7 DÍAS - Episodio V: Lágrimas caídas

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Último episodio de la serie.

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7 DÍAS EPISODIO V: LÁGRIMAS CAÍDAS

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Primera parte - Todo lo que queda-2 de mayo: día 208.

En mayo de 2014, Daniel Vancosta era un chico muy cambiado respecto al que presenció el inicio del apocalipsis en octubre del año anterior. Nunca habría llegado a imaginar que aquella primavera estaría vagando por los campos manchegos junto a tres de sus amigos, buscando comida, y no en Utiel, yendo a clase, quejándose por los exámenes y preocupándose por aprobar el curso. Si le hubieran dicho lo que era capaz de hacer en momentos críticos, no se lo habría creído, o habría dicho que no le conocían lo suficiente.

Mas no era el único que había cambiado. Junto a él viajaban Dana Montero, Nicolás Sorní y Tomás Torres. Les conocía de hacía mucho tiempo, pero nunca habría esperado encontrarse con ellos en aquella situación. La chica era, de esos tres, la que más había cambiado en aquellos siete meses. Ya era decidida y cabezota al principio, pero con el tiempo se convirtió en una tiradora excelente y en una persona igual de decidida pero nada estúpida. Nicolás Sorní, el hermano de Antonio Sorní, quien era el mejor amigo de Dani y cuyo paradero desconocían, también había madurado. Empezó ya destacando en su habilidad con las armas, pero era poco más que un chico agitado que disparaba a bocajarro. Ahora, poco quedaba de esa actitud temeraria en él. Si bien seguía siendo impulsivo, como su hermano, sabía ahorrar las balas justas para deshacerse de los enemigos precisos. Y había aprendido a mantener la calma ante todo, a pensar antes de actuar. Tomás Torres era el que menos había cambiado. Seguía siendo el mismo charlatán de siempre, el bufón que garantiza las risas a un grupo de amigo, gracioso y divertido, pero inmaduro y molesto. Si bien en las situaciones críticas hacía un esfuerzo para mantener la boca cerrada, lo cuál era de esperar, nunca sabía mantener la frialdad necesaria para lidiar con la crueldad del nuevo mundo.

Aquella mañana, Dani se había levantado el primero para intentar cazar algo que poder llevarse a la boca. Normalmente lo único que veían eran liebres, así que sobrevivían con las latas de comida que encontraban en campamentos abandonados y almacenes repartidos por el campo. No tenían mapa, no tenían gente en la que apoyarse, escaseaban sus recursos y se encontraban perdidos en más de un sentido.

Dana sorprendió al chico por la espalda. —¿Algo que merezca la pena? Dani suspiró y volvió a colgarse el arco en el hombro. —No. Lo único que veo son pájaros, y no conseguiría matarlos ni de coña. Dana resopló y se sentó en una roca que había en el suelo. —¿Qué vamos a hacer? Dani le miró con la ceja enarcada antes de sentarse a su lado. —¿A qué te refieres? —A todo. ¿A dónde vamos, por ejemplo? —No lo sé. Deberíamos encontrar refugio, pero no tengo ni idea de por dónde empezar a

buscar. La chica volvió a bufar y realizó la pregunta que intentaban evitar.

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—¿Qué hay de Ana? —Dani apartó la mirada y volvió a levantarse, airado— ¿Y de Sorní? ¿Cashel, Migue?

—Dana, ni siquiera sabemos si están vivos. —Lo estaban la última vez que los vimos. A mí eso me sirve. —¿Te sirve para qué? ¿Para lanzarte a la aventura y buscarlos sin pista alguna? —Para tener esperanza, Dani. Puede que ellos nos estén buscando. —Estoy seguro de que Ana y Sorní, si ambos siguen vivos, se preocuparán por nadie más

que ellos mismos. Y Cashel, si tampoco ha muerto, hará lo mismo que yo: centrarse en lo que tiene. Hemos perdido mucha gente, no puedo arriesgarme a perderos también a vosotros.

—Pero son nuestros amigos. No tenemos a dónde ir, así que, ¿qué mas da? Deberíamos buscarles.

—Dana —cortó Dani, muy serio—. Somos todo lo que queda. Ojalá sigan vivos, pero aunque lo hagan, probablemente no volveremos a verles. Así que más nos vale concentrarnos en seguir vivos nosotros.

Y se alejó de ella, de vuelta al improvisado campamento que habían formado con mantas y una hoguera mal hecha.

En realidad, Ana y Sorní sí habían sobrevivido al destrozo de Cuenca. Habían huido en un coche al que ya casi no le quedaba gasolina, pero todavía les servía de transporte y de refugio. Dani adivinó las intenciones de ambos. Desde que salieron de la ciudad, decidieron no preocuparse por nadie más que ellos. Al principio Ana insistió en que buscaran al resto por los alrededores de Cuenca, pero Sorní le convenció para que desistiera.

Ana Castellanos y Antonio Sorní serían sin duda una de las pocas parejas tan unidas que quedaban por la zona. La hecatombe zombi había acabado con la mayoría, y los que seguían vivos acabaron separándose cuando la situación terminó de revelar quienes eran en realidad. Pero ellos dos seguían juntos. No sin ayuda, no sin esfuerzo, pero seguían juntos. Habían comprobado en varias ocasiones lo que suponía estar separados, y no querían volver a pasar por ello, ninguno de los dos.

—Come. —le dijo Sorní a la chica, tendiéndole una bolsa de frutos secos. —No tengo hambre. Estaban acampados junto al coche, sentados ante una hoguera improvisada de mala

manera. —Ana, haz el favor de comer. No quiero que pierdas fuerzas. —insistió él. La interpelada cogió la bolsa y le miró fijamente. —Esto es una bolsa de pistachos, Toni. Si nos morimos de hambre, esto no nos salvará. Cogió uno de los frutos, se lo llevó a la boca tras abrirlo y le devolvió la bolsa. Sorní

resopló y relajó el ceño fruncido. —Lo siento. Es que quiero que estemos bien. —¿A caso me ves padecer? ¿O es que estoy enferma y no me he dado cuenta? —No, es solo que… no sé. Ya hemos perdido a mi hermano. A Dani. A Cashel, a todos los

demás. Tengo miedo de perderte a ti también. Ana sonrió y le besó. —Eso no va a ocurrir. Y no te martirices con lo de los demás. No fue culpa tuya. —Pero les echo de menos. Y mi hermano era mi hermano pequeño. En cierto modo era

mi responsabilidad. Es lo que mi padre me habría dicho si hubiera tenido ocasión. “Cuida de él”. Como si lo viera. Así que, si lo he perdido… en cierto modo es mi culpa. ¿O no?

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—Ni siquiera sabemos si ha muerto. Es tan solo un año menor que tú. —Pero para mí siempre será mi hermano pequeño. Y siento como que… debería haberlo

protegido a toda costa. —Puede defenderse solo, Toni. Tu hermano no es estúpido. —Aún así, Ana. Le he visto crecer detrás de mí, para mí siempre ha sido tan pequeño… —¿Y por ser menor que tú ya necesita ayuda? ¿Crees que yo, por ser menor que tú, no

puedo defenderme sola? Sorní le miró, compungido. Pero vio la sonrisa que tanto le animaba en los labios de la

chica, y no pudo reprimir una risilla. Ana volvió a besarle, y se levantó. —No sé qué decirte, cielo. Parece que esté mal decirlo, pero creo que todo saldrá bien.

De verdad lo creo. Ahora estamos tú y yo juntos. Si olvidamos el hecho de que todos nos hemos separado, no hay tantas cosas malas. Nos tenemos el uno al otro, así que necesitamos menos suministros.

—Deberíamos llegar a Madrid. —resolvió Sorní. —Me parece buena idea. Pueden pasar dos cosas: que sea una quimera y sea un

hervidero de muertos, o que de verdad consiguieran fortificarla y siga siendo una ciudad. —En cualquier caso, merece la pena comprobarlo.

Muchos dirían que Cashel Martínez era por aquel entonces un joven muy distinto al que era cuando todo comenzó. Pero no. La única diferencia es que la situación, las vivencias que habían tenido él y su grupo, le habían hecho sacar a la luz toda la seriedad, valentía y madurez que siempre habían convivido con su albedrío, rebeldía y pereza. Esta última faceta suya llevaba tiempo enterrada, pues supo desde el primer momento que había llegado la hora de dar por terminada su etapa de adolescente alocado y sin preocupaciones. Desde el principio demostró ser un líder más que apto; Dani Vancosta se situaba por encima de él en ese ranking tan solo por sus conocimientos de los no-muertos.

Miguel Méndez tampoco había cambiado, propiamente dicho; más bien evolucionado. Al igual que muchos otros, la hecatombe zombi le había hecho madurar a pasos agigantados. También demostró, junto a Cashel, Dani y Sorní, que podía perfectamente dirigir a un grupo, que tenía cualidades de líder y sabía guiar a su gente. De hecho, fue en parte gracias a él que el grupo se reuniera en Reíllo tras haberse dividido en Minglanilla. Tiempo después, la muerte de Inés supuso en él un tremendo shock. Pasó de ser el Miguel animado que todos conocían -con el plus de seriedad y sensatez que había desarrollado- a ser alguien taciturno y asquerosamente frío. Conforme pasaban los días se iba recuperando, pero todavía no había superado la muerte de su novia. Ni siquiera lo consiguió cuando Vincent Gris les explicó todo su affaire con Valentín Trejo, el salvaje que acabó con la vida de Inés y les expulsó de Reíllo. Le ayudó a sustituir el odio por tristeza y reflexión, pero continuaba profundamente dolido. Aunque, a decir verdad, seguir en pie era ya algo de mérito.

Lucía Cava era probablemente una de las que más había cambiado de todo el grupo. Seguía siendo la más noble, la más inocente, pero no tenía nada que ver con la adolescente casi ignorante que lloró cuando descubrió que no volvería a ver a sus padres. Ahora, aunque todavía era demasiado buena como para acostumbrarse a la muerte que impregnaba el nuevo mundo, era tan madura y serena como los demás. Había demostrado que quería luchar por ser tan fuerte como ellos. Pero su corazón le delataba.

—¿Lucía? —le llamó Miguel— ¿Estás bien? La chica estaba alejada del campamento, mirando al horizonte. Lo hacía la mayoría de

noches.

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—¿Se puede estar bien? —inquirió, sin mirar siquiera a Miguel— Quiero decir, ¿puede alguien ya estar mejor que… vivo?

El chico suspiró y se puso a su lado. —Son cosas que no deberíamos preguntarnos. —Pues yo me las pregunto. Miguel guardó unos segundos de silencio. —¿Sigues pensando en él? —preguntó después— ¿En David? —¿Cómo podría no hacerlo? Fue horrible. Se sacrificó para salvarme. Está muerto por mi

culpa. —No fue tu culpa, Lucía. Su sangre no está en tus manos. Tú no tienes la culpa de

absolutamente nada. —Aún así. Cada vez que cierro los ojos, le veo empujarme hacia Cashel y cerrar la verja

detrás de mí. Y lanzarse a los muertos para apartarlos de nosotros… —Hace ya más de medio mes desde que… —¡¿Y qué se supone que he de hacer?! ¡¿Qué hemos de hacer?! ¡¿Olvidarlo?! —explotó

ella. —Sólo quiero decir que… —¡¿A caso hemos olvidado a los demás?! ¡¿A Alicia?! ¡¿A Paula, a Alba?! ¡¿A caso has

olvidado tú a Inés?! Miguel iba a contestar, pero sintió un nudo en la garganta al oír el último nombre. Apartó

la mirada e inspiró hondo. Lucía abrió los ojos como platos al darse cuenta. —No, mierda, perdona. No quería decir… no lo decía en ese sentido, no pretendía… —Tranquila —cortó él—. Es simplemente que, con todo lo que nos ha pasado… pienso

que, de una manera u otra deberíamos mirar hacia delante. Sólo hacia delante. Pero tienes tú razón. Es… —cerró los ojos para retener las lágrimas, pero aún así los ojos se le humedecieron— es muy difícil. Me pregunto si es siquiera posible.

Cashel les observaba desde la hoguera, ya apagada, y no le hacía falta ver sus caras para adivinar sus emociones. Frunció el ceño y rompió una rama que tenía en las manos. Odiaba aquella situación. Odiaba ver a su gente, a las dos últimas personas que le quedaban, de esa manera. Él era el único que difería de los demás. No quería mirar hacia delante, no quería olvidar, no quería encontrar un nuevo hogar. Pero tampoco quería llorar las pérdidas, no quería llorar y lamentarse por haberse separado de los demás. Él quería recuperarlos.

«Sé que estás vivo, Dani», pensó. «Confío en ti. Eres uno de los tíos más capaces que conozco. Si alguien puede mantenerse con vida a sí mismo y a todo un grupo después de lo que hemos sufrido, eres tú. Pienso encontrarte. Más te vale estar vivo, porque yo no voy a mirar al frente. Voy a recuperaros.»

—¡Áxel! El chico se giró justo a tiempo para coger la pistola en el aire. La empuñó con rapidez,

apuntó lo mejor que pudo y disparó. El muerto cayó con la frente agujereada al instante. —¡¡Sí, eso es!! ¡¡TOMA!! —gritó otro del grupo, mientras continuaba disparando con la

escopeta a un cadáver— ¡¡Levántate ahora, hijo de puta!! —¡Basta! —intentó Áxel, pero el otro continuó disparando. Era algo más mayor que él, alrededor de los veintitrés años. Tenía el pelo moreno, no muy

largo y peinado hacia atrás. Una barba de tres días ensombrecía sus mejillas y su barbilla. —¡No te levantas ya, ¿verdad que no?! ¡¡Claro que no!! ¡¡Ahora no tienes los…!! Áxel le alcanzó y le arrancó la escopeta de las manos.

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—¡¡León!! ¡Vuelve a malgastar munición de esa manera, y te tragas la escopeta! El llamado León rió. —Te recuerdo que esa escopeta es mía, jefazo. Marco apareció por detrás de Áxel, cogió el arma y se la tendió a León. Este la cogió, pero

Marco no la soltó. —Mañana saldrás tú a buscar munición. —El día que me maten, os quejaréis. Volvió a empuñar la escopeta y disparó una vez más al cadáver. Áxel frunció el ceño. —Si no quieres que malgaste munición, no me la des. Sabes que soy de gatillo fácil. Dicho esto volvió al campamento, donde esperaban Joanna, Adrián y Nerea. Anabel se

puso al lado de Áxel y resopló. —Acabará haciendo que nos maten a todos. —León es un capullo sin pelos en la lengua, pero le hemos visto acabar con más de una

docena él solo. —Es lo que más me jode de él —bufó Áxel, recogiendo su piolet del suelo—. Nos viene

tan bien que no puedo culparle por ser así. La mañana siguiente amaneció nublada, aunque el frío del invierno ya empezaba a

desaparecer. Caminaban en dirección a Madrid, siguiendo el mapa de Joanna. Avanzaban durante el día y acampaban al atardecer. Desde que huyeron de Cuenca, era en lo único que se centraban; todos habían perdido gente, pero no se habían dividido como el grupo de Cashel y Dani, así que les era más sencillo mirar hacia delante. Sin embargo, aquel día, algo hizo que Áxel se replanteara los planes del grupo. León le apartó del resto tras volver de buscar suministros, y se cercioró de que nadie les oía.

—Quería hacértelo saber a ti antes que a nadie, por que no sé hasta qué punto conviene que lo sepan.

—Que sepan, ¿qué? —inquirió él. —Creo que nos están siguiendo. Desde hace un par de días.

—Una ardilla. —dijo Dani, tirando el cadáver del animal a los pies de Dana. —¿Sólo? —inquirió esta. El chico asintió y se sentó a su lado, entre ella y Nico. —Nos queda poca comida enlatada… —suspiró este. —Como no empieces a traer más, nos morimos de hambre. —intervino Tomás. —Pues encuentra algo para cazar y sal tú a buscar presas. —Cazar no es mi labor. —Esa no es la labor. La labor es mantenernos con vida, y tampoco es mía. Es de los

cuatro. Lo único es que a mí me toca cazar. ¿Qué haces tú, Tom? El moreno iba a contestar, pero Nico se levantó para interrumpir la discusión. —Dejaos de estupideces. ¿Sabemos ya lo que vamos a hacer? Dana terminó de guardar la ardilla en uno de los zurrones que llevaban y también se

irguió, seguida por Dani. —Necesitamos refugio. —fue lo único que se le ocurrió decir. —¿Y tienes idea alguna de por dónde puede haber un condenado refugio? —farfulló

Tomás, todavía sentado. —No. —reconoció ella. —Y tú tampoco —añadió Nico—, así que deja de dar por el culo. ¿Qué decís? —les

preguntó a Dana y Dani.

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Este inspiró hondo. —He estado pensando en Madrid. —Allí es donde pretendíamos ir en un principio. —recordó Dana. —No tenemos mapa. Tendríamos que encontrar la carretera y seguirla hasta encontrar una

señal que pueda guiarnos. —objetó Nico. —Creo que no tenemos nada mejor que hacer. —insistió Dani. —Por eso lo decía —asintió el otro, chocando y frotando sus manos—. Pues en marcha.

Todavía nos quedan bastantes horas de sol. Cuanto antes lleguemos a Madrid, antes comprobaremos si hemos encontrado un nuevo hogar o si tenemos que seguir buscando.

Dicho esto, cogieron las bolsas y empezaron a caminar. Pero Dana detuvo a Dani. —Puede que los demás pensaran lo mismo. A lo mejor también se dirigen a Madrid. El chico sonrió. —Lo pensé precisamente por eso. Sinceramente, no creo que Madrid sea una sociedad

idílica resistiendo al apocalipsis, pero es el mejor punto de referencia que tenemos para volver a ver a los demás, si siguen ahí fuera.

—Gracias. —sonrió ella también. Hizo ademán de abrazarle, pero la vergüenza le pudo y simplemente le apretó

ligeramente el hombro, en señal de agradecimiento. Dani rió amargamente. —Eh, no eres la única que quieres volver a verlos. Te recuerdo que también son mis

amigos. Aquella noche, Nico divisó la carretera en la lejanía, al hacer un reconocimiento de la

zona mientras los otros preparaban el campamento. Así que avanzaron un poco más, incluso estando a oscuras, y durmieron cerca de la autovía. Al día siguiente retomaron la marcha nada más amanecer y, tras todo el día caminando, al atardecer, escucharon el sonido de un coche. Primero se detuvieron por la sorpresa, y después Dani ordenó que se echaran tras el quitamiedos de la carretera, usando los arbustos para ocultarse. Pero sabía que les habían visto.

El todoterreno frenó justo delante de ellos. Las puertas se abrieron, y segundos después habían cinco personas mirando en su dirección. La del centro dio un pistoletazo.

—No nos hagáis sacaros de ahí. Los cuatro se levantaron y empuñaron las armas, pero se encontraron con cinco pistolas

apuntándoles. —Guardadlas. Ya. —ordenó el del centro. Dani fue el primero en hacerlo, después Nico, y por último Dana y Tomás. —¿Qué buscáis? —preguntó la chica. Los desconocidos no eran nadie que ellos recordaran haber visto. Tenían aspecto de

bandidos y rateros. Todos llevaban alguna especie de arma cuerpo a cuerpo en el cinturón; un bate, un palo, una barra de metal…

—Directa al grano —rio el del centro—. Me gusta. Puede que me divierta contigo. La chica frunció el ceño al oírle y Dani apretó el puño. —Decidnos qué coño queréis. —Guau. Vaya —siguió riendo el cabecilla—. ¿No eres un poco violento? ¿Cuántos años

tienes? —No es de tu incumbencia. —Te estoy apuntando a la cabeza con una pistola. Todo lo que puedas decirme es de mi

incumbencia si a mi me da la gana. —Raúl, déjate de bobadas. —intervino uno de los bandidos.

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—No, no. Ahora me va a contestar la puta pregunta. Contesta. —ordenó el tal Raúl. Dani apretó los labios y habló entre dientes. —Dieciocho. Dieciocho años. —Vale, entonces sí aparentáis los que tenéis —soltó una carcajada— ¡Sois solo unos

críos! Nico empuñó su rifle y apuntó al cabecilla en un abrir y cerrar de ojos. Esto hizo que Raúl

le apuntara a él. Así que a Dana no le apuntaba a nadie, y esta volvió a coger su pistola. Raúl volvió a apuntarle, pero también lo hizo el que tenía a su lado, y Dani quedó descuidado. Así que cogió su revólver y apuntó también a Raúl. Tomás simplemente apoyó la mano en su barra de metal.

—Decidnos qué queréis de una vez. —ordenó Nico. —Mira que sois simples. Como soy yo el que habla, creéis que soy el líder y todos me

apuntáis a mí. —¡Bajad las armas! —gritó el de antes. —Calma, Jorge —le tranquilizó Raúl. Después se dirigió a los jóvenes—. Muy bien. Yo

también iré al grano. En primer lugar, que sepáis que yo no soy el líder. Tan solo soy parlanchín; nuestro líder está muy lejos de aquí. Y en segundo, ¿queréis saber lo que buscamos? Pues yo os diré lo que buscamos: buscamos esclavos.

—Pues seguid buscando. —amenazó Dani segundos después. Raúl, Jorge y los otros tres rieron escandalosamente de nuevo. —No me apetece seguir buscando. No, eso no es lo que haremos. Lo que haremos será

ataros de pies y manos y os llevaremos en ese enorme maletero. Si os resistís, os volaremos la puta cabeza, porque no queremos esclavos tullidos. Os llevaremos a nuestro sitio, y allí comenzará la fiesta. Vosotros trabajaréis hasta que se os caigan la manos del cansancio, y yo me divertiré con un juguetito nuevo. —al terminar lanzó una mirada lasciva a Dana, haciendo que esta se revolviera del asco y del odio.

Dani tensó todo su ser y quitó el seguro del revólver. —Eso no es lo que ocurrirá. —murmuró. Raúl soltó una risa irónica. —¿Qué pasa? ¿Al pequeño león no le gusta que amenace a sus crías? Te explicaré con

más detalle lo que haré. Os haré nuestros esclavos, os llevaré a nuestro campamento base, mi líder me recompensará, y podré hacerle lo que quiera a esta niña. La cogeré, la llevaré a mi casa y…

—No —interrumpió Dani—. Ni de puta coña. Y apretó el gatillo. La bala acertó en la frente de Raúl, y el cadáver cayó a plomo contra

uno de sus compañeros. —¡¡Al suelo!! —gritó Nico al instante. Todos se agacharon, menos él, que disparó su rifle

y acabó con la vida de otro de los bandidos. Con la confusión y la sorpresa de ver a Raúl caer, estos dispararon más a bocajarro que

otra cosa, y no acertaron ni una vez. Dana aprovechó la ocasión, y le dio una patada a uno de ellos en la espinilla, haciéndole levantar la pierna por el dolor, y después le hizo la zancadilla en el otro pie. Dani se arrastró hasta él, rodeó su cuello con el brazo derecho y posó el cañón del revólver en su sien, para después levantarse y mostrárselo a los dos rateros restantes.

—¡No dispares! —imploró el tal Jorge, bajando su pistola— ¡Nos vamos! —No, una mierda. Decidnos dónde está vuestro campamento base. —ordenó Dani.

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Jorge arrugó la frente y miró a su compañero, que ya esperaba en la puerta del conductor del todoterreno. Cerró los ojos, suspiró y actuó con rapidez. Alzó de nuevo la pistola, apuntó a Dani y disparó. La sangre saltó, y el chico cayó hacia atrás.

—¡¡DANI!! —chilló Dana.

Nico disparó sin pensarlo, pero Jorge se movió y la bala tan solo le atravesó el hombro. Se subió como pudo al todoterreno, cerró la puerta y el vehículo aceleró mientras Nico recargaba el arma.

—Hijos de puta… —murmuró Dani, mientras se apartaba de encima el cadáver del bandido.

Se había movido en el último instante, y la bala acabó con el ratero en su lugar. Se levantó con la cara llena de sangre y alzó el revólver. Gastó sus últimas tres balas disparando al todoterreno, pero tan solo consiguió romper la ventana trasera.

—¿Estás bien? —le preguntó Nico, manteniendo la distancia. —Sí, sí. Pero el corazón me va a reventar a esta velocidad. —Dios, creía que te había dado. —resopló Dana, guardando la pistola. —Y yo —intervino Tomás—. ¿Quién coño eran esos? —Ni idea, pero hay que tener cuidado. —Dicen que buscaban esclavos. Que el líder les recompensaría por ello. ¿Es que hay

más? —Probablemente. —supuso Dani, limpiándose la cara y recogiendo el zurrón, que se le

había caído durante la disputa. —Joder, entonces habrá que hacer algo, ¿no? —Ir a Madrid cuanto antes. —asintió Nico. —¿Y si es Madrid su campamento base? —Lo comprobaremos cuando lleguemos. —contestó Dani, empezando a caminar. Poco después, le siguieron y trataron de no hablar más del tema. Aquella noche acamparon algo alejados de la carretera y no encendieron hoguera, por

precaución. Dani se acercó a Dana después de que cenaran algo de fiambre con algo de pan de molde.

—¿Estás bien? —le preguntó. —Sí. ¿Por? —Por lo de esta tarde. Siento lo que ha ocurrido. —¿También te echas la culpa de eso? —En absoluto, pero aún así, lo siento. Hasta a mí me ha repugnado ese tío. No quiero

imaginar a ti… Dana arrugó la nariz, apartó la mirada y suspiró. —Es asqueroso en lo que se ha convertido este mundo. Es decir, ya sabía que la gente

quedaba trastornada, en la mayoría de casos, pero llegar hasta el punto de querer… Dios. No puedo. Es repulsivo.

—Gente depravada y oscura ha habido toda la vida. Esto es tan solo la excusa perfecta para sacar a la luz su peor faceta.

—Has hecho bien en matarlo. —sentenció ella, mirándole seriamente. Dani inspiró hondo. —Sinceramente, matar humanos no es algo de lo que esté orgulloso. —Y no deberías estarlo. Pero ese capullo se lo merecía. Buscando esclavos, y siendo

tan… en fin.

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Tomás apareció por detrás de Dani. —Una pregunta. —murmuró. —Dime. —¿Vamos a estar andando hasta que lleguemos a Madrid? —Obviamente. ¿Qué vamos a hacer si no? —No, quiero decir… ¿vamos a estar acampando aquí fuera hasta que lleguemos? Bueno,

acampando… durmiendo a la intemperie. —Lo más seguro. ¿Por qué lo dices? —¿Hasta si encontramos un buen refugio? O sea, una caseta o algo. Hay muchas por la

zona. —Pues yo qué sé, Tom, lo que mejor nos venga cuando encontremos alguna. A lo mejor

dormimos en ella, o a lo mejor no. Ya veremos. ¿A qué viene todo esto? —Estoy hasta los huevos de clavarme un montón de piedras en el costado cada noche. Las

mantas no amortiguan nada. Eso es todo. Dormir en una caseta, mejor resguardados, no estaría nada mal.

Dani suspiró. —Si encontramos algo parecido a una caseta cuando vaya a anochecer, algún día, quizá

durmamos dentro. —Vale, pues ya está. Eso es lo que quería saber. Gracias —inspiró hondo y resopló—.

Tengo que ir a mear. Ahora vuelvo. —No tardes. En media hora pretendo estar ya bien dormido, y te toca a ti hacer la primera

guardia. —rio Nico. —Sí, ya. Tranquilo.

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Segunda parte - Presas-10 de mayo: día 216.

—¿Todo listo? —inquirió Marcos. —Sí —asintió Anabel, colgándose al hombro la última de las bolsas. Ella, Joanna y Nerea cargaban con todo el equipaje del grupo, mientras los otros cuatro

quedaban tan solo con las armas (a excepción de la navaja de Anabel). —Recordad, ante todo mantened la calma. Que no se os note demasiado. —insistió Áxel. —Está todo claro, tranquilo. Irá sobre ruedas. —aseguró Anabel. Se dio la vuelta y empezó a caminar hacia el bosque que había justo al lado de la

carretera por donde iban. —No tardéis. —pidió Joanna, antes de empezar a caminar con ella. Áxel notó la preocupación en la mirada de Nerea. Le dio un beso en la frente y apretó sus

brazos con gentileza. —Todo irá bien. Estaremos cerca. La chica sonrió, suspiró y siguió a las chicas. —Estad atentos —les dijo después Marcos a Áxel, León y Adrián—. Ante todo, manteneos

ocultos. —Confiemos en que sean tan imbéciles de creerse esta patraña. —bufó León. —Esta patraña es la mejor manera que tenemos de averiguar por qué nos siguen. —

murmuró Áxel. —Por eso estoy participando.

—¿Qué te parece? Ana puso una mueca de asco. —A saber la de tiempo que lleva abandonado. Ella y Sorní estaban mirando desde la carretera un pequeño almacén que había cerca de

ellos. Era mediodía. —Pero puede tener cosas que nos sirvan. Y nos protegerá del frío por la noche. Ana arrugó la frente y dejó caer su bolsa con un resoplido. Fue al quitamiedos de la

carretera y se sentó con los brazos cruzados. —Todo esto es una mierda. —se quejó. Sorní le miró sin saber muy bien qué expresión tomar. Ver a Ana ofuscarse como una niña

pequeña le hacía algo de gracia, pero por otra parte sentía la obligación de calmarla. —No te apalanques —decidió decirle. Cogió su bolsa y fue con ella—. Lo peor que

puedes hacer es pensar en ello. —¡No! ¡Es que es verdad! —espetó la chica, esquivando su mano y volviendo a levantarse

— Con lo bien que estábamos antes, ¡y fíjate ahora! —Antes, ¿cuándo? —sonrió él. Ana frunció el ceño e hinchó las mejillas con rabia. —No te burles. —Avísame cuando se te pase el berrinche. —rio Sorní. Ella apretó los labios y le dio un golpe en el pecho para después darle la espalda. Sorní

inspiró hondo y volvió a mirar el almacén. —Ahora en serio, ¿qué te parece?

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—Pues yo qué se. No me inspira mucha confianza dormir en un almacén grande abandonado.

—Podemos buscar un buen sitio dentro. En alguna de las esquinas, y taparnos bien. Sólo por esta noche —Ana se encogió de hombros, todavía airada. Sorní se acercó a ella, le rodeó la cintura con los brazos y le colgó su bolsa al hombro—. Siempre es mejor que dormir aquí fuera.

Ella chasqueó la lengua, resopló de manera exagerada y se apartó de él con brusquedad. Saltó el quitamiedos y empezó a caminar hacia el almacén. Sorní no pudo evitar una risa.

—Ni una maldita caseta. —bufó Tomás. —Estás obsesionado. —rio Nico. —No, estoy hasta los huevos de dormir en el suelo, ya os lo dije. —Si encontramos una caseta también dormirás en el suelo. No creo que encontremos

muchas camas. Tomás resopló y se alejó de ellos. Dana y Nico se miraron y ambos rieron. Minutos

después llegó Dani, con dos conejos muertos cogidos por el pescuezo y una flecha rota en la otra mano.

—Dos conejillos. El segundo ha roto la flecha al caer por una pendiente, pero creo que ha valido la pena.

—¿Cuántas de esas tienes? —le preguntó Nico. —Seis. Suerte que puedo reutilizarlas, aunque ya he perdido cuatro desde que salimos de

Cuenca. —¿Cuánto ha pasado ya? —Ni idea —suspiró Dana—. Ana era la que llevaba la cuenta… Se hizo un silencio que Dani empleó para mirar compungido a la chica. —¿Algo bueno? —intervino Tomás, que volvió con ellos. —Dos conejos. —Cojonudo. Esta noche en la caseta nos los comemos. Nico rio, se irguió, le dio una palmada en el hombro y empezó a caminar por la carretera.

Dana sonrió, y Dani dejó escapar una risa seca, más por ironía que por gracia.

Cashel volvió a donde estaban Miguel y Lucía a mediodía. —¿Nada? —le preguntó esta. —No. Ni rastro de la autovía. —Cash, tenemos que encontrarla. Por carreteras comarcales no hacemos más que

toparnos con pueblos llenos de muertos y dar vueltas sin sentidos. —Ya lo sé, Migue, claro que lo sé, lo sé muy bien. ¿Pero qué coño quieres que haga? He

caminado durante hora y media, y nada. —Tranquilos —calmó Lucía—. Podemos seguir caminando y buscando, tarde o temprano

la encontraremos. Cashel inspiró hondo y le miró. —Tenemos que llegar a Madrid cuanto antes. —dijo Miguel. —No se trata solo de eso. Tenemos que alcanzar la autovía. Si Dani, Sorní y los demás se

dirigen a la capital, irán por esa carretera. Es muy posible que les encontremos por el camino.

—Deberíamos también contemplar la otra posibilidad…

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—Ya la he contemplado —contestó Cashel al instante—, y no me ha molado una mierda. Así que no, vamos a dar por sentado que no han muerto. Porque no lo han hecho. Llámame optimista, iluso, lo que coño quieras, pero siguen vivos. Y vamos a encontrarles. Andando.

Los bandidos salieron a la luz en cuanto Anabel, Joanna y Nerea se adentraron en el bosque. Eran cinco, y les apuntaban con escopetas y pistolas.

—Las armas. Al suelo. Ya. —No llevamos armas. —contestó Joanna. —¿Tres chicas van solas por el bosque con todo ese equipaje y no llevan armas? —Déjamelo a mí —susurró Anabel a Joanna. Se adelantó un par de pasos, tiró las bolsas

al suelo y sacó la navaja—. Esto es todo. Y tiró el arma al suelo. El bandido de antes enarcó una ceja. —¿Pretendes que nos creamos que ese es el único arma que lleváis entre las tres? —Sé usar esa navaja muy bien. Si quieres te lo demuestro. El ratero frunció el ceño. —Muy bien. Echaos atrás y poneos de rodillas. Las chicas se miraron entre ellas, preguntándose qué hacer. Cuando Anabel se arrodilló,

las otras dos también lo hicieron. —Ahora os vamos a llevar con nosotros. Pero antes nos diréis dónde están vuestros

novios. Les hizo una señal a los otros hombres, y tres de ellos se adelantaron para atar a las chicas

por las manos. —No sé de qué estás hablando. —farfulló Anabel. —Oh, claro que lo sabes. No hemos llegado hasta vosotras por suerte —llegó hasta ella y

se puso a su altura—. Puedo repetirlo varias veces, pero no demasiadas. ¿Dónde están vuestros novios?

Anabel abrió la boca para contestar, pero la voz de León ahogó la suya. —Una pena que no tengas ojos en el cogote, capullo. Los cinco bandidos se giraron, sorprendidos, y antes de que pudieran reaccionar, una bala

atravesó el cuello del que había al lado del cabecilla. Al principio creyeron que había sido León, pero este, a pesar de que tenía la pistola alzada, ni siquiera le había quitado el seguro, y tenía la misma expresión de sorprendido que los demás. Y Áxel, Marcos y Adrián ni siquiera le habían alcanzado todavía. No habían sido ellos, pero Anabel no perdió la ocasión. Echó la cabeza hacia atrás y golpeó con la nuca al bandido que intentaba atarle las manos. Los otros dos intentaron socorrerle, y Joanna aprovechó para coger la navaja de Anabel. Se levantó y apoyó el filo en uno de ellos. Nerea dio una patada al que tenía detrás en la entrepierna, y Anabel tuvo vía libre para inmovilizar al último rodeándole el cuello con el brazo derecho. Seguramente habrían forcejeado para librarse, de no ser porque Áxel, León, Marcos y Adrián ya les apuntaban con sus armas.

—¿Quién ha disparado? —inquirió Marcos, mientras se acercaban a las chicas. —Os juro que esta vez no he sido yo. —se apresuró a decir León. —¡El plan no era disparar! —espetó Joanna. —¡Que te digo que yo no he sido, cojones! —¡Tranquilos! —gritó Marcos. Se adelantó hasta el cabecilla de los bandidos, le cogió del

cuello y apuntó con la pistola al mismo que apuntaba Áxel— Ax, ¿puedes ver a alguien? Este bajó la pistola y se alejó un tanto para escudriñar el bosque con atención.

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—La madre que te parió… —murmuró cuando vio a Sam Nava aparecer entre la maleza, con un revólver en la mano.

Le abrazó al momento. —¡¿Sam?! —espetó Marcos con alegría. —Lo siento, pensaba que estabais en peligro de verdad. —sonrió Nava. Aunque no parecía herido, tenía un aspecto bastante demacrado, y bajo su camisa de lino

blanca se distinguía un vendaje seco que le cubría la cintura. —¿Estás bien? —le preguntó Áxel, mientras volvían con el resto. —Sí. Bueno, no os voy a mentir. Me siento bastante débil, pero sigo caminando. —¿Dónde está…? —empezó Anabel, pero todos imaginaron la respuesta sin terminar la

pregunta. Nava cerró los ojos e inspiró hondo. —No lo consiguió. Intentamos salir de Cuenca, pero… —Oh, Dios mío… —murmuró Joanna. —Le mordieron. Dicen que si cortas el miembro mordido a tiempo, la infección no llega

al resto del cuerpo y puedes salvarte, pero aunque hubiera tenido las herramientas necesarias, no habría sido capaz de hacerle eso a Elena. Ella… aguantó conmigo hasta el final.

—Lo siento muchísimo, tío. —musitó Marcos. —No se lo merecía. —Ya, bueno. Nadie merece morir, en realidad —Sam se llevó la mano al vendaje—. Esto

lo hizo ella. Consiguió vendarme la herida antes de morir. —¿La herida…? —balbució Nerea. —La herida que estos cabrones me hicieron con este mismo revólver. Áxel abrió los ojos como platos. —¿También os siguieron a vosotros? —No, eran otros, pero del mismo bando. Estoy seguro. Marcos entrecerró los ojos y miró al cabecilla de los bandidos. —¿Es eso posible? El interpelado tan solo apretó los labios. —Haz el puto favor de responder. No seas maleducado. —insistió León. El bandido habló entre dientes. —Sí. Es posible que fueran de los nuestros. —¿Y cuántos…? —empezó Marcos, pero Áxel le interrumpió. —Espera. ¿Por qué nos seguíais? El bandido volvió a arrugar la nariz, pero encontró a León mirándole con la misma

expresión que antes. —Porque nuestro líder nos lo ordenó. —¿Y por qué os ordenó que nos siguierais? —corrigió Áxel. El bandido frunció el ceño y permaneció en silencio. —Si no se lo dices tú, se lo digo yo. —le dijo uno de sus compañeros. —¿Qué? ¿Estás…? —Ed, tengo una pistola apoyada en la nuca. Además, ¿qué importa ya? Ed resopló y miró a Áxel. —Quiere que busquemos esclavos para llevar a nuestro sitio. —¡¿Esclavos?! —espetó León. Marcos le indicó con un gesto que mantuviera la calma.

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—Para vivir como reyes. Como merecemos. —Con esclavos. —Sí, con esclavos. Salimos de vez en cuando a buscar viajeros, os sometemos y os

llevamos para hacer el trabajo sucio. Áxel arrugó la frente. —¿Dónde está ese “sitio” vuestro? —inquirió Marcos. —No, no pienso contestar a nada más. —Ed. —le llamó su compañero. —He dicho que no. Si no contestamos, nos matarán, pero si lo hacemos, nos matarán en

cuanto volvamos. Prefiero morir aquí que allí. —¿Cuántos sois? —preguntó Sam. —¿Hace falta que te lo repita? No pienso contestar a nada más. Marcos suspiró y miró a Áxel. —¿Qué hacemos? —Si les dejamos ir, les informarán de nuestra posición. —respondió León. —Para cuando vuelvan a por nosotros, podemos estar lejos de aquí. —objetó Sam. —Yo preferiría no arriesgarme a encontrarnos con cincuenta tíos dispuestos a convertirnos

en esclavos. —¿Entonces, qué? No podemos matarles porque sí… —apuntó Joanna. —A mí tampoco me hace gracia matar personas, aunque todavía no te lo creas. —Podemos tenerlos retenidos. —propuso Nerea. —¿Cuatro hombres retenidos? ¿Cuánta comida necesitaríamos para mantenernos a todos

alimentados? —inquirió Adrián. —Además, ¿por cuánto tiempo sería eso? —añadió Sam. —Pues vosotros diréis qué hacemos. —resopló Nerea. —Podríamos tenerles capturados hasta que nos digan dónde está su campamento. —

sugirió Anabel. —¿Y después qué? Estamos en las mismas. Nos dicen lo que queremos, ¿y luego? Si les

dejamos marchar, informarán a su líder, pero si no lo hacemos, la única opción es mantenerlos cautivos, malgastando comida y recursos. Porque matarlos no me parece una buena alternativa. —refutó Marcos.

—Los retenemos hasta que nos digan dónde está su campamento, y cuando lo hagan, les llevamos de rehenes. —planteó León.

—¿Llevarles de rehenes a su campamento? ¿Para qué? —preguntó Sam. —Para descubrir de qué va todo esto. Y pedirles que a nosotros nos dejen en paz, como

mínimo. Algo. —¡No pensamos deciros nada! —insistió Ed. —Sé que parece inhumano, pero podemos dejarles sin comer hasta que hablen. —¡Eso es como matarles! —espetó Joanna. —No, porque no dejaremos que mueran. Pero pensadlo, no nos viene bien ir malgastando

comida, y a ellos basta con darles lo justo para que no fallezcan, pero estén cada vez más débiles.

—Hasta llegar a ese punto podrían pasar semanas, León. No tenemos tanta comida. —replicó Marcos.

—Pues coges tu pistola y le vuelas la puta cabeza. ¿A que no te gusta esa opción? Pues es la más sencilla. Pero si intentamos ser humanos y hacer las cosas con cordura, lo que yo estoy diciendo es lo más sensato. Y lo sabéis.

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Marcos inspiró hondo para mantener la calma y miró a Áxel. Este sacudió la cabeza. —Confío en que habléis pronto. Los primeros días aguantaréis, pero cuando llevéis una

semana comiendo nada más que un mendrugo de pan y un trago de agua, querréis llevaros algo más a la boca. Y para eso ya sabéis lo que debéis hacer —dijo—. Anabel, coge sus armas. Adri, León, Coged la cuerda larga y atadles.

—¿Ves como no está tan mal? —sonrió Sorní. Él y Ana estaban, tal como habían planeado, en una de las esquinas del almacén. Habían

formado a su alrededor una pequeña barricada con metales y cajas, y ahora compartían el único saco de dormir con el que contaban, junto a una hoguera mal hecha y casi apagada.

La única respuesta de Ana fue un bufido irónico. Sacó las manos para alcanzar su mochila y sacó dos plátanos.

—Nos quedan bastantes. Come. —le dijo, tendiéndole uno. —Quita, quita. Sabes que no me gusta la fruta. Ana frunció el ceño. —¿Será posible que seas tan tiquismiquis incluso en esta situación? Haz el favor de

comerte el plátano. —No me voy a comer el plátano. —¡Toni! —¡Ana! —volvió a reír el chico. —Hala, pues sigue sin comer fruta. Que se te pudran los dientes y todo eso. —resopló,

pelando su plátano y metiendo el otro de nuevo en la bolsa. —Los dientes se te pudren por el azúcar, cielo, no por no comer fruta. —sonrió Sorní,

abrazándola. —Que sí, lo que tú digas —la chica dejó escapar otro bufido, pero dejó que le abrazara

—. Oye, he pensado que podríamos quedarnos aquí unos días. Sorní le miró con una ceja enarcada. —-¿Y eso? —Mira el almacén. Hay un montón de comida. Podríamos, al menos, acabar la que

tenemos, e irnos con las mochilas llenas. Él no contestó, y Ana le miró. —Ya has pillado un berrinche hoy, no quiero volver a enfadarte. Si a ti te parece bien, a

mí también. —sonrió Sorní, y le besó. Ana no pudo evitar una risilla. Le dio un golpe en el hombro. —Idiota. Antes de dar el primer bocado al plátano, empezó a tararear una canción. Poco a poco

subió de tono, y no mucho más tarde estaba cantando Sinking Man, de Of Monsters And Men, a toda voz.

Para alegría de Tomás, aquella noche encontraron una caseta. Era enana, estaba en medio de la nada, pero a decir verdad, se agradecían sus cuatro paredes y el techo.

—Os dije que nos vendría bien. —Lo has dicho ya cinco veces. —rio Dani. —Por si acaso. —Estos conejos están que te cagas. Gracias, Dani. —le dijo Nico. —No hay de qué. —Ojalá tuviera una guitarra. Me sé un montón de canciones tranquilas.

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—Pues cántalas. —sonrió Dani. La chica dejó escapar una risa irónica. —Ana era la que cantaba. Yo tocaba la guitarra.

Sorní se despertó por el estruendo que hizo la puerta del almacén al abrirse. Al principio creyó que era Ana, pues no estaba a su lado. Se irguió, bostezó y terminó de levantarse. Avanzó un par de pasos, pero se detuvo cuando vio a Ana en la puerta del almacén, rodeada de cinco hombres. Tan solo ver que uno de ellos le apuntaba con una escopeta, ardió de rabia y empezó a correr hacia ellos con un grito. Pero otro de los desconocidos empuñó una pistola y disparó a sus pies. Falló a propósito, para hacerle frenar.

—¡¡Soltadla!! —gritó. —Tranquilo, amigo, tan solo… —¡¡He dicho que la soltéis!! ¡¡Dejadla ir!! ¡¡YA!! —Roberto, no te entretengas. Son dos, tenemos que encontrar más. —dijo uno de ellos. —Muy bien —asintió el interpelado. Se dirigió a Sorní—. Tú, tranquilízate y mantén la

boca bien cerrada. Lo que le pase a ella también te pasará a ti. Pero tranquilo, no es la muerte ni nada peor. De hecho, no me van las morenas. Es broma, todo eso de los “favores”, tú ya me entiendes, lo encuentro muy repulsivo.

Dicho esto empujó a Ana para hacerle volver con Sorní, aunque no dejaron de apuntarles. La chica escupió al suelo y Sorní se puso delante de ella en seguida.

—Marchaos. —les dijo. —Ah, no —rio Roberto—. Eso sí que no. Os venís con nosotros. —¿Por qué? ¿Qué queréis? Roberto puso los ojos en blanco y miró al hombre de antes. —¿De verdad hace falta decirles a todos exactamente lo mismo si preguntan por ello? —Es lo que dijo el líder. —Pues yo digo que antes de mediodía tenemos que encontrar más personas, así que no

vamos a perder el tiempo. ¡Atadlos! —ordenó. el otro hombre indicó con gestos quién debía encargarse de ello. Otras cuatro personas,

dos mujeres y dos hombres, aparecieron de la nada y avanzaron hasta Ana y Sorní. Una de las chicas, rubia, alta, con el pelo muy liso y los ojos muy azules, se quedó mirándoles con los ojos abiertos como platos.

—Ni que hubieras visto un fantasma. —rio el hombre, antes de empezar a caminar detrás de Roberto.

Ana y Sorní le miraron igual de sorprendidos mientras la chica ayudaba a los demás a atarles, con algo de miedo y resignación, pero sin decir una palabra. Porque recordaban su traición, su abandono. Porque la conocían. La conocían perfectamente.

—¿Paula…?

Esa misma mañana, Dana, Nico y Dani salieron a buscar comida mientras Tomás guardaba la caseta. Cuando llevaban media hora de camino, se toparon con un grupo de muertos que devoraban los restos de un jabalí.

—Oh, Dios. —masculló Dana, arrugando la nariz al percibir el putrefacto olor. —El jabalí está perdido ya. —comentó Nico. —Obviamente. —Pues tenemos que seguir buscando. La comida que tenemos se nos acabará en cuatro o

cinco días, como mucho. —murmuró Dani.

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Algunos de los muertos se fijaron en ellos y empezaron a cojear para alcanzarles. Dana y Nico empuñaron sus navajas, pero Dani descubrió que no tenía el atizador.

—Mierda. —¿Qué ocurre? —El atizador, me lo he dejado en la caseta. —Tranquilo, podemos con ellos. —La cosa es cómo. Preferiría no usar las armas de fuego. —Tenemos bastante munición. —Pero podríamos atraer a más. El primero llegó hasta ellos. Nico le clavó la navaja en el ojo derecho. En total eran ocho

los muertos que se les acercaban. Dana acabó con otro de ellos, pero tuvieron que empezar a retroceder para que no les rodearan.

—¿Habrá muchos más por los alrededores? —inquirió la chica. Dani empuñó el revólver. —No lo sé… —Son muchos. ¿Seguro que podemos? —A la mierda. —farfulló Nico, antes de empuñar su rifle. Disparó a dos de los muertos, y después Dani hizo su parte. Apuntó y disparó, dando vía

libre para que los otros dos abrieran fuego a discreción, y pronto habían acabado con todos los muertos, incluidos los dos rezagados que todavía roían el cadáver del jabalí.

—Debería ir a por el atizador. No quiero volver a encontrarnos con más de esos y tener que gastar todas las balas.

—¿Vale la pena? —Eso espero. Quedaos aquí. No tardaré. Y empezó a trotar de vuelta a la caseta. Nico suspiró y se sentó para recuperar el aliento. Cuando Dani llegó al refugio, encontró a Tomás con todas las provisiones cargadas al

hombro y recogiendo su manta. —¿Qué haces? —le preguntó, con una ceja enarcada. Tomás se sobresaltó al verle. —¿Ya estáis aquí? ¿Habéis encontrado algo? —He vuelto yo a por mi atizador. ¿Qué estás haciendo? —repitió Dani, acercándose

lentamente. Tomás no respondió de inmediato. —Estaba recogiéndolo todo para apilarlo, por si teníamos que huir o algo. —¿Y para ello tienes que meter toda la comida y el botiquín en una sola mochila? ¿Tu

mochila? —cuando se hubo acercado lo suficiente, vio que Tomás llevaba su atizador enganchado al cinturón. Frunció el ceño— Tom, por última vez, ¿qué coño haces?

—Te lo he dicho, recoger. —¿Esperas que me crea esa mierda? ¿Tú, recogiendo por nosotros? Tomás arrugó la frente. —Muy bien, vale. No es por vosotros. Es por mí. Me largo. ¿Vas a impedírmelo? —Por mí, te podrías haber largado cuando te hubiera dado la gana, pero con nuestros

suministros no vas a mover un solo pie. —¿Por qué eres siempre tan egoísta? Dani abrió los ojos como platos. No podía creer lo que oía. —¡Coge tu puta parte y vete! ¡Pero no nos robes! ¡Es simple! —¡¡Yo necesito todo esto más que vosotros!! —espetó Tomás.

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—¿Estás hablando en serio? ¿Has perdido la cabeza o es que eres tonto? ¡Nosotros somos tres y tú uno! ¿Puedo saber por qué te largas ahora?

Tomás volvió a pensar la respuesta. —Creo que estaré mejor sin vosotros. —¿Cómo? ¿Tú solo? ¡Te protegemos durante siete putos meses y ahora crees que estarás

mejor solo! —Pues… —Déjate de estupideces y dime qué está pasando, Tomás. Sabes que conmigo se puede

hablar. El otro le lanzó una mirada asesina antes de contestar. —Vale, pues ya está. Te lo digo y punto. ¿Te acuerdas de los bandidos de el otro día? Les

he llamado, y les he dicho dónde estamos. —¿Qué? No seas… —El día que nos atacaron, por la noche. Cuando me fui a mear. No fui a mear. Fui a

buscarles, y les alcancé en la carretera, mientras descansaban. Les dije que nosotros seguiríamos la carretera y pararíamos cuando encontrásemos una caseta, o algo que sirviera de refugio. Ellos dijeron que nos seguirían y atacarían cuando no pudierais defenderos. Adivina cuando es eso.

Dani trató de asimilarlo todo antes de hablar. —Te lo estás inventando. —¿Quién tarda más de media hora en mear y llega cansado, Dani? Es más, si son listos,

deberían estar ya atacando a los otros dos. —¡¡Nico y Dana!! ¡Se llaman Nico y Dana, y han arriesgado la vida varias veces por ti!

Eres ruin, pero nunca serías capaz de hacer algo así. Lo sé. Segundos después, se oyeron varios disparos en la lejanía. Al principio, Dani pensó que se

habrían encontrado con otro grupo de muertos, pero reconoció muy bien el sonido de una escopeta cuando la oyó rugir, y ni Nico ni Dana poseían una. Los gritos vinieron después. Miró de nuevo a Tomás. Y, sorprendentemente, este sonrió.

—No eres tan listo como te crees. Y Daniel Vancosta explotó. Empuñó el revólver y disparó a bocajarro, pero Tomás se

agachó en el último momento y la última bala acertó en la pared de la caseta. Dani deseó no haber gastado la munición con los zombis de antes, pero en aquel momento lo único que quería era acabar con aquel traidor.

Le lanzó el revólver a la cabeza, acertó, y le embistió para empotrarlo contra la pared y tratar de inmovilizarlo.

—¡¡Somos tus amigos!! ¡¿Cómo has sido capaz?! —espetó mientras forcejeaba. —¡Aquí ya no hay amigos! —¡Conoces a Nico de toda la vida! ¡Dana hasta te gustaba! Tomás frunció el ceño, hizo un ultimo esfuerzo y se libró de él. Se miraron. —¡Y tú tuviste que entrometerte! ¡Siempre con tu puta farsa de líder, creyendo que todo

era tuyo! —¡¿De qué coño hablas?! ¡Todo lo que he hecho ha sido por vosotros! —No me habrías apartado de Dana, entonces. —¡Yo no te aparté de nadie! ¡Y Dana no era tuya! —¡¿Lo ves?! ¡Vuelves a ser egoísta! ¡¡Tampoco era tuya, y aún así la reclamaste!! —¡¡Te estás montando una película tú solo!! ¡Entre Dana y yo no hay nada! —¡¡Y una mierda que no!! ¡¿Por qué la defiendes de esa manera, entonces?!

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—¡¡La defiendo como os he defendido a todos!! ¡¡Lo mejor que he podido!! —Espero que os muráis. Los dos. De la peor manera posible. Espero que ella sufra, y que

tú sufras mirándola. ¡Espero que a los dos os den vuestro merecido por jugar así con las personas!

—No estás hablando en serio. Los disparos en la lejanía continuaban, y todavía se oían gritos de cuando en cuando. —¿Quieres que sea más explícito? Ojalá maten a Nico delante de vosotros, y os lleven a

ambos con ellos, para ser sus putos esclavos, como dijeron. Espero que a ti se te caigan los brazos de hacer el trabajo duro, y espero que ella acabe deseando estar muerta de todo lo que le…

—¡Eres un puto monstruo! —reventó Dani, antes de lanzarse otra vez contra él. Consiguió asestarle un puñetazo en la mandíbula, pero él le dio otro en el costado y un

rodillazo cuando se retorció por el dolor. Esquivó un segundo puñetazo y le lanzó un gancho que le hizo tambalearse y tirar al suelo la mochila. Tomás intentó darle otro golpe, pero Dani volvió a esquivarlo. Le dio una patada en el vientre, y después trató de darle un puñetazo que Tomás consiguió bloquear a tiempo. Y, así, se enzarzaron en un combate cuerpo a cuerpo a lo largo y ancho de la caseta, dándose contra la pared, lanzándose el uno al otro contra la encimara, y aprovechando hasta la más mínima oportunidad para golpearse. Al principio la pelea estuvo bastante igualada, pero Dani nunca había destacado por su fuerza física, y empezaba a pasarle factura. Además, no podía mantener la concentración en el combate y además en los disparos del exterior. El corazón le dio un vuelto cuando el tiroteo cesó con un último grito de Dana. Dani no pudo evitar mirar por la puerta, horrorizado, y Tomás encontró su oportunidad de oro. Le dio una patada en la entrepierna, y en cuanto cayó de rodillas le pateó la cara. La sangre saltó, y Dani cayó al suelo. Tomás se limpió la sangre del labio hinchado, escupió al suelo, se puso delante de él y habló entre dientes.

—No eres invencible, Dani. Que todo te haya salido bien no quiere decir que seas el mejor. Sólo eres un bicho raro y enclenque que siempre se ha creído superior al resto por no seguir las modas y reflexionar sobre todo. Pues te diré algo: no lo eres. Eres una mierda, Dani. Siempre has sido una mierda, y morirás siendo una mierda.

Era la primera vez que de verdad deseaba la muerte de un ser humano. Más aún, la de alguien que en teoría era su amigo. Seguía pensando que Tomás Torres había perdido definitivamente la cabeza. Pero no podía perdonarle por eso. No había nada por lo que pudiera perdonarle el haberles traicionado, incluso probablemente haber provocado la muerte de Dana y Nico. Quería que Tomás muriera, pero no solo eso. Quería matarle él mismo. Por hacer lo que hizo, por hacerlo sin razón alguna, por lo que había dicho de él y por lo que había dicho de Dana.

—En cuanto lleguen y vean que te he vencido, sabrán que estoy de su parte. —sonrió el moreno. Al fin voy a vivir bien. Quién sabe, puede que hasta consiga que tú o Dana seáis mis propios esclavos. Tú, prefiero que seas tú. Ese sería por fin el mejor lugar para una mierda arrogante como…

—¡¡CÁLLATE!! —volvió a explotar Daniel. Hizo un esfuerzo por volver a levantarse, y le dio un puñetazo sorpresivo en todo el

rostro. Lejos de idear una táctica mejor, volvió a golpearle mientras con la otra mano le cogía del jersey. “¡Cállate!”, y ahora los puñetazos herían poco a poco sus brazos, sus muñecas, “¡Cállate!”, después empezó a dar patadas dirigidas a los muslos y a las costillas, “¡¡Cállate!!”, que le hacían perder el norte y estar cada vez más rabioso, “¡¡Cállate!!”, empezaba a hacerse daño en las manos de tanto estrellarlas contra el rostro de Tomás,

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“¡¡Cállate!!”, pero le daba igual, “¡¡Cállate!!”, él seguía dándole puñetazos, porque quería verle muerto, por primera vez quería ver muerto a alguien, y ese alguien era Tomás Torres, “¡¡Cállate!!”, porque había intentado traicionarles, porque había dicho esas cosas de Dana, porque hablaba sin saber, porque no había hecho nada por los demás, “¡¡Cállate!!”, quería pegarle hasta tumbarlo y dejarlo por siempre en el suelo, sin nada que decir, sin nada que ver y sin nada que respirar, “¡¡Cállate!!”, así que siguió repitiendo la orden, cada vez con más ira, hasta que empezó a desgarrársele la voz, “¡¡Cállate!!”, y la boca de Tomás empezó a soltar sangre a cada golpe, y sus ojos miraban sin ver, tan aturdido como estaba, “¡¡Cállate!!”, pero Daniel no desistió, no desistió hasta que el cuerpo de su rival empezó a tambalearse a punto de perder el equilibrio, “¡¡Cállate de una puta vez!!”, y le dio un último puñetazo que le hizo trastabillar hasta caer de rodillas, mareado y conmocionado.

—¡¡No sabes nada!! ¡¡Tú sí que no eres nadie!! ¡¡Cierra la jodida boca de una puta vez, y para de soltar mierda!!

Se agachó para quitarle el atizador, y Tomás aprovechó para hacerle la zancadilla y tirarle al suelo. Hizo ademán de lanzarse sobre él, pero estaba tan aturdido que volvió a caer. Dani le vio coger su revólver del suelo, que se había caído durante la pugna, y no dudó. Le golpeó con el atizador en la cara, se levantó y se puso sobre él.

—¡¿Yo soy una mierda?! —volvió a golpearle— ¡¿Siempre seré una mierda?! —y otra vez— ¡¿Me merezco todo eso que me has deseado?! —y otra— ¡¿Tú no te mereces nada?! —y otra— ¡¡Nunca has hecho nada por nadie!! —y otra— ¡¡Tan solo buscabas tu propia supervivencia!! ¡¡Te daba igual todo lo demás!! —y otra— ¡¡¿YO SOY EL MALO DE LA PELÍCULA?!! —y una última vez.

Lanzó el atizador por los aires y cogió su revólver. Sacó una cajita de balas de su mochila y lo cargó.

—Quiero que pienses bien lo que acaba de pasar —le apuntó—. Quiero que lo último que pienses sea mi nombre. Daniel Vancosta. El bicho raro y enclenque que acaba de vencerte a hostias. Y para demostrarte que no soy un arrogante de mierda: no ha sido por mi fuerza, sino por tu estupidez. Eres más fuerte que yo, por eso me has tumbado, pero has creído que eras superior a mí, y te has equivocado. Así que no te he dado otra oportunidad. Estoy seguro de que me he roto más de un nudillo pegándote, pero me da igual, porque te he vencido, y estoy a punto de matarte. ¿Es lo que debería hacer? Seguramente no, seguramente esto me haga ser cruel y alimentar el monstruo que todos llevamos en nuestro interior, pero es lo que quiero hacer —quitó el seguro del revólver—. Porque me queda muy poca gente en este mundo, y no voy a permitir que nadie ponga en riesgo su seguridad. Así que piénsalo. Grábalo a fuego en tu mente antes de que apriete el gatillo. Daniel Vancosta te ha matado con sus propias manos y un revólver gastado.

Se fijó por última vez en la cara ensangrentada de Tomás, en sus ojos perdidos y su piel enrojecida e hinchada. Y disparó.

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Tercera parte - Fantasmas del pasado-13 de mayo: día 219.

No apartó la mirada hasta minutos después, que escuchó pasos acercándose en el exterior. Casi lo había olvidado; los bandidos. Frunció el ceño, sujetó el revólver con la mano izquierda y articuló los dedos de la derecha, lo que le causó un dolor horrible. Definitivamente se había magullado los huesos de la mano de dar tantos puñetazos a Tomás. Inspiró hondo y se pegó a la pared de la caseta. Esperó a que los pasos se hubieran acercado lo suficiente, y salió con el arma alzada.

—¡¡Atrás!! ¡¡No…!! —gritó, pero calló al ver a Dana y Nico mirándole con cara de sorpresa.

Los dos estaban salpicados de sangre, y la chica tenía una herida de bala en el brazo izquierdo.

—Dani… —balbució Nico. —Oh, Dios… —murmuró el susodicho, guardando el revólver y corriendo a abrazarles. —¿Qué ha pasado? —preguntó la chica, al verle también empapado en sangre. —Creía que habíais muerto, joder. He oído disparos, y gritos, y… ¿estás bien? —inquirió a

Dana. La chica asintió. —Nos han asaltado los hijos de puta del otro día. Pero solo eran tres, y pudimos con ellos.

Aunque ese tío… Jorge, ha conseguido huir. Le ha disparado a Dana en el brazo. —Sí, pero estaré bien. Necesito el botiquín. —afirmó ella, caminando hacia la caseta. Dani supo que era inútil detenerla. —También hemos oído un disparo hace poco. ¿Qué coño ha pasado ahí dentro, Dani? —

preguntó Nico— ¿También os han atacado aquí? Dani inspiró hondo y abrió la boca, pero el grito de Dana respondió por él. Nico abrió los

ojos como platos y corrió a la caseta para socorrerla. Pero se quedó tan de piedra como ella al ver el desastre del interior. Cuando Dani entró, le apuntó con el rifle.

—¡¿Qué cojones es todo esto?! Dani alzó las manos. —Nos ha traicionado. Él les dijo a Jorge y sus hombres que nos siguieran, que nos

detendríamos en la primera caseta que viéramos. Les alcanzó la noche del día que nos atacaron, por eso tardó en volver. Y ahora pretendía largarse sin nosotros. Dijo que esperaba que muriéramos, que acabáramos muertos de tanto trabajar como esclavos. No estoy mintiendo. Dijo cosas más horribles, y aún más habría dicho si le hubiera dejado.

—Pero… —tartamudeó Nico, bajando el arma. —Me ha partido el labio y la nariz, y me habré roto varios nudillos de la mano al pegarle.

Ha intentado matarle, y yo no le he dejado. —Dios, Dani… —No le habría matado sin una buena razón. Lo sabéis. No habría sido capaz. —Pero… joder. —resopló Nico, tirando el rifle al suelo y frotándose los ojos. —Intentaba llevarse todas las provisiones cuando he entrado. —siguió Dani. Sintió que un nudo se le formaba en la garganta, tal vez de la impotencia que sentía al

pensar que se había visto obligado a matar a un amigo. Dana cerró los ojos y trató de recuperar el aliento. Después Nico volvió a respirar profundamente y cogió su mochila.

—Vámonos.

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—Siento lo que ha ocurrido. —murmuró Dani. Nico se acercó a él y le puso una mano en el hombro. —No has de sentirlo. Si ese cabrón nos traicionó, como has dicho, se merecía lo que le

has hecho y más. De hecho, te creo. No solo por ser tú, por ser mi amigo, sino porque Tomás ya no era el mismo. Este mundo le tenía trastornado. Es perfectamente creíble que se le haya terminado de ir la olla —caminó hasta la puerta—. Dana, ¿puedes apañar ese brazo? —la chica asintió mientras se lo vendaba, conteniendo las lágrimas— Pues recojamos todo y marchemos cuanto antes.

—No sé hasta qué punto es seguro seguir por la carretera. —comentó Dani, mientras ayudaba a Dana con su herida.

—No vamos a la carretera. —refutó Nico. —¿Qué quieres decir? —Por una vez vamos a hacer caso a Tom. Deberíamos seguir al capullo ese de Jorge, y

descubrir dónde se esconden. Si nos damos prisa, les alcanzaremos. —¿Para qué querríamos hacer eso? —Para hacerles pagar. Tomás era imbécil, y bastante hijo de puta, pero era nuestro amigo.

También era tu amigo. —Nunca he negado eso. —Pues vamos a por ellos. Y seguramente sean demasiados para nosotros, pero al menos

sabremos dónde están. Nos vendrá bien toda la información que podamos conseguir. Dani alternó la mirada entre él, el cadáver de Tomás y la herida de Dana. Finalmente,

volvió a enganchar el atizador al cinturón y asintió. —Muy bien.

—¿Estás seguro de que era por aquí? —inquirió Miguel, tras acabar con un golpe de bate con el último de los cinco muertos que les habían atacado.

—Sí, no hemos perdido el rumbo. —contestó Cashel, desclavando su palanca del cráneo de otro de los huecos.

—¿Y cuánto quedará? —Medio día. Tardé día y medio en llegar hasta la autovía, y llevamos poco menos de

veinticuatro horas de camino. Así que esta noche deberíamos estar allí. A lo que Cashel se refería se remontaba cuatro días atrás. Cuando Miguel y Lucía

despertaron, él había desaparecido, y había dejado escrito en un rollo de papel higiénico diciéndoles que no se moviesen de allí hasta que volviera. Y, después de tres días, volvió de una excursión individual en la que encontró la dichosa autovía. El día siguiente a mediodía, retomaron el camino los tres juntos y se cercioraron de mantener el rumbo fijo. Así pues, si Cashel no se había equivocado en los cálculos, aquella misma noche llegarían a la carretera.

Y así fue, solo que decidieron acampar algo alejados, para evitar cualquier peligro o visita no deseada. A la mañana siguiente, antes del mediodía, retomaron la marcha. Y a media tarde vieron algo en la lejanía que les sorprendió. En la linde de un bosque había un campamento mucho más elaborado de lo normal. Habían levantado vallas de madera y alambre alrededor de las tiendas de campaña, y en él podrían habitar perfectamente varias docenas de personas. Era enorme para tratarse de un campamento en medio de la nada.

—¿Qué dices? —inquirió Miguel, al ver que Cashel se había detenido para observarlo. —No lo sé, la verdad. Si Dani y los demás no cogieron esta misma carretera, no hay

manera de que les encontremos allí. —Pero si fue esta la que cogieron…

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—Puede que sean peligrosos. —intervino Lucía. Cashel arrugó el entrecejo. —Eso también es cierto. Pero es lo que dice Migue, si han pasado por esta carretera y han

visto ese campamento, sin duda habrán intentado alojarse allí. —Entonces, ¿qué? ¿Echamos un vistazo? Cashel inspiró hondo mientras pensaba. —Lucía, ten a mano tu pistola. Y Migue, prepara el bate —él mismo puso la mano en el

mango de su pistola y empezó a caminar, saltando el quitamiedos. La chica sacó su arma, la cargó y volvió a enfundarla. Después siguieron al moreno. De cerca, el campamento era aún más impresionante. Era como una versión muy

mejorada de un camping veraniego. Detuvieron la marcha para observarlo mejor, pero una voz a sus espaldas les sobresaltó.

—No me lo puedo creer. Se giraron y alzaron las armas, pero se encontraron con un grupo de diez personas con

escopetas y rifles en las manos, y otras cuatro atadas las unas a las otras. —La madre que me parió —dijo uno de los hombres—. No sabía que la vida me quería

tanto. —Y justo en el mejor día. —rio otro. —Y a las puertas del campamento. —añadió un tercero. —Tío, Jorge se va a morir de envidia cuando vea nuestro botín. —Estará apunto de volver. Apuesto a que con las manos vacías. —Pues estoy deseando ver su cara. Atad a estos también con la cuerda que queda.

Los presos del grupo de Marcos y Áxel aguantaban los interrogatorios con una voluntad férrea y una terquedad inagotable. La falta de comida ya se hacía notar en el aspecto dejado y consumido de sus cuerpos, pero seguían sin contestar. Tenían comida de sobra, y encontraban más cada pocos días, así que no les suponía un problema mantenerlos con vida hasta que se hartaran y hablaran, pero todo cambió el día que consiguieron escapar.

Fue un día como cualquier otro. Estaban acampando en el monte, cerca de la carretera y no muy lejos de otro de los bosquecillos que cubrían el paisaje. A mediodía, mientras comían, escucharon cómo Adrián volvía corriendo por entre los árboles, llamando su atención a gritos, poco después de haber ido a alimentar a los prisioneros.

—¡¿Qué ocurre?! —voceó Marcos. —¡Se han escapado! —¡¿Qué?! ¡¿Cómo?! —¡No lo sé! ¡Cuando he llegado ya no estaban! Un pensamiento más enrevesado que escéptico punzó la mente de Áxel, pero lo descartó

al instante. Podía confiar en Adrián, y de eso no había duda alguna. —Hace cosa de una hora seguían ahí. —informó Joanna. —Estoy seguro de que no han podido llegar muy lejos… —murmuró Sam. Marcos sacó su escopeta y la cargó. —No —le detuvo Áxel—. León, ¿puedes encargarte? El interpelado sonrió y empuñó su navaja. —Esperaba que me dieras vía libre. Áxel asintió, y León empezó a trotar hacia el bosque. —¡Corre todo lo que puedas! ¡Y no dejes que huyan!

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—¿Qué pretendes? ¿Qué hacemos nosotros? —inquirió Adrián— ¿Sentarnos de brazos cruzados?

—Rastreamos la zona por si se han escondido en lugar de salir corriendo. Había bastantes cosas en las que León destacaba, y una de ellas era la velocidad. Por eso

Áxel le había pedido que intentara perseguirles. Y había hecho bien. A los pocos minutos de correr y saltar por el bosque, León se detuvo para observar con detenimiento las cuatro figuras humanas que corrían por entre los árboles, no muy lejos de él. Se concentró en mantener la calma y empezó a avanzar hacia ellos sin hacer un solo ruido. Una vez lo bastante cerca, pudo escuchar sus voces.

—Me he quemado la mano de tanto estirar la cuerda de las narices. —Para de quejarte. Seguimos vivos. —Y ellos también. —No por mucho. En cuanto volvamos con Trejo, pediré un grupo más grande, y

volveremos para joderles vivos. —zanjó Ed. —Sí, ya, eso es lo que… —empezó otro, pero su cabecilla chistó para que callara. Los cuatro se detuvieron, León también, y vio como hacia ellos cojeaba un caminante.

Pero eso no era todo; se oían más gruñidos por el bosque. Poco a poco, más muertos empezaron a acercarse. León se llevó la mano al cinturón, pero no encontró su pistola. Pero no le importó; otro de los aspectos en que destacaba, era la puntería. Alzó su navaja, salió de la cobertura que le proporcionaba uno de los árboles y la lanzó. Voló a toda velocidad, y se clavó en el cuello de uno de los hombres de Ed. Este, sobresaltado, miró de dónde venía el arma arrojadiza, y vio a León de pleno. Este sacó dos cuchillos más y con un par de movimientos de muñeca los lanzó también. Uno se clavó en el pecho de uno de los hombres; el otro, en la pierna del tercero. Ed se deshizo de uno de los muertos a puñetazos y lanzó a León una mirada asesina.

—¡Ed! ¡¡Ed, ayúdame!! —le imploró el que tenía el cuchillo clavado en la pierna, pero le ignoró.

Aprovechó el cebo que suponía para retomar la carrera. León se mordió el labio con rabia, pues sabía que no podía dejarle escapar. También él empezó a correr, pero supo que no serviría de nada cuando, al acercarse a donde habían estado sus objetivos, vio que los muertos juntaban más de diez. No podía arriesgarse a ser mordido. Desclavó la navaja del cuello de uno de los bandidos, esquivó el ataque de un hueco y volvió corriendo al campamento.

Por el camino se encontró con Áxel, quien usó el piolet para acabar con uno de los muertos acechadores que había en el bosque y se unió a él para correr de vuelta a los demás.

—Se han escapado. —murmuró León con seriedad. —¿Los cuatro? —Sólo uno. El cabecilla. —Es mejor que la alternativa. —Volverán a por nosotros. Áxel se dio la vuelta para terminar de un golpe con otro de los pocos muertos que estaban

separados del grupo que había atacado a Ed y sus hombres, y aminoró la marcha. —Estoy cansado. —Han dicho que conseguirían un grupo mucho más grande. Que nos joderían vivos.

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—Estoy cansado, León —repitió Áxel. Llegaron con los demás, pero él ignoró las preguntas y siguió caminando, directo a la carretera—. Ahora mismo no estoy para idear ningún plan. Recogedlo todo —ordenó tras coger su mochila—. Hay que alejarse de aquí.

Vieron perfectamente cómo Jorge cojeaba hasta meterse por la pequeña puerta trasera del campamento. Estaban en la linde del bosque, y también ellos habían quedado impresionados por la perfección del vivaque. Dani indicó con un gesto que se detuvieran y usaran los matorrales y arbustos como cobertura mientras escudriñaban a sus enemigos. Por suerte, ahí la valla era toda de alambre, y no de tablas de madera, como en la parte frontal, y podían ver todo lo que ocurría en el interior. Y lo que vieron les dejó de piedra.

Cashel, Lucía, Miguel y otras diez personas atadas entre sí eran alineadas en el centro del campamento. Poco después, vieron a Val Trejo bajar de un camión que había pegado a la entrada. Caminó hasta ellos y rio al reconocerles.

—No me lo puedo creer. ¿Sois los únicos que quedan? Aunque hubieran querido contestar, no habrían podido de lo sorprendidos que estaban.

Pero lo que ocurrió a continuación les asombró aún más. De entre la gente del campamento surgió Paula, Paula Cadena.

—¿Lucía…? —balbució al ver a su vieja amiga. Después corrió a abrazarle, aunque ella no le devolvió el saludo. En parte por rencor y en

parte por el desconcierto. Paula abrió la boca para volver a hablar, pero Trejo lo hizo antes que ella.

—¿Se puede saber qué haces? —la chica le miró y bajó la mirada, arrepentida— La madre que te trajo al mundo, ¿me tomas el pelo?

—¿Es Paula? —inquirió Nico, en voz baja. —Sí —masculló Dani—. Tenemos que ayudarles. —¿Cómo? Son muchísimos más que nosotros. No podemos hacer nada. —¿Y qué hacemos? ¿Dejar que se los lleven? —¿Cuál es la alternativa? ¿Dejar que nos lleven a nosotros también?

—Y yo creía que eras de fiar. —rio Trejo. Uno de sus hombres se acercó para decirle algo al oído. Miguel miró a Cashel, esperando

algún tipo de señal, pero él mantenía la mirada fija en sus enemigos. Sabía que en aquel momento, cualquier cosa que no fuera permanecer en silencio sería una estupidez. No estaba dispuesto a ponerles en un aprieto peor por intentar salvarse antes de tiempo.

—Joder… —resopló Trejo, y se dirigió a los hombres que había tras él, los que habían conducido los vehículos de la entrada— Preparad los coches.

Mientras Dani y Nico continuaban deliberando qué hacer, Dana escuchó un ruido tras ella. Cuando se giró, no vio apenas nada, pero el más mínimo movimiento le bastó para saber lo que se les avecinaba. Pensó en arrastrar a Nico y Dani para huir, pero supo que no serviría de nada. Incluso allí, ocultos (hasta ese momento, al menos), estaban en desventaja. No, aquella no era la solución. Y, por supuesto, luchar era una opción peor todavía. Después pensó en Dani. Muchas cosas pasaron por su cabeza. Observó sus ojos castaños, lo concentrados que estaban estudiando la situación en que se encontraban los amigos que había creído muertos o, al menos, perdidos. Se fijó en lo profundo y espeso que era el

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arbusto que tenía justo a su izquierda, que comportaba una cobertura muchísimo mejor que el matorral que ella y Nico tenían al lado. Y, en un instante, decidió y se obligó a aceptar que esa sería la última vez que vería a Dani. Le empujó y lo tiró contra el arbusto justo a tiempo.

El chico se revolvió, sorprendido y algo airado, y trató de levantarse, pero antes de que pudiera ponerse siquiera de rodillas, escuchó el grito de Nico. Giró la cabeza y entrecerró los ojos para observar a través del follaje. Un hombre le había rodeado el cuello con una cuerda, otro a Dana, y un tercero les guiaba con prisa y nerviosismo hacia el campamento. Dani pensó en correr a ayudarles, pero le matarían antes de que pudiera poner un dedo encima de sus rivales. O eso, o le capturarían como a ellos. Capturarle. ¿No era eso mejor idea? Les querían con vida, así que, aunque fuera maniatados, se reunirían. ¿No era mejor estar juntos en apuros que divididos en seguridad?

Pero, como tantas otras veces, perdió demasiado tiempo pensando qué hacer. Escuchó gruñidos a su espalda, y al girarse, en la lejanía, por el bosque, vio las sombras de un gran número de muertos que le revelaron por qué los tres hombres ni siquiera habían prestado atención a él, Dana y Nico antes de capturar a los dos últimos, y le confirmaron que lo mejor que podía hacer era permanecer oculto. Con suerte, los huecos irrumpirían en el campamento antes de que Trejo se llevara a sus amigos.

Trejo rio como un loco al ver cómo traían a Nico y Dana por la puerta trasera. Cashel, Lucía, Miguel y Paula abrieron los ojos como platos.

—¡Parece que Papá Noel me ha traído el regalo por adelantado! ¿No es precioso lo que estáis viviendo ahora mismo? Menuda reunión más idílica, ¿no? ¿O es que pretendíais atacarnos por ambos lados? No, no podéis ser tan estúpidos. El caso es, Paula… —se dirigió explícitamente a la chica— ¿Algo que decir?

La susodicha continuó con la cabeza bajada, pero no dijo nada. —¡Caminantes! —anunció uno de los vigías que patrullaban el límite del campamento,

señalando hacia el bosque. Todos se giraron, y pudieron ver cómo los primeros muertos aparecían por entre los

árboles para avanzar hacia ellos. Empezaron los disparos certeros para acabar con los que más se acercaban.

—Vamos, Paula —prosiguió Trejo—. Sabes cuál es la palabra mágica. Pide perdón, y será ella —señaló a Lucía— la perjudicada, no tú.

—¡¡Señor!! —gritó otro de los vigías— ¡¡Son muchos!! ¡Tenemos que defender las vallas, no hay tiempo!

Trejo le miró con una ceja enarcada. —Ni siquiera son vallas de verdad, cateto —suspiró en voz baja, antes de volver a

dirigirse a Paula—. Ya lo has oído, querida —sonrió—. No tenemos tiempo. Di la palabra mágica y no te ocurrirá nada.

Lucía miró a Paula con una incredulidad sin igual, porque en el fondo sabía que era capaz de ceder. Todos alternaron la mirada entre ellas dos, Trejo y el creciente número de huecos que seguían apareciendo por el bosque. Los disparos no cesaban, pero seguían ocupándose únicamente de los más adelantados. Eran el único ruido que rompía el expectante silencio del campamento. Y finalmente, Paula habló con una voz temblorosa que hizo que el corazón de Lucía se detuviera por un instante.

—Perdón. Trejo sonrió y empuñó su revólver. Lucía sintió ganas de echarse contra Paula. Los demás

se esforzaron por creer lo que veían y oían.

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—¿Perdón…? —inquirió Val Trejo, alzando poco a poco su arma. —Perdón —quitó el seguro—, mi señor. Cashel apretó los dientes. —¡No lo hagas! ¡Por favor! Trejo detuvo el dedo justo antes de apretar el gatillo. Lucía cerró los ojos con fuerza. —Es normal que no comprendas cómo funcionan mis reglas. Empezaré diciéndote que si

prometo algo, lo cumplo. Le he dicho a esa chica que si me pedía perdón, sería la otra quien pagaría por una muestra de afecto totalmente fuera de lugar entre bandos contrarios.

A Cashel se le ocurrieron mil formas de argumentar por qué se equivocaba, pero estaba demasiado nervioso para explicarse. Y, de alguna manera, notó que no tenía tiempo.

—¡¡NO!! —fue lo único que logró decir antes de que Trejo apretara el gatillo. Dana, Nico y Miguel observaron horrorizados como otra amiga más caía inerte al suelo.

Pero aquella vez era distinto. Aquella vez se trataba de Lucía. Una de las pocas personas con cuya inocencia y buena fe no había acabado el nuevo mundo, probablemente la que menos se merecía morir de entre mucha gente. Y sin embargo, la vida hizo alarde de injusticia, y terminó con su vida en un abrir y cerrar de ojos.

—¡¡Lucía!! —chilló Dana. Paula rompió a llorar. Miguel le lanzó una mirada repleta de toda la ira que podía

acumular. Trejo sonrió, y Cashel se lanzó contra él. Pero Trejo se apartó y le puso la zancadilla en el último momento. Después le dio una patada en las costillas.

—No vas a salir de esta. —amenazó Cashel. —Yo que vosotros no haría ninguna estupidez, o acabaréis peor que esa chiquita.

Además, no seáis tan pesimistas. Os espera una pequeña sorpresa en nuestra base.

Los muertos empezaban ya a agolparse contra el alambre que acordonaba el campamento. Desde el escondite de Dani era imposible contarlos, pero él apostaba a que eran más de veinte. En el campamento habría suficientes hombres para soportar el ataque, pero con suerte la sorpresa sería suficiente para aportar a Cashel y los demás una oportunidad para escapar. Si corrían, podrían alejarse lo bastante. En cuanto a él... Estaba rodeado de muertos, no tenía manera de salir del arbusto sin que notaran su presencia. Y de ninguna manera podría deshacerse de todos ellos él solo, con un revólver y un atizador. Así que no tenía más alternativa que esperar. En cuanto pudiera salir, buscaría al resto. Si no perdía tiempo, les alcanzaría en pocas horas, como mucho. Sí, en cuanto pudiera salir, buscaría a Cashel y los demás, y...

—¡Cargadlos! —gritó Trejo— ¡¡Metedlos a los camiones, volvemos a la base!! —¡¿Y qué hay del campamento?! —¡¡Es vuestro puto campamento, no soy yo el que se encarga directamente de él!!

¡¡Echadle cojones y defended lo que es vuestro!! —y segundos después, rugió el motor del camión.

No, no, aquello no era lo que tenía que ocurrir. No podían llevárselos ya. No podían huir del campamento. No podían marcharse, no podían vencerles. Dani deseó salir y luchar por recuperar a los suyos, pero continuaba rodeado de muertos. Sería un suicidio. Esperó con el corazón en un puño hasta que escuchó los gritos de la gente del campamento. Y supo que era el momento.

Trejo fue el último en subir al camión. Después, Paula hizo ademán de subir también, pero le dio un empujón que por poco le tiró al suelo.

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—Tú no vienes. —¿Qué? —No pienso continuar con una persona capaz de humillarse para que maten a una amiga

en lugar de a ella —sacó el revólver y disparó a Paula en la rodilla derecha—. Eso es por tu puta falta de dignidad. Gracias por tu ayuda —cerró la puerta del vehículo—. Arranca.

La chica intentó caminar, pero la pierna le falló y cayó al suelo. Todavía pensó en arrastrarse hasta alguno de los coches, pero supo que todo había acabado cuando sintió unos dientes clavándose en su costado y arrancándole la piel.

Lo primero que vio Dani al erguirse fue un muerto intentando morderle. Usó el atizador para librarse de él. Después vio justo a tiempo cómo uno de los hombres del campamento le apuntaba con una escopeta, y se apartó el mismo instante en que disparó. En su lugar, acabó con un muerto que se le había acercado por la espalda. El hombre intentó recargar la escopeta, pero antes de conseguirlo fue alcanzado por otro hueco. Dani retrocedió con la respiración agitada y apartó de su camino a varios cadáveres andantes más. Miró a todos lados, buscando la salida del bosque. Cuando la encontró empezó a correr, pero otro de los hombres de Trejo le agarró de la camisa negra. Dani, sin dudarlo, le golpeó con el atizador y clavó el filo en su cuello, haciéndole soltar un grito que acabó ahogado en sangre y dolor. Después siguió corriendo y salió para ver, no muy lejos de él, cómo la gente del campamento luchaba por repeler a los muertos. Lo conseguirían en poco tiempo, de eso no había duda. Pero el camión de Trejo ya había desaparecido por el campo en dirección a la carretera.

—¡¡Olvidaos de él!! ¡Acabad con los muertos, joder! —ordenó alguien. Y Dani fue consciente de que no podía dejar escapar la oportunidad. Apretando los

dientes con rabia y frustración, se vio obligado a alejarse a toda prisa del campamento, él solo, con una mano muy magullada, pocas balas en el revólver y una sola mochila a medio llenar de comida y suministros.

Áxel nunca se habría imaginado que se enfrentarían a un grupo de bandidos tan organizado y eficiente. De hecho, estaba seguro de que vencerían, que superarían el límite terrenal de sus enemigos y se alejarían sin que les tocaran un solo pelo. Se equivocaba. Nunca había estado tan equivocado, y nunca se arrepintió tanto de confiar en su valor como en aquella ocasión. De nada se sentía tan culpable como de lo que ocurrió aquel día.

Ocurrió al atardecer. Habían caminado durante todo el día, pues ese era el plan, esa era la solución: caminar hasta alejarse de los terrenos de los bandidos antes de que volvieran a atacarles. No se detuvieron, no aminoraron la marcha, pero no les sirvió de nada. Aparecieron sin previo aviso, mucho antes de lo normal, mucho antes de lo previsto, de lo que esperaban. Parecía imposible que se hubieran reorganizado y hubieran ideado un plan con tanta rapidez. Y sin embargo, así fue.

Estaban pasando cerca de las ruinas de una casa de campo cuando les sorprendieron. El saludo fue claro, conciso y sin cuidado; una bala rozó la camisa de Marcos mientras andaban, rajándola en la zona del hombro y causando un pequeño corte en su piel.

—¡Al suelo! —ordenó al instante. Aprovecharon los muros derruidos como cobertura, y pronto habían empuñado todos su

arma. —¿Qué coño ha sido eso? —espetó León. —Son ellos —farfulló Áxel—. Han vuelto.

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Se levantó para asomarse, y vio a sus enemigos antes de que dispararan. La bala le pasó por la derecha, pero estuvo lejos de acertar. Volvió a cubrirse.

—¿Dónde están? —inquirió Anabel. —En la carretera. Son muchos. —¿Muchos cuántos son? —preguntó Marcos. —¡Yo qué sé! ¡Quince! ¡Veinte! ¡O más! ¡No he podido contarlos! Los disparos continuaban haciendo saltar piedrecillas de los muros. —Muy bien, mantened la calma —intervino Sam—. No podemos huir, estamos en campo

abierto y nos darían. Tenemos que luchar. —¡¿Luchar?! —largó Joanna. —Si queremos salir con vida de esta, tendremos que hacerlo —afirmó Áxel. Marcos frunció el ceño y suspiró. Después cargó su rifle y actuó con rapidez. Se asomó,

apuntó a través de la mirilla y disparó. Acertó en el pecho de uno de los enemigos. Bajó la cabeza para evitar una bala, y recargó el arma. Volvió a asomarse, apuntó y disparó. No acertó.

—Se están acercando. Hay seis o siete disparando, y otros tantos caminando hacia aquí. —informó.

León empuñó su navaja, y Anabel su machete. —No llegarán hasta aquí. —murmuró esta. Cada uno se apostó en una esquina de la caseta derruida. Esperaron al momento preciso,

y salieron cuando el primero de los enemigos llegó hasta ellos. Primero fue en el lado de León. Este saltó a su objetivo como un león agazapado, y clavó la navaja en su cuello antes de que pudiese apretar el gatillo. Después le arrebató la pistola antes de que esta cayera al suelo y usó el cadáver como escudo para bloquear un par de balas. Después alzó la pistola y disparó a bocajarro. Tres de los cuatro disparos fallaron, pero el último acertó en el hombro de uno de los que se acercaban.

Anabel, por su parte, se levantó justo cuando el cañón de la escopeta asomaba por la esquina. Desvió el arma para que el disparo se perdiera en el aire, y clavó su machete en el vientre de su portador. Le quitó la escopeta y lo tiró al suelo de una patada. Cargó el arma, la alzó y disparó justo cuando otro aparecía por la esquina, acabando con él.

A decir verdad, estaban aguantando de manera decente. Adrián, Marcos y Sam mantenían ocupados a los francotiradores de la carretera, mientras que León y Anabel hacían un trabajo excelente con los que intentaban acercárseles demasiado. Áxel trataba de tranquilizar a Joanna y Nerea, y disponía munición de repuesto a los pies de Marcos, Adrián y Sam para que no les faltara una bala imprescindible. Pero no contaban con la bomba de humo que cayó a sus pies tras varios minutos de combate.

—¡¡Cuidado!! —gritó Áxel, pero era demasiado tarde. La granada explotó, y en un abrir y cerrar de ojos se encontraron envueltos en una nube

de humo negro inescrutable, que no les dejaba ver más allá de un metro de distancia y ahogaba sus pulmones.

—¡Salid! ¡Salid de aquí! —ordenó Marcos. Áxel temió por abandonar la cobertura de la caseta, pero volvían a estar entre la espada y

la pared. Si se quedaban ahí, el humo acabaría por ahogarles, y sus rivales tendrían mucho más fácil acabar con ellos. Así que empuñó el piolet y salió detrás de León y seguido por Joanna.

Nada más hacerlo y ver con claridad. Uno de los enemigos le atacó con un bate de béisbol. Por suerte pudo alzar el piolet a tiempo y no solo desvió el golpe, sino que hizo uso

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del garfio para zarandear el arma hasta hacer que su portador la soltara. Después, sin pensarlo, volvió a ondear el piolet y clavó el filo en su estómago.

Por el otro lado habían salido Adrián, Nerea, Sam y Anabel, que también se enfrentaban a varios hombres. El machete de Anabel y la hoz de Sam eran más que suficientes para ocuparse de ellos, pero los tiradores de la carretera ejercían una presión extra que les hacía perder la concentración. Aún así, Sam fue capaz de advertir cómo uno de los francotiradores apuntaba a Anabel, quien forcejeaba para acabar con su rival. Finalmente consiguió clavarle el machete en el pecho, pero al retirarlo estaba tan agotada que tuvo que apoyarse en la esquina frontal del destrozado muro.

—¡¡Anabel!! —gritó Sam. Pero, obviamente, la chica no entendería lo que ocurría con tan solo oír su nombre. Así

que tiró la hoz al suelo y corrió hacia ella. Sin perder tiempo en pensar otra posible alternativa, le agarró del brazo, tiró con fuerza la puso tras él. El francotirador disparó, y la bala acertó en la espalda de Sam, atravesándole completamente la parte izquierda del pecho. Había movido a Anabel lo suficiente para que a ella no le diera, pero supo que ya era demasiado tarde para él cuando la vista empezó a nublársele, el pecho a arderle a horrores y la respiración a cortársele. Pero no se rindió; terminó de desenfundar su pistola, se dio la vuelta y disparó antes de caer agonizando al suelo. La bala atravesó el cráneo del francotirador que le había matado. El combate se detuvo con el grito horrorizado de Joanna. Todos vieron a Sam toser durante sus últimos segundos de vida. Anabel, con las lágrimas en los ojos, tiró el machete al suelo y se arrodilló para cogerle.

—¡¿Por qué has hecho eso?! —No importa —tartamudeó Sam Nava—. Voy a volver con Elena. O no, quién sabe… —

tosió— Pero yo ya estaba cansado… de vivir. —¡¡NO!! ¡¡NO!! —reventó Áxel. Arrancó el rifle de las manos de Marcos y empezó a disparar. Acabo con uno, dos, hasta

tres hombres más hasta que alguien aprovechó su descontrol para golpearle en la nuca e inmovilizarle. Al reorientarse, se dio cuenta de que los suyos habían sido rodeados, y que el propio Ed era quien le estaba atando las manos.

—A la carretera. —ordenó.

—¿De verdad pensabais que ibais a salir impunes? Les habían colocado de rodillas en la autovía, al lado de la furgoneta de Ed y sus

hombres. Todos tenían las manos atadas. Joanna no podía parar de sollozar, y Áxel sentía que iba a explotar de ira.

—Putos críos. Os cargáis a un buen montón de mis hombres como si nada, y todavía pretendéis que no os hagamos nada por ello.

—Vosotros atacasteis primero. —masculló Áxel. —Amordazadle. Y después a los demás. Y no tardaron más de diez segundos en ponerse a hacerlo, con pañuelos y cuerdas. —Me ponéis enfermo. Enfermo de verdad. No soporto ver cómo vais danzando por ahí,

usando armas como si fueran juguetes, matando personas, y todo sin llegar a la puta veintena de años. Espero que esto os enseñe a respetar el nuevo orden mundial.

—Menudo subnormal. —escupió León, justo cuando iban a amordazarle a él. El encargado de hacerlo se detuvo por la sorpresa. —¿Ves? Además de todo, actitudes como esa. Creo que no podrías ser más maleducado.

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—Me cago en tu puta idiocia de mierda, subnormal de los cojones —corrigió León, causando una mirada de odio y desconcierto en los ojos de Ed—. Yo creo que sí.

Ed frunció el ceño y miró al hombre, indicándole que terminara su trabajo, y este amordazó a León.

—Me tenéis hasta los cojones. En serio. ¡¿Quién os habéis creído que sois?! ¡Sois solo unos putos críos! ¡No tenéis idea de nada! ¡Siete personas en un grupo, y solo veo un adulto! —se acercó a Marcos y apartó el pañuelo de su boca— Porque a ver, ¿cuántos años tienes tú?

—Veintiséis. El malhablado tiene veintidós. Y el que habéis matado tenía veinticinco. Pero estos… —empezó, pero Ed volvió a taparle la boca.

—Me había olvidado del pobre desgraciado ese. Vale, ocho personas, tres adultos. ¡Y cinco putos críos! Es decir, me cago en la hostia, ¡¿de qué coño vais?! —espetó concretamente a Áxel, que le miraba desafiante— ¡¿Os creéis que esto va a ser menos duro para vosotros por ser unos putos adolescentes, ni siquiera universitarios?! —recargó su pistola— ¡¡Esto no es una puta novela!! ¡Las cosas malas ocurren cuando han de ocurrir, y le ocurren a todo el mundo! ¡¿Qué?! ¡¿Os sorprende lo desgraciados que sois ahora mismo?! ¡¡Pues no habéis visto una mierda!! ¡¡Si los adultos sufrimos, VOSOTROS TAMBIÉN!! —y disparó a Adrián en la cabeza, sin dar una sola oportunidad.

Áxel volvió a arder en rabia, y se levantó para tratar de embestir a Ed con un grito. Lo consiguió, y le dio una patada en la entrepierna, pero después recibió un rodillazo en el vientre. Ed le rodeó el cuello con el brazo.

—¡¿Lo veis?! ¡¡Sois unos subnormales!! —Marcos hizo ademán de levantarse también, pero el hombre que tenía detrás le golpeó en la nuca— ¡¡No vais a…!!

Áxel se deshizo de la mordaza tras mucho esfuerzo y le mordió en el brazo, y consiguió zafarse de él. Sin embargo, con las manos atadas y la boca amordazada, no llegó muy lejos. Un hombre disparó a sus pies, haciéndole dar un salto, y Ed le dio una patada que terminó por tumbarlo. Después se puso sobre él y le pisó el pecho para mantenerlo inmovilizado. Recargó la pistola, apuntó y volvió a disparar, esta vez acertando en la cabeza de Nerea.

—¡¿Quieres que siga?! ¡¿Es eso?! ¡Creo que no te has dado cuenta de la gravedad del asunto!

Áxel no retuvo las lágrimas y el grito de dolor, pena y odio. Sus amigos no podían hacer nada; cada uno tenía el cañón de un arma pegado a la nuca, y vista la arbitrariedad de Ed a la hora de disparar, había quedado bastante claro que, si intentaban algo, no dudarían en matar a alguien más.

Ed volvió a rodearle el cuello y le arrastró hasta estar frente al resto de jóvenes. Apuntó a Joanna con la pistola y la recargó.

—Cuantos más esclavos lleve a Trejo, mayor será la recompensa, pero me da la sensación de que no habéis pagado lo suficiente por ser unos críos egocéntricos y jodidamente ingenuos. Pero esta vez os voy a dar el derecho a elegir. A ver, capullos, si alguien quiere morir en lugar de esta chica, que se levante. Sabéis que si no lo hacéis acabaré con ella. Acabáis de verlo, no creo que seáis tan subnormales de pensar que no soy capaz de matar a alguien más. Vamos. ¿Nadie? —tras unos segundos de silencio, Anabel se levantó, con la mirada fija en Ed— Cojonudo.

Pero Áxel no le dejó disparar. Ed había fallado en algo; había tropezado por segunda vez en la misma piedra. Volvió a morderle el brazo, esta vez con mucha más fuerza y desgarrándose la voz con un grito inhumano, y no dejó que se librara del mordisco. Apretó con todas sus fuerzas, empezó a notar la sangre en su lengua. Ed tiró con todas sus fuerzas,

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pero Áxel no cedió, y terminó por arrancarle un buen trozo de carne cual caníbal. Sorprendido y horrorizado, Ed no supo hacer otra cosa que apuntar al azar y disparar. La bala acertó en el hombre que había detrás de Áxel, y este se sirvió de su desconcierto para volver a embestirle y caer ambos al suelo. Después, a falta de manos, empezó a darle cabezazos.

Anabel, por su parte, hizo uso de la estupefacción del que tenía detrás para darle una patada en la entrepierna, haciéndole soltar la escopeta. Se agachó justo cuando el hombre de detrás de Marcos le disparaba. Este le hizo la zancadilla y le tiró al suelo. Anabel rodó hacia atrás, salió de la carretera y se llevó consigo el machete. León se levantó repentinamente y golpeó con la cabeza la mandíbula de su raptor. Joanna consiguió escabullirse por debajo del quitamiedos. Anabel consiguió, no sin esfuerzo, librar sus manos de la cuerda que las constreñía, y no hubo marcha atrás. Acabó con uno de los hombres de Ed y lo lanzó contra un segundo. Después desató a León y Marcos, y pronto habían superado a sus enemigos haciendo uso de la sorpresa y el engaño.

Áxel seguía dando cabezazos a Ed. Tenía la frente manchada de sangre y el rostro de su enemigo empezaba a perder la forma, pero el frenesí en que se encontraba le privaba de todo raciocinio. Anabel tuvo que tirar de él para poder liberar sus manos. Tras hacerlo, Áxel no siguió golpeando a Ed, sino que corrió al cadáver de Nerea. León aprovechó para evitar que Ed tratase de escapar, lo cogió del cuello y lo empotró contra la furgoneta.

—Te diré una cosa. Yo me considero adolescente todavía, como esos “críos” que has matado. Y comprendo por qué has dicho lo de que esto no es una novela. En las novelas, los protagonistas siempre vencen porque son protagonistas y muy jovencitos. Pero, ¿sabes qué? Eso no quiere decir que la realidad tenga que ser diferente. En estos siete meses he visto que los adultos nos tenéis muy infravalorados. Los jóvenes, de hecho, somos más capaces que vosotros. Estamos en mejor forma, hemos visto y leído más historias de zombis y cosas parecidas, y en muchas ocasiones somos tan maduros como vosotros. ¿En el mundo de antes? Ahí sí que seríamos unos críos a los que les faltaría muchísimo por aprender. Pero en este nuevo mundo, la mierda de mundo en que vivimos ahora, todos somos igual de inexpertos. Y sobrevive el que mejor se adapta. ¿Y sabes por qué los jóvenes, los adolescentes, los “críos” en realidad sí que podemos adaptarnos antes que vosotros, los “adultos”? Porque estábamos, la mayoría, mejor preparados. ¿Y sabes por qué nosotros, en concreto, hemos durado tanto? Porque le hemos echado los dos cojones que a ti te faltan, y porque tenemos muy claro qué hacer para sobrevivir —miró cómo Áxel se levantaba—. Debería arrancarte la polla y dártela de comer antes de abrirte en canal, porque te lo mereces por haber matado a estas tres personas, pero no pienso quitarle ese derecho a una de las personas más valientes y mejor líder que he conocido. Mucho menos después de haber matado a una chica a la que que yo sabía que amaba. Ah, y eso que dices de la edad y yo acabo de rebatirte, es una maldita gilipollez. Tú no pasarás de la condenada treintena. Y eres un puto crío con el ego por las nubes y la cabeza bajo tierra. Hijo de puta.

Y se apartó cuando Áxel llegó hasta él, con el cuchillo de la propia Nerea en la mano derecha. Cogió a Ed del cuello y lo arrastró por la furgoneta hasta empotrarlo contra ella en la parte trasera.

—Yo quería a esa chica. De verdad la quería —masculló—. Teníamos nuestros roces, nunca nos consideramos “novios serios”, pero la quería. La quería más que a ninguno de los que me acompañan. Pero para tu información, no voy a darte una última satisfacción. La muerte de mi madre no me hundió, así que esto tampoco va a hacerlo —le clavó el cuchillo en el vientre—. Ni esto, ni nada —lo retiró—. Porque aunque te cueste creerlo, existe gente

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como yo —volvió a clavarlo—. Existimos personas a quienes este mundo nos ha enseñado a ser frías —lo retiró—, inteligentes —lo clavó de nuevo— y valientes. Valientes no por nosotros, sino por estar dispuestos a darlo todo por su gente —lo retiró—. Esa es mi gente. Sam Nava, el primero que habéis matado —volvió a clavarlo—, era mi gente —lo retiró otra vez—. Adrián, el segundo, el primero al que has disparado —lo clavó una vez más—. Era mi gente, uno de mis mejores amigos, la única persona que me quedaba de los que conocía de toda la vida —lo volvió a retirar—. Y esa chica… —lo clavó, lo retiró y volvió a clavarlo varias veces— era mi gente, la mejor persona que conocía, la persona que más quería, y tú me la has arrebatado —lo retiró—. Pero te repito que esto no va a hundirme. Voy a seguir siendo quien soy. No voy a perder la cabeza. Voy a volver a reír, a gritar y a llorar, exactamente igual que he hecho hasta ahora. Yo, maldito psicópata, voy a vivir. Más gente de la mía morirá, más personas queridas dejarán este mundo, más muertos se comerán a más de mis amigos y más locos como tú acabarán con más vidas, pero yo voy a vivir. Hay unos pocos como yo que vamos a vivir. Vamos a sobrevivir a esta mierda. Y no hay nada que tú, ni los de tu puta calaña, podáis hacer para evitarlo. Vuestros golpes solo me hacen más fuerte —lo clavó una última vez—. Y sí. Todo esto, con tan solo dieciocho años. Porque es posible, y yo soy la prueba viviente de ello. —y dejó caer el cadáver de Ed al suelo.

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Cuarta parte - Eterno suplicio-17 de mayo: día 223.

Al principio, Dani tenía pensado volver a la caseta para comprobar que no había nada más que le sirviera de utilidad. Pero cuando estuvo allí, cuando vio el cadáver de Tomás siendo roído por un muerto, supo que necesitaba desahogarse. No sabía si odiaba más a su antiguo amigo, al hueco, o a sí mismo. Empuñó el atizador y clavó el filo en el cráneo del muerto con un solo golpe. Intentó retirarlo, pero lo había hincado con demasiada fuerza. Así que la única manera que tuvo para dejar escapar su ira y frustración fue empezar a patear ambos cadáveres. También dio algunos puñetazos a las paredes. La mano herida se resintió, las vendas se rajaron y la piel se raspó hasta que empezó a asomar la sangre. Pero no le importaba. En aquel momento estaba tan desorientado que no sabía qué hacía. Ni qué iba a hacer ahora que estaba solo.

—Lo tiré justo a tiempo. Ellos no me vieron, así que imaginan que está muerto. —terminó de explicar Dana.

—Me alegra saber que está vivo. —resopló Cashel. Ellos dos, Nico y Miguel estaban en el camión, compartiendo sitio con otros diez

prisioneros también maniatados, pero que al parecer no se conocían de nada entre ellos. —¿Cómo os han encontrado? —le preguntó Nico. —Vimos el campamento a lo lejos. Y pensamos que podríamos acercarnos, para ver si

vosotros estabais ahí refugiados. Nico y Dana cruzaron las miradas. —¿No os habían atacado antes? —No. Dana suspiró. —A nosotros sí. Dos veces. —La segunda fue por culpa de Tomás. Nos traicionó, y… Dani se lo cargó. Cashel abrió los ojos como platos. —¿Dani mató a Tomás? —Sí. Tuvieron una pelea, los dos terminaron bastante demacrados. Tomás más que Dani,

por supuesto. Sinceramente, con toda la gente que ha muerto… no es que él no me importe, pero… no sé.

—Ya, pero, joder… —No, no quiero decir que me dé igual que Tomás haya muerto. Era nuestro amigo, pero

era él o era Dani. —Dani al menos se ha esforzado por aportar algo al grupo. —masculló Dana. —Le puedo reprochar muchas cosas —comentó Miguel—. Pero por ninguna de ellas diría

que merece la muerte. Tomás tampoco la merecía, pero… joder, mejor él que Dani. Odio decirlo así, pero es lo que hay.

—Es una gilipollez discutirlo. Porque no vamos a volver a ver a ninguno de los dos. Para nosotros es como si ambos hubieran muerto. —zanjó Cashel.

La base principal de Val Trejo se encontraba en Villalba del Rey, un pueblo que había cerca del río Júcar. La urbanización había sido fortificada -no tanto como Cuenca- y estaba repleta de gente. La cuestión es que los habitantes reales conformaban en realidad la mitad

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del censo, pues la otra mitad era compuesta de esclavos. Como si estuviesen en el siglo XVIII o en la Antigua Grecia, los hombres de Trejo habían capturado decenas de personas para convertirlas en eso, sirvientes incondicionales encargados de hacer los trabajos forzosos y tareas personales para sus amos. En cuanto a Cashel y los demás, Trejo decidió no asignarles un amo concreto, y convertirlos en “esclavos del pueblo”, como él decía. Se encargarían del almacenamiento de provisiones, fortificación de las vallas y cosas como esas. En todo momento irían con las manos atadas, unos con cuerdas, otros con esposas, y otros con cadenas. Pero siempre atados. Por supuesto, al principio, Cashel fue el primero en oponer resistencia. Pero en seguida se vio superado.

—No quiero tener que enseñarte cómo va esto a base de puñetazos y torturas —le amenazó Trejo—. Quiero que lo aprendas tú solito. No me lo pongas difícil.

—Te mataré. —respondió Cashel. Trejo sonrió y le empujó para devolverlo a la hilera que habían formado con los

prisioneros. Unos hombres empezaron a guiarles hacia la pequeña nave industrial que había a las afueras del pueblo y usaban como prisión.

—Juan —llamó Trejo a uno de ellos. Este se giró y le miró—. A estos nuevos llevadles a la celda del fondo. Dile a la pareja que es un regalo de mi parte. —rio.

Cuando llegaron a su destino, Dana y los demás quedaron de piedra al ver a Ana y Sorní en la última celda.

—Un regalo de Trejo —anunció el tal Juan, antes de desatarles y empujarles hacia el interior de la celda—. No os acostumbréis a tener las manos libres. Es solo mientras estéis ahí, para que no se os entumezcan. No queremos tullidos trabajando para nosotros.

Y desapareció junto al resto de hombres. —¡¡Dana!! —chilló Ana, corriendo a abrazar a su amiga, quien respondió al achuchón

con los ojos llorosos. Sorní sonrió y abrazó a su hermano sin perder un instante. Después saludaron a Miguel y

Cashel. —Dios, no sabéis cuánto me alegra veros. —sonrió Cashel. —Y nosotros a vosotros —aseguró Ana. —¿Sólo estáis vosotros? Creía que estaríais todos juntos salvo nosotros. —inquirió Sorní. Miguel, Cashel y los demás cruzaron las miradas. —Esos hijos de puta han matado a Lucía. —murmuró el segundo. Sorní puso cara de horror. —¡¿Qué?! ¿En serio? —Sabes que no bromeo con eso. —Ha sido en uno de sus campamentos, hará varias horas. Y… ha sido por culpa de Paula

—informó Dana. Sorní frunció el ceño y apretó los dientes—. A ella también le ha matado. —añadió, al notar su ira.

—A Paula que le jodan. Se lo merecía. —Toni… —No, Ana, por ahí sí que no paso. Se lo merecía por puta y por traidora. ¿Cómo ha

ocurrido? —Cashel, Migue y Lucía iban por su parte —empezó a explicar Nico—, y nosotros dos

por otra. Nos han atrapado casi al mismo tiempo. Paula ha salido corriendo hacia Lucía y le ha abrazado, y el puto psicópata ese le ha hecho pedir perdón, le ha hecho humillarse para matar a Lucía en vez de a ella. Y ella lo ha hecho.

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—Hija de puta… —murmuró Sorní, frotándose la nuca con rabia. —¿Pero luego también ha matado a Paula? —preguntó Ana. —Le ha disparado en la rodilla antes de arrancar el camión —contesto Miguel—. Los

muertos que perseguían a los tres que han atrapado a Dana y Nico estaban ya dentro del campamento, y no creo que se preocuparan mucho de salvar a Paula.

Sorní hizo un esfuerzo por ignorar el asunto de Paula y miró a su hermano. —¿Y habéis sobrevivido vosotros dos solos todo este tiempo? Nico y Dana se miraron. La chica suspiró antes de hablar. —Íbamos con Dani y Tomás. Ana abrió los ojos como platos. —¿Y qué ha pasado? ¿Por qué no está Dani con vosotros? —¿Por qué no están los dos con vosotros? —se apresuró a corregirle Sorní. —Sabes lo que opino de Tomás. Y tú en el fondo opinas lo mismo. De entre ellos dos,

Dani es el que me importa. —recriminó Ana. Nico fue quien explicó, de nuevo, cómo Tomás les traicionó, cómo Dani acabó con él, y

cómo Dana le salvó en el último momento de ser capturado. —Entonces, ¿Dani sigue vivo? —inquirió Sorní. —Lo estaba la última vez que lo vimos —afirmó Dana—. A menos que le hayan atrapado

después, o que los muertos le hayan… —no terminó la frase— ¿Alguien sabe qué fue de David?

—Lo perdimos —contestó Miguel—. Iba con nosotros, y se sacrificó para salvar a Lucía en Cuenca.

—Se lanzó a los muertos para evitar que nos atraparan, y cerró una verja para que no fuéramos a por él. —asintió Cashel, cabizbajo.

Sorní inspiró hondo. —Sabía que su bondad acabaría matándole. Era demasiado bueno para esto —murmuró.

Guardaron varios segundos en memoria de David— Respecto a Dani, por otra parte, puedo estar tranquilo, por ahora. Sé que no es tonto; si estaba oculto, permanecerá oculto hasta que pueda salir y escapar. La cuestión es cuánto podrá sobrevivir él solo, sin casi comida y sin ayuda.

—Ese es su problema —irrumpió Cashel—. No me miréis así, porque no lo digo en el mal sentido. No le deseo nada malo, pero lo tiene jodido, y nosotros no podemos hacer nada por ayudarle, así que es tontería debatir el asunto. Con todos los que hemos perdido, lo único que quiero es olvidarme de todo y encontrar de una puta vez un sitio seguro, seguro de verdad. Pero no tendremos ese sitio hasta que acabemos con ese cabronazo.

—En eso tienes razón —afirmó Miguel—. Lo último que debemos hacer es quedarnos llorando en una celda. Lo primero es salir de aquí.

—La cuestión es cómo hacerlo… —Aprovechando la ventaja que nos ha dado —contestó Sorní—. Nos ha vuelto a juntar.

Quedamos pocos, pero éramos muchos menos hace un par de días. No malgastemos lo que tenemos.

Un día, el grupo de Marcos y Áxel encontró un campamento cerca de la carretera, al lado de otro bosquecillo. Cuando se acercaron, comprobaron que no había nadie en él, y que, de todas formas, no sería de muchas personas. De hecho, solo había un saco de dormir. Un cordel con discos y metales marcaba el perímetro, diseñado para hacer ruido cuando algo lo tocara, y así alertar al inquilino si los muertos se acercaban a él. Había un caballo que se

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encabritó un tanto al verles llegar, hasta que Joanna consiguió calmarlo acariciándole el hocico. El campamento contaba con comida suficiente para alimentar a una persona durante varias semanas.

—Nos vendría muy bien todo esto. —comentó Marcos. —No es nuestro. —objetó Joanna. —No veo que haya alguien defendiéndolo. —¡Hay un caballo! No puede haber abandonado tanta comida y un caballo. —Puede que no lo hiciera a propósito. A día de hoy no sabes dónde vas a encontrar tu

propia muerte. —intervino Anabel. —Joanna tiene razón —habló Áxel—. Todo esto es de alguien, no podemos llevárnoslo sin

más. —¿Y qué hacemos? ¿Dejarlo aquí, tal cual? —Puede que nos arrepintamos más tarde de no haber cogido la comida, Ax. —añadió

Marcos. El interpelado suspiró y alternó la mirada entre el campamento y el bosque. —Descansad un poco. Voy a ver si encuentro algo. —Voy contigo. —se ofreció León. —No —le detuvo Áxel al instante—. Voy yo solo. Quiero pensar un rato. —Vale, muy bien. Áxel agradeció que los bosques de Castilla la Mancha no fueran bosques frondosos como

los de Europa, los que usaban en las películas. De hecho, toda la vida lo habían llamado simplemente “campo” o “monte”. Muchos árboles más juntos que separados, y más vegetación que en los campos labrados. Eso era lo único que diferenciaba esos bosquecillos del resto del paisaje. Con esa incursión esperaba comprobar si el dueño del campamento estaba todavía en los alrededores, si había salido a cazar o algo por el estilo. Y así fue, pero prefirió no haber tomado esa decisión cuando comprobó quién era el susodicho.

Escuchó un clic metálico tras él. Instintivamente empuñó su escopeta de mano, se giró y apuntó, pero tanto él como el que le apuntaba quedaron de piedra al reconocerse las caras. Estaba mirando a Manuel Vasco. Tenía la ropa desgastada, y con la otra mano empuñaba el machete, cuyo filo seguía bañado en sangre fresca.

—¿Qué hacéis vosotros aquí? —preguntó. Áxel frunció el ceño. —Podría preguntarte lo mismo. Se acercaron un tanto. —Largaos. No quiero problemas. —¿Y qué quieres? ¿Esclavos, quizá? —Vasco entrecerró los ojos— ¿Tienes idea de lo que

habéis conseguido? —Yo no… —Han matado a Nerea, hijo de puta. —escupió Áxel, y puso un dedo en el gatillo de la

escopeta. —Yo no he tenido nada que ver. —contestó Vasco. —¿Me estás diciendo que esto no es cosa de Trejo? —No. Esto es cosa de Trejo, pero no mía. —Eres de los suyos. —Ya no. No desde que salvé a unos amigos en Reíllo. No desde que vi de lo que Trejo era

capaz. Áxel inspiró hondo.

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—Dani me lo contó —Vasco enarcó una ceja, queriendo preguntar, pero Áxel siguió hablando—. Pero te recuerdo que una vez respondiste por ellos. Muchas personas murieron por vuestra culpa.

—Y yo a ti te recuerdo que participaste en el asalto que nos dejó sin nada que llevarnos a la boca. Precisamente os atacamos por ello.

—¡Teníais comida de sobra! ¡Nosotros estábamos muriendo de hambre, y os negasteis a prestarnos una ayuda que perfectamente podíais habernos prestado!

—¡No erais nuestro asunto! ¡Esas provisiones eran nuestras! —¡Fuimos a vuestras puertas con el corazón en un puño! ¡Hubo gente que literalmente

murió de hambre! ¡Y vosotros nos disteis la espalda! —¡¡No era necesario hacer una redada en nuestro campamento, y lo sabes!! —Sinceramente, veía cómo mi gente moría de hambre, así que me importaba tres cojones

lo que os pasara a vosotros después de negarnos un puto mendrugo de pan. —Y aún tienes las pelotas de criticarme a mí. —¡Nosotros os dejamos sin unos recursos que podíais volver a conseguir! ¡¡Vosotros

matasteis personas!! ¡¡PERSONAS!! ¡No hay nada que pueda devolver un muerto a la vida! —Mira, Áxel, hay muchas cosas de las que me arrepiento, pero por aquel entonces hacía

siempre lo correcto. Hicimos lo que tuvimos que hacer. No podíamos dejar que volvierais a asaltarnos.

—¡¡No intentes dar la vuelta a la situación!! —¡Pues ambos somos unos putos monstruos! Ninguno podemos justificar nada. —Somos supervivientes. No hay nada que justificar. —Sí, los dos somos supervivientes. Entonces deberías comprender por qué hice lo que

hice. —Comprensión no implica respeto, ni perdón. Te vi disparando en la lejanía. Vi cómo tus

balas perforaban la piel de mi gente. No pude hacértelo pagar, os escapasteis demasiado pronto. No pienso dejar que vuelva a ocurrir.

—¿De verdad es más sangre lo que quieres? —Lo que quiero es menos sangre de aliados. Me da igual ver volar la sangre de mis

enemigos. Eso ya no me importa. —Entonces has perdido toda humanidad. —En absoluto. Esto es personal. Tú, tú en concreto, mataste personas que yo conocía

desde crío. Varios de mis mejores amigos murieron en ese ataque. Vasco frunció el ceño y habló entre dientes. —Entre los suministros que os llevasteis había medicinas. Mi madre estaba enferma. Y no

pudimos curarla a tiempo. —Los dos tenemos las manos manchadas de sangre. No merece la pena ni empezar a

discutir quién las tiene más empapadas. Se hizo el silencio durante unos segundos. —Entonces, ¿qué? —inquirió Vasco. —No puedo perdonarte lo que hiciste. —A mí tampoco me hace gracia perdonarte a ti. Áxel estiró el brazo y le apuntó con más precisión. Vasco, sin embargo, tiró la pistola al

suelo. —No, no pienso acabar con esto como si fuera un duelo de vaqueros. Tú y yo somos

mejor que eso.

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Áxel frunció el ceño, pero finalmente tiró la escopeta también. Empuñó el piolet. Ambos se acercaron.

—Es una pena que hombres como tú y yo no podamos llevarnos bien. —murmuró Áxel. —No, no empieces con esa mierda. Hay gente que sobrevive y gente que no. Los que

sobrevivimos chocamos con diferencias irreparables. Desde aquel día has deseado matarme, así que no intentes dignificar esta gilipollez.

—Acabemos con ello, pues. —Acabemos con ello. Se miraron unos segundos fijamente, y después Vasco atacó. Áxel interpuso el piolet a

tiempo. Las armas chocaron, las miradas cruzaron. Áxel aprovechó el filo para zarandear el machete. Cuando supo que lo tenía bloqueado, dio un giro completo y le dio un codazo en la nuca a Vasco. Este, lejos de desorientarse, también giró y le dio una patada en las costillas. Después volvió a atacar con el machete. Áxel desvió el corte con el piolet y le dio un golpe frontal en el pecho, echándole hacia atrás. Después alzó la herramienta y la bajó con rapidez, tratando de hundir el filo en la carne de Vasco, pero este se apartó justo a tiempo. El piolet no hendió más que el aire, y Vasco aprovechó par darle una patada en el vientre a su contrincante, y luego un puñetazo en la mandíbula. Mientras se echaba para atrás por el golpe, Áxel volvió a ondear el piolet y acertó con el filo en el rostro de Vasco, abriéndole una herida desde la oreja hasta la comisura del labio. Se miraron una vez más. Volvieron a cargar, las armas chocaron de nuevo, y forcejearon hasta poder separarse y Áxel le dio una patada en la rodilla, seguida de un rodillazo en el mentón. Vasco, una vez en el suelo, le hizo la zancadilla antes de que le diera con el piolet, y le tiró al suelo junto a él. Después se puso encima para intentar estrangularle, pero Áxel tenía tanta fuerza como él, y también consiguió rodear sus manos en el cuello de Vasco.

Sorní, Cashel y Nico transportaban cajas de suministros desde las afueras al ayuntamiento del pueblo. En total eran veinte esclavos haciendo esa tarea. Iban atados entre ellos por los pies, para evitar cualquier intento de huida. Iban con el torso desnudo, y en la piel de muchos se notaban las marcas de cinturones y varas estrelladas contra ella. Sorní esperó a que el supervisor entrara en el ayuntamiento, tras haber dejado todas las cajas en el suelo, para hablar en un susurro al esclavo que tenía a su lado.

—Mi grupo todavía lo está pensando, pero he de preguntártelo una última vez. ¿Estás completamente seguro de que tenemos posibilidades?

El otro, de unos veinticinco años, cuchicheó sin mirarle. —No sé cuántas, pero tenemos. Créeme, esa hora es como el ángulo muerto de sus ojos.

Si nos organizamos bien… —¡¡Nada de hablar en horas de servicio!! —ordenó con un grito el supervisor, asomado

por las puertas del ayuntamiento. El prisionero aguardó unos segundos antes de continuar. —Si nos organizamos bien, no podrán retenernos. Y créeme, algunos llevamos aquí

meses; no nos faltan razones para arriesgarnos. Sorní asintió, y no contestó porque escuchó los gritos del supervisor. —¡¡Tú!! —le llamó— ¡¿Se puede saber qué coño es tan interesante como para romper una

norma?! Se puso delante de él y le miró con cara de loco. Sorní frunció el ceño. —Lo muy harto que estoy de aguantar tus gilipolleces me parece bastante interesante, la

verdad.

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El supervisor le dio una bofetada que por poco le tiró al suelo. Sorní se levantó y enseñó los dientes con rabia.

—Pues vete acostumbrando, porque vas a estar toda tu puta vida así. —Te pediré que lo repitas cuando tengas mi pistola en la frente. El hombre alzó el puño, pero lo detuvo al escuchar la voz de Cashel. —Tú, capullo, deja de preocuparte tanto por lo que decimos y haz tu trabajo. O Trejo te

dará azotes en el culo por ser un niño malo. El apelado agitó la respiración, volvió a mirar a Sorní, y le dio un puñetazo que terminó

por tirarle al suelo y le abrió una herida en el labio. —¡¡Eh!! ¡¿Qué coño…? —gritó otro de los prisioneros. El supervisor le dio a él otro puñetazo igual de fuerte. —Os cuesta un cojón aprender la lección, ¿eh? ¡Meted esto en vuestra cabeza! ¡No tenéis

derecho a decir una puta palabra, a menos que se os dé permiso! —¡Sois unos…! —empezó otro. Al instante recibió también un puñetazo de las gigantescas manos del supervisor. —¡¿Alguien más?! —nadie habló— ¡¿No?! Así me gusta, joder. Callados como buenas

putas —Sorní se levantó y el supervisor volvió a ponerse delante de él. Sonrió para provocarle, pero él no cayó, y lo único que hizo fue escupir una mezcla de

saliva y sangre al suelo. Cuando esa misma noche, tras largas horas de trabajo y explotación, volvieron a la celda,

Ana soltó un gritito al ver su herida. —¡¿Qué ha pasado?! —Le ha plantado cara a uno de esos gorilas. —contestó Cashel. —¡¿Qué?! ¡¿Eres imbécil?! —espetó Ana. —Eso parece —farfulló Nico—. ¿Se puede saber por qué coño haces eso? —¿El qué? —inquirió su hermano. —Provocarles. Sabes que no se cortan un pelo. —Nico tiene razón. No hagas el tonto. —Así que soy el único al que le jode ser esclavo. Cojonudo. Minutos después apareció Miguel por la puerta, sudoroso y con una mejilla roja. —¿A ti también te han dado? —preguntó Cashel. —El tío se ha puesto a repartirnos a todos, porque uno se ha comido un trozo de

manzana. —respondió él. —Dios… —suspiró Dana. —El plan sigue adelante —recordó Sorní—. He hablado con Esteban esta mañana, dice

que está seguro de que tendremos posibilidades. —La cuestión no es tener posibilidades —rebatió Nico—, es tener las pelotas necesarias

para enfrentarnos a ellos sin arma alguna. —A mí otra cosa no —intervino Cashel—, pero pelotas no me faltan.

Áxel y Vasco eran bastante equivalentes en cuanto a fuerza física y destreza en combate. La pugna se alargaba bastante más de lo que ninguno habría querido, pero ambos pretendían resistir hasta que uno de los dos cayera. Tras mucho forcejear y agotar sus fuerzas, Áxel consiguió arrancar el machete de las manos de Vasco. Aunque para ello tuvo que arrojar también el piolet, así que ahora se encontraban enzarzados en un duelo a puño desnudo.

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Ninguno era más fuerte que el otro, pero ciertamente Áxel estaba más iracundo. Además, Vasco nunca quiso herir al prójimo, y en el fondo sabía que no sería capaz de acabar con él. Su rival consiguió darle un codazo en la nuca y aturdirlo lo suficiente para asestarle varios puñetazos seguidos en la cara. No cedió hasta que le dolió la mano derecha, y después le cogió de la ropa para lanzarlo contra uno de los árboles. Vasco tropezó y cayó al suelo. Se levantó con rapidez y se lanzó contra Áxel justo cuando este empuñaba la escopeta de mano. Volvieron a forcejear, y acabaron los dos en el suelo. Sin embargo, Áxel cayó encima de Vasco por un fallo de cálculo de este, y le desorientó al darle en la sien. Después se levantó, jadeando, y cargó el arma. Le apuntó justo cuando se levantaba.

Vasco supo que cualquier movimiento haría que apretara el gatillo. Estaba tan herido o más que él, pero le tenía en jaque mate.

—No me hace ninguna gracia tener que hacer cosas como estas. —murmuró Áxel. Vasco frunció el ceño. No iba a permitir que volviera a ennoblecer aquella pelea. Le

gustaba tratar las cosas por lo que son. Si había de morir, prefería no pensar en ello. En lo injusto que era. En la mala suerte que había tenido.

—Acaba de una puta vez y vuelve con tu gente. —escupió. Áxel salió del bosque minutos después de que el disparo retumbara hasta en la carretera.

Joanna le preguntó al instante, pero él no dijo nada. Prometió que lo explicaría más tarde, otro día. E impidió con una voluntad férrea que se llevaran nada del campamento. Ante las insistencias, él dio una sola excusa.

—Nosotros no nos merecemos esos recursos. Yo, desde luego, no me los merezco.

Daban las diez de la mañana y los prisioneros se preparaban en sus celdas para salir a trabajar. Pero no solo eso; aquel era el día que tenían pensado huir de Villalba. Durante semanas, elaboraron con cuchicheos y mensajes cifrados un plan que bien podría funcionar y sacarles de aquel infierno. Escucharon cómo se abrían las puertas de la nave, y tomaron ese sonido por la señal que estaban esperando. Todavía aguardaron hasta que los hombres de Trejo abrieron las celdas para atarles de manos, como todos los días. Y luego, todo se precipitó.

—¡¡AHORA!! —gritó uno de los prisioneros. Muchos de los guardias presentes se giraron por la sorpresa, y tanto Sorní como la

mayoría de prisioneros aprovecharon para golpear a los que pretendían atarles. Algunos cargaron los rifles y apuntaron, varios dispararon, mataron a algún que otro prisionero, pero la sorpresa fue tal que en apenas medio minuto los esclavos habían arrebatado las armas a sus opresores.

—¡¿Qué coño está pasando?! —espetó uno de los supervisores desde fuera. Un prisionero bloqueó la puerta de la nave justo cuando el otro intentaba pasar. Todos se

agruparon en la entrada, y miraron en silencio a los cuatro que habían resultado muertos en los primeros disparos.

—No puede haber una guerra sin pérdidas. —murmuró Esteban, uno de los dirigentes del golpe, junto a Sorní y otros cinco.

La puerta fue golpeada varias veces. —¡¡Abrid de inmediato!! Esteban miró a Sorní, este asintió, y ambos hicieron señales para que la gente se pegara a

la pared de la nave mientras ellos dos se ponían al lado de la puerta. Esteban era el que continuaba bloqueándola. Sorní se puso delante y alzó el rifle robado. Esperó unos segundos, y después hizo un gesto con la cabeza. Esteban abrió de golpe, y Sorní disparó.

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Acabó con el supervisor en un santiamén, quien por tanto no tuvo tiempo de apretar el gatillo. Sin embargo, había más hombres aguardando a sus espaldas, que dispararon a discreción en cuanto la puerta se abrió.

Sorní saltó a un lado justo a tiempo, y no resultó herido. Tuvieron que esperar un par de minutos a que la lluvia de balas cesara. Después, sin perder un instante, los que portaban los rifles robados salieron de la cobertura y disparando, sofocando en tiempo récord el intento de los guardias por detenerlos. Vieron cómo algunos de los hombres más alejados corrían de vuelta al interior del pueblo, seguramente a informar sobre la sublevación.

—No podemos perder tiempo. Tenemos que atacar ahora. —comentó Adán, otro de los dirigentes.

Esteban fue a hablar con él y Cashel aprovechó para hacerlo con Sorní. —¿Estamos completamente seguros de esto? Sorní inspiró hondo y se giró para hablar a todo su grupo en concreto. —El otro día pensé en la posibilidad de largarnos ahora, durante el combate, pero no

serviría de nada. Si esto fracasa, volverán a atraparnos. Y, si funciona, morirá gente igualmente, y no nos perdonarán haberlos abandonado.

—Y yo no pienso irme sin ver morir a Trejo. O sin matarlo yo mismo. —añadió Miguel. —Lo único que quiero es saber si estáis conformes con esto. —Qué remedio… —suspiró Dana. —Si no queréis combatir, no lo hagáis. Quedaos en la retaguardia y estad preparados para

huir. Pero yo pienso luchar. —Y yo. —asintió Miguel. —Ídem. —afirmó Nico. —Todos deberíamos luchar. —apostilló Cashel. Dana frunció el ceño. —No quería decir que me diera miedo. O sea, sí, me da algo de miedo, pero no voy a

daros la espalda. —Yo tampoco. —corroboró Ana. Sorní sonrió e inspiró hondo. —Sorní —le llamó Esteban—, ¿estáis listos? —Sí, claro que sí —aseguró Sorní, y empezó a caminar junto a él y los otros dirigentes,

seguidos por todos los prisioneros—. Deberíamos conseguir más armas. —Todos los hombres de Trejo llevan armas. —Conforme vayan cayendo, que la gente coja un rifle y se ponga a disparar con nosotros.

—aclaró Guido, el cuarto de los dirigentes.

La marea de esclavos, que sumaba unas cuarenta personas, avanzó a pasos agigantados por Villalba del Rey. Al principio, los de Trejo no sabían cómo reaccionar, y se veían superados en seguida. Tras casi una hora de refriega, la mayoría de prisioneros contaba con al menos un arma. El combate se había extendido a lo largo de varias manzanas, y ahora el bando de los opresores había recuperado la compostura. Los esclavos habían dejado de avanzar y permanecían cubiertos tras esquinas, muretes y coches. Esteban y Adán se acercaron como pudieron a Sorní.

—Trejo estará en el colegio, si no se encuentra en el frente. —informó el segundo. —El colegio está bastante lejos de aquí, está al otro lado del pueblo. —Pues es allí donde debemos ir.

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—No debemos precipitarnos —irrumpió Esteban—. Tratar de ir a por Trejo a bocajarro sería un suicidio, y estamos llevándolo demasiado bien como para arriesgarnos.

—¿Y qué propones? —inquirió Sorní. —Seguir como hasta ahora. Presionar, hacerles retroceder, eliminarles poco a poco, y

Trejo no tendrá más alternativa que rendirse. Sorní apretó los labios. —Recuerda que sus filas no son las únicas mermadas. He visto que tienen varios

francotiradores, y los más adelantados de los nuestros sufren las consecuencias. Esteban se tomó unos segundos para respirar hondamente y pensar. —Le diré a Guido y Lidia que traten de acabar con los francos. Creo que en sus grupos

hay varios tiradores muy capacitados. —Yo también puedo intentarlo. —intervino Dana, que había escuchado la conversación. —Toda ayuda es bienvenida. —asintió Esteban. Entonces alguien gritó de dolor y llamó a Adán. Este miró a Esteban, después a Sorní, y

ambos volvieron a su posición inicial. —¡¿Estás loca?! —espetó Ana a Dana. —Ana, si acabamos con esos francotiradores, todo será mucho más fácil. Nico y yo

podemos hacerlo. —concluyó, alternando la mirada entre ella y Sorní. Este observó que su hermano atendía a la conversación, algo más alejado. Al ver que le

miraba, asintió con la cabeza. Sorní inspiró hondo y resopló antes de darle su rifle a Dana para intercambiarlo por el fusil automático que esta llevaba.

—Tened mucho cuidado. —añadió. Nico volvió a asentir.

La mayoría de las casas del pueblo seguían deshabitadas, y los inquilinos de las que lo no estaban se habían rendido o habían muerto, así que Nico, Dana y los otros tiradores más hábiles lo aprovecharon para asomarse por las terrazas, los balcones e incluso los tejados.

—¿Dónde están? —le preguntó Dana a Nico, mientras se preparaban en una ventana elevada.

—Hay varios. En las fuentes, en los balcones, en las furgonetas y un par en los tejados. —Son muchos… —Pues más nos vale ponernos a ello.

El tiroteo se alargó durante casi dos horas completas. Ambos bandos empezaban a quedarse sin balas, y acabaron reservando la munición para acabar con los valientes que se acercaban más de la cuenta. La batalla había llegado al punto de mayor tensión. Pero esta situación no duró demasiado, pues apenas media hora después de que cediera el fuego a discreción, se oyeron motores y varios gritos en la entrada del pueblo. Poco más tarde, se adentraron en él varios vehículos que cambiaron por completo las tornas y decidieron un ganador indiscutible.

—¡¿Qué coño está pasando?! —espetó Esteban, al ver que los gritos no cesaban. —No tengo ni idea… —contestó Adán. —¡Están entrando! —informó a gritos uno de los prisioneros, que aparecía por una de las

calles más alejadas— ¡¡Tienen refuerzos!! Sorní abrió los ojos como platos. Entonces el bando de Trejo retomó la batalla, y una bala

perforó el pecho de Esteban. Muchos gritaron su nombre al verlo caer, pero Sorní sabía que no era momento de lamentarse.

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—¡¡Volved a cubriros!! ¡¡VAMOS!! —ordenó. Le hicieron caso. A los pocos minutos bajaron Nico, Dana y los demás. —¿Qué ocurre? —inquirió el primero. —Nos atacan a dos bandas. —contestó su hermano. —¿Estáis bien? —preguntó Ana. —Sí, nos hemos cargado a varios. —afirmó Dana. —Pero siguen habiendo. No podemos salir de las coberturas. —objetó Nico. Entonces varios coches aparecieron por las calles que previamente los prisioneros habían

barrido. De ellos salieron más hombres de Trejo, armados hasta los dientes. La mayoría de prisioneros abandonaron sus posiciones, y todo se convirtió en un caos de golpes, disparos y gritos.

Sorní consiguió arrastrar a Ana hasta ambos cubrirse tras un camión. —¡¿Qué hacemos?! —chilló la chica. Sorní frunció el ceño y miró una tienda que había cerca de ellos. —Métete ahí —ordenó. Ella abrió la boca para rechistar, pero él no le dejó— ¡¡Iré en un

momento!! ¡¡Vamos, métete!! Se aseguró de que la chica se cubría con éxito en el establecimiento, y abandonó la

cobertura del camión fusil en mano. Disparó a bocajarro a dos que notaron su presencia. —¡¡Nico!! ¡¡Cashel!! —gritó, pero nadie respondió. Participó en el tiroteo un par de minutos antes de que Cashel y Dana llegaran hasta él. —¡¿Estáis bien?! —¡Sí, sí! ¿Dónde está Ana? —preguntó Cashel. —¡En esa tienda! —su amigo asintió y corrió también al local. Sorní detuvo a Dana—

¡¿Dónde está Nico?! —¡No lo sé! ¡Estaba a mi lado, nos hemos tenido que cubrir y después no sé dónde se ha

metido! —Joder… —farfulló Sorní, alejándose de ella. Poco después apareció Ana por su espalda con una pistola en la mano. —¡Toni! ¡Toni, qué haces! ¡Te van a dar! Él le miró con cara de loco al ver que había abandonado la seguridad de la tienda. —¡¡Vuelve a la tienda!! —¡Ven tú también! Sorní se mordió el labio y volvió a mirar por última vez a todos lados. —¡¡Nico!! ¡¡NICO!! Su novia corrió hasta él, le cogió del brazo y tiró de él justo a tiempo para evitar un

balazo. —¡¡Estará a salvo en una de las casas!! ¡Vamos! Sorní se resistió unos segundos, pero finalmente cedió y ambos volvieron con los demás.

En la tienda se habían refugiado también varios otros prisioneros. —¿Dónde está Migue? —preguntó Ana. —Creía que estaba con vosotros… —murmuró Cashel. —Nico también ha desaparecido. —habló Sorní entre dientes, frotándose la nuca y

asomándose por el escaparate. Poco después, uno de los hombres de Trejo golpeó la puerta de la tienda con la culata de

una ametralladora. Sorní, Cashel y otros dos esclavos se alzaron con las armas por delante para repelerlo. Pero, antes de que el enemigo rompiera la cristalera, algo le empotró contra ella, agrietándola, y después una segunda vez, haciéndola saltar en mil pedazos. El hombre

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cayó con una brecha abierta en la cabeza, y tras él se alzó un bate que terminó estrellándose una vez más en su cráneo. El portador de dicho bate era Miguel.

—¡Migue! —espetó Cashel al verle. —He recuperado lo mío, y quería coger lo de todos, pero no he podido. Eran muchos. —¿Cómo has llegado hasta aquí desde el ayuntamiento? —A hostias. No seré rápido, pero esos tíos son moscas a mi lado. —¿Y Nico? ¿Has visto a Nico? —preguntó Sorní. —No lo he visto desde que ha empezado la batalla, como al resto de vosotros. —Joder… —resopló Sorní, volviendo a asomarse por el escaparate. —Tenemos que salir ahí fuera. —dijo uno de los otros esclavos. —¿Y que nos maten también? —cuestionó Cashel. —¿Cuál es la alternativa? ¿Esperar a que…? Una granada explotó en esa misma calle. Al instante, el sonido de un buen montón de

ametralladoras siendo disparadas cubrió todo el pueblo. Sorní observó horrorizado cómo los prisioneros que permanecían en el exterior caían uno a uno. Después se hizo el silencio. Trejo apareció, con un revólver en una mano y una lanza en la otra. Tras él arrastraron a seis de los sublevados, aturdidos y atados.

—Mierda. —murmuró uno de la tienda. —¿Qué pretende? —susurró otro.

Trejo arrastró a sus prisioneros personales hasta arrodillarlos en la calle, en una posición que pudieran verlos todos los supervivientes.

—Habéis cometido el mayor error de vuestra vida. —anunció. Se giró e hizo un gesto a sus hombres, y estos arrastraron otros tres rebeldes hasta

ponerlos junto a sus homónimos. Uno de ellos era Nico. —No creo que… —empezó Trejo, pero la voz de Sorní le interrumpió. —¡¡Suéltalo!! ¡¡Suéltalo, o te juro que te…!! Antes de que pudiera llegar a Trejo, uno de los hombres de este le embistió en carrera y le

inmovilizó de la misma manera que el resto de enemigos habían paralizado a todos los prisioneros.

—Cierra el puto pico y aprende a pagar por tus errores —ordenó Trejo—. Como iba diciendo… no creo que nadie en toda la historia haya cometido una cagada semejante. Ni siquiera la Revolución Francesa, si hubiera fracasado, habría sido tan cagada. Me voy a ahorrar el discursito e iré directamente al grano: necesitáis escarmentar —quitó el seguro del revólver y disparó al primero de los prisioneros—. Y se escarmienta con castigos —disparó al segundo—. Oh, y no penséis que este es vuestro castigo. No, esto es el precio. Vuestro castigo tendría lugar en los tiempos venideros. Esto es tan solo para vuestro deleite visual, las consecuencias de vuestra rabieta —disparó al tercero—. No sois nadie —disparó al cuarto—. ¿Lo veis? Puedo mataros como si nada, así de rápido, porque no sois nadie —disparó al quinto—. Sois esclavos. Mis esclavos, los esclavos de este pueblo, de esta comunidad. Sois trabajadores. Ya está. No sois personas —disparó al sexto. Quedaban tres, incluyendo a Nico—. Sois máquinas que, por desgracia, necesitan ser alimentadas y de vez en cuando se les cruza un cable. Pero, como veis, eso no significa nada. Os mato con mi puto revólver, y asunto arreglado. Ni siquiera sé cómo os llamáis. Tú, por ejemplo —miró al séptimo—. ¿Se puede saber cómo te llamas? No, espera —le disparó en la cabeza, como a los anteriores—. ¡No me importa! ¡No me hace falta hacer de esto una tragedia, porque solo lo es para vosotros! —disparó al octavo— Así de rápido, así de simple, me he cargado a ocho

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personas… no, esclavos; eso es, esclavos. Me he cargado a ocho esclavos en menos de un minuto. Y me da igual, me importa una mierda haberlo hecho. Es más, es así como tiene que ser. Porque de haber dado un discurso reflexivo, de haber explicado las cosas, habría hecho de estos esclavos una especie de mártir. Y no, eso no es lo que quiero. Por ahí sí que no paso. —apuntó a Nico.

—¡¡POR FAVOR, NO!! —gritó Sorní con todas sus fuerzas. Trejo solo detuvo el dedo por reconocer su voz. —¿Ya estamos? —¡¡NO LE HAGAS DAÑO!! ¡¡MÁTAME A MÍ!! ¡¡Si lo que quieres es matar, mátame a mí!! El corazón de Ana se detuvo durante un instante. Trejo sonrió. —¿Y quién cojones eres tú para ofrecerte de esa manera? No sabía que los de tu grupo

estabais tan unidos. —¡Es mi hermano! ¡¡Déjalo ir, y tómame a mí!! Trejo acentuó la sonrisa. —El amor entre hermanos. Puede que el amor maternal sea el único superior a ese.

¿Cómo te llamas tú? Sorní se mordió el labio. —Antonio Sorní. —Muy bien, Antonio. Pues tú lo has querido. Acércate, no quiero que salpiques de sangre

al resto de tus camaradas. El interpelado aguardó unos segundos, pero ni siquiera tuvo oportunidad de terminar de

decidirse. El hombre que le había atado le empujó para acercarle a Trejo. Sorní vio cómo le apuntaba con el revólver. Una infinitud de cosas le pasaron por la mente. Pero, por encima de todo, destacaba el nombre de Ana Castellanos. Un nombre que luchaba de manera indiscriminada con el de Nicolás Sorní. Novia, hermano. Las dos personas que más quería en el mundo. Las únicas dos personas entre las que no podría decidir si salvar a una o a otra. Así que, ante la duda, les salvaría a los dos. Al menos, por el momento. Lo único que lamentaba era no poder despedirse de ellos.

Ana gritó. —Una pena. Una verdadera pena. —rio Trejo, posando el dedo en el gatillo una vez más. Pero el grito de Nico le sobresaltó. Se giró justo para recibir la embestida del muchacho

de lleno. Ambos cayeron al suelo y rodaron varios metros. Sorní, aterrado, intentó correr a ayudar a su hermano, pero el gorila de antes volvió a inmovilizarle. Varios hombres de Trejo apuntaron a Nico con las armas, pero su líder les detuvo con un gesto mientras luchaba con el chaval. Claro que, maniatado, las posibilidades de Nico por vencer se vieron reducidas a la nada en cuestión de segundos. Aunque le había hecho tirar el revólver, Trejo conservaba la lanza. Se zafó de él sin apenas esfuerzo y le dio una patada en la mandíbula para volver a tirarlo al suelo. Nico se esforzó por erguirse para volver a la carga. Cuando se giró, notó una sacudida y algo que le cortaba la respiración. Miró hacia abajo, y sintió el más profundo de los horrores cuando observó la lanza de Trejo atravesándole el vientre. El psicópata la retiró y le dio una patada que volvió a tirarle al suelo. Recuperó el revólver, lo cargó y le apuntó a la cabeza. Nico sabía que la herida que le había hecho con la lanza era suficiente para acabar con su vida, pero aún así volvió a sentir la mezcla de ira, tristeza, terror y debilidad. Quiso gritar el nombre de su hermano, pero el revólver gritó antes.

Sorní sintió que media parte de su ser se partía en mil pedazos, se desgarraba, se cortaba en finas tiras, ardía hasta desvanecerse, se esfumaba. Dejó escapar el grito más inhumano, el

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alarido más roto que nunca había producido su garganta. El instinto le dominó. Dio un cabezazo hacia atrás y se libró de su raptor. Después corrió hacia Trejo y le dio una patada en la cadera que le hizo gritar de dolor y arrodillarse. Pero él también iba maniatado.

—Ah, no. No pienso incluir en esto el asesinato de dos hermanos. Mejor que escueza todo lo posible.

Trejo recuperó la compostura y le tiró al suelo con una zancadilla. Después le cogió del cuello para levantarle.

—Te mataré. —prometió Sorní. Después recibió un tremendo golpe en la nuca que le dejó inconsciente.

Dani empezó a notar los síntomas de la fiebre tras varios días vagando él solo. Tiempo atrás ya tosía, pero una mañana se despertó con dolor de cabeza. Lo primero que le pasó por la mente fue que quizá había sido arañado por un hueco y no se había dado cuenta, pero él mismo inspeccionó su cuerpo varias veces, sin encontrar una sola herida más que las que ya tenía desde la pelea con Tomás. Sin embargo, el hecho de ponerse enfermo no dejaba de ser preocupante, teniendo en cuenta que ya se encontraba bastante débil por la falta de alimento, cansado por la falta de sueño y las huidas y, por supuesto, que no contaba con ningún tipo de medicina. De vez en cuando conseguía cazar alguna liebre o un pájaro, pero el poco alimento que constituían no compensaba el esfuerzo.

Para colmo, no paraba de encontrar muertos, con los que no podía combatir porque necesitaba reservar las pocas fuerzas que le quedaban.

—Sobrevivo casi ocho meses completos. Intento liderar un grupo que siempre me ha tomado por el pito del sereno. Veo a muchos de mis amigos morir. Yo mismo mato a uno de ellos. Me he visto más de una vez rodeado de muertos andantes. Y ahora yo voy a morir, de un puto resfriado.

No se lo tomó en serio hasta varios días después, cuando en la carretera se encontró con un muerto. Intentó luchar contra él, más que nada para comprobar su estado físico, pues en caso de emergencia contaba con el revólver. Se acercó a él con el atizador en mano. Lo alzó y trató de clavarlo en su cráneo. En su lugar, lo enganchó en la parte inferior del cuello. Tosió. Estiró y zarandeó, haciendo que cayera al suelo la manta que usaba como abrigo extra. Finalmente retiró el atizador y retrocedió varios pasos. Sorbió sus mocos y tosió una vez más. Entrecerró sus ojos rojizos y trató de concentrarse. Lanzó otro golpe, y lo clavó en el cráneo del muerto, pero este seguía moviéndose. Nervioso, Dani comprobó que no lo había hundido lo suficiente, no por nada, sino porque no tenía la fuerza suficiente para hacerlo. El propio brazo le pesaba, y ondear el atizador se había convertido en una proeza más similar a mover un saco de arena que a hacer bailar un estoque. Volvió a estirar y a zarandear su arma, pero al ver que no conseguía retirarla, la soltó y retrocedió con más rapidez. A medio camino, se mareó, tropezó y cayó contra el quitamiedos. Tosió y resopló, decepcionado consigo mismo a la par que asustado por su estado. Empuñó el revólver, se giró y disparó justo cuando le alcanzaba el muerto. El cadáver cayó sobre él, pero solo tuvo fuerzas para echar la cabeza a un lado. Hizo un esfuerzo sobrehumano para quitárselo de encima. Se levantó, volvió a toser, volvió a sorber los mocos y se le nubló la vista. Se apoyó en el quitamiedos. Lentamente, sin movimientos bruscos, comprobó sus suministros. Contaba con menos fiambre del que le gustaría, dos rebanadas de pan de molde, una botella de agua medio vacía y una barra de chocolate. Exasperado, sacó la botella y la puso sobre su boca. Cayó un ínfimo chorro de agua, después un par de gotas, y se hubo terminado todo el

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agua que tenía. Un recurso, por otra parte, que siempre les había costado a horrores conseguir, incluso cuando estaban todos juntos.

Se fijó en el tremendo dolor de cabeza que todavía le atacaba. Se tocó la frente. No tenía termómetro, pero fácilmente podría rozar los cuarenta grados. Todo le costaba, Las cosas pasaban más lentas de lo normal y le dolía al tragar. Es decir, que para colmo, seguramente no contaba con tan solo una fiebre. Y no sabía cuán preocupante resultaba eso teniendo en cuenta que ni siquiera le quedaba agua y ya había estado a punto de morir por un simple hueco. Lo que más le asustaba era el hecho de que, desde que se adentraron más de la cuenta en Castilla la Mancha, el número de muertos había aumentado considerablemente, y todavía más con la llegada de los primeros días de buen tiempo. Sonaba demasiado idílico que no fuera a encontrarse con un grupo grande en los próximos días.

—Tienes que comer algo. —insistió Ana, volviendo a poner delante de Sorní su ración de comida.

Él no contestó. La chica suspiró. No sabía qué hacer con él. Habían vuelto a meterlos en las celdas, solo que ahora incluso allí estaban maniatados, y los guardias que les sacaban eran muchos más. Además, la mayoría de prisioneros, como castigo, había recibido golpes de cinturones y palos de madera. Muchos tenían heridas bastante severas en la espalda y en los brazos. Sorní era uno de ellos. Desde la muerte de su hermano, no había abierto la boca. Algo comprensible, por una parte, pero contraproducente, por otra. Dana se acercó a Cashel, que permanecía en una esquina, mirando los rayos de luz que entraban por una de las ventanas superiores.

—¿En qué piensas? —le preguntó. Cashel inspiró hondo. —En Lucía. En David, en Luis, en Gabri, en Alba… pero sobre todo en Lucía. Hemos

estado tan ocupados que no me había parado a pensar con detenimiento en ella. Voy a echarla de menos.

—Era una de las mejores chicas que he conocido. —suspiró Dana, apoyándose también en la pared.

—No tenía un ápice de maldad. Joder, hasta Dani tenía más maldad que ella —Dana sintió que una parte de ella se encogía al oír el nombre del chico—. Éramos amigos desde los quince años. No mucho, teniendo en cuenta que a Dani, Sorní y los demás les conozco desde antes de los doce, pero… no es lo mismo.

Dana guardó silencio unos segundos. —Das por hecho que Dani sigue vivo. Cashel se giró y no pudo evitar una risa seca, corta, irónica, amarga. —¿Tú no? Ella apartó la mirada. —Prefiero ponerme en lo peor. —Lo peor que puede pasar es que no volvamos a verlo. Porque de ser así, da igual que

esté vivo o muerto, porque nosotros no lo sabremos.

Ana volvió a intentar convencer a Sorní para que comiera esa misma noche. —Vas a morir de hambre si sigues así. Al ver que no contestaba le arrimó el mendrugo de pan a la boca, y él lo apartó de un

manotazo. La chica frunció el ceño. —¿¡Por qué eres así!? —chilló.

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Él le miró seriamente. —Acabo de perder a mi hermano. —¡Y yo lo perdí hace meses! —Ana hizo una pausa y bajó el volumen al ver que algunos

les miraban— Cuando entramos a mi casa y vimos la nota, quería morirme. De verdad que quería morirme. Tú me abrazaste, hiciste que parara de destrozar la habitación. Luego me pediste que no hiciera ninguna estupidez, que me quedara contigo. ¿A caso no lo he hecho? —Sorní bajó la mirada—. Te necesito. De verdad que te necesito. Sin ti, no tendría una sola razón para vivir. Y este mundo es una mierda, puede parecer que no merezca la pena vivir en él, pero este grupo, Dani, Cashel, Dana, Miguel, todos ellos, me han demostrado que sí la merece. Por eso no quiero morir. Pero para no morir, te necesito. Por favor, no dejes que esto te consuma.

El chico volvió a mirarle con los ojos humedecidos. —Somos esclavos de unos psicópatas. Esto no es vida. Ana pensó por un instante que su novio tenía razón, pero después recordó el empeño que

todo su grupo había puesto en mantenerse con vida en numerosas ocasiones. Volvió a coger el mendrugo de pan.

—Saldremos de esta. Ya lo verás. Sorní alternó la mirada entre ella y el panecillo, y finalmente lo cogió para comer.

El grupo de Áxel se había vuelto frío tras las adversidades vividas en la última temporada. Lo único que hacían era viajar en dirección a Madrid, siguiendo a Marcos, que lideraba la marcha. El ánimo de Axel se había apagado casi por completo.

Un día, cerca de la carretera vieron una caseta abandonada. Lo que les llamó la atención fue el gran número de muertos que la rodeaban, la mayoría de ellos aporreando la puerta. Marcos preguntó a Áxel con la mirada.

—Tiene que haber algo dentro. —comentó Anabel. —O alguien… —murmuró León. Áxel empuñó el piolet. —¿Qué? —espetó Joanna al verlo— No, espera, ¿pretendéis de verdad meteros ahí? —León, Anabel, venid conmigo. Marcos, cúbrenos las espaldas. —ordenó Áxel, y acto

seguido empezó a caminar. Anabel le siguió primero, con el machete en la mano derecha, y después León. Marcos

suspiró y empuñó su rifle. Joanna volvió a quejarse, pero no le sirvió de nada. Los muertos sumaban algo más de una docena, pero consiguieron deshacerse de ellos con

facilidad, llamando su atención para separarles del gran grupo y rematándoles uno por uno. Marcos acabó con el último de los huecos, y se reunieron en la entrada a la caseta. Áxel indicó a Marcos que se pusiera frente a ella, con el arma alzada. Él mismo intentó abrir la puerta, pero estaba bloqueada. Hizo ademán de forzarla, pero León la embistió sin previo aviso y la puerta cedió. Cuando él y Áxel se adentraron en la caseta, vieron la silla destrozada que antes bloqueaba el paso.

—Por eso seguían ahí los muertos —murmuró Marcos—. Notaban que algo hacía fuerza para impedirles entrar, y creerían que era algo vivo.

—Ya, pero algo tuvo que traerles hasta aquí. —objetó León. Áxel le dio un codazo para que guardara silencio. Después señaló con el piolet al interior

de la caseta, que estaba casi a oscuras, y todos vieron una figura humana tirada en el suelo, cubierta con una manta maltrecha hasta media cabeza. Áxel miró a Marcos y éste asintió.

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Empuñó su pistola y avanzó con cautela. Dio varios golpes leves al cuerpo, pero no se movió. Anabel suspiró con alivio.

—¿Está muerto? —susurró Joanna, sin saber muy bien si era una pregunta o una afirmación.

Áxel frunció el ceño al ver el extremo de un atizador asomar por la manta. Todavía con sumo cuidado, volteó poco a poco el cuerpo, y abrió los ojos como platos al retirar la manta y reconocer el rostro de Dani Vancosta, con una expresión compungida y todo sudado.

—Joder. —murmuró. —¿Qué ocurre? —Dani. ¡Dani! —gritó, zarandeando al chico, de manera fútil— ¡¡Dani!! ¡No me jodas,

Dani! ¡¡VANCOSTA!! Joanna se tapó la boca con las manos por el horror. Áxel continuó zarandeando el cuerpo

de Dani. —Áxel. —le llamó León, pero él hizo caso omiso. —No, no, no… —repetía, en voz baja. —Ax. Es inútil. —intentó detenerle Marcos. Pero él no desistió. Se levantó bruscamente, se giró y le apartó de su camino a la par que

casi gritaba: —¡No! Él no, maldita sea. Él no va a morir. Salió de la caseta y volvió apenas dos segundos más tarde con su botella de agua en las

manos. Después vertió su contenido sobre el rostro de Dani. El chico empezó a abrir los ojos muy lentamente, como si pesaran tanto como un yunque. Joanna dejó escapar un gritito de sorpresa.

—¡Lo sabía! ¡Dani! ¿Estás bien? Tienes la frente ardiendo. —espetó Áxel, ayudándole a erguirse.

Dani puso los ojos en blanco y tosió muy fuerte. Escupió algo de sangre. —Áxel… —balbució. —Sí, estoy aquí. Estamos aquí. ¿Qué te ha ocurrido? —Tiene fiebre. Muy alta. —informó Joanna tras poner la mano en la frente de Dani. Este hizo un esfuerzo por levantarse con la ayuda de Áxel. Ni siquiera sabía bien qué

estaba ocurriendo de lo mareado que se encontraba. Su amigo le tendió la botella de agua y él se bebió lo poco que quedaba en el interior.

—Tranquilo, te curaremos. ¿Te han mordido? Dani volvió a toser. —No lo sé… No, creo… creo que no. Marcos ayudó a Áxel a cargar con el chico. —Está moribundo. —murmuró. —Pues haremos que deje de estarlo. Él no va a morir. —repitió Áxel. —Tenemos algo de medicinas en mi mochila. —comentó Joanna. —Vamos a la carretera. Joanna, prepara lo que puedas. —¿Merece la pena gastarlo todo en él…? —inquirió Anabel. Áxel le lanzó una mirada asesina. —Claro que sí. —Sólo digo que, si al final no sobrevive… —Sobrevivirá. —aseveró Áxel. Y no volvieron a replicarle.

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—Míralos. —farfulló Miguel, mientras caminaba al lado de Cashel, ellos y varios esclavos más transportando cajas desde el ayuntamiento al colegio.

Se refería a dos capataces que les vigilaban desde lejos, comiendo cada uno un bote de lentejas.

—Me dan asco —contestó Cashel, con el ceño fruncido. Miguel escupió al suelo—. Tienen mil botes de esos, que podrían alimentar cada uno a tres de los nuestros, y sin embargo no nos dan más que pan y agua.

Miguel iba a contestar, pero se chocó con el que tenía delante. Hizo ademán de reprocharle el frenazo, pero después vio que toda la larga fila de esclavos se había detenido. Y, con ellos, el supervisor que les guiaba. Estaba hablando por su walkie-talkie con algún compañero suyo, y tenía expresión de preocupación. Se oyeron varios disparos lejanos, en dirección a la salida del pueblo. El supervisor susurró algo por el aparato y después ordenó con un grito que retomaran la marcha. Cashel y Miguel cruzaron las miradas, pero no dijeron nada.

Conforme avanzaban, los disparos se hacían más frecuentes. El supervisor comenzaba a perder los nervios.

—¡Me importa una mierda! ¡Esperaos a que termine con esto y luego los llevaré! —pudieron escucharse los gritos del que sujetaba el otro walkie-talkie— ¡¡Pues lidiad con ello, joder!! —más gritos impregnados de sonido estático sonaron— Joder, vale, se lo diré cuando estemos en el colegio. ¡Lo he entendido, maldita sea!

Y volvió a colgar el aparato en el cinturón. Mandó que aligeraran la marcha. Cuando llegaron al colegio y los esclavos empezaron a colocar las cajas, el supervisor se alejó para hablar con Trejo. Miguel aprovechó para hablar en susurros con Cashel, aprovechando que el par de vigilantes que acompañaban al supervisor les ignoraba.

—Parece que tienen problemas. —No lo sabemos. —Has oído los disparos. Y ese tío parecía bastante airado. Yo creo que está bastante claro. Cashel apretó los labios y se cercioró una vez más de que no les escuchaban. —¿Y qué quieres decir con todo esto? —Que sus problemas son nuestras oportunidades. Cashel bufó. —Viste lo que nos hicieron a Sorní y a mí. Y a Adán, y a los demás. No podemos

jugárnosla; la próxima vez no serán tan indulgentes. —No me puedo creer que te estés rindiendo. —No me estoy rindiendo —gruñó Cashel—, estoy siendo realista —el supervisor volvió a

la recepción del colegio y llamó su atención con varias palmadas—. Hay que estar absolutamente seguros antes de hacer nada.

—¡¡Muy bien, se acabó el almacenamiento por hoy!! ¡¡Marchad a la entrada del pueblo y ayudad en la defensa!! —nadie movió un dedo— ¡¡VAMOS!!

Los esclavos se miraron entre ellos, esperando que alguien realizara la pregunta que finalmente formuló uno de ellos:

—¿En la defensa contra qué? El supervisor inspiró para contener su ira. —¡¡Contra tu abuela, la de Cuenca!! ¡¡Pues contra quién va a ser!! —varios de los

prisioneros se adelantaron un paso hacia el ala oeste del colegio, donde guardaban armas de fuego por doquier, pero el supervisor les detuvo con otro grito— ¿De verdad pensáis que os vamos a dejar armas de fuego en las manos?

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—¿Y cómo pretendéis que luchemos contra ellos, pues? —inquirió Esteban, desafiante. —¡Me importa una mierda! ¡Si tenéis que hacer de cebo, lo hacéis! ¡¡MARCHANDO!!

Contra la entrada de Villalba se agolpaban más huecos de lo que la mayoría imaginaba. Pero no era eso lo que les presionaba, pues con paciencia podrían lidiar con ellos; era la enorme turba de muertos que avanzaba hacia ellos en la lejanía. Los esclavos estaban al frente de la batalla, combatiendo con palos y herramientas gastadas, mientras que los “civiles”, como los denominaban Trejo y los suyos, se situaban en la muralla, disparando a bocajarro.

En un momento sin trajín, Cashel se topó con Adán. —Son demasiados. —le dijo. —Podremos con ellos. —No, no me refiero a estos —señaló hacia delante con la cabeza—. Aquellos son

demasiados. Adán frunció el ceño y se mordió el labio inferior. —¿Propones algo? —inquirió. —Todavía no estoy seguro. ¿Dónde está Sorní? Adán señaló con el dedo, y Cashel siguió su dirección. Encontró a su amigo justo cuando

hundía su vara de madera en el cráneo de uno de los muertos. —¿Dónde está Ana? —le preguntó, al no ver a la chica cerca de él. —Está en el otro lado. Los cabrones nos han separado a propósito. —contestó Sorní, sin

apartar la mirada del frente. —¿El otro lado? ¿Hay más en la otra entrada? —Nos tienen rodeados. Ella y Dana han ido a la otra puerta, pero a mí me han mandado

aquí. Migue está también por aquí. —Lo sé, venía conmigo desde el colegio. —¿No habéis visto a Ana al venir? La otra entrada está cerca del colegio. —No, ni siquiera sabía que allí también tenían problemas. Pero tranquilo, si está con

Dana, no hay nada que temer. —Tengo que llegar hasta ella. Cashel se tomó un momento para respirar hondo y pensar con detenimiento. Finalmente

tomó una decisión. —Ve a por Migue e id justo delante de la puerta. Yo tengo que hablar con Adán. Sorní quiso pedirle más detalles de lo que tenía en mente, pero confió en él. Asintió y se

separaron. Cashel corrió de vuelta a donde había visto a Adán. Preguntó por allí, y un esclavo le

señaló el camino para encontrarlo. Mientras corría se deshizo de un muerto con la enorme piedra que sujetaba. Cuando encontró a Adán, supo que no podían perder el tiempo. El chico había sido mordido en un costado, justo debajo del brazo derecho.

—¡¿Qué coño ha pasado?! —espetó Cashel, tirando la piedra y ayudando a otros dos esclavos a retirarlo del combate mientras el resto se ocupaba de los muertos más adelantados (que cada vez eran más).

—Estaba con uno de esos cerdos —explicó Adán, intentando no perder la compostura—, he tropezado al acabar con él y otro se me ha echado encima. No he podido hacer nada.

Cashel dio un puñetazo al suelo de la rabia. —Estos cabrones… —farfulló, mirando a los que había en lo alto de la muralla.

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—Eh, tranquilo —le calmó Adán, levantándose—. Tampoco tenía nada por lo que mereciera mucho la pena vivir. Pero tú sí. Tienes que sacar a tu grupo de aquí.

Cashel suspiró y se fijó en que la gran marea de muertos ya se les había echado casi encima, aunque los supervisores no habían ordenado ningún cambio de planes.

—Venía precisamente para eso. Tenemos que aprovechar la marea para sublevarnos. —No, dejaos de gilipolleces, no os sublevéis, no intentéis hacer esto vuestro —avanzó

hasta él y le puso la mano en el hombro—. Coge a tu gente, aprovechad vosotros y todos los demás la marea de muertos para entrar al pueblo, y después salid por el otro lado. Huid.

—En el otro lado también hay muertos. Estamos rodeados. —Los guardias y los prisioneros de allí habrán atraído la atención de todos los fiambres

hacia la puerta. Pero esa no es la única salida; las vallas del colegio de Trejo dan directamente al campo.

Los ojos de Cashel se iluminaron con ese rayo de esperanza. —¿Cómo hacemos para entrar? Adán sonrió. —Sé perfectamente cómo hacerlo.

Los tiradores de la muralla estaban tan concentrados en disparar a los muertos que no se fijaban en los esclavos, hasta que uno de los supervisores vio algo que le alertó.

—¿Qué coño hacen esos? Los de su alrededor siguieron su mirada, y observaron también cómo, poco a poco, todos

los esclavos se untaban las tripas de los muertos por la ropa. Muchos vomitaron, algunos incluso se desmayaron, pero en poco tiempo la mayoría estuvo embadurnada en vísceras de huecos.

—¡¡Eh!! ¡Dejaos de estupideces! —les gritó el supervisor— ¡Seguid arrancando cabezas, joder! ¡Si entran, desearéis estar muertos!

Sus palabras calaron en muchos de los prisioneros, pero casi todos los que no habían terminado de pringarse en entrañas le hicieron caso omiso.

—Aguardad. —les decía Cashel a cada uno de los esclavos conforme pasaba a su lado. Así continuó ordenando hasta volver con Sorní y Miguel. —¿Funcionará? —Sólo tenemos que permanecer quietos, que los tiradores llamen su atención, y los

muertos se olvidarán de nosotros en seguida. No pueden olernos con toda esta mierda encima de nosotros, así que bastará con no hacer movimientos bruscos.

—¿Y Adán? —inquirió Miguel. —Le han mordido —contestó Cashel, impasible—. El plan lo sabe ya casi todo el mundo.

Cuando estén casi encima de nosotros, nos quedamos totalmente quietos, sin previo aviso. Los disparos de los guardias bastarán para distraerlos y apartarlos de nosotros. Cuando nos hayan alcanzado, entramos en Villalba. Entre los muertos y todos nosotros, la confusión será tan grande que los de Trejo no sabrán qué hacer, y tendremos vía libre.

—¿Y después qué hacemos? —Yo tengo que encontrar a Ana. —irrumpió Sorní. —Sí, lo sé, tranquilo. Mirad, no hay manera de “ganar” esta batalla. O la gana Trejo, o la

ganan los muertos. Lo que debemos hacer es huir. —¿Pasar por la otra puerta? Se supone que está también infestada de huecos.

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—No, por el colegio. Las vallas traseras dan al campo. Si somos rápidos podremos alejarnos de aquí con tiempo más que suficiente.

Cruzaron las últimas miradas antes de asistir y prepararse para el choque con los muertos.

Tal como Cashel había dicho, los disparos de los guardias no tardaron en trasladar la atención de los huecos de los esclavos a ellos mismos, pero aún así, los primeros estaban tan cerca de los humanos que muchos murieron al primer impacto. Pero no había vuelta atrás. Cashel apuró todo el tiempo que pudo antes de dar la orden, pero vio por el rabillo del ojo cómo los supervisores ordenaban a los guardias que cerraran las puertas del pueblo.

—¡Ahora! ¡¡AHORA, VAMOS!! ¡¡Corred!! ¡Todos adentro! —se apresuró a ordenar al resto de esclavos.

Lo que ocurrió a continuación confirmó los temores de los hombres de Trejo; la gran cantidad de esclavos avanzó como una avalancha contra las enormes vallas de entrada a Villalba, y tan solo por su magnitud ya impidieron que se cerrara. Una vez más, todo se convirtió en un caos. Los muertos se centraron sobre todo en los guardias que todavía disparaban; los restantes olvidaron a los esclavos y corrieron, muchos sin éxito, para salvarse; los supervisores pusieron todos sus esfuerzos en acabar con los esclavos, pero los muertos eran demasiados; muchos esclavos murieron a causa de los huecos, por correr y gritar, lo que les delató a pesar de estar embadurnados en sangre y tripas; los más sensatos, como el grupo de Cashel, se desperdigaron por todo el pueblo.

Poco después estuvieron cerca de la otra entrada, donde estarían Ana y Dana. Sin embargo, esta también había sido derrumbada, y otro enorme número de muertos se había adentrado en Villalba.

—¿Por qué siempre atacan tantos a la vez? —inquirió Miguel. —Se juntan poco a poco. Un disparo, una piedra, un grito… y al cabo del tiempo forman

grupos enormes que persiguen el más mínimo ruido que oigan, todos a la vez. —explicó Cashel.

Sorní, presa del pánico, empezó a correr. Los otros dos le siguieron de cerca. Como no veía a su novia, empezó a gritar su nombre. Empezaba a sentir que se ahogaba en su propia tensión cuando escuchó la voz de Dana llamándole. Los tres corrieron hacia ella. La encontraron, a ella y a Ana, cubiertas tras una furgoneta. Sonrí abrazó a su chica en cuanto la vio, emocionado, a pesar de estar pringado en vísceras.

—¿Estáis bien? Vais llenos de sangre. —comentó Dana. —Es para que los muertos nos confundan, así hemos podido entrar la mayoría. Pero ahora

no hay tiempo, tenemos que salir de aquí. —¿Cómo? —inquirió Ana— Las murallas son demasiado altas, y está todo lleno de

muertos. —Por el colegio.

La mayoría de los hombres de Trejo se habían atrincherado ya en él. Cuando Cashel y los demás llegaron, les negaron la entrada, para su sorpresa. Mientras Sorní insistía a gritos que abrieran las puertas, Cashel aprovechó para separarse del grupo y pensar con claridad. Poco después, vio que uno de los guardias del pueblo intentaba arrancar un coche. Llamó a Miguel, señaló el vehículo y no requirió explicación alguna para hacerle entender sus intenciones. Mientras su amigo corría hacia el coche para arrebatárselo al guardia, Cashel volvió con Ana y Dana.

—Apartaos de la puerta. ¡Ya!

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Y sin decir una palabra más, se alejó para ir también al coche. Cuando llegó, Miguel ya se había deshecho del enemigo con el bate, que había vuelto a recuperarlo.

—Ocúpate de que no se acerquen más de la cuenta. —le dijo, señalando con la cabeza los muertos que se les acercaban por la calle.

Después, Miguel se apartó de su camino y Cashel arrancó el vehículo. Tuvo que intentarlo varias veces, pero finalmente rugió el motor. Comprobó que Sorní y las chica se habían apartado de la puerta, e hizo lo que, en el fondo, siempre había deseado hacer. Se puso el cinturón, pisó el acelerador a fondo y aumentó la velocidad todo lo que pudo. Golpeó de frente la puerta del colegio, y la hizo añicos tanto a ella como las dos tablas que la bloqueaban. Aturdido, se esforzó por recuperar la compostura y salir del vehículo. Se agachó justo a tiempo para evitar el disparo de uno de los hombres de Trejo. Buscó la pistola en su cinturón, pero antes de que pudiera encontrarla Ana acabó con su atacante. Ella y Dana acababan de entrar en el colegio, pero Sorní y Miguel seguían combatiendo en el exterior. Cashel sacudió la cabeza para terminar de recomponerse y vio entonces que intentaban retener los muertos que habían llegado hasta ellos. Una vez más, eran demasiados. A gritos les ordenó que se reunieran.

—¡Hay que llegar al patio de atrás! —chilló Dana. Ella y Sorní hicieron ademán de empezar a correr por el pasillo, pero en el fondo, de

derecha a izquierda, vieron correr a Trejo. Tras él apareció otro montón de muertos cuya atención llamaron al instante los disparos del grupo. Sorní gritó el nombre de Trejo con una rabia infinita y empezó a correr en su dirección, pero Miguel consiguió retenerle.

—¡Es un suicidio! —¡¿Qué hacemos?! ¡¿Cashel?! —¡A la cafetería! ¡Por aquí! —gritó el susodicho, guiándoles por el pasillo de la derecha. Entraron en el café del colegio y atrancaron la puerta, primero con una barra de metal y

después con varias mesas. Intentaron recuperar el aliento, pero los nervios estaban a flor de piel, y la tensión les

presionaba cada vez más. Descubrieron que allí no tenían escapatoria; las ventanas tenían rejas demasiado gruesas.

—¿Y ahora qué? —preguntó Ana. Sorní dio tal patada a una mesa que la volcó. Cashel terminó de jadear y se irguió. —¿Qué coño hacía Trejo ahí? —inquirió Dana. —Iba al gimnasio —respondió el moreno—. Los de mi grupo de esclavos hemos estado

aquí varias veces. Él iba hacia el gimnasio, desde el taller de tecnología. Supongo que tendrían encerrados ahí a todos esos muertos y por eso siempre permanecía cerrada. Nunca he llegado a subir al piso de arriba.

—Estamos jodidos. —murmuró Miguel. —Romped las ventanas y mirad a ver si podemos hacer algo con los barrotes. —propuso

Cashel. Ana y Dana se pusieron manos a la obra al instante, pero Miguel le miró con el ceño

fruncido. Los dos sabían que era inútil. Y las chicas también eran conscientes, pero en aquel momento tenían el optimismo del que Miguel carecía. Esa carencia le hizo adivinar que Cashel tenía otro plan en mente, pero no dijo nada y fue con las otras dos. Cashel aprovechó para hablar con Sorní a solas, sin que les escucharan.

—Tengo un plan. El otro evitó mirarle a los ojos en todo momento, tan airado estaba contra Trejo y su

pequeño imperio de esclavitud que no podía parar de moverse y dar puñetazos a las mesas.

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—No hay nada que podamos hacer. Estamos atrapados. —Tenemos que abrirnos camino. —Es una locura. No llegaríamos más que a la mitad del pasillo central. —Exacto. Sólo necesitamos una distracción que les aparte de nosotros. El taller de

tecnología tiene ventanas sin rejas. Por ahí podríamos salir. —Cashel, se nos han agotado los recursos. No tenemos coches que estrellar; los muertos

saben que estamos vivos y las tripas que nos hemos restregado ya no sirven para nada; el resto de esclavos y guardias de Trejo están desperdigados por todo el pueblo, pues no han caído en la posibilidad que nosotros hemos encontrado. Ahora solo nos tenemos a nosotros mismos.

—Eso es precisamente a lo que me refiero —Sorní le miró, primero con incertidumbre y después con pesadumbre; le pedía con la mirada que siguiera explicándose, pero en el fondo no quería que lo hiciera—. A mí ya no me queda nada.

—No, no, no. Rotundamente no. —refutó el otro al instante. —Sorní, estoy dispuesto, me da igual morir. —Ni de coña, Cashel. Primero perdí a Dani, y ahora he perdido a mi hermano. No quiero

perderte a ti también. —Si quieres salir de aquí con vida, habrá que perder a alguien. Tú mismo lo has dicho: se

nos agotan los recursos. —Eres uno de mis pocos mejores amigos, de toda la vida. Eres mi mayor amigo, de todos

los que quedamos. No voy a permitir que te sacrifiques. Ninguno podemos permitirnos perderte.

—¡¿Y qué coño quieres hacer?! —gritó en susurros— ¡¿Vas a convencer a Migue para que se sacrifique él?! ¡¿O a Dana?!

—Nadie se va a sacrificar. Si alguien ha de hacerlo, prefiero ser yo. —Matarías a Ana. Y lo sabes. Sin ti, se derrumbaría. No podría seguir. Ella sí que no puede

perderte a ti. Así que esto es ya una cuestión básica; ¿es mejor perderme solo a mí o perderos a vosotros dos?

Sorní se revolvió con rabia y frustración. —Tiene que haber otra forma. —Sorní —Cashel le agarró de los brazos y le miró seriamente—. Te digo en serio que no

me importa morir por vosotros. Los cuatro tenéis más razones para seguir con vida que yo. Quiero que salgáis vivos de esta.

Sorní se dignó a mirar a su amigo a los ojos. Vio la sinceridad plasmada en sus pupilas, y supo que, aparte de que no conseguiría convencerle de lo contrario, aquella era, por desgracia, la mejor opción que tenían. Pero recordó a su hermano.

—Trejo mató a Nico. No pienso irme sin hacerle pagar. —Y yo no moriré sin habérmelo cargado yo mismo. —Debería ser yo el que… —Sorní, olvídalo. Da tu venganza por cumplida, pero solo si me ayudas a llevar a cabo

este plan. Piénsalo. Podemos llegar todos juntos hasta la mitad del pasillo. Ahí, cuando estemos cerca de los cuartos de baño, vosotros os metéis en uno y yo arrastro a los muertos hasta el gimnasio. La puerta tiene cristalera por arriba, así que podré entrar aunque esté bloqueada. Allí estará Trejo, también sin escapatoria, porque la puerta al patio trasero lleva años bloqueada, su llave está desaparecida, y es demasiado enorme como para forzarla. Lo sé porque he oído varias conversaciones desde que llegamos aquí.

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Sorní alternó la mirada entre él y los demás, hasta que finalmente suspiró con resignación y tristeza y le tendió la palma de la mano. Cashel, emocionado, se la chocó. Estrecharon las manos y se dieron un abrazo.

—No te mereces esto —le dijo Sorní—. Puede que estés conforme, pero no te lo mereces. Cashel inspiró hondo y habló con voz temblorosa. —Nadie se merece nada de esto, Sorní.

—Una… dos… ¡tres! La puerta de la cafetería se abrió tan súbitamente que los muertos no tuvieron tiempo de

reaccionar cuando el grupo se echó sobre ellos, en formación circular. Lo habían hablado todo, tenían claro lo que hacer. Avanzaron todo lo rápido que pudieron, Cashel y Sorní, que iban al frente, limpiando el camino. Llegaron hasta la esquina y giraron a la derecha, hacia el pasillo central. Continuaron luchando a la perfección, pero pronto notaron que les estaban frenando el paso. Llegaron con mucho esfuerzo hasta estar frente a los baños. Se detuvieron mientras forcejeaban con los muertos y Sorní miró una última vez a Cashel. Este sufrió unos instantes de duda, de tremendo pavor, de una parálisis por miedo a la muerte, pero finalmente recordó y sacó a la luz la perseverancia que siempre le había caracterizado. Con mano firme y la ayuda de Sorní, empezó a empujar al grupo hacia los cuartos de baño. Miguel abrió el de chicos de una patada y entraron. Cashel miró a Sorní, Sorní miro a Cashel, ambos asintieron, y Cashel cerró la puerta, quedando él fuera.

Miguel, Ana y Dana se giraron en cuanto el primero acabó de masacrar a un hueco que había encontrado ahí, en el cuarto de baño. Empezaron a gritar como locos cuando vieron que Cashel no estaba y Sorní hacía fuerza para que la puerta no se abriera.

—¡¿Qué coño haces?! ¡¡Falta Cashel!! —reventó Miguel, dándole un brutal empujón. Sorní consiguió recuperar la compostura a tiempo y volvió a bloquear la puerta, no sin

antes devolverle la embestida. —¡¡Lo ha decidido él, joder!! —se esforzó por que no se le quebrara la voz— Me ha

dicho que les distraería, que se encargaría de Trejo. Va a llevar a los muertos hasta el gimnasio, y nosotros iremos por el otro lado.

Los tres le miraron con cara de locos, pero tanto Dana como Miguel (y, por supuesto, Ana) se fiaron de él. Sorní podía ser muchas cosas, pero sabían que nunca haría algo tan mezquino como abandonar a Cashel.

El chico consiguió llegar a la puerta del gimnasio. Con una sola patada comprobó que estaba bloqueada, así que recurrió al plan be. Cogió una silla que había en el suelo justo cuando los muertos le alcanzaban y la lanzó a la cristalera que había en la parte superior de la puerta. Dio un salto, se agarró con éxito y empezó a impulsarse. Un muerto le cogió de la zapatilla. Él forcejeó y finalmente consiguió librarse de él. Sin embargo, de la sacudida, cayó abruptamente al suelo del gimnasio, con el pie derecho desnudo. Se levantó y se percató con horror de que la parte trasera de su camisa de tirantes (los guardias de Trejo les habían dado algo de ropa a todos los prisioneros una semana que bajaron las temperaturas), cerca del omoplato, tenía un reguero de sangre. Con los tirones, la batalla y el desorden era imposible determinar si era el arañazo de un hueco o si simplemente se había raspado con algún saliente o el filo de alguna navaja. El sonido de varios pasos delante de él le devolvió a la realidad. Trejo estaba enfrente, apuntándole con una escopeta.

—Hijo de puta —murmuró—. Ni siquiera te dignarás a pelear como un hombre. —Tú ni siquiera eres un hombre. Eres no más que un crío. —escupió Trejo.

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—Soy tan hombre como tú —insistió Cashel, acercándose a él con paso firme y amenazador—, pero eso ya no importa una mierda, porque los dos vamos a morir aquí.

Trejo rio y cargó la escopeta. —Ah, no. Yo no pienso morir aquí, no. Tú habrás conseguido escapar, pero en cuanto me

haya librado de ti, saldré mientras esos monstruos se comen a tus amigos, y para cuando quieran venir a por mí ya estaré muy lejos.

—Lo único que esos monstruos van a comer hoy serán tu cuerpo y el mío —los susodichos empezaron a aporrear la puerta bloqueada del gimnasio, y Trejo creyó comprender—. Si no tuviéramos escapatoria, habría muerto con mis amigos. No les habría dejado atrás. Así que, entre mal y mal, si hay que dejar a alguien en el camino, prefiero que ellos me dejen a mí.

Trejo frunció el ceño. —Estás loco… —Al contrario. Estoy más cuerdo que nunca. Nunca me he sentido más orgulloso de mí

mismo. ¿Puedes decir tú lo mismo, Val Trejo? Ten cojones de tirar el arma y pelear como es debido. Demuestra que eres quien dices ser.

—Esta no será mi tumba. —Es irónico que te pongas poético, siendo un cabrón desalmado. Pero, si tan convencido

estás, ¿no crees que necesitarás esa munición para acabar con los muertos, más que conmigo?

La paciencia de Trejo se colmó. Tiró la escopeta al suelo y alzó los puños. —Pienso callarte esa cloaca que tienes por boca a base de hostias. —Eso es —casi sonrió Cashel—. Palabrotas, amenazas y puñetazos. Manda huevos que

hayamos durado tanto siendo tan soeces.

Tal como Cashel había planeado, la gran mayoría de muertos se agolpaba contra la puerta del gimnasio. Sorní y los demás llegaron sin problemas hasta el fondo del pasillo. Él mismo miró con indecisión la turba de muertos. Miguel le puso la mano en el hombro.

—Son demasiados, y no tenemos armas de fuego. A mí ya no me quedan balas, y la otra pistola la tenía Cashel. Es imposible limpiarlos.

Sorní se mordió el labio con rabia, rodeó a Ana con el brazo y la guió hacia el taller de tecnología. Dana se quedó mirando los muertos, y Miguel tuvo que tirar de ella para hacer que se moviera. Cerraron la puerta del taller justo cuando un par de huecos que les habían visto les alcanzaba. La bloquearon, al igual que en la cafetería, con todo lo que encontraron. Guardaron unos segundos de silencio para despedirse individualmente de Cashel, ahora que no había marcha atrás. Después, Sorní se frotó os ojos y agarró una barra de metal.

—Migue, ayúdame con las ventanas. Ana, Dana, vigilad la puerta. Que no entren.

Trejo era más corpulento que Cashel, y empezaba a pasarle factura al joven. La pelea estaba equilibrada, dentro de lo que cabe, pero Trejo empezaba a sacar ventaja. Si Cashel no hubiera ido a clases de kick boxing durante un par de años, no podría haberle hecho frente. Ambos sangraban, se habían movido por todo el gimnasio y se habían vapuleado mutuamente. Ahora, Trejo había conseguido tumbarlo y ponerse sobre él. Empezó a ahogarle. Cashel creyó que podía arrancarle las manos de su cuello, pero se equivocaba. Todavía era más fuerte que él. Empezaba a perder el aliento cuando vio por el rabillo del ojo una pica de madera que se había salido del contenedor durante la pelea. Se esforzó por cogerla antes de perder toda fuerza, y lo consiguió. Después golpeó a Trejo en la cabeza y se

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deshizo de él. Se levantó, tosiendo y jadeando. Recuperó el aliento y dio una patada a su librar para que no se levantara. Iba a volver a golpearle con la pica cuando escuchó crujir las tablas que bloqueaban la puerta del gimnasio. Vio cómo todos los muertos empezaban a entrar torpemente, pero Trejo no le dio tregua. Antes incluso de recuperar el aliento, le embistió y ambos cayeron al suelo. Cashel rodó antes de que volviera a cogerle y recuperó la pica. Se levantó antes que él y consiguió darle en la cabeza con ella. Esta vez no perdió un instante, y empezó a golpearle una y otra vez en varias partes del cuerpo, moviéndose a su alrededor, impidiendo que le alcanzara o realizara un contraataque. Al fin consiguió que cayera al suelo, y no se molestó en hablarle. Tiró la pica a uno de los muertos, y se echó sobre Trejo para empezar a darle puñetazos.

Sorní tendió la mano a Ana. La chica bajó, y ambos ayudaron a Dana. Después bajó Miguel sin necesidad de apoyo alguno. Miraron una última vez el gimnasio.

—Hay que marcharse. —les dijo Sorní a Ana y Dana. —Hay una furgoneta. —llamó Miguel. Sorní y las chicas fueron con él. Estaba señalando a través de la valla: en el campo, en

medio de la nada, había una furgoneta con las puertas abiertas. No parecía muy demacrada. Era su billete de salida.

—¿Podrás arrancarla? —le preguntó Dana a Sorní. Este asintió y empezó a escalar la valla. La chica miró de nuevo al gimnasio. —Hagamos que su decisión valga la pena. —murmuró Miguel. Sorní bajó de la valla y alzó las manos, instando a Ana a empezar a escalar. —Yo te ayudo. Vamos, no perdáis el tiempo. Hay que salir de aquí. Su novia hizo lo propio y poco después estuvo con él. Dana se mordió los labios con

rabia y después también escaló. El último fue Miguel, que aterrizó cuando Ana y Sorní ya se acercaban a la furgoneta. Al llegar a ellos, escucharon encenderse el motor. Sintieron el impulso de celebrarlo, como solían hacer con cosas así, pero no pudieron hacerlo. Sorní frunció el ceño, cerró la puerta e indicó a Miguel y Dana que se montaran en la parte trasera.

Trejo ya no podía moverse de tantos golpes que le había propiciado Cashel en el rostro. Este tenía la mano magullada, pero ya no le importaba. Se levantó y apartó de su camino al muerto que más se había adelantado. Después cogió la pica para repeler a varios más, y finalmente levantó a Trejo cogiéndole del pelo y del jersey. Lo llevó hacia atrás varios metros y estudió la situación.

—Acuérdate de nosotros mientras estos te arrancan la piel a bocados. —siseó, y lo lanzó a los muertos.

Al principio luchó, tumbó a varios con sus propios puños, pero apenas tardaron cinco segundos en derribarle y empezar a devorarlo. Cashel intentó recobrar el aliento mientras se echaba para atrás. Miró a todos lados y se mordió el labio, indeciso, hasta que al final apartó a uno de los pocos huecos que todavía se fijaban en él (y no en Trejo, que gritaba sin cesar) para después correr hasta una de las enormes colchonetas ancladas a la pared con cuerdas. Consiguió escalar y mantuvo el equilibrio en lo alto, observando el panorama. Se fijó en que a su derecha, justo encima de la puerta bloqueada que llevaba al patio trasero, había otra cristalera similar a la de antes. Quizá, con esfuerzo, podría alcanzarla.

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La pica fue suficiente para romperla. La madera y los cristales cayeron estrepitosamente al suelo, y poco después salió Cashel, que resbaló en el último momento y cayó de costado al suelo. De todas formas la caída no fue muy alta, así que no se hizo mucho daño. Pero no había ni rastro de Sorní y los demás. Estaba él solo en un patio desierto, escuchando los gritos y las maldiciones de Trejo. Se acuclilló para reflexionar y recuperar la compostura. Después se quitó la camiseta, la examinó, y descubrió que el corte que había descubierto antes no era lo que imaginaba. Palpó la herida, y efectivamente notó cuatro tajos bastante profundos. Los recorrió varias veces con los dedos, y comprobó que hacían la forma de una garra. Cuatro dedos. Los cuatro dedos que algún muerto había hundido en él. Tiró la camiseta al suelo y volvió a arrodillarse. Pero ni siquiera le hacía falta comprobar que se lo había hecho un hueco para saber que estaba condenado. Intentando no perder los nervios, tocó el mordisco que le había hecho uno de los muertos que le atacaron al escalar la puerta trasera, en la cadera derecha. Ni siquiera supo qué hacer hasta que recordó que todavía conservaba la pistola que había birlado a uno de los guardias que perecieron en las calles de Villalba. Comprobó que quedaban balas. Escuchó los gruñidos de los muertos, se percató de que Trejo había dejado de gritar. Nunca se habría imaginado que él acabaría así, pegándose un tiro él mismo. Y precisamente por eso supo que, si lo pensaba demasiado, no lo haría, y acabaría teniendo una muerte mucho peor. Así que tenía que hacerlo sin pensar. Un movimiento de dedo, un zumbido, y daría fin a aquel infierno. Lo último que hizo Cashel Martínez fue desear buena suerte a Sorní, lamentar su propia mala suerte y desear que Dani Vancosta siguiera con vida.

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Quinta parte - Cenizas-1 de abril: día 238.

Dani descansaba en el quitamiedos de la carretera cuando Áxel fue con él. Se sentó a su lado y le tendió un bote de leche. Sacó la mano derecha de la manta que le cubría y lo cogió.

—¿Estás bien? —le preguntó Áxel. —He estado mejor —reconoció Dani—. Pero saldré de esta. Áxel no pudo evitar sonreír. —Siempre lo haces, ¿no? Dani le miró, pero no sonrió. —No soy el único. Guardaron unos segundos de silencio. Después Áxel volvió a hablar. —Todavía no me has contado qué os ocurrió. Dani tosió y se sorbió los mocos antes de contestar. —Estaba con Tomás, Dana y Nico. Nos encontramos con unos esclavistas, los mismos que

os atacaron a vosotros. Nos asaltaron en la carretera, y conseguimos repelerlos. Pero Tom nos traicionó, se confabuló con ellos, y nos encontraron en una caseta que usábamos de refugio. Yo… no sé qué me pasó.

—¿A qué te refieres? —Maté a Tomás yo mismo. Nos peleamos, y acabé matándole —Áxel no supo qué

responder. Dejó que continuara hablando—. Creía que habían matado a Dana y Nico. No podía perdonarle por ello. Hizo ademán de matarme él a mí, vi una oportunidad, y yo fui más rápido, y acabé con él. Luego resultó que Dana y Nico seguían vivos —al ver que Áxel seguía en silencio, suspiró y prosiguió con la historia—. Después seguimos a uno de esos capullos, y nos llevó hasta su campamento. Allí descubrimos que justo habían atrapado a Cashel, Miguel y Lucía. Dana me tiró al suelo justo cuando iban a atraparnos, y yo me libré. Luego… en fin. Caminé solo durante mucho tiempo, enfermé, y me encontrasteis. No creo que lo hubiera conseguido si no.

—No me debes nada, Dani. —Me has salvado la vida ya tres veces. —Para eso están los amigos —Dani volvió a suspirar—. No te martirices, ¿quieres? Lo que

hacemos en este mundo tiene justificación si es para mantenernos con vida. Todo. —Pero matar a una persona… a un conocido. A un amigo… Áxel no habló en seguida. —Maté a Vasco —Dani abrió los ojos como platos—. Le encontramos, y… salió a la luz

todo el rencor que nos guardábamos. Él hizo daño a mi grupo, yo… hice daño al suyo. Y peleamos. El que venciera no iba a dejar con vida al otro, así que no dudé. Tuve que hacerlo.

Dani frunció el ceño y le devolvió el bote de leche. Se despegó del quitamiedos y miró al horizonte.

—Era un buen tío. Era como tú. Nunca moría. Supongo que por eso tuvo que ser alguien de tu calibre el que lo matara.

—Me habría matado él a mí, si no lo hubiera hecho yo. —No, no te estoy culpando. Ya me da igual, Áxel. He perdido a tanta gente que ya no me

importa. La muerte forma parte del mundo, forma parte de nosotros. Estamos todos condenados.

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Áxel arrugó la frente. —No. No todos lo estamos —Dani le miró—. Seguimos vivos, ¿no? Pues seguiremos

vivos. Hay gente que muere, y gente que no. Nosotros, Dani, gente como tú y yo, como León, como Sorní… no morimos. Porque nos adaptamos más rápido que los que perecen. Y ahora estamos juntos, así que viviremos. Todo esto es una mierda, sí, pero podemos lidiar con ello. Si hemos llegado hasta aquí, solo tenemos que reponernos del golpe y seguir adelante. Tú y yo, Dani, la gente como nosotros, sobreviviremos.

Dani no encontró una respuesta, pero en cierto modo, supo que su amigo estaba en lo cierto. La tormenta había pasado. Tocaba mirar hacia delante. No sabía si sus amigos seguían vivos, era probable que no lo supiera nunca, pero estaba con gente que conocía, que le apoyaba y le caía bien. Era inútil quedarse anclado en el pasado. Así como en octubre empezó una nueva vida junto a sus amigos de toda la vida, ahora tocaba empezar otra nueva vida con los aliados que había hecho en el nuevo mundo. Olvidar, caminar y luchar.

Ninguno de los cuatro abrió la boca mientras Sorní conducía sin rumbo alguno. Este mantenía la vista fija en el camino de tierra y la mano aferrada a la de Ana. Miguel y Dana miraban por la ventanilla en la parte de atrás. No les hicieron falta palabras para coincidir en lo que pensaban. Habían llegado, sin saberlo, a la misma conclusión que Dani. Habían vivido muchos altercados desde que huyeron de Utiel. Estaban agotados en cuerpo y alma. La muerte había mitigado sus esperanzas más optimistas. La cruda realidad les había demostrado más de una, dos y tres veces que a la larga resultaba inútil parar a pensar, a reflexionar, a llorar más de la cuenta. Así como hasta entonces se habían esforzado por sobrevivir, ahora debían esforzarse por comenzar desde cero por segunda vez en un mundo que les condujo al más absoluto desastre. Habiendo sobrevivido tanto tiempo, podrían conseguirlo. Se habían adaptado, eran más fuertes que mucha otra gente, sabían cómo lidiar con los muertos y eran conscientes de que los susodichos no eran el único peligro.

La primavera llegaba a su fin. Habían pasado, además, todo el otoño y el invierno en un completo infierno. Pero ahora, el frío comenzaba a desaparecer. El calor invadía la tierra y avivaba el orgullo de los pocos supervivientes del nuevo orden mundial. Los muertos casi acabaron con la humanidad, pero las personas respondieron con contundencia. Una vez pasada la tormenta, había que aprovechar la calma y volver a alzarse. Había llegado la hora de recuperar lo que una vez fue suyo.

Olvidar, caminar, y luchar.

FIN

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