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Revista virtual Número 2 Año 0 Enero-Junio 2012 PADRES E HIJOS PADRES HIJOS ENTRE ENTRE

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Revista virtualNúmero 2Año 0Enero-Junio 2012

PADRESE HIJOS

PADRESHIJOS

ENTREENTRE

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Revista Ágora Virtual

Ranmses OjedaJefe de Redacción

Ranmses Ojeda y Eduardo Soto-BorjaComité Editorial

Ana Oviedo TorreblancaDiseño Gráfico

Colaboradores:

Alejandro G.Fernández LandoniValeria Sáenz FloresAlejandro VargasEduardo Soto-BorjaCintia Nájera

Ranmses Ojeda BarretoDirector de la Revista

Grupo de Escritura Creativa Universidad IntercontinentalInsurgentes Sur 4303Colonia Santa Úrsula Xitla, Tlalpan, México D.F.

Departamento de Difusión Cultural UIC

Ágora Virtual es una publicación de carácter universitario sin fines de lucro.

Directorio ……………………2

Índice ……………………3

Editorial ……………………4

Platero y yo (Fragmento) Juan Ramón Jiménez ……………………5

Trajedias Sófocles (Fragmneto) Sófocles ……………………5

Compartiendo el cielo Eduardo Soto-Borja ……………………6

Un día sin él Valeria Sáenz Flores ……………………8

Una marca en mi vida Alejandro Vargas ……………………9

Miradas fugaces Eduardo Soto-Borja ……………………10

La voz del silencio Ranmses Ojeda ……………………13

Viaje en el metro Cintia Nájera …………………..14

Escritos de Juventud (Fragmento) G.W.F. Hegel …………………..16

Pedro Páramo (Fragmento) Juan Rulfo …………………..16

ÍNDICEÍNDICEDIRECTORIO Y COLABORADORESDIRECTORIO Y COLABORADORES

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Y a pesar de que aprendí de mis fra-casos y aciertos amorosos, de las bocas que besé y de las que desprecié, de las películas que no vi, de los libros que leí, de la gente que conocí, de los amigos que abandoné, de los errores que cometí, y de la ausencia de mis padres; la presencia intangible de sus enseñanzas, siempre son inherentes a mí.

Una de las relaciones que determina muchos de los aspectos en nuestra vida es por supuesto la relación con nuestros padres y en otro momento con los hijos. La relación entre padres e hijos como fuente de consuelo y conflicto. En este número de la revista Entre padres e hijos, el amor filial, el odio, la angus-tia, los reproches, las reconciliaciones, que con monotonía intercambian hijos, hijas, ma-dres y padres, están presentes en cada una de las historias que conforman la publicación.

1. La referencia es a González Dávila, Jesús (1996) Crónica de un desayuno. El Milagro-CNCA

Tragedias Sófocles(Fragmento)Yo no he cometido mis actos; los he padecido, si

me es permitido referirme a los de mi padre y mi

madre… he pasado por pruebas que no se olvidan.

Sófocles (1983) Tragedias, Editorial Origen, México.

Platero y yo (Fragmento)

Yo me escondía, y tú venías buscándome, buscándome.

Cansada ya, como no me encontrabas, te enfadabas un poco me decías:

“¡Hijo, sal de una vez que esto no parece un juego¡”

Y te ibas. Y yo me asomaba un poco por mi escondite, riendo.

Ahora tú te has escondido, ¡y qué bien¡ Y yo no te encuentro. Te busco y

te busco, y ya sintiendo la noche, muy triste, te digo: “¡Madre, sal de una

vez, que esto no parece ya un juego¡”

Voy y vengo solo. Y tú, ¿te asomas, sonriendo, por tu escondite?

Jiménez Juan Ramón (1981) Platero y yo, Editorial Porrua, México.

Cuando me desperté tenía más de un par de décadas. Así, tan de repente. Y no es una referencia kafkiana. Ni tampoco que no ha-yan ocurrido cuantiosos acontecimientos en mi vida, al contrario, sino que parece que fue ayer cuando era niño. La nostalgia que provoca el recordar nuestra infancia puede ser abrumadora. Tal vez porque uno cierra las ventanas del pasado ante el temor de re-cordar quienes fuimos.

Tal vez por ello mis recuerdos de in-fancia se ven tan fragmentados, como esa carta de amor que rompes cuando tu aman-te te abandonó y sólo te queda olvidar. De repente algunas imágenes, olores, sabores, o algo más, detonan en lo más profundo del ser, conectándote a momentos y lugares, a los que jamás has regresado, no por falta de fortuna, sino por desidia.

En el transcurrir de los días, de los lugares en donde viví, de la gente que co-nocí, de los amigos con los que compar-tí, de las frustraciones, de las risas, del llanto, y de la aventura nómada que mis padres hicieron de mi infancia, fue como se construyó mí relación con ellos. Razón tiene González Dávila al decir que: “no hay nadie mejor que tus padres, para par-tirte la…vida”1.

Al alcanzar la madurez las cosas suelen ser diferentes respecto a la rela-ción con los padres. Dejas de culparlos. Ya nos los odias. Uno desiste de hacerlo cuando decide tomar su propio rumbo. Yo lo tomé, lo cual significó, partirles la “vida” a ellos también. Era justo. La cuen-ta tiene que ser saldada.

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Un viento polar corría por la explanada. La luz de la luna iluminaba la plaza, las paredes y las esquinas de todos los edificios; mientras los faros bailaban al son del tintineo.

Está era la tercera vez del día que miraba el cielo. No acos-tumbraba verlo. Me causaba pánico no poder compartirlo. No tener a nadie cerca para contemplarlo me hacía sentir eternamente solo. Un pestañeo acompañado de una estrella fugaz me robo la mirada.

Alejandro G. Fernández Landoni

Ya no encontraba esperanza en la vida. Mis recuerdos se los había llevado el tiempo. Las épocas de mi vida se querían despren-der de mis recuerdos. La felicidad ya no rondaba por mi boca como en aquellos lejanos tiempos. La compañía era pobre y sólo buscaba sus propios intereses a través de mi personalidad de escalón. No pasaba nadie por la entrada del local. Mi banco de madera oscura con tres patas sostenía mi espalda. Podrían haber pasado dos se-manas y le apostaría al tiempo que todo seguiría igual.

Me veía las manos arrugadas cada que me sentaba y me daba cuenta que las líneas se borraban con el tiempo. Todavía re-cordaba el empalmar manos con Esmeralda. Habían pasado ocho años desde la última vez que le miré el brillo de los ojos. Fue porque le dije que tenía dedos de pianista por lo que empezó nuestra aven-tura. ¡Vaya rayo de vida¡ Una dulce sinfonía había sido conocerla.

Ahora, cuarenta y seis años habían pasado por mis ojos. To-dos los colores mis parpados sabían pintar. Llegué a pensar que sería mejor quedarme ciego para disfrutar un poco más de los soni-dos y la música. ¿Cómo se habría sentido Beethoven en la sordera? En fin, ahí estaba yo cargando la vida con el corazón rugoso y al poco palpitar de mis acciones.

Tras haber pasado veinte saltos por el minutero de mi reloj baje la cabeza y me contuve unos momentos sin abrir los ojos. Eran esos momentos donde me sentía vivo y al maximizar mis sentidos escuché el taconeo de un sonido.

Levante la barbilla canosa y vi un bastón tallado de madera vieja. Pasó ante mis ojos. Le dije a mi Mr.Jeckyll y Mr. Hyde -Sólo una persona podría tener ese bastón-.

Se sentó a mi lado en la pequeña banca diciendo –Creí que esta tienda ya había desaparecido- a lo que respondí con un tono grave –Te equivocas-. Una luz desapareció en la plaza y el sonido de unos lobos aullando reboto en la esquina.

Esos ojos grises con tonos miel y verdes se encajaron en los míos. El recuerdo de mi primer mirada quedó chispeado por lagri-mas. Aunque mis lágrimas no querían salir por el prejuicio de mis parpados, cayeron al borde de las tres patas de madera negra. Fue por esos ojos que vi mi primer reflejo. La familiaridad de mi alma se impregno de vida en esos momentos. Su sonrisa pícara seguía siendo la misma. De pronto el cielo cambio de color y un destello de luz nocturna me dejó ver el sombrero gris con bordes lisos.

No pude contenerme y lo abracé. Mis ojos no lo podían creer. Un torbellino se dio el lujo de pasar por mi estomago y se dirigió hacía mi coraza. Le miré y dije –Padre, no te esperaba- y él con una sonrisa se me acercó.

Habían pasado diez años desde que no veía esa cara. No me importaron los prejuicios. En ese momento olvidé la brutal muerte de Heriberto, mi hermano. Los latigazos que tenía mi espalda. Las cicatrices de mi cara y todo mal recuerdo. El que estuviera ahí des-pués de tanto tiempo le dio un hálito de esperanza a mi vida.

Dije cerrando el silencio –Me alegra verte-. El soltó el bastón, se agarró las manos y dejo sus labios abrirse. Carraspeo la gargan-ta. Le dije rápidamente -No tienes que decirme nada. Lo que pasó ya no importa- Nunca vi que soltará su porte. Su parsimonia bélica era implacable. Sus gestos eran monótonos desde mis recuerdos. Sin embargo, nunca creí verlo llorar, pero mi credibilidad murió en esos momentos.

Paso su mano derecha por entre los ojos y me dijo – Quiero que sepas que me arrepiento y aquí estaré para apoyarte en lo que sea. Pasaré mi lecho de muerte contigo. Tengo cáncer-.

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Un día normal, como todos los demás, es un día sin él. Contando los minutos cuando ves a las niñas jugando con sus padres, los cuidados, los mimos, las pláticas... Al pa-sar los años cambiaste de tristeza a odio, de odio a rencor, de rencor a frustración y de frustración a aceptación.

La aceptación nunca fue completa, realmente no sa-bes si existe esa emoción en ti. Quieres demostrar madu-rez. Estas harta de llorar y de preocuparte por eso, pero no puedes dejar de pensarlo. ¿Qué pensará él? ¿Qué sentirá? ¿Cómo estará? ¿Te extrañará? ¿Si las promesas de marcarte al fin ocurrirán?

Valeria Sáenz Flores

Ya sabes las respuestas, para que llenar más tu cabeza con estas cosas que te ponen mal. ¿Se podrá re-gresar el tiempo? ¿Algún día hablarán al respecto? ¿Le di-rás que te hizo mucha falta? Todo lo que te lastimó…Aun-que quieras hacerlo no sabes para qué, ya que siempre que te deja en olvido vuelve el odio, el rencor, la tristeza y la frustración. Buscas distracciones para no reclamarle, para no marcarle. Minutos después buscas pretextos para llamar-le, para contarle. Así pasan los días y como todos los días, es un día sin él.

Ser padre es mucho más que tener un hijo, es una gran responsabilidad. No sólo para quererlo, cuidarlo, guiarlo y amarlo, sino también desvelarte cuando está enfermo, ayudarlo en la tarea, leerle un libro, arre-glarlo para la escuela, y más. Es darlo todo, pues mucho de tu tiempo será para estar con él. No por tener un hijo eres padre, como no por tener un martillo eres carpin-tero. Nadie nos enseña cómo ser un buen padre o hijo, es difícil, se va aprendiendo conforme pasa el tiempo.

Fueron doce años en los que todo fue relativamente bien. Él me llevaba a ver el fut-bol, a mis partidos, solía ayudarme y, me aconsejaba. Pero como en toda relación hay dificultades, así fue con mi padre y conmi-go. No nos vemos, ni nos hablamos. En oca-siones pienso que ya no nos importamos. Creo que para muchos pasar un día plati-cando con tu padre es algo muy importante o algo cotidiano, pero para mí no. Es difícil describir la sensación cuando lo voy a ver, es ansiedad, nervios, miedo; no sé ni cómo actuar con él, ni de qué hablar.

Sí, es muy triste, es como una parte de mí que ya no está, que se perdió en ese invierno cuando alcancé la mayoría de edad. En esos años me di cuenta que mi padre no era el que yo conocía o con quien vivía. Todo había cambiado muy rápido, de un momento a otro nos fuimos distanciando cada vez más.

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Alejandro Vargas

Primero acordamos que nos vería-mos cuando se pudiera, pero no fue así, pues ninguno de los dos queríamos vernos. Asumo que a él porque le estorbaba y a mí porque quería que no me lastimara más.

A pesar del dolor que siento, lo he perdonado, porque ahora sé que muchas de las dificultades que viví con él, no tenían nada que ver conmigo. Ahora entiendo lo fuerte que es y lo he superado, pero el pun-to es que, sea como sea y, pase lo que pase; siempre será mi padre y lo quiero tal como es.

Como toda experiencia en la vida, me dejó una enseñanza. Todo lo pasado, me ayu-dará a no cometer los mismos errores, estar siempre cerca de mis hijos, apoyarlos, guiar-los y darle todo el cariño posible. Sin embar-go, no por tener un hijo eres padre, como no por tener un martillo eres carpintero.

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No podía, no quería. Manolo se sentía irritado ante la peti-ción de su madre y muy impotente ante la negativa que su padre le había dado en un intento de acudir a él por ayuda, para persuadir a su madre…pero no lo consiguió. En vista de su situación, de la terquedad que él veía en su madre, no pudo más y se retractó de sus palabras, por ahora. El día comenzó y llegó a la preparatoria molesto, pero intentó disimular con una sutil frialdad que confun-dió un poco a maestros y allegados.

Eduardo Soto-Borja

Al salir del colegio lo recogieron sus padres y éstos mostraron una actitud como si no hubiera pa-sado mucho durante el breve periodo matutino en que discutían sus diferencias. Al recogerlo, su papá estaba a mitad de una llamada, mientras que su madre, en susurros, lo saludó brevemente.

- ¡Hola hijo! ¿Cómo estás? ¿Qué tal tu día?

- Bien…gracias - Manolo seguía ligeramente molesto, pues aunque el ambiente fuera distinto sabía que la rotunda decisión de su madre seguía siendo la misma.

El recorrido a casa pasó sin más contratiempos, mientras el silencio – una vez terminada la llamada de su papá y un breve interro-gatorio – se apoderaba del ambiente, ahogando toda posibilidad para que Manolo consiguiera su objetivo, lo que lo carcomía por dentro. Llegaron, se estacionaron y, distraídamente, Manolo bajó algunas co-sas que su papá le pidió, además de las propias.

Una vez descargada sus pertenencias, Manolo llegó a la co-cina tratando de canalizar su frustración mediante sarcasmos en el tono que usaba.

- ¿Algo en que te ayude, madre? - su lenguaje corporal denotaba una ligera frialdad acom-pañada de olvidos moribundos.

- Sí, pásame por favor la sal que está en la despensa - Manolo se dirigió al lugar men-cionado por el condimento seleccionado, pero no encontró nada.

- No está.

- Claro que sí; sólo búscalo bien

- Manolo, revisando más detenidamente la pequeña área de aditivos y derivados, no vio en ningún diminuto rincón la sal, y repitió, esta vez con mayor claridad y seguridad contundentes

- No está, madre; la sal debe estar en otro sitio.

Su madre, enojada porque casi se quema el antebrazo con otro ingrediente de frágil manejo, se volvió a su hijo con inci-piente frenesí y le gritó.

- ¡Búscalo bien, carajo! ¡No te acepto un “no” por respuesta¡ - Su madre lo fulminó con la mirada, y Manolo quiso regresársela, pero se contuvo, pues muy cerca de ahí pasó su papá llevando consigo fólders de distintos colores en su brazo derecho.

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- Madre, te digo que no está, ¿por qué no me crees?

A los veinte segundos, la mamá, can-sada de las negativas de su hijo, se dirigió donde él y comenzó a buscar el condimento con evidente frustración, pero no lo encon-tró. Buscó más por otros lados, hasta que al final lo vio en una sección donde no de-bía estar, pero que estuvo. Se lo dio a su hijo acercándoselo despiadadamente como quien desea propinarle un violento puñetazo a alguien por un error inaudito.

- ¡Ay Manolo! Tan mediocre como siempre, impulsa tu mente a ir más allá

Manolo se quedó quieto e impotente, pues justo en ese momento pasaba su papá por ahí para tomar el teléfono y realizar una importante llamada de trabajo, mientras su madre seguía reprendiéndolo por la falta, sino que él no era culpable del todo por ello. Se le acercó y en un susurró se defendió, pero la mamá, carente de inteligencia emocional, se enojó más soltándole un insulto tajante.

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- Hijo, con todo lo de hoy, quiero que me es-cuches lo que te diré - Manolo no respondió sino que levantó la vista fijamente hacia su madre, quien reconoció la intención y pro-siguió. - Resulta que tu padre y yo hemos hablado y notamos que tu actitud no es la adecuada en el hogar; queremos que cam-bies, que mejores, tus respuestas no corres-ponden a lo que te hemos dado.

- ¡Pero…!

- Sshh, escucha, aprende a escuchar - inter-vino su padre para callarlo y Manolo sintió más impotencia que nunca.

- Hijo, te queremos y deseamos tu bien, así que yo na´más te digo que no me gusta tu agresividad para con nosotros, ¿cambiarás por tu bien?

- ¡Es que estás siendo irracional! - Soy tu madre, merezco respeto por tu parte.

- Eres mi madre en tanto yo te vea como tal, y no estás actuando como una madre debe hacerlo. Tapas tus errores y debilidades en tu autoridad, y eso no es bueno.

Lo siguiente fueron una ráfaga de pe-netrantes miradas entre Manolo y sus pa-dres; un silencio sepulcral que dejaba ver una triste solución ante la respuesta del chi-co, y confusión de sus padres por no saber qué responder o qué hacer, pues su autori-dad dependía de la visión del hijo, pero cla-ro, ellos no lo veían así.

- ¡Cállate idiota! Soy tu madre y me respe-tas, ¿te queda claro?-

No lo eres si yo no te considero así, y estás respondiendo mal a una falta muy sim-ple; usas tu “autoridad” para acallarme y está mal…

- ¿Te quedó claro? - la mamá se le acercó más con paso desafiante y aterrador, a lo que el papá la cayó para contestar su llamada.

- Sí.

Y no se tocó más ese día. Manolo estaba molesto por la actitud adoptada por sus padres para acallar sus propios erro-res, ¿pero qué podía hacer? Era sólo el hijo que debía obedecer. La tarde transcurrió y el adolescente hizo sus respectivos deberes. Cuando el momento de merendar se aproxi-maba, dispuso bajar a ello no sin exhibir una expresión de hastío y rendimiento físico-emocional. Llegó a la cocina y ahí encontró a sus padres, ambos serios tocando temas importantes, pero al llegar Manolo callaron y se apartaron para dejarlo integrarse a la mesa con un ligero toque de indiferencia que recorría el espíritu de los tres.

El papá, como si nada, le pasó un pan dulce y leche, seguido de un plato de spaguetti y algunos moderados trozos de panque recubierto con choco-chispas. Los tres cenaron en completo silencio, hasta que la mamá habló.

-¡Y entonces, se convirtió en un sueño! No supe qué decirle cuando me preguntó. Confieso que ahora sé lo que mi padre sentía cuando le preguntaba algo que no sabía cómo responder. Me miró a los ojos. Fingí demen-cia. Observó mi confusión y oculté la verdad que sabía le haría daño.

Tal vez me crean un mentiroso, un hom-bre sin escrúpulos, pero no soy capaz de ha-cerle llorar y matar un recuerdo, cuando sus ilusiones apenas comienzan. Dicen que la ver-dad siempre sale a flote y que uno paga las consecuencias de todo aquello que hace, pero a mí no me importa, sólo quiero verle sonreír; verle ser feliz.

Pasamos juntos todo el día, aún no va al colegio. Lo llevo siempre a la oficina. El mes pasado cumplió tres años. Le encantan las his-torias de héroes, siempre quiere que le cuente una antes de dormir, antes de que se quede adormilado sobre mi brazo, cansado de tanto brincar. También le gusta jugar en una peque-ña casa de campaña que le compré, y me obli-ga a meterme en ella, a pesar de que sólo cabe la mitad de mi cuerpo.

Es increíble que a su corta edad deteste las verduras y el jugo de zanahoria. Dice que no quiere convertirse en el vampiro vegetariano de un cuento que le leí, pero eso sí, le gustan las galletas de chocolate, y las papas a la francesa con salsa de tomate, bueno, la salsa de tomate y unas cuantas papas.

La semana pasada tuve que comprarle ropa, porque sus camisas ya le apretaban los brazos y el cuello, y los pantalones se habían convertido en shorts. El día de su cumpleaños compramos un pastel, y se la paso apagan-do las velas, pidiendo deseos; por supuesto intuyo qué es lo que pidió con tanta insisten-cia.

Podría pasarme días enteros dicién-dote las miles de cosas que hace, y siem-pre termina sorprendiéndome, es como ver una extensión de ti y de mí en él, pero en su mundo. Aunque confieso, que deseo con todas mis fuerzas que con el tiempo no sea como tú. Ahora sé que la tarea de un padre es hacer de su hijo algo mejor de lo que son ellos.

Me tengo que ir. Lamento tanto que tú no puedas disfrutar todas esas cosas. Regre-saré a visitarte, como todos los años. Traeré flores. Le vendrá bien un poco de color a este lugar. Es tan frío. Dicen que el blanco lo pro-voca. Debo irme, son casi las seis. Tengo que recogerlo en casa de mis padres. Si pregunta le diré lo mismo. Sobra decirlo. Quizá está vez me crea que te convertiste en un sueño.

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Ranmses Ojeda

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Desperté como todos los días, cansada y aburrida de la vida. Caminé lentamente al baño y me vi en el espejo. Sí, la misma cara de siempre, desgastada y con la cicatriz que mi padre me hizo a los quince años. Una cicatriz que cubría toda mi mejilla derecha, desde la oreja hasta la boca como si fuera la rama de un árbol.

Tomé una ducha y me puse pantalones negros con una cami-sa blanca. Usé mis zapatos bajos. Había llovido últimamente y era peligroso andar con tacones por la ciudad. Salí de mi casa y cerré con llave. El barrio era peligroso, alguien podría entrar a la casa.

Entré al metro y vi una señora morena un poco vieja como mi madre, con su hija de apenas unos cinco años. La llevaba a clases de ballet -¡Qué tonto, qué estupidez! ¡Cla-ses de ballet! ¿Quién necesita eso?- Me acordé de cuando tenía esa edad. Ella me quería mucho, siempre me besaba y me abrazaba. Me hacía galletas de chocolate.

Un día antes de la hora de la comida mi papá se eno-jó con ella, no sé por qué. Casi nunca discutían. Mi papá era muy atento con mi madre, ella ni siquiera tenía que tra-bajar o salir tanto de la casa. Él siempre llevaba lo necesario para que cocinara o lavara la ropa, sólo tenía que salir de su castillo maravilloso cuando me llevaba a la escuela o a ballet, que estaba cruzando la calle en donde vivíamos.

Ese día mi papá me pidió que me fuera a mi cuar-to y que me tapara los oídos, él era muy bueno conmigo. Empezaron a discutir, mi mamá lloraba y mi papá grita-ba como si ella estuviera a kilómetros de distancia. Se escuchó un sonido como si se rompiera una silla de ma-dera y luego… nada. Cuando él regresó hizo un delicioso caldo de olla. Como a las nueve de la noche me llamó para que cenáramos, me explicó que mi madre nos había abandonado, que ya no me quería; que no volvería jamás.

Cintia Nájera

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Tenía razón, por eso se me hacía una estupidez que esa señora le mostrara tanto cariño a esa niña -como si fuera cierto, qué tonta-. El caldo que hizo mi papá estaba de-licioso. La carne estaba jugosa y suave.

La vida sin mamá fue difícil. A pesar de que mi padre se esforzaba en conseguir-me una nueva sustituta, ellas siempre lo dejaban. Decían que lo querían mucho y se mudaban con nosotros, pero siempre llega-ba el día en el que mi padre discutía con ellas y me mandaba a mi cuarto. Ellas siem-pre se iban, igual que mi mamá. Ese día siempre cenábamos caldo de olla.

Hubo una vez que creí que iba a tener mamá para siempre. Esa mujer conoció a mi papá en una reunión de padres de familia en la escuela, se llamaba Carmen. Era la her-mana de la mamá de Pedro, mi compañero de clase y mejor amigo. En aquel entonces yo tenía catorce años. Ellos comenzaron a salir al cine y a bailar. Como siempre se mudó a nuestra casa. Yo estaba con ella todo el tiempo. Siempre veíamos juntas la televi-sión y platicábamos hasta que llegaba mi papá. Yo le confiaba todo, hasta sabía que me gustaba Pedro. Pero no le decía nada de eso a mi papá porque podría molestarse.

Recuerdo muy bien la navidad de ese año, el escuchó que yo decía algo sobre Pe-dro, no me dijo nada, sólo entró a la sala y jaló a Carmen del brazo con mucha fuerza. Me miró fijamente a los ojos y como siempre fui a mi cuarto a taparme los oídos, ella ja-más volvió… Yo no entendí por qué. Guarde silencio, reconocí el aroma del caldo de olla. Me asomé por la puerta de mi cuarto, para ver cómo lo preparaba. Necesitaba saber la receta para cocinarle cuando fuera adulta. Ese caldo me quitaba la tristeza, porque sig-nificaba que sin importar lo que pasara él seguía siendo mi papá.

Bajé en la estación Chabacano de la línea nueve y me dispuse a trasbordar a la línea azul dirección Taxqueña. Entonces ob-servé a un señor que jaloneaba a su hija, creo que iba en la secundaria. Me acordé como si hubiera sido ayer, de cuando mi papá me pedía que le diera masajes en los pies. Yo le decía que no quería, que tenía tarea, pero era mentira, escribió cartas para Pedro.

Se molestó mucho conmigo porque no hacía lo que él quería, jamás se había puesto así, yo siempre lo obedecía. Sacó una navaja de su pantalón, me agarró con mucha fuerza, empezamos a forcejear y me dio una cachetada. Yo estaba aturdida, sólo recuer-do que me dolió mucho cuando me enterró la navaja en el cachete. No podía gritar, me sentía muy débil. Me aventó en la cama y me dejó ahí con un trapo en el cachete.

Al día siguiente me vi en el espejo, me veía tan fea… tenía muchos puntos en la cara. Mi papá me había cosido mientras dormía. Las cosas siguieron como si nada. Cada vez que lo veía me daban ganas de matarlo, estrujarlo… de apretarlo hasta que dejara de respirar. ¡Maldito! ¡Maldito!

Llegué a Taxqueña. Bajé deprisa como toda la gente. Entré a la oficina de la termi-nal, trabajaba yo como personal de mante-nimiento. Pasé mis ocho horas limpiando como todos los días. Viendo a las personas que pasaban y me preguntaba cómo serían sus vidas. Llegó la hora de la salida. Iba ca-mino a casa: aburrida, cansada, hambrienta y fastidiada. Llegué, abrí con cuidado. Lla-mé a mi querido papá. No contestó. Entré a su cuarto y ahí estaba, amarrado a la silla medio dormido. Lo llevé a la cocina, lo senté en la silla principal porque él era la cabeza de nuestra pequeña familia…

Fui al refrigerador y saqué los ingre-dientes para el caldo de olla: ejotes, calaba-citas, xoconostle, cilantro… y lo más impor-tante las mejillas y los muslos de mi papá.

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Los hombres, al nacer, no traen consigo solamente

el derecho de subsistir físicamente; entran al mundo

también con el derecho de desarrollar sus facultades,

de llegar a ser personas. Este derecho impone a los

padres y Estado el deber de impartir una educación

adecuada. Aparte de este deber, el Estado debería te-

ner el mayor interés en formar el corazón delicado de

sus futuros ciudadanos, de tal manera que su madu-

rez le depara luego el mayor beneficio y honor.

Hegel G.W.F (1981) Escritos de juventud, F.C.E., México.

Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi pa-dre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera. Le apreté sus manos en señal de que lo haría; pus ella estaba por morirse y yo en un plan de prometerlo todo. “No dejes de ir a visitarlo –me recomendó-. Se llama de este modo y de este otro. Estoy segura de que le dará gusto conocerte.” Entonces no pude hacer otra cosa sino que decirle que así lo haría, y de tanto decírselo se lo seguí diciendo aun después que a mis manos les costó trabajo zafarse de sus manos muertas.

Rulfo Juan (1992) Pedro Páramo, F.C.E., México

Escritos de Juventud

(Fragmento)

Pedro Páramo(Fragmento)

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La mayoría de problemas del día a día de la convivencia familiar se resolverían, si nos es-forzamos por tener una buena comuni-cación con nuestros hijos. Hay muchas formas de hacerlo. Se puede h acer con u n gesto, s e puede hacer con una mirada de c omplicidad, se p uede hacer con la palabra, escuchando música, leyendo, haciendo deporte.También nos podemos co-municar silenciosamente. Sólo con-templando unos padres junto a la cama d e un h ijo enfermo, mimándolo o dándole la mano vemos el máximo de comunicación. El silencio se hace necesa-rio por el reposo de su hijo, pero la comuni-cación no debe faltar nunca la mayoría de problemas del día a día de la con-vivencia familiar se resolverían, si nos esfor-zamos por tener una buena comunicación con nuestros hijos. Hay muchas formas de hacerlo. Se p uede h acer c on u n g esto, se puede hacer con una mirada de com-plicidad, se puede hacer con la palabra, escu-chando música, leyendo, haciendo deporte.También nos podemos comunicar si-lenciosamente. Sólo contemplando unos padres junto a la cama de un hijo enfermo, mimándolo o dándole la mano vemos el máximo de comunicación. El silenciose hace nec-co-