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Algunos rasgos del tiempo fenomenologico en Husserl y en Merleau-Ponty María Dolores Illescas Nájera Universidad Iberoamericana Introducción El misterio del tiempo emerge para el hombre cuando éste emprende la búsqueda de sí mismo, la reflexión sobre el sentido, consistencia onto- lógica y valor de su propia vida, de esa vida huidiza que en su angustio- sa brevedad conlleva de manera esencial la certidumbre de la muerte. Presentable más que resoluble, inaprehensible en conceptos claros y unívocos, inabarcable de una sola mirada, el misterio del tiempo no deja de interpelamos desde aquel reducto de insondable extrañeza que, en íntima unión con lo más familiar, con lo más cercano, guardan todas aquéllas experiencias que de una u otra forma lo ponen de manifiesto. Así, por ejemplo, en la vida cotidiana empleamos continuamente expresiones que hacen del tiempo algo “doméstico” tales como: “tener tiempo para”, “tomar el tiempo que se lleva tal proceso”, “estar a tiem- po”; citamos a determinada persona para tal hora y nos enfurecemos, tal vez, si llega con retraso porque hemos “perdido el tiempo” esperán- dola; tomamos el autobús a tal otra hora y “contabilizamos” el tiempo del viaje; festejamos en fecha prefijada este o aquel aniversario. Reco- nocemos además al tiempo, con la mayor espontaneidad y sin titubeo alguno, como aquéllo “en” lo cual se constituye la trama de nuestras vi- das singulares: a saber, el devenir del mundo, la historia de nuestras so- ciedades. Aparentemente, nada hay en ello de inquietante, nada que nos resulte más “obvio” y “natural”. Y, sin embargo, cuando el pensamiento intenta dar una respuesta precisa a la pregunta sobre “lo que es” el tiempo, caemos confusamen-

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Algunos rasgos del tiempo fenomenologico en Husserl y en Merleau-Ponty

María Dolores Illescas Nájera Universidad Iberoamericana

Introducción

El misterio del tiempo emerge para el hombre cuando éste emprende la búsqueda de sí mismo, la reflexión sobre el sentido, consistencia onto- lógica y valor de su propia vida, de esa vida huidiza que en su angustio­sa brevedad conlleva de manera esencial la certidumbre de la muerte.

Presentable más que resoluble, inaprehensible en conceptos claros y unívocos, inabarcable de una sola mirada, el misterio del tiempo no deja de interpelamos desde aquel reducto de insondable extrañeza que, en íntima unión con lo más familiar, con lo más cercano, guardan todas aquéllas experiencias que de una u otra forma lo ponen de manifiesto.

Así, por ejemplo, en la vida cotidiana empleamos continuamente expresiones que hacen del tiempo algo “doméstico” tales como: “tener tiempo para”, “tomar el tiempo que se lleva tal proceso”, “estar a tiem­po”; citamos a determinada persona para tal hora y nos enfurecemos, tal vez, si llega con retraso porque hemos “perdido el tiempo” esperán­dola; tomamos el autobús a tal otra hora y “contabilizamos” el tiempo del viaje; festejamos en fecha prefijada este o aquel aniversario. Reco­nocemos además al tiempo, con la mayor espontaneidad y sin titubeo alguno, como aquéllo “en” lo cual se constituye la trama de nuestras vi­das singulares: a saber, el devenir del mundo, la historia de nuestras so­ciedades. Aparentemente, nada hay en ello de inquietante, nada que nos resulte más “obvio” y “natural”.

Y, sin embargo, cuando el pensamiento intenta dar una respuesta precisa a la pregunta sobre “lo que es” el tiempo, caemos confusamen­

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te en la cuenta de que no tenemos mucho qué decir, ya que el objeto mismo de la pregunta parece hurtarse a nuestras miradas o escurrírse­nos entre los dedos. Pues, ¿qué el tiempo no tiene una esencia o natu­raleza determinada? ¿Es alcanzable en sí mismo o más bien esta pre­gunta carece de sentido? El tiempo se nos revela entonces como lejano, enigmático y opaco, inasible o indeterminable a menos que se le ponga en relación con otra cosa: el movimiento para Aristóteles, la eternidad para Plotino, la relación del alma a Dios para San Agustín, etcétera.1

A poco que comencemos a reflexionar sobre este espinoso asunto, por lo menos podremos aceptar que el tiempo no es un objeto en el sen­tido usual del término (aunque también es verdad que no podemos dejar de referimos a él sino “objetivándolo” en cierto modo).

Sin embargo, seguimos convencidos de que el tiempo transparece de alguna manera, por poco clara que ésta sea, en el movimiento regu­lar de los astros -donde desde la más remota antigüedad ha encontrado su medida-, así como también en la riqueza, imprevisibilidad y des­gaste de los asuntos humanos, en el ciclo interminable de los naci­mientos y las muertes, en el destino al que apuestan, sin alcanzarlo siempre, los imperios y las civilizaciones...

Examinemos más de cerca el asunto. Es propio del hombre, tal como enseñaban los antiguos griegos, el ser partícipe del Logos y por ello capaz de testimoniar el paso de las cosas, de ligarlas, comprender­las, unificarlas o “cosmificar” el cosmos (darle un sentido). De esta ma­nera, el devenir cósmico, con su amplia multiplicidad de ritmos, es pre­senciado por el hombre y estructurado como unidad de referencia bási­ca que le permite reconocer y ordenar las duraciones respectivas de las cosas del mundo en tanto simultáneas o sucesivas (de acuerdo con el antes y el después considerados como puntos fijos).

Cabe, no obstante, la pregunta de si en realidad es posible pensar este tiempo del mundo sin haber experimentado íntimamente la tempo­ralidad, sin sufrir en carne propia sus continuidades y sus rupturas, la diferencia cualitativa entre lo que significa vivir el día y su contraparte la noche, así como la distancia que separa la juventud de la vejez, o la presencia de la ausencia.

Preguntamos así por el sentido del tiempo, mas dicho preguntar no puede efectuarse sino a partir del propio presente vivido por el sujeto, que inevitablemente se apoya para ello en el trasfondo de su herencia

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histórica y personal, tanto como en sus expectativas, proyectos o anhe­los futuros. El tiempo supone, pues, inevitablemente, una perspectiva que es ya de suyo temporal y, como afirma Maurice Merleau-Ponty, esa perspectiva somos nosotros mismos.

Puede afirmarse entonces que el tiempo del mundo permanece, por decirlo asi, como mera virtualidad, mudo o aletargado en tanto la con­ciencia humana no lo “despierte” al confrontarlo con su propia dura­ción; se afane entonces por medirlo y com-prenderlo, por darle un sen­tido. Así, el tiempo cobra la plenitud de su realidad solamente como posibilidad íntima del quehacer humano, del presenciar que lo hace “nuestro tiempo” y con-lleva su despliegue o desarrollo en las caden­cias de la propia existencia.2 Como expresa J.E. Bolzán:

El ente existe cual un prolongado, un simple presente [...] No existe una estricta historia del ente y únicamente la irrupción transformante y ele­vante del hombre, al impregnarlo todo de espíritu y significado, proyecta­rá su propio vivir (su peculiar ir siendo) sobre el ente y entonces habrá tiempo: porque desde sus propias expectativas hará el hombre que el ente tenga ahora pasado, presente y futuro, cuando, hallando [...] al ente siem­pre co-presente, acabe por incorporarlo a su historia”.3

El tiempo, por tanto, se nos va descubriendo como un fenómeno originario: siempre ahí, palpitante y vivo, e infinitamente más próximo que todos los cambios concretos que podamos discernir. No lo puede agotar la mera sucesión de eventos naturales, ni siquiera el sucederse de nuestros sentimientos o voliciones. Al decir de Eugène Minkowski, “está tan ‘cerca’ de nosotros que constituye la base misma de nuestra vida”.4 Más aún, nuestra vida sólo puede concebirse (precisamente) como una vida bajo la forma de la duración vivida. Desplegada y orien­tada hacia el futuro, se convierte para nosotros en una duración activa o en una actividad continua que, sin embargo, no desconoce los fenó­menos de la estabilidad, el reposo y, por otro lado, la dispersión.5

Muy lejos de considerar al tiempo como compuesto de partes níti­damente diferenciadas entre sí (los sucesivos “momentos” cuya adición formaría una supuesta línea temporal y donde cada instante presente equivaldría exactamente a cualquier otro, pues todos ellos serían cortes “neutros” operados en la continuidad del movimiento), el tiempo vivi­

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do por la conciencia recupera las tres dimensiones (o, en expresión de Heidegger, los tres éxtasis) del tiempo, el pasado, el presente y el futu­ro, como momentos estructurales de una síntesis estructural que efec­túa nuestra conciencia de manera siempre inacabada, aun cuando con­tinuamente reemprendida.6

Una nueva y siempre sostenida exigencia de unificación se levanta desde el corazón de la experiencia íntima que tenemos de nuestro vivir temporal. Las tres modalidades bajo las cuales se perfila esta experien­cia (y que denominamos, precisamente, pasado, presente y porvenir), manteniéndose distintas, en su diferencia misma se manifiestan en una unidad que no puede romperse, y que se organiza como un continuum donde se da el encadenamiento perpetuo de fases de la conciencia que se interpenetran y matizan unas a otras sin cesar. Entonces, la serie de episodios, es decir, de percepciones, intelecciones, emociones, acciones o pasiones que se viven y se suceden unidas por el hilo invisible de su continuidad, cobran una finalidad, devienen un destino.

De esta manera, el tiempo vivido se perpetúa a la vez que se trans­forma y renueva constantemente en sus tres momentos constitutivos. Se trata de una totalidad fluyente que se hace, deshace y rehace en el pro­ceso mismo por el cual se despliega la existencia del hombre. Pues “no podemos ser ni constituimos (como sujetos) sin ‘unir’ el tiempo que nos habita”.7

Esta ex-sistencia, pues, ha de temporalizarse al constituirse en tanto que fundamento y “armazón dinámica de todos los tiempos”. Así, cada dimensión, “momento” o cara del tiempo manifiesta aquel movimiento de temporación o “temporalidad originaria” que se identifica, en el fon­do, con el ser propio del hombre en-el-mundo o que, en fórmula husser- liana, nos constituye como la “forma” de un yo que se hace y rehace, se pierde y recupera para sí mismo, en el continuo trascenderse hacia el mundo.

Cabe preguntar, por consiguiente, cómo es que se constituye esta unidad, no fragmentada, ni lacunaria, del “ahora”, del “no todavía” y del siempre “ya pasado”. He aquí un problema verdaderamente nucle­ar, que no conoce una sola respuesta, y cuya reflexión exige recordar, así sea muy breve y esquemáticamente, los brillantes análisis de dos fenomenólogos eminentes: Edmund Husserl y Maurice Merleau-Ponty, quien en este tema sigue muy de cerca los pasos del primero.8

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La conciencia del tiempo inmanente en la fenom enología de Husserl

En la actitud natural, cotidiana, consideramos espontáneamente todas las cosas del mundo (ya sea natural o cultural), como siendo a cabali- dad en sí mismas y no nos percatamos, señala Husserl, de que son lo que son en virtud de nuestros actos, de nuestra actividad intencional de conciencia. Pongamos, por ejemplo, a ese famoso tiempo objetivo al que nos referimos como a una especie de receptáculo o medio univer­sal donde pasan las cosas y transcurren las vidas de los hombres, y que existiría tal cual, independientemente de cualquier conciencia que pu­diera percibirlo. Pero hemos mencionado más arriba que “ser” en el sentido pleno es tener un sentido. De donde se desprende que sólo un mundo-para-nosotros es verdaderamente “mundo” y, además, en expre­sión de Husserl, es sólo porque ha sido constituido “en” nosotros.

Para entender mejor esta última afirmación, habrá que atender a lo siguiente: En primer término, caer en la cuenta de que querer percibir el universo del ser verdadero como algo que se encuentra fuera del uni­verso de la conciencia, del conocimiento, de la evidencia posibles; suponer que el ser y la conciencia se refieren uno a otro de un modo puramente exterior, en virtud de una ley rígida, es un absurdo.

Ciertamente, no se trata de afirmar al mundo como una mera repre­sentación de la conciencia. Ésta no tiene propiamente hablando un “in­terior” en el que, además de ser transparente a sí misma, contuviera o constituyera la representación del mundo (el cual, por su parte, perma­necería como “exterior” a ella). La conciencia es definida por Husserl como intencionalidad, es decir, como tensión-hacia, dirección-hacia lo que no es ella. Pero la realidad puesta fuera de la conciencia no tiene otro ser que el de su aparecer a la conciencia. En otros términos: la ver­dadera realidad autónoma no es ni el mundo (realismo) ni la concien­cia (idealismo) sino una conciencia-en-el-mundo o, correlativamente, un mundo-para-la-conciencia.9 A esta realidad originaria en la que se constituyen al unísono la conciencia y el mundo, Husserl la llamará, sobre todo en sus primeros escritos, “subjetividad trascendental” (que no debe confundirse con la vida psíquica del “yo empírico” o natural).

Por tanto, puede afirmarse que no hay más en-sí que lo que apare­ce y tal como aparece a la conciencia; la realidad trascendente es su

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esencial o necesario correlato. Con ello la dicotomía “interno-exter­no” queda abolida, al integrarse como un verdadero universo pensable que Husserl ambiciona analizar desde principios absolutamente evi­dentes.

Es bien sabido que en la reflexión fenomenológica juega un papel esencial la reducción trascendental o epokhé, porque nos pone de mani­fiesto, sin lugar a dudas, la intencionalidad de la conciencia. En ella se nos muestran, en efecto, las múltiples formas-de-darse del objeto, que están condicionadas subjetivamente, ya que dependen de nuestra mane­ra de dirigimos a él. Dicha epokhé es caracterizada por Huseerl en Ideen como un “poner entre paréntesis” la existencia del mundo y todas las certidumbres teóricas o usuales que tenemos al respecto. No se trata, por tanto, de anular dicha existencia, sino de “ponerla en reserva” o “dejarla de lado”, como un mero recurso metódico para arribar sin pre­supuestos a la afirmación de que el objeto se constituye en el conoci­miento.

De esta manera, “al efectuar la reducción fenomenológica, en rea­lidad no hemos perdido nada, sino que hemos ganado el ser total, que -correctamente entendido- contiene en sí como correlato intencional de los actos [...] todas las trascendencias mundanas”.10

En esta tesitura, Husserl describe lo objetivo en cuanto tal como aquéllo que es constituido en constante identidad consigo mismo en la intencionalidad operativa de la conciencia. El mundo, por su parte, es entendido por él como la “suma total” (o, mejor, el horizonte) de obje­tividades presentes, actual o potencialmente, a una subjetividad. Así, sólo en la subjetividad constitutiva o trascendental, entendida en un pri­mer momento como unidad universal que comprende todos los tipos de actos de conciencia, puede ser encontrado el mundo en tanto constante unidad de sentido. Por consiguiente, como enfatiza Quentin Lauer, se­mejante sujeto no es simplemente aquél que tiene experiencia del mun­do, sino que verdaderamente es su experiencia del mundo.11

Pero volvamos a la consideración del tiempo. El primer paso a se­guir que nos propone Husserl en sus Lecciones sobre la fenomenología de la conciencia del tiempo inmanente (de 1905) es el de reducir o po­ner entre paréntesis al llamado “tiempo objetivo”, cosmológico o tras­cendente a la conciencia. Se trata, pues, de “olvidar” todas las suposi­ciones sobre ese tiempo objetivo que tan frecuentemente tomamos

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como el cauce universal del transcurrir de las cosas. Asimismo, de es­forzamos por no tomar en cuenta las agujas del reloj ni los calendarios que pautan nuestras actividades cotidianas y nuestra memoria social; también de “hacer a un lado” la convicción respecto al nexo -que nos parece necesario- entre el tiempo y el movimiento, etcétera.

Lo que Husserl pretende examinar es, más bien, al tiempo “feno­menal”, es decir, la duración tal y como aparece a la conciencia. Su in­terés se desplaza, entonces, hacia el tiempo inmanente que, como su nombre indica, es inherente a las vivencias y por ende a la conciencia misma. Ahora bien, dado que toda conciencia es, necesariamente, “con­ciencia de algo”, el estudio que el fenomenólogo emprende sobre el tiempo habrá de proseguir una doble vertiente: por un lado, la que lo considera en su modo de darse (como contenido de conciencia o noe- ma). Por otro, y correlativamente, la que pone de manifiesto su estruc­tura interna (en tanto noesis o acto constituyente).

Conciencia del tiempo y temporalidad de la conciencia se corres­ponden, por tanto, estrechamente, en unidad inquebrantable. De donde se desprende que el tiempo inmanente del transcurso mismo de la con­ciencia es una cualidad esencial de la intencionalidad que la constituye, precisamente, como conciencia.

Consideremos en primer término las vivencias en que aparece lo temporal en sentido objetivo. Por ejemplo, una melodía o el tañer de una campana del cual recién nos hemos percatado. Sonaba hace un ins­tante pero ya no lo escuchamos más. Ha terminado, dando lugar al si­lencio. Ahora bien, podemos reconocer sin dificultad que aquéllo que hemos dejado de escuchar es lo mismo que en otro momento anterior comenzamos a escuchar y que ha durado, manteniendo su identidad a través de los cambios de tono o de volumen que haya podido sufrir, desde el principio hasta el fin. En todo este proceso, dicho sonido o melodía se ha encontrado propiamente individualizado o, mejor dicho, se ha individualizado en su manifestación misma en tanto objeto que dura.

Objetos de esta clase, que conllevan en su modo de manifestación su extensión temporal propia o específica, son denominados por Hus­serl “objetos temporales”, mismos que privilegia como punto de partida de sus análisis, pues la reflexión sobre el modo como los aprehendemos da pie a preguntas como las siguientes:

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La intuición del decurso temporal de un objeto ¿tiene lugar en un solo ahora, en un único punto temporal que lo recogiera como síntesis? Pero ¿cómo podría ser ésto? ¿No se trataría más bien de objetos que se constituyen en una multiplicidad de datos y aprehensiones inmanentes, los cuales discurren también como sucesividad? ¿En qué sentido puede hablarse de nuestro efectivo presenciar algo que en una secuencia con­tinua se ofrece como presentación de lo mismo?

Por otra parte, ¿cómo ha sido constituido el objeto temporal que ya no es percibido, de modo que siga siendo posible, a partir de otro aho­ra sin cesar renovado, regresar hacia él bajo la modalidad del recuerdo? El mantenimiento de esta posibilidad, o aun de la exigencia misma de la rememoración, significa que ella enraiza en lo más profundo de la conciencia del tiempo, en su surgimiento mismo. ¿Cómo poder, enton­ces, caracterizar a este último?

De acuerdo con la fenomenología de Husserl, la experiencia de las cosas del “mundo” se da en la percepción y en sus “modificaciones re- presentifícantes”, tales como el recuerdo o la expectación, que corres­ponden a los horizontes temporales de pasado y futuro. En esta diver­sidad de actos, la percepción tiene el papel rector, ya que nos da el obje­to “en persona”. Las demás formas son variaciones a partir de esta forma originaria de darse el objeto.12

Por ello Husserl precisa que al describir la conciencia en que se constituyen los objetos temporales con sus determinaciones propia­mente temporales, ha de distinguirse: “por una parte el objeto inma­nente, perdurable, y, por otra, el objeto en el cómo, (es decir) el objeto consciente como actualmente presente o como pasado”.13

No se piense, sin embargo, que pasado y futuro se nos dan origina­riamente en el recuerdo o la expectación; más bien son posibilitados para nosotros por las llamadas conciencia retencional y protencional. De manera que en la conciencia de “ahora” mantenemos aún la con­ciencia de lo que acaba-de-ser (retención) y, a la vez, anticipamos la conciencia de lo que está-a-punto-de-ser (protención) como una espe­cie de puesta en espera. Se comprende así que Husserl escriba: “un acto que pretende dar un objeto temporal en sí mismo encierra necesaria­mente ‘aprehensiones como ahora’, ‘aprehensiones como pasado’, etc., y esto en el modo de originariamente constituyentes”.14

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Esta es la célula elemental (en expresión de Desanti), la forma reconstruida sin cesar que se manifiesta como el meollo de la constitu­ción íntima del tiempo: Aquéllo que denominamos ordinariamente el presente y que, en tanto “estructura de extensión temporal”, denota la conjunción y la tensión mutua entre las modalidades de conciencia retencional, impresional y protencional, como la unidad de una conser­vación, una continua presencia y una original apertura.15

En las Lecciones de 1905, Husserl desarrolló con profundidad lo que entiende sobre todo por el fenómeno de la retención (o recuerdo primario). Este significa que a toda “protoimpresión” (sensación) o “punto fontanal” con el que empieza la producción de un objeto dura­dero en la conciencia, se asocia una modificación inmediata que la constituye como “recién pasada”. Y ello justamente por cuanto advie­ne constantemente un nuevo ahora que la desplaza como presente. Este último ahora, sin embargo, retiene dicha sensación inicial, y le otorga en la actualidad (en presencia) su sentido como ya siendo pasada, aun­que sin ponerla expresamente ante sí, sino más bien manteniéndola aún viva y como “al alcance de la mano”.

Por otra parte, cada ahora actual de la conciencia está sujeto a lo que Husserl llama la ley de la modificación. Esta consiste en que cada retención que guarda el presente latiendo en su entraña ha de cambiar, a su vez, en “retención de retención” (como el “pasado inmediato” de un “recién pasado”) y así sucesivamente, de manera constante. Pues si la conciencia se temporaliza es, precisamente, porque a cada instante brota o aparece un nuevo ahora, porque el presente no es fijo, ni aca­bado, y la densidad del pasado se acrecienta con cada nuevo acto de conciencia. Así, el ahora como tal hace surgir una franja, un horizonteo, como Husserl le llama, una especie de “cola de cometa”, en tanto continuo de modificaciones retencionales que dan un espesor a ese “campo de presencia” en el cual se nos ofrecen los objetos en su dura­ción misma.16

De modo que el pasado no muere, no se dispersa, ni se pierde defi­nitivamente, sino que re-aparece (intencionalmente, como horizonte, como trasfondo) en cada percepción. Por ello Husserl escribe: “[...] cada retención, en sí misma, es una modificación continua que cobija, diremos, en forma de una serie perspectivista, el legado del pasado”.17

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Por supuesto, este proceso de modificación retencional continua no se prolonga hasta el infinito, ya que -como explica Ivonne Picard- la capacidad de presencia de la conciencia no es ilimitada,

Lo que es retenido es conservado [...] en un trato de familiaridad que toda­vía no es una rememoración y un reconocimiento. Pero esta familiaridad tiene un alcance restringido [...] y por eso, aunque por derecho mi pasado entero me sigue a cada instante, como dice Bergson [...] hay toda una parte de este pasado que sólo me es accesible indirectamente, por rememoración explícita que necesita de un acto específico de la conciencia, re-presenta- ción que se efectúa de un modo discontinuo, lacunario.18

Así, cuando cesa la percepción de un objeto “extendido” tempo­ralmente, las series de modificaciones retencionales se van debilitando, se alejan, hasta que caen en la inadvertibilidad. Más adelante veremos, sin embargo, que. aunque olvidadas, se conservan como potencialidad del recuerdo; también como el trasfondo de lo adquirido que habrá de orientar nuevas percepciones y el “aprendizaje” de la conciencia (por ejemplo, el Husserl de la Quinta Meditación llegará a caracterizar al sujeto trascendental como substrato de hábitos determinados). De ahí que sean justamente las series de modificaciones retencionales encade­nadas entre sí (o desplegadas a la manera de un horizonte determinado- indeterminado), aunque no necesariamente actualizadas, lo que consti­tuye nuestra apertura originaria hacia el pasado.

Por lo que se refiere al horizonte protencional o de inminencia, Husserl se limita a señalar que, con toda la indudable originalidad que comporta, se despliega de manera similar (o, si se prefiere, simétrica), al horizonte de retenciones.

Conviene no perder de vista, sin embargo, que es solamente gracias a la conjugación de ambos tipos de modificación inmediata de todas nuestras impresiones actuales, como se hace posible la aprehensión de un objeto temporal. El momento inaugural de la duración de ese obje­to puede, entonces, ser visualizado en un ahora actual como “habiendo sido” él mismo, un ahora actual. Pero además, el momento final que concluye la duración de algo, puede a su vez ser captado en tanto adve­nir de aquel instante inicial que se mantiene, por su parte, como el pasa­do de aquél.

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De esta manera, el presente se manifiesta como un “ahora” que se ha desplegado, donde el instante actual sólo aparece como un mero límite al que tienden las dos intencionalidades (protencional y reten- cional), y que se desplaza continuamente hacia las profundidades del pasado, por lo que no puede ser fijado “de una vez por todas” por ese mismo presente que, sin embargo, lo “guarda”.

De tal suerte, “no solamente (el objeto) queda conservado en su consistencia específica, sino que él en tanto individual, es decir, tem­poralmente determinado, va sumergiéndose en el tiempo, junto con su determinación temporal”.19

Para comprender qué significa este “en el tiempo” hemos de recor­dar que para Husserl un sujeto, precisamente en tanto sujeto, puede ser presente a la conciencia sólo en virtud del objeto al que necesariamen­te tiende. Es determinado (y constituido) como sujeto al constituir obje­tos. Ahora bien, la suma total de objetos a la cual corresponde la suma total de relaciones (hacia) la objetividad que es el sujeto, es constituida como una sucesión de objetos gobernada en su constitución misma por un orden operativo. Del lado subjetivo, por tanto, hay un orden corres­pondiente, no de actos intencionales aislados que se perderían al dis­persarse, sino más bien el orden de una conciencia constantemente fluyente.

Es, pues, en el continuo flujo de las operaciones objetivamente constituyentes donde el sujeto es constituido como sujeto. No se trata aquí únicamente de reconocer que cada acto intencional tiene una de­terminada “extensión temporal”, sino, sobre todo, de aprehender a la temporalidad también como la forma necesaria que une los actos de conciencia que se suceden. Así, aquéllo en que se constituye la unidad temporal inmanente de cualquier objeto y, a la vez, la unidad de la co­rriente conciencial, es “la misma corriente conciencial, una y única”.

Al respecto, Husserl nos habla de una doble intencionalidad, trans­versal y longitudinal:

En la corriente conciencial única y unitaria se hallan, pues, entrelazadas entre sí “dos intencionalidades” inseparablemente unidas y mutuamente necesarias, como dos lados de una idéntica cosa. En una de ellas (la trans­versal) se constituye el tiempo inmanente, un tiempo objetivo [...] en el cual existe una duración y un cambio de algo durable; en la segunda (la

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intencionalidad longitudinal) se constituye la inordinación cuasitemporal de las fases de la comente que, siempre y necesariamente, tiene el fluyen­te punto “ahora”, la fase de la actualidad y las series de las fases preac- tuales y postactuales [...] Esta temporalidad prefenomenal, preinmanente, se constituye intencionalmente como forma de la conciencia constituyen­te del tiempo y en esta misma”.20

Desembocamos así en la propuesta de una cierta autoconstitución de la conciencia que, por ello, reviste un carácter último. Considerada como un continuum o flujo de vivencias, no podemos afirmar de ella que “dura”, sino que es cuasitemporal. En efecto, la vida entera de di­cha subjetividad no puede ser constituida a la manera en que lo es un objeto temporal, pues dejaría entonces de ser subjetividad. No tiene sentido decir que “dura” porque toda constitución de duración resulta de un encadenamiento de “retenciones”, que requeriría ser operado por otra conciencia situada “detrás” de ella y que pudiera percibir la suce­sión de sus estados de conciencia precisamente como una sucesión. Pero nada hay de ello: “La autoaparición de la corriente no necesita una segunda corriente; ella, en cuanto fenómeno, se constituye más bien en sí misma”.21

Topamos, entonces, con un flujo verdaderamente originario como fuente de aparición de todo aquéllo que la experiencia muestra a título de fenómeno (por ello es denominada por Husserl prefenomenal). Por su esencia misma, este flujo o corriente vivencial absoluta no puede presentar ningún trecho de no-corriente. Es permanente por cuanto con­forma toda la corriente de conciencia como su a priori.

“El tiempo es indivisiblemente acaecer (impresión) y estructura (estructura de retención que unifica al tiempo íntegro)”. Uno y otro se reclaman y se engendran recíprocamente; sólo así puede ocurrir que la forma que permanece lleve, sin embargo, la conciencia del cambio. De modo que “el tiempo se constituye en una conciencia del tiempo, a la vez conciencia del cambio y conciencia de una ley de cambio”.22

Como expresa Ivonne Picard, “La ‘conciencia del tiempo’ se pre­senta (ante todo) como algo neutro frente a las distinciones demasiado tajantes entre permanencia y sucesión, acto y estados, eterno y tempo­ral -o , más bien, está más allá de estas oposiciones, ella las funde, pero por lo mismo las trasciende-. Es síntesis de lo uno y de lo múltiple, ni

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unidad por encima de la multiplicidad, ni multiplicidad privada de uni­dad”.23

Nos encontramos, en suma, con un sujeto paradójicamente siempre el mismo y siempre cambiante (nunca el mismo), síntesis continua­mente renovada de actividad y pasividad, como la fuente a priori de la objetividad. Él mismo temporalizado y condición de toda determina­ción temporal posible. Historicidad fundamental hecha de necesidad y contingencia. Unidad infinita de vida que configura la apertura a un horizonte de mundo igualmente inabarcable de una sola mirada.

Se trata, pues, de uno y el mismo sujeto en tanto idéntico centro de referencia para sus correlatos objetivos. De aquí que podamos encon­trar la corriente de conciencia o de las vivencias, cuando destacamos sus elementos singulares diferenciados por su intencional referencia a algo y los seguimos en su enlace sintético. La constitución objetiva, recordémoslo, es la “vida” del sujeto y éste es constituido como sujeto en y a través de la continuidad temporal de sus actos de conciencia. De donde se desprende que el sujeto es también constantemente diferente, por cuanto constantemente creciente con sus propias experiencias; por ello afirma Husserl que “el ego trascendental se constituye para sí mis­mo en la unidad de una historia”.

Las vivencias son entendidas por Husserl como unidades, actos que se presentan una única vez en la corriente de la conciencia; poseen su lu­gar inamovible en tal corriente y, una vez que aparecen en un presente vivencial, caen en un degradado de pasados hasta hundirse en sus pro­fundidades abismales. Dichas vivencias están individualizadas, pues, precisamente por su situación temporal en el curso de la conciencia, y pueden unificarse entre sí (sintetizarse) en virtud de la dirección intencio­nal hacia el mismo objeto (es la llamada intencionalidad transversal).

Empero, el correr del flujo de conciencia, en el cual radica la más profunda estructura de la subjetividad, también reclama la posibilidad de una síntesis, esto es, de un orden en la sucesión de sus vivencias com-prendidas como una totalidad. No se trata, es evidente, de una sín­tesis de la que pueda afirmarse que “ya está hecha”, acabada, sino que más bien se ve reemprendida, una y otra vez, en cada nuevo presente. Pues el porvenir husserliano no tiene término: “[...] siempre hay el por­venir para la conciencia, ella nunca es realizada, nunca está en posesión total de la verdad. El futuro es aquello por lo cual el pasado se toma (se

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manifiesta como) verdadero. Pero esta verificación es un ideal que se persigue y su realización completa es proyectada al infinito”.24

El hecho de postular un orden en la secuencia de desarrollo del sujeto trascendental concreto, entenderlo como proceso de temporali- zación, supone que el tiempo es y no puede ser sino uno solo, si bien abierto a una realización infinita. Porque

a la esencia apriorística del tiempo pertenece el ser una continuidad de lu­gares temporales con objetividades ora idénticas, ora variables, que lo cumplen, y el que la homogeneidad del tiempo absoluto se constituya ine­vitablemente en el decurso de las modificaciones de pasado y en el cons­tante brotar de un ahora, el punto temporal creador, punto fontanal de todos los lugares temporales.23

Asimismo, el que todo esté co-participado en la misma corriente temporal constituyente, conduce a la propuesta de un tiempo objetivo único para todos los seres:

El tiempo perteneciente a cada ente cósico, es su tiempo y, sin embargo, no tenemos sino un tiempo: no solamente que las cosas se yuxtaordenan en una sola extensión lineal, sino que distintas cosas y acontecimientos aparecen como simultáneos; acaso no tienen tiempos iguales paralelos, sino un solo tiempo, un tiempo numéricamente uno.26 Muy lógico, después de todo, puesto que “el tiempo de la percepción y el tiempo de lo percibi­do son idénticamente los mismos”.

Más aún, este tiempo inmanente único, preludio y condición de todo tiempo objetivo válido, es también el ritmo esencial de la coexis­tencia de todas las conciencias. El “lugar” de su comunicación. No olvidemos que este flujo originario de la temporalidad o ego trascen­dental fue entendido por Husserl, ya en la Quinta Meditación, como intersubjetividad.

Nos falta considerar más de cerca la historicidad fundamental del flujo o corriente originaria de conciencia. Puesto que ésta nos aparece siempre como ya dada, conviene mencionar, así sea brevemente, aque­lla dimensión de pasividad que Husserl reconoció en forma creciente (sobre todo en sus últimos trabajos) como inherente a la conciencia y que analizó como su génesis pasiva.

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En efecto, al investigar a la conciencia (asi sea como fuente cons­tante de toda objetividad), nos percatamos de que es imposible comen­zar de un supuesto punto cero o instante inicial absoluto que hubiera puesto en marcha, a cabalidad, su decurso intencional. Más bien parti­mos siempre de una conciencia que manifiesta ya un cierto desarrollo. Por tanto, cualquier proceso de constitución de la objetividad opera sobre un fondo de objetos previamente dados. Es decir, constituye obje­tividades que son nuevas en relación con los objetos ya constituidos, “adquiridos” por ende, y que lo son precisamente porque tienen su ori­gen en una operación que es distinta de aquélla que consiste simple­mente en aprehender activamente lo que es presentado (a la concien­cia). Esto significa que varias formas sintéticas son constituidas a la vez en la conciencia.

Husserl se ve llevado a reconocer, por consiguiente, que toda cosa percibida posee su trasfondo de lo aún - o de lo ya- no percibido, o bien de lo percibido tan sólo lateralmente. Es más, nos es dada como estan­do en una continua conexión con ello, en un nexo (o contexto) en el que podemos introducimos gracias a un posterior curso de la experiencia. Pero no sólo el trasfondo objetivo es, por así decirlo, un horizonte “ex­terior”, sino que todo ente que nos sale al encuentro tiene en sí mismo, además, su propio horizonte, el cual se descubre cuando continuamos la experiencia. Es decir, “que, de acuerdo con su contenido de sentido, lleva en sí referencias dirigidas a una posible prosecución de nuestra experiencia”, manteniéndose dichas referencias también como compo­nentes intencionales de la experiencia misma.27

De esta manera, todo ente dado en nuestra experiencia (aun el total­mente desconocido), nos será dado en el horizonte de una determinada posibilidad típica de interpretación. Se trata, pues, de la constante pre­sencia de objetividades que se encuentran asociadas previamente a cualquier esfuerzo activo de síntesis. Esta “presencia latente” le da un cierto “espesor” a la actividad intencional de la conciencia; suscita una especie de prefiguración de las posibles experiencias posteriores a par­tir de lo ya experimentado, de lo ya conocido, y al hacerlo orienta la forma y el modo en que nos dirigimos experiencialmente a un objeto ulterior.

Por ello es que todo lo que encontramos en nuestra experiencia po­see una determinada prefiguración o estructura típica, y únicamente en

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virtud de la misma nos es posible incluirlo dentro de alguna determina­da dirección de nuestra experiencia. Ahora bien, “el mundo nos sale al encuentro como el conjunto de todas esas prefiguraciones de las posi­bles direcciones de nuestra experiencia, es decir, como el horizonte uni­versal y omniabarcante de las posibilidades de nuestro experimentar”.28

La totalidad de estas prefiguraciones no surge sin más de lo expe­rimentado actualmente, sino que se halla condicionada por la totalidad de lo que ha sido vivido por la conciencia. De esta manera, el ego tras­cendental aparece como el substrato de una serie vital de hábitos, un substrato el cual, por la ley de la génesis trascendental, gana con cada acto de conciencia una nueva y perdurable característica que condicio­na los actos subsecuentes que proceden de él. Entonces, su unidad radi­ca en la continuidad de una subjetividad viviente, donde las efectua­ciones pasivas juegan un papel tan importante como las operaciones actuales de la conciencia. No olvidemos, por otra parte, que Husserl acabará planteando dicho ego trascendental justamente como intersub- jetividad y que es a ésta a la que se refiere, en el fondo, cuando plantea la llamada “génesis pasiva” de la conciencia.

Estas efectuaciones (o síntesis) de la génesis pasiva “son accesibles mediante las referencias de sentido de toda cosa experimentada en el modo en que ésta nos es dada”. Esto significa que están implícitas en el sentido propio de lo experimentado y, por tanto, deben haber tenido lugar ya para que pueda sernos dado un objeto de este determinado sen­tido, con estos determinados horizontes que constituyen su posibilidad de interpretación.29 Por ejemplo, decimos que lo recién experimentado “nos recuerda” lo anteriormente vivido. Y este recuerdo no necesita ser expreso ni claro, basta con “tenerlo presente” al modo de una asocia­ción que sigue siendo obscura.

Los resultados de cada síntesis actual efectuada por la conciencia, entonces, persisten en ella y funcionan pasivamente como conexiones de referencias asociativas que soportan toda experiencia por venir. De manera que la conciencia, por cuanto intencional orientación hacia, se muestra como un fenómeno futuro. Pero éste, a su vez, en tanto posibi­lidad de nuestra presencia experiencial, se halla determinado por la herencia que comporta y reactualiza de continuo su “génesis pasiva”.

Dicho de otra manera, el a priori que es la subjetividad trascen­dental (o intersubjetividad) se desarrolla en proporción al horizonte de

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mundo que abre y configura desde su propia historicidad o proceso genético pasivo-activo.

Ahora bien, este mismo proceso se sujeta (para Husserl no puede ser de otra manera) a una estructura o ley de desarrollo que sintetiza etapas temporales bajo la forma sistemática de una percepción asocia­tiva, la cual gobierna al unísono la constitución objetiva propiamente dicha y la propia constitución del sujeto constituyente.

De tal modo, la conciencia se encuentra siempre como afectada por sí misma o dada a sí misma: aun las reflexiones sobre el flujo de la con­ciencia se insertan en la propia corriente de conciencia. Y el problema no se resuelve separando al ego constituyente de sus vivencias, que serían entonces consideradas meramente como constituidas. Puesto que la subjetividad no es identidad inmóvil ni plena consigo misma, ni el sujeto es realmente nada fuera de su actividad constituyente.

Permanece, por lo tanto, sin una respuesta clara la siguiente cues­tión: ¿cómo el orden mismo que gobierna o norma toda constitución puede ser constituido? Topamos aquí con una ambigüedad esencial a la conciencia, que habrá de reclamar un “volver sobre los pasos” de Hus­serl para re-dimensionarlos desde nuevas perspectivas. Tal, la empresa de Merleau-Ponty.

El tiempo fenom enológico-existencial en el pensamiento de M aurice M erleau-Ponty

El pensamiento de Maurice Merleau-Ponty, de carácter profundamente dialéctico, tomó inspiración en algunas de las intuiciones más brillan­tes del último Husserl. En particular, en lo referente al núcleo bipolar sujeto-mundo, y a los temas-clave de la relación con el otro y la activi­dad-pasividad de una conciencia ya no exclusiva y asépticamente cons­tituyente (puesto que es también, e inseparablemente, constituida). Te­mas que prolonga críticamente en la empresa de “resituar las esencias en la existencia”. Hizo de la noción de “conciencia pre-reflexiva” (te­niendo en mente la noción husserliana del “mundo de la vida” -lebens- welt-), su tema de estudio cardinal, puesto que esto le permitió desa­rrollar en una rica y sugestiva gama de matices, la afirmación típica­mente fenomenológica respecto a la originaria solidaridad o “co-perte-

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nencia” e implicación mutua entre la subjetividad y el ser-objetivo. Se trata, pues, de la intencionalidad tomada en su sentido fuerte y, más aún, radicalizada en la obra del filósofo francés en tanto carne.

Desde este punto de partida, es claro que para Merleau-Ponty, como para el mismo Husserl, el tiempo no puede ser considerado sin más como una propiedad objetiva de las cosas tal y como son en sí mis­mas. Ni tampoco a la manera de una especie de “sustancia fluyente” que nos arrastrara en su transcurso, a la manera de un caudaloso río y que hubiera de seguir necesariamente una sola dirección (la llamada “flecha del tiempo”).

De hecho, los acontecimientos del mundo que percibimos suponen siempre, ya de entrada u originariamente, la perspectiva en que como sujetos nos situamos y a partir de la cual cobran sentido. “El cambio supone -escribe Merleau-Ponty- determinado punto en que me coloco y desde el cual veo desfilar las cosas; no hay acontecimiento sin alguien para quien advenga”. De manera que sólo hay tiempo desde una pers­pectiva sobre el tiempo. Es decir, por mediación de una subjetividad que, al pronunciarse sobre el mundo (por su conocimiento y su acción), pudiera introducir aquellas modalidades de “no ser” ( o de no-ser-ac- tual) que representan el “en otro tiempo” del ayer o del mañana.30

El mundo objetivo es, pues, incapaz de entrañar al tiempo. En él, si pudiéramos hacer abstracción de toda perspectiva abierta por la apre­hensión de algún sujeto, sólo encontraríamos “ahoras” o presentes por doquier. Pero estos “ahoras” al no estar presentes ante nadie, no ten­drían ningún carácter propiamente temporal y no podrían, por ello mis­mo, sucederse.31

Para que haya tiempo es preciso que una subjetividad, por su acto de presencia, lo despliegue intencionalmente al extenderse (o tras­cenderse) hacia sus dimensiones de pasado y de advenir. El tiempo nace de nuestra relación con las cosas; emerge desde la conciencia humana que, implicada de raíz en el mundo, se abre a éste y pregunta por su sen­tido.

Así, ya desde el nivel originario de la percepción, la subjetividad- en-el-mundo se nos hace patente como temporalidad. No se trata aquí, por tanto, de la actividad de una conciencia pura, “desnuda”, que sobre­volara el mundo sin comprometerse con él; ni tampoco de una existen­cia que se desarrollara “en” el tiempo como una cosa más entre las co­

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sas, sino del ámbito fundamental donde “se inscribe un mundo” (la intencionalidad en sentido radical).

El fenómeno perceptivo, tal y como Merleau-Ponty ha puesto de manifiesto, revela a la corporalidad humana en tanto carne que nos abre a la naturaleza y a los demás sujetos sin ser jamás materia, -por cuan­to naturante-naturada- y que no es en el fondo sino la cuna misma del tiempo.

En efecto, el punto a partir del cual hay espacio y hay tiempo es el propio cuerpo entendido como “lugar de praxis”, como nuestra consti­tutiva inserción y originaria apertura al mundo. Pero esto no significa que nuestro cuerpo se sitúe forzosamente (como un objeto) en estas dos coordenadas sufriéndolas simplemente, sino más bien que es nuestra carne la que espacializa y temporaliza las cosas en la percepción.

Explica Merleau-Ponty que nuestro cuerpo, como totalidad diná­mica, asume el espacio y sus dimensiones (la altura, la anchura y la pro­fundidad), al envolverlas en su dominio sobre el mundo, dominio que es también movimiento de temporación. Esto implica que asi como no existe un tiempo reducido a la mera adición de instantes sucesivos, tam­poco existe un espacio concebido solamente como el conjunto de luga­res que ocupan las cosas.

Entonces, las dimensiones del espacio no pueden yuxtaponerse, existir cada una por su cuenta y ser sumadas o sintetizadas después por la conciencia en el momento mismo en que ésta percibiera. Lejos de ello, las dimensiones del espacio se nos ofrecen al unisono; son simul­táneas, como lo son -en cierto modo- también las del tiempo: porque se “envuelven” y deslizan unas en otras, integrándose en la estructura fundamental de la presencia. Así, Merleau-Ponty retoma los análisis husserlianos cuando afirma que el presente guarda “latiendo” en su seno al “ya no” que aún retiene y al “todavía no” que, a la vez e inseparable­mente, anticipa. De aquí que pasado y presente tomen presencia conti­nuamente, justo desde el corazón mismo de cada momento presente.

La percepción inaugura para nosotros, pues, un campo de presen­cia que se extiende según las dos dimensiones antedichas. De tiempo, porque no puede haber presencia humana sin un presente, sin un ahora desde el cual dominar lo coexistente y ordenar lo sucesivo. De espacio, porque la simultaneidad de los objetos solamente puede darse en la uni­dad de una misma pulsión u “oleada” temporal, de un mismo momento.

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Consideremos, por ejemplo, la percepción que tenemos del movi­miento de las cosas. Este nos aparece como esa unidad en la cual los instantes precedentes se encajan en el instante presente; de tal manera que la percepción que de él tenemos reasume la serie de las posiciones anteriores y anuncia las ulteriores hasta llegar al término del movi­miento que, como lo inminente por venir, estaba ya contenido, desde el principio, como orientación suya. La síntesis perceptiva que nos ofrece al objeto -y más allá de éste al horizonte de mundo en que necesaria­mente se inscribe-, no es, entonces, sino temporalidad (o, mejor dicho, “movimiento de temporación”).

El campo de presencia es, pues, según Merleau-Ponty, la experien­cia originaria que tenemos del tiempo. Es donde hallamos el despliegue temporal que nos entrega la cosa (con el trasfondo de mundo que nece­sariamente con-lleva), pero también al espacio; que nos abre el acceso a los demás sujetos y a nosotros mismos, al proyectar un horizonte de pasado y otro de porvenir que dan consistencia a cada momento de nuestra vida-en-el-mundo.

Hay que tener muy en cuenta, sin embargo, que este campo de pre­sencia que abre la síntesis perceptiva nunca es claridad absoluta, pues­to que las cosas, si han de ser reales, se muestran en profundidad. En ellas coexisten niveles y perspectivas que jamás son plenamente actua­les bajo la mirada. De manera similar, el campo de presencia no es ni puede ser cabal presencia del sujeto a sí mismo, transparencia absolu­ta, pura e imperturbable identidad consigo mismo, puesto que ello sólo podría convenir a un sujeto eterno. Mas, precisamente por esto, dicha presencia no puede darse en la inmanencia de la conciencia como una mera representación (es decir, como un objeto íntegramente constitui­do por su propia actividad), sino que se configura como movimiento de trascendencia. Tiene, por lo tanto, fronteras indeterminadas o abiertas que comprenden otros puntos de vista. La síntesis de espacio y tiempo no se da nunca en plenitud, de un solo golpe; hay que reiniciarla siem­pre desde la inserción en una situación particular y total a la vez: a saber, el respectivo presente que se vive.

Puedo afirmar, entonces, que el instante actual es mi presente; pero también lo es este día, este año, mi vida entera. Asimismo, puedo reco­nocer que estoy más allá de esta hora; que en cierto modo estoy en mi ayer y en mi mañana, pues de otra manera éstos no serían en verdad

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entrañablemente míos. Cada tiempo del movimiento de temporación que constituye mi existencia es, por asi decirlo, más que sí mismo, dada su esencial apertura. Porque todos los instantes del tiempo se reclaman y se implican mutuamente, en una síntesis de dimensiones inacabadas donde éstas se contraen o se condensan. Pues, en el fondo yo soy el tiempo o, mejor dicho, “voy siéndome como tiempo”.

Por ello, si el tiempo es unidad y movimiento total y totalizador, antes que una mera agrupación de mónadas temporales ( la sucesión de ahoras considerados de manera puntual), entonces debe ser comprendi­do como un sistema englobante o red de intencionalidades solamente accesible desde un presente que es fundamentalmente presencia viva al mundo (y por ende a los demás sujetos que co-participan de este mismo mundo).

De este modo, el pasado sigue siendo presente en nuestro presente, aun cuando esta presencia sea tan sólo intencional y no efectiva o fac­tual. El porvenir, por su parte, es ya pre-figurado u orientado por este mismo presente que le abre paso. La dimensión presente, por lo tanto, se constituye, en su entraña misma, como el (siempre renovado) lugar de recuperación de los abismos temporales. Por lo cual afirma Merleau- Ponty que el sujeto vive la totalidad del tiempo, si bien siempre desde cierto punto de vista e intencionalmente -como un “dirigirse a” o “extenderse hacia” ella.

Sin embargo, como hemos mencionado arriba, el presente al ser de por sí apertura, trascendencia, al carecer de límites fijos, implica para nuestro propio existir una especie de presencia en ausencia, una no- coincidencia en la identidad:

a) Primeramente, porque en el presente vivimos y somos. Y, sin embargo, el presente siempre se nos escapa, nunca coincidimos plena­mente con él. Cuando parece que lo hemos determinado deviene pasa­do y, con todo, como pasado pervive en el nuevo presente que lo “retie­ne” y que, a su vez, anuncia lo inminente que le “retendrá” en su opor­tunidad como pasado.

b) De análoga manera, experimentamos también la posesión de nuestro pasado precisamente en la presencia al mismo y, a la vez, vivi­mos la desposesión de lo ya sucedido, su lejanía, en el distanciamiento que, como expresa Merleau-Ponty, se vuelve “espesor” en el presente -puesto que este último no es fijo sino tránsito.

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c) El pasado, caracterizado como lo que ha sido presente; y el futu­ro como lo que advendrá a la actualidad del presente, se nos manifies­tan como no-presentes que, no obstante, se hermanan o unen en un todo con el presente, es más, desde el presente mismo. Ello precisamente por el carácter peculiar de este último, del cual inevitablemente participan.

El tiempo puede, entonces, comprenderse como un sistema de equi­valencias, cruce de horizontes o red de intencionalidades, donde cada una de sus supuestas partes remite a las demás y puede pensarse en fun­ción de ellas. Asi el presente, al rebasarse hacia su pasado inmediato, se presenta como un “advenir sido”, y al extenderse hacia lo inminente que advendrá, se anuncia como un “pasado por venir”. El pasado es un “antiguo advenir” y un “presente reciente”; el presente, un “advenir re­ciente” y un “pasado próximo”; y el futuro, un “presente por advenir” y, más tarde, también un “pasado por venir”.

Se ve claramente que en todas estas equivalencias, el tiempo se mantiene como un único fenómeno de tránsito, del presente al pasado tanto como del advenir al presente; fenómeno para el cual ser y pasar son lo mismo: “El brote de un presente nuevo no provoca un amonto­namiento del pasado y una sacudida del advenir, sino que el nuevo pre­sente es el tránsito de un futuro al presente y del antiguo presente al pasado; por un solo movimiento, de un extremo a otro, el tiempo se pone a moverse”.32 Puesto que el sistema de las retenciones recoge en sí mismo lo que un instante antes era el sistema de las protenciones, en una red dinámica para la cual cada presente configura la unidad inque­brantable de una conservación y de una puesta en espera.

Así, “el tiempo mantiene lo que ha hecho ser en el momento mismo en que lo excluye del ser, porque el nuevo ser era anunciado por el pre­cedente como ser anticipado, y para él era lo mismo convertirse en pre­sente que estar destinado a pasar”.33 Puede afirmarse entonces que “el tiempo es el único movimiento adecuado a sí mismo en todas sus par­tes [...] no es otra cosa que una huida general de sí mismo, la ley única de esos movimientos centrífugos”.34

El presente vivido es, por consiguiente, “espeso”. Su espesor está hecho del pasado y el advenir que se condensan, se entrañan en él. De manera que lo propio del presente es, por decirlo así, llamar a su pre­sencia a las otras dimensiones del tiempo. Sin embargo, esta llamada es respondida sólo intencionalmente, sin plenitud fáctica (pues de otro

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modo entraríamos al presente perfecto de la eternidad) y, más aún, se ve frustrada al ser el propio presente el que como anticipación del adve­nir que lo ha de “destituir”, se niega a sí mismo como actualidad para dar lugar a otro presente que, a su vez, pasará. Con todo, esta preten­sión del presente de permanecer, de determinar pasado y porvenir en un solo ahora (con carácter absoluto), se mantiene cada vez con cada nuevo presente, y es ella la que propicia la formación de la idea de un tiempo que existe parte por parte y que transcurre por adición de suce­sivos presentes.

Emerge de tal suerte la paradoja: lo que posibilita la representación del tiempo como multiplicidad sucesiva, es nada menos que su propia existencia como movimiento único de transición. De ahí que dicha re­presentación sea tan común y persistente.

La temporalidad del ex-istir humano revela, por consiguiente, a un ente finito que se abre a lo infinito y lo contrae en forma de horizontes que ha de ir explicitando. En expresión del propio Merleau-Ponty: “todo está en él como intención (apertura) y él está en todo como dis­tancia”

Pongamos, por ejemplo, al pasado, a mi pasado. Ya hemos men­cionado que el acceso a esta dimensión o éxtasis del tiempo no puede darse sino a partir del presente al cual sostiene y que lo conlleva como simultáneo (en la serie de retenciones que brotan de su actualidad mis­ma). Pero el horizonte que la retención despliega no puede ser agotado por el recuerdo expreso. Este requiere de una operación de conciencia que vuelva sobre las implicaciones del presente que lo conservan (como ya pasado), y desarrolle paulatinamente las perspectivas, vir­tualmente ilimitadas, que cada momento suyo ha condensado. El afán por desenredar el ovillo del tiempo buscando recuperamos en la totali­dad de lo vivido constituye, de tal modo, una tarea verdaderamente infi­nita de la cual, sin embargo, no podemos sustraemos.

En efecto, la coincidencia que podemos tener con nosotros mismos, con nuestro propio presente, es forzosamente parcial, puesto que el pre­sente es esa confluencia de horizontes, es englobante, y en tanto tal se escapa a nuestra atención completa. Como resultado de ello la con­ciencia, ese ser a distancia, conforma también un reducto inaccesible en mi vida; jamás agotada, jamás poseída sino a medias y precisamente por el movimiento que constituye el flujo y reflujo del tiempo. La pro­

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pia existencia, comprendida como movimiento de temporación, ma­nifiesta asi su doble carácter de constituyente-constituida o pasivo-acti­va, verdadera dialéctica de lo nuevo y lo adquirido, de creatividad y herencia.

Para Merleau-Ponty, en suma, si el tiempo tiene un sentido es por­que nosotros mismos somos tiempo. Pero también es verdad que siem­pre encontramos al tiempo como algo ya dado, que nos atraviesa por entero y del cual no podemos decimos dueños, ni creadores absolutos: “No soy el autor del tiempo, como no soy el autor de los latidos de mi corazón, no soy yo quien asume la iniciativa de la temporación; no he elegido nacer, y una vez que he nacido el tiempo corre a través mío, haga yo lo que haga”.35

Y, sin embargo, el tiempo no es un simple hecho que sufro, ya que, ciertamente, “me arranca de lo que iba a ser, pero me ofrece a la vez el medio de captarme a distancia y de realizarme como yo”.36 Ahora bien, esta situación ambivalente, verdaderamente originaria, en que nos en­contramos la recomenzamos permanentemente, ya que nos constituye como espontaneidad adquirida de una vez por todas. Es decir, como el surgimiento mismo del tiempo, dialéctica de actividad y pasividad que tensa nuestro existir-en-el-mundo.

Notas

1. Desanti, Jean-Toussaint, Réflexions sur le temps, p u f , París, 1992, pp. 80-81.

2. Véase de Jean Mouroux, El misterio del tiempo, Ediciones Estela, Col. Theología 4, Barcelona, 1965, pp. 34 y 39.

3. J. E. Bolzán, “Hacia una ontología del tiempo”, en: Revista de Filosofía, Núm. 76, Año xxvi, Ene-Abril 1993, u i a , México, p. 90.

4. Minkowski, Eugène, El tiempo vivido, f c e , México, 1973, p. 22.5. Cfr. ibid., pp. 20-21 y 94.6. Xirau, Ramón, El tiempo vivido. Acerca de “estar”, Siglo xxi editores, 2a.

edición, México, 1993, p. 32.7. Gurméndez, Carlos, El tiempo y la dialéctica, Siglo Veintiuno de España

editores, Madrid, 1971, p. 247, en referencia a Husserl.8. Lauer, Quentin, J., The triumph o f subjectivity. An introduction to trascen­

dental phenomenology, Fordham University Press, New York, 1958, p. 88.

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9. Bengoa Ruiz de Azúa, Javier, De Heidegger a Habermas. Hermenéutica y fundamentación última en la filosofía contemporánea, Ed. Herder, Barcelona, 1992, pp. 57-58.

10. Expresión de Husserl citada por J. Bengoa Ruiz de Azúa en ibid., p. 55.11. Lauer, Quentin J., op. cit., p. 85.12. Javier Bengoa Ruiz de Azúa, op. cit., p. 48.13. Husserl, Edmundo, Fenomenología de la conciencia del tiempo inmanen­

te, Editorial Nova, traducción de Otto E. Langfelder, Buenos Aires, 1959, p. 74.

14. Ibid., p. 87.15. Cfr. Desanti, Jean-Toussaint, op. cit., pp. 144-145.16. Husserl, Edmund, op. cit., p. 77.17. Ibid.18. Picard, Ivonne, “El tiempo en Husserl y en Heidegger”, en: Husserl, op.

cit., pp. 16-17.19. Husserl, E., op. cit., p. 111.20. Ibid., p. 132.21. Ibid., p. 133.22. Picard, Ivonne, art. cit., p. 20, en referencia a Husserl.23. Ibid., p. 14.24. Ibid., p. 24.25. Husserl, E., op. cit., p. 120.26. Ibid., p. 183 (Anexo x).27. Landgrebe, Ludwig, Fenomenología e historia, Monte Ávila editores,

Caracas, 1975, p. 27.28. Ibid.29. Ibid., p. 28.30. Maurice Merleau-Ponty, Fenomenología de la percepción, f c e , trad. de

Emilio Uranga, México, 1957, p. 450-451.31. Ibid., p. 451.32. Ibid., pp. 458-459.33. Ibid., p.460.34. Ibid., p. 459.35. Ibid., pp. 467-468.36. Ibid., p. 468.