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Raquel Huerta-Nava

ACATEMPAN

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LA PATRIA ES PRIMERO

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D espués del fracaso de la expedición del joven guerrillero navarro,

Francisco Javier Mina, muchos líderes de la insurgencia pensaron

que todo estaba perdido. Pero Vicente Guerrero, no; él creía que

había que fortalecerse frente a la derrota. La independencia era labor de

los mexicanos, no era necesario que viniera un español para liberarnos. Al

menos, eso pensaban los generales insurgentes que se vieron, momentá-

neamente, opacados por el español y que tuvieron que sacar fuerzas del

desaliento para continuar con la lucha de independencia. De manera que,

fiel a los principios de Hidalgo y de Morelos, Vicente Guerrero continuó le-

vantando ejércitos, combatiendo a las fuerzas virreinales y abriendo una

etapa más radical del movimiento que se caracterizó por la resistencia y el

método de combate conocido como guerra de guerrillas.

Mientras tanto, en España se reinstauró la Constitución de Cádiz y,

preocupados por las pérdidas de varios virreinatos americanos, los minis-

tros de la Corona decidieron que lo más importante era la conciliación con

los rebeldes de la Nueva España, pues éste era uno de los virreinatos más ri-

cos del imperio, junto con el de Perú, y no podían darse el lujo de perderlo.

Por este motivo, el virrey de la Nueva España mandó llamar al padre

del caudillo más importante de la insurgencia, Juan Pedro Guerrero, quien

fue invitado a compartir la merienda con Juan Ruiz de Apodaca, conde del

Venadito. Un lacayo proporcionó a Juan Pedro una ornamentada mancerina

de plata maciza y, tanto el padre del rebelde como el noble, degustaron un

aromático chocolate y unas deliciosas piezas de pan dulce. La mancerina

era una especie de charola de plata que las personas se colocaban en el

cuello a la hora de tomar el chocolate, con el objeto de no manchar sus ves-

timentas y de darle más ceremonia y ornamento al ritual criollo.

Apodaca sabía que Juan Pedro era leal a la Corona española, por eso le explicó que el mismo rey de España le había encargado hacer la paz en el virreinato. Era necesario que Juan Pedro demostrara su autori-dad y convenciera a Vicente Guerrero, su hijo, de pedir el indulto. Gracias a la Constitución de Cádiz los súbditos americanos podían gozar de las mismas condiciones que los nacidos en España. Era una comisión muy importante, ya que Juan Pedro estaría seguro tanto en el campo realista

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Juan Pedro Guerrero tuvo que volver sobre sus pasos, muy triste, pues

casi veía con certeza la muerte de su hijo; sin embargo, su valor lo llenaba

de orgullo. Después de todo, él lo educó para que fuera fuerte, firme y de-

cidido. Pero que Vicente pensara que iba a derrotar al imperio y al rey para

recuperar estas tierras le parecía una completa y verdadera utopía. Creía,

con toda seguridad, que lo matarían por haber tenido tal atrevimiento. Qué

lejos estaba Juan Pedro Guerrero de imaginar que, algún día, su hijo menor

sería presidente de la recién nacida República mexicana y que llevaría a

buen término los anhelados ideales de los insurgentes.

como en el insurgente. El virrey le proporcionó los salvoconductos nece-sarios para atravesar las zonas en conflicto sin riesgo alguno.

El rumor se extendió entre las filas insurgentes: el padre del general

venía a visitarlo. Vicente Guerrero, al leer los mensajes, ordenó que nadie

estorbara su trayecto y que lo condujeran hasta la entrada de la fortaleza

de Xonacatlán, ubicada en el actual estado de Guerrero; debían proteger al

anciano solitario que se acercaba en una mula bien aparejada. Juan Pedro

Guerrero fue a ver a su famoso hijo para pedirle, en nombre del virrey, que

se acogiera al indulto. Tras un fraternal abrazo y ante las miradas curiosas

de todos los presentes, Vicente llevó a su padre al interior de su tienda para

conversar y compartir ante una sencilla mesa de madera de pino, cubierta

con un bonito mantel de tela oriental estampada, coronada con una enorme

fuente de frutas frescas. Vicente tomó dos copas y le sirvió a su padre un

poco de vino para refrescar la garganta y poder hablar sobre las novedades

de la familia, de la gente en Tixtla y de sus hijos.

—Si aceptas y te retiras de esta guerra cruel, el gobierno español te

concederá el indulto, te reconocerá el grado militar que has alcanzado, po-

drás vivir tranquilo y desterrarás de nosotros la inquietud por la suerte que

puedas correr —dijo Juan Pedro.

—Entienda, padre, que de ninguna forma eso es posible. Aunque los

hombres pasan, las ideas perduran: la patria me necesita. Esta causa no es

mía, sino de todos los que amamos la libertad —respondió Vicente.

Juan Pedro se hincó a los pies de su hijo y, abrazandole las piernas, le

suplicó que abandonara la lucha, pues no deseaba perderlo a manos del

ejército virreinal. Vicente, conmovido, le acarició con ternura filial el cabello

plateado y, dirigiéndose a sus soldados, que lo contemplaban desde lejos

sin escuchar ni comprender qué sucedía, les explicó:

—Soldados, ¿ven a este anciano respetable? Es mi padre. Viene a ofre-

cerme empleos y recompensas en nombre de los españoles; yo le he res-

petado siempre, pero la patria es primero.

Juan Pedro elevó su rostro para mirar a su hijo, quien repitió en voz muy

alta para que todos lo escucharan:

—¡La patria es primero! —y fue secundado por los soldados que res-

pondieron en un clamor que trascendió como uno de los fundamentos de

nuestro país.

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TREGUA DE ACATEMPAN

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José María Lafragua, quien tuvo un trato cercano con Guerrero y quien ela-

boró su biografía, fue el inventor del llamado abrazo de Acatempan que,

desde entonces, se convirtió en uno de los mitos de nuestra historia, y, aun-

que el hecho fue desmentido por Lucas Alamán, el equívoco permanece en

los anales de nuestra historia oficial.

Era natural que el general Vicente Guerrero no deseara acercarse mu-

cho a Iturbide, pues éste era conocido por su carácter traicionero. Ante la

natural desconfianza, ambos estuvieron de acuerdo conque, como lo más

importante era el pacto, Guerrero enviara a un representante. Sin embargo,

en el simbolismo patriótico se registran ambos personajes para mayor gloria

y significación del acontecimiento. Algunas versiones aseguran que el ge-

neral Guerrero estuvo en la reunión bajo el disfraz de oficial del regimiento

de los Dragones del Sur, pero este tipo de anécdotas son imposibles de

comprobar o de refutar y forman parte de las leyendas que rodean a nues-

tros más destacados personajes históricos. Además, es improbable que

Guerrero se hubiera arriesgado a ser capturado y ejecutado por sus enemi-

gos; muchos de ellos lo conocían muy bien, ya que algunos habían formado

parte de su propio ejército.

Las fuerzas representadas por Vicente Guerrero impulsaban una serie

de reformas sociales y económicas que permitían el establecimiento de una

sociedad igualitaria y con mayores oportunidades para sus ciudadanos. En

cambio, las de la élite criolla, dirigidas por Iturbide, deseaban mantener sus

antiguos privilegios con la diferencia de que esto sucedería en una nación

sin las imposiciones españolas. Iturbide no tenía un interés verdadero en la

transformación del sistema de castas; o sea que no pretendía terminar con

la explotación de la mayor parte de la población. El interés de las élites era

conservar las estructuras de dominio establecidas durante la Colonia. Es

evidente que un pacto entre intereses tan opuestos no podía durar mucho y

terminó con la entrada del Ejército Trigarante a la ciudad de México, cuando

se develaron los intereses políticos de los distintos sectores de la población

mexicana. Esto daría lugar a los distintos grupos en conflicto durante la tur-

bulenta vida del México independiente.

Una parte del alto clero y de la nobleza mexicana deseaban deslindarse

de España, pues en la península se llevaba a cabo una serie de reformas

económicas contra los intereses de la Iglesia como la venta y la expropiación

de algunos de sus bienes, incluso existía la amenaza de suprimir las órde-

L a reunión conocida en los registros históricos como el abrazo de Aca-

tempan se refiere a la tregua que, tras once años de lucha insurgente,

dio paso a la nueva nación. Fue, de hecho, el pacto entre los princi-

pales jefes en combate: el general insurgente Vicente Guerrero y el general

realista Agustín de Iturbide. A pesar de que eran enemigos mortales, ambos

anhelaban una tregua para alcanzar la paz. Comenzaron un intercambio de

cartas. En un principio Iturbide, un hombre lleno de ambición y de sueños

de gloria y de poder, pretendió derrotar a los alzados, pero al darse cuenta

de que esto no sucedería y tras una serie de escandalosas derrotas y va-

rias escaramuzas con las partidas insurgentes, decidió cambiar su táctica

y ofreció la paz. Iturbide, obedeciendo en un principio las instrucciones del

virrey Apodaca, deseaba que Guerrero se acogiera al indulto y que aceptara

la renovada Constitución de Cádiz, lo que significaba permanecer bajo el

yugo de España. Pero el caudillo respondió que únicamente aceptaría una

tregua si Iturbide se unía a la causa de la independencia como su líder. Sólo

entonces tendría en Guerrero a un aliado y a un subordinado leal.

Iturbide fue tentado con el mando supremo de las fuerzas militares. Su

ambición personal no pudo resistir y aceptó cumplir con el papel político del

libertador. Comprendió los motivos de los insurgentes, pues era un hombre

astuto y conocedor de los asuntos de la guerra. Sólo un general de carrera

podría convencer a sus pares en el ejército virreinal y lograr, con la fuerza de

sus tropas, la independencia de México; como lo había hecho Bolívar en el

sur de América, y como otros grandes generales sudamericanos, aunque

aquellos caudillos jamás claudicaron.

Una vez que hubo un diálogo fluido, los dos jefes establecieron las tres

garantías que fueron el fundamento del Plan de Iguala.

Después de una serie de cartas y de acuerdos hechos entre ambos

jefes, se llevó a cabo la tregua de Acatempan, donde no estuvo presente el

general Guerrero, sino su representante, el general José Figueroa, quien le

dio el famoso abrazo a Iturbide. Los dos militares vestían con gran lujo; el

encuentro fue considerado la culminación de la guerra civil y, por este moti-

vo y sólo con fines propagandísticos, el nombre de Figueroa fue sustituido

por el de Vicente Guerrero, máximo general de la insurgencia. El historiador

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LA LUCHA INSURGENTE

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L a guerra de Independencia se inició con el llamado a las armas que

lanzó en Dolores Miguel Hidalgo —elegido por los demás conspirado-

res como líder del movimiento debido a su energía, a su vehemencia

y a su convicción—. El grito de Miguel Hidalgo fue secundado, de inmediato,

por los conspiradores en todo el reino. Hidalgo era un hombre vigoroso, en la

plenitud de sus fuerzas; tenía el rostro moreno, a causa de la vida al aire libre,

enmarcado por profundos ojos verdes y por el cabello cano.

Poseía una salud envidiable y estaba habituado a realizar fuertes jorna-

das de trabajo y de estudio. A pesar de su formación sacerdotal, no tenía el

temperamento para conservar el voto de castidad y tuvo amoríos con varias

mujeres. Hasta la fecha existe un registro de sus orgullosos descendientes.

Esto, más que ser una excepción, era la norma para los sacerdotes católicos

de la Nueva España. En otros reinos de Hispanoamérica sucedía lo mismo,

los sacerdotes podían continuar con sus estudios universitarios y llevar una

vida de laicos fuera de los conventos con concubinas e hijos; lo cual era vis-

to, en muchos casos, como un honor y no como una transgresión. Hidalgo

era un hombre que poseía los dotes de un humanista; además era un hom-

bre religioso y lleno de bondad para con sus semejantes. Tenía vocación de

líder y estaba hecho para la enseñanza y la difusión de la cultura y del cono-

cimiento; era un criollo ilustrado que amaba, profundamente, a su país y que,

por eso mismo, deseaba verlo libre e independiente. Hidalgo afirmaba que la

Nueva España era una nación con todas las características para gobernarse

por sí misma, puesto que estaba a la par de las demás naciones del mundo,

y si los italianos eran gobernados por italianos y los franceses por franceses,

los mexicanos debían ser regidos por mexicanos.

Los argumentos teológico-políticos de Hidalgo y de sus correligionarios

sobre la búsqueda de la libertad se fundamentaban en las teorías del filó-

sofo español Suárez, quien explicaba que, cuando un gobierno fracasa en

su propósito de gobernar para el pueblo, los ciudadanos deben sustituir a

sus dirigentes por quienes efectivamente cumplan tal cometido. El gobierno

de Carlos IV había fracasado y sus medidas habían traído el caos, pues las

vergonzosas capitulaciones de Bayona habían dejado el reino en manos de

los invasores franceses. El pretexto del levantamiento fue precisamente la

nes conventuales y recortar los beneficios económicos de los eclesiásticos.

Desde el inicio de las conspiraciones, el factor económico fue fundamental

para la insurgencia; primero, para combatir los monopolios españoles y li-

berar al país de los abrumadores tributos exigidos; después, para conservar

los privilegios de casta y de clase, así como el sistema económico, en el

cual la Iglesia ocupaba un papel fundamental como institución de crédito.

A pesar de tener objetivos e intereses diversos, e incluso opuestos, la

mayoría de los grupos de poder en conflicto en la Nueva España deseaba

el establecimiento de un congreso que representara a la patria bajo un sis-

tema monárquico de carácter propiamente mexicano. Sin embargo, grupos

radicales pertenecientes a la clase media ya tenían entre sus planes el ideal

de una República, que tardaría mucho más en cumplirse luego del estrepi-

toso fracaso del Primer Imperio, que intentó combatir el propio Agustín de

Iturbide.

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preparación y que ése fuera el motivo, cuando lo vio personalmente, por el

cual le diera instrucciones para la guerra y le dijera que, en lugar de cura,

tenía la figura de un verdadero general. El halago debió haber agradado mu-

chísimo a Morelos, quien se dispuso a levantar en armas el sur de México.

Los insurgentes se hallaban bajo la protección de la virgen morena, la

Guadalupana. Se hacían llamar Guadalupes y usaban la imagen de la virgen

como distintivo de su causa. Seguramente, por eso, al pasar por la iglesia de

Atotonilco, Hidalgo tomó la imagen guadalupana como estandarte para que

los partidarios del movimiento lo distinguieran. Además, la virgen de Gua-

dalupe, la Sagrada Criolla, como la llamó un religioso poeta de principios

del siglo xvii, era novohispana y por ende no había nadie mejor que ella para

proteger a sus compatriotas.

Miguel Hidalgo, al igual que José María Morelos, se vio avasallado por el

entusiasmo popular; pronto fue secundado por miles y miles de voluntarios,

algunos con cierta experiencia en las milicias provinciales de la Nueva Espa-

ña y otros sin el menor conocimiento del combate. Al ser ésta una lucha por

el país, sucedía que batallones enteros de soldados criollos del ejército rea-

lista se unían a la causa con uniformes y armamentos. Muchos campesinos

se iban a la bola con sus familias y animales para no dejar nada atrás. Mu-

chos delincuentes aprovecharon las circunstancias para dedicarse al atraco

y al abuso en el nombre de la insurgencia.

El hecho de que Hidalgo y Morelos fueran sacerdotes, posiblemente,

influyó en la atracción que ejerció su liderazgo sobre las masas, en especial

en la población indígena sometida a tres siglos de un férreo dominio cató-

lico durante el cual se acostumbraron a obedecer ciegamente a los curas.

Aunado a esto, la imagen de la virgen de Guadalupe como patrona de los

mexicanos hace evidente el carácter mesiánico de la lucha también denomi-

nada la santa causa o la lucha sagrada. Este tinte político-religioso marcó las

dos primeras etapas del movimiento en el que participaron muchos oficiales

criollos; incluso, muchos militares de alta graduación que simpatizaban con

el movimiento fueron descubiertos y anulados antes de que pudieran ocupar

un papel relevante en las filas de la lucha de independencia.

Cuando estalló la insurgencia, la monarquía española había sido derro-

cada por Napoleón, quien nombró rey de España a su hermano José Bona-

parte para ignominia de los súbditos del imperio; fue entonces cuando los

patriotas de toda España y de la América hispana se levantaron en armas

defensa de la legitimidad del reino en el nombre del heredero a la Corona es-

pañola, Fernando VII, con la esperanza de que el futuro monarca pudiera res-

taurar la opulencia imperial; no obstante, los representantes del movimiento

insurgente albergaron, desde el inicio, los ideales de la Independencia que

se concretó en 1821.

La gente de Dolores y de las ciudades y poblados de El Bajío fue la

primera en seguir el llamado del cura Hidalgo, a quien respetaba y quería.

Pronto los grupos insurgentes surgirían a lo largo y ancho de la Nueva Es-

paña con mayor o menor éxito, y con más fuerza en las costas del Pacífico y

del Atlántico. El movimiento, en la etapa que condujo Miguel Hidalgo, poseía

fuertes reivindicaciones de carácter agrario; la masa de campesinos fue tras

el sacerdote desordenadamente. Hidalgo era un ideólogo y un teórico; no

era un hombre que tuviera conocimientos militares. Era un líder de carácter

mesiánico y, como tal, no era el más preparado para imponer disciplina y

orden a las masas heterogéneas que lo siguieron.

Ignacio Allende, Ignacio Aldama, Mariano Abasolo, José Ignacio Jiménez

y los demás oficiales del ejército novohispano que se hallaban con él no po-

seían una experiencia práctica en el campo militar y, como le debían obedien-

cia, se sometieron a su liderazgo, pero, a la larga, estallaría un conflicto entre

Hidalgo y Allende en cuanto al aspecto militar, ya que por su formación profe-

sional como oficial de las fuerzas armadas Allende conocía mejor del tema.

Al inicio de su campaña, Hidalgo nombró general del sur al cura José

María Morelos, quien pronto comenzó a reclutar voluntarios. De acuerdo

con las fuentes documentales encontradas hasta hoy, no existen pruebas

de que ambos hombres se conocieran anteriormente, sin embargo, tam-

poco existen testimonios que demuestren lo contrario. Dada la importancia

de la misión es posible que Hidalgo conociera bien el carácter de Morelos

y que por ello invitarlo a la rebelión no fuese una decisión tomada a la li-

gera. Quienes se relacionaban con él sabían que le aficionaba leer sobre

las vidas y las campañas militares de los grandes generales de la antigua

Roma, y que su conocimiento teórico de la guerra era muy amplio. Proba-

blemente, si su situación económica fuera acomodada, Morelos hubiera in-

gresado a la milicia y no al sacerdocio, que por entonces era la única opción

para sobresalir.

No sería raro que Hidalgo conociera este aspecto de la vida de Morelos,

ni que al escucharlo hablar de los antiguos generales tomara en cuenta su

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Los acuerdos fueron muy importantes para conservar la unidad de los

principales jefes insurgentes a lo largo de los difíciles años de la guerra y

para proteger a los numerosos implicados en los diversos núcleos de cons-

piradores que existían en el país, pues hubo tal cantidad de voluntarios que

no era difícil que entre ellos hubiera espías e informantes del enemigo.

Debido a los numerosos voluntarios de origen campesino que había en

sus filas, era evidente el carácter agrario del movimiento independentista;

esto planteó la necesidad de reformar los tributos del campo y de los po-

blados indígenas. También se planteó, desde el inicio, el establecimiento de

un congreso para administrar los recursos de la nación y fomentar, a largo

plazo, la instrucción y las artes, para que la gente tuviera la capacidad de

gobernar el país. Éste era el proyecto inicial de los conspiradores; sin em-

bargo, el carácter social del movimiento pronto exigió mayores demandas

de las que los insurgentes esperaban. La revolución tomó sus propias rutas

y, con el tiempo, surgieron líderes naturales debido a que la diversidad de

intereses, grupos y necesidades en el territorio era demasiado amplia como

para ser englobada por un proyecto inicial de nación. Los mexicanos anhela-

ban la igualdad de todas las personas nacidas en este territorio y suprimir la

esclavitud, las clasificaciones raciales y, particularmente, los tributos excesi-

vos exigidos a los grupos indígenas. Cabe destacar que la participación de

las etnias en las distintas entidades del país fue muy diversa; mientras algu-

nos se comprometieron de lleno en la lucha, otros permanecieron indiferen-

tes y aislados, y algunos más permanecieron leales a la Corona española.

Un elemento fundamental de la lucha insurgente fue la defensa del Con-

greso como base legal de una nueva nación independiente y soberana; por

ello se conformó, desde el comienzo, la estructura de un gobierno autóno-

mo. El poder gubernamental ejecutivo estaba por encima del militar. Hidalgo

fundó, en Guadalajara, el Ministerio de Gracia y Justicia, con José María Chi-

co a la cabeza, y el de Estado y Despacho, a cargo de Ignacio López Rayón;

él mismo presidía el Ministerio de Guerra. Decretó el fin de los tributos y de la

distinción de castas y, por primera vez en América, la abolición de la esclavi-

tud; a pesar de ello, esta medida estaba muy lejos de ser real en el territorio

dominado por el gobierno virreinal y no fue sino hasta el establecimiento de

las primeras dos repúblicas federales cuando se aplicó en todo el país, pues

los propietarios europeos se negaban a liberar a sus esclavos sin recibir al-

guna compensación. Como líder político del movimiento, el licenciado López

para defenderse de la intromisión francesa y asumir el gobierno de sus res-

pectivas naciones y provincias en el nombre de Fernando VII, a quien reco-

nocían como legítimo heredero de la Corona española.

En el reino de la Nueva España había batallones de milicias provinciales

preparadas para una invasión extranjera, pues no se podía descartar la incur-

sión de algún barco pirata de las naciones enemigas que intentara saquear

las poblaciones costeras como sucedió numerosas ocasiones en distintos

puertos del reino. Muchos de los hombres de los batallones de las milicias

provinciales se unieron a la causa insurgente y aportaron su estructura mili-

tar, pero, sobre todo, su gran entusiasmo, su experiencia y su conocimiento

del terreno. Estaban dispuestos a combatir al enemigo francés si decidía

desembarcar y a luchar por la autonomía planteada en la Constitución de

Cádiz para formar una nación independiente.

Miguel Hidalgo, como primer líder del alzamiento independentista, plan-

teó la guerra en nombre de Fernando VII y, con el mismo motivo que llevó al

combate a los españoles en la península Ibérica y a los caudillos latinoame-

ricanos se levantó en armas contra la posible llegada de un virrey nombrado

por los franceses; con el grito de “¡viva Fernando VII!” los patriotas de todas

las colonias americanas se levantaron en armas con los colores del monar-

ca: azul, celeste y blanco. Buscaban, en primera instancia, la autonomía con

miras a una soñada independencia, pero no deseaban hacer pública su in-

tención para no asustar a la población en general, pues no existía una cultura

política entre los ciudadanos, quienes estaban demasiado acostumbrados a

la vigilancia de la todopoderosa Inquisición. Los argumentos esgrimidos por

Miguel Hidalgo y sus seguidores fueron muy convincentes: se trataba de que

todos los nacidos en esta tierra fueran iguales ante la ley y, sobre todo, de

que pudieran gozar del fruto de sus esfuerzos sin tener que rendir tributo a

un gobierno lejano y extranjero.

La proclama inicial en defensa del gobierno de Fernando VII era una cor-

tina de humo, pues Ignacio Allende, Miguel Hidalgo y Josefa Ortiz de Domín-

guez, entre otros, opinaban que si planteaban un concepto tan radical como

la independencia la gente no los seguiría y se llenaría de temor. Por este mo-

tivo, sólo la gente de confianza sabía la verdad acerca de la estrategia de la

lucha insurgente, que estaba muy lejos de ser el movimiento caótico descrito

por algunos historiadores superficiales que no han recurrido a los extensos

archivos y a los libros que dan detalles acerca del movimiento.

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ANTES DE LA TREGUA

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Rayón volvió a emitir bandos decretando la supresión del pago de tributos,

la confiscación de todas las propiedades de los europeos, las reducciones

de algunos impuestos, la igualdad de todos los nacidos en esta tierra sin dis-

tinción de castas y la abolición de la esclavitud. Reiteró estas medidas en la

Junta de Zitácuaro al lado de José María Morelos, pero, una vez más, se que-

daron en el papel, pues aún faltaba la construcción de una república federal

bajo el mando de los presidentes Guadalupe Victoria y Vicente Guerrero para

ver materializado, en forma de ley, el anhelado sueño de la igualdad civil y

la liberación efectiva de los esclavos, y para que, quienes ya eran libres, no

volvieran a ser capturados por sus antiguos amos y verse obligados a pagar

por su libertad.

La revolución pronto cobró un matiz popular y poco a poco Miguel Hi-

dalgo e Ignacio Allende tomaron distancia. Dada su naturaleza militar, Allen-

de no estaba de acuerdo con que las masas desordenadas secundaran el

movimiento, pues el tumulto no permitía una organización formal ni un en-

trenamiento adecuado. Hidalgo, en cambio, dado su carácter sacerdotal y

ecuménico, no discriminaba a nadie. Las desavenencias entre ambos caudi-

llos tuvieron su clímax en el Monte de las Cruces, cuando Miguel Hidalgo se

rehusó a entrar en la ciudad de México, pues, seguramente, temía una ma-

tanza de civiles semejante a la ocurrida en Guanajuato. Para Allende fue una

decisión inexplicable, pues prácticamente ya tenían tomada la capital y eso

hubiera significado el triunfo del movimiento, pero tal vez Hidalgo sabía que

el enemigo se aproximaba en gran número y que podían caer en una trampa

mortal, o quizá la sociedad secreta de Los Guadalupes le envió una petición

y él la acató para impedir la matanza de los capitalinos y la destrucción de

la ciudad a manos de las masas imposibles de controlar una vez desatada

su furia. Cualquiera que haya sido el motivo, esta retirada fue el principio del

fin de la primera etapa del movimiento que culminó con la captura de los

primeros líderes de la insurgencia en Acatita de Baján, con su posterior en-

carcelamiento y ejecución en Chihuahua, y con el acto medieval de colgar las

cabezas cortadas de Hidalgo, Allende, Aldama y Jiménez en cada una de las

esquinas del edificio de la Alhóndiga de Granaditas, en Guanajuato (donde

había tenido lugar una terrible matanza de españoles y propietarios criollos

realistas), como una advertencia brutal para los partidarios de la Indepen-

dencia. Las cabezas estuvieron colgando allí durante más de una década

ante las lágrimas impotentes de la población guanajuatense.

D espués de la traición de Elizondo —que llevó a la captura de Hidal-

go, Allende, Aldama y Jiménez— y las posteriores condenas y eje-

cuciones de los implicados, el movimiento se reestructuró en todos

los niveles.

El 2 de mayo, Morelos convocó a una junta de guerra a sus principales

oficiales: los coroneles Hermenegildo, Juan José y José Antonio Galeana,

Julián y Miguel Ávila, y Leonardo y Miguel Bravo; los tenientes coroneles

Ignacio Ayala y Rafael Valdovinos, y el capellán José Antonio Talavera. Las

solemnes palabras que les dirigió fueron las siguientes:

—Señores, ustedes que han sido mis fieles compañeros y colabora-

dores desde el principio de esta campaña, y a cuyo valor se debe el que la

gran empresa que hemos acometido haya alcanzado feliz éxito hasta aquí,

saben bien cómo la hemos empezado, sin más elementos que nuestra de-

cisión y la fe en la justicia de nuestra causa.

”Por eso omito entrar en particularidades que ustedes conocen tanto

como yo mismo. Pero no estará de más decir que, autorizado por nuestro

respetado generalísimo señor Hidalgo para propagar la insurrección contra

el dominio español en el Sur y para operar contra las fuerzas enemigas

de Acapulco, he llegado a la costa con un pequeño grupo de amigos mal

armados, y que he encontrado en todos ustedes, así como en los pueblos,

un apoyo tan voluntario y tan eficaz que con él he podido, en pocos meses,

realizar una parte de las esperanzas que depositó en mí el hombre grande

que fue el primero en dar el grito de independencia en Dolores.

”A ustedes, pues, deberá la patria el haber contado, desde el año 1810,

con un baluarte de sus libertades en estas montañas; baluarte que, estoy

seguro, no será derribado jamás porque está cimentado en los corazones

de ustedes y de sus hijos.

”Ahora bien, mi comisión está cumplida superficialmente. Desde media-

dos de octubre del año pasado, cuando llegué a Zacatula y ocupé Petatlán,

hasta la fecha, van corridos poco más de seis meses apenas, y en este cor-

to tiempo nos hemos hecho dueños de toda la Costa Grande, sin que nadie

intente disputarnos allí el dominio del gobierno independiente. El grupo de

amigos y de mozos con que atravesé el río de las Balsas se ha convertido en