteger y prevenir a su amante. 47 Para Lotman el arte, y en ella la literatura, “es el medio más económico y más denso de conservar y transmitir información” (cit. Cros 1986:17). 48 Pareciera que Uribe compartió algunos de los ideales del socialismo utópico, aunque no se conoce opiniones suyas al respecto, pero sí se infieren por el contenido y la postura de sus textos, además, tuvo amistad con intelectuales y socialistas reconocidos o simpatizantes de la época como Ricardo Rendón, Luis Tejada, María Cano, Ignacio Torres Giraldo, Pedro Nel Gómez. Entre esas ideas, son reconocidas la de Saint-Simon de la acción corruptora de las clases privilegiadas que pretenden vivir de las rentas sin esfuerzo alguno y dividir a la clase trabajadora (en la novela se observa esto en la actitud de los gerentes de las compañías y de ciertos administradores de las mismas); Charles Fourier, otro socialista utópico, se pronuncia contra la miseria moral del mundo burgués y la hipocresía de los nuevos ideólogos burgueses (en la novela se da con los miembros del Club Rotario y sus afanes civilizadores, véase cap. “International Rotary Club”). Es significativa aquella idea expresada por Fourier en su Teoría de los cuatro movimientos que corresponde a las contradicciones observadas en la novela en la colisión de intereses de las compañías europeas y norteamericanas y entre capitalistas colombianos y venezolanos por quedarse con los mejores yacimientos de petróleo (véase los caps. “Negocios son negocios” y “Los Motilones”). La civilización, al avanzar en “círculo vicioso, se

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donde cada uno participe y aporte según sus capacidades y se beneficie según sus necesidades (Demarchi 1986:1560); deja traslucir igualmente la visión de un idealista que sueña, a la manera del héroe épico, con reintegrar (inútilmente) la unidad de un mundo inevitablemente resquebrajado hace mucho tiempo. Lukács afirma en 1920 en su Teoría de la novela que la novela, como epopeya moderna burguesa, es “l’épopée d’un temps où la totalité extensive de la vie n’est plus donnée de manière immédiate, d’un temps pour lequel l’immanence du sens à la vie est devenu problème mais qui, néanmoins, n’a pas cessé de viser à la totalité” (1975:49). En este mismo sentido, Pierre Zima, siguiendo el texto de Lukács, sostiene que esta idea del pensador húngaro se inspira en la filosofía hegeliana de la historia para explicar el desarrollo de la epopeya, la tragedia y la novela. Según la hipótesis hegeliana, en la sociedad moderna burguesa la unidad antigua (griega) entre la conciencia y el mundo, entre el Sujeto y el Objeto ha desaparecido. La novela moderna está marcada por la alienación debido a la escisión entre el hombre y el mundo; tal escisión “présuppose une réalité déjà devenu prosaïque”, degradada (Hegel 1835 cit. Zima 1985:98). La novela ineludiblemente tiende a mostrar el escindimiento, la individuación y aislamiento del individuo. Ya Goethe, indica Zima, había afirmado que “le roman est une époppeé subjective, dans laquelle l’auteur demande la permision de représenter le monde à sa façon. Il reste donc à savoir s’il en a une; le reste vient tout seul” (Goethe 1821, cit. Zima idem). Por más que Echegorri enfrente verbalmente y con sus gestos de indiferencia y rebeldía a los que han propiciado el desbarajuste de un lugar (el golfo de Maracaibo y regiones adyacentes) y de los grupos humanos nativos que lo habitan (campesinos, obreros, pueblerinos, indígenas motilones de Venezuela, Colombia y las Antillas), poco o nada cambia, al contrario, allí todo se va degradando hasta la abyección. Todo se fragmenta. El héroe epopéyico es aquí un pobre diablo que no es escuchado ni por los mismos con quienes se solidariza y son envilecidos por el dictador y los extranjeros. Aunque desea, soñando despierto, volver a la naturaleza idílica (paraíso perdido, infancia bucólica), a las selvas exuberantes y pródigas de las comunidades indígenas (que recuerda a su novela Toá), como escape hacia “otra parte”, ya no es posible –contrario a lo que ocurre en la epopeya simbólica que siempre se vuelve a la deseada Itaca de origen (Kristeva 1981:259)–, el mundo se cierra; el protagonista fracasa ineluctablemente. El círculo de fuego al final de la novela, a manera simbólica, asedia al hombre y lo pierde. Como diría Kristeva: “esta imposibilidad de huida representada a través de su contrario, ‘el viaje incesante’ [Gustavo va y viene por ese espacio sin asidero alguno], dibuja el espacio cerrado de la novela y revela, por ello, su connotación ‘Trágica’” (1981:260). Ante la imposibilidad y ausencia de una posible salida metafísica, se impone un destino trágico en la medida en que el hombre y su acción se perfilan no como realidades susceptibles de discernir, sino como problemas sin respuesta, enigmas cuyos sentidos equívocos y ambiguos son casi imposibles de descifrar. Como señala Jean-Pierre Vernant:

la tragedie… présente l’homme en situation d’agir, le place au carrefour d´une décision engageant son destin. Mais ce n’est pas pour souligner dans la personne du héros les aspects d’agent, autonome et responsable. C’est pour le peindre comme un être déroutant, contradictoire et incompréhensible: agent mais aussi bien agi, coupable et pourtant innocent, lucide en même temps qu’aveugle (cit. Nourissier 1997:835).

Con el inevitable triunfo de la muerte que todo lo arrasa, se impone en la novela no la tragedia de la fatalidad (metafísica o fisiológica), sino otra, nihilista, que se vislumbra en los intersticios del texto. Para el protagonista como para el mundo construido en la novela no hay lugar para la catarsis y menos para la trascendencia. Podría decirse, a la manera de la tragedia como la concibe Becket en su Innombrable: “Tout

reproduce siempre en contradicciones que es incapaz de resolver y que le impide realizar lo que desearía o lo que cree desear” (Gubert cit. Demarchi 1986: 1561). Para Proudhon, el hombre en la sociedad industrial es apenas un apéndice de la máquina y esclavo y víctima de sus productos (véase caps. “El pozo N° 16”, “San Fernando”, “La Honda”). Y para Robert Owen, el sistema burgués está dominado por un egoísmo desenfrenado y la avidez de beneficio sin límites, cuyas raíces han de buscarse en la competencia sin escrúpulo ni ética alguna (Demarchi 1559-1569).

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ici est faute, on ne sait pas pourquoi, on en sait pas de quoi, on en sait pas envers qui. Quelqu’un, dit-on” (839). Las expectativas del hombre y la acción humana son un verdadero fracaso; es la pérdida de toda ilusión, es, diríase hoy, el fin de la Historia o el comienzo de ese fin por efecto de la absoluta reificación que se padece. Mancha de aceite inaugura la modernidad y contiene en germen lo que se ha de llamar la posmodernidad,49 en que se pone fin a la Ilustración y se reafirma el “olvido del ser” heideggeriano (Kundera s.f:85).50 Bibliografía citada Alegría, Fernando. Breve historia de la novela hispanoamericana. Caracas: Edime, 1954. Bakhtine, Mikhail. L’oeuvre de François Rabelais. Paris: Gallimard, 1970. Barberis, Pierre. “Elementos para una lectura marxista del hecho literario: lecturas, legibilidades

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49 También entendida como vanguardia en el sentido de Kundera, es decir, que “vio las cosas en forma diferente pues estaba poseída por la ambición de ponerse en armonía con el futuro. Los artistas de vanguardia crearon obras en verdad valientes, difíciles, provocativas, que fueron condenadas por el público, pero así lo hicieron en la convicción de que el espíritu de la época estaba con ellos y de que muy pronto los aceptarían” (s.f.:98). 50 En 1935, año de Mancha de aceite, Husserl habla de este olvido en un ciclo de conferencias que dicta sobre la crisis de Europa y del hombre moderno: “el desarrollo de la ciencia precipitó al hombre en el túnel del conocimiento especializado” y, en efecto, a su alienación (Kundera s.f.:85).

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1988. Augusto Escobar Mesa

Universidad de Antioquia , Medellín-Colombia [email protected]

Resumen: Mancha de aceite de aceite (1935) del escritor colombiano César Uribe Piedrahíta (1896-1951), es una novela representantiva de la novelística colombiana de la primera mitad del siglo XX, porque rompe con los cánones que le preceden, se pone a la par de las nuevas formas expresivas y estéticas vigentes y brinda una visión particular del mundo: la de una modernidad crítica. Uribe opta por una postura de vanguardia si le aplicamos lo que afirma Wentzlaff-Eggebert al respecto: “acabar con las formas anquilosadas del arte tradicional dando rienda suelta a la creatividad innata de cada hombre, que se convertiría en el principio generador de la totalidad de sus actividades. El protagonista de la creatividad –hombre nuevo por antonomasia– no puede ser un artista unidimensional sino polifacético, que hasta en su vida diaria se niegue a cumplir con las normas vigentes”. Acorde con esto podríamos decir que Uribe responde con creces a este perfil por los múltiples oficios que desempeñó con esmero, pasión y entrega. Fue un hombre universal, abierto a las nuevas tendencias en el pleno sentido de la palabra. Ete artículo muestra: 1) la recepción de este texto en la crítica literaria y la construcción de un texto que en su propuesta formal y significativa va más allá de sus contemporáneos e intenta continuar –innovando– una tradición iniciada por José Eustasio Rivera. 2) Publicada la novela en una etapa transitiva entre un liberalismo social y económico y un recién y hegemónico pasado conservador, Uribe busca la alternativa de la vanguardia al, entre otras cosas, cuestionar los valores morales y políticos heredados, rebelarse contra una cultura anquilosada, cuasimonacal y simulada de casi medio siglo de gobierno conservador y estar atento a las nuevas sensibilidades y tendencias estéticas. 3) Entre una de esas tendencias, está la preocupación por un americanismo de índole afroamericano autóctono y esencial mediante el registro verosímil de expresiones coloquiales en zona de confluencia de hablantes de culturas diversas (zona de explotación petrolera), lo que produce un singular sincretismo lingüístico que resulta novedoso para la narrativa literaria de Colombia. 4) La perspectiva de modernidad de la novela deja entrever la visión trágica de un mundo burgués que se fisura hasta llegar a un nihilismo sin posibilidad a ninguna metafísica. Es la opción a la laicidad y a una visión materialista existencial.