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Olimpismo y guerras mundiales: Entre la decepción y la inesperada sinergia Dr. Luis V. Solar Cubillas Introducción: Los Juegos Olímpicos constituyen en el nuevo olimpismo, al igual que lo hicieran en la Grecia Clásica, la fiesta de celebración, por anticipado, de la próxima olimpiada (periodo de cuatro años), así lo quiso su fundador Pierre Fredy, el barón de Coubertin. El ordinal de las olimpiadas, jamás interrumpido, comenzó celebrando la primera olimpiada (1896-1900), con los primeros Juegos Olímpicos, en Atenas en 1896. La sexta olimpiada 1916-1920, jamás se celebró, debido a la Primera Guerra Mundial, como tampoco se celebraron la duodécima y la decimotercera, 1940-1944 y 1944-1948, por culpa del segundo gran conflicto bélico mundial. Estas tres suspensiones de los Juegos Olímpicos supusieron todo un fracaso de la apuesta ideológica de Coubertin. Dado que la tregua bélica conformaba uno de los ejes filosóficos del ideario olímpico, a imagen de los postulados de los juegos helenos. Pero las guerras internacionales, las guerras mundiales, no supusieron peligro alguno para el deporte, más bien al contrario: sirvieron de plataforma de lanzamiento internacional. El deporte, confrontación agónico-físico-virtual entre personas, pueblos, cuya moderna versión nace en la Inglaterra del XIX conformaba el soporte de las celebraciones olímpicas, en la moderna interpretación coubertiniana y esta versión virtual del belicismo, confrontación agónico-física, se brindaba en la posguerra a 31/07/2022 10:27 O7/p7LVSC 1

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Olimpismo y guerras mundiales: Entre la decepción y la inesperada sinergia

Dr. Luis V. Solar Cubillas

Introducción:

Los Juegos Olímpicos constituyen en el nuevo olimpismo, al igual que lo hicieran en la Grecia Clásica, la fiesta de celebración, por anticipado, de la próxima olimpiada (periodo de cuatro años), así lo quiso su fundador Pierre Fredy, el barón de Coubertin.

El ordinal de las olimpiadas, jamás interrumpido, comenzó celebrando la primera olimpiada (1896-1900), con los primeros Juegos Olímpicos, en Atenas en 1896.

La sexta olimpiada 1916-1920, jamás se celebró, debido a la Primera Guerra Mundial, como tampoco se celebraron la duodécima y la decimotercera, 1940-1944 y 1944-1948, por culpa del segundo gran conflicto bélico mundial.

Estas tres suspensiones de los Juegos Olímpicos supusieron todo un fracaso de la apuesta ideológica de Coubertin. Dado que la tregua bélica conformaba uno de los ejes filosóficos del ideario olímpico, a imagen de los postulados de los juegos helenos.

Pero las guerras internacionales, las guerras mundiales, no supusieron peligro alguno para el deporte, más bien al contrario: sirvieron de plataforma de lanzamiento internacional.

El deporte, confrontación agónico-físico-virtual entre personas, pueblos, cuya moderna versión nace en la Inglaterra del XIX conformaba el soporte de las celebraciones olímpicas, en la moderna interpretación coubertiniana y esta versión virtual del belicismo, confrontación agónico-física, se brindaba en la posguerra a dar “caballerosa” revancha a los vencidos, y ocasión de revalidar la victoria a los ganadores.

He aquí la paradójica situación de los Juegos Olímpicos, soportados tanto por un ideal de “reencuentro pacífico entre los pueblos”, como por un deporte tan capaz de generar vencedores y vencidos, como la propia guerra.

Internacionalización y tregua:

Para Coubertin el mayor peligro que corría su proyecto, era que los nuevos Juegos Olímpicos tuviesen una efímera vida, y acabasen de forma prematura ahogados por la vulgaridad o el desinterés. Por esta razón, desde el mismo comienzo de la andadura "del proyecto de su vida" se preocupa en generar en torno al mismo un espíritu ideológico y una estructura filosófica que actuasen como soporte.

Con esa idea difunde el concepto de Olimpismo, cuyo contenido va más allá de la organización de los Juegos Olímpicos cada cuatro años: El Olimpismo habría de basarse en un conjunto de principios de los que sin duda el primero fue el ecumenismo, la universalización del movimiento, su "internacionalización".

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La internacionalización constituía una novedad respecto a los Juegos Antiguos cuya sede única era Olimpia. La idea no fue bien recibida en Atenas, donde, tras la celebración, de los primeros juegos, un periódico llegó a calificar a Coubertin de "ladrón que trata de robar a Grecia la herencia jubilosa de su historia". Aún con este problema, de cortar con la tradición de los Antiguos Juegos, la idea del presidente del C.I.O., era decidida "el éxito final exige este precio; para que su futuro destino iguale a su pasada grandeza, los Juegos Olímpicos han de ser profundamente democráticos y rigurosamente internacionales”.

La defensa del internacionalismo, es una de las constantes ideológicas que se plantea Coubertin, quien define frecuentemente al olimpismo como “el diálogo y la interrelación pacífica entre los pueblos”.

José Mª Cagigal afirma, refiriéndose a esta interrelación pacífica: "El viejo aristócrata francés tenía treinta años cuando inició la quimérica empresa de poner en diálogo pacífico al mayor número posible de países, empresa que se ha ido solidificando, ha resistido el embate de dos guerras mundiales, y hoy - 1972 - acoge en su seno a 130 naciones". Sobre el mismo tema la que fuera directora del Instituto Carl Diem, de Colonia, Lisellot Diem, afirma que el objetivo que Coubertin ambicionó alcanzar fue "el pacífico encuentro de los pueblos en un combate pacífico, dentro del respeto y el recíproco reconocimiento del individuo”.

A la internacionalización sigue una serie larga de principios del Olimpismo, entre los que, con carácter de clave, destaca el concepto de Tregua Olímpica, o lo que sería más correcto: de tregua bélica, justificada por la celebración de la próxima Olimpiada.

El profesor y olimpista alemán, Norbert Müller, dice que, para su fundador, el moderno olimpismo es necesariamente una actitud espiritual y moral. La opinión del investigador de la universidad de Mayance se ve avalada constantemente por el barón de Coubertin, quien habló profusamente de esa actitud espiritual y moral e incluso de sus contenidos concretos.

Coubertin en un discurso radiofónico de 1935, difundido por Radio Ginebra el 4 de agosto, bajo el título "Los Cimientos Filosóficos del Olimpismo Moderno" y que, para algunos autores es el principal documento en el que Coubertin plantea su herencia Olímpica, habla de cuatro bases, de cuatro cimientos:

"La primera característica esencial, tanto del viejo Olimpismo como del moderno, es la de ser una religión" dice Coubertin en su mensaje radiofónico, para continuar seguidamente "La segunda característica del Olimpismo, es el hecho de ser una aristocracia, una élite". Más adelante destaca "Pero ser una élite no basta, es necesario además que esta élite sea una caballería". Seguidamente introduce su tercer pilar olímpico "La idea de tregua, he aquí igualmente un elemento del Olimpismo" y para finalizar añade la cuarta característica "En fin un último elemento: la belleza, por la participación en los juegos de las artes y del pensamiento".

La idea de la "Religio Athletae", buscaba un paralelismo con la religiosidad de los Juegos Olímpicos helenos, ejecutados en honor a Zeus, dotando al olimpismo de la

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espiritualidad y el trascendentalismo de que gozaron los Juegos Clásicos y que necesitaba el deporte inglés, para poder perpetuarse en los modernos Juegos Olímpicos.

El segundo de los cimientos del olimpismo coubertiniano lo constituye su idea de "aristocracia" y de "élite": un reducto minoritario, exclusivo, al que se puede acceder con fuerza de voluntad y el entrenamiento adecuado. Además, Coubertin aplica, necesariamente, a su "aristocracia" el adjetivo de "caballeresca".

Con esa apreciación de aristocracia caballeresca, Coubertin retoma el ideal de la caballería, donde el entrenamiento en busca de la superioridad y la victoria no son suficientes si no van unidos a la generosidad, al espíritu magnánimo y a la causa justa. Pero además une ese concepto a otro clásico, tal cual es la "tregua olímpica", ideal en el que él ve una actitud caballeresca.

La tregua olímpica, que constituye la tercera característica moral del olimpismo tiene una doble interpretación para Coubertin.: En primer lugar se encuentra el concepto de ritmo, de periodicidad. La fiesta cuatrienal es en sí misma una tregua. Una tregua a lo cotidiano. En segundo lugar la tregua, unida a la vida en la Grecia arcaica y clásica, significaba dejación de las actividades bélicas, presuponía la "paz olímpica".

Respecto al ritmo, Coubertin distingue perfectamente entre su cadencia y las actividades que en el transcurso de esa cadencia temporal se desarrollen. Los Juegos Olímpicos deberían seguir siendo lo que fueron en la antigüedad: la celebración de las Olimpiadas. Con este criterio afirma: "Hoy como en la antigüedad una Olimpiada podrá no ser celebrada, si circunstancias imprevistas vienen a oponerse absolutamente, pero ni el orden ni la cifra podrán ser cambiados”. Coubertin escribía esto en 1935, unos años antes en 1916, no se había celebrado la VI Olimpiada. La primera guerra mundial, "La Gran Guerra" había impedido tal celebración.

El fundador de los modernos Juegos Olímpicos murió sin ver, que las Olimpiadas XII y XIII, que deberían haberse celebrado con Juegos Olímpicos en 1940 y en 1944, tampoco pudieron ser festejadas. La causa igual que en 1916 fue otro gran conflicto bélico, "La segunda Guerra Mundial".

A la guerra se refiere la segunda de las acepciones que Pierre de Coubertin da a "la tregua". Para él la celebración de la olimpiada debía ser honrada y respetada y "¿cómo honrarla mejor que proclamando, en torno a ella, a intervalos regulares y fijados a tal efecto, la cesación temporal de las querellas, disputas y malentendidos?". Coubertin continúa "El hombre es verdaderamente fuerte cuando tiene una voluntad lo suficientemente poderosa para imponerse a sí mismo e imponer a la colectividad una parada en la carrera por la persecución de intereses o de pasiones de dominación y posesión, por muy legítimas que sean”.

Sobre este principio de la tregua y comentando un artículo publicado por Coubertin en 1936, bajo el título "L'Olympisme et la Politique", Norbert Müller afirma: "El principio del olimpismo debe, según Coubertin, no sufrir la influencia de fenómenos transitorios y vivir con independencia de los accidentes de la política”. Con tal artículo, Coubertin pretendía salir al paso del anunciado boicot a los Juegos de Alemania en 1936, por parte de los Estados Unidos de América y de Francia. Boicot que, por cierto, no se produjo.

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El parón de 1916

Los Juegos Olímpicos de Estocolmo, aún hoy, son un referente obligado para el mundo del deporte. Si los primeros Juegos tuvieron su sede en Atenas en el verano de 1896, no fue hasta dieciséis años después, en la capital de Suecia, cuando los Juegos deportivos instaurados por el barón de Coubertin, comenzaron su andadura como un fenómeno ecuménico, con capacidad de ser un escaparate mundial para estados y naciones.

En 1912 Estocolmo vivió los primeros grandes Juegos Olímpicos. Atenas, París, San Luis y Londres habían sido sedes necesarias para el alumbramiento y los primeros pasos de una débil criatura. Pero sería en Estocolmo cuando el joven olimpismo mereció la mirada atenta del poder mundial: los foros internacionales eran escasos y el invento coubertiniano parecía que comenzaba a paliar la necesidad del concierto de países y a desafiar la separación física de las culturas.

El movimiento olímpico, soportado en el común lenguaje de la expresión corporal hecha competición, dejaba de ser, en 1912, una extravagancia anglosajona publicitada por un pedagogo visionario, para pasar a ser punto de encuentro internacional, donde baremar modernidad, tecnología, innovación en el campo del rendimiento humano o capacidad organizativa: poderío, en definitiva.

De Suecia salieron Coubertin y su movimiento olímpico seguros de que “el invento” tenía recorrido.

El siguiente capítulo de la historia olímpica habría de tener lugar en Berlín, en 1916. Pero antes de la nueva cita olímpica, el presidente del C.O.I., siempre pendiente de una consagración definitiva del “movimiento” en su país natal, organizó un Congreso en París, en 1914.

El Congreso Olímpico, que regresaba a la cuna donde, veinte años antes, había nacido, debía desarrollarse en “La Sorbona”. El Congreso tenía la principal misión de definir el programa deportivo de los Juegos de 1916 y, en segundo lugar, la de cimentar el olimpismo en, la aún muy escéptica, Francia.

Pero París, en 1914, no fue un peldaño más en la escalada olímpica iniciada en Estocolmo. El Congreso caracterizado por la encarnizada lucha entre el Comité Organizador de los Juegos de Berlín y el propio C.O.I., tuvo el peor de los desenlaces: durante la celebración del último día de trabajo llegó la noticia del asesinato, en Sarajevo, de su alteza imperial el archiduque Francisco Fernando y de su esposa, la duquesa de Hohenberg. Austria se ensangrentaba, y con ella todo el mundo. El magnicidio había de dar fecha oficial al comienzo de la primera guerra mundial.

Las conclusiones del Congreso de París no vieron luz hasta 1919, y aún entonces no todas fueron publicadas, dado que alguna se había quedado muy vieja. En 1914, por ejemplo, el C.O.I. decidió que naciones como Finlandia no podrían competir, que sus deportistas lo tendrían que hacer con Rusia, estado al que pertenecía. Esta misma consideración merecía Bohemia, respecto a Austria.

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Esta decisión se tomó porque en Estocolmo, Bohemia y Finlandia habían participado con sus propios nombres, aunque en sus victorias habría de sonar el himno del estado patrón.

Esta prohibición de 1914, no habría de tener posterior sentido. Tras la primera guerra mundial y en Amberes, Bohemia no participó con su nombre y Finlandia lo haría con su propia bandera e himno.

El Congreso de París acabó sin que su celebración aportase avances al movimiento olímpico ni al deporte universal. Tan sólo tres apuntes:

Se desató la lucha entre los comités olímpicos nacionales y las federaciones internacionales por el control del programa olímpico.Se encarnizó la lucha de los organizadores por incorporar los deportes de implantación en su propio país.Se ratificó, a propuesta de Coubertin, el veto a la participación femenina en el atletismo y en otros deportes.

En otro orden de cosas se aprobó el diseño de la bandera olímpica, con cinco aros de cinco colores, sobre fondo blanco.

Las conclusiones e innovaciones que debieran haber sido estrenadas en Berlín, no vieron la luz hasta su publicación, en 1919, para que surtiesen efecto en los Juegos de Amberes de 1920.

Berlín, en 1916, no pudo celebrar la Olimpiada que el C.O.I. le asignó. La guerra arrasó, además de vidas y bienes, parte de las esperanzas coubertinianas. La tregua olímpica había quedado sepultada entre trincheras y nidos de ametralladoras.

Coubertin, con cincuenta años, decidió alistarse a las órdenes del ejército francés, para contribuir con su aportación contra la causa alemana en la guerra.

Durante el periodo bélico, el movimiento olímpico quedó en muy escasas manos, las del propio Coubertin y la de algún colaborador cercano, circunstancia ésta que obligó al presidente del C.O.I. a tomar decisiones, de cierto calado, de forma muy personal.

La primera de tales decisiones fue, sin duda, el establecimiento de la sede permanente del C.O.I. en Lausana. Hasta 1915 la sede del Comité estaba fijada estatutariamente en la ciudad adjudicataria de la próxima celebración olímpica.

Tras la invasión a Bélgica, ciertos miembros del Comité Olímpico habían solicitado la expulsión de los miembros alemanes de los órganos de decisión y del propio C.O.I. La petición, encabezada por Theodore A. Cook no prosperó, pero Coubertin vio peligroso mantener a Berlín como sede del C.O.I. y máxime cuando ya era evidente que los Juegos de 1916 no habrían de celebrarse.

Así pues en 1915, el 10 de abril, en el ayuntamiento de Lausana, ante el barón Godefroy de Blonay y el concejal Maillefer, se firmó el acuerdo de establecimiento en la ciudad de la sede permanente del C.O.I. en los locales del palacio de Mon-Repos, concesión del ayuntamiento para tal fin.

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Otra decisión de peso tomada con cierto cariz de “personal” fue la de no trasladar los Juegos berlineses a ningún otro enclave, hubo ofertas de países en guerra contra Alemania: “una Olimpiada puede no ser celebrada, pero su cifra permanece”. De esta forma Coubertin crea el precedente, que más adelante sería apelado, de dejar de celebrar unos Juegos, por causas de fuerza mayor, pero quedando un hueco ordinal en el catálogo olímpico: de la V Olimpiada celebrada en Estocolmo, se pasaría a la VII, a celebrar en Amberes, ya que la VI no pudo ser festejada.

Importante fue también la decisión de que la invadida y arruinada Bélgica fuese mayoritariamente apoyada para que pudiese mantener su candidatura para organizar los Juegos de 1920.

Amberes 1920

Amberes debió competir, por primera vez en la historia olímpica, contra otras ciudades para ser designada oficialmente como sede de unos Juegos. A decir verdad no lo tuvo muy difícil. La condición belga de país invadido y maltratado jugó a favor de su nominación definitiva. Budapest, Lyon o las norteamericanas San Francisco, Atlanta, Cleveland y Filadelfia también se habían interesado por organizar los Juegos de la posguerra.

Acabada la guerra, el C.O.I. reunido en Lausana ratificó a Amberes, que no había renunciado a la organización olímpica.

Así pues, una semidestruida Bélgica, se disponía con tan sólo un año de antelación y muy escasos recursos económicos a acoger el evento olímpico que debía suceder al magnífico de Estocolmo en 1912.

El entusiasmo belga para mantener su candidatura y el de los miembros del C.O.I. para conceder la sede se soportaban en la lógica del apoyo de quien quiere olvidar los horrores de la guerra y reflotar a un país duramente castigado, pero ignoraron la difícil situación económica del país para hacer frente a los gastos de una celebración olímpica.

Amberes, en tales circunstancias, se aprestó a una organización complicada, sin tiempo y sin dinero. El comité organizador debió recurrir al apoyo de un grupo empresarial que si bien ayudó económicamente, exigió condiciones que la situación del país no podía permitirse, como la fijación de precios excesivos para acudir a las competiciones.

Los Juegos belgas no contaron con la participación de los países perdedores del conflicto bélico: Alemania, Austria, Hungría, Polonia, Bulgaria, Rumania y Turquía. Su presencia en suelo belga no habría sido entendida por la gente. La invasión alemana había puesto punto final hacía muy poco tiempo y en Bélgica quedaban aún demasiados restos humeantes, tanto entre los edificios de las ciudades como en el corazón de la población.

Rusia, por su parte, con su conflicto interno en ebullición, decidió su “no participación”.

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La precariedad económica de la organización hizo que los Juegos de Amberes supusieran un fuerte retroceso organizativo y de medios respecto a Estocolmo, ocho años antes.

Una piscina semiimprovisada y un estadio con dos tribunas de madera y una pista de ceniza, en regular estado, constituían la parte principal de una infraestructura olímpica, cuyo mérito consistía en haber sido elevada en muy escaso tiempo.

En la parte positiva de estos Juegos hay que colocar la participación.

Las ausencias por motivos bélicos no impidieron una participación récord de 2.606 atletas y 29 países. Los ocho años transcurridos desde el último test del deporte no habían pasado en balde. España participó oficialmente por primera vez, Sudamérica consiguió a través del tirador brasileño Guilherme Paraense, su primera medalla y Finlandia estrenó participación con himno y bandera propios.

La bandera olímpica, cuyo diseño, aprobado en 1914, representando la unión de razas y continentes, hizo su estreno en Amberes y a pesar de las ausencias, su simbolismo, de alguna forma quedó refrendado por lo ecuménico de la representación.

Fue también en Amberes donde el deportista Víctor Boin, representando al resto de los participantes pronunció por vez primera el juramento olímpico: “Juramos que nos presentamos a los Juegos Olímpicos como competidores leales, respetuosos del reglamento y con deseo de participar con espíritu caballeresco para honor de nuestros países y gloria del deporte”.

Estos estrenos se vinieron a unir a otro muy significativo para España: su, ya mencionado, debut olímpico oficial.

Debut con éxito, por otra parte, dado que el equipo de fútbol encabezado por el aún muy joven Ricardo Zamora, conseguiría para España la medalla de plata.

El deporte español se introducía en el concierto olímpico con un equipo de 21 futbolistas, cuya composición da idea del mapa de desarrollo del deporte en España: 4 catalanes del Barcelona, trece vascos, cuatro de la Real, cuatro del Athletic Club de Bilbao, tres del Real Unión de Irún y dos del Arenas de Getxo y, finalmente, cuatro gallegos, tres de Vigo y uno de La Coruña, conformaron el equipo ganador de la segunda plaza.

En Amberes, sin embargo, quien triunfó de forma absoluta fue Finlandia y su deporte.

Logró participar a título de estado soberano, haciendo sonar su himno tras las victorias, y no el ruso, como ocurriese en 1912, y porque además fue en Amberes donde comenzó su espectacular carrera deportiva “el finlandés volador” Paavo Nurmi.

Nurmi además, no estuvo solo. La representación del nuevo estado logró 34 medallas, 15 de ellas de oro. Estos resultados ubicaron a Finlandia junto con Estados Unidos, Suecia, Gran Bretaña y Francia en la cúspide del deporte mundial.

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El deporte femenino, aún vetada su participación en atletismo, vio sin embargo compensado el esfuerzo de sus defensores. Entre los triunfadores de Amberes hemos de citar a dos mujeres, la tenista francesa Suzanne Lenglen y la saltadora de trampolín norteamericana Aileen Riggin.

De Amberes a Berlín

Tras la reanudación formal que supuso Amberes, el movimiento olímpico precisaba organizarse, tomar el camino de la normalidad, superar definitivamente la Gran Guerra y la improvisación organizativa a la que se habían sometido los Juegos belgas.

Con tal propósito y con el de revisar las decisiones del congreso, ya demasiado viejo de 1914, el CIO reunió a los representantes de los comités olímpicos nacionales, los C.O.N. En Lausana, en junio de 1921, el Comité Olímpico designó a Paris sede de los Juegos de 1924 y a Ámsterdam de los de 1928. También nacieron, en el congreso de Lausana, los Juegos Olímpicos de invierno cuya primera edición tendría lugar en Chamonix, los últimos días de enero y primeros de febrero del mismo 1924.

Los segundos Juegos franceses deberían borrar el mal recuerdo que dejaron los de 1900, además de constituir todo un homenaje a un ya reconocido internacionalmente Coubertin. Pero la organización parisina fue una auténtica carrera de obstáculos económicos y administrativos que llegaron a desesperar a Coubertin, quien en 1922 pensó incluso en la posibilidad de llevarse la celebración olímpica a Los Ángeles.

Los Juegos se celebraron en París, además con unos excelentes resultados deportivos, pero con una organización muy lejana a las previsiones coubertinianas: tuvieron lugar a lo largo de varios meses y de forma un tanto inconexa, el C.I.O. había sido tomado literalmente por las federaciones internacionales tras el congreso de Lausana. Por otro lado el ideario pedagógico y filosófico del olimpismo había quedado engullido por un gigantismo que comenzaba a asustar al propio C.I.O.; 44 naciones y más de tres mil deportistas eran la imagen del crecimiento del “Invento”.

El conjunto de decepciones personales que, a pesar del aparente éxito de Paris, sufrió Coubertin, le llevaron a la irrevocable decisión de no presentar en el congreso de Praga, en 1925, su candidatura a la reelección, acabando así con 29 años de presidencia, la más larga de la historia del Comité.

El 28 de mayo de 1925, el belga Henri Baillet-Latour, le sucedió en la presidencia del movimiento olímpico. En nuevo presidente debería enfrentarse al acoso de los comités olímpicos nacionales, cada vez más influyentes en el seno del C.O.I. También a las federaciones internacionales de cada deporte, cuya reivindicación de exclusividad en la reglamentación de su modalidad les llevaba a ser un factor de exigencia desmedida y desequilibrante.

Baillet-Latour debería dar viabilidad, además, a un olimpismo sin Coubertin, quien ya sin ningún poder, se erigió en el referente de ortodoxos y puristas del olimpismo.

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Los Juegos de Ámsterdam estuvieron en peligro por las pretensiones de algunas federaciones que exigían más poder en el C.O.I., así como tener un miembro de propia designación dentro del Comité. Esta petición fue rechazada en 1926, pero no fue ninguna solución, sólo un aplazamiento del problema.

Al aplazamiento, tratando de salvar los juegos de 1928, se le puso fecha de estudio y discusión, las exigencias federativas se verían en Berlín en 1930, dos años después de los Juegos de Ámsterdam.

Los Juegos del 28 se celebraron cargados de problemas internos y externos:

Grupos religiosos holandeses desataron una cruzada contra la celebración olímpica, a la que tildaban de ceremonia pagana. La reina Guillermina se unió al movimiento de protesta.

La FIFA solicitó la inclusión de todos los futbolistas, lo que el C.I.O. rechazó, permitiendo, en exclusiva, la participación de amateurs. Algunas delegaciones se acogieron al reglamento del Comité Olímpico y otras, sin embargo, hicieron caso omiso al mismo, creando en los Juegos una situación de desigualdad y confusión.

La vuelta a unos Juegos Olímpicos de Alemania, ausente desde 1914, creó situaciones de tensión: fue muy bien recibida, al contrario que Francia o Estados Unidos que tuvieron problemas de acogida, por lo que el C.I.O. se vio obligado a un permanente ejercicio de diplomacia. Francia no participó en el desfile inicial y realizó el juramento olímpico en privado, como consecuencia del mal trato recibido a su llegada.

Douglas Mac Arthur, años más tarde general Mac Arthur, jefe de la delegación norteamericana, decidió derribar la puerta del estadio olímpico con el autobús, tras serle prohibida la entrada en el mismo para celebrar un entrenamiento.

De cualquier forma los Juegos se celebraron superándose el número, ya enorme, de atletas y países de Paris, con 46 naciones en liza, y con el añadido de poder volver a ver el enfrentamiento directo de los viejos contendientes de la Guerra del 14.

Dos años después el C.O.I. convocó el congreso de Berlín: el gran tema una vez más era la cuestión del amateurismo. El presidente del congreso y de la comisión sobre el amateurismo, fue Theodor Lewald, alemán, casado con una judía, que en 1936 jugaría un destacado papel en los Juegos Olímpicos organizados por la Alemania de Hitler.

En el congreso de Berlín, el tema del amateurismo quedó como estaba: aplazado. En lo que sí constituyó un avance fue en la aprobación de la participación femenina. En los próximos Juegos, a celebrar en Los Ángeles, las mujeres podrían participar además de en gimnasia, natación y tenis, en atletismo.

Al año siguiente, en mayo de 1931, en Lausana, y de forma muy irregular, el voto se efectuó por correo, se designó a Berlín como anfitriona de los Juegos de 1936, en detrimento de una decepcionada Barcelona, muy revuelta el aquel momento a

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consecuencia de las manifestaciones populares que siguieron a la proclamación de la II República.

Pero antes de los Juegos del 36, se habrían de celebrar los del 32, en Los Ángeles. En la ciudad californiana el número de deportistas fue mucho menor que en París 24 y en Ámsterdam 28, incluso menor que en Estocolmo en 1912. El viaje desde Europa resultaba aún excesivamente caro. Aún así el las delegaciones fueron 38, diez más que en Juegos anteriores a la primera Guerra Mundial, pero con escasos efectivos.

Aún humeante la antorcha de Los Ángeles, en enero de 1933 accedió al poder Hitler, cuyo partido, a través del antisemita Julius Streicher había calificado a Los Juegos Olímpicos de “infame festival dominado por los judíos”. Pues bien, ni el calificativo de Streicher, ni el desprecio nazi por el deporte, o incluso el del propio Hitler, pudieron con la poderosísima tentación de aprovechar la enorme capacidad propagandística que la celebración olímpica brindaba. El ministro Goebbels, sería el encargado de utilizar la potente herramienta para los fines del nazismo.

Berlín 36 se caracterizó en lo positivo por una brillante participación internacional, 49 países y 3.741 deportistas dejaban muy lejos a las cifras de Los Ángeles. En lo negativo habrían de ser resaltadas la manipulación política, la discriminación de los judíos, la propaganda nazi y el gasto en fastos.

El 2º parón olímpico: de 1936 a 1948

Acabados los Juegos de Berlín, la valoración internacional de los mismos fue excelente, el propio Coubertin se dejó deslumbrar por su esplendor y repercusión, lo que le llevó a solicitar al Reich la creación, en Berlín, de una institución que velase por la ideología olímpica de forma permanente.

Hitler jamás contestó a Coubertin, quien, por otra parte falleció pocos meses después de su solicitud. Sin embargo el líder nazi, decidió tomar dos iniciativas en la misma línea: la primera, encargar a su ministro de deportes Von Tschammer, y al presidente del comité organizador de Berlín 36, Carl Diem, la puesta en marcha del organismo sugerido por Coubertin. Así nacería el Instituto Olímpico Internacional de Berlín, en 1938. En segundo lugar Hitler trató de que los Juegos Olímpicos se celebrasen permanentemente en Berlín.

El día 1 de septiembre de 1939, Alemania invadía Polonia, dando fecha al comienzo de la II Guerra Mundial.

Mientras el devenir de la humanidad se enfrentaba a uno de sus momentos de inflexión más bruscos, la Alemania nazi se afanaba, tanto en afinar su maquinaria bélica, como en crear un ambiente interno de normalidad y de euforia. Para este segundo objetivo el deporte debía jugar un papel de importancia. Tal es así que entre 1939 y 1942, Alemania, en plena guerra, organizó 256 competiciones internacionales, con la participación de aliados y neutrales, según mantiene el investigador Arnd Krüger.

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Esta situación de euforia deportiva contrastaba con la profunda crisis a la que se vio sometido el C.I.O., que tras la muerte de Coubertin en el 37, tuvo que sufrir el peculiar arresto domiciliario de su presidente Baillet Latour, en su país Bélgica, ocupado por las tropas alemanas.

Los Juegos a celebrar en 1940 en Tokio, fueron trasladados a Helsinki, dado que Japón era un país en guerra. Tras la invasión nipona a China en Agosto del 37. La decisión del traslado, con dos años de antelación y la invasión rusa a Finlandia, dieron al traste con la celebración de la XI Olimpiada.

En 1940, Baillet Latour, en su situación de presidiario, de facto, recibió la visita de Carl Diem, con la misión encomendada por el mismo Hitler, de abdicar y transferir el C.I.O. a Alemania. El presidente belga, que fallecería repentinamente en 1942, nada seguro del resultado de la guerra, jamás cedió ante la presión alemana.

A Baillet Latour le sucedió provisionalmente el vicepresidente del Comité, el sueco y por tanto neutral, Sigfrid Edströn, quien a finales del 42 ya tenía evidencias de que la derrota nazi era previsible, lo que le aconsejó a no tomar decisión alguna en el sentido de los deseos alemanes.

La guerra que finalizó en la primavera del 45, había impedido también la celebración olímpica de 1944, que debía haberse celebrado en Londres.

Tras la firma de la capitulación alemana, en mayo, el C.I.O. presidido por Edströn, quien no sería oficialmente presidente hasta 1946, decide que sea la capital de Inglaterra, la castigada Londres, como sucediese en el 20 con Amberes, quien organice la celebración de la XIV Olimpiada. La historia, pese a todo, debía continuar.

Tras la Guerra caliente, la fría.

Los Juegos de Londres 48 son conocidos como “los Juegos de la tristeza y la austeridad”, pero creemos que además de los anteriores calificativos debieran tener otros mas positivos: Londres, en estado de reconstrucción de los estragos causados por las V1 y V2 del ejército alemán, en situación de racionamiento de víveres y con importantes tensiones bilaterales con muchos de los Comités Nacionales invitados, organizó unos Juegos con un pueblo entusiasmado con la celebración. Los escasos gastos de organización fueron cubiertos en muy poco tiempo y la solidaridad de Francia, Estados Unidos o Argentina, que aportaron alimentos para los Juegos forman parte de una historia que también tuvo sus luces.

El C.I.O., no quiso cometer el criticado fallo de Amberes, donde los perdedores no fueron convocados, aduciendo que era la ciudad anfitriona quien debía cursar la invitación. Ahora, en una postura de supuesto apoliticismo se argumenta que el C.I.O. no invita a países, sino a Comités Olímpicos nacionales, de forma que Alemania, oficialmente sin Comité Olímpico Nacional, no fue invitada, si lo fueron, sin embargo, Rusia, aunque no las repúblicas bálticas, que ya habían pasado a formar parte de la URSS, y Japón, aunque declinaron tal invitación. La estrategia del C.I.O. fue aprovechada por los países árabes y por el propio anfitrión para recusar la presencia de Israel, país que sin Comité Nacional, había enviado a dos mujeres atletas a los Juegos. Finalmente no participaron.

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El Comité Olímpico Español, presidido por el General Moscardó, envió a los cuarteles de la conocida RAF, que sirvieron de Villa Olímpica, a una delegación de 100 personas, que a su llegada a Londres y aún en el avión debieron contestar con “vivas” a la arenga del General, quien con el micrófono de la azafata en la mano dijo. “Ahora que llegamos a esta tierra de cabrones, digamos todos ‘Viva Franco, arriba España’”, según cuenta el más veterano de los periodistas olímpicos españoles, D. Andrés Mercé Varela.

Pero, sobre todo, Londres fue un campo de reencuentro internacional, en el que dirimir el poderío resultante de la guerra. Las ausencias de los bálticos y rusos, de los alemanes y japoneses o de los israelitas, no pudieron impedir que 59 naciones, diez más que en 1936, y 4.468 atletas, 700 más que en Berlín se diesen cita en Wembley.

Después de Londres la juventud mundial se daría cita para los juegos del 52 en Finlandia. Helsinki había sido designada para acoger a los Juegos del “Reencuentro”, Alemania, Japón y la URSS, volvieron competir en la arena olímpica, elevando en número de países participantes a 69, en otro salto espectacular de la aceptación olímpica internacional.

Tras Helsinki, Melbourne, Roma, Tokio, México, Munich, Montreal, Moscú y Los Ángeles, llevaron la historia olímpica hasta 1984, la participación internacional hasta los 140 países y la confrontación política hasta el límite de la racionalidad: la Matanza de La Plaza de la Tres Cultura, el racismo, Septiembre Negro, los boicots africano, norteamericano y soviético y un sinfín de avatares y chantajes políticos no hicieron más que agrandar el tamaño de la cancha. El medallero, aunque hoy no es una muestra representativa del poderío deportivo de un país, se convirtió, durante casi cuarenta años en el más eficaz evaluador de la capacidad, poderío e influencia de las naciones en el contexto internacional, con juegos de bloques Este-Oeste o Norte-Sur o de imparcialidades y neutralidades, el concierto mundial de naciones competía en la arena, o fuera de ella boicoteándola, pero siempre para volver, y desde luego, sin dejar de mirar, de reojo, o sin rubores, a un medallero que orientase sobre la propia ubicación en el mundo.

La paradoja

El deporte no logró parar las guerras. Las treguas no dieron a Coubertin su soñada satisfacción pero, desde luego, no perjudicaron ni al olimpismo ni al deporte. Más bien al contrario.

CIUDAD AÑO NºPAÍSES

NºDEPORTISTAS

Atenas 1896 13 285

París 1900 21* 1.066*

San Luis 1904 11* 496* (687)

Londres 1908 22 2.059

Estocolmo 1912 28 2.541

1916 --- ----

Amberes 1920 29 2.606

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París 1924 44 3.092

Ámsterdam 1928 46 3.015

Los Ángeles 1932 38 1.408

Berlín 1936 49 3.741

1940 --- -----

1944 --- -----

Londres 1948 59 4.468

Helsinki 1952 69 4.925

Melbourne 1956 67 3.184

Roma 1960 85 5.337

Tokio 1964 94 5.140

México 1968 112 5.531

Munich 1972 122 7.144

Montreal 1976 92* 6.085 (1er boicot)

Moscú 1980 81* 5.326 (2º boicot)

Los Ángeles 1984 140* 7.055 (3er boicot)

Seúl 1988 160 9.581

Barcelona 1992 173 9.959

Atlanta 1996 197 10.310

Sydney 2000 199 10.651

Atenas 2004 202 11.099

Beijing 2008 204 11.028

Las guerras mundiales consolidaron al deporte y fortalecieron el olimpismo: las demostraciones de fuerza, para consumo interno o como publicidad externa, el sometimiento del rival en confrontación directa, o en permanente o eventual alianza con terceros, la celebración de la victoria o la preparación táctica de la próxima confrontación, encontraron en el deporte una sublimación de la guerra.

Para los profesionales de la Educación Física y el Deporte alemán no había dudas al respecto, cuando en 1939 Alemania entró en guerra, fue unánime la convicción dentro del sector de que se trataba de un magnífico test para la educación deportiva nazi, como atestiguan multitud de declaraciones políticas de la época. El Reichssportfürer, Von Tschammer, conminó a todo el mundo, especialmente a los jóvenes, a seguir haciendo deporte.

No es casualidad, por tanto, que la Alemania semivencida del 43, incluso del 44, llegase a celebrar en su territorio competiciones internacionales. Las razones no se pueden buscar en el conocido desprecio de Hitler por el deporte, sino en argumentos más sutiles y prácticos.

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Tampoco es en vano que uno de los padres filosóficos del actual deporte, Thomas Arnold, tratase de impulsar su idea pedagógica, sostenida en la competición, como una forma racional de “pelea reglamentariamente pactada”.

Luis V. Solar Cubillas

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