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~~ (\, \ U {I \0 \::)"0 \J-.(J , :' J ....•• ; e I LAS CONVENCIONES CONTRA LA CULTURA Ensayos sobre la historiografía hispanoamericana del siglo XIX par GERMÁN COLMENARES . ~ Universidad del Valle BAl\CO DE LA REPÚBLICA COlCIENCIAS T - EDITORES

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LAS CONVENCIONESCONTRA LA CULTURA

Ensayos sobre la historiografíahispanoamericana del siglo XIX

parGERMÁN COLMENARES .

~Universidad

del Valle BAl\CO DE LA REPÚBLICA COlCIENCIAS

T-EDITORES

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Impreso y hecho en ColombiaPrinted and made in Colombia

T--n1-EDITORES

'1DCD MUNDO lA. SANrAff DE sOGorArRANSv. 2a. A. No. 67-27, TELS.2550737 - 2551539, A.A. 4817, FAX 2125976

EDICIÓN A CARGO DE HERNÁN LOZANO HORMAZACON EL AUSPICIO DEL FONDO GERMÁN COLMENARESDE LA UNIVERSIDAD DEL VALLE

Diseño de cubierta: Héctor Prado M., TM Editores

Primera edición: 1986, TM EditoresSegunda edición: 1987, TM EditoresTercera edición: 1989, TM EditoresCuarta edición: agosto de 1997, TM Editores

© Marina de Colmenares© TM Editores en coedición con la Fundación General de Apoyo

a la Universidad del Valle, Banco de la República y Colciencias

ISBN: 958-601-719-2 (Obra completa)ISBN: 958-601-650-1 (Tomo)

Esta publicación ha sido realizada con la colaboración financiera de Colciencias,entidad cuyo objetivo es impulsar el desarrollo científico y tecnológico de Colombia

Edición, armada electrónica, impresión y encuadernación:Tercer Mundo Editores In t;q3V-'

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CONTENIDO

PRÓLOGO Xl

INTRODUCCIÓN Xl11

¿Qué hacer con las historias patrias? xiiiLas teorías y la historiografía xxiv

Capítulo 1. LAS CONVENCIONES CONTRA LA CULTURA 1La razón filosóficay la razón filológica:el debate Bello-Lastarria

(1844-1848) 1La destrucción del pasado 15Las élites contra las turbas 20Las dificultades de la figuración americana 27

Capítulo 11. LA TEMPORALIDAD DEL SIGLO XIX 33El calendario 34Las generaciones 38Las fuentes 48

Capítulo 111. LA INVENCIÓN DEL HÉROE 59

Capítulo IV. LA ESCRITURA DE LA HISTORIA 77Historia y literatura de ficción 77La trama oculta 84JoséManuel Restrepo o el lenguaje de las pasiones 87BartoloméMitre o el lenguaje metafórico

de las cienciasnaturales 91Gabriel RenéMoreno o el lenguaje de los objetos

y de las ceremonias 93

CONCLUSIONES 101

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NOT A DE LOS EDITORES

Tercer Mundo Editores ha publicado Convenciones contra la culturaen tres ocasiones (1986, 1987, 1989). La edición que aquí se presentaparte de este único prototipo. Algunas citas se han precisadoy normalizado, sobre todo en lo que tiene que ver con Historia Generalde Chile. Se destaca el trabajo hecho sobre el capítulo de Restrepo.En realidad Convenciones surge de un trabajo de reescrituray reelaboración de los artículos que Colmenares había publicadosobre Restrepo, quien es además, el único historiador colombianocitado.

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Las que han sido hasta ahora oscuras historias de islas remotasmerecen un lugar alIado de la autocontemplación del pasadoeuropeo -o de la historia de las civilizaciones- por su propianotable contribución a la comprensión histórica.

Marshall Sahlins, Island of History

Elpasado es siempre una ideología creada con un propósito, diseñadapara controlar individuos, o motivar sociedades o inspirar clases.Nada ha sido usado de manera tan corrupta como los conceptos delpasado. El futuro de la historia y de los historiadores es limpiar lahistoria de la humanidad de estas visiones engañosas de un pasadocon finalidad. La muerte del pasado puede hacer bien sólo en lamedida en que florece la historia.

J.H. Plumb, The Death of the Past

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PRÓLOGO

El quehacer de los historiadores hace parte de la actualidad intelec-tual de su propio momento. De allí que su visión del pasado, depri-mente u optimista, o la elección de sus temas, ejemplifiquen dealguna manera las preocupaciones corrientes de un momento dado.Reflexionar sobre la escritura de la historia del siglo XIX equivale,entonces, a poner uno enfrente del otro dos espejos que proyectansu propia imagen indefinidamente. Miramos la historiografía del si-glo XIX y no podemos evitar mirarnos en ella.

El estudio de las maneras de referirse al pasado no constituyeuna tarea puramente formal, una especie de aventura «deconstruc-cionista» a la mode que acabe por revelarnos un vacío desprovisto detoda referencia objetiva. Consiste más bien en el examen de ideolo-gías y de valores implícitOSenún texto, y en su confrontación deli-her.ada...connue.sb:as_pr_esun.ciones],aeQ1P~i.c.as-y la.inevitabilidad. der.uestros valores. Por tal razón debe resistirse a la tentación, en laque se cae casi siempre, de derogar sumariamente los resultados dela tarea historio gráfica del siglo XIX.

Por tratarse de una imagen primigenia de nuevas naciones sobresí mismas, la historiografía hispanoamericana del siglo XIX siguesiendo enormemente influyente. En la trama de los acontecimientosele~gue reconociéndose la individualid~~_decada nación, los rasgos distintivos de una biografía colectiva. A ve-ces se Fresentan como un arsenal disparatado de imágenes, des-prendidas de su propia cronología y sin un origen identificado. Casinunca se las asocia al nombre de un autor o se recuerdan las circuns-tancias que les dieron origen. La fuerza misma de dichas imágenesreside en su carácter aparentemente anónimo, como si se tratara dela elí!Poración eªP~tánea d~ un i,D.~~~olectivo.

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xii LAS CONVENCIONES CONTRA LA CULTURA

Estos ensayos obedecen a la necesidad de encarar una tradición,necesidad que los historiadores hispanoamericanos solemos pospo-ner indefinidamente. Por razones que obedecen al estado de la his-toriografía en mi propio país, creo que es el momento adecuado parahacerlo.

A riesgo de parecer presuntuoso o, para atenerme a la prudenteformulación del profesor J. M. Burrow, de «desacreditar lo que hu-biera querido realzar», debo atribuir al apacible ambiente de la Uni-versidad de Cambridge la ocasión de emprender estas reflexiones.Por lo menos debo agradecer su hospitalaria acogida y la oportuni-dad que tuve allí de reencontrar de nuevo un sentido de finalidaden la vida universitaria. Casi diariamente recibí, por un año, en StoEdmund's House el discreto aliento de David A. Brading y de CeliaWu, como también, pero a cierta distancia, el de Malcom Deas, Se-nior Proctor de Oxford. Allison Roberts, secretaria del Centro de Es-tudios Latinoamericanos de Cambridge, fue siempre la más discretay efectiva anfitriona.

América Latina ha mantenido obstinadamente un monólogo cuyotema invariable ha sido el pensamiento europeo. Mi propia Univer-sidad del Valle, en Cali, ha alimentado durante años mis perplejida-des al recibir y propagar casi instantáneamente los más sofisticadosproductos del pensamiento europeo, particularmente las elabora-ciones de la rive gauche. Ojalá estos ensayos sobre los orígenes de tancuriosa vocación, y mi propio uso liberal de esas ideas, aproximeaún más las discusiones con mis colegas de los departamentos deFilosofía, de Letras, de Comunicación Social y de Historia.

CambridgeUniversidad del Valle, 1986

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INTRODUCCIÓN

¿QUÉ HACER CON LAS HISTORIAS PATRIAS?

La historiografía hispanoamericana del siglo XIX estuvo dedicadaen su mayor parte a la Ee!le2dQ»sol2re el período de la Ini~.!nc!..~-

~llo le ha atraído juicios someros, que parecen tan definitivoscomo una lápida sepulcral. Para el profesor Woodrow Borah, uno delos más reconocidos innovadores en temas y métodos de la historiacolonial, esta historiografía no constituye sino una serie de «histo-rias patrias»l. Con esto Borah no califica un cierto nacionalismo es-trecho al que fatalmente se hallan sometidos los historiadoresnativos, sino que alude más bien a la ausencia de una disciplina aca-démica, sujeta a normas críticas de recibo internacional que regulenla actividad de sus cultores. Sugiere también el hecho de que granparte del conocimiento impartido como enseñanza escolar provienede elaboraciones del siglo XIX.

Refiriéndose a sí mismo, un historiador económico peruano nosrevela que «en 1971, Herac1io Bonilla y Karen Spalding observaban(...) que la mayoría de las afirmaciones sobre la emancipación ~erua-na de la historiografía local tradicional carecían de sentido» . Estehistoriador ha debido haberse referido a las preguntas antes que alas afirmaciones. Muy probablemente no se trata de que él haya creí-do poseer una noción más exigente de lo que es significativo, sino

1 W. Borah, «An Interview», en Hispanic American Historical Revíew, citado en adelan-te como HAHR, No. 65, 1985, p. 433. También «Latin American History in a WorldPerspective», en The Future ofHistory, ensayos editados por Charles F. Delzell, Nash-ville, Tennessee, 1977, pp. 151-172.

2 Heraclio Bonilla, « The New Profile of Peruvian History», en Latín American ResearchReview (LARR), No. 14, 1981, p. 216.

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xivLAS CONVENCIONES CONTRA LA CUL TVRA

tan solo que está pensando en otros problemas y que, frente a éstos,los planteados por la historiografía tradicional y local pierden supropio sentido. No hay que decir que los problemas propuestos re-cientemente habrían carecido también de sentido para el historiador

{del siglo XIX. Lo anterior sugiere una brecha al parecer insalvable¡ientre nuestra propia manera de concebir la historia y la tradición1 historiográfica del siglo XIX. Pero invita también a preguntarse porel significado de esa tradición.

La insatisfacción con respecto a la historiografía tradicional lati-noamericana ha invadido la literatura de ficción. Las historias pa-tria§>,con toda su seriedad acartonada, brindan un fácil blanco a la

:ironí~. A un observador externo le parecen el pretexto de ceremo-nias y rituales exóticos o un escaparate de bibelots disparatados ydecrépitos. Su artificialidad ha sido reelaborada una y otra vez comoalgo grotesco en las novelas latinoamericanas recientes. Allí, evoca-ciones reconocibles como personajes o situaciones históricos surgen

,como un fondo de pesadilla en los flujos de conciencia de los acto-res. El sentido agónico de estos actores no se estrella contra un des-tino en el que juegan dioses caprichosos sino contra la pobreza delos símbolos, grotescos o patéticos, que aluden a la realidad históri-ca. En la trama novelesca, una contracción violenta del tiempo his-tórico reduce a éste a su esencia mítica y despoja la violencia purade todo pretexto. La ficción narrativa filtra en la conciencia una rea-lidad oscura y despótica, tornando en caricatura los rasgos de uncuadro a menudo brillante y optimista. La ficción quiere revelar lacarcoma que roe las figuraciones de la historia. Y de paso busca re-cobrar una historia más auténtica.

Las evaluaciones más sistemáticas de esta historiografía tiendena poner de relieve aspectos puramente circunstancial es de su cons-trucción. Aunque ninguna historiografía, sea cual fuere el continen-te o el país, puede defenderse siempre de la sospecha de que sustemas centrales estuvieron inspirados por el deseo de pronunciarseen un torbellino de circunstancias locales y pasajeras, la acusaciónde un marcado subjetivismo parece ajustarse de manera más protu-berante a la historiografía hispanoamericana. Algunos ven en ella

;-¡jña representación nacional recortada, pues constituía exclusivamen-¡ te la expresión de los puntos de vista de una élite restringida. A tan

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INTRODUCCIÓNxv

esencia1limitación se agregan otras que van estrechando más y másla intención original de los historiadores hispanoamericanos del sigloXIX. Por ejemplo, éstos habrían abogado por la ideología política deun grupo, cuando no exhibían justificaciones más mezquinas, de tipofamiliar o personal.

Estos cargos centrales se ven reforzados por objeciones sobre una rdudosa práctica profesional: que los historiadores no veían otra cosaen la historia americana que una prolongación de la europea. Su_ses-quemas interpretativos, enteramente prestados, habrían dependido de-una absorción apresurada y superficial de las novedades doctrinaleseuropeas:Desde la Ilustración, pasando por el utilitarismo, el positi-vismo o el eglpirismo, hasta los modelos propuestos por historiadorescomo Guizot, Miche1et o Macau1ay, todas las novedades europeasdebían restar originalidad al quehacer de los historiadores hispano-americanos. Ello no era un impedimento para que se atribuyeran a símismos una función condescendiente como educadores de las ma-sas -6 como profetas de un futuro acomodado en su propio provecho.En suma, los reparos que formulan casisiempre algunos académicosnorteamericanos3 contra la historiografía tradicional hispanoameri-cana constituyen más bien una requisitoria contra los hábitos inte-lectuales y los sesgos morales de las clases dirigentes de estos países.1

-Todas las objeciones mencionadas evalúan la historiografía his-panoamericana del siglo XIX de acuerdo con patrones contemporá-neos de la producción historiográfica. Pero si dicha historiografía\debe verse en sí misma como un problema, más vale preguntarsepor las condiciones intelectuales específicas en que se produjo. Tales.condiciones se refieren a: primero, la elección de la Independencia

3 Véase por ejemplo E. Bradford Burns, <<Ideology in Nineteenth Century LatinAmerican Historiography», en HAHR, No. 58, 1978,pp. 409-431.Gertrude MatyokaYeager, «Barros Arana, Vicuña Mackenna, Amunátegui: The Historian as NationalEducator», en Journal oflnteramerican Studies, No. 19, 1977,pp. 173-200.Por su parte,Allen Woll persigue los sesgos familiares, de partido o de circunstancias políticascontemporáneas que motivaron la escritura de las obras de historiadores chilenosen A Functional Pasto The Uses of Hístory in Nineteenth Century Chile, Batan Rouge-London, 1982.La historiografía hispanoamericana ha pasado completamente inadver-tida en los manuales generales, dedicados casi siempre a la historiografía europeay norteamericana.

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~omo tema central; segundo, los conflictos culturales con los que de-bía tropezar toda elaboración historiográfica dadas las premisasimpuestas por un proceso de revolución política y, tercero, la disimu-lación de los conflictos por las convenciones historiográficas adop-tadas.

Primero. Los historiadores del siglo XIX estaban situados en una. posición hasta cierto punto privilegiada. Muchos habían presencia-do o se sentían herederos inmediatos de una revolución que parecíaponerlo s en posesión de la historia, de sus mecanismos de cambiopolítico y social. Eran los primeros en llegar a un territorio en dondela experimentación parecía ilimitada. Su preferencia por el períodode la revolución no hace sino indicar hasta qué punto sentían quedebían aprovechar esa ventaja. Podían sentirse como dueños de losorígenes mismos de la historia, en el momento preciso en que la ac-ción y la voluntad parecían capaces de plasmada. La historia, porotra parte, era familiar en la medida en que pudiera penetrarse ensus secretos, que aparecían casi siempre como arcanos del poder, oen las intenciones de los actores; y esto no podía realizarse de otramanera que con el hábito mismo del ejercicio del poder, con la con-ciencia de que se estaba actuando en la historia. Por esto la historio-grafía hispanoamericana del siglo XIX sintetizaba, como no lo hacíala literatura o la filosofía, una visión del mundo.

Muchos de aquellos historiadores se sentían llamados a combatirlos errores o prejuicios tan en boga en Europa sobre cada uno de suspaíses. La exaltación de ciertos hechos extraordinarios estaba con-cebida para atraer la atención de los extraños. En muchas historiasnacionales había implícito un reclamo publicitario, según el cual la

': ,excepcionalidad de la historia más reciente anunciaba el adveni-miento de altísimos destinos. Labrecha entre estas expectativas gran-dilocuentes y el destino posterior de cada uno de los países que lasalimentaban vino a revelarse como una de las mayores debilidadesde las «historias patrias».

Don Leopoldo Zea ha afirmado que en Hispanoamérica no existeun pasado, una historia, por cuanto el pasado está siempre presente.La reiteración del pasado brota de las condiciones del atraso, en dondela historia ha transcurrido por caminos equivocados y debe retor-narse una y otra vez al punto de partida. Para los historiadores del

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INTRODUCCIÓN xvii

siglo XIX el punto de constante retorno era el período de la Inde-pendencia, en el cual se hallaban contenidas todas las promesas. Su

'labor consistía ante todo en una reificación permanente del momen-to de la epifanía.

Aunque la historiografía no se desenvolviera en medios univer-sitarios o no tuviera todavía el apoyo institucional de las academias(que aparecerían sólo a finales del siglo), los historiadores, que ha-cían parte de las élites, se elegían a sí mismos como guardianes ycomo portadores de un mensaje. En 1876,el general Bartolomé Mitreescribía a su colega chileno Diego Barros Arana sobre

la cooperación moral que nos debemos recíprocamente los trabaja-dores que diseminados en este vastísimo continente estamos com-prometidos en una obra común, de que todos somos solidarios, ycuya unidad ha de revelar algún día la posteridad, si no por nuestronombre, al menos por sus resultados4

.

y don Benjamín Vicuña Mackenna reconocía que el mismo Ba-rros Arana había prestado servicios invaluables a la historia patria.El elogio implicaba que el historiador servía una función pública alrestaurar fragmentos del pasado que de otra manera se hubieranperdido irremediablemente. Su misión no era una mera labor acadé-mica que consistiera en ampliar un campo discursivo, sino la piado-sa tarea del guardián de un cuerpo de creencias. A su vez, BarrosArana reconocía en la prosa de su amigo Miguel Luis Amunáteguiun carácter ritual: «La narración, a veces noble y calorosa, se eleva ydignifica al contar los hechos solemnes de la revolución»5.

En esta concepción acechaba oculto un peligro, como vamos <1 ~

verlo. Pero no puede considerarse, sin más, que las «historias patrias» I1

sean el producto deleznable de una práctica profesional descuidada:e irresponsable. Su concepción original representaba la solución, en'un plano ideológico, de conflictos culturales profundos. Como unaforma de representación de la realidad crearon una conciencia his-

4 Citopor Ricardo Donoso en Barros Arana, educador, historiador y hombre público, San-tiago, 1931,p. 107.

5 Diego Barros Arana, Obras completas, T. XIII: Estudios biográficos, Santiago, 1914,p. 291.

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xviiLi LAS CONVENCIONES CONTRA LA CULTURA

tóriica que actuaba efectivamente en el universo de la política y delas: relaciones sociales. Esprobable que sus imágenes sigan actuandode - una manera distorsionada en el presente y estén moldeando dealgTUna manera el futuro. Cabe preguntarse, por ejemplo, si guerrille-ros, adolescentes, sin más bagaje intelectual que las «historias pa-triaas», no están siguiendo demasiado literalmente los pasos de loshéI'":'oesepónimos. La pose heroica ha sido todavía más deliberada enpollíticos y dictadores tropicales. El presente euJ::!jsp;Ínmnn.éIki:tD-Qes llPrisionero del pasado ,,¡no ~~ien ~~l~cons~~~de este pasado. Hace falta algo mas que un desdén·pereñl'orlO paraexorcizarlas: Ilay que comenzar por interrogadas seriamente y porexsminar los mecanismos de su producción y su razón de ser.

Segundo. Los historiadores hispanoamericanos del siglo XIX re-cogieron la tradición intelectual de un lenguaje cuyo radicalismopo: stulaba una ruptura absoluta con el pasado colonial. La opacidady ~l espesor del período colonial solo servía para contrastar la lumi-no: sidad de los propósitos que iban a edificar una realidad enteramen-te rnueva. Las contradicciones mismas que habían legado las luchasde .Independencia eran concilíables en un terreno ideológico, puestoqU.le aludían siempre a hechos nuevos cuyas raíces en el pasado ha-bísn sido cortadas definitivamente. El significado de esta realidad,pe~rdbido subjetivamente, podía variar y dar lugar a partidos y fac-ciones, pero ella estaba ahí, como un logro irrevocable.

Sin embargo, paulatinamente iba abriéndose paso y agrandán-doose en la conciencia la percepción de una permanencia agazapadae iiinsidiosa. Los rastros de un pasado que se creía abolido se ibanmrnltiplicando con solo desplazar la atención de las hazañas lumino-

r saLS a lo simplemente cotidiano. El período colonial, que antes podía\re: sumirse en algunos rasgos someros que servían para contrastarlo\coen la nueva edad, se trasparentaba ahora con más y más fuerzadetrás de una mera apariencia de cambio. Este pasado, al que secr.'eía abolido y que de pronto aparecía íntegro en las costumbres, laig:~norancia y los prejuicios de las masas, generaba una tensión y unp:rroblema auténticos, que debía alimentar la historiografía del sigloXL::X.

A partir de la Independencia, las élites hispanoamericanas se mos-tr. aran ávidas de recibir las más variadas e incluso contradictorias

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influencias europeas. El conservadurismo social no podía apoyarseen una tradición teórica o doctrinal de carácter político, y por eso lasteorías europeas más avanzadas debían adaptarse al complejo socialexistente. Externamente, y en lo que concernía a los criollos, los valo-res delpasado habían perdido todo prestigio, puesto que se atribuíaa la política colonial española el haber mantenido a estas regiones almargen de la .vida civilizada europea. Juan García del Río sosteníaen un famoso artículo del Repertorio Americano que mientras enEuropa se repudiaban creencias irracionales y se avanzaba por loscaminos de la ciencia a partir de la duda metódica, a los hispanoa-mericanos se los había mantenido atados en el cultivo de un escolas-ticismo sin contenidos y en la más ciega de las supersticiones6

• Habíasin embargo una tensión inevitable entre el fervor con que se adopta-ban instituciones republicanas y las condiciones objetivas del atraso.El progreso estaba asociado con las nuevas ideas, pero éstas sólopodían pertenecer a una minoría capaz de participar activamente enla vida política.

La palabra y el concepto mismo de revolución debían contrastarsecon nuevas experiencias. Inicialmente había significado, sin lugar aequívocos, abolición del pasado. Heredar la revolución quería decircompletada, llevada a su término en la destrucción definitiva delpasado. Sin embargo, frente a conflictos repetidos e incontrolablesla confianza se fue esfumando y la palabra revolución perdió suprestigio, hasta adquirir un sentido casi ominoso. Era, o bien uncírculo que se cerraba para tornar al punto de partida, o bien unmovimiento pendular que jamás encontraría un punto de reposo.No había manera de liquidar el pasado o de fijado, para poder com-prenderlo.

Las «historias patrias», en su versión escolar, están lejos de re-producir las preguntas, las preocupaciones y las tensiones internasde la historiografía del siglo XIX. El sentimiento de frustración e in-

6 «Revista del estado anterior y actual de la instrucción pública en la América antesespañola», en el Repertorio Americano, Londres, 1826-1827;Edic. faccimilar, Caracas,1973,T. I, pp. 231 ss. Mariano Paz Soldán citaba todavía medio siglo después largospasajes de este artículo en su Historia del Perú independiente, primer período, Lima,1868, pp. 4-9.

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certidumbre que quería colmarse con investigaciones de un ciertotipo desapareció, en las primeras décadas de este siglo, de una his-toriografía oficial. En la nueva versión, que se contentaba con tomarde las investigaciones precedentes una mera secuencia de aconteci-mientos sujeta a una camisa de fuerza crono1ógica, las promesas dela Independencia se habían realizado íntegramente. Un pasado ter-so, despojado de los problemas implícitos de las obras semina1es,aparecía truncado y presentado en la forma de un texto homogéneo,en el que no se revelaban las condiciones de su producción. Comolos textos legales, éste podía interpretarse o adaptarse a las nuevasnecesidades (políticas, partidistas, pedagógicas) pero no cambiarse.El relato se ritualizó y adquirió una forma canónica que podía pres-tarse para reflexiones, conmemoraciones, discursos y editoriales.Cada episodio cobró el valor de una máxima o una sentencia. A talfijación mítica contribuyó el establecimiento de un cuerpo sacerdo-tal, de ~s..dgJ!r:tQrg.~n rituaL9:~1rcl.ato,que podían transfor-marse en censores.

Tercero. La forma misma de los relatos históricos escolares expli-ca su mitologización. Dotados de una trama7 y expresados en formanarrativa, el argumento o trama tiende de suyo a asumir una formacanónica inalterable. La ordenación narrativa se convierte en un or-den ritual cuando se presume que hay una explicación en la conti-nuidad cronológica de los eventos,

Sin embargo, las obras más notables de la historiografía del sigloXIX no se propusieron siempre una narrativa lineal. Algunas agru-paban los hechos en torno a un tema central y rompían deliberada-mente la continuidad cronológica. Otras tenían un marcado sentidoalegórico, es decir, buscaban ilustrar verdades generales o tesis po-líticas del tipo: «Todo nuevo estado que aparezca, todo pueblo quese emancipe, ha de ser necesariamente republicano»8. La utilizacióntardía de esta información en una narrativa lineal despojaba los es-

7 Trama, urdimbre, argumento. También urdir una trama: son las posibilidades detraducir en castellano las nociones de plot y emplotment, esenciales para todo análisisde la narrativa.

8 Miguel Luis Amunátegui, La dictadura de O'Higgins, Santiago, 1855, p. 1.

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INTRODUCCIÓN xxi

fuerzos de investigación de su carácter original, argumentativo yprovisorio.

¿Acasohan desaparecido las tensiones que animaban internamen-te el discurso histórico del siglo XIX? Al menos las «historias patrias»las disimulan, tomando sólo de este discurso el encadenamiento desucesos, a los que se ha despojado de su incongruencia y dramatis-mo. Una historia que se escribiera, pongamos por caso, hacia 1860,se abría hacia el futuro, expectante e insegura, repleta de interrogan-tesoLa «historia patria» ha suprimido la incertidumbre al convertirel presente en una especie de culminación triunfal y el texto mismoen el depositario de las ideologías aceptadas.

Los historiadores hispanoamericanos del siglo XIX emplearon lasconvenciones que dominaban entonces en la historiografía europea.Dichas convenciones se originaban en una renovación de las formasde representación frente a la Ilustración y al neoclasicismo, y tradu-cían, como retórica, un contexto ideológico y cultural europeo. Por,

1

esto la recepción de tales convenciones propone dos problemas.Uno, su análisis como formas particulares de figuración de la realiJdad. Otro, el de un posible conflicto entre convenciones destinadasl

a representar una realidad cultural extraña, de la cual hacían parte,y la realidad cultural específica de Hispanoamérica. El riesgo de em-pleadas consistía en que las convenciones se revelaran más fuertesque la realidad que debían transmitir, que los esquemas figurativoso los patrones de una narrativa distorsionaran realidades sociales yculturales que requerían un desplazamiento de esas convencionespara su comprensión.

En ausencia de otras formas de representación generalizada -li-terarias o pictóricas-, la figuración historio gráfica debía codificaruna materia bruta, hacer encajar los resultados de experiencias com-plejas dentro de moldes de inteligibilidad. Un autor, por ejemplo,podía representar la revolución americana como el resultado de laacción consciente de grupos reconocibles en una logia masónica o enclubes urbanos de tipo jacobino, y desdeñar como «irraciona1>~lapresencia de bandas armadas de mestizos y mulatos en los campos.Aquí, los modelos narrativos de la Revolución Francesa imponíanpatrones de interpretación a la luz de una trama y un inventarioreconocible de actores históricos. De nuevo, como en el siglo XVI,

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xxiii LAS CONVENCIONES CONTRA LA CULTURA

ctUando se figuraba a los indígenas americanos como si fueran loshaabitantes escultóricos de una Arcadia, los esquemas prefijados seitr::lponían a la percepción de la realidad.

La idea de reproducir o desplegar el orden de la realidad en eld~l relato hacía posible la asimilación de las propias experiencias, sutr. ansmutación en un significado. La narrativa podía sintetizar simul-tá.ineamente experiencias políticas, filosóficas y literarias, y aunadascc:::mun sentido de lo real y lo inmediato. Esta pretensión de repro-dTUcir la realidad en la narrativa abría la posibilidad de contrastar unnnundo cultural americano con las convenciones trasmitidas por elotficio histórico. Sin embargo, la codificación misma de los elemen-tos culturales propios se elaboraba mediante esquemas valorativosqr_ue bloqueaban toda confrontación directa.

En Europa hubo en el siglo XIX un paralelismo en el desarrollon -'.arrativo de la novela y el de la historiografía. En ambos casos seo.peraba una reducción de Ía reaiidad que obedecía a reglas de larltepresentación que iban ensayándose. El mundo de la representaciónhaistórica debía enriquecerse no sólo con la exploración sistemáticadHe las emociones y los modelos fictivos de sus acciones y reacciones,s:.ino también con la representación de situaciones posibles en mu-c::hos desplazamientos temporales. Por tal razón Roland Barthes ha\-Visto entre ambas un nexo profundo que «debía permitir la com-prensión simultánea de Balzac y Michelet». Este nexo era,

en la una y en la otra, la construcción de un universo autárquico, quefabricaba él mismo sus dimensiones y sus límites y distribuía allí sutiempo, su espacio, su población, su colección de objetos y sus mitos9•

En América, las formas de representación fictiva se limitaron ala:ostumbrismo. La observación costumbrista buscaba amoldarse alrUnmundo tradicional, casi inmóvil, en el que la novedad que podíaiintroducir el libre juego de las emociones era prácticamente inexis-ttente.

Los historiadores romántico-liberales de la Restauración france-: sa atribuían a la experiencia de la convulsionada historia reciente la

9 R. Barthes, Le degré zéro de l'écriture, París, 1953 y 1972, p. 25.

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INTRODUCCIÓN xxiii

comprensión de transformaciones políticas y sociales en el pasado.La familiaridad y la confianza de estos historiadores con el pasadonacían de su aceptación de posibilidades ilimitadas de cambio. Po-dían sentir también la extrañeza de un pasado relativamente recien-te, que ahora parecía remoto por el hecho de haberse interpuestouna revoluciónlO

• Pero si en Francia esto excitaba la curiosidad porépocas remotas que había necesidad de remodelar según una visióncontemporánea, en América produjo el efecto contrario. El pasadoreciente se convirtió en un libro sellado, en una masa inmóvil quedebía esconder en sus entrañas todos aquellos temores inconscien-tes que acechaban las expectativas más optimistas.

La liquidación del régimen colonial, cuya dominación fue aboli-da mediante las armas, debía completarse ideológicamente paraliberar energías que habían permanecido encadenadas por la opresióny la rutina. La supresión de la Colonia como un período histórico enel que pudiera discernirse una acción dramáticamente significativaaproximaba el horizonte de los orígenes y creaba una sensación dejuventud. La idea contraria, de envejecimiento y «preocupaciones»,se atribuía a las masas iletradas que se aferraban servilmente aaquellos hábitos de sumisión que había creado en ellas el principiodinástico. Este principio, así fuere aceptado en cualquier medida,implicaba diluir el reconocimiento de un todo social inmediato en lavastedad de un imperio. Con las instituciones republicanas se esta-blecía un principio de diferenciación, la delimitación indispensablepara comenzar a adquirir un sentido de individuación. El republica-nismo hacía radicar su eficacia en el hecho de mostrarse como el

.camino hacia una comunidad imaginada en la participación políticaque el principio dinástico había negado a los americanos. De estamanera se contrastaba un fetichismo injustificado con la adhesión«natural» y «racional» a las instituciones republicanasll•

10 Douglas Johnson, Cuizot. Aspects of French History, 1787-1874, London-Toronto,1964, pp. 325 Y 326.

11 Éstos son los preceptos que Ernmanuel Le Roy Ladurie sintetizaba de la experienciade la escuela de Annales en su discurso de posesión en el Colegio de Francia. V.«L'histoire irnmobile», en Annales, mayo-junio 1974, p. 692.

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xxiv LAS CONVENCIONES CONTRA LA CULTURA

El siglo XIX alimentó así la noción de naciones que podían mol-dearse a voluntad con instituciones democráticas, enteramente des-prendidas deun pasado despótico. Lasnuevas instituciones no debíansufrir el rechazo que conllevaba el peso de una tradición. Al impug-nar el pasado en bloque se repudiaban también formas peculiares decivilización. Se pretendía que la civilización era algo que forzosa-mente debía venir de afuera y que su presencia no acababa de con-cretarse en una sociedad racialmente heteróclita. Tal repudio iba amoldear las actitudes básicas con respecto a la propia sociedad. Ésta,en fin de cuentas, aparecía como un objeto extraño, en el que la his-toria transcurría solamente merced a aquellos motivos que podíandiscernirse en una minoría.

LAS TEORÍAS Y LA HISTORIOGRAFÍA

La mayoría de los historiadores se resiste a la formalización de unateoría sobre el trabajo histórico. La noción de una teoría evoca paralos historiadores, cuando no una dudosa filosofía de la historia, al-guna forma de reduccionismo o de beatería intolerante y excluyente.Lo que para algunos es un síntoma claro del dudoso carácter cientí-fico de la historia, para los historiadores, en cambio, es condiciónindispensable de innovaciones permanentes. Antes que plegarse alas adquisiciones acumulativas de una escuela o a la horma de unparadigma prestigioso, la disciplina histórica estimula la explora-ción de nuevos territorios o la adopción de un conjunto inédito deasociaciones.

Arte o ciencia, la profesionalización de las disciplinas históricasha contribuido a erosionar los usos ilegítimos del pasado. Un pasa-do mítico podía servir para sancionar aquellos poderes que queríanperpetuarse, cobijados por el prestigio de linajes de todo tipo, desdeel parentesco con los dioses hasta los privilegios de primeros pobla-dores. O servía también para descifrar en él las señales manifiestasde un destino colectivo o nacional12•

12 J. H. Plumb, The Death of the Past, Boston, 1971.

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INTRODUCCIÓNxxv

El trabajo histórico rechaza así la formalización de un lenguaje,para adoptar todos aquellos lenguajes que convengan a objetos deinvestigación permanentemente renovados. Pero si se rechaza lateoría, y más aún la Gran Teoría, debido a su tendencia a imponer untratamiento del lenguaje que hace sospechoso todo contenido, encambio comienza a tomar cuerpo una reflexión sobre el lenguaje de'las obras históricas. Esto hace parte de la historia de los trabajos his-tóricos o, para abreviar, de la historiografía.

La historia de la historiografía en Hispanoamérica ha adoptadoel molde de los trabajos clásicos, en especial el de Fueter, que estable-cen una morfología antes que una teoría de los trabajos históricos.Usualmente las morfologías historiográficas se ajustan a una perio-dización para la cual caben diferentes criterios. Uno puede consistiren la utilización de un esquema formal que señala el sentido generalde una evolución. Por ejemplo, a partir de crónicas primitivas (o et-.nográficas, según el mismo Fueter) se pasa por una historiografíaheroica (de los fastos guerreros de la Independencia) hasta llegar, en

.los albores del siglo xx, a una historiografía científica. Otro tipo demorfología se ajusta a los períodos culturales definidos para Euro-pa. Aquí, todo el peso de la caracterización reposa en influencias dela Ilustración, del Romanticismo, del Positivismo, etc. Para el perío-do de 1930 en adelante, ambos tipos de morfología recurren a ladenominación de escuelas de origen académico: neokantismo y Kul-turgeschichte, Annales, New Economic History, diversas vertientes delmarxismo, etcétera.

Aproximadamente a partir de 1960,las morfologías han tendidoa polarizarse en América Latina en categorías tales como historio-grafía liberal-conservadora, historiografía revisionista, burguesa,nueva historia, etc., o han emprendido el examen de la posición ge-neracional de grupos de historiadores frente al complejo político ysocial. Semejantes simplificaciones proporcionan el alivio de unacalificación moral y han servido para señalar los defectos más ob- .vios de una historiografía tradicional. Debe reconocerse, sin embar-go, que a pesar de estar concebidas como categorías de luchaideológica, su contenido analítico ha sido bastante pobre. Su apari-ción en las universidades ha obedecido a hechos sociales complejos.A veces se acompañan de una reflexión muy personal (search of the

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xxvi LAS CONVENCIONES CONTRA LA CULTURA

SOUI)13 y trasparentan el malestar producido por un confinamiento aca-démico que mantiene a distancia las tentaciones de figuración políti-ca. No pocas veces revelan también la necesidad de una justificaciónmoral ante la fatalidad de una promoción social por medio de las ins-tituciones universitarias.

Hasta ahora la historiografía ha tenido también un tratamientoparalelo, cuando no subsidiario, al de la historia literaria. La historiase incorpora como un fragmento de los períodos culturales que sir-ven para colocar en casilleros o moldes preestablecidos las obras li-terarias. De una manera similar a la obra literaria, la obra históricase toma como ejemplo de una sensibilidad o de una visión del mun-do. Aun cuando cada obra y cada autor pueden contemplarse en suindividualidad, existe un fondo común de influencias que los ads-criben a un período definido, como a un suelo nutricio del cual ex-traen sus elementos más característicos.

Este tratamiento ha hecho parte de una historia cultural o de unaconcepción del desarrollo general de las humanidades que cobijatanto a la historia literaria como a la historia del arte, la historia delpensamiento político, etc. La autonomía, más o menos reciente, dela historia del arte como de la historia literaria, sin referencias a uncontexto social, político o económico (aunque exista, claro está, unafloreciente historia social del arte) que les imponga el marco de unaperiodización ajena al hecho estilístico, se apoya en reflexiones teó-ricas sobre el lenguaje de las figuraciones artísticas14• Otro tantopuede decirse de la autonomía que ha cobrado la historia del pensa-

13 Véase, por ejemplo, la introducción de los ensayos del historiador peruano PabloMacera publicados como Trabajos de historia, Lima, 1977. Este escrito, intensamentepersonal, posee el mérito de la sinceridad. Cualidad ausente del todo en trabajoscon pretensiones teóricas.

14 En arte, la teoría que informa la reflexión histórica sobre los estilos es más tempra-na. Piénsese en Worringer, W61flin o Berenson. Hoy tal vez son más influyentesErwin Panofsky, Studies in Iconology: Humanistic Thernes in the Art of the Renaissance,New York, 1962 (la la. edic. original data de 1939), y E. H. Gombrich, Art and Illu-sion: A Study in the Psychology of Pictorial Representation, London, 1972. En teoríaliteraria, Northrop Frye, Anatorny of Criticisrn: Four Essays, Princeton, N. J. 1971(edic. original de 1957). Una comparación muy sugestiva entre géneros literarios yelaboración histórica en Fables of Identity, New York, 1963, p. 36.

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INTRODUCCIÓN xxvii

miento político o la historia de la ciencia y de las ciencias humanas15,

No hay duda de que estas reflexiones deben afectar las exposicionesde carácter historiográfico.

Hoyes concebible -algunos dirían que deseable y hasta nece-saria- una historia temáticamente unificada de Hispanoamérica16

,

En el siglo XIX dicha posibilidad era no sólo remota sino en modoalguno deseable. Cada fragmento del Imperio español que, por azaro por designio o por la necesidad de ciertos factores históricos, en-frentaba un destino como nación, rechazaba obstinadamente la idea

15 Para la historia del pensamiento político informado de una teoría sobre las con-venciones que rodean el lenguaje político en un momento dado, véase QuentinSkinner, «Meaning and Understanding in the History of Ideas», en History andTheory, 8:1 (1969), pp. 7-53, YJ.G.A. Pocock, Polities, Language and Time: Essays onPolitieal Thought and History, London, 1973. En la historia de las ciencias y de lasciencias humanas, los conceptos de paradigma (Kuhn) y de épisteme (Foucault) hanbuscado definir una temporalidad particular para los objetos de su reflexión. Parala historiografía, Hayden White ha elaborado, a la gran maniera, una complejateoría sobre las estructuras profundas de la 'imaginación histórica. Véase Metahis-tory. The Historieal Imagination Century Europe, Baltimore-London, 1973, y los ensa-yos reunidos en Topies ofDiscourse. Essays in Cultural Criticism, Baltimore-London,1978.

16 Tulio Halperin Donghi, «Para un balance del estado actual de los estudios de his-toria latinoamericana», en HISLA, Revista Latinoamericana de Historia Económica ySocial, No. 5, primer semestre 1985, pp. 55-89. Como lo muestra este artículo, laindustria académica de las universidades norteamericanas domina de una maneraincontrastable el campo historiográfico latinoamericano. Sus ventajas proceden deque allí los especialistas pueden beneficiarse no solamente de innovaciones temá-ticas y metodológicas en otras áreas de la historiografía sino que su visualizaciónde América Latina tiene que ser global. Aunque en América Latina ha ido creciendoel interés por debates sugeridos por los trabajos norteamericanos, la comunicaciónacadémica entre los mismos países latinoamericanos sigue siendo pobre. Otro pro-blema que sugiere el artículo consiste en que la incidencia de trabajos latinoameri-canos en el mundo académico norteamericano es casi nula. Las exigencias de unacarrera universitaria en Estados Unidos se refiere a los estándares de su propiaproducción, jamás a los tratamientos o a las razones por las cuales en un país dadodomina una serie de problemas. En cada país latinoamericano suele haber muchamás coherencia en las preocupaciones historiográficas de las que puede mostraruna obra sobresaliente o que ha merecido la atención de revistas especializadasnorteamericanas. Piénsese, por ejemplo, en la labor del IEP en Lima o en el CentroBartolomé de las Casas, en Cuzco.

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xxviii LAS CONVENCIONES CONTRA LA CULTURA

de que tuviera algo en común con los demás fragmentos. Surgía asípara céE.da uno la trama de una historia única, teñida a veces deacentos providenciales, a veces pesimista y hasta con ribetes trá-gicos. I1as querellas intestinas poseían la intimidad de una historiade faInAilia e iban jalonando los pasos de un destino irrevocable yúnico.

Per,'o si se prescinde de las complejidades dramáticas de la trama,¿no SOI:l1en el fondo estas historias una experiencia común hispanoa-merica..tna? En otras palabras, ¿no hablan un mismo lenguaje? Si elanálisi -s de las historias nacionales se desplaza desde su encadena-miento factual hacia los medios de su representación narrativa, si ladiversi: idad de «historias» se toma como un texto único para mostrarlas cOITl.vencionescon las cuales se construyen, muy pronto se revelaque es-.te procedimiento no constituye un artificio de tipo estructura-lista 17, ~ sino una posibilidad de reflexionar teóricamente sobre el fe-nómer:no de las «historias patrias».

El análisis del relato histórico del siglo XIX debe incorporarsedentro de una reflexión más general sobre las formas narrativas. Lacríticaa y la teoría literarias colocan en el centro de sus problemas lamime: sis o figuración de la realidad18

• Por su parte, el relato históricoparecBe estar colocado, como lo observaba Roland Barthes19, «bajo lacauciG'>n imperiosa de lo real». Es decir, aparentemente la estructuraverba-J del discurso histórico no puede divorciarse de su función fi-guratiiva o de representación de la realidad. En todo análisis histo-riografico la preocupación por el contenido desdeña la forma y poreso n,_o se percibe la familiaridad del relato histórico con todas lasformC!:3silusorias mediante las cuales el siglo XIX se complacía en crearun efescto de realidad: el diario íntimo, la literatura documental, la no-ticia 8Sensacionalista, el museo histórico, la invención de la fotogra-

17 El - procedimiento ha sido sugerido por la crítica de M. Foucault de los conceptos detrQtldición, influencia, desarrollo y evolución para filiar el linaje intelectual de una obra.Va.éase Archéologie du savoir, París, 1969, pp. 25 Yss.

18 Vaéase al respecto la obra clásica de Erich Auerbach, Mimesis. The Representation 01Raelllity in Western Literature, Princeton, N. J., 1968.

19 V. -éase «Le discours de l'histoire», en Poetique, No. 49, febrero de 1982, p. 13.

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INTRODUCCIÓN xxix

fía, etc?o.En Hispanoamérica habría que agregar, por razones quese verán más adelante, la literatura y los dibujos costumbristas.

Estas observaciones han sugerido un paralelismo entre las estra-tegias de representación de los historiadores del siglo XIX y la «revi-sión de los sistemas de representación que se operaron en variasformas de espectáculo que condujeron hasta la invención de la foto-grafía»21.El realismo histórico obedecería también a unas formas derepresentación, a ciertas convenciones básicas capaces de transfor-mar la experiencia bruta, atomizada, de los hechos sociales, parahacer posible su transposición coherente en el relato. De la mismamanera que la representación visual nos enseña a ver la realidad(del paisaje, por ejemplo) de un cierto modo, la historia, construidamediante convenciones narrativas, nos compele a ver la realidadsocial y política de una cierta manera. Las convenciones con las cua-les se construye la representación histórica y que operan en nuestrapercepción de la realidad social y política no están constituidas porel mensaje explícitamente ideológico del relato. Se trata más bien dellenguaje o de los lenguajes destinados a procurar un acercamientode la realidad social. La calidad de la representación depende enton-ces de la riqueza de las convenciones adoptadas, del refinamiento oenriquecimiento del lenguaje o los lenguajes.

Cuando el relato histórico se incorpora dentro de una reflexiónsobre las formas narrativas, o sobre sus procedimientos formales,parece forzoso tomar como ejemplo las obras históricas del siglo XIX,tributarias todavía en este sentido de una historiografía clásica. Ro-land Barthes percibía claramente, sin embargo, «el desdibujamiento(si no la desaparición) de la narrativa en la 'Cienciahistórica con-temporánea». La intelección y no la pintura o la reproducción de la

20 Recientemente, Stephen Bann, The Clothing of Clio: A Study of the Representation ofHistory in Nineteenth Century Britain and France, Cambridge, 1984, ha retornado estaobservación de R. Barthes y encarado con ella el análisis de aspectos de la obra deRanke, Barante, Michelet y Macaulay. Asocia los efectos de realidad (effet du réel) delos historiadores con los que quería producir la taxidermia, la disposición de losobjetos en el museo de Cluny (en París) por Sommerard, la pintura histórica deDesmarais, los caprichos arquitectónicos de sir Walter Seott en su residencia o elespectáculo de los diorama.

21 Véase «Le discours de I'histoire», op. cit.

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xxx LAS CONVENCIONES CONTRA LA CULTURA

realidad, en la que el orden del relato quiere reproducir el de losacontecimientos, sería el signo de una ciencia histórica contemporá-nea, de la historia-problema, tal como la postulaba Lucien Febvre22• Elacceso a lo inteligible, según Barthes, no son ya las cronologías sinolas estructuras. Aunque colocar la historia bajo el signo del estructura-lismo atrae otro problema: el de la calidad ilusoria de la representa-ción temporal. Esta representación, lo mismo que la de la realidad,depende de la secuencia de los hechos representados y de convencio-nes narrativas que abrevian o prolongan las secuencias a voluntad.

En estos ensayos se han tomado ejemplos de las obras de unospocos historiadores surhispanoamericanos del siglo XIX. Esta elec-ción no ha sido del todo arbitraria, pues parece existir un consensoen cada país sobre la calidad de los historiadores nacionales porexcelencia. Me refiero a ejemplos y no a la obra de cada uno aisla-damente considerada. Aunque cada historiador posee rasgos carac-terísticos y su obra revela peculiaridades culturales locales o traduceun entorno político propio, el esfuerzo debe recaer en hacer eviden-tes las raíces de una tradición historio gráfica común.

Los historiadores hispanoamericanos se referían constantementea los europeos23

• Todos tenían acceso a los mismos autores, casi siem-pre franceses, y esto plantea un problema respecto a la recepción deconvenciones y modelos europeos. Pero entre ellos mismos había tam-bién referencias cruzadas. Nexos ideológicos, afinidades generacio-nales, exilios, experiencias históricas comunes o incompatibilidades,reales o supuestas, invitaban a tales referencias. El general BartoloméMitre no sólo mantuvo una nutrida correspondencia con sus colegaschilenos (había compartido una celda en una cárcel de Santiago condon Benjamín Vicuña Mackenna) sino que don Diego Barros Arana lehacía llegar un ejemplar de la obra del colombiano José Manuel Restre-po que le iba a servir para contrastar el proceso revolucionario de supaís con el de la Gran Colombia. Restrepo, a su vez, no podía perder

22 Véase Combats pour l'hístoíre, París, 1965, pp. 22-23: «Pas de probleme, pas d'his-.toire».

23 Puede observarse, de paso, que no de otra manera procedían los clásicos de la his-toriografía norteamericana, George Bancroft, John L. Motley o Francis Parkman.Véase David Levin, Hístory as Romantíc Art, Stanford, 1959.

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INTRODUCCIÓN xxxi

de vista la obra del venezolano Rafael María Baralt al ampliar suhistoria de la revolución colombiana. Gabriel René Moreno no sólo fuediscípulo de los chilenos sino que en su obra sobre Bolivia se adviertela presencia silenCiosa de Miguel Luis Amunátegui. Amunátegui, a suvez, había formulado las ideas esenciales que su condiscípulo y ami-go Diego Barros Arana, que lo sobrevivió varios lustres, iba a desarro-llar en la minuciosa narrativa de su Historia Jeneral de Chile. El peruanoPaz Soldán citaba largamente a Mitre, a Vicuña Mackenna y aun losdistantes artículos que Juan García del Río había publicado en el Reper-torio Americano, en Londres. El ecuatoriano Federico González Suárezse apoyaba en José Manuel Groot y mantenía una expectativa sobrela aparición de cada volumen de la Historia Jeneral de Barros Arana,mientras escribía su propia Historia general de la República del Ecuador.

, L?J.élite intelectual hispanoamericana sentía como algo común elépos patriótico de la Independencia. Valoraciones divergentes de epi-sodios y personajes contribuían a crear, sin embargo, una fronteraintangible que se iba sumando a las fronteras geográficas de comu-nidades imaginadas, para adoptar la expresión con la que B. Andersondesigna a las nuevas naciones. Desterrado en Lima, después de ha-ber sido derrocado como presidente de los Estados Unidos de Co-lombia, el gran general Tomás Cipriano de Mosquera escribía unacarta a Mariano Felipe Paz Soldán el 14 de noviembre de 1869, en elmomento de la aparición del primer volumen de la Historia del Perúindependiente. En ella debatía la interpretación del historiador perua-no sobre la anexión de Guayaquil a la Gran Colombia en 1822. Mos-quera, como secretario de Bolívar, y sobre todo su hermano, donJoaquín, como diplomático, habían tenido participación en este epi-sodio. En su carta, Mosquera expresaba con precisión las expectati-vas de las élites hispanoamericanas con respecto a la historia:

El acucioso empeño que ha tenido Ud. para hacer una colección tanabundante de documentos para escribir la historia del Perú es unalabor muy recomendable y felicito a Ud. por el empeño que ha to-mado en dejar al Perú su interesante obra: ella y las otras escritasque se han publicado en diferentes memorias e historias de la gran-de epopeya de la revolución hispanoamericana, son materiales quepreparan a un historiador del siglo veinte los datos indispensablespara escribir en esa época remota una historia imparcial, y no fal-

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xxxii LAS CONVENCIONES CONTRA LA CULTURA

tará para entonces un Prescott que deje a las generaciones futurasla narración verídica de los acontecimientos del mundo americano,cuando dejó de ser colonia para constituir las nuevas repúblicas. Alos contemporáneos nos toca referir lo que cada uno ha presencia-do, para que un juez imparcial presente el cuadro verídico de lahistoria de la época de que nos ocupamos, porque no todos loshombres ven con claridad la parte moral o política de los aconteci-mientos que se refieren, y por eso ha dicho Volney que en la historiano hay más cosa realmente verídica que la existencia de ciertos per-sonajes y hechos irrevocables como por ejemplo entre nosotros laproclamación de la independencia y las batallas memorables de Bo-yacá, Carabobo, Bomboná, Pichincha, Junín y Ayacuch024.

Los historiadores del siglo XIX trabajaban con la convicción deque una biografía o un trabajo monográfico constituían apenas laspiedras aisladas de un gran edificio futuro. Esta imagen suben ten-día la confianza en.que una narrativa detallada, completa, desplega-ría la significación global de la historia. La tarea se reservaba en elsiglo XIX no al historiador a secas, que estaba encargado de la laboringrata y un poco menial de acopiar materiales, sino al historiador-filósofo. Éste era el encargado de encontrar la ubicación exacta delos materiales, asignando el valor de cada uno o rechazándolos sieran inadecuados a su propósito, de establecer los nexos entre ellosy su cronología, lo cual debía poner en evidencia no sólo una merasucesión temporal sino también una sucesión causal y, por ende, unainterpretación. Era una labor de elección refinada en que unos he-chos se promovían al rango de causas y otros se desechaban. Comotal, debía ser una tarea durable y ojalá definitiva.

La magnitud de la obra de los historiadores que se mencionan ysu carácter acabado, en algunos casos, les otorgaron a éstos el reco-nocimiento por parte de sus contemporáneos. A pesar de los queclaman contra el sacrilegio, su tarea puede y deber ser rehecha. Peroobras como la de Miguel Luis Amunátegui o la de Gabriel René Mo-reno son buenos ejemplos de las sugerencias que ofrece esta histo-riografía como un material en el que todavía podamos sumergimos

24 Reproducida en Mariano Felipe Paz Soldán, Historia del Perú independiente, segundoperíodo, T. 2, Lima, 1874, p. 209.

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INTRODUCCIÓN xxxiii

con una información más amplia o con conceptos más precisos. Elloscrearon para su propia época un horizonte histórico e incorporaronen ella formas peculiares de representación.

Sin duda, y éste es el tema central de los presentes ensayos, pue-de reprochárseles el haber divorciado muy a menudo su interpre-'tación de los hechos de la red de significaciones originales de supropia cultura. Por tal razón sus análisis políticos tenían casi siem-pre un sentido puramente formal, centrado en examinar el conteni-do moral de los comportamientos y no su adecuación a una cultura.La relación entre el «cosmos inteligible de la cultura»25 y el caos deincidentes de la política quedaba así invertida. Como resultado, unacultura que se asentaba en elementos heteróclito s y aparentementeinconciliable s era negada deliberadamente.

En vez de incorporar la cultura a la política, la historiografía delsiglo XIX se contentaba con operar la unificación o la compresióndel campo histórico en el momento elegido como origen. La gesta, elmomento único de la virtud heroica, sustituía el resto=delpasado. Enun caso extremo, el del peruano Mariano Paz Soldán26,el relato parecedesarrollarse en un vacío geográfico, en el que toda la vasta dimensiónde los Andes queda reducida a la representación esquemática de ope-raciones militares y campos de batalla. Divisiones y batallones homo-géneos y anónimos crean una impresión ficticia de unidad entre lasantiguas castas sociales. El momento heroico no sólo llenaba el pasadosino que podía extenderse también a la historia presente y futura.Cualquier aspiración política podía proyectarse en ese momento semi-nal en donde la simplicidad del mensaje, la nitidez de las virtudes o laclaridad de las ideas representaban un paradigma único.

25 Antropólogos como Clifford Geertz o Marshall Sahlins conciben la cultura comoun sistema de significaciones específicas al cual deben referirse, para su interpreta-ción, acontecimientos, conductas o instituciones. Fuera de un sistema simbólicodado, de una cultura, los hechos que se producen en ella adquieren una Significa-ción arbitraria. Véase C. Geertz, The Interpretation of Cultures, New York, 1973,p. 14: «As interworked systems of construable signs (what, ignoring provintialusages, I would call symbols), culture is not a power, something to which socialevents, behaviors, institutions or processes can be casually attributed: it is a context,something within they can be intelligibly -that is, thickly- described».

26 Mariano Felipe Paz Soldán, Historia del Perú independiente, 3 vols., Lima, 1868-1870.

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Capítulo 1LAS CONVENCIONES CONTRA LA CULTURA

LA RAZÓN FILOSÓFICA Y LA RAZÓN FILOLÓGICA: EL DEBATEBELLO-LASTARRIA (1844-1848)

A finales de 1875, don Diego Barros Arana escribía a su amigo elgeneral Bartolomé Mitre, con quien mantenía correspondencia des-de su pasQ por Buenos Aires, en 1859:

He leído en la 'Revista Argentina' los artículos de López sobre elaño 20. He al;\íuna literatura histórica que no puede agradar a losque tenemos la costumbre de estudiar documentos, comprobar lasfechas, etc. Siempre he creído que lo que se llama historia filosóficaes el asilo de los que no quieren entender la historia, de los que _quieren hacer de esta ciencia un conjunto de generalidades y dec1a-~io!\~s __\ragas e inútiles. Yo no sé si usted recuerda la polémicaque sobre este punto sostuvo Don Andrés Bello en 1847 con Lasta-rria y otros escritores chilenos, combatiendo ese género de historiafilosófica. A pesar del prestigio de tan gran maestro, los que en Chi-le nos hemos dedicado a estudiar y a escribir la historia, sobre todoAmunátegui y yo, hemos tenido que batallar largo tiempo para de-mostrar que la historia sin hechos bien estudiados y sin documen-tos, es completamente inútil y absurda1

.

No era la primera vez que Barros Arana evocaba esta famosa po-lémica, ni sería la última2

• En 1905, casi al final de su vida, se com-placía en comprobar el triunfo completo del punto de vista de Bello,

1 Archivo del General Mitre. Correspondencia literaria, 1859-1881, T. 20, Buenos Aires,1912, p. 80.

2 D. Barros Arana, Un decenio de la historia de Chile, 1841-1851, Santiago, 1905. T. n,p. 448.

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2 LAS CONVENCIONES CONTRA LA CULTURA

lo cual debía atribuir en no pequeña parte a la publicación de su mo-numental Historia Jeneral de Chile (1884-1902). En esta carta a Mitre,el historiador chileno confirmaba la impresión del expresidente so-bre Vicente Fidel López, un autor que escribía la historia «sin do-cumentos»3.

La mención de Bello, «tan gran maestro», quería poner las cosasen su punto, pues Mitre había escrito un ambiguo elogio en unacarta anterior. Don Andrés Bello era para Mitre el prototipo del «ver-dadero sabio Americano»: «Talento de asimilación, espíritu enciclo-pédico, vulgarizador elegante y metódico de tareas ajenas, que soloha sido original en materia de lengua castellana». La disminucióndeliberada de la estatura del maestro de los chilenos hacía parte delestilo de condescendencia en que el historiador-presidente incurríaa veces con sus colegas del otro lado de los Andes. La alusión a laúnica originalidad de Bello, en materia de lengua castellana, no eraun elogio excesivo en boca de un escritor argentino. Era más bien unviejo reproche que recordaba las polémicas que los emigrados de ladictadura de Rosas residentes en Santiago habían sostenido con elmaestro sobre la insoportable opresión de la gramática4. Por su par-te, Barros Arana recordaba sutilmente a su colega argentino que lasdificultades que este encontraba en su propio medio hacía ya unageneración que se habían presentado y casi dirimido en Chile. Y to-davía faltaban seis años para que se concretara una polémica similarentre Mitre y Vicente Fidel López, a raíz de la publicación de la His-toria de Belgrano, de aquél.

La intimidad del intercambio entre los dos historiadores nacio-nales por excelencia en su respectivo país señala las corresponden-cias que habían enlazado la historia intelectual de Chile y Argentinadesde las guerras de la Independencia. La migración argentina enChile durante la época de Rosas se habían convertido en un acicatepara el surgimiento de la generación literaria de 1842.Tanto Domin-go Faustino Sarmiento como Vicente Fidel López (Mitre llegó mástarde) se encontraron entre los exiliados de los años 40 y asistieron-y tal vez atizaron- a la polémica entre Bello y José Victorino Las-

3 Archivo del General Mitre, T. 20, p.72.4 Allen Woll, A Functional Past, op. cit., pp. 12-13.

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LAS CONVENCIONES CONTRA LA CULTURA 3

tarria. Más adelante, el recuerdo de esos años permitió a los histo-riadores chilenos ser acogidos en Buenos Aires por Mitre, Sarmientoy otros intelectuales, y mantener con ellos una correspondencia y unnutrido intercambio de libros.

E! argentino Vicente Fidel López parece haber conservado intac-to el espíritu que había animado las declamaciones de una genera-ción chilena anterior. Existe también un paralelismo evidente entrelas convicciones del chileno José Victorino Lastarria en 1844y las delargentino José Manuel Estrada casi veinte años más tarde. Ese espí-ritu y esas declamaciones compartían la impaciencia de un radicalis-mo racionalista frente a los trabajos eruditos a los que Mitre y BarrosArana dedicaban sus esfuerzos.

El debate Béllo-Lastarria posee muchas versiones. En casi todasaparece como el enfrentamiento entre una cierta ambición interpre-tativa y un empirismo estrecho que se limitaba a recomendar el usoriguroso de las fuentes y la reconstrucción paciente de los hechos. Elmismo Barros Arana, en sus recuerdos de 1905, reducía los argu-mentos de Bello a una ortodoxia triunfante y apenas razonable:

Hoy, cuando los principios sostenidos por Bello no encuentran, nipueden encontrar contradictor razonable, esos escritos se leen enbusca de buena y agradable teoría literaria5

..

Según algunos, la influencia de tales recomendaciones imprimióuna huella profunda en la historiografía chilena. En ella ha domina-do el tono menor y se ha rehuido la pretensión de las grandes sínte-sis o de las explicaciones desmesuradas que responden a un espíritu«tropical y exaltado», Una versión menos favorable ve en ello unalimitación, pues la historia ha sido despojada de cualidades estéti-cas, para quedarse en una erudición seca y sin expresión6

,

5 Un decenio en la historia de Chile, T. n, p. 448.6 Guíllermo Feliú Cruz, «Interpretación de Vicuña Mackenna: un historiador del si-

glo xaX», y Julio César Jobet, «Notas sobre la historiografía chilena», en Atenea,número dedicado a historiografía chilena, Santiago, s.f. También Feliú Cruz, Historio-graJfa colonial de Chile, T. 1,Santiago, 1958.El reproche más insistente en este sentidoproviene de Francisco Antonio Encina, una especie de furibundo Nietzsche-Gobi-neau criollo, que parece haber dado una importancia superlativa al cerebro ya

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4 LAS CONVENCIONES CONTRA LA CULTURA

Después de una residencia de veinte años en Inglaterra, el vene-zolano Andrés Bello había llegado a Chile a comienzos de la era dePortales y adherido discretamente al régimen pelucón. Como mentorintelectual de la naciente república, su labor intelectual culminó conla fundación de la Universidad de Chile, de la cual fue el primerrector. Unos años antes (1834-1836), José Victorino Lastarria habíaasistido a clases de gramática y Derecho Romano que Bello dictaba ensu casa7

• Pero en 1871,al referirse a la actividad intelectual del períodoliberal (1823-1829),sostenía que «todo aquel gran movimiento deprogreso y de emancipación intelectual comienza a declinar con lainfluencia de don Andrés Belloen nuestras aulas hacia el año de 1833».Lo llamaba también «corifeo de la contrarrevolución intelectual»8.

Tales observaciones del fundador del partido liberal chileno ha-cían parte de una compleja relación con el maestro en la que se al-ternaban expresiones de respetuosa veneración y de reproche. En1868, por ejemplo, al prologar una Miscelánea de sus escritos históri-cos, Lastarria escribía: «Mis estudios me habían llevado a conclusio-nes que casi siempre eran rechazadas por mi maestro, cuando noguardaba silencio, y rara vez apoyadas por él o dilucidadas»9.

Frente al papel institucional de la labor de Bello, Lastarria apare-ce como la cabeza visible de un grupo literario congregado espontá-neamente a su alrededor. Para su fundador, el grupo no había tenido

origen en influencias sociales ni en hechos históricos anteriores ysobrevino como una reacción casi individual, que tuvo que prepa-rar por sí misma y sin elementos el acontecimiento que iba a pro-ducir, al través de todas las dificultades políticas y sociales10.

(Continuación Nota 6)las funciones cerebrales -las suyas- y que consideraba a los restantes chilenos-en elpasado y en el presente- como muy defectuosos con respecto a este impor-tante órgano. Los del siglo XIX eran «criollos de cerebros bastos e impermeables».Véase «Breve bosquejo de la literatura histórica chilena», en Atenea, pp. 27-68.

7 Alejandro Fuensalida Grandón, Lastarria y su tiempo (1817-1888). Su vida, sus obrase influencia en el desarrollo político e intelectual de Chile, Santiago, 1911.

8 José V. Lastarria, Recuerdos literarios, Santiago, 1885, p. 16.9 «Estudios históricos», en Obras completas, T. VII, Santiago, 1909, p. 4.10 Recuerdos literarios, p. 4.

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LAS CONVENCIONES CONTRA LA CULTURA 5

La insistencia en la absoluta espontaneidad de un movimientode regeneración intelectual, nacido sin ataduras a ninguna tradicióny en un terreno estéril, es característica. Era la oposición consciente,de aires cosmopolitas, al encerramiento político de la era de Portalesy la respuesta de una nueva generación intelectual al sentido comúny la estrechez provincianos. Los modelos que ésta adoptaba pararepudiar tanto una política como una sociedad que la ahogaban pro-venían del romanticismo liberal francésll.

Con el correr de los años, la Sociedad de Literatura que aparecióen 1842, emparentada, por la influencia de los inmigrante s argenti-nos, con el Salón Literario de Buenos Aires, sería identificada con elmovimiento germinal de la vida literaria chilena en el siglo XIX. En1843, la sociedad invitaba al estudio de una «filosofía de la historia».Tal preocupación se había originado en la lectura de las Ideas de Her-der, recomendada por otro asociado de Bello, Juan García del Río12,A partir de entonces, Lastarria y los miembros de la Sociedad esgri-mieron la «filosofía de la historia» como un arma más en su luchacontra los hábitos sociales y mentales dominantes.

Qué fuera esa filosofía de la historia, vino a concretarse en dosMemorias de Lastarria y en un discurso de Jacinto Chacón en defensade éste, entre 1844 y 1847. Bello le había encargado a Lastarria queelaborara la primera de una serie de Memorias históricas previstas enlos estatutos de la universidad recién fundada. Lastarria redactó unasInvestigaciones sobre la influencia social de la conquista y del sistema co-lonial de los españoles en Chile13

• En esta obrita, Lastarria se esforzabaen demostrar que el pasado colonial se hallaba aún vivo en el «espí-ritu social» y en las «costumbres» del pueblo chileno. Por lo demás,nada recomendaba este pasado. El había anonadado y envilecido alpueblo chileno, pues estaba calculado para producir tal efecto. Noera pues de extrañarse que los acontecimientos mismos de la Inde-pendencia, en sus primeros momentos, hubieran sido tocados por el

11 Allen Woll, A. Functional Past, pp. 13 Yss.12 ¡bid. p. 27, García del Río conocía esta obra desde la aparición de la edición francesa

(en la traducción de Edgar Quinet de 1827) y había sacado de ella un epígrafe parasus Meditaciones colombianas.

13 Obras completas, T. VII.

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6 LAS CONVENCIONES CONTRA LA CULTURA

pasado, «sombrío y sin movimiento». La reflexión de este filósofo,que contaba entonces con 27 años, invitaba a la demolición sistemá-tica del pasado que seguía encadenando los hábitos mentales y po-líticos de los chilenos. En 1868, el mismo Lastarria interpretaba susintenciones de juventud como un combate contra «Los elementosviejos de nuestra civilización». Había buscado «combatir el pasadocolonial, hiriéndolo, chocándolo, sublevando contra él las antipatíasd 1 ., 14e a nueva generaCIOn» .

El conocimiento superior que Lastarria y su generación se atri-buían como filósofos de la historia estaba alimentado por una vi-vencia primaria de lo que ellos contemplaban como «civilización» y«costumbres» del pueblo chileno. Esta realidad cultural, que paraellos resultaba opresiva, debía ahorrarles el seguir paso a paso, conuna investigación detallada, un proceso cuyos resultados aparecíana la vista. «El sistema colonial se apoyaba (...) en las costumbres ymarchaba con ellas en íntima unidad y perfecta armonía». La revolu-ción misma no había constituido un movimiento regenerador, por-que el pueblo se aferraba a «su espíritu social» ya sus «costumbres».

Casi veinte años antes, Juan García del Río se expresaba de unamanera similar, pero buscando defender ante los europeos la tareade los próceres americanos. Para obtener la independencia, ellos ha-bían debido «disipar las preocupaciones de toda especie de que es-taba imbuida la masa general de los habitantes». Reconocía, eso sí,que no se podían cambiar súbitamente hábitos arraigados y prejui-ci~·s(<<preocupaciones»)añejos. Por eso,

aunque sea cierto que hemos arrojado muchos de los vergonzososandrajos con que nos vistieron el despotismo y la superstición; aun-que no pueda negarse que nuestras almas han recibido en ciertomodo un nuevo temple en la escuela de la revolución, y en la nuevacarrera de actividad que en todo género se nos ha abierto; aunquesea indudable que nuestros hábitos, nuestras costumbres, y todo eltono y aspecto de la sociedad han cambiado y mejorado (...) conser-vamos todavía no pequeña parte de la herencia que nos legaronnuestros padres. Se necesitan todavía muchas y graves reformas en

14 [bid. pp. 1, S, 7.

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LAS CONVENCIONES CONTRA LA CULTURA

todo cuanto conduce a la felicidad doméstica, social y pública: senecesita dar grandes hachazos al árbol corpulento de la supersti-. , di. 15clOny e as preocupaclOnes .

7

¿En qué consistían esas costumbres que presentaban una resis-tencia tan obstinada al desarrollo de «leyes morales» aptas para unademocracia? Simplemente en los hábitos sociales de una sociedadagraria, en la predisposición del espíritu colectivo a la credulidad ya la sumisión y, por ende, en la tendencia a un conservadurismorutinario sobre el cual se habían calcado instituciones autoritarias.Lastarria admitía que dichas costumbres «eran simples y modestas,es verdad, pero antisociales, basadas sobre errores funestos y sobretodo, envilecidas y estúpidas bajo todos aspectos: su sencillez era laesclavitud». Esta idea permitía a Lastarria poner en entredicho lagesta misma de la Independencia, «esos hechos heroicos que tantohalagan nuestro amor nacional», por cuanto la Independencia de lascolonias españolas no podía derivarse, como en Norteamérica, de lapropia civilización y las propias costumbres16

No iba a ser ésta la última vez que se expresara una admiraciónsin reservas por la preparación de las colonias anglosajonas para lalibertad y la democracia, en contraste con la situación de los puebloshispanoamericanos. Para Lastarria, libertad y democracia eran enEstados Unidos frutos naturales de una evolución histórica que habíareconocido siempre la participación ciudadana en los asuntos pú-blicos. Por el contrario, los valores del humanismo republicano, cuyatradición se ha identificado con la influencia de Maquiavelo17

, sólopodían discernirse en Hispanoamérica dentro de una minoría educa-da. Por tal razón, el venezolano Baralt, como el colombiano Restrepo,el chileno Vicuña Mackenna o el peruano Paz Soldán contrastabanla virtud que podía cultivarse en la participación de los asuntos pú-

15 Juan García del Río, «Revista del estado anterior...», en El Repertorio Americano, T.I,pp. 251 Y252.

16 Ibid. pp. 129, 134, 70 Y28.17 Sobre esta tradición, véase el influyente libro de J.G.A. Pocock, The Machiavellian

Moment: Florentine Political Thought and the Atlantic Republican Tradition, PrincetonUniversity Press, 1975. También «The Machiavellian Moment Revisited: A Studyin History and Ideology», en Journal ofModern History, No. 53, 1981.

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8 LAS CONVENCIONES CONTRA LA CULTURA

blicos con el reverso de la medalla: la amenaza inminente de turbasincontroladas.

El progresismo de Lastarria y de la Sociedad de Literatura exhi..;bía un antihistoricismo profundo en el rechazo global de la tradiciónespañola y en una cautela inequívoca con respecto a la generaciónde la Independencia. La generación de 1842 quería planear libre ysin ataduras sobre todas las épocas de la humanidad, reunidas parasu conveniencia en manuales históricos franceses. Por eso podía con-templar con absoluto desdén las épocas oscuras, como la de la Coloniaespañola, y complacerse más bien con las cimas que había alcanzadola humanidad. Mediante un acto radical de negación, Hispanoaméricadebía asociarse, según ellos, con esta visión luminosa. La obstinadafijación en la doctrina del progreso subordinaba toda interpretacióndel pasado a las expectativas sobre el futuro. El pasado era tan solo,en el mejor de los casos, un espectáculo lamentable de envilecimien-to: oscurantismo y opresión y: en el peor, una influencia todavía ac-tiva que debía extirparse.

En la respuesta de don Andrés Bello, en la que condenaba concierta moderación y bonhomía estas doctrinas, parece convenientedistinguir dos aspectos. Uno relativo al problema propiamente histo-riográfico o la discusión, hasta ahora la más obvia, sobre los métodoshistóricos. El otro, un debate implícito sobre el significado de la cul-tura americana. En una reseña sobre la Memoria de Lastarria de 1844,Bello hacía hincapié en el último problema, en tanto que dos artícu-los de 1848 se refieren casi íntegramente a la cuestión metodológica lB.

La argumentación de Lastarria tendía a subordinar la metodolo-gía de la investigación histórica a su percepción de las inferioridadesculturales del pueblo chileno. La percepción contemporánea debíaservir como piedra de toque para un juicio inequívoco sobre el pa-sado. El análisis de las inferioridades como una fuente de reflexión

18 Andrés Bello, «Investigaciones sobre la influencia de la conquista y del sistemacolonial de los españoles en Chile», en El Araucano, Nos. 742 y 743, Santiago, 8 y 15de noviembre de 1844. «Modo de escribir la historia», en El Araucano, No. 912, 28de enero de 1848. «Modo de estudiar la historia», en El Araucano, No. 913, 4 defebrero de 1848. Reproducidos en Obras completas, Santiago, 1874, T. VII, pp. 107Yss. En la. edición venezolana, T. XIX,pp. 231-242 Y245-252.

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LAS CONVENCIONES CONTRA LA CULTURA 9

«filosófica» debía ahorrar un seguimiento histórico, puesto que loshechos no podían sino oscurecer la aprehensión inicial y dilatar eljuicio definitivo sobre la «deformidad, la incongruencia, la inepti-tud» de la civilización legada por España.

Bellomatizaba mucho más su argumentación con respecto al pro-blema cultural. No creía en la polaridad absoluta en el conflicto mis-.mo de la Independencia entre «dos ideas, dos tipos de civilización»,sino que se inclinaba a ver en él una competencia política. La secretaidentidad de los actores de la contienda no podía justificar la idea deuna «inferioridad» o de un «envilecimiento» de los pueblos sujetosa España. Estos pueblos eran otra «Iberia joven», que conservaba «elaliento indomable de la antigua». Incluso proponía como problema,no como certidumbre, la forma en que la raza había modificado larevolución en los diferentes países americanos.

Sin embargo, no existía un abismo entre sus propias concepcio-nes de la cultura americana y las de Lastarria, probablemente por elhecho de que éste se limitaba a exagerar las enseñanzas del propioBello. Inspirándose en Benjamín Constant, Bello distinguía entre laindependencia política -logro de las gestas guerreras- que habíaconducido a deshacer la opresión (libertad negativa de Constant), yla libertad, confinada al ámbito privado y a las relaciones socialesconcretas. Para él, la independencia era un principio «espontáneo»,es decir, la reacción inmediata frente a una situación de opresión. La.libertad, en cambio, era un producto cultural, de germinación la-boriosa y lenta. Por eso en Hispanoamérica se presentaba como unproducto adventicio, «artificial», derivado de la contemplación deculturas ajenas. La libertad era el fruto del imperio de las leyes, lascuales debían sancionar y adaptarse a costumbres ya establecidas.Las leyes dictadas por los congresos americanos obedecían «sin sen-tido, a inspiraciones góticas», y buena parte de la legislación espa-ñola había sobrevivido a la Independencia. El sometimiento a leyesque garantizaran la libertad sólo podía surgir cuando las relacionessociales fueran más fluidas o en todo caso de una arcilla más dúctilque los «duros y tenaces materiales ibéricos»19.

19 A. Bello, Obras completas; Caracas, 1957, T. XIX,pp. 161 Yss.

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10 LAS CONVENCIONES CONTRA LA CULTURA

Bello personificaba simultáneamente el ámbito intelectual en quese habían movido los próceres de la Independencia americana y elrepliegue autoritario en el que se habían refugiado frente a las dificul-tades de la construcción de un Estado. Para una generación posterior,la atracción hacia las gesta s de la Independencia se contrapesabacon la repulsión hacia las disensiones y las pasiones que aquéllashabían dejado detrás de sí. Lastarria mostraba esta perplejidad alocuparse inicialmente más bien de una oscura época colonial, en laque veía las raíces de los males contemporáneos. Por eso él reser-vaba a su generación una misión no menos heroica que la de lospróceres: la comprensión de acontecimientos que éstos habían des-encadenado sin obedecer sino a meras «aserciones y esquemas em-píricos»:

Nuestra revolución -afirmaba- no podía ser completamente rege-neradora ni terminarse tampoco en la última batalla en que triunfaronlos independientes, porque el pueblo solo pretendía emanciparsede la esclavitud sin renunciar a su espíritu social ni a sus costum-bres20.

La generación de Lastarria, que había visto congelarse la revo-lución en instituciones conservadoras, no podía hacer justicia a laacción revolucionaria. Veía en ella una mera acción empírica, sinreglas que hubieran servido para prever y orientar el futuro. Su as-piración consistía entonces en dotada de un sentido más general,aquél que había sido previsto por la Ilustración europea. Con ello sepretendía llenar un vacío con una tradición cultural extraña, pormás que ésta se presentara como un movimiento general de la hu-manidad. Bello expresaba ideas similares pero moderadas, con elconvencimiento de que una tradición cultural no podía cambiarsesúbitamente y de que, en todo caso, tenía forzosamente que partir-se de ella.

A diferencia de Lastarria, Bello disociaba el problema metodoló-gico -cómo escribir la historia- de estas disputas ideológicas. Paracomenzar, proponía como alternativa al «cuadro de dimensiones tan

20 J. V. Lastarria, Obras compietas, T. VII, p. 134.

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vastas» encarado por la Memoria de Lastarria, «mil objetos parciales,pequeños, (...) comparados con el tema grandioso de la memoria de1844». Aquí la fragmentación no estaba destinada a desanimar elespíritu filosófico, sino a buscar una aproximación real al conoci-miento histórico. Por eso especificaba un programa de investigacio-nes que aún hoy sería inobjetable:

las costumbres domésticas de una época dada, la fundación de unpueblo, las vicisitudes, los desastres de otro, la historia de nuestraagricultura, de nuestro comercio, de nuestras minas, la justa apre-ciación de esa o aquella parte de nuestro sistema colonial.

En tanto que el discípulo mostraba una impaciencia febril pordemoler el pasado, el maestro invitaba a la tarea de reconstruidopieza por pieza. Frente a declamaciones altisonantes, Bello se limi-taba a recomendar la reconstrucción cuidadosa de los hechos, la ex-ploración y la lectura de las fuentes, la elaboración de una narrativadescuidada hasta entonces. En ésta podía incorporarse una filosofíade la historia al desarrollar una «ciencia concreta» que

de los hechos de una raza, de un pueblo, de una época, deduce elespíritu peculiar de esa raza, de ese pueblo, de esa época. (...) ellanos hace ver en cada hombre-pueblo una idea que progresivamentese desarrolla vistiendo formas diversas que se estampan en el paísy en la época; idea que llegada a su final desarrollo, agotadas susformas, cumplido su destino, cede su lugar a otra idea, que pasarápor las mismas fases y perecerá tamhién algún día.

Pero se burlaba de aquéllos que, como «intérpretes del destino,conducen la acción por rumbos misteriosos». Frente a la posición delnarrador omnisciente, Belloadoptaba el principio formulado por Pros-per de Barante, según el cual el narrador debía disimularse detrásde la voz de los actores históricos21

• Oír la voz auténtica de los acto-res de la historia hacía parte de una percepción más general que en-volvía las peculiaridades propias de una nación. Frente al alegato deuna «filosofía de la historia» que reducía el pasado de Chile a una

21 Stephen Bann, The Clothing of Clio.

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12 LAS CONVENCIONES CONTRA LA CULTURA

conc1usión somera, corno si fuera un fragmento perdido en la mar-cha general del ascenso de la humanidad, Bello observaba que lanación chilena no era «la humanidad en abstracto» sino «la humani-dad bajo ciertas formas especiales corno los montes, valles y ríos deChile».

¿Podían entender este lenguaje los miembros de la Sociedad deLiteratura? Es dudoso. Para Lastarria, Chacón o más tarde los argen-tinos Estrada y López, la novedad radical era una garantía de incon-taminación contra los viejos prejuicios, y la última justificación delsistema político y social adoptado en América. Frente a este edenismoen el que se despojaba el pasado de toda entidad, Bello veía clara-mente la continuidad entre el pasado y el presente. Sus adversariosle reprochaban hasta su afición por la literatura clásica castellana,que según Lastarria «estaba muy lejos de favorecer el desarrollo de-mocrático y la emancipación de la inteligencia»22.

Resulta curioso que en este debate la posición de avanzada, porlo menos en lo que respecta al método histórico, fuera la defendidapor Bello. Su exhortación a fijarse en los detalles anónimos habíasido formulada en 1828 por Macaulay y en los años 40 era ya unlugar común en la historiografía romántica liberal europea23.

tos epígrafes con los que Bello encabezaba su artículo sobre el«Modo de escribir la historia» son significativos: una cita de Thierry,en donde éste defendía la individualización en el relato histórico;otra de Sismondi, destinada a poner de relieve la importancia de lasfuentes originales, y una no menos típica de Barante en la que seelogiaba la capacidad narrativa de los historiadores romanos. Estoseñala un hecho que todos los recuentos del famoso debate pasanpor alto, debido tal vez a la estatura de don José Victorino Lastarriaen la historia intelectual chilena: Bello, a diferencia de sus contrin-cantes, se mostraba familiarizado con la historiografía romántica dela Restauración y esgrimía los argumentos de ésta contra el estilofilosófico ilustrado que desdeñaba la narrativa en aras del comenta-

22 J. V. Lastarria, Recuerdos históricos, p. 49.23 Lionel Gossman, «Agustin Thierry and Liberal Historiagraphy», Beiheft, en History

and Theory, No. 15, 1976, p. 15. El texto de Macaulay en Varieties ofHistory, editoporFritz Stem, New York, 1972, pp. 84-86.

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rio O la reflexión del filósofo. Precisamente la innovación de la histo-riografía romántica había consistido en fundir dentro de la narrativadescripción y comentario, aspectos que la Ilustración había mante-nido separados. El romanticismo desplegaba la significación en laexposición narrativa, rechazando con ello la artificialidad de unas«reflexiones» que se separaban del relato.

La posición de Bello, aun cuando no fuera sino por un mejor co-nocimiento de los debates europeos y la lectura de los historiadoresliberales e innovadores de la Restauración, resultaba moderna, y la deLastarria y sus seguidores, sin proponérselo, ingenua yarcaizante.Pero el contexto tan diferente de los dos debates (el europeo y elamericano) creaba un equívoco evidente. Aquí, el conflicto culturalprofundo que buscaba una solución en la demolición del pasado ten-día a adoptar una forma de reflexión antihistórica. Por eso, quienesabrazaban con tanto entusiasmo las virtualidades subversivas inhe-rentes al romanticismo literario seguían apegados a los cánones his-toriográficos del siglo XVIII.

Vicente Fidel López (1815-1893), quien había asistido al debate yque, junto con Domingo F. Sarmiento, animó las audacias de Lasta-rria, fue más tarde en Argentina la cabeza de una corriente históricaque se ha descrito como «guizotiana»24. El influjo que se atribuye aGuizot en esa tendencia generalizadora e impresionista no es muyclara. Rómulo D. Carbia25 suma aquella influencia inicial a la deMacaulay, Buckle, Taine, Ozanam, Quinet y Laboulaye. Por la aglo-meración de tantas «influencias», unas han debido de anular a otras.Mitre, por ejemplo, el adversario decidido de los «guizotianos», sereclamaba seguidor de Buckle, «verdadero escritor filosófico» porsus preferencias estadísticas26

• Pero podía haberlo hecho también con

24 Sus seguidores eran José Manuel Estrada, Lucio Fidel López y Mariano A. Pelliza.Véase Joseph R. Barager, «The Historiography of the Río de la Plata Area since1830», en HAHR, No. 39, nov. de 1959, pp. 588-642.

25 Historia crítica de la historiografia argentina (desde sus orígenes en el siglo XVI), La Plata,1939, pp. 141-143.

26 B. Mitre, «Comprobaciones históricas» (1881), en Obras completas, T. X, Buenos Ai-res, 1942, p. 364.

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14 LAS CONVENCIONES CONTRA LA CULTURA

reespecto a Michelet o cualquier otro historiador europeo que hubie-ra estado leyendo en ese momento.

Guizot, como tantos otros historiadores europeos, despertó algu-ncos entusiasmos en Hispanoamérica. Casi en el crepúsculo de la vidade=l historiador francés y cuando decaía su fama en su propio país,el historiador venezolano Cecilia Acosta le escribía una carta de ad-m:_iración alelada. Caracterizaba la concepción histórica de Guizotcoomo la exposición de leyes apriorísticas que el historiador confir-mJ.aba después con el estudio de los hechos. «Nadie -le escribía-generaliza más que vos. (...) atravesáis los siglos en pocos pasos comoloes dioses de Homero»27.Esta interpretación se hubiera prestado ala.J.ironía de Bellosobre aquéllos que conducían la acción por rumbosmnisteriosos. Pero lo cierto es que el precepto de Guizot, de que elhi:istoriador debía valerse de ideas dominantes y de principios general-1mlente adoptados para encuadrar hechos que de otra manera seríanirlcoherentes, podía ser aceptado tanto por aquéllos que reclamabanu:_na «filosofía» de la historia como por los que confiaban más en unac-.uidadosa reconstrucción narrativa.

En Argentina, como una generación antes en Chile, el debate entre«. eruditos» y «guizotianos» entrañaba un conflicto entre las formasdie representación del pasado y los contenidos culturales inscritose~n ese pasado. En 1866,uno de los más jóvenes «guizotianos», José1\....1:anuelEstrada (1842-1897), declamaba al mismo tiempo contra lae~rudición y contra la herencia y las instituciones españolas. A talaarremetida respondía Manuel Ricardo Trelles (1821-1893) califican-á:1o de aberrante la posición extrema de

anatematizar nuestra propia raza y la civilización que nos dio laexistencia, atribuyéndoles exclusivamente ser la causa de malesque provienen de muy diferentes y variadas circunstancias28•

';;;27 Cecilia Acosta, «Carta a M. Guizot», Caracas, 11 dic. de 1870, en Germán CarreraDamas, Historia de la historiografía venezolana. Textos para su estudio. Caracas, 1961,pp.1-11. Sobre Guizot, véase Douglas Johnson, Guizot. Aspects 01French History, 1787-1874, London-Toronto, 1964, p. 332.

::28 Citado por Rómulo D. Carbia, Historia critica, p. 113.

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LAS CONVENCIONES CONTRA LA CULTURA 15

El fondo del debate no debe verse sólo como el resultado de dife-rencias ideológicas que contraponían tradiciones liberales con raícesurbanas, y que adoptaban modelos de pensamiento provenientes deInglaterra, Francia y Estados Unidos, a tendencias conservadoras detipo rural, hispanizantes, confesionales y autoritarias29

• Las valora-ciones negativas del pasado provenían en gran parte de la incapaci-dad de reproducido de algún modo. Los contenidos culturales deese pasado, fueran hispánicos e indígenas, escapaban a las formasde representación importadas de Europa.

LA DESTRUCCIÓN DEL PASADO

En 1837 se estableció en Buenos Aires un Salón Literario. La hostili-dad del régimen de Juan Manuel Rosas hacia los intelectuales transfor-mó el Salón, por iniciativa de Esteban Echevertía, en una sociedadsecreta llamada Asociación de la Joven Argentina. En 1846, ya en elexilio en Montevideo, los intelectuales argentinos prefirieron bauti-zarse Asociación de Mayo. Los discursos que inauguraron el Salón de1837 (hablaron Juan Bautista Alberdi, Marcos Sastre y Juan MaríaGutiérrez) rechazaban la tutela hispanizante y llamaban a la eman-cipación intelectual argentina. Tímidamente, Florencio Varela opo-nía la objeción de que podría confundirse emancipación de la lenguacon corrupción del idioma3o•

Armados ya con las consignas del Salón Literario, la primera olade intelectuales emigrados de la ArgentIna llegó a Chile en 1840,entre ellos Domingo F. Sarmiento y el historiador Vicente Fidel López.Luego los seguirían, en el curso del decJnio, Juan Bautista Alberdi,Juan María Gutiérrez y Bartolomé Mitre31

• Inmediatamente la recto-ría intelectual de don Andrés Bello en Chile fue puesta en tela dejuicio por parte de los argentinos. El desdén de éstos hacia una juven-

29 Joseph R. Barager, «The Historiagraphy of the Río de la Plata».30 Paul Verdevoye, Domingo Faustino Sarmiento. Éducateur et publiciste -entre 1839 et

1852-, París, 1963, pp. 17 Yss., YRicardo Levene, Mitre y los estudios históricos en laArgentina, Buenos Aires, 1944, p. 78.

31 Manuel Gálvez, Vida de Sarmiento, Buenos Aires, 1979, p. 134,Y Allen Woll, A Func-tional Past, pp. 13-14.

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tud que veían sometida a una férula gramatical, causante -segúllSarmiento- de «una especie de encogimiento y cierta pereza de es-píritu», movió a la fundación de la Sociedad de Literatura, en 1842.Durante abril y mayo de ese año, Sarmiento publicó artículos suce-sivos en los cuales la emprendía contra los gramáticas que, a sus ojos,eran «corno el senado conservador, creado para resistir a los emba-tes populares, para conservar la rutina y las tradiciones». Aludía a«la perversidad de los estudios que se hacen al influjo de los gramá-ticos» y acababa proponiendo «el destierro de un gran literato» por«haber profundizado, más allá de lo que nuestra naciente civiliza-ción exige, los arcanos del idioma»32.

Sarmiento y la generación de la Joven Argentina se lanzaban a ladestrucción del lenguaje como instrumento de poder. El pueblo comolegislador del lenguaje era una metáfora trasparente en ese sentido.Pero, en ausencia de una dominación política que había desapareci-do con la Independencia, ¿de qué querían deshacerse? ¿Qué escon-día el imperio de la gramática? Sarmiento respondía: «La rutina ylas tradiciones», es decir, los vestigios del pasado.

El terna ya nos es familiar en el debate historio gráfico entre Belloy Lastarria. La crítica.de la rutina y la tradición señala un distancia-miento con respecto a un pueblo que se rehusaba a ejercer plena-mente su soberanía. Para intelectuales situados de entrada en unatradición revolucionaria, no sólo el pasado colonial resultaba extra-ño sino también la generalidad de una población que provenía deese pasado y que se aferraba a la síntesis cultural que se había ope-rado en éLEl rechazo huraño, o lo que se calificaba como «mala in-teligencia» de las nuevas instituciones por parte de las masas erauna fuente de preocupación. Todo signo de «añejos prejuicios» he-redados de la Colonia era inquietante. Pues tales signos revelabanignorancia, sumisión o barbarie. El nuevo sistema político traía con-sigo exigencias que la presencia de viejos hábitos retardaba o ahoga-ba. Las nuevas instituciones requerían al menos una lealtad, si nouna participación, que las costumbres enquistadas impedían33.

32 M. Gálvez, Vida de Sarmiento, p. 137.33 Sobre el significado de la tradición y de la costumbre, véase Eric Hobsbawm, The

Invention ofTradition, London, 1983.

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La adaptación de una nueva tradición, la del humanismo republi-cano, debía pasar primero, entonces, por una crítica de las costumbres.Los ataques a la tradición y la hostilidad de rústicas costumbresheredadas, el rechazo de rasgos culturales ancestrales que se perci-bían en los sectores populares, pretendían otorgar autonomía a esemismo pueblo, liberarlo de sus «prejuicios» y hasta de las constric-ciones del lenguaje.

Don Benjamín Vicuña Mackenna caracterizó el dominio de lascostumbres heredadas en los actos de piedad rutinaria, en la senci-llez de las costumbres provincianas y hasta en el paisaje bucólico deuna sociedad campesina. Con estas palabras terminaba una famosaevocación del paisaje:

y así, Chile todo era un campo, un surco, una rústica faena y el huasoera en consecuencia el señor, el tipo, el hijo predilecto de aquellatierra que repugnaba las ciudades, fundadas solo a fuerza de decre-tos y pomposos privilegios. ¡Tal era el país!

Esta resignación desencantada ni siquiera aludía a la pobreza sinoa la ausencia de refinamientos y a la simpleza sin relieve espiritual.Las ciudades mismas, con una función predominantemente buro-crática, «tenían un aspecto lóbrego y un ceño de decadencia y detristeza aun antes de estar construidos sus solares»34.La evocacióndel paisaje rural era voluntariamente ambigua. El reconocimientoimplícito de la identidad que éste proporcionaba y la glorificacióndel campesino, el huaso, como tipo nacional, no excluían la condes-cendencia y la ironía.

La crítica de las costumbres debía dar origen así al primer géneroliterario, si descontamos la historia, que se ofrecía en el sur de His-panoamérica como una síntesis intelectual. No es un azar que losartículos de Mariano José de Larra tuvieran sucesivas ediciones enVenezuela y en Chile antes que en España. La influencia de Larrasobre los artículos chilenos de Sarmiento es evidente35

• El génerocostumbrista practicado por Larra pronto se volvió la convención

34 Benjamín Vicuña Mackenna, Vida del Capitán General Don Bernardo Q'Higgins, San-tiago, 1976, p. 100.

3S Paul Verdevoye, Domingo Faustino Sarmiento, pp. 79 Yss.

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literaria más aceptada en esta parte del continente. Era un géneroliterario menor, en el que la observación preciosista de episodiospodía convertirse literariamente en una diatriba, entre condescen-diente y amarga, contra las costumbres heredadas. El costumbrismoera un sustituto literario de la novela, en la cual los conflictos de unasociedad más compleja liberaban la energía de un héroe que, traslas peripecias de una lucha, acababa estrellándose o reconciliándosecon esa sociedad. En sociedades casi inmóviles, en donde ni la po-lítica ni las empresas constituían todavía un escenario que se ajusta-ra a las expectativas de cada nueva generación, la crítica revestíaun tono menor. Aun cuando el conflicto con los rasgos culturalesque se atacaba fuera inconciliable, el producto literario era inca-paz de cubrirse con un manto épico, que quedaba reservado a lahistoria.

Dentro de un ambiente de profunda reacción contra España, losescritos de Larra, que atacaba el provincianismo de su propia socie-dad con una prosa que mimaba la soltura francesa, fueron bienveni-dos. La posición rebelde y voluntariamente marginada de Larra eraun modelo irresistible para los exiliados argentinos en Montevideoo en Santiago o para aquéllos que, como Lastarria y sus compañerosde generación, se sentían aislados e incomprendidos en su propiopaís. Por eso se complacían en la descripción de una sociedad quecarecía de resortes que la impulsaran, en donde la rutina y las «preo-cupaciones», palabra consabida para designar los prejuicios, la apri-sionaban en el pasado.

Formas más o menos elaboradas de representación visual calca-ban la doble vertiente de las representaciones sociales. De un lado,las representaciones alegóricas que querían perpetuar por encargoun instante solemne del Estado naciente, una batalla, el gesto con-fiado y decisivo de una asamblea de próceres y, de otro, la búsquedade tipos populares. Acuarelas y bocetos desplegaban las tipologíasde oficios humildes con una condescendencia similar a la del cos-tumbrismo literario. Los criollos, encerrados hasta entonces en laimaginería sombría y barroca que adornaba las naves de los temploso los retratos encorsetados de funcionarios reales, descubrían conel mismo aire maravillado de los viajeros extranjeros el mundo ex-traño y abigarrado de su propio entorno. Por lo menos un historia-

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dar del siglo XIX, el colombiano José Manuel Groot, era también unpintor aficionado. El costumbrismo de sus pinturas '~o era muydiferente al de ciertos pasajes de su obra histórica. Refiriéndose ala Historia eclesiástica y civil de la Nueva Granada, un contemporáneo36

le mencionaba «los cuadros que usted traza y en que se encuentrana un tiempo la exactitud de un mapa y los amenos atractivos delpaisaje». Encontraba en esa historia de todo, «pero esa es una de susprincipales recomendaciones, pues así debía escribirse para reflejarnuestras costumbres y hacernos saber 'cómo eramos antes'». El crí-tico subraya ciertos detalles de veracidad como el de la descripciónde una alcoba, «para mostramos entre los bienes embargados la cujade cuero con pabellón de manta del Socorro y la camándula engar-zada en la barandilla de la cabecera».

«La exactitud de un mapa» a la que aludía el crítico podía re-ferirse a los elementos más o menos abstractos del discurso, en tantoque la amenidad era agregada por aquellos detalles gratuitos queremitían a una circunstancia precisa de lugar o de «época». Lo figu-rativo era evocado de manera de inmediata y sin aparente cone-xión con el hilo narrativo. Los recursos del realismo literario, queapelan a la información de detalles superfluos para crear un am-biente, se introducían para procurar un reconocimiento de lo coti-diano. De este modo, alIado de los cuadros alegóricos, a la «granmanera», se admitían los «cuadros de género», mucho más vívidospor cuanto la superfluidad de los detalles introducía un «efecto derealidad».

El desprecio convencional por lo humilde y lo rústico, que en elcostumbrismo poseía un tono menor y un subjetivismo romántico,adquirió una virulencia inusitada en la contraposición de «civiliza-ción» y «barbarie». El costumbrismo registraba apenas una carencia.Expresaba la percepción, a veces complaciente, a veces irónica y des-pectiva, de que el retraso con respecto a países verdaderamente civi-lizados preservaba una sencillez bucólica, como se ha visto en VicuñaMackenna. Era, en fin de cuentas, la comprobación resignada de un

36 Pedro Fernández Madrid en una carta a Groot, del 2 de abril de 1869 (año en queapareció la Historia eclesiástica y civil), citada por Miguel Antonio Caro, Don JoséManuel Groot, 1800-1878 (Historiadores de América, I1I),Bogotá, 1950, pp. 27 Yss.

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estado inalterable de cosas. En la celebrada obra de Sarmiento, queconsagró la oposición entre civilización y barbarie, no está ausenteesa nota ya veces hasta se percibe una cierta admiración por el gestoespontáneo y primitivo. Pero, finalmente, Facundo se resuelve en laimprecación vehemente.

LAS ÉLITES CONTRA LAS TURBAS

La idea de fustigar la propia sociedad para que se inclinara frente avalores a veces un poco exóticos pero que se percibían vagamentecomo superiores, hacía parte, durante el siglo XIX, de un profundocomplejo criollo. No se requiere hurgar demasiado en los textos his-toriográficos del siglo XIX para encontrarse con una hostilidad ma-nifiesta hacia lo más autóctono americano, hacia lo indígena y hacialas castas. El fastidio hacia lo rústico y elemental de las masas cam-pesinas iletradas se convertía en franca repulsión cuando se tratabade indígenas, mulatos y mestizos.

No resulta extraño que la tesis de Sarmiento sobre la «civiliza-ción» y la «barbarie» fuera tan influyente a partir de su formulación.Ésta era una polaridad implícita ya en toda interpretación que tuvie-ra que enfrentar conflictos sociales de una cierta magnitud.

Don José Manuel Restrepo, como cualquiera de sus contemporá-neos, no podía contemplar imparcialmente las fuerzas desatadas porlas guerras de la Independencia. Durante el decenio de los veintehabía en Colombia y Venezuela una especie de consenso sobre elvalor relativo de las castas, que provenía de su actuación en la guerra.Se destacaba siempre a los pardos como el elemento mejor dotadode valor, imaginación, iniciativa y hasta de un deseo manifiesto demejoramiento social. Pero este juicio iba acompañado de reservas.Por ejemplo, según Restrepo,

Casi todos los generales y coroneles de Colombia eran hijos delpueblo y algunos pertenecían a las castas. Su amor a la indepen-dencia y su valor indomable los había elevado a los primeros gra-dos de la milicia. Ocupaban, pues, una alta posición social; pero lamayor parte no recibieron una educación conveniente, ni habíanadquirido después alguna instrucción. De aquí provenían los exce-

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sos y los vicios de algunos, que eran insoportables en la sociedad,y por tanto aborrecidos37

La «educación conveniente» aludía púdicamente a la adopciónde maneras que no chocaran en una buena sociedad o a la insolenciaque debía surgir a raíz de una promoción social disputada. Pero los«excesos» y los «vicios» de las castas parecían, a los ojos de Restre-po, más profundamente arraigados. Los guerrilleros del Patía, des-cendientes de libertos y esclavos cimarrones, que combatieron tanobstinadamente en defensa del rey, lo habían hecho sólo por amoral desorden, el saqueo ls el pillaje, a veces inducidos en su ignoranciapor «frailes fanáticos» 8.

Después de las victorias decisivas en Nueva Granada y Venezue-la, Restrepo se hacía eco de temores muy difundidos sobre una po-sible guerra de castas. Alarmado, en marzo y julio de 1823 registrabaen su Diario noticias sobre conjuras de los negros contra los blancosen los llanos de Venezuela y «semillas de sedición con los pardos enCartagena». Contemplaba como solución, para evitar una guerra ci-vil con mulatos y negros y la pérdida en Venezuela, una «fuerte in-migración extranjera»:

Tenemos este gran peligro en Venezuela, a donde hay mucho negroatrevido, valiente y emprendedor; es muy probable, y el libertadorsiempre lo pronostica, que concluida la guerra con los españolestengamos otra con los negros. Santo Domingo es un funesto ejem-plo y de allí deben partir las centellas de un incendi039

.

Pero la presencia mayoritaria de castas en los territorios de la GranColombia, o los temores que producía, no excitaban los excesos ver-bales del sur del continente. Por la misma época en que escribía Facun-do, Sarmiento se refería a los guerreros araucanos inmortalizadospor Ercilla (Coloco lo, Lautaro, Caupolicán) como a

37 J. M. Restrepo, Historia de la Revolución de la República de Colombia en la América Me-ridional. Hay dos ediciones populares, una de la Biblioteca Popular de Cultura Co-lombiana y otra de la Editorial Bedout, con numerosas reimpresiones, BPCC, VII,265 nota.

38 Ibid. Bedout 1,206, YBPCC, VI, 31.39 J. M. Restrepo, Diario polftico y militar, Bogotá, 1954, T. 1,pp. 211 Y222.

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indios asquerosos, a quienes habríamos hecho colgar y mandaríamoscolgar ahora si reaparecieran en una guerra de los araucanos contraChile, que nada tiene que ver con esa canalla4o•

- Por su parte, Benjamín Vicuña Mackenna aclaraba en una notaen llas obras de Lastarria41

:

hA unque existen todavía en casi todas las provincias de la Repúblicacentros de población con los nombres de pueblos de indios, puedeci:lecirse en verdad que los aborígenes han desaparecido completa-r.w:nenteentre nosotros, al menos como entidades sociales. Contribu-y-ó poderosamente a este resultado, que no vacilamos en calificard le benéfico, la visita que el capitán general O'Higgins hizo al norted.e la República a fines del siglo XVIII.

A ...•.l reconstruir las guerras de Arauco como «precursoras» de laIndeFPendencia, Miguel Luis Amunátegui les atribuía un vago valormora __l. Como guerras de frontera habían sido algo externo a la co-rrient:le principal de la historia de Chile y a los conflictos latentes queincub·aban la emancipación. Sólo a través del poema de Ercilla, quefalsea- ~bapoéticamente las acciones de los indígenas, podía lograrseuna identificación mítica y remota con el pasado indígena. SegúnAmunnátegui, «los héroes de Ercilla desempeñaron en Chile el mis-mo pa_!.pel que en otras partes ha cabido a los héroes de Plutarco»42.

El t tratamiento de los indígenas como algo exterior a la historiano obe~decía a los rasgos particulares de un país en donde se hubieraproducddo el «resultado benéfico» de su extinción, sino a una con-vencióI1l historiográfica generalmente adoptada por los historiado-res hisFPanoamericanos. Aun en países con una fuerte proporción depoblaciión indígena se imaginaba que la conquista había despojadode todro sentido al pasado de esa población y anulado su presenciahistóric::a posterior. Su presencia física innegable servía a lo sumo

40 Citad. o por M. Gálvez, Vida de Sarmiento, p. 176.41 J. V. h...astarría, Obras, T. VII, p. 85.42 Mígueel Luis Amunáteguí, Los precursores de la Independencia de Chile, Santiago, 1909-

1910, ':"T. II, p. 512.

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como contrapunto necesario de las hazañas de los conquistadores.Según el arzobispo González Suárez,

con el descubrimiento y la conquista principia positivamente la ver-dadera historia ecuatoriana: no es ya el conocimiento de una naciónbárbara sino el de la lucha entre la raza conquistadora europea y laraza indígena, que iba a sucumbir, lo que llama la atención del histo-riadoé3.

Aun si la raza indígena sobrevivía «conservando casi intacto sucarácter propio, con su lengua nativa, sus inalterables costumbres»,ella no era objeto de la historia pues parecía totalmente indiferentea su pasado y a su futur044• No importaba que los tremendos conflic-tos que había desatado dataran apenas de un siglo.

En Vicente Fidel López es evidente la tensión entre los modelosde la historiografía europea y la necesidad de representar una reali-dad propiamente americana. Su distinción entre los hechos o su ex-posición «exacta» y «mecánica», y «el arte de presentados en la vidacon todo el interés y con toda la animación del drama que ejecuta-ron» lo impulsaba a una elección del asunto de su historia que paro-diara las dramatizaciones románticas de la historia europea. En elfondo, el argumento de Lastarria y de su generación se reproducíauna y otra vez: debía suprimirse la propia historia, informe e intras-cendente, para acceder a la única historia significativa, la europea.La definición misma de la República Argentina consistía en una «evo-lución espontánea de la nación y de la raza española» en un «desier-to de América del Sur». La autonomía con respecto a la madre patriaarrancaba de divergencias generadas por sus propios intereses eco-nómicos, en conflicto con la política colonial. El relato de tales diver-gencias era «la historia colonial íntegra y verdadera». Las guerrasinternas con los indígenas eran apenas un fenómeno de frontera y suinterés residía escasamente en una política de ampliación de recursospues significaban «una continuación del movimiento conquistador ynada más».López sentía la necesidad de «dignificar» la historia argen-

43 F. González Suárez, Historia general de la República del Ecuador, T. 1,p. 5.44 Ibid. p. 134.

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tina y ocuparse más bien de aquellos aspectos políticos y diplomáti-cos de España y Europa que afectaban a la distante colonia, antesque de «las vulgares guerras con tribus salvajes, que al fin y al cabonada tienen que ver con la historia política y social de la nación» 45.

La simple antipatía hacia lo indígena se revistió, en el últimocuarto de siglo, de un cierto entusiasmo cientificista. El general Bar-tolomé Mitre, por ejemplo, poseía una fe imperturbable en la cienciade su tiempo. En una carta a Barros Arana reconocía, es verdad, que«la imaginación o el agrupamiento de los hechos a (sic) que ella pre-side o a que ella da colorido, es todo nuestro contingente literario.Las ciencias prácticas no han echado todavía raíces entre nosotros».Pero en la misma carta había expresado:

Hoy que la ciencia ha iluminado la conciencia humana, y que susverdades vulgarizadas son del dominio del sentido, común; hoy queel hombre ha tenido posesión del universo (...) y comprendemostodos sin discutirlas ya, las leyes eternas a que obedece la naturalezahumana46.

En este pasaje particular, en el que Mitre comunicaba su simpatíahacia el colega chileno que había sido privado de la rectoría del Ins-tituto Nacional de Santiago por la «influencia clerical», se expresabauna conciencia secular que confiaba ciegamente en leyes estableci-das para explicar los hechos sociales antes que en un cuerpo de doc-trina de origen religioso. Esta confianza corría el riesgo de quedarsecorta frente a la necesidad de explicaciones de los hechos sociales.Por eso el general solía recurrir a metáforas entresacadas de lecturasde electrodinámica y electrostática o de biología, las cuales sugierenexplicaciones mecanicistas u organicistas, cuando en realidad las ideasque quería comunicar eran mucho más simples si hubiera intentadoexpresadas en un lenguaje llano. Como cuando caracterizaba la«sociabilidad» de argentinos y chilenos:

45 Vicente Fidel López, Historia de la República Argentina, su origen, su revolución y sudesarrollopolítico, Buenos Aires, 1913. T. 1,Prefacio, pp. XI YLVII.

46 Carta del 20 de octubre de 1875, Archivo del General Mitre, T. 20, p. 55.

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El clima argentino, cargado de electricidad, comunicaba al tempe-ramento y al carácter de los habitantes del suelo las propiedades deeste agente motor, mientras en Chile, obrando más sobre los músculosque sobre los nervios, producía un contraste étnico marcad047

25

La electricidad que caprichosamente obraba sobre los nervios ar-gentinos y apenas sobre los músculos chilenos puede pasar por unametáfora destinada a describir el desasosiego político permanentede Argentina y la consolidación más o menos rápida de institucio-nes estatales en Chile. Como tal es inofensiva, aunque su caráctercientífico sea muy remoto. Pero las pretensiones de objetividad cien-tífica de la descripción de la «sociabilidad» argentina que introdujoen la tercera edición (1876-1877) de su Historia de Belgrano son mu-cho más inquietantes. Según el general, esta caracterización estaba

encerrada dentro de las líneas precisas de la geografía, la estadísti-ca, los intereses económicos, la etnografía y la etnología, la adminis-tración y la ley del crecimiento moral de la población, de la riquezay del particularismo nacional, en una palabra, objetiva48

.

Hágase caso omiso de esa misteriosa «ley del crecimiento moralde la población». Pero ¿cuál era la etnografía y la etnología que da-ban objetividad a las exposiciones teóricas del general sobre la «so-ciabilidad» argentina? Veamos:

Tres razas concurrieron desde entonces al (sic) génesis físico y moralde la sociabilidad del Plata: la europea o caucásica como parteactiva, la indígena o americana como auxiliar y la etíopica comocomplemento. De su fusión resultó ese tipo original, en que la san-gre europea ha prevalecido por su superioridad, regenerándoseconstantemente por la inmigración, y a cuyo lado ha crecido, mejo-rándose, esa otra raza mixta del negro y del blanco, que se ha asi-milado las cualidades físicas y morales de la raza superioé9

47 B. Mitre, Obras completas, T. 1,p. 341.48 Ibid. T. X, p. 364.49 Ibid. T. VI, p. 31.

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La etnografía y la etnología del general se extendían a algunasobservaciones sobre la raza superior. Los pobladores españoles deArgentina, a diferencia de los del Perú, procedían de «comarcas la-boriosas», «puertos de mar» y «ciudades» de Vizcaya y Andalucía50.Lo más sorprendente de dicha afirmación radica en que el generalaseguraba en una nota que todos los datos contenidos en ella proce-dían de documentos del Archivo General de Indias, «cuyas copiasobran en nuestro archivo». El gener_aldebía referirse a algunas ob-servaciones aisladas y de bulto, pues' una conclusión sobre el origende los inmigrante s españoles en América sólo puede deducirse deun recuento pormenorizado de miles de entradas en los registros de

. 1 I d' 51pasajeros a as n las .En 1875, Mitre le reprochaba a Barros Arana el haberse referido al

tema con ligereza, en un tratado de Geografía física que el último habíaredactado para sus estudiantes del Instituto Nacional. El general leobservaba que ciertas razas eran moralmente inferiores puesto queno podían elevarse «hasta las regiones superiores de la inteligencia»y que las razas superiores estaban destinadas a gobernar el mundo.En cuanto a la mezcla, se mostraba optimista puesto que «fatalmentey por una ley demostrada, la raza superior debe prevalecer»52.

Al componer la Historia Jeneral, Barros Arana se inclinaba anteestos argumentos y ante los de Amunátegui sobre la figuración pu-ramente literaria de los araucanos, reforzándolos con observaciones«etnográficas» de autores franceses y alemanes. El indio chileno, porejemplo, carecía «de esa elegancia que es el don de las razas supe-riores». En cuanto a sus cualidades intelectuales y morales, le pare-cía perfectamente probado que carecían de las más elementales. Erasabido, por ejemplo, que los indios chilenos eran incapaces de «fijarla atención en otro orden de ideas de aquél a que estaban habitua-dos». Aunque encontraba contradictorias tales carencias con la afi-ción de los indios por las formas oratorias y la poesía, se inclinaba a

50 Ibid. p. 14.51 Sobre las dificultades y la magnitud de este tipo de investigaciones, véase Peter

Boyd-Bowman, Indice geográfico de cuarenta mil pobladores de América en el siglo XVI,Bogotá, 1964.

52 Archivo del General Mitre, T. 20, p. 51.

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pensar que ésta era una manía «chocante y bárbara», afín con la pre-dilección del populacho por la demagogia53.

LAS DIFICULTADES DE LA FIGURACIÓN AMERICANA

La historiografía liberal surhispanoamericana no reclamaba, comoen Europa, un pasado afín o las virtudes de antepasados remotosque hubieran establecido un modelo de conducta. Para la historio-grafía liberal francesa, por ejemplo, la continuidad histórica eraposible debido a la presencia permanente del «pueblo» en los en-tresuelos de la historia, así tal presencia estuviera disimulada porel espectáculo más aparente de las dinastías y las luchas dinásti-cas. El cuerpo de la nación podía verse claramente como una unidadhistórica (le tiers état) que había emergido súbitamente a la luz, des-plazando al clero y a la nobleza. Historiadores como Ranke o Miche-let buscaban una íntima identificación con Alemania y Francia.Michelet se desesperaba porque la identificación no podía ser másprofunda al encontrar un obstáculo en el lenguaje: «Nací pueblo -ex-clamaba- ... tenía al pueblo en el corazón. Pero su lengua, su lenguaera algo inaccesible para mí. No he logrado hacerlo hablar»54. EnInglaterra también la historiografía liberal (whig) retrotraía el triun-fo de las libertades constitucionales a remotos antecedentes medie-vales55.

El distanciamiento de los historiadores surhispanoamericanos dela propia realidad cultural, y su incapacidad para insertar hechos enuna red de significaciones inmediatas, se manifiestan en el pruritode la joven Argentina de alienar el lenguaje. La ausencia de recono-cimiento de la realidad era una ausencia de vocabulario, de esquemasadecuados para su representación. El marasmo colonial, en dondese había realizado una síntesis cultural, era mudo en apariencia. La

53 D. Barros Arana, Historia Jeneral de Chile, Santiago, T. 1,1884, pp. 50,94 Y99.54 Cit. por Lionel Gossman, «The Go-between: Jules Michelet 1798-1874», en MLN,

No. 89, mayo de 1974, p. 539. También V. L. Gossman, Agustin Thierry, pp. 22-23 Y325-326.

55 J. W. Burrow, A Liberal Descent. Victorian Historians and the English Past, Cambridge,1983.

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síntesis podía reconocerse y repudiarse en las iglesias, en las cos-tumbres, en la religiosidad, en las fiestas populares y hasta en lasformas urbanas. Pero no allí en donde los historiadores buscabanconstruir un argumento dramático: en el lenguaje de la acción o enel claroscuro de los contrastes morales.

América había aparecido hasta entonces irreductible a las formasde representación histórica europeas. Dentro de las corrientes histo-riográficas europeas, los relatos de los cronistas se salían de la órbitade un campo acotado de experiencias comunes y conciliables. Por talrazón Fueter clasificaba a los cronistas como historiadores-etnógra-fOS56

• Las crónicas narraban experiencias marginales cuyo sentidouniversal sólo podía percibirse con la extensión del cristianismo.Las construcciones utópicas del Renacimiento eran posibles con losfragmentos que trasmitían las crónicas, porque tales experienciascarecían de una forma propia, moldeada por una tradición o por unahistoria propiamente dicha.

Las crónicas de la Conquista se contentaban con seguir de cercalo que era expresable y reducible a un marco dado de representa-ciones: el hecho mismo europeo. El mundo de los conquistadoresera un mundo de gestos excesivos, repleto de exageraciones y con-trastes violentos pero todavía inteligible. Cuando se trataba de lasculturas aborígenes, las formas de representación, tanto visual comodiscursiva, tenían que recurrir a un arsenal de prefiguraciones deorigen grecolatino, tales como la Arcadia. El mundo americano eraun mundo sumido en la naturaleza, ajeno a la historia como creación

56 El sentido de esta clasificación se precisa mejor si se considera lo que era la historiapara el humanismo alemán de entreguerras. Según Wemer Jaeger, fuera del campode la tradición cultural que venía de los griegos no podía existir historia sino, a losumo, etnografía: «Historia significa, por ejemplo, la exploración de mundos extraños,singulares y misteriosos. (...) Pero es preciso distinguir la historia en este sentidocasi antropol<5gico, de la historia que se funda en una unión espiritual viva y activa,y en la comunidad de un destino, ya la del propio pueblo o la de un grupo depueblos estrechamente unidos. (...) Si consideramos la historia en este sentido profun-do, en el sentido de una comunidad radical, no podemos considerar el planetaentero como su escenario». Paideia, los ideales de la cultura griega, México, BuenosAires, 1957. Resulta pavorosamente irónico que esta obra haya aparecido en Berlín,en 1933.

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autónoma de la voluntad: un mero objeto etnográfico. La Américaprecolombina sólo podía fijarse mentalmente en el espejo de viejosmitos europeos: «El Edén de la Biblia, la Edad de Oro de los anti-guos, la Fuente de Juvencia, la Atlantida, la!?Hespérides, las pasto-rales y las islas afortunadas», y la destrucción de sus sociedadespasaba (y pasa todavía) como la abolición de su historia57

Durante el siglo XIX, el esfuerzo por ver la realidad americanadebía seguir dependiendo de las convenciones historio gráficas eu-ropeas. La inserción de los historiadores surhispanoamericanos delsiglo XIX, primero dentro de la tradición literaria ilustrada y másadelante dentro de la del romanticismo liberal, les contagiaba estesentido de extrañamiento de la propia realidad ..Para la Ilustración,por ejemplo, la expansión de la razón debía operarse en detrimentodel espacio ocupado por un pasado que sobrevivía en el presente.Por eso su simpatía hacia el pasado sólo se extendía hacia el pasadoinmediat058• Para el Romanticismo sólo eran atrayentes aquellosepisodios en los que el «carácter» iba dibujando peripecias dramáti-cas, llenas de «vida» y «colorido».

Los historiadores hispanoamericanos del siglo XIX perseguían lasraras ediciones de las crónicas de la Conquista en París, Madrid oLondres. Veían en ellas un posible modelo historiográfico autóctonoque ahora podían cotejar con una geografía y una sociedad mejorconocidas. Éstos eran los materiales esenciales para una síntesis fu-tura, para una narrativa posible, siempre y cuando se expurgaran yconfrontaran con archivos españoles y americanos. Su lectura les re-sultaba atrayente por la animación, que impartía al relato pasionesy gestos casi siempre excesivos. Secretamente envidiaban el estilo deWilliam Prescott, para quien

seguramente no existe nada dentro del rango de la épica griega ode la fábula trágica en donde sea más indistinta la marcha irresistibledel destino que en la triste suerte de la dinastía de Moctezuma. Estees, sin duda, el tema más poético que pueda ofrecerse a la plumade un historiador59

.

57 Claude Levi-Strauss, Tristes tropiques, París, 1962, pp. 57-58.58 Hayden White, Metahistory, pp. 63-64.59 Cit. por David Levin, History as Romantic Art, p. 3.

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30 LAS CONVENCIONES CONTRA LA CULTURA

Sin embargo, los historiadores podían postergar el enfrentamien-to con los grandes temas, conscientes de que tenían entre manosotros no menos dramáticos en las gestas de la Independencia. Todoel período que va de mediados del siglo XVI hasta los últimos dece-nios del XVIII aparecía envuelto en las sombras de la monotonía. Sólose vislumbraba en él, o se imaginaba, pasiones oscuras, venganzassombrías, una justicia caprichosa y venal, la altanería tiránica y losformulismos incomprensibles de oidores y corregidores que se com-placían en hundir a sus víctimas en procesos judiciales interminablesy humillantes. Casi todo el período colonial semejaba un pozo oscu-ro del que sólo se veían los bordes. Del fondo salía un eco profundode vida y movimiento en las viejas crónicas de la Conquista.

Ésta era una historia ajena, la de los «tiempos de los españoles»,de la que nadie tenía interés en apropiarse. Durante esos siglos habíandominado formas extrañas, incomprensibles por irracionales: adhe-sión a un monarca distante, supersticiones religiosas, querellas in-terminables por puntillos de honra y precedencia. Los conflictossociales eran ritos extraños y siniestros que incubaban una violenciasorda, un odio inextinguible en medio de ceremoniales fríos y fan-tasmagóricos. Indios y españoles aparecían igualmente extraños. Sólohabía alguna familiaridad en la presencia de turbas de mestizosdominadas por pasiones irracionales.

España era la madrastra. Esta imagen temprana evocaba una au-toridad ilegítima y desprestigiada, pero seguía inquietando el fondode la conciencia. Surgía de pronto la pregunta: ¿se había justificadola revuelta? La comprobación de dudas y vacilaciones durante la«patria vieja» o la «patria boba» era intranquilizante. Sólo la audaciade algunos próceres podía devolver la certeza y dar de paso un girodramático a acontecimientos protagonizados por abogados dema-siado cuidadosos en la formulación de sus querellas. Ytodavía más,dirigir una procesión de batallas, ordenadas, como las de los ejérci-tos europeos. El ceremonial de las batallas tenía una función tran-quilizadora. Allí no sólo había habido heroísmo, sino también undesignio. El resultado final podía retrotraerse a planes cuidadosa-mente combinados o a la visión del genio que abarcaba un vastopanorama geográfico y el desplazamiento ordenado de miles dehombres. Los sitios más remotos, de los cuales apenas sí se había

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LAS CONVENCIONES CONTRA LA CULTURA 31

oído hablar, quedaban encadenados en una geografía abstracta deoperaciones militares y batallas memorables.

El miedo al pasado era también el miedo a un mestizaje oscuroal que podía atribuirse una herencia extraña e imprevisible de vio-lencia ancestral. Este miedo de una sociedad bárbara excluía absolu-tamente el sueño de una unidad .

. Tal motivo, debe anotarse, no era del todo extraño a la historiogra-fía romántico-liberal europea 60. Aquí, en contraste con la burguesía, enla que se encarnaban la razón y el respeto a las leyes, el populachoaparecía como el portador de apetitos espontáneos, de fanatismos quedebían ser domesticados y de una lealtad a la tradición y al pasado queacusaban su irracionalidad.

Pero al mismo tiempo el pasado, y el más remoto, daba testimo-nio de la continuidad del pueblo con sus leyendas, su imaginación,su poesía, en fin, una herencia que alimentaba la cultura y que corríael riesgo de ser sacrificada por la racionalidad del presente. Esta po-si15ilidadde conciliación romántica estaba excluida en América porel miedo. En tanto que la burguesía europea podía universalizar suspretensiones de racionalidad, conciliar el pasado y el presente, y hacerque este último fuera el resultado de un desenvolvimiento, el criolloamericano sentía que debía partir de cero. Elno era, como el burguéseuropeo, una «víctima triunfante». Había nacido a la vida políticade querellas filiales y había justificado su existencia por la rebel-día. Su identidad se había forjado en y por la revolución. En la revo-l.ución había descubierto un lenguaje con el cual podía recrear avoluntad su propia realidad. Sólo a partir de la revolución, un acon-tecimiento originario en todo sentido, podía reconstruirse la totali·dad de la historia, hacia atrás y hacia adelante.

60 Lionel Gossman, Agustin Thierry, pp. 19, 31 Y67.

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Capítulo 11LA TEMPORALIDAD DEL SIGLO XIX

La figuración del tiempo en la narrativa es convencional (<<tiempode papel» la llama R. Barthes), y se acorta o expande según necesi-dades dramáticas o de intensidad de la acción. A este respecto, elfilósofo Paul Ricoeur ha descrito una aporía fundamental en cuantoque la percepción íntima del tiempo (tiempo existencial o fenome-nológico) es inconmensurable con un tiempo objetivo (tiempo cós-mico o físico). El uno no es reducible al otro, pues mientras el tiempode la percepción íntima se experimenta, el objetivo debe calcularse demanera abstracta. El tiempo de la narración, que se inserta dentrode estas dos polaridades temporales, constituye una solución poéti-ca de la aporía.

El tiempo histórico es así una construcción que utiliza tres herra-mientas. Una, el calendario; a partir de un tiempo axial puede ordenar-se una cronología hacia atrás o hacia adelante. Dos, la perspectivade las generaciones, en la que se combina la experiencia de predece-sores, contemporáneos y sucesores. A la propia experiencia históri-ca se puede adicionar la de los supervivientes de una generaciónanterior, ampliando así el ámbito temporal perceptible de una ma-nera más o menos directa. Tres, las trazas del pasado, sus testimo-nios, en los cuales lo que pasó está de alguna manera presente en unfragmento material, en una supervivencia. Tales trazas o fragmen-tos son las fuentes del historiador!.

1 Paul Ricoeur, Temps et récit, 1II (Le temps raconté), París, 1985.

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EL CALENDARIO

LAS CONVENCIONES CONTRA LA CULTURA

Como redactor de El Repertorio Americano, que publicaba en Londrescon don Andrés Bello en 1826, Juan García del Río se propuso lapublicación periódica de las efemérides americanas. Victorias y de-rrotas en combates, la proclamación de leyes, una muerte procera,etc., eran hechos fastos y nefastos que iban jalonando ese calendariocon una crónica elemental. Con esto se insinuaba, a la manera roma-na, los orígenes republicanos y la historia como celebración, comorito periodístico destinado a ser renovado permanentemente en lamemoria. Fiestas y celebraciones republicanas no sólo estaban desti-nadas a sustituir fiestas y celebraciones monárquicas, sino que debíanreificar como presente los acontecimientos memorables de la Inde-pendencía.

La elección de la Independencia como momento axial debía afec-tar las vidas de las generaciones por venir, ubicándolas en una suce-sión temporal que había sido marcada por un nuevo comienzo. Laoscuridad en que deliberadamente se dejaba a la época anterior apro-ximaba, por un efecto de luces y sombras, el momento axial hacia elespectador futuro. La gesta, el momento único de la virtud heroica,sustituía el resto del pasado.

Al redactar su Resumen de la historia de Venezuela2, Rafael MaríaBaralt era consciente de que apenas treinta años lo separaban delEstado colonial. Por eso Baralt hacía depender la existencia de Vene-zuela como cuerpo social de su distanciamiento de la Colonia. Todala vida política y social poseía una novedad radical. El pueblo sobe-rano e independiente surgía a partir de cero. Debía crear nuevos roles,de soldados, de caudillos, sacar de la nada nuevos recursos materia-les, crear nuevas instituciones, en fin «cuanto se necesitaba para for-mar una sociedad». El terreno para dichas creaciones debía disputarsepalmo a palmo a «un hecho antiguo defendido por las pasiones, losintereses y las esperanzas que en su derredor se habían formado».

Uno de los esfuerzos más acabados de la historiografía liberaldel siglo XIX por llenar el vacío de los siglos coloniales lo constituye,sin duda, la Historia Jeneral de Chile (1884-1902), de don Diego Barros

2 París, 1841, T. 1,p. 72.

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LA TEMPORALIDAD DEL SIGLO XIX' 35

Arana. Aunque Barros había suscrito- sin reticencias la idea de sua~o Miguel Luis Amunátegui3 de q-.ue el coloniaje fue un período«pálido, mezquino, sombrío», en que el hombre había perdido suindividualidad y obrado «avasallado por el despotismo de sus reyesy sus delegados»4, acarició toda la vida la idea de escribir una histo-ria «seguida y ordenada» de los aconteecimientos.

La idea respondía cabalmente a la tÉcnica de figuración de la rea-lidad establecida por los cánones hist oriográficos del siglo XIX. Lareconstrucción de un tejido histórico ;sin cisuras debía simular, enla continuidad narrativa, la continuid.ad temporal o la sucesión delos hechos en la realidad. Para Barros Arana habría una «historiaverdadera» mientras ésta se viera respaa.ldada por la prolijidad de losdetalles5

• Pero aun así, su relato de la Colonia, en la Historia Jeneral,estaba desprovisto de una acción signLficativa, es decir, de una tra-ma en la que los acontecimientos dese.ubocaran directamente en laIndependencia. Tal incongruencia es n-otoria sólo por el énfasis y laintensidad del tratamiento de este corto período. Después de descri-bir las poblaciones aborígenes de Chile en la primera parte y la Con-quista en la segunda, el tomo II comien2:a a desplegar la narrativa dela Colonia en Chile, desde 1561, una s~rie regular de «gobiernos» alos que se asigna uno, dos o tres capíh.::dos, según la abundancia de«noticias», las cuales son por eso las qll..-edeterminan la importanciade cada uno. En total, más de doscientos años se describen en cincovolúmenes (de los dieciséis de la obra),.- en tanto que los veinticincoaños que van de 1808 a 1833 se relatan .en nueve.

La cadencia inmutable de los s1.lcesLvos gobiernos de la Coloniano se altera frente a los incidentes, por- llamativos que sean, de lasguerras indígenas. Éstas aparecen como acontecimientos externos aun mundo hermético al que no pueden in::lprímir su propio movimien-to. La cronología de dichas guerras qu .·eda prisionera del esquema

3 Amunátegui había expresado esta idea en Des;;.;cubrimiento y conquista de Chile, Me-moria presentada a la Universidad en 1861.

4 D. Barros Arana, Obras completas, T. VIII (Estudios histórico-bibliográficos), Santiago,1910, p. 129. La reseña de Barros A. sobre el libro de Amunátegui apareció original-mente en los Anales de la Universidad de Chile, e=n 1863.

5 [bid. T. VI (Estudios histórico-geográficos), p. 181-.

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36 LA~ CONVENCIONES CONTRA LA CULTURA

de la regularidad de los gobiernos, coano si estuvieran destinadas ano dejar ninguna huella. La sucesión rrigurosa de gobiernos sólo seinterrumpe en el ápice de cada centuria (1600, 1700, 1800) para darcuenta de hechos económicos, sociales_, culturales o religiosos, a ma-nera de síntesis. Una síntesis de acontecimientos diversos e incom-patibles, por su carácter estructural, c::on el despliegue temporal delos hechos propiamente «históricos»,)iY que, por lo tanto, se van acu-mulando como sedimentos desprovisltos de una cronología propia.

En el momento en que se inicia la Ilarrativa que trata de la revo-lución, el orden ritual de los gobierno-s desaparece. El carácter ficti-cio y procesional de los funcionarios se ve remplazado por gestossignificativos, por ideas que prolongéllln su influencia o por accionesejemplares. La representación temporal adquiere una densidad queno podía tener en las aguas mansas de la Colonia, porque ahora estárepleta de acontecimientos dramátic<bs. El relato de todo el períodocolonial no era sino una preparación, en rigor, una prehistoria:

En el curso de nuestra historia, al dar:- a conocer el crecimiento mo-roso pero gradual y sostenido de la e olonia, hemos tenido cuidadode señalar uno en pos de otro los gérrrLenes que lentamente se veníandesarrollando para preparar la crisis revolucionaria que había deconducir a la independencia6.

El tiempo axial de la revolución ~ra así un cartabón absoluto dela trascendencia de los hechos. El reconocimiento de los «gérmenes»revolucionarios, de las afinidades en un período anterior, lo rescata-ba para la historia. Afinidades y pro)o<imidades tocaban de gracia, eldistanciamiento condenaba a las tinLeblas. La proyección prerrevo-lucionaria podía enfocarse igualmente a la época posrevolucionaria.Cada generación creaba una expecta..tiva renovada sobre el cumpli-miento de las promesas revolucionarias y las revivía permanentemen-te, so pena de quedar por fuera de la historia. Esta renovación ritualdebía conducir a la mitificación de 1 a palabra y del concepto de re-volución.

6 Historia Jeneral de Chile, T. VIII, Santiago, 1 887, p. 7.

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LA TEMPORALIDAD DEL SIGLO XIX 37

En la Historia general de la República del Ecuador (1890-1893) delarzobispo de Quito, Federico González Suárez, se percibe la influen-cia de Barros Arana. Esta Historia general adopta las mismas cisurasseculares para dar cuenta periódicamente del estado general de lasociedad y establecer la cualidad intrínseca de cada siglo con respec-to·a los otros. Como en Barros Arana, la extensión y la densidad de lanarrativa dependen de la acumulación de las noticias: «El númerode capítulos varía según la abundancia de los hechos que convienereferir en cada uno»7. Lo mismo que Barros Arana, González Suárezpretende colmar todos los resquicios temporales de un largo período.

Sin embargo, González Suárez escapa a la convención estableci-da de un tiempo axial. Su Historia general es íntegramente una historiacolonial, en la que la sucesión tempOral se establece con el encade-namiento de la vida del Estado y de la Iglesia, y el ambiente moralse ilustra con otros hechos, escandalosos o anónimos, de la vida co-lectiva. La excepcionalidad de su obra tiene que ver con lo que sepercibe como «excéntrico, anacrónico, algo como Viejo Testamento»en su filosofía de la historia8

• Frente a los preceptos romántico-libe-rales del resto de lahistoriografía hispanoamericana, que conservanun contenido secular, González Suárez defendía un universalismocristiano. Esto confiere a su obra un sabor rankeano, en el que cadaép()ca está próxima a Dios y por eso posee un valor en sí misma:

La familia humana esparcida por toda la redondez de la tierra es unaen los designios de1a Providencia divina, para quien no hay razasdistintas, lenguas diversas ni fronteras que circunscriban los países9

La existencia histórica de la Colonia no quedaba subordinada aldesencadenamiento de la lridepel1dencia. Entre el período colonialy €l republicano había también una continuidad, en cuanto las do-lencias morales contemporáneas se hallaban arraigadas en el pasa-do. González Suárez no se proponía narrar

7 Historia general de la República dt!l Ecuador, T. m,Quito, 1892, p. 41.8 Adamn Szászdi, «The Historiography oí the Republic oí Ecuador», en HAHR, No.

44, nov. de 1964, p. 513.9 Historia general, T. 1,Quito, 1890, p. 14. Sobre Ranke, véase Pieter GeyI, Debates with

Historians, New York, 1958, pp. 9-29.

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38 LAS CONVENCIONES CONTRA LA CULTURA

guerras estrepitosas, ni referir empresas atrevidas: la vida sencillade nuestros antepasados, en el recinto de una de las más modestasporciones del vasto imperio de España en América, he ahí lo que vaa constituir el asunto de nuestra narración en los siguientes librosde esta historia 10.

Sólo que esta «vida sencilla» quedaba sujeta a un patrón absolu-to: la de la moral, con sus «preceptos eternos e invariables» 11.

LAS GENERACIONES

Las circunstancias que rodearon la composición de una obra clásicade la historiografía americana, el Resumen de la historia de Venezue-la12

, de Rafael María Baralt, son curiosas. Para su edición en París,junto con el Atlas del coronel Agustín Codazzi, del cual el Resumendebía constituir un complemento, Baralt y su auxiliar Ramón Díazrecibieron un auxilio del Congreso venezolano que debía cubrir susgastos en Europa. Al llegar Baralt y Díaz a París, la historia estabaincompleta. Dada su extensión, Baralt debía trabajar ep. ella a mar-chas forzadas. Pero la conducta de Díaz dio pie a comentarios quecobijaban al juicioso Baralt y que éste se apresuró a desmentir enuna carta a Fermín Toro, que se encontraba en Londres13. Baralt sequejaba de la disipación de su compañero y mencionaba que «haycompromiso, delicadeza, honor de por medio». Díaz no había podi-do substraerse a las tentaciones de «esa moderna Babilonia» que en1840 debió de ser París para un americano. En cuanto al mismo Ba-ralt, que apenas tenía un poco más de treinta años, admitía que

recién llegado a París, corrí, salté, como era natural, ocho o diezdías para ver, tentar y sentir. (...) Pero hecho esto y llegados (...) los

10 Historia general, T. IlI, p. 10.11 Ibid. T. 1, p. 10.12 Rafael María Baralt y Ramón Díaz, Resumen de la historia de Venezuela desde el año de

1797 hasta el de 1830, 3 vals., París, 1841. La cooperación de Díaz en esta obra con-sistía en materiales sobre la Colonia.

13 Agustín Millares CarIo, Rafael María Baralt (1810-1860). Estudio biográfico, crítico ybibliográfico, Caracas, 1969, p. 39.

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LA TEMPORALIDAUDEL SIGLO XIX

papeles, libros, etc., puse mano a la obra, que desde entonces melevanto a las siete de la mañana, me acuesto a las dos de la mañana,y en el intermedio trabajo constantemente, sin distracción ni amo-res, ni otros malos pensamientos.

39

Los esfuerzos hercúleo s de Baralt, su continencia y la primeraimpresión favorable que despertó la obra una vez que llegó a Caracasno fueron óbice para que el apoyo oficial se regateara. Don AgustínCodazzi debía devolver quince mil pesos al gobierno venezolano, enlo cual Codazzi veía una represalia contra aspectos del Resumen queofendían a algunos contemporáneos poderosos. A su modo de ver,esto no tenía por qué afectar la apreciación de su propio trabajo. Portal razón, en una Memoria dirigida al gobierno, observaba:

Si la historia no está escrita con imparcialidad; si oculta algo; sielogia a quien no debe; si olvida a unos y ensalza con injusticia aotros; si, en fin, ella no es de la aprobación de la mitad del Senado,es preciso convenir que nada tiene de común con los trabajos pura-mente científicos del exponente. Diré más: si la Nación toda juzgaseque la historia no merecía su aprobación oficial ¿sería éste un mo-tivo para castigar y castigar severamente a quien no lo hizo?

El alegato de Codazzi constituye una crítica, tal vez involuntariapero muy aguda, a una obra de esta naturaleza. Por un lado, deslin-daba el carácter científico, neutro, de su propio trabajo geográfico y,por otro, subrayaba hasta la saciedad el carácter ideológico del Re-sumen, concebido para procurar justificaciones y condenaciones queafectaban la vida política del momento. La única solución de tal con-flicto, según Codazzi, debía ser la libre discusión sobre los puntoscontrovertibles del Resumen. Si se abría el compás de la discusión,Venezuela tendría varias versiones de su historia,

escritas por hombres de saber y que por sus relaciones de amistad,por los documentos que posean, por el pulso con que los discutany por la parte que hayan tomado en los sucesos, merezcan sus pro-ducciones pasar a la posteridad, bien inmenso que se deberá engran parte a la publicación de los señores Baralt y Díaz14

.

14 ¡bid.p. 45.

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En este pasaje de su alegato, Codazzi describía con precisión lascondiciones básicas dentro de las cuales se desarrolló la historiogra-fía hispanoamericana del siglo XIX. Ésta no sólo prolongaba los de-bates políticos contemporáneos, sino que se les atribuía un sentidode declaración y no meramente asertivo, es decir, que su enunciadoestaba concebido para afectar la realidad y no simplementep.aradescribirla. Tal conclusión se derivaba de los hechos enunciados porCodazzi: a)Que era el producto de «hombres de saber», es decir, deuna élite educada en los negocios públicos; b) Con «relaciones deamistad» dentro de los círculos en los cuales se tomaban decisioneso con una participación directa en los acontecimientos, y c) Con unacceso directo a los documentos.

El punto central del incidente era sin duda la reacción de los per-sonajes involucrados en la historia de Baralt, muchos de los cualesse cobraban una reparación indirecta al no aprobar en el Congresolos gastos de los historiadores. Codazzi insinuaba que dichos perso-najes podían rectificar o aclarar la versión de sus actuaciones y con-vertirse a su vez en historiadores.

Baralt, por su parte, había estado perfectamente consciente15 delas dificultades inherentes al hecho de juzgar las acciones de unageneración que no era la suya y que ejercía una influencia prepon-derante en la naciente república. El equilibrio deliberado de su relatono podía ser del agrado de todos y aún mucho después se le negaba,debido a su «frialdad clásica», el carácter de historiador nacional.José Gil Fortoulle reprochaba ser un «alma tímida, o débil su inde-pendencia intelectual ante las exigencias o reparos de sus coetáneos,más todavía ante al exagerado orgullo de los próceres»16.

15 Como epígrafe del resumen traía este pasaje de la Historia de la Revolución Francesa,de Thiers «Acaso el momento en que los actores de una revolución van a expirar es, .

el más propio para escribir la historia, pues entonces se puede recoger el testimoniode ellos sin participar de todas sus pasiones». Infortunadamente para don RafaelMaría, éste no pasaba de ser un deseo poco caritativo pues, a diferencia de losactores de la Revolución Francesa, los de la revolución hispanoamericana sobrevi-vieron con largueza a sus hazañas.

16 Pasaje de la Historia constitucional de Venezuela, reproducido en Germán CarreraDamas, Historia de la historiografia venezolana, p. 221.

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LA TEMPORALIDAD DEL SIGLO XIX 41

Don José Manuel Restrepo publicó su Historia de la Revolución dela NÚeva Granada también en París, en 1827. Esta historia, que habíaterminado de escribir en 1824, cerraba el ciclo revolucionario de laNueva Granada en 1819. La creación de la Gran Colombia modificósu proyecto original. En 1858 apareció, impresa en Francia, la histo-ria de 1827, refundida en un proyecto más vasto. Ahora se le incorpo-raban otras dos partes: una historia de la revolución en Venezuela,que se apoyaba en la obra de Rafael María Bara1t, y una historia dela Gran Colombia hasta la organización definitiva de las tres repú-blicas en 1832.

m señor Restrepo fue un testigo excepcional de los hechos quenarra su historia. No sólo había llevado desde 1816 un diario minu-cioso de los acontecimientos de los que fue actor o testigo, sino que,como ministro del Interior durante todo el período de la Gran Co-lombia, pasaron por sus manos los documentos más relevantes de lavida del Estado. El Diario recogía no sólo sus personales reacciones,sino también un «clima de opinión» de los círculos más elevados delgobierno ante hechos y personajes contemporáneos. En los dos de-cenios siguientes a su salida del Ministerio, Restrepo tuvo ocasiónde corregir muchas de estas impresiones inmediatas al compulsarciertos documentos a los que siguió teniendo un acceso privilegia-do. Aun así, el Diario político y militar constituía una de sus fuentesprimordiales. En él iban quedando consignados juicios sobre acon-tecimientos y personajes, y el ritmo y el relieve de los hechos a me-dida que iban ocurriendo.

Los dos ciclos de la composición de la Historia de la Revoluciónde la República de Colombia fueron escritos inmediatamente después dehaber culminado una trama que el historiador vio desenvolverseante sus ojos. Tal desenlace ofrecía los mojones de una periodización«natural», marcada como estaba por dos acontecimientos en los queparecía confluir una finalidad histórica.

La elección misma de la materia histórica signifi,caba una valora-ción, por parte de Restrepo, de la trascendencia de acontetimientosy personajes contemporáneos. Pero el hecho de vivir entre aconteci-mientos y personajes extraordinarios no tenía por qué darles a éstosun sentido especial de finalidad. Historia vivida, historia construi-da, son dos cosas muy diferentes. El mismo Restrepo prefería iden-

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tificar SU Historia con el uso exhaustivo de documentos: «Muy raroshan sido los documentos que no hemos podido conseguir perte-necientes a la Historia de Colombia», declaraba en el prefacio queescribió en 1848. Pero aunque le preocupara especialmente una ve-rificación documental de la secuencia de los hechos o de sus asercio-nes y juicios, este aspecto puede parecer hoy secundario frente a lacalidad de testigo viviente del historiador.

Lo fundamental de la Historia de Restrepo reside en que ella cons-tituía una construcción histórica de un cierto tipo. Su Diario, aun conretoques ulteriores, nos revela el proceso mismo de esa construccióncomo contemporánea a los hechos presenciados. La conciencia delhistoriador iba moldeando hechos dispersos de acuerdo con las ex-pectativas/ los principios políticos y hasta los prejuicios de un hom-bre público de la época.

De acuerdo con su clase social y con su papel de alto dignatariode la República, el señor Restrepo poseía lo que en el siglo XIX solíadenominarse una sólida conciencia moral. De allí que mostrara per-manentemente una cierta ansiedad sobre juicios eventuales acercade su imparcialidad. Pero 10 extraordinario de su Historia no resideen que el señor Restrepo haya podido mostrarse imparcial o sub s-traerse a las pasiones de sus contemporáneos, si se tiene en cuentala casi nula perspectiva temporal de sus escritos históricos. En cam-bio sí resulta extraordinario que una masa imponente de hechos hayacalzado con tanta justeza en un molde interpretativo capaz de con-ferirles una unidad. Después de casi siglo y medio podemos asom-bramos de que este molde no se haya modificado un ápice en laconciencia de sus compatriotas y que el período de la Independenciasiga siendo, con muy leves retoques, rectificaciones o ampliaciones,el que legó su Historia de la Revolución.

¿De dónde procede la autoridad, al parecer incontrastable, de suHistoria? Siendo casi contemporánea de los hechos que narra, la His-toria de Restrepo es una proyección de éstos, se envuelve en su aurade prestigio y termina por paralizar todo sentido crítico. Las fuentesmismas de Restrepo -partes militares, oficios, discursos, proclamasy hasta las leyes y decretos- estaban escritas con el rabillo del ojopuesto en la historia. Su tránsito entre un destino inmediato y lahistoria escrita fue muy breve.

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LA TEMPORALIDAD DEL SIGLO XIX 43

Entre el historiador y los actores de su historia existía una com-plicidad, y aquél nos entrega con mucha fidelidad la visión que losactores tenían de sus propios gestos o el valor que atribuían a suspensamientos o a sus palabras. Cuando esto no ocurre, se debe a unfracaso de las intenciones del actor. Valiéndose de la obra de Restrepo,los padres de la patria parecen haber construido su propio mito.

La ubicación generacional con respecto al momento axial de la~ndependencia debía conferir un tono peculiar a los escritos de cadahistoriador, fuera de familiaridad o de reproche, de nostalgia o deexaltación. Entre los historiadores nacidos entre 1805y 1815 o entre1825 y 1835 se perciben claramente las gradaciones de la memoria.En un contemporáneo del período de la Independencia, como JoséManuel Restrepo (1781-1863),había una memoria activa. En RafaelMaría Baralt (1810-1860), en Juan Vicente González (1808-1866) ytodavía una generación más tarde, en el caso de Benjamín VicuñaMackenna (1831-1886), el recuerdo estaba filtrado por referenciasde familia. Baralt se refiere a los actores estudiantiles del atentado deseptiembre contra Bolívar, condiscípulos suyos en colegios de Bogotáy con los cuales no había compartido la exaltación republicana, comoa una juventud particularmente valiosa. El tono de J. V. González,deprecatorio de la guerra a muerte, deja traslucir a las claras el repro-che de los círculos caraqueños vinculados íntimamente a los espa-ñoles, que fueron las víctimas de este tip~ de guerra. Los incidentes,que debían guardarse entre las familias como una querella personal,se multiplican. La trama folletinesca disimula el recuerdo construi-do, embellecido, sometido a un molde dramático convencional17

Por su parte, don Benjamín Vicuña Mackenna se obstinó en cam-biar la fecha consagrada para conmemorar la independencia chile-na. 1811y no 1810 le parecía ser «el verdadero año inicial, la fechaáurea, el comienzo legítimo de nuestra edad», El primero de abril de1811, el coronel Tomás de Figueroa intentó cambiar el curso de larevolución, pero fracasó y fue llevado al cadalso. A Vicuña Macken-na le parecía preferible la nueva fecha porque había comprometidocon un acto definitivo y sin retorno una revolución timorata, rodea-

17 R. M. Baralt, Resumen de la historia de Venezuela, T. II, p. 242. Juan Vicente González,Biografía de José Félix Ribas (época de la guerra a muerte), París, s. f.

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da de formulismos legales. La nueva fecha no sólo involucraba unametafísica familiar en las interpretaciones de la Revolución France-sa, el «arcano impenetrable (...) de que toda redención humana co-mienza y acaba en la sangre», sino que estaba tocada por recuerdostrasmitidos en la familia del historiador. Al dirigirse a la plaza dearmas de Santiago, en donde iba a tener lugar la batalla, o más bienla escaramuza decisiva, el coronel había saludado galantemente ala abuela de Vicuña. Su propio padre, entonces un niño todavía, habíavisto a un tío espiar por la ventana el desarrollo de los aconteci-mientos18

.

Vicuña introducía el distanciamiento temporal con una observa-ción incongruen te. Al narrar una reunión en la casa de los antiguospresidentes a la luz de velas de sebo, informaba: «El aceite tardaríatodavía cerca de treinta años sin llegar a las casas de Santiago, el gasmedio siglo, la luz eléctrica dos tercios de siglo» Los signos materia-les de progreso se demoraban y alargaban con ello la perspectivahistórica. Otros signos la abreviaban. El escenario de los aconteci-mientos estaba acotado en la memoria como un espacio reconocible,en el que bastaba seguir por una o dos generaciones la línea de lospropietarios de las casas para encontrar la ubicación precisa de losactores: «Don Juan Enrique Rosales habitaba a dos cuadras de dis-tancia, en la esquina de la calle de la Compañía con la de Peumo(hoy morada de la familia Bulnes)>>.O «el vocal Fernando Martínezde la Plata habitaba en la casa de su propiedad que forma el ángulode las calles de Agustinos y de Teatinos, (...) casa que se incendióparcialmente hace algunos años y hoyes propiedad del caballeroespañol Don Domingo Fernández Mata». La cualidad intimista dellibro se revela hasta en el hecho de que estuviera dedicado a un hijodel biografiado o que se valiera del testimonio de uno de los actoresdel pequeño drama de 1811,ya nonagenario19•

Don Diego Barros Arana (1830-1907)comenzó la redacción de suHistoria Jeneral de Chile en septiembre de 1881,a los 51 años de edad20•

18 Benjamín Vicuña Mackenna, El coronel Don Tomas de Figueroa, Santiago, 1884, pp.85, 95 Y 128.

19 [bid. p. 153.20 Ricardo Donoso, Barros Arana, p. 155.

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LA TEMPORALIDAD DEL SIGLO XIX 45

La redacción y publicación de los dieciséis volúmenes de esta obraocuparon los veinte años siguientes de su vida21

, Su carrera de his-toriador se había iniciado en 1853con la fundación de un periódicoliterario, El Museo, en el cual publicó diez capítulos de una Historiageneral de la independencia de Chile22

, El propósito de escribir un relato«regular y ordenado» de la historia de Chile 10 había acompañadodesde cuando publicó sus primeros trabajos. En abril de 1865 escri-bía al general Mitre:

Bien quisiera yo, amigo mío, poder consagrarme a esa clase de estu-dios, mucho más desde que he acopiado un verdadero caudal denoticias y documentos para escribir una historia de Chile. Pero ¿cuán-do podré emprender este trabajo? Mucho me temo que nunca23

.

En la Historia Jeneral se refería a los treinta años de preparacióny a los cuarenta años durante los cuales la historiografía chilena habíavenido desarrollándose, a partir de las primeras Memorias auspicia-das por launiversidad. Lavida casi entera del historiador se confundíacon este desarrollo y la obra monumental aparecía como su culmi-nación. En la conclusión relataba cómo a fines de los años 40 y acomienzos de los 50 había frecuentado

el trato de muchos de los sobrevivientes de la edad revolucionaria,o (había mantenido) correspondencia epistolar con otros para obte-ner informaciones acerca de los puntos sobre los cuales podían su-ministrar las24

,

Otro tanto habían hecho sus compañeros de generación, MiguelLuis Arnunátegui (1828-1888)y Benjamín Vicuña Mackenna. Éstosapenas pudieron conocer antes de morir los inicios de la publicaciónde la Historia Jeneral, Pero en ella Barros Arana perpetuaba sus afi-nidades y diferencias con sus dos contemporáneos. Aunque se incli-

21 Publicó el primer volumen en 1884 y el último en 1902. Había concluido la redac-ción en 1899.

22 Rolando Mellafe, Barros Arana, americanista, Santiago, 1958,p. 15. R. Donoso, BarrosArana, p. 27.

23 Archivo del General Mitre, T. XX,p. 42.24 Historia Jeneral, T. 1, pp. IV Y XVI; T. XVI, p. 354.

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46 LAS CONVENCIONES CONTRA LA CULTURA

naba permanentemente ante el talento y originalidad de sus amigode juventud, Amunátegui seguía manteniendo reservas frente a los«descuidos» y la «animación colorista» de Vicuña. Ya en 1860 con-fiaba al general Mitre:

Benjamín tiene a la vez otros proyectos histórico-literarios: «Histo-ria de Almagro», «Historia de las dos últimas revoluciones de Chi-le» (1851-1859), «El ostracismo de O'Higgins». Como usted conocesu facilidad para escribir, no dudará que dé cima a todas.

Veinte años más tarde volvía a confiarle: «Por lo demás, nosotrossabemos que no se puede producir tanta cantidad como produce Vi-cuña, sin dañar gravemente la calidad». Su propia obra, confesabamodestamente, no era fruto del talento sino de la perseverancia yrepresenta «la labor de una larga vida»25.

La perseverancia y longevidad de Barros Arana habían servidono sólo para sintetizar los frutos de la historiografía chilena a partirde 1844, sino también para constituirse en un eslabón vivo con res-pecto a la generación de la Independencia. Sin embargo, desde losaños 60 Barros se había distanciado de las querellas de la Indepen-dencia:

Las declamaciones y quejas de la época de la revolución de nuestraindependencia han arraigado en el espíritu de los americanos preo-cupaciones erróneas acerca del sistema colonial26.

Esta revaluación no se originaba en la consideración misma de laColonia, sino en la de los primeros intentos de organización de losconquistadores. Estos hombres no se habían dedicado a la mera ra-piña. Ellos «fundaban ciudades y organizaban un régimen muy se-mejante al de España». Sin embargo, Barros Arana se atenía todavíaal contraste dramático establecido por Amunátegui entre el períodode la Conquista, signado por el «heroísmo», la «resolución supre-ma», la «brillante osadía en la ejecución», y una Colonia o régimen

25 Museo Mitre. Correspondencia literaria, histórica y política del general Bartolomé Mitre,Buenos Aires, 1912. T. m, p. 6. Archivo del General Mitre, T. XX, p. 17.

26 Obras completas, T. VIII, p. 125.

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LA TEMPORALIDAD DEL SIGLO XIX 47

de coloniaje «pálido, mezquino, sombrío, porque el hombre pierdeentonces su individualidad, obra avasallado por el despotismo desus reyes y sus delegados»27.

La revalorización de la Colonia se operaba al hacer énfasis en laslabores pacíficas de los conquistadores. El cambio se originaba comoun desplazamiento temporal dentro. del discurso mismo de la histo-ria. Al fin y al cabo el «drama» de la conquista de Chile resultabamenos interesante que el de la del Perú:

En Chile no había un imperio organizado, cuya magnificencia y gran-deza cautive el interés del lector; nuestros padres no combatieronpara destruir una nacionalidad organizada, una civilización esta-blecida ya de antemano. En Chile lucharon contra tribus semisalva-jes, contra pueblos bárbaros, pero briosos y resueltos.

L'! influencia del modelo romántico de Prescott es evidente. Eldrama histórico debía estar revestido de la «magnificencia y grande-za» de los reinos, escenario adecuado para que a un choque de carac-teres (Cortés y Moctezuma, Atahualpa y Pizarro) pudiera atribuirseuna significación. Haciendo de la necesidad virtud, Barros observa-ba en seguida que la ausencia de choque dramático había preserva-do en Chile una forma de individualismo. Pero hablaba sin muchaconvicción. Se trataba en fin de cuentas de una forma de individua-lismo que sólo metafóricamente podía atribuirse a la sociedad chilenaentera, tratándose de las luchas de resistencia de «tribus semisalva-jes». Sólo quedaba entonces urdir otro tipo de trama: la de una histo-ria social, «ésta (...) que nos cuenta los progresos morales e industrialesde una ciudad, las costumbres de nuestros mayores, sus ideas ypreocupaciones, la vida de la familia y de la ciudad»28.

Barros Arana se colocaba así en el umbral de una historia conce-bida a la altura de su época y aun de una posterior. Pero solamenteen el umbral. Todavía en 1879 encontraba válida la idea de Amuná-tegui de que la Colonia había anulado todo espíritu de iniciativa·

27 [bid. p. 133.28 [bid.

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individual y que su régimen había sido «triste, sombrío, como undique puesto para impedir la corriente de la civilización»29.

Tales ideas debían hacer que la Historia Jeneral, a falta de un in-terés dramático en la Conquista y en la Colonia chilenas, siguieracentrada en el dramatismo supremo de la Independencia. Para B,a-rros Arana, como para las dos o tres generaciones que siguieron a lade la Independencia, no había un asomo de duda sobre el valor deesta epifanía. Por eso todos sus interrogantes se dirigían a desentra-ñar aquello que estaba contenido como un germen en ese instantelleno de significaciones. Retener ese instante, fijarlo y hacerlo con-temporáneo era el cometido del arte del historiador y su tarea másimperiosa, pues en el se había operado la recepción del siglo y en élestaban contenidas todas sus promesas.

LAS FUENTES

El tiempo histórico del período de la Independencia estuvo marcadoen la singularidad de cada día por diarios políticos, diarios de ope-raciones militares, correspondencias y papeles privados, en unaprofusión sin precedentes. La percepción de los acontecimientos po-día cobrar un sesgo personal al reconstruirlos encadenando la co-rrespondencia de varios personajes. Ello tendía a ligar la empresahistoriográfica del siglo XIX al recuerdo, a la memoria viva, antesque al monumento o al documento como tales. Algunos de los acon-tecimientos de la revolución se presentaban como un misterio enque el historiador debía ser iniciado. El acceso a los archivos su-ponía el trato con personajes que habían conservado papeles priva-dos o podían dar un testimonio directo de algún episodio todavíaoscuro.

El historiador peruano Mariano Felipe Paz Soldán había mereci-do la confianza de algunos próceres y de sus familias. Recibió delmariscal Antonio Gutiérrez de la Fuente «veinte cajones grandes,llenos de cartas y documentos originales e inéditos». Poseía un pa-quete de cartas del arzobispo Luna Pizarro y escuchó confidencias

29 Ibid. T. XIII, p. 330.

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del general Luis José Orbegoso. Además, su hijo, el coronel PedroOrbegoso, le confió el archivo del general. Lo mismo hizo el hijo delmariscal Gamarra. Paz guardaba cartas de Bernardo Monteagudocon San Martín, de Bolívar con Sucre, de Gamarra con Salaverry yde Riva Agiiero. Y como ministro de Relaciones Exteriores tuvo ac-ceso franco (como José Manuel Restrepo en Colombia, una o dosgeneraciones antes) a los archivos de todos los ministerios. Por eso,en el casoparticular de su Historia del Perú independiente, la narrativase ceñía a veces tan estrechamente a la correspondencia entre lospersonajes que la fuente habla por ellos, descubriendo de inmediatosus intenciones. Él mismo describía su método así:

Para dar mejor idea de algunos hechos importantes y que se conoz-can las pasiones o méritos con que entonces se procedía, procuroreferidos copiando las más de las veces textualmente la narraciónque los principales actores o testigos hacían en sus cartas privadaso en documentos coetáenos. (oo.) creo que ésta es la verdadera His-toria, en su parte narrativa; así parece ~ue se oye referir el hecho enel momento que acaba de tener lugar3 .

En el testigo de acontecimientos extraordinarios debía encontrar-se el clima de las emociones que los habían rodeado. Por esto Bellorecomendaba en 1844 leer en los intersticios del texto, interpretarsus silencios y omisiones:

Esta especie de narrativa autógrafa de los personajes históricos tie-ne para nosotros un grande atractivo; porque, prescindiendo de lasustancia de los hechos, en que es muy factible que el interés per-sonal, o por lo menos el interés de la reputación haya torcidó algu-na vez la pluma, las palabras mismas, las ideas, los sentimientos ylas reticencias estudiadas, las revelaciones involuntarias y hasta laexageración y la mentira contribuyen a hacernos una exhibición vi-viente del hombre y del siglo en que figuró: objeto más instructivoen la historia que las individualidades de marchas y batallas3I•

30 M. F. Paz Soldán, Historia, op. cit. (primer período, 1819-1822), Lima, 1868, p. N.31 A. Bello, «Historia física y política de Chile por Claudio Gay», en Obras completas,

Caracas, 1957, T. XlX, p. 140.

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Los hechos no hacían parte simplemente de un encadenamientonarrativo, sino que poseían una cualidad vital que era necesario ex-traer. Bello, que no era historiador pero sí un testigo excepcional,trasmitía la lección de Barante de preferir la lectura de documentosde los cuales pudiera sacarse un arsenal privado de representacio-nes históricas.

Este sentido primordial de lo histórico es el que exhiben en mayoro menor medida los historiadores clásicos del siglo XIX en Hispanoa-mérica. Miguel Luis Amunátegui se sentía espiritualmente ligado .tan-to a Bello como a José Victoriano Lastarria y, junto Cffil su hermano,dedicaba a este último su primera obra. Incluso Los precursores de laindependencia de Chile, acaso uno de los mejores libros de la historio-grafía hispanoamericana del siglo XIX, se ocupaba del mismo proble-ma de la Memoria de Lastarria de 1844. La diferencia entre aqueltrabajo y laMemoria radica en que el rechazo del pasado colonial porparte de Amunátegui no se presentaba bajo la forma de un discursofilosófico,sino que quería ser una demostración documentada. Por elloBarros Arana percibía esa obra corno la mera «coordinación de losnumerosísimos documentos que agrupa»32, haciéndose eco de imamuletilla del mismo Amunátegui: «Como mi propósito al escribir elpresente libro ha sido que los personajes de esta historia sean retrata-dos, no por mí, sino por los documentos contemporáneos».

Hoy, sin embargo, la lectura de Las precursores revela hasta quépunto Amunátegui había escogido deliberadamente las piezas queservían para ilustrar sus puntos de vista. Para la admiración popu-lar, dramatizaba los esfuerzos extenuantes del historiador:

Es preciso -decía- haberse puesto a estudiar esos papeles medioborrados, medio podridos, que despiden un olor particular y quedejan en las manos un polvo delgado y pegajoso para comprendertodo elfastidio de un trabajo semejante.

Este primer contacto del historiador con los documentos era yaun juicio de valor sobre el período al que se referían. No podía haberemoción reverente hacia esos «despojos extraídos de una sepultu-

32 Obras completas,T. VIII, p. 142.

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ra», muchos de los cuales carecían «siquiera (de) un mediano interés».No es de extrañar entonces que sus impresiones sobre la Colonia nofueran radicalmente diferentes a las de Lastarria:

Loscaracteres distintivos de la sociedad hispanoamericana bajo ladominación de la metrópoli fueron una ignorancia supina, una se-gregación casi completa de los pueblos civilizados y una coacciónconstante y minuciosa de la autoridad hasta en los menores inci-dentes de la vida pública y privada33

.

En el período de su formación como historiadores, durante el de-cenio de los 50, el exilio político sirvió a Barros Arana y a VicuñaMackenna para recoger crónicas, archivos, testimonios de actores delas guerras de Independencia y ediciones raras en Buenos Aires, Ma-drid, París y Londres. En abril de 1859, estando en Buenos Aires,Barros Arana copiaba documentos que consideraba más importan-tes para Chile que sus escritos contra el presidente Montt, que lohabían forzado al exilio. Comentaba satisfecho que «si la emigraciónno tiene más lágrimas que las que yo he vertido, no creo que alcan-zaran a humedecer muchos pañuelos». De su permanencia en Sevi-lla, a fines de ese año, recordaba después: «Apenas tuve tiempo parahacer la elección de todo lo que debía copiar referente a Chile». Acomienzos del año siguiente tomaba notas en el archivo de la resi-dencia de San Martín en Francia34

El ecuatoriano Federico González Suárez imitaba la actitud de Ba-rros Arana y afirmaba que sin la consulta del Archivo de Indias era«moralmente imposible escribir la historia general de América y laparticular de cada uno de los pueblos que hoy son repúblicas indepen-dientes». Por su parte, el peruano Mariano F. Paz Soldán mostraba an-siedad por la eventual desaparición de los archivos privados que habíalogrado reunir en veinte años merced a sus conexiones personales35

.

33 Miguel Luis Arnunátegui, Los precursores de la independencia de Chile, Santiago, 1909-1910, T. 1,pp. 7 Y319; T. III, p. 355.

34 Ricardo Donoso, Barros Arana, p. 43; D. Barros Arana, Obras completas, T. VIII, p. 23Y pp. 49-50.

35 F. González Suárez; Historia general de la República del Ecuador, T. 1,p. X; MarianoFelipe Paz Soldán, Historia del Perú independiente, T. 1,prólogo.

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En un artículo de 1873, dedicado a enseñar a la juventud la im-portancia de los documentos, Barros Arana les atribuía casi una vidaautónoma. Volvía sobre la idea de Bello, y de Barante, de que el do-cumento posee una textura en la que ha quedado atrapado algo dela realidad en la que fue elaborado. Observaba que, aislados, los do-cumentos no parecían tener importancia. Reunidos y comparados«unos a otros se completan (oo.) y todos contribuyen al descubrimien-to de la verdad. Todos, aun los más insignificantes, contribuyen aexplicar los hechos, las ideas y las preocupaciones del tiempo pa-sado» 36.

Los historiadores del siglo XIX compartían dos creencias básicascon respecto a los documentos. Una, que sólo los documentos garan-tizaban una continuidad narrativa. La continuidad narrativa era lareproducción de la continuidad temporal o la sucesión de los hechosen la realidad. De allí la preocupación por la biografía y por el archi-vo personal. El seguimiento, sin vacíos, de la vida de un personajeexcepcional debía conducir directamente a los acontecimientos no-tables en los que se había visto envuelto.

La otra creencia consistía en que los documentos debían «hgl>larpor sí mismos». Por medio de los documentos se expresaba una emo-ción auténtica: ellos eran el único medio que trasmitía las pulsacio-nes de la vida pretérita. La materialidad de los documentos mismos,el polvo que los cubría, el hecho de que se deshicieran entre las ma-nos o de que tuvieran un olor particular era parte de la presencia delpasado. Lareflexión sobre el valor de las fuentes tenía así en el sigloXIX una coloración romántica. Siempre había el riesgo de que los he-chos pasados pudieran ser expuestos de una manera neutra, sin ca-lor y sin vida. ¿De dónde procedían, entonces, el color, la emoción,la animación que el historiador debía impartirles? Del documentomismo, sin duda. En esto estaban de acuerdo Vicente Pidel López, elargentino que desvalorizaba el documento comofuerité'de informa-ción, y el chileno Barros Arana, para quien la información era 10esencial. Según López,

36 Obras completas,T. VIII, pp. 141-142.

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LA TEMPORALIDAD DEL SIGLO XIX

El autor y el lector no pueden perder su tiempo en copiar o en trans-cribir documentos, como si se tratase de un pleito; lo que se necesitatraer de ellos es el colorido y el movimiento de los sucesos que sequiere narrar, de acuerdo con el partido y los intereses que cadahecho ha servido o combatido, en las luchas del pasad037

53

López presumía que el verdadero conocimiento histórico proce-día de la familiaridad con el «partido y los intereses». Los hechosdebían subordinarse a la coherencia de una lucha política global, nosustanciarse aisladamente, «como si se tratase de un pleito». Pero,en cambio, cada hecho poseía un elemento específicamente humano,la emoción, que el historiador debía extraer de las fuentes aunquedesdeñara el resto.

Para Barros Arana estas circunstancias, aunque no dejaban deser accesorias, debían consignarse para dar cuenta de la integridadde los hechos. Hasta las emociones debían estar documentadas. En 1862defendía a Vicuña Mackenna de cargos de apasionamiento por suHistoria de los diez años de la administración Montt, en estos términos:

¿Quién ha dicho que la posteridad no ha de darse cuenta de laspasiones de la época que estudia? ¿Por qué no han de interesarle lasrevelaciones íntimas que solo los contemporáneos pueden trasmitira la historia? Y si esas revelaciones no hubieran de servir al histo-riador ¿a dónde iría éste a buscar la fuente de los hechos y de las

.. ?38apreClacIOnes..

El resultado de los debates de 1881y 188239 entre el general Mitrey Vicente Fidel López suele presentarse como el triunfo del espíritu

37 Citado por Rómulo D. Carbia, Historia crítica de la historiografia argentina, p. 154.38 Citado por Ricardo Donoso, Don Benjamín Vicuña Mackenna, su vida, sus escritos y su

tiempo (1831-1886), Santiago, 1925, p. 148.39 Vicente Fidel López publicó una Historia de la revolución argentina en 1881. En ella

se controvertían algunas de las afirmaciones contenidas en la Historia de Belgrano(que Mitre había venido ampliando en ediciones sucesivas: 1857, 1858-1859 Y1876.Hubo una cuarta y definitiva edición en 1886). Mitre le contestó ese mismo año enartículos que fueron apareciendo en la Nueva Revista de Buenos Aires, primero, yluego en La Nación. La respuesta sobre cada episodio controvertido adquirió lasdimensiones de un libro que se publicó como Comprobaciones históricas a propósitode la Historia de Belgrano, Buenos Aires, 1881. López replicó inmediatamente con

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cientCfico del primero en el uso riguroso de l~ documentación. Fren-te a u:_na tendencia «guizotiana» basada en generalizaciones de tipointítu:jtivo, Mitre aparece como el ejemplo del historiador que noadelarnta jamás una afirmación sin el respaldo de una documenta-ción exhaustiva40

• El mismo Mitre alimentaba permanentemente estaimpresión. En una larga carta de 1875 a Barros Arana, en la que loprev~nía contra Vicente Fidel López como «escritor que debe tomarsecon ~ucha cautela porque escribe la historia sin documentos», agrega-ba qU.le su Historia del general San Martín era ya

cUJ1cstiónde tiempo y redacción, pues todo el plan está bosquejado,lo~ s estudios escritos están hechos según ese plan y los documentosclaasificados en el orden en que sucesivamente los he de usar. Esti-m,_o en diez mil por lo menos el número de los manuscritos extrac-ta._dos y consultados para la confección de este libr041.

ElIl la introducción a la Historia de Belgrano había advertido:

E:rn las páginas que van a leerse no se narra un solo hecho, no seinadica un solo gesto, no se avanza una sola opinión, que no puedas~r documentada o atestiguada por algún contemporáneo, (...) ha-biiéndome permitido rarísima vez hacer uso de la facultad que tienetoodo historiador, que es la de interpretar los documentos que lesi:_rven de guía, no poniéndose en contradicción ni con su espírituniii con su letra42

(Continuación Nota 39)UIJI1aRefutación a las comprobaciones históricas de la Historia de Be/grano, Buenos Aires,1882, lo cual dio origen a un nuevo libro del general: Comprobaciones históricas apr.-opósito de algunos puntos de historia argentina según nuevos documentos, Buenos Ai-re=s, 1882. Ambas series de comprobaciones, que contienen una exposición del cri-t~rio histórico y de la metodología de Mitre, se publicaron como primera y segundapo arte del T. X de las Obras completas de Bartolomé Mitre, Buenos Aires, 1942, de don-d. e se toman las referencias.

40 R•.:.ómulo D. Carbia, Historia crítica, pp. 159 Y ss. Joseh R. Barager, «The Historio-gnaphy of the Río de la Plata», y John L. Robinson, Bartolomé Mitre, Historian 01 theA..•mericas, Washington, D.C., 1982, pp. 43-44.

41 A .• rchivo del General Mitre, T. XX, pp. 72-73.42 CXJbras completas, T. VI, p. XLI. En la polémica con V. F. López, el general insistiría

eIIl esta idea citando dos veces el pasaje, T. X, pp. 15 Y18.

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La insistencia en la necesidad de respaldar cada afirmación conun documento lo hacía caer en una 'posición extrema. No era sufi-ciente conocer unos cuantos documentos. Era preciso conocerlostodos, «pues uno solo que falte puede anular o dar diverso significa-do a todos los demás»43.No se detenía a ponderar la imposibilidad del

- conocimiento histórico en tales circunstancias. Suponía simplementeque la laboriosidad de los historiadores iría agregando cada vez másdocumentos hasta aclarar las dudas que un episodio «misterioso» hu-biese producido. De esta manera bastaba ordenados según un plan, sinque hubiera necesidad de inmiscuirse en su significado.

Esta postura con respecto a las fuentes se derivaba de una con-cepción de la historia que Mitre compartía con Barros Arana. Ambospensaban que los lineamientos generales de la historia quedaban es-tablecidos al consignar el cuerpo gem:!ralde una sucesión narrativa.La urdimbre de la trama histórica, cuya caución era la realidadmisma, sólo podía alterarse en sus detalles pero no en el conjunto.Dicha concepción no difería de la de la crónica, en la cual los «acon-tecimientos registrados eran también la estructura de su historia» 44,sino apenasen el sentido que imprimía a los hechos el ubicados enun período consagrado a relatar un proceso de lucha por la libertad.La riqueza documental aportada por un historiador garantizaba laperdurabilidad de su obra, por cuanto lo que se aportaba era la rea-lidad, siendo menor el riesgo de las modificaciones de detalle. Ba-rros Arana suponía, por ejemplo, que su propia obra podía quedarsuperada, pero sólo con el descubrimiento de nuevos documentos:

Nuevos investigadores, más afortunados que yo, podrán rehacermuchas de estas páginas con más luz en vista de documentos que,a pesar de mi empeño, me han quedado desconocidos45

.

Para Mitre, el continuum narrativo encadenaba un número limi-tado de episodios significativos, casi siempre misteriosos, que impo-nían al historiador la tarea de exponer su secuencia o «faz externa»

43 Ibid. 1. X, p. 173.44 Northrop Frye, Anatomy 01 Criticism, p. 15.45 D. Barros Arana, Historia Jeneral, T. 1, p. XV-XVI.

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y al mismo tiempo descubrir la intención de los actores como el alma«de las cosas que los anima, vivificándolas y asignándo1es a la vezun carácter moral»46.En ambos casos los documentos configurabanun «protoplasma» o una osatura básicos. Eran el esbozo de un cua-dro en el que el historiador se limitaba a precisar el dibujo y añadirel colorido. De esta manera el descubrimiento de nuevos documen-tos podía arrojar más luz sobre sus interioridades, aunque rara vez'sobre su «faz externa».

Las caracterizaciones de la historia en Mitre se expresan en me~táforas que cambian a menudo y que se contradicen unas a otras.Unas veces aparecen como una representación figurativa o una ima-gen plástica que reproduce la realidad, otras como un gigantescomecanismo con una infinidad de piezas que el historiador debemontar una a una, o como un organismo que debe observar en susdetalles microscópicos. Las metáforas se nutrían en vulgarizacionesde la ciencia del siglo XIX y giraban siempre en torno al problema dela organización documental. Pero aun en los detalles más accesorios,el uso de los documentos estaba concebido en función de algunaidea general, y generalmente grandiosa, antes que en la banal re-construcción de un hecho. Nos cuenta, por ejemplo, que el sueñoinfantil de San Martín «era con frecuencia turbado por la alarma delos indios salvajes que asolaban las cercanías». Ypara los escépticosaclara en una nota: «Todos estos antecedentes sobre la reminiscen-cias infantiles de San Martín son rigurosamente históricos, y no me-ros adornos de retórica». Efectivamente, en 1777 había ocurrido unarevuelta indígena. Sólo que San Martín había nacido un año mástarde y en ninguna parte había huellas de sus «reminiscencias infan-tiles». Yaadulto San Martín, Mitre revela, unas páginas más adelan-te, que el héroe «estudió fríamente», «se penetró de que la guerra»,«pudo cerciorarse», etc. Y de nuevo se dirige a los escépticos en unanota: «Repetimos que no se supone lo que San Martín pudo racio-nalmente pensar, y que es fácil determinar a posteriori, sino lo querealmente pensó y dijo, según históricamente se deduce de docu-mentos de su puño y letra». Se trataba de saber qué pensaba San

46 Obrascompletas,T. X, p. 19.

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LA TEMPORALIDAD DEL SIGLO XIX !57

Martín en 1812, al desembarcar en Buenos Aires. Como en ese moo-mento crucial para la acción dramática del relato el héroe no se ctai-dó de consignar sus pensamientos por escrito, Mitre le atribuía larasideas consignadas en una carta escrita cuatro años más tarde47.Méiásallá de la accidentalidad de la ocurrencia de un testimonio, deb ·íasubrayarse la coincidencia forzosa entre el dato biográfico del hérCJey la totalidad del acontecer que lo rodeaba (las inquietudes de UClaguerra de frontera, el primer contacto con la revolución). Puesto qUlenada en elhéroe tenía un sello personal (él mismo era la historia), elhistoriador podía permitirse esos pequeños trucos anacrónico s yaun darles apariencia de erudición.

El reproche de Vicente Pidel López de que Mitre carecía de «espí-ritu filosófico»en sus interpretaciones, en el sentido de una ausenciade ideas generales, adquiere un aspecto incongruente al examifi...;.arlas obras de Mitre. Otro tanto ocurre con las pretensiones de esteúltimo de no atenerse sino a los documentos. La lectura de la His1ito-ria de Be/grano y más aún de la Historia de San Martín convence rá:EPi-damente de que la infinidad de documentos que el autor gusta oaexhibir era más bien un pretexto para su imaginación. Antes q-ueasignar a los hechos un significado «desentrañando la acción CO:r:1S-

ciente de los actores en ellos o el resultado fatal que debían produeeiro han producido», Mitre iba inscribiendo acontecimientos y perso-najes en una trama de significaciones de las que únicamente él podíatener el secreto, de «leyes» que por alguna misteriosa razón sólo. élconocía.

Mitre no construía una historia independiente de sus propios de-seos o de sus personales proyectos políticos. El sarcasmo de JU..lanBautista Alberdi sobre los trabajos históricos que ocupaban al pr~si-dente de la República [«historiar es gobernar, ha dicho él»48]apufLta-ba a la conexión entre sus interpretaciones históricas y su percepcUónpolítica real. El relato y la interpretación se injertaban en la pro)IJia

47 Obras completas, T. 1, «Historia de San Martín», Buenos Aires, 1938, pp. 151 Y1889.48 «Es preciso creer que ese estudio es, en su opinión, más importante que todos sus

trabajos de gobierno o, lo que es igual, que ese estudio no es otro que el del gobie=rnomismo que está encargado de constituir y organizar». Juan Bautista Alberdi, G- ran-des y pequeños hombres del Plata, Buenos Aires, 1964, p. 179.

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biografía del mandatario, y aunque no traicionaran «su anhelo depasar por un segundo Belgrano», según la maliciosa interpretaciónde Alberd1i, estaban destinados a definir, exaltar y hasta purificar laacción ponítica. Si bien la Historia de Belgrano estaba concebida parapersonificar la revolución en una «fase interna», es decir, en sudesarrollo. en el territorio argentino, y la Historia de San Martín encar-naba la fig- ura que conscientemente internacionalizaba esa revolución,en ambos casos el discurso es monológico. La convención narrativade que el cautor disimule su presencia y haga hablar a los documen-tos «por su mismos» desaparece totalmente, pues en ningún momen-to las figurras heroicas poseen un discurso propio, sino aquel que lesacomoda E2l esquema de Mitre.

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Capítulo InLA INVENCIÓN DEL HÉROE

Los historiadores de las nuevas naciones hispanoamericanas del :si-glo XIX adoptaron las convenciones narrativas usuales en Europa ~nel oficio historiográfico. Dichas convenciones servían para constn:ms.irun epas patriótico en torno a actores que desarrollaban una acci6ncasi siempre ejemplar. El atribuir la acción a un actor permitía tar:n-bién consignar las peripecias de un relato como acción dramática, IllleS

decir, urdir una trama que podía ajustarse más o menos a los gén~-ros literarios básicos de la tragedia o la comedia. El héroe conciliabasu propio destino con el destino del ser colectivo (comedia) o, de Socontrario, entraba en contradicción con su propia sociedad (tra-gedia), según la caracterización de Northrop Frye. El perfil de loshéroes de cada nación presentaba variaciones al incorporar expe-riencias políticas diversas o al ser visto desde una perspectiva gene-racional. ~,

En 1852,Domingo Faustino Sarmiento escribía a Juan Bautist aAlberdi y le expresaba su impaciencia por el culto a los héroes sudau-mericanos: «Una alabanza eterna de nuestros personajes históricos,fabulosos todos, es la vergiienza y la condenación nuestra»l. Un pOCE:>después, al comentar el libro La dictadura de O'Higgins, del chileno ML-guel Luis Amunátegui, insistía: «Hace tiempo me tienen cansado lo.=;héroes sudamericanos, que nos presentan siempre adornados de la::svirtudes obligadas de los epitafios». y Sarmiento no había visto nadaaún. Todavía a mediados del siglo, una moderada apreciación de losméritos de Bolívar atraía el rencor de los congresistas venezolanos }-I

1 Citado por Manuel Gálvez como epígrafe de Vida de Sarmiento.

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sólo en los siguientes treinta años aparecerían las obras de su com-patriota Baa.rtolomé Mitre sobre Belgrano y San Martín.

Cuando estaba en Chile, unos años antes de comenzar a compo-ner Facuná o, el mismo Sarmiento parafraseaba la idea de Carlyle deque la «his..toria es la esencia de innumerables biografías». Creía queel género biográfico se prestaba para poner los hechos historiográfi-cos al alca.:lce del pueblo, pues «costaba mucho trabajo comprenderel enlace cLe la multitud de acontecimientos»2. En 1875,Mitre comu-nicaba la nlisma idea a Barros Arana y proponía escribir varios epi-sodios de la revolución argentina en los que cada año estuvieramarcado For un «medallón histórico». Los episodios biográficostendrían l-él «unidad de un drama» y se leerían «como una novela»,con lo cual esperaba hacer popular la historia patria3• Casi treintaaños antes, Mitre había expresado la creencia de que la biografía eraun microcosmos capaz de abarcar y unificar elementos contradic-torios:

Yo creo que la biografía no ha llegado aún a su completo desarrollo.Nadie es capaz de imaginar todo lo que puede formularse en lanarradión de una vida (...) la vida es un cuadro que puede encerraren sí t.udo cuanto hay de imaginable; es una fórmula general quepuede encerrar en sí los elementos más opuestos4.

El re~ uerimiento de unificar en una línea narrativa la dispersiónde acontecimientos múltiples y complejos respondía a algo más queal deseo "¿e popularizar la historia patria. Era el corazón mismo delas dific~ltades del relato histórico en el siglo XIX, al adoptar comomodelo o.tras formas narrativas. La solución debía ser la amplificacióndesmesu rada de la entidad personal, el desbordamiento del caucebiográfico y su adopción como microcosmos o como representaciónsimbólic...a de una entidad colectiva. En la introducción de su obra

2 Ibid. p- 176. Carlyle había expresado estas ideas en un influyente artículo «<OnHis-tory») publicado en 1839. Fritz Stern, The Varieties af Histary, p. 93.

3 Archiv-o del General Mitre, T. XX, p. 74.4 CitadD por el general Agustín P. Justo en la introducción de Obras completas de Bar-

tolomé Mitre, p. LXIV.

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LA INVENCIÓN DEL HÉROE 61

más ambiciosa, la Historia de San Martín, Mitre aseguraba que el plande la obra estaba

rigurosamente ajustado a la unidad del asunto, y se ha procuradoque la sucesión lógica de las partes concurran a esta armonía (...)cada capítulo es un cuadro completo en sí, que comprende una épo-ca, un período marcado, o presenta bajo su luz una faz en la misióndel héroe y contiene a la vez todos los elementos necesarios parailustrar los puntos en él tratados, relacionándolos con el conjunto ycon el movimiento general de su tiempos.

Mitre buscaba así una correspondencia entre los ritmos de la vidadel héroe, de su «misión», y los ritmos de la historia. Para su tarea,dotaba a San Martín de un genio «matemático». Enfrentaba este prin-cipio de racionalidad heroica a otro principio oscuro, irracional, en~carnado en el caudillo y las montoneras. Las formas primitivas y«bárbaras» tenían que ceder frente al principio superior, pues sóloel héroe podía ser el ejecutor legítimo de un «orden natural de lascosas». El «héroe matemático» era el portador del orden natural, suintérprete único y providencial. El revisionismo posterior de la his-toriografía argentina se ha preguntado por qué el «caudillo bárba-ro» no sería un mejor ejecutor del «orden natural de las cosas» queel «héroe matemático». Pero la solución de Mitre era simplementeuna metafísica maniquea y estaba lejos de admitir cualquier astuciade la razón.

Mitre se propuso conscientemente la tarea de crear la imagen deun héroe nacional. Aspiraba también al reconocimiento de esta ima-gen más allá de las fronteras nacionales. San Martín debía alcanzaruna estatura reconocible, al menos dentro de un grupo de nacionesafines, y estar dotado de los rasgos que hicier~n posible ese recono-cimiento. El héroe argentino no sólo definía el espacio sagrado yrestringido de la propia nación sino que, al no encontrar un rival,podía extender su sombra definidora en función de una idea regio-nal americana. La homogeneidad de los rasgos de este espacio seretrataba no sólo en la acción y en los proyectos del héroe, sino en

5 Ibid. T. 1, p. 6.

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aquellas cualidades p.uropeas con las que se identificaba la más os-tensible vanidad de las élites argentinas y chilenas. La esfera de suacción política no había respondido a un azar. El designio personaltenía que abrazar afinidades reales e intereses comunes, difícilmen-te expresables en otra forma. El límite de tales afinidades era tam-bién el de la acción del héroe. Más allá de esta acción había otroelemento extraño, un signo ajeno e irreductible de afinidades dife-rentes y hostiles.

Antes que representar a un hombre o una sicología particularescon las convenciones usuales de la tipificación del «carácter», cadapalabra de la descripción física del héroe iba fijando los rasgos deuna estatua. Mitre lo llamaba incluso «estatua viva de las fuerzasequilibradas». La descripción intentaba ser plástica y expresar me-diante planos y volúmenes las reflexiones que inspiraría la contem-

_plación de un bronce:

El desarrollo uniforme del contorno craneano, la elevación rígidadel frontal, la ligera inclinación de los parietales apenas deprimi-dos sobre las sienes, la serenidad enigmática de la frente, la ausen-cia de proyecciones hacia el idealismo, si no caracterizaban lacabeza de un pensador, indinban que allí se encerraba una menterobusta y sana, capaz de concebir ideas netas, incubarlas paciente-mente y presidir sus evoluciones hasta darles formas tangibles6•

El historiador, armado de un cincel y de su afición por otra de lasc:::iencias populares en el siglo XIX, la frenología, iba desplazándosepor la complicada geometría de un mármol: la cabeza poseía «líneasSéimétricas», las cejas «formaban un doble arco tangente», la nariz seproyectaba «como un contrafuerte que sustentase el peso de la bó-vveda saliente del cráneo», los «planos de la parte inferior del rostroe~ran casi verticales», la dentadura estaba «verticalmente clavada».

En el prólogo de la edición definitiva de la Historia de BelgranoC=::1887), cuando ya había desechado este personaje para personificarla historia, el general encontraba que «el molde que habíamos pre-

6 «Historia de San Martín», en Obras completas, T. 1,p. 144.

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LA INVENCIÓN DEL HÉROE 63

parado para vaciar una gran figura, no nos ha bastado para modelarartísticamente en él todo el metal de que podíamos disponer>/.

La contemplación examinaba con cuidado la iconografía de SanMartín e iba registrando los cambios que con el correr de los añoshabían alterado su expresión. Mitre terminaba lamentando que losbilletes y estampillas hubieran escogido una imagen tardía, despro-vista de arreos «históricos»: el caballo, la banda presidencial o laexpresión decidida de la plenitud. Su propia representación escogíacuidadosamente cada palabra en un rango de notaciones simbólicasde manera tal que se ubicara en un contexto remoto y mucho másgrande que el tamaño natural. Su descripción era una verdadera es-cultura que fijaba cada rasgo de un modo solemne y definitivo. Supretensión era la de eternizar cada momento significativo en elbronce. En el encuentro de Bolívar y San Martín en Guayaquil seresistía a ver, como ha sido usual, un «misterio», y prefería referirsea su simbolismo, de una manera muy similar al del tratamiento derelieves conmemorativos. La biografía de su héroe aparecía así comouna serie de cuadros fijos, inmovilizado s por el peso de su signifi-cación.

Mitre no parecía estar tan interesado en el personaje San Martíncomo en el monumento que él mismo le erigía. Una vez fijados losrasgos de éste, el personaje real desaparecía y el monumento tomabasu lugar. Conocemos al héroe por sus obras, por el resultado palpa-ble de sus designios, sin que tengamos acceso al santo de los santosde su personalidad íntima. Si el historiador, por algún azar, llegabaa conocerla, tenía que callar por reverencia.

EnJa..invención del héroe contribuían ciertas formas básicas deauJorrepresentación colectiva. El héroe debía compendiar los rasgosmás esenciales, así fueran contradictorios, con los cuales cada puebloprefería identificarse. Por eso la objetividad del retrato era indife-rente. Tal vez por la ausencia de una literatura de ficción significa-tiva en el siglo XIX, en Hispanoamérica las convenciones narrativaspara describir un carácter no tuvieron influencia o sólo dieron comoresultado retratos abstractos que obedecían más a las reglas de la

7 Ibid. T. VI, p. LVIII.

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alegoría que a las del simbolismo. Los matices de una personalidado sus elementos caprichosos, el contraste entre sus aspectos brillan-tes y sus zonas oscuras, el retrato sico1ógico veraz, perdían impor-tancia frente a los resultados atribuidos a su acción. La imagen delhéroe se componía y se recomponía en el espejo hecho añicos de sus,actos.

El general Mitre, a quien le gustaba pensar que la revolución deindependencia de su país estaba presidida por una ley misteriosa yúnica, operaba una curiosa trasposición entre ésta y la personalidaddel héroe, entre un principio impersonal que dirigía los acontecimien-tos históricos y una voluntad personal que influía en ellos. Corno nopodía formular claramente tal ley sino a lo sumo aludir a ella de unamanera vaga y ampu10sa, su personaje debía sustituida de algunamanera y poseer un rasgo similar a las leyes de la naturaleza. Por esodescribía el genio de San Martín como «genio matemático» yasegu-raba que «pocas veces la intervención de un hombre en los destinoshumanos fue más decisiva que la suya, así en la dirección de losacontecimientos, como en el desarrollo lógico de sus consecuencias».Según sus revelaciones, la logia masónica de Lautaro había sido unaprolongación de la voluntad de San Martín, que había actuado cornouna «dirección inteligente y superior» capaz de dominar «las evo-luciones populares». La logia había mantenido la alianza argen-tino-chilena, había organizado «metódicamente» todas las fuerzaspolíticas y extendido su «influencia misteriosa» por todo el país8. Laley de los acontecimientos resultaba ser entonces una voluntad pre-visora de los más mínimos detalles, capaz de obtener también «triun-fos matemáticos» en el campo de batalla.

La prolijidad de Mitre al exponer los aspectos estratégicos y tác-ticos de las batallas del héroe y su insistencia en afirmar que eran elresultado de su «genio matemático» muestran el carácter rudimen-tario de una historiografía emparentada con las sa1modias de la épi-ca. La guerra era todavía en el siglo XIX el modelo mismo de lainteligibilidad histórica. La ocasión, además, de la realización delhéroe. La «historia-batalla» desarrollada por José Manuel Restrepo,

8 Ibid. T. I, p. 195.

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por Paz Soldán, por Baralt o por Mitre iba encadenando el sentidode un propósito que parecía emanar de los hechos mismos y revelarallllismo tiempo la interioridad magnificada del héroe. En el casode las batallas libradas por San Martín, el resultado no era el frutodel azar o de una inspiración súbita sino de una cuidadosa previ-sión, la ejecución de un texto escrito de antemano. La secuencia sin-tagmática de los hechos de armas se adecuaba a una narrativa sincisuras, en la que el significado de una acción colectiva había sidoprescrito con anterioridad y en la que los incidentes aislados se in-tegraban en una previsión de conjunto. El énfasis en las estrategiaseuropeas de San Martín contrastaba el carácter heráldico de las ce-remonias de la guerra, su virtualidad como fuente de legitimidad,con el desorden de las montoneras y los caudillos9•

La relación puramente alegórica entre el personaje y los aconte-cimientos mantenía un misterio conveniente sobre su carácter: «Reser-vado, taciturno, enigmático, el misterio que empieza a envolverlo envida se prolongará más allá de su tumba». Al parecer, el biógrafo seesforzaba en descifrar el misterio a punta de adjetivos: «No fue unhombre sino una misión», «severa figura histórica», «genio concreto»,«figura de contornos correctos», «hombre de acción deliberada», «in-teligencia común de concepciones concretas; general más metódicoque inspirado; político por necesidad y por instinto más que por voca-ción», «criollo de pasión innata», «metódico organizador», «consuma-do táctico», «sagaz diplomático militar, fecundo en estratagemas, conrara penetración para utilizar las cualidades de sus amigos», «tempe-ramento frío y un alma intensamente apasionada» 10. El misterio de SanMartín se ahondaba por el simple hecho de que su biógrafo no se de-cidía por una descripción sensata, en la que no figurara un alud deadjetivos contradictorios. Por tal motivo la sobria descripción de Ba-rros Arana podría despejar algunas dudas sobre el personaje, pues enel fondo coincide con lo que Mitre quería expresar:

9 Sobre la cualidad textual de las batallas. Véase Norman Bryson, Word and Image. FrenchPainting 01 the Ancient Régime, Cambridge, 1983, p. 36.

10 Historia de San Martín, T. 1, pp. 140 Y ss., Y1. II, pp. 337 Y ss.

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La seriedad del carácter, el espíritu de orden y de regularidad entodas sus ocupaciones y aun en los actos más ordinarios de la vida;la puntualidad en el cumplimiento de sus deberes; la escrupulosaprobidad en todos sus tratos; la modestia en el vestir y la sobriedaden sus alimentos, eran desde entonces los rasgos distintivos del ge-neral SanMartín.

Acaso sin proponérselo y probablemente debido al contraste conlos ditirambos de Mitre, el historiador chileno presentaba un aspec-to más bien deprimente del héroe argentino cuando agregaba queéste lustraba sus botas todos los días y que «los papeles de su archi-vo y las cajas de su equipaje dejaban ver ese espíritu ordenado ymetódico en todos los accidentes» 11.

¿En qué medida la imagen heroica preexistía, en una represen-tación colectiva, a la operación del historiador? ¿En qué medida con-tribuía a formada el historiador mismo? La memoria colectiva nopodía preservar un perfil preciso o un anecdotario riguroso. La fac-ción política podía contribuir a precisar estos elementos y hasta adotados de alguna coherencia. Pero la imagen parcial del partido ode la facción conspiraba contra la imagen del héroe concebido enfunción de una idea nacional. La imagen de héroe, con sus cualida-des extraordinarias, debía trascender rivalidades pasajeras. La evi-dencia de la grandeza era algo permanente y en el culto heroico secifraba un elemento estabilizador que, según las previsiones deCarlyle, podía sobrevivir al hundimiento de «todas las disposicio-nes, credos y sociedades que los hombres hayan instituido»12. Laobjetividad del historiador consistía, entonces, en conciliar imáge-nes opuestas o en dotar de una coherencia nacional, es decir, porencima de los partidos, una imagen que todos pudieran compartir.Claro está que muchas veces él mismo no podía sustraerse a los ses-gos que le imponía su propia confesión política. Pero como, en ge-neral, su asunto era la nación y no el partido, aun en estos casos suimagen tendía a ilustrar un postulado general o convenientementeabstracto. Las impresiones borrosas y muchas veces contradicto-

11 Historia Jeneral de Chile, T. X, Santiago, 1889, p. 117.12 On Heroes, Hero Worship and the Heroic History, Conferencia VI.

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rias de la representación colectiva eran la materia bruta del historia-dor. Éste podía precisar o rectificar una secuencia, pero no la esenciadel perfil y la escala o la estatura del héroe. Tales elementos estabandados de antemano. Por eso Juan Bautista Alberdi percibía un as-cendiente popular en la invención del héroe y la necesidad de re-presentar su gloria como una necesidad colectiva.

Don Benjamín Vicuña Mackenna escribió sucesivamente sobreJosé Miguel Carrera, sobre O'Higgins, sobre Portales. Esta últimaobra había causado la desesperación de José Victorino Lastarria. Eljefe liberal le escribía a Vicuña el 5 de junio de 1863 que ni siquieraabriría el segundo tomo: «¿Para qué lo he de abrir, si el primero, queleí durante la navegación, me costó rabias, dolores de estómago, pa-tadas, reniegos y cuanto puede costar una cosa que desagrada?».Tras de acusar afectuosamente a Vicuña de vándalo y hasta de men-tiroso, terminaba urgiéndolo a que contestara una simple pregunta:¿quién es más grande? Pues alternativamente, a medida que apa-recían las biografías, Vicuña parecía asegurar que lo eran Carrera,O'Higgins y hasta el mismo Portales13

.

Én realidad Vicuña no había hecho otra cosa que caracterizar lostres primeros decenios de la vida republicana chilena. Cada uno que-daba presidido por el signo de una personalidad, por la parábola trá-gica de una biografía. Lo mismo que para Mitre, para Vicuña eraindispensable este procedimiento, que hacía inteligible un mundo deincidentes aislados. Más allá de cualquier juicio político quedaba intac-ta la grandeza de los personajes tutelares. Su presencia servía para de-purar un pasado republicano y acentuar el contraste con el umbral dela vida política del propio Vicuña, la famosa administración de donManuel Montt. La sacralización del mito de los orígenes republicanoslo conducía sucesivamente a la exaltación de una personalidad comosímbolo de un determinado momento, aun si eso significaba absolvera un adversario político como don Diego Portales.

En Vicuña Mackenna los rasgos de O'Higgins como héroe nacio-nal encontraban una clara correspondencia con una imagen de suámbito colectivo y geográfico. Esta imagen de Chile, que hubiera

13 Ricardo Donoso, Don Benjamín Vicuña Mackenna, p. 154.

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definido cualquier criollo educado del siglo XIX como «el suelo clá-sico de la moderación, del reposo, del experimento, de todas las viejascircunspecciones y timideces castellanas, aumentadas a más por elejemplo yla imitación de todas las seriedades británicas»14 o, el mis-mo Vicuña, como país «circunspecto», con una oligarquía de «graveprosopopeya», era el marco adecuado para «esa honrada y simpáticafigura» 1 . El héroe O'Higgins, como el paisaje o como la sociedadchilenos, carecía de estridencias. Su equilibrio contrastaba con la hybrisdesmesurada de José Miguel Carrera. El mismo Vicuña, en quien suscontemporáneos apreciaban las «imágenes pintorescas y de enérgicocolorido» 16o a quien censuraban, como hacía Barros Arana, por suabierto recurso a técnicas de ficción novelesca, apenas se permitíadotar a sus héroes de algún rasgo mítico, como lo hacía Mitre. Sólo unavez O'Higgins aparece fundido como un signo de «convergencia» conel destino entero de su país, por el hecho de haberse hallado presen-te en Rancagua y en Chacabuco, es decir, en la derrota y en el triunfo1?

La representatividad de los héroes hispanoamericanos era limi-tada. Se confinaba a aquellos rasgos raciales prestigiosos que lesconferían «gallardía», «modales distinguidos», «facilidad y franque-za» en el trato, «desprendimiento», etc.18,o los atributos corrientesde los héroes novelescos, como en esta descripción del venezolanoJuan Vicente González:

Pero ¿quién es ese joven de admirable madurez, de tan militarapostura que se adivina al mirarle, su osadía y valor? Ojos azules ycolor blanco, que ennegrecerán los rayos de la guerra, músculos deacero, mirada soberbia y terrible, las formas elegantes y varonilesdel dios de las batallas. Le llaman Simón Bolívar; sólo José FélixRibas parece más arrogante yespléndido19•

14 Carta de Ambrosio Montt a Bartolomé Mitre, del 22 de mayo de 1874. Archivo delGeneral Mitre, T. 20, p. 129.

15 B. Vicuña Mackenna, Vida del Capitán General Don Bernardo O'Higgins, pp. 99,167,169.

16 Carta de Ambrosio Montt, op. cit., 1, 131.17 Vida del Capitán General, p. 197.18 Barros Arana, a propósito de José Miguel Carrera en Historia Jeneral, T. VIII, p. 388.19 J. V. González, Biografía de José Félix Ribas, p. 33.

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Aun en una figura menor como la del coronel don Tomás de Fi-gueroa debían exaltarse las cualidades del linaje. Su madre poseía la«fiereza de su raza céltica» y el «seno ardiente de mujer murciana».La estirpe paterna, por su lado, tenía «la impasibilidad del granitoque forma las ásperas costas cantábricas» y el mismo Figueroa «te-nía el mismo temple de los capitanes que trescientos años antes queél vinieran a este suelo con la cruz de la fe pintada en su armaduray el acero de las batallas desnudo en la diestra o atado a la brida»20.Los ancestros bretones y normandos de los Ribas venezolanos po-seían el mismo exotismo europeo y se adobaban con la imagine ríade los folletines de Eugene Sue:

Por largo tiempo no degeneraron ciertamente de los primitivos ha-bitantes de las rocas rojas, de la bahía de los asesinatos, de la isla deSein, poblada de hadas y demonios, donde piedras esparcidas sonuna boda petrificada, y una piedra aislada un pastor tragado por laluna21.

La paradoja de esta convención sobre los nobles orígenes del hé-roe reside en que estaba destinada a halagar los instintos populares.El énfasis novelesco de Vicuña Mackenna y de J. V. Gonzá1ez en susfiguras heroicas debía atraer la adhesión admirativa de las gentessencillas. El estilo «pintoresco» de ambos, que era la base de su po-pularidad, tendía a negar la solemnidad con la que se rodeaba laactuación de las capas más elevadas de la sociedad. La única manerade expresar su simpatía hacia lectores eventuales de las clases bajasconsistía entonces en adoptar un estilo que les merecía la desapro-bación de los historiadores serios.

La personificación del héroe como historia viviente o de sus ras-:gos como otras tantas partes del ser colectivo imaginado se echa dever, sobre todo, en el tratamiento de los héroes ajenos. En 1858, Vi-cuña Mackenna se quejaba al general Mitre: «Su juicio sobre el gene-ral Carrera no me ha sorprendido en cuanto significa la opiniónargen,tina sobre aquel chileno». Ycalificaba la caracterización de Mi-

20 B.vicuña Mackenna, El coronel Don Tomás de Figueroa, p. 48.21 J. V. González, Biografía de José Félix Ribas, p. 6.

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tre coomo «opinión apasionada, injusta, falsa». Un poco más adelan-te, eIll la misma carta, la queja no se refería ya a un juicio aisladosobr~ un personaje chileno muy controvertido, cuya acción se habíadesa=_rrollado tanto en el territorio chileno como en el argentino y quepor 110 tanto debía quedar sometido a una «opinión argentina». In-sensiiblemente Vicuña desplazaba su reclamo por la apreciación deMitr.·e como si éste se hubiera referido a toda la historia chilena. Lerepr~chaba haber juzgado la actuación de Carrera en Chile, cuandohabí"a debido limitarse a juzgar la actuación del personaje en Argen-tina. De uno y otro lado de los Andes, Carrera quedaba confundidocon ma historia entera, y un juicio sobre sus actos entrañaba un juiciosobr.-e esa historia. El héroe impartía de este modo una cualidad mo-ral a.! la historia, que sin él no tendría ninguna, y otorgaba al histo-riadoor la función de juez22

La opinión sobre los héroes ajenos debía guardar el decoro de lossenti:imientos privados. Aireados en público invitaba a condenacio-nes tfulminantes, como todas aquéllas que Mitre se atrajo entre loshistoriadores venezolanos a propósito de Bolívar23

• Después de añosde p. olémica con Mitre, Vicente Pidel López le escribía una carta con-ciliafioria. El único desacuerdo que le parecía subsistir, y esto expresa-do eIn un tono tan confidencial que invitaba más bien a la complicidad,estrLbaba en los juicios de Mitre sobre Bolívar: «(Y esto de mí parauste. d) yo lo tengo por un genio siniestro, indigno de la fortuna conque le brindó el acaso de las circunstancias y de las hazañas ajenasen Colombia y en el Perú». Mitre, que quería despejar el camino dela :..~conci1iación con su antiguo crítico, respondía a este guiño conalgUIna reticencia:

TIratándose de Bolívar, nuestros juicios no están tan distantes, como\.Usted parece pensado. (oo.) Usted lo trata con ira y desprecio (yesot. ambién entre nosotros), aun cuando tal apreciación puede ser mo-r -almente justificada, no se opone a reconocer la grandeza del hom-oore y del héroe24

22 l\.Museo Mitre, T. 1, p. 94.23 ~ufino Blanco Fombona, en la introducción del libro de J. V. González sobre José

Félix Ribas.24 MAuseo Mitre, T. III, p. 283.

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«Bolívarnunca fue el héroe del Perú sino de Colombia». Esta fra-se categórica de Mariano Felipe Paz Soldán quería ser la afirmaciónde un principio político que rechazaba el autoritarismo. Su preferen-cia por SanMartín le hacía adoptar los ditirambos de Vicuña Macken-na a propósito de la misión «providencial y casi divina» del héroeargentino en el Perú: «San Martín no fue, pues, un hombre ni unpolítico, ni un conquistador; fue una misión alta, incontrastable,terrible a veces, sublime otras». Pero la narrativa del historiador pe-ruano no giraba en torno a este héroe distante y ni siquiera sobre ese«otro genio altanero, dominante y cuyas glorias bastaban para des-lumbrar». El asunto de su narrativa obedecía más bien a la frustra-ción de que en el Perú no hubiera surgido un héroe providencialcuyas hazañas pudieran contrastarse con las de los extranjeros, o deque apenas «uno que otro hecho heroico» sirviera de «sombra pararealzar elcuadro lamentable de nuestras ,humillacionesy desvaríos»25.

. Usualmente, el héroe no debía entrar en una contradicción in-conciliable con su propio mundo social. Sencillamente porque él erala encarnación más pura del ser colectivo y en él reposaban las si-mientes del perfeccionamiento social. El conflicto irresoluto de unpersonaje con su propia sociedad lo señalaba como un héroe fallido.Por ejemplo, José de la Riva Agiiero y Torre Tagle, los dos hombresa quienes la revolución peruana había elevado al poder, exhibían ensu carácter una falla fundamental que iba arrastrando los aconteci-mientos como un sino trágico. El destino de Riva Agiiero lo impelíaa estrellarse contra Bolívar, como si la hybris de su carácter, aristo-crático y arrogante, fuera un elemento de desastres. Barros Aranaveía, no sin cierta condescendencia, en la arrogancia de José MiguelCarrera el resultado deplorable de las limitaciones de la vida colo-nial. De una manera similar, Paz Soldán atribuía a Riva Agiiero lainfluencia de una sociedad cortesana e intrigante. Inclusive su po-pularidad le venía de que «la gente de color» veía en él «a su amo,el niño Pepito». En agosto de 1823, Torre Tagle reunía el Congresoque iba a declarar a Riva Agiiero reo de alta traición. Las solemnida-des del acto hacían más irónico el desenlace:

25 Historia del Perú independiente, segundo período, p. 164, p. 1; primer período, p. 33 Y T.1, p. 11.

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Repiques, fiestas, arengas en elogio de Torre Tagle eran la consecuen-cia necesaria; a éste se le proclamaba como padre de la Patria, comoel más virtuoso y digno hijo del Perú y su única esperanza. Meses antesse había hecho lo mismo con Riva Agiiero; y ese mismo día se ledeclaraba traidor; luego seguiría el mismo camino el nuevo héroe26.

Miguel Luis Amunátegui, cuya inventiva contra O'Higgins des-pertaba las recriminaciones de Sarmiento sobre el culto de los hé-roes, limitaba la función de éstos a la mera identificación ideológica.En Amunátegui, como tal vez en ningún otro historiador del siglo XIX,hay una reflexión irónica sobre la tela de la cual están cortados loshéroes. En Los precursores relata pormenorizadamente una conspira-ción de 1776,cuando dos franceses residentes en Chile intentaronuna revolución de independencia. Lanarrativa sigue cuidadosamentelas peripecias de los expedientes criminales sobre el caso. La perso-nalidad un poco excéntrica de Alejandro Berney y Antonio Gramu-set se prestaba para un relato novelesco que el historiador salpicabade ironías. Personas menores, socialmente ambiguos, su intentonaparecía desproporcionada, y Amunátegui se resistía a tomada enserio. El asunto, que la Audiencia ocultó sigilosamente para no darocasión a un escándalo, culminó con la muerte de los dos conspira-dores en circunstancias diversas y con un perdón real otorgado pós-tumamente en 1786.Sobre el ocultamiento y el perdón, Amunáteguicomentaba que se había quitado a los dos extranjeros «el único bien,el solo tesoro que habrían podido dejar en este mundo: la gloria y lagratitud de la nación chilena». Con el martirio, los franceses «hubie-ran alcanzado la inmortalidad (...) el pueblo hubiera guardado im-borrable el recuerdo de su sacrificio. Los padres habrían trasmitidola relación de los méritos de estos primeros mártires de la indepen-dencia. Sus nombres habrían sido colocados entre los próceres de la. d d . 27In epen enCla» .

Tan ambiguo relato remite el reconocimiento del héroe a otrainstancia que no es el historiador mismo sino la conciencia colectiva.El historiador renuncia esta vez a poner de su parte un elemento

26 [bid. segundo período, p. 64. D. Barros Arana, Historia Jeneral, T. VIII, p. 388.27 Miguel Luis Amunátegui, Losprecursores de la independencia de Chile, T. III, p. 251.

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LA INVENCIÓN DEL HÉROE

esencial para la invención del héroe: la notoriedad. Y a fin de cueno_-tas no sabemos si lo que priva a Berney ya Gramuset de la calidadheroica sean las circunstancias infortunadas del sigilo de su proceso _',es decir, que se hubiera despojado su gesto de una proyección pú--blica de ejemplo e incitación, o el perdón, que los privaba del ele-mento de identificación colectiva con el sacrificio, o la ironía mismiflde Amunátegui, que retrata a los actores como una mezcla pueril de=vanidad social e ignorancia política.

Para Amunátegui, la novedad de las naciones se justificaba a la__luz de los principios superiores y racionales que podían adoptar en .•.su organización. Tales principios, de carácter moral, se fundaban en ~la igualdad de los ciudadanos y en el ideal del «humanismo republi--cano» que imponía la participación de éstos en la cosa pública. Sin -embargo, y en ello Amunátegui seguía a Lastarria, el régimen colo- -nial había creado estructuras perdurables que inhibían dicha parti-cipación. La revolución misma no había surgido espontáneamentede las masas populares y por eso se veía en la intervención de unpersonaje como José Miguel Carrera una necesidad histórica. Carrerahabía servido para introducir un principio dinámico en las masas, queellegalismo de abogados y terratenientes era incapaz de despertar:

Era urgentísimo _decía_2B que las masas comprendiesen y se aca-lorasen por ella (la revolución), porque pronto iba a necesitarse sol-dados, que sólo de la turba podrían salir.

El carácter teatral del destino de Carrera se prestaba para reivin-dicar vagamente una tradición de insurgencia, así ésta hubiera esta-do destinada al fracaso por la excesiva arrogancia del héroe. No esfrecuente que, como en el caso de José Miguel Carrera, la figura deun protagonista sobreviva con brillantes colores al más completo fra-caso político. Pero a los rasgos de modestia, buen sentido y tacto deG'Higgins, en cierta manera la representación de la estabilidad ins-titucional y conservadora de Chile, debía contraponerse la figuraapasionada y romántica de Carrera. Como las caras de Jano, la re-presentación del héroe podía ser alternativa.

28 M. L. Amunátegui, La dictadura de O'Higgins, pp. 42,43 Y61.

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El papel de representatividad de una «comunidad imaginada»que se asiignaba al héroe encerraba una paradoja peligrosa de la cuallos histor":'iadores chilenos, tanto como José Manuel Restrepo en Co-lombia, ~afael María Baralt en Venezuela o Juan Bautista Alberdi enArgentin._a, eran perfectamente conscientes. Al contraponer el prin-cipio de : la libertad, que era el fruto de una cultura, al de la meraindependencia política, don Andrés Bello reconocía que «el princi-pio extrarño (el de la libertad) producía progresos; el elemento nativodictadur. as»29,Las dictaduras eran, entonces, una fatalidad a la queno podíaan escapar los herederos de los «duros y tenaces materialesibéricos>x>.

En SUll diatriba contra Mitre, Juan Bautista Alberdi volvía sobre lamisma iodea y señalaba el carácter puramente alegórico de una re-presenta.ación en la que «los principios motores y determinantes delos hech,_os históricos son representados por hombres y personas».Según A...lberdi, cuando se introducía una casta de héroes y liberta-dores, «ttan hereditaria y privilegiada como cualquier otra», el histo-riador dJejaba de ser libre. En la lectura misma de los documentostenía qu,_e atender a los prejuicios populares y desviar el objeto de lahistoria para alimentar la gloria de un personaje y no la verdad.Héroes ~ caudillos utilizados como una «simple galería de modelosedifican.ates», podían enmascarar o brindar una representación ine-xacta de:=fuerzas y conflictos tan reales como el de la oposición secu-lar arger ntina entre Buenos Aires y las provincias,

Para:a Alberdi la revolución argentina no había obedecido a losdesignioos de un héroe, sino que estaba inscrita en un proceso muchomás vasto y se regía por una ley impersonal y general de progreso.Era máes el producto de «la acción civilizada de Europa» y por esodebía evvitarse hacer «un ídolo de la gloria militar, que es la plaga denuestra .•s repúblicas». La misión providencial del héroe quedaba re-ducida así a algo puramente circunstancial. Tal vez ningún críticohispancoamericano en el siglo XIX haya advertido con tanta claridadcomo .Mlberdi la verdadera función del héroe dentro del relato his-tórico. TLaidea de Mitre sobre una presunta misión de San Martín de

29 A. Bit ello, Obras completas, T. XIX,p. 169.

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llevar la revolución argentina al resto de Sudamérica le parecía un -simple «juego de palabras (...) en obsequio de la vanidad del vulgo».Aun sin San Martín, a Chile «le habrían sobrado los libertadores».Los candidatos más probables hubieran sido los hermanos Carrera ..Esta elección de Alberdi mostraba el carácter perfectamente inter--cambiable de los héroes. Como también su apreciación del potencial 1de utilización literaria de los Carrera, «figuras llenas de originali-dad, ornato poético, pintoresco y melancólico»30.

En l()shistoriadores hispanoamericanos había una curiosa limi-tación en la elección de los rasgos heroicos. El héroe no encarnaba",como enCar1yle, toda la gama de las potencialidades humanas, sinoosimplemente las de la voluntad. Sólo quienes habían dejado su hue-lla en un hacer decisivo, quienes habían manejado todos los hilos de=una trama que cambiaba el curso de la historia, alcanzaban la esta-tura heroica. En rigor, sólo podía haber héroes durante la Indepen-dencia. El resto etan aquellos caudillos nefastos que prolongabaITl.agitaciones y trastornos inútiles. Sin embargo, José María Samper eI'"lColombia o Benjamín Vicuña Mackenna en Chile atribuían la exis--tencia del personalismo de los caudillos allegado de las guerra!:'5de Independencia. Pero este fenómeno debía ser pasajero. En 187431-,Vicuña se felicitaba de la gradual desaparición de la escena política.de los Rosas, los Monagas, los Obando, los Flórez, etcétera:

Usted -le escribía a Mitre- que es tan profundo observador decuanto le rodea ¿ha fijado su espíritu en la gran revolución que seopera en nuestra condición democrática? Hace apenas veinte años,cuando usted y yo estábamos alumbrados por el mismo candil enel fondo de un calabozo, la personalidad era todavía suprema yarrogante en la América española. (...) ¿Yhoy? ¿Qué significa esegénero de personalismo en la existencia de todos estos pueblos?Las masas son el equilibrio y a la vez son la cúspide.

Una tradición de radicalismo político, que puede hacerse remOlT1-tar a los escritos de juventud de Lastarria o a la generación que surr-

30 J. B. Alberdi, Grandes y pequeños hombres del Plata, pp. 193,269 Y287.31 Carta al general Mitre, del lO de marzo de 1874, Archivo del General Mitre, T. XXXI,

p.54.

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76 LAS CONVENCIONES CONTRA LA CULTURA

gió a la "vida política en el decenio de los 40, estuvo siempre tentadaa consaggrar más bien un héroe intelectual. En Chile, a un CamiloHenríqt11ez, por ejemplo. Este héroe no podía sostener el aliento deuna nanrativa, por cuanto su aparición en la escena de los grandesaconteciimientos había sido siempre fugaz. Además, lograr el reco-nocimieJ: nto de este tipo de héroe entre los sectores populares hubie-ra sido t:...l.natarea imposible. Por eso había que seguir ateniéndose alhéroe m:jlitar pero, en lo posible, adornado de la virtud del despren-dimientoo. Por tal razón San Martín, en vez de Bolívar, era para PazSoldán €El verdadero padre de la nación peruana, y por lo mismoMiguel Ruis Amunátegui rechazaba a O'Higgins y prefería, contratodas las convenciones aceptadas, ejemplificar el ser colectivo chile-no en su~ antítesis trágica, la figura de José Manuel Carrera.

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Capítulo IVLA ESCRITURA DE LA HISTORIA

HISTORIA y LITERATURA DE FICCIÓN

En un artículo de 18731,don Diego Barros Arana mencionaba el pa-

recer del «célebre crítico Mckintosh», que en 1813había sostenido quelos viajes de Colón no serían el «tema de un verdadero poema épico»sino cuando el descubrimiento y la conquista estuvieran «envueltosen oscuridades legendarias». La necesidad de este distanciamientobrumoso del célebre crítico evoca con insistencia la construcción de-liberada de ruinas góticas ifollies) con las que se adornaba el paisajeinglés hacia la época en que escribía. Para aquel crítico, según BarrosArana, el distanciamiento debía resultar del desarrollo de la historiamisma, es decir, de los avances en la vida consciente como nacionesde aquellos fragmentos del imperio español que en ese momentoluchaban por su independencia. Frente a esa concepción romática,en la que las urgencias del presente se contrastaban con la impreci-sión brumosa de un pasado remoto, el historiador chileno proponíael problema de una manera completamente diferente. No era el dis-tanciamiento el que debía conferir una cualidad mítica al descubri-miento, para convertido en un material idóneo de construcciónpoética. Era la renovación misma de las ciencias históricas, su «se-guridad absoluta en referir los sucesos en toda su verdad, sin oscu-ridades ni leyendas», la que debía restituir el carácter grandioso atales hechos, pues su verdad histórica era en este caso superior a laepopeya. Barros Arana identificaba así, para la época del descubri-

1 Obras completas, T. VI, pp. 36 Y 55.

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78 LAS CONVENCIONES CONTRA LA CULTURA

miento, historia y poesía. Según él, las empresas de la conquistatenían

el más alto interés épico por la grandeza de la acción, por las difi-cultades felizmente vencidas, por el relieve de los caracteres, por elchoque de dos razas y de dos sociabilidades tan diferentes entre síy por la variedad y el esplendor de la naturaleza y d.2los países enque se verificaron esos grandes acontecimientos.

En cuanto al descubrimiento del Nuevo Mundo, «todo allí ofrecela grandiosidad épica. Los hombres de acción, el medio físico y mo-ral en que ésta se desenvuelve». La calidad poética se atribuía así ala realidad, no a las formas adoptadas para figurarla o representarla.Pese, sin embargo, a este tributo a la sensibilidad romántica conven-cional del siglo XIX hacia las épocas más remotas, el énfasis de lasreconstrucciones hispanoamericanas no iba a recaer en el Descubri-miento o la Conquista. A diferencia de Robertson o de Prescott, loshistoriadores hispanoamericanos del siglo XIX no estaban en posi-ción de escoger un tema entre otros muchos. Su propia historianacional se imponía taxativamente como una tarea y, en ella, el pe-ríodo de las guerras de la Independencia les parecía ser el más sig-nificativo.

Estando en la cárcel por sus actividades en la oposición al gobier-no a fines de 1858y comienzos de 1859,don Benjamín Vicuña Macken-na acariciaba la idea de escribir una novela sobre la vida de Almagro,inspirado en el estilo de las novelas históricas que leía por entonces2

Finalmente se decidió por escribir una historia convencional. Perouna de sus obras más populares, concebida casi como un folletín porentregas3

, Los Lisperguer y la Quintrala (Doña Catalina de los Ríos), sevale de los recursos narrativo s corrientes en las novelas del siglo XIX.El libro, que constituye uno de los primeros intentos de escribir unahistoria social de la Colonia, no tiene una forma temática en la que elautor y el lector sean los únicos caracteres implicados, sino una for-mafictiva, en la que son esenciales caracteres internos4

• La acción de

2 Ricardo Donoso, Don Benjamín Vicuña Mackenna, p. 103.3 Fue publicada originalmente en el periódico El Ferrocarril en 1877.4 Sobre estos conceptos véase Northrop Frye, Fables of ldentity.

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LA ESCRITURA DE LA HISTORIA 79

los personajes produce efectos instantáneos y la pintura está calcu-lada para provocar horror y repulsión. Azotainas, envenenamientosy otros crímenes oscuros subordinan la «actitud moral a las conven-ciones del cuento».

El principal cargo de Miguel Luis Amunátegui contra el régimencolonial español consistía en que éste había abolido toda individua-lidad. En términos de la representación histórica ello equivalía a habermatado todo resorte de la acción para hacer imperar el aburrimientoy la rutina. Pero Amunátegui no tenía inclinación hacia la narrativay por eso aparece como el más analítico de los tres historiadores chi-lenos clásicos. Aun cuando no encontrara una materia dramática enel período colonial, algunos de los problemas seminales que propu'-so siguen moldeando la reflexión sobre esa época. En cambio, sucondiscípulo Barros Arana encontraba en el autoritarismo y el diri-gismo monárquicos

la verdadera razón de la lentitud de los procesos de las coloniashispanoamericanas. La historia bajo aquel régimen ofrece una esca-sísima importancia. El interés dramático se concluye con la con-quistaS.

Tal apreciación de los períodos históricos como provistos o exen-tos de «interés dramático» provenía de la atracción que ejercían enlos historiadores del siglo XIX las formas narrativas impuestas porlas novelas históricas de sir Walter Scott y de su imitador Washing-tonlrving, y por las conquistas de los dos grandes imperios america-nos. Sin embargo, don Diego Barros Arana ha perpetuado en Chilela imagen del historiador erudito, desprovisto de atractivos estilís-ticos, atento exclusivamente a acumular pruebas documentales y aexponer prolijamente los acontecimientos. La extensión misma deuna narrativa en dieciséis volúmenes, que le ocuparon la mitad desu larga vida, parece un testimonio contundente de la seriedad de supropósito. Barros expresó siempre una admiración sin reservas porla obra del historiador escocés William Robertson y señalaba.en élcualidades que no dudaba en atribuirse a sí mismo: «claridad», ~<trans-..5 «Historia de América", en Obras completas, T. II, p. 4.

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LAS CONVENCIONES CONTRA LA CULTURA

parencia» y «sencillez» en la exposición, laboriosidad para reunirmateriales, sagacidad para comparar autoridades y para discernir laverdad, frialdad y desapasionamiento en los juicios6

• Robertson erapara Barros Arana, desde muy joven, el modelo indiscutible de loque debía ser un historiadol. Pero también se sentía atraído por loque denominaba descripciones «animadas y coloridas» desde cuan-do traducía novelas históricas del francés, antes de cumplir veinteaños. En el último libro que escribió8

, echaba todavía de menos el

interés animado y dramático que suele constituir el principal atrac-tivo de los libros de historia. No se ve realizarse una gran empresa,una conquista, una guerra feliz, una revolución ni nada que tengalos caracteres de brillo y representación.

Aunque con esto quería subrayar la importancia de hechos deotro tipo, en el fondo siempre había convenido con la idea de Lastarria,que su común amigo Amunátegui expresaba con más sutileza, de queen la polaridad conquista-revolución de la Independencia debían re-fundirse todos los demás hechos, pues sólo de estos dos períodosdimanaba una acción duradera9

• Al comentar el Descubrimiento yconquista de Chile de los hermanos Amunátegui, Barros Arana obser-vaba que los conquistadores

acometieron y consumaron por su propio impulso esas empresastemerarias y felices que parecen más bien el asunto de una epopeyaque los hechos de la historia.

y sobre el estilo de la obra:

Según ellos la historia narrativa tiene el interés del drama, en queconocemos de cerca y en todas sus interioridades a los hombres delpasado, viéndolos moverse y obrar como si vivieran en medio denosotros10•

6 Obras completas, T. IV, p. 525.7 Rolando Mellafe, BarrosArana, americanista, Santiago, 1958,p. 33.8 Un decenio de la historia de Chile, p. VII.9 J. V. Lastarria, Obras, T. VII, p. 28.10 D. Barros Arana, Obras completas, T. XIII, pp. 288 Y330.

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En las dos citas se aproxima la historia simultáneamente a dosgéneros literarios diferentes: la epopeya y el drama. Lo anterior su-gería la combinación en el relato de dos elementos que Prescott acon-sejaba en el tratamiento de un «gran tema»l1. Por un lado, los rasgospintorescos que el romanticismo asociaba a la épica caballeresca y,por otro, un sentido global del drama, en el que un destino indivi-dual podía confundirse con la historia entera. Barros mencionabatambién las «interioridades» de los hombres del pasado que aproxi-maban a éstos al lector, es decir, se refería a un efecto realista fami-liar en la narrativa de ficción.

Este efecto que parecía poner al alcance de la mano a personajesremotos, «como si vivieran en medio de nosotros», se trasmitía en lahistoriografia del siglo XIX, de la misma manera que en las novelas,mediante unidades de la secuencia narrativa. Ro1and Barthes haidentificado estas unidades como funciones. Las funciones puedenser verdaderos núcleos que constituyen la armazón del relato, o me-ros catalizadores que flotan entre los núcleos para dilatar la acción

, 12(crear suspenso) o evocar una atmósfera . El uso de estos recursosnarrativos sobrevive hoy solamente en las versiones más popularesde la historia. Eran, sin embargo, una convención corriente entre loshistoriadores del siglo XIX. Estaban asociados a la admiración inge-nua por el realismo extremo, en la que un proceso de identificacióndesviaba la mirada crítica de los recursos convencionales empleadospara producir el efecto. Barros Arana, que como hemos visto pasabapor ser el prototipo de historiador desprovisto de todo efectismoliterario, las empleaba profusamente en su Historia Jeneral de Chile.Los ejemplos pueden extraerse casi al azar:

11 «En breve, el modo verdadero de concebir el asunto no es como un tema filosóficosino como una épica en prosa, un romance de caballería; tan romántico y caballe-resco como cualquiera de los que pudieron fabular Boyardo y Ariosto; (oo.) y en elcual, mientras combinaba todos los rasgos pintorescos de la escuela romántica, seatiene internamente al flujo del destino como el que se agazapa en la ficción de lospoetas griegos». Cit. por David Lavin, History as Romantic Art, p. 3.

12 Roland Barthes, «Introduction a l'analyse structurale des récits», en Communica-tions, No. 8, 1966, pp. 1-27, Y«Le texte de l'histoire», en Poétique, No. 49, febrero de1982.

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Carrasca, sin embargo, meditaba en secreto la más negra perfi-dia.Creyendo poner término a las inquietudes públicas.El presidente Carrasco había previsto sin duda esta alteraCióndel pueblo.La negativa de Carrasco no intimidó a nadie.Hasta entonces el capitán Bulnes no tenía noticia alguna de lacomisión que iba a desempeñar.El supremo tribunal se halló perplejo por momentos.La tempestad arreciaba por momentos13

Las siniestras meditaciones del presidente de la Audiencia y Ca-pitán General del Reino, sus previsiones sobre las inquietudes po-pulares, sus intenciones intimidatorias, la ignorancia de Bulnes, lasperplejidades del tribunal supremo o la intensificación de la agitaciónpopular introducen una temporalidad sicológica que parece suspen-der la acción para penetrar en la «interioridad» de los hombres y delos acontecimientos, o para ubicar con una certidumbre desconcer-tante intenciones, gestos aparentemente banales o emociones en unagente. Desde luego, estas convenciones narrativas no proceden delas fuentes, sino que se toman al pie de la letra de la narrativa deficción, como uno de los recursos del autor omnisciente.

En ocasiones, las partículas mínimas del discurso remiten a «unsignificado implícito, según un proceso metafórico». La función eneste caso no sólo integra horizontalmente la secuencia narrativa, sinoque sirve como indicio de algo que va a desarrollarse después. Suaparición, que puede parecer gratuita a primera vista, remite a unplano superior del discurso (de la acción de los personajes o de lanarración propiamente dicha). La reiteración sobre los errores deCarrasco anuncia que este funcionario va a caer. Los indicios que elnarrador va regando como al azar se integran verticalmente en otronivel del discurso: el del nudo principal de la acción narrativa, eneste caso los acontecimientos del 18 de septiembre de 1810, día enque se conmemora la independencia chilena.

13 Historia Jeneral,T. VIII, pp. 144 Y ss.

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En la pura superficie del discurso histórico, los recursos que setomaban prestados de la novela contribuían a resolver un problemade simultaneidad de acciones cuyo enunciado rompía forzosamentecon la unidad del hilo narrativo. Los autores del neoclasicismo ilus-trado habían condenado todas aquellas digresiones que distrajeraninútilmente al lector del encadenamiento de los hechos que consti-tuían el cuerpo principal de la acción. Por eso José Manuel Restrepo,ateniéndose todavía a los preceptos dieciochescos del abate Mably,adoptaba una dignidad un poco envarada para salirse, lo más airo-samente posible, del encadenamiento de su propio relato. Al acudira una convención retórica ordenadora del discurso, tenía que atraerla atención sobre sí mismo, retrotrayendo el tiempo del enunciadoal de la enunciación:

Dejemos que el Cuerpo Legislativo discuta en la calma y quietudde la capital los grandes intereses nacionales, y veamos el curso quehabían tomado la guerra y los acontecimientos militares.

Y, unas páginas más adelante, para retomar el asunto se excu-saba:

La unidad histórica ha exigido que hasta ahora nos hayamos ocu-pado seguidamente en-referir las operaciones militares ocurridasen el lago de Maracaibo (...) es ya tiempo que variemos tan enojosatarea, ocupándonos de narrar las operaciones pacíficas del primercongreso constitucional de Colombia. Lo dejamos reunido en Bogotá.

La «enojosa tarea» constituía un deber. ¿Cómo podía ser otra cosa?El historiador debía registrar, una por una, todas las acciones de ar-mas de la guerra magna, así fueran anodinas. La narrativa apenaspodía agregar el colorido de un estilo convencional a la sequedad delos partes militares que el historiador tenía a la vista. Escaramuzas,emboscadas, marchas y contramarchas, movimientos envolvente syde flanco, estrategias y combates, no eran la ilustración de una tesissobre el genio militar. Cada incidente poseía un valor por sí mismo,puesto que constituía un fragmento de una materia sagrada, de unepas patriótico que más tarde se desenvolvería en ciclos dramáticos,como materia inagotable. El historiador oficiaba, como un sacer-dote, ante el altar de la historia. Su relato era una salmodia o una

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letanía que iba leyendo la historia como en un libro ritual. El textode las batallas preexistía, con una significación propia, al texto delhistoriador. El estilo tendía a una solemnidad hueca, con una granprofusión de fórmulas neutras para loar el «valor», el «desprendi-miento», la «magnanimidad», o para condonar con conmiseración la«cobardía», la «traición», la «crueldad», etc. La guerra era un espec-táculo moral y en la contemplación de cualquier carnicería «la plumadel historiador» no debía perder «la calma filosófica». La modera-ción misma de los combatientes era el fruto de la «filosofía y la ilus-tración».

Dos generaciones más adelante, Mariano Paz Soldán planteabael mismo problema de la dicotomía narrativa de manera un tantodiferente, aun si el estilo del historiador peruano era deliberada-mente arcaizante. Lo que Restrepo describía como «enojosa tarea»estaba ahora asociado más bien a la ausencia de un dramatismo dela acción:

Habíamos pensado -dice al comenzar el capítulo XVI del primerperíodo de su Historia del Perú independiente- terminar cada uno delos períodos en que dividimos nuestra historia con una reseñaadministrativa en todos sus ramos. Pero reflexionando mejor hemosdecidido sujetamos, lo más que sea posible, a la cronología (...) tam-bién conseguiremos no fatigar al lector con la lectura de un capítuloenteramente desprovisto de episodios, que amenicen algo nuestradescarnada y fría narración.

LA TRAMA OCULTA

La trama de cualquier relato histórico del siglo XIX es fácilmente re-conocible. Aun si las peripecias factuales o anecdóticas se disuelvenrápidamente en la memoria, queda siempre visible el diseño básicode fuerzas ascendentes que se cristalizan en un momento único parainiciar un descenso irresistible. Esta configuración básica (NorthropFrye diría trágica) se desarrolla dentro de una elección cronológica.La fecha operíodo inicial propone un rango de problemas. La fechao el período final una cuminación, una solución o una transforma-ción. La trama más explícita, es decir, aquélla que coincide abierta-mente con las convenciones de un género literario de ficción, tendrá

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LA ESCRITURA DE LA HISTORIA 85

un héroe, una voluntad constructiva a cuyo alrededor se organizanlos acontecimientos. Los designios del héroe, sin embargo, rara vezpueden revelarse como algo explícito. Cuando así ocurre, la contro-versia termina por oscurecerlos del todo o los convierte en algo am-biguo. Sólo los resultados objetivos, el desenvolvimiento de laacción, puede revelados. De esta manera la huella del héroe quedaimpresa en la historia.

Pero ni aun dentro de las convenciones de la ficción novelescapodía encuadrarse todo en un marco de acción consciente. Multitudde acontecimientos decisivos no caían dentro del principio de ener-gía que dimanaba del héroe. Por tal razón era necesaria una tramaoculta que prolongara la forma de la explicación biográfica en el sercolectivo. No se formulaban hipótesis ni teorías explicativas sino que,como en el cuento de la carta de Poe, la explicación debía aparecer ala vista, en la superficie del discurso, pero disimulada por su obvie-dad misma. La trama oculta constituía una prefiguración o unapercepción dramatizada de las fuerzas sociales. En ausencia de un1énguaje específico para identificar estas fuerzas se acudía a desig-naciones de orden sico1ógicoy moral, o a metáforas tomadas de lasciencias naturales.

Roland Barthes y Hayden White han explorado los fenómenoslingiiísticos asociados con la construcción histórica. Para Barthes, eldiscurso histórico clásico posee una elaboración imaginaria. Loshe-chos se construyen con partículas mínimas o átomos del discurso(que él llama funciones e indicios) y que no pueden tener sino unaexistencia lingiiística. En algunos casos pertenecen al dominio delhistoriador como un léxico o una colección privada. Otras veces con-figuran una temática personal destinada a la denominación de obje-tos históricos. De una manera similar, para Hayden White la historiaes prisionera del modo lingiiístico mismo «en el cual busca agarrarel perfil de los objetos que habitan en su campo de percepción», de-bido a que no ha elaborado un lenguaje de notaciones científicas. Elnivel más profundo de la conciencia histórica se revela en un mo-mento anterior a la representación y a la explicación (para las cualesH. White elabora un modelo ingenioso), en el momento mismo deidentificar un campo histórico como objeto posible de estudio. Laprefiguración es un a~to poético y lingiiístico constitutivo de los con-

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86 LAS CONVENCIONES CONTRA LA CULTURA

ceptos con los cuales se identifican los objetos que habitan el campohistórico y se caracterizan sus relaciones. El historiador «enfrenta elcampo histórico de la misma manera que el gramático enfrenta unlenguaje nuevo». Por tal razón debe construir un protocolo linguís-tico para transar con la realidad que ha de caracterizar14

La manera como los historiadores hispanoamericanos clásicosenfrentaban linguísticamente el complejo social puede verse comola colección privada o la temática personal descritas por Barthes, ocomo la prefiguración de White. Se trataba de un código con el cualpodían reducir una realidad colocada al margen del punto foca1desu percepción, el cual estaba conformado por el entre1azamiento de lasacciones de personajes individuales. Si para éstas la literatura de fic-ción había desarrollado ciertas convenciones, al no existir las cien-cias sociales no ocurría lo mismo con la designación de los hechossociales de masas. En otras palabras, se trataba de agregar un segun-do significado o connotación al significado más aparente o denota-ción del relato. Dicha connotación, desarrollada mediante una granvariedad de códigos, remitía a los valores culturales y sociales queel historiador quería transmitir.

14 R. Barthes, «Le discours de /'histoire», y H. White, Metahistory. The Historical Imagina-tion in Nineteenth Century Europe, pp. XI Y20. El modelo de White, que constituyeun agregado ingenioso de observaciones y teorías de autores tan diversos como E.H. Combrich, Erich Auerbach, Northrop Frye, Kenneth Burke, Lucien Goldmann,R. Barthes, M. Foucault, Derrida ... y Juan Bautista Vico, parte de la observación deque la historia, que no es una ciencia (sino a lo sumo un arte degradado), tomacomo una de sus estrategias explicativas el desarrollo de la trama o la urdimbre delrelato (emplotment) en la forma de cualquiera de los géneros literarios: romance,comedia, tragedia o sátira. El camino hacia la adopción de una de estas formas detrama comienza con la prefiguración poética del campo histórico, la cual se realizamediante tropos retóricos: metáfora, metonimia, sinécdoque e ironía. Los troposempleados en el discurso histórico permiten comprender «las operaciones me-diante las cuales los contenidos de la experiencia que resisten la descripción enrepresentaciones de una prosa sin ambiguedades pueden ser agarrados prefi-gurativamente y preparados para su aprehensión consciente» (p. 34). Véasetambién «The fictions of factual representation», en Tapies 01Diseaurse. Essays inCultural Criticism, pp. 121-134.

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LA ESCRITURA DE LA HISTORIA

JOSÉ MANUEL RESTREPO O EL LENGUAJE DE.LAS PASIONES

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La Historia de la Revolución de la República de Colombia, de don JoséManuel Restrepo, posee una estructura característica. Está basadaen órdenes superpuestos de tensiones internas, podría decirse dehipótesis informuladas. Sólo que, a diferencia de las hipótesis, lafunción de las tensiones es meramente narrativa, pues se hallan des-tinadas a proveer el relato de un clima dramático y a extender losimpulsos personalizado~ de actores individuales a un ser anónimoy colectivo, n~ proporcionar un esquema interpretativo coherente.Son más un comentario moral, al estilo de la historiografía del sigloXVIII, que un modelo explicativo.

La más aparente, que recorre toda la obra de una manera siste-mática, es la tensión entre el i~perio de la ley, el afianzamiento deinstituciones permanentes, y las pasiones individuales y colectivas.Aquí hay una tensión obvia entre lo permanente y lo errático y cir-cunstancial. El gran tema que subyace en dicha contraposición esel problema de la formación del Estado o de como mantener incólu-me, mediante un cuerpo permanente de leyes, la integridad de unanación.

Elhistoriador era consciente de los obstáculos que se oponían aun consenso sobre la forma fundamental del Estado. En cada caso laadhesión a un principio sobre la forma eventual revestía las caracte-rísticas de un pronunciamiento personal o la defensa de los interesesde un grupo. La búsqueda de un Estado fuerte, que Restrepo favo-recía, no era otra cosa que la consagración de un statu quo en el quedifícilmente hubieran encontrado acomodo fuerzas sociales emer-gentes. La permanente agitación política reflejaba la búsqueda detales acomodos que, dados los abismos de desigualdad, no podíanencontrar un punto de equilibrio. Pero Restrepo no perseguía lasraíces sociales de las perturbaciones políticas. Éstas tenían a lo sumoun origen en anomalías de carácter moral. Por eso se contentaba conespecular:

Acaso este vicio de no cumplirse las leyes, que aún subsiste en laNueva Granada, nace de la forma de gobierno republicano, en elque un gran número de ciudadanos concurre a su formación, y porlo mismo no se veneran por ellos. Era muy diferente el respeto que

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88 LAS CONVENCIONES CONTRA LA CULTURA

profesábamos a la obediencia que se prestaba a las leyes cuandoemanaban del Gabinete de Madrid, sancionándose a dos mil leguasde distancia de nosotros, las que se ejecutaban con vigor y exacti-tud por los agentes del gobierno español.

Colocado en el umbral de la era republicana, el señor Restrepopadía mostrar escepticismo o desconfianza c.onrespecto a la fami-li~ridad con la que se trataba a las nuevas instituciones. Le bastabam.:jrar por encima del hombro para encontrar un temor casi supers-tic::ioso hacia las instituciones monárquicas que la revolución habíaal:::::>olido.Pero, dos generaciones más tarde, don Benjamín Vicuñ.aM:Iackenna expresaba una desconfianza parecida. Sólo que en Vicu-ña la explicación era exactamente inversa a la de Restrepo: las insti-t~ciones no se respetaban por falta de familiaridad con ellas y poraLUsencia de participación, no por exceso de familiaridad o de parti-ci~-pación:

En Chile han sido tan escasas las nociones del derecho y tan oscurala conciencia del deber político, que el ejercicio de ese derecho y deese deber no se ha concebido jamás sino acompañado de la fuerzabruta 15,

Pese aque el tema central de la Historia de la revolución sigue sien-d_o el problema del Estado y la Nación, el historiador se ve arrastradoa registrar, mal de su grado, las anomalías que tan frecuentementerr:ninaban la permanencia de las leyes. Acaso la palabra más reiteradae:·n toda la Historia de la revolución sea la palabra pasiones: «bajasp4)asiones», «fuertes pasiones», «innobles pasiones», «pasiones ren-ct:orosas», «pasiones irritadas», «pasiones encontradas», «pasiones~engativas», «pasiones dominantes de la época», «pasiones exalta-cEas», «triste cuadro de pasiones», «acaloradas pasiones», «pasionest.an interesadas como rencorosas», «torrente de pasiones», «funestaCDbra de sus pasiones y desaciertos», «las pasiones que agitan a larrnultitud cuando han sacudido el yugo de las autoridades», amén dele a designación de pasiones particulares: «Odio», «envidia», «negra

llS J. M. Restrepo, Historia de la revolución, T. VI, p. 399. B. Vicuña Mackenna, El coronelDon Tomás de Figueroa, p. 84.

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LA ESCRITURA DE LA HISTORIA 89

ingratitud», etc. El catálogo de adjetivos y explicaciones fundadasen la naturaleza moral de las pasiones es inagotable. Las pasionescomo recurso narrativo moldeaban la conducta de los actores histó-ricos en patrones teatrales y animaban la trama misma de la historia.Todavía en José Manuel Restrepo, y podría decirse otro tanto delvenezolano Baralt, el actor de la historia era el hombre esencial de laépoca clásica. La esencia humana, inalterable, se revelaba sólo enactos objetivos cuyos resortes secretos eran impenetrables. Restrepono se detenía en el análisis del espesor de los sentimientos y de lasemociones, sino que los designaba convencionalmente como pasio-nes. Las pasiones eran fácilmente reconocibles, pues para ellas habíamodelos familiares y bien establecidos en los autores de la antigiie-dad clásica. Bastaba entonces calificadas moralmente para encon-trar su adecuación en un episodio determinado.

La libertad daba rienda a las pasiones. Pero una ética aristocráti-ca exigía que quienes detentaban el poder contuvieran las suyas,pues de lo contrario se desencadenaba la tragedia. El punto culmi-nante de su historia sobre la Gran Colombia lo constituyen sin dudalos sucesos de abril de 1826 en Venezuela,los cuales iniciaron la di-solución de la creación política del Libertador. En el relato, pese a ladesaprobación moral implícita, Restrepo quería hacer justicia a unadimensión trágica de los personajes, en observaciones como ésta:

Mas el corazón de Páez no se hallaba en el estado de calma queparecía indicaban sus comunicaciones al Gobierno Nacional.

Y, como en una obra de teatro, en el párrafo siguiente asoman

consejeros pérfidos (que) se aprovecharon de aquella rabia y enojo.

El drama interior de Páez culmina así:

El general Páez, no escuchando más que la voz de su profundoresentimiento y de sus impetuosas pasiones, marchitó los laurelesde su gloria, y se presentó al mundo que lo observaba, como unfaccioso16.

16 J. M. Restrepo, Historia de la revolución, T. VI, pp. 385 Y 387.

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~o LAS CONVENCIONES CONTRA LA CULTURA

El historiador comunicaba a unos espectadores hipotéticos un(proceso interior de rabia, impotencia y despecho que, como en elocaso de los héroes de una tragedia, proyectaba una situación objeti-....-ya teñida de fatalidad y que iba a envolver a toda una nación.

En el origen de las facciones que seguían a Bolívar o a Santander.encontramos una explicación sicológica semejante. El historiador noslila preparado con el relato de incidentes aislados que presagiaban la• discordia. Finalmente, en 1827, cuando el Libertador hacía aprestos.de tropas en Venezuela para sofocar la rebelión de la tercera divi-~sión auxiliar en el Perú, que se había apoderado de Guayaquil, el: general Santander habría perdido toda mesura y se dedicaba a estimu-I lar proyectos separatistas de Vicente Azuero y otros de sus amigos.• Contra la moderación que le aconsejaban unos, se veía arrastrador por las incitaciones de sus íntimos:

de aquí esas vociferaciones de Santander, quien decía públicamen-te que le sería muy fácil oponerse y vencer en la guerra al generalBolívar, y que ésta debía dec1arársele para conservar las libertadespúblicas. (...) Lo más admirable es que proposiciones tan escanda-losas las propalara delante de su Consejo, de algunas diputacionesdel Congreso y de otras varias personas. Estaba privado de la cor-dura y circunspección que demandaba su alta posición social. De-jábase arrastrar por los raptos de sus pasiones y de su genio brusco,que nada respetaba cuando perdía la paciencia17.

La pérdida de la continencia en un personaje de primer plano, en· el que todos tenían puestos los ojos, debía atraer males, como la hybris, de los héroes en el teatro clásico. La tensión ostensible entre la intan-gibilidad de la ley y las pasiones individuales se prolongaba en las

: pasiones colectivas. La personificación de la pasión en el ser colecti-· vo debía ser más directa, sin los matices atormentados del alma indi-- vidual. Lacolectividad no era un protagonista central y su aparición

en el escenario se producía sólo en virtud del desencadenamiento delas pasiones, cuando la multitud había «sacudido el yugo de las au-toridades».

17 [bid. T. VII, p. 63.

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LA ESCRITURA DE LA HISTORIA 91

Este protagonista semejaba un cuadro de sombras chinescas enel que se proyectaban los temores más íntimos del historiador y desu clase social. O el revés de un tapiz en el que las escenas aparecendesdibujadas, casi como una caricatura de su envés, el de las accio-nes movidas por una voluntad o por una pasión individual. Formula-das deuna manera explícita, aquellas tensiones surgirían al identificarla legitimidad con las acciones de una clase social a la que pertenecíael historiador, y la amenaza del caos y la anarquía con las de lascastas y de la plebe. Sin embargo, la aprobación o desaprobaciónimplícitas del historiador no revestían la apariencia de una disyun-tiva tan tajante. Su desconfianza instintiva hacia los movimientospopulares, o hacia las «pasiones que agitan a la plebe», estaba balan-ceada por una desaprobación igualmente enfática de las pasionesindividuales, que aparecían con dimensiones heroicas en los miem-bros de su propia clase social.

BARTOLOMÉ MITRE O EL LENGUAJE METAFÓRICO:DELAS CIENCIAS NATURALES

Dos generaciones después de Restrepo, las fuerzas sociales que mol-deaban la historia seguían siendo objeto de un tratamiento meta-fórico. Esta vez, sin embargo, se echaba mano de un lenguaje deapariencia científica. El lenguaje del general Mitre sugiere oscurosprocesos, a veces orgánicos, a veces mecánicos, que al conjuro deleyes ineluctable s van perfeccionando la sociedad. La sociedad o losgrupos sociales eran para él «sustancias» o «masas» maleables u ho-mogéneas. Expresiones tomadas con liberalidad de la física, la quí-mica y la biología se convertían en metáforas destinadas a prestaruna consistencia casi material a la «revolución». Los fenómenos deluniverso político y social poseían así una «ley natural», que resulta-ba ser única y por lo tanto equivalente a la mera descripción de talesfenómenos, y estaban dotados de una «gravitación natural» o suje-tos a una «condensación» o a una «afinidad» de fuerzas. Las masaspopulares, que carecían de un princiipo de acción consciente, se re-gían por su propia «genialidad», lo cual sugiere un principio orgá-nico o genético o algo oscuramente irracional. Las imágenes delmovimiento social eran enteramente físicas: había «conjunciones» o

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92 LAS CONVENCIONES CONTRA LA CULTURA

«dirección constante», como en los cuerpos celestes, cuando no«desviaciones accidentales», «acción compacta y uniforme» o la«precisión de una solución mecánica».

El empleo de este lenguaje resulta evidentemente analógico. Sinembargo, una prosa que se mueve constantemente entre la afirma-ción sentenciosa y la formulación axiomática hace sospechar que elautor prestaba a sus observaciones la certidumbre de las leyes físi-cas. Aunque se tratara de metáforas ambiguas, el movimiento de lahistoria se representaba como una certidumbre ineluctable. Como siel historiador poseyera el conocimiento preciso de las leyes que ani-man los acontecimientos, que él no hacía explícitas pero que su na-rrativa se encargaba de desarrollar. Aunque no se enunciara, la leyse sugería con la aparición de regularidades sorprendentes. ParaMitre, la mera coincidencia cronológica era una fuente de significa-ciones. Durante la Conquista, por ejemplo, el despliegue simultáneode las huestes españolas en el Perú y el Río de la Plata prefigurabaconsecuencias a muy largo plazo. Como si el avance de las tropasespañolas en determinada dirección tuviera que rehacerse, durantela Independencia, en sentido contrario. Después de observar variascoincidencias cronológicas de movimientos de tropas durante la Con-quista, puntualizaba en una nota que, a excepción de la coincidenciade las colonizaciones españolas y portuguesas, «que es famosa, y dela de Córdoba y Santa Fe, ninguna de las demás coincidencias hasido señalada por los historiadores, no obstante la infuencia visibleque han tenido en los acontecimientos posteriores»18.

Otra fuente de inspiración para el lenguaje científico de Mitreera, como se ha visto, la etnografía y la etnología. Aunque, debe ad-mitirse, esta fuente carecía de la precisión misteriosa de sus présta-mos a las ciencias naturales. Mitre manejaba dos versiones, hastacierto punto contradictorias, del elemento popular. Una, la de las«multitudes bárbaras», cuyo signo era la bastardía racial; multitu-des ignorantes, sin ideales ni cohesión social19.La revolución habíacorrido el riesgo de ser sumergida por esta masa «indígena y bárbara»,

18 «Historia de Belgrano», en Obras completas de Bartolomé Mitre, T. VI, pp. 5-7.19 Ibid. p. 58.Un párrafo idéntico en «Historia de San Martín», Obras completas, T. I, p.

77.

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LA ESCRITURA DE LA HISTORIA 93

de no haber sido por la «voluntad y la obra de los criollos», quehicieron prevalecer «el dominio del tipo superior con el auxilio detodas las razas superiores del mundo»20. Otra versión contraponíala «sociabilidad» del Río de la Plata a la que había producido la con-quista de pueblos indígenas en México, Perú, Paraguay, Alto Perú yprovincias interiores de la Argentina. En el Río de la Plata habíaexistido una democracia «nativa», «genial» o «rudimentaria», pro-ducto del trabajo, en contraste con los elementos puramente indíge-nas, bárbaros y estériles. La colonización del Plata había obedecidoa «un plan preconcebido, que tenía en vista la producción, el comer-cio y la población», mientras que la conquista del Perú se había limi-tado a seguir las huellas de la civilización quechua21.

Estos elementos innatos de democracia conferían a la Argentinauna misión providencial como cuna originaria de la revolución ame-ricana que, partiendo de allí, se extendería por toda Suramérica. Perodebido a su naturaleza indisciplinada y a su «carácter selvático», lasmismas fuerzas entrañaban un peligro que sólo la voluntad discipli-nada y previsora de una minoría podía eliminar22

GABRIEL RENÉ MORENO O EL LENGUAJE DE LOS OBJETOSY DE LAS CER~MONIAS

La asimilación, en el discurso, de fuerzas sociales abstractas a impro-bables fenómenos naturales, la oposición entre las «esferas superio-res» de la inteligencia y los «instintos confusos en la masa social», oel léxico de las pasiones que mueven a los individuos, todo ello obe-decía a una visión externa y distante de la sociedad americana. Elcaso del historiador boliviano Gabriel René Moreno (1834-1908),discípulo de Miguel Luis Amunátegui y de Diego Barros Arana23

,

demuestra hasta qué punto la íntima comprensión del mundo colo-

20 «Historia de San Martín», Obras completas, T. 1,p. 112, p. 138. También T. V, pp. 177Y178.

21 «Historia de Belgrano», Obras completas, T. VI, p. 17.22 «Historia de San Martín», Obras completas, T. 1,pp. 102, 180, 178.23 Charles W. Arnade, «The Historiography of Colonial and Modern Bolivia», en

HAHR, No. 42, agosto de 1962, pp. 333-384.

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nial americano debía pasar por un acto de restauración del lenguaje.En Últimos días coloniales en el Alto Perú24

, la voz del historiadormultiplicaba la presencia de objetos y personajes de una manera dia-lógica. El realismo de la figuración procedía de una paráfrasis ima-ginativa de los documentos de fines de la Colonia. Moreno calcabalas menores sinuosidades de los textos, ahondando el relieve y trans-formando los ritmos, pero conservando la textura expresiva. La pa-ráfrasis trasmutaba sutilmente cada texto en significados, animabalas fuentes, las hacía hablar y responderse unas a otras. Amontona-ba textos y significados para construir una tela sin hendiduras posi-bles. El relato cubría apenas dos años en una secuencia sin cisurasque combinaba la descripción del detalle y la interpretación general,el transcurso puntual de los hechos y una profundidad temporal queles prestaba su sentido. El procedimiento no obedecía a una merainducción, sino a una manera peculiar de representación que se fija-ba en lo concreto, como un alpinista que se aferra a las hendidurasde la roca para alcanzar una cima desde donde sea posible contem-plar el panorama.

En Moreno había una autolimitación consciente, una reduccióndel ambiente a su quintaesencia, en la que no había heroísmos sinoa lo sumo actitudes indiscretas o palabras imprudentes. El ámbitopomposo de las historias patrias se disolvía en gestos sin importan-cia aparente, en caracteres nimios, en pequeñas envidias o en chis-mes destilados con fruición de los documentos que, sin embargo,iban apretando el nudo de la significación de un año crucial, 1808.Este ámbito era el de un provincianismo romo y encerrado en símismo:

Sonrisas pérfidas, de disimulas incalculables, de envidias punzan-tes, de aprehensiones recónditas, de perspicacias telescópicas, detodas esas exquisitas y dañinas poquedades altoperuanas, expertashasta en el vacío, y que vibraban como microbios ganosos en el me-dio ambiente socia¡25.

24 Buenos Aires, W. M. Yackson, 1946.25 Ibid. p. 150.

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Los grandes designios no aparecen en los Últimos días colonialespor ninguna parte. A lo sumo se trataba de un encadenamiento llenode equívocos, en el que las cavilaciones provincianas adquirían, casial azar, la categoría de pensamiento político:

Cuando a la vuelta de un ejercicio de más de dos siglos esta gim-nástica del pensamiento altoperuano adquirió la agilidad como paraencumbrarse hasta donde no era lícito a las encorvadas ideas colo-niales levantar siquiera la vista, la chismografía se convirtió por sísola en censura política, en conciliábulo oposicionista, en anhelo dereforma y de independencia26

Moreno no se proponía mostrar acciones ejemplares, sino que seasomaba con curiosidad y lucidez al juego que iban tejiendo circuns-tancias y personalidades intrascendentes. La designación de los gru-pos sociales y su caracterización venían envueltas en la descripciónde los hábitos y se veían retratadas en el simbolismo de los objetoscotidianos. Y sin embargo, en Moreno no encontramos huellas decostumbrismo. La descripción menuda no tiene la condescendenciadel que baja de un mundo superior a un mundo turbio y cotidiano,sino que se presta para caracterizar ese mundo superior. Hábitos yobjetos le sirven de pretexto para desplegar la elegencia y la ironíabarrocas de sus enumeraciones. Por ejemplo, para denotar el espíri-tu estrecho y devoto de la época colonial, pintaba al clero como

pequeño mundo, con sus trajines de convento en monasterio, susnovenarios y procesiones en competencia, sus negocios de gobier-no y curia, sus celillos y mezquindades levíticas, sus exquisitos bo-

d t' f' 27ea os, su numerosa y lerna grey emenma .

o las disputas escolásticas de los doctores de Chuquisaca:

Mundo de disputas, de desvelos por la letra muerta, de empeñospor el examinador, de antesala hasta por bedeles y porteros, de emo-ciones al sonar el ánfora de los votos, de ramilletes después de ob-

26 Ibid. p. 157.27 [bid, p. 6.

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tenido el grado, de férula im¡lacable en cambio de un acendradotítulo de doctor o licenciado2

Los objetos reproducían todas las gradaciones de las jerarquíassociales:

El día de la entrada solemne del arzobispo, amanecieron empave-sados losbalcones y azoteas de la ciudad. Los campanarios, las to-rres y lascúpulas se alzaban con gallardetes, oriflamas y pendones.La cohorte veterana y los milicianos urbanos formaron la gran pa-rada al son de músicas y trompetas. El pavimento de las calles des-tinadas a la solemnidad estaba cubierto, desde el arrabal hasta laplaza mayor, de una alfombra muelle y fragante de ramajes y flo-res. A lo largo de las aceras, el indio rústico había levantado sobrepostes, arcadas y festones de molle, ese crespo arbusto que con ver-de persistente matiza gotas de sangre en racimos olorosos. De trechoen trecho los gremios menores habían constituido arcos triunfalesen mitad de la calle, y tendido cuerdas transversales donde entrecintas, colgaduras y ropajes pendían relucientes espejos de acero,candelabros, sahumadores, pescadores, jícaras, mancerinas, agua-maniles, escupideras y otras no nada nobles vasijas de plata bruñi-da. Los ricos criollos no perdieron la ocasión de lucir en las puertas,ventanas y balcones de sus casas las colchas y tapices de damascoy brocado que eran entonces tan de su gust029.

Puede parecer paradójico que la creencia de Moreno en la infe-rioridad del indio, y más aún en la del cholo, coexistiera con unacomprensión profunda de su propia sociedad. Naturalmente, eltono deprecatorio no se dirigía sólo a indígenas y mestizos, sino quefustigaba por igual a doctores, clérigos y funcionarios:

Era rasgo característico de la familia altoperuana de la Colonia suafición al chisme y al enredo. La doblez del indio y la procacidadespañola se juntaban allí, en el mestizo no menos que en el criollo,para imprimir a la índole de todos una tendencia perversa hacia laintriga y las rencillas3o•

28 Ibid. p.7.29 Ibid. p. 28.30 Ibid. p.195-204.

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Con todo, Gabriel René Moreno ha sido el único historiador deci-monónico del sur de Hispanoamérica en proponer el problema cul turalde la reconstrucción histórica y en haber encontrado una soluciónvaliéndose de su percepción refinadamente estética. Ésta era una sa-lida que no estaba muy lejos de la expresividad de las novelas deAlejo Carpentier, Gabriel García Márquez y Mario Vargas Lloga ennuestros días. En Moreno, la calidad poética del lenguaje y del estiloarrastraba consigo significados que no suelen ser tan aparentes enformulaciones más explícitas. Su actitud frente a la tradición cultu-ral, con todo su racismo, era infinitamente más compleja que la delresto de los historiadores del siglo XIX. Aparentemente era un «tra-dicionalista» para quien la preservación de valores sociales supe-riores se identificaba con un pequeño núcleo racial español enChuquisaca. Sin embargo, su crítica de ese núcleo poseía una ironíademoledora.

Gabriel René Moreno desarrollaba su narrativa en torno a la tea-tralidad y el aparato de las ceremonias. Éste era un hallazgo que lepermitia abordar el conjunto de la vida social y remitido al complejode sus significados simbólicos y culturales. Las ceremonias consti-tuían además los núcleos que ordenaban el relato y 10 hacían oscilarentre las exterioridades pomposas y rituales que se mostraban a lamultitud y las querellas íntimas e intrigas de clérigos y funcionarios.Con esto se subrayaba la artificialidad del régimen español, tantocomo el carácter ligero·e irreflexivo de la respuesta de las multitu-des. Su historia dedicaba una buena cantidad de espacio a la des-cripción de los rituales políticos: la posesión del arzobispo, la delpresidente de la Audiencia, la jura del rey. La expulsión de los ingle-ses de Buenos Aires dio lugar a una celebración sin precedentes.Ésta era una

nueva y magnífica oportunidad de colmar la afición de aquellosmoradores a los grandes ceremoniales. El sacerdocio y el Imperiose ponían al habla para desplegar un aparato inusitado en la cele-bración de la victoria. Nada hizo falta en el programa oficial, y losdocumentos públicos más graves de ese día están llenos con lospintorescos pormenores de la fiesta. La celebridad cívico-religiosadel año anterior da la idea de ésta y otras funciones análogas de laColonia; pero deben considerarse todas ellas como simples ensayos

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de la presente, que fue una representación escénica del público en-tusiasmo, la más esforzada y majestuosa en Chuquisaca que regis-tran los anales de la era hispana. Fue también una de las pos-treras31.

La Colonia iba a desaparecer con las pompas huecas de sus cere-moniales. Moreno se fijaba en ellas como en un fenómeno que hacíaexplícita la continuidad con el pasado. Su valor simbólico [no esta-mos muy lejos de la idea del «teatro del poder»32]cobijaba a la vezal Estado y a la Iglesia, que se disputaban un escenario de figu-ración:

Estaba a la vista que no eran ellos solos y únicos en el boato; antesbien, otra autoridad les sobrepujaba. Su mando y dignidad, tan re-celoso para con los prelados, carecían de teatro o escenario dondepoder ostensiblemente empuñar la palma de una preeminencia se-renísima que sedujese y arrastrase al pueblo. Ellos no soltaban ja-más a la Iglesia la borda del patronazgo ni la vara que era alta, nila espada que era constante; pero al sumo sacerdote del rey de loscielos y de la tierra tenían que cederle en lo exterior la diademareluciente de un prestigio inconmensurable e inmarcesible. ¡Talis-mán para el dominio en las muchedumbres y para la dominaciónquieta sobre los pueblos sencillos!33

En las ceremonias, la presencia de los indios resultaba incon-gruente:

Estas gentes rústicas, extrañamente asociadas a la ceremonia polí-tico-religiosa de los criollos y mestizos urbanos (oo.) habían acudido

d 34arrea os por sus curas .

La fidelidad etnográfica de la descripción de las ceremonias es-taba encaminada a despojadas de una significación profunda. Eran

31 Ibid. p. 90.32 Este concepto, que utilizan E. P. Thompson y sus seguidores, sirve de puente entre

la teoría antropológica y las observaciones históricas del tipo de las que recogía G.R. Moreno.

33 Últimos días, p. 26.34 Ibid. p. 278-279.

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apenas una metáfora para describir una sociedad que ya era extraña.El desasimiento objetivo del historiador les prestaba una significa-ción irónica, como para señalar el vacío en que operaban unas rela-ciones políticas de dominación moribundas. Pero su ironía hacia elritural colonial, una concha vacía, un receptáculo sin contenido,subrayaba por lo mismo la importancia del ritual revolucionario. Laironía incorporaba una buena dosis de impaciencia hacia el popula-cho que participaba al parecer tan gustosamente en el ritual colo-nial. Pero el regocijo fingido de la jura del rey se contraponía alregocijo auténtico, la fiesta de la victoria revolucionaria.

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CONCLUSIONES

Los historiadores hispanoamericanos del siglo XIX buscaron cons-truir una imagen del pasado reciente para fijar con ella los rasgos deuna identidad colectiva. Tal imagen aparecía muchas veces como laproyección de ciertas preocupaciones, o era de alguna manera afíncon problemas contemporáneos que incitaban a la búsqueda. Para J.W. Burrow, interesado en la historiografía victoriana inglesa comohistoria de las ideas, «uno de los medios por los cuales una sociedadse revela a sí misma, tanto como sus presunciones y creencias acercade su propio carácter y destino, es mediante sus actitudes hacia elpasado y su uso». En dichas actitudes se operaba una transposiciónpor medio de la cual una dimensión del presente estaba contenidaen las imágenes sobre el pasado.

En gran parte la naturaleza de la transposición dependía de lasherramientas conceptuales y del lenguaje mismo de que se disponíapara expresar tales imágenes. La continuidad de la visión sobre elpasado que se quería trasmitir quedaba sujeta así a la estabilidad deun lenguaje. El problema de la tradición historiográfica en Hispa-noamérica con respecto a las producciones del siglo XIX no radicaentonces en si nos referimos a la misma realidad, sino más bien ensi hablamos el mismo lenguaje.

La idea de una continuidad que reposa en la identidad de unreferente (nación, cuerpo social) ha sido siempre problemática enHispanoamérica. Por ejemplo, hoyes muy corriente la noción de quelos elementos objetivos que conforman las nacionalidades hispanoa- .mericanas sólo aparecieron o se integraron en el curso del últimotercio del siglo XIX:. Sin embargo, la imaginería más difundida, conla que suele asociarse la identidad de cada una de estas naciones,precede muchos años a este desarrollo objetivo. El lenguaje del na-cionalismo o de sus símbolos apareció casi al mismo tiempo que las

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primeras instituciones políticas que proclamaban una independenciapolítica, no con el control efectivo de los Estados sobre sus territo-rios o con la delimitación de un mercado por parte de una burguesíanacional. Este fenómeno obliga a reconocer el papel constructivoque jugó una imaginería historiográfica en la formación misma de lanación. Pero implica también que las imágenes no estaban destina-das a definir una realidad sino a prefigurarla. Muchas de las imáge-nes procedían de un fondo común de convenciones historiográficaseuropeas; en otras palabras, eran prestadas.

Ello explicaría por qué las primeras construcciones historiográ-ficas se aferraron con tanta obstinación a un momento de epifanía, acomienzos del siglo XIX. De un lado, no quería incorporarse comopropia la tradición del pasado anterior a la Independencia, así fuerainmediato. De otro, se trataba de imágenes moldeadas al margen delproceso efectivo de la construcción nacional. De esta imaginería es-capaban los elementos más permanentes, aquéllos que podían enla-zar los procesos contemporáneos con una continuidad histórica.Puesto que el siglo XIX sólo podía pensar esta última en términos decontinuidad institucional, al parecer con el rechazo de las institucio-nes españolas desaparecían los conflictos y desgarramientos queaquejaban el cuerpo social.

El problema central de la historiografía hispanoamericana del si-glo XIX resultaba ser así un problema de cómo figurar la realidadamericana. El lenguaje histórico del siglo XIX dependía casi entera-mente de su capacidad mimética y de ciertas convenciones dramáti-cas. En Europa, tal lenguaje se había desarrollado paralelamente aotras formas de figuración: la novela, la pintura histórica (o de granmaniera), etc. La historia no sólo prestaba de ellas imágenes y técni-cas de representación, sino que se remitía a su contenido alegórico ysimbólico (piénsese, por ejemplo, en el Juramento de los Horados, deDavid, como símbolo voluntarista de la Revolución Francesa), yaquéllas reforzaban el contenido figurativo del discurso histórico. Lasdificultades de la figuración americana nacían de la ausencia de mo-delos adecuados de discurso y de la pobreza de otras formas de re-presentación, literarias o pictóricas. El recurso del costumbrismo fueun pobre sustituto, porque tendía hacia la identificación aislada de«tipos» sociales (el sereno, el boga, el aguador, los arrieros, el roto,

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CONCLUSIONES 103

etc.). Una actitud complaciente hacia éstos disolvía las tensiones ét-nicas y sociales.

Las tensiones debían reaparecer, entonces, bajo formas disimu-ladas o bajo una apariencia mítica. En ausencia de un lenguaje ho-mogéneo y unívoco, cada obra historiográfica del siglo XIX llevabaimpresa la idiosincrasia de su autor. Todas ponían a funcionar unacolección privada de actores reconocibles en la superficie del len-guaje.

¿Es posible recobrar el sentido de una tradición historiográficaen la interpretación de estos lenguajes? En algunos casos, como enel del boliviano Gabriel René Moreno o en el del chileno Miguel LuisAmunátegui, su maestro, una buena parte de las percepciones delhistoriador nos han llegado intactas. En otros, la confusión delibera-da de imágenes y representaciones superficiales con el sustrato másprofundo de las identidades nacionales ha servido de ingredientepara las «historias patrias». Reconocerse en ellas condena todo aná-lisis histórico fundado en las ciencias sociales a la ineficacia o a re-hacer indefinidamente, como comedia, un drama construido con ellenguaje de las pasiones.

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Este libro se terminó de imprimir en agosto de 1997en los talleres de Tercer Mundo Editores, División Gráfica.

Cra. 19 No. 14-45, Tels.: 2772175 - 2774302 - 2471903.Fax 2010209 Apartado Aéreo 4817

Santafé de Bogotá, Colombia.

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apenas una metáfora para describir una sociedad que ya era extraña.El desasimiento objetivo del historiador les prestaba una significa-ción irónica, como para señalar el vacío en que operaban unas rela-ciones políticas de dominación moribundas. Pero su ironía hacia elritural colonial, una concha vacía, un receptáculo sin contenido,subrayaba por lo mismo la importancia del ritual revolucionario. Laironía incorporaba una buena dosis de impaciencia hacia el popula-cho que participaba al parecer tan gustosamente en el ritual colo-

'.' nial. Pero el regocijo fingido de la jura del rey se contraponía alregocijo auténtico, la fiesta de la victoria revolucionaria.