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LAS PALABRAS DE MARÍA SIETE CLAVES EN LA VIDA CRISTIANA

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LAS PALABRAS DE MARÍA SIETE CLAVES EN LA VIDA CRISTIANA PURÍSIMO CORAZÓN DE MARÍA 2 Las palabras de Marìa Siete claves en la vida cristiana © Alexis Cordero C. 4ª ediciòn 2011 Pedidos: 2227226 - 087558488 Prohibida la reproducción total o parcial sin la autorización del autor. 4

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LAS PALABRAS DE MARÍASIETE CLAVES

EN LA VIDA CRISTIANA

Alexis Cordero C.PURÍSIMO CORAZÓN DE MARÍA

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Las palabras de MarìaSiete claves en la vida cristiana© Alexis Cordero C.4ª ediciòn 2011Pedidos: 2227226 - 087558488Prohibida la reproducción total o parcial sin la au-torización del autor.

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Las clavesPrimera

¿Cómo será eso si no conozco varón?No pretenda entenderlo todo a la primera.

SegundaHe aquí la esclava del Señor. Hágase…Reconozca su posición delante de Dios.

TerceraSaludó a Isabel

Viva en actitud de servicio

CuartaProclama mi alma la grandeza del Señor.

Alabe a Dios en toda circunstancia.

QuintaHijo, ¿por qué nos ha hecho esto?

Entienda que Dios tiene sus propios caminos

SextaNo tienen vino

Interceda por las necesidades de los demás.

SéptimaHágan lo que Él les diga.

Obedezca siempre la voluntad de Dios.

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Preámbulo

Vivimos una época de apariciones y mensajes. Hay tantos que constituye un verdadero desafío ponerse a escucharlos para saber qué dicen y si es que se contra-dicen.

Oráculos y visionarios surgen en to-dos lados y, en estos tiempos cansados de la omnipotencia de la razón, sus voces re-suenan y cantan, como las sirenas de la mi-tología, atrapando seguidores y fieles que se inclinan ante pantallas de televisión y se entregan con fervor fanático y combativo a pelear batallas promovidas mediáticamente contra males, demonios y espíritus que aso-lan la tierra y los corazones humanos.

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Todo esto tiene sus luces y sus som-bras. Por un lado, y en muchos casos, no se trata sino de la transmisión de viejos men-sajes, portadores de sabiduría humana, re-cogidos de entre las más diversas tradicio-nes y pueblos de la tierra. Por otro, se quie-re presentar dicho acerbo como un mensaje nuevo y propicio para una nueva era, una New Age, de la cual solo unos cuantos tau-maturgos, garúes y telepredicadores pare-cen ser los encargados de difundirlo… Por supuesto, cobran caro por hacerlo.

Toda esta profusión de doctrinas vie-jas, maravillosas en su origen, y de raigam-bre oriental la gran mayoría de ellas, ha in-vadido el ámbito occidental como si se tra-tara de un baratillo en el que se ofrece de todo y mezclado. El momento es oportuno, porque en este Occidente tan hedonista y materializado, la sed espiritual de la gente –sed, por lo demás, común con la que tie-ne la gente en Oriente– quiere ser satisfe-cha a toda costa y de cualquier manera, del

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mismo modo que el american way of life ejerce su atractivo y su influencia en esos pueblos milenarios.

Obviamente, tanto mayor encanto ejercen cuanto mejor acompañadas vienen de manifestaciones maravillosas que cauti-van los corazones ingenuos (?) gracias a estados emocionales inducidos de paz, tranquilidad, felicidad, que, en la mayoría de los casos, no son sino más que efectos-placebo en las mentes de quienes andan a la caza de las últimas novedades, incluso espirituales, para dar una nueva orientación a su vida.

Lo interesante es que esta afición snobista y un tanto sincrética que caracteri-za a estos tiempos, también sucede dentro de la religión cristiana, y del cristianismo de Occidente en concreto, partiendo del he-cho mismo de que, desde hace tiempo, se habla de un cristianismo a-religioso e, in-cluso antirreligioso, que no es más que el pretexto para dar rienda suelta a una forma

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a(nti)séptica y light diferente a lo que se ha vivido en nuestro contexto desde hace mu-cho tiempo.

Tanto en las iglesias protestantes co-mo en la Católica, parece que el mensaje de salvación adquiere valor para muchos solo en la medida en que responde a sus expectativas y, claro está, curaciones, mila-gros, apariciones, profecías, mensajes, son también parte del show que atrapa a tanta gente que, de buen corazón y con una fe que no ha crecido más allá de asistir a las misas o a los cultos, sin ninguna intención pecaminosa, buscan señales y prodigios pa-ra creer.

Esto no significa, sin más, que la bús-queda de tales signos y prodigios, dentro de la Iglesia Cristiana, sea mala, nociva y alie-nante. No. Pero no es lo más importante; más aún ni siquiera es importante. Los sig-nos y prodigios acompañan a la fe y, en la mayoría de los casos, no son ni de lejos ex-traordinarios. Las maravillas que Dios hace

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cada instante son maravillas solo en la me-dida en que aprendemos a reconocer en ellas a su Autor, en la medida en que aprendemos a reconocer en ellas el modo de obrar de su Autor y lo que Él quiere pa-ra nosotros y de nosotros.

¡Y hay tantas maravillas!

Pero hay una que Dios ha entregado a su pueblo y que, normalmente, no nos dete-nemos a contemplar lo suficiente; pasa des-apercibida para los cristianos apurados de hoy, incluso para quienes la invocan de vez en cuando. Esa maravilla es la tierna y san-ta figura de María, la Madre del Señor.

Ella es maravillosa, porque es única. Y no se trata simplemente de una pura ad-jetivación emocionada, sino de mirar, con devoción serena y amorosa, lo que el mis-mo Señor ha hecho al elegirla para madre de Jesús.

Y es que María lleva y refleja la Luz de lo alto, como nadie lo hecho: a través de

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la simpleza de su corazón y desde su hu-milde condición de servidora. Los mensa-jes que la Madre ha dejado para la Iglesia –y que esta ha reconocido como tales con su autoridad–, no han sido sino una recorda-ción de lo que ya fue pronunciado hace dos milenios por el Fruto Bendito de su vientre y que luego fue consignado en los evange-lios: el llamado permanente a la conversión y a dejarnos amar por Dios.

Por eso, ante la profusión de milagros y apariciones, no tenemos camino más efi-caz para reconocer su autenticidad, que re-mitirnos al mensaje del Evangelio y con-frontarlo con Él tal y como ha sido predica-do por el Magisterio y la Tradición de la Iglesia. Ese mismo Magisterio es el que nos da las pautas para discernir la voz de la Madre que no puede ser otra que la que se escucha en la Buena Noticia que Dios anuncia a su pueblo.

Además, aunque la Madre tuvo un pa pel decisivo en la vida de Jesús y su pre-

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sencia se nota a lo largo del camino del Hi-jo, tampoco se puede dudar de que esa pre-sencia es silenciosa, prudente, dulce, pre ocupada, diligente, dolorosa en muchos momentos, pero también transida de fe, es-peranza y amor. Así es como se torna un modelo para nosotros, los que queremos ser como su Hijo.

El auténtico mensaje que nos da la Virgen es, pues, su manera de entregarnos a Jesús, una manera que no es otra cosa que su vida misma revelada en unas pocas in-tervenciones y palabras que solo nos dicen todo lo que Dios quiso que sepamos de ella y a través de ella: esas palabras nos ubican, precisamente, en el camino del Evangelio o, lo que es lo mismo, en el seguimiento de Jesús.

Por eso, esas palabras son claves para ese seguimiento. Si bien es cierto que hay múltiples maneras de transitar el único Ca-mino, no es menos cierto –y no está de-más– tener pistas y claves –siete en este ca-

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so– para adentrarnos más fácilmente en él.

Predispongámonos, entonces, a cono cer o a confirmar lo que ya, posiblemente, todos quienes la amamos sabemos de ella. No se trata de ninguna manera de un estu-dio teológico, sino más bien de meditacio-nes hechas en torno a cada uno de los siete momentos en que se cuenta que María pro-nunció unas palabras. Tal vez las conside-raciones hechas no aporten nada novedoso y quizás en eso mismo esté lo bueno de la presente reflexión: se trata solo de re-pasar lo que todos los hijos sabemos de nuestra Madre y de abrir los ojos para no dejar pa-sar las oportunidades de contemplar la ma-ravillosa obra de Dios que se manifiesta en los pequeños y limpios de corazón.

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PRIMERA PALABRA

¿Cómo será estosi no conozco varón?

Lucas 1, 34

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La joven María recibe una visita inesperada. En realidad, no sabemos qué hacía ese momento. Del texto bíblico no podemos deducir ninguna acción especial, ni siquiera la de suponer que se encontraba haciendo oración o que era de noche o que dormía y soñaba. Las visitas de Dios no de-penden de si hacemos o no en oración, de si es de día o es de noche o de si estamos dormidos o despiertos. Él está siempre tra-bajando.

Hay una cosa segura: María era de Dios y vivía en su presencia; ese era su es-tado natural y era la condición suficiente para que Él se le manifestara. En oración o fuera de ella, María vivía en Dios, vivía “endiosada”, llena de gracia. No soñaba. Dios era para ella su realidad, su única rea-

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lidad, la única realidad, incluso cuando dor mía.

Pero algo más acontecía en el cora-zón de la jovencita –quizás hablamos de una quinceañera–: Estaba desposada con un carpintero de la localidad llamado José y se acercaba el tiempo de los desposorios. Todavía no vivía con él, pero pronto ten-dría que dejar la casa paterna. Estaba feliz. Las ilusiones y las expectativas la desbor-daban; era normal y ella estaba experimen-tando lo que toda muchacha enamorada siente cuando se acerca la hora de su com-promiso matrimonial. María no era la ex-cepción; su corazón rebozaba de amor… Y esos son los momentos de Dios.

Por lo demás, la jovencita era seme-jante a muchas chiquillas del Israel de ese tiempo. No era una mística, no tenía gran-des arrebatamientos ni experiencias extáti-cas; tampoco pertenecía, al parecer, a nin-gún movimiento religioso de la época. Era tan solo una muchachita que había crecido

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en el santo temor de Dios y vivía en la es-pera del cumplimiento de las promesas del Altísimo, lo mismo que muchos de sus contemporáneos.

Su vivencia de Dios no era otra que la de confiar en Él y esperar, como espera-ban los fieles de su pueblo; no era otra que la de haber crecido entre salmos y alaban-zas, entre súplicas y oraciones y haber co-nocido el toque amoroso del cielo en su propia vida. Se sentía elegida, como habían sido elegidas otras tantas mujeres de Israel; se sentía amorosamente elegida, elegida y amada, y sabía que ese amor no dependía de ella, sabía que no tenía que hacer nada para merecerlo; más aún, comprendía que todo lo que ella podía hacer siempre sería después de ese sentirse amada primeramen-te por Él. No tenía explicación: solo sabía que era intensa y gratuitamente amada; se sentía agraciada, pero no sabía que la gra-cia la llenaba, no sabía que era la única que estaba llena de ese modo.

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En medio de este gorjeo de su cora-zón, recibe, pues, la visita inesperada. Ines-perada y de tal naturaleza que le produce temor. Ella no es experta en las sutilezas del espíritu, pero está afinada para vibrar al toque del Altísimo y sabe reconocer la voz del Dios a quien ama.

Ella presiente con seguridad que esa afinidad no es ninguna cosa especial y que más bien la comparte con todos aquellos que buscan la voluntad de Dios y la siguen. Siente temor y se turba. El Ángel de Dios la ha saludado y la ha llamado “llena de gracia” y no sabe por qué. Cómo iba a ser eso si siempre se sintió pequeñita, una ana-win, una pobre; cómo iba a ser eso si no había hecho las proezas de Judith ni Esther, no había tenido la oportunidad de ser como Ruth ni como la madre de los siete herma-nos, no había vivido como Sara… “El Se-ñor es contigo”, le ha dicho; pero eso lo ha-bía sabido siempre y, en realidad, no era una noticia extraordinaria: se crió con la

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convicción de que Dios estaba siempre con su pueblo y lo estaba porque Él así lo que-ría. Lo que le perturbaba era el tono perso-nal. “Contigo” sonaba a algo que era exclu-sivamente con ella y que sonaba a “siem-pre”, “para siempre”… Cómo iba a ser eso. ¿Quién era ella para escuchar esas pala-bras? Solo era una muchacha del pueblo que Dios se había escogido para sí. ¿De dónde acá?... Esto no puede ser… ¿Qué significa?

“No temas, María”, no te asustes, no te compliques queriendo entenderlo ahora, no dejes que la confusión anide en ti. Sim-plemente “haz hallado gracia delante de Dios”, desde antes, desde el principio, des-de siempre y Él te ha preparado, para que, en el tiempo escogido por Él mismo, tú seas el canal por el cual realizara una obra grande… María, no eres tú, es Él, y preci-samente por la obra que hará en ti, te ha llenado de gracia y bendición: “Concebirás y darás a luz un hijo…” Ese Hijo es la ra-zón de la belleza que tienes a sus ojos; por

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ese Hijo te ha mirado como te ha mirado; por ese Hijo, que es su Hijo, se deleita en ti por encima de toda otra mujer…

Silencio. Aspiración profunda. Esto era algo más de lo que ella podía asimilar. Necesitaba comprender lo que se le anun-ciaba, necesitaba entender cómo iba a suce-der todo eso. Bien sabía el Señor que en su corazón no había dudas, pero tenía que averiguar porque, hasta donde sabía, había una sola forma de concebir un hijo.

La premura de la pregunta hecha por María nos hace suponer que ella entendió que el acto de la concepción sería inminen-te, y allí estaba la dificultad, porque, a pe-sar de hallarse comprometida, no sabía si un embarazo inminente era una posibilidad dada su situación con José; hasta donde ella lo veía, un embarazo todavía estaba distante al menos para la urgencia con la que se le anunciaba.

María entendía lo que era posible en-tender, como cualquiera, pero no más. Y,

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entonces, desde su fe, brota la pregunta que registra por primera vez y para la posteri-dad el sonido de su voz: “Tu que hiciste que el vientre estéril y viejo de Sara engen-drara y diera a luz a nuestro padre Isaac; Tú que miraste la aflicción de Ana e hiciste que de su vientre estéril naciera Samuel; Tú que llenaste a Raquel de hijos después de haber llorado su esterilidad, dime ¿cómo será que voy a concebir un hijo, cómo será eso, si yo, a diferencia de ellas, no conozco varón? ¿Cómo será eso posible para Ti, Tú que todo lo puedes, cuando es imposible según lo que yo comprendo?”

Y es que hay preguntas y preguntas. Hay las que reclaman, las que se rebelan, las que protestan y no aceptan, que dejan ver la insubordinación y la renuencia a que Dios actúe. Y hay las otras: las preguntas simples, directas, confiadas, amorosas, sua-ves; las que dejan ver nuestras limitaciones antes que las de nuestro interlocutor y que, más bien, lo engrandecen cuando se le pide compartir su luz.

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La pregunta de María no es nacida de la suspicacia; ni siquiera es premeditada, precavida, cautelosa; solo le nace del cora-zón, de la confianza absoluta en su Crea-dor, pues sabe que Él todo lo puede y que todo lo que quiere lo hace; sabe que Él siempre cumple sus promesas porque siem pre las cumplió con su pueblo.

Por eso el Ángel le advierte que ese Hijo no viene como todo hijo nacido de mu jer. Primeramente, ese hijo nacerá con un nombre que tal vez ella ni siquiera lo ima-ginó: Yeshúa, salvación; además, será gran de y será llamado Hijo del Altísimo, con todo el significado mesiánico que tiene tal expresión; finalmente, será Rey y no cual-quier Rey: se sentará en el trono de David para siempre, y tendrá toda la potestad so-bre un reino que, como Él mismo, no ten-drá fin.

Ese Hijo no es un hijo como los de-más. ¿Que cómo vendrá? “El Espíritu San-to te cubrirá con su sombra” y, por eso, se-

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rá Santo y será llamado Hijo de Dios. Será el Fruto Bendito de tu vientre inmaculado y tú serás el Arca de la Nueva Alianza de Dios con los hombres.

Y el corazón de la Madre quedó en paz y lleno de gozo. Su pregunta había re-cibido la respuesta que necesitaba, porque el Señor jamás actúa arbitrariamente; siem-pre tiene la respuesta a lo que necesitamos, aunque no siempre sea la que esperamos o podemos comprender. A María le bastó que la respuesta le haya sido dada. Lo de-más era cuestión de fe.

OREMOS

Santa Madre:como tú, también nosotros

tenemos preguntas en el corazón.Queremos confiarnos a tus cuidados

para que, cuando las hagamos,broten llenas de fe,

sabiendo que las respuestas

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no dependen de nosotros,pero sí nuestro modo de aceptarlas.

Madre, ruega por nosotrospara que siempre seamos dóciles

a la voluntad de Aquel que te eligióy que en todo busquemos su gloria. Amén.

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SEGUNDA PALABRA

He aquí la esclava del Señor.Hágase en mí

según tu palabraLucas 1, 34

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No había testigos que corroboraran ese diálogo primero. Todo se dio en el si-lencio amoroso de la fe. La Madre podía haber presumido de haber sido elegida y los elogios quizás hubiesen sido solo un motivo para la soberbia. Pero, precisamen-te, y aunque no era consciente de la gracia que le protegía desde su misma concep-ción, la fe en la que había sido educada le enseñaba a mantener vigente la memoria de las permanentes caídas de su pueblo que había roto la alianza innumerable cantidad de ocasiones, al olvidarse de su origen y de Aquel que le había rescatado de entre todos los pueblos de la Tierra para convertirlo en pueblo de su pertenencia.

María sabía que el pecado de Israel había sido la obstinación y la ceguera. El

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pueblo no quería ver las continuas obras de Dios en su favor para poder ir en pos de otros dioses quebrantando así la alianza de fidelidad que había jurado antaño. Solo ha-bía un pequeño resto fiel, un remanente, una porción, a la cual pertenecía la Madre: ella quería ser fiel al Dios de sus padres y obedecerle y servirle.

Obviamente, las circunstancias histó-ricas tienen mucho que decir en este caso. Aunque Israel reconocía el papel que las mujeres habían desempeñado en el cumpli-miento de la promesa, es decir, en hacer de Israel un pueblo grande, las mujeres vivían, de hecho, una situación de inferioridad con respecto a los varones. Incluso a nivel legal estaba expuesta a dictámenes más severos que los que recaían sobre ellos cuando se descubrían sus delitos.

Los asuntos relacionados con los compromisos familiares demandaban tal fi-delidad que cualquier transgresión contra la normativa existente al respecto era fuerte-

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mente castigada. La no virginidad, los em-barazos antes de la cohabitación, el adulte-rio, etc., eran algunos de los “delitos” sus-ceptibles de grave penalización.

María no desconocía nada de eso. Las mujeres, en su medida, también eran formadas en el conocimiento de la ley. La visitación del Ángel le traía una noticia que, de ser aceptada, iba a dar lugar a todas las suspicacias posibles. Vista en frío, la si-tuación no era para nada conveniente: ¿Qué diría José? ¿Qué dirían sus padres al saber que su niño no era de José? ¿Podrían creer y aceptar la noticia que tenía que revelar-les? ¿Y si José la repudiaba?

Las preguntas eran obligatorias por-que la propuesta no era nada sencilla. La respuesta menos aún. Pero María vivía de fe: ‘Si el Señor está conmigo, ¿qué podrá hacerme el hombre?’, ‘el Señor es mi pas-tor, nada me falta’; ¿quién soy yo para cuestionar tus designios, oh Altísimo, cuando, en tu inmensa bondad, te has dig-

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nado mirarme y elegirme para ser la madre de tu Hijo? Si Tú me pides algo, bien sé que me darás el auxilio para entregarlo de la mejor manera y con la mayor generosi-dad posible… Si Tú me lo pides, ¿qué pue-do temer de la gente? Yo no vivo por ella ni de lo que ella diga o haga conmigo. Si Tú, Señor y Dios mío, me regalas un Hijo, sé que nos cuidarás y eso me basta… Yo soy tu esclava y de nadie más, y aquí estoy: dispuesta, libre, abierta, receptiva, para que hagas en mí lo que quieras. No deseo cues-tionar más, no quiero calcular ni medir las consecuencias porque me pongo en tus ma-nos y sé que todo lo harás Tú… Aquí es-toy, ‘heme aquí, pues –como dice el Li-bro–, para hacer tu voluntad; aquí estoy pa-ra que tu santísima voluntad se cumpla en mí sin tropiezos; aquí estoy, oh Adonai, con todo lo que soy, en mi total pobreza, con mi soledad y con la plenitud de mi res-puesta; aquí estoy porque Tú estás aquí conmigo; estoy para Ti y solo para Ti y pa-ra que tu palabra se siembre en mí con toda

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la fuerza y la eficacia que solo ella tiene y dé el fruto que solo ella sabe dar…

Y María con ese ‘heme aquí’ se pone ante su Dios, en actitud siempre presente, como el soldado dispuesto a cualquier bata-lla, como instrumento siempre a punto. No se ofrece para mañana. Su respuesta siem-pre es hic et nunc, aquí y ahora.

Esa plena disponibilidad de la Madre nos permite mirarla como un modelo de entrega incondicional y fiel. Su respuesta es la diferencia entre las palabras y los he-chos; su respuesta es la diferencia entre la fe y la ingenuidad, entre el testimonio co-herente y la vida a medias, entre el misterio que se encarna en y con la propia vida y las meras costumbres que solo se cumplen.

Por eso María dice ‘hágase en mí’. La Madre no evade su responsabilidad; más aún, sabe que toda respuesta conlleva una responsabilidad y, por eso, la asume personalmente. Nada sabe de lo que ven-drá, de lo que se aproxima, pero su res-

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puesta no pone condiciones; nada sabe del mañana, pero sabe de quién se ha confiado y sabe que nadie mejor que su Dios conoce cada rincón de su camino, y que no hay manos más seguras que las de Él para des-cansar serena y gozosa, aún ante las incerti-dumbres y oscuridades que se vislumbran. La jovencita está de pie ante el misterio.

Pero, además, María no necesita sa-ber nada de lo que vendrá porque si su Ha-cedor ha tenido la delicadeza de acercarse a ella para proponerle sus designios y con-vertirla en madre de su Hijo, de la misma manera tendrá la delicadeza de enseñarle a ser madre de ese Hijo, una madre conforme a su beneplácito. En su fe, ella sabe que el Señor actúa caballerosamente.

Sin embargo, ese abandono no signi-fica de ninguna manera cruzarse de brazos. María presiente que su embarazo no tendrá nada de extraordinario a nivel orgánico y que tendrá que pasar, como todas las muje-res, los sabores y sinsabores de la gesta-

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ción. Y tendrá que preguntar a las mujeres de la familia lo que se debe hacer, aunque ya vendrá el tiempo para eso.

Sabe que cada paso dado, cada cir-cunstancia fácil o difícil, cada momento próspero o adverso, cada persona que Dios ponga a su lado, serán un motivo para aprender; ella está dispuesta a dejarse lle-var, a penetrar en el misterio que se le en-trega; en ese misterio que permanecerá oculto por un tiempo en su vientre, pero que estará ya para siempre ligado a su vida.

‘Tu palabra, Señor, y nada más que tu palabra en mi vida. No mis deseos ni mis aspiraciones ni mis sueños; todo eso lo rea-lizarás si así debe ser. Por ahora, solo quie-ro tu palabra y nada más que tu palabra; no pido nada más. Solo acato con reverencia tu santa voluntad de modo que, si algo tie-ne que verse de mí, sea únicamente mi en-trega entera, gozosa y amorosa a tu pala-bra. Más aún: quiero ser realmente un vaso modelado por tus manos santas para llevar

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tu Palabra en mi carne, hecha carne por mi carne.

Que en mí se haga lo que Tú dices, sabiendo que si Tú lo dices, se hace. Por eso, mi Señor, di tu palabra para que se ha-ga en mí porque ya te he dado mi “Sí” y, con ello, lo único que puedo darte: yo mis-ma. En esa palabra me entrego como tierra para que pongas tu simiente… Acepta, Al-tísimo Señor, mi ‘Sí’, porque si puedo pro-nunciarlo y, con él, puedo ofrecerme, no se debe más que a tu amor y misericordia, ¡oh Dios santísimo y lleno de ternura!’

Y la Trinidad miraba en su augusta majestad a esa criatura y se gozaba porque en su designio amoroso había llegado la plenitud de los tiempos. Y el Padre miraba sonreído a María y recordaba la promesa hecha en el Edén. Y el Hijo miraba alboro-zado a María y en ella se complacía porque sería su Madre y su Tabernáculo. Y el Es-píritu Santo miraba a María y se gozaba en ella por la nueva raza de los hijos que de su

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vientre iba a brotar.

Et Verbum caro factum est, et habita-vit in nobis! (¡Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros!).

OREMOS

En tu vientre inmaculado, Señora,el Hijo eterno de Dios se hizo hombre.

Rogamos tu intercesión permanentepara que nosotros, siguiendo tu ejemplo

y buscando en todo parecernos a Él,podamos también hacernos

cada vez más humanosy más hermanos unos de otros.

Ruega por nosotros, Madre,para que el llamado y la elección,

que también se nos ha hechotengan en nosotros una respuesta fiel

y llena de amor.

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TERCERA PALABRA

Saludó a Isabel…Lucas 1, 40

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En realidad, el anuncio que le hace el Ángel a María es doble, y los dos no son sino una manera de decir que si el Señor pudo antes también puede ahora y si antes lo hizo con quien Él quiso, también hoy lo hace con quien Él quiere.

María sería madre y lo sería sin el re-curso de varón, como Isabel iba a ser ma-dre a pesar de su edad y de su condición de estéril. No hay de qué asombrarse porque para Dios todo es posible; o mejor, si algo debiera asombrarnos es negar la posibili-dad de que Dios actúe sobrenaturalmente en nuestras vidas.

La Madre no conocía de la buena nueva de Isabel. Vivían distantes y aunque se conocían y se querían, tal vez no podían visitarse con la frecuencia que hubieran de-

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seado. La noticia de Gabriel inquieta el co-razón de María e, inmediatamente, toma la decisión de ir a visitar a su prima porque está segura de que necesitará ayuda.

Y es que existen necesidades a las que se tiene que atender incluso sin tener que preguntar si requieren o no ayuda por-que son evidentes, manifiestas, apremian-tes… María tiene que dejar arregladas al-gunas tareas pendientes en su casa y dar la noticia de su pronta partida a José.

Sus padres se enteran del aconteci-miento, le conceden el permiso para ir y le dan las bendiciones. Los ajetreos duran unos pocos días y parte de prisa hacia la montaña… Seguramente, María ha dado también ‘la otra’ noticia a su madre y le pi-de que no se preocupe, que el Altísimo se encargará de todo y que, pase lo que pase, se ponga en sus manos como ella lo ha he-cho. Su madre la conoce, sabe quién es su hija, y le cree; le da las bendiciones para todo el tiempo que estará ausente, pero co-

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mo es madre, se queda preocupada por su hija, pensando en lo que se avecina y bus-cando el camino de la solución; preocupada también porque, después de todo, María es una jovencita inexperta que va a necesitar de tanta ayuda como Isabel.

Ana, la madre de María, según cuen-ta la tradición, también le habrá dicho que no se preocupe por su padre. Ella se encar-garía de comunicarle y prepararle el ánimo para cuando esté de regreso. Pero ¿y José?... Nadie sabía lo que iba a pasar con José. Tal vez era conveniente esperar hasta que María regresara, tal vez era necesario advertirle mientras estuviera ausente… En realidad, María no está preocupada por na-da; sabía en quién confiaba y también a Jo-sé lo había puesto en sus manos. Estaba completamente segura de que el Señor se encargaría de José.

Por eso, solo dejó pasar uno días y se fue rumbo a la montaña, de prisa. No pen-saba en ella. Pensaba en la bendición que

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llevaba en su vientre y en las necesidades de Isabel.

Probablemente alguien le acompaña-ba. Su madre le había pedido que tuviera cuidado y se puede pensar que le enviaron con alguna persona para que le ayudara. Era necesario tener cuidado porque el ca-mino era largo y accidentado, y los días largos, secos y calurosos.

Para Isabel, la visita fue una sorpre-sa… en parte. Por lo que se deduce del re-lato de Lucas, parece que algo le fue reve-lado con anterioridad acerca de la materni-dad de María y de ahí las exclamaciones que pronuncia. En cualquier caso, la prota-gonista del momento no es tanto Isabel cuanto la Madre y lo es no tanto porque sea la portadora de semejante Bien, sino por-que su disposición para servir es tan evi-dente que ella se olvida totalmente de sí y saluda a Isabel que se hallaba en su sexto mes.

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¿Cómo fue ese encuentro? De mutua sorpresa y mutuo reconocimiento. En Is-abel porque no sabía que la Madre de su Señor se dignara visitarla y en María por-que, quizás, no esperaba que el aconteci-miento que estaba llevándose a cabo en sus entrañas, ya se supiera y causara semejante manifestación de alegría en su prima y en el pequeño que se estaba gestando en su vientre desde hacía seis meses.

Me enteré, decían ambas, y María le contaba de su deseo de ayudarla y de per-manecer a su lado los tres meses que le quedaban para el alumbramiento. Isabel la abrazaba, la tomaba de las manos y le de-cía: ‘Bendita tú que has creído que se cum-plirá que el Señor te ha dicho’.

Y es que no hay otra gloria mayor para la Madre que la de haber creído. Cre-yendo se unía a toda una pléyade de muje-res y hombres de Dios que, a lo largo de la historia sagrada de su pueblo habían creído y mantenido la esperanza y el fiel cumpli-

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miento de las promesas hechas por el San-tísimo.

Pero María era dichosa de una mane-ra especial: presentía que lo que el Señor había hecho en ella no era un aconteci-miento más, por más extraordinario que fuese. Lo que a la Madre se le había dicho no estaba registrado en ningún lado; era un acontecimiento único, sin precedentes, de-finitivo. Quizás no lo veía con plena clari-dad, pero sabía que en ella se cumpliría la plenitud de las promesas, que ella se cons-tituía en un hito que iba a marcar la historia para siempre.

María no era una más; ni siquiera era una como las santas mujeres de Israel. Dios la había separado para sí desde la eternidad y lo había anunciado en las profecías: Una virgen dará a luz… Y aunque María cono-cía del tema, jamás se sospechó que sería ella, precisamente –como tampoco lo ha-brán sospechado quienes la conocían o las demás mujeres del pueblo–, aquella virgen

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de la que se hablaban los profetas.

Mas todo había sucedido de la forma que sucedió que solo poco a poco la Madre iría saboreando cada paso de lo que ahora en adelante sería su vida.

Había sido elegida y bien sabía que no era por mérito propio, sino en virtud de Aquel que iba a nacer de ella. No sabía de su inmaculada concepción ni que había si-do preservada de toda mancha de pecado. Ella solo vivía como su corazón le pedía: para Dios, sin que por ello –o más bien, gracias a ello– dejase de ser una muchacha ubicada sobre la tierra, que tenía que vivir la cotidianidad de tantas muchachas de la época. Así fue como respondió a la inmen-sa gracia que se le otorgó desde el principio de su ser y así fue como sirvió, amó, se en-tregó y guardó todo el misterio meditándo-lo en su corazón.

Por eso es bendita, porque siendo la elegida de lo alto, vivió como tenía que vi-vir: sin aumentarse medida a su estatura y

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como espejo de la gloria de Aquel que la tuvo desde siempre en su corazón.

OREMOS

Santa Madre de Dios,queremos ser como tú, vasos de gracia,para llevar bendición a todos aquellos

que estén en nuestro camino;queremos calmar la sed

de quienes buscan dar respuestaa los sin sentidos que nos rodean,

pero queremos ser tambiéncausa de alegría en este mundo

que se agosta sin fe,sin esperanza y sin amor.

Madre, ruega por nosotros,para que el Santo Espíritu nos cubra

y podamos entregar a Cristoa los hombres y mujeres de hoy.

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CUARTA PALABRA

Magnificat anima mea…Lucas 1, 46 - 55

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Proclama mi alma la grandeza del Señor; se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador, porque ha mirado la humillación de su es-

clava.Tantos elogios no han hecho mella en

el corazón de María como para que llegara a creer que, de pronto, se ha convertido en una mujer especial que merece la admira-ción de todos quienes, como Isabel, reco-nocen en ella a ‘la madre de mi Señor’.

María emprende el camino que siem-pre había transitado. Si ahora estaba vi-viendo una situación extremadamente espe-cial, no por ello iba a dejar de vivir como hasta entonces lo había hecho.

El gozo del Hijo que empezaba a ma-durar en su interior solo le hacía caer en la cuenta de la enorme responsabilidad de que

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era portadora, pero también le permitía re-conocer que no era ella sino Dios quien de-bía ser exaltado por las obras que continua-mente estaba haciendo.

Por eso, para la Madre lo más natural es exteriorizar su regocijo, pero también su alabanza y adoración al Dios que actúa cuando quiere y como quiere y que, sin te-ner que hacerlo, se acerca a sus criaturas para, con ellas, realizar las obras que desea hacer. ¿Por qué? No lo sabemos. Es prerro-gativa suya, parte de su amoroso misterio. ¿Quiénes somos para que se fije en noso-tros? Y es que, de hecho, no alcanzamos a vislumbrar las continuas y maravillosas obras de su amor porque, quizás, estamos demasiado preocupados de adquirir o man-tener un status que, verdaderamente, no te-nemos o, mejor, que si lo tenemos no es precisamente porque lo hayamos ganado o merecido.

Ser lo que somos en el orden de la naturaleza y ser lo que somos en el orden

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de la gracia es la tarea que tenemos pen-diente y que no es otra cosa que el acto hu-milde de reconocimiento de que no somos más que criaturas, que no dependemos de nosotros mismos, que nada es propio, que somos transeúntes y administradores y que todo tenemos que devolverlo con frutos al Dueño.

Esto hace María: todo es de Dios y ella primero. De ahí su alabanza, su agra-decimiento y adoración al Dios que le ha salvado, al Dios que le ha ayudado a vivir en la perspectiva correcta, al Dios a quien todo le debe y en quien todo lo puede. Eso es la humildad.

Desde ahora me felicitarán todas las gene-raciones porque el Poderoso ha hecho

obras grandes en mí.La bienaventuranza de María no tie-

ne, pues, su razón de ser en ella, sino en el que ha hecho obras grandes en ella. Reco-

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nocer la dicha de la Madre no es primera-mente un quedarse en ella ni en su dicha. Si hay alguna razón para declararla feliz es la pronunciada por ella misma: es el Poderoso quien ha hecho esa obra y no reconocer esa obra es, de alguna manera, negar al podero-so.

Todo podrá decirse, pero querer mi-rar a María solo como un receptáculo tem-poral que tiene significado solo en la medi-da en que ha ayudado a traer a Jesús al mundo y luego pretender ignorarla como carente de importancia, apoyándose para ello en su presencia escondida en los evan-gelios, es sesgar la revelación.

María es bienaventurada y así la han de reconocer todas las generaciones. No lo es porque ella lo haya dicho, sino porque el Poderoso ha hecho obras grandes en ella, no solo cuando la llamó a ser madre de su Hijo, sino antes, durante y después de ha-berlo llevado en su vientre, porque ella mantuvo su sí durante toda su existencia y

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el que le anunció que era llena de gracia antes de concebir, no le quitó nada de lo que le había dado una vez que la lo dio a luz.

No solo eso. Si fue llena de gracia ya antes, ¿por qué tenía que dejar de serlo des-pués? Si fue elegida para madre del Hijo y para darle un cuerpo, ¿iba a dejar de ser madre una vez que lo entregara al mundo? ¿Iba a dejar de preocuparse y de atender como madre que es al cuerpo de su Hijo? Y si el hijo la amó y la eligió como madre desde antes de la creación del mundo, ¿Iba a dejar de reconocerla como tal ahora que vive y reina para siempre? ¿cómo el cuerpo místico de su Hijo iba a dejar de amarla si sabe reconocer, como ella, que todo es obra del Poderoso?

Dichosa eres, María, que has creído, dichosos nosotros que hemos creído porque te tenemos como Madre.

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Su nombre es santo y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación.

Israel siempre mantuvo una relación con el Nombre innombrable. Para poder acercarse a Él tuvieron que elaborar toda una lista de nombres aproximativos, que solo resaltaban ciertos aspectos de todo aquello que, por definición, era imposible resaltar en su totalidad.

Pro hay algo que estaba bastante cla-ro para los fieles de Israel: la santidad de Dios y su amor misericordioso con todos los que le temen. María no podía dejar de decir esta verdad y n o solo porque era y se sentía parte del pueblo escogido para ser prenda personal de Dios, sino porque en su misma carne había sentido el prodigio amoroso y santo de su Dios.

Escuchar a María decir esas palabras significa empezar a vivir el misterio revela-do solo más tarde por san Juan al decirnos que Dios es amor; significa redescubrir el sentido nuevo que adquiere esta palabra

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cuando nos penetra y mora en nosotros, co-mo moraba en ella, por obra del Espíritu Santo.

María ve que en ella se cumplen pro-mesas hechas hace muchas generaciones y, al reconocerlo, afirma además la fidelidad del Dios santo que hace santos a quienes viven de la esperanza de que lo que Él ha dicho se cumplirá. Ella es la tierra donde Dios siembra la mayor y definitiva Prome-sa y desde donde germina la vida que con-tinúa de generación en generación para quienes, como ella, han creído.

Él hace proezas con su brazo, dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a

los ricos los despide vacíos.Y es que Dios tiene caminos y pensa-

mientos que no son como los nuestros. Él sabe lo que hace aunque a nosotros nos pa-

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rezca irracional e incomprensible. No son los planes humanos los que prosperan, no son ni la arrogancia ni la prepotencia, ni los falsos escudos como la riqueza, la inteli-gencia, el poder, las posesiones, los que realmente triunfan, sino el acatamiento hu-milde de las disposiciones soberanas de Dios que escoge lo necio, lo débil y pobre del mundo para hacer salir victorioso a su plan ante la sorpresa de sabios y entendi-dos.

El santo brazo de Dios, que dio tantas victorias a Israel, cuando a Él se entregaba y le entregaba, además, la debilidad de sus fuerzas, su impotencia frente a los grandes adversarios, la escasez de recursos, es lo que María evoca –como una nueva guerre-ra– para enfrentar una nueva batalla, no so-lo personal, sino la que el nuevo Israel, que empieza a gestarse en su interior, tendrá que librar.

El brazo poderoso de Dios seguirá actuando solo en la medida en que, del

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mismo modo que la Madre, nos confiemos a su segura protección desde la realidad de los que somos: su pueblo, su heredad, obra de sus manos, su descendencia para siem-pre.

Obviamente, la fuerza de lo débil, la sabiduría de lo necio no son categorías fá-cilmente asimilables y comprensibles para el mundo; pero tampoco para los creyentes, que tenemos que romper múltiples esque-mas para poder reaccionar y actuar ante las adversidades de cada día con los mismos sentimientos que tuvo Jesús. Y saber que todo es posible para el Dios que nos salva es una alentadora esperanza, pero asimismo un desafiante estilo de vida impregnado de fe que requiere el abandono total.

Por eso, vivir en actitud de pobre, aunque el Señor bendiga con mucho; vivir como si no se tuviera, es la única manera que, según el canto de María –que no es sino el canto elevado por Israel durante si-

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glos– nos permite contemplar el poderoso brazo del Señor de los Ejércitos.

Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de su misericordia, como lo había prometido a nuestros padres a favor de Abraham y de

su descendencia por siempre.

La fidelidad de Dios es siempre ac-tual; su fidelidad y misericordia siempre se mueven en un eterno presente.

Ella, la salvada, la esclava, la hija predilecta de la raza de Abraham, sabe que eso es verdad. Mas sabe también que solo se trata de decir ‘Sí’; o mejor, sabe que la promesa está allí, lista para cumplirse, a ca-da momento, a cada instante, y que solo se realizará en la apertura de nuestros corazo-nes a su misterio. La Madre sabe de eso y sabe que, aun siendo llena de gracia, Dios no hubiera hecho nada en y con ella si no hubiese pronunciado aquel fiat.

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El auxilio del señor es incondicional para sus siervos y ser siervos es la condi-ción suficiente para que Él cumpla sus mi-sericordias. Porque la Madre vivió con esa actitud pudo cantar esta bienaventuranza.

Jesús es, pues, el auxilio que el Altí-simo entrega a su pueblo; el Hijo es la mis-mísima encarnación de la misericordia di-vina; Cristo es la promesa cumplida defini-tivamente para todos los descendientes de Abraham, es decir, para los que creen, para quienes, recibiendo el don de la fe, la viven con sumisión y amor.

¡Qué enorme responsabilidad es para nosotros educar los hijos desde esta perspectiva! Porque si bien sabemos que la fe en don del cielo, tarea nuestra es alimen-tarla y robustecerla, en nosotros y en los que están detrás de nosotros, con el ejem-plo de la vida y la palabra.

Palabra y vida en permanente dialéc-tica: palabra que cuestiona y vida que se transforma… ese es el legado de la santa

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Madre. Palabra que consuela, anima, corri-ge, exhorta y vida que camina hacia la ple-nitud de Cristo.

OREMOS

Santa Madre, tú que no miraste tu condición de elegida y que, más bien,te has sometido como servidora al Dios

que te ha llenado de graciadurante toda tu vida,

intercede por nosotrospara que jamás nos dejemos seducir

por las mentiras del mundo.Que en todo busquemos

la gloria de Aquel que, llamándote a ser madre de su Hijo, te cubrió

con su Espíritu, y te llamó a su lado como Reina del cielo y Madre de la Iglesia.

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QUINTA PALABRA

Hijo,¿por qué has hecho esto?

Lucas 2, 48

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José y María están de regreso a su pueblo. Han celebrado la Pascua en Jerusa-lén y esta vez ha sido importante porque Jesús ha cumplido los doce años y, al fin, ha podido participar, con todos los varones, en la lectura de los libros.

Los doce años de un varón marcaban la mayoría de edad entre los judíos, y José con su esposa estaban felices porque ya te-nían otro hombre en casa.

Cuando estaban de regreso, suponían que Jesús estaba con los otros muchachos de la caravana (en la que, prácticamente, todos eran conocidos) y, por eso, anduvie-ron una jornada sin preocupación.

Pero llegó un momento en que nota-ron que la ausencia era ya bastante prolon-

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gada y empezaron a preguntar por él. Nadie lo había visto y, al parecer, no se encontra-ba en el grupo de viajeros.

Encargaron a unos conocidos sus co-sas y se regresaron para Jerusalén. Habían caminado ya un día y ahora les tocaba re-correr otro de regreso. Había mucho cans-ancio sumado a la enorme preocupación. Una vez en la ciudad, empezaron a buscar en una parte y en otra: tal vez en el lugar del hospedaje, quizás donde algún conoci-do, a lo mejor en el Templo. Y allí estaba.

Lo que pudieron observar no era un cuadro normal. Se encontraba rodeado de los doctores de la Ley y conversaba con ellos. Quizás el primer impulso de la pareja fue llegar hasta donde estaba y reclamarle. Tal vez José le pidió a su esposa que se acercara pues la conocía y sabía que ella actuaría con mayor prudencia y sabiduría. La Madre sabía que no era cuestión solo de reclamarle por la angustia o el sobresalto que les había hecho pasar, aunque había

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podía hacerlo con toda justicia, sino de ha-cer lo que tenía que hacer.

Ella sabía pesar las cosas con cuida-do y había aprendido a meditarlo todo en su corazón. Con seguridad, el jovencito ha-brá tenido alguna razón para haber hecho lo que hizo y era preciso conocerla.

Al acercarse, los doctores la miraron y, quizás, también miraron a José que se mantenía a cierta distancia. Algún momen-to, antes de que los padres llegaran, el mu-chacho había empezado a preguntarles y las preguntas que formulaba no eran las que habitualmente estaban acostumbrados a responder, y menos tratándose de un mu-chachito. Los chicos, normalmente, no ha-cen esas preguntas o, al menos, no mues-tran tanta pasión y entusiasmo por conocer acerca del Altísimo como mostraba ese muchacho. Luego, ellos empezaron a pre-guntar e, igualmente, estaban sorprendidos de las respuestas que recibían. ¿De dónde le venía ese conocimiento?

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Para ellos, seguramente, era claro su-poner que los padres del jovencito debían ser personas versadas en la fe de su pueblo y, al enterarse de que eran un carpintero modesto y una sencilla mujer dedicada a su casa, su sorpresa fue aún mayor. Esos pa-dres debían ser admirables. Por eso, al ver-los de pronto allí y conocerlos en persona, es posible que la Madre haya recibido para-bienes de los maestros.

Una vez solos, María le pregunta por qué y le comunica, además, de la angustia vivida por la búsqueda emprendida en los tres últimos días. La Madre pregunta y ex-pone sus sentimientos. Esa es su escuela. No se deja arrebatar por el reclamo de sus justos derechos de madre ni con la exposi-ción agitada de los deberes que el hijo debe observar. Primero pregunta las razones y, luego, deja conocer lo que ella ha sentido; espera, por tanto, una respuesta que satisfa-ga a su cabeza y a su corazón. Y eso es lo que obtiene.

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“¿Por qué me buscaban si saben que primero tengo que atender los asuntos de mi Padre?”, responde Jesús. No se trata de una respuesta fría, desamorada, insensible. Es la respuesta justa y precisa. Lo primero es lo primero: no son nuestros intereses, nuestras urgencias, el deseo de complacer a los demás, de no disgustarles, lo que con-vierte una acción en lo primero. Jesús, el jovencito, nos dice desde un principio que lo primero es hacer la voluntad del Padre y que eso se antepone a padre y madre, a los propios anhelos e intereses, a la saludo, las bienestar, a la riqueza, a las preocupacio-nes, a todo… A fin de cuentas, era lo que ellos mismos le habían enseñado y lo que ellos procuraban manifestar cada día de sus vidas. ¿Acaso no era ese el sentido del She-má?

María sabe que ella es la depositaria de un Tesoro que tiene que cuidar y tratar de entender; por eso, esas palabras no le duelen, no le molestan, no le hacen sentir

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menos. Simplemente no termina de com-prenderlas en su totalidad. Las palabras de Jesús la ubican, más bien, en el preciso lu-gar de la comprensión del misterio: su grandeza. Por eso, las guarda en el silencio meditativo de su corazón para renovar y continuar con su “Sí”.

Ha recibido la felicitación de los doc-tores porque ha sido una buena madre. Y no se equivocaban. Nadie como ella había compartido la cercanía de Dios con tanta proximidad e intimidad que, mientras le daba su leche, le arrullaba, le cambiaba, la-vaba su ropita, jugaba con Él, podía decirse que Dios –como humanamente se puede entender– estaba aprendiendo de ella.

Pero José tampoco comprende. Él ha sido encargado de custodiar a la Madre y al Hijo, de aportar con su presencia de varón y de asumir un papel que iba a ser decisivo en la formación de Jesús. Él era su padre, pero no era su Padre y, al ser el varón justo que era, aprende a colocarse, porque sabe

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mirar atentamente a María, en un lugar si-milar al de ella: el del silencio amoroso y el del amor comprometido, el del trabajo duro y el de la devoción auténtica. Así es como Jesús también aprende de él.

Por eso la narración termina con un final sorprendente: Jesús, que cada día iba adquiriendo mayor conciencia de quién era y que podía haber decidido otra cosa –co-mo quedarse allí mismo al servicio de su Padre–, decide irse con ellos, con su padre y su madre, para vivir, hasta que llegue la hora, sujeto a su autoridad.

El evangelio nos dice que Jesús cfre-cía en gracia y en estatura delante de Dios y de los hombres y que María conservaba todas estas cosas meditándolas en su cora-zón.

No se sabe más de la vida de Jesús hasta cuando llegó la hora de dar inicio a su ministerio público. Eso nos hace supo-ner que acompañó a sus padres largos años.

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Para cuando Jesús ya aparece públi-camente, nada se dice en la Escritura acer-ca de san José. La tradición cuenta que Ma-ría enviudó y Jesús, por tanto, debió haber quedado al cuidado de su Madre.

Esos años sobre los cuales nada se di-ce en la narración bíblica debían ser años de de profunda intimidad familiar, años que marcarían la vida de la Sagrada Fami-lia, años que servirían de honda prepara-ción a Jesús para el momento de dar inicio a su ministerio y manifestarse públicamen-te a su pueblo.

Nosotros también tendremos la nece-sidad de preguntar el porqué de tantas co-sas, de tantas circunstancias personales y sociales que se escapan a todo intento de comprensión. La Madre y su esposo vivie-ron esta situación. Para nosotros queda el mensaje de meditarlo en el corazón, de no dejar pasar ninguna de las circunstancias que se nos presentan en la vida, sino, desde la fe, tratar de imitar la actitud de la Madre

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que contempla al Hijo mientras lo ve crecer en el interior de su morada.

OREMOS

Madre nuestra,queremos crecer en gracia

delante de Dios y de los hombres.Ruega por nosotros

para que, a imitación tuya y de san José, aprendamos a guardar en nuestro corazón

todo lo que día a día nos acontececomo una oportunidad de crecimiento,

y a quedarnos con aquello que nos permita dar honra, gloria y honor

al Dios que nos ama.Que cada día de nuestra vida

sea la ocasión de creceren la intimidad con tu Hijo hasta que,por la acción poderosa de su Espíritu,

se revele plenamente en nosotros.

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SEXTA PALABRA

No tienen vinoJuan 2, 3

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Hay una fiesta en Caná de Galilea. Se trata de una boda y María ha sido invitada. Más aún, la historia dice que María ya se encontraba allí.

Tal como hemos ido conociendo a la Madre, fácilmente podemos suponer que estaba ayudando en los preparativos. No sabemos si se trataba de algún pariente o de amigos; lo cierto es que estaba allí, con el ojo fijo en los detalles, para que todo salie-ra bien y no quedase ninguna cosa pendien-te.

Juan hace notar de un modo particu-lar que también Jesús fue invitado a esas bodas con sus discípulos. Dos cosas cabe resaltar: La primera es que la Madre y el Hijo fueron invitados por separado porque, seguramente, Jesús había ya salido de su

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casa; la segunda es que Jesús, de alguna manera, empieza en esa oportunidad su mi-nisterio público. Veamos lo que pueden de-cirnos ambas cosas aunque más desde un acercamiento piados que teológico.

Mientras Jesús estuvo en casa de sus padres, para quienes lo conocían a distan-cia, solo era el ‘hijo del carpintero’. Segu-ramente su padre había muerto ya y, por eso, solo se hace mención de la Madre. Ob-viamente, era el hijo que cuidaba de la viu-da y estaba a cargo de solventar económi-camente el bienestar de los dos. Había aprendido de su padre el oficio de la car-pintería, pero su mirada también estaba atenta a otras preocupaciones.

Habían pasado muchos años desde aquello que aconteció en el Templo y todo el tiempo en casa de sus padres había servi-do para fortalecer su espíritu y robustecer su relación con su Dios y Padre. En la pau-latina revelación que se fue dando en su vi-da no solo acerca de Dios sino también

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acerca de su misión, fue descubriendo que el Altísimo estaba tan cerca y era su “Abba”. Cada novedad la compartía con su Madre. Ella conocía todo lo que iba ocu-rriendo en el corazón de su Hijo, aunque no todo era comprensible; más bien, no era comprensible desde los parámetros huma-nos, pero la Madre se había dejado guiar, enseñar por el Espíritu y había profundiza-do también en el camino de la sabiduría.

Conocía a su Hijo como nadie lo co-noció hasta entonces; al conocerlo, algo vislumbraba del misterio impenetrable que le unía con el Padre, porque había visto cambios importantes que hacían que esa re-lación no fuera la misma que cuando Él era un niño, ni la misma que vio cuando se quedó en el Templo, ni era la misma ahora que ya era todo un Hombre. Ella había sido testigo de cómo esa relación había cambia-do su modo de pensar, de hablar, de vivir, de estar con los demás, de orar. Sí, también su oración había cambiado y se deba cuen-

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ta porque ella misma le había iniciado, jun-to con José, en las plegarias y era ella mis-ma la primera confidente de todos los se-cretos que reposaban en el corazón de Je-sús y de los nuevos caminos que tendría que emprender.

Ella como nadie fue testigo de ese largo camino de treinta años que estuvo junto a su Hijo y nadie como ella aprendió a conocerlo y a vivir en ese corazón. (Entre la Madre y el Hijo existe una relación que todo cristiano debe desearla profundamente en su vivencia de fe).

Ese tiempo, hablando humanamente, Jesús solo pertenece a su casa. No hay nada más que deducir de los textos bíblicos: fue a la sinagoga, aprendió a leer y a escribir, trabajó en la carpintería… Era solo uno más de los varones jóvenes de su pueblo, pero con una identidad que claramente le diferenciaba de todos los demás; esperaba salir cuando llegase el momento oportuno, porque tenía ya claramente vista la misión

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que se le había encomendado. La Madre sabía todo esto y no quería de ninguna for-ma ser una interrupción de aquello para lo cual su amado había venido y para lo cual se había preparado, y que no era otra cosa que el cumplimiento radical y definitivo que se inició con ese ‘Sí’ que había pro-nunciado hace ya tanto tiempo a la volun-tad del Dios de Israel, pero que conservaba la misma fuerza, alimentada por la madu-rez que le habían dado los años.

María se quedó sola porque así tenía que suceder y continuó con su vida de ser-vicio y de preocupación por los demás. Je-sús sabía que ella no podía quedarse tran-quila, ni iba a dejar de vivir porque Él se iba y la dejaba sola. Ella no era de esas per-sonas. Siempre había sido solícita, comedi-da, compañera, incondicional. Así la cono-cían y así la amaban.

Por eso ella estaba atenta incluso a lo que, de hecho, no le correspondía: escasea-ba el vino en la casa de los novios y ella

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deseaba que los invitados disfrutasen de la fiesta y celebraran con alborozo lo que ella sentía que era su vida con el Todopodero-so: ella vivía como la novia engalanada y no quería que nada ni nadie perturbara la felicidad de ese momento.

Entonces acude a su Jesús y le co-menta el percance. ‘Mamá, eso no es asun-to nuestro. Además, no he venido a arreglar este tipo de problemas y no es el momento adecuado para hacer lo que me pides…’ Esta es, quizás la frase que mejor compen-dia el intento de traducir la expresión pro-nunciada por Jesús: ‘¿Y qué a ti y a mí, mujer? Mi hora aún no ha llegado’. Pero signifique lo que signifique, el contexto nos habla de un entrecruzamiento de mira-das que solo los dos conocen.

Jesús conoce a su Madre y ella lo co-noce y sabe que no se rehusará nunca a concederle una petición. Ella pide poco pa-ra ella. Más aún, quizás lo único que Él le ha escuchado pedir es que se haga la volun-

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tad de lo alto en su vida y que sepa cumplir con sus deberes de esposa, madre e hija de Israel.

No hace mucho, Jesús había salido de su casa para cumplir la misión que se le ha-bía encomendado. La Madre estaba tran-quila porque no se quedaba sola y había dispuesto su corazón para dejar ir a quien no le pertenecía; pero también estaba in-tranquila porque era madre y no quería que nada le pasara a su Bendito.

De vez en cuando Jesús se daba unas vueltas por la casa y traía a gente que la Madre no conocía pero que Él había esco-gido. Probablemente, para cuando llegó la hora de las bodas, la Madre ya conocía a los que seguían a su Hijo y los había aten-dido como si se tratase de Él mismo. Así era ella.

Mas ellos apenas estaban conociendo a Jesús y solían acudir siempre a María pa-ra preguntarle sobre el Maestro porque quién mejor que la Madre para conocerlo.

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Preguntar a la Madre: esa es la tarea per-manente para quienes deseamos conocer más al Hijo.

En aquellas bodas, Jesús no quería llamar la atención de nadie; quería ir pau-sadamente en su ministerio y no deseaba hacer nada extraordinario para que no sea ello la razón de su seguimiento. Pero los discípulos sabían que no iba a negarse a su Madre. Sin ni siquiera sospecharlo, ellos iban a ser testigos de un aspecto que, con toda seguridad, solo su Madre conocía: que para Dios nada es imposible.

OREMOS

Santa Madre de Dios,nos confiamos a tus cuidados porque

sabemos de tu preocupación por nosotros. Queremos conocer íntimamente a Jesús.

Ponnos continuamente a sus piespara mirarlo, escucharlo e imitarlo.

Queremos estar atentos

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a las necesidades de los demásy responder con amor solícito y generosoa ese llamado que se nos hace a servir.

Ruega por nosotros, Madre,para que en nuestro servicio

podamos darle a tu Jesúsla adoración que se merece aquí,

y en la eternidad,junto al Padre y al Espíritu,

hacerlo para siempre.

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SÉPTIMA PALABRA

Haced lo que Él os diga.Juan 2, 5

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Este es el secreto. La Madre aprendió en su íntima vivencia de Jesús, en su obser-var, escuchar y meditar, en verlo crecer en gracia, sabiduría y estatura, en guardarlo todo en su corazón, cuál es el secreto de la dicha verdadera.

Ella no tuvo ni tiene ningún reparo en dejar que la Luz alumbre. Sí, ella es la Ma-dre pero no es más que Él; es la llena de gracia, pero no es la Gracia misma; ella es ianua coeli, pero no es el Cielo. Eso lo fue aprendiendo y lo hizo sin dificultad porque siempre tuvo presente que el Hijo de sus entrañas le pertenecía a quien ella también pertenecía, aunque de una forma absoluta-mente diferente: Jesús era verdaderamente Hijo. La Madre también y nosotros tam-bién, pero lo somos gracias al Hijo.

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En verdad, la Madre aparece en algu-nos lugares del Nuevo Testamento. Debe-mos suponer que no vivió en el silencio, pero las palabras que la Escritura consigna son, realmente, pocas y suficientes.

La huida a Egipto, la presentación en el Templo, las profecías de Simeón y de Ana, son ocasiones que nos hacen escuchar a la Madre desde la fe.

Cuando alguien entra donde Jesús es-taba y le dice: ‘Tu madre y tus hermanos están afuera’, el Señor responde: ‘Mi ma-dre y mis hermanos son los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen’ (Lc. 8,19-21). Y esto no es más que la confirmación de lo que Él mismo ha vivido junto a su Madre.

Con seguridad, mientras Jesús estaba en su ministerio, ella preguntaba cómo le estaba yendo, cómo respondía la gente, si comía, si estaba durmiendo bien y, asimis-mo, podemos suponer que recibía noticias, unas que le alegraban y otras que le dolían

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y le desgarraban el alma. Pronto, ella tam-bién seguiría de cerca a su Jesús y no solo con su corazón, como siempre lo había he-cho, sino también con su proximidad física. Por eso estaba allí cuando el Hijo pendía de la cruz (stabat mater dolorosa iuxta cru-cem lacrimosa…).

Desde antes del anuncio del Ángel hasta mucho después del acontecimiento de Pentecostés, María nos muestra, como apertura y cierre de su vida, las dos expre-siones que la definen y que nos entrega a quienes hemos sido confiados como hijos desde aquella tarde al pie de la cruz: ‘Há-gase en mí según tu palabra’ y ‘Haced lo que Él os diga’.

Las dos citas nos dejan ver su actitud permanente de vida. Al principio y al final lo único que cuenta es la voluntad santísi-ma de Dios y siempre es mejor hacer lo que Él nos dice. En ese ‘hacer’ es donde entra ese componente de nuestra voluntad, porque, en definitiva, se trata de ‘dejarle

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hacer’, y no porque no se vaya a hacer su voluntad si nosotros no lo permitimos –¡qué irreverencia!– sino porque se hará a pesar de nosotros hasta que aprendamos, si tenemos el corazón abierto como la Madre, que esa es la mejor vía.

Obviamente, nuestro hacer no es pri-mariamente ‘hacer cosas’ por Él; es aceptar en la fe, que Él va a hacer en nosotros, con nosotros y por medio de nosotros, su obra.

La Madre nos enseña así que nuestra disposición permanente debe ser la del dis-cípulo que siempre está disponible a la san-ta Palabra para que ella actúe en nosotros con todo su poder; solo esa apertura es la que nos llevará a hacer nuestra parte con la actitud del barro en las manos del alfarero.

Por eso la Madre es Maestra también. Ella no nos dice, a quienes hemos conocido a su Hijo, que hagamos las cosas de la me-jor manera posible o que las hagamos ape-lando a nuestros buenos criterios y sentido común, sino que busquemos saber siempre

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–y no con la cabeza cuanto con el corazón– lo que Él quiere para hacerlas conforme a sus designios y su plan, bajo sus criterio, siguiendo sus pautas y, en ello, aplicar todo nuestro conocimiento y voluntad, nuestro querer e interés, nuestros bienes y nuestra misma persona.

La Madre es Maestra porque supo ser discípula, porque nadie como ella aprendió a hacer lo que Él quería, porque nadie co-mo ella fue tan dócil a la acción del Espíri-tu en su vida. Por eso, hasta el día en que fue asunta a los cielos, ella estuvo al lado de sus hijos, orando por ellos y con ellos, preocupada de que hicieran lo que Él les pedía. Así continúa su tarea de Madre e in-tercesora hasta que Él vuelva.

No estamos solos. El mismo Dios se preocupó de darnos una Madre. Tenemos Madre y esa es una verdad que ha de con-solarnos como creyentes.

María es digna de todo nuestro reco-nocimiento: Primero, porque es la Madre

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del Rey y eso le pone en un sitial de tal consideración que eso basta para que le rin-damos nuestros tributos y veneración.

Segundo, porque también es modelo de quienes queremos seguir a Jesús. Es ver-dad que tenemos solo un Camino hacia el Padre y tenemos un solo intercesor entre Dios y los hombre, Jesucristo Hombre, pe-ro si hemos dicho que, nadie como María estuvo de principio a fin junto a su Hijo, asimismo, nadie como ella podría sernos mejor consejera y auxilio en ese Camino y en su seguimiento.

Tercero, porque con plena confianza podemos dirigirnos a ella como a Madre, pues en esa condición nos la dejó Jesús y en condición de hijos nos entregó en sus manos. Si el Padre nos dio a Jesús para convertirnos en filiación suya, hemos de estar convencidos, en la fe, de que María es nuestra Madre porque así lo determinó el Señor en su preciosa voluntad; con esa ga-rantía y por ese intermedio podemos acudir

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con confianza de hijos, más que con súpli-ca de siervos, a su intercesión para que nos ponga con su bendito Jesús y, unida a Él, el intercesor por excelencia, nos lleven a los pies de la Majestad de Dios. Por eso, en su peregrinación, la Iglesia añadió a las loas del Ángel y de Isabel, su propia declara-ción al clamarle: ‘Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores…’.

Tenemos Madre. Lo reconocemos y lo gritamos a toda voz. Tenemos Madre y podemos con plena convicción y gozo identificarnos como miembros de una fa-milia. Tenemos Madre y podemos abierta-mente compartirlo y compartirla –si vale el término– porque es Madre de todos, aún de quienes no la reconocen ni quieren hacerlo, más por prejuicios religiosos y teológicos que por mala intención. En definitiva, tene-mos Madre porque nadie como las madres desean lo mejor para sus hijos y sabemos, por ella misma, que el más grande deseo de su corazón es que hagamos la voluntad de

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Aquel en quien ella creyó plenamente a lo largo de toda su existencia, porque no pue-de haber nada mejor que eso. Esa es su he-rencia y esa es nuestra gloria.

¡Bendita sea la excelsa Madre de Dios, María Santísima, y que su nombre sea bendito por todas las generaciones para la mayor gloria de Dios!

OREMOS

Señora y Madre nuestra, nos unimosa las voces de todos aquellos

que por generacioneste han proclamado bendita.

Te rogamos a ti, la humilde esclava,que jamás dejes de pedir por tus hijos

para que siempre busquemoshacer su voluntad y podamos un día

gozar con todos los santos y santas del cie-lo, de la infinita majestad de su presencia

por los siglos de los siglos.

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