Alegato contra el rescate de los valores perdidos

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Alegato contra el rescate de los valores perdidos

Andrés Nanclares Arango

Esta ponencia tiene su origen en un acto de extrañamiento. Frente al listado de temas propuestos para este Simposio, me sobresaltó el hecho de que sus organizadores hicieran un llamado a abogar por el rescate de los valores perdidos. En esta época, cuando nuevos hechos culturales indican el advenimiento de una sociedad abierta, una propuesta en ese sentido se sitúa a contramarea de la historia misma. Por eso en esta ponencia quiero demostrar una cosa y proponer otra. Quiero demostrar que el rescate de los valores perdidos, en lugar de situarnos en la senda de mejores hallazgos, nos va a obligar a pedalear por siempre en el lodazal de insensateces en que estamos sumidos. Y quiero proponer, sobre la base de la crítica de esos valores perdidos, que lo que nos urge crear, a manera de plataforma de lanzamiento para otras aventuras del pensamiento, son nuevos y más amplios paradigmas.

Colombia, a partir del Descubrimiento, fue incorporada a la modernidad. Pero como su formación había sido traumática, entró llena de contradicciones. Y esas contradicciones son las que han perfilado nuestro llamado modo de ser nacional. En Colombia, desde el comienzo de su historia, está el conflicto entre pueblos nativos y pueblos invasores. Estas dos razas no se exterminaron al modo de lo que ocurrió en Norteamérica. Aquí se integraron y dieron lugar a un tercer elemento en conflicto: el mestizaje. Este tercer elemento, constituído por los mestizos, fue incapaz de identificarse consigo mismo y buscó en lo foráneo su justificación. Ahí radica nuestra falta de autenticidad.

Pero hay en esta sociedad nuestra otro conflicto subyacente. Es el de los pueblos afroamericanos con los mestizos. Los abuelos de los negros de hoy, fueron traídos a estas tierras en condición de extranjeros y esclavos. Después de que teóricamente fueron liberados, siguieron y siguen siendo mirados como extranjeros por el resto de la sociedad. Y ellos mismos apenas ahora han emprendido, aunque tímidamente, la toma de posesión del lugar al que irrenunciablemente pertenecen. De ahí provienen nuestra intolerancia y nuestra hostilidad social.

El otro conflicto es el que se da entre las élites económicas y políticas y el resto de la sociedad. Las primeras discriminan por su pobreza y su origen a los miembros de la segunda. Esa es la semilla de nuestro espíritu excluyente y nuestro inveterado resentimiento. Una simetría hace explosiva la concepción del mundo y de la vida de estos dos sectores. Mientras el endurecimiento paulatino de su coraza y el ejercicio sistemático del despojo y de la exclusión ha constituído el

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propósito de los primeros, en los segundos la indignación y el rencor, bajo la divisa de que quien no es un resentido es porque tiene sentido de res, han fortalecido las raíces de su ira y han dado por años sus cosechas de sangre.

Pero esto no es todo. A partir de los años cincuentas, por efecto de la Violencia, se gestó el conflicto entre el sector urbano tradicional y la avalancha de personas llegadas del campo a la ciudad. Los campesinos desplazados por esa violencia, no fueron bien recibidos por el grueso de personas del sector urbano. Fueron incomprendidos y hostilizados. Su sencillez fue entendida como ignorancia. Su nobleza como estupidez. Su sabiduría elemental como torpeza. Este es el germen de nuestra fatuidad y del convencimiento infundado de la superioridad de clase.

De este aglomerado de conflictos que bulle en lo más hondo del alma colombiana, surge algo sorprendente. Ese algo es que esta sociedad, en lugar de haber asumido su propia historia y haber diseñado a partir de ella su destino, tomó en préstamo de otras naciones sus ideales, sus emblemas y sus valores. Este préstamo lo tomó Colombia, por arte de mimesis, de la Revolución Francesa. Por eso desde entonces nos han hecho creer que nuestra nacionalidad se funda en la Declaración de los Derechos del Hombre y en sus ideales de libertad, igualdad y fraternidad.

Pero esto, la verdad sea dicha, no corresponde más que a una impostura. Los ideales y valores de un país no pueden tomarse en préstamo. Ellos deben nacer de su propia historia, de sus propias vivencias y de sus propias finalidades colectivas. Colocarle los ideales de una nación a otra, a manera de un emplaste, no deja de ser más que una farsa. La sociedad colombiana, si se hubiera fundado sobre la autenticidad y no sobre la simulación, no había tenido por qué asumir los valores de la Revolución Francesa. Es que Colombia, como nación, es anterior -y no posterior- a la Revolución Francesa. No pudo, entonces, por eso, haber tomado ideales, como lo hizo, de una gesta que no había ocurrido en su territorio. Pero así lo hizo y desde entonces Colombia se cree una república liberal fundada en la libertad, la igualdad y la fraternidad, aunque en verdad es una sociedad señorial, avergonzada de sí misma, vacilante ante el desafío de reconocerse e intentar instituciones que nazcan de su composición social. Por inauténtica, prefirió tomarlas de otras repúblicas. Con razón el poeta Rubén Darío la llamaba una república aérea, es decir, sin soporte, vacua, vana.

Por eso, en definitiva, Colombia es una nación con un gran sentimiento de inferioridad. Padece, como decía el maestro Fernando González, el complejo de hijueputa. Por eso sus integrantes viven en una eterna simulación. De ahí que se oiga decir, a manera de chiste,

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que en Colombia los ricos quieren ser ingleses, los intelectuales quieren ser franceses, la clase media quiere ser norteamericana y los pobres quieren ser mejicanos. Nadie, en todo caso, se reconoce como colombiano. El concepto de patria, en el fondo de cada habitante, me parece que suena a carcajada. Para todos, si recordamos a Borges, parece de veras que ser colombiano fuera un acto de fe.

¿A qué conduce esta desintegración desde los orígenes y este sentimiento de inferioridad en cada uno de los miembros de esta sociedad? Conduce al florecimiento de una serie de valores negativos a cuyo rescate quiero oponerme mediante esta ponencia.

El primer valor negativo de esa serie es el individualismo. Aquí nada se orienta a un propósito público. Sólo existen intereses particulares. El interés del colombiano sólo alcanza a su círculo personal o familiar. A ese único fin subordina su actividad pública o privada. El Estado mismo, que debería reflejar otro tipo de valores, ha sido siempre un negocio particular de quienes lo administran. Es un Estado señorial, opresivo y mezquino. Es un Estado que no existe para prestar seguridad social, protección al ciudadano, brindar salud y educación. Pero sí existe como instrumento para que una franja de poderosos conserve intactos sus intereses y se oponga a toda transformación.

El segundo valor negativo es la indignidad. Colombia se ha acostumbrado a la mendicidad. El Estado mismo tiende a acostumbrar a los ciudadanos a mendigar. Como el Estado no cumple sus obligaciones, el ciudadano, en vez de exigir lo que se le debe como derecho, agradece como limosna lo que la empresa privada, en caso de un desastre, le da como muestra de la filantropía de unos pocos. Por eso es que sistemáticamente, si no son los organismos internacionales, son las misiones de beneficencia las que llegan al país para ayudar a salir de una determinada dificultad.

El tercer valor negativo es la falta de carácter. Esta indignidad, esta falta de orgullo, ha sido asumida en Colombia como un destino. No confiamos en nosotros mismos. Sólo confiamos en lo que hacen y producen otros. No inventamos nada y si lo inventamos no lo valoramos. Por eso somos simuladores e inauténticos. Toda tesis, toda hipótesis, si no está respaldada en el criterio de autoridad, es desestimada. A nuestros escritores, y así hasta el infinito con nuestros científicos y nuestros deportistas, si no son ensalzados primero en el exterior, no les otorgamos reconocimiento.

Un cuarto valor está constituído por la intolerancia y la hostilidad social que padecemos. Esta tendencia a excluír y descalificar a los otros viene desde los orígenes. Si lo étnico, lo económico, lo político y lo social de una persona, no corresponden a lo étnico, lo económico, lo político y lo social de nosotros mismos, nos negamos a unirnos a él, a

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brindarle nuestra amistad o nuestra solidaridad. El desprecio señorial por los humildes es escandaloso en este país. No se busca la amistad de quien no tiene un trabajo importante, de quien vive en un barrio pobre, de quien se viste mal o de quien se expresa de mala manera. La tendencia es a refugiarse en ínsulas de ribetes sociales similares. Los demás son excluídos y negada de plano o recelosamente su incorporación a un mundo diferente. De este modo se patentizan el egoísmo, la mezquindad y la exclusión.

Ese individualismo, esa indignidad, esa falta de carácter, esa intolerancia y esa hostilidad social y humana, valores indiscutiblemente negativos, los encuentra reflejados el menos avisado de los hombres en nuestro medio judicial. Aunque metamorfoseados, aquí crecen como maleza el cínico arribismo de los escaladores de oficio, la exaltación interesada de las miserias del lambiladrillismo, la imposición y reconocimiento piadoso de las falsas virtudes de aquellos seres que hemos convenido en denominar carangas resucitadas y la intriga palaciega como patente de corso de los seres humanos humanamente insignificantes. Por oposición, aquellos hombres, capaces ellos, críticos y lúcidos ellos, por haber querido acceder y ascender validos únicamente del límpido pasaporte de su humanidad auténtica, plena de dignidad y sólido carácter, son sistemáticamente excluídos y perversamente bloqueados.

Legitimando el paracaidísmo como método válido para entrar y cambiar de categoría dentro de las estructuras del poder judicial, quienes han tomado por asalto sus timones siguen creyendo, y para eso se sirven de unos concursos de carrera que sólo miden la capacidad adivinatoria de sus aspirantes, que el juez eunuco, sin criterio ni opinión, el funcionario de laboratorio, alejado de toda contaminación social, el alma tominona que aplica la ley con las orejas gachas, son los que entrañan el arquetipo de hombre que sirve a la preservación de los valores antañones sobre los que se ha fundado la función judicial en Colombia.

¿A qué nos ha conducido, en la práctica, esta concepción? A que por darle más valor a la cáscara que al huevo; a que por darle primacía a la uva sobre la vid; a que por darle más valor a la máscara que a la esencia del hombre, debamos soportar hoy en el Poder Judicial una invasión de aparecidos sólo equiparable a una avalancha de langostas.

Ahora tenemos entre nosotros, por efecto de la institucionalización del paracaidísmo de que les hablaba, una legión de banqueros de medio pelo ávidos de ganarse un millón de pesos enhebrando incisos bajo un alud de expedientes; politicastros en plan de feriar, a cambio de sus mezquinos intereses, los más altos valores de la justicia y del espíritu; carpinteros de cuatro tablas convertidos en juristas por arte de

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birlibirloque; abogados de los de cinco centavos la docena interesados en hacer reinar en sus procesos y en sus fallos el santanderismo; y una turba de mamasantos de miriñaque, temerosos y sin vuelo, desesperados por ocultar detrás de la letra de la ley la hipoteca de su pensamiento.

Frente a ellos, frente a la aplanadora de la fatuidad que ellos manejan, representada en la mercantilización de los posgrados y los diplomados, la decidida vocación por la causa de la justicia, la inteligencia y la rectitud, valores de alta humanidad, van quedando como algo despreciables, como algo que sólo merece mirarse como un masacote de aserrín y cucarachas.

Por eso se trata, no de rescatar los valores perdidos, como lo han propuesto los organizadores de este Simposio, sino de crear nuevos valores, valores positivos, con miras a la conformación de una nación y un poder judicial en franco desafío a los atavismos que los han tenido postrados.

Los jueces, a partir de la promulgación de la Constitución del 91, tenemos la obligación, como personas y como funcionarios, de despojarnos, aún con traumatismos, de esta coraza que nos ha impedido contribuír de modo cierto y efectivo, por haber interiorizado desde la infancia esos valores negativos, al nacimiento de una Colombia en donde la "viveza" y el arribismo no sean considerados como sinónimo de inteligencia; en donde la nobleza no sea tenida como idiotez; en donde la creatividad y la imaginación no sean consideradas como síntomas de locura y en donde el espíritu crítico no sea tenido por los fascismos agazapados como señal de que quien lo ejerce es un ser peligroso para las instituciones.

Ahora los jueces, parapetados en la denominada jurisprudencia de los valores, tenemos el encargo de realizar en la práctica valores como la justicia material, la solidaridad efectiva, la convivencia pacífica y, muy especialmente, la igualdad, pero no la igualdad formal ante la ley, que era el paradigma anterior, sino la igual material y económica. El doctor Manuel José Cepeda, comentando el artículo 13 de la Constitución Política, ha expresado:

"Una lectura detenida del artículo 13 de la Constitución, muestra que las personas no sólo tienen derecho a ser iguales "ante la ley" sino, además, a que se les brinde igual "protección" y "trato". La igualdad ante la ley es ciega frente a las situaciones de hecho en que se encuentran los diversos grupos de individuos y también es indiferente respecto de las consecuencias prácticas de la ley. A la igualdad ante la ley sí le importa, usando la analogía de una carrera de atletismo, que todos los individuos puedan participar en la competencia, pero no le interesa si todos arrancan a correr desde la misma línea de partida,

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ni quién gana, ni qué tácticas utiliza a lo largo de la carrera... En cambio, al derecho a recibir la misma protección y trato de las autoridades, sí le preocupan las condiciones y el resultado de la carrera... Una frase de Jorge Eliécer Gaitán, citada en la Asamblea Constituyente al debatir estos temas, resume el cambio de concepciones: "El pueblo no demanda la igualdad retórica ante la ley, sino la igualdad real ante la vida". Y esta frase, que otrora parecía revolucionaria, sintetiza la idea actual de igualdad". (Cepeda, Manuel José, Introducción a la Constitución del 91. Hacia un Nuevo Constitucionalismo. Bogotá, 1993, Pág. 22).

Esto significa que ahora es la realidad, y no la norma abstracta, la fuente del derecho por excelencia. Lo que verdaderamente importa es la realidad, la circunstancias en que se encuentra el individuo. La ley no puede ser impuesta ya olvidando el contexto de una situación y las condiciones especiales de la persona.

No estará bien visto en esta época que los jueces, cuando han recibido elementos para la construcción de nuevos paradigmas, refrenden los malos hábitos que han hecho de Colombia un país de personas individualistas, indignas, sin carácter e intolerantes. El sueño es que nuestros jueces encarnen y desarrollen un espíritu solidario frente a sus colegas y frente a sus asociados, evitando que en su interior germinen el canibalismo profesional y la insensibilidad más abominable. Lo ideal es que nuestros jueces, en aras de la tolerancia, desmonten de su esquema de valores el dogmatismo, la sofística de los racismos y la pretensión de superioridad de los hombres formados en el eruditismo huero. La esperanza es que nuestros jueces asuman sin esguinces, en procura de la consolidación de su carácter, la responsabilidad de sus errores, y que sean capaces, contra todos los riesgos, incluso los burocráticos, de mantener su independencia de criterio como enseña fundamental del ejercicio digno de su función. Lo ideal es que los jueces sean creativos e imaginativos y que hagan de la aventura del pensamiento uno de los símbolos de la razón de ser de su existencia.

Los funcionarios de viejo cuño, los que se niegan a asumir las nuevas perspectivas de interpretación, no son la causa sino la consecuencia del modelo de Estado que existe. A su vez, el Estado es la consecuencia de los hombres que somos, de los hombres que lo integramos. Por eso, no esperemos que el Estado vaya a cambiar la sociedad. Es la sociedad la que debe cambiar al Estado. La estructura y la lógica del Estado, pueden llegar a ser otra lógica y otra estructura, si sus administradores y sus funcionarios interiorizan valores cualitativamente distintos e influyen desde su posición sobre la sociedad. Es posible, de esta forma, que el Estado de los privilegios, de la simulación y de las imposturas, llegue a ser el Estado de la

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nobleza, de la familiaridad, del respeto y de la sensibilidad.

Jamás digamos, entonces, que para reestructurar el aparato judicial, y de paso a Colombia como nación, hay que recuperar los valores perdidos. Este país ha sido erigido sobre la base de valores podridos, agusanados. Sobre valores negativos. La culpa, como se dice por ahí, no es de la pérdida de los valores tradicionales y las virtudes republicanas. Esos valores positivos cuya vigencia hoy reclamo en esta ponencia, sólo han existido en una retórica nacional que envileció el lenguaje de las grandes causas hasta convertirlas en banderas de traición y farsa. Ahora nos corresponde, como jueces, bajar a la realidad, con el poder de la Constitución y de la ley, esas palabras grandilocuentes y esas abstracciones ilustres con las que por siglos se ha vestido la impostura de esta Nación.

La Constitución del 91 ha consagrado instrumentos para que los jueces rompan, en uso de sus funciones, uno de los grandes problemas de la sociedad colombiana, como lo es la falta de correspondencia entre los derechos garantizados por la ley y los derechos permitidos por la realidad. A partir de los paradigmas contenidos en la Constitución, los jueces pueden ejercer su libertad de hombres de pensamiento. Pueden superar la sujeción a unos métodos de interpretación insuficientes dentro de las nuevas perspectivas de valoración. Pueden pensar con cabeza propia. Pueden imaginar soluciones. Pueden ensayar una más refinada sensibilidad en la solución de los conflictos sometidos a su consideración. Ahora el juez puede inventarse a sí mismo. Más que un funcionario, puede empezar a ser un hombre.

La misma sociedad, a quien la pedagogía constitucional que se ha puesto en marcha le ha abierto los ojos, está aupando a los jueces para que actúen en esta línea. No lo pide sólo el autor de esta ponencia. No lo piden los tratadistas y los magistrados de la Corte Constitucional. Se trata de la gestación de una fuerza colectiva fundada en nuevos valores. Se trata de un hecho cultural novedoso.

Estanislao Zuleta, maestro de profesores, solía decir que si una cosa la cree y la vive un solo individuo, probablemente se trata de una locura. Pero si esa misma cosa la cree y la vive todo un pueblo, estamos frente a una cultura. Frente a eso, frente a un nuevo hecho cultural, estamos ahora enfrentados los jueces. Tengo confianza en que no lo asumiremos como lo hicieron los esclavos cuando por decreto se proclamó su libertad. Muchos de ellos se opusieron a quedar libres. Se rebelaron con indignación al ver surgir ante ellos la posibilidad efectiva de una vida distinta. Otros optaron por el suicidio colectivo cuando vieron que, a partir de la proclamación de su libertad, el techo y la alimentación iban a continuar de ahí en adelante por su propia

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cuenta.

Mi esperanza es que los jueces, ahora cuando nos han dado la facultad de crear derecho y desechar los métodos estrechos de interpretación, llenarán el tanque de su espíritu de nuevos ímpetus y, armados de mejores herramientas conceptuales, ejercitarán su libertad para contribuír a la creación y consolidación de verdaderos valores positivos. Muchos dirán que una tarea de tales dimensiones es imposible porque sobre nuestras cabezas revolotea el coco del prevaricato y en nuestro cuello respira el monstruo del autoritarismo. Creo, con todo, que la situación no es tan alarmante. La Constitución Política es nuestra trinchera. La Corte Constitucional, en su sentencia C-417 del 4 de octubre de 1993, dijo:

"Es necesario advertir, por otra parte, que la responsabilidad disciplinaria de jueces y magistrados no puede abarcar el campo funcional, esto es, el que atañe a la autonomía en la interpretación y aplicación del derecho según sus competencias. Por consiguiente, el hecho de proferir una sentencia judicial en cumplimiento de la función de administrar justicia, no da lugar a acusación ni a proceso disciplinario alguno".

Si lo dicho aquí por nuestro más alto tribunal es vana palabrería; si esas directrices no han de operar en la práctica; si han de convertirse de nuevo en lenguaje mortecino; si han sido escritas para rendirles veneración y respeto, y no para que sirvan a la creación de nuevas líneas de acción, todo lo que aquí he escrito es una ociosidad, y todos, yo por iluso y ustedes por no haber tenido la valentía de arrojarme huevos y tomates, o haberme exigido dejar el escenario, no habremos hecho otra cosa que perder el tiempo.