Alejandra Treviño Tavasci

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Monocromo Alejandra Treviño Tavasci

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Monocromo

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© 2011 Alejandra Treviño Tavasci

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total o parcial de esta obra por cualquier medio o

procedimiento, comprendidas la reprografía y el

tratamiento informático y la distribución de

ejemplares de ella, mediante alquiler o préstamo

público.

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Este libro, claramente, no es para ti. Nada nunca

lo fue y nada nunca lo será. Espero que jamás

leas esto, pero gracias por el dinero.

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Uno

Salió rápidamente de la casa y comenzó

a caminar. Sabía que iba tarde. Las hojas

arrugadas de sus revistas salían por entre

las orillas de su maletín desgastado. No

que le importara. Las suelas de sus

zapatos comenzaban a despegarse. No que

le importara. Lo único que le molestaba

era llegar tarde: si llegaba tarde perdería el

camión.

No era que fuera a ningún lado. Ni que

hubiera alguien esperándolo. Sólo era que

si no tomaba ese camión, tendría que

esperar una hora al siguiente. Odiaba

esperar. El pueblo estaba solo. Él estaba

solo; pero no lo había notado. Caminaba

de prisa, levantando el polvo bajo sus pies.

Cuando por fin llegó a la carretera, el

botón de su maletín ya se había roto; y su

cabello se había secado. Su barba había

crecido. Intentó encontrar su reloj debajo

de la manga de su saco azul, pero las

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bolsas que cargaba en la muñeca le

dificultaban hacerlo. Dejó todo en el piso.

Volteó a su alrededor. Nada. Comenzó a

doblar la manga derecha de su saco para

encontrar que no había reloj, lo debió

haber olvidado. Volteó a su alrededor.

Nada. Se agachó para recoger sus bolsas,

pero ya no estaban ahí. Tampoco lo estaba

su maletín. Ni siquiera llevaba zapatos. No

tenía más que su saco, que ya ni era azul;

era gris y tres tallas más grande.

Sacudió su cabello, que ya le llegaba a

los hombros. Era blanco, aunque bien

podía ser sólo el polvo, o cenizas. Decidió

sentarse en esa piedra gris que había sido

su casa por ya más de dos meses, a la

orilla de la carretera.

El camión nunca se había tardado

tanto. Comenzaba a preocuparle. Después

de todo, tenía que vender dulces, y sólo la

gente de afuera los compraba. Pero la

carretera estaba sola, y él tenía sueño.

Decidió caminar, seguiría las líneas

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desgastadas de la carretera. Así

encontraría al camión.

Comenzó a caminar, pero esta vez ya no

iba tarde. Las piedras se enterraban en las

plantas de sus pies y el olor a viejo de su

saco, ya no más gris, sino verde mohoso,

se difuminaba con el aire. No llegó muy

lejos; los párpados le pesaban y el cabello

se le caía. El sonido de un golpe lo detuvo,

para voltear y encontrar a su preciada

piedra partida en dos. Intentó correr hacia

ella, pero su cuerpo no podía. No había

comido en semanas y su único hogar

acababa de ser destruido. “Han de haber

sido esos idiotas pandilleros”, pensó; “No

tienen respeto por nada, ni por los

vagabundos”. Se tiró al suelo.

El camión no pasaba y el pueblo detrás

de él había envejecido. No le quedaba más

que irse. Abrazó a su piedra, que ahora

eran dos. Les agradeció por todos esos

días, y se fue. Recorrió toda la carretera,

hasta que ésta ya no existió. Comenzó a

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caminar por el pasto verde. Todo era nuevo

para él. Llegó por fin. Nunca supo a dónde,

pero llegó.

No había nadie, y no había nada. El

pobre vendedor caminó hasta llegar a la

orilla de una carretera, donde sólo había

un piedra lisa, ideal para sentarse. Pensó

en conseguir algunos productos de

limpieza y en poner, quizá, una barda. No

fuera a ser que unos pandilleros osaran

venir a ensuciar su nueva casa. Se quitó

su saco, ahora rojo, y lo dejó sobre su

piedra-casa; y se acostó a dormir.

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Dos: verde

El color verde, para mí, siempre

significó la vida. Naturaleza verde: árboles

verdes, manzanas verdes, calabazas verdes

y, a veces, sandías verdes, aguacates

verdes, y todo lo demás verde. No podría ni

explicar mi afán por el verde. En total,

tenía cuatro pantalones verdes, ocho

blusas verdes, tres suéteres verdes y 16

calcetines verdes, en diferentes

tonalidades, claro. Entonces, decidí pintar

mi casa verde: un verde olivo para mi

cuarto y uno lima para la cocina. La

fachada sería verde militar, con algunos

decorativos en un tono más claro. Mi carro

(verde, por supuesto), resaltaba en las

calles sobre todos los demás carros azules

y rojos, que, a mi parecer, no eran tan

buenos como el verde.

Tal era mi devoción que quise tener

una semana verde. Es decir, que dedicaría

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cinco días enteros de mi vida a celebrar a

este maravilloso color. Así fue entonces. El

primer día, lunes, salí al parque: caminé

por el pasto verde y dormí debajo del árbol

más verde que pude encontrar. El martes,

me vestí de verde: una blusa verde, una

falda verde oscuro, chanclas color verde

militar y calzones verde limón. El

miércoles, fui verde, como en la

publicidad. Recolecté cartón, hojas, latas.

Intenté que fueran verdes, y luego las llevé

al centro de reciclaje; uno con paredes

verdes, por cierto. Recibí entonces una

calcomanía verde que representaba lo

verde que soy.

Todo había ido de maravilla. Quien

hubiera dicho, entonces, que al cuarto día,

mi idea del verde cambiaría para siempre.

Empezó siendo un jueves muy verde.

El río en frente de mi casa se veía

especialmente verde ese día. Los árboles

parecían haber crecido más fuertes y

verdes. Y yo, moría de hambre. Entonces,

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tuve la mejor idea de mi vida. Decidí tener

la comida más verde de todas. Pero viendo

mi refrigerador (color verde, por cierto),

totalmente vacío, no tuve otra opción que

ir al supermercado. Caminé por los

pasillos, tomando cuanta cosa verde pude

encontrar. Llegué entonces a la sección de

verduras. Me emocioné tanto, que empecé

a aventar las cosas a mi carrito, sin

siquiera pesarlas. Otra vez, manzanas

verdes, calabacitas verdes, cilantro, tomate

verde, lechuga, acelgas y brócoli. Tenía

tanta hambre. Llegué a la fila de la caja, y

era larguísima. Orgullosa de mi carrito

verde, me formé en la fila y esperé. Tenía

tanta hambre. Decidí comer algo. Como lo

último que había echado en mi carro era el

brócoli y era lo más cercano a mí,

arranqué uno pequeño y me lo eché en la

boca. Comencé a saborear. Sabía tan

verde.

Pero entonces sucedió algo. Mi

garganta se comenzó a cerrar. Respirar se

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volvía más difícil. Mis piernas se sentían

débiles. La gente me miraba, lo sentía.

Entonces caí.

Siempre me gustó el color verde. Es

un color tan vivo. Aunque, nunca imaginé

que ese día, para mí, sería la muerte.

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Tres: negro

Si no se hubiera levantado temprano ese

día, nunca lo habría visto. Aquél lo miraba

a través de la ventana desde ese árbol

torcido en el patio. Inmóvil, el pájaro negro

sólo observaba. ¿Que qué es lo que

observaba? Nadie lo sabe. Pero sus ojos

negros consumían rápidamente todo a su

alrededor.

Cuando lo vio por primera vez a través

de la ventana, no le hizo mucho caso.

Creyó que sólo era eso, un pájaro

horripilante. Qué mal estaba. Lo miró por

un minuto, y luego por cinco más. El

pájaro le devolvía la mirada. Tuvo suerte:

la lluvia rompió el hechizo, y el hombre se

levantó dos horas tarde.

Pasaron cinco días, y el pájaro crecía.

Su nariz se encorvaba, sus ojos tomaban

color. Blanco por la madrugada, azul por

la mañana, amarillo por el mediodía, rojo

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por la tarde, café por la noche, negro en la

medianoche. El hombre se sentía envuelto

en un arcoíris; no podría jamás perderse

tal maravilla.

“No es que tenga un problema”, pensó el

hombre, “es sólo que no tengo razón para

levantarme hoy”. No era cierto.

Hipnotizado por aquella criatura, el

hombre pasaba días enteros en cama.

Cuando la noche cubría al pájaro, el

hombre se levantaba. Había perdido peso,

había perdido estatura, su nariz se había

encorvado, sus ojos habían perdido brillo y

su cabello, extrañamente, había

recuperado su color negro, como el pájaro.

Al pasar los días, el pájaro sólo

observaba; pero el hombre cambiaba.

Ahora dejaba la luz del patio encendida.

Poco a poco dejó de dormir sólo para poder

contemplar la belleza de aquella criatura.

A pesar de sus plumas sucias y caídas; a

pesar de su nariz curva. El hombre se

había enamorado.

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Decidió atraparlo. Sería sólo para él.

Con dificultad, dejó la casa y compró una

jaula y comida para pájaros. Pero al

regresar, estaba tan cansado. Dejar de

observar la magnificencia del pájaro le

había hecho perder fuerzas. Abrió sus

cortinas y se sentó en la cama. El reloj dio

las doce y el hombre cayó.

Afuera hacía frio. Adentro todo era

cálido. Era difícil acoplar las plumas a la

cama, o tomar la cobija con las alas. El

pájaro decidió dormir. Y desde afuera, un

hombre lo observaba.

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Cuatro: rojo

No fue mi intención. Lo juro. No hubo

forma de saberlo. Tú, siempre corriendo.

Yo, siempre retrasada. Debo admitir que

de todas maneras fue el mejor viaje de mi

vida, tú sabes, hasta que pasó eso.

Pormenores, supongo.

Siempre te tuve algo de envidia. ¿Algo?

Bueno, ya sería suficiente si no lo digo

ahora. Siempre morí de envidia por ti. Por

haber sacado mejores calificaciones. Por

haber hecho más amigos. Por haber

encontrado novio primero. Por haberte

graduado antes que yo. Por tener un

trabajo bien pagado. Por haberte casado

con mi mejor amigo. Por haberme

rechazado. Y a pesar de todo esto, siempre

me la pasaba mejor contigo que con nadie

más. Pero tú jamás te diste cuenta.

Esto no significa que no sienta nada

ahora que te fuiste. Pero debo admitir que

por un momento me sentí aliviada. Quizá

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ahora es mi momento, quizá ahora seré yo

la que tenga novios, que tenga amigos y un

buen trabajo. Quizá ahora yo me case.

Quizá ahora.

Obviamente, tu funeral ha sido el más

hermoso al que he ido. Todos te lloraban,

pero todos agradecían haberte conocido.

Aunque la verdad es que ellos no te

conocían como yo. Ni te vieron morir como

yo. Y a ellos no les atormentarás como a

mí. Pero no me importa. Es mejor tenerte

así que no tenerte. Aunque sea sólo por las

noches, entre mis sueños y mi realidad.

Nunca podría dejarte ir del todo.

Especialmente por la forma en que todos

me miran ahora. Bien pudo haber habido

una cámara escondida y aun así todos me

seguirían culpando. Pero tú y yo lo

sabemos.

Me pregunto si dentro de ese ataúd tus

labios son igual de rojos que en mis

recuerdos.

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Cinco: gris

Las rayas grises de su lomo peludo se

alcanzaban a ver por encima del borde de

la cama. Se había despertado. Ya podía

sentir sus patitas sobre mi espalda,

masajeando. Ya podía escuchar su

maullido matutino pidiendo de comer. Pero

no fue así. En vez de eso, el silencio, la

calma.

Decidí aprovechar el momento y dormir.

Nunca se sabe cuánto van a durar

oportunidades como éstas. Cuando volví a

abrir los ojos, estaba junto a mí; esa bolita

de rayas grises ronroneando en mi cama.

Levanté mi mano hacia ella. Miau. Me

preguntaba si podía contar las rayas en su

lomo. Uno, dos, tres, cuatro… ocho, doce,

catorce. Me miraba. Sus ojos también

tenían rayas grises. Uno, dos, parpadeo,

tres, cuatro, parpadeo, cinco, seis. El

teléfono sonó y me levanté.

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Ella siempre ha estado ahí para mí.

Ronroneando y pandeándose por la casa.

Recibiéndome a altas horas de la noche

con sus ojos acosadores preguntándome

que cómo había sido que la había dejado

sola tanto tiempo. Ella sabía cuando yo

estaba enferma, cuando yo estaba triste y

cuando necesitaba un tiempo a solas. Los

sábados le gustaba salir a la terraza,

explorar un poco. Ocasionalmente

regresaba con un pájaro muerto, algunos

con plumas grises. Pero en la mañana, ella

estaba ahí, en el cuarto, a la espera del sol

para poder despertarme.

Cuando volví al cuarto, estaba en la silla

de mi escritorio. Nuevamente, la ternura

en una bolita peluda. Quince, dieciséis. Me

miraba fijamente. Pero no se movía.

Diecisiete, dieciocho. Entré al baño y abrí

la regadera. Esperaba que se asomara por

la puerta entreabierta, curiosa. Pero no lo

hizo. Cuando salí del baño, estaba debajo

del sillón. Diecinueve, veinte. Las rayas

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grises de sus ojos comenzaban a invadir ya

su pupila. Parpadeo, siete, ocho…

diecisiete, parpadeo.

Pudo haber estado enferma, pero al

acercarme sólo recibí un miau. Bajé a la

cocina y prendí la cafetera. Al voltear, ella

estaba ahí, en la mesa de la cocina. El gris

había consumido sus ojos. Miau.

Decidí llevarla al veterinario. Saqué su

jaula, pero ella se escondió por toda la

casa, miau. Pero nada. La cafetera hacía

ruidos y yo no te podía encontrar. Me serví

el café y prendí las noticias. Balaceras

aquí, muertos allá, un concierto de rock.

Al subir al cuarto te encontré, en el sillón.

Pero ya era tarde, el gris de tus rayas te

había consumido por completo. Gris

piedra. Gris petrificada. Mi madre nunca

recordó que yo hubiera tenido un gato.

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Seis: morado

Me encontraron a las siete de la

mañana. Y sólo porque un pobre pescador

tuvo la mala suerte de elegir un anzuelo lo

suficientemente grande como para pescar

una de las heridas de mi cuerpo por donde

podías ver mi interior, mis huesos, mis

nervios destruidos.

Espero realmente no haberlo asustado

tanto. No era mi intención, pero ya sabes

cómo es cuando se está muerto. La gente

no suele reaccionar bien. La policía sigue

investigando mi identidad. Espero que en

cuanto la descubran me la digan, porque

en mis veintisiete años de vida yo nunca

pude averiguarla.

No recuerdo bien cómo fue que llegué

hasta acá. Lo único que recuerdo es que

anoche saqué a pasear a mi perro. Lo sé,

no fue lo más inteligente; sacar al perro en

la noche en las circunstancias de

seguridad de una ciudad tan poblada

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como ésta. Pero el pobre no había salido

en días y yo temía que me fuera a morder

mientras dormía. Caminábamos por el

parque. Comenzaba a llover. Y… y… Hasta

ahí, no recuerdo más.

La verdad es que siempre tuve mala

memoria. O bueno, no exactamente eso,

porque puedo recordar muchas cosas. Sólo

no las importantes. Podía recordar, por

ejemplo, que hay 104 escalones en mi

recorrido desde mi salón de Literatura al

mi salón de Ética, y dos de ellos tienen un

azulejo roto. Podía recordar el nombre de

los 150 Pokémon originales, y claramente

esto no asombraba a ninguna chica. Las

chicas, por otro lado… jamás podía

recordar sus nombres.

Pude escuchar decir a los doctores que

jamás habían visto un cuerpo así. Tan

morado. Supongo que no está mal porque

el morado siempre ha sido uno de mis

colores favoritos. Desearía que hubieran

puesto un espejo encima de esa mesa fría

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de metal para poder verme. Después de

mucho pensarlo y de intentar varios

métodos para recordar cosas –sí, como

aquéllos que salen en la tele a media

noche-, concluí que jamás podría resolver

este misterio. ¿Cómo es que una persona

tan… amarilla pudo llegar a ser tan

morada en una sola noche?

Los doctores no iban mejor que yo.

Apenas si pudieron saber mi nombre y mi

dirección. Supe que iban a ir a mi casa.

Qué pena, ni me dieron tiempo de limpiar.

Me pregunto si habrán encontrado esas

revistas debajo de mi cama, o el cajón

escondido de la cómoda de mi cuarto.

Espero que no. Aunque, no es como si mi

reputación pudiera bajar más.

Total. Llevaba dos días en esa mesa fría

y nadie podía descifrar por qué. El color

morado se intensificaba y yo no podía

dormir. Una semana después, algo pasó.

Comenzaron a mover mi mesa. Lo sabía

porque mi vista fija hacia el techo del lugar

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estaba cambiando. Oí decir a los doctores

que el caso era idéntico al mío. Moría de

curiosidad. Cuando terminaron de

moverme, quedé justo arriba de la lámpara

del lugar. La luz me encandilaba, pero yo

muerto, no podía cerrar los ojos.

Pasó el día y ya nadie me hacía caso.

Todos veían a esa novedad desconocida

para mí. Pasé horas esperando a que

alguien me recordara, pero nadie lo hizo.

Decidí ejercitar un poco mi memoria:

Pikachú, Charmander, Bulbasaur. Podía

seguir y seguir.

La noche llegó y por fin apagaron las

luces. Metapod, Butterfree. Contemplé la

lámpara por fin apagada. Ya se pueden

imaginar mi sorpresa al ver que la lámina

servía como espejo. Era hermoso. Bueno,

estaba algo hinchado, pero el morado era

excepcional.

Fue en ese momento cuando la vi.

Olvidé los nombres de todos los 150

Pokémon. Ella. Tan morada como yo.

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Acostada en la cama junto a mí. Mis ojos

sin brillo se encontraron con sus ojos

muertos. Fue el destino. Fue tan morado.

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Siete

Como todas las mañanas, se levantó.

Como todas las mañanas, desayunó. Como

todas las mañanas, un pan tostado con

mermelada. Como todas las mañanas, se

fue.

Pero esa otra mañana, se levantó. Algo

había diferente en el aire. Tostó el pan, le

untó mermelada. Lo comió. Le supo azul.

Creyó que la mermelada estaba rancia. Es

decir, era de fresa; uno esperaría mínimo

que supiera rojo o rosa. Pero no azul.

Probó comer la mermelada sola, morado.

Probó comer el pan solo, amarillo. El vaso

de leche, rosa. Olvidó que tenía que ir al

trabajo.

Después de vaciar su alacena. Amarillo,

verde, rojo, azul marino, celeste, naranja,

café. Decidió ir al supermercado. Sintió el

aire fresco de afuera, turquesa. Sonrío: el

turquesa era su color favorito. El

supermercado olía a blanco. Conjunto de

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colores. Eligió distintos cereales, verduras,

frutas, carnes, pescados, pollo. Llegó a la

sección de dulces.

Definitivamente está de más decir que

adoraba el chocolate. Por lo que decidió

dejarlo para el final. Probó todos los

sabores. Incluso tuvo que inventar unos

cuantos.

Cuando por fin llegó a ese esperado

final. Decidió sentarse. El chocolate, debía

ser el mejor color de todos. Abrió la

envoltura. Olió el chocolate. Se lo llevó a la

boca. Justo cuando tocó su lengua, sus

ojos perdieron el brillo. Sus pulmones

soltaron todo el aire. Gris.

La chica soltó el chocolate, y se fue.

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Ocho: blanco

Esta semana me tocaba mi consulta

mensual. Me había estado portando bien.

Apagaba mis luces a las diez, desayunaba

mi cereal a pesar de parecer cartón,

tomaba mis pastillas. Ni siquiera me

quejaba cuando el enfermero me ataba

para ponerme mis inyecciones. Todo iba

bien. O eso creía.

El psicólogo me preguntó que cómo

estaba. Pero yo me quedé en blanco. Había

practicado la respuesta por días. Pero

nada. Supuse que sería mejor contestar

algo, lo primero que se me viniera a la

cabeza. “Blanco”. Pude ver la cara del

doctor. “¿Cómo lo supiste?”. No supe qué

decirle. “Blanco”, dije otra vez.

El pobre se echó a llorar. Me tomó de la

mano y me llevó hacia fuera. Caminamos

por entre los pasillos hasta llegar a la

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recepción. Me miraba con cara triste. Se

acercó a la puerta principal, y la abrió.

Blanco. Así era todo. El piso, el cielo, los

carros, las mariposas, las aves. Blancas,

perdidas en el infinito blanco. No supe qué

decir. Claramente, yo vestía una bata

naranja, del instituto. Por lo que comencé

a atraer la atención de todos. No

comprendí el peligro. Me sentía tan

especial.

Mi médico seguía llorando e intentó que

regresara adentro. Pero yo no lo haría.

Comencé a correr. No intentó detenerme.

Atravesé algunas calles y parques y llegué

a la playa. Blanca. Pude sentir la arena en

mis pantuflas. Me las quité. Error: mis

pies se volvieron blancos.

Retrocedí. Quise regresar, pero ya era

demasiado tarde. El blanco me

deslumbraba y me confundía. No

encontraba nada, ni mis pies. Quise

voltear a ver mi bata naranja, para no

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perder toda la razón, pero ya no existía. El

blanco, como una plaga, invadía mi bata.

Corrí hacia lo blanco, desde lo blanco,

por lo blanco, con lo blanco. Nunca pude

regresar.

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Nueve: café

Quería café. ¿Era mucho pedir? Un

pobre pájaro chilero pidiendo café en las

esquinas, en los parques, en las avenidas,

en los tejados. Solo quería una taza de café

con leche. Moría por una taza de café con

leche. Moría.

Regresó a su nido. Con un tic en un ojo

y su corbata al revés. Su madre lo vio. Era

una vergüenza. La madre comenzó a

regañarlo. Le dijo que jamás debió de

haber ido a esa escuela. Era su culpa.

Volando de mesa en mesa, de laptop en

laptop, robando sorbos de las tazas de

café.

Ahora no hacía más que volar,

buscando, pidiendo café. Hacía frío. No

podía esperar más al próximo ciclo escolar.

Necesitaba café, ahora.

¿Puedo invitarte un café? Lo siento, es

que te vi desde el otro lado del parque y lo

supe. Tú también necesitas café, ¿no? El

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pájaro sabía que no debía hacerle caso,

pero su olor a café era claro. Aquél

bigotón, pandeándose, se acercó al pájaro.

Vamos. Yo también odio las vacaciones.

La gente, de la nada, prefiere tomar café en

sus casas, a horas decentes y en

cantidades limitadas. Es horrible. Pero

ven, no te detengas. El pájaro lo siguió

hasta un callejón. El gato señaló un bote

de basura y sonrió. El pájaro se hundió en

ese hermoso olor mientras el gato saltaba.

Su sangre roja se mezclaba con el café

con leche. El pájaro sonreía.

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Diez: turquesa

Mis ojos. Sabes bien que su color te

hipnotiza. Ven. Ven. No lo dudes, te estoy

seduciendo. ¿Te gusta mi vestido? Sabes

bien que lo puedes cambiar. ¿Mi cabello

castaño? Sabes bien que lo puedes pintar.

Pero mis ojos, sabes que no te puedes

resistir a ellos.

Turquesa. Te miran desde el otro lado de

la tienda. Te buscan, y tú a ellos. Te

acercas al estante, dudoso. La tomas entre

tus brazos. Sonríes. Caminas

discretamente con ella contigo. Llegas a la

fila y sabes que no hay vuelta atrás. Ahora

es tuya.

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Once: Azul marino

Lo planeamos durante meses. Tú, yo, el

mar. No importaba nada más.

Empacaríamos ligero, porque los trajes de

baño no ocupan mucho espacio. Era

necesario, después de tanto estrés,

después de tanto trabajo. Era necesario.

Llegamos. Todo era azul. Azul claro, azul

oscuro, azul medio, azul verdoso, azul

amarillo, azul. Azul marino. No es

necesario decir que nunca había tenido

mejores vacaciones. Que amaba el mar.

Que te amaba a ti.

Días después regresamos. Los dos

sabíamos que tenía que ser así. Nos

separamos, te fuiste con tu familia, y yo

con la mía. De ahí en adelante, muchas

cosas fueron azules. Azules medios, azules

verdosos, azules oscuros. Pero jamás, azul

marino.

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ÍNDICE

Uno 4

Dos: verde 8

Tres: negro 12

Cuatro: rojo 15

Cinco: gris 17

Seis: morado 20

Siete 25

Ocho: blanco 27

Nueve: café 30

Diez: turquesa 32

Once: azul marino 33

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Monocromo, de Alejandra Treviño Tavasci, se

terminó de imprimir el 24 de noviembre de 2011 en

Imagebox.

Monterrey, Nuevo León